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ANTOLOGIA

LITERATURA 2

EDAD MEDIA
CANTARES DE GESTA
CANTAR DE MIO CID (FRAGMENTOS)

1.
El Cid convoca a sus vasallos; éstos se destierran con él.
Adiós del Cid a Vivar.
(Envió a buscar a todos sus parientes y vasallos,
y les dijo cómo el rey le mandaba salir de todas sus tierras
y no le daba de plazo más que nueve días y que quería saber
quiénes de ellos querían ir con él y quiénes quedarse.)

A los que conmigo vengan que Dios les dé muy buen pago;
también a los que se quedan contentos quiero dejarlos.
Habló entonces Álvar Fáñez, del Cid era primo hermano:
“Con vos nos iremos, Cid, por yermos y por poblados;
no os hemos de faltar mientras que salud tengamos,
y gastaremos con vos nuestras mulas y caballos
y todos nuestros dineros y los vestidos de paño,
siempre querremos serviros como leales vasallos.”
Aprobación dieron todos a lo que ha dicho don Álvaro.
Mucho que agradece el Cid aquello que ellos hablaron.
El Cid sale de Vivar, a Burgos va encaminado,
allí deja sus palacios yermos y desheredados.

Los ojos de Mío Cid mucho llanto van llorando;


hacia atrás vuelve la vista y se quedaba mirándolos.
Vio como estaban las puertas abiertas y sin candados,
vacías quedan las perchas ni con pieles ni con mantos,
sin halcones de cazar y sin azores mudados.
Y habló, como siempre habla, tan justo tan mesurado:
“¡Bendito seas, Dios mío, Padre que estás en lo alto!
Contra mí tramaron esto mis enemigos malvados”.

Después conquista Valencia y consigue el perdón real, con lo que gana muchas riquezas y
el señorío sobre Valencia. Sus hijas se casan con los infantes de Carrión, quienes resultan
ser cobardes y además crueles cuando azotan a las hijas del Cid y las dejan por muertas en
el bosque, trayendo más deshonra al Cid.

124
Los infantes deciden afrentar a las hijas del Cid
Piden al Cid sus mujeres para llevarlas a Carrión
EI Cid accede
Ajuar que da a sus hijas
Los infantes dispónense a marchar
Las hijas despídense del padre

“Pidamos nuestras mujeres a este Cid Campeador.


Diremos que las llevamos a heredades de Carrión
para que vean allí las tierras que nuestras son.
Saquémoslas del amparo de Mío Cid Campeador,
y por el camino haremos lo que nos plazca a los dos
antes que nos pidan cuentas por aquello del león.
De gran linaje venimos, somos condes de Carrión.
Muchos bienes nos llevamos que valen mucho valor,
escarnio haremos a las hijas del Campeador.
Con estos bienes seremos ya ricos hombres los dos:
podremos casar con hija de rey o de emperador.

EXEMPLA
CONDE LUCANOR
Cuento VII – El conde Lucanor – Doña Truhana
Juan Manuel
De lo que aconteció a una mujer que le decían doña Truhana

Otra vez hablaba el conde Lucanor con Patronio en esta guisa:


-Patronio, un hombre me dijo una razón y mostrome la manera cómo podía ser. Y bien os
digo que tantas maneras de aprovechamiento hay en ella que, si Dios quiere que se haga
así como él me dijo, que sería mucho de pro pues tantas cosas son que nacen las unas de
las otras que al cabo es muy gran hecho además.
Y contó a Patronio la manera cómo podría ser. Desde que Patronio entendió aquellas
razones, respondió al conde en esta manera:
-Señor conde Lucanor, siempre oí decir que era buen seso atenerse el hombre a las cosas
ciertas y no a las vanas esperanzas pues muchas veces a los que se atienen a las
esperanzas, les acontece lo que le pasó a doña Truhana.
Y el conde le preguntó como fuera aquello.
-Señor conde -dijo Patronio-, hubo una mujer que tenía nombre doña Truhana y era
bastante más pobre que rica; y un día iba al mercado y llevaba una olla de miel en la
cabeza. Y yendo por el camino, comenzó a pensar que vendería aquella olla de miel y que
compraría una partida de huevos y de aquellos huevos nacerían gallinas y después, de
aquellos dineros que valdrían, compraría ovejas, y así fue comprando de las ganancias que
haría, que hallóse por más rica que ninguna de sus vecinas.
Y con aquella riqueza que ella pensaba que tenía, estimó cómo casaría sus hijos y sus hijas,
y cómo iría acompañada por la calle con yernos y nueras y cómo decían por ella cómo
fuera de buena ventura en llegar a tan gran riqueza siendo tan pobre como solía ser.
Y pensando esto comenzó a reír con gran placer que tenía de su buena fortuna, y riendo
dio con la mano en su frente, y entonces cayóle la olla de miel en tierra y quebróse.
Cuando vio la olla quebrada, comenzó a hacer muy gran duelo, temiendo que había
perdido todo lo que cuidaba que tendría si la olla no se le quebrara.
Y porque puso todo su pensamiento por vana esperanza, no se le hizo al cabo nada de lo
que ella esperaba.
Y vos, señor conde, si queréis que los que os dijeren y lo que vos pensareis sea todo cosa
cierta, creed y procurad siempre todas cosas tales que sean convenientes y no esperanzas
vanas. Y si las quisiereis probar, guardaos que no aventuréis ni pongáis de los vuestro,
cosa de que os sintáis por esperanza de la pro de lo que no sois cierto.
Al conde le agradó lo que Patronio le dijo e hízolo así y hallóse bien por ello.
Y porque a don Juan contentó este ejemplo, hízolo poner en este libro e hizo estos versos:
A las cosas ciertas encomendaos
y las vanas esperanzas, dejad de lado.
Cuento XIII – El conde Lucanor – Cazaba perdices
Juan Manuel
Lo que sucedió a un hombre que cazaba perdices

Hablaba otra vez el conde Lucanor con Patronio, su consejero, y díjole así:
-Patronio, algunas personas muy importantes, y también otras que no lo son tanto, me
hacen daño a veces en mi hacienda o en mis vasallos y, cuando me ven, me dicen que les
pesa mucho y que lo hicieron obligados por la necesidad y porque no podían en aquel
momento hacer otra cosa. Como quiero saber qué conducta seguir cuando tales cosas me
sucedan, os ruego que me digáis qué pensáis de esto.
-Señor conde Lucanor -respondió Patronio-, lo que os pasa y os preocupa tanto se parece
mucho a lo que sucedió a un hombre que cazaba perdices.
El conde le rogó que se lo contara.
-Señor conde -dijo Patronio-, un hombre puso redes a las perdices y, cuando cayeron, se
llegó a ellas y, conforme las iba sacando, las mataba a todas. Mientras hacía esto le daba
el viento en la cara con tanta fuerza, que le hacía llorar. Una de las perdices que aún
estaba viva empezó a decir a las que quedaban dentro de la red:
-Ved, amigas, lo que hace este hombre, que, aunque nos mata, nos compadece y llora por
eso.
Otra perdiz, que por ser más sabia que la que hablaba no cayó en la red, le dijo desde
fuera:
-Amiga, mucho le agradezco a Dios el haberme guardado del que quiere matarme o
hacerme daño y simula sentirlo.
Vos, señor conde Lucanor, guardaos siempre del que os perjudica y dice que le pesa; pero
si alguien os perjudica involuntariamente y el daño o pérdida no fuera mucho, y esa
persona os hubiera ayudado en otra ocasión o hecho algún servicio, yo os aconsejo que en
este caso disimuléis, siempre que ello no se repita tan a menudo que os desprestigie o
lesione mucho vuestros intereses. De otra manera, debéis protestar con tal energía que
vuestra hacienda y vuestra honra queden a salvo.
El conde tuvo por buen consejo éste que le daba Patronio, lo puso en práctica y le fue muy
bien. Viendo don Juan que este cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro y
escribió unos versos que dicen así:
Procúrate siempre muy bien guardar
del que al hacerte mal muestra pesar.

Cuento XXXV – El conde Lucanor – Mal carácter


Juan Manuel
De lo que aconteció a un mozo que casó con una muchacha de muy mal carácter

Otra vez, hablando el conde Lucanor con Patronio, su consejero, díjole así:
-Patronio, uno de mis deudos me ha dicho que le están tratando de casar con una mujer
muy rica y más noble que él, y que este casamiento le convendría mucho si no fuera
porque le aseguran que es la mujer de peor carácter que hay en el mundo. Os ruego que
me digáis si he de aconsejarle que se case con ella, conociendo su genio, o si habré de
aconsejarle que no lo haga.
-Señor conde -respondió Patronio-, si él es capaz de hacer lo que hizo un mancebo moro,
aconsejadle que se case con ella; si no lo es, no se lo aconsejéis.
El conde le rogó que le refiriera qué había hecho aquel moro.
Patronio le dijo que en un pueblo había un hombre honrado que tenía un hijo que era
muy bueno, pero que no tenía dinero para vivir como él deseaba. Por ello andaba el
mancebo muy preocupado, pues tenía el querer, pero no el poder.
En aquel mismo pueblo había otro vecino más importante y rico que su padre, que tenía
una sola hija, que era muy contraria del mozo, pues todo lo que éste tenía de buen
carácter, lo tenía ella de malo, por lo que nadie quería casarse con aquel demonio. Aquel
mozo tan bueno vino un día a su padre y le dijo que bien sabía que él no era tan rico que
pudiera dejarle con qué vivir decentemente, y que, pues tenía que pasar miserias o irse de
allí, había pensado, con su beneplácito, buscarse algún partido con que poder salir de
pobreza. El padre le respondió que le agradaría mucho que pudiera hallar algún partido
que le conviniera. Entonces le dijo el mancebo que, si él quería, podría pedirle a aquel
honrado vecino su hija. Cuando el padre lo oyó se asombró mucho y le preguntó que
cómo se le había ocurrido una cosa así, que no había nadie que la conociera que, por
pobre que fuese, se quisiera casar con ella. Pidióle el hijo, como un favor, que le tratara
aquel casamiento. Tanto le rogó que, aunque el padre lo encontraba muy raro, le dijo lo
haría.
Fuese en seguida a ver a su vecino, que era muy amigo suyo, y le dijo lo que el mancebo le
había pedido, y le rogó que, pues se atrevía a casar con su hija, accediera a ello. Cuando el
otro oyó la petición le contestó diciéndole:
-Por Dios, amigo, que si yo hiciera esto os haría a vos muy flaco servicio, pues vos tenéis
un hijo muy bueno y yo cometería una maldad muy grande si permitiera su desgracia o su
muerte, pues estoy seguro que si se casa con mi hija, ésta le matará o le hará pasar una
vida mucho peor que la muerte. Y no creáis que os digo esto por desairaros, pues si os
empeñáis, yo tendré mucho gusto en darla a vuestro hijo o a cualquier otro que la saque
de casa.
El padre del mancebo le dijo que le agradecía mucho lo que le decía y que, pues su hijo
quería casarse con ella, le tomaba la palabra.
Se celebró la boda y llevaron a la novia a casa del marido. Los moros tienen la costumbre
de prepararles la cena a los novios, ponerles la mesa y dejarlos solos en su casa hasta el
día siguiente. Así lo hicieron, pero estaban los padres y parientes de los novios con mucho
miedo, temiendo que al otro día le encontrarían a él muerto o malherido.
En cuanto se quedaron solos en su casa se sentaron a la mesa, mas antes que ella abriera
la boca miró el novio alrededor de sí, vio un perro y le dijo muy airadamente:
-¡Perro, danos agua a las manos!
El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y a decirle aún con más enojo que
les diese agua a las manos. El perro no lo hizo. Al ver el mancebo que no lo hacía, se
levantó de la mesa muy enfadado, sacó la espada y se dirigió al perro. Cuando el perro le
vio venir empezó a huir y el mozo a perseguirle, saltando ambos sobre los muebles y el
fuego, hasta que lo alcanzó y le cortó la cabeza y las patas y lo hizo pedazos,
ensangrentando toda la casa.
Muy enojado y lleno de sangre se volvió a sentar y miró alrededor. Vio entonces un gato,
al cual le dijo que le diese agua a las manos. Como no lo hizo, volvió a decirle:
-¿Cómo, traidor, no has visto lo que hice con el perro porque no quiso obedecerme? Te
aseguro que, si un poco o más conmigo porfías, lo mismo haré contigo que hice con el
perro.
El gato no lo hizo, pues tiene tan poca costumbre de dar agua a las manos como el perro.
Viendo que no lo hacía, se levantó el mancebo, lo cogió por las patas, dio con él en la
pared y lo hizo pedazos con mucha más rabia que al perro. Muy indignado y con la faz
torva se volvió a la mesa y miró a todas partes. La mujer, que le veía hacer esto, creía que
estaba loco y no le decía nada.
Cuando hubo mirado por todas partes vio un caballo que tenía en su casa, que era el único
que poseía, y le dijo lleno de furor que les diese agua a las manos. El caballo no lo hizo. Al
ver el mancebo que no lo hacía, le dijo al caballo:
-¿Cómo, don caballo? ¿Pensáis que porque no tengo otro caballo os dejaré hacer lo que
queráis? Desengañaos, que si por vuestra mala ventura no hacéis lo que os mando, juro a
Dios que os he de dar tan mala muerte como a los otros; y no hay en el mundo nadie que
a mí me desobedezca con el que yo no haga otro tanto.
El caballo se quedó quieto. Cuando vio el mancebo que no le obedecía, se fue a él y le
cortó la cabeza y lo hizo pedazos. Al ver la mujer que mataba el caballo, aunque no tenía
otro, y que decía que lo mismo haría con todo el que le desobedeciera, comprendió que
no era una broma, y le entró tanto miedo que ya no sabía si estaba muerta o viva.
Bravo, furioso y ensangrentado se volvió el marido a la mesa, jurando que si hubiera en
casa más caballos, hombres o mujeres que le desobedecieran, los mataría a todos. Se
sentó y miró a todas partes, teniendo la espada llena de sangre entre las rodillas.
Cuando hubo mirado a un lado y a otro sin ver a ninguna otra criatura viviente, volvió los
ojos muy airadamente hacia su mujer y le dijo con furia, la espada en la mano:
-Levántate y dame agua a las manos.
La mujer, que esperaba de un momento a otro ser despedazada, se levantó muy de prisa y
le dio agua a las manos.
Díjole el marido:
-¡Ah, cómo agradezco a Dios el que hayas hecho lo que te mandé! Si no, por el enojo que
me han causado esos majaderos, hubiera hecho contigo lo mismo.
Después le mandó que le diese de comer. Hízolo la mujer. Cada vez que le mandaba una
cosa, lo hacía con tanto enfado y tal tono de voz que ella creía que su cabeza andaba por
el suelo. Así pasaron la noche los dos, sin hablar la mujer, pero haciendo siempre lo que él
mandaba. Se pusieron a dormir y, cuando ya habían dormido un rato, le dijo el mancebo:
-Con la ira que tengo no he podido dormir bien esta noche; ten cuidado de que no me
despierte nadie mañana y de prepararme un buen desayuno.
A media mañana los padres y parientes de los dos fueron a la casa, y, al no oír a nadie,
temieron que el novio estuviera muerto o herido. Viendo por entre las puertas a ella y no
a él, se alarmaron más. Pero cuando la novia les vio a la puerta se les acercó
silenciosamente y les dijo con mucho miedo:
-Pillos, granujas, ¿qué hacéis ahí? ¿Cómo os atrevéis a llegar a esta puerta ni a rechistar?
Callad, que si no, todos seremos muertos.
Cuando oyeron esto se miraron de asombro. Al enterarse de cómo habían pasado la
noche, estimaron en mucho al mancebo, que así había sabido, desde el principio,
gobernar su casa. Desde aquel día en adelante fue la muchacha muy obediente y vivieron
juntos con mucha paz. A los pocos días el suegro quiso hacer lo mismo que el yerno y
mató un gallo que no obedecía. Su mujer le dijo:
-La verdad, don Fulano, que te has acordado tarde, pues ya de nada te valdrá matar cien
caballos; antes tendrías que haber empezado, que ahora te conozco.
Vos, señor conde, si ese deudo vuestro quiere casarse con esa mujer y es capaz de hacer
lo que hizo este mancebo, aconsejadle que se case, que él sabrá cómo gobernar su casa;
pero si no fuere capaz de hacerlo, dejadle que sufra su pobreza sin querer salir de ella. Y
aun os aconsejo que todos los que hubieran de tratar con vos les deis a entender desde el
principio cómo han de portarse.
El conde tuvo este consejo por bueno, obró según él y le salió muy bien. Como don Juan
vio que este cuento era bueno, lo hizo escribir en este libro y compuso unos versos que
dicen así:
Si al principio no te muestras como eres,
no podrás hacerlo cuando tú quisieres.

Cuento XXXVIII – El conde Lucanor – Cargado de piedras


Juan Manuel
Lo que sucedió a un hombre que iba cargado de piedras preciosas y se ahogó en un río

Un día dijo el conde a Patronio que tenía muchas ganas de quedarse en un sitio en el que
le habían de dar mucho dinero, lo que le suponía un beneficio grande, pero que tenía
mucho miedo de que si se quedaba, su vida correría peligro: por lo que le rogaba que le
aconsejara qué debía hacer.
-Señor conde -respondió Patronio-, para que hagáis lo que creo que os conviene más, me
gustaría que supierais lo que sucedió a un hombre que llevaba encima grandes riquezas y
cruzaba un río.
El conde preguntó qué le había sucedido.
-Señor conde -dijo Patronio-, un hombre llevaba a cuestas una gran cantidad de piedras
preciosas; tantas eran que pesaban mucho. Sucedió que tenía que pasar un río y como
llevaba una carga tan grande se hundía mucho más que si no la llevara; al llegar a la mitad
del río se empezó a hundir aún más. Un hombre que estaba en la orilla le comenzó a dar
voces y a decirle que si no soltaba aquella carga se ahogaría. Aquel majadero no se dio
cuenta de que, si se ahogaba, perdería sus riquezas junto con la vida, y, si las soltaba,
perdería las riquezas pero no la vida. Por no perder las piedras preciosas que traía consigo
no quiso soltarlas y murió en el río.
A vos, señor conde Lucanor, aunque no dudo que os vendría muy bien recibir el dinero y
cualquier otra cosa que os quieran dar, os aconsejo que si hay peligro en quedaros allí no
lo hagáis por afán de riquezas. También os aconsejo que nunca aventuréis vuestra vida si
no en defensa de vuestra honra o por alguna cosa a que estéis obligado, pues el que poco
se precia, y arriesga su vida por codicia o frivolidad, es aquel que no aspira a hacer
grandes cosas. Por el contrario, el que se precia mucho ha de obrar de modo que le
precien también los otros, ya que el hombre no es preciado porque él se precie, sino por
hacer obras que le ganen la estimación de los demás. Convenceos de que el hombre que
vale precia mucho su vida y no la arriesga por codicia o pequeña ocasión; pero en lo que
verdaderamente debe aventurarse nadie la arriesgara de tan buena gana ni tan pronto
como el que mucho vale y se precia mucho.
Al conde gustó mucho la moraleja, obró según ella y le fue muy bien. Viendo don Juan que
este cuento era bueno, lo hizo poner en este libro y escribió unos versos que dicen así:
A quien por codicia la vida aventura,
la más de las veces el bien poco dura.

RENACIMIENTO
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Miguel de Cervantes Saavedra

Don Quijote de la Mancha


Capítulo cuarto (Fragmento)

De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la venta


La del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan
alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del
caballo. Mas viniéndole a la memoria los consejos de su huésped acerca de las
prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, en especial la de los dineros y
camisas, determinó volver a su casa y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo
cuenta de recibir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a
propósito para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió a Rocinante
hacia su aldea, el cual casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar,
que parecía que no ponía los pies en el suelo. No había andado mucho, cuando le pareció
que a su diestra mano, de la espesura de un bosque que allí estaba, salían unas voces
delicadas, como de persona que se quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo: gracias
doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones delante,
donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión, y donde pueda coger el fruto de
mis buenos deseos: estas voces sin duda son de algún menesteroso o menesterosa, que
ha menester mi favor y ayuda: y volviendo las riendas encaminó a Rocinante hacia donde
le pareció que las voces salían; y a pocos pasos que entró por el bosque, vio atada una
yegua a una encina, y atado en otra un muchacho desnudo de medio cuerpo arriba, de
edad de quince años, que era el que las voces daba y no sin causa, porque le estaba dando
con una pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y cada azote le acompañaba con
una reprensión y consejo, porque decía: la lengua queda y los ojos listos. Y el muchacho
respondía: no lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez, y
yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato. Y viendo Don Quijote lo
que pasaba, con voz airada dijo: descortés caballero, mal parece tomaros con quien
defender no se puede; subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza, (que también
tenía una lanza arrimada a la encina, adonde estaba arrendada la yegua) que yo os haré
conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo.
El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de armas, blandiendo la lanza sobre su
rostro, túvose por muerto, y con buenas palabras respondió: señor caballero, este
muchacho que estoy castigando es un mi criado, que me sirve de guardar una manada de
ovejas que tengo en estos contornos, el cual es tan descuidado que cada día me falta una,
y porque castigo su descuido o bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagarle
la soldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que miente. ¿Miente, delante de mí, ruin
villano? dijo Don Quijote. Por el sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a
parte con esta lanza: pagadle luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os
concluya y aniquile en este punto: desatadlo luego. El labrador bajó la cabeza, y sin
responder palabra desató a su criado, al cual preguntó Don Quijote que cuánto le debía su
amo. El dijo que nueve meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta Don Quijote, y halló
que montaban sesenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los
desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano, que por el paso
en que estaba y juramento que había hecho (y aún no había jurado nada), que no eran
tantos, porque se le había de descontar y recibir en cuenta tres pares de zapatos que le
había dado, y un real de dos sangrías que le habían hecho estando enfermo. Bien está
todo eso, replicó Don Quijote; pero quédense los zapatos y las sangrías por los azotes que
sin culpa le habéis dado, que si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagásteis, vos le
habéis rompido el de su cuerpo, y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en
sanidad se la habéis sacado; así que por esta parte no os debe nada. El daño está, señor
caballero, en que no tengo aquí dineros: véngase Andrés conmigo a mi casa, que yo se los
pagaré un real sobre otro.
¿Irme yo con él, dijo el muchacho, más? ¡Mal año! No, señor, ni por pienso, porque en
viéndose solo me desollará como a un San Bartolomé. No hará tal, replicó Don Quijote;
basta que yo se lo mande para que me tenga respeto, y con que él me lo jure por la ley de
caballería que ha recibido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga. Mire vuestra merced,
señor, lo que dice, dijo el muchacho, que este mi amo no es caballero, ni ha recibido
orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo el rico, vecino del Quintanar.
Importa poco eso, respondió Don Quijote, que Haldudos puede haber caballeros, cuanto
más que cada uno es hijo de sus obras. Así es verdad, dijo Andrés; pero este mi amo, ¿de
qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y mi sudor y trabajo? No niego, hermano
Andrés, respondió el labrador, y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro, por
todas las órdenes de caballerías hay en el mundo, de pagaros, como tengo dicho, un real
sobre otro, y aun sahumados. Del sahumerio os hago gracia, dijo Don Quijote, dádselos en
reales, que con esto me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no,
por el mismo juramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que os tengo de
hallar aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quién os manda esto,
para quedar con más veras obligado a cumplirlo, sabed que yo soy el valeroso Don Quijote
de la Mancha, el desfacedor de agravios y sinrazones; y a Dios quedad, y no se os parta de
las mientes lo prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada.
Y en diciendo esto picó a su Rocinante, y en breve espacio se apartó de ellos. Siguióle el
labrador con los ojos, y cuando vo que había traspuesto el bosque y que ya no parecía,
volvióse a su criado Andrés y díjole: Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os
debo, como aquel desfacedor de agravios me dejó mandado. Eso juro yo, dijo Andrés, y
como que andará vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen
caballero, que mil años viva, que según es de valeroso y de buen jue, vive Roque, que si no
me paga, que vuelva y ejecute lo que dijo. También lo juro yo, dijo el labrador; pero por lo
mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga. Y asiéndolo del
brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes, que le dejó por muerto.
Llamad, señor Andrés, ahora, decía el labrador, al desfacedor de agravios, veréis cómo no
desface aqueste, aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de
desollaros vivo, como vos temíades.
Pero al fin le desató, y le dió licencia que fuese a buscar a su juez para que ejecutase la
pronunciada sentencia. Andrés se partió algo mohino, jurando de ir a buscar al valeroso
Don Quijote de la Mancha, y contarle punto por punto lo que había pasado, y que se lo
había de pagar con setenas, pero con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó
riendo.
Y de esta manera deshizo el agravio el valeroso Don Quijote, el cual, contentísimo de lo
sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y alto principio a sus caballerías, con
gran satisfacción de sí mismo iba caminando hacia su aldea, diciendo a media voz: Bien te
puedes llamar dichosas sobre cuantas hoy viven en la tierra, oh sobre las bellas, bella
Dulcinea del Toboso, pues te cupo en suerte tener sujeto y rendido a toda tu voluntad y
talante a un tan valiente y tan nombrado caballero, como lo es y será Don Quijote de la
Mancha, el cual, como todo el mundo sabe, ayer recibió la orden de caballería, y hoy ha
desfecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la crueldad; hoy quitó
el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo que tan sin ocasión valpuleaba a aquel
delicado infante.(…)
HAMLET (FRAGMENTOS)
Escena XII

HAMLET, LA SOMBRA DEL REY HAMLET

Parte remota cercana al mar. Vista a lo lejos del Palacio de Elsingor.

HAMLET.- ¿Adónde me quieres llevar? Habla, yo no paso de aquí.


LA SOMBRA.- Mírame.
HAMLET.- Ya te miro.
LA SOMBRA.- Casi es ya llegada la hora en que debo restituirme a las sulfúreas y
atormentadoras llamas.
HAMLET.- ¡Oh! ¡Alma infeliz!
LA SOMBRA.- No me compadezcas: presta sólo atentos oídos a lo que voy a revelarte.
HAMLET.- Habla, yo te prometo atención.
LA SOMBRA.- Luego que me oigas, prometerás venganza.
HAMLET.- ¿Por qué?
LA SOMBRA.- Yo soy el alma de tu padre: destinada por cierto tiempo a vagar de noche y
aprisionada en fuego durante el día; hasta que sus llamas purifiquen las culpas que cometí
en el mundo. ¡Oh! Si no me fuera vedado manifestar los secretos de la prisión que habito,
pudiera decirte cosas que la menor de ellas bastaría a despedazar tu corazón, helar tu
sangre juvenil, tus ojos, inflamados como estrellas, saltar de sus órbitas; tus anudados
cabellos, separarse, erizándose como las púas del colérico espín. Pero estos eternos
misterios no son para los oídos humanos. Atiende, atiende, ¡ay! Atiende. Si tuviste amor a
tu tierno padre...
HAMLET.- ¡Oh, Dios!
LA SOMBRA.- Venga su muerte: venga un homicidio cruel y atroz.
HAMLET.- ¿Homicidio?
LA SOMBRA.- Sí, homicidio cruel, como todos lo son; pero el más cruel y el más injusto y el
más aleve.
HAMLET.- Refiéremelo presto, para que con alas veloces, como la fantasía, o con la
prontitud de los pensamientos amorosos, me precipite a la venganza.
LA SOMBRA.- Ya veo cuán dispuesto te hallas, y aunque tan insensible fueras como las
malezas que se pudren incultas en las orillas del Letheo, no dejaría de conmoverte lo que
voy a decir. Escúchame ahora, Hamlet. Esparciose la voz de que estando en mi jardín
dormido me mordió una serpiente. Todos los oídos de Dinamarca fueron groseramente
engañados con esta fabulosa invención; pero tú debes saber, mancebo generoso, que la
serpiente que mordió a tu padre, hoy ciñe su corona.
HAMLET.- ¡Oh! Presago me lo decía el corazón, ¿mi tío?
LA SOMBRA.- Sí, aquel incestuoso, aquel monstruo adúltero, valiéndose de su talento
diabólico, valiéndose de traidoras dádivas... ¡Oh! ¡Talento y dádivas malditas que tal poder
tenéis para seducir!... Supo inclinar a su deshonesto apetito la voluntad de la Reina mi
esposa, que yo creía tan llena de virtud. ¡Oh! ¡Hamlet! ¡Cuán grande fue su caída! Yo, cuyo
amor para con ella fue tan puro... Yo, siempre tan fiel a los solemnes juramentos que en
nuestro desposorio la hice, yo fui aborrecido y se rindió a aquel miserable, cuyas prendas
eran en verdad harto inferiores a las mías. Pero, así como la virtud será incorruptible
aunque la disolución procure excitarla bajo divina forma, así la incontinencia aunque
viviese unida a un Ángel radiante, profanará con oprobio su tálamo celeste... Pero ya me
parece que percibo el ambiente de la mañana. Debo ser breve. Dormía yo una tarde en mi
jardín según lo acostumbraba siempre. Tu tío me sorprende en aquella hora de quietud, y
trayendo consigo una ampolla de licor venenoso, derrama en mi oído su ponzoñosa
destilación, la cual, de tal manera es contraria a la sangre del hombre, que semejante en la
sutileza al mercurio, se dilata por todas las entradas y conductos del cuerpo, y con súbita
fuerza le ocupa, cuajando la más pura y robusta sangre, como la leche con las gotas
ácidas. Este efecto produjo inmediatamente en mí, y el cutis hinchado comenzó a
despegarse a trechos con una especie de lepra en áspera y asquerosas costras. Así fue que
estando durmiendo, perdí a manos de 0mi hermano mismo, mi corona, mi esposa y mi
vida a un tiempo. Perdí la vida, cuando mi pecado estaba en todo su vigor, sin hallarme
dispuesto para aquel trance, sin haber recibido el pan eucarístico, sin haber sonado el
clamor de agonía, sin lugar al reconocimiento de tanta culpa: presentado al tribunal
eterno con todas mis imperfecciones sobre mi cabeza. ¡Oh! ¡Maldad horrible, horrible!...
Si oyes la voz de la naturaleza, no sufras, no, que el tálamo real de Dinamarca sea el lecho
de la lujuria y abominable incesto. Pero, de cualquier modo que dirijas la acción, no
manches con delito el alma, previniendo ofensas a tu madre. Abandona este cuidado al
Cielo: deja que aquellas agudas puntas que tiene fijas en su pecho, la hieran y
atormenten. Adiós. Ya la luciérnaga amortiguando su aparente fuego nos anuncia la
proximidad del día. Adiós. Adiós. Acuérdate de mí.

Escena XI

HAMLET solo

HAMLET.- Ya estoy solo. ¡Qué abatido! ¡Qué insensible soy! ¿No es admirable que este
actor, en una fábula, en una ficción, pueda dirigir tan a su placer el ánimo que así agite y
desfigure el rostro en la declamación, vertiendo de sus ojos lágrimas, débil la voz, y todas
sus acciones tan acomodadas a lo que quiere expresar? Y esto por nadie: por Hécuba. Y
¿quién es Hécuba para él, o él para ella, que así llora sus infortunios? Pues ¿qué no haría si
él tuviese los tristes motivos de dolor que yo tengo? Inundaría el teatro con llanto, su
terrible acento conturbaría a cuantos le oyesen, llenaría de desesperación al culpado, de
temor al inocente, al ignorante de confusión, y sorprendería con asombro la facultad de
los ojos y los oídos. Pero yo, miserable, sin vigor y estúpido, sueño adormecido,
permanezco mudo, ¡y miro con tal indiferencia mis agravios! ¿Qué? ¿Nada merece un Rey
con quien se cometió el más atroz delito para despojarle del cetro y la vida? ¿Soy cobarde
yo? ¿Quién se atreve a llamarme villano? ¿O a insultarme en mi presencia? ¿Arrancarme
la barba, soplármela al rostro, asirme de la nariz o hacerle tragar lejía que me llegue al
pulmón? ¿Quién se atreve a tanto? ¿Sería yo capaz de sufrirlo? Sí, que no es posible sino
que yo sea como la paloma que carece de hiel, incapaz de acciones crueles; a no ser esto,
ya se hubieran cebado los milanos del aire en los despojos de aquel indigno. Deshonesto,
homicida, pérfido seductor, feroz malvado, que vive sin remordimientos de su culpa. Pero,
¿por qué he de ser tan necio? ¿Será generoso proceder el mío, que yo, hijo de un querido
padre (de cuya muerte alevosa el cielo y el infierno mismo me piden venganza) afeminado
y débil desahogue con palabras el corazón, prorrumpa en execraciones vanas, como una
prostituta vil, o un pillo de cocina? ¡Ah! No, ni aun sólo imaginarlo. ¡Eh!... Yo he oído, que
tal vez asistiendo a una representación hombres muy culpados, han sido heridos en el
alma con tal violencia por la ilusión del teatro, que a vista de todos han publicado sus
delitos, que la culpa aunque sin lengua siempre se manifestará por medios maravillosos.
Yo haré que estos actores representen delante de mi tío algún pasaje que tenga
semejanza con la muerte de mi padre. Yo le heriré en lo más vivo del corazón; observaré
sus miradas; si muda de color, si se estremece, ya sé lo que me toca hacer. La aparición
que vi pudiera ser un espíritu del infierno. Al demonio no le es difícil presentarse bajo la
más agradable forma; sí, y acaso como él es tan poderoso sobre una imaginación
perturbada, valiéndose de mi propia debilidad y melancolía, me engaña para perderme.
Yo voy a adquirir pruebas más sólidas, y esta representación ha de ser el lazo en que se
enrede la conciencia del Rey.

Escena XXVI

GERTRUDIS, HAMLET, POLONIO

HAMLET.- ¿Qué me mandáis, señora?


GERTRUDIS.- Hamlet, muy ofendido tienes a tu padre.
HAMLET.- Madre, muy ofendido tenéis al mío.
GERTRUDIS.- Ven, ven aquí; tú me respondes con lengua demasiado libre.
HAMLET.- Voy, voy allá... y vos me preguntáis con lengua bien perversa.
GERTRUDIS.- ¿Qué es esto, Hamlet?
HAMLET.- ¿Y qué es eso, madre?
GERTRUDIS.- ¿Te olvidas de quién soy?
HAMLET.- No, por la cruz bendita, que no me olvido. Sois la Reina, casada con el hermano
de vuestro primer esposo y... Ojalá no fuera así... ¡Eh! Sois mi madre.
GERTRUDIS.- Bien está. Yo te pondré delante de quien te haga hablar con más acuerdo.
HAMLET.- Venid, sentaos y no saldréis de aquí, no os moveréis; sin que os ponga un
espejo delante en que veáis lo más oculto de vuestra conciencia.
GERTRUDIS.- ¿Qué intentas hacer? ¿Quieres matarme?... ¿Quién me socorre?.. ¡Cielos!
POLONIO.- Socorro pide... ¡Oh!..
HAMLET.- ¿Qué es esto?... ¿Un ratón? Murió... Un ducado a que ya está muerto.
POLONIO.- ¡Ay de mí!
GERTRUDIS.- ¿Qué has hecho?
HAMLET.- Nada... ¿Qué sé yo?.. ¿Si sería el Rey?
GERTRUDIS.- ¡Qué acción tan precipitada y sangrienta!
HAMLET.- Es verdad, madre mía, acción sangrienta y casi tan horrible como la de matar a
un Rey y casarse después con su hermano.
GERTRUDIS.- ¿Matar a un Rey?
HAMLET.- Sí, señora, eso he dicho. Y tú (dirigiéndose a Polonio), miserable, temerario,
entremetido, loco, adiós. Yo te tomé por otra persona de más consideración. Mira el
premio que has adquirido; ve ahí el riesgo que tiene la demasiada curiosidad. No, no os
torzáis las manos... sentaos aquí, y dejad que yo os tuerza el corazón. Así he de hacerlo, si
no le tenéis formado de impenetrable pasta, si las costumbres malditas no le han
convertido en un muro de bronce, opuesto a toda sensibilidad.

Escena XXI
CLAUDIO, LAERTES

Gabinete del Rey.

CLAUDIO.- Sin duda tu rectitud aprobará ya mi descargo y me darás lugar en el corazón


como a tu amigo; después que has oído, con pruebas evidentes, que el matador de tu
noble padre, conspiraba contra mi vida.
LAERTES.- Claramente se manifiesta... Pero, decidme ¿por qué no procedéis contra
excesos tan graves y culpables? Cuando vuestra prudencia, vuestra grandeza, vuestra
propia seguridad, todas las consideraciones juntas deberían excitaros tan particularmente
a reprimirlos.
CLAUDIO.- Por dos razones, que aunque tal vez las juzgarás débiles; para mí han sido muy
poderosas. Una es, que la Reina su madre vive pendiente casi de sus miradas, y al mismo
tiempo (sea desgracia o felicidad mía) tan estrechamente unió el amor mi vida y mi alma a
la de mi esposa, que así como los astros no se mueven sino dentro de su propia esfera, así
en mí no hay movimiento alguno que no dependa de su voluntad. La otra razón por que
no puedo proceder contra el agresor públicamente es el grande cariño que le tiene el
pueblo, el cual, como la fuente cuyas aguas mudan los troncos en piedras, bañando en su
afecto las faltas del Príncipe, convierte en gracias todos sus yerros. Mis flechas no pueden
con tal violencia dispararse, que resistan a huracán tan fuerte; y sin tocar el punto a que
las dirija, se volverán otra vez al arco.
LAERTES.- Seguiré en todo vuestras ideas, y mucho más si disponéis que yo sea el
instrumento que las ejecute.
CLAUDIO.- Todo sucede bien... Desde que te fuiste se ha hablado mucho de ti delante de
Hamlet, por una habilidad en que dicen que sobresales. Las demás que tienes no
movieron tanto su envidia como ésta sola; que en mi opinión ocupa el último lugar.
LAERTES.- ¿Y qué habilidad es, señor?
CLAUDIO.- No es más que un lazo en el sombrero de la juventud; pero que la es muy
necesario, puesto que así son propios de la juventud los adornos ligeros y alegres, como
de la edad madura las ropas y pieles que se viste, por abrigo y decencia... Dos meses ha
que estuvo aquí un caballero de Normandía... Yo conozco a los franceses muy bien, he
militado contra ellos, y son por cierto buenos jinetes; pero el galán de quien hablo era un
prodigio en esto. Parecía haber nacido sobre la silla, y hacía ejecutar al caballo tan
admirables movimientos, como si él y su valiente bruto animaran un cuerpo solo, y tanto
excedió a mis ideas, que todas las formas y actitudes que yo pude imaginar, no negaron a
lo que él hizo.
LAERTES.- ¿Decís que era normando?
CLAUDIO.- Sí, normando.
LAERTES.- Ese es Lamond, sin duda.
CLAUDIO.- Él mismo.
LAERTES.- Le conozco bien y es la joya más precisa de su nación.
CLAUDIO.- Pues éste hablando de ti públicamente, te llenaba de elogios por tu inteligencia
y ejercicio en la esgrima, y la bondad de tu espada en la defensa y el ataque; tanto que
dijo alguna vez, que sería un espectáculo admirable el verte lidiar con otro de igual mérito;
si pudiera hallarse, puesto que según aseguraba él mismo, los más diestros de su nación
carecían de agilidad para las estocadas y los quites cuando tú esgrimías con ellos. Este
informe irritó la envidia de Hamlet, y en nada pensó desde entonces sino en solicitar con
instancia tu pronto regreso, para batallar contigo. Fuera de esto...
LAERTES.- ¿Y qué hay además de eso, señor?
CLAUDIO.- Laertes, ¿amaste a tu padre?O eres como las figuras de un lienzo, que tal vez
aparentan tristeza en el semblante, cuando las falta un corazón.
LAERTES.- ¿Por qué lo preguntáis?
CLAUDIO.- No porque piense que no amabas a tu padre; sino porque sé que el amor está
sujeto al tiempo, y que el tiempo extingue su ardor y sus centellas; según me lo hace ver la
experiencia de los sucesos. Existe en medio de la llama de amor una mecha o pábilo que la
destruye al fin, nada permanece en un mismo grado de bondad constantemente, pues la
salud misma degenerando en plétora perece por su propio exceso. Cuanto nos
proponemos hacer debería ejecutarse en el instante mismo en que lo deseamos, porque
la voluntad se altera fácilmente, se debilita y se entorpece, según las lenguas, las manos y
los accidentes que se atraviesan; y entonces, aquel estéril deseo es semejante a un
suspiro, que exhalando pródigo el aliento causa daño, en vez de dar alivio... Pero,
toquemos en lo vivo de la herida. Hamlet vuelve. ¿Qué acción emprenderías tú para
manifestar, más con las obras que con las palabras, que eres digno hijo de tu padre?
LAERTES.- ¿Qué haré? Le cortaré la cabeza en el templo mismo.
CLAUDIO.- Cierto que no debería un homicida hallar asilo en parte alguna, ni reconocer
límites una justa venganza; pero, buen Laertes, haz lo que te diré. Permanece oculto en tu
cuarto; cuando llegue Hamlet sabrá que tú has venido; yo le haré acompañar por algunos
que alabando tu destreza den un nuevo lustre a los elogios que hizo de ti el francés. Por
último, llegaréis a veros; se harán apuestas en favor de uno y otro... Él, que es descuidado,
generoso, incapaz de toda malicia, no reconocerá los floretes; de suerte que te será muy
fácil, con poca sutileza que uses, elegir una espada sin botón, y en cualquiera de las
jugadas tomar satisfacción de la muerte de tu padre.
LAERTES.- Así lo haré, y a ese fin quiero envenenar la espada con cierto ungüento que
compré de un charlatán, de cualidad tan mortífera, que mojando un cuchillo en él, adonde
quiera que haga sangre introduce la muerte; sin que haya emplasto eficaz que pueda
evitarla, por más que se componga de cuantos simples medicinales crecen debajo de la
luna. Yo bañaré la punta de mi espada en este veneno, para que apenas le toque, muera.
CLAUDIO.- Reflexionemos más sobre esto... Examinemos, qué ocasión, qué medios serán
más oportunos a nuestro engaño; porque, si tal vez se malogra, y equivocada la ejecución
se descubren los fines, valiera más no haberlo emprendido. Conviene, pues, que este
proyecto vaya sostenido con otro segundo, capaz de asegurar el golpe, cuando por el
primero no se consiga. Espera... Déjame ver si... Haremos una apuesta solemne sobre
vuestra habilidad y... Sí, ya hallé el medio. Cuando con la agitación os sintáis acalorados y
sedientos (puesto que al fin deberá ser mayor la violencia del combate), él pedirá de
beber, y yo le tendré prevenida expresamente una copa, que al gustarla sólo, aunque haya
podido librarse de tu espada ungida, veremos cumplido nuestro deseo. Pero... Calla. ¿Qué
ruido se escucha?

Escena X

HAMLET, HORACIO, ENRIQUE, UN CABALLERO y acompañamiento.

CABALLERO.- El joven Fortimbrás que vuelve vencedor de Polonia, saluda con la salva
marcial que oís a los Embajadores de Inglaterra.
HAMLET.- Yo expiro, Horacio, la activa ponzoña sofoca ya mi aliento... No puedo vivir para
saber nuevas de Inglaterra; pero me atrevo a anunciar que Fortimbrás será elegido por
aquella nación. Yo, moribundo, le doy mi voto... Díselo tú, e infórmale de cuanto acaba de
ocurrir... ¡Oh!... Para mí solo queda ya... silencio eterno.
HORACIO.- En fin, ¡se rompe ese gran corazón! Adiós, adiós, amado Príncipe. ¡Los coros
angélicos te acompañen al celeste descanso!... Pero, ¿cómo se acerca hasta aquí el
estruendo de tambores?

TEATRO DE LOS SIGLOS DE ORO


FUENTE OVEJUNA (FRAGMENTOS)

COMENDADOR: Esperad vosotras dos.


LAURENCIA: ¿Qué manda su señoría?
COMENDADOR: ¡Desdenes el otro día, pues, conmigo! ¡Bien, por Dios!
LAURENCIA: ¿Habla contigo, Pascuala?
PASCUALA: Conmigo no, tirte ahuera.
COMENDADOR: Con vos hablo, hermosa fiera, y con esotra zagala. ¿Mías no sois?
PASCUALA: Sí, señor; mas no para casos tales.
COMENDADOR: Entrad, pasado los umbrales; hombres hay, no hayáis temor.
LAURENCIA: Si los alcaldes entraran, que de uno soy hija yo bien huera entrar; mas si no...
COMENDADOR: ¡Flores!
FLORES: ¿Señor?
COMENDADOR: ¡Que reparan en no hacer lo que les digo!
FLORES: ¡Entrad, pues!
LAURENCIA: No nos agarre.
FLORES: Entrad; que sois necias.
PASCUALA: Arre; que echaréis luego el postigo.
FLORES: Entrad; que os quiere enseñar lo que trae de la guerra.
COMENDADOR: Si entraren, Ortuño, cierra.

Éntrase

LAURENCIA: Flores, dejadnos pasar.


ORTUÑO: ¿También venís presentadas con lo demás?
PASCUALA: ¡Bien a fe! Desvíese, no le dé...
FLORES: Basta; que son extremadas.
LAURENCIA: ¿No basta a vuestro señor tanta carne presentada?
ORTUÑO: La vuestra es la que le agrada.
LAURENCIA: ¡Reviente de mal dolor!

FRONDOSO Ya te pido yo salud, y que ambos, como palomos, estemos, juntos los
picos, con arrullos sonorosos, después de darnos la iglesia...
LAURENCIA: Dilo a mi tío Juan Rojo que aunque no te quiero bien, ya tengo algunos
asomos.
FRONDOSO: ¡Ay de mí! El señor es éste.
LAURENCIA: Tirando viene a algún corzo. Escóndete en esas ramas.
FRONDOSO: Y ¡con qué celos me escondo!

Sale el COMENDADOR

COMENDADOR: No es malo venir siguiendo un corcillo temeroso, y topar tan bella gama.
LAURENCIA: Aquí descansaba un poco de haber lavado unos paños; y así, al arroyo me
torno, si manda su señoría.
COMENDADOR: Aquesos desdenes toscos afrentan, bella Laurencia las gracias que el
poderoso cielo te dio, de tal suerte, que vienes a ser un monstruo. Mas si otras veces
pudiste huír mi ruego amoroso, agora no quiere el campo, amigo secreto y solo; que tú
sola no has de ser tan soberbia, que tu rostro huyas al señor que tienes, teniéndome a mí
en tan poco. ¿No se rindió Sebastiana, mujer de Pedro Redondo, con ser casadas
entrambas, y la de Martín del Pozo, habiendo apenas pasado dos días del desposorio?
LAURENCIA: Ésas, señor, ya tenían de haber andado con otros el camino de agradaros;
porque también muchos mozos merecieron sus favores. Id con Dios, tras vueso corzo; que
a no veros con la cruz, os tuviera por demonio, pues tanto me perseguís.
COMENDADOR: ¡Qué estilo tan enfadoso! Pongo la ballesta en tierra [puesto que aquí
estamos solos], y a la práctica de manos reduzco melindres.
LAURENCIA: ¿Cómo? ¿Eso hacéis? ¿Estáis en vos?

Sale FRONDOSO y toma la ballesta

COMENDADOR: No te defiendas.
FRONDOSO: Si tomo la ballesta ¡vive el cieloque no la ponga en el hombro!
COMENDADOR: Acaba, ríndete.
LAURENCIA: ¡Cielos, ayúdame agora!
COMENDADOR: Solos estamos; no tengas miedo.
FRONDOSO: Comendador generoso, dejad la moza, o creed que de mi agravio y enojo
será blanco vuestro pecho, aunque la cruz me da asombro.
COMENDADOR: ¡Perro, villano!...
FRONDOSO: No hay perro. Huye, Laurencia.
LAURENCIA: Frondoso, mira lo que haces.
FRONDOSO: Vete.

Vase LAURENCIA

COMENDADOR: ¡Oh, mal haya el hombre loco, que se desciñe la espada! Que, de no
espantar medroso la caza, me la quité.
FRONDOSO: Pues, pardiez, señor, si toco la nuez, que os he de apiolar.
COMENDADOR: Ya es ida. Infame, alevoso, suelta la ballesta luego. Suéltala, villano.
FRONDOSO: ¿Cómo? Que me quitaréis la vida. Y advertid que Amor es sordo, y que no
escucha palabras el día que está en su trono.
COMENDADOR: Pues, ¿la espalda ha de volver un hombre tan valeroso a un villano?
Tira, infame, tira, y guárdate; que rompo las leyes de caballero.
FRONDOSO: Eso, no. Yo me conformo con mi estado, y, pues me es guardar la vida
forzoso, con la ballesta me voy.
COMENDADOR: ¡Peligro extraño y notorio! Mas yo tomaré venganza del agravio y del
estorbo. ¡Que no cerrara con él! ¡Vive el cielo, que me corro!

Ruido suene dentro

COMENDADOR: ¿Ruido?
FLORES: Y de manera que interrompen tu justicia, señor.
ORTUÑO: Las puertas rompen.

Ruido

COMENDADOR: ¡La puerta de mi casa, y siendo casa de la encomienda!


FLORES: El pueblo junto viene.
Dentro

JUAN ROJO: ¡Rompe, derriba, hunde, quema, abrasa!


ORTUNO: Un popular motín mal se detiene.
COMENDADOR: ¿El pueblo contra mí?
FLORES: La furia: pasa tan adelante, que las puertas tiene echadas por la tierra.
COMENDADOR: Desatalde. Templa, Frondoso, ese villano alcalde.
FRONDOSO: Yo voy, señor; que amor les ha movido.

Vase FRONDOSO. Dentro

MENGO: ¡Vivan Fernando e Isabel, y mueran los traidores!


FLORES: Señor, por Dios te pido que no te hallen aquí.
COMENDADOR: Se perseveran, este aposento es fuerte y defendido. Ellos se volverán.
FLORES: Cuando se alteran los pueblos agraviados, y resuelven, nunca sin sangre o sin
venganza vuelven.
COMENDADOR: En esta puerta, así como rastrillo su furor con las armas defendamos.
Dentro

FRONDOSO: ¡Viva Fuenteovejuna!


COMENDADOR: ¡Qué caudillo! Estoy por que a su furia acometamos.
FLORES: De la tuya, señor, me maravillo.
ESTEBAN: Ya el tirano y los cómplices miramos. ¡Fuenteovejuna, y los tiranos mueran!

Salen todos

COMENDADOR: Pueblo, esperad.


TODOS: Agravios nunca esperan.
COMENDADOR: Decídmelos a mí, que iré pagando a fe de caballero esos errores.
TODOS: ¡Fuenteovejuna! ¡Viva el rey Fernando! ¡Mueran malos cristianos y traidores!
COMENDADOR: ¿No me queréis oír? Yo estoy hablando, yo soy vuestro señor.
TODOS: Nuestros señores son los reyes católicos.
COMENDADOR: Espera.
TODOS: ¡Fuenteovejuna, y Fernán Gómez muera!

Vanse y salen las mujeres armadas

LAURENCIA: Parad en este puesto de esperanzas, soldados atrevidos, no mujeres.


PASCUALA: ¿Los que mujeres son en las venganzas, en él beban su sangre, es bien que
esperes?
JACINTA: Su cuerpo recojamos en las lanzas.
PASCUALA: Todas son de esos mismos pareceres.
Dentro

ESTEBAN: ¡Muere, traidor comendador!

Dentro

COMENDADOR: Ya muero. ¡Piedad, Señor, que en tu clemencia espero!

POEMAS BARROCOS

Desmayarse, atreverse, estar furioso,


áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;

no hallar fuera del bien centro y reposo,


mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;

huir el rostro al claro desengaño,


beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;

creer que un cielo en un infierno cabe,


dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.

Lope de Vega

DEFINICIÓN DEL AMOR


1 Es hielo abrasador, es fuego helado,
2 es herida que duele y no se siente,
3 es un soñado bien, un mal presente,
4 es un breve descanso muy cansado.

5 Es un descuido que nos da cuidado,


6 un cobarde con nombre de valiente,
7 un andar solitario entre la gente,
8 un amar solamente ser amado.
9 Es una libertad encarcelada,
10 que dura hasta el postrero paroxismo;
11 enfermedad que crece si es curada.

12 Éste es el niño Amor, éste es su abismo.


13 ¿Mirad cuál amistad tendrá con nada
14 el que en todo es contrario de sí mismo!
Francisco de Quevedo

AMOR CONSTANTE MÁS ALLÁ DE LA MUERTE


1 Cerrar podrá mis ojos la postrera
2 sombra que me llevare el blanco día,
3 y podrá desatar esta alma mía
4 hora, a su afán ansioso lisonjera;

5 Mas no de esotra parte en la ribera


6 dejará la memoria, en donde ardía:
7 nadar sabe mi llama el agua fría,
8 y perder el respeto a ley severa.

9 Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido,


10 venas, que humor a tanto fuego han dado,
11 médulas, que han gloriosamente ardido,

12 Su cuerpo dejará, no su cuidado;


13 serán ceniza, mas tendrá sentido;
14 polvo serán, mas polvo enamorado.
Francisco de Quevedo

YA FORMIDABLE Y ESPANTOSO SUENA

1 Ya formidable y espantoso suena


2 dentro del corazón el postrer día,
3 y la última hora, negra y fría,
4 se acerca, de temor y sombras llena.

5 Si agradable descanso, paz serena,


6 la muerte en traje de dolor envía,
7 señas da su desdén de cortesía:
8 más tiene de caricia que de pena.

9 ¿Qué pretende el temor desacordado


10 de la que a rescatar, piadosa, viene
11 espíritu en miserias añudado?

12 Llegué rogada, pues mi bien previene;


13 hallame agradecido, no asustado;
14 mi vida acabe y mi vivir ordene.

Francisco de Quevedo

Ah de la vida…

1 “¡Ah de la vida!”… ¿Nadie me responde?


2 ¡Aquí de los antaños que he vivido!
3 La Fortuna mis tiempos ha mordido;
4 las Horas mi locura las esconde.

5 ¡Que sin poder saber cómo ni a dónde


6 la salud y la edad se hayan huido!
7 Falta la vida, asiste lo vivido,
8 y no hay calamidad que no me ronde.

9 Ayer se fue; mañana no ha llegado;


10 hoy se está yendo sin parar un punto:
11 soy un fue, y un será, y un es cansado.

12 En el hoy y mañana y ayer, junto


13 pañales y mortaja, y he quedado
14 presentes sucesiones de difunto.

Francisco de Quevedo

A LA MEMORIA DE LA MUERTE Y DEL INFIERNO

1 Urnas plebeyas, túmulos reales


2 penetrad sin temor, memorias mías,
3 por donde ya el verdugo de los días
4 con igual pie dio pasos desiguales.

5 Revolved tantas señas de mortales,


6 desnudos huesos y cenizas frías,
7 a pesar de las vanas, si no pías,
8 caras preservaciones orientales.

9 Bajad luego al abismo, en cuyos senos


10 blasfeman almas, y en su prisión fuerte
11 hierros se escuchan siempre, y llanto eterno,

12 Si queréis, oh memorias, por lo menos


13 con la muerte libraros de la muerte,
14 y el infierno vencer con el infierno.

Francisco de Quevedo

MIENTRAS POR COMPETIR CON TU CABELLO


1 Mientras por competir con tu cabello
2 oro bruñido al sol relumbra en vano,
3 mientras con menosprecio en medio el llano
4 mira tu blanca frente al lilio bello;

5 Mientras a cada labio, por cogello,


6 siguen más ojos que al clavel temprano,
7 y mientras triunfa con desdén lozano
8 del luciente cristal tu gentil cuello,

9 Goza cuello, cabello, labio y frente,


10 antes que lo que fue en tu edad dorada
11 oro, lilio, clavel, cristal luciente,

12 No sólo en plata o vïola troncada


13 se vuelva, más tú y ello juntamente
14 en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.

Luis de Góngora

LA DULCE BOCA QUE A GUSTAR CONVIDA

1 La dulce boca que a gustar convida


2 un humor entre perlas distilado,
3 y a no invidiar aquel licor sagrado
4 que a Júpiter ministra el garzón de Ida,

5 Amantes, no toquéis, si queréis vida;


6 porque entre un labio y otro colorado
7 amor está, de su veneno armado,
8 cual entre flor y flor sierpe escondida.

9 No os engañen las rosas que a la Aurora


10 diréis que, aljofaradas y olorosas
11 se le cayeron del purpúreo seno;

12 Manzanas son de Tántalo, y no rosas,


13 que pronto huyen del que incitan hora
14 y sólo del Amor queda el veneno.

Luis de Góngora

MUESTRA SE DEBE ESCOGER ANTES MORIR

1 Miró Celia una rosa que en el prado


2 ostentaba feliz la pompa vana
3 y con afeites de carmín y grana
4 bañaba alegre el rostro delicado;

5 y dijo: Goza, sin temor del hado,


6 el curso breve de tu edad lozana,
7 pues no podrá la muerte de mañana
8 quitarte lo que hubieres hoy gozado.

9 Y aunque llega la muerte presurosa


10 y tu fragante vida se te aleja,
11 no sientas el morir tan bella y moza:

12 mira que la experiencia te aconseja


13 que es fortuna morirte siendo hermosa
14 y no ver el ultraje de ser vieja.

Sor Juana Inés de la Cruz

EN QUE DA MORAL CENSURA A UNA ROSA

1 Rosa divina que en gentil cultura


2 eres, con tu fragante sutileza,
3 magisterio purpúreo en la belleza,
4 enseñanza nevada a la hermosura.

5 Amago de la humana arquitectura,


6 ejemplo de la vana gentileza,
7 en cuyo ser unió naturaleza
8 la cuna alegre y triste sepultura.

9 ¡Cuán altiva en tu pompa, presumida,


10 soberbia, el riesgo de morir desdeñas,
11 y luego desmayada y encogida

12 de tu caduco ser das mustias señas,


13 con que con docta muerte y necia vida,
14 viviendo engañas y muriendo enseñas!

Sor Juana Inés de la Cruz

AL QUE INGRATO ME DEJA, BUSCO AMANTE

1 Al que ingrato me deja, busco amante;


2 al que amante me sigue, dejo ingrata;
3 constante adoro a quien mi amor maltrata;
4 maltrato a quien mi amor busca constante.

5 Al que trato de amor hallo diamante;


6 y soy diamante al que de amor me trata;
7 triunfante quiero ver al que me mata
8 y mato a quien me quiere ver triunfante.

9 Si a éste pago, padece mi deseo:


10 si ruego aquél, mi pundonor enojo:
11 de entrambos modos infeliz me veo.

12 Pero yo por mejor partido escojo


13 de quien no quiero, ser violento empleo,
14 que de quien no me quiere, vil despojo.

Sor Juana Inés de la Cruz

NEOCLÁSICO
Jean de la Fontaine
(http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/Colecciones/CuentosMas/Fontaine.pdf)
FÁBULA 3 LA RANA QUE QUISO HINCHARSE COMO UN BUEY

Vio cierta Rana a un Buey, y le pareció bien su corpulencia. La pobre no era mayor que un
huevo de gallina, y quiso, envidiosa, hincharse hasta igualar en tamaño al fornido animal.
“Mirad, hermanas, decía a sus compañeras; ¿es bastante? ¿No soy aún tan grande como
él? –No. –¿Y ahora? –Tampoco. –¡Ya lo logré! –¡Aún estás muy lejos!” Y el infeliz animal se
hinchó tanto, que reventó. Lleno está el mundo de gentes que no son más avisadas.
Cualquier ciudadano de la medianía se da ínfulas de gran señor. No hay principillo que no
tenga embajadores. Ni encontraréis marqués alguno que no lleve en pos tropa de pajes.

FÁBULA 7 LAS ALFORJAS

Dijo un día Júpiter: “Comparezcan a los pies de mi trono los seres todos que pueblan el
mundo. Si en su naturaleza encuentran alguna falta, díganlo sin empacho: yo pondré
remedio. Venid, señor Mono, hablad primero; razón tenéis para este privilegio. Ved los
demás animales; comparad sus perfecciones con las vuestras: ¿estáis contento? -¿Por qué
no? ¿No tengo cuatro pies, lo mismo que lo demás? No puedo quejarme de mi estampa;
no soy como el Oso, que parece medio esbozado nada más.” Llegaba, en esto, el Oso, y
creyeron todos que iban a oír largas lamentaciones. Nada de eso; se alabó mucho de su
buena figura; y se extendió en comentarios sobre el Elefante, diciendo que no sería malo
alargarle la cola y recortarle las orejas; y que tenía un corpachón informe y feo. El
Elefante, a su vez, a pesar de la fama que goza de sesudo, dijo cosas parecidas: opinó que
la señora Ballena era demasiado corpulenta. La Hormiga, por lo contrario, tachó al pulgón
de diminuto. Júpiter, al ver cómo se criticaban unos a otros, los despidió a todos,
satisfecho de ellos. Pero entre los más desjuiciados, se dio a conocer nuestra humana
especie. Linces para atisbar los flacos de nuestros semejantes; topos para los nuestros,
nos lo dispensamos todo, y a los demás nada. El Hacedor Supremo nos dio a todos los
hombres, tanto los de antaño como los de ogaño, un par de alforjas: la de atrás para los
defectos propios; la de adelante para los ajenos.

Félix María Samaniego


(http://www.culturarecreacionydeporte.gov.co/sites/default/files/adjuntos_paginas_201
4/fbulas_de_samaniego.pdf)

El asno y el cochino
Envidiando la suerte del Cochino,
un Asno maldecía su destino.
—Yo, decía, trabajo y como paja;
él come harina y berza, y no trabaja.
A mí me dan de palos cada día,
a él le rascan y halagan a porfía.
Así se lamentaba de su suerte;
pero, luego que advierte
que a la pocilga alguna gente avanza
en guisa de matanza,
armada de cuchillo y de caldera,
y que con maña fiera
dan al gordo Cochino fin sangriento,
dijo entre sí el Jumento:
«Si en esto para el ocio y los regalos,
al trabajo me atengo y a los palos».

El camello y la pulga
Al que ostenta valimiento,
cuando su poder es tal
que ni influye en bien ni en mal,
le quiero contar un cuento.
En una larga jornada un Camello muy cargado
exclamó, ya fatigado:
—¡Oh que carga tan pesada!
Doña Pulga, que montada
iba sobre él, al instante
se apea, y dice arrogante:
—Del peso te libro yo.
El Camello respondió:
—Gracias, señor Elefante.

La mona
Subió una Mona a un nogal,
y, cogiendo una nuez verde,
en la cáscara la muerde;
conque la supo muy mal.
Arrojóla el animal,
y se quedó sin comer.
Así suele suceder
a quien su empresa abandona,
porque halla, como la Mona,
al principio qué vencer.

El murciélago y la comadreja
Cayó, sin saber cómo,
un Murciélago a tierra;
al instante le atrapa la lista Comadreja.
Clamaba el desdichado,
viendo su muerte cerca.
Ella le dice: —Muere, que por naturaleza
soy mortal enemiga de todo cuanto vuela.
El avechucho grita, y mil veces protesta
que él es ratón, cual todos los de su descendencia.
Con esto, ¡qué fortuna!, el preso se liberta.
Pasado cierto tiempo, no sé de qué manera,
segunda vez le pilla: Él nuevamente ruega;
mas ella le responde que Júpiter la ordena
tenga paz con las aves, con los ratones guerra.
—¿Soy yo ratón acaso? Yo creo que estás ciega.
¿Quieres ver cómo vuelo? En efecto, le deja,
y a merced de su ingenio libre el pájaro vuela.
Aquí aprendió de Esopo la gente marinera,
murciélagos que fingen pasaporte y bandera.
No importa que haya pocos ingleses comadrejas;
tal vez puede de un riesgo sacarnos una treta.

ROMANTICISMO

FRANKENSTEIN (FRAGMENTOS)

Capítulo 4

Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos. Con una
ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mí alrededor los instrumentos que me iban a
permitir infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la
madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había
consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos
amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su
cuerpo. ¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que
con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado? Sus miembros estaban bien
proporcionados y había seleccionado sus rasgos por hermosos. ¡Hermosos!: ¡santo cielo!
Su piel amarillenta apenas si ocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía el pelo
negro, largo y lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía más que resaltar
el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las
pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y negruzcos labios.
Las alteraciones de la vida no son ni mucho menos tantas como las de los sentimientos
humanos. Durante casi dos años había trabajado infatigablemente con el único propósito
de infundir vida en un cuerpo inerte. Para ello me había privado de descanso y de salud.
Lo había deseado con un fervor que sobrepasaba con mucho la moderación; pero ahora
que lo había conseguido, la hermosura del sueño se desvanecía y la repugnancia y el
horror me embargaban.
Capítulo 6
De vuelta, encontré la siguiente carta de mi padre:

A V. FRANKENSTEIN.

Mi querido Víctor:

Con impaciencia debes haber aguardado la carta que fiara tu regreso a casa; tentado
estuve en un principio de mandarte sólo unas líneas con el día en que debíamos
esperarte. Pero hubiera sido un acto de cruel caridad, y no me atreví a hacerlo. Cuál no
hubiera sido tu sorpresa, hijo mío, cuando, esperando una feliz y dichosa bienvenida, te
encontraras por el contrario con el llanto y el sufrimiento. ¿Cómo podré, hijo, explicarte
nuestra desgracia? La ausencia no puede haberte hecho indiferente a nuestras penas y
alegrías, y ¿cómo puedo yo infligir daño a un hijo ausente? Quisiera prepararte para la
dolorosa noticia, pero sé que es imposible. Sé que tus ojos se saltan las líneas buscando
las palabras que te revelarán las horribles nuevas. ¡William ha muerto! Aquella dulce
criatura cuyas sonrisas caldeaban y llenaban de gozo mi corazón, aquella criatura tan
cariñosa y a la par tan alegre, Víctor, ha sido asesinada. No intentaré consolarte. Sólo te
contaré las circunstancias de la tragedia.
El jueves pasado 7 de mayo yo, mi sobrina y tus dos hermanos fuimos a Plainpalais a dar
un paseo. La tarde era cálida y apacible, y nos tardamos algo más que de costumbre. Ya
anochecía cuando pensamos en volver. Entonces nos dimos cuenta de que William y
Ernest, que iban delante, habían desaparecido. Nos sentamos en un banco a aguardar su
regreso. De pronto llegó Ernest, y nos preguntó si habíamos visto a su hermano. Dijo que
habían estado jugando juntos y que William se había adelantado para esconderse, y que lo
había buscado en vano.
Llevaba ya mucho tiempo esperándolo pero aún no había regresado.
Esto nos alarmó considerablemente, y estuvimos buscándolo hasta que cayó la noche y
entonces Elizabeth sugirió que quizá hubiera vuelto a casa. Allí no estaba. Volvimos al
lugar con antorchas; pues yo no podía descansar pensando en que mi querido hijo se
había perdido y se encontraría expuesto a la humedad y el frío de la noche. Elizabeth
también sufría enormemente. Alrededor de las cinco de la madrugada hallé a mi pequeño,
que la noche anterior rebosaba actividad y salud, tendido en la hierba, pálido e inerte, con
las huellas en el cuello de los dedos del asesino.
Lo llevamos a casa, y la agonía de mi rostro pronto delató el secreto a Elizabeth. Se
empeñó en ver el cadáver. Intenté disuadirla pero insistió. Entró en la habitación donde
reposaba, examinó precipitadamente el cuello de la víctima, y retorciéndose las manos
exclamó: ¡Dios mío! He matado a mi querido chiquillo.
Perdió el conocimiento y nos costó mucho reanimarla. Cuando volvió en sí, sólo lloraba y
suspiraba. Me dijo que esa misma tarde William la había convencido para que le dejara
ponerse una valiosa miniatura que ella tenía de tu madre. Esta joya ha desaparecido, y, sin
duda, fue lo que tentó al asesino al crimen. No hay rastro de él hasta el momento, aunque
las investigaciones continúan sin cesar. De todas formas, esto no le devolverá la vida a
nuestro amado William.
Vuelve, querido Víctor; sólo tú podrás consolar a Elizabeth. Llora sin cesar, y se acusa
injustamente de su muerte. Me destroza el corazón con sus palabras. Estamos todos
desolados, pero ¿no será esa una razón más para que tú, hijo mío, vengas y seas nuestro
consuelo? ¡Tu pobre madre, Víctor! Ahora le doy gracias a Dios de que no haya vivido para
ser testigo de la cruel y atroz muerte de su benjamín.
Vuelve, Víctor; no con pensamientos de venganza contra el asesino, sino con sentimientos
de paz y cariño que curen nuestras heridas en vez de ahondar en ellas. Únete a nuestro
luto, hijo, pero con dulzura y cariño para quienes te quieren y no con odio para con tus
enemigos.
Tu afligido padre que te quiere,
ALPHONSE FRANKENSTEIN

Empezó el juicio; cuando los fiscales hubieron expuesto su informe, se llamó a varios
testigos. Había varios hechos aislado que se combinaban en su contra, y que hubieran
desorientado cualquiera que no tuviera, como yo, la seguridad de su inocencia Había
pasado fuera de casa toda la noche del crimen, y, amanecer, una mujer del mercado la
había visto cerca del lugar donde más tarde se encontraría el cadáver del niño asesinado.
La mujer le preguntó qué hacía allí, pero Justine, de forma muy extraña, le había
contestado confusa e ininteligiblemente. Regresó a casa hacia las ocho de la mañana; y
cuando alguien quiso sabe dónde había pasado la noche, respondió que había estado
buscando al niño y preguntó ansiosamente si se sabía algo acerca de él. Cuando le
mostraron el cuerpo, tuvo un violento ataque de nervios, que la obligó a guardar cama
durante varios días. Se mostró entonces la miniatura que la criada había encontrado en el
bolsillo, y un murmullo de horror e indignación recorrió la sala cuando Elizabeth, con voz
temblorosa, la identificó como la misma que había colgado del cuello de William una hora
antes de que se lo echara en falta.

¿Cómo podré conmoveros?; ¿no conseguirán mis súplicas que os apiadéis de vuestra
criatura, que suplica vuestra compasión y bondad? Creedme, Frankenstein: yo era bueno;
mi espíritu estaba lleno de amor y humanidad, pero estoy solo, horriblemente solo. Vos,
mi creador, me odiáis. ¿Qué puedo esperar de aquellos que no me deben nada? Me odian
y me rechazan. Las desiertas cimas y desolados glaciares son mi refugio. He vagado por
ellos muchos días. Las heladas cavernas, a las cuales únicamente yo no temo, son mi
morada, la única que el hombre no me niega. Bendigo estos desolados parajes, pues son
para conmigo más amables que los de tu especie. Si la humanidad conociera mi existencia
haría lo que tú, armarse contra mí. ¿Acaso no es lógico que odie a quienes me aborrecen?
No daré treguas a mis enemigos. Soy desgraciado, y ellos compartirán mis sufrimientos.
Pero está en tu mano recompensarme, y librarles del mal, que sólo aguarda que tú lo
desencadenes
A veces deseaba encontrarte, otras estaba decidido a abandonar para siempre este
mundo y sus miserias. Por fin me dirigí a estas montañas, por cuyas cavidades he
deambulado, consumido por una devoradora pasión que sólo tú puedes satisfacer. No
podemos separarnos hasta que no accedas a mi petición. Estoy solo, soy desdichado;
nadie quiere compartir mi vida, sólo alguien tan deforme y horrible como yo podría
concederme su amor. Mi compañera deberá ser igual que yo, y tener mis mismos
defectos. Tú deberás crear este ser.

Al mirarlo, vi que su rostro expresaba una increíble malicia y traición. Recordé con una
sensación de locura la promesa de crear otro ser como él, y entonces, temblando de ira,
destrocé la cosa en la que estaba trabajando. Aquel engendro me vio destruir la criatura
en cuya futura existencia había fundado sus esperanzas de felicidad, y, con un aullido de
diabólica desesperación y venganza, se alejó.

Me quedé solo, y continué durante algún tiempo paseando por los pasillos de la casa y
examinando cada rincón que pudiera servirle de escondrijo a mi adversario. Pero no
descubrí rastro alguno de él; y empezaba a pensar que alguna providencial casualidad
habría intervenido para impedirle llevar a cabo su amenaza, cuando oí un grito agudo y
estremecedor. Venía de la habitación donde descansaba Elizabeth. Al oírlo comprendí la
estremecedora verdad, y me quedé paralizado; noté cómo la sangre me corría por las
venas y me ardía en las puntas de los dedos. Un instante después escuché un nuevo grito
y corrí hacia la alcoba. ¡Dios mío!, ¿cómo no morí entonces? ¿Por qué me hallo aquí
narrando la destrucción de mi mayor esperanza, y la muerte de la más pura criatura?
Estaba tendida en el lecho, inánime, la cabeza ladeada, las facciones pálidas y convulsas,
semiocultas por el cabello. Doquiera que vaya veo la misma imagen: los brazos exangües y
el cuerpo lacio, tirado sobre el tálamo nupcial por su asesino. ¿Cómo pude ver esto y
seguir viviendo? ¡Cuán tenaz es la vida, y cómo se aferra a quienes más la desprecian! En
un instante perdí el conocimiento, y caí al suelo.

Pero es cierto que soy despreciable. He asesinado lo hermoso y lo indefenso; he


estrangulado a inocentes mientras dormían, y he oprimido con mis manos la garganta de
alguien que jamás me había dañado, ni a mí ni a ningún otro ser. He llevado a la desgracia
a mi creador, ejemplo escogido de todo cuanto hay digno de amor y admiración entre los
hombres; lo he perseguido hasta convertirlo en esta ruina. Ahí yace, pálido y entumecido
por la muerte. Usted me odia; pero su repulsión no puede igualar la que yo siento por mí
mismo. Contemplo las manos con las que he llevado esto a cabo; pienso en el corazón que
concibió su ruina, y ansío que llegue el momento en que pueda mirarme a mí mismo, y
mis remordimientos no torturen más mi corazón.
No tema, no volveré a cometer más crímenes. Mi tarea casi ha concluido. No se necesita
su muerte ni la de ningún otro hombre para consumar el drama de mi vida, y cumplir
aquello que debe cumplirse; sólo se requiere la mía. No piense que tardaré en llevar a
cabo el sacrificio. Me alejaré de su bajel en la balsa que me trajo hasta é1 y buscaré el
punto más alejado y septentrional del hemisferio; haré una pira funeraria, donde reduciré
a cenizas este cuerpo miserable, para que mis restos no le sugieran a algún curioso y
desgraciado infeliz la idea de crear un ser semejante a mí. Moriré. Dejaré de padecer la
angustia que ahora me consume, y de ser la presa de sentimientos insatisfechos e
insaciables. Ha muerto aquel que me creó; y, cuando yo deje de existir, el recuerdo de
ambos desaparecerá pronto. Jamás volveré a ver el sol, ni las estrellas, ni a sentir el viento
acariciarme las mejillas. Desaparecerán la luz, las sensaciones, los sentimientos; y
entonces encontraré la felicidad. Hace algunos años, cuando por primera vez se abrieron
ante mí las imágenes que este mundo ofrece, cuando notaba la alegre calidez, del verano,
y oía el murmullo de las hojas y el trinar de los pájaros, cosas que lo fueron todo para mí,
hubiera llorado de pensar en morir; ahora es mi único consuelo. Infectado por mis
crímenes, y destrozado por el remordimiento, ¿dónde sino en la muerte puedo hallar
reposo?

El gato negro
Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a
escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia.
Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera
aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple,
sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de
esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero
no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos
espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia
reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y
mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente
describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que


abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis
compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener
una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más
feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció
conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de
placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no
necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que
recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al
corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del
hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al


observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los
más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro,
conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de


una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no
poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los
gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y
sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo
yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir
que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi
temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.
Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los
sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé
por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el
cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia
Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de
maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por
casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero,
se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo
Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias
de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis
correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos,
pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó
de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se
separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la
ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas,
lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice
saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de
la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen
cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una
vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo
sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo
presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de
costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me
quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la
evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese
sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e
irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este
espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la
perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las
facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del
hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía
una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en
nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una
tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu
de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que
tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el
mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido
a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y
lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos
y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba
que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para
matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal
que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la
infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de:
“¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo.
Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo
quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que
resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre


y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar
ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo
una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de
poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la
cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que
atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la
pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle.
Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad. Al
aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la
imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa.
Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado
por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había
ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la
multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al
gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en
esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad
contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco
del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño
episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses
no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un
sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de
lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente
frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame,
reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que
constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando
dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en
lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande
como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo
blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha
blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra


mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal
que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero
me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de
él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció


dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para
inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se
convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente
lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su
marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de
disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el
animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban
maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de
cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con
inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una
emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de
haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue
precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto
grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la
fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis
pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me
sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas
caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o
bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En
esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el
recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un
espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería
imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en
esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el
espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas
quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención
sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única
diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta
mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero
gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por
rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión.
Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y
hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba,
digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y
terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia,
cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan
insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día
ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me
dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños,
para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla
encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi
corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de
bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos,
los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta
convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi
pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los
repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa
donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada
escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura.
Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían
detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal
de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado
por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el
hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea
de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de
noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron
mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego
se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar
el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería
común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo
que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como
se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y
estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no
había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa
chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano.
Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y
tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo
sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una
palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve
en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después
de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del
anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí
seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido
tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno,
triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final
me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su
destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la
violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi
humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de
la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera
vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir,
aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como
un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería
a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me
preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó
mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se
descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió


a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no
sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen.
No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano.
Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el
de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había
cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías
estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón
era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una
palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber
disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso,
caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna
cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de
excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una
gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que
llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de
la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el
eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo
y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció
rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como
inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como
sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y
de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui
tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la
escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la
pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre
coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja
boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya
astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo.
¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

REALISMO

Vanka
Antón Chéjov

Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en
casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.

Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la
misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma
enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.

Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada en la que se pintaba el temor de ser
sorprendido, miró el icono oscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.

El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.

«Querido abuelo Constantino Makarich -escribió-: Soy yo quien te escribe. Te felicito con
motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni
mamá; sólo te tengo a ti…

Vanka miró a la oscura ventana, en cuyos cristales se reflejaba la bujía, y se imaginó a su


abuelo Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia nocturno en casa de los
señores Chivarev. Era un viejecito enjuto y vivo, siempre risueño y con ojos de bebedor.
Tenía sesenta y cinco años. Durante el día dormía en la cocina o bromeaba con los
cocineros, y por la noche se paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de la finca,
y golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo una pequeña plancha cuadrada, para dar
fe de que no dormía y atemorizar a los ladrones. Lo acompañaban dos perros: Canelo y
Serpiente. Este último se merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre
parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el mundo con ojos acariciadores,
no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba, bajo aquella máscara de cariño, una
perfidia jesuítica.

Le gustaba acercarse a la gente con suavidad, sin ser notado, y morderla en las
pantorrillas. Con frecuencia robaba pollos de casa de los campesinos. Le pegaban grandes
palizas; dos veces había estado a punto de morir ahorcado; pero siempre salía con vida de
los más apurados trances y resucitaba cuando lo tenían ya por muerto.

En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría, de fijo, a la puerta, y mirando las ventanas
iluminadas de la iglesia, embromaría a los cocineros y a las criadas, frotándose las manos
para calentarse. Riendo con risita senil les daría vaya a las mujeres.

-¿Quiere usted un polvito? -les preguntaría, acercándoles la tabaquera a la nariz.

Las mujeres estornudarían. El viejo, regocijadísimo, prorrumpiría en carcajadas y se


apretaría con ambas manos los ijares.

Luego les ofrecería un polvito a los perros. El Canelo estornudaría, sacudiría la cabeza, y,
con el gesto huraño de un señor ofendido en su dignidad, se marcharía. El Serpiente,
hipócrita, ocultando siempre sus verdaderos sentimientos, no estornudaría y menearía el
rabo.

El tiempo sería soberbio. Habría una gran calma en la atmósfera, límpida y fresca. A pesar
de la oscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados blancos, el humo de las
chimeneas, los árboles plateados por la escarcha, los montones de nieve. En el cielo, miles
de estrellas parecerían hacerle alegres guiños a la Tierra. La Vía Láctea se distinguiría muy
bien, como si, con motivo de la fiesta, la hubieran lavado y frotado con nieve…

Vanka, imaginándose todo esto, suspiraba.

Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo:

«Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por
haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó destripar una
sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra
cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los otros aprendices, como son mayores que
yo, me mortifican, me mandan por vodka a la taberna y me hacen robarle pepinos a la
maestra, que, cuando se entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la
mañana me dan un mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar,
otro mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el
portal y paso mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me deja dormir con
sus gritos… Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida. Te
saludo con mucho respeto y te prometo pedirle siempre a Dios por ti. Si no me sacas de
aquí me moriré.»
Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con el puño y no pudo reprimir un sollozo.

«Te seré todo lo útil que pueda -continuó momentos después-. Rogaré por ti, y si no estás
contento conmigo puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo, guardaré el
rebaño. Abuelito: te ruego que me saques de aquí si no quieres que me muera. Yo
escaparía y me iría a la aldea contigo; pero no tengo botas, y hace demasiado frío para ir
descalzo. Cuando sea mayor te mantendré con mi trabajo y no permitiré que nadie te
ofenda. Y cuando te mueras, le rogaré a Dios por el descanso de tu alma, como le ruego
ahora por el alma de mi madre.

«Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una
oveja. También hay perros, pero no son como los de la aldea: no muerden y casi no
ladran. He visto en una tienda una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso que se
podrían pescar con ella los peces más grandes. Se venden también en las tiendas
escopetas de primer orden, como la de tu señor. Deben costar muy caras, lo menos cien
rublos cada una. En las carnicerías venden perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde
los cazan.

«Abuelito: cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una
nuez dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás. Pídesela a la señorita
Olga Ignatievna; dile que es para Vanka. Verás cómo te la da.»

Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, en
vísperas de la fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los señores, iba él
al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto! El frío le ponía rojas las mejillas; pero a
él no le importaba. El abuelo, antes de derribar el árbol escogido, encendía la pipa y decía
algunas chirigotas acerca de la nariz helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de
escarcha, parecían, en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía
descargar la mano del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve,
aparecía una liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de gran
agitación y, agachándose, gritaba:

-¡Cógela, cógela! ¡Ah, diablo!

Luego el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos lo trasladaban a la casa señorial. Allí,
el árbol era preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía mayor entusiasmo
que nadie en este trabajo. Vanka la quería mucho. Cuando aún vivía su madre y servía en
casa de los señores, Olga Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a
contar de uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el huérfano Vanka pasó a
formar parte de la servidumbre culinaria, con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a
casa del zapatero Alajin, para que aprendiese el oficio…

«¡Ven, abuelito, ven! -continuó escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho-. En
nombre de Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del pobrecito
huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me insulta. Y, además, siempre tengo
hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no hago más que llorar. Anteayer, el ama me
dio un pescozón tan fuerte que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es
vivir; los perros viven mejor que yo… Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a
todos nuestros amigos de la aldea. Mi acordeón guárdalo bien y no se lo dejes a nadie. Sin
más, sabes que te quiere tu nieto

VANKA CHUKOV

Ven en seguida, abuelito.»


Vanka plegó en cuatro dobleces la hoja de papel y la metió en un sobre que había
comprado el día anterior. Luego, meditó un poco y escribió en el sobre la siguiente
dirección:
«En la aldea, a mi abuelo.»
Tras una nueva meditación, añadió:
«Constantino Makarich.»
Congratulándose de haber escrito la carta sin que nadie lo estorbase, se puso la gorra, y,
sin otro abrigo, corrió a la calle.
El dependiente de la carnicería, a quien aquella tarde le había preguntado, le había dicho
que las cartas debían echarse a los buzones, de donde las recogían para llevarlas en troika
a través del mundo entero.
Vanka echó su preciosa epístola en el buzón más próximo…
Una hora después dormía, mecido por dulces esperanzas.
Vio en sueños la cálida estufa aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las cocineras la
carta de Vanka. El perro Serpiente se paseaba en torno de la estufa y meneaba el rabo…

FIN

UN ÁRBOL DE NEOL Y UNA BODA


Fiodor Dostoyevski

Hace un par de días asistí yo a una boda… Pero no… Antes he de contarles algo relativo a
una fiesta de Navidad. Una boda es, ya de por sí, cosa linda, y aquella de marras me gustó
mucho… Pero el otro acontecimiento me impresionó más todavía. Al asistir a aquella
boda, hube de acordarme de la fiesta de Navidad. Pero voy a contarles lo que allí sucedió.

Hará unos cinco años, cierto día entre Navidad y Año Nuevo, recibí una invitación para un
baile infantil que había de celebrarse en casa de una respetable familia amiga mía. El
dueño de la casa era un personaje influyente que estaba muy bien relacionado; tenía un
gran círculo de amistades, desempeñaba un gran papel en sociedad y solía urdir todos los
enredos posibles; de suerte que podía suponerse, desde luego, que aquel baile de niños
sólo era un pretexto para que las personas mayores, especialmente los señores papás,
pudieran reunirse de un modo completamente inocente en mayor número que de
costumbre y aprovechar aquella ocasión para hablar, como casualmente, de toda clase de
acontecimientos y cosas notables. Pero como a mí las referidas cosas y acontecimientos
no me interesaban lo más mínimo, y como entre los presentes apenas si tenía algún
conocido, me pasé toda la velada entre la gente, sin que nadie me molestara, abandonado
por completo a mí mismo.

Otro tanto hubo de sucederle a otro caballero, que, según me pareció, no se distinguía ni
por su posición social, ni por su apellido, y, a semejanza mía, sólo por pura causalidad se
encontraba en aquel baile infantil… Inmediatamente hubo de llamarme la atención. Su
aspecto exterior impresionaba bien: era de gran estatura, delgado, sumamente serio e iba
muy bien vestido. Se advertía de inmediato que no era amigo de distracciones ni de
pláticas frívolas. Al instalarse en un rinconcito tranquilo, su semblante, cuyas negras cejas
se fruncieron, asumió una expresión dura, casi sombría. Saltaba a la vista que, quitando al
dueño de la casa, no conocía a ninguno de los presentes. Y tampoco era difícil adivinar que
aquella fiestecita lo aburría hasta la náusea, aunque, a pesar de ello, mostró hasta el final
el aspecto de un hombre feliz que pasa agradablemente el tiempo. Después supe que
procedía de la provincia y sólo por una temporada había venido a Petersburgo, donde
debía de fallarse al día siguiente un pleito, enrevesado, del que dependía todo su
porvenir. Se le había presentado con una carta de recomendación a nuestro amigo el
dueño de la casa, por lo que aquél cortésmente lo había invitado a la velada: pero, según
parecía, no contaba lo más mínimo con que el dueño de la casa se tomase por él la más
ligera molestia. Y como allí no se jugaba a las cartas y nadie le ofrecía un cigarro ni se
dignaba dirigirle la palabra -probablemente conocían ya de lejos al pájaro por la pluma-, se
vio obligado nuestro hombre, para dar algún entretenimiento a sus manos, a estar toda la
noche mesándose las patillas. Tenía, verdaderamente, unas patillas muy hermosas; pero,
así y todo, se las acariciaba demasiado, dando a entender que primero habían sido
creadas aquellas patillas, y luego le habían añadido el hombre, con el solo objeto de que
les prodigase sus caricias.

Además de aquel caballero que no se preocupaba lo más mínimo por aquella fiesta de los
cinco chicos pequeñines y regordetes del anfitrión, hubo de chocarme también otro
individuo. Pero éste mostraba un porte totalmente distinto: ¡era todo un personaje!

Se llamaba Yulián Mastakóvich. A la primera mirada se comprendía que era un huésped de


honor y se hallaba, respecto al dueño de la casa, en la misma relación, aproximadamente,
en que respecto a éste se encontraba el forastero desconocido. El dueño de la casa y su
señora se desvivían por decirle palabras lisonjeras, le hacían lo que se dice la corte, lo
presentaban a todos sus invitados, pero sin presentárselo a ninguno. Según pude
observar, el dueño de la casa mostró en sus ojos el brillo de una lagrimita de emoción
cuando Yulián Mastakóvich, elogiando la fiesta, le aseguró que rara vez había pasado un
rato tan agradable. Yo, por lo general, suelo sentir un malestar extraño en presencia de
hombres tan importantes; así que, luego de recrear suficientemente mis ojos en la
contemplación de los niños, me retiré a un pequeño boudoir, en el que, por casualidad, no
había nadie, y allí me instalé en el florido parterre de la dueña de la casa, que cogía casi
todo el aposento.

Los niños eran todos increíblemente simpáticos e ingenuos y verdaderamente infantiles, y


en modo alguno pretendían dárselas de mayores, pese a todas las exhortaciones de ayas y
madres. Habían literalmente saqueado todo el árbol de Navidad hasta la última rama, y
también tuvieron tiempo de romper la mitad de los juguetes, aun antes de haber puesto
en claro para quién estaba destinado cada uno. Un chiquillo de aquellos de negros ojos y
rizos negros, hubo de llamarme la atención de un modo particular: estaba empeñado en
dispararme un tiro, pues le había tocado una pistola de madera. Pero la que más llamaba
la atención de los huéspedes era su hermanita. Tendría ésta unos once años, era delicada
y pálida, con unos ojazos grandes y pensativos. Los demás niños debían de haberla
ofendido por algún concepto, pues se vino al cuarto donde yo me encontraba, se sentó en
un rincón y se puso a jugar con su muñeca. Los convidados se señalaban unos a otros con
mucho respeto a un opulento comerciante, el padre de la niña, y no faltó quién en voz
baja hiciese observar que ya tenía apartados para la dote de la pequeña sus buenos
trescientos mil rublos en dinero contante y sonante. Yo, involuntariamente, dirigí la vista
hacia el grupo que tan interesante conversación sostenía, y mi mirada fue a dar en Yulián
Mastakóvich, que, con las manos cruzadas a la espalda y un poco ladeada la cabeza,
parecía escuchar muy atentamente el insulso diálogo. Al mismo tiempo hube de admirar
no poco la sabiduría del dueño de la casa, que había sabido acreditarla en la distribución
de los regalos. A la muchacha que poseía ya trescientos mil rublos le había correspondido
la muñeca más bonita y más cara. Y el valor de los demás regalos iba bajando
gradualmente, según la categoría de los respectivos padres de los chicos. Al último niño,
un chiquillo de unos diez años, delgadito, pelirrojo y con pecas, sólo le tocó un libro que
contenía historias instructivas y trataba de la grandeza del mundo natural, de las lágrimas
de la emoción y demás cosas por el estilo: un árido libraco, sin una estampa ni un adorno.

Era el hijo de una pobre viuda, que les daba clase a los niños del anfitrión, y a la que
llamaban, por abreviar, el aya. Era el tal chico un niño tímido, pusilánime. Vestía una
blusilla rusa de nanquín barato. Después de recoger su libro, anduvo largo rato
huroneando en torno a los juguetes de los demás niños; se le notaban unas ganas terribles
de jugar con ellos; pero no se atrevía; era claro que ya comprendía muy bien su posición
social. Yo contemplaba complacido los juguetes de los niños. Me resultaba de un interés
extraordinario la independencia con que se manifestaban en la vida. Me chocaba que
aquel pobre chico de que hablé se sintiera tan atraído por los valiosos juguetes de los
otros nenes, sobre todo por un teatrillo de marionetas en el que seguramente habría
deseado desempeñar algún papel, hasta el extremo de decidirse a una lisonja. Se sonrió y
trató de hacerse simpático a los demás: le dio su manzana a una nena mofletuda, que ya
tenía todo un bolso de golosinas, y llegó hasta el punto de decidirse a llevar a uno de los
chicos a cuestas, todo con tal de que no lo excluyesen del teatro. Pero en el mismo
instante surgió un adulto, que en cierto modo hacía allí de inspector, y lo echó a
empujones y codazos. El chico no se atrevió a llorar. En seguida apareció también el aya,
su madre, y le dijo que no molestase a los demás. Entonces se vino el chico al cuarto
donde estaba la nena. Ella lo recibió con cariño, y ambos se pusieron, con mucha
aplicación, a vestir a la muñeca.

Yo llevaba ya sentado media horita en el parterre, y casi me había adormilado, arrullado


inconscientemente por el parloteo infantil del chico pelirrojo y la futura belleza con dote
de trescientos mil rublos, cuando de repente hizo irrupción en la estancia Yulián
Mastakóvich. Aprovechó la ocasión de haberse suscitado una gran disputa entre los niños
del salón para desaparecer de allí sin ser notado. Hacía unos minutos nada más lo había
visto yo al lado del opulento comerciante, padre de la pequeña, en vivo coloquio, y, por
alguna que otra palabra suelta que cogiera al vuelo, adiviné que estaba ensalzando las
ventajas de un empleo con relación a otro. Ahora estaba pensativo, en pie, junto al
parterre, sin verme a mí, y parecía meditar algo.

“Trescientos…, trescientos… -murmuraba-. Once…. doce…, trece…, dieciséis… ¡Cinco años!


Supongamos al cuatro por ciento… Doce por cinco… Sesenta. Bueno; pongamos, en total,
al cabo de cinco años… Cuatrocientos. Eso es… Pero él no se ha de contentar con el cuatro
por ciento, el muy perro. Lo menos querrá un ocho y hasta un diez. ¡Bah! Pongamos…
quinientos mil… ¡Hum! Medio millón de rublos. Esto es ya mejor… Bueno…; y luego,
encima, los impuestos… ¡Hum!”

Su resolución era firme. Se escombró, y se disponía ya a salir de la habitación, cuando, de


pronto, hubo de reparar en la pequeña. que estaba con su muñeca en un rincón, junto al
niñito pobre, y se quedó parado. A mí no me vio, escondido, como estaba, detrás del
denso follaje. Según me pareció, estaba muy excitado. Difícil sería, no obstante, precisar si
su emoción era debida a la cuenta que acababa de echar o a alguna otra causa, pues se
frotó sonriendo las manos, y parecía como si no pudiese estarse quieto. Su excitación fue
creciendo hasta un extremo incomprensible, al dirigir una segunda y resuelta mirada a la
rica heredera. Quiso avanzar un paso; pero volvió a detenerse y miró con mucho cuidado
en torno suyo. Luego se aproximó de puntillas, como consciente de una culpa, lentamente
y sin hacer ruido, a la pequeña. Como ésta se hallaba detrás del chico, se inclinó el hombre
y le dio un beso en su cabecita. La pequeña lanzó un grito, asustada, pues no había
advertido hasta entonces su presencia.

-¿Qué haces aquí, hija mía? -le preguntó por lo bajo, miró en torno suyo y le dio luego una
palmadita en las mejillas.

-Estamos jugando…

-¡Ah! ¿Con éste? -y Yulián Mastakóvich lanzó una mirada al pequeño-. Mira, niño: mejor
estarías en la sala -le dijo.

El chico no replicó, y se le quedó mirando fijo. Yulián Mastakóvich volvió a echar una
rápida ojeada en torno suyo, y de nuevo se inclinó hacia la pequeña.
-¿Qué es esto, niña? ¿Una muñeca? -le preguntó.

-Sí, una muñequita… -repuso la nena algo forzada, y frunció levemente el ceño.

-Una muñeca… Pero ¿sabes tú, hija mía, de qué se hacen las muñecas?

-No… -respondió la niña en un murmullo, y volvió a bajar la cabeza.

-Bueno; pues mira: las hacen de trapos viejos, corazón. Pero tú estarías mejor en la sala,
con los demás niños -y Yulián Mastakóvich, al decir esto, dirigió una severa mirada al
pequeño. Pero éste y la niña fruncieron la frente y se apretaron más el uno contra el otro.
Por lo visto, no querían separarse.

-¿Y sabes tú también para qué te han regalado esta muñeca? -tornó a preguntar Yulián
Mastakóvich, que cada vez ponía en su voz más mimo.

-No.

-Pues para que seas buena y cariñosa.

Al decir esto, tornó Yulián Mastakóvich a mirar hacia la puerta, y luego le preguntó a la
niña con voz apenas perceptible, trémula de emoción e impaciencia:

-Pero ¿me querrás tú también a mí si les hago una visita a tus padres? Al hablar así,
intentó Yulián Mastakóvich darle otro beso a la pequeña; pero al ver el niño que su
amiguita estaba ya a punto de romper en llanto, se apretujó contra su cuerpecito, lleno de
súbita congoja, y por pura compasión y cariño rompió a llorar alto con ella. Yulián
Mastakóvich se puso furioso.

-¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí -le dijo con muy mal genio al chico-. ¡Vete a la sala! ¡Anda a
reunirte con los demás niños!

-¡No, no, no! ¡No quiero que se vaya! ¿Por qué tiene que irse? ¡Usted es quien debe irse! -
clamó la nena-. ¡Él se quedará aquí! ¡Déjele usted estar! -añadió casi llorando.

En aquel instante sonaron voces altas junto a la puerta y Yulián Mastakóvich irguió el
busto imponente. Pero el niño se asustó todavía más que Yulián Mastakóvich; soltó a la
amiguita y se escurrió, sin ser visto, a lo largo de las paredes, en el comedor. También al
comedor se trasladó Yulián Mastakóvich, cual si nada hubiera pasado. Tenía el rostro
como la grana, y como al pasar ante un espejo se mirase en él, pareció asombrarse él
mismo de su aspecto. Quizá lo contrariase haberse excitado tanto y hablado de manera
tan destemplada. Por lo visto, sus cálculos lo habían absorbido y entusiasmado de tal
modo, que a pesar de toda su dignidad y astucia, procedió como un verdadero chiquillo, y
en seguida, sin pararse a reflexionar, empezaba a atacar su objetivo. Yo lo seguí al otro
cuarto…, y en verdad que fue un raro espectáculo el que allí presencié. Pues vi nada
menos que a Yulián Mastakóvich, el digno y respetable Yulián Mastakóvich, hostigar al
pequeño, que cada vez retrocedía más ante él y, de puro asustado, no sabía ya dónde
meterse.

-¡Vamos, largo de aquí! ¿Qué haces aquí, holgazán? ¡Anda, vete! Has venido aquí a robar
fruta, ¿verdad? Habrás robado alguna, ¿eh? ¡Pues lárgate en seguidita, que ya verás, si no,
cómo te arreglo yo a ti!

El muchacho, azorado, se resolvió, finalmente, a adoptar un medio desesperado de


salvación: se metió debajo de la mesa. Pero al ver aquello se puso todavía más furioso su
perseguidor. Lleno de ira, tiró del largo mantel de batista que cubría la mesa, con objeto
de sacar de allí al chico. Pero éste se estuvo quietecito, muertecito de miedo, y no se
movió. Debo hacer notar que Yulián Mastakóvich era algo corpulento. Era lo que se dice
un tipo gordo, con los mofletes colorados, una ligera tripa, rechoncho y con las
pantorrillas gordas…; en una palabra: un tipo forzudo, que todo lo tenía redondito como la
nuez. Gotas de sudor le corrían ya por la frente; respiraba jadeando y casi con estertor. La
sangre, de estar agachado, se le subía, roja y caliente, a la cabeza. Estaba rabioso, de puro
grande que eran su enojo o, ¿quién sabe?, sus celos. Yo me eché a reír alto. Yulián
Mastakóvich se volvió como un relámpago hacia mí, y, no obstante su alta posición social,
su influencia y sus años, se quedó enteramente confuso. En aquel instante entró por la
puerta frontera el dueño de la casa. El chico se salió de debajo de la mesa y se sacudió el
polvo de las rodillas y los codos. Yulián Mastakóvich recobró la serenidad, se llevó
rápidamente el mantel, que aún tenía cogido de un pico, a la nariz, y se sonó.

El dueño de la casa nos miró a los tres sorprendido; pero, a fuer de hombre listo que toma
la vida en serio, supo aprovechar la ocasión de poder hablar a solas con su huésped.

-¡Ah! Mire usted: éste es el muchacho en cuyo favor tuve la honra de interesarle… -
empezó, señalando al pequeño.

-¡Ah! -replicó Yulián Mastakóvich, que seguía sin ponerse a la altura de la situación.

-Es el hijo del aya de mis hijos -continuó explicativo el dueño de la casa, y en tono
comprometedor-, una pobre mujer. Es viuda de un honorable funcionario. ¿No habría
medio, Yulián Mastakóvich…?

-¡Ah! Lo había olvidado. ¡No, no! -lo interrumpió éste presuroso-. No me lo tome usted a
mal, mi querido Filipp Aleksiéyevich; pero es de todo punto imposible. Me he informado
bien; no hay, actualmente, ninguna vacante, y aun cuando la hubiese, siempre tendría
éste por delante diez candidatos con mayor derecho… Lo siento mucho, créame; pero…

-¡Lástima! -dijo pensativo el dueño de la casa-. Es un chico muy juicioso y modesto…


-Pues a mí, por lo que he podido ver, me parece un tunante -observó Yulián Mastakóvich
con forzada sonrisa-. ¡Anda! ¿Qué haces aquí? ¡Vete con tus compañeros! -le dijo al
muchacho, encarándose con él.

Luego no pudo, por lo visto, resistir la tentación de lanzarme a mí también una mirada
terrible. Pero yo, lejos de intimidarme, me reí claramente en su cara. Yulián Mastakóvich
la volvió inmediatamente a otro lado y le preguntó de un modo muy perceptible al dueño
de la casa quién era aquel joven tan raro. Ambos se pusieron a cuchichear y salieron del
aposento. Yo pude ver aún, por el resquicio de la puerta, cómo Yulián Mastakóvich, que
escuchaba con mucha atención al dueño de la casa, movía la cabeza admirado y receloso.

Después de haberme reído lo bastante, yo también me trasladé al salón. Allí estaba ahora
el personaje influyente, rodeado de padres y madres de familia y de los dueños de la casa,
y hablaba en tono muy animado con una señora que acababan de presentarle. La señora
tenía cogida de la mano a la pequeña que Yulián Mastakóvich besara hacía diez minutos.
Ponderaba el hombre a. la niña, poniéndola en el séptimo cielo; ensalzaba su hermosura,
su gracia, su buena educación, y la madre lo oía casi con lágrimas en los ojos. Los labios
del padre sonreían. El dueño de la casa participaba con visible complacencia en el júbilo
general. Los demás invitados también daban muestras de grata emoción, e incluso habían
interrumpido los juegos de los niños para que éstos no molestasen con su algarabía. Todo
el aire estaba lleno de exaltación. Luego pude oír yo cómo la madre de la niña,
profundamente conmovida, con rebuscadas frases de cortesía, rogaba a Yulián
Mastakóvich que le hiciese el honor especial de visitar su casa, y pude oír también cómo
Yulián Mastakóvich, sinceramente encantado, prometía corresponder sin falta a la amable
invitación, y cómo los circunstantes, al dispersarse por todos lados, según lo pedía el uso
social, se deshacían en conmovidos elogios, poniendo por las nubes al comerciante, su
mujer y su nena, pero sobre todo a Yulián Mastakóvich.

-¿Es casado ese señor? -pregunté yo alto a un amigo mío, que estaba al lado de Yulián
Mastakóvich.

Yulián Mastakóvich me lanzó una mirada colérica, que reflejaba exactamente sus
sentimientos.

-No -me respondió mi amigo, visiblemente contrariado por mi intempestiva pregunta, que
yo, con toda intención, le hiciera en voz alta.

Hace un par de días hube de pasar por delante de la iglesia de... La muchedumbre que se
apiñaba en el balcón, y sus ricos atavíos, hubieron de llamarme la atención. La gente
hablaba de una boda. Era un nublado día de otoño, y empezaba a helar. Yo entré en la
iglesia, confundido entre el gentío, y miré a ver quién fuese el novio. Era un tío bajo y
rechoncho, con tripa y muchas condecoraciones en el pecho. Andaba muy ocupado, de
acá para allá, dando órdenes, y parecía muy excitado. Por último, se produjo en la puerta
un gran revuelo; acababa de llegar la novia. Yo me abrí paso entre la multitud y pude ver
una beldad maravillosa, para la que apenas despuntara aún la primera primavera. Pero
estaba pálida y triste. Sus ojos miraban distraídos. Hasta me pareció que las lágrimas
vertidas habían ribeteado aquellos ojos. La severa hermosura de sus facciones prestaba a
toda su figura cierta dignidad y solemnidad altivas. Y, no obstante, a través de esa
seriedad y dignidad y de esa melancolía, resplandecía el alma inocente, inmaculada, de la
infancia, y se delataba en ella algo indeciblemente inexperto, inconsciente, infantil, que,
según parecía, sin decir palabra, tácitamente, imploraba piedad.

Se decía entre la gente que la novia apenas si tendría dieciséis años. Yo miré con más
atención al novio, y de pronto reconocí al propio Yulián Mastakóvich, al que hacía cinco
años que no volviera a ver. Y miré también a la novia. ¡Santo Dios! Me abrí paso entre el
gentío en dirección a la salida, con el deseo de verme cuanto antes lejos de allí. Entre la
gente se decía que la novia era rica en dinero contante y sonante y que poseía medio
millón de rublos, más una renta por valor de tanto y cuanto…

“¡Le salió bien la cuenta”, pensé yo, y me salí a la calle.

FIN

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