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ABUELA SANTA ANA

Todos los sueños de mi infancia están arrullados por cuentos muy criollos, de gracia
socarrona o de dramatismo fantástico. Feliciana, mi negra aya, y mamá, se repartían
la amorosa tarea de contar a la insaciable, historias de animales conversadores y
de fantasmas vagabundos. No sé cuáles prefería. Fui dueña de un mundo plácido,
extraordinario y escalofriante en el que filosofaban las pequeñas bestias silvestres
y hacían de jueces y vengadores los aparecidos sin paz en sus sepulcros. Feli era
la narradora de esas leyendas que me bañaban en el gustoso frío del miedo, y que
yo ocultaba a mi madre para no perder la fortuna de escucharlas. Ella, por su parte,
me contaba las andanzas y aventuras de los animales del campo, recogiendo
preciosas tradiciones ya casi perdidas. De este modo aprendí a querer a esos
burritos peludos, grises y blandos como de algodón, veinte veces tataranietos de
aquel que llevó a Egipto la Sagrada Familia y al cual San José azuzaba con un
florido vástago de la flor quelleva su nombre; así supe de la astucia del zorro que
se hace el muerto para burlar al león, su juez, que le exige severas cuentas de sus
fechorías innumerables; palpité de ternura por los amores del ratón Pérez con la
hormiga Jacinta, viuda inconsolable del glotón que encontró la muerte en la olla del
puchero, atraído falazmente por la irresistible fragancia del tocino, y conocí también
la bondad de la comadreja que le llevó a la Virgen María una gallina gorda para su
caldo de recién parida, por lo que la celeste señora le bendijo el vientre, dándole el
privilegio de poder transportar, al abrigo de la propia piel, a los hijuelos nacidos de
sus entrañas. En el mundo de los niños, las bestias tienen una importancia fraterna.
No puede faltarles el entendimiento ni la palabra, razonan y dialogan, son buenas o
malas como los hombres, pero les llevan la ventaja de mantener estrechas
relaciones con seres fantásticos que son sus útiles amigos y a veces les hacen
partícipes de su poderío. Así, desde que tenía cuatro años, yo sé que los duendes
defienden a los pájaros de los ataques de las víboras que van a saquearles el nido.
Cuando alguna perversa crucera demuestra torcida intención hacia una familia
colombina, por ejemplo, los enanitos que duermen dentro del fresco corazón de las
lechugas, van a darles el aviso:–Huya usted con sus pichones, Garganta de Plata.
Por ahí anda “la enemiga negra” rondándole la casa. T
2Y si la madre no puede emigrar con la cría, aún implume, ellos forman alrededor
del nido, un cordón defensivo. La mala pécora, chasqueando con rabia la cola, se
va silbando amenazas, pero no se atreve a volver, porque esos hombrecitos más
pequeños que mi dedal, podrían hacerle pasar un desagradable momento de
batalla. Ya una lejana ascendiente suya perdió los colmillos, es decir, sus armas y
su fuerza, pretendiendo morder el cuerpecito duro como el hierro de un duende que
montaba la guardia junto a la prolija media de un boyero. Y por siempre la especie
ha de recordar la lección dura y eficaz. ¡Cuánto, cuánto aprendí entonces que no
sabía leer en los libros ni en la vida! Feliciana, analfabeta y cándida, era una gran
maestra. Ella dio magníficas clases de fantasía a mi imaginación:–Feli, ¿los bichitos
de luz llevan colgada en la cola una lamparita que se prende y se apaga?–Pois sí,
Susana. O Niño Jesús dioles candelas para que alumbraran o camino de bobo
Santa Ana, cuando iba o visitarlo de noche, a escondidas dos mamelucos de
Herodes. Desde entonces no cacé más luciérnagas para guardarlas dentro de
frascos transparentes y darme la ilusión de poseer un trozo de cielo estrellado
dentro de mi cuarto, después que mi madre, apagando de un soplo la lámpara, me
decía con su voz de terciopelo:–Hasta mañanita, Susana. Que la Virgen María te
arrope en su manto y que el Ángel de la Guarda cuide bien tu sueño. No, nunca
más apresé bichitos de luz. ¿Cómo iba a dejar sin sus candelas a la Señora Santa
Ana? Se perdería en el camino y acaso la apresasen los mamelucos (versión de
Feliciana), del terrible tetrarca de Galilea. Mi hijo heredó ese respeto por las
luciérnagas. Abuela Santa Ana puede estar segura de que ya nunca ninguno de mi
raza la dejará a oscuras en sus nocturnas visitas al divino nieto. La gente de
nuestros campos siempre la ven cruzar por sus sembrados (señal infalible de
buenas cosechas), con las manos llenas de manzanas o naranjas para Jesusito.
Delante suyo van los gusanos de luz aclarándole las sombras. Yo también la vi. La
vio mi hijo, cuando empezó a gustar el encanto de los cuentos, llenos de sucesos
maravillosos tan ciertos como el sol. Han de verla mis nietos, todos los niños de mi
sangre. Como Abraham, sueño ya con los que en mí han de tener su raíz. Fundo
una familia en la que las tradiciones han de ser amadas y cultivadas como parte de
la riqueza doméstica. En el descendiente que a los cinco años no crea en los
duendes y los encantadores, en los animales que hablan y las cosas
3secretamente animadas por un espíritu como el suyo, apenas estará mi sangre.
Mis descendientes de edad no mayor que el número de los dedos de la mano con
que trazo estas palabras, para que los reconozca mi sombra, han de ser amigos y
hasta compadres, del buey que calentó con su aliento al sagrado niño del portal de
Belén, del perro ovejero que defiende del diablo, con disfraz de lobo, al rebaño
confiado a su custodia, de las golondrinas que con el pico fueron quitando a Cristo
la corona de espinas de la frente; del chingolo que le avisa al labrador cuando viene
el viento, o cuando anda cerquita la lluvia. Y aun del ñandú tonto que esconde la
pequeña cabeza entre los pastos, creyendo así despistar a los cazadores; de la
vaquita Victoria; del Juan Grande presumido con sus medias rojas; de las garzas
viajeras que hacen visitas a la luna; de la perdiz rabona y silbadora, de la mulita que
sabe enternecer a sus verdugos pidiendo perdón con las manos juntas; del venadito,
lleno de gracia, y del tero despistado. De todo ese mundo fresco, cándido,
encantador y puro, que ilumina la infancia y que nos da lo fabuloso cuando lo
necesitamos tanto como nuestro tazón de leche en el desayuno y el diario y bendito
pan de corteza crujiente y dorada. Los animales son nuestros aliados perfectos. Tilo,
mi perro, está aún en mi corazón, después de más de treinta años en que el polvo
de su cuerpo vestido de pelo amarillo se mezcló a la madre tierra de Cerro Largo.
Mi gato Alí sigue viviendo en mi recuerdo, con su gola gris y su hocico de seda rosa.
Y el caballo tubiano de mi padre, que todas las noches galopaba hasta el cielo para
traer en su lomo al guardián de Dios que cuidaría mi sueño, perdura en mi gratitud
como en la época angélica en que me hacía tan señalado servicio. Para los de mi
amor y de mi sangre, para los hijos de mi hijo, y Stelio, mi ahijado, existirán los
animales que hablan y la fábula los mecerá en sus rodillas como una buena nodriza,
narradora de historias tiernas e invocadora de duendes amigos y de bestezuelas
sentenciosas y amables. Juana de Ibarbourou (1892 –1979)Extraído de: “Chico
Carlo” (1944)

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