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ANTOLOGÍA DE CUENTOS

LECTURA DE REDACCIÓN IV

Profesor Aldo Chiquini


Lecturas para la última evaluación

Antología de cuentos • Lectura y Redacción • Colegio Ángeles


La meningitis y su sombra
Horacio Quiroga

No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quiere decir la carta de Funes, y luego la charla del médico? Confieso no entender
una palabra de todo esto.
He aquí las cosas. Hace cuatro horas, a las siete de la mañana, recibo una tarjeta de Funes, que dice así;

Estimado amigo:
Si no tiene inconveniente, le ruego que pase esta noche por casa. Si tengo tiempo iré a verlo antes. Muy suyo.
Luis María Funes

Aquí ha comenzado mi sorpresa. No se invita a nadie, que yo sepa, a las siete de la mañana para una presunta conversación
en la noche, sin un motivo serio. ¿Qué me puede querer Funes? Mi amistad con él es bastante vaga, y en cuanto a su casa, he
estado allí una sola vez. Por cierto que tiene dos hermanas bastante monas.
As¡, pues, he quedado intrigado. Esto en cuanto a Funes. Y he aquí que una hora después, en el momento en que salía de ca-
sa, llega el doctor Ayestarain, otro sujeto de quien he sido condiscípulo en el Colegio Nacional y con quien tengo en suma la
misma relación a lo lejos que con Funes.
Y el hombre me habla de a, y b y c, para concluir:
-Veamos, Durán: usted comprende de sobra que no he venido a verle a esta hora para hablarle de pavadas; ¿no es cierto?
-Me parece que si -no pude menos que responderle.
-Es claro. Así, pues, me va a permitir una pregunta, una sola. Todo lo que tenga de indiscreta, se lo explicaré en seguida. ¿Me
permite?
-Todo lo que quiera -le respondí francamente, aunque poniéndome al mismo tiempo en guardia.
Ayestarain me miró entonces sonriendo, como se sonríen los hombres entre ellos, y me hizo esta pregunta disparatada:
-¿Qué clase de inclinación siente usted hacia María Elvira Funes? -¡Ah, ah! ¡Por aquí andaba la cosa, entonces! ¡María Elvi-
ra Funes, her-mana de Luis María Funes, todos en María! ¡Pero si apenas conocía a esa per-sona! Nada extraño, pues, que
mirara al médico como quien mira a un loco. -¿María Elvira Funes? -repetí-. Ningún grado ni ninguna inclinación. La co-
nozco apenas. Y ahora...
-No, permítame -me interrumpió-. Le aseguro que es una cosa bastante seria... ¿Me podría dar palabra de compañero de que
no hay nada entre ustedes dos?
-¡Pero está loco! -le dije al fin-. Le aseguro que es una cosa bastante seria... ¿Me podría dar palabra de compañero de que no
hay nada entre ustedes dos?
-¡Pero está loco! -le dije al fin-. ¡Nada, absolutamente nada! Apenas la conozco, vuelvo a repetirlo, y no creo que ella se
acuerde de haberme visto jamás. He hablado un minuto con ella, ponga dos, tres, en su propia casa, y nada
más. No tengo, por lo tanto, le repito por décima vez, inclinación particular hacia ella.
-Es raro, profundamente raro... -murmuró el hombre, mirándome fija-
mente.

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Comenzaba ya a serme pesado el galeno, por eminente que fuese -y lo era- pisando un terreno con el que nada
tenían que ver sus aspirinas.
-Creo que tengo ahora el derecho...
Pero me interrumpió de nuevo:
-Sí, tiene derecho de sobra... ¿Quiere esperar hasta esta noche? Con dos palabras podrá comprender que el
asunto es de todo, menos de broma... La persona de quien hablamos está gravemente enferma, casi a la muer-
te... ¿En-tiende algo? -concluyó mirándome bien a los ojos.
Yo hice lo mismo con él durante un rato. -Ni una palabra -le contesté.
-Ni yo tampoco -apoyó encogiéndose de hombros-. Por eso le he dicho que el asunto es bien serio... Por fin
esta noche sabremos algo. ¿Irá allá? Es indispensable.
-Iré -le dije, encogiéndome a mi vez de hombros.
Y he aquí por qué he pasado todo el día preguntándome como un idiota qué relación puede existir entre la en-
fermedad gravísima de una hermana de Funes, que apenas me conoce, y yo, que la conozco apenas.
Vengo de lo de Funes. Es la cosa más extraordinaria que haya visto en mi vida. Metempsicosis, espiritismos,
telepatías y demás absurdos del mundo interior, no son nada en comparación de éste, mi propio absurdo, en
que me veo envuelto. Es un pequeño asunto para volverse loco. Véase:

Fui a lo de Funes. Luis María me llevó al escritorio. Hablamos un rato, esforzándonos como dos zonzos -pues-
to que comprendiéndolo así evitábamos mirarnos-, en charlar de bueyes perdidos. Por fin entró Ayestarain, y
Luis María salió, dejándome sobre la mesa el paquete de cigarrillos, pues se me habían con-cluido los míos. Mi
ex condiscípulo me contó entonces lo que en resumen es esto: Cuatro o cinco noches antes, al concluir un reci-
bo en su propia casa, María Elvira se había sentido mal -cuestión de un baño demasiado frío esa tarde, según
opinión de la madre-. Lo cierto es que había pasado la noche fatigada, y con buen dolor de cabeza. A la maña-
na siguiente, mayor quebranto, fiebre; y a la noche, una meningitis, con todo su cortejo. El delirio, sobre todo,
franco y prolon-gado a más no pedir. El delirio, sobre todo, franco y prolongado a más no pedir. Concomitan-
temente, una ansiedad angustiosa, imposible de calmar. Las proyec-ciones psicológicas del delirio, por decirlo
así, se erigieron y giraron desde la primera noche alrededor de un solo asunto, uno solo, pero que absorbe su
vida entera. Es una obsesión -prosiguió Ayestarain- una sencilla obsesión a 41 gra-dos. La enferma tiene cons-
tantemente fijos los ojos en la puerta, pero no llama a nadie. Su estado nervioso se resiente de esa muda ansie-
dad que la está matando, y desde ayer hemos pensado con mis colegas en calmar eso... No puede seguir así. ¿Y
sabe usted -concluyó- a quién nombra cuando el sopor la aplasta?
-No sé... -le respondí, sintiendo que mi corazón cambiaba bruscamente de ritmo.
-A usted -me dijo, pidiéndome fuego. Quedamos, bien se comprende, un rato mudos. -¿No entiende todavía?
-dijo al fin.
-Ni una palabra... -murmuré aturdido, tan aturdido como puede estarlo un adolescente que a la salida del teatro
ve a la primera gran actriz que desde la penumbra del coche mantiene abierta hacia él la portezuela... Pero yo
tenía ya casi treinta años, y pregunté al médico qué explicación se podía dar de eso.

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-¿Explicación? Ninguna. Ni la más mínima. ¿Qué quiere usted que se sepa de eso? Ah, bueno... Si quiere una
a toda costa, supóngase que en una tierra hay un millón, dos millones de semillas distintas, como en cual-
quier parte.
Viene un terremoto, remueve como un demonio todo eso, tritura el resto, y brota una semilla, una cualquiera,
de arriba o del fondo, lo mismo da. Una planta mag-nífica... ¿Le basta eso? No podría decirle una palabra
más. ¿Por qué usted, precisamente, que apenas la conoce, y a quien la enferma no conoce tampoco más, ha
sido en su cerebro delirante la semilla privilegiada? ¿Qué quiere que se sepa de esto?
-Sin duda... -repuse a su mirada, siempre interrogante, sintiéndome al mismo tiempo bastante enfriado al
verme convertido en sujeto gratuito de diva-gación cerebral, primero, y en agente terapéutico, después.
En ese momento entró Luis María.
-Mamá lo llama -dijo al médico. Y volviéndose a mí, con una sonrisa forzada:
-¿Lo enteró Ayestarain de lo que pasa?... Sería cosa de volverse loco con otra persona...
Eso de otra persona merece una explicación. Los Funes, y en particular la familia de que comenzaba yo a
formar tan ridícula parte, tiene un fuerte orgu-llo; por motivos de abolengo, supongo, y por su fortuna, que
me parece lo más probable. Siendo así, se daban por pasablemente satisfechos con que las fanta-sías amoro-
sas del hermoso retoño se hubieran detenido en mí: Carlos Durán, ingeniero en vez de mariposear sobre un
sujeto cualquiera de insuficiente posi-sión social. Así pues agradecí en mi fuero interno el distingo de que me
hacía honor el joven patricio.
-Es extraordinario... -recomenzó Luis María, haciendo correr con dis-gusto los fósforos sobre la mesa. Y un
momento después, con una nueva sonrisa forzada:
-¿No tendría inconveniente en acompañarnos un rato? ¿Ya sabe, no? Creo que vuelve Ayestarain.
En efecto, éste entraba.
-Empieza otra vez...-sacudió la cabeza mirando únicamente a Luis Ma--ría . Luis María se dirigió entonces a
mí con la tercera sonrisa forzada de esa noche:
-¿Quiere que vayamos?
-Con mucho gusto -le dije. Y fuimos.
Entró el médico sin hacer ruido, entró Luis María, y por fin entré yo, todos con cierto intervalo. Lo que pri-
mero me chocó, aunque debía haberlo espe-rado, fue la penumbra del dormitorio. La madre y la hermana, de
pie, me miraron
fijamente, respondiendo con una corta inclinación de cabeza a lamía, pues creí no deber pasar de allí. Ambas
me parecieron mucho más altas. Miré la cama, y vi, bajo la bolsa de hielo, dos ojos abiertos vueltos a mí. Mi-
ré al médico, titubean-do, pero éste me hizo una imperceptible seña con los ojos, y me acerqué a la cama.
Yo tengo alguna idea, como todo hombre, de lo que son dos ojos que nos aman, cuando uno se va acercando
despacio a ellos. Pero la luz de aquellos ojos, la felicidad en que se iban anegando mientras me acercaba, el
mareado relampagueo de dicha -hasta el estrabismo- cuando me incliné sobre ellos, jamás en un amor normal
a 37 grados los volveré a hallar.

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Balbuceó algunas palabras, pero con tanta dificultad de sus labios rese-cos que nada oí. Creo que me sonreí
como un estúpido (¡qué iba a hacer, quiero que me digan!), y ella tendió entonces su brazo hacia mí. Su in-
tención era tan inequívoca que le tomé la mano.
-Siéntese ahí -murmuró.
Luis María corrió el sillón hacia la cama y me senté.
Véase ahora si ha sido dado a persona alguna una situación más extraña y disparatada:
Yo, en primer término, puesto que era el héroe, teniendo en la mía una mano ardiente en fiebre y en un amor
totalmente equivocado. En el lado opuesto, de pie, el médico. A los pies de la cama, sentado, Luis María.
Apoyadas en el respaldo, en el fondo, la madre y la hermana. Y todos sin hablar, mirándonos con el ceño
fruncido.
¿Qué iba a hacer? ¿Qué iba a decir? Preciso es que piensen un momento en esto. La enferma, por su parte,
arrancaba a veces sus ojos de los míos y recorría con dura inquietud los rostros presentes uno tras otro, sin
reconocerlos, para dejar caer otra vez su mirada sobre mí, confiada en profunda felicidad.
¿Qué tiempo estuvimos así? No sé; acaso media hora, acaso mucho más. Un momento intenté retirar la ma-
no, pero la enferma la oprimió más entre las suyas.
-Todavía no... -murmuró, tratando de hallar más cómoda postura a su cabeza. Todos acudieron, se estiraron
las sábanas, se renovó el hielo, y otra vez los ojos se fijaron en inmóvil dicha. Pero de vez en cuando torna-
ban a apartarse inquietos y recorrían las caras desconocidas. Dos o tres veces miré exclusiva-mente al médi-
co; pero éste bajó las pestañas, indicándome que esperara. Y tuvo razón al fin, porque de pronto, bruscamen-
te, como un derrumbe de sueño, la enferma cenó los ojos y se durmió.
Salimos todos menos la hermana, que ocupó mi lugar en el sillón. No era fácil decir algo -yo al menos-. La
madre, por fin, se dirigió a mí con una triste y seca sonrisa:
-Qué cosa más horrible, ¿no? ¡Da pena!
¡Horrible, horrible! No era la enfermedad, sino la situación lo que les parecía horrible. Estaba visto que todas
las galanterías iban a ser para mí en aquella casa. Primero el hermanito, luego la madre... -Ayestarain, que
nos había dejado un instante, salió muy satisfecho del estado de la enferma; descansaba con una placidez
desconocida aún. La madre miró a otro lado, y yo miré al médi-co: podía irme, claro que sí, y me despedí.
He dormido mal, lleno de sueños que nada tienen que ver con mi habitual vida. Y la culpa de ello está en la
familia Funes, con Luis María, madre, herma-nas, médicos y parientes colaterales. Porque si se concreta bien
la situación, ella da lo siguiente:
Hay una joven de diecinueve años, muy bella sin duda alguna, que ape-nas me conoce y a quien yo le soy
profunda y totalmente indiferente. Esto en cuanto a María Elvira. Hay, por otro lado, un sujeto joven también
-ingeniero, si se quiere- que no recuerda haber pensado dos veces seguidas en la joven en cuestión. Todo esto
es razonable, inteligible y normal.
Pero he aquí que la joven hermosa se enferma, de meningitis o cosa por el estilo, y en el delirio de la fiebre,
única y exclusivamente en el delirio, se siente abrasada de amor. ¿Por un primo, un hermano de sus amigos,
un joven mundano que ella conoce bien? No, señor; por mí.
¿Es esto bastante idiota? Tomo, pues, una determinación que haré cono-cer al primero de esa bendita casa
que llegue hasta mi puerta.

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-¡ Sí, es claro! Como lo esperaba, Ayestarain estuvo este mediodía a ver-me. No pude menos que preguntarle
por la enferma, y su meningitis. -¿Meningitis? -me dijo-. ¡Sabe Dios lo que es! Al principio parecía, y anoche
también... Hoy ya no tenemos idea de lo que será.
-Pero, en fin -objeté-, siempre una enfermedad cerebral...
-Y medular, claro está... Con unas lesioncillas quién sabe dónde... ¿Us-ted entiende algo de medicina?
-Muy vagamente...
-Bueno; hay una fiebre remitente, que no sabemos de dónde sale... Era un caso para marchar a todo escape a la
muerte... Ahora hay remisiones, tac--tac-tac, justas como un reloj...
-Pero el delirio -insistí- ¿existe siempre?
-¡Ya lo creo! Hay de todo allí... Y a propósito; esta noche lo esperamos. Ahora me había llegado el turno de
hacer medicina a mi modo. Le dije que mi propia sustancia había cumplido ya su papel curativo la noche ante-
rior, y que no pensaba ir más.
Ayestarain me miró fijamente:
-¿Por qué? ¿Qué pasa?
-Nada, sino que no creo sinceramente ser necesario allá... Dígame: ¿us-ted tiene idea de lo que es estar en una
posición humillantemente ridícula; sí o no?
-No se trata de eso...
-Sí, se trata de eso, de desempeñar un papel estúpido... ¡Curioso que no comprenda!
-Comprendo de sobra... Pero me parece algo así como... -no se ofenda--cuestión de amor propio.
-¡Muy lindo! -salté-. ¡Amor propio! ¡Y no se les ocurre otra cosa! Les parece cuestión de amor propio ir a sen-
tarse como un idiota para que me tomen la mano la noche entera ante toda la parentela con el ceño fruncido. Si
a ustedes les parece una simple cuestión de amor propio, arréglense entre ustedes. Yo tengo otras cosas que
hacer.
Ayestarain comprendió, al parecer, la parte de verdad que había en lo anterior, porque no insistió y hasta que se
fue no volvimos a hablar del asunto. Todo esto está bien. Lo que no lo está tanto es que hace diez minutos aca-
bo de recibir una esquela del médico, así concebida:

Amigo Durán:
Con todo su bagaje de rencores, nos es indispensable esta noche. Supóngase una vez más que usted hace de
cloral, veronal, el hipnótico que menos le irrite los nervios, y véngase.
Dije un momento antes que lo malo era la precedente carta. Y tengo razón, porque desde esta mañana no espe-
ro sino esa carta...

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Durante siete noches consecutivas -de once a una de la mañana, momento en que remitía la fiebre, y con ella el
delirio- he permanecido al lado de María Elvira Funes, tan cerca como pueden estarlo dos amantes. Me ha tendi-
do a veces su mano como la primera noche, y otras se ha preocupado de deletrear mi nombre, mirándome. Sé a
ciencia cierta, pues, que me ama profundamente en ese estado, no ignorando tampoco que en sus momentos de
lucidez no tiene la menor preocupación por mi existencia, presente O futura. Esto crea así un caso de psicología
singular de que un novelista podría sacar algún partido. Por lo que a mí se refiere, sé decir que esta doble vida
sentimental me ha tocado fuertemen-te el corazón. El caso es éste: María Elvira, si es que acaso no lo he dicho,
tiene los ojos más admirables del mundo. Está bien que la primera noche yo no viera en su mirada sino el reflejo
de mi propia ridiculez de remedio inocuo. La segunda noche sentí menos mi insuficiencia real. La tercera vez no
me costó esfuerzo alguno sentirme el ente dichoso que simulaba ser, y desde entonces vivo y sueño ese amor con
que la fiebre enlaza su cabeza y la mía.
¿Qué hacer? Bien sé que todo esto es transitorio, que de día ella no sabe quién soy, y que yo mismo acaso no la
ame cuando la vea de pie. Pero los sueños de amor, aunque sean de dos horas y a 40 grados, se pagan en el día, y
mucho me temo que si hay una persona en el mundo a la cual esté expuesto a amar a plena luz, ella no sea mi
vano amor nocturno... Amo, pues, una sombra, y pienso con angustia en el día en que Ayestarain considere a su
enferma fuera de peligro, y no precise más de mí.
Crueldad ésta que apreciarán en toda su cálida simpatía los hombres que están enamorados -de una sombra o no.
Ayestarain acaba de salir. Me ha dicho que la enferma sigue mejor, y que mucho se equivoca o me veré uno de
estos días libre de la presencia de María Elvira.
-Sí, compañero -me dice-. Libre de veladas ridículas, de amores cere-brales y ceños fruncidos... ¿Se acuerda?
Mi cara no debe expresar suprema alegría, porque el taimado galeno se echa a reír y agrega:
-Le vamos a dar en cambio una compensación... Los Funes han vivido estos quince días con la cabeza en el aire,
y no extrañe, pues, si han olvidado muchas cosas, sobre todo en lo que a usted se refiere... Por lo pronto, hoy ce-
na-mos allá. Sin su bienaventurada persona, dicho sea de paso, y el amor de manos, no sé en qué hubiera acaba-
do aquello... ¿Qué dice usted?
-Digo -le he respondido- que casi estoy tentado de declinar el honor que me hacen los Funes, admitiéndome a su
mesa.
Ayestarain se echó a reír.

-¡No embrome!... Le repito que no sabían dónde tenían la cabeza...


-Pero para opio y morfina, y calmante de mademoiselle, sí, ¿eh? ¡Para eso no se olvidaban de mí!
Mi hombre se puso serio y me miró detenidamente.
-¿Sabe lo que pienso, compañero?
-Diga.
-Que usted es el individuo más feliz de la tierra.
-¿Yo, feliz?...
-O más suertudo. ¿Entiende ahora?
Y quedó mirándome. ¡Hum! -me dije a mí mismo-: O yo soy un idiota, que es lo más posible, o este galeno mere-
ce que lo abrace hasta romperle el termómetro dentro del bolsillo. El maligno tipo sabe más de lo que parece, y
acaso, acaso... Pero vuelvo a lo idiota, que es lo más seguro.
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-¿Feliz?... -repetí, sin embargo-. ¿Por el amor estrafalario que usted ha inventado con su meningitis?
Ayestarain tornó a mirarme fijamente, pero esta vez creía notar un vago, vaguísimo dejo de amargura.
-Y aunque no fuera más que eso, grandísimo zonzo... -ha murmurado, cogiéndome del brazo para salir.
En el camino -hemos ido al Águila, a tomar el vermouth- me ha explicado bien claro tres cosas.
Primero, que mi presencia al lado de la enferma era absolutamente nece-saria, dado el estado de profunda excita-
ción -depresión, todo en uno, de su deli-rio-. Segundo, que los Funes lo habían comprendido así, ni más ni menos,
al despecho de lo raro, subrepticio e inconveniente que pudiera parecer la aventura, constándoles, está claro, lo
artificial de todo aquel amor. Tercero, que los Funes han confiado sencillamente en mi educación, para que me dé
cuenta -sumamente clara- del sentido terapéutico que ha tenido mi presencia ante la enferma, y la de la enferma
ante mí.
-Sobre todo lo último, ¿eh? -he agregado a guisa de comentario-. El obje-to de toda esta charla es éste: que no va-
ya yo jamás a creer que María Elvira siente la menor inclinación real hacia mí. ¿Es eso?
-¡Claro! -se ha encogido de hombros el médico-. Póngase usted en lugar de ellos...
Y tiene razón el bendito hombre. Porque a la sola probabilidad de que ella...
Anoche cené en casa de Funes. No era precisamente una comida ale-gre, si bien Luis María, por lo menos, estuvo
muy cordial conmigo. Querría decir lo mismo de la madre, pero por más esfuerzos que hacía para tornarme grata
la mesa, evidentemente no ve en mí sino a un intruso a quien en ciertas horas su hija prefiere un millón de veces.
Está celosa, y no debemos condenarla. Por lo de-más, se alternaban con su hija para ir a ver la enferma. Esta había
tenido un buen día, tan bueno que por primera vez después de quince días hasta la una por pedido de Ayestarain,
tuve que volverme a casa sin haberla visto un instante. ¿Se comprende esto? ¡No verla en todo el día! ¡Ah! Si por
bendición de Dios, la fiebre de 40, 80, 120 grados, cualquier fiebre, cayera esta noche sobre su cabe-za...
¡Y aquí está!: esta sola línea del bendito Ayestarain: Delirio de nuevo. Venga en seguida.
Todo lo antedicho es suficiente para enloquecer bien que mal a un hom-bre discreto. Véase esto ahora:
Cuando entré anoche, María Elvira me tendió su brazo como la primera vez. Acostó su cara sobre la mejilla iz-
quierda, y cómoda así, fijó los ojos en mí. No sé qué me decían sus ojos: posiblemente me daban toda su vida y
toda su alma en una entrega infinitamente dichosa. Sus labios me dijeron algo, y tuve que inclinarme para oír:
-Soy feliz -se sonrió.
Pasado un momento sus ojos me llamaron de nuevo, y me incliné otra vez.
-Y después... -murmuró apenas, cerrando los ojos con lentitud. Creo que tuvo una súbita fuga de ideas. Pero la luz,
la insensata luz que extravía la mirada en los relámpagos de felicidad, inundó de nuevo sus ojos. Y esta vez oí bien
claro, sentí claramente sobre mi rostro esta pregunta:
-Y cuando sane y no tenga más delirio... ¿me querrás todavía?
¡Locura que se ha sentado a horcajadas sobre mi corazón! ¡Después! ¡Cuando no tenga más delirio! Pero, ¡esta-
mos todos locos en la casa, o había allí, proyectado fuera de mí mismo, un eco a mi incesante angustia del des-
pués? ¿Cómo es posible que ella dijera eso? ¿Había meningitis o no? ¿Había delirio o no? Luego mi María Elvi-
ra...
No sé qué contesté; presumo que cualquier cosa para escandalizar a la parentela completa si me hubieran oído.
Pero apenas había murmurado yo; ape-nas había murmurado ella con una sonrisa... y se durmió.

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De vuelta a mi casa, mi cabeza era un vértigo vivo, con locos impulsos de saltar al aire y lanzar alaridos de fe-
licidad. ¿Quién, de entre nosotros, puede jurar que no hubiera sentido lo mismo? Porque las cosas para ser cla-
ras, deben ser planteadas así: la enferma con delirio, por una aberración psicológica cualquiera, ama únicamen-
te en su delirio, a X. Esto por un lado. Por el otro, el mismo X, que desgraciadamente para él no se siente con
fuerzas para concretarse exclusiva-mente a su papel medicamentoso. Y he aquí que la enferma, con su menin-
gitis y su inconsciencia -su incontestable inconsciencia -murmura a nuestro amigo:
Y cuando no tenga más delirio... ¿me querrás todavía?
Esto es lo que yo llamo un pequeño caso de locura, claro y rotundo. Anoche, cuando llegaba a casa, creí un
momento haber hallado la solución, que sería ésta: María Elvira, en su fiebre, soñaba que estaba despierta. ¿A
quién no ha sido dado soñar que está soñando? Ninguna explicación más sencilla, claro está.
Pero cuando por pantalla de ese amor mentido hay dos ojos inmensos, que empapándonos de dicha se anegan
ellos mismos en un amor que no se puede mentir, cuando se ha visto a esos ojos recorrer con dura extrañeza los
rostros familiares para caer en extática felicidad ante uno mismo, pese al delirio y cien mil delirios como ése,
uno tiene el derecho de soñar toda la noche con aquel amor, o, seamos más explícitos: con María Elvira Funes.
¡Sueño, sueño, y sueño¡ Han pasado dos meses, y creo a veces soñar aún. ¿Fui yo o no, por Dios bendito, aquel
a quien se le tendió la mano, y el brazo desnudo hasta el codo, cuando la fiebre tornaba hostiles aun los rostros
bien amados de la casa? ¿Fui yo o no el que apaciguó en sus ojos, durante minutos inmensos de eternidad, la
mirada marcada de amor de mi María Elvira?
Si, fui yo. Pero eso está acabado, concluido, finalizado, muerto, inmate-rial, como si nunca hubiera sido. Y sin
embargo...
Volví a verla veinte días después. Ya estaba sana, y cené con ellos. Hubo al principio un evidente alusión a los
desvaríos sentimentales de la enferma, todo con gran tacto de la casa, en lo que cooperé cuanto me fue posible,
pues en esos veinte días transcurridos no había sido mi preocupación menor, pensar en la dis-creción de que
debía yo hacer gala en esa primera entrevista.
Todo fue a pedir de boca, no obstante.
-Y usted -me dijo la madre sonriendo-, ¿ha descansado del todo de las fatigas que le hemos dado?
-¡Oh, eran muy poca cosa!... Y aun -concluí riendo también -estaría dispuesto a soportarlas de nuevo...
María Elvira se sonrió a su vez.
-Usted sí; pero yo, no, ¡le aseguro! La madre la miró con tristeza: -¡Pobre, mi hija! Cuando pienso en los dispa-
rates que se te han ocurrido... En fin -se volvió a mí con agrado-. Usted es ahora, podríamos decir, de la casa, y
le aseguro que Luis María lo estima muchísimo.
El aludido me puso la mano en el hombro y me ofreció cigarrillos. -Fume, fume, y no haga caso.
-¡Pero, Luis María -le reprochó la madre, semiseria-, cualquiera creería al oírte que le estamos diciendo menti-
ras a Durán!
-No, mamá; lo que dices está perfectamente bien dicho; pero Durán me entiende.
Lo que yo entendía era que Luis María quería cortar con amabilidades más o menos sosas; pero no se lo agra-
decí en lo más mínimo.

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Entre tanto, cuantas veces podía, sin llamar la atención, fijaba los ojos en María Elvira. ¡Al fin! Ya la tenía an-
te mí sana, bien sana. Había amado una sombra, o más bien dicho, dos ojos y treinta centímetros de brazo,
pues el resto era una larga mancha blanca. Y de aquella penumbra, como de un capullo taci-turno, indiferente
y alegre, que no me conocía. Me miraba como se mira a un amigo de la casa, en el que es preciso detener un
segundo los ojos cuando se cuenta algo o se comenta una frase risueña. Pero nada más. Ni el más leve rastro
de lo pasado, ni siquiera afectación de no mirarme, con lo que había yo contado como último triunfo de mi
juego. Era un sujeto -no digamos sujeto, sino ser- absolutamente desconocido para ella. Y piénsese ahora en la
gracia que me hacía recordar, mientras la miraba, que una noche esos mismos ojos ahora frívo-los me habían
dicho a ocho dedos de los míos:
-Y cuando esté sana... ¿me querrás todavía?
¡A qué buscar luces, fuegos fatuos de una felicidad muerta, sellada a fuego en el cofrecillo hormigueante de
una fiebre cerebral! Olvidarla... Siendo lo que hubiera deseado, era precisamente lo que no podía hacer.
Más tarde, en el hall, hallé modo de aislarme con Luis María, mas colo-cando a éste entre María Elvira y yo;
podía así mirarla impunemente, so pretexto de que mi vista iba naturalmente más allá de mi interlocutor. Y es
extraordinario cómo su cuerpo, desde el más alto cabello de su cabeza al tacón de sus zapatos, era un vivo de-
seo, y cómo al cruzar el hall para ir adentro, cada golpe de su falta contra el charol iba arrastrando mi alma
como un papel.
Volvió, se sonrió, cruzó rozando a mi lado, sonriéndome forzosamente, pues estaba a su paso, mientras yo,
como un idiota, continuaba soñando con una súbita detención a mi lado, y no una, sino dos manos, puestas
sobre mis sienes. Y bien, ahora que me has visto de pie, ¿me quieres todavía?
¡Bah! Muerto, bien muerto, me despedí y oprimí un instante aquella mano fría, amable y rápida.
Hay, sin embargo, una cosa absolutamente cierta, y es ésta: María Elvira puede no recordar lo que sintió en sus
días de fiebre; admito esto. Pero está perfectamente enterada de lo que pasó, por los cuentos posteriores. Lue-
go, es imposible que yo esté para ella desprovisto del menor interés. De encantos - ¡ Dios me perdone!- todo lo
que ella quiera. Pero de interés, el hombre con quien se ha soñado veinte noches seguidas, eso no. Por lo tanto,
se perfecta indiferen-cia a mi respecto no es racional. ¿Qué ventajas, qué remota posibilidad de dicha puede
reportarme comprobar eso? Ninguna, que yo vea. María Elvira se precave así contra mis posibles pretensiones
por aquello; he aquí todo.
En lo que no tiene razón. Que me guste desesperadamente, muy bien. Pero que vaya yo a exigir el cumpli-
miento de un pagaré de amor firmado sobre una carpeta de meningitis, ¡diablos!, eso no.
Nueve de la mañana. No es hora sobremanera decente de acostarse, pero así es. Del baile de la casa de Rodri-
guez Peña a Palermo. Luego al bar. Todo perfectamente solo. Y ahora a la cama.
Pero no sin disponerme a concluir el paquete de cigarrillos, antes de que el sueño venga. Y aquí está la causa:
bailé anoche con María Elvira. Y después de bailar, hablamos así:
-Estos puntitos en la pupila -me dijo, frente uno del otro en la mesita del buffet- no se han ido aún. No sé qué
será... Antes de mi enfermedad no los tenía. Precisamente nuestra vecina de mesa acababa de hacerle notar ese
de-talle. Con lo que sus ojos no quedaban sino más luminosos.

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Apenas comencé a responderle, me di cuenta de la caída; pero ya era tarde...
-Sí -le dije, observando sus ojos-, me acuerdo que antes no los tenía... Y miré a otro lado. Pero María Elvira
se echó a reír:
-Es cierto; usted debe saberlo más que nadie.
¡Ah! ¡Qué sensación de inmensa losa derrumbada por fin sobre mi pe-cho! ¡Era posible hablar de eso, por
fin!
-Eso creo -repuse-. Más que nadie, no sé... Pero sí; en el momento a que se refiere, ¡más que nadie, con se-
guridad!
Me detuve de nuevo; mi voz comenzaba a bajar demasiado de tono.
-¡Ah, sí! -se sonrió María Elvira. Apartó los ojos, sería ya, alzándolos a las parejas que pasaban a nuestro
lado.
Corrió un momento, para ella de perfecto olvido de lo que hablábamos, supongo, y de sombría angustia para
mí. Pero sin bajar los ojos, como si le intere-saran siempre los rostros que cruzaban en sucesión de film,
agregó un instante después de costado:
-Cuando era mi amor, al parecer.
-Perfectamente bien dicho -le dije-. Su amor, al parecer. Ella me miró entonces de pleno.
-No...
Y se calló.
-¿No... qué? Concluya.
-¿Para qué? Es una zoncera.
-No importa; concluya. Ella se echó a reír.
-¿Para qué? En fin... ¿no supondrá que no era al parecer?
-Es un insulto gratuito -le respondí-. Yo fui el primero en comprobar la exactitud de la cosa, cuando yo era
su amor... al parecer.
-¡Y dale!... -murmuró. Pero a mi vez el demonio de la locura me arrastró tras aquel ¡y dale! burlón, a una
pregunta que nunca debiera haber hecho.
-Dígame, María Elvira -me incliné-, ¿usted no recuerda nada, no es cier-to, nada de aquella ridícula histo-
ria?
Me miró muy seria, con altivez si se quiere, pero al mismo tiempo con atención, como cuando nos dispo-
nemos a oír cosas que a pesar de todo no nos disgustan.
-¿Qué historia? -dijo.
-La otra, cuando yo vivía a su lado... -lo hice notar con suficiente clari-dad.
-Nada... absolutamente nada. -Veamos; míreme un instante...
-¡ No, ni aunque lo mire!... -me lanzó una carcajada.
-¡No, no es eso!... Usted me ha mirado demasiado antes para que yo no sepa... Querría decirle esto: ¿No se
acuerda usted de haberme dicho algo... dos o tres palabras, nada más... la última noche que tuvo fiebre?
María Elvira contrajo las cejas una largo instante, y las levantó luego, más altas que lo natural. Me miró
atentamente, sacudiendo la cabeza:

11
-No, no recuerdo... -¡Ah! -me callé.
Pasó un rato. Vi de reojo que me miraba aún.
-¿Qué?... -murmuró.
-¿Qué... qué? -repetí.
-¿Que le dije? -Tampoco me acuerdo ya...
-Sí, se acuerda... ¿Qué le dije? -No sé, se lo aseguro.
-Sí, sabe. ¿Qué le dije?
-¡Veamos! -me aproximé de nuevo a ella-. Si usted no recuerda absolutamente nada, puesto que todo era una
alucinación de fiebre, ¿qué puede impor-tarte lo que me haya dicho o no dicho en su delirio?
El golpe era serio. Pero María Elvira no pensó en contestarlo, contentán-dose con mirarme un instante más y
apartar la vista con una corta sacudida de hombros.
-Vamos -me dijo bruscamente-. Quiero bailar este vals.
-Es justo -me levanté-. El sueño de vals que bailábamos no tiene nada de divertido.
No me respondió. Mientras avanzábamos al salón, parecía buscar con los ojos a algunos de sus habituales
compañeros de vals.
-¿Qué sueño de vals desagradable para usted? -me dijo de pronto, sin dejar de recorrer el salón con la vista.
-Un vals de delirio... no tiene nada que ver con esto -me encogí a mi vez de hombros.
Creí que no hablaríamos más esa noche. Pero aunque María Elvira no respondió una palabra, tampoco pareció
hallar al compañero ideal que buscaba. De modo que, deteniéndose, me dijo con una sonrisa forzada -la ine-
ludible forza-da sonrisa que campeó sobre toda aquella historia:
-Si quiere, entonces, baile este vals con su amor...-... al parecer. No agrego una palabra más -repuse, pasando
la mano por su cintura.
Un mes más transcurrido. ¡Pensar que la madre, Angélica y Luis María están para mí llenos ahora de poético
misterio! La madre es, desde luego, la persona a quién María Elvira tutea y besa más íntimamente. Su herma-
na la ha visto desvestirse. Luis María, por su parte, se permite pasarle la mano por la barbilla cuando entra y
ella está sentada de espaldas. Tres personas bien felices, como se ve, e incapaces de apreciar la dicha en que
se ven envueltas.
En cuanto a mí, me paso la vida llevando cigarros a la boca como quien quema margaritas: ¿me quiere?..¿no
me quiere?
Después del baile en lo de Peña, he estado con ella muchas veces -en su casa, desde luego, todos los miérco-
les.
Conserva su mismo círculo de amigos, sostiene a todos con su risa, y flirtea admirablemente cuantas veces se
lo proponen. Esto cuando está con los otros. Pero cuando está conmigo entonces no aparta los ojos de ellos.
¿Es esto razonable? No, no lo es. Y por eso tengo desde hace un mes una buena laringitis, a fuerza de ahu-
marme la garganta.
Anoche, sin embargo, he tenido un momento de tregua. Era miércoles. Ayestarain conversaba conmigo, y una
breve mirada de María Elvira, lanzada hacia nosotros por sobre los hombros del cuádruple flirt que la rodea-
ba, puso su espléndida figura en nuestra conversación. Hablamos de ella, y fugazmente, de la vieja historia.
Un rato después, María Elvira se detuvo ante nosotros.

12
-¿De qué hablaban?
-De muchas cosas; de usted en primer término -respondió el médico. -Ah, ya me parecía... -y recogiendo hacia
ella un silloncito romano, se sentó cruzada de piernas, el busto tendido hacia delante, con la cara sostenida en la
mano.
-Sigan; ya escucho.
-Contaba a Durán -dijo Ayestarain- que casos como el que le ha pasado a usted en su enfermedad son raros, pe-
ro hay algunos. Un autor inglés, no re-cuerdo cuál, cita uno. Solamente que es más feliz que el suyo.
-¿Más feliz? ¿Y por qué?
-Porque en aquél no hay fiebre, y ambos se aman en sueños. En cambio, en este caso, usted era únicamente
quien amaba...
¿Dije ya que la actitud de Ayestarain me había parecido siempre un tanto tortuosa respecto de mi? Si no lo dije,
tuve en aquel momento un fulminante deseo de hacérselo sentir, no solamente con la mirada.
Algo, no obstante, de ese anhelo debió percibir en mis ojos, porque se levantó riendo:
-Los dejo para que hagan las paces. -¡Maldito bicho! -murmuré cuando se alejó. -¿Por qué? ¿Qué le ha hecho?
-Dígame, María Elvira -exclamé-. ¿Le ha hecho el amor a usted alguna vez?
-¿Quién, Ayestarain?
-Sí, él.
Me miró titubeando al principio. Luego, plenamente en los ojos, seria.
-Sí -me contestó.
-¡Ah, ya me lo esperaba!... Por lo menos tiene suerte... -murmuré, ya amargado del todo.
-¿Por qué? -me preguntó.
Sin responderle, me encogí violentamente de hombros y miré a otro lado. Ella siguió mi vista. Pasó un momen-
to.
-¿Por qué? -insistió, con esa obstinación pesada y distraída de las muje-res cuando comienzan a hallarse perfec-
tamente a gusto con un hombre. Estaba ahora y estuvo durante los breves momentos que siguieron, de pie, con
la rodilla sobre el silloncito. Mordía un papel -jamás supe de dónde pudo salir- y me mira-ba, subiendo y bajan-
do imperceptiblemente las cejas.

-¿Por qué? -repuse al fin-. Porque él tiene por lo menos la suerte de no haber servido de títere ridículo al lado de
una cama, y puede hablar seriamente, sin ver subir y bajar las cejas como si no se entendiera lo que digo...
¿Compren-de ahora?...
María Elvira me miró unos instantes pensativa, y luego movió negativa-mente la cabeza, con su papel en los
labios.
-¿Es cierto o no? -insistí, pero ya con el corazón a loco escape. Ella tomó a sacudir la cabeza:
-No, no es cierto...
-¡María Elvira! -llamó Angélica de lejos.

13
Todos saben que la voz de los hermanos suele ser de lo más inoportuno. Pero jamás una voz fraternal ha caído
como un diluvio de hielo y pez fría tan fuera de propósito como aquella vez.
María Elvira tiró el papel y bajó la rodilla.
-Me voy -me dijo riendo, con la risa que ya le conocía cuando afrontaba un flirt.
-¡Un solo momento! -le dije.
-¡Ni uno más! -me respondió alejándose ya y negando con la mano. ¿Qué me quedaba por hacer? Nada, a no
ser tragar el pepelito húmedo, hundir la boca en el hueco que había dejado su rodilla, y estrechar el sillón con-
tra la pared. Y estrellarme en seguida yo mismo contra un espejo, por imbécil. La inmensa rabia de mí mismo
me hacía sufrir, sobre todo. ¡Intuiciones viriles! ¡Psi-cologías de hombre corrido! ¡Y la primera coqueta cuya
rodilla queda marcada allí, se burla de todo eso con una frescura sin par!
No puedo más. La quiero como un loco, y no sé -lo que es más amargo aún- si ella me quiere realmente o no.
Además, sueño, sueño demasiado, y cosas por el estilo: íbamos del brazo por un salón, ella toda de blanco, y
yo como un bulto negro a su lado. No había más que personas de edad en el salón, y todas sentadas, mirándo-
nos pasar. Era, sin embargo, un salón de baile. Y decían de nosotros: La meningitis y su sombra. Me desperté,
y volví a soñar: el tal salón de baile estaba frecuentado por los muertos diarios de una epidemia. El traje de
María Elvira era un sudario, y yo era la misma sombra de antes, pero tenía ahora por cabeza un termómetro.
Eramos siempre: La meningitis y su sombra.
¿Qué puedo hacer con sueños de esta naturaleza? No puedo más. Me voy a Europa, a Norteamérica, a cual-
quier parte donde pueda olvidarla.
¿A qué quedarme? ¿A recomenzar la historia de siempre, quemándome solo, como un payaso, o a desencon-
tramos cada vez que nos sentimos juntos? ¡Ah, no! Concluyamos con esto. No sé el bien que le podrá hacer a
mis planos esta ausencia sentimental (¡y sí, sentimental!, aunque no quiera), pero quedarme sería ridículo, y
estúpido, y no hay para qué divertir más a las María Elvira.
Podría escribir aquí cosas pasablemente distintas de las que acabo de anotar, pero prefiero contar simplemente
lo que pasó el último día en que vi a María Elvira.
Por bravata, o desafío a mí mismo, o quién sabe por qué mortuoria espe-ranza de suicida, fui la tarde anterior
de mi salida a despedirme de los Funes. Ya hacía diez días que tenía mis pasajes en el bolsillo -por donde se
verá que descon-fiaba de mí mismo.
María Elvira estaba indispuesta -asunto de garganta o jaqueca-pero visi-ble. Pasé un momento a la antesala a
saludarla. Al verme se sorprendió un poco, aunque tuvo tiempo de echar una rápida ojeada al espejo. Tenía el
rostro abatido, los labios pálidos, y los ojos hundidos de ojeras. Pero era ella siempre, más her-mosa aun para
mí porque la perdía.
Le dije sencillamente que me iba, y que le deseaba mucha felicidad. Al principio no me comprendió.
-¿Se va? ¿Y adónde?
-A Norteamérica... Acabo de decírselo.
-¡Ah! -murmuró, marcando bien claramente la contracción de los labios. Pero en seguida me miró, inquieta.
-¿Está enfermo?
-¡Pst!... no precisamente... No estoy bien.
-¡Ah! -murmuró de nuevo. Y miró hacia afuera a través de los vidrios abriendo bien los ojos, como cuando
uno pierde el pensamiento.

14
Por lo demás, llovía en la calle y la antesala no estaba clara. Se volvió hacia mí.
-¿Por qué se va? -me preguntó.
-¡Hum! -me sonreí-. Sería muy largo, infinitamente largo de contar... En fin, me voy.
María Elvira fijó aún los ojos en mí y su expresión preocupada y atenta se tornó sombría. Concluyamos,
me dije. Y adelantándome:
-Bueno, María Elvira...
Me tendió lentamente la mano, una mano fría y húmeda de jaqueca.
-Antes de irse -me dijo- ¿no me quiere decir por qué se va?
Su voz había bajado un tono. El corazón me latió locamente, pero como en un relámpago la vi ante mí,
como aquella noche, alejándose riendo y negando con la mano: «No, ya estoy satisfecha»... ¡Ah, no, yo
también! ¡Con aquello tenía bastante!
-¡Me voy -le dije bien claro- porque estoy hasta aquí de dolor, ridiculez y vergüenza de mí mismo! ¿Está
contenta ahora?
Tenía aún su mano en la mía. La retiró, se volvió lentamente, quitó la música del atril para colocarla sobre
el piano, todo con pausa y mesura, y me miró de nuevo con esforzada y dolorosa sonrisa:
-¿Y si yo... le pidiera que no se fuera?
-¡Pero, por Dios bendito! -exclamé-. ¡No se da cuenta de que me está matando con estas cosas! ¡Estoy har-
to de sufrir y echarme en cara mi infelici-dad! ¿Qué ganamos, qué gana usted con estas cosas? ¡No, basta
ya! ¿Sabe usted -agregué adelantándome- lo que usted me dijo aquella última noche de su enfermedad?
¿Quiere que se lo diga? ¿Quiere?
Quedó inmóvil, toda ojos.
-Sí, dígame...
-¡Bueno! Usted me dijo, y maldita sea la noche en que lo oí, usted me dijo bien claro esto: y -cuando no
tenga-más-de-li-rio, ¿me que-rás toda-ví-a? Usted tenía delirio aún, yo lo sé... Pero, ¿qué quiere que haga
yo ahora? ¿Quedarme aquí a su lado, desangrándome vivo con su modo de ser, porque la quiero como un
idiota?... Esto es bien claro también, ¿eh? ¡Ah, le aseguro que no es vida la que llevo! ¡No, no es vida!
Y apoyé la frente en los vidrios, deshecho, sintiendo que después de lo que había dicho, mi vida se derrum-
baba para siempre jamás.
Pero era menester concluir y me volví: ella estaba a mi lado, y en sus ojos -como en un relámpago de feli-
cidad esta vez-, vi en sus ojos resplandecer, ma-rearse, sollozar, la luz de húmeda dicha que creía muerta
ya.
-¡María Elvira! -exclamé, grité, creo-. ¡Mi amor querido! ¡Mi alma adorada!

15
Y ella, en silenciosas lágrimas de tormento concluido, vencida, entrega-da, dichosa, había hallado
por fin sobre mi pecho, postura cómoda a su cabeza. Y nada más. ¿Habría cosa más sencilla que
todo esto? Yo he sufrido, es bien posible, llorado, aullado de dolor; debo creerlo porque así lo he
escrito. ¡Pero qué endiabladamente lejos está todo esto! Y tanto más lejos porque -y aquí está lo
más gracioso de esta nuestra historia- ella está aquí, a mi lado, leyendo con la cabeza sobre la lapi-
cera lo que escribo. Ha protestado, bien se ve, ante no pocas observaciones mías; pero en honor del
arte literario en que nos hemos engolfado con tanta frescura, se resigna como buena esposa. Por lo
demás, ella cree con-migo que la impresión general de la narración reconstruida por etapas, es un
reflejo bastante acertado de lo que pasó, sentimos y sufrimos. Lo cual para obra de un ingeniero, no
está del todo mala
En este momento María Elvira me interrumpe para decirme que la última línea escrita no es ver-
dad: mi narración no sólo está bien, muy bien. Y como argumento irrefutable, me echa los brazos
al cuello y me mira, no sé si a mucho más de cinco centímetros.
-¿Es verdad? -murmura, o arrulla, mejor dicho. -¿Se puede poner arrulla? -le pregunto.
-¡Sí, y esto, y esto! -y me da un beso. ¿Qué más puedo añadir?

16
A imagen y semejanza
Mario Benedetti

LIBRO: LA MUERTE Y OTRAS SORPRESAS, 1968

Era la última hormiga de la caravana, y De pronto el terrón resbaló sobre el Era un trocito de algo, un
no pudo seguir la ruta de sus compañe- papel, partiéndose en dos. La hor- palito acaso tres veces más
ras. Un terrón de azúcar había resbalado miga hizo entonces un recorrido grande que ella misma. Re-
desde lo alto, quebrándose en varios te- que incluyó una detenida inspec- trocedió, avanzó, tanteó el
rroncitos. Uno de éstos le interceptaba el ción de ambas porciones, y eligió la palito, se quedó inmóvil du-
paso. Por un instante la hormiga quedó mayor. Cargó con ella, y avanzó. rante unos segundos. Luego
inmóvil sobre el papel color crema. En la ruta, hasta ese instante libre, empezó la tarea de carga.
Luego, sus patitas delanteras tantearon apareció una colilla aplastada. La Dos veces se resbaló el pali-
el terrón. Retrocedió, después se detuvo. bordeó lentamente, y cuando reapa- to, pero al final quedó bien
Tomando sus patas traseras como casi reció al otro lado del pucho, la su- afirmado, como una suerte
punto fijo de apoyo, dio una vuelta alre- perficie se había vuelto nuevamente de mástil inclinado. Al pasar
dedor de sí misma en el sentido de las oscura porque en ese instante el sobre el área de la segunda
agujas de un reloj. Sólo entonces se tránsito de la hormiga tenía lugar A oscura, el andar de la
acercó de nuevo. Las patas delanteras se sobre una A. Hubo una leve co- hormiga era casi triunfal. Sin
estiraron, en un primer intento de alzar rriente de aire, como si alguien hu- embargo, no había avanzado
el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, biera soplado. Hormiga y carga ro- dos centímetros por la super-
el rápido movimiento hizo que el terrón daron. Ahora el terrón se desarmó ficie clara del papel, cuando
quedara mejor situado para la operación por completo. La hormiga cayó so- algo o alguien movió aquella
de carga. Esta vez la hormiga acometió bre sus patas y emprendió una en- hoja y la hormiga rodó, más
lateralmente su objetivo, alzó el terrón y loquecida carrerita en círculo. Lue- o menos replegada sobre sí
lo sostuvo sobre su cabeza. Por un ins- go pareció tranquilizarse. Fue hacia misma. Sólo pudo reincor-
tante pareció vacilar, luego reinició el uno de los granos de azúcar que porarse cuando llegó a la
viaje, con un andar bastante más lento antes había formado parte del me- madera del piso. A cinco
que el que traía. Sus compañeras ya es- dio terrón, pero no lo cargó. Cuan- centímetros estaba el palito.
taban lejos, fuera del papel, cerca del do reinició su marcha no había per-
zócalo. La hormiga se detuvo, exacta- dido la ruta. Pasó rápidamente so-
mente en el punto en que la superficie bre una D oscura, y al reingresar en
por la que marchaba, cambiaba de color. la zona clara, otro obstáculo la de-
Las seis patas hollaron una N mayúscula tuvo.
y oscura. Después de una momentánea
detención, terminó por atravesarla. Aho-
ra la superficie era otra vez clara.

18
La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así
y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas delanteras, de nuevo corrió el
aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más allá, semicaído en una de las rendijas
que separaban los tablones del piso. Uno de los extremos, sin embargo, emergía hacia arriba.
Para la hormiga, semejante posición representó en cierto modo una facilidad, ya que pudo ha-
cer un rodeo a fin de intentar la operación desde un ángulo más favorable. Al cabo de medio
minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una posición más
cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga reinició la marcha, sin desviarse jamás de su
ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus respectivos víveres, habían desaparecido por
algún invisible agujero. Sobre la madera, la hormiga avanzaba más lentamente que sobre el
papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla, significó una demora de más de un minuto. El pa-
lito estuvo a punto de caer, pero un particular vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su esta-
bilidad. Dos centímetros más y un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso.
Al igual que las otras, esa tabla vibró y la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del
cual, perdió su carga. El palito quedó atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue
cruzar la hendidura, que en ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde,
hizo un leve avance erizado de alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro
y medio. Le llevó varios segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reapa-
recer en la superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto
a él, sin otro movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a
cabo su quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respec-
to al cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó mejor
acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua dirección, que
en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era rápido, y el palito no
parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se detu-
vo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y con-
cienzudamente aplastó carga y hormiga.

18
La noche de los feos
Mario Benedetti

DEL LIBRO: LA NOCHE DE LOS FEOS

1.
Ambos somos feos. Ni siquiera En la cola todos estaban de a dos, Quizá debería sentir
vulgarmente feos. Ella tiene un pero además eran auténticas pare- piedad, pero no puedo.
pómulo hundido. Desde los ocho jas: esposos, novios, amantes, abue- La verdad es que son
años, cuando le hicieron la opera- litos, vaya uno a saber. Todos —de algo así como espejos.
ción. Mi asquerosa marca junto a la la mano o del brazo— tenían a al- A veces me pregunto
boca viene de una quemadura feroz, guien. Sólo ella y yo teníamos las qué suerte habría corri-
ocurrida a comienzos de mi adoles- manos sueltas y crispadas. do el mito si Narciso
cencia. Nos miramos las respectivas hubiera tenido un pó-
Tampoco puede decirse que fealdades con detenimiento, con mulo hundido, o el áci-
tengamos ojos tiernos, esa suerte de insolencia, sin curiosidad. Recorrí do le hubiera quemado
faros de justificación por los que a la hendidura de su pómulo con la la mejilla, o le faltara
veces los horribles consiguen arri- garantía de desparpajo que me media nariz, o tuviera
marse a la belleza. No, de ningún otorgaba mi mejilla encogida. Ella una costura en la frente.
modo. Tanto los de ella como los no se sonrojó. Me gustó que fuera La esperé a la sali-
míos son ojos de resentimiento, que dura, que devolviera mi inspección da. Caminé unos me-
sólo reflejan la poca o ninguna re- con una ojeada minuciosa a la zona tros junto a ella, y lue-
signación con que enfrentamos lisa, brillante, sin barba, de mi vieja go le hablé. Cuando se
nuestro infortunio. Quizá eso nos quemadura. detuvo y me miró, tuve
haya unido. Tal vez unido no sea la Por fin entramos. Nos sentamos la impresión de que va-
palabra más apropiada. Me refiero en filas distintas, pero contiguas. cilaba. La invité a que
al odio implacable que cada uno de Ella no podía mirarme, pero yo, aun charláramos un rato en
nosotros siente por su propio rostro. en la penumbra, podía distinguir su un café o una confite-
Nos conocimos a la entrada del nuca de pelos rubios, su oreja fresca ría. De pronto aceptó.
cine, haciendo cola para ver en la bien formada. Era la oreja de su La confitería estaba
pantalla a dos hermosos cualesquie- lado normal. llena, pero en ese mo-
ra. Allí fue donde por primera vez Durante una hora y cuarenta mento se desocupó una
nos examinamos sin simpatía pero minutos admiramos las respectivas mesa. A medida que
con oscura solidaridad; allí fue bellezas del rudo héroe y la suave pasábamos entre la gen-
donde registramos, ya desde la pri- heroína. Por lo menos yo he sido te, quedaban a nuestras
mera ojeada, nuestras respectivas siempre capaz de admirar lo lindo. espaldas las señas, los
soledades. Mi animadversión la reservo para gestos de asombro.
mi rostro y a veces para Dios. Tam-
bién para el rostro de otros feos, de
otros espantajos.

19
Mis antenas están particularmente Decidí tirarme a fondo.
adiestradas para captar esa curiosi- “Usted se siente excluida del Levantó la cabeza y
dad enfermiza, ese inconsciente sa- mundo, ¿verdad?” ahora sí me miró pregun-
dismo de los que tienen un rostro “Sí”, dijo, todavía mirándome. tándome, averiguando sobre
corriente, milagrosamente simétri- “Usted admira a los hermosos, a mí, tratando desesperada-
co. Pero esta vez ni siquiera era ne- los normales. Usted quisiera tener mente de llegar a un diag-
cesaria mi adiestrada intuición, ya un rostro tan equilibrado como esa nóstico.
que mis oídos alcanzaban para re- muchachita que está a su derecha, a “Vamos”, dijo.
gistrar murmullos, tosecitas, falsas pesar de que usted es inteligente, y
carrasperas. Un rostro horrible y ella, a juzgar por su risa, irremisi- 2.
aislado tiene evidentemente su inte- blemente estúpida.” No sólo apagué la luz
rés; pero dos fealdades juntas cons- “Sí.” sino que además corrí la do-
tituyen en sí mismas un espectáculo Por primera vez no pudo soste- ble cortina. A mi lado ella
mayor, poco menos que coordina- ner mi mirada. respiraba. Y no era una res-
do; algo que se debe mirar en com- “Yo también quisiera eso. Pero piración afanosa. No quiso
pañía, junto a uno (o una) de esos hay una posibilidad, ¿sabe?, de que que la ayudara a desvestirse.
bien parecidos con quienes merece usted y yo lleguemos a algo.” Yo no veía nada, nada.
compartirse el mundo. “¿Algo como qué?” Pero igual pude darme
Nos sentamos, pedimos dos he- “Como querernos, caramba. O cuenta que ahora estaba in-
lados, y ella tuvo coraje (eso tam- simplemente congeniar. Llámele móvil, a la espera. Estiré
bién me gustó) para sacar del bolso como quiera, pero hay una posibili- cautelosamente una mano,
su espejito y arreglarse el pelo. Su dad.” hasta hallar su pecho. Mi
lindo pelo. . Ella frunció el ceño. No quería tacto me transmitió una ver-
“¿Qué está pasando?”, pregun- concebir esperanzas. sión estimulante, poderosa.
té. “Prométame no tomarme como Así vi su vientre, su sexo.
Ella guardó el espejo y sonrió. un chiflado.” Sus manos también me vie-
El pozo de la mejilla cambió de “Prometo.” ron.
forma. “La posibilidad es meternos en En ese instante com-
“Un lugar común”, dijo. “Tal la noche. En la noche íntegra. En lo prendí que debía arrancarme
para cual”. oscuro total. ¿Me entiende?” ( y arrancarla) de aquella
Hablamos largamente. A la hora “No.” mentira que yo mismo había
y media hubo que pedir dos cafés “¡Tiene que entenderme! Lo fabricado. O intentado fa-
para justificar la prolongada per- oscuro total. Donde usted no me bricar. Fue como un relám-
manencia. De pronto me di cuenta vea, donde yo no la vea. Su cuerpo pago.
de que tanto ella como yo estába- es lindo, ¿no lo sabía?”
mos hablando con una franqueza Se sonrojó, y la hendidura de la
tan hiriente que amenazaba transpa- mejilla se volvió súbitamente escar-
sar la sinceridad y convertirse en un lata.
casi equivalente de la hipocresía. “Vivo solo, en un apartamento,
y queda cerca.”

20
No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano as-
cendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una
lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos ( al principio un
poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre
sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y
pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca sinies-
tra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí
la cortina doble.

21
Dios sí juega a los dados
Oscar de la Borbolla

Desde chiquito nunca creí en el destino, ni en los planes infinitos, ni los designios de dios
o como los quieran llamar. Yo siempre creí en el libre albedrío y que el futuro era un libro
en blanco. Vi varios post que creían encontrar coherencia en el caos, señales de un plan en
pequeños detalles. La discusión entre los dos puntos de vista: lo que creemos que no exis-
te un plan y los que si piensan que lo hay, podría ser una discusión filosófica, pero, lo
siento amigos, la ciencia me da la razón: No hay Plan y contradiciendo a Einstein Dios sí
juega a los dados. Va un breve resumen de porqué: (aclaración, no soy físico ni pretendo
serlo). Todo empezó a mi entender con Laplace, el científico Francés, quien postuló que si
en un instante determinado conociéramos las posiciones y velocidades de todas las partí-
culas en el Universo, podríamos calcular su comportamiento en cualquier otro momento
del pasado o del futuro. Según Laplace había plan infinito y sólo éramos meros actores de
un libreto escrito en la creación del universo. Eso duró como 100 años más o menos, hasta
que apareció Her Plank, y enunció la mecánica cuántica para resolver una paradoja y dijo
que la energía no toma cualquier valor, sino que viene en "paquetes" que llamó cuantos.
Her Plank, no parece aportar demasiado a nuestra cuestión, hasta que aparece otro alemán,
Her Haisenberg, con el "Principio de Incertidumbre" . Dijo que para medir la posición de
una partícula tendríamos que iluminarla, y para iluminarla tendríamos, según la mecánica
cuántica de Plank, enviarle un "paquete" de energía, y ese paquete de energía, alteraría su
velocidad. Y ahí se complicó todo: para conocer la posición hay que alterar de forma im-
predecible la velocidad. Luego se acabó la hipótesis de Laplace. O eso se creyeron, hasta
que apareció, de nuevo otro alemán, Her Einstain y dijo "dios no juega a los dados". El
creía que el plan podía existir igual, que el principio de incertidumbre nos lo impedía a
nosotros conocerlo, pero no a Dios. Eso es lo que se conoce como Teoría de Variable
Oculta. Pero apareció un inglés Bell, que con un experimento que nunca entendí, demostró
que los sistemas de Variable Oculta eran inconsistentes.

En resumen hay tres bandos, los Laplacianos: Hay un plan y podemos conocerlo, los Eins-
tenianos: hay un plan, pero no podemos conocerlo y los PlankHeisenberBellianos que
(creemos) no hay ningún plan.

Así que amigos, no hay destino y el libre albedrío es obligatorio!!

22
Radiografía del Amor
Oscar de la Borbolla

Cuando nos conocimos, yo andaba muy tomado: la vida me parecía insípida, insufrible y vergon-
zosa: un asco, y estaba convencido de que debía matarme a más tardar esa misma noche. Recuer-
do que te dije: Mucho gusto y con permiso, nada más me suicido y continuamos este magnífico
romance. Estábamos en una galería y te explicaba la técnica del pintor Francis Bacon. Giré sobre
mis tacones para irme, pero sentí que me mandabas un mensaje inalámbrico: algo así como no te
vayas, te amo o qué tal si en mi casa tomas un café y me sigues hablando de los cuadros de Fran-
cis. Yo te miré a través de la copa bamboleante, sube y baja, como a bordo de un barco en mar
picado, y estuve de acuerdo en postergar mi suicidio, en tomar el café que me invitabas y en pro-
longar esa caminata hacia el infierno, que los demás llaman vida, a condición de que me acom-
pañaras en la cuesta empinada de lo que restaba del año: Tres meses con catorce días, dijiste con
la seguridad de quien se trae el tiempo al dedillo y con sólo una ojeada a las constelaciones es
capaz de saber la hora exacta y las coordenadas precisas de su ubicación en el mundo: estamos
abajo del Trópico de Cáncer, 18 grados de latitud norte y 97 de longitud oeste. Carajo, es verdad,
estamos en México y de nada sirve pegarse un balazo: en el más allá de este país no pagan prima
vacacional a quienes se adelantan, ni les toca un cuarto con vista al mar, porque en nuestro más
allá no hay vista al mar ni vista ni cuarto ni una chingada. Empezaste a reír. Te burlabas sin reca-
to de lo que yo consideraba el macizo de la muerte, la verdad decantada, el gran desenlace, y lo
hacías con una risa contagiosa que volvía la muerte una tonta película de chistes gastados, y entre
risa y risa te deslicé la mano por la espalda, por debajo del blusón vaporoso que ocultaba tu piel
lisa, tibia, perfectamente torneada. Tú te acercaste, porque al buen entendedor pocas caricias y,
con un beso que se prolongó por quince minutos, me adormeció los labios y por poco y me asfi-
xia, sellamos el pacto: De aquí al final del año, ¿estás de acuerdo? Asentiste con un nuevo beso
del que tuve que zafarme empujándote, pues luego de otro cuarto de hora amenazabas con man-
tenerte prendida los tres meses catorce días que abarcaban nuestro incipiente trato. Ya párate, te
dije, pues en mi borrachera sospeché la carretada de dinero que ibas a cobrarme por tus ansias.
Perdóname, pero en aquel momento te confundí con una mesalina de lujo, con una comerciante
en carne curva. ¿Cómo podía imaginar, entonces, tu estado civil, tu carro de ocho cilindros, tu
suite en el Paseo de la Reforma? Me golpeaban la cara tu perfume y el fresco de la noche. Cómo
soñar, entonces, que ibas gratuita, samaritana, dulce y conmisericordiosamente a sumirme en tu
cama, en ti y en ese amor desde el que desperté al jugo de naranja, al pan tostado y al jarrito de
miel que volqué sobre las sábanas, cuando dijiste buenos días metida en un negligé blanco por el
que se transparentaba tu cuerpo.

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¿Qué día es hoy?, te pregunté con aquella costumbre de asalariado culpable de confundir los lunes
con los domingos; pero era día de asueto general, nada menos que 16 de septiembre, día de la Inde-
pendencia, del desfile por Reforma, de los batallones de soldados pasando de veinte en fondo con sus
arcabuces, sus obuses, sus morteros, sus tanques blindados, sus piezas de artillería y sus perros dó-
berman. Era el día de las motocicletas recién lustradas y de las bandas de guerra tocando el himno
nacional y de las multitudes aplaudiendo y chupando raspados de grosella, guayaba o tamarindo. Ya
llegaron los primeros contingentes, dijiste con la frente apoyada en el ventanal. ¿Los primeros con-
tingentes de qué?, pregunté yo que ni siquiera sabía que tu departamento quedaba en la calle Oslo
esquina con el Paseo de Reforma. Los primeros contingentes del desfile, mira, asómate, y estábamos
en un octavo piso y los uniformes gallardos, verde olivo y verde hoja y verde manchado de café cam-
po cruzaban allá abajo entre las vallas y la algarabía y los globos y los rehiletes y los huevos llenos
de harina que volaban de un lado a otro. Era un día patriótico y yo no sabía ni siquiera tu nombre: Me
llamo Mara, dijiste desprendiéndote del negligé para amarrarte a la cintura nuestra bandera tricolor a
media asta. Y llevándote el puño a la boca comenzaste una música de trompetillas, remedo de corne-
tas y de los tambores militares que subían con su repiquetear de banqueta tensada hasta la habitación.
Tenías el pecho descubierto como la heroína del cuadro de Delacroix, ése en el que la libertad guía al
pueblo, sólo que tus senos más erguidos y pronunciados, más como los fanales de un automóvil últi-
mo modelo iluminando estrábicos la niebla, no eran una imagen ni una metáfora de la revolución,
sino una realidad maleable, dúctil y duplicada o para decirlo de una vez: tus pechos formidables que
me hicieron olvidar el desfile, mi devoción a la bandera, mi curiosidad infantil y la cruda espantosa
que sentía con su dolor de cabeza y sus náuseas, y que me obligaron a abalanzarme sobre ti como un
apátrida que no deseaba otra cosa que nacionalizarse como habitante tuyo, ciudadano de tu país pro-
fundo o hijo pródigo de tus ingles abandonadas al amanecer. Rodamos por el piso y sólo de reojo,
estirando el cuello y muy sesgados, logramos ver apenas el pelotón de los bomberos, los charros a
caballo y el voluntariado de la Cruz Roja que recorrían Reforma con sus estandartes en alto. Cuando
los levantamos, los colectores de basura cerraban la marcha barriendo el tiradero de confeti, la boñi-
ga, los cascarones de huevo y los envases de poliuretano.

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Así te conocí, así empezamos. Yo entonces no sabía que ese departamento era tu escondite: una guari-
da de primera a la que te mudabas cada que tu marido salía de viaje y no resistías la soledad de tu case-
rón de San Ángel, ni el cuidado servil de tu ordenadora tropa de domésticas que iban detrás de ti resta-
ñando la hecatombe que producías con tu presencia. Yo entonces sólo sabía tu nombre, Mara, y tu
cuerpo: ese cuerpo rostizado durante veintisiete años y amasado por medio centenar de amantes que
igual te habían perfeccionado el gusto y moldeado la silueta, que hastiado hasta el extremo de hacerte
acudir a galerías a rescatar suicidas falsos que te hablaran de Francis Bacon y de infiernos sin mar y
sin vista que, ciertamente, no justifican la prisa de adelantar finales que de cualquier forma habrán de
llegar. Sabía de ti lo indispensable: tan poco, que en aquel momento cualquier rubia como tú habría
podido suplantarte sin que yo lo notara. Y sin embargo, los dos sabíamos más que lo suficiente: que
cada cual tenía sus compromisos, sus costumbres y su vida demasiado hecha, y que lo nuestro iba a
durar sólo tres meses con catorce días y que ninguno de los dos debía pretender alargar ese tiempo de
gracia, ese romance a plazo fijo, porque a la menor provocación, a la primera que alguno comenzara a
mezclar la eternidad con el amor, a la primera que alguno intentara traicionar la muerte con aquello de
te quiero para toda la vida, o quédate siempre junto a mí, nos hundiríamos en el carajo, en el caldo
doméstico de los fermentos consuetudinarios que descomponen todo retroactivamente, hasta los mejo-
res recuerdos. Cada quien su vida, dijiste y nos prendimos en uno de esos besos que duraban más de
quince minutos y en los que nos mascábamos los labios como si fuesen chicles de orozuz a los que hu-
biera que arrancar todo el sabor. Cómo te penetré esa vez: te sujeté de las caderas y empujé con fuerza
hasta hacerte crujir, hasta arrinconarte en el fondo de ti misma; parecía un asesino, un hombre sangui-
nario que huía del mundo por la ranura de tu cuerpo hacia dentro de ti, un loco que te sofocaba, que te
llenaba como nunca. Y volviste a decir cada quien su vida, pero esta vez gritando con un tono de liber-
tad que se me pirograbó en el alma y fue como una sacudida de conciencia que me hizo comprender
que no existe nada más que el instante. Me vacié en ti, porque de eso se trataba, porque habría sido una
necedad contenerme y erigir un templo de caricias que procuraran por ti, que buscaran también tu pla-
cer. Y fue eso, precisamente eso: mi pasión egoísta, mi satisfacción personal, lo que te devolvió a ti
misma y a un orgasmo tuyo, completamente tuyo y de nadie más. Te quedaste dormida sin decir nada,
sin preocuparte por mí, y en aquella total indiferencia, en aquel ofrecerme la espalda desnuda, encontré
más amor que el que había hallado en toda mi puñetera vida de arrumacos y de mujercitas piadosas
que me abullonaban las almohadas y me cubrían de colchas con su cariño maternal.

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Esa noche me acuclillé a tu lado, me acomodé hecho un ovillo y estuve tiritando de frío con la cara a
poca distancia de tu sexo. Al cabo de una hora comprobé cómo se acedaba nuestro amor, cómo se seca-
ba en tus piernas dejando un rastro blanco de barniz quebradizo, hasta que yo también, aburrido de con-
templar tu piel, pero queriéndote, me perdí por las nebulosas de unos sueños en los que nadie te cono-
cía, en los que nadie había oído de ti, y en los que sólo habitaban seres huecos, tinacos huecos, que repe-
tían tu nombre con reverberación.

En el inicio cualquier cosa nos llenaba de sorpresa: ¿Cómo, eres casada, preguntaba yo muerto de risa, y
tu marido, un millonario liberal que te consiente y cumple todos tus caprichos? ¿Y tú, un crítico de arte?
Sí, y además soy tenista y espadachín y gladiador y los miércoles me alquilo de chivo expiatorio para
algún ritual pagano falto de mártires; pero ahora estoy decidido a fundar una ciencia nueva: tú serás el
objeto de estudio; quiero descubrir las claves fisiológicas de tu cuerpo y los teoremas que se derivan del
axioma de que eres una rubia, joven y rica. Y me ponía a medirte con una regla, pero tu vientre irracio-
nal crecía y decrecía por tu risa arbitraria, y entonces nos arrancábamos la ropa y a nadie le interesaba
ya la naciente “maralogía”, ni la magnitud flexible de tu manera de gemir, ni el número promedio de
entradas y salidas que era necesario para arrancarte el grito de cada quien su vida. Pero a veces también,
te escabullías con la blusa desabotonada, porque esa tarde te reclamaba tu marido para ir a una reunión
de sociedad a la que te resultaba imposible asistir con los labios mordidos e inflamados como los de una
negra. Una negra perfectamente blanca y perfectamente rubia, me decías mientras te aplicabas un cubito
de hielo envuelto en la mascada que habías sacado del bolso y con las llaves del auto en la mano me
mandabas un beso volador desde la puerta y te ibas. Yo bajaba Reforma, tomaba un camión y, cuando
me sentaba en mi casa a escribir la reseña de Francis Bacon y de la galería donde te conocí, me venía el
deseo de recordarte: hundía la nariz en mis palmas para hallar tu perfume; pero ya no olían a ti, olían a
pasamanos de camión y a cigarro y, entonces, no me quedaba otro recurso que imaginar dónde estarías,
“entre qué gente, diciendo qué palabras”; emborronada cientos de cuartillas hasta que por fin conseguía
hacer de la literatura un pasaporte para colarme en tu mundo: y ahí estabas, Mara, en tu reunión selecta,
vestida de negro toda, con una gargantilla de diamantes y con el bonachón de tu marido colgado de ti
como un tosco brazalete. Hablabas sin parar ante un grupo de personas acerca de Francis Bacon: de la
desolación de sus óleos, de las calidades en las que atrapa las distintas texturas de las crisis del alma y
de la manera como retuerce las figuras hasta conseguir que sangren. Los tenías a todos embebidos, pen-
dientes de tu disertación, fascinados con tus opiniones. A cada tanto, tu marido lleno de orgullo te daba
discretos apretones en el brazo; eras el centro de la fiesta, tu éxito te animaba a seguir; incluso yo te veía
maravillado a través de mi copa: mi admiración por ti aumentaba a cada segundo: desarrollabas las ca-
tegorías estéticas exactas al hablar de Bacon, usabas los adjetivos precisos hasta que, sin poder conte-
nerme más, dejé mi mazmorra de silencio y levantando mi copa propuse un brindis.

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Tus amigos voltearon sorprendidos y yo repetí: Brindemos por Mara. Todos sin excepción alza-
ron su copa y de un trago me bebí tu desconcierto, tus ojos redondeados por la incredulidad.
Quisiste preguntarme qué hacía allí, cómo había llegado; pero una ráfaga de viento reacomodó
las sílabas de tus palabras y todos escuchamos un turbado les presento a… mi maestro de histo-
ria del arte, y no mencionaste mi nombre, porque a pesar de haber hablado tanto habíamos ca-
llado demasiado y todavía no sabías cómo llamarme. Pablo Reyes, dije, y tu marido me estran-
guló los dedos de tal fuerza que en el aire se extendió el aroma inconfundible de tu perfume y el
olor agrio de un tubo de camión.

No me gusta que me espíen, dijiste cuando nos encontramos en el departamento de Reforma.


Yo quise explicarte mi trabajo de crítico, mi rol de intelectual, me permitían el acceso a cier-
tas esferas sociales; pero no tenías ganas de aclaraciones: según tú, yo había aparecido en la
reunión a causa de unos impulsos posesivos que violentaban el cada quien con su vida que
era la base de los tres meses con catorce días que habría de durar nuestro convenio; pero a
mí me habían contratado para que no faltaran temas de conversación, por si alguien necesi-
taba un dato o una idea divertida. Comprendí que era absurdo insistir en los pormenores de
mi profesión y acepté ese disfraz de amante celoso que me ofrecías: me pareció romántico y
por eso inventé la historia en la que había saltado bardas, envenenado perros y forzado ven-
tanas para llegar a la escena en la que tu marido casi me fractura los dedos: te los mostré y el
moretón te enterneció. El fin de semana va a ser nuestro, dijiste, y al menos ya sabías que me
llamaba Pablo.
Desde entonces procuré encontrarme contigo fuera del departamento: ya que de por
sí eran muchos los disfraces que debía ponerme para incrementar mi vestuario con esos tra-
jes de Otelo que salían del guardarropa de tu pasado de amantes convencionales y celosos.
Me iba más bien por otros rumbos, allá donde materialmente fueras imposible: los túneles
del Metro, los barrios suburbanos; comía en fondas, me encerraba en el cuarto de algún hote-
lucho o me pasaba la tarde metido en mi casa haciendo esfuerzos para no pensar en ti, para
no violentar los estratos de la realidad apareciendo, de pronto, en la mesa de tu comedor co-
mo un intruso caído del cielo o en la mitad de tu cama entre tu marido y tú; porque si te asal-
taba mi recuerdo en la hora de la cena o en el momento de dormir era porque yo te acosaba,
porque no admitía la independencia de tu vida ni la privacidad de tus asuntos.

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Yo no debía asomar en ninguna parte en que tú no quisieras, para eso estaba el departamento, para
vernos ahí, lejos de tu marido y a ocho pisos del mundo. Defendías tu libertad, te chocaba la idea de
estar enamorándote y a mí, en cambio, me resultaba espléndido dormirme con la promesa de los
tres meses catorce días, pues aunque ya había pasado un mes y el tiempo iba a agotarse, podíamos
prorrogarlo, colgarle el anexo que se nos diera la gana, ¿por qué atenernos a lo establecido? No para
siempre, nunca para siempre; pero sí hasta donde llegara, hasta donde pudiera ir sin muletas, sin
tropiezos: un año o dos, lo que alcanzara. Ya no sigas hablando, me dijiste, mejor acércate, y esa
vez, como si sólo la muerte pudiera desprendernos, supe todo tu fundo, tu canto de mujer sin pala-
bras, tu cuerpo sin recovecos prohibidos, y lo supe más allá de la naturaleza y el orden, en ese lugar
de transgresión donde la sangre se funde con el semen y el espíritu se sacude como un animal enfu-
recido el que unas manos invisibles ahorcan. Nunca fuimos más lejos ni jamás volviste a demostrar
ese coraje, esas ansias suicidas de rasgarte la piel, de abrirte el cuerpo de par en par para guardarme,
porque ya no éramos un par de amantes copulando, sino un revoltijo de seres mutilados que para
completarse se injertaban: era un acoplamiento de siameses con las venas y las respiraciones enre-
dadas. Nunca fuimos más lejos. Y tal vez porque todas las cosas tienen una cima, un pináculo, un
vértice superior e irrebasable, fue que para seguir más allá tuvimos que iniciar el descenso: tus
abrazos se debilitaron, tu manera de apretarme menguó, y tu necesidad de verme a cualquier hora se
fue aminorando.
Yo hacía todo con tal de mantenerte emocionada; pero al segundo mes ya parecía imposible
atajar tu fastidio: mirabas el reloj, llegabas tarde, te dolía la cabeza, estabas menstruando o necesi-
tabas escribir unas cartas. Y yo, en cambio, planeaba lo que habría de decirte, la forma de llenar ca-
da minuto que me concedías; buscaba las mentiras más grandes, las parafernalias eróticas más efi-
caces y un itinerario de ocurrencias inéditas para cada ocasión. La novedad, sin embargo, entraba
en órbita de lo reductible y se deslizaba por el óvalo de los círculos viciosos que eras capaz de des-
cubrir en todo. Yo sentía la obligación de divertirte: si te asaltaba la idea de que algún día habrías de
envejecer, redactaba una iniciativa para las Cámaras exigiendo que se te declarase zona de desastre
y a mí, damnificado tuyo; si querías un orgasmo a distancia, me sentaba en la orilla de la cama a
improvisar un cuento excitante en el que ajustaba la duración de las escenas a tu propio ritmo:

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e igual conducía tu imaginación a través de tus perversidades favoritas que inventaban otras, con
las que luego suspendíamos la literatura y el mundo: llegabas a la cima, en el interior de tu cuer-
po se condensaban unas gotas que salían con violencia sin salir de ti; pero te aburrías; te aburrían
los viajes, las caminatas a caballo, la percepción desgarrada por los estimulantes, pues ni el haz
estrellado de los colores imposibles, ni la espiral veloz que de pronto se tensa en un disparo hacia
el abismo, ni la música que se vuelve tangible y se unta como una pomada refrescante sobre el
tímpano, ni nada, ni siquiera el peyote que te hizo otra frente a ti y te permitió ser ubicua logra-
ron distraerte.
No era yo, ni tu vida conmigo. Tú eres lo menos detestable del mundo, me dijiste. Eran,
quizá, Francis Bacon, el desfile monótono de los soldados o los cuadros, la sucesión de los ins-
tantes parejos, cortados por la misma tijera: todos únicos pero idénticos: era el tiempo.
Pero hasta el tiempo se acabó: un día los tres meses catorce días llegaron a su fin y, como
hacía dos semanas que no nos veíamos, creí que eso me daba una justificación para volver a tu
departamento: abrí la puerta, me senté a esperarte, me serví una copa, vi a través de ella hacia la
calle, entré a la recámara, recordé tu cuerpo, tu frase predilecta: cada quien su vida; llené un ce-
nicero de colillas, miré la hora, camine de un lado a otro, volví a mirar el reloj, la calle, la recá-
mara. Anocheció y amaneció. En la madrugada parecía un borracho que se alejaba por Reforma.

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El jardín encantado
Italo Calvino

Giovannino y Serenella caminaban por las vías del tren. Abajo había un mar todo escamas azul oscuro
azul claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes blancas. Los rieles eran relucientes y quemaban. Por
las vías se caminaba bien y se podía jugar de muchas maneras: mantener el equilibrio, él sobre un riel y
ella sobre el otro, y avanzar tomados de la mano. 0 bien saltar de un durmiente a otro sin apoyar nunca
el pie en las piedras. Giovannino y Serenella habían estado cazando cangrejos y ahora habían decidido
explorar las vías, incluso dentro del túnel, jugar con Serenella daba gusto porque no era como las otras
niñas, que siempre tienen miedo y se echan a llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino decía:
“Vamos allá”, Serenella lo seguía siempre sin discutir.
¡Deng! Sobresaltados miraron hacia arriba. Era el disco de un poste de señales que se había movido.
Parecía una cigüeña de hierro que hubiera cerrado bruscamente el pico. Se quedaron un momento con
la nariz levantada; ¡qué lástima no haberlo visto! No volvería a repetirse.
—Está a punto de llegar un tren —dijo Giovannino.
Serenella no se movió de la vía.
—¿Por dónde?—preguntó.
Giovannino miró a su alrededor, con aire de saber. Señaló el agujero negro del túnel que se veía ya
límpido, ya desenfocado, a través del vapor invisible que temblaba sobre las piedras del camino.
—Por allí —dijo. Parecía oír ya el oscuro resoplido que venía del túnel y vérselo venir encima, es-
cupiendo humo y fuego, las ruedas tragándose los rieles implacablemente.
—¿Dónde vamos, Giovannino?
Había, del lado del mar, grandes pitas grises, erizadas de púas impenetrables. Del lado de la colina
corría un seto de ipomeas cargadas de hojas y sin flores. El tren aún no se oía: tal vez corría con la lo-
comotora apagada, sin ruido, y saltaría de pronto sobre ellos. Pero Giovannino había encontrado ya un
hueco en el seto.
—Por ahí.
Debajo de las trepadoras había una vieja alambrada en ruinas. En cierto lugar se enroscaba como el
ángulo de una hoja de papel. Giovannino había desaparecido casi y se escabullía por el seto.
—¡Dame la mano, Giovannino!
Se hallaron en el rincón de un jardín, los dos a cuatro patas en un arriate, el pelo lleno de hojas se-
cas y de tierra. Alrededor todo callaba, no se movía una hoja. “Vamos” dijo Giovannino y Serenella di-
jo: “Sí”.
Había grandes y antiguos eucaliptos de color carne y senderos de pedregullo. Giovannino y Serenel-
la iban de puntillas, atentos al crujido de los guijarros bajo sus pasos. ¿Y si en ese momento llegaran los
dueños?

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Todo era tan hermoso: bóvedas estrechas y altísimas de curvas hojas de eucaliptos y retazos de cie-
lo, sólo que sentían dentro esa ansiedad porque el jardín no era de ellos y porque tal vez fueran ex-
pulsados en un instante. Pero no se oía ruido alguno. De un arbusto de madroño, en un recodo, unos
gorriones alzaron el vuelo rumorosos. Después volvió el silencio. ¿Sería un jardín abandonado?
Pero en cierto lugar la sombra de los árboles terminaba y se encontraron a cielo abierto, delante
de unos bancales de petunias y volúbilis bien cuidados, y senderos y balaustradas y espalderas de
boj. Y en lo alto del jardín, una gran casa de cristales relucientes y cortinas amarillo y naranja.
Y todo estaba desierto. Los dos niños subían cautelosos por la grava: tal vez se abrirían las ven-
tanas de par en par y severísimos señoras y señores aparecerían en las terrazas y soltarían grandes
perros por las alamedas. Cerca de una cuneta encontraron una carretilla. Giovannino la cogió por las
varas y la empujó: chirriaba a cada vuelta de las ruedas con una especie de silbido. Serenella se su-
bió y avanzaron callados, Giovannino empujando la carretilla y ella encima, a lo largo de los arria-
tes y surtidores.
—Esa —decía de vez en cuando Serenella en voz baja, señalando una flor.
Giovannino se detenía, la cortaba y se la daba. Formaban ya un buen ramo. Pero al saltar el seto
para escapar, tal vez tendría que tirarlas. Llegaron así a una explanada y la grava terminaba y el pa-
vimento era de cemento y baldosas. Y en medio de la explanada se abría un gran rectángulo vacío:
una piscina. Se acercaron: era de mosaicos azules, llena hasta el borde de agua clara.
—¿Nos zambullimos? —preguntó Giovannino a Serenella.
Debía de ser bastante peligroso si se lo preguntaba y no se limitaba a decir: “¡Al agua!”. Pero el
agua era tan límpida y azul y Serenella nunca tenía miedo. Bajó de la carretilla donde dejó el ramo.
Llevaban el bañador puesto: antes habían estado cazando cangrejos. Giovannino se arrojó, no desde
el trampolín porque la zambullida hubiera sido demasiado ruidosa, sino desde el borde. Llegó al
fondo con los ojos abiertos y no vela mas que azul, y las manos como peces rosados, no como deba-
jo del agua del mar, llena de informes sombras verdinegras. Una sombra rosada encima: ¡Serenella!
Se tomaron de la mano y emergieron en la otra punta, con cierta aprensión. No había absolutamente
nadie que los viera. No era la maravilla que imaginaban: quedaba siempre ese fondo de amargura y
de ansiedad, nada de todo aquello les pertenecía y de un momento a otro ¡fuera!, podían ser expul-
sados.
Salieron del agua y justo allí cerca de la piscina encontraron una mesa de ping—pong. Inmedia-
tamente Giovannino golpeó la pelota con la paleta: Serenella, rápida, se la devolvió desde la otra
punta. Jugaban así, con golpes ligeros para que no los oyeran desde el interior de la casa. De pronto
la pelota dio un gran rebote y para detenerla Giovannino la desvió y la pelota golpeó en un gong
colgado entre los pilares de una pérgola, produciendo un sonido sordo y prolongado. Los dos niños
se agacharon en un arriate de ranúnculos. En seguida llegaron dos criados de chaqueta blanca con
grandes bandejas, las apoyaron en una mesa redonda debajo de un parasol de rayas amarillas y ana-
ranjadas y se marcharon.
Giovannino y Serenella se acercaron a la mesa. Había té, leche y bizcocho. No había más que
sentarse y servirse. Llenaron dos tazas y cortaron dos rebanadas. Pero estaban mal sentados, en el
borde de la silla, movían las rodillas. Y no lograban saborear los pasteles y el té con leche. En aquel
jardín todo era así: bonito e imposible de disfrutar, con esa incomodidad dentro y ese miedo de que
fuera sólo una distracción del destino y de que no tardarían en pedirles cuentas.

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Se acercaron a la casa de puntillas. Mirando entre las tablillas de una persiana vieron, dentro,
una hermosa habitación en penumbra, con colecciones de mariposas en las paredes. Y en la ha-
bitación había un chico pálido. Debía de ser el dueño de la casa y del jardín, agraciado de él.
Estaba tendido en una mecedora y hojeaba un grueso libro ilustrado. Tenía las manos finas y
blancas y un pijama cerrado hasta el cuello, a pesar de que era verano.
A los dos niños que lo espiaban por entre las tablillas de la persiana se les calmaron poco a
poco los latidos del corazón. El chico rico parecía pasar las páginas y mirar a su alrededor con
más ansiedad e incomodidad que ellos. Y era como si anduviese de puntillas, como temiendo
que alguien pudiera venir en cualquier momento a expulsarlo, como si sintiera que el libro, la
mecedora, las mariposas enmarcadas y el jardín con juegos y la merienda y la piscina y las
alamedas le fueran concedidos por un enorme error y él no pudiera gozarlos y sólo experimen-
tase la amargura de aquel error como una culpa.
El chico pálido daba vueltas por su habitación en penumbra con paso furtivo, acariciaba con
sus blancos dedos los bordes de las cajas de vidrio consteladas de mariposas y se detenía a es-
cuchar. A Giovannino y Serenella el corazón les latió aún con más fuerza. Era el miedo de que
un sortilegio pesara sobre la casa y el jardín, sobre todas las cosas bellas’51 y Cómodas, como
una antigua injusticia.
El sol se oscureció de nubes. Muy calladitos, Giovannino y Serenella se marcharon. Reco-
rrieron de vuelta los senderos, con paso rápido pero sin correr. Y atravesaron gateando el seto.
Entre las pitas encontraron un sendero que llevaba a la playa pequeña y pedregosa, con monto-
nes de algas que dibujaban la orilla del mar. Entonces inventaron un juego espléndido: la bata-
lla de algas. Estuvieron arrojándoselas a la cara a puñados, hasta caer la noche. Lo bueno era
que Serenella nunca lloraba.

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La isla desconocida
José Saramago

Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puer-
tas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta
de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él), cada vez que oía que alguien lla-
maba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la
aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos
(las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer secre-
tario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había manera de que se callara. Enton-
ces, el primer secretario llamaba al segundo secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer
ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza que, no te-
niendo en quién mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio, Y tú qué
quieres. El suplicante decía a lo que venía, o sea, pedía lo que tenía que pedir, después se instalaba en
un canto de la puerta, a la espera de que el requerimiento hiciese, de uno en uno, el camino contrario,
hasta llegar al rey. Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba la respuesta, y
ya no era pequeña señal de atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando pedía un informe fun-
damentado por escrito al primer secretario que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo
secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba
sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado.

Sin embargo, en el caso del hombre que quería un barco, las cosas no ocurrieron así. Cuando
la mujer de la limpieza le preguntó por el resquicio de la puerta, Y tú qué quieres, el hombre, en vez
de pedir, como era la costumbre de todos, un título, una condecoración, o simplemente dinero, res-
pondió. Quiero hablar con el rey, Ya sabes que el rey no puede venir, está en la puerta de los obse-
quios, respondió la mujer, Pues entonces ve y dile que no me iré de aquí hasta que él venga personal-
mente para saber lo que quiero, remató el hombre, y se tumbó todo lo largo que era en el rellano, ta-
pándose con una manta porque hacía frío. Entrar y salir sólo pasándole por encima. Ahora, bien, esto
suponía un enorme problema, si tenemos en consideración que, de acuerdo con la pragmática de las
puertas, sólo se puede atender a un suplicante cada vez, de donde resulta que mientras haya alguien
esperando una respuesta, ninguna otra persona podrá aproximarse para exponer sus necesidades o sus
ambiciones. A primera vista, quien ganaba con este artículo del reglamento era el rey, puesto que al
ser menos numerosa la gente que venía a incomodarlo con lamentos, más tiempo tenía, y más sosiego,
para recibir, contemplar y guardar los obsequios. A segunda vista, sin embargo, el rey perdía, y mu-
cho, porque las protestas públicas, al notarse que la respuesta tardaba más de lo que era justo, aumen-
taban gravemente el descontento social, lo que, a su vez, tenía inmediatas y negativas consecuencias
en el flujo de obsequios. En el caso que estamos narrando, el resultado de la ponderación entre los be-
neficios y los perjuicios fue que el rey, al cabo de tres días, y en real persona, se acercó a la puerta de
las peticiones, para saber lo que quería el entrometido que se había negado a encaminar el requeri-
miento por las pertinentes vías burocráticas.

33
Abre la puerta, dijo el rey a la mujer de la limpieza, y ella preguntó, Toda o sólo un poco.

El rey dudó durante un instante, verdaderamente no le gustaba mucho exponerse a los aires de
la calle, pero después reflexionó que parecería mal, aparte de ser indigno de su majestad, hablar con
un súbdito a través de una rendija, como si le tuviese miedo, sobre todo asistiendo al coloquio la mu-
jer de la limpieza, que luego iría por ahí diciendo Dios sabe qué, De par en par, ordenó. El hombre
que quería un barco se levantó del suelo cuando comenzó a oír los ruidos de los cerrojos, enrolló la
manta y se puso a esperar. Estas señales de que finalmente alguien atendería y que por tanto el lugar
pronto quedaría desocupado, hicieron aproximarse a la puerta a unos cuantos aspirantes a la liberali-
dad del trono que andaban por allí, prontos para asaltar el puesto apenas quedase vacío. La inopinada
aparición del rey (nunca una tal cosa había sucedido desde que usaba corona en la cabeza) causó una
sorpresa desmedida, no sólo a los dichos candidatos, sino también entre la vecindad que, atraída por
el alborozo repentino, se asomó a las ventanas de las casas, en el otro lado de la calle. La única per-
sona que no se sorprendió fue el hombre que vino a pedir un barco. Calculaba él, y acertó en la previ-
sión, que el rey, aunque tardase tres días, acabaría sintiendo la curiosidad de ver la cara de quien, na-
da más y nada menos, con notable atrevimiento, lo había mandado llamar. Dividido entre la curiosi-
dad irreprimible y el desagrado de ver tantas personas juntas, el rey, con el peor de los modos, pre-
guntó tres preguntas seguidas, Tú qué quieres, Por qué no dijiste lo que querías, Te crees que no tengo
nada más que hacer, pero el hombre sólo respondió a la primera pregunta, Dame un barco, dijo. El
asombro dejó al rey hasta tal punto desconcertado que la mujer de la limpieza se vio obligada a acer-
carle una silla de enea, la misma en que ella se sentaba cuando necesitaba trabajar con el hilo y la
aguja, pues, además de la limpieza, tenía también la responsabilidad de algunas tareas menores de
costura en el palacio, como zurcir las medias de los pajes. Mal sentado, porque la silla de enea era
mucho más baja que el trono, el rey buscaba la mejor manera de acomodar las piernas, ora encogién-
dolas, ora extendiéndolas para los lados, mientras el hombre que quería un barco esperaba con pa-
ciencia la pregunta que seguiría, Y tú para qué quieres un barco, si puede saberse, fue lo que el rey
preguntó cuando finalmente se dio por instalado con sufrible comodidad en la silla de la mujer de la
limpieza, Para buscar la isla desconocida, respondió el hombre. Qué isla desconocida, preguntó el
rey, disimulando la risa, como si tuviese enfrente a un loco de atar, de los que tienen manías de nave-
gaciones, a quien no sería bueno contrariar así de entrada, La isla desconocida, repitió el hombre,
Hombre, ya no hay islas desconocidas, Quién te ha dicho, rey, que ya no hay islas desconocidas, Es-
tán todas en los mapas, En los mapas están sólo las islas conocidas, Y qué isla desconocida es esa que
tú buscas, Si te lo pudiese decir, entonces no sería desconocida, A quién has oído hablar de ella, pre-
guntó el rey, ahora más serio, A nadie, En ese caso, por qué te empeñas en decir que ella existe, Sim-
plemente porque es imposible que no exista una isla desconocida, Y has venido aquí para pedirme un
barco, Sí, vine aquí para pedirte un barco, Y tú quién eres para que yo te lo dé, Y tú quién eres para no
dármelo, Soy el rey de este reino y los barcos del reino me pertenecen todos, Más les pertenecerás tú
a ellos que ellos a ti, Qué quieres decir, preguntó el rey inquieto, Que tú sin ellos nada eres, y que
ellos, sin ti, pueden navegar siempre, Bajo mis órdenes, con mis pilotos y mis marineros, No te pido
marineros ni piloto, sólo te pido un barco, Y esa isla desconocida, si la encuentras, será para mí, A ti,
rey, sólo te interesan las islas conocidas,

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También me interesan las desconocidas, cuando dejan de serlo, Tal vez ésta no se deje conocer, En-
tonces no te doy el barco, Darás. Al oír esta palabra, pronunciada con tranquila firmeza, los aspiran-
tes a la puerta de las peticiones, en quienes, minuto tras minuto, desde el principio de la conversa-
ción iba creciendo la impaciencia, más por librarse de él que por simpatía solidaria, resolvieron in-
tervenir en favor del hombre que quería el barco, comenzando a gritar. Dale el barco, dale el barco.
El rey abrió la boca para decirle a la mujer de la limpieza que llamara a la guardia del palacio para
que estableciera inmediatamente el orden público e impusiera disciplina, pero, en ese momento, las
vecinas que asistían a la escena desde las ventanas se unieron al coro con entusiasmo, gritando como
los otros, Dale el barco, dale el barco. Ante tan ineludible manifestación de voluntad popular y preo-
cupado con lo que, mientras tanto, habría perdido en la puerta de los obsequios, el rey levantó la
mano derecha imponiendo silencio y dijo, Voy a darte un barco, pero la tripulación tendrás que con-
seguirla tú, mis marineros me son precisos para las islas conocidas. Los gritos de aplauso del público
no dejaron que se percibiese el agradecimiento del hombre que vino a pedir un barco, por el movi-
miento de los labios tanto podría haber dicho Gracias, mi señor, como Ya me las arreglaré, pero lo
que nítidamente se oyó fue lo que a continuación dijo el rey, Vas al muelle, preguntas por el capitán
del puerto, le dices que te mando yo, y él que te dé el barco, llevas mi tarjeta. El hombre que iba a
recibir un barco leyó la tarjeta de visita, donde decía Rey debajo del nombre del rey, y eran éstas las
palabras que él había escrito sobre el hombro de la mujer de la limpieza, Entrega al portador un bar-
co, no es necesario que sea grande, pero que navegue bien y sea seguro, no quiero tener remordi-
mientos en la conciencia si las cosas ocurren mal. Cuando el hombre levantó la cabeza, se supone
que esta vez iría a agradecer la dádiva, el rey ya se había retirado, sólo estaba la mujer de la limpieza
mirándolo con cara de circunstancias. El hombre bajó del peldaño de la puerta, señal de que los otros
candidatos podían avanzar por fin, superfluo será explicar que la confusión fue indescriptible, todos
queriendo llegar al sitio en primer lugar, pero con tan mala suerte que la puerta ya estaba cerrada
otra vez. La aldaba de bronce volvió a llamar a la mujer de la limpieza, pero la mujer de la limpieza
no está, dio la vuelta y salió con el cubo y la escoba por otra puerta, la de las decisiones, que apenas
es usada, pero cuando lo es, lo es. Ahora sí, ahora se comprende el porqué de la cara de circunstan-
cias con que la mujer de la limpieza estuvo mirando, ya que, en ese preciso momento, había tomado
la decisión de seguir al hombre así que él se dirigiera al puerto para hacerse cargo del barco. Pensó
que ya bastaba de una vida de limpiar y lavar palacios, que había llegado la hora de mudar de oficio,
que lavar y limpiar barcos era su vocación verdadera, al menos en el mar el agua no le faltaría. No
imagina el hombre que, sin haber comenzado a reclutar la tripulación, ya lleva detrás a la futura res-
ponsable de los baldeos y otras limpiezas, también es de este modo como el destino acostumbra a
comportarse con nosotros, ya está pisándonos los talones, ya extendió la mano para tocarnos en el
hombro, y nosotros todavía vamos murmurando, Se acabó, no hay nada más que ver, todo es igual.

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Andando, andando, el hombre llegó al puerto, fue al muelle, preguntó por el capitán, y mientras venía,
se puso a adivinar cuál sería, de entre los barcos que allí estaban, el que iría a ser suyo, grande ya sabía
que no, la tarjeta de visita del rey era muy clara en este punto, por consiguiente quedaban descartados
los paquebotes, los cargueros y los navíos de guerra, tampoco podría ser tan pequeño que aguantase
mal las fuerzas del viento y los rigores del mar, en este punto también había sido categórico el rey, que
navegue bien y sea seguro, fueron éstas sus formales palabras, excluyendo así explícitamente los botes,
las falúas y las chalupas, que siendo buenos navegantes, y seguros, cada uno conforme a su condición,
no nacieron para surcar los océanos, que es donde se encuentran las islas desconocidas. Un poco apar-
tada de allí, escondida detrás de unos bidones, la mujer de la limpieza pasó los ojos por los barcos
atracados, Para mi gusto, aquél, pensó, aunque su opinión no contaba, ni siquiera había sido contrata-
da, vamos a oír antes lo que dirá el capitán del puerto. El capitán vino, leyó la tarjeta, miró al hombre
de arriba abajo y le hizo la pregunta que al rey no se le había ocurrido, Sabes navegar, tienes carnet de
navegación, a lo que el hombre respondió, Aprenderé en el mar. El capitán dijo, No te lo aconsejaría,
capitán soy yo, y no me atrevo con cualquier barco, Dame entonces uno con el que pueda atreverme,
no, uno de ésos no, dame un barco que yo respete y que pueda respetarme a mí, Ese lenguaje es de ma-
rinero, pero tú no eres marinero, Si tengo el lenguaje, es como si lo fuese. El capitán volvió a leer la
tarjeta del rey, después preguntó, Puedes decirme para qué quieres el barco, Para ir en busca de la isla
desconocida, Ya no hay islas desconocidas, Lo mismo me dijo el rey, Lo que él sabe de islas lo apren-
dió conmigo, Es extraño que tú, siendo hombre de mar, me digas eso, que ya no hay islas desconoci-
das, hombre de tierra soy yo, y no ignoro que todas las islas, incluso las conocidas, son desconocidas
mientras no desembarcamos en ellas, Pero tú, si bien entiendo, vas a la búsqueda de una donde nadie
haya desembarcado nunca, Lo sabré cuando llegue, Si llegas, Sí, a veces se naufraga en el camino, pe-
ro si tal me ocurre, deberás escribir en los anales del puerto que el punto adonde llegué fue ése, Quie-
res decir que llegar, se llega siempre, No serías quien eres si no lo supieses ya. El capitán del puerto
dijo, Voy a darte la embarcación que te conviene. Cuál, Es un barco con mucha experiencia, todavía
del tiempo en que toda la gente andaba buscando islas desconocidas, Cuál, Creo que incluso encontró
algunas, Cuál, Aquél. Así que la mujer de la limpieza percibió para dónde apuntaba el capitán, salió
corriendo de detrás de los bidones y gritó, Es mi barco, es mi barco, hay que perdonarle la insólita rei-
vindicación de propiedad, a todo título abusiva, el barco era aquel que le había gustado, simplemente.
Parece una carabela, dijo el hombre, Más o menos, concordó el capitán, en su origen era una carabela,
después pasó por arreglos y adaptaciones que la modificaron un poco, Pero continúa siendo una cara-
bela, Sí, en el conjunto conserva el antiguo aire, Y tiene mástiles y velas, Cuando se va en busca de
islas desconocidas, es lo más recomendable. La mujer de la limpieza no se contuvo, Para mí no quiero
otro, Quién eres tú, preguntó el hombre, No te acuerdas de mí, No tengo idea, Soy la mujer de la lim-
pieza, Qué limpieza, La del palacio del rey, La que abría la puerta de las peticiones, No había otra, Y
por qué no estás en el palacio del rey, limpiando y abriendo puertas, Porque las puertas que yo quería
ya fueron abiertas y porque de hoy en adelante sólo limpiaré barcos, Entonces estás decidida a ir con-
migo en busca de la isla desconocida, Salí del palacio por la puerta de las decisiones, Siendo así, ve
para la carabela, mira cómo está aquello, después del tiempo pasado debe precisar de un buen lavado,
y ten cuidado con las gaviotas, que no son de fiar, No quieres venir conmigo a conocer tu barco por
dentro, Dijiste que era tuyo, Disculpa, fue sólo porque me gustó, Gustar es probablemente la mejor
manera de tener, tener debe de ser la peor manera de gustar.

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El capitán del puerto interrumpió la conversación, Tengo que entregar las llaves al dueño del barco, a uno o
a otro, resuélvanlo, a mí tanto me da, Los barcos tienen llave, preguntó el hombre, Para entrar, no, pero allí
están las bodegas y los pañoles, y el camarote del comandante con el diario de a bordo, Ella que se encar-
gue de todo, yo voy a reclutar la tripulación, dijo el hombre, y se apartó.

La mujer de la limpieza fue a la oficina del capitán para recoger las llaves, después entró en el bar-
co, dos cosas le valieron, la escoba del palacio y el aviso contra las gaviotas, todavía no había acabado de
atravesar la pasarela que unía la amurada al atracadero y ya las malvadas se precipitaban sobre ella gritan-
do, furiosas, con las fauces abiertas, como si la fueran a devorar allí mismo. No sabían con quién se enfren-
taban. La mujer de la limpieza posó el cubo, se guardó las llaves en el seno, plantó bien los pies en la pasa-
rela y, remolineando la escoba como si fuese un espadón de los buenos tiempos, consiguió poner en des-
bandada a la cuadrilla asesina. Sólo cuando entró en el barco comprendió la ira de las gaviotas, había nidos
por todas partes, muchos de ellos abandonados, otros todavía con huevos, y unos pocos con gaviotillas de
pico abierto, a la espera de comida, Pues sí, pero será mejor que se muden de aquí, un barco que va en bus-
ca de la isla desconocida no puede tener este aspecto, como si fuera un gallinero, dijo. Tiró al agua los nidos
vacíos, los otros los dejó, luego veremos. Después se remangó las mangas y se puso a lavar la cubierta.
Cuando acabó la dura tarea, abrió el pañol de las velas y procedió a un examen minucioso del estado de las
costuras, tanto tiempo sin ir al mar y sin haber soportado los estirones saludables del viento. Las velas son
los músculos del barco, basta ver cómo se hinchan cuando se esfuerzan, pero, y eso mismo les sucede a los
músculos, si no se les da uso regularmente, se aflojan, se ablandan, pierden nervio. Y las costuras son los
nervios de las velas, pensó la mujer de la limpieza, contenta por aprender tan de prisa el arte de la marine-
ría. Encontró deshilachadas algunas bastillas, pero se conformó con señalarlas, dado que para este trabajo
no le servían la aguja y el hilo con que zurcía las medias de los pajes antiguamente, o sea, ayer. En cuanto a
los otros pañoles, enseguida vio que estaban vacíos. Que el de la pólvora estuviese desabastecido, salvo un
polvillo negro en el fondo, que al principio le parecieron cagaditas de ratón, no le importó nada, de hecho
no está escrito en ninguna ley, por lo menos hasta donde la sabiduría de una mujer de la limpieza es capaz
de alcanzar, que ir por una isla desconocida tenga que ser forzosamente una empresa de guerra. Ya le enfa-
dó, y mucho, la falta absoluta de municiones de boca en el pañol respectivo, no por ella, que estaba de so-
bra acostumbrada al mal rancho del palacio, sino por el hombre al que dieron este barco, no tarda que el sol
se ponga, y él aparecerá por ahí clamando que tiene hambre, que es el dicho de todos los hombres apenas
entran en casa, como si sólo ellos tuviesen estómago y sufriesen de la necesidad de llenarlo, Y si trae mari-
neros para la tripulación, que son unos ogros comiendo, entonces no sé cómo nos vamos a gobernar, dijo la
mujer de la limpieza.

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No merecía la pena preocuparse tanto. El sol acababa de sumirse en el océano cuando el hombre que
tenía un barco surgió en el extremo del muelle. Traía un bulto en la mano, pero venía solo y cabizbajo.
La mujer de la limpieza fue a esperarlo a la pasarela, antes de que abriera la boca para enterarse de
cómo había transcurrido el resto del día, él dijo, Estate tranquila, traigo comida para los dos, Y los ma-
rineros, preguntó ella, Como puedes ver, no vino ninguno, Pero los dejaste apalabrados, al menos,
volvió a preguntar ella, Me dijeron que ya no hay islas desconocidas, y que, incluso habiéndolas, no
iban a dejar el sosiego de sus lares y la buena vida de los barcos de línea para meterse en aventuras
oceánicas, a la búsqueda de un imposible, como si todavía estuviéramos en el tiempo del mar tenebro-
so, Y tú qué les respondiste, Que el mar es siempre tenebroso, Y no les hablaste de la isla desconocida,
Cómo podría hablarles de una isla desconocida, si no la conozco, Pero tienes la certeza de que existe,
Tanta como de que el mar es tenebroso, En este momento, visto desde aquí, con las aguas color de ja-
de y el cielo como un incendio, de tenebroso no le encuentro nada, Es una ilusión tuya, también las
islas a veces parece que fluctúan sobre las aguas y no es verdad, Qué piensas hacer, si te falta una tri-
pulación, Todavía no lo sé, Podríamos quedarnos a vivir aquí, yo me ofrecería para lavar los barcos
que vienen al muelle, y tú, Y yo, Tendrás un oficio, una profesión, como ahora se dice, Tengo, tuve,
tendré si fuera preciso, pero quiero encontrar la isla desconocida, quiero saber quién soy yo cuando
esté en ella, No lo sabes, Si no sales de ti, no llegas a saber quién eres, El filósofo del rey, cuando no
tenía nada que hacer, se sentaba junto a mí, para verme zurcir las medias de los pajes, y a veces le da-
ba por filosofar, decía que todo hombre es una isla, yo, como aquello no iba conmigo, visto que soy
mujer, no le daba importancia, tú qué crees, Que es necesario salir de la isla para ver la isla, que no
nos vemos si no nos salimos de nosotros, Si no salimos de nosotros mismos, quieres decir, No es
igual. El incendio del cielo iba languideciendo, el agua de repente adquirió un color morado, ahora ni
la mujer de la limpieza dudaría que el mar es de verdad tenebroso, por lo menos a ciertas horas.

Dijo el hombre, Dejemos las filosofías para el filósofo del rey, que para eso le pagan, ahora
vamos a comer, pero la mujer no estuvo de acuerdo, Primero tienes que ver tu barco, sólo lo conoces
por fuera. Qué tal lo encontraste, Hay algunas costuras de las velas que necesitan refuerzo, Bajaste a
la bodega, encontraste agua abierta, En el fondo hay alguna, mezclada con el lastre, pero eso me pare-
ce que es lo apropiado, le hace bien al barco, Cómo aprendiste esas cosas, Así, Así cómo, Como tú,
cuando dijiste al capitán del puerto que aprenderías a navegar en la mar, Todavía no estamos en el
mar, Pero ya estamos en el agua, Siempre tuve la idea de que para la navegación sólo hay dos maes-
tros verdaderos, uno es el mar, el otro es el barco, Y el cielo, te olvidas del cielo, Sí, claro, el cielo,
Los vientos, Las nubes, El cielo, Sí, el cielo.

38
La instrucción
Ignacio Solares
En el puente de mando, atrás de la ventanilla de grueso cristal violáceo, el capi-
tán contempla un mar repentinamente calmo –de un azul metálico que parece ca-
si negro en los bordes de las olas–, los mástiles de vanguardia, el compacto grupo
de pasajeros en la cubierta de proa, la curva tajante que abre las efímeras espu-
mas. “Mis pasajeros”, piensa el capitán.

Apenas un instante antes –algo así como en un parpadeo– dejaron atrás el puerto,
que se les perdió de vista como un lejano incendio.

El barco cabecea dos o tres veces, con suavidad.

–Yo, la verdad, capitán, cada vez que salgo a alta mar siento la misma emoción
de la primera vez– le comenta el contramaestre, un hombre de pequeña estatura,
sonriente y de modales resbaladizos –¿Cómo dice el poema de Baudelaire?
“Hombre libre, tú siempre añorarás el mar.” Pues yo lo añoro hasta en sueños. El
puro aire salino y yodado me cambia la visión del mundo. Como si fuera una ga-
viota suspendida en lo alto del mástil, y desde ahí mirara el horizonte. Temo que
un día esta emoción se me agote, usted me entiende. El paso del entusiasmo a la
rutina es una de las mejores armas de la muerte, lo sabemos.

El capitán realiza su primer viaje en tan importante cargo, algo que esperó con
ansiedad creciente desde el instante mismo en que decidió hacerse marinero.

Con actitud ceremoniosa levanta la cabeza, mete la mano al bolsillo interior del
saco de hilo blanco (que apenas estrena) y toma la instrucción lacrada que, se le
advirtió, sólo debería abrir ya en alta mar.

Desde hace días el corazón se le desboca con facilidad. Y hoy por fin llega al
momento que, supone, pondrá fin a su incertidumbre sobre el rumbo por seguir,
la clase de travesía que deberá realizar, cómo y con qué medios resolverá los
problemas que enfrente.

Rompe los sellos como si rasgara su propia piel, abre el sobre y, para su sorpresa
y desconsuelo, se encuentra con un texto fragmentado y casi invisible.

–¡Otra vez esta maldita broma!– dice el contramaestre chasqueando la lengua al


descubrir el instructivo por encima del hombro del capitán. –Siempre la hacen a
quienes ocupan el cargo de capitán por primera vez. Dizque para probar sus habi-
lidades y capacidad de improvisación.

–Pues me parece una broma de lo más pesada. Y absurda, porque ahora no sa-
bremos a dónde dirigirnos.

–De eso se trata, he oído decir que dicen. Precisamente, que en éste su primer
viaje como capitán usted mismo decida a dónde ir, qué escalas hacer, cómo en-

39
frentar los problemas que se le presenten. Incluso, cómo explicar y convencer a
los pasajeros de la ruta que decida seguir y el por qué.

–Algunas palabras se leen aquí con cierta claridad– dice el capitán entrecerrando
los ojos para enfocar el amarillento trozo de papel.

–Y si le ponemos un poco de agua quizá puedan leerse algunas más.

Con la punta del índice, como con un suave pincel, el contramaestre le pasa un
poco de agua al papel.

–¡Mire, se han aclarado otras palabras!

–No demasiadas.

–Quizá sean suficientes. Por lo pronto, nos aclaran el Sur en vez del Norte y, lo
más importante, que el nuestro no debe ser un viaje de recreo sino más bien for-
mal y ceremonioso. Mire, aquí se lee muy clara la palabra “ceremonioso” y creo
que la siguiente palabra es “ritual”.

–Ya me imagino explicándoles yo a los pasajeros que éste será un viaje “ritual”.

–Pues por lo menos tiene usted una pista de lo que debe decirles. He visto ins-
tructivos en que la única palabra que aparece es “convencerlos”, pero no se sabe
de qué ni por qué. Además, usted por lo menos tiene muy clara la palabra “Sur”.
Es mucho peor cuando le aparece “rumbo desconocido”, porque entonces toda la
responsabilidad recaería sobre usted. Supe de un capitán que malinterpretó las
instrucciones que se le daban…– y una chispita de ironía brilla en los ojos del
contramaestre. –Bueno, no exactamente que se le dieran las instrucciones, sino
que él debía adivinarlas en un papel como éste. Las malinterpretó y zozobró a los
pocos días de haber zarpado. Otro más se desesperó tanto ante la confusión de las
instrucciones que lanzó el trozo de papel por la borda. Lo único que consiguió
fue que pocas horas después se pararan las máquinas del barco y no pudiéramos
volverlas a echar a andar por más intentos que hicimos– las aletas de la nariz se
le dilatan y respira profundamente. –O, en fin, me contaron de un caso aún más
grave, porque la irresponsable y manifiesta desesperación del capitán provocó
enseguida que una enfermedad infecciosa de lo más rara se declarara a bordo.

–Pero, ¿quién puede asumir unas instrucciones que no se le dan con suficiente
claridad?– pregunta el capitán al tiempo que se le marcan las comisuras de los
labios, en un gesto casi de asco.

–Creo que éste es el punto más delicado que enfrentará usted, por lo que me ha
tocado ver. Hay capitanes que con muchas menos palabras en su instructivo to-
man una actitud tan decidida que así se lo hacen sentir a la tripulación y a los pa-
sajeros. La respuesta por lo general es de lo más positiva. En cambio he visto a
otros que, al titubear, provocan un verdadero motín a bordo, y no ha faltado la
tripulación que se subleva y toma el mando de una manera violenta, con todas las
implicaciones que ello significa para el resto del viaje.

–¿Y los pasajeros?

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–Con los pasajeros más le vale tener un cuidado supremo. Porque si no están de
acuerdo con sus decisiones, una queja por escrito a nuestras altas autoridades
puede costarle a usted el puesto, lo cual significaría que éste fue su debut y des-
pedida como capitán de un barco. Pueden hasta fincarle responsabilidades y de-
mandarlo. Supe de un capitán que tardó años en pagar la demanda que le pusie-
ron los pasajeros por daños y perjuicios.

–Dios santo.

–Empezarán por cuestionarle el rumbo que tome. Si va usted al Sur, le dirán que
ellos pagaron su boleto por ir al Norte. Le van a blandir frente a la cara sus bole-
tos, prepárese. Pero si decide cambiar de rumbo e ir al Norte, será peor, porque
no faltarán los que, en efecto, prefieran ir al Sur, y lo mismo, van a amenazarlo
con quién sabe cuántas demandas. Otro tanto le sucederá con las escalas que rea-
lice. Nunca conseguirá dejarlos satisfechos a todos, y más le vale tomar sus deci-
siones sin consultarlos demasiado. Simplemente anúncielas como un hecho dado,
y punto. O sea, partir de que los pasajeros nunca saben lo que en realidad quieren
y tomar las decisiones por encima de ellos, por decirlo así.

–¿Y si definitivamente no están de acuerdo con esas decisiones?

–Rece usted porque no le suceda algo así. Estuve en un barco en el que los pasa-
jeros se negaron a aceptar el rumbo que decidió tomar el capitán y exigieron que
les bajaran las lanchas salvavidas para regresar al puerto del que acababan de
zarpar.

El capitán sostuvo el trozo de papel con dos dedos como pinzas y lo volvió para
uno y otro lado. Suspiró.

–Si por lo menos lograra poner en orden las palabras que aquí aparecen. Pero son
demasiados los espacios en blanco entre ellas.

–Consuélese. Recuerdo que un capitán cayó de rodillas apenas abrió el sobre se-
llado y se puso a orar por, según él, la gracia concedida de contar con unas cuan-
tas palabras para guiarse en su viaje. Luego me decía: “Me complace pensar que
los fundadores de religiones, los profetas, los santos o los videntes, han sido ca-
paces de leer muchas más palabras que nosotros en estos textos casi invisibles,
tras de lo cual seguramente los han exagerado, adornado o dramatizado, pero la
verdad es que nos dejaron un testimonio invaluable para cada uno de nuestros
viajes.”

–Prefiero atenerme a mis limitadas capacidades. ¿Y si le ponemos un poco más


de agua?

–Inténtelo. Aunque si lo moja demasiado corre el riesgo de borrar alguna palabra.


Lo mismo con la saliva, he comprobado que puede dar pésimos resultados. Quizá
sea preferible conformarse con lo que tiene a la mano y no ambicionar más. Con-
céntrese en algunas de las palabras que se le dieron, léalas una y otra vez, bús-
queles su sentido más profundo. Ahí tiene una, por ejemplo, que si la sabe apre-
ciar, debería estremecerlo hasta la médula.

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–¿Cuál?

–“Constelación”. ¿Le parece poco? Nomás calcule todas las implicaciones que
puede encontrarle. Experiméntelo esta misma noche. ¿O no ha percibido usted el
acorde, el ritmo que une a las estrellas de una constelación? ¿O tampoco ha nota-
do que las estrellas sueltas, las pobres que no alcanzan a integrarse en una cons-
telación, parecen insignificantes al lado de esa escritura indescifrable?

–¡No me hable más de escritura indescifrable, por favor!– dijo el capitán con un
gesto de dolor.

El contramaestre no pareció escucharlo y miró fijamente hacia el cielo azul, co-


mo si sus palabras vehementes consiguieran ya empezar a oscurecerlo.

–El hombre debe de haber sentido desde el principio de la historia que cada cons-
telación era como un clan, una sociedad, una raza. Algunas noches yo he vivido
la guerra de las estrellas, su juego insoportable de tensiones, y si quiere un buen
consejo espérese a la noche para contemplar el cielo antes de tomar cualquier
decisión.

El barco tiembla, crece en velas y gavias, en aparejos desusados, como si un


viento contrario lo arrastrara por un instante a un rumbo imprevisto.

Aquella noche, en efecto, el capitán ni siquiera intenta dormir (quizá tampoco lo


intente las siguientes noches) y furtivamente sale de su camarote a pasear por la
cubierta de proa. El cielo incandescente, el aire húmedo en la cara, lo exaltan y le
atemperan la angustia que lo invade. El espectáculo sube bruscamente de color,
empieza a quemarle los párpados. Los astros giran levemente.

“Ahí tiene una palabra que si supiera leerla lo estremecería hasta la médula”, re-
cuerda que le dijo el contramaestre.

Contempla el trazo lechoso de la Vía Láctea cortado por oscuras grietas, el suave
tejido de araña de la nebulosa de Orión, el brillo límpido de Venus, el resplandor
contrastante de las estrellas azules y de las estrellas rojas. ¿Quién advierte la
muerte de una estrella cuando todas ellas viven quemándose a cada instante? La
luz que vemos es quizá tan sólo el espectro de un astro que murió hace millones
de años, y sólo existe porque la contemplan nuestros pobres ojos. ¿Existe sólo
por eso? ¿Existe sólo para eso?

El palo mayor del barco deja de acariciar a Perseo, oscila hacia Andrómeda, la
pincha y la hostiga hasta alejarla.

El capitán quiere establecer y ahincar un contacto con su nave y para eso ha es-
perado el sueño que iguala a sus tripulantes, se ha impuesto la vigilia celosa que
ha de comunicarlo con la sustancia fluida de la noche. ¿Será posible tomar hoy
mismo una decisión?

Recuerda algunas de las otras palabras sueltas del instructivo, algún sustantivo
redondo y pesado. Baja la cabeza y reconoce su incapacidad para descifrar el je-
roglífico. Ya casi no entiende que no ha entendido nada. Siente que la fatalidad
trepa como una mancha por las solapas de su saco nuevo. ¿Renunciar de una
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buena vez, aceptar que le finquen responsabilidades, pagar las demandas de los
pasajeros? ¿O seguir, resistir un poco más, trepar los primeros escalones de la
escalera de la iniciación?

Visiones culposas de barcos fantasmas, sin timonel, cruzan ante sus ojos.

Pero le basta levantar la cabeza y mirar los racimos resplandecientes en el cielo


para que regrese el fervor. Entorna los labios y osa pronunciar otra palabra del
instructivo, luego otra y otra más, sosteniéndolas con un aliento que le revienta
los pulmones. ¿Qué otra cosa somos sino verbo encarnado?, piensa. De tanta
fragmentaria proeza sobreviven fulgores instantáneos. La fragorosa batalla del sí
y del no parece amainar, escampa el griterío que le punza en las sienes. Sus de-
dos se hunden en el hierro de la borda.

Se vuelve y mira hacia el puente de mando. El arco del radar gira perezoso. El
capitán tiembla y se estremece cuando una silueta se recorta, inmóvil, de pie,
contra el cristal violáceo. “Soy yo mismo”, supone. “Tenemos capitán”. Y es co-
mo si en su sangre helada se coagulara la intuición de una ruta futura, por más
que se trate de una ruta inexorable. ~

43
El burro y la flauta
Augusto Monterroso

Tirada en el campo estaba desde hacía tiempo una Flauta que ya nadie tocaba,
hasta que un día un Burro que paseaba por ahí resopló fuerte sobre ella haciéndo-
la producir el sonido más dulce de su vida, es decir, de la vida del Burro y de la
Flauta.

Incapaces de comprender lo que había pasado, pues la racionalidad no era su


fuerte y ambos creían en la racionalidad, se separaron presurosos, avergonzados
de lo mejor que el uno y el otro habían hecho durante su triste existencia.

Dejar de ser mono


Augusto Monterroso

EL espíritu de investigación no tiene límites. En los Estados Unidos y en Europa


han descubierto a últimas fechas que existe una especie de monos hispanoameri-
canos capaces de expresarse por escrito, réplicas quizá del mono diligente que a
fuerza de teclear una máquina termina por escribir de nuevo, azarosamente, los
sonetos de Shakespeare. Tal cosa, como es natural, llena estas buenas gentes de
asombro, y no falta quien traduzca nuestros libros, ni, mucho menos, ociosos que
los compren, como antes compraban las cabecitas reducidas de los jíbaros. Hace
más de cuatro siglos que fray Bartolomé de las Casas pudo convencer a los euro-
peos de que éramos humanos y de que teníamos un alma porque nos reíamos;
ahora quieren convencerse de lo mismo porque escribimos.

44
El conejo y el león
Augusto Monterroso

Un celebre Psicoanalista se encontró cierto día en medio de la Selva, semiperdi-


do.
Con la fuerza que dan el instinto y el afán de investigación logró fácilmente su-
birse a un altísimo árbol, desde el cual pudo observar a su antojo no sólo la lenta
puesta del sol sino además la vida y costumbres de algunos animales, que compa-
ró una y otra vez con las de los humanos.

Al caer la tarde vio aparecer, por un lado, al Conejo; por otro, al León.

En un principio no sucedió nada digno de mencionarse, pero poco después am-


bos animales sintieron sus respectivas presencias y, cuando toparon el uno con el
otro, cada cual reaccionó como lo había venido haciendo desde que el hombre
era hombre.

El León estremeció la Selva con sus rugidos, sacudió la melena majestuosamente


como era su costumbre y hendió el aire con sus garras enormes; por su parte, el
Conejo respiró con mayor celeridad, vio un instante a los ojos del León, dio me-
dia vuelta y se alejó corriendo.

De regreso a la ciudad el celebre Psicoanalista publicó cum laude su famoso tra-


tado en que demuestra que el León es el animal más infantil y cobarde de la Sel-
va, y el Conejo el más valiente y maduro: el León ruge y hace gestos y amenaza
al universo movido por el miedo; el Conejo advierte esto, conoce su propia fuer-
za, y se retira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y
fuera de sí, al que comprende y que después de todo no le ha hecho nada.

45
Peligro en las cavernas
subterráneas
Gustavo Masso

El metro avanzaba envuelto en su olor de hule quemado y sudor humano. La mu-


jer en el incómodo asiento leía su revista femenina de rigor mientras, disimula-
damente, miraba de reojo a los hombres del vagón y escogía uno. Con un gesto
muy estudiado alzó la vista, miró al hombre que estaba frente a ella y sonrió. El
hombre recibió el doble destello de mirada y sonrisa, y sonrió también, deslum-
brado. Lo único que veía ahora era la vagina que se abría enorme ante él. Supo
entonces que estaba perdido, pero no pudo resistir la tremenda atracción y se di-
rigió hacia ella. Las puntas de los senos lo guiaron con su señal roja y atracó en
ese puerto con bandera franca, justo entre las piernas de la mujer. Y se debatió
ahí sin ninguna esperanza, con un placer masoquista, mientras su cuerpo se per-
día, se iba por ese vórtice erótico. Casi al final sintió miedo, y en un intento de-
sesperado se agarró con fuerza de los senos y se sostuvo así un momento, pero
fue inútil y, entre las convulsiones del orgasmo, desapareció.

Del hombre aquel sólo quedó la figura encorvada que descendió en la siguiente
estación.

La mujer cruzó las piernas, sonrió satisfecha y empezó a elegir su próxima vícti-
ma.

46
El albañilito Rodríguez
Gustavo Masso

Artista invitado:

El Macuarro

Guirnaldas, serpentinas y confeti. El campeón ha vuelto al barrio después de de-


fender su corona en Los Ángeles ante un gringo valeverga que no le duró ni tres
raunds. Los vecinos se organizaron para barrer toda la cuadra desde muy tempra-
nito y sus cuates de la vecindad, que son los que lo conocen desde que era chico,
limpiaron y regaron el patio, para que no se levante la tierra, pusieron farolitos de
papel, desos que llevan un foco adentro, en las puertas de todas las viviendas,
colgaron globos, arreglaron a la virgencita que está en el zaguán (le cambiaron
las flores viejas y le pusieron veladoras y tiritas de papel de china tricolores), y
en la mera entrada de la vecindad colgaron una manta que dice: "Bienbenido a
Casa Campeon"

Mustang convertible, lentes oscuros, traje sport. El fino estilista tepiteño, El Al-
bañilito Rodríguez, terror de los minimoscas y héroe del Fórum, desciende del
auto y recibe el homenaje: aplausos, besos y flores, de sus ex vecinos.

Carnitas, chicharrón y pulque. La coperacha había sido rigurosa y nadie se hizo


del rogar. El que más y el que menos aflojaron de perdida sus cincuenta pesitos
para recibir dignamente a su invencible representante ante los foros mundiales.
En un rincón del patio, un chavito fue comisionado para espantar las moscas que
intentaban posarse sobre las mesas llenas de suculentos platillos. Los vecinos
aplauden entusiasmados cuando el campeón inicia el banquete masticando sabro-
samente un buen pedazo de chicharrón. Nomás tus chicharrones truenan Juanito,
le grita Simón el zapatero del dos, mientras se limpia discretamente una lágrima
al recordar con ternura cómo nalgueaba, sin que sus padres se enteraran, al ahora
orgullo del barrio cuando éste apenas era un escuincle latoso que al menor pre-
texto se peleaba con los chamacos más chicos.

Arroz, mole poblano y frijoles refritos. La comadre Chentita distribuye genero-


samente los platos colmados, cómanle mijitos ora que hay modo, al mismo tiem-
po que recibe con gran modestia los elogios generales por sus sabrosos guisos.

Agua de horchata, de jamaica y también, ¿por qué no?, coca cola, para hacernos
unas cubitas, ¿verdad compadre?, porque claro que también hay ron, mezcalito y
brandy, ¡Presidente, que derroche! Usté chúpele compadrito, después discute, y
además tequila, limón y sal, ¡salud!
47
Guitarras, coros y emoción. El bravo peleador no se hace del rogar y demuestra
que con su voz también las gasta, al entonar de su ronco pecho sentidas cancio-
nes que hablan por sí solas de la esencia de su pueblo, como diría un conocido
comentarista. Bien plantado, con las piernas abiertas como retando a medio
mundo cual gallito de pelea, abrazado de José Apolinar Sánchez, mejor conocido
como el Macuarro, su querido amigo de la infancia, y sosteniendo con la mano
en alto su sexta o séptima cuba libre, qué caray.

Tocadiscos, alegría y salsa. Tan pronto como anochece se retiran mesas y sillas y
se abre un buen espacio para que todos puedan demostrar sus dotes de danzantes.
Al impulso de esa música tropical y bullanguera, la pequeña pista se llena de en-
tusiastas bailarines entre los que destaca, como ya es de suponer, el invicto bo-
xeador. Al terminar cada pieza, las muchachas lo rodean de inmediato, el precio
de la fama, y él se ve forzado a elegir a alguna. Ya ha bailado con la guapa Car-
mela, la del catorce, con las gemelas Godínez y hasta con la gordita y frondosa
Conchita que parece que trajera un niño entre sus brazos cuando estrecha al pe-
queño gladiador. Pero ahora él ha puesto los ojos en una muchacha muy especial:
Gisela, la flaquita del dieciocho, que en toda la noche no se ha despegado del
Macuarro.

Con la agilidad de piernas que ha causado la admiración de propios y extraños,


escapa graciosamente de las chicas que lo asedian, y dirigiéndose al rincón donde
la parejita se hace arrumacos y ojitos, solicita amablemente a su amigo que, co-
mo cuates, le ceda a su acompañante durante la próxima pieza. Cómo no, manito,
faltaba más.

Música, ritmo y alcohol. ¿Qué le pasa al campeón? Tal vez las copas ya le estén
haciendo efecto después de tantos obligados brindis con cuates, parientes y veci-
nos (el gran deportista no fuma, como es de todos sabido, por aquello del aire en
los combates largos). Mírenlo nomás. Abraza a la flaquita con demasiado ardor y
se agarra a ella como si no pudiera sostenerse solo.

El Macuarro los mira, prendiendo cigarro tras cigarro, desde la oscuridad de su


rincón: pero como pasan cumbias, salsas y danzones y su novia no le es devuelta,
decide ir en su rescate.

Gritos, aventones y mentadas. El destacado deportista ha abusado demasiado,


qué gandalla, ¿no?, y el joven pandillero así se lo dice, ¡ya, pos qué delicado! La
opinión está dividida, pero en medio de los empujones y alegatas de uno y otro
bando, se impone la cordura de don Simón el zapatero: que se echen un tiro.

Una bola de madrazos lo decide todo. El fin de fiesta será memorable y la gente
se anima ante la perspectiva de una exhibición de su ídolo, al fin y al cabo de eso
es de lo que se trata. ¡Vengan a ver cómo el campeón le parte la madre al vago
del catorce! Mientras tanto Gisela, la flaquita, desempeña su papel a la perfec-
ción, y parada frente a los contendientes, tomándose las manos, nerviosa, peque-
ña y modosita, promete con la mirada que será para el triunfador.

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Amagues, fintas y bailoteo. En el improvisado ring, donde los excitados vecinos
delimitan el cuadrilátero, los ex amigos se preparan para la lucha. Veánlos uste-
des. El campeón se pone en guardia en el clásico estilo que lo ha hecho famoso,
esa guardia impenetrable que ha probado su invulnerabilidad ante los mejores
exponentes del boxeo mundial, en la que la izquierda aguarda amartillada para
asestar el golpe demoledor que le ha dado tantos éxitos. En cambio su furris ad-
versario se limita a bailotear levantando mucho polvo con sus gruesos zapatones
de suela de tractor y rehuyendo una pelea frontal. ¿Quién le dijo que se podía pe-
lear con los brazos colgando a lo largo del cuerpo, dejando al descubierto las par-
tes vulnerables y mentándole la madre a su oponente de esa manera? El as de los
enlonados se dispone a darle una lección de lo que es el boxeo llevado hasta sus
más altas posibilidades.

Pero cuando el campeón considera que ha estudiado lo suficiente a su adversario


y se lanza en pos de una victoria segura, un perro, probablemente excitado por la
gritería, se mete al cuadrilátero interponiéndose entre los rijosos decidido a ser el
réferi del combate. Salta y mueve la cola delante del Macuarro, juguetón el perri-
to de la portera, ¿verdad?, pero le ladra furioso, desconociéndolo, ¡sáquese pin-
che perro!, al famoso boxeador, que tiene que tirarle dos o tres patadas, entre las
carcajadas de los vecinos, para que lo deje en paz.

Bulla, relajo y desmadre. Así no se puede, dice el desconcertado peleador, ya ni


la chingan. Este no es un pleito serio, porque cuando él se detiene un momento
para tomar aire, buscando el refugio de las cuerdas en su rincón neutral, son las
manos de los vecinos las que lo empujan riendo festivamente, los muy ignoran-
tes, para que vuelva al ataque. No hay campana que marque el final del raund ni
lo esperan los eficientes séconds para refrescarlo en algún cómodo banquillo. Los
potentes reflectores ora sí que brillan por su ausencia, suplidos por estos absur-
dos farolitos, y además los pies no se apoyan como debieran en esta tierra suelta,
y los zapatos, de piel de potrillo canadiense, regalo de una admiradora, se resba-
lan allí donde la tierra se hizo lodo por el vómito de un borracho. Definitivamen-
te, así no se puede.

El maestrito de los barrios voltea hacia los espectadores para reprocharles su acti-
tud y exigir el final de la pelea, ai que muera, ¿no? Cómo va a poder seguir si
cada vez que avanza hacia su rival éste tira patadas, lo escupe y hasta se quita el
cinturón, con esa hebillota que tiene, para mantenerlo a raya. Mejor que siga la
fiesta.

Ni madres. Imprudencia, descontón y fin de fiesta. El Macuarro ha encontrado su


oportunidad. Con total determinación se lanza sobre el descuidado peleador. Ca-
bezazo, patada en los güevos y suelo.

El campeón está tirado y el Macuarro, con la generosidad del triunfador, se abs-


tiene de seguirlo pateando. Pasa un brazo posesivo sobre los hombros de su novia
y se retira con ella hacia el fondo del patio. Ah, qué buena onda.

49
Los vecinos se dispersan comentando el resultado de la pelea, las mamás llaman
a sus chamacos y los meten a empujones en sus casas, don Simón el zapatero in-
vita a sus cuates a seguir la borrachera y se van en busca de sus botellas, la co-
madre Chentita recoge sus cazuelas y algunos farolitos empiezan a apagarse
mientras las voces de los borrachos que van cantando se pierden a lo lejos.

El Albañilito Rodríguez, el fino estilista tepiteño, se levanta del suelo con los
ojos vidriosos y sale a tientas del oscuro patio. A su coche le han robado los ta-
pones y el radio, pero llega a tiempo de espantar a un perro que se está meando
en una llanta. Antes de arrancar, le echa una última mirada al letrero que está
colgado en el zagúan. A ver cuándo me vuelven a invitar.

50
Comillas ratas Comillas
Gustavo Masso

Claro que era desesperante, pero no me podía quejar. Éramos unos privilegiados
entre tanta gente que estaba sin trabajo, deberían estar agradecidos cabrones, eso
era lo que nos decían los sobrestantes.

De todos modos se me hacía eterna esa última media hora en que las manecillas
estaban por llegar a las seis. Una mirada al reloj y otra a las cuchillas de la tro-
queladora. Antes nunca me chingué una mano...

Los compañeros empezaban a prepararse para la salida, hacían planes: que hay
fiesta en casa de Gonzalitos o dominó con el Chino, se agrupaban y bromeaban.
Y cuando al fin sonaba el silbato, salía yo encarrerado antes de que llegaran a
invitarme, ya ven que antes no me gustaba beber y siempre he sido así, como
quien dice, muy insociable. Pero lo raro era que apenas ponía un pie afuera de la
fábrica, ya no sabía qué hacer, comenzaba a aburrirme. Era una situación muy
jodida.

Lo que hacía entonces era meterme en algún cinito de barrio, desos que pasan
tres películas en función corrida, o subirme en un Tlalnepantla-San Lázaro para ir
al centro a ver los aparadores repletos de puras cosas que no podía comprar. Pero
la mayoría de las veces, sobre todo en épocas navideñas, cuando la gente anda
como desatada en las tiendas, prefería ir a encerrarme en mi cuarto, nomás a ha-
cerme pendejo, hasta que llegara la hora de dormir. Nunca he soportado ver a
esos santacloses panzones con barbas de algodón.

Por esa época empecé a cambiar, en esas tardes y noches aburridas que me pasa-
ba en mi casa. Tenía varias revistas viejas y media docena de libros bajo la cama.
Aunque no lo crean yo estudié la secundaria, no soy tan ignorante y me gusta le-
er. Pero las revistas eran demasiado atrasadas y los libros ya me los sabía de me-
moria. Me preparaba entonces cualquier cosa de cenar, no importaba lo temprano
que fuera, y me acostaba con la luz encendida hasta que me ardían los ojos y me
quedaba dormido.

Desde hacía un tiempo, ya sabía que habían ratas en el cuarto (dos o tres veces
encontré pedazos de pan o tortilla roídos), aunque nunca las había visto. Hasta
aquella tarde lluviosa en que estaba tumbado bocarriba en la cama contando loas
manchas que dejaban los mosquitos aplastados en el techo. Ya había hecho lo
mismo un montón de veces, pero al menos con eso me tranquilizaba. Afuera caía
la lluvia recia y tupida, y la cacerola que puse en la gotera del rincón estaba a
punto de derramarse. En ese momento me llamó la atención oír allí, dentro del
cuarto, un ruido diferente al rítmico gotear del agua.
51
Cuando uno lleva mucho tiempo oyendo un sonido continuo, cualquier cosa fue-
ra de lo normal lo pone alerta. Más a mí, que estoy acostumbrado a llevar el rit-
mo de la troqueladora por el puro ruido que hace. A veces, cuando camino por la
calle, me doy cuenta de que mis pasos conservan ese mismo ritmo, y por las no-
ches, con las cobijas sobre mi cabeza, me sorprende la perfecta sincronía de los
latidos dentro de mis orejas, como si todavía afuera de la fábrica siguiera acopla-
do con la máquina.

Bueno, el caso es que aquella tarde en que oí ese nuevo ruido, me levanté un po-
co en la cama y vi a la rata. No era muy grande, pero era gris, con una cola lar-
guísima y unos ojillos astutos. Me estuve mirándola un buen rato, muy quietecito
para no asustarla. Me gustaba la forma en que se movía por todo el cuarto, ner-
viosa, buscando algún desperdicio de la cena. Tenía tanta agilidad que a veces ni
se le veían las patas al correr y parecía una bola de pelos flotando apenas sobre el
piso.

Tratando de no hacer ruido, me estiré hacia la mesa para agarrar un pedazo de


pan, pero la pinche cama, como de costumbre, rechinó. La rata corrió y se metió
en una rendija junto a la estufa.

¡Qué paciencia tuve esa noche! Me puse a hacer guardia frente al agujero hasta
que la rata, después de dos o tres intentos, se animó y salió a comerse el pedazo
de pan que le había dejado sobre el piso.

A partir de entonces, todos los días, al salir de la fábrica, me iba directo al cuarto
para darle de comer a mis ratas. Porque pareció que a la primera le gustó mi pan
y fue y les avisó a sus cuatitas. Ahora eran varias y yo podía distinguirlas por el
tamaño y por el color. Después de un tiempo les puse nombres y me acostumbré
a verlas correr tras de mí por el cuarto, esperando que les sirviera su cena, casi
siempre pedazos de pan duro o tortillas que también les gustaban. Eso que dicen
en las revistas, que a las ratas les gusta el queso, es puro cuento. Cantidad de ve-
ces me gasté mi buen dinerito en comprarles del más fino y todo me lo dejaban.

Sin embargo, en aquel tiempo yo no creía que estuviera haciendo nada raro. Si
todo el mundo tiene perros y gatos en su casa... ¿A poco no? El otro día leí en el
periódico que se murió una vieja ricachona que tenía veintitantos gatos y les dejó
toda su herencia. Por qué no iba a tener yo unas cuantas ratas.

Lo malo fue que me empecé a encariñar con ellas, y me pasaba las horas plati-
cándoles todos mis problemas, como si fueran gente. Creo que entonces sí me
estaba volviendo loco, porque andaba yo bien cochino y sin rasurar. En la casa
dejaba que las ratas se subieran a la mesa a cenar conmigo y hubo algunas que
hicieron su nido con trapos viejos para dormir en mi misma cama. Fue la tempo-
rada más crítica y duró bastante.

Empecé a darme cuenta de que ya no era yo quien mandaba, cuando conocí a


Graciela. Muchas veces, al ir al pan o a la leche, me cruzaba con una muchacha

52
que parecía que era muy amigable. Le gusté o no sé qué, pero luego luego me
hizo plática, a mí que era tan huraño y andaba tan mal vestido.

Descubrí que vivía en un vecindad frente a la mía, y ya después pareció que nos
pusimos de acuerdo para ir juntos a la panadería. A la misma hora salíamos los
dos y ¡qué casualidad!, fíjate que yo también voy al pan.

Aunque no era muy bonita Graciela, Chela para los cuates, era mi única amiga y
ahí me empezó a gustar. En la panadería le invitaba, ándale, con confianza, un
pastelito y ella, ay, no te molestes, se hacía del rogar, qué pena, aunque al final
siempre aceptaba y es más, me convidaba una mordida.

Fueron buenos tiempos. Otra vez volví a andar limpio, corrí a las ratas de mi ca-
ma y dejé de hablar con ellas para no contarles nada acerca de Chela.

Andaban entonces muy inquietas, corriendo por todo el cuarto como extrañadas
de mi cambio. Eso sí, no dejé de alimentarlas de vez en cuando. No era cosa de
dejarlas abandonadas así nomás a que se murieran de hambre. Pero comencé a
faltar a mi casa muchas tardes en que me quedaba en el parque, el jardincito de la
esquina, a platicar con Chela. La bronca era cuando regresaba ya de nochecita.
Las ratas me recibían con chillidos, como reprochándome la tardanza. Esas veces
no podía dormir.

Hasta que un día me animé a invitar a mi amiga al cine. Salí muy contento de la
fábrica. El sobrestante, así llegarás muy lejos, había notado mi cambio y me feli-
citó delante de los compañeros. Fui a dar una vuelta por las tiendas, con unos pe-
sos que me sobraban, para comprarle un regalito a Chela y llegué puntual a la
cita.

Entramos al cine. Una buena película americana que escogí yo. Ya habrán notado
que no soy tan tonto, acuérdense que estudié secundaria. Ella se hubiera confor-
mado con cualquier churro mexicano.

Pero el cine era feo, sucio y, perdonándome la expresión, olía a meados. En la


pantalla se veía una historia de enamorados. El novio, elegantísimo, llevaba a la
muchacha a cenar a un lugar muy lujoso, brindaban con champaña, bailaban
acompañados por una orquesta y luego iban a un agradable departamento donde
hacían el amor en la alfombra, junto al fuego de la chimenea, todo muy románti-
co. Entonces abracé a Chela y la besé. Olía a Palmolive.

Salí de allí sintiéndome mal. No tenía dinero para invitarla a cenar y en un arran-
que de coraje, me decidí a llevarla a mi cuarto.

Cuando llegamos, entré con un poco de miedo pensando en las ratas. Qué ver-
güenza si ella las viera. Pero afortunadamente no apareció ninguna. Tal vez olie-
ron o sintieron una presencia extraña y se quedaron en sus agujeros.

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Nunca había visto mi casa tan pobre y tan mal arreglada. Carajo, ni la cama esta-
ba tendida. Olvidándome de toda cortesía, apagué las luces y me abalancé sobre
Chela.

Al principio ella pareció asombrada de mi brusco romanticismo, pero se dejó lle-


var y en un momento estuvimos ambos desnudos sobre la cama. Ella me apoyaba
en todos mis torpes intentos, pero fue inútil. No me pude concentrar. Sabía que
las ratas nos estaban observando.

No es que tuviera miedo, sólo en las malas películas se ve que las ratas atacan a
la gente. Lo que pasaba era que, en medio de mi agitación, me daba cuenta de
muchas cosas, hacía comparaciones. La pinche vida no es una novela rosa.

Supe mientras la abrazaba (pequeñita y suave, olorosa a jabón, te tendré presente


en mis masturbaciones), que nunca la amaría frente al fuego de una gran chime-
nea, que no habrían cenas ni bailes ni champaña, que la llevaría a su casa y no
volvería a buscarla.

Vi los ojillos rojos, astutos, asomando apenas por los agujeros y el tibio cuerpo
de Graciela se disolvió, se perdió entre los acompasados y burlones rechinidos de
la cama.

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Todos se han ido a otro planeta
Edmundo Valadés

Hay minutos en que todo parece escaparse de las manos. El día ha sido como un che-
que sin fondos. Hemos caminado de prisa y de pronto nos detiene una duda: ¿dónde
vamos? Resulta que no lo sabemos. Una bruma desconsoladora nos envuelve. Cre-
emos que los anuncios luminosos y las lámparas de los arbotantes no han sido bien
encendidos.
Suponemos que el mundo es demasiado grande y que no lo habita nadie. Algo
así como si todos sus habitantes se hubieran ido a pasear a otro planeta. La soledad nos
sobrecoge de improviso. Y con ella, el deseo punzante de hacer algo indefinible, desde
tomar una taza de caféhasta realizar una hazaña heroica. Y no es ni lo uno ni lo otro.
Buscamos dentro de nosotros mismos, nos interrogamos: ¿qué será? No se atina con la
respuesta. Contempla uno la vida y la compara a una botica, en la que hay de todo. Sin
embargo, no tenemos la receta. No puede saberse la medicina. Es el vacío.

Esa noche, Epigmenio no tenía la receta. Era uno de esos días en que los pequeños y
apurados planes que hace cualquiera para tener una meta inmediata a la que asirse, pa-
ra salvarse del vacío, le habían fallado. La muchacha que pretendía enamorar había
faltado a la cita. Por esperarla, se pasó la hora de ir al cine a ver una película del Indio
Fernández. En el café, la tertulia de amigos se había disuelto. Así como las grandes
calamidades se desatan simultáneamente, esas minúsculas que cercan a los hombres a
determinada hora y hacen también su daño, se habían desatado contra Epigmenio. En
ese momento, se sentía el único habitante sobre la tierra.

Esta sensación no es nada grata. Si se carece de imaginación o se la posee en exceso,


lo más fácil es resbalar hacia una cantina. Epigmenio decidió entrar en lamás cercana y
tomar algo fuerte. Ante el bar, con un pie en el "estribo", Epigmenio se puso a pensar.
¿Había perdido algo? Cuando alguien se hace esas preguntas precisamente frente a la
barra de una cantina, lo inevitable es que pida otra copa. Y que se siga con una docena.
Normalmente, a la duodécima, ese hombre se ha salvado inesperadamente no se sabe
por qué milagros del alcohol. Se siente feliz en la tierra y la ve poblada otra vez por
sus habitantes, sus esperanzas, sus alegrías. Hasta descubre desconocidos e interesan-
tes seres. Charla con cualquier ser humano, le surge una ternura inusitada por el canti-
nero, todas las mujeres se convierten en fáciles amores. Así son a veces las penas hu-
manas. Lo grave para Epigmenio fue que a la duodécima copa se sintió más solo. Y un
hombre que se siente solo después de haber bebido doce copas y ya frente a la
decimotercera, es todo un drama. Es que ese hombre está verdaderamente solo.

Posiblemente Epigmenio lo ignoraba. La soledad es una revelación, como la urticaria.


Uno está muy bien. De repente, hay una comezón terrible en toda la piel. Es la urtica-
ria que brotó por cualquier secreta alergia. Así la soledad. Uno ni siquiera la supone.
Se vive, sé es, a pesar de todo, más o menos feliz. Pero un minuto, un instante, porque
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faltó una chica a la cita, porque no se pudo ir al cine, porque no se encontró a ningún
amigo en el café, y ¡ahí está la soledad! Y tan inútil como rascarse, cuando la urticaria,
sin que se calme, así la soledad: la escarba uno creyendo que es pura imaginación y se
exacerba. Ya será difícil que se ahuyente. Epigmenio comprendió: no se sentía solo,
estaba solo.

La revelación, a pesar de la niebla del vino, fue dolorosa. Para escapar de su daño,
Epigmenio intentó buscar compañía. Cerciorarse de que no estaba solo en el mundo.
Creía que no tendría arriba de dos horas en la cantina. Pero las barras de las cantinas
comprueban la teoría de la relatividad: cuando pudo descifrar el reloj, calculó que ha-
bían transcurrido cerca de tres horas. Era más de la medianoche. A esa hora, un hom-
bre con trece copas que descubre su soledad y busca compañía, si es soltero, por lo
general nada más tiene un sitio donde encontrarla: en un cabaret. Epigmenio salió de
La Mundial y enfiló hacia el Waikiki.

Había estado allí hacía cuatro noches. Entonces no por sentirse solo, sino porque de-
seaba a una muchacha. Usted sabe: esas cosas inevitables que han creado muchachas
que van a los cabarets para que las inviten los clientes. La muchacha que Epigmenio
invitó esa pasada noche resultó ser muy agradable. Bastante bonita. Además, capaz de
dar algo que no debe esperarse: un poco de ternura. Y mostró hacia Epigmenio una
cálida simpatía. Y otras cosas que no hay que decir, porque resultarían indiscretas.

Epigmenio llegó al Waikiki. Allí, por si usted no lo sabe, hay muchas mesas y, alrede-
dor de ellas, esperando a un anfitrión ideal, las muchachas. Las malas muchachas, co-
mo hay que nombrarlas para diferenciarlas de esas conocidas como las buenas mucha-
chas. Las malas se ganan la vida bebiendo con quienes las invitan. Por cada copa que
toman, la casa les da una "ficha". Cada "ficha" vale un peso cincuenta centavos. (Creo
que ante la carestía de la vida, también las fichas están revalorizadas.) Cuanto más las
invitan, más "fichas" obtienen. Consecuentemente, más dinero. A ellas les gusta, natu-
ralmente, que quien las invite les convide muchos tragos. Por otro lado, pueden gustar-
le al cliente. El cliente las invita a ir a dormir. Si a la muchacha no le interesa más que
el negocio, acepta ir por un rato. Si el cliente le gusta o se gana su simpatía, puede
quedarse dormida hasta el otro día. Claro, si no hay un amigo que les lleve la cuenta.
Todo esto es muy variable. Habría que hablar mucho sobre ello. Si alguna vez usted y
yo podemos ir juntos a un lugar de ésos, allí, frente a una mesa, podremos platicar lar-
gamente del asunto.

Cuando Epigmenio entró en el cabaret, las cosas empeoraron. Aquello estaba poco
concurrido. Nada más unas cuantas parejas perdidas entre tanta mesa. Las mesas están
frente a la pista, donde se baila, todas con un albo mantel y cuatro sillas bien acomo-
dadas. Epigmenio fue a sentarse precisamente en el centro. Solo. Apoyó el codo sobre
la mesa y la cara sobre la mano, tratando de que sus miradas pudieran adivinar si lo
que aparecía ante ellas era un objeto o una persona. Y si era persona, si tenía la forma
de Sylvia. Sylvia, la muchacha que había aceptado su invitación hacía cuatro noches y
se había dormido hasta el día siguiente. La recordó, concentrándose. La concentración
se convirtió en algo intenso: tuvo la certeza de que, si ella estaba allí y aceptaba otra
invitación, dejaría de sentirse solo. Con la presencia de Sylvia volvería el mundo a po-
blarse. Pero no podía concretarla entre las formas desdibujadas de esta o aquella mu-
56
chacha cuyos contornos, líneas y perfil no llegaban a adquirir, ante sus ojos miopes por
el alcohol, una identidad, un nombre, una esperanza.

El señor que atiende el cabaret y que dirige a los meseros como hábil estratego, ama-
blemente se acercó a preguntarle qué deseaba. Es un señor muy diligente que va y que
viene, incansable, arreglando que ningún mantel esté fuera de centro y que las sillas
estén en su sitio. Debe haber supuesto que algo grave le ocurría a Epigmenio, porque
le hizo la pregunta con cordial simpatía, como tratando de consolarlo. Epigmenio no
acertó a decirle que quería una muchacha y que esa muchacha debería ser exactamente
Sylvia. Y que si Sylvia no estaba, él daría cualquier cosa por encontrarla. Y que si no
la encontraba, podría suceder una catástrofe: que no volviera la gente a la tierra. Y que
entonces querría no una copa, sino una botella. Por eso, Epigmenio no pudo decir na-
da. El señor, con mucha experiencia, le aconsejó un jaibolito. Es más, aclaró que era
una invitación suya.

La orquesta inició ruidosamente un danzón. Ese de "píntame de colores, para que me


digan Supermán". Las pocas parejas que se hallaban en los gabinetes laterales -se nos
olvidaba precisar que lateralmente, empotrados en la pared, hay esos gabinetes abier-
tos- principiaron el baile, deslizándose por la pista o desbocándose por ella. Según los
temperamentos, claro. De pronto, como una vaporosa aparición, Epigmenio descubrió
el rostro de Sylvia por sobre el hombro del caballero que la apretujaba. Sylvia también
lo vio y respondió a su mirada con otra indefinible. Podría decir "por qué no has veni-
do", "por qué no me avisaste que vendrías" o "me da igual que hayas venido".

Epigmenio se sintió perdido. Si Sylvia estaba con otro caballero, lo seguro es que no
podría venir con él. Las pequeñas calamidades continuaban aglomerándose. Cuando
cesó la música, vio cómo Sylvia era llevada por su compañero hasta un gabinete. Y
cómo se sentaba muy cerquita de ella y casi la besaba al hablarle, tal vez repitiéndole
las mismas palabras que el propio Epigmenio dejara caer la otra vez en los oídos de
Sylvia. No había duda: la debía estar invitando a ir a dormir. Y esa invitación, no he-
cha por él, era toda una pena. Una pena honda. Una pena de ésas que en un descuido
dan de qué hablar.

Epigmenio soslayó cómo Sylvia se levantaba. ¿Habría aceptado? Vio cómo llegaba
hasta el mostrador, visible desde su mesa, donde les cambian las "fichas" al irse. Como
algo le apretara dentro, lastimándole quién sabe qué víscera, Epigmenio dejó de ver a
Sylvia. Clavó los ojos sobre la pista y se sintió el más desgraciado de los hombres. Esa
desgracia implicaba la sensación de que Sylvia era mucho más bonita, con sus grandes
ojos abiertos y su boca carnosa, con su blusa blanca muy escotada y sus cabellos suel-
tos. No pudo evitarlo: recordó cosas muy íntimas. Vamos, Epigmenio estuvo seguro de
que daría cualquier cosa por tenerla a su lado, que haría cualquier cosa porque se fuera
con él.

Hubo algo que lo detuvo. Sí, el tipo que estaba esperándola. El tipo que se iba a dormir
con ella. Había un trato de por medio que no podía ya romperse. Sylvia estaba com-
prometida. Y él sabía que ese compromiso es como el aval de una letra de cambio.
Quién sabe por qué, pero Epigmenio pensó: "La soledad es un desierto. Soy un cactus
en ese desierto."
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¿Y esto? Epigmenio sintió que una figura se acercaba hacia él. Muy extraño. ¿Sylvia?
Sí, Sylvia venía hacia su mesa. ¿Qué podría ser? Bueno, no quedaba más que el disi-
mulo, para evitar un error. Sylvia estaba ya junto a él. Sin decirle nada, se inclinó un
poco y le dio un beso en la mejilla. Nada más. Ella se había ido. Estaba saliendo ya,
con el tipo ése. Epigmenio sentía el beso, cálido, lleno de ternura, infalsificable. Deci-
didamente, un beso con magia. El beso espontáneo de una mala muchacha llamada
Sylvia. Un beso que había logrado de pronto que todas las gentes regresaran a la tierra
del paseo por otro planeta. La tierra estaba poblada otra vez por millones de hombres,
por animales, por casas. Por risas y lágrimas. Por todo eso que es la vida.

La muerte tiene permiso, Fondo de Cultura Económica, México,


1985

58
Historia completamente
absurda
Giovanni Papinni

Hace ya cuatro días, mientras me hallaba escribiendo con una ligera irritación algunas
de las páginas más falsas de mis memorias, oí golpear levemente a la puerta pero no
me levanté ni respondí. Los golpes eran demasiado débiles y no me gusta tratar con
tímidos.
Al día siguiente, a la misma hora, oí llamar nuevamente; esta vez los golpes eran más
fuertes y resueltos. Pero tampoco quise abrir ese día porque no estimo absolutamente a
quienes se corrigen demasiado pronto.

El día posterior, siempre a la misma hora, los golpes fueron repetidos en tono violento
y antes de que pudiese levantarme vi abrirse la puerta y adelantarse la mediocre figura
de un hombre bastante joven, con el rostro algo encendido y la cabeza cubierta de ca-
bellos rojos y crespos que se inclinaba torpemente sin decir palabra. No bien encontró
una silla se arrojó encima y como yo permanecía de pie me indicó el sillón para que
me sentara. Después de obedecerlo, creí tener el derecho de preguntarle quién era y le
rogué, con tono nada cortés, que me indicara su nombre y la razón que lo había forza-
do a invadir mi cuarto. Pero el hombre no se alteró y de inmediato me hizo compren-
der que deseaba seguir siendo por el momento lo que hasta entonces era para mi: un
desconocido.

-El motivo que me trae ante usted -prosiguió sonriendo- se halla dentro de mi cartera y
se lo haré conocer enseguida.

En efecto, advertí que llevaba en la mano un maletín de cuero amarillo sucio con
guarniciones de latón gastado que abrió al momento extrayendo de él un libro.

-Este libro -dijo poniéndome ante la vista el grueso volumen forrado de papel náutico
con grandes flores de rojo herrumbe- contiene una historia imaginaria que he creado,
inventado, redactado y copiado. No he escrito más que esto en toda mi vida y me atre-
vo a creer que no le desagradará. Hasta ahora no le conocía más que su nombradía y
sólo hace unos pocos días una mujer que lo ama me dijo que es usted uno de los pocos
hombres que no se aterra de sí mismo y el único que ha tenido el valor de aconsejar la
muerte a muchos de sus semejantes. A causa de esto he pensado leerle mi historia, que
narra la vida de un hombre fantástico al que le ocurren las más singulares e insólitas
aventuras. Cuando usted la haya escuchado me dirá qué debo hacer. Si mi historia le
agrada, me prometerá hacerme célebre en el plazo de un año; si no le gusta me mataré
dentro de veinticuatro horas. Dígame si acepta estas condiciones y comenzaré.

59
Comprendí que no podía hacer otra cosa que proseguir en esa actitud pasiva que había
mantenido hasta entonces y le indiqué, con un gesto que no logró ser amable, que lo
escucharía y haría todo lo que deseaba.

"¿Quien podrá ser -pensaba entre mí- la mujer que me ama y le habló de mí a este
hombre? Jamás he sabido que me amara una mujer y si ello hubiera ocurrido no lo ha-
bría tolerado porque no hay situación más incómoda y ridícula que la de los ídolos de
un animal cualquiera..." Pero el desconocido me arrancó de estos pensamientos con un
zapateo poco elocuente pero claro. El libro estaba abierto y mi atención era considera-
da necesaria.

El hombre comenzó la lectura. Las primeras palabras se me escaparon; puse mayor


atención en las siguientes. De pronto agucé el oído y sentí un breve estremecimiento
en la espalda. Diez o veinte segundos más tarde mi rostro enrojeció; mis piernas se
movieron nerviosamente; al cabo de otros diez segundos me incorporé. El desconocido
suspendió la lectura y me miró, interrogándome humildemente con la mirada. Yo tam-
bién lo miré del mismo modo e incluso como suplicando, pero estaba demasiado atur-
dido para echarlo y le dije simplemente, como cualquier idiota sociable:

-Continúe, se lo ruego.

La extraordinaria lectura continuó. No podía estarme quieto en el sillón y los escalo-


fríos recorrían no sólo mi espalda, sinó también la cabeza y el cuerpo entero. Si hubie-
se visto mi cara en un espejo tal vez me hubiera reído y todo habría pasado, ya que
probablemente reflejaba un abyecto estupor y un furor indeciso. Traté por un momento
de no seguir oyendo las palabras del calmo lector pero no logré sino confundirme más
y escuché íntegra, palabra por palabra, pausa tras pausa, la historia que el hombre leía
con su cabeza roja inclinada sobre el bien encuadernado volumen. ¿Que podía o debía
hacer en tan especialísima circunstancia? ¿Aferrar al maldito lector, morderlo y lanzar-
lo fuera del cuarto como a un fantasma inoportuno?

¿Pero por qué debía hacer eso? Sin embargo, aquella lectura me producía un fastidio
inexpresable, una impresión penosísima de sueño absurdo y desagradable sin esperan-
za de poder despertar. Creí por un momento que caería en un furor convulsivo y vi en
mi imaginación a un enfermero uniformado de blanco que me ponía la camisa de fuer-
za con infinitas y desmañadas precauciones.

Pero finalmente terminó la lectura. No recuerdo cuántas horas duró, pero aún en medio
de mi confusión noté que el lector tenía la voz ronca y la frente húmeda de sudor. Una
vez cerrado el libro y guardado en su maletín, el desconocido me miró con ansiedad
aunque su mirada no tenía ya la avidez del comienzo. Mi abatimiento era tan grande
que él mismo lo advirtió y su admiración aumentó enormemente al ver que me restre-
gaba un ojo y no sabía qué contestarle. Me parecía en ese momento que nunca más
podría volver a hablar y hasta las cosas más simples que me rodeaban se presentaron a
mis ojos tan extrañas y hostiles que casi tuve una sensación de repugnancia. Todo esto
parece demasiado vil y vergonzoso; pienso lo mismo y no tengo indulgencia alguna
para mi turbación. Pero el motivo de mi desequilibrio era de mucho peso: la historia
que aquel hombre había leído era la narración detallada y completa de toda mi vida
60
íntima interior y exterior. Durante aquel lapso yo había escuchado la relación minucio-
sa, fiel, inexorable de todo lo que había sentido, soñado y hecho desde que vine al
mundo. Si un ser divino, lector de corazones y testigo invisible, hubiese estado a mi
lado desde mi nacimiento y hubiera escrito lo que observó de mis pensamientos y de
mis acciones, habría redactado una historia perfectamente igual a la que el ignoto lec-
tor declaraba imaginaria e inventada por él. Las cosas más pequeñas y secretas eran
recordadas y ni siquiera un sueño o un amor o una vileza oculta o un cálculo innoble
escaparon al escritor. El terrible libro contenía hasta sucesos o matices de pensamiento
que ya había olvidado y que recordaba solamente al escucharlas.

Mi confusión y mi temor provenían de esta exactitud impecable y de esta inquietante


escrupulosidad. Jamás había visto a ese hombre; ese hombre afirmaba no haberme vis-
to nunca. Yo vivía muy solitario, en una ciudad a la que nadie viene si no es forzado
por el destino o la necesidad, y a ningún amigo, si aun podía decir que los tenía, le ha-
bía confiado nunca mis aventuras de cazador furtivo, mis viajes de salteador de almas,
mis ambiciones de buscador de lo inverosímil. No había escrito nunca, ni para mí ni
para los demás, una relación completa y sincera de mi vida y justamente en aquellos
días estaba fabricando fingidas memorias para ocultarme a los hombres incluso des-
pués de la muerte.

¿Quien, pues, podía haberle dicho a ese visitante todo lo que narraba sin pudor y sin
piedad en su odioso libro forrado de papel antiguo color herrumbre? ¡Y él afirmaba
que había inventado esa historia y me presentaba, a mí, mi vida, mi vida entera, como
una historia imaginaria!

Me hallaba terriblemente turbado y conmovido, pero de una cosa estaba bien seguro:
ese libro no debía ser divulgado entre los hombres. Aun cuando debiera morir ese in-
creíble infeliz autor y lector, yo no podía permitir que mi vida fuese difundida y cono-
cida en el mundo, entre todos mis impersonales enemigos. Esta decisión, que sentí
firme y sólida en mi fuero íntimo, comenzó a reanimarme levemente. El hombre con-
tinuaba mirándome con aire consternado y casi suplicante. Habían transcurrido sólo
dos minutos desde que terminó su lectura y no parecía haber comprendido el motivo
de mi turbación. Finalmente, pude hablar.

-Discúlpeme, señor -le pregunté-. ¿Usted asegura que esta historia ha sido verdadera-
mente inventada por usted?

-Precisamente -respondió el enigmático lector ya un poco tranquilizado-, la he pensado


e imaginado yo durante muchos años y cada tanto hice retoques y cambios en la vida
de mi héroe. Sin embargo, todo ello pertenece a mi inventiva.

Sus palabras me incomodaban cada vez más, pero logré formular todavía otra pregun-
ta:

-Dígame, por favor: ¿está usted verdaderamente seguro de no haberme conocido antes
de ahora? ¿De no haber escuchado nunca narrar mi vida a alguien que me conozca?

El desconocido no pudo contener una sonrisa asombrada al oír mis palabras.


61
-Le he dicho ya -contestó- que hasta hace poco tiempo no conocía más que su nombre
y que solamente hace unos días supe que usted acostumbraba aconsejar la muerte. Pe-
ro nada más conozco sobre usted.

Su condena estaba ya decidida y era necesario que no demorase en ser ejecutada.

-¿Está siempre dispuesto -le pregunté con solemnidad- a mantener las condiciones es-
tablecidas por usted mismo antes de comenzar la lectura?

-Sin ninguna duda -respondió con un ligero temblor en la voz-. No tengo otras puertas
a las que llamar y esta obra es mi vida entera. Siento que no podría hacer ninguna otra
cosa.

-Debo entonces decirle -agregué con la misma solemnidad, pero atemperada por cierta
melancolía- que su historia es estúpida, aburrida, incoherente y abominable. Su héroe,
como usted lo llama, no es sino un malandrín aburrido que disgustará a cualquier lec-
tor refinado. No quiero ser demasiado cruel agregándole todavía más detalles.

Comprobé que el hombre no aguardaba estas palabras y me di cuenta de que sus pár-
pados se cerraron instantáneamente. Pero al mismo tiempo reconocí que su poder so-
bre mí mismo era igual a su honestidad. De inmediato reabrió los ojos y me miró sin
temor y sin odio.

-¿Quiere acompañarme afuera? -me preguntó con voz demasiado dulce para ser natu-
ral.

-Cómo no -respondí, y luego de ponerme el sombrero salimos de la casa sin hablar.

El desconocido llevaba siempre en la mano su maletín de cuero amarillo y yo lo seguí


delirante hasta la orilla del río que corría caudaloso y resonante entre las negras mura-
llas de piedra. Una vez que echó una mirada a su alrededor y comprobó que no se ha-
llaba nadie que tuviese aspecto de salvador se volvió hacia mí diciendo:

-Perdóneme si mi lectura lo hartó. Creo que nunca más me tocará aburrir a un ser vi-
viente. Olvídese de mí no bien le sea posible.

Y estas fueron justamente sus últimas palabras, porque saltando ágilmente el parapeto
y con rápido empuje se arrojó al río con su maletín. Me asomé para verlo una vez más
pero el agua yo lo había recibido y cubierto. Una niña tímida y rubia se había percata-
do del rápido suicidio pero no pareció asombrarla demasiado y continuó su camino
comiendo avellanas. Volví a casa después de realizar algunas tentativas inútiles. Ape-
nas entré en mi cuarto me extendí sobre la cama y me adormecí sin demasiado esfuer-
zo, como abatido y quebrantado por lo inexplicable.

Esta mañana me desperté muy tarde y con una extraña impresión. Me parece estar ya
muerto y esperar solamente que vengan a sepultarme. He tomado inmediatamente pre-
visiones para mi funeral y fui personalmente a la empresa de pompas fúnebres con el

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fin de que nada sea descuidado. A cada momento espero que traigan el ataúd. Siento
ya pertenecer a otro mundo y todas las cosas que me circundan tienen un indecible aire
de cosas pasadas, concluidas, sin ningún interés para mí.

Un amigo me ha traído flores y le dije que podía esperar para ponerlas sobre mi tum-
ba. Me pareció que sonreía, pero los hombres sonríen siempre cuando no comprenden
nada.

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La fruta en el fondo del tazón
Ray Bradbury

William Acton se incorporó. El reloj sobre la chimenea dio las doce de la noche.
Se miró las manos y miró el cuarto a su alrededor y miró al hombre que yacía en el
piso. William Acton, cuyos dedos habían apretado teclas de máquinas de escribir y he-
cho el amor y freído jamón con huevos en tempranos desayunos, había ahora cometido
un crimen con los mismos dedos verticilados.
Nunca había pensado en ser escultor, y sin embargo, en este momento, mirando entre
sus manos el cuerpo tendido en el pulido piso de madera, advirtió que apretando, re-
torciendo, remodelando de algún modo la arcilla humana, había transformado a este
hombre llamado Donald Huxley, le había cambiado la cara, y hasta la forma del cuer-
po.
Con un leve movimiento de los dedos había borrado el particular brillo de los ojos gri-
ses de Huxley, y lo había reemplazado con la ciega opacidad de un ojo helado en su
órbita. Los labios, siempre rosados y sensuales, se habían levantado para mostrar los
dientes equinos, los incisivos amarillos, los caninos manchados de nicotina, los mola-
res con incrustaciones de oro. La nariz, antes también rosada, era ahora veteada, páli-
da, descolorida, como las orejas. Las manos de HuxIey, sobre el piso, estaban abiertas,
y por primera vez suplicaban y no exigían.
Sí, era una obra de arte. En conjunto, el cambio había favorecido a Huxley. La muerte
lo había transformado en un hombre más tratable. Ahora uno podía hablar con él, y él
tenía que escuchar.
William Acton se miró los dedos.
Estaba hecho. No podía retroceder. ¿Lo había oído alguien? Escuchó. Afuera conti-
nuaban los ruidos normales del tránsito tardío. Nadie golpeaba la puerta de la casa,
ningún hombre intentaba transformarla en leña, ninguna voz exigía entrar. Había co-
metido el asesinato, había enfriado la arcilla y nadie lo sabía.
¿Ahora qué? El reloj había dado las doce de la noche. Todos sus impulsos estallaban
en una histeria que lo arrastraba hacia la puerta. Apresúrate, corre, no vuelvas nunca,
salta a un tren, llama a un taxi, vete, corre, camina, pasea, ¡pero aléjate de aquí!
Las manos se le movieron ante los ojos, flotando, volviéndose.
Las torció y retorció con lentitud, deliberadamente; parecían aéreas,, livianas como
plumas. ¿Por qué las miraba de ese modo?, se preguntó a sí mismo. ¿Había algo en
ellas de inmenso interés, de modo que debía hacer una pausa, luego de una exitosa es-
trangulación, y examinarlas verticilo por verticilo?
Eran manos comunes. Ni gruesas, ni flacas; ni largas, ni cortas; ni velludas, ni desnu-
das; poco cuidadas y sin embargo limpias; poco blandas y sin embargo sin callos; sin
arrugas y sin embargo tampoco lisas; nada criminales y sin embargo tampoco inocen-
tes. Parecía como si fuesen milagros que debía mirar.
Pero no le interesaban las manos como manos, ni los dedos como dedos. En la entu-
mecida intemporalidad que había seguido a la violencia, sólo le interesaban las puntas
de los dedos.
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El tic-tac del reloj sonaba sobre la chimenea. Se arrodilló junto al cuerpo de Huxley,
sacó un pañuelo del bolsillo de Huxley, y limpió con él el cuello de Huxley. Frotó y
masajeó el cuello y restregó la cara y la nuca con feroz energía. Luego se incorporó.
Miro el cuello. Miro el piso pulido. Se inclinó lentamente, y sacudió el polvo con el
pañuelo. En seguida frunció el ceño y frotó el piso. Primero, cerca de la cabeza del ca-
dáver; después, cerca de los brazos. Limpió cuidadosamente el piso hasta un metro
alrededor del cadáver. Luego limpió el piso hasta dos metros alrededor del cadáver.
Luego limpió el piso hasta tres metros alrededor del cadáver. Luego...Se detuvo.
En un momento le pareció ver toda la casa, las paredes con espejos, las puertas talla-
das, los espléndidos muebles, y tan claramente como si la repitieran palabra por pala-
bra oyó la charla que habían tenido Huxley y él mismo sólo hacía una hora.
Un dedo en el timbre de HuxIey. La puerta de Huxley se abre.
-¡Oh! -dice Donald Huxley sorprendido Eres tú, Acton.
-¿Dónde está mi mujer, Huxley?
-Piensas que te lo diré realmente? No te quedes ahí, idiota. Si quieres discutir el asun-
to, entra. Por esa puerta. Allí, en la biblioteca.
Acton había tocado la puerta de la biblioteca.
-¿Bebes?
-Un trago. Lo necesito. No puedo creer que Lily se haya ido, que ella...
-Ahí hay una botella de borgoñal Acton. ¿No te importa sacarla del armario?
Sí, sácala. Tómala. Tócala. La había tocado.
-Hay algunas primeras ediciones interesantes allí, Acton. Mira esa encuadernación,
siéntela.
-No vine a ver libros. Yo...Había tocado los libros. Y la mesa de la biblioteca y la bote-
lla de borgoña y los vasos de borgoña.
Ahora, en cuclillas junto al frío cuerpo de Huxley, con el pañuelo en los dedos, inmó-
vil, miré la casa, los muros, los muebles de alrededor, con los ojos cada vez más,abier-
tos, la mandíbula caída, asombrado por lo que había hecho y lo que veía. Cerró los
ojos, dejó caer la cabeza, arrugó el pañuelo entre las manos, apelotonándolo, mordién-
dose los labios.
Las huellas digitales estaban en todas partes, ¡en todas partes!
-¿No te importa traer el borgoña, Acton, eh?
¿La botella de borgoña, eh? ¿Con tus dedos, eh? Estoy terriblemente cansado. ¿En-
tiendes?
Un par de guantes.
Antes de hacer nada más, antes de limpiar otra área, debía conseguir un par de guan-
tes. 0 imprimiría otra vez su identidad, sin darse cuenta.
Se metió las manos en los bolsillos. Caminó por la casa, hasta el paragüero, las per-
chas. El abrigo de Huxley. Dio vuelta los bolsillos.
No había guantes.
Otra vez con las manos en los bolsillos, subió las escaleras, moviéndose con una me-
dida rapidez, no permitiéndose a sí mismo ningún frenesí, ningún desorden. Había
cometido el error inicial de no llevar guantes (pero, después de todo - no había planea-
do un asesinato, y su subconsciente, que podía haber anticipado el crimen, ni siquiera
le había insinuado que debía ponerse guantes antes de que terminara la noche), de mo-
do que ahora tenía que pagar su pecado de omisión. En alguna parte en la casa debía
de haber un par de guantes. Tenía que apresurarse. Había una posibilidad de que al-
guien visitase a Huxley, aun a esta hora. Amigos ricos que venían a beber o habían be-
65
bido en otra parte, que reían, gritaban, iban y venían sin un hola ni un adiós. Podía
ocurrir en cualquier momento, y a las seis de la mañana los amigos de HuxIey ven-
drían a buscarlo para ir al aeropuerto y viajar a la ciudad de México...
Acton corrió en el piso de arriba abriendo cajones, usando el pañuelo como un secante.
Abrió setenta u ochenta cajones en seis cuartos, dejándolos, podría decirse, con la len-
gua afuera, corriendo a abrir otros. Se sentía desnudo, imposibilitado de hacer algo
hasta que tuviera los guantes. Podía fregar toda la casa con el pañuelo, pasándolo por
todas las superficies donde había dejado quizá sus huellas digitales y luego acciden-
talmente tocar una pared aquí o allí, ¡sellando de ese modo su propio destino con un
retorcido símbolo microscópico! ¡Sería como poner su estampilla de aprobación al
crimen, eso sería! Como aquellos sellos de cera de los viejos días cuando se abrían los
crujientes papiros, se hacían florecer las tintas, se espolvoreaba todo con arena, y se
apretaban al pie los anillos de sello mojados en caliente cera roja. ¡Así sería si dejaba
una sola, debía recordarlo, una sola huella digital en la escena! Aunque aprobara el
crimen no podía llegar al extremo de ponerle un sello.
¡Más cajones! No pierdas la cabeza, mira bien, ten cuidado, se dijo a sí mismo.
En el fondo del cajón ochenta y cinco encontró unos guantes.
-¡Oh, Señor, Señor!
Cayó contra el escritorio, suspirando. Se probó los guantes, los alzó, los flexionó orgu-
llosamente, los abotonó. Eran suaves, grises, gruesos, impermeables. Podía hacer
cualquier cosa ahora sin dejar huellas. Se llevó el pulgar a la nariz ante el espejo de la
alcoba, chasqueando la lengua.
-¡No! -gritó Huxley.
Qué plan malvado había sido.
Huxley había caído al piso, ¡a propósito! ¡Oh, qué hombre perversamente listo!
Huxley había caído en el piso de madera, arrastrando a Acton. ¡Habían rodado dando
golpes y manotazos en el piso, estampando y estampando frenéticas huelo
llas digitales! Huxley había conseguido alejarse unos pocos centímetros, ¡y Acton se
había arrastrado detrás para echarle las manos al cuello y apretárselo hasta que la vida
salió de él como pasta que sale de un tubo!
Con los guantes puestos, Acton volvió a la sala y se arrodilló en el piso, y se puso la-
boriosamente a la tarea de limpiar cada maldito centímetro infectado. Luego se acercó
a una mesada y frotó una pata, subiendo a lo largo de las molduras. Llegó arriba y tro-
pezó con un tazón de fruta de cera. Pulió la plata afiligranada, sacó las frutas y las lim-
pió dejando sólo la del fondo.
-Estoy seguro de que no las toqué -dijo.
Luego se encontró con un cuadro enmarcado que colgaba encima de la
mesa.Ciertamente no he tocado eso -dijo.
Se quedó mirándolo.
Lanzó una ojeada a todas las puertas de la sala. ¿Qué puertas había abierto esa noche?
No podía recordarlo. Límpialas todas, entonces. Empezó con los pestillos, hasta que
resplandecieron, y luego restregó las puertas de la cabeza a los pies. No podía correr
riesgos. Luego revisó todos los muebles de la sala y limpió los brazos de los sillones.
-Esa silla en que estás sentado, Acton, es una vieja pieza Louis XIV. Siente ese mate-
rial -dijo Huxley.
-¡No vine a hablar de muebles, Huxley! Vine por Lily.
-Oh, vamos, no puedes tomarte el asunto tan en serio. Ella no te quiere, ya sabes. Me
dijo que irá conmigo a México, mañana.
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¡Tú y tu dinero y tu condenado mobiliario! -Es un hermoso mobiliario, Acton. Tócalo,
interpreta bien tu papel de huésped.
Podían descubrirse huellas digitales en los tapizados.
-iHuxIey! -William Acton miró fijamente el cadáver- ¿Sospechaste que iba a matarte?
¿Lo sospechó tu subconsciente, como el mío? ¿Y te dijo tu subconsciente que me hi-
cieses correr por la casa tomando, tocando, acariciando libros, platos, puertas, sillas?
¿Eras tan inteligente y tan perverso?
Limpió todos los sillones y sillas con el apretado pañuelo. Luego recordó el cuerpo. Se
inclinó sobre él y lo frotó primero por este lado, luego por este otro, bruñendo todas
sus superficies. Hasta lustró los zapatos, gratis.
Mientras lustraba los zapatos, un leve estremecimiento de preocupación le pasó por la
cara. Al fin se levantó y se acercó a la mesa.
Sacó y pulió la fruta de cera del fondo del tazón.
-Mejor así -murmuró, y volvió al cuerpo.
Pero cuando se inclinaba hacia el cuerpo, pestañeó, y le tembló la mandíbula. Se in-
corporó y se acercó otra vez a la mesa.
Frotó el marco del cuadro.
Mientras frotaba el marco del cuadro descubrió...
La pared.
-Eso -dijo- es tonto.
-¡Oh! -gritó HuxIey, rechazando a Acton. Lo empujó mientras luchaban, y Acton cayó
tocando la pared, y corrió otra vez hacia HuxIey. Estranguló a Huxley. Huxley murió.
Acton dejó resueltamente la pared, trastabillando. Los gritos y la acción se apagaron
en su mente. Miró las cuatro paredes.
¡Ridículo! -dijo.
De reojo vio algo en una pared.
Me niego a mirar -dijo para distraerse a sí mismo-. ¡Ahora la próxima habitación! Seré
metódico. Veamos... Estuvimos en el vestíbulo, la biblioteca, esta sala, el comedor y la
cocina.
Había una mancha en la pared, detrás.
Bueno, ¿había una mancha o no?
Se volvió enojado.
Muy bien, muy bien, sólo para estar seguro.
Se acercó y no pudo encontrar ninguna mancha.
Oh, una pequeñita, sí, allí. La borró. De todos modos no era una huella digital. Termi-
nó de borrarla, y su mano enguantada se apoyó en la pared, y miró la pared y cómo se
extendía a la derecha y a la izquierda, y por encima de su cabeza y hasta sus pies.
No -dijo suavemente.
Miró hacia arriba y hacia abajo y de costado y dijo en voz baja:
Eso sería demasiado.
¿Cuántos metros cuadrados?
importa un bledo -dijo.
Pero, como desconocidos, sus dedos enguantados se movían ya sobre la pared.
Espió la mano y el empapelado del muro. Miró por encima del hombro el otro cuarto.
Debo, ir allá y limpiar lo más importante se dijo, pero la mano se quedó allí, como pa-
ra sostener la pared, o sostenerlo a él. Se le endureció la cara.
Sin una palabra empezó a fregar el muro, hacia arriba y abajo, hacia arriba y abajo,
hacia adelante y atrás, arriba y abajo, arriba estirándose en puntillas de pies, abajo in-
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clinándose todo lo posible.
-¡Ridículo, oh, Señor, ridículo!
Pero debes estar seguro, le dijo su pensamiento.
-Sí, uno tiene que estar seguro -replicó.
Terminó con una pared, y entonces...
Se acercó a otra pared.
-¿Qué hora es?
Miró el reloj de la chimenea. Había pasado una hora. Era la una y cinco.
Sonó el timbre de calle.
Acton se endureció, clavando los ojos en la puerta, el reloj, la puerta, el reloj.
Alguien golpeaba ruidosamente.
Pasó un largo rato. Acton no respiraba. Le faltó el aire y empezó a caer, tambaleándo-
se. En su cabeza rugió un silencio de olas frías que rompían como truenos en pesadas
rocas.
-¡Eh, ahí adentro! -gritó una voz de borracho-- ¡Sé que estás ahí, HuxIey! ¡Abre maldi-
to! ¡Es el chico Billy, borracho como una cuba! HuxIey, viejo compañero, más borra-
cho que dos cubas.
-Vete -murmuró Acton silenciosamente, apretado contra la pared.
-Huxley, estás ahí, te oigo respirar -gritó la voz borracha.
-Sí, estoy aquí -murmuró Acton, sintiéndose largo y tendido y torpe en el piso, torpe y
frío y mudo-. Sí.
-¡Demonios!--dijo la voz perdiéndose en la niebla. Las pisadas se apagaron-. Demo-
nios...
Acton se quedó tendido un tiempo sintiendo que el rojo corazón le golpeaba en los
ojos cerrados, en la cabeza. Cuando al fin abrió los ojos, vio la limpia pared que se al-
zaba ante él. Al cabo de un rato se animó a hablar:
-Tonterías -dijo-. Esa pared no tiene una mancha. No la tocaré. Apresúrate. Apresúrate.
No hay tiempo, tiempo. ¡Sólo faltan unas pocas horas para que lleguen esos condena-
dos amigos!
Se dio vuelta alejándose.
Vio de reojo las telitas de araña. Cuando les volvió la espalda, las arañitas salieron de
la madera y tejieron delicadamente sus frágiles telitas casi invisibles. No en la pared
de la izquierda, que acababa de limpiar, sino en las otras tres que aún no había tocado.
Cada vez que las miraba directamente, las arañas se metían en las grietas de la madera,
y salían cuando él se alejaba.
Estas paredes están bien -insistió casi gritando- ¡No las tocaré!
Se acercó a un escritorio donde Huxley había estado sentado. Abrió un cajón y sacó lo
que buscaba.
Una pequeña lupa que Huxley usaba a veces para leer. Tomó la lupa y fue hasta la pa-
red, incómodo.
Huellas digitales.
¡Pero éstas no son mías! -Acton rió nerviosamente-. ¡Yo no las puse ahí! ¡Estoy segu-
ro! ¡Un sirviente, un mayordomo, quizá una mucama!
La pared estaba llena de huellas.
-Mira ésta -dijo-. Larga y afilada, de mujer. Apostaría todo mi dinero.
¿Apostarías?
-¡Apostaría!
,¿Estás seguro?
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¡Sí!
-¿Realmente?
-Bueno... sí.
-¿Absolutamente?
-¡Sí, maldita sea, sí!
-Bórrala de todos modos, ¿por qué no?
-¡Alla va, Dios mío!
-Fuera con esa condenada mancha, ¿eh, Acton?
-Y esta otra de al lado -se mofó Acton-. Es la huella de un hombre gordo.
-¿Estás seguro?
-¡No empieces otra vez! estalló Acton, y la borró. Se sacó un guante y alzó la mano,
temblando, a la luz deslumbrante.
-¡Mira, idiota! ¿Ves cómo van los verticilos? ¿Ves?
-¡Eso no prueba nada!
-¡Oh,bueno,bueno!
Rabioso, frotó la pared de arriba abajo, de derecha a izquierda, con las manos enguan-
tadas, sudando, gruñendo, jurando, doblándose, incorporándose, con una cara cada vez
más encendida. Se sacó la chaqueta y la puso en una silla.
-Las dos --dijo, terminando la pared, mirando el reloj.
Se acercó al tazón de la mesa y sacó las frutas de cera y frotó la del fondo y la puso
otra vez en su sitio y frotó el marco del cuadro.
Miro.la araña de luces.
Los dedos se le retorcieron a los lados del cuerpo. Se le abrió la boca y la lengua se le
movió sobre los labios y miró la araña y apartó los ojos y miró otra vez la araña y miró
el cuerpo de Huxley y luego la araña con sus largas perlas de cristal de arco iris.
Trajo una silla y la puso bajo la lámpara y apoyó un pie en el tapizado y lo bajó y arro-
jó la silla violentamente, riéndose, a un rincón. Luego salió corriendo del cuarto de-
jando una pared sin limpiar.
En el comedor se acercó a la mesa.
Quiero mostrarte mi cuchillería gregoriana, Acton -había dicho Huxley. ¡Oh, aquella
voz casual e hipnótica!
No tengo tiempo -dijo Acton-. Tengo que ver a Lily...
Tonterías, observa esta plata, esta exquisita orfebrería.
Acton se detuvo junto a la mesa donde se alineaban las cajas de cubiertos, oyendo una
vez más la voz de Huxley, recordando cuántas veces los había tocado.
Fregó los tenedores y cucharas, y descolgó de la pared todos los platos decorativos y
todas las cerámicas especiales...
-Mira esta hermosa pieza de cerámica de Gertrude y Otto Nazler, Acton. ¿Conoces sus
trabajos?
Es hermosa.
Tómala. Dala vuelta. Mira la hermosa del gadez del tazón, trabajado a mano en la me-
sa giratoria, fino como una cáscara de huevo, increíble. ¿Y el asombroso lustre volcá-
nico? Tómalo, adelante. No me importa.
Tómalo. Adelante. ¡Recógelo!
Acton sollozó entrecortadamente. Lanzó la pieza contra la pared. La cerámica se hizo
trizas desparramándose en copos por el piso. Un instante después Acton estaba de ro-
dillas.
Había que encontrar todos los pedazos, todos los fragmentos. ¡Tonto, tonto, tonto! se
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gritó a sí mismo, sacudiendo la cabeza y cerrando y abriendo los ojos y metiéndose
debajo de la mesa. Encuentra todos los pedazos, idiota, no hay que olvidar uno solo.
¡Tonto, tonto! Los juntó. ¿Están todos? Los puso sobre la mesa, ante él. Miró otra vez
debajo de la mesa y debajo de las sillas y los aparadores y gracias a la luz de un fósfo-
ro encontró otro fragmento más y se puso a frotar cada pedacito como si fuesen pie-
dras preciosas. Los dejó ordenadamente sobre la brillante mesa pulida.
-Una hermosa pieza de cerámica, Acton. Adelante... tócala.
Acton sacó los manteles y servilletas y los frotó, y frotó las sillas y mesas y pestillos y
ventanas y anaqueles y cortinas, y frotó el piso y entró en la cocina, jadeando, respi-
rando violentamente, y se sacó el chaleco y se ajustó los guantes y frotó los cromos
resplandecientes...
-Te mostraré mi casa -dijo HuxIey-. Ven...
Y Acton limpió todos los utensilios y los grifos de bronce y las ollas, pues ahora ya no
recordaba qué cosas había tocado y cuáles no. HuxIey orgulloso de su batería, ocul-
tando su nerviosidad ante la presencia de un potencial asesino, quizá queriendo estar
cerca de los cuchillos que podía necesitar... Habían estado un rato allí, tocando esto,
aquello, alguna otra cosa, no podía recordar qué o cuánto o cuántas veces. Acton ter-
minó con la cocina y cruzó el vestíbulo y entró otra vez en la sala donde yacía Huxley.
Acton gritó.
¡Había olvidado la cuarta pared! Y mientras se había ido, las arañitas habían salido de
la cuarta pared sucia y habían corrido por las paredes limpias, ensuciándolas otra vez.
En el cielo raso, desde el candelero, en los rincones, en el piso, ¡un millón de tejidas
telas se estremeció con su grito! mínimas, mínimas telitas, no más grandes que, iróni-
camente, tu... dedo.
Mientras Acton miraba, otras telas aparecieron sobre el marco del cuadro, el tazón de
fruta, el cadáver, el piso. Las huellas cubrían el cortapapeles, los cajones abiertos, la
superficie de la mesa, huellas, huellas, huellas en todo, en todas partes.
Acton frotó el piso furiosamente, furiosamente. Hizo rodar el cuerpo y lloró sobre él
mientras lo limpiaba, y se incorporó y se acercó a la mesa y limpió la fruta en el fondo
del tazón. Luego puso una silla bajo la lámpara, y se subió a la silla y limpió cada lla-
mita colgante, sacudiéndola como una pandereta de cristal, hasta que la llama sonó
como una campanilla. Luego saltó de la silla y frotó los pestillos y se subió a otras si-
llas y refregó las paredes más arriba y corrió a la cocina y sacó una escoba y quitó las
telas de araña del cielo raso y limpió la fruta en el fondo del tazón y lavó el cuerpo y
los pestillos y la platería y encontró la barandilla de la escalera y siguió la barandilla
hasta el primer piso.
¡Las tres! En todas partes, con una furiosa y mecánica intensidad sonaban los relojes.
Había doce cuartos abajo y ocho arriba. Imaginó los metros y metros de espacio y
tiempo que necesitaba. Cien sillas, seis sillones, veintisiete mesas, seis radios. Y abajo
y arriba y detrás. Separó los muebles de las paredes, y sollozando, les sacó el polvo de
muchos años atrás, y se tambaleó y síguió la barandilla hacia arriba, sosteniéndose,
borrando, fregando, puliendo, pues si dejaba una sola huellita se reproduciría, y habría
otra vez un millón de huellas. Habría que repetir el trabajo, ¡y ya eran las cuatro! Le
dolían los brazos y se le habían hinchado los ojos que se clavaban fijamente en todas
las cosas, y se movía pesadamente, sobre piernas extrañas, cabizbajo, moviendo los
brazos, frotando y restregando, dormitorio por dormitorio, armario por armario...
Lo encontraron a las seis y media de la mañana.
En el altillo. La casa entera resplandecía. Los floreros brillaban como astros de vidrio.
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Las sillas parecían barnizadas. Los hierros, los bronces y los cobres relucían. Los pisos
chispeaban. Las barandillas centelleaban.
Todo fulguraba, todo destellaba. ¡Todo era brillante!
Lo encontraron en el altillo frotando los viejos baúles y los viejos marcos y las viejas
sillas y los viejos juguetes y cajitas de música y floreros y cubiertos y caballos de ma-
dera y monedas polvorientas de la guerra civil. Acababa de limpiarlo todo cuando el
oficial de policía entró con su revólver.
-¡He terminado!
Cuando dejaba la casa, Acton frotó con su pañuelo el pestillo de la puerta de calle y
cerró con un portazo triunfal.

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Sennin
Ryunosuke Akutagawa

Un hombre que quería emplearse como sirviente llegó una vez a la ciudad de Osaka.
No sé su verdadero nombre, lo conocían por el nombre de sirviente, Gonsuké, pues él
era, después de todo, un sirviente para cualquier trabajo.
Este hombre -que nosotros llamaremos Gonsuké- fue a una agencia de COLOCA-
CIONES PARA CUALQUIER TRABAJO, y dijo al empleado que estaba fumando su
larga pipa de bambú:

-Por favor, señor Empleado, yo desearía ser un sennin1. ¿Tendría usted la gentileza de
buscar una familia que me enseñara el secreto de serlo, mientras trabajo como sirvien-
te?

El empleado, atónito, quedó sin habla durante un rato, por el ambicioso pedido de su
cliente.

-¿No me oyó usted, señor Empleado? -dijo Gonsuké-. Yo deseo ser un sennin. ¿Quisie-
ra usted buscar una familia que me tome de sirviente y me revele el secreto?

-Lamentamos desilusionarlo -musitó el empleado, volviendo a fumar su olvidada pi-


pa-, pero ni una sola vez en nuestra larga carrera comercial hemos tenido que buscar
un empleo para aspirantes al grado de sennin. Si usted fuera a otra agencia, quizá...

Gonsuké se le acercó más, rozándolo con sus presuntuosas rodillas, de pantalón azul, y
empezó a argüir de esta manera:

-Ya, ya, señor, eso no es muy correcto. ¿Acaso no dice el cartel COLOCACIONES
PARA CUALQUIER TRABAJO? Puesto que promete cualquier trabajo, usted debe
conseguir cualquier trabajo que le pidamos. Usted está mintiendo intencionalmente, si
no lo cumple.

Frente a un argumento tan razonable, el empleado no censuró el explosivo enojo:

-Puedo asegurarle, señor Forastero, que no hay ningún engaño. Todo es correcto -se
apresuró a alegar el empleado-, pero si usted insiste en su extraño pedido, le rogaré
que se dé otra vuelta por aquí mañana. Trataremos de conseguir lo que nos pide.

Para desentenderse, el empleado hizo esa promesa y logró, momentáneamente por lo


menos, que Gonsuké se fuera. No es necesario decir, sin embargo, que no tenía la po-
sibilidad de conseguir una casa donde pudieran enseñar a un sirviente los secretos para
ser un sennin. De modo que al deshacerse del visitante, el empleado acudió a la casa
de un médico vecino.

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Le contó la historia del extraño cliente y le preguntó ansiosamente:

-Doctor, ¿qué familia cree usted que podría hacer de este muchacho un sennin, con
rapidez?

Aparentemente, la pregunta desconcertó al doctor. Quedó pensando un rato, con los


brazos cruzados sobre el pecho, contemplando vagamente un gran pino del jardín. Fue
la mujer del doctor, una mujer muy astuta, conocida como la Vieja Zorra, quien con-
testó por él al oír la historia del empleado.

-Nada más simple. Envíelo aquí. En un par de años lo haremos sennin.

-¿Lo hará usted realmente, señora? ¡Sería maravilloso! No sé cómo agradecerle su


amable oferta. Pero le confieso que me di cuenta desde el comienzo que algo relaciona
a un doctor con un sennin.

El empleado, que felizmente ignoraba los designios de la mujer, agradeció una y otra
vez, y se alejó con gran júbilo.

Nuestro doctor lo siguió con la vista; parecía muy contrariado; luego, volviéndose ha-
cia la mujer, le regañó malhumorado:

-Tonta, ¿te has dado cuenta de la tontería que has hecho y dicho? ¿Qué harías si el tipo
empezara a quejarse algún día de que no le hemos enseñado ni una pizca de tu bendita
promesa después de tantos años?

La mujer, lejos de pedirle perdón, se volvió hacia él y graznó:

-Estúpido. Mejor no te metas. Un atolondrado tan estúpidamente tonto como tú, ape-
nas podría arañar lo suficiente en este mundo de te comeré o me comerás, para mante-
ner alma y cuerpo unidos.

Esta frase hizo callar a su marido.

A la mañana siguiente, como había sido acordado, el empleado llevó a su rústico clien-
te a la casa del doctor. Como había sido criado en el campo, Gonsuké se presentó
aquel día ceremoniosamente vestido con haori y hakama, quizá en honor de tan impor-
tante ocasión. Gonsuké aparentemente no se diferenciaba en manera alguna del cam-
pesino corriente: fue una pequeña sorpresa para el doctor, que esperaba ver algo inusi-
tado en la apariencia del aspirante a sennin. El doctor lo miró con curiosidad, como a
un animal exótico traído de la lejana India, y luego dijo:

-Me dijeron que usted desea ser un sennin, y yo tengo mucha curiosidad por saber
quién le ha metido esa idea en la cabeza.

-Bien señor, no es mucho lo que puedo decirle -replicó Gonsuké-. Realmente fue muy
simple: cuando vine por primera vez a esta ciudad y miré el gran castillo, pensé de esta
manera: que hasta nuestro gran gobernante Taiko, que vive allá, debe morir algún día;
que usted puede vivir suntuosamente, pero aun así volverá al polvo como el resto de

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nosotros. En resumidas cuentas, que toda nuestra vida es un sueño pasajero... justa-
mente lo que sentía en ese instante.

-Entonces -prontamente la Vieja Zorra se introdujo en la conversación-, ¿haría usted


cualquier cosa con tal de ser un sennin?

-Sí, señora, con tal de serlo.

-Muy bien. Entonces usted vivirá aquí y trabajará para nosotros durante veinte años a
partir de hoy y, al término del plazo, será el feliz poseedor del secreto.

-¿Es verdad, señora? Le quedaré muy agradecido.

-Pero -añadió ella-, de aquí a veinte años usted no recibirá de nosotros ni un centavo
de sueldo. ¿De acuerdo?

-Sí, señora. Gracias, señora. Estoy de acuerdo en todo.

De esta manera empezaron a transcurrir los veinte años que pasó Gonsuké al servicio
del doctor. Gonsuké acarreaba agua del pozo, cortaba la leña, preparaba las comidas y
hacía todo el fregado y el barrido. Pero esto no era todo, tenía que seguir al doctor en
sus visitas, cargando en sus espaldas el gran botiquín. Ni siquiera por todo este trabajo
Gonsuké pidió un solo centavo. En verdad, en todo el Japón, no se hubiera encontrado
mejor sirviente por menos sueldo.

Pasaron por fin los veinte años y Gonsuké, vestido otra vez ceremoniosamente con su
almidonado haori como la primera vez que lo vieron, se presentó ante los dueños de
casa.

Les expresó su agradecimiento por todas las bondades recibidas durante los pasados
veinte años.

-Y ahora, señor -prosiguió Gonsuké-. ¿quisieran ustedes enseñarme hoy, como lo pro-
metieron hace veinte años, cómo se llega a ser sennin y alcanzar juventud eterna e in-
mortalidad?

-Y ahora ¿qué hacemos? -suspiró el doctor al oír el pedido. Después de haberlo hecho
trabajar durante veinte largos años por nada, ¿cómo podría en nombre de la humanidad
decir ahora a su sirviente que nada sabía respecto al secreto de los sennin? El doctor se
desentendió diciendo que no era él sino su mujer quien sabía los secretos.

-Usted tiene que pedirle a ella que se lo diga -concluyó el doctor y se alejó torpemente.

La mujer, sin embargo, suave e imperturbable, dijo:

-Muy bien, entonces se lo enseñaré yo, pero tenga en cuenta que usted debe hacer lo
que yo le diga, por difícil que le parezca. De otra manera, nunca podría ser un sennin;
y además, tendría que trabajar para nosotros otros veinte años, sin paga, de lo contra-
rio, créame, el Dios Todopoderoso lo destruirá en el acto.

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-Muy bien, señora, haré cualquier cosa por difícil que sea -contestó Gonsuké. Estaba
muy contento y esperaba que ella hablara.

-Bueno -dijo ella-, entonces trepe a ese pino del jardín.

Desconociendo por completo los secretos, sus intenciones habían sido simplemente
imponerle cualquier tarea imposible de cumplir para asegurarse sus servicios gratis por
otros veinte años. Sin embargo, al oír la orden, Gonsuké empezó a trepar al árbol, sin
vacilación.

-Más alto -le gritaba ella-, más alto, hasta la cima.

De pie en el borde de la baranda, ella erguía el cuello para ver mejor a su sirviente so-
bre el árbol; vio su haori flotando en lo alto, entre las ramas más altas de ese pino tan
alto.

-Ahora suelte la mano derecha.

Gonsuké se aferró al pino lo más que pudo con la mano izquierda y cautelosamente
dejó libre la derecha.

-Suelte también la mano izquierda.

-Ven, ven, mi buena mujer -dijo al fin su marido atisbando las alturas-. Tú sabes que si
el campesino suelta la rama, caerá al suelo. Allá abajo hay una gran piedra y, tan segu-
ro como yo soy doctor, será hombre muerto.

-En este momento no quiero ninguno de tus preciosos consejos. Déjame tranquila.
¡He! ¡Hombre! Suelte la mano izquierda. ¿Me oye?

En cuanto ella habló, Gonsuké levantó la vacilante mano izquierda. Con las dos manos
fuera de la rama ¿cómo podría mantenerse sobre el árbol? Después, cuando el doctor y
su mujer retomaron aliento, Gonsuké y su haori se divisaron desprendidos de la rama,
y luego... y luego... Pero ¿qué es eso? ¡Gonsuké se detuvo! ¡se detuvo! en medio del
aire, en vez de caer como un ladrillo, y allá arriba quedó, en plena luz del mediodía,
suspendido como una marioneta.

-Les estoy agradecido a los dos, desde lo más profundo de mi corazón. Ustedes me
han hecho un sennin -dijo Gonsuké desde lo alto.

Se le vio hacerles una respetuosa reverencia y luego comenzó a subir cada vez más
alto, dando suaves pasos en el cielo azul, hasta transformarse en un puntito y desapa-
recer entre las nubes.

FIN

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Fin
Edmundo Valadés

De pronto, como predestinado por una fuerza invisible, el


carro respondió a otra intención, enfilado hacia imprevisible des-
tino, sin que mis inútiles esfuerzos lograran desviar la dirección
para volver al rumbo que me había propuesto.

Caminamos así, en la noche y el misterio, en el horror y


la fatalidad, sin que yo pudiera hacer nada para oponerme.

El otro ser paró el motor, allí en un sitio desolado. Al-


guien que no estaba antes, me apuntó desde el asiento posterior
con el frío implacable de un arma. Y su voz definitiva, me sen-
tenció:

- ¡Prepárate al fin de este cuento!

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