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Somos nosotros quienes vamos a fraguar nuestra actitud radical ante la vida y ante los demás.
Hay personas que pasan por la vida sin pensar más que en sí mismas. Pretenden que
todo el mundo orbite sobre su ombligo. Creen que las personas y las cosas están ahí para
su gloria y servicio. ¿En qué medida le puedo sacar partido?, se preguntan ante cualquier
situación. No se plantean qué puedo hacer yo para mejorar lo que ya existe sino cómo
me puede beneficiar a mí eso que está pasando.
En su excelente blog Terrear, mi querido amigo portugués José Matías Alves reproduce
un cuento de William J. Bennet, que resumo a continuación:
Un rey muy sabio que vivía allende los mares ponía en práctica interesantes lecciones
para enseñar a su pueblo. Solía decir que nada bueno le puede sobrevenir a una nación
que siempre reclama y espera que otros resuelvan sus problemas y en la que cada uno
va a lo suyo.
En cierta ocasión colocó una gran piedra en el camino, justamente delante de su palacio
mientras él se escondía detrás de unos arbustos.
Pasó por allí un labrador con un carro cargado de simientes. Al ver la piedra, dijo
contrariado, mientras la rodeaba para pasar con su carro:
- ¿Dónde se ha visto semejante descuido? ¿Cómo no han mandado retirar esa enorme
piedra?
Horas después pasó por allí un soldado que, ensimismado en sus batallas interiores,
chocó contra la piedra y maldijo a quien la había dejado allí y a los gobernantes que no
habían ordenado retirarla. Él la sorteó para seguir su camino.
Así transcurrió el día. Todos los que pasaban criticaban a quienes crearon el problema y
a quienes no tenían la iniciativa de solucionarlo. Ya casi de noche pasó por allí la hija del
molinero. Era muy trabajadora y estaba cansada. Y se dijo: “De noche alguien puede
tropezar con la piedra y herirse gravemente. Voy a quitarla de aquí”. La piedra era muy
pesada, pero no había nadie más por allí. Empujó y empujó hasta que consiguió moverla
y apartarla del camino. Para su sorpresa encontró una caja debajo de la piedra. La caja
era muy pesada y tenía una leyenda fuera: “Esta caja pertenece a quien retire la piedra”.
La abrió y comprobó que estaba llena de oro.
El labrador, el soldado y todos los que había pasado por allí se enteraron de lo sucedido y
acudieron al lugar donde estaba la piedra, y removieron el polvo del camino con la
esperanza de encontrar un trozo de oro, pero no encontraron nada.
- Mis queridos amigos, dijo el rey, con frecuencia encontramos obstáculos en el camino.
Podemos criticar y lamentarnos por lo que otros han hecho o dejado de hacer, pero
también podemos eliminar el obstáculo y dejar expedito el camino para los demás.
He visto personas con esas dos actitudes básicas. De las que actúan pensando en el bien
de los demás y de las que sólo piensan en el propio beneficio.
Creo que hay pocas dudas de cómo sería el mundo si sólo hubiera personas de uno de
los tipos. En el primer caso el mundo sería habitable y hermoso. En el segundo caso sería
una selva en la que sólo podrán sobrevivir los más fuertes.
¿Cómo optar por la postura que nos hace convivir de manera más satisfactoria? Va a
depender de nosotros mismos. Las circunstancias pueden sernos favorables o adversas,
pero somos nosotros quienes vamos a fraguar nuestra actitud radical ante la vida y ante
los demás.
- En el interior de las personas hay un perro bueno y un perro malo, dijo el maestro.
De nosotros va a depender que pasemos por la vida colocando piedras que dificulten el
paso de los demás por el camino o que actuemos con la generosidad y la diligencia que
empleó la molinera del relato.
Ojalá que se pueda colocar sobre nuestra tumba un epitafio que acredite que pasamos
por este mundo haciéndolo un poco (o un mucho) más habitable.
No hay educación a distancia
Miguel Ángel Santos Guerra
Los padres y las madres tienen la inexcusable tarea de educar a los hijos y a las hijas. Ese
proceso educativo no puede desarrollarse a distancia. Para educar hay que estar, hay que
relacionarse. Para educar hay que amar. Le oí decir hace poco a Carlos Díaz en México
que habría que sustituir el cartesiano “pienso, luego existo” por el más certero “soy
querido, luego existo”. Para educar hay que relacionarse de forma persistente y amorosa.
La coyuntura actual plantea a las familias algunas trampas que pueden resultar difíciles
de superar. Una de ellas es la escasa presencia de los adultos en la vida de los niños y de
las niñas, bajo la presión de las exigencias laborales. La necesaria incorporación de la
mujer al mundo del trabajo, dificulta la presencia de la madre en el hogar. Dadas las
dificultades que tiene la economía, los horarios de trabajo suelen ser desbordantes.
Otros factores incrementan el riesgo de la ausencia. Por una parte, la elevada cantidad
de tiempo que pasan los niños y las niñas en las escuelas. La escolarización obligatoria
exige que los alumnos y alumnas pasen muchas horas diarias en el colegio. Cuando
termina el horario escolar, se suele dedicar un tiempo añadido a realizar tareas
extraescolares. Las familias han declinado en la escuela el deber de la educación de los
hijos e hijas. Cuando la familia paga en la enseñanza privada, todavía se hace más
explícita la delegación de funciones pedagógicas.
Existen otras circunstancias que complican la relación extensa e intensa con los hijos e
hijas. La proliferación de televisores, ordenadores, ipads, ibooks…, aislan a niños y
jóvenes y los convierten en modernos ermitaños. La canalización de las relaciones a
través de las redes sociales favorece un contacto virtual con personalidades que no se
sabe a ciencia cierta si son reales o fingidas.
Son frecuentes las comidas en las que todos miran al televisor, absorbidos por las
noticias, las series, los partidos de fútbol o los programas del corazón. Los medios de
incomunicación (más que de comunicación) imponen un régimen de relación en el que
se superponen las individualidades. Yo veo, tú ves, él ve. Pero no vemos.
Los viajes son otro obstáculo. La movilidad que cada día es más intensa crea barreras
espaciales y temporales cada vez más largas y poderosas. A veces, los padres y madres
desean rememorar etapas de soltería sin el condicionante de los hijos/as. Para eso están
los abuelos.
Hay hoteles que no admiten niños. ¿Cómo entienden sus dueños la relación familiar? Los
niños estorban, incomodan, molestan. Los niños tienen que estar en otra parte, aislados.
No solo molestan los hijos ajenos, también molestan los propios.
¿Qué comparten padres e hijos salvo el mismo techo de la vivienda? ¿De qué espacios y
tiempos disponen para dialogar? ¿Qué actividades comparten? Para poder relacionarse
hace falta voluntad, claro está. Pero también hacen falta estructuras que permitan
hacerlo. Querer relacionarse es una cosa. Poder hacerlo es otra.
He leído recientemente una interesante novela titulada “Los ojos amarillos de los
cocodrilos”. Su autora es Katherine Pancol, escritora nacida en Casablanca y afincada en
París. Uno de los personajes centrales de la novela, la entrañable Joséphine, le dice a su
cuñado, un importante hombre de negocios: “La gente se cree que lo importante es la
calidad del tiempo que pasan con sus hijos, pero también es importante la cantidad,
porque un niño no habla bajo pedido. A veces podemos pasar todo el día con él y es por
la noche, en el coche, cuando vuelves a casa que, de golpe, se decide a revelar su
secreto, una confidencia, una angustia”.
Resulta paradójico que los padres dediquen todo ese tiempo al trabajo, a las
ocupaciones, a las demandas externas por el bien de sus hijos e hijas. Cuántas veces he
visto que los denodados esfuerzos por ofrecerles una residencia de verano acaban en
una hermosa vivienda a la que los hijos no quieren ir porque la familia les importa ya
muy poco. Es una trampa terrible. Les quitamos el tiempo para darles otras cosas. Pero
lo que necesitan es la presencia.
EXPLICA EL GRÁFICO.