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Nos levantamos muy temprano para coger el primer tren de la mañana. Él casi
no se tenía en pie de sueño, pero poco a poco se fue despejando, y sin hacer ruido, para
no despertar a mamá, desayunamos y salimos hacia la Estación Intermodal de Delicias.
Eran casi las seis y media de la mañana de un sábado del mes de junio de 2012 y
ya había un gran bullicio en la Estación.
En casi todos los andenes había un tren dispuesto a tomar la salida antes o
después. El vaivén de pasajeros se acrecentaba conforme se acercaban las horas de
partida. De repente se escuchó por megafonía la llamada que estábamos esperando:
- “Tren regional con destino Canfranc-Estación efectuará su salida por la vía
cuatro en breves instantes”.
- ¡Vamos hijo! ¡Démonos prisa! - Dije yo tomándole de la mano y tirando de él
para separarlo de los cristales.
- ¿Cuál es, papa? ¿Es ese? - Preguntó mientras señalaba un moderno Altaria
blanco al que subían apresurados algunos viajeros.
- No, cariño. El nuestro es aquel.
Sus palabras me dejaron boquiabierto, una sabia manera de pensar pasa tan sólo
seis años.
Subimos a nuestro vagón. Al traspasar la estrecha puerta nos envolvió un halo de
melancolía. Las imágenes se teñían en blanco y negro como si hubiésemos entrado en la
máquina del tiempo. Los vagones estaban forrados de madera. Tenían un pasillo
estrecho con ventanas en el que había que hacer contorsionismo cuando se cruzaban dos
personas, aunque lo más práctico era que una de ellas se internara momentáneamente en
un compartimento mientras pasaba la otra, pues a veces la situación era incómoda con
tanto roce. Desde el pasillo se accedía a los compartimentos que incluían tres asientos
tapizados como antaño en ambos lados del habitáculo, es decir que cabíamos seis
personas por compartimento. Estaban separados por unos apoyabrazos fijos que daban
algo más de comodidad. Una vez sentados los viajeros, según la altura que tuvieran, casi
podían tocarse con sus rodillas. Sobre los acolchados butacones había unos
portaequipajes de cuerda en forma de red y unas pequeñas luces en forma de ojo de
buey cuya iluminación parecía algo escasa para leer sin la luz natural que entraba por
los amplios ventanales.
Todos los detalles estaban cuidadosamente estudiados: los interruptores, las
cortinas, los pomos de las puertas, incluso los baños con su retrete y su pequeño lavabo.
Lo único diferente era que los ceniceros ahora estaban sellados con un cordón de
soldadura. Todo era como en aquellos años, eso sí, intentando darle la mayor
comodidad posible.
- Verás hijo, antes iba más despacio. Le costaba entre cuatro y cuatro horas y
media hacer todo el trayecto. Tiene muchas paradas, pero desde que arreglaron
toda la línea entre Huesca y Canfranc le cuesta unas dos horas y media nada
más.
En ese momento comenzó a funcionar la megafonía interna del tren con una
agradable y femenina voz que nos acompañaría todo el viaje. Cada vez que sonaba era
para explicar o contar algo relacionado con los lugares por donde pasábamos o
parábamos. Daba datos históricos, geográficos, artísticos e incluso contaba alguna
leyenda. Hasta llegar a Huesca hizo pocas veces acto de presencia, pero su silencio fue
sustituido por la temblorosa voz de la mujer de avanzada edad que teníamos enfrente.
- Yo soy de Canfranc, ¿sabes? – Dijo mirando a Víctor con sus cansados ojos.
- Nací allí hace muchísimos años, y aquello ha cambiado mucho desde que
estuvieron los nazis hasta ahora.
- Pues verás. – Dijo la anciana. - Todo esto sucedió en Canfranc entre 1942 y
1945. Alemania controló la aduana internacional de Canfranc durante la
Segunda Guerra Mundial con un grupo de oficiales de las SS y miembros de la
Gestapo, que era la policía nazi. Residían en el hotel de la estación y en otro del
pueblo. España no estaba en guerra, pero Franco debía devolver la ayuda que
Hitler, el primer ministro alemán, le proporcionó durante la Guerra Civil, lo que
consistió en enviar a Alemania toneladas de volframio de las minas gallegas, un
mineral fundamental para blindar sus tanques y cañones. A cambio de esa ayuda
estratégica, España recibió al menos 12 toneladas de oro, a Portugal llegaron 74
toneladas de oro, 4 de plata, 44 de armamento, 10 de relojes y otras cosas
robadas a los judíos.
- Porque la idea de los nazis era que todo aquel que no era de su raza, a la que
llamaban aria, era impuro y debía de ser apartado. Los mandaban a unos campos
de trabajo y les quitaban sus pertenencias. Pero esa es otra historia.
La mujer no quiso dar más detalles acerca del exterminio y los campos de
concentración, cosa que agradecí. Fue en ese momento cuando me miró y sonriendo me
dijo que había sido maestra y que no me preocupara, lo cual me tranquilizó. No me
agradaba la idea de tener que dar explicaciones a mi hijo acerca de un pedazo de la
Historia que aunque no olvidado, sí debería de ser borrado.
A veces, mientras contaba su historia, me parecía ver como sus secos ojos se
humedecían con el recuerdo. Tal y como contaba el relato, con claras referencias en
primera persona, entendí que ella era protagonista de aquel pedazo de Historia. Al
principio no quise preguntarle por si la incomodaba, aún más estando el niño delante.
Al poco terminó su relato diciendo: “y colorín colorado, este cuento se ha
acabado”, una buena manera de dar un tono infantil y quitar hierro al asunto.
Casi sin darnos cuenta estábamos llegando a Ayerbe, puerta de entrada al reino
de los Mallos. La megafonía del tren, a la que hasta ahora casi no habíamos hecho caso,
comunicaba la llegada a su estación y hacía referencias a sus Palacios, gastronomía y a
la cercanía de importantes monumentos como el Castillo de Loarre y la Colegiata de
Bolea. Yo le contaba a mi hijo la de veces que de joven había parado en Ayerbe a
comprar alguna de sus famosas tortas e incluso una bota de vino en el conocido botero
artesano que había por entonces, de camino a Riglos con mis compañeros de escalada.
- Sí, cariño, pero yo era muy malo. Tenía amigos que subían como lagartijas.
- Disculpe mi descaro, espero que no le ofenda mi pregunta, pero desde que nos
ha contado la historia de el oro tengo la necesidad de saber si usted tuvo que
participar activamente de alguna manera en ella.
Con el mismo tono de voz con el que yo le había preguntado, ella me respondió,
no sin antes mirar hacia el pasillo, como si todavía hubiera hombres de la Gestapo
vigilando.
- Oye, papi ¿Qué es ese lago? – Y pegó su nariz al cristal formando un círculo de
vaho a su alrededor.
- Eso no es un lago, es el Embalse de La Peña. Está formado por las aguas del río
Gállego, que has visto antes desde arriba al pasar por un puente. En ese río se
practican deportes con barcas de goma y canoas que se llaman rafting y kayak.
Aprovechamos mientras llegamos a Jaca para estirar las piernas por el pasillo del
vagón. Hay un montón de gente. Nuestro compartimento es de los pocos que va medio
vacío. Hacía años que no había visto tanta gente en este viaje, pero es lógico, desde que
lo convirtieron en un tren turístico con encanto todo el mundo quiere disfrutarlo. Hay
quienes como nosotros sólo iban a pasar el día, otros harían noche en Canfranc para
bajar el domingo, y escuche a una pareja que subían con sus bicicletas para iniciar el
Camino de Santiago en Somport.
Todavía no le había contado a Víctor que con el billete de tren teníamos entrada
libre al museo ferroviario del Canfranero, y que una vez en Canfranc-Estación íbamos a
subir paseando hasta el Fuerte de Coll de Ladrones, que adquirió una empresa privada
hace unos años y lo ha rehabilitado como museo militar y hospedería, con un
restaurante donde dicen que se come muy bien.
Desde Jaca había una preciosa vista de la peña Oroel, y señalando su cima
prometí a mi hijo que un día subiríamos juntos hasta allí.
Volvimos a nuestros asientos para disfrutar los últimos treinta kilómetros, que
son los más empinados y más bonitos por sus paisajes. Allí seguía sentada nuestra
compañera de viaje.
- No, ahora es una delicia viajar aquí. Yo ya estaba casi acostumbrada a las cuatro
horas de viaje y a acabar en el autocar por culpa de los descarrilamientos. Les ha
costado una eternidad a los políticos darse cuenta de la maravilla que teníamos.
Es una pena que yo ya pueda disfrutarla poco, al menos tu hijo guardará buenos
recuerdos de este viaje contigo.
- Y con usted, también tendrá un buen recuerdo de usted. Pero no diga esas cosas,
que aún tiene mucha vitalidad y podrá seguir haciendo este viaje muchos años.
La agradable voz de la megafonía volvió a interrumpir nuestra conversación
para comunicarnos, tras pasar por Castiello de Jaca, que íbamos a atravesar el famoso
viaducto de Cenarbe, una fabulosa obra de ingeniería que hace que parezca que el tren
vuela sobre el Valle del Aragón.
Al poco rato observamos la majestuosa cima de La Collarada que se alza sobre
el siguiente pueblo: Villanúa. Es una vista preciosa, todavía tenía nieve en la cima.
Ya nos quedaba poco para llegar, y cuando nos acercamos a Canfranc pueblo la
voz en off nos contó la leyenda de la maldición de éste lugar:
- “Hace ya unos cuantos siglos, un crudo invierno llegó al pueblo, siguiendo el
camino de Santiago una peregrina judía, solicitó alojamiento y comida a las
gentes del pueblo, que no sólo se lo denegaron, además la expulsaron del pueblo
(no se sabe porque obraron así, cuando a los peregrinos siempre se les atiende),
antes de perder de vista la última casa del pueblo, la peregrina les echó una
maldición;
- Vuestro pueblo arderá dos veces y al final habrá una riada que lo hará
desaparecer para siempre.
En 1617, contando sólo con 200 habitantes, Canfranc sufrió el primer
gran incendio, solo quedaron en pie la iglesia de la Santísima Trinidad, dos
casas, el castillo real y el molino de harina.
En Junio de 1944, sufrió el segundo incendio, una chispa del fuego de un
hogar, en la parte alta del pueblo, llevado por el viento hizo que se prendieran
los tejados de pizarra carbonosa y las techumbres de madera del resto de casas,
ardieron 117 de las 132 que había. Para reconstruirlo, se realizó una suscripción
nacional (se retuvo el salario de los funcionarios españoles por un día, pero el
dinero nunca llegó a Canfranc) y la mayoría de la población tuvo que refugiarse
hasta en las buhardillas del poblado nuevo (Canfranc-Estación), donde
finalmente, se edificaron barrios nuevos para los perjudicados, y al final, el
pueblo entero se traslado al nuevo Canfranc.
Los más viejos del lugar esperan resignados a que cualquier día el río
crezca tanto que se desborde y se los lleve por delante.
La verdad es que esta vez los políticos lo habían hecho bien. Todo estaba
cuidado al detalle. El viaje estaba siendo perfecto, incluso llegué a pensar si la señora de
enfrente no sería una trabajadora de la oficina de turismo o algo así. Quién sabe, hoy en
día los maquilladores del cine hacen auténticas obras de arte. Me sonreí cuando pensé
eso. Claro que también a los aragoneses nos ha costado años aprender a defender y
reivindicar lo nuestro.
- Tengo una sorpresa preparada, pero antes de bajar despídete de esta señora tan
amable y dale un buen beso.
- Muchas gracias. - dijo Víctor. Y le dio un fuerte beso.
Nos apresurábamos a bajar para aprovechar el día cuando vi que Víctor llevaba
en la mano una foto antigua con algo escrito por detrás. Era una vieja postal.
- Es de la señora, me la ha regalado.
- Perdone señor. ¿Ha visto a la señora mayor que viajaba junto a nosotros?
Tenemos que devolverle algo.
Me quedé boquiabierto sin saber que decir, estático. Víctor tiró de mí indicando
que como la mujer se había ido nosotros debíamos hacer lo mismo. Y así fue. Bajamos
del Canfranero y pasamos un día inolvidable. Aprendimos muchas cosas de aquel lugar
mágico y de su Historia, y con las últimas luces regresamos a Zaragoza en “nuestro”
Canfranero. Durante el trayecto de vuelta no dejaba de pensar en la anciana, y como
siempre mi hijo me sacó del trance;
- La máquina lleva delante una quitanieves para apartar la nieve de las vías, y si
hay mucha pasa antes una máquina especial de mantenimiento. Además éste tren
en invierno se convierte en el Canfranero blanco, que no significa que lo pinten
de blanco, sino que hace viajes especiales para que la gente suba a esquiar.
- Me ha gustado mucho, papá. La próxima vez hay que decirle a mamá que se
venga con nosotros.
- Mira, papá, aquí quiero que vayamos de viaje este verano. – Enseñándome una
vieja postal en blanco y negro de Canfranc. – La encontré ayer en el parque
mientras jugaba con mamá.
ROBERTO MARÍN.