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ESTUDIOS EVANGÉLICOS

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¿BATALLA SIN SALIDA?


UN INTENTO DE REFLEXIÓN CRISTIANA SOBRE LA HOMOSEXUALIDAD
Manfred Svensson

I. La complejidad del problema


Hace algún tiempo hubo en Chile, como en tantos otros lugares, una marcha “a favor de la
familia”. Era un evento especial, entre otras cosas, por ser una de las primeras apariciones
públicas de católicos y evangélicos unidos ante un problema público. Pero también algunos
activistas homosexuales llamaron a asistir, argumentando que a una marcha de esas
características se podían sumar, dado que marchaban a favor de su concepción de familia.
¿Qué decir sobre eso? En lugar de escandalizarnos, ese hecho nos debiera recordar que si
se aborda un tema difícil con slogans y banderas –como un simple “por la familia”-
cualquier cosa puede pasar. Y naturalmente, sería muy difícil que alguien logre organizar
una marcha por causa alguna –por la familia o por Jesús, por la patria o por la educación-
sin reducir la causa que defiende a una bandera que oculta tanto las riquezas como las
dificultades.
Pero el hecho de que algunos no queramos ir a marcha alguna, puede por supuesto nacer
de raíces muy distintas, algunas buenas y otras malas. Entre las malas puede estar el simple
desinterés, o también la desesperanza. Entre las posibles buenas me gusta imaginar que
estoy siguiendo Juan 7. Ahí algunos parientes invitan a Jesús a ir a una fiesta, porque
“ninguno que busca darse a conocer hace algo en secreto” (7:4). Tal como quienes
convocan a marchas, sus hermanos le dicen a Jesús “manifiéstate”. Pero Jesús dice que no
es aún su hora, y el evangelio de Juan claramente nos describe los llamados que le hacían
sus parientes como una muestra de incredulidad. ¿Estamos entonces mejor los que nos
quedamos en casa que los que van a marchas? No. La verdad es que es un pasaje que no
nos deja tranquilos tan fácilmente. Es verdad que Jesús no va a “manifestarse” de cualquier
modo a una fiesta, pero éste no es un relato que nos permita limitarnos al trato individual
con las personas. Pues pocas líneas más adelante nos enteramos de que Jesús subió a la
mismísima fiesta a la que lo habían invitado, pero a enseñar (7:14): tuvo una aparición
pública, aunque de naturaleza muy distinta de la que otros esperaban.
Los seguidores de Jesús estamos desde luego obligados a lo mismo. Pero es igualmente
cierto que no sabemos hacerlo como él. Parte de esa incapacidad es debida a nuestra propia
pecaminosidad, a nuestra falta de amor o interés por otros, y a veces también a nuestra falta
de preocupación por la verdad revelada por Dios en su creación y en su Palabra. Pero parte
se debe también a factores externos: estamos en un clima enrarecido por marchas, por
bombardeo publicitario a favor de la homosexualidad, por querellas entre distintas iglesias,
por incapacidad de acogida de corazón a quienes padecen atracción por el mismo sexo. En
tales condiciones, sin duda es difícil enseñar. A veces sabemos lo que deberíamos decir,
pero vemos el riesgo de que el enrarecido ambiente lo malinterprete, y resulte así una
enseñanza desequilibrada; vemos también que incluso el más cuidadoso esfuerzo por
darnos a entender puede llevar a que uno sea visto a la luz de los múltiples estereotipos que
circulan; otras veces ni siquiera sabemos qué decir, pues no tarda en que la confusión se
apodere también de nosotros. Lo que sigue es un sencillo intento por evitar esos escollos.

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Lo que aquí haré es abordar la cuestión en varios pasos. En primer lugar, atenderé a
algunos de los textos bíblicos relevantes para este tema. En segundo lugar, me dirigiré al
tipo de argumentos que se suele esgrimir respecto de la homosexualidad desde la ciencia, y
a lo que se puede decir desde la reflexión moral extrabíblica. Luego consideraré tres
campos en que se despliegan las conclusiones alcanzadas: las controversias culturales,
legales y eclesiásticas. La razón para referirme a esos campos es sencilla. Entre quienes
buscan una aproximación adecuada a este problema, el énfasis suele caer –y con razón- en
cómo equilibrar “verdad y misericordia”1; pero existe un riesgo de que ese enfoque pierda
de vista el hecho de que no estamos ante algo que implique un trato solo con personas
individualmente consideradas, sino ante un conjunto de prácticas cultural y legalmente
encarnadas, lo cual a su vez repercute sobre los individuos. Es sencillamente irresponsable
dejar de hablar de eso, y creo que en cada uno de esos campos es posible ver la discusión
sobre la homosexualidad como una oportunidad no sólo para aprender a transmitir con
amor la verdad, sino como una oportunidad para entrenarnos en la reflexión social cristiana
ante materias difíciles. Hasta aquí, en efecto, este campo ha sido uno de puertas cerradas:
una y otra vez se habla como si la práctica homosexual fuera una batalla sin salida, pero
también una y otra vez se habla como si no hubiera salida en las batallas legales y culturales
sobre la misma, como si el debate ya no tuviera sentido. ¿Pero es ésa una conclusión a la
que se ha llegado tras un genuino esfuerzo?
II. La homosexualidad y la Biblia
Parto por hablar desde la Biblia, y puede tener sentido aclarar por qué. Pues bien se podría
seguir el orden inverso: primero afirmar lo que parece ser racionalmente accesible a todos
los hombres, y luego pasar a comentar lo que parece exclusivo de la propia creencia. Pero
me parece que hay buenos motivos para partir en este caso de este modo. Y uno de los
motivos significativos es que los propios apologetas de la práctica homosexual aluden en
sus argumentaciones con frecuencia a los fundamentos bíblicos de la discusión. Y no me
refiero con eso a los que adoptan tal posición en la discusión interna de las iglesias, sino al
hecho de que muchas veces se invoca la Biblia a favor de la homosexualidad precisamente
en medio de discusiones públicas pretendidamente seculares. Un folleto de educación
sexual usado en las escuelas chilenas ofrece, por ejemplo, una lista de “mitos sobre la
homosexualidad”, dentro de los cuales se encuentra la afirmación de que la
homosexualidad es pecado. En la columna paralela el “mito” es corregido con la “realidad”,
esto es, que la Biblia “no concluye nada al respecto”2. Resulta así palpablemente falsa la
idea de que la religión se haya privatizado y que al menos en ese campo privado se la deje
tranquila; por el contrario, muchas veces los mismos grupos que por una parte llaman a un
discurso público puramente secular, por otra parte están interesados en el dividendo
público de determinadas afirmaciones teológicas. Creo que no podemos sino responder a
esa invitación a averiguar lo que dice el texto bíblico.
Esto significa además que, de comienzo a fin, intento hablar como cristiano. Esto no
significa que vaya a escribir algo incomprensible para los no cristianos. Creo, por el
contrario, que parte de lo que sostengo son cosas que personas de muchas otras creencias
sostienen también, o que al menos pueden seguir sin problema el sentido de los
argumentos. Pero no voy a estar majaderamente escribiendo “¿ustedes también entienden

1 Piénsese en títulos como Schmidt, Thomas. La homosexualidad. Compasión y claridad en el debate Clie, Barcelona,

2008.
2 Documento “Educando en la diversidad”, p. 23. Disponible en

http://www.movilh.cl/documentacion/educacion/educando_en_la_diversidad.html

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esto, cierto?” En lugar de tal recurso paternalista, simplemente pongo la confianza en que
los lectores serios hacen un esfuerzo por entender lo que se escribe desde presupuestos
distintos de los suyos. Pero además, el partir por considerar el texto bíblico revela también
en qué medida para hablar sobre un tópico como la homosexualidad se requiere de un
discurso mayor en común, y no simplemente de una abstracta “ética sexual”. Quien parte
por hablar sobre cómo abordar la homosexualidad desde dentro de la esfera del
cristianismo, lo hace porque tiene conciencia de que un problema controversial como éste
requiere ser abordado desde un discurso en común que no es sólo sobre el sentido de la
sexualidad, sino sobre el sentido de la vida humana, sobre la condición buena de todo lo
creado, sobre su condición caída, sobre la esperanza de redención. Y en esa historia la
sexualidad ocupa un lugar no poco importante: de la identidad de los seres humanos en el
principio no se nos dice virtualmente nada salvo por el hecho de que, creados iguales a
imagen de Dios, eran sin embargo distintos, creados como hombres y mujeres, llamados a
fructificar (1:18) mediante la unión en una sola carne (2:24), y que estando desnudos no se
avergonzaban (2:25). En efecto, la creación primigenia del hombre y la mujer, y todo lo que
la Biblia dice sobre el sentido de su unión, es el marco verdaderamente decisivo sobre esta
materia, más que los textos particulares que contienen afirmaciones explícitas sobre la
homosexualidad.
Esto, después de todo, no es muy distinto de lo que ocurre con el cuidado de la naturaleza
no humana: podemos encontrar uno que otro texto hablándonos sobre un futuro de
árboles y hierba quemada, de ríos y fuentes contaminadas (Apoc. 8:7-11), y tales textos
pueden despertar la conciencia ecológica de muchos; pero el marco que les da sentido a
tales textos es la institución general de la creación y el mandato al hombre de ser un
administrador fiel. Ese mismo es el marco decisivo cuando desde la naturaleza
extrahumana nos dirigimos a la humana. No en vano, Jesús recurre a este marco para temas
distintos, como el sentido del día de reposo y, precisamente, la naturaleza de la unión
conyugal. En efecto, Jesús responde a las preguntas sobre el divorcio no apelando a la ley
de Dios, ni tampoco al amor de Dios, sino a la creación de Dios: “¿no habéis leído que el
que los hizo al principio…” (Mt. 19 y Mc.10; lo mismo hace Pablo en Ef. 5). La creación
del hombre y la mujer como uno para otro –hasta el punto de por su unión formar una sola
carne- es el trasfondo bíblico para cualquier discusión sobre la inclinación y la práctica
homosexual, un marco de interpretación adoptado por el propio Jesús ante preguntas sobre
el matrimonio. Por lo demás, las imágenes nupciales se extienden de un modo enfático y
variado por toda la Biblia, desde el comienzo en Génesis con una pareja sexualmente
diferenciada, hasta su cierre en Apocalipsis con las bodas del Cordero. Entre las múltiples
formas en que eso se presenta a lo largo de las Escrituras, se encuentra la expresa
comparación de la relación de los esposos con la relación entre Cristo y la Iglesia (Ef. 5:32).
Puede ser poco lo que la Biblia dice explícitamente sobre la homosexualidad, pero lo que
dice a través de diversas imágenes nupciales –todas las cuales son de naturaleza
heterosexual- es de importancia y cantidad abrumadora, y no ocupa un papel periférico,
sino que es usado para la explicación del evangelio mismo, tal como el adulterio y la
prostitución aparecen como las más frecuentes imágenes para nuestra idolatría. Estamos
pues ante uno de los modos más centrales que usa la Biblia para hablar sobre nuestra
infidelidad y la fidelidad de Dios. Sin textos específicos sobre la homosexualidad, esto por
sí sólo ya sería sumamente elocuente.
Pero hay también tales textos explícitos sobre la homosexualidad (aunque por supuesto sin
ocupar ese término), y nadie duda de que los textos transmiten un dictamen negativo. Pero
sí hay muchos que dudan sobre si acaso siguen siendo normativos para los cristianos, si

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debemos seguir citando textos que califican como “abominación” el que un hombre “se
eche” con otro (Lev. 18:22). Las dudas al respecto no tienen por qué provenir de personas
que estén en una posición de resistencia ante la autoridad bíblica o que acostumbren ceder
ante cada presión externa. Esto puede por supuesto ser la situación de algunos, pero todo
el mundo puede tener motivos para dudar sobre la naturaleza de algunos pasajes. Después
de todo, en el libro bíblico del que provienen tales afirmaciones abundan las normas que
todo el mundo coincide en considerar abrogadas. Por otro lado, cabe preguntarse si
realmente se quiere echar por la borda todo lo que se encuentra en Levítico como si fuera
solo ley ceremonial: el mismo capítulo 18 que menciona la homosexualidad rechaza el
adulterio (v. 20), el sacrificio de los hijos a Moloc (v. 21) y la zoofilia (v.23), por nombrar
algunas cosas que no suelen ser aprobadas por quienes rechazan el verso 22. En lugar de
declarar todo ley ceremonial abrogada, seguramente es más sabio preguntarnos qué
elementos de Levítico coinciden con el general marco creacional que hemos descrito, y
cuáles no. En cualquier caso cabe notar, por si alguien tiene la duda, que no está aquí
abierto el camino de ver las prohibiciones de la homosexualidad como algo
veterotestamentario no aplicable al cristianismo: los textos del Nuevo Testamento sobre la
homosexualidad son en realidad mucho más explícitos que los del Antiguo. De éstos, aquí
nos concentraremos en el más decisivo, el de Romanos 1:23-27. Ahí, describiendo la
pérdida del conocimiento de Dios en los hombres por no haberle dado gloria, Pablo dice
que
cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre
corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Por lo cual también Dios los
entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de modo que
deshonraron entre sí sus propios cuerpos, ya que cambiaron la verdad de Dios
por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador, el
cual es bendito por los siglos. Amén. Por esto Dios los entregó a pasiones
vergonzosas; pues aun sus mujeres cambiaron el trato natural por el que es
contra naturaleza, y de igual modo también los hombres, dejando el trato
natural con la mujer, se encendieron en su lascivia unos con otros, cometiendo
hechos vergonzosos hombres con hombres, y recibiendo en sí mismos la
retribución debida a su extravío3.

Estamos ante el único texto bíblico que trata la homosexualidad en un contexto teológico
de relevancia primaria. Además, Pablo da una larga lista de pecados en los versos 29-31,
pero de todos esos escoge únicamente la práctica homosexual para una ilustración
detallada. Esto no obedece a una fijación obsesiva con la sexualidad, sino al hecho de que
ésta le permite ilustrar precisamente la conexión de todos los pecados con el pecado
primordial de la idolatría. Esto salta a la vista si prestamos atención al triple uso del verbo
“cambiar” (metêllaxan) que encontramos en estas líneas. Se trata de tres pasos
estrechamente conectados, de modo que se cambia primero la gloria de Dios por la imagen
del hombre, luego la verdad por la mentira sirviendo a la criatura más que al Creador, para
finalmente llegar, en el verso 26, a que las mujeres cambiaron “el trato natural por el que es
contra la naturaleza”, cosa que el verso siguiente hace extensiva también a los hombres.
Estamos pues ante una sola gigantesca “mutación”, y conviene notar lo que eso implica4.

3 Mi cursiva. He modificado levemente la traducción de RVR60, en particular la expresión “uso natural”, que

ha sido cambiada por “trato” para quitar la impresión utilitarista que no se encuentra en el griego.
4 Debo el énfasis en este verbo a dos sermones de John Piper con el título “The Other Dark Exchange”,

disponibles en www.desiringgod.org

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No implica necesariamente un orden cronológico, como si cada uno de nosotros debiera


primero incurrir en alguno de los primeros dos pasos para luego incurrir en el tercero. Pues
a lo largo de la historia humana cada paso retroalimenta al otro, y en muchos casos nos
alejamos de Dios precisamente para no vernos confrontados por nuestro pecado. De modo
que el alejamiento respecto de Dios no siempre es lo cronológicamente primero, pero sí es
lo primero en relación al fondo: hay una estrecha conexión entre el abandono de Dios y el
resto de los pecados, y para el conjunto de la humanidad se explica en este orden, que
alejándonos de Dios caemos en el resto. Abandonamos primero la imagen de Dios, y de ahí
se siguen los innumerables extravíos del hombre que busca saciarse mediante la imagen de
criaturas. Y eso puede ser lo que lleva a Pablo a introducir precisamente la práctica
homosexual con algo de detalle en lugar de solo nombrarla como lo hace con otras
prácticas: porque aquello a lo que caemos es a una imagen de nosotros mismos, y en la
homosexualidad se pasa precisamente a buscar a un igual en lugar de a una contraparte
sexual.
En cierto sentido, el mensaje no es más (ni menos) complejo que eso. Pero durante las
últimas décadas ha habido numerosos intentos por mostrar que o bien se puede leer el
pasaje de un modo distinto, o bien Pablo carecía en realidad de ciertos conocimientos que
hoy poseemos, de modo que aunque seamos fieles a la Biblia tendríamos motivos para no
seguirla en este punto. Así, algunos enfatizan que aquí habla de la homosexualidad sólo en
ciertos casos, en concreto cuando está conectada a la idolatría (como en casos de
prostitución vinculada a un culto idolátrico, por ejemplo); si no es como consecuencia de
un culto de “cuadrúpedos y reptiles”, reza este argumento, el texto no diría nada sobre la
homosexualidad. Otros afirman que se trata de una condena de relaciones de explotación,
como pueden ser las relaciones pederastas, pero que Pablo no estaría diciendo nada sobre
una relación fiel y cuidadosa entre dos adultos homosexuales que obran con
consentimiento. Asimismo, hay quienes sostienen que el pasaje trata sólo el caso de alguien
que es por naturaleza heterosexual, y que obra contra esa naturaleza; sólo ellos estarían
dejando “el trato natural”. Según tal lectura, si Pablo hubiese tenido una noción moderna
de orientación sexual, habría dejado claro que para alguien con una orientación homosexual
la práctica homosexual es precisamente lo natural, no una perversión.
Este tipo de argumentos han sido significativamente popularizados, tanto dentro de las
iglesias como fuera de ellas. Pero entretanto también han sido muy sólidamente refutados,
y basta con que aquí hagamos una breve revisión de tales refutaciones5. Por lo que respecta
a lo primero, parece muy claro que se trata de una chata lectura del texto. Pablo está
hablando del proceso idolátrico por el que toda la humanidad se ve privada de la verdad,
no de la práctica idolátrica puntual de entrar a un templo y arrodillarse ante una estatua. Por
lo mismo considera que los judíos, que no participan de tal culto idolátrico, tienen que ser
advertidos por su caída en los mismos pecados, y son así en el capítulo siguiente llamados a
no juzgar. Por lo demás, nadie ha jamás sugerido que las restantes prácticas descritas en
términos negativos en Romanos 1 sólo sean negativas en un contexto idolátrico de ese tipo:
¿hay alguien que sostendría algo semejante respecto de la maldad, la avaricia, la
desobediencia, la falta de afecto o el homicidio (Rom. 1:29-31)? Por otra parte,
precisamente la inclusión del lesbianismo –Pablo va en esto más allá que el Antiguo

5 En esta sección sigo primordialmente la posición de Gagnon, Robert. The Bible and Homosexual Practice. Text

and Hermeneutics Abingdon Press, Nashville, 2002. La obra de Gagnon es reconocida por defensores de todas
las tendencias como el estudio más acucioso de la evidencia bíblica, y desde luego lo que digo aquí no le hace
ni remotamente justicia.

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Testamento-, y antes de mencionar la homosexualidad masculina, permite descartar que lo


tratado aquí sean solo relaciones abusivas de sometimiento, las cuales en el mundo antiguo
estaban exclusivamente asociadas a la homosexualidad masculina.
En cuanto al argumento de la orientación sexual, a éste cabe responder en distintos niveles.
La cuestión de la existencia de nociones de “orientación sexual” en la antigüedad es hoy
debatida. Pero lo que está claro es que toda la evidencia lingüística muestra que la expresión
“contra naturaleza” (para physin) designa, dentro y fuera del canon bíblico, una misma cosa:
la práctica homosexual de alguien que precisamente tiende hacia ella, no de un
heterosexual. Después de todo, “natural” no significa –ni para Pablo ni en general para el
mundo antiguo- algo así como “lo que espontáneamente tiendo a hacer” (caso en el cual lo
natural para alguien con inclinación homosexual sería la práctica homosexual). Por el
contrario, significa conforme a la naturaleza que recibimos en la creación. Y se trata, en
efecto, de un pasaje con firmes ecos de Génesis 1:26-27: del abandono de la imagen y
semejanza de Dios se pasa a adorar aquello que según el Génesis debía ser sometido, y de
ahí se pasa a subvertir la diferencia sexual que ahí mismo había sido afirmada6. De modo
que si alguien dijera que es “homosexual por naturaleza”, simplemente habría que
responderle que esto no es así: que puede tener una inclinación homosexual sumamente
fuerte, y sin embargo ser por naturaleza heterosexual. Esto, por lo demás, es como opera
todo el pasaje: muchos de los otros problemas morales ahí mencionados son acciones a las
que los hombres tienen una fuerte inclinación, y sin embargo cualquiera puede ver lo
absurdo que sería decir que la avaricia sea un obrar contra la naturaleza sólo en el caso de
alguien que no tiene esa inclinación, pero que sería un actuar aceptable en el caso de los que
tienen por naturaleza la orientación a la avaricia.
Ahora bien, quien quiera leer algo opuesto a lo que hasta aquí hemos expuesto, encontrará
de sobra material que le diga que la Biblia no tiene un mensaje claro sobre la
homosexualidad, que no podemos buscar en ella regla alguna de conducta para este campo.
Pero la cuestión no es si acaso se podrá encontrar a alguien que sostenga eso, sino si acaso
se podrá encontrar a alguien que lo diga tomando en cuenta la abrumadora evidencia
acumulada por los estudios de los últimos años en sentido contrario. En efecto, unas
décadas atrás pudo haber parecido que la interpretación bíblica se inclinaría hacia una
lectura de estos pasajes que apoye la práctica homosexual, pero gracias a la controversia
desde entonces más bien se ha ido reafirmando la lectura tradicional con mucha mayor
solidez que antes. Cabe de hecho preguntarse si quienes gustan de repetir las ya
trasnochadas tesis en dirección contraria se preocupan de realmente enterarse de los
argumentos que militan contra sus conclusiones, o si se conforman con hacer avanzar una
agenda mediante la repetición acrítica de posiciones que hoy han perdido toda credibilidad7.
Pues aunque se divulgue el mito de que sólo lecturas fundamentalistas llegan a la posición
tradicional, la posición que hemos expuesto es hoy aceptada también por muchos que
aprueban la práctica homosexual (pero que ya han visto que no tienen cómo poner la Biblia
de su lado). Louis Compton, un significativo defensor de la práctica homosexual y autor de
la reconocida obra Homosexualidad y civilización, ha afirmado que aunque la lectura
progresista de la Biblia sería “bienintencionada”, es “forzada y ahistórica”8. Asimismo
alguien firmemente asentado en la tradición de la teología liberal, como Richard B. Hays, ha

6 Para los paralelos entre Romanos 1 y Génesis 1 véase el texto de Gagnon citado en la próxima nota.
7 Para una consideración de este problema véase Gagnon, Robert. “Why the Disagreement over the Biblical
Witness on Homosexual Practice?” en Reformed Review 59, 1, 2005. págs. 19-130. Disponible en
http://www.robgagnon.net/articles/ReformedReviewArticleWhyTheDisagreement.pdf
8 Compton, Louis. Homosexuality and Civilization Harvard University Press, Cambridge Mass., 2003. pág. 114.

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dado una muestra elocuente de cómo una actitud de sumisión al texto bíblico conduce,
también para alguien formado en dicha tradición, a reconocer la homosexualidad como un
rasgo de un mundo caído9. Por último, alguien tan poco sospechoso de fundamentalismo
como Wolfhart Pannenberg concluye que “quien induce a la iglesia a cambiar la norma de
su doctrina en esta materia, debe enterarse de que con eso está dividiendo a la iglesia. Pues
una iglesia que deje de considerar la actividad homosexual como un alejamiento de la
norma bíblica y que reconozca las convivencias homosexuales como paralelas al
matrimonio, una tal iglesia ya no estará sobre el suelo de la Biblia, sino en contradicción
con el testimonio completo de la misma. Una iglesia que dé tal paso, habrá dejado de ser
iglesia evangélica heredera de la reforma”10.
Hay pues motivos de sobra para seguir viendo en Romanos 1 la tradicional enseñanza
cristiana sobre la homosexualidad, así como para ver ese pasaje como una enseñanza
firmemente anclada en el resto del testimonio bíblico. Pero la función de reafirmar esto no
puede ser la de dejar a un lado de la discusión como vencedor, ni el generar la impresión de
que los heterosexuales no tienen entonces nada de qué preocuparse. Pues si bien la
homosexualidad, en contraste con la heterosexualidad, es presentada en la Biblia como una
anomalía, no se sigue de ahí la conclusión de que los homosexuales son anormales, y los
heterosexuales normales. La conclusión que resuena a través de toda la Biblia es que todos
somos anormales (y no sólo en otras áreas, sino precisamente en nuestra vida sexual). Por
lo demás, el texto está lejos de decir que las personas con inclinación homosexual sean
culpables de que estemos en una época decadente, ni nada por el estilo. Por el contrario,
más bien se podría decir que ellos están llevando una carga que con toda justicia le podría
haber tocado llevar a cualquiera de nosotros. Quienes tienen una inclinación homosexual
sufren como consecuencia de la idolatría que todos nosotros hemos traído sobre este
mundo. Así también cabe responder a quienes tienen el atrevimiento de presumir que el
sida sea un castigo de Dios por la homosexualidad. Lo que el pasaje dice es que la
homosexualidad es ella misma uno de esos castigos por haberlo dejado a Él, “recibiendo en
sí mismos la retribución debida a su extravío”. Hay pues razón para pensar que una lectura
atenta de Romanos 1:23-27 refuerza la enseñanza tradicional, pero que lo hace de un modo
que sirve de corrección a todos los involucrados en esta discusión. Pero sobre todo, hay
razón para leer dicha sección de Romanos 1 dentro del contexto mayor de Romanos, en
particular junto al enfático énfasis del capítulo inmediatamente siguiente en no juzgar (2:1),
y en medio de la dirección general de toda la carta hacia el mensaje de la gracia de Dios.
Pero sobre cómo afecta esto nuestra relación práctica con quienes padecen una inclinación
homosexual deberemos tratar algo más adelante, pasando antes por otros aspectos del
problema.
III. La homosexualidad en la discusión científica y moral
El doctor Robert Spitzer, responsable de que la homosexualidad fuera en 1973 eliminada
de la lista de desórdenes mentales de la APA, tuvo treinta años más tarde otra importante
9 Hays B., Richard. The Moral Vision of the New Testament. A Contemporary Introduction to New Testament Ethics

HarperOne, Nueva York, 1996. págs. 379-406. No vuelvo a citar el texto de Hays en el presente artículo, pero
debo señalar que es uno de los que más ha influenciado el tono general del mismo.
10 Pannenberg, Wolfhart. “Revelation and Homosexual Practice” en Christianity Today noviembre 1996.

Disponible en http://www.christianitytoday.com/ct/1996/november11/6td035.html?start=1 Debo notar


que me he apartado aquí de esta traducción inglesa, la cual acaba diciendo que “una iglesia que dé tal paso
habrá dejado de ser una, santa, católica y apostólica”. Concuerdo con ese modo de formularlo, pero el
original alemán enfatiza específicamente la ruptura con la tradición emanada de la Reforma. Véase
Pannenberg. Beiträge zur Ethik Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen, 2004. pág. 102.

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aparición pública relacionada con el tema: se convirtió en el primer psiquiatra ateo de


renombre en reconocer, en un medio científico de prestigio, que era posible obtener
buenos resultados en caso de buscar una “terapia reparativa”, esto es, terapia para volver a
la heterosexualidad11. La nube de protestas que causó es sintomática del nivel al que la
ciencia es capaz de verse ideologizada, al punto que el propio Spitzer, harto del
hostigamiento que recibió, afirmó luego estar demasiado cansado para proseguir con sus
estudios en esa arista. Esto –y muchos ejemplos análogos- constituye un buen recordatorio
respecto del tipo de cautela con que debe ser abordada la afirmación de que la ciencia ha
demostrado tal o cual cosa. El conocimiento que nos ofrece la ciencia es provisional, y lo es
también cuando la ciencia opera de modo sano; pero si a esto se añade el hecho de que
muchas veces ella es usada como instrumento de concientización, sobran los motivos para
buscar estar despiertos.
Pero esto no puede constituir una excusa para desarrollar una mentalidad anticientífica, y
uno no se puede dar por satisfecho simplemente haciendo notar los casos en que las
asociaciones científicas operan por criterios ideológicos. Ocasionalmente, por supuesto,
habrá que denunciar cosas que constituyen más bien pseudociencia. Pero creo que en las
condiciones actuales una actitud de vigilia se hará notar más bien en mantener abiertas las
preguntas sobre lo que muchas veces se intenta tratar como materia zanjada. Esto vale
tanto para materias que abordan las ciencias naturales como para aquéllas que abordan las
ciencias sociales. En cada una de ellas hay una amplia gama de preguntas en que existe una
pretensión de debate cerrado, sin que haya motivos atendibles para ello. Es lícito mantener
abiertas preguntas no sólo respecto de las causas de la homosexualidad, sino respecto del
porcentaje real de población con inclinación homosexual, sobre desórdenes psicológicos
asociados, sobre daño físico asociado, sobre impacto en niños adoptados, sobre el
porcentaje de vínculos estables. Es cierto que muchas personas pueden plantear tales
preguntas sólo con miras a estigmatizar a quienes estén en tal situación, y conviene
mencionarlo para estar cada uno en guardia contra sí mismo. Pero que las preguntas
puedan seguir siendo planteadas, y que resultados divergentes puedan seguir siendo
difundidos, es condición básica de una convivencia civilizada12.
Ahora bien, puede ocurrir que las preguntas acaben recibiendo respuestas fundadas en una
dirección distinta de la que esperábamos, o que las preguntas simplemente no sean oídas.
¿Deja eso, un eventual consenso científico, zanjada la discusión moral? Algunas personas
escriben como si estuviéramos ante algo así como un “nuevo caso Galileo”, como si
hubiera abrumadoras evidencias científicas a favor de la homosexualidad, y sin embargo la
iglesia invariablemente se enterara demasiado tarde. Pero precisamente tal comparación con
una teoría astronómica se presta bien para aclarar que en este caso –incluso si el
conocimiento científico no fuera provisional, sino definitivo- seguiría quedando algo
pendiente. Pues la teoría heliocéntrica es una teoría sobre un hecho en el cosmos, pero un
hecho sin implicación moral. La homosexualidad también es un hecho en el cosmos, y en
cuanto tal le compete a la ciencia estudiarla, y nos compete al resto estar atentos al
resultado. Pero resulta decisivo notar que con eso no se ha dado un solo paso para abordar
la pregunta respecto de la moralidad de la práctica. La razón es sencilla: de la constatación
respecto de un hecho nunca se logra seguir por sí sola la condición moral del hecho. La

11 Spitzer, Robert. “Can Some Gay Men and Lesbians Change Their Sexual Orientation?” Archives of Sexual
Behavior, 32, 5, 2003. págs. 403-417. Para una entrevista a Spitzer en relación a esto véase
http://www.drthrockmorton.com/interviewdrspitzer.pdf
12 Véase al respecto Stanton, Jones y Yarhouse, Mark. Homosexuality: The Use of Scientific Research in the Church’s

Moral Debate IVP, Grand Rapids, 2000.

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sociología nos puede mostrar que los divorcios aumentan, pero no nos puede decir nada
respecto de si eso es algo bueno o malo. Ciertamente nos lo puede decir un sociólogo, pero
precisamente en cuanto se abre a algo más allá de su campo. Pues es sencillamente
imposible derivar juicios de valor a partir de juicios de hecho. Y las ciencias estudian
precisamente hechos: es la más básica regla de lógica que en la conclusión no puede haber
nada que no haya estado en las premisas. De las premisas que capta la ciencia no se sigue
ninguna conclusión moral, salvo que introduzcamos alguna premisa más, que sí tenga
contenido moral –pero ésa no vendrá de la ciencia. Es importante describir adecuadamente
la realidad, pero de una mera descripción nunca se seguirá una prescripción. Y precisamente
eso ocurre aquí: aunque se constate que la homosexualidad es una orientación que algunas
personas consideran tener desde su primer minuto de autoconciencia como seres sexuados,
eso no nos dice nada sobre si es buena o mala dicha orientación. Salvo, por supuesto, que
alguien crea que toda inclinación con la que venimos es moralmente buena o al menos
neutral. ¿Pero hay alguien que honestamente crea eso? Y si no es así, ¿por qué creerlo
respecto de nuestras inclinaciones sexuales?
Esto no implica que la ciencia sea irrelevante al enfrentarnos a cuestiones de naturaleza
moral. Significa que su utilidad está en otro plano: aunque no permita establecer la
moralidad de una práctica, la ciencia por supuesto puede ser muy significativa respecto de
cómo tratar una práctica, y puede también modificar nuestra actitud ante algo que
consideremos malo: aunque la ciencia mostrara que la homosexualidad es una inclinación
que no esté en control de los hombres, uno podría seguir pensando que se trata de algo
malo; no obstante, el saber que alguien se encuentra en tal condición sin que sea su elección
lo fundamental detrás de la condición, hará que nuestra aproximación sea tanto más
compasiva. Nuestro trato cambia si sabemos que alguien padece del alcoholismo por
factores primordialmente heredados en lugar de padecerlo primordialmente por propia
elección. Sin duda también en el segundo caso tendríamos que ser compasivos, pero
nuestra dureza de corazón debiera verse tanto más remecida al ver a alguien que ha caído
en tal condición por factores distintos de su elección. Ahora bien, nuestro conocimiento
respecto del carácter voluntario o involuntario de la condición no cambiaría nuestra
impresión de que el alcohólico se daña a sí mismo y requiere ayuda. Lo mismo ocurre con
el tema que aquí consideramos.
Pero eso implica que si bien se puede buscar fuera de la Biblia, en la creación, argumentos
respecto de la moralidad de la acción, esto no será una búsqueda de simples argumentos
científicos. Es decir, argumentar racionalmente no siempre es sinónimo con intentar
argumentar científicamente (este artículo, por ejemplo, intenta una aproximación racional a
la homosexualidad, y no por eso pretende ser una aproximación científica). Pero en eso por
supuesto nos enfrentamos a un prejuicio muy extendido en nuestra cultura, pues ésta logra
de algún misterioso modo combinar fe ciega en lo que se presente con pretensión
científica, con una simultánea desconfianza en la capacidad de alcanzar conocimiento
racional de cualquier otro tipo. A esto se suma un problema más, del que importa en grado
sumo estar conscientes: uno puede caracterizar la discusión como un enfrentamiento con
determinado tipo de inmoralidad, pero también puede abordarlo como un enfrentamiento
entre dos concepciones rivales de lo que es la moralidad. Pues quienes defienden la
legitimidad de la práctica homosexual, con frecuencia lo hacen precisamente considerando
inmoral al otro lado de la discusión. Esto se nota no sólo en el tipo de argumentos usados,
sino también en la indignación moral con que pueden reaccionar ante las objeciones
puestas a su causa. Es crucial no interpretar eso como hipocresía. Por el contrario, lo que
tal indignación revela es precisamente la radicalidad de la brecha que puede haber entre

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distintos modos de evaluar lo que es una vida buena, y esa brecha en último término es no
sólo entre distintas concepciones morales, sino entre visiones rivales de mundo.
Pero decir que por principio es imposible darse a entender de un lado a otro de la brecha es
innecesario e injustificado. Lo menos que se puede hacer es, antes de rendirse, hacer el
mayor esfuerzo posible por lograrlo. Un camino posible para intentarlo es el de partir
hablando desde lo que Gilbert Meilaender ha llamado “el significado moral del cuerpo”13.
Puede parecer una obviedad el afirmar que conformamos una unidad de cuerpo y espíritu,
y tal vez se piensa que tales obviedades no harán progresar la conversación. Pero se trata de
algo que en esta discusión se olvida –voluntaria o involuntariamente- cada vez que se
pretende hablar como si hubiera un “verdadero yo” que no tuviera nada que ver con lo que
somos corporalmente. Pues si efectivamente tenemos presente al cuerpo como el lugar de
la presencia personal, entonces lo que somos físicamente no puede ser ignorado para
pensar sobre cómo es mejor vivir. Y lo que dice la constitución del hombre en este sentido
es bastante sencillo: como otros animales, somos hombres y mujeres, con cuerpos hechos
para unirse, de modo tal que su unión no sólo es algo que anatómicamente nos parece algo
conforme con lo que somos, sino que eso se traduce también en que por esa unión pueda
haber frutos que por definición no puede haber por una unión homosexual.
Con esto ni siquiera estamos tocando todas las restantes diferencias complementarias entre
mujeres y hombres. Estamos tocando una que goza de cierta evidencia –todos podemos
ver lo que somos físicamente-, pero que al mismo tiempo lleva a una conclusión que hoy
muy pocos consideran evidente, esto es, que hay una relación entre la actividad sexual y su
capacidad reproductiva. De hecho, éste es un punto en el que la tradición suele ser leída
bajo una luz predominantemente negativa, como si en el pasado la sexualidad se hubiera
reducido a una actividad puramente procreativa, en desmedro de los otros elementos
propios de la unión conyugal. Y ciertamente sería desastroso concebir la unión sexual como
si fuera un mero medio para la procreación. Pero debemos notar que ese riesgo de una
reducción funcionalista de la sexualidad tiene varias formas distintas. La actividad sexual
como simple camino de autorealización o como búsqueda utilitaria del placer, es un modo
de enfrentar la sexualidad que en realidad está más emparentado de lo que piensa con una
aproximación a la misma que la viera como un mero medio para la procreación. En ambos
casos, en efecto, se está tratando la unión sexual como un medio. La solución a eso no es
moverse de un lado a otro del péndulo, entre tipos rivales de funcionalismo, sino más bien
presentar el carácter entretejido de los bienes del matrimonio, como son la unión en una
sola carne, la procreación, el cuidado, la ayuda mutua y la administración conjunta de los
bienes necesarios para esta vida. Por ponerlo en otros términos: lo crucial es establecer qué
lado es el que en esta discusión está ofreciendo una reducción funcionalista de la
sexualidad, quién está dejando fuera elementos constitutivos de una sexualidad plena o
humana. Como ha mostrado Don Browning, los grandes hombres de la tradición cristiana,
como Agustín, Tomás de Aquino y los reformadores protestantes, han en general sabido
hablar del matrimonio sin tal reducción, combinando adecuadamente un lenguaje que
atiende al entramado de bienes naturales que implica –pues el matrimonio no es una
creación de los cristianos- y a las realidades espirituales simultáneamente significadas por la
unión del hombre y la mujer14. En tal esquema la apertura a la procreación por supuesto es

13 Meilaender, Gilbert. “The First of Institutions” en The Presbyterian Coalition vol. 1, 3, 2. pág. 2. Disponible en

http://www.presbycoalition.org/Article%202,%20Meilaender1.pdf
14 Browning, Don. “Matrimonio cristiano y políticas públicas” Disponible en

http://www.estudiosevangelicos.org/Fundamentales/cf2082009.pdf

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esencial, y sin embargo no se transforma con ello la actividad sexual en una fábrica de hijos,
precisamente porque no es una mentalidad productiva la que se introduce. Por decirlo de
otro modo, se está preguntando respecto de qué partes componen el todo de la vida en
común, no respecto de qué es medio para tal o cual fin.
Contra esto no es poco común que se cite como contraejemplo el caso de las parejas
heterosexuales infértiles: ¿cómo es que éstas pueden tener una unión sexual legítima y las
parejas homosexuales no? Para responder a eso ni siquiera resulta necesario entrar a lidiar
con lo variado y complejo que es el mundo del diagnóstico y tratamiento de la infertilidad.
Pues está claro que en el caso de una pareja heterosexual estéril no se introduce de modo
necesario una relación instrumental. Lo que ocurre ahí es que, a pesar de su integral unión,
no logran gozar de uno de los bienes del matrimonio. Pero eso es radicalmente distinto de
la deliberada separación entre esos bienes, que es lo que ocurre en una unión homosexual.
Así, y volviendo por un momento a la reflexión desde la Biblia, no ha de extrañarnos que,
no pudiendo en principio haber hijos en ninguno de los dos casos, la infertilidad no sólo no
sea descrita en la Biblia en los términos de reproche que recibe la homosexualidad, sino que
las personas infértiles desempeñan un papel crucial en toda la historia de la salvación: desde
Abraham y Sara hasta Elizabeth y Zacarías eventos centrales de la redención se vinculan a
Dios dando hijos a parejas infértiles. Esto por supuesto no ha de entenderse como un
“premio” a los “buenos”, o como si la gracia de Dios se limitara a los heterosexuales; pero
sí es una muestra elocuente de la gracia de Dios desplegándose dentro de un marco
creacional, uno de cuyos rasgos distintivos es la unión de dos cuerpos sexualmente
diferenciados.
Ahora bien, puede parecer curioso el énfasis en el cuerpo que nos ha guiado hasta este
punto, pues en la discusión popular se acostumbra presentar las cosas como si la moral
tradicional tendiera a despreciar el cuerpo y la revolución sexual contemporánea lo
estuviera exaltando. Pero ante lo que estamos es más bien lo contrario. El problema, en
efecto, bien puede plantearse en términos de un vínculo del homosexualismo con las
antiguas corrientes gnósticas y el dualismo de éstas respecto de materia y espíritu. Tal
vínculo es de hecho hoy reconocido por defensores de la práctica homosexual, que apelan
a textos gnósticos como representativos de un cristianismo sexualmente más “liberado”
que el ortodoxo15. De hecho tal paralelo se extiende hasta el aspecto procreativo: la razón
por la que la mujer muchas veces era depreciada en el antiguo gnosticismo es porque
mediante la reproducción perpetuaba la permanencia del ser humano en el mundo material.
Bien se puede pues hablar del gnosticismo como un movimiento que en algunos casos
produjo una “liberación” sexual, pero precisamente porque “libera” al hombre de verse
como una unidad. Contra eso, lo que aquí sugerimos es que la reflexión moral debe incluir
lo que somos como especie biológica. Quienes tienden a defender la práctica homosexual
denuncian esto como “biologismo”, pero el “ismo” parece ahí estar demás: nadie afirma
que debamos ser reducidos a eso, sino simplemente que no debe ser dejado de lado. O, por
decirlo de otro modo, no es un buen camino el separar al hombre de su propio cuerpo,
haciendo como si éste no fuera un elemento constitutivo para pensar respecto de cómo
llevar una vida buena.

15Véase Klawitter, George. “Homoerotic Texts in the Apocrypha: <Naked Man with Naked Man>” en
Frontain, Raymond (ed.) Reclaiming the Sacred: the Bible in Gay and Lesbian Literature Routledge, 2003. Vale la
pena notar la relación acrítica que hay en estos textos con el material gnóstico, como si se tratara de textos
tanto o más significativos que los canónicos como documentos históricos para comprender el cristianismo
primitivo.

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Pero la verdad es que una persona no tiene por qué haber escuchado el lenguaje de
“género” y “orientación sexual” para sostener hoy las posiciones que estamos discutiendo,
sino que también encontramos en el discurso corriente la sencilla pregunta respecto de si
acaso el amor no basta, si acaso puede haber algo de malo en que dos personas se amen.
En efecto, a muchos parece sencillamente irrefutable la afirmación de que “el amor nunca
puede ser malo”. ¿Pero es esto verdad? ¿Es una afirmación que resista el escrutinio? Que
puede haber un amor trastocado, pervertido, es en realidad una convicción central del
cristianismo, y no sólo de él. Que el amor al dinero, el amor a la propia raza o el amor a los
elogios pueden ser algo problemático, es algo que en realidad debiera resultar evidente a
cualquiera. Alguien podrá decir que al margen de eso, el amor por una persona (y su
concreción en la actividad sexual) nunca puede ser malo. Pero eso no es para nada
evidente: una madre que ama a su hijo pervierte su amor por el mismo al buscar intimidad
sexual con él, incluso si él fuese un adulto que consiente. El amor cubre multitud de
pecados, ciertamente, y sin embargo no es fácil hablar correctamente sobre el amor. Pues él
es guía suficiente para la evaluación moral sólo cuando con amor se está haciendo
referencia a un amor que ya está ordenado, respondiendo a un orden del mundo, amando
lo que debe: ahí efectivamente caben afirmaciones como el “ama y haz lo que quieras” de
Agustín. Pero ése es un amor que ya ha descubierto que no puedo dar mi cuerpo a
cualquiera, que ha descubierto que precisamente el modo en que estamos corporalmente
constituidos es algo digno de amor y respeto. Tal amor, sin embargo, es una cosa muy rara
en este mundo, y la mayoría debemos más bien estar en guardia respecto de lo que
amamos, pues muchas veces es precisamente lo que amamos lo que revela el desorden de
nuestra alma.
IV. La homosexualidad y la cultura
Al margen de las discusiones sobre la moralidad de la homosexualidad, ésta es foco de
significativas batallas culturales. Así lo muestra, por una parte, el hecho de que pocos
juicios morales sobre otras materias causen reacciones tan fuertes como una afirmación
positiva o negativa sobre la homosexualidad. En parte creo que esto se debe a nuestra
empobrecida imaginación moral: si se afirma que tal o cual práctica es inmoral, los
afectados tienden a creer que se les está comparando con algún personaje monstruoso,
pues en la categoría de “malo” nuestra sociedad sólo conserva a tiranos como Hitler y a
algún pedófilo. Parte del tenor del conflicto podría cambiar si tuviéramos un discurso
moral más diferenciado, que permita evaluar –en la discusión pública o privada- la
moralidad de ciertas prácticas, sin que eso haga entrar a sus participantes en un catálogo de
figuras aberrantes al que el resto no pertenezcamos.

Pero tal discurso moral abierto a grados no es algo obstaculizado sólo por quienes
presentan la homosexualidad como el gran síntoma de la crisis de la humanidad, sino que
depende de factores culturales más amplios, y muy primordialmente de lo transmitido por
los medios de comunicación masiva. Ahora bien, el alcance y la intensidad del activismo
gay en dicho campo es muy considerable, de modo que hoy es casi imposible ver una serie
de televisión sin vernos enfrentados de modo constante a un prototipo de heterosexual
detestable contrastado con gays y lesbianas inteligentes, simpáticos y sensibles. Es
importantes estar atentos ante estas orquestadas campañas de transformación cultural. Pero
no tiene sentido simplemente ponerse de pie a denunciarlas. Más bien requerimos un difícil
y cuidadoso avance hacia una cultura del disenso respetuoso. Tal disenso puede molestar,
en muchos casos, a quien busca que la homosexualidad sea objeto de afirmación positiva;
pero cabe preguntarse si incluso quienes piensan así no debieran valorar más la actitud de

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quienes respetuosamente disienten que la actitud de quienes agotan su relación con ellos en
celebrar el falso prototipo de homosexual hollywoodense. No hay que subestimar lo que,
de no cultivar tal posibilidad de disenso, uno puede encontrar como reacciones. Una
persona que en otros campos es amable y civilizada puede volverse alguien burlesco y
despreciador, precisamente como reacción a una cultura que promueve la homosexualidad
y en la que siente que no puede seguir expresando su desaprobación de la misma. Aunque
eso por supuesto no justifica las actitudes de desprecio en que la mayoría alguna vez hemos
incurrido, es una razón más para luchar por una cultura en que el disenso respetuoso pueda
existir.

Esto implica que el proceso de aprender a dejar de lado la burla y la ofensa, el desdén y el
trato superficial, es compatible con aprender a practicar una crítica cultural responsable.
Parte significativa de tal crítica tendrá por supuesto que ser autocrítica por haber incurrido y
seguir incurriendo en el tipo de trato recién nombrado. Pero también es lícito pedir tal
autocrítica a los defensores de la práctica homosexual. Desde luego ellos pueden seguir
diciendo que sus detractores son personas retrógradas, pero se les puede pedir que tengan
un trato diferenciado al usar tales etiquetas. Pues estereotipos hay por ambos lados de la
discusión, y conviene que cuanto antes los dejemos de lado. El término “homofobia”, por
ejemplo, no tiene por qué limitarse a personas que como Hitler o Fidel Castro hayan
reprimido con violencia a los homosexuales, sino que puede tal vez incluir a un espectro
más amplio: hay personas que no tienen comportamientos violentos, y que sin embargo no
son capaces de pensar con claridad sobre la homosexualidad, porque su sola mención los
desequilibra. Si se quiere, tal vez se pueda decir que eso es un tipo de fobia; pero es
absurdo ignorar las enormes diferencias de grado entre eso y la violencia –y sobre todo, se
trivializa el término si cada acto de disenso respecto de la homosexualidad es denunciado
como homofóbico. Si no se es capaz de hacer distinciones, sería mejor dejar de lado un
término que sólo impide la discusión razonable sobre aspectos importantes de nuestra vida
en común.

Pero esto nos pone también de modo más general no ante el uso de ciertos términos, sino
ante el llamado a ciertas prácticas: las de tolerancia y no discriminación. ¿Debemos ser
tolerantes? ¿Puede haber discriminación lícita? Aquí creo que cristianos y no cristianos
tienen una importante tarea en común respecto de la claridad conceptual. Vivimos en un
mundo en el que las banderas de la tolerancia y de la no discriminación son frecuentemente
agitadas para resolver estas cuestiones. Pero si reconocemos estar ante un tema complejo,
lo correcto es no agitar banderas de ninguna especie, sino aclarar conceptos, de un modo
que reduzca la posibilidad de abuso de los mismos tanto por parte de nosotros mismos
como por parte de otros. Tal aclaración deberá partir precisamente por distinguir la
tolerancia de la no discriminación. En el discurso contemporáneo, la tolerancia es
frecuentemente idenitificada con actitudes como apertura o respeto, pero conviene
distinguirlas adecuadamente, para mostrar dónde conviene desplegar cada una. Y si
dirigimos nuestra mirada al lenguaje coloquial, veremos que la tolerancia es una palabra que
usamos para designar nuestra actitud de aceptación ante cosas que nos parecen malas: no
decimos tolerar a nuestros amigos, sino la impuntualidad, por ejemplo, de los mismos. Sería
absurdo decir que respetamos su impuntualidad, pero sí podríamos decir que, por el
respeto que sentimos hacia ellos, toleramos su impuntualidad. Trasladado al tema que nos
ocupa, está claro que si hemos identificado la homosexualidad como un problema moral,
eso no es un motivo para dejar de tolerarla, sino precisamente un motivo para tolerarla.
Son precisamente las cosas que identificamos como malas las que nos obligan a la

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tolerancia, a la paciencia16. Eso no significa que nuestra relación con las personas de
inclinación homosexual vaya a ser una de tolerancia. Por el contrario, precisamente en la
medida en que logre ser una relación no de tolerancia, sino de amor y respeto, es que
podremos también ser tolerantes respecto de su problema.
Esto es distinto, sin duda, de las políticas de no discriminación. Éstas son uno de los
caminos principales por los que se busca hoy el reconocimiento público de la
homosexualidad, y pueden caber serias dudas respecto de la medida en que contribuyan a
mayor igualdad o en qué medida, por el contrario, constituyen una mentalidad distinta y
rival de la que busca igualdad ante la ley. Conviene por tanto también aquí hacer una
evaluación diferenciada17. Tal evaluación diferenciada consiste, en primer lugar, en
reconocer la existencia de discriminaciones racionales. En rigor, toda la capacidad de
pensar es una capacidad de discriminar, de establecer distinciones entre lo que vale la pena
buscar y lo que no, lo que merece nuestro aprecio y lo que no, a lo que podemos aspirar y a
lo que no. En el Fedro Sócrates se declara “amante de las divisiones y uniones” que lo hacen
“capaz de hablar y pensar”18. Pero otras discriminaciones son sin duda arbitrarias. Ahora
bien, lo significativo es que respecto de la homosexualidad abundan precisamente los dos
tipos de disciminación. Sería grotesco decir “la homosexualidad es mala, por tanto es
racional disciminar a los homosexuales”; por el contrario, el acto de discriminación racional
es precisamente el que logra ver por qué es mala, la distingue en eso de la heterosexualidad,
y al mismo tiempo es capaz de denunciar las discriminaciones arbitrarias. Este modo de
plantearlo deja por supuesto abierta la cuestión sobre si la naturaleza de la institución
matrimonial es tal, que sea justificada la discriminación que la limita a un hombre y una
mujer, pregunta sobre la que tendremos que volver más adelante.
En cualquier caso, el trabajo de aclaración conceptual es decisivo, pues el problema que
estamos abordando entronca, como se puede ver, con conceptos y aspectos significativos
de la mentalidad contemporánea. Piénsese no sólo en las nociones de tolerancia o no
discriminación, sino en la característica apelación a la noción de diferencia. Quienes
defienden la práctica homosexual tienden casi universalmente a hacerlo como parte de un
discurso de exaltación de la diferencia, de la alteridad, en contraste con la presunta
homogeneidad monótona de un mundo exclusivamente heterosexual. Pero apenas puede
haber algo más irónico que el hecho de que precisamente la homosexualidad sea defendida
en esos términos, cuando el término mismo nos recuerda que se trata de lo contrario: no de
la diferencia, no de la atracción y amor por alguien distinto, sino precisamente de la
búsqueda de alguien sexualmente indiferenciado de mí. En ese sentido, no estamos ante un
fenómeno de mayor apertura a la diversidad, sino tal vez ante una manifestación más del
narcicismo contemporáneo, en que soy atraído por quien se parece a mí, en lugar de por
alguien verdaderamente distinto.
Este tipo de preguntas por el modo en que la homosexualidad se relaciona con el clima
intelectual y moral contemporáneo nos irá llevando cada vez más cerca del fondo de las
teorías que la promueven. Piénsese, por ejemplo, en el modo en que se alterna una defensa
en base a la idea de “opción sexual” y en base a la de “orientación sexual”. En algunos

16 La concepción específica de la tolerancia que estoy asumiendo aquí la he explicado en “Cristianismo y


tolerancia. Un ensayo de aclaración conceptual”, disponible en
http://www.estudiosevangelicos.org/Fundamentales/cristianismo%20y%20tolerancia.pdf
17 He tratado esto más extensamente en “Las iglesias evangélicas ante la discriminación”, disponible en

http://www.estudiosevangelicos.org/Fundamentales/iglesiasevangelicas.pdf
18 Platón, Fedro 266b-c.

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lugares y periodos es más común que se defienda la homosexualidad como algo legítimo
porque es elegida –de modo análogo a como en el comienzo del feminismo contemporáneo
Simone de Beauvoir escribía que “una mujer no nace, se hace”-, mientras que en otros
casos se defiende más bien como algo legítimo porque no fue elegida, porque sería una
condición con la que se nace, que no se hace. Se podría ver en esto un mero oportunismo,
que según el interlocutor cambia de estrategia. Pero aunque haya algo de eso, tiene sentido
ver cómo aquí se refleja toda la escisión moderna entre naturaleza y libertad, entre un reino
de las causas y un reino del espíritu. Este problema tiene por supuesto muchas aristas. Por
una parte, con frecuencia encontramos que se entiende bajo naturaleza “lo dado”, aquello a
lo que más fuertemente nos inclinamos, en lugar de identificarla con una manera en la que
hayamos sido creados y a la cual debamos buscar ajustarnos muchas veces contra una fuerte
inclinación –algo que sin embargo es posible, precisamente por la libertad. Por otra parte,
aunque se nos presenta muchas veces un discurso en que sólo está presente la voluntad, sin
naturaleza alguna, más bien da la impresión de que nos encontramos ante el característico
proyecto moderno en que esa voluntad independizada de la naturaleza se vuelve sobre la
misma para modificarla. En el caso que aquí discutimos no se trata, por supuesto, de una
modificación o conquista de la naturaleza exterior, sino de la propia, pero sigue siendo un
proyecto de esa naturaleza. Cabe a la luz de eso preguntarse en qué medida la defensa de la
práctica homosexual no se encuentra precisamente involucrada en el tipo de proyecto de
dominación que acostumbra denunciar. Así, el problema que más nos debiera preocupar en
este aspecto de la argumentación no es el eventual oportunismo que cambia de estrategia
argumental, sino la incapacidad de muchos para pensar respecto de naturaleza y libertad en
términos de mayor continuidad e integración.
Pero donde más crítico es el problema, es en la noción de identidad, en el hecho de que la
llamada orientación sexual sea presentada como uno de los principales, si no el principal, de
los elementos configuradores de la identidad, de modo que una persona con atracción por
el mismo sexo se entienda a sí misma primordialmente a la luz de tal identidad. Cabe notar
que esto es algo que es propugnado por lo que se suele llamar el lobby gay, pero es algo a lo
que contribuyen de modo significativo también muchos detractores de la homosexualidad.
En efecto, para esto no hace falta caer en el insulto, sin que cada vez que nos referimos a
una persona como “un homosexual” o al conjunto de “los homosexuales”, estamos
induciéndolos a que se entiendan a sí mismos como si esa inclinación fuera la que lo define.
Cuando esto se une a una cultura en que hay una deificación del sexo, en que éste aparece
como uno de los principales caminos de autorealización o incluso salvación, el resultado es
explosivo: si se critica la homosexualidad, parece atacarse el centro mismo de ciertas
personas, y de un modo que parece destruir sus posibilidades de realización. Así, no hay
que extrañarse de que sea un problema particularmente difícil de abordar: un avaro puede
ser criticado sin que él se defienda apelando a su identidad o naturaleza, pero muchas veces
una persona con atracción por el mismo sexo sentirá que lo que se le pide es una
amputación de su naturaleza, una negación de su identidad. Hay que obrar a distintos
niveles para evitar esta fatal identificación de una persona con sus inclinaciones. Para eso
no se requiere sólo de personas que estudien a fondo las teorías de género. Podemos partir
por dar un sencillo paso en la transformación de nuestro lenguaje. Así como la política
sexual ha cambiado mucho en una dirección por el reemplazo del “sexo” por el “género”,
puede moverse en una dirección positiva si dejamos de usar la palabra homosexual como
sustantivo, y nos referirmos en lugar de eso a “personas con inclinación homosexual”. Eso,
o la búsqueda de cualquier expresión que impida que alguien entienda su identidad como
definida por su inclinación, ciertamente es un paso que todos podemos dar. Pero podemos
también cuidarnos de los modos en que acostumbramos sugerir como normativos modelos

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culturalmente condicionados de masculinidad y femineidad, como si éstos fueran lo que


debiera definir la identidad de alguien. Por sobre todo, los cristianos han de recordar que
toda esta búsqueda de identidad en sí mismos debiera ser mirada con un ojo crítico. Con
Pablo todos los cristianos deben poder decir “ya no más soy yo quien vive, sino Cristo el
que vive en mí” (Gal. 2:20).
V. La homosexualidad y la contienda legal por el matrimonio
La pregunta por la identidad, con la que terminamos el apartado anterior, nos conduce
naturalmente a la pregunta por el reconocimiento. “Políticas de identidad” y “políticas de
reconocimiento” son expresiones que, en efecto, pueden ser usadas como sinónimas. Con
eso puede aludirse por una parte al reconocimiento general en la cultura, materia en que los
apologetas de un estilo de vida homosexual han sido muy exitosos. Pero parte significativa
de la discusión actual sobre la homosexualidad versa sobre si acaso ésta requiere de algún
tipo de reconocimiento legal, en la forma de uniones civiles o bajo la forma del
matrimonio. La verdad es que, una vez que han desempeñado su papel de reconocimiento
social, virtualmente nadie se acoge a tales normas (trátese de uniones civiles o de
matrimonio). Así, no es que se pase al reconocimiento legal como una etapa distinta del
reconocimiento cultural, sino que las medidas legales son más bien un capítulo de dicho
mismo reconocimiento cultural.
Hay, por lo demás, algo de irónico en el afán por regular algo cuyo gran orgullo no hace
mucho tiempo fue precisamente el pertenecer al mundo “desregulado”. En efecto, la
masiva aparición pública de la homosexualidad es un aspecto de la revolución sexual de las
últimas generaciones, una de cuyas principales características era el llamado al “amor libre”
(¿qué amor podría no serlo?); curiosamente, uno de los resultados es que hoy se pide
regulación precisamente para este tipo de relaciones. Pero notar dichas incoherencias, notar
que todo se reduce al cabo a políticas de reconocimiento, no basta como respuesta. No
basta, pues el planteamiento de esta cuestión usualmente va de la mano de la idea de que la
causa gay sería un paso dentro del movimiento de derechos civiles. Ante eso, lo primero
que cabe decir es que a todos nos debe preocupar no sólo el respeto personal que se
manifiesta a personas con inclinación homosexual, sino también el respeto que se les
manifieste en su participación de la vida en común como plenos ciudadanos. Ciertamente
cabe ser escéptico ante la idea de que constituyan hoy uno de los grupos más discriminados
–al menos en Occidente-, pero aunque fuera menor la discriminación arbitraria que sufran,
eso no autoriza nuestra indiferencia ante caso alguno. Hay, pues, que preguntarse si acaso
entre los derechos fundamentales se encuentra el que cualquiera pueda contraer
matrimonio con otro.
Pero antes de atender de modo directo a esa posibilidad, es razonable dirigir la mirada a la
alternativa de uniones civiles distintas del matrimonio. Ciertamente tiene sentido reconocer
que eso puede ser una solución más benigna al problema que la de cambiar la comprensión
de lo que es el matrimonio. Si se trata de cuestiones patrimoniales, puede entenderse que
alguien quiera verlas reguladas. Pero si lo buscado es un reconocimiento, bien cabe
preguntarse si tal tipo de regulación lo lograría. Sería absurdo tener dos instituciones
idénticas –unión civil y matrimonio- con distinto nombre, por lo que se presume que
tendrán que ser distintas no sólo por su título, sino por su definición. En dicho caso, sin
embargo, un pacto civil siempre será una solución a medias que dejará insatisfechos a
quienes lo han solicitado. Es un reconocimiento que les dice “pero hay algo más, y eso sí
que no se los vamos a dar”. Si lo buscado es reconocimiento, no cabe sino plantear, tarde o

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temprano, la pregunta por el matrimonio. ¿Hay algún motivo por el cual negarlo a parejas
de un mismo sexo? Y si no se concede, ¿se trata de un derecho básico que esté siendo
conculcado?
Conviene aquí partir por recordar el sencillo hecho de que el matrimonio, como toda
institución que busque fines específicos, tiene cierta naturaleza y ciertos requisitos. Y al
plantear tales preguntas se requiere ser específico: si alguien define la esclavitud como una
“relación contractual entre desiguales”, está omitiendo información crucial que nos permite
evaluar la institución; lo mismo ocurre si alguien se limita a definir el matrimonio como una
“unión entre dos personas que se aman” o “que tienen un proyecto de vida en común”. El
matrimonio puede ser eso, pero es algo más específico que eso. Cabe pues con toda calma
preguntarse cuáles son los requisitos para llamar matrimonio a algo, y recién tras eso
preguntar si cumplimos con los requisitos. Después de todo, está claro que la existencia de
ciertos requisitos para el mismo es algo generalmente reconocido: sólo se permite que uno
se case con otro ser humano, en general se pide que sea un adulto, que se trate de una
relación voluntaria, que no sea con un pariente directo, que me case con solo una persona y
no (al menos no simultáneamente) con varias. La pregunta es si acaso en tal lista de
requisitos se encuentra la diferencia sexual.
Desde una óptica distinta de la legal ya hemos dicho más arriba algo sobre el sentido de la
unión entre hombre y mujer. Pero cabe desde luego preguntarse si acaso todo lo moral e
inmoral debe ser normado, y si acaso el Estado puede tener la competencia para juzgar qué
es un matrimonio o no. Me parece claro que a la primera de estas preguntas hay que
responder negativamente –el Estado tiene razón en mantenerse fuera de los dormitorios,
hetero y homosexuales. A la segunda pregunta, en cambio, cabe responder de modo
positivo. Esto es, también en sociedades pluralistas, e incluso cuando se trata precisamente
de garantizar el pluralismo, eso presupone en el Estado cierta competencia respecto del
tipo de instituciones que tiene enfrente. En palabras de James Skillen, “un gobierno no
puede hacer justicia a las personas, las asociaciones e instituciones –ni siquiera puede
defender el pluralismo confesional- salvo que sea capaz de identificar las características
estructurales de cada una de esas esferas, distinguirlas la una de la otra y defender dicha
identidad mediante la ley pública”19. Sin presuponer omnicompetencia moral alguna por
parte del Estado, hay que presumir en él alguna capacidad de decir qué es el matrimonio si
se quiere que su regulación dependa de él. Esto no implica “crear” la institución, sino por el
contrario reconocer un tipo de institución previamente dada, que el gobierno, en palabras
de Kuyper, “no puede ignorar, modificar ni subvertir”20 sin violar con eso la autonomía de
esa esfera de la vida.
Ahora bien, ¿es verdad que esa institución que reconoce como previamente existente es
una institución tal, que su limitación a las parejas heterosexuales deba ser mantenida? Uno
de los primeros argumentos que se hará oír es, sin duda, la apelación al amor: que si el
Estado reconoce el amor de los heterosexuales, deberá hacerlo con el de los homosexuales.
Pero en este caso es la primera premisa la que falla: al Estado no le va ni le viene el amor
entre los heterosexuales. El motivo del Estado para dar un reconocimiento especial al
matrimonio se encuentra en los otros bienes vinculados al matrimonio, no en el amor. En

19 Skillen, James. “Abraham Kuyper and Gay Rights” en Perspectives abril 2003, disponible en
http://www.rca.org/page.aspx?pid=3191
20 Kuyper, Abraham. Lectures on Calvinism Eerdmans, Grand Rapids, 1931. pág. 96. Tercera conferencia,

disponible como “Exposiciones sobre el calvinismo” en


http://www.altisimo.net/maestros/cosmovision/Kuyper.htm

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efecto, si los esposos dejan de amarse, el juicio del Estado sobre su situación conyugal no
cambia en absoluto. Precisamente porque al Estado no practica políticas de reconocimiento
respecto del amor heterosexual, es que tampoco tiene sentido que lo haga con las
relaciones homosexuales. Pedir que el Estado reconozca nuestro amor está tan fuera de
lugar como pedir que el Estado reconozca que la unión de hombre y mujer representa la de
Cristo y la iglesia –al Estado eso sencillamente no le interesa y no tiene por qué interesarle.
Pero hay otros bienes vinculados al matrimonio que sí le interesan.
La mirada debe pues ser dirigida a los otros bienes vinculados al matrimonio, que son los
que al Estado sí le importan. ¿Qué tan indispensable es entonces para la definición del
matrimonio la apertura a tener hijos? Es común que hoy esto sea negado, pero al mismo
tiempo encontramos –y muchas veces en los mismos que lo niegan- una suerte de
confirmación indirecta de tal requisito, la confirmación que nos da el amplísimo público
que afirma no tener nada contra el matrimonio homosexual, siempre que no implique
adopción de hijos. Tal opinión pretende por supuesto encontrar una vía media moderada,
pero lo que revela es en realidad una total incomprensión de lo que es el matrimonio: pues
si lo que así se les concede a las parejas homosexuales es un matrimonio, ¿cómo hemos de
llamar al matrimonio de quienes sí tienen hijos biológicos o que tienen derecho a adopción?
Es decir, ¿cómo hemos de llamar a esos matrimonios que existían hasta ahora? ¿Será ése un
matrimonio con derechos especiales? ¿Debemos concebir los niños como un elemento
añadido, un suplemento extrínseco al matrimonio? El absurdo de tales preguntas revela lo
extendido que es el reconocimiento implícito de que el matrimonio implica por definición
la apertura a la procreación; y eso a su vez muestra que abrir el matrimonio a los casos en
que esto por definición es imposible, implica cambiar precisamente la definición del
matrimonio. El proyecto que se dice querer llevar a cabo –ampliar el acceso al matrimonio,
pero sin cambiar la naturaleza del mismo- es sencillamente imposible. Por lo demás, si se
califica de discriminatoria la situación actual, ¿cómo no va a ser irracionalmente
discriminatorio el dejar que alguien esté casado y al mismo tiempo vetarle por principio la
adopción? En una discusión honesta, todas las cartas deben estar sobre la mesa, y
debiéramos ayudar a que con todo respeto así sea. La discusión debe pues plantearse de
inmediato respecto de matrimonio con adopción de hijos, y haciendo notar que tal
determinación cambia de modo radical no sólo el sentido del matrimonio, sino también el
sentido de la adopción, pasando ésta de ser un proceso centrado en los niños –por el que se
vela por su derecho a tener padre y madre- a un proceso centrado en el reconocimiento y la
autorealización de los adultos. La pregunta, en efecto, no es por qué los heterosexuales
tienen derecho a adoptar y los homosexuales no. Nadie tiene tal derecho, nadie tiene un
derecho a un niño; y ésa es una lección que debemos recordar también cuando buscamos
enfrentar con sabiduría las técnicas reproductivas que buscan ayudar a parejas
heterosexuales estériles. Si se quiere permanecer en el lenguaje de los derechos, lo que cabrá
decir es que es un niño el que tiene derecho a padre y madre.
¿Qué ocurre si, no obstante, se sigue adelante con la idea de un matrimonio homosexual (el
cual, insisto, por definición debe incluir la adopción? Entre los muchos cambios que una
decisión como ésa trae consigo, quisiera aquí destacar dos. Primero, la transformación de la
paternidad desde un fenómeno biológico a un fenómeno primariamente legal. Esto ya es
visible en muchos países que en los certificados de nacimiento han comenzado a adoptar
estructuras como “progenitor A” y “progenitor B”. Lo que el Estado normalmente hace, es
reconocer los vínculos de parentesco dados, y reconoce con eso también la prioridad de
dichos vínculos sobre cualquier decisión estatal. Como ha mostrado Douglas Farrow en
Nación de bastardos, esa realidad se ve ahora radicalmente reemplazada por una situación en

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la que todas las relaciones de parentesco pasan a ser constructos legales en lugar de
relaciones naturales que el Estado se limita a reconocer21. El segundo cambio que iría de la
mano con éste es uno en la relación entre el Estado y el matrimonio. Porque el matrimonio
entre un hombre y una mujer es algo que el Estado simplemente encuentra ahí, como
existente antes de su propio trabajo. El matrimonio pertenece al tipo de realidades respecto
de las cuales el Estado, en palabras de Bonhoeffer, tiene “algo que reconocer, no algo que
fundar”22. Pero un matrimonio homosexual –que como matrimonio por definición deberá
incluir hijos- sólo puede existir por creación del Estado, pues es biológicamente imposible
por sí mismo. Lo que así se ha logrado no es, como muchas veces se presenta, “empoderar
a los individuos”, sino reducir una de las instituciones que había frente al Estado a una
creación del mismo. Esto, por lo demás, no debiera sorprender a nadie: las políticas de
tolerancia implican limitación del Estado, las políticas de reconocimiento implican
extralimitación del mismo.
Creo que considerando estos factores, sobran las razones para no considerar un buen
camino el del matrimonio homosexual. Es cierto que no hay que ser alarmista al respecto,
como no hay que serlo respecto de nada; pero la alternativa al alarmismo no es la irreflexiva
aceptación de cualquier cosa en nombre de una simple afirmación de la autonomía de la
voluntad. La alternativa al alarmismo y a la ligereza es la serena ponderación de todo lo
implicado en una decisión, del enorme proyecto de ingeniería social que puede implicar.
Creo que en este caso es claro el tipo de conclusión que se seguiría de tal reflexión.
Tanto sobre esto, sin embargo, como sobre los restantes puntos que hemos tratado, seguirá
por supuesto habiendo disenso, seguirá habiendo personas que no consideren convincentes
los argumentos presentados. Esto merece un comentario final, pues puede deberse a
motivos muy variados, algunos de los cuales permiten continuar la conversación mejor que
otros. Pues puede en parte deberse a efectivas fallas en la presentación de los argumentos, y
ante eso no cabe sino seguir esforzándose por escuchar mejor a la contraparte y volver a
intentar la formulación de la propia convicción. En otros casos puede tratarse de un
problema más profundo: el hecho de que éste es uno de los tantos modos posibles en que
un hombre –aunque sea con escasísima autoconciencia de ello- se puede rebelar; podemos
decir a Dios “no te serviré”, y usar el propio cuerpo como herramienta de tal rebelión,
intentando crear con él un nuevo sentido simbólico para no aceptar el sentido de la
humanidad creada como hombres y mujeres. No hay argumento que por sí sólo logre
cruzar tal barrera. Por último, existe el conjunto de personas que simplemente no tienen
interés en escuchar argumento alguno, porque creen que hay alguna marcha inexorable de
la historia, cuya dirección simplemente hay que seguir. Puede de hecho ocurrir que tras
presentarse el conjunto de argumentos bíblicos y extrabíblicos respecto de la
homosexualidad, haya un progresismo que siga adelante con su postura, pero amparándose
ahora precisamente en el tipo de actitud antiintelectual que décadas atrás habría reprochado
a sus contradictores conservadores. Creo que nada de esto nos exime del deber, en este y
otros temas, de seguir argumentando; pero es cierto que la conciencia sobre estos
obstáculos ayuda a poner a este ejercicio en su lugar. La reflexión moral no puede tener la
pretensión de ser lo que produce un cambio en el corazón, ni tampoco puede tener la
pretensión de lograr convencer al que rechaza de plano todas sus premisas. Pero sí puede

21Farrow, Douglas. Nation of Bastards. Essays on the End of Marriage BPS Books, Toronto, 2007. págs. 43-83.
22Dietrich Bonhoeffer Werke Gutersloher Verlagshaus, Guterloh, XVI, 525. No se trata, desde luego, de una
peculiaridad de Bonhoeffer, sino de una afirmación que podría venir igualmente de Lutero o Juan Pablo II.
Lo trato en Resistencia y gracia cara. El pensamiento de Dietrich Bonhoeffer Clie, Barcelona, 2011. págs. 127-135.

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intentar que se alcance cierta claridad, para poner a las personas ante los argumentos
correctos en lugar de ante caricaturas de los mismos, y puede pretender orientar al que ya
se encuentra encaminado en una búsqueda significativa. Por lo demás, quienquiera que vea
el impacto que ha tenido el desarrollo de abundante literatura y reflexión a favor de la
normalización de la homosexualidad, comprenderá lo crucial que es tener reflexión
alternativa a ésa23. Además, una reflexión de este tipo puede ser fructífera entre quienes ya
estaban convencidos de las mismas conclusiones, pues al ver el camino por el que se llega a
tales conclusiones eso debería tener ecos en otras áreas: nadie puede de modo consecuente
oponerse al matrimonio homosexual, y al mismo tiempo defender el matrimonio
heterosexual sobre endebles bases románticas; nadie puede de modo consecuente
manifestar preocupación por el matrimonio homosexual, y al mismo tiempo tomar a la
ligera el divorcio24.
VI. La iglesia ante las múltiples aristas de la homosexualidad
Philip Yancey cuenta cómo, a pesar de haber vivido por largo tiempo en un barrio de
considerable población homosexual, se demoró mucho, por lo mal que hasta entonces
había entendido el cristianismo, en llegar a conocerlos. Al finalmente cruzar dicha barrera,
un hombre le había hecho la conmovedora confesión de que “me es más fácil encontrar
sexo en la calle que un abrazo en la iglesia”25. Tales palabras ciertamente mueven a
preguntarnos, con detenido autoexamen, por cómo son recibidas en la iglesia las personas
que sienten una atracción por los de su propio sexo. Una misma batalla cultural o legal se
puede dar por motivos muy distintos: por un sentimiento de superioridad moral, por
proteger a la propia familia, o porque se tiene un genuino interés por proteger y acompañar
precisamente a las personas con una tendencia homosexual. Cuál sea el motor que nos
mueve, el miedo o el amor, quedará de manifiesto en cómo es recibido y tratado en la
iglesia quien padece esta inclinación. ¿No nos comportamos gran parte de los cristianos
como Jonás, quien enviado a una ciudad de gente “que no distingue su mano derecha de su
izquierda”, se resiste precisamente porque sabe de la misericordia de Dios (Jon 4:11)? Y si
queremos revertir eso, ¿qué consejos de tipo general se puede dar?
Lo primero que cabe decir, me parece, es que debemos seguir el testimonio bíblico en
distinguir actitudes y decisiones según muy variados públicos. Así, Pablo puede en un caso
decir que no tiene razón para juzgar los que están fuera (I. Cor. 5:12), mientras que Jesús en
otro caso afirma que a alguien de dentro, un cristiano impenitente, hay que tratarlo “como
gentil y publicano” (Mt. 18:17). Ciertamente hay que apurarse en afirmar que esa última
frase no otorga licencia para tratar mal a nadie, pues también a gentiles y publicanos hay
deber de tratarlos con amor (Mt. 5:47); pero lo que implica es que hay situaciones que
crearán cambios en el tipo de comunión que podemos tener. Ahora bien, aquí no tratamos
con ninguno de esos casos, ni con el que está totalmente fuera, ni con el que está dentro
pero en rebelión contra los principios de ciudadanía de la iglesia. Más bien nos
preguntamos por el amplio número de personas que, con grado mayor o menor de lucha,
está entremedio. Y respecto de ellos creo indispensable afirmar, en primer lugar, que es no

23 Según una significativa estadística norteamericana, el aumento en la homosexualidad producto de estar bajo

el impacto de programas educacionales en que la aprobación de la práctica es común lleva a un aumento del
183% en la homosexualidad masculina y en un 900% en la femenina. Véase Gagnon, The Bible and Homosexual
Practice, págs. 416-418.
24 Véase al respecto las pertinentes preguntas de Hauerwas, Stanley. “Resisting Capitalism: On Marriage and

Homosexuality” en Quarterly Review 20, 2000. págs. 313-318.


25 Yancey, Philip. Gracia divina vs. condena humana Editorial Vida, Miami, 1998. pág. 196.

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sólo posible sino un deber, para cualquier iglesia, ser un lugar de acogida para personas que
luchan con una inclinación homosexual. Esto no implica adoptar el lenguaje ni la idea de
“iglesia inclusiva”; implica simplemente entendernos como iglesia, sin adjetivo alguno. En
una situación como la actual, eso pasa no sólo por una reflexión personal de los pastores,
sino por transmitir a la congregación la necesidad de acogida, pues para muchos sigue
existiendo simplemente la alternativa entre rechazo y aprobación. Lejos de esas alternativas,
ante todas las personas la iglesia debe ser capaz de un acoger sin aprobar26. Y por lo mismo
tal acogida no será en un grupo aparte, exclusivamente centrado en los problemas de tal
grupo en torno a una “pastoral gay”, sino que será con todo el resto de nosotros. Por otra
parte, puede ser bueno que los miembros de una congregación que luchan con la atracción
por el propio sexo puedan hablarlo abiertamente, sin que sea motivo de escándalo o de
ruptura de la comunión; pero al mismo tiempo debemos respetar con cautela su silencio –el
resto no quisiéramos que cada uno de nuestros pecados sea objeto de conversación
cotidiana ni de discusión de la iglesia, por lo que tampoco debemos presionar a otros a eso.
Puede ser un alivio para nuestros hermanos con tal inclinación el ver en la iglesia una salida
de un mundo hipererotizado en que todo gira en torno a esto. Eso no implica dejar de lado
la preocupación por ellos, pues, como debiera ser evidente por la lectura de Romanos 1, el
principal problema de quienes tienen una inclinación homosexual no es la homosexualidad.
En segundo lugar, y a pesar de lo necesario que es el punto que acabamos de considerar,
creo importante también advertir contra la afirmación demasiado apresurada de la igualdad
de todos los pecados. Pues no es nada de claro que en un mundo de confusión lo primero
que haya que hacer sea afirmar esto. No se le hace ningún favor a la gente con el apuro por
decir que todos somos pecadores en el mismo sentido, porque es también falta de
compasión la que lleva a dejar de lado la preocupación por enseñanza precisa, por
orientación en etapas de formación de las personas. Prestar atención a las diferencias
específicas de cada problema puede ser de una gran ayuda, tanto para la comprensión
teológica como para la orientación práctica. Hemos visto cómo el captar el sentido de la
“mutación” descrita por Pablo en Romanos 1 hace ver por qué escogió precisamente la
homosexualidad para hacer su ilustración. Esa explicación más específica, si se lleva a cabo
de buen modo, no lleva a una actitud de mayor juicio respecto de quienes tienen tal
inclinación, sino a captar cómo lo que se dice es representativo de algo que nos ocurre a
todos. En otras palabras, una acogida cordial es no sólo compatible, sino que
necesariamente implica enseñanza, y la buena enseñanza es capaz de descender a puntos
específicos –lo cual ciertamente no implica que se deba todo el tiempo estar diciendo lo
que se piensa sobre un punto específico. Después de todo, resulta llamativo que el
mandamiento de amor al prójimo se encuentre precisamente en Levítico (19:18), y no muy
lejos del pasaje de dicho libro que trata sobre la homosexualidad; y en el verso precedente,
de un modo estrechamente ligado al mandamiento del amor, se nos llama a “razonar con el
prójimo, para no participar de su pecado” (Lev. 19:17). No menos importante es la cercanía
que hay en Romanos entre las palabras de Pablo sobre la homosexualidad (1:26-27) y el
llamado a no juzgar (2:1). La Biblia no asume que la enseñanza específica sobre un punto
como éste constituya necesariamente un juicio ilegítimo sobre otras personas ni una falta de
amor.
En tercer lugar, debemos recordar que si bien “la creación fue sujetada a vanidad”, Dios “la
sujetó en esperanza” (Rom. 8:20). Para quien tiene una atracción por personas del propio

26 En esto las iglesias evangélicas podrían hace mucho tiempo haber aprendido bastante de la obra de Grenz,

Stanley. Welcoming but not Affirming Westminster John Knox Press, Louisville, 1998.

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sexo, dicha esperanza puede significar distintas cosas en cuanto al plazo y la medida en que
pueda experimentar un cambio. Hay, pues, que ser muy cuidadosos con ejercer presión. Tal
como con cualquier otra inclinación, Dios obra en algunos mediante cambios inmediatos,
en otros mediante cambios lentos, mientras que otros tienen que luchar toda su vida con
un mismo problema. Es pues importante recordarnos mutuamente que Dios puede verse
glorificado en cada uno de esos modos de actuar, por lo que es perfectamente posible que
un cristiano pase su vida luchando con tal inclinación sin que ésta desaparezca. En medio
de esas luchas y recaídas, debemos cultivar no sólo paciencia y amor respecto de nuestros
hermanos en tal condición (agradeciendo también la paciencia de ellos hacia nosotros), sino
que también reafirmar una y otra vez que no es del éxito en tales luchas que pende nuestra
salvación. Al mismo tiempo, y sobre todo en medio de la presión social y económica en
sentido contrario –pues al dejar de considerarse una enfermedad, no hay financiamiento
adecuado para estudios sobre cómo salir de la homosexualidad-, no debemos dudar en
informar adecuadamente respecto de los tratamientos que existen, y que en muchos casos
pueden ser un medio usado por Dios para sanidad27. En cualquier caso, tenemos que
aprender a ver en nuestros hermanos con una inclinación homosexual un ejemplo de cómo
el poder de Dios se perfecciona en la debilidad (II Cor. 12:9).
En medio de esto, y de las muchas otras observaciones pastorales que personas más sabias
podrían añadir, hay también que recordar que la preocupación pastoral no es el único
punto significativo, que es crucial pero que no es capaz de anular todas las otras
consideraciones que hemos abordado antes. Estamos ante un tema en el que los riesgos de
la unilateralidad son muy grandes, y todos debemos estar en guardia al respecto, evitando
entre otras cosas el dualismo entre preocupación pastoral y preocupación por cómo está
normada nuestra vida en sociedad. Parte de eso se soluciona, por supuesto, con una
adecuada comprensión de cómo están divididas nuestras tareas. Aunque la tarea de la
iglesia, en cuanto iglesia, sea una muy específica, por la que en cuanto iglesia ella no debe
concentrarse, por ejemplo, en el conflicto legal, hay muchas tareas culturales y políticas que
diversos cristianos, desde sus campos de acción, podrán desarrollar. Y la iglesia debe dar
con el camino para poder ser un apoyo para ellos. Pero no sólo un apoyo, sino una
maestra, que nos enseñe a participar de la discusión luchando porque la verdad se haga
manifiesta de un modo que no aumente la toxicidad del debate. Y eso se logra no
prestando una atención menor a lo que literalmente dice la Biblia, sino una mayor: quien
atienda con detención a Romanos 1 notará, por ejemplo, que la homosexualidad no es un
signo de los “últimos tiempos”, sino, por el contrario, de la rebelión original del hombre
contra Dios. Nos pone no ante una crisis final, sino ante una crisis inicial, y corregir ese
tipo de impresiones puede modificar mucho el espíritu con que alguien se aproxime al
tema.
Donde eso cambia, donde la iglesia misma es en cierto sentido una voz cultural y legal, es
en el hecho de que la homosexualidad ha sido también un foco prominente de controversia
intraeclesiástica, con un gran número de denominaciones divididas en torno a ella. No cabe

27 Sobre esta materia existe un disciplinado “negacionismo” en el movimiento por la aprobación de la

homosexualidad, de modo que se difunde a los cuatro vientos la idea de que una terapia reparativa sería casi
imposible y además inmoral. Sería absurdo responder a eso con cifras muy optimistas. La realidad es que
como muchos otros problemas humanos se trata de algo posible pero difícil. Véase al respecto la entrevista a
Robert Spitzer a la que referimos antes. Para información constantemente actualizada sobre este tipo de
programas véase http://narth.com/ Muchas de las organizaciones cristianas involucradas en esto se
encuentran bajo el alero de http://exodusinternational.org con su rama hispanoparlante en
www.exoduslatinoamerica.org

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aquí decir nada sobre cómo conducirse en los variados campos de la política eclesiástica,
pero sí creo que dos advertencias pueden venir al caso para terminar. La primera dice
relación con quienes preferirían afirmar que esto es una materia indiferente, no central para
el mensaje cristiano, algo sobre lo cual se puede disentir sin que tenga que llevar a
divisiones28. A la luz de los cardinales temas que el tema nos ha obligado a tocar, no veo
cómo pueda considerarse eso una respuesta adecuada. Pero –y ésta es la segunda
observación- esto no implica que todas las rupturas eclesiásticas a las que este problema ha
llevado sean justificadas. Las denominaciones que se han visto más fuertemente remecidas
por la discusión sobre la homosexualidad son denominaciones en las que hace décadas era
posible llegar a altos cargos eclesiásticos negando doctrinas cristianas fundamentales. Que
algunos no hayan roto con ellas por eso, y sí lo hagan por la homosexualidad, es un indicio
de que a veces sí es homofobia y no preocupación por la verdad lo que nos mueve; es un
indicio más de que en esta materia al parecer todos tenemos algo de lo cual arrepentirnos.
En cualquier caso conviene saber que, sea que se actúe como iglesias o por otros caminos,
éstas son materias en las que con frecuencia se pierde. ¿Qué actitud se debe tener ante tales
derrotas? ¿Qué tan definitivas son? Lo primero que corresponde hacer, me parece, es
precisamente distinguir entre las batallas culturales y las legales. Es mucho más claro
cuándo se ha perdido una batalla legal, mientras que de las batallas culturales se puede decir
que casi nunca se pierden totalmente. Pero ganarlas es cosa de mucho más esfuerzo y
tiempo que las batallas legales, y aunque no se pierdan totalmente, sí se puede perder
mucho terreno en ellas. Creo que sin riesgo a equivocarnos podemos afirmar que la
mayoría de las iglesias concentra sus fuerzas en tener una voz en las discusiones legales, y
que a la luz de lo recién dicho eso es un error. Ciertamente, sería también un error hacer
como si éstas no existiesen, pero si ellas concentran una parte demasiado significativa de
nuestra energía, está claro que la transformación cultural será la que salga perdiendo, y los
escasos triunfos legales sólo constituirán entonces una medida dilatoria.
La actitud tomada por los cristianos en cualquiera de estas situaciones será muy reveladora:
si estallamos en histeria o desesperación, no sólo quedará al descubierto qué pensamos
realmente respecto de la homosexualidad en comparación con otros pecados, sino que
quedará también al descubierto cuán presente tenemos el gobierno de Dios sobre la
historia. La “salida del closet” de los homosexuales puede traer consigo muchos males, y
no tiene por qué ser celebrada. Pero, Dios mediante, también puede traer consigo bienes.
Puede traer paciencia y respeto a las vidas de los que estábamos lejos de cultivarlos de
modo suficiente, puede darnos como sociedad una difícil lección de disenso civilizado,
puede recordarnos cuán poco consecuentes estábamos siendo en aquellos aspectos de la
ética sexual que afectan a los heterosexuales, puede llevarnos a conocer con más
profundidad parte de la Palabra de Dios, y puede enseñarnos a pensar sobre el matrimonio
en términos de un pacto fiel de por vida, demoliendo así las alternativas románticas que
han enturbiado nuestra compresión del mismo. Ante todo, debe movernos a, lejos de
desesperar por tal o cual derrota legal, poner el corazón de cada uno en el largo trabajo de
la transformación cultural y poner el corazón de las iglesias en acoger a aquellas personas
con atracción por el mismo sexo cuya alma no quedará satisfecha ni por la más exitosa
política de reconocimiento.

28 Así lo presenta, por ejemplo, Bartel, T.W. “Adiaphora: The Achilles Heel of the Windsor Report” Anglican

Theological Review 2007, 89, 3, p. 401-419.

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