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En su magnum opus, Vida de los doce césares, Suetonio asegura que durante el
«gran incendio de Roma» (año 64) el emperador Nerón tocaba la lira. Cantaba y
componía, mientras la ciudad ardía, para eludir la responsabilidad del momento.
Por más que luego prestase su propio palacio a los refugiados, el mito de la lira
trascendió como una muestra imprudente de ingenuidad e irrespeto. De negación
de la realidad.
Jamás una dictadura ha dejado de serlo porque la voluntad mayoritaria así lo haya
querido. Mercadear esta desfiguración sería esconder, con oscuros intereses, que
en los momentos en que esto pareciera ser así, lo que en verdad ha ocurrido es
que los hombres fuertes del sistema han coincidido en la decisión de hacer creer a
las mayorías que eligieron y su voluntad se respetó.
Pero aun suponiendo que fuese verdad —que la absurda contradicción formase
parte de la historia contemporánea—, sería una exposición inmensa de inocencia
pensar que el régimen chavista se comportaría igual a los que supuestamente han
cedido.
Pero, incluso suponiendo que este fuese un escenario probable, los fieles devotos
de las urnas aún no dan respuesta a qué podría ocurrir durante los ocho meses
que Falcón tendría que esperar hasta que el dictador Maduro le tuviera que
entregar la banda presidencial —y, sobre todo tomando en cuenta la existencia de
una Asamblea Nacional Constituyente capaz de deformar el Estado a la
conveniencia de los chavistas—.
Pero mientras el país arde con la mayor crisis de su historia, habrá algunos que
con el voto intentarán mantener el delirio democrático de un país que no lo es.
Una quimera con repercusiones peligrosas. Asistirán a la muestra imprudente de
irrespeto e ingenuidad. De la negación de la realidad. Como Nerón, que tocaba la
lira cuando Roma se derrumbaba; porque es más sencillo huir con la melodía que
sentir de cerca el calor de las llamas.