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Aprendizaje social frente a la pantalla

Una investigación de Ana Rosas Mantecón sobre las salas de proyección da cuenta del
funcionamiento del negocio cinematográfico y de sus audiencias.

Drácula en los 90. Una proyección se interrumpió para que los espectadores compraran
bebidas.

Recuerdo cuando fui a ver ​Drácula d ​ e Francis Ford Coppola en un cine de la ciudad de
México. Fue a principios de los años noventa. La entrada era muy barata y la gran sala
estaba repleta. Para un espectador argentino se trataba de una experiencia diferente: el
público no dejaba de hablar y de moverse, había parejas que no habían ido a ver la película
sino a hacerse arrumacos, y en un momento la proyección se interrumpió: en la pantalla
apareció Gloria Trevi para decirnos que en el intervalo -no previsto por el director–
podíamos ir a comprar palomitas de maíz. ¿Qué diferencias había entre ir al cine en una
ciudad o en otra? ¿Cómo influye el público en las historias que se narran y qué historia
particular produjo esas costumbres? Ir al cine. ​Antropología de los públicos, la ciudad y las
pantallas​ (Gedisa) de Ana Rosas Mantecón responde a estas preguntas y a muchas otras.
Todo a partir de una experiencia: ir al cine en México. El acto funciona como “una
resistencia al comportamiento autocontrolado y silencioso que proponía el pacto
cinematográfico”. Con un recorrido que se inicia en los orígenes, cuando el cine era silente,
y que llega hasta la actualidad, en lo que denomina “la revolución del multiplex”, se trata de
un libro que combina la crítica cinematográfica con un enfoque antropológico y una
investigación etnográfica.
A lo largo de su historia, la crítica de cine ha tenido sus objetos privilegiados en las películas
y en los realizadores. Por indiferencia o ignorancia, uno de sus rasgos ha sido el desinterés
por todo aquello que sucediera fuera de la pantalla. Desde hace varios años, sin embargo, y
con una insistencia que ha transformado sus modos de mirar, los estudiosos del cine
comenzaron a interesarse por otros ámbitos: desde la historia de las salas de proyección al
peso de las productoras en las narraciones, desde la irradiación poderosa del star system y
del cine de géneros al interés por las audiencias y los públicos. El crecimiento de este tipo
de abordaje, del que participan la sociología, la antropología y los estudios de cultura visual,
se basó en el hecho de que ninguna de estas instancias es ajena a la producción de sentido
propia del cine. Es más, observando los modos de financiamiento, los comportamientos del
público o la circulación internacional de las películas podemos entender mucho mejor la
maquinaria del cine y a veces disfrutarla incluso de un modo más pleno. En Latinoamérica,
estos estudios se desarrollaron un poco más tardíamente que en las metrópolis pero ya
había algunos autores que, a su modo, la practicaban. Los mexicanos Carlos Monsiváis o
Jorge Ibargüengoitia, por poner dos ejemplos que inspiran el libro de Mantecón, ya habían
ensayado enfoques que relacionaban la importancia del melodrama con la historia de la
religión o con las clases sociales. Ir al cine continúa esta tradición pero con un enfoque más
riguroso y estadístico y recurriendo a una investigación de los archivos (publicidades,
periódicos, revistas, testimonios) que lo hace entretenido y en muchos momentos
apasionante. Las anécdotas abundan y tanto tienen un valor demostrativo del argumento
erudito como resultan un condimento adicional para el lector. En los cines mexicanos, por
ejemplo, se fumaba en el interior, no obstante la prohibición legal: “con todo descaro se
prenden cerillos, que por la oscuridad necesaria, sobre todo en los cinematógrafos, es muy
notable para todos, menos para el encargado de evitar que se fume”, dice el suelto de un
periódico. La anécdota suma una prueba más a uno de los argumentos centrales del libro:
la instalación lenta pero insistente de un “pacto de consumo” de películas que es también la
educación de un público, y la formación de gustos, géneros y narraciones. Aunque se centra
en lo que llama “huella local”, los planteos tienen un carácter universal y son un ejemplo de
la interpretación de las estadísticas. Además, su esfuerzo por entregar argumentos
académicos convincentes no exime al libro de dirigirse hacia una demanda política: la de
considerar el acceso cultural no como un entretenimiento o un privilegio sino como un
derecho para crear ciudadanía. El libro supera un binarismo de la crítica: o se habla de las
películas o de lo que pasa alrededor. Con preguntas precisas y testimonios, con
argumentos y documentos, la autora demuestra que puede hablarse de una cosa o de la
otra, pero que si se habla de ambas (de las películas y de lo que sucede alrededor) no sólo
podremos iluminar relaciones inesperadas sino que entenderemos mucho mejor el cine que
vemos.

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