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SUEÑOS DE FUTURO

Le había prometido a mi hijo un maravilloso viaje en tren. Esa noche no pegó


ojo imaginando la velocidad a la que iría y el ruido de los trenes en la estación.

Nos levantamos muy temprano para coger el primer tren de la mañana. Él casi
no se tenía en pie de sueño, pero poco a poco se fue despejando, y sin hacer ruido, para
no despertar a mamá, desayunamos y salimos hacia la Estación Intermodal de Delicias.

- ¡Vaya! ¡Pues sí que es grande la estación! - Exclamó Víctor con cara de


sorpresa.

Eran casi las seis y media de la mañana de un sábado del mes de junio de 2012 y
ya había un gran bullicio en la Estación.
En casi todos los andenes había un tren dispuesto a tomar la salida antes o
después. El vaivén de pasajeros se acrecentaba conforme se acercaban las horas de
partida. De repente se escuchó por megafonía la llamada que estábamos esperando:
- “Tren regional con destino Canfranc-Estación efectuará su salida por la vía
cuatro en breves instantes”.
- ¡Vamos hijo! ¡Démonos prisa! - Dije yo tomándole de la mano y tirando de él
para separarlo de los cristales.
- ¿Cuál es, papa? ¿Es ese? - Preguntó mientras señalaba un moderno Altaria
blanco al que subían apresurados algunos viajeros.
- No, cariño. El nuestro es aquel.

Mientras yo decía estas palabras noté como cambiaba su rostro y se tornaba


desilusionado al ver un viejo tren que echaba humo por una chimenea.
Entonces le expliqué porqué había elegido ese tren y no otro. Era un auténtico
Canfranero de época. Un convoy de los años treinta o cuarenta restaurado y ambientado
en los años de mayor esplendor de esta línea férrea. La máquina era de pega, el humo
que echaba era simplemente el vapor que producía algún artilugio para crear la
ambientación. Le expliqué que aquel tren estaba lleno de historias que nos contarían
durante el viaje, y que pasaba por lugares llenos de magia. Entonces la ilusión regresó a
su carita redonda y sus ojos se achinaron mientras sonreía y decía:
- Creo que éste es el mejor de todos los trenes, papá. Es diferente a los demás, y
eso lo hace especial.

Sus palabras me dejaron boquiabierto, una sabia manera de pensar pasa tan sólo
seis años.
Subimos a nuestro vagón. Al traspasar la estrecha puerta nos envolvió un halo de
melancolía. Las imágenes se teñían en blanco y negro como si hubiésemos entrado en la
máquina del tiempo. Los vagones estaban forrados de madera. Tenían un pasillo
estrecho con ventanas en el que había que hacer contorsionismo cuando se cruzaban dos
personas, aunque lo más práctico era que una de ellas se internara momentáneamente en
un compartimento mientras pasaba la otra, pues a veces la situación era incómoda con
tanto roce. Desde el pasillo se accedía a los compartimentos que incluían tres asientos
tapizados como antaño en ambos lados del habitáculo, es decir que cabíamos seis
personas por compartimento. Estaban separados por unos apoyabrazos fijos que daban
algo más de comodidad. Una vez sentados los viajeros, según la altura que tuvieran, casi
podían tocarse con sus rodillas. Sobre los acolchados butacones había unos
portaequipajes de cuerda en forma de red y unas pequeñas luces en forma de ojo de
buey cuya iluminación parecía algo escasa para leer sin la luz natural que entraba por
los amplios ventanales.
Todos los detalles estaban cuidadosamente estudiados: los interruptores, las
cortinas, los pomos de las puertas, incluso los baños con su retrete y su pequeño lavabo.
Lo único diferente era que los ceniceros ahora estaban sellados con un cordón de
soldadura. Todo era como en aquellos años, eso sí, intentando darle la mayor
comodidad posible.

Víctor estaba impaciente por salir. No quería sentarse y se quedaba en el pasillo


mirando por la ventana mientras gritaba a la gente que corría por el andén: - Venga, que
nos vamos.
De repente sonó un pitido ensordecedor, y al segundo volvió a repetirse. Aún no
había parado de sonar cuando el vagón comenzó a moverse. Fue entonces cuando Víctor
vino corriendo a sentarse, entre eufórico y asustado, a mi lado y junto a la ventana.
Frente a nosotros había una anciana muy arreglada que sonreía al ver la emoción
del pequeño al mirar por la ventana cómo nos movíamos.

- Pues para ser un tren antiguo no va tan despacio, papá.

- Verás hijo, antes iba más despacio. Le costaba entre cuatro y cuatro horas y
media hacer todo el trayecto. Tiene muchas paradas, pero desde que arreglaron
toda la línea entre Huesca y Canfranc le cuesta unas dos horas y media nada
más.

En ese momento comenzó a funcionar la megafonía interna del tren con una
agradable y femenina voz que nos acompañaría todo el viaje. Cada vez que sonaba era
para explicar o contar algo relacionado con los lugares por donde pasábamos o
parábamos. Daba datos históricos, geográficos, artísticos e incluso contaba alguna
leyenda. Hasta llegar a Huesca hizo pocas veces acto de presencia, pero su silencio fue
sustituido por la temblorosa voz de la mujer de avanzada edad que teníamos enfrente.

- Yo soy de Canfranc, ¿sabes? – Dijo mirando a Víctor con sus cansados ojos.
- Nací allí hace muchísimos años, y aquello ha cambiado mucho desde que
estuvieron los nazis hasta ahora.

- ¿Quién son los nazis? – Interrumpió Víctor.

- Eran los seguidores del partido nacional-socialista de la Alemania de los años


treinta y cuarenta, pero de estas cosas tú todavía no entiendes, ya lo estudiarás en
el cole dentro de unos pocos años. A los que yo me refiero eran los soldados del
gobierno alemán de esa época, que por un acuerdo con el gobierno de España se
instalaron en Canfranc para controlar la frontera con Francia. Como veo que te
gusta la Historia, te voy a contar la historia del Oro de Canfranc.

- ¡Vale, vale! - Exclamó el infante inclinando su cuerpo hacia delante.

- Sí. – Dije yo – Pero mientras te comerás el almuerzo que hemos preparado.


De esta manera comenzó el mejor momento que pasamos en el viaje.
Escuchamos en boca de una de sus protagonistas la historia más conocida del lugar a
donde nos dirigíamos.
La anciana se esmeró en contarla de modo que Víctor pudiera comprenderla,
pues es una historia algo complicada para un niño. Luego me confesó que había sido
maestra y estaba acostumbrada a hablar a los niños.

- Pues verás. – Dijo la anciana. - Todo esto sucedió en Canfranc entre 1942 y
1945. Alemania controló la aduana internacional de Canfranc durante la
Segunda Guerra Mundial con un grupo de oficiales de las SS y miembros de la
Gestapo, que era la policía nazi. Residían en el hotel de la estación y en otro del
pueblo. España no estaba en guerra, pero Franco debía devolver la ayuda que
Hitler, el primer ministro alemán, le proporcionó durante la Guerra Civil, lo que
consistió en enviar a Alemania toneladas de volframio de las minas gallegas, un
mineral fundamental para blindar sus tanques y cañones. A cambio de esa ayuda
estratégica, España recibió al menos 12 toneladas de oro, a Portugal llegaron 74
toneladas de oro, 4 de plata, 44 de armamento, 10 de relojes y otras cosas
robadas a los judíos.

- ¿Por qué robaban los nazis a los judíos? – Interrumpió Víctor.

- Porque la idea de los nazis era que todo aquel que no era de su raza, a la que
llamaban aria, era impuro y debía de ser apartado. Los mandaban a unos campos
de trabajo y les quitaban sus pertenencias. Pero esa es otra historia.

La mujer no quiso dar más detalles acerca del exterminio y los campos de
concentración, cosa que agradecí. Fue en ese momento cuando me miró y sonriendo me
dijo que había sido maestra y que no me preocupara, lo cual me tranquilizó. No me
agradaba la idea de tener que dar explicaciones a mi hijo acerca de un pedazo de la
Historia que aunque no olvidado, sí debería de ser borrado.

- Los alemanes, – prosiguió ella, - vivían en la estación y celebraban hasta


conciertos de piano en el comedor. Eran muy educados, eso sí. Bailaban valses
con las chicas de Canfranc y les regalaban chocolate. Ellos eran ingenieros o
químicos y nosotros, unos ignorantes que tenían mucha hambre después de la
Guerra Civil . El oro nazi llegaba en tren a Canfranc con destino España y
Portugal. Se descargaba el oro de los trenes de Suiza por el puente internacional
y se colocaba en unos camiones suizos que se encargaban de llevarlos hasta
Madrid y Portugal. . Se calcula que entraron a España 20 toneladas de oro a
cambio de volframio. Ese volframio todavía se puede ver, 65 años después, en
las vías muertas y muelles de la estación de Canfranc.
Los carabineros, la Guardia Civil y los oficiales de las SS eran inflexibles con
los robos de mercancías como los relojes que se llevaban a Portugal. Alguien se
llevó una caja y estuvieron buscándolo varios días. A un chaval le pusieron una
multa muy alta.
Lo peor de todo era el hambre, que calmábamos gracias a las mercancías que
se descargaban. El salario medio de un obrero era de 200 pesetas al mes. Por
eso, siempre se escapaba algo de los trenes para casa. Cogíamos latas de
sardinas, azúcar, aceite, café o la mistela que enviaban los portugueses de
Madeira. Menos mal que pasaba mucha mercancía y podíamos llevarnos cosas,
porque había mucha hambre.

A veces, mientras contaba su historia, me parecía ver como sus secos ojos se
humedecían con el recuerdo. Tal y como contaba el relato, con claras referencias en
primera persona, entendí que ella era protagonista de aquel pedazo de Historia. Al
principio no quise preguntarle por si la incomodaba, aún más estando el niño delante.
Al poco terminó su relato diciendo: “y colorín colorado, este cuento se ha
acabado”, una buena manera de dar un tono infantil y quitar hierro al asunto.

Casi sin darnos cuenta estábamos llegando a Ayerbe, puerta de entrada al reino
de los Mallos. La megafonía del tren, a la que hasta ahora casi no habíamos hecho caso,
comunicaba la llegada a su estación y hacía referencias a sus Palacios, gastronomía y a
la cercanía de importantes monumentos como el Castillo de Loarre y la Colegiata de
Bolea. Yo le contaba a mi hijo la de veces que de joven había parado en Ayerbe a
comprar alguna de sus famosas tortas e incluso una bota de vino en el conocido botero
artesano que había por entonces, de camino a Riglos con mis compañeros de escalada.

- ¿Tú escalabas? – Me preguntó con los ojos redondos como platos.

- Sí, cariño, pero yo era muy malo. Tenía amigos que subían como lagartijas.

A los pocos minutos estábamos pasando bajo los Mallos de Riglos. Yo le


contaba a Víctor aventuras mientras señalaba con el dedo algunos escaladores que
asemejaban ser termitas en su termitero:

- Mira, hijo, son el Puro, el Mallo Pisón, el Firé, la Visera…

- Ese parece la mano de un gigante…Y los escaladores ¿no se caen? – Preguntó


con el morboso interés de un niño de su edad.

Mientras se quedaba atónito mirando el paisaje por la ventana, yo me incliné


hacia delante y con voz susurrante pregunté a la anciana aquello que no podía contener
más.

- Disculpe mi descaro, espero que no le ofenda mi pregunta, pero desde que nos
ha contado la historia de el oro tengo la necesidad de saber si usted tuvo que
participar activamente de alguna manera en ella.

Con el mismo tono de voz con el que yo le había preguntado, ella me respondió,
no sin antes mirar hacia el pasillo, como si todavía hubiera hombres de la Gestapo
vigilando.

- Fui correo de los aliados. Llevé correspondencia clandestina. Sobres que


contenían fotos y cartas en francés o inglés. No fui la única. Lo pasábamos muy
mal. A veces íbamos en el tren sentadas junto a algún Guardia Civil, pero
gracias a nuestro trabajo pudo terminar la guerra con el desembarco de
Normandía. ¡Y vale! No me gusta hablar de ello.
Justo entonces Víctor se volvió para preguntarme algo, lo que hizo que el
ambiente de secretismo se dispersara y ella se sintiese mejor. Mi imaginación giraba en
torno a imágenes de películas de nazis y de la Segunda Guerra Mundial, hasta que
Víctor volvió a asediarme con sus preguntas.

- Oye, papi ¿Qué es ese lago? – Y pegó su nariz al cristal formando un círculo de
vaho a su alrededor.

- Eso no es un lago, es el Embalse de La Peña. Está formado por las aguas del río
Gállego, que has visto antes desde arriba al pasar por un puente. En ese río se
practican deportes con barcas de goma y canoas que se llaman rafting y kayak.

- Sí como en las aguas bravas del parque del agua de Zaragoza.

- Exactamente, ¡Qué listo eres, hijo! Además en el Pantano de La Peña la gente


pesca truchas, y por los alrededores hay muchas rutas para caminar o ir en
bicicleta.

Aprovechamos mientras llegamos a Jaca para estirar las piernas por el pasillo del
vagón. Hay un montón de gente. Nuestro compartimento es de los pocos que va medio
vacío. Hacía años que no había visto tanta gente en este viaje, pero es lógico, desde que
lo convirtieron en un tren turístico con encanto todo el mundo quiere disfrutarlo. Hay
quienes como nosotros sólo iban a pasar el día, otros harían noche en Canfranc para
bajar el domingo, y escuche a una pareja que subían con sus bicicletas para iniciar el
Camino de Santiago en Somport.
Todavía no le había contado a Víctor que con el billete de tren teníamos entrada
libre al museo ferroviario del Canfranero, y que una vez en Canfranc-Estación íbamos a
subir paseando hasta el Fuerte de Coll de Ladrones, que adquirió una empresa privada
hace unos años y lo ha rehabilitado como museo militar y hospedería, con un
restaurante donde dicen que se come muy bien.

Desde Jaca había una preciosa vista de la peña Oroel, y señalando su cima
prometí a mi hijo que un día subiríamos juntos hasta allí.
Volvimos a nuestros asientos para disfrutar los últimos treinta kilómetros, que
son los más empinados y más bonitos por sus paisajes. Allí seguía sentada nuestra
compañera de viaje.

- ¿Se cansa de tanto rato en el tren? – Le pregunté.

- No, ahora es una delicia viajar aquí. Yo ya estaba casi acostumbrada a las cuatro
horas de viaje y a acabar en el autocar por culpa de los descarrilamientos. Les ha
costado una eternidad a los políticos darse cuenta de la maravilla que teníamos.
Es una pena que yo ya pueda disfrutarla poco, al menos tu hijo guardará buenos
recuerdos de este viaje contigo.

- Y con usted, también tendrá un buen recuerdo de usted. Pero no diga esas cosas,
que aún tiene mucha vitalidad y podrá seguir haciendo este viaje muchos años.
La agradable voz de la megafonía volvió a interrumpir nuestra conversación
para comunicarnos, tras pasar por Castiello de Jaca, que íbamos a atravesar el famoso
viaducto de Cenarbe, una fabulosa obra de ingeniería que hace que parezca que el tren
vuela sobre el Valle del Aragón.
Al poco rato observamos la majestuosa cima de La Collarada que se alza sobre
el siguiente pueblo: Villanúa. Es una vista preciosa, todavía tenía nieve en la cima.
Ya nos quedaba poco para llegar, y cuando nos acercamos a Canfranc pueblo la
voz en off nos contó la leyenda de la maldición de éste lugar:
- “Hace ya unos cuantos siglos, un crudo invierno llegó al pueblo, siguiendo el
camino de Santiago una peregrina judía, solicitó alojamiento y comida a las
gentes del pueblo, que no sólo se lo denegaron, además la expulsaron del pueblo
(no se sabe porque obraron así, cuando a los peregrinos siempre se les atiende),
antes de perder de vista la última casa del pueblo, la peregrina les echó una
maldición;
- Vuestro pueblo arderá dos veces y al final habrá una riada que lo hará
desaparecer para siempre.
En 1617, contando sólo con 200 habitantes, Canfranc sufrió el primer
gran incendio, solo quedaron en pie la iglesia de la Santísima Trinidad, dos
casas, el castillo real y el molino de harina.
En Junio de 1944, sufrió el segundo incendio, una chispa del fuego de un
hogar, en la parte alta del pueblo, llevado por el viento hizo que se prendieran
los tejados de pizarra carbonosa y las techumbres de madera del resto de casas,
ardieron 117 de las 132 que había. Para reconstruirlo, se realizó una suscripción
nacional (se retuvo el salario de los funcionarios españoles por un día, pero el
dinero nunca llegó a Canfranc) y la mayoría de la población tuvo que refugiarse
hasta en las buhardillas del poblado nuevo (Canfranc-Estación), donde
finalmente, se edificaron barrios nuevos para los perjudicados, y al final, el
pueblo entero se traslado al nuevo Canfranc.
Los más viejos del lugar esperan resignados a que cualquier día el río
crezca tanto que se desborde y se los lleve por delante.

La verdad es que esta vez los políticos lo habían hecho bien. Todo estaba
cuidado al detalle. El viaje estaba siendo perfecto, incluso llegué a pensar si la señora de
enfrente no sería una trabajadora de la oficina de turismo o algo así. Quién sabe, hoy en
día los maquilladores del cine hacen auténticas obras de arte. Me sonreí cuando pensé
eso. Claro que también a los aragoneses nos ha costado años aprender a defender y
reivindicar lo nuestro.

- ¡Papá, ya llegamos! – Gritó Víctor. - ¿Qué es eso tan grande?

- Eso era la antigua Estación Internacional de Canfranc. Donde transcurrió la


historia del oro que nos han contado. Ahora es un hotel de lujo, pero se puede
ver el vestíbulo que lo dejaron como era antiguamente. Hicieron esta otra
estación más pequeña porque no hay tanto tráfico de trenes como antes.

- Pues a mí me gusta más la antigua. Y ahora ¿qué vamos a hacer?

- Tengo una sorpresa preparada, pero antes de bajar despídete de esta señora tan
amable y dale un buen beso.
- Muchas gracias. - dijo Víctor. Y le dio un fuerte beso.

- De nada cariño. – Contestó la anciana. Y le dio cuatro o cinco.

- Adiós señora, ha sido un placer. Espero volver a verla. – Le dije yo.

Nos apresurábamos a bajar para aprovechar el día cuando vi que Víctor llevaba
en la mano una foto antigua con algo escrito por detrás. Era una vieja postal.

- ¿De dónde has sacado eso? – Le pregunté.

- Es de la señora, me la ha regalado.

- Pero esto es un recuerdo personal, vamos a devolvérselo.

Aun estábamos en el pasillo, a unos cinco o seis metros de nuestro


compartimento cuando volvimos a buscarla. Cual fue nuestra sorpresa cuando al entrar
vimos que no había nadie. En ese momento pasaba junto a nosotros el revisor, que como
todo lo demás también iba ambientado como antaño.

- Perdone señor. ¿Ha visto a la señora mayor que viajaba junto a nosotros?
Tenemos que devolverle algo.

- Disculpe, - me dijo el revisor, - pero en su compartimento sólo viajaba usted con


su hijo. No he visto ninguna señora mayor en todo el trayecto. – Se dio media
vuelta y siguió pasillo abajo.

Me quedé boquiabierto sin saber que decir, estático. Víctor tiró de mí indicando
que como la mujer se había ido nosotros debíamos hacer lo mismo. Y así fue. Bajamos
del Canfranero y pasamos un día inolvidable. Aprendimos muchas cosas de aquel lugar
mágico y de su Historia, y con las últimas luces regresamos a Zaragoza en “nuestro”
Canfranero. Durante el trayecto de vuelta no dejaba de pensar en la anciana, y como
siempre mi hijo me sacó del trance;

- En invierno, con la nieve ¿cómo pasa el tren?

- La máquina lleva delante una quitanieves para apartar la nieve de las vías, y si
hay mucha pasa antes una máquina especial de mantenimiento. Además éste tren
en invierno se convierte en el Canfranero blanco, que no significa que lo pinten
de blanco, sino que hace viajes especiales para que la gente suba a esquiar.

- Me ha gustado mucho, papá. La próxima vez hay que decirle a mamá que se
venga con nosotros.

Cuando el Canfranero hacía su entrada en los andenes de la Estación de Delicias,


Víctor estaba completamente dormido, en la sonrisa de su cara se podía adivinar que
había disfrutado. Lo cogí en brazos y lo llevé hasta el coche en que mi esposa nos estaba
esperando. Una vez en casa lo acostamos, y tras contarle a ella todo nuestro viaje nos
fuimos también a dormir.
A la mañana siguiente, Víctor vino corriendo a mi cama y exclamó:

- Mira, papá, aquí quiero que vayamos de viaje este verano. – Enseñándome una
vieja postal en blanco y negro de Canfranc. – La encontré ayer en el parque
mientras jugaba con mamá.

Entonces, aún algo somnoliento miré el despertador de la mesilla. Es uno de


esos despertadores en los que viene la fecha, la hora, la temperatura y no sé cuantas
cosas más. Todavía era sábado, un sábado del mes de junio de 2010.

ROBERTO MARÍN.

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