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LITERATURA 2
EDAD MEDIA
CANTARES DE GESTA
CANTAR DE MIO CID (FRAGMENTOS)
1.
El Cid convoca a sus vasallos; éstos se destierran con él.
Adiós del Cid a Vivar.
(Envió a buscar a todos sus parientes y vasallos,
y les dijo cómo el rey le mandaba salir de todas sus tierras
y no le daba de plazo más que nueve días y que quería saber
quiénes de ellos querían ir con él y quiénes quedarse.)
A los que conmigo vengan que Dios les dé muy buen pago;
también a los que se quedan contentos quiero dejarlos.
Habló entonces Álvar Fáñez, del Cid era primo hermano:
“Con vos nos iremos, Cid, por yermos y por poblados;
no os hemos de faltar mientras que salud tengamos,
y gastaremos con vos nuestras mulas y caballos
y todos nuestros dineros y los vestidos de paño,
siempre querremos serviros como leales vasallos.”
Aprobación dieron todos a lo que ha dicho don Álvaro.
Mucho que agradece el Cid aquello que ellos hablaron.
El Cid sale de Vivar, a Burgos va encaminado,
allí deja sus palacios yermos y desheredados.
Después conquista Valencia y consigue el perdón real, con lo que gana muchas riquezas y
el señorío sobre Valencia. Sus hijas se casan con los infantes de Carrión, quienes resultan
ser cobardes y además crueles cuando azotan a las hijas del Cid y las dejan por muertas en
el bosque, trayendo más deshonra al Cid.
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Los infantes deciden afrentar a las hijas del Cid
Piden al Cid sus mujeres para llevarlas a Carrión
EI Cid accede
Ajuar que da a sus hijas
Los infantes dispónense a marchar
Las hijas despídense del padre
EXEMPLA
CONDE LUCANOR
Cuento VII – El conde Lucanor – Doña Truhana
Juan Manuel
De lo que aconteció a una mujer que le decían doña Truhana
Hablaba otra vez el conde Lucanor con Patronio, su consejero, y díjole así:
-Patronio, algunas personas muy importantes, y también otras que no lo son tanto, me
hacen daño a veces en mi hacienda o en mis vasallos y, cuando me ven, me dicen que les
pesa mucho y que lo hicieron obligados por la necesidad y porque no podían en aquel
momento hacer otra cosa. Como quiero saber qué conducta seguir cuando tales cosas me
sucedan, os ruego que me digáis qué pensáis de esto.
-Señor conde Lucanor -respondió Patronio-, lo que os pasa y os preocupa tanto se parece
mucho a lo que sucedió a un hombre que cazaba perdices.
El conde le rogó que se lo contara.
-Señor conde -dijo Patronio-, un hombre puso redes a las perdices y, cuando cayeron, se
llegó a ellas y, conforme las iba sacando, las mataba a todas. Mientras hacía esto le daba
el viento en la cara con tanta fuerza, que le hacía llorar. Una de las perdices que aún
estaba viva empezó a decir a las que quedaban dentro de la red:
-Ved, amigas, lo que hace este hombre, que, aunque nos mata, nos compadece y llora por
eso.
Otra perdiz, que por ser más sabia que la que hablaba no cayó en la red, le dijo desde
fuera:
-Amiga, mucho le agradezco a Dios el haberme guardado del que quiere matarme o
hacerme daño y simula sentirlo.
Vos, señor conde Lucanor, guardaos siempre del que os perjudica y dice que le pesa; pero
si alguien os perjudica involuntariamente y el daño o pérdida no fuera mucho, y esa
persona os hubiera ayudado en otra ocasión o hecho algún servicio, yo os aconsejo que en
este caso disimuléis, siempre que ello no se repita tan a menudo que os desprestigie o
lesione mucho vuestros intereses. De otra manera, debéis protestar con tal energía que
vuestra hacienda y vuestra honra queden a salvo.
El conde tuvo por buen consejo éste que le daba Patronio, lo puso en práctica y le fue muy
bien. Viendo don Juan que este cuento era muy bueno, lo mandó poner en este libro y
escribió unos versos que dicen así:
Procúrate siempre muy bien guardar
del que al hacerte mal muestra pesar.
Otra vez, hablando el conde Lucanor con Patronio, su consejero, díjole así:
-Patronio, uno de mis deudos me ha dicho que le están tratando de casar con una mujer
muy rica y más noble que él, y que este casamiento le convendría mucho si no fuera
porque le aseguran que es la mujer de peor carácter que hay en el mundo. Os ruego que
me digáis si he de aconsejarle que se case con ella, conociendo su genio, o si habré de
aconsejarle que no lo haga.
-Señor conde -respondió Patronio-, si él es capaz de hacer lo que hizo un mancebo moro,
aconsejadle que se case con ella; si no lo es, no se lo aconsejéis.
El conde le rogó que le refiriera qué había hecho aquel moro.
Patronio le dijo que en un pueblo había un hombre honrado que tenía un hijo que era
muy bueno, pero que no tenía dinero para vivir como él deseaba. Por ello andaba el
mancebo muy preocupado, pues tenía el querer, pero no el poder.
En aquel mismo pueblo había otro vecino más importante y rico que su padre, que tenía
una sola hija, que era muy contraria del mozo, pues todo lo que éste tenía de buen
carácter, lo tenía ella de malo, por lo que nadie quería casarse con aquel demonio. Aquel
mozo tan bueno vino un día a su padre y le dijo que bien sabía que él no era tan rico que
pudiera dejarle con qué vivir decentemente, y que, pues tenía que pasar miserias o irse de
allí, había pensado, con su beneplácito, buscarse algún partido con que poder salir de
pobreza. El padre le respondió que le agradaría mucho que pudiera hallar algún partido
que le conviniera. Entonces le dijo el mancebo que, si él quería, podría pedirle a aquel
honrado vecino su hija. Cuando el padre lo oyó se asombró mucho y le preguntó que
cómo se le había ocurrido una cosa así, que no había nadie que la conociera que, por
pobre que fuese, se quisiera casar con ella. Pidióle el hijo, como un favor, que le tratara
aquel casamiento. Tanto le rogó que, aunque el padre lo encontraba muy raro, le dijo lo
haría.
Fuese en seguida a ver a su vecino, que era muy amigo suyo, y le dijo lo que el mancebo le
había pedido, y le rogó que, pues se atrevía a casar con su hija, accediera a ello. Cuando el
otro oyó la petición le contestó diciéndole:
-Por Dios, amigo, que si yo hiciera esto os haría a vos muy flaco servicio, pues vos tenéis
un hijo muy bueno y yo cometería una maldad muy grande si permitiera su desgracia o su
muerte, pues estoy seguro que si se casa con mi hija, ésta le matará o le hará pasar una
vida mucho peor que la muerte. Y no creáis que os digo esto por desairaros, pues si os
empeñáis, yo tendré mucho gusto en darla a vuestro hijo o a cualquier otro que la saque
de casa.
El padre del mancebo le dijo que le agradecía mucho lo que le decía y que, pues su hijo
quería casarse con ella, le tomaba la palabra.
Se celebró la boda y llevaron a la novia a casa del marido. Los moros tienen la costumbre
de prepararles la cena a los novios, ponerles la mesa y dejarlos solos en su casa hasta el
día siguiente. Así lo hicieron, pero estaban los padres y parientes de los novios con mucho
miedo, temiendo que al otro día le encontrarían a él muerto o malherido.
En cuanto se quedaron solos en su casa se sentaron a la mesa, mas antes que ella abriera
la boca miró el novio alrededor de sí, vio un perro y le dijo muy airadamente:
-¡Perro, danos agua a las manos!
El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y a decirle aún con más enojo que
les diese agua a las manos. El perro no lo hizo. Al ver el mancebo que no lo hacía, se
levantó de la mesa muy enfadado, sacó la espada y se dirigió al perro. Cuando el perro le
vio venir empezó a huir y el mozo a perseguirle, saltando ambos sobre los muebles y el
fuego, hasta que lo alcanzó y le cortó la cabeza y las patas y lo hizo pedazos,
ensangrentando toda la casa.
Muy enojado y lleno de sangre se volvió a sentar y miró alrededor. Vio entonces un gato,
al cual le dijo que le diese agua a las manos. Como no lo hizo, volvió a decirle:
-¿Cómo, traidor, no has visto lo que hice con el perro porque no quiso obedecerme? Te
aseguro que, si un poco o más conmigo porfías, lo mismo haré contigo que hice con el
perro.
El gato no lo hizo, pues tiene tan poca costumbre de dar agua a las manos como el perro.
Viendo que no lo hacía, se levantó el mancebo, lo cogió por las patas, dio con él en la
pared y lo hizo pedazos con mucha más rabia que al perro. Muy indignado y con la faz
torva se volvió a la mesa y miró a todas partes. La mujer, que le veía hacer esto, creía que
estaba loco y no le decía nada.
Cuando hubo mirado por todas partes vio un caballo que tenía en su casa, que era el único
que poseía, y le dijo lleno de furor que les diese agua a las manos. El caballo no lo hizo. Al
ver el mancebo que no lo hacía, le dijo al caballo:
-¿Cómo, don caballo? ¿Pensáis que porque no tengo otro caballo os dejaré hacer lo que
queráis? Desengañaos, que si por vuestra mala ventura no hacéis lo que os mando, juro a
Dios que os he de dar tan mala muerte como a los otros; y no hay en el mundo nadie que
a mí me desobedezca con el que yo no haga otro tanto.
El caballo se quedó quieto. Cuando vio el mancebo que no le obedecía, se fue a él y le
cortó la cabeza y lo hizo pedazos. Al ver la mujer que mataba el caballo, aunque no tenía
otro, y que decía que lo mismo haría con todo el que le desobedeciera, comprendió que
no era una broma, y le entró tanto miedo que ya no sabía si estaba muerta o viva.
Bravo, furioso y ensangrentado se volvió el marido a la mesa, jurando que si hubiera en
casa más caballos, hombres o mujeres que le desobedecieran, los mataría a todos. Se
sentó y miró a todas partes, teniendo la espada llena de sangre entre las rodillas.
Cuando hubo mirado a un lado y a otro sin ver a ninguna otra criatura viviente, volvió los
ojos muy airadamente hacia su mujer y le dijo con furia, la espada en la mano:
-Levántate y dame agua a las manos.
La mujer, que esperaba de un momento a otro ser despedazada, se levantó muy de prisa y
le dio agua a las manos.
Díjole el marido:
-¡Ah, cómo agradezco a Dios el que hayas hecho lo que te mandé! Si no, por el enojo que
me han causado esos majaderos, hubiera hecho contigo lo mismo.
Después le mandó que le diese de comer. Hízolo la mujer. Cada vez que le mandaba una
cosa, lo hacía con tanto enfado y tal tono de voz que ella creía que su cabeza andaba por
el suelo. Así pasaron la noche los dos, sin hablar la mujer, pero haciendo siempre lo que él
mandaba. Se pusieron a dormir y, cuando ya habían dormido un rato, le dijo el mancebo:
-Con la ira que tengo no he podido dormir bien esta noche; ten cuidado de que no me
despierte nadie mañana y de prepararme un buen desayuno.
A media mañana los padres y parientes de los dos fueron a la casa, y, al no oír a nadie,
temieron que el novio estuviera muerto o herido. Viendo por entre las puertas a ella y no
a él, se alarmaron más. Pero cuando la novia les vio a la puerta se les acercó
silenciosamente y les dijo con mucho miedo:
-Pillos, granujas, ¿qué hacéis ahí? ¿Cómo os atrevéis a llegar a esta puerta ni a rechistar?
Callad, que si no, todos seremos muertos.
Cuando oyeron esto se miraron de asombro. Al enterarse de cómo habían pasado la
noche, estimaron en mucho al mancebo, que así había sabido, desde el principio,
gobernar su casa. Desde aquel día en adelante fue la muchacha muy obediente y vivieron
juntos con mucha paz. A los pocos días el suegro quiso hacer lo mismo que el yerno y
mató un gallo que no obedecía. Su mujer le dijo:
-La verdad, don Fulano, que te has acordado tarde, pues ya de nada te valdrá matar cien
caballos; antes tendrías que haber empezado, que ahora te conozco.
Vos, señor conde, si ese deudo vuestro quiere casarse con esa mujer y es capaz de hacer
lo que hizo este mancebo, aconsejadle que se case, que él sabrá cómo gobernar su casa;
pero si no fuere capaz de hacerlo, dejadle que sufra su pobreza sin querer salir de ella. Y
aun os aconsejo que todos los que hubieran de tratar con vos les deis a entender desde el
principio cómo han de portarse.
El conde tuvo este consejo por bueno, obró según él y le salió muy bien. Como don Juan
vio que este cuento era bueno, lo hizo escribir en este libro y compuso unos versos que
dicen así:
Si al principio no te muestras como eres,
no podrás hacerlo cuando tú quisieres.
Un día dijo el conde a Patronio que tenía muchas ganas de quedarse en un sitio en el que
le habían de dar mucho dinero, lo que le suponía un beneficio grande, pero que tenía
mucho miedo de que si se quedaba, su vida correría peligro: por lo que le rogaba que le
aconsejara qué debía hacer.
-Señor conde -respondió Patronio-, para que hagáis lo que creo que os conviene más, me
gustaría que supierais lo que sucedió a un hombre que llevaba encima grandes riquezas y
cruzaba un río.
El conde preguntó qué le había sucedido.
-Señor conde -dijo Patronio-, un hombre llevaba a cuestas una gran cantidad de piedras
preciosas; tantas eran que pesaban mucho. Sucedió que tenía que pasar un río y como
llevaba una carga tan grande se hundía mucho más que si no la llevara; al llegar a la mitad
del río se empezó a hundir aún más. Un hombre que estaba en la orilla le comenzó a dar
voces y a decirle que si no soltaba aquella carga se ahogaría. Aquel majadero no se dio
cuenta de que, si se ahogaba, perdería sus riquezas junto con la vida, y, si las soltaba,
perdería las riquezas pero no la vida. Por no perder las piedras preciosas que traía consigo
no quiso soltarlas y murió en el río.
A vos, señor conde Lucanor, aunque no dudo que os vendría muy bien recibir el dinero y
cualquier otra cosa que os quieran dar, os aconsejo que si hay peligro en quedaros allí no
lo hagáis por afán de riquezas. También os aconsejo que nunca aventuréis vuestra vida si
no en defensa de vuestra honra o por alguna cosa a que estéis obligado, pues el que poco
se precia, y arriesga su vida por codicia o frivolidad, es aquel que no aspira a hacer
grandes cosas. Por el contrario, el que se precia mucho ha de obrar de modo que le
precien también los otros, ya que el hombre no es preciado porque él se precie, sino por
hacer obras que le ganen la estimación de los demás. Convenceos de que el hombre que
vale precia mucho su vida y no la arriesga por codicia o pequeña ocasión; pero en lo que
verdaderamente debe aventurarse nadie la arriesgara de tan buena gana ni tan pronto
como el que mucho vale y se precia mucho.
Al conde gustó mucho la moraleja, obró según ella y le fue muy bien. Viendo don Juan que
este cuento era bueno, lo hizo poner en este libro y escribió unos versos que dicen así:
A quien por codicia la vida aventura,
la más de las veces el bien poco dura.
RENACIMIENTO
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Miguel de Cervantes Saavedra
Escena XI
HAMLET solo
HAMLET.- Ya estoy solo. ¡Qué abatido! ¡Qué insensible soy! ¿No es admirable que este
actor, en una fábula, en una ficción, pueda dirigir tan a su placer el ánimo que así agite y
desfigure el rostro en la declamación, vertiendo de sus ojos lágrimas, débil la voz, y todas
sus acciones tan acomodadas a lo que quiere expresar? Y esto por nadie: por Hécuba. Y
¿quién es Hécuba para él, o él para ella, que así llora sus infortunios? Pues ¿qué no haría si
él tuviese los tristes motivos de dolor que yo tengo? Inundaría el teatro con llanto, su
terrible acento conturbaría a cuantos le oyesen, llenaría de desesperación al culpado, de
temor al inocente, al ignorante de confusión, y sorprendería con asombro la facultad de
los ojos y los oídos. Pero yo, miserable, sin vigor y estúpido, sueño adormecido,
permanezco mudo, ¡y miro con tal indiferencia mis agravios! ¿Qué? ¿Nada merece un Rey
con quien se cometió el más atroz delito para despojarle del cetro y la vida? ¿Soy cobarde
yo? ¿Quién se atreve a llamarme villano? ¿O a insultarme en mi presencia? ¿Arrancarme
la barba, soplármela al rostro, asirme de la nariz o hacerle tragar lejía que me llegue al
pulmón? ¿Quién se atreve a tanto? ¿Sería yo capaz de sufrirlo? Sí, que no es posible sino
que yo sea como la paloma que carece de hiel, incapaz de acciones crueles; a no ser esto,
ya se hubieran cebado los milanos del aire en los despojos de aquel indigno. Deshonesto,
homicida, pérfido seductor, feroz malvado, que vive sin remordimientos de su culpa. Pero,
¿por qué he de ser tan necio? ¿Será generoso proceder el mío, que yo, hijo de un querido
padre (de cuya muerte alevosa el cielo y el infierno mismo me piden venganza) afeminado
y débil desahogue con palabras el corazón, prorrumpa en execraciones vanas, como una
prostituta vil, o un pillo de cocina? ¡Ah! No, ni aun sólo imaginarlo. ¡Eh!... Yo he oído, que
tal vez asistiendo a una representación hombres muy culpados, han sido heridos en el
alma con tal violencia por la ilusión del teatro, que a vista de todos han publicado sus
delitos, que la culpa aunque sin lengua siempre se manifestará por medios maravillosos.
Yo haré que estos actores representen delante de mi tío algún pasaje que tenga
semejanza con la muerte de mi padre. Yo le heriré en lo más vivo del corazón; observaré
sus miradas; si muda de color, si se estremece, ya sé lo que me toca hacer. La aparición
que vi pudiera ser un espíritu del infierno. Al demonio no le es difícil presentarse bajo la
más agradable forma; sí, y acaso como él es tan poderoso sobre una imaginación
perturbada, valiéndose de mi propia debilidad y melancolía, me engaña para perderme.
Yo voy a adquirir pruebas más sólidas, y esta representación ha de ser el lazo en que se
enrede la conciencia del Rey.
Escena XXVI
Escena XXI
CLAUDIO, LAERTES
Escena X
CABALLERO.- El joven Fortimbrás que vuelve vencedor de Polonia, saluda con la salva
marcial que oís a los Embajadores de Inglaterra.
HAMLET.- Yo expiro, Horacio, la activa ponzoña sofoca ya mi aliento... No puedo vivir para
saber nuevas de Inglaterra; pero me atrevo a anunciar que Fortimbrás será elegido por
aquella nación. Yo, moribundo, le doy mi voto... Díselo tú, e infórmale de cuanto acaba de
ocurrir... ¡Oh!... Para mí solo queda ya... silencio eterno.
HORACIO.- En fin, ¡se rompe ese gran corazón! Adiós, adiós, amado Príncipe. ¡Los coros
angélicos te acompañen al celeste descanso!... Pero, ¿cómo se acerca hasta aquí el
estruendo de tambores?
Éntrase
FRONDOSO Ya te pido yo salud, y que ambos, como palomos, estemos, juntos los
picos, con arrullos sonorosos, después de darnos la iglesia...
LAURENCIA: Dilo a mi tío Juan Rojo que aunque no te quiero bien, ya tengo algunos
asomos.
FRONDOSO: ¡Ay de mí! El señor es éste.
LAURENCIA: Tirando viene a algún corzo. Escóndete en esas ramas.
FRONDOSO: Y ¡con qué celos me escondo!
Sale el COMENDADOR
COMENDADOR: No es malo venir siguiendo un corcillo temeroso, y topar tan bella gama.
LAURENCIA: Aquí descansaba un poco de haber lavado unos paños; y así, al arroyo me
torno, si manda su señoría.
COMENDADOR: Aquesos desdenes toscos afrentan, bella Laurencia las gracias que el
poderoso cielo te dio, de tal suerte, que vienes a ser un monstruo. Mas si otras veces
pudiste huír mi ruego amoroso, agora no quiere el campo, amigo secreto y solo; que tú
sola no has de ser tan soberbia, que tu rostro huyas al señor que tienes, teniéndome a mí
en tan poco. ¿No se rindió Sebastiana, mujer de Pedro Redondo, con ser casadas
entrambas, y la de Martín del Pozo, habiendo apenas pasado dos días del desposorio?
LAURENCIA: Ésas, señor, ya tenían de haber andado con otros el camino de agradaros;
porque también muchos mozos merecieron sus favores. Id con Dios, tras vueso corzo; que
a no veros con la cruz, os tuviera por demonio, pues tanto me perseguís.
COMENDADOR: ¡Qué estilo tan enfadoso! Pongo la ballesta en tierra [puesto que aquí
estamos solos], y a la práctica de manos reduzco melindres.
LAURENCIA: ¿Cómo? ¿Eso hacéis? ¿Estáis en vos?
COMENDADOR: No te defiendas.
FRONDOSO: Si tomo la ballesta ¡vive el cieloque no la ponga en el hombro!
COMENDADOR: Acaba, ríndete.
LAURENCIA: ¡Cielos, ayúdame agora!
COMENDADOR: Solos estamos; no tengas miedo.
FRONDOSO: Comendador generoso, dejad la moza, o creed que de mi agravio y enojo
será blanco vuestro pecho, aunque la cruz me da asombro.
COMENDADOR: ¡Perro, villano!...
FRONDOSO: No hay perro. Huye, Laurencia.
LAURENCIA: Frondoso, mira lo que haces.
FRONDOSO: Vete.
Vase LAURENCIA
COMENDADOR: ¡Oh, mal haya el hombre loco, que se desciñe la espada! Que, de no
espantar medroso la caza, me la quité.
FRONDOSO: Pues, pardiez, señor, si toco la nuez, que os he de apiolar.
COMENDADOR: Ya es ida. Infame, alevoso, suelta la ballesta luego. Suéltala, villano.
FRONDOSO: ¿Cómo? Que me quitaréis la vida. Y advertid que Amor es sordo, y que no
escucha palabras el día que está en su trono.
COMENDADOR: Pues, ¿la espalda ha de volver un hombre tan valeroso a un villano?
Tira, infame, tira, y guárdate; que rompo las leyes de caballero.
FRONDOSO: Eso, no. Yo me conformo con mi estado, y, pues me es guardar la vida
forzoso, con la ballesta me voy.
COMENDADOR: ¡Peligro extraño y notorio! Mas yo tomaré venganza del agravio y del
estorbo. ¡Que no cerrara con él! ¡Vive el cielo, que me corro!
COMENDADOR: ¿Ruido?
FLORES: Y de manera que interrompen tu justicia, señor.
ORTUÑO: Las puertas rompen.
Ruido
Salen todos
Dentro
POEMAS BARROCOS
Lope de Vega
Francisco de Quevedo
Ah de la vida…
Francisco de Quevedo
Francisco de Quevedo
Luis de Góngora
Luis de Góngora
NEOCLÁSICO
Jean de la Fontaine
(http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/Colecciones/CuentosMas/Fontaine.pdf)
FÁBULA 3 LA RANA QUE QUISO HINCHARSE COMO UN BUEY
Vio cierta Rana a un Buey, y le pareció bien su corpulencia. La pobre no era mayor que un
huevo de gallina, y quiso, envidiosa, hincharse hasta igualar en tamaño al fornido animal.
“Mirad, hermanas, decía a sus compañeras; ¿es bastante? ¿No soy aún tan grande como
él? –No. –¿Y ahora? –Tampoco. –¡Ya lo logré! –¡Aún estás muy lejos!” Y el infeliz animal se
hinchó tanto, que reventó. Lleno está el mundo de gentes que no son más avisadas.
Cualquier ciudadano de la medianía se da ínfulas de gran señor. No hay principillo que no
tenga embajadores. Ni encontraréis marqués alguno que no lleve en pos tropa de pajes.
Dijo un día Júpiter: “Comparezcan a los pies de mi trono los seres todos que pueblan el
mundo. Si en su naturaleza encuentran alguna falta, díganlo sin empacho: yo pondré
remedio. Venid, señor Mono, hablad primero; razón tenéis para este privilegio. Ved los
demás animales; comparad sus perfecciones con las vuestras: ¿estáis contento? -¿Por qué
no? ¿No tengo cuatro pies, lo mismo que lo demás? No puedo quejarme de mi estampa;
no soy como el Oso, que parece medio esbozado nada más.” Llegaba, en esto, el Oso, y
creyeron todos que iban a oír largas lamentaciones. Nada de eso; se alabó mucho de su
buena figura; y se extendió en comentarios sobre el Elefante, diciendo que no sería malo
alargarle la cola y recortarle las orejas; y que tenía un corpachón informe y feo. El
Elefante, a su vez, a pesar de la fama que goza de sesudo, dijo cosas parecidas: opinó que
la señora Ballena era demasiado corpulenta. La Hormiga, por lo contrario, tachó al pulgón
de diminuto. Júpiter, al ver cómo se criticaban unos a otros, los despidió a todos,
satisfecho de ellos. Pero entre los más desjuiciados, se dio a conocer nuestra humana
especie. Linces para atisbar los flacos de nuestros semejantes; topos para los nuestros,
nos lo dispensamos todo, y a los demás nada. El Hacedor Supremo nos dio a todos los
hombres, tanto los de antaño como los de ogaño, un par de alforjas: la de atrás para los
defectos propios; la de adelante para los ajenos.
El asno y el cochino
Envidiando la suerte del Cochino,
un Asno maldecía su destino.
—Yo, decía, trabajo y como paja;
él come harina y berza, y no trabaja.
A mí me dan de palos cada día,
a él le rascan y halagan a porfía.
Así se lamentaba de su suerte;
pero, luego que advierte
que a la pocilga alguna gente avanza
en guisa de matanza,
armada de cuchillo y de caldera,
y que con maña fiera
dan al gordo Cochino fin sangriento,
dijo entre sí el Jumento:
«Si en esto para el ocio y los regalos,
al trabajo me atengo y a los palos».
El camello y la pulga
Al que ostenta valimiento,
cuando su poder es tal
que ni influye en bien ni en mal,
le quiero contar un cuento.
En una larga jornada un Camello muy cargado
exclamó, ya fatigado:
—¡Oh que carga tan pesada!
Doña Pulga, que montada
iba sobre él, al instante
se apea, y dice arrogante:
—Del peso te libro yo.
El Camello respondió:
—Gracias, señor Elefante.
La mona
Subió una Mona a un nogal,
y, cogiendo una nuez verde,
en la cáscara la muerde;
conque la supo muy mal.
Arrojóla el animal,
y se quedó sin comer.
Así suele suceder
a quien su empresa abandona,
porque halla, como la Mona,
al principio qué vencer.
El murciélago y la comadreja
Cayó, sin saber cómo,
un Murciélago a tierra;
al instante le atrapa la lista Comadreja.
Clamaba el desdichado,
viendo su muerte cerca.
Ella le dice: —Muere, que por naturaleza
soy mortal enemiga de todo cuanto vuela.
El avechucho grita, y mil veces protesta
que él es ratón, cual todos los de su descendencia.
Con esto, ¡qué fortuna!, el preso se liberta.
Pasado cierto tiempo, no sé de qué manera,
segunda vez le pilla: Él nuevamente ruega;
mas ella le responde que Júpiter la ordena
tenga paz con las aves, con los ratones guerra.
—¿Soy yo ratón acaso? Yo creo que estás ciega.
¿Quieres ver cómo vuelo? En efecto, le deja,
y a merced de su ingenio libre el pájaro vuela.
Aquí aprendió de Esopo la gente marinera,
murciélagos que fingen pasaporte y bandera.
No importa que haya pocos ingleses comadrejas;
tal vez puede de un riesgo sacarnos una treta.
ROMANTICISMO
FRANKENSTEIN (FRAGMENTOS)
Capítulo 4
Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos. Con una
ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mí alrededor los instrumentos que me iban a
permitir infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la
madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había
consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos
amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su
cuerpo. ¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que
con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado? Sus miembros estaban bien
proporcionados y había seleccionado sus rasgos por hermosos. ¡Hermosos!: ¡santo cielo!
Su piel amarillenta apenas si ocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía el pelo
negro, largo y lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía más que resaltar
el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las
pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y negruzcos labios.
Las alteraciones de la vida no son ni mucho menos tantas como las de los sentimientos
humanos. Durante casi dos años había trabajado infatigablemente con el único propósito
de infundir vida en un cuerpo inerte. Para ello me había privado de descanso y de salud.
Lo había deseado con un fervor que sobrepasaba con mucho la moderación; pero ahora
que lo había conseguido, la hermosura del sueño se desvanecía y la repugnancia y el
horror me embargaban.
Capítulo 6
De vuelta, encontré la siguiente carta de mi padre:
A V. FRANKENSTEIN.
Mi querido Víctor:
Con impaciencia debes haber aguardado la carta que fiara tu regreso a casa; tentado
estuve en un principio de mandarte sólo unas líneas con el día en que debíamos
esperarte. Pero hubiera sido un acto de cruel caridad, y no me atreví a hacerlo. Cuál no
hubiera sido tu sorpresa, hijo mío, cuando, esperando una feliz y dichosa bienvenida, te
encontraras por el contrario con el llanto y el sufrimiento. ¿Cómo podré, hijo, explicarte
nuestra desgracia? La ausencia no puede haberte hecho indiferente a nuestras penas y
alegrías, y ¿cómo puedo yo infligir daño a un hijo ausente? Quisiera prepararte para la
dolorosa noticia, pero sé que es imposible. Sé que tus ojos se saltan las líneas buscando
las palabras que te revelarán las horribles nuevas. ¡William ha muerto! Aquella dulce
criatura cuyas sonrisas caldeaban y llenaban de gozo mi corazón, aquella criatura tan
cariñosa y a la par tan alegre, Víctor, ha sido asesinada. No intentaré consolarte. Sólo te
contaré las circunstancias de la tragedia.
El jueves pasado 7 de mayo yo, mi sobrina y tus dos hermanos fuimos a Plainpalais a dar
un paseo. La tarde era cálida y apacible, y nos tardamos algo más que de costumbre. Ya
anochecía cuando pensamos en volver. Entonces nos dimos cuenta de que William y
Ernest, que iban delante, habían desaparecido. Nos sentamos en un banco a aguardar su
regreso. De pronto llegó Ernest, y nos preguntó si habíamos visto a su hermano. Dijo que
habían estado jugando juntos y que William se había adelantado para esconderse, y que lo
había buscado en vano.
Llevaba ya mucho tiempo esperándolo pero aún no había regresado.
Esto nos alarmó considerablemente, y estuvimos buscándolo hasta que cayó la noche y
entonces Elizabeth sugirió que quizá hubiera vuelto a casa. Allí no estaba. Volvimos al
lugar con antorchas; pues yo no podía descansar pensando en que mi querido hijo se
había perdido y se encontraría expuesto a la humedad y el frío de la noche. Elizabeth
también sufría enormemente. Alrededor de las cinco de la madrugada hallé a mi pequeño,
que la noche anterior rebosaba actividad y salud, tendido en la hierba, pálido e inerte, con
las huellas en el cuello de los dedos del asesino.
Lo llevamos a casa, y la agonía de mi rostro pronto delató el secreto a Elizabeth. Se
empeñó en ver el cadáver. Intenté disuadirla pero insistió. Entró en la habitación donde
reposaba, examinó precipitadamente el cuello de la víctima, y retorciéndose las manos
exclamó: ¡Dios mío! He matado a mi querido chiquillo.
Perdió el conocimiento y nos costó mucho reanimarla. Cuando volvió en sí, sólo lloraba y
suspiraba. Me dijo que esa misma tarde William la había convencido para que le dejara
ponerse una valiosa miniatura que ella tenía de tu madre. Esta joya ha desaparecido, y, sin
duda, fue lo que tentó al asesino al crimen. No hay rastro de él hasta el momento, aunque
las investigaciones continúan sin cesar. De todas formas, esto no le devolverá la vida a
nuestro amado William.
Vuelve, querido Víctor; sólo tú podrás consolar a Elizabeth. Llora sin cesar, y se acusa
injustamente de su muerte. Me destroza el corazón con sus palabras. Estamos todos
desolados, pero ¿no será esa una razón más para que tú, hijo mío, vengas y seas nuestro
consuelo? ¡Tu pobre madre, Víctor! Ahora le doy gracias a Dios de que no haya vivido para
ser testigo de la cruel y atroz muerte de su benjamín.
Vuelve, Víctor; no con pensamientos de venganza contra el asesino, sino con sentimientos
de paz y cariño que curen nuestras heridas en vez de ahondar en ellas. Únete a nuestro
luto, hijo, pero con dulzura y cariño para quienes te quieren y no con odio para con tus
enemigos.
Tu afligido padre que te quiere,
ALPHONSE FRANKENSTEIN
Empezó el juicio; cuando los fiscales hubieron expuesto su informe, se llamó a varios
testigos. Había varios hechos aislado que se combinaban en su contra, y que hubieran
desorientado cualquiera que no tuviera, como yo, la seguridad de su inocencia Había
pasado fuera de casa toda la noche del crimen, y, amanecer, una mujer del mercado la
había visto cerca del lugar donde más tarde se encontraría el cadáver del niño asesinado.
La mujer le preguntó qué hacía allí, pero Justine, de forma muy extraña, le había
contestado confusa e ininteligiblemente. Regresó a casa hacia las ocho de la mañana; y
cuando alguien quiso sabe dónde había pasado la noche, respondió que había estado
buscando al niño y preguntó ansiosamente si se sabía algo acerca de él. Cuando le
mostraron el cuerpo, tuvo un violento ataque de nervios, que la obligó a guardar cama
durante varios días. Se mostró entonces la miniatura que la criada había encontrado en el
bolsillo, y un murmullo de horror e indignación recorrió la sala cuando Elizabeth, con voz
temblorosa, la identificó como la misma que había colgado del cuello de William una hora
antes de que se lo echara en falta.
¿Cómo podré conmoveros?; ¿no conseguirán mis súplicas que os apiadéis de vuestra
criatura, que suplica vuestra compasión y bondad? Creedme, Frankenstein: yo era bueno;
mi espíritu estaba lleno de amor y humanidad, pero estoy solo, horriblemente solo. Vos,
mi creador, me odiáis. ¿Qué puedo esperar de aquellos que no me deben nada? Me odian
y me rechazan. Las desiertas cimas y desolados glaciares son mi refugio. He vagado por
ellos muchos días. Las heladas cavernas, a las cuales únicamente yo no temo, son mi
morada, la única que el hombre no me niega. Bendigo estos desolados parajes, pues son
para conmigo más amables que los de tu especie. Si la humanidad conociera mi existencia
haría lo que tú, armarse contra mí. ¿Acaso no es lógico que odie a quienes me aborrecen?
No daré treguas a mis enemigos. Soy desgraciado, y ellos compartirán mis sufrimientos.
Pero está en tu mano recompensarme, y librarles del mal, que sólo aguarda que tú lo
desencadenes
A veces deseaba encontrarte, otras estaba decidido a abandonar para siempre este
mundo y sus miserias. Por fin me dirigí a estas montañas, por cuyas cavidades he
deambulado, consumido por una devoradora pasión que sólo tú puedes satisfacer. No
podemos separarnos hasta que no accedas a mi petición. Estoy solo, soy desdichado;
nadie quiere compartir mi vida, sólo alguien tan deforme y horrible como yo podría
concederme su amor. Mi compañera deberá ser igual que yo, y tener mis mismos
defectos. Tú deberás crear este ser.
Al mirarlo, vi que su rostro expresaba una increíble malicia y traición. Recordé con una
sensación de locura la promesa de crear otro ser como él, y entonces, temblando de ira,
destrocé la cosa en la que estaba trabajando. Aquel engendro me vio destruir la criatura
en cuya futura existencia había fundado sus esperanzas de felicidad, y, con un aullido de
diabólica desesperación y venganza, se alejó.
Me quedé solo, y continué durante algún tiempo paseando por los pasillos de la casa y
examinando cada rincón que pudiera servirle de escondrijo a mi adversario. Pero no
descubrí rastro alguno de él; y empezaba a pensar que alguna providencial casualidad
habría intervenido para impedirle llevar a cabo su amenaza, cuando oí un grito agudo y
estremecedor. Venía de la habitación donde descansaba Elizabeth. Al oírlo comprendí la
estremecedora verdad, y me quedé paralizado; noté cómo la sangre me corría por las
venas y me ardía en las puntas de los dedos. Un instante después escuché un nuevo grito
y corrí hacia la alcoba. ¡Dios mío!, ¿cómo no morí entonces? ¿Por qué me hallo aquí
narrando la destrucción de mi mayor esperanza, y la muerte de la más pura criatura?
Estaba tendida en el lecho, inánime, la cabeza ladeada, las facciones pálidas y convulsas,
semiocultas por el cabello. Doquiera que vaya veo la misma imagen: los brazos exangües y
el cuerpo lacio, tirado sobre el tálamo nupcial por su asesino. ¿Cómo pude ver esto y
seguir viviendo? ¡Cuán tenaz es la vida, y cómo se aferra a quienes más la desprecian! En
un instante perdí el conocimiento, y caí al suelo.
El gato negro
Edgar Allan Poe
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a
escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia.
Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera
aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple,
sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de
esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero
no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos
espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia
reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y
mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente
describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo
yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir
que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi
temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.
Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los
sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé
por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el
cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia
Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de
maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por
casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero,
se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo
Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias
de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis
correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos,
pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó
de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se
separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la
ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas,
lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice
saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de
la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen
cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una
vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo
sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo
presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de
costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me
quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la
evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese
sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e
irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este
espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la
perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las
facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del
hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía
una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en
nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una
tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu
de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que
tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el
mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido
a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y
lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos
y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba
que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para
matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal
que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la
infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de:
“¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo.
Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo
quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que
resignarme a la desesperanza.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado
por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había
ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la
multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al
gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en
esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad
contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco
del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño
episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses
no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un
sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de
lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente
frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame,
reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que
constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando
dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en
lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande
como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo
blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha
blanca que le cubría casi todo el pecho.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente
lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su
marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de
disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el
animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban
maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de
cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con
inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una
emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de
haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue
precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto
grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la
fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis
pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me
sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas
caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o
bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En
esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el
recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un
espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería
imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en
esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el
espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas
quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención
sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única
diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta
mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero
gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por
rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión.
Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y
hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba,
digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…, ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y
terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia,
cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan
insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día
ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me
dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños,
para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla
encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi
corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de
bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos,
los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta
convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi
pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los
repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa
donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada
escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura.
Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían
detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal
de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado
por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el
hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea
de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de
noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron
mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego
se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar
el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería
común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo
que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como
se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y
estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no
había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa
chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano.
Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y
tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo
sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una
palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve
en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después
de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del
anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí
seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido
tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno,
triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano”.
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final
me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su
destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la
violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi
humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de
la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera
vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir,
aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como
un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería
a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me
preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó
mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se
descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber
disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso,
caballeros, esta casa está muy bien construida… (En mi frenético deseo de decir alguna
cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de
excelente construcción. Estas paredes… ¿ya se marchan ustedes, caballeros?… tienen una
gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que
llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de
la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el
eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo
y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció
rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como
inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como
sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y
de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui
tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la
escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la
pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre
coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja
boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya
astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo.
¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
REALISMO
Vanka
Antón Chéjov
Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en
casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.
Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la
misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma
enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.
Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada en la que se pintaba el temor de ser
sorprendido, miró el icono oscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.
«Querido abuelo Constantino Makarich -escribió-: Soy yo quien te escribe. Te felicito con
motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni
mamá; sólo te tengo a ti…
Le gustaba acercarse a la gente con suavidad, sin ser notado, y morderla en las
pantorrillas. Con frecuencia robaba pollos de casa de los campesinos. Le pegaban grandes
palizas; dos veces había estado a punto de morir ahorcado; pero siempre salía con vida de
los más apurados trances y resucitaba cuando lo tenían ya por muerto.
En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría, de fijo, a la puerta, y mirando las ventanas
iluminadas de la iglesia, embromaría a los cocineros y a las criadas, frotándose las manos
para calentarse. Riendo con risita senil les daría vaya a las mujeres.
Luego les ofrecería un polvito a los perros. El Canelo estornudaría, sacudiría la cabeza, y,
con el gesto huraño de un señor ofendido en su dignidad, se marcharía. El Serpiente,
hipócrita, ocultando siempre sus verdaderos sentimientos, no estornudaría y menearía el
rabo.
El tiempo sería soberbio. Habría una gran calma en la atmósfera, límpida y fresca. A pesar
de la oscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados blancos, el humo de las
chimeneas, los árboles plateados por la escarcha, los montones de nieve. En el cielo, miles
de estrellas parecerían hacerle alegres guiños a la Tierra. La Vía Láctea se distinguiría muy
bien, como si, con motivo de la fiesta, la hubieran lavado y frotado con nieve…
«Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por
haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó destripar una
sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra
cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los otros aprendices, como son mayores que
yo, me mortifican, me mandan por vodka a la taberna y me hacen robarle pepinos a la
maestra, que, cuando se entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la
mañana me dan un mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar,
otro mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el
portal y paso mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me deja dormir con
sus gritos… Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida. Te
saludo con mucho respeto y te prometo pedirle siempre a Dios por ti. Si no me sacas de
aquí me moriré.»
Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con el puño y no pudo reprimir un sollozo.
«Te seré todo lo útil que pueda -continuó momentos después-. Rogaré por ti, y si no estás
contento conmigo puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo, guardaré el
rebaño. Abuelito: te ruego que me saques de aquí si no quieres que me muera. Yo
escaparía y me iría a la aldea contigo; pero no tengo botas, y hace demasiado frío para ir
descalzo. Cuando sea mayor te mantendré con mi trabajo y no permitiré que nadie te
ofenda. Y cuando te mueras, le rogaré a Dios por el descanso de tu alma, como le ruego
ahora por el alma de mi madre.
«Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una
oveja. También hay perros, pero no son como los de la aldea: no muerden y casi no
ladran. He visto en una tienda una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso que se
podrían pescar con ella los peces más grandes. Se venden también en las tiendas
escopetas de primer orden, como la de tu señor. Deben costar muy caras, lo menos cien
rublos cada una. En las carnicerías venden perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde
los cazan.
«Abuelito: cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una
nuez dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás. Pídesela a la señorita
Olga Ignatievna; dile que es para Vanka. Verás cómo te la da.»
Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, en
vísperas de la fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los señores, iba él
al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto! El frío le ponía rojas las mejillas; pero a
él no le importaba. El abuelo, antes de derribar el árbol escogido, encendía la pipa y decía
algunas chirigotas acerca de la nariz helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de
escarcha, parecían, en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía
descargar la mano del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve,
aparecía una liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de gran
agitación y, agachándose, gritaba:
Luego el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos lo trasladaban a la casa señorial. Allí,
el árbol era preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía mayor entusiasmo
que nadie en este trabajo. Vanka la quería mucho. Cuando aún vivía su madre y servía en
casa de los señores, Olga Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a
contar de uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el huérfano Vanka pasó a
formar parte de la servidumbre culinaria, con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a
casa del zapatero Alajin, para que aprendiese el oficio…
«¡Ven, abuelito, ven! -continuó escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho-. En
nombre de Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del pobrecito
huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me insulta. Y, además, siempre tengo
hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no hago más que llorar. Anteayer, el ama me
dio un pescozón tan fuerte que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es
vivir; los perros viven mejor que yo… Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a
todos nuestros amigos de la aldea. Mi acordeón guárdalo bien y no se lo dejes a nadie. Sin
más, sabes que te quiere tu nieto
VANKA CHUKOV
FIN
Hace un par de días asistí yo a una boda… Pero no… Antes he de contarles algo relativo a
una fiesta de Navidad. Una boda es, ya de por sí, cosa linda, y aquella de marras me gustó
mucho… Pero el otro acontecimiento me impresionó más todavía. Al asistir a aquella
boda, hube de acordarme de la fiesta de Navidad. Pero voy a contarles lo que allí sucedió.
Hará unos cinco años, cierto día entre Navidad y Año Nuevo, recibí una invitación para un
baile infantil que había de celebrarse en casa de una respetable familia amiga mía. El
dueño de la casa era un personaje influyente que estaba muy bien relacionado; tenía un
gran círculo de amistades, desempeñaba un gran papel en sociedad y solía urdir todos los
enredos posibles; de suerte que podía suponerse, desde luego, que aquel baile de niños
sólo era un pretexto para que las personas mayores, especialmente los señores papás,
pudieran reunirse de un modo completamente inocente en mayor número que de
costumbre y aprovechar aquella ocasión para hablar, como casualmente, de toda clase de
acontecimientos y cosas notables. Pero como a mí las referidas cosas y acontecimientos
no me interesaban lo más mínimo, y como entre los presentes apenas si tenía algún
conocido, me pasé toda la velada entre la gente, sin que nadie me molestara, abandonado
por completo a mí mismo.
Otro tanto hubo de sucederle a otro caballero, que, según me pareció, no se distinguía ni
por su posición social, ni por su apellido, y, a semejanza mía, sólo por pura causalidad se
encontraba en aquel baile infantil… Inmediatamente hubo de llamarme la atención. Su
aspecto exterior impresionaba bien: era de gran estatura, delgado, sumamente serio e iba
muy bien vestido. Se advertía de inmediato que no era amigo de distracciones ni de
pláticas frívolas. Al instalarse en un rinconcito tranquilo, su semblante, cuyas negras cejas
se fruncieron, asumió una expresión dura, casi sombría. Saltaba a la vista que, quitando al
dueño de la casa, no conocía a ninguno de los presentes. Y tampoco era difícil adivinar que
aquella fiestecita lo aburría hasta la náusea, aunque, a pesar de ello, mostró hasta el final
el aspecto de un hombre feliz que pasa agradablemente el tiempo. Después supe que
procedía de la provincia y sólo por una temporada había venido a Petersburgo, donde
debía de fallarse al día siguiente un pleito, enrevesado, del que dependía todo su
porvenir. Se le había presentado con una carta de recomendación a nuestro amigo el
dueño de la casa, por lo que aquél cortésmente lo había invitado a la velada: pero, según
parecía, no contaba lo más mínimo con que el dueño de la casa se tomase por él la más
ligera molestia. Y como allí no se jugaba a las cartas y nadie le ofrecía un cigarro ni se
dignaba dirigirle la palabra -probablemente conocían ya de lejos al pájaro por la pluma-, se
vio obligado nuestro hombre, para dar algún entretenimiento a sus manos, a estar toda la
noche mesándose las patillas. Tenía, verdaderamente, unas patillas muy hermosas; pero,
así y todo, se las acariciaba demasiado, dando a entender que primero habían sido
creadas aquellas patillas, y luego le habían añadido el hombre, con el solo objeto de que
les prodigase sus caricias.
Además de aquel caballero que no se preocupaba lo más mínimo por aquella fiesta de los
cinco chicos pequeñines y regordetes del anfitrión, hubo de chocarme también otro
individuo. Pero éste mostraba un porte totalmente distinto: ¡era todo un personaje!
Era el hijo de una pobre viuda, que les daba clase a los niños del anfitrión, y a la que
llamaban, por abreviar, el aya. Era el tal chico un niño tímido, pusilánime. Vestía una
blusilla rusa de nanquín barato. Después de recoger su libro, anduvo largo rato
huroneando en torno a los juguetes de los demás niños; se le notaban unas ganas terribles
de jugar con ellos; pero no se atrevía; era claro que ya comprendía muy bien su posición
social. Yo contemplaba complacido los juguetes de los niños. Me resultaba de un interés
extraordinario la independencia con que se manifestaban en la vida. Me chocaba que
aquel pobre chico de que hablé se sintiera tan atraído por los valiosos juguetes de los
otros nenes, sobre todo por un teatrillo de marionetas en el que seguramente habría
deseado desempeñar algún papel, hasta el extremo de decidirse a una lisonja. Se sonrió y
trató de hacerse simpático a los demás: le dio su manzana a una nena mofletuda, que ya
tenía todo un bolso de golosinas, y llegó hasta el punto de decidirse a llevar a uno de los
chicos a cuestas, todo con tal de que no lo excluyesen del teatro. Pero en el mismo
instante surgió un adulto, que en cierto modo hacía allí de inspector, y lo echó a
empujones y codazos. El chico no se atrevió a llorar. En seguida apareció también el aya,
su madre, y le dijo que no molestase a los demás. Entonces se vino el chico al cuarto
donde estaba la nena. Ella lo recibió con cariño, y ambos se pusieron, con mucha
aplicación, a vestir a la muñeca.
-¿Qué haces aquí, hija mía? -le preguntó por lo bajo, miró en torno suyo y le dio luego una
palmadita en las mejillas.
-Estamos jugando…
-¡Ah! ¿Con éste? -y Yulián Mastakóvich lanzó una mirada al pequeño-. Mira, niño: mejor
estarías en la sala -le dijo.
El chico no replicó, y se le quedó mirando fijo. Yulián Mastakóvich volvió a echar una
rápida ojeada en torno suyo, y de nuevo se inclinó hacia la pequeña.
-¿Qué es esto, niña? ¿Una muñeca? -le preguntó.
-Sí, una muñequita… -repuso la nena algo forzada, y frunció levemente el ceño.
-Una muñeca… Pero ¿sabes tú, hija mía, de qué se hacen las muñecas?
-Bueno; pues mira: las hacen de trapos viejos, corazón. Pero tú estarías mejor en la sala,
con los demás niños -y Yulián Mastakóvich, al decir esto, dirigió una severa mirada al
pequeño. Pero éste y la niña fruncieron la frente y se apretaron más el uno contra el otro.
Por lo visto, no querían separarse.
-¿Y sabes tú también para qué te han regalado esta muñeca? -tornó a preguntar Yulián
Mastakóvich, que cada vez ponía en su voz más mimo.
-No.
Al decir esto, tornó Yulián Mastakóvich a mirar hacia la puerta, y luego le preguntó a la
niña con voz apenas perceptible, trémula de emoción e impaciencia:
-Pero ¿me querrás tú también a mí si les hago una visita a tus padres? Al hablar así,
intentó Yulián Mastakóvich darle otro beso a la pequeña; pero al ver el niño que su
amiguita estaba ya a punto de romper en llanto, se apretujó contra su cuerpecito, lleno de
súbita congoja, y por pura compasión y cariño rompió a llorar alto con ella. Yulián
Mastakóvich se puso furioso.
-¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí -le dijo con muy mal genio al chico-. ¡Vete a la sala! ¡Anda a
reunirte con los demás niños!
-¡No, no, no! ¡No quiero que se vaya! ¿Por qué tiene que irse? ¡Usted es quien debe irse! -
clamó la nena-. ¡Él se quedará aquí! ¡Déjele usted estar! -añadió casi llorando.
En aquel instante sonaron voces altas junto a la puerta y Yulián Mastakóvich irguió el
busto imponente. Pero el niño se asustó todavía más que Yulián Mastakóvich; soltó a la
amiguita y se escurrió, sin ser visto, a lo largo de las paredes, en el comedor. También al
comedor se trasladó Yulián Mastakóvich, cual si nada hubiera pasado. Tenía el rostro
como la grana, y como al pasar ante un espejo se mirase en él, pareció asombrarse él
mismo de su aspecto. Quizá lo contrariase haberse excitado tanto y hablado de manera
tan destemplada. Por lo visto, sus cálculos lo habían absorbido y entusiasmado de tal
modo, que a pesar de toda su dignidad y astucia, procedió como un verdadero chiquillo, y
en seguida, sin pararse a reflexionar, empezaba a atacar su objetivo. Yo lo seguí al otro
cuarto…, y en verdad que fue un raro espectáculo el que allí presencié. Pues vi nada
menos que a Yulián Mastakóvich, el digno y respetable Yulián Mastakóvich, hostigar al
pequeño, que cada vez retrocedía más ante él y, de puro asustado, no sabía ya dónde
meterse.
-¡Vamos, largo de aquí! ¿Qué haces aquí, holgazán? ¡Anda, vete! Has venido aquí a robar
fruta, ¿verdad? Habrás robado alguna, ¿eh? ¡Pues lárgate en seguidita, que ya verás, si no,
cómo te arreglo yo a ti!
El dueño de la casa nos miró a los tres sorprendido; pero, a fuer de hombre listo que toma
la vida en serio, supo aprovechar la ocasión de poder hablar a solas con su huésped.
-¡Ah! Mire usted: éste es el muchacho en cuyo favor tuve la honra de interesarle… -
empezó, señalando al pequeño.
-¡Ah! -replicó Yulián Mastakóvich, que seguía sin ponerse a la altura de la situación.
-Es el hijo del aya de mis hijos -continuó explicativo el dueño de la casa, y en tono
comprometedor-, una pobre mujer. Es viuda de un honorable funcionario. ¿No habría
medio, Yulián Mastakóvich…?
-¡Ah! Lo había olvidado. ¡No, no! -lo interrumpió éste presuroso-. No me lo tome usted a
mal, mi querido Filipp Aleksiéyevich; pero es de todo punto imposible. Me he informado
bien; no hay, actualmente, ninguna vacante, y aun cuando la hubiese, siempre tendría
éste por delante diez candidatos con mayor derecho… Lo siento mucho, créame; pero…
Luego no pudo, por lo visto, resistir la tentación de lanzarme a mí también una mirada
terrible. Pero yo, lejos de intimidarme, me reí claramente en su cara. Yulián Mastakóvich
la volvió inmediatamente a otro lado y le preguntó de un modo muy perceptible al dueño
de la casa quién era aquel joven tan raro. Ambos se pusieron a cuchichear y salieron del
aposento. Yo pude ver aún, por el resquicio de la puerta, cómo Yulián Mastakóvich, que
escuchaba con mucha atención al dueño de la casa, movía la cabeza admirado y receloso.
Después de haberme reído lo bastante, yo también me trasladé al salón. Allí estaba ahora
el personaje influyente, rodeado de padres y madres de familia y de los dueños de la casa,
y hablaba en tono muy animado con una señora que acababan de presentarle. La señora
tenía cogida de la mano a la pequeña que Yulián Mastakóvich besara hacía diez minutos.
Ponderaba el hombre a. la niña, poniéndola en el séptimo cielo; ensalzaba su hermosura,
su gracia, su buena educación, y la madre lo oía casi con lágrimas en los ojos. Los labios
del padre sonreían. El dueño de la casa participaba con visible complacencia en el júbilo
general. Los demás invitados también daban muestras de grata emoción, e incluso habían
interrumpido los juegos de los niños para que éstos no molestasen con su algarabía. Todo
el aire estaba lleno de exaltación. Luego pude oír yo cómo la madre de la niña,
profundamente conmovida, con rebuscadas frases de cortesía, rogaba a Yulián
Mastakóvich que le hiciese el honor especial de visitar su casa, y pude oír también cómo
Yulián Mastakóvich, sinceramente encantado, prometía corresponder sin falta a la amable
invitación, y cómo los circunstantes, al dispersarse por todos lados, según lo pedía el uso
social, se deshacían en conmovidos elogios, poniendo por las nubes al comerciante, su
mujer y su nena, pero sobre todo a Yulián Mastakóvich.
-¿Es casado ese señor? -pregunté yo alto a un amigo mío, que estaba al lado de Yulián
Mastakóvich.
Yulián Mastakóvich me lanzó una mirada colérica, que reflejaba exactamente sus
sentimientos.
-No -me respondió mi amigo, visiblemente contrariado por mi intempestiva pregunta, que
yo, con toda intención, le hiciera en voz alta.
Hace un par de días hube de pasar por delante de la iglesia de... La muchedumbre que se
apiñaba en el balcón, y sus ricos atavíos, hubieron de llamarme la atención. La gente
hablaba de una boda. Era un nublado día de otoño, y empezaba a helar. Yo entré en la
iglesia, confundido entre el gentío, y miré a ver quién fuese el novio. Era un tío bajo y
rechoncho, con tripa y muchas condecoraciones en el pecho. Andaba muy ocupado, de
acá para allá, dando órdenes, y parecía muy excitado. Por último, se produjo en la puerta
un gran revuelo; acababa de llegar la novia. Yo me abrí paso entre la multitud y pude ver
una beldad maravillosa, para la que apenas despuntara aún la primera primavera. Pero
estaba pálida y triste. Sus ojos miraban distraídos. Hasta me pareció que las lágrimas
vertidas habían ribeteado aquellos ojos. La severa hermosura de sus facciones prestaba a
toda su figura cierta dignidad y solemnidad altivas. Y, no obstante, a través de esa
seriedad y dignidad y de esa melancolía, resplandecía el alma inocente, inmaculada, de la
infancia, y se delataba en ella algo indeciblemente inexperto, inconsciente, infantil, que,
según parecía, sin decir palabra, tácitamente, imploraba piedad.
Se decía entre la gente que la novia apenas si tendría dieciséis años. Yo miré con más
atención al novio, y de pronto reconocí al propio Yulián Mastakóvich, al que hacía cinco
años que no volviera a ver. Y miré también a la novia. ¡Santo Dios! Me abrí paso entre el
gentío en dirección a la salida, con el deseo de verme cuanto antes lejos de allí. Entre la
gente se decía que la novia era rica en dinero contante y sonante y que poseía medio
millón de rublos, más una renta por valor de tanto y cuanto…
FIN