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ARQUITECTURAS FUGACES

Carles Muro

Si hubiera que condensar la historia de la arquitectura moderna en unas pocas


obras, habría que acudir no sólo a edificios que forman parte del patrimonio
construido de ciertos países y ciudades sino también —o tal vez, sobre todo— a
edificios que tan sólo podemos encontrar entres las páginas de libros y revistas.

Y no los podríamos encontrar en ningún otro lugar, por lo menos, por dos moti-
vos: bien porque nunca fueron construidos (como el Palacio de los Soviets de Le
Corbusier o la propuesta para el Chicago Tribune de Adolf Loos), o bien porque,
habiéndolo sido, fueron luego alterados, mutilados o destruidos (como la biblio-
teca de Viipuri, de Alvar Aalto, o el edificio Larkin de Frank Lloyd Wright).

Pero hay otras construcciones que no quedarían satisfactoriamente explicadas


por ninguno de estos motivos. Edificios que no podemos encontrar en lugar
alguno de la Tierra pero que nunca vieron modificada o desfigurada su forma
original (desaparición no es igual a destrucción. El envejecimiento sí sería, por
el contrario, una forma de destrucción): pabellones de exposición, arquitecturas
fugaces que se conservan, inexpugnables, en la fotografía y en la memoria.

Tratar de dar razón de su frecuente y necesaria presencia en cualquier historia de


la arquitectura de este siglo, por apretada que sea, es el propósito de estas líneas.

Tal vez, uno de los rasgos que con más fuerza ha venido distinguiendo a la
arquitectura a lo largo de la historia sea su voluntad de permanencia, de durabi-
lidad. Los pabellones, en tanto que construcciones pensadas para desaparecer,

FUNDAMENTOS DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO 39


contienen el germen de lo efímero, apareciendo así, desde su concepción, en los
márgenes de la arquitectura.

No debería pues sorprendernos que los pabellones procedan, al menos etimo-


lógicamente, de las mariposas (ambas voces proceden del latín papilio. Según
Joan Corominas, la voz latina empezó a aplicarse a las tiendas de campaña por la
similitud entre los movimientos de las lonas al ser agitadas por el viento y los de
las alas de las mariposas). Por su capacidad de no envejecer, de ser forma simul-
táneamente procreadora y perecedera, pero también por el modo en que se nos
suelen aparecer: deteniéndose durante un breve instante para luego desaparecer
sin apenas dejar huellas.

Así, también los pabellones han dejado tan sólo algunas trazas, huellas, en unos
pocos lugares. Pero también han dejado sus huellas, algo más, numerosas en el
tiempo.

Nuestros pasos deberán seguir algunas de estas huellas.

II

Alguien reprochó en cierta ocasión al pabellón de la URSS en la Exposición de


las Artes Decorativas de París de 1925 que no formara parte de su entorno. El
pabellón de Melnikov consigue, a través de la relación entre sus partes —de
su composición— una absoluta independencia del suelo en que se posa. Una
arquitectura indiferente al lugar, que no reconoce sus atributos en tanto que
interrogación. Edificio ensimismado, casi autista.

El reproche era merecido: en cualquier otro lugar seguiría siendo, ante todo, él
mismo.

Así sucede con tantos pabellones itinerantes, con el Teatro del Mondo de Aldo
Rossi o con el altar de campo del buen soldado Schwejk. No es casual que la
imaginación de Aalto se dirija hacia un mueble —el altar que es montado y
desmontado constantemente en la novela de Hasek— al proyectar un pabellón
desmontable para representar a Finlandia en la Bienal de Venecia.

Pero habría un segundo modo de no pertenecer al lugar.

El mismo Aalto tratará insistentemente de trasladar figuras del mundo exterior


al interior de sus pabellones. Así, sus propuestas consistirán en llevar bosques
finlandeses a París o encerrar la aurora boreal en el pabellón de Nueva York.

Una arquitectura con capacidad de encerrar, aislar, mundos: de dar acceso a


mundos otros.

Como el pabellón de Taut en Colonia, donde el visitante es teñido, coloreado, y


por tanto transformado, al atravesar esa membrana que lo separa del exterior. O
como ese gran estómago que Le Corbusier construye para la Philips en Bruselas,
edificio sin exterior por excelencia. Una propuesta de arquitectura, la del poema
electrónico, como experiencia de los sentidos.

40 IV. TIEMPO CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO


En esta misma exposición, Corrales y Molezún van a plantar un pabellón sin
forma, construido apenas con repeticiones y reflejos, una de las obras de mayor
importancia para el desarrollo de la arquitectura moderna en España.

Pero ésa es ya otra historia…

III

Este paseo podría ser mucho más largo y la constelación de pabellones visitados
mucho más extensa. Pero bastan estos pocos ejemplos para ver cuánto estas
construcciones cuestionan algunos de los atributos que han sido tradicional-
mente asociados a la arquitectura.

Edificios pensados para desaparecer, indiferentes al lugar y que suelen poner de


manifiesto un desfase, una fisura, entre la invención formal y su materialización

Su fugacidad, unida a la compresión del tiempo que media entre proyecto y


ejecución, de ese difícil trayecto entre la mente y la mano, les libera de las ata-
duras a las que la arquitectura como disciplina ha estado siempre sometida. Es
tal vez por ello que edificios cuyo único emplazamiento es el papel impreso han
alimentado la imaginación de tantos arquitectos a lo largo de las últimas siete u
ocho décadas.

Lugares de experimentación, auténticos laboratorios de la forma, han consegui-


do así atrapar y condensar con la mayor intensidad los problemas de la arqui-
tectura de cada momento.

Lampreave, Madrid, 2007.


Fotografías de las vetas del mármol de la reconstrucción
del Pabellón de Barcelona, realizadas por Domi Mora
para la instalación de Enric Miralles de 1997.

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