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CUENTOS DEL MUNDO

KITETE: EL HIJO DE SHINDO

Había una vez, una mujer chagga llamada Shindo que vivía en un pueblo al pie de una montaña
cubierta de nieve. Su marido había muerto sin dejarle ningún hijo y ella estaba muy sola.
Siempre estaba cansada, porque no tenía a nadie que le ayudara en los trabajos de la casa.
Todos los días, limpiaba la casa y barría el patio, cuidaba de las gallinas, lavaba la ropa en el río,
traía agua, cortaba la leña y cocinaba sus solitarias comidas. Al final de cada día, Shindo miraba
la cumbre nevada del monte y oraba:"¡Gran Espíritu del Monte!" . "Mi trabajo es demasiado
duro. ¡Envíeme ayuda!"

Un día, Shindo estaba limpiando el huerto de malas hierbas para que crecieran bien las
verduras, plátanos y calabazas que cultivaba. De repente, un noble jefe apareció junto a ella.
"Soy un mensajero del Gran Espíritu del Monte," le dijo a la sorprendida mujer, y le dio unas
pocas semillas de calabaza. "Siémbralas con cuidado. Ellas son la respuesta a tus oraciones."

Entonces el jefe desapareció. Shindo se preguntaba, "¿Qué ayuda podré recibir de un manojo
de semillas de calabaza?" Pero las sembró y cuidó lo mejor que pudo.

Estaba asombrada de lo rápidamente que crecían. Una semana más tarde, las calabazas ya
habían madurado. Shindo llevó a casa las calabazas, y tras quitarles la pulpa, dejándolas
huecas las colgó de una de las vigas de la casa para que se fueran secando. Cuando se secaran
se endurecerían y podría venderlas en el mercado para ser usadas como cuencos y jarras.

Como utilizaba una de las calabazas para su propio uso, tomó una pequeña y la puso junto al
fuego para que se secara más rápidamente. A la mañana siguiente, Shindo se marchó para
trabajar la tierra. Pero mientras ella estaba fuera de casa, las calabazas empezaron a cambiar.
Les crecieron cabezas, brazos y piernas. En poco tiempo, no eran en absoluto calabazas. ¡Eran
niños!. Uno de estos niños estaba junto al fuego, donde Shindo había colocado la calabaza
pequeña. Los otros niños le llamaron desde la viga.

"¡Ki-te-te, ayúdanos!
Trabajaremos para nuestra madre.
Venga ayúdanos, Ki-te-te,
¡Nuestro hermano favorito!"

Kitete ayudó a bajar a sus hermanos y hermanas de las vigas. Entonces los niños salieron de la
casa y empezaron a cantar y jugar en el patio. Todos menos Kitete, que al haber estado junto
al fuego, se convirtió en un niño débil y enfermizo. Mientras sus hermanos y hermanas
cantaban y jugaban, Kitete les miraba sonriente, sentado en la puerta de la casa.

Después de un rato, los niños empezaron a hacer los trabajos de la casa. Limpiaron la casa,
barrieron el patio, alimentaron a las gallinas, lavaron la ropa, trajeron agua, cortaron la leña y
prepararon la comida para cuando Shindo volviera.

Cuando el trabajo estuvo hecho, Kitete ayudó a los otros a subir a la viga y poco después, de
nuevo se convirtieron en calabazas. Por la tarde, cuando Shindo volvió a casa, las otras
mujeres del pueblo le preguntaban:
"¿Quiénes eran esos niños que estaban hoy en el patio de tu casa?". "¿De dónde han venido?
¿Por qué estaban haciendo los trabajos de la casa?"

"¿Qué niños? ¿Os queréis reír de mi?" les decía Shindo, enfadada.

Pero cuando llegó a su casa, se quedó pasmada. ¡El trabajo estaba hecho, e incluso su comida
estaba preparada! No podía imaginarse quién le había ayudado. Al día siguiente, sucedió lo
mismo. En cuanto Shindo se hubo marchado, las calabazas se convirtieron en niños, y los que
colgaban de la viga gritaban,

"¡Ki-te-te, ayúdanos!
Trabajaremos para nuestra madre.
Venga ayúdanos, Ki-te-te,
¡Nuestro hermano favorito!"

Entonces, después de jugar un rato, hicieron todos los deberes de la casa, subieron a la viga, y
se convirtieron en calabazas de nuevo. Una vez más, Shindo se quedó asombrada al ver todo el
trabajo hecho. Entonces, decidió encontrar la explicación y conocer a quienes le estaban
ayudando. A la mañana siguiente, Shindo hizo como que se marchaba, pero en vez de ir a
trabajar en el campo, se quedó escondida junto a la puerta de la casa, observando lo que
sucedía. Y vio a las calabazas convertirse en niños, y les oyó como gritaban,

"¡Ki-te-te, ayúdanos!
Trabajaremos para nuestra madre.
Venga ayúdanos, Ki-te-te,
¡Nuestro hermano favorito!"

Cuando los niños salieron de la casa, por poco se encuentran con Shindo, pero ellos siguieron
jugando, y seguido comenzaron a hacer los trabajos caseros. Cuando acabaron, empezaron a
subir a la viga. "¡No, no!" decía Shindo llorando. "¡No se transformen en calabazas! Sereis los
hijos que yo nunca tuve, y os amaré y os querré."

Y desde entonces los niños se quedaron con Shindo, como sus hijos. Ya nunca más estaba sola.
Y los niños eran tan trabajadores, que pronto mejoró la economía de la casa, con muchos
campos de verduras y plátanos, y rebaños de ovejas y cabras. Todos eran muy útiles... menos
Kitete que se quedaba junto al fuego con su sonrisa tonta.

La mayor parte del tiempo, a Shindo no le importaba. De hecho, Kitete realmente era su
favorito, porque era como un tierno bebé. Pero a veces, cuando ella estaba cansada o triste
por alguna razón, lo pagaba con él. "¡Eres un niño inútil!" le decía. "¿Por qué no puedes ser
más inteligente, como tus hermanos y hermanas, y trabajar tan duro como ellos?"

Kitete sólo sonreía. Un día, Shindo estaba fuera en el patio, cotando verduras para la comida.
Cuando llevaba la olla a la cocina, tropezó con Kitete, se cayó, y la olla de arcilla se hizo añicos.
Las verduras y el agua quedaron esparcidos por todas partes.

"¡Muchacho tonto!" gritó Shindo . "¿No te tengo dicho que no te pongas delante de mi
camino? ¿Pero qué se puede esperar de tí? No eres un niño de verdad. ¡Solo eres una
calabaza!"
Y en ese mismo instante, ella dio un grito al ver que ya no estaba Kitete, y que en su lugar sólo
había una calabaza.

"¿Qué he hecho yo?" lloraba Shindo, cuando los niños volvieron a casa. "¡Yo no quise decir lo
que dije! Tú no eres una calabaza, tu eres mi propio hijo querido. ¡Oh, hijos míos, por favor
haced algo!" Los niños se miraron entre ellos, y corriendo, comenzaron a subir a la viga.
Cuando el último niño, ayudado por Shindo, hubo subido, comenzaron a gritar una última vez,

"¡Ki-te-te, ayúdanos!
Trabajaremos para nuestra madre.
Venga ayúdanos, Ki-te-te,
¡Nuestro hermano favorito!"

Pasó un largo rato sin que nada sucediera. Pero de pronto, la calabaza empezó a cambiar.
Creció una cabeza, luego unos brazos, y finalmente unas piernas. Por fin, no era en absoluto
una calabaza. Era--

¡Kitete!

Shindo aprendió la lección. A partir de entonces, tuvo mucho cuidado y amor para sus hijos. Y
ellos le dieron su consuelo y felicidad, durante el resto de sus días.

LA RANA TIDDALICK

Otro mito del diluvio se refiere a la rana, un animal lunar importante. Tiddalik, la rana más
grande nunca conocida, despertó una mañana sedienta. Ella comenzó a beber y no paró hasta
que dejó sin agua al mundo entero. La superficie de la tierra comenzó a secarse, los árboles se
despojaron de sus hojas y si esta situación continuaba así y no se tomaban medidas, estaba
claro que los animales comenzarían a morir también.

Se convocó al consejo y se intentó encontrar una salida al problema sin mayores resultados,
hasta que un viejo sabio Wombat (El rey de una clase de animales como los topos) sugirió que
Tiddalik se podría poner a reír y de esta forma el agua fluiría de su boca y así ellos serían
salvados.

Cada una de las criaturas intentó divertir a la gigante rana para que riera, pero ésta solamente
entreabría sus ojos ignorándoles. Finalmente, una anguila o una serpiente comenzó a bailar,
las formas que tomaban con sus movimientos eran tan cómicas que Tiddalik rompió a reír. De
esta forma el agua salió estrepitosamente de su boca, y fluyó despaciosamente llenado la
tierra.

LAS SANDALIAS DE MADERA MÁGICAS

Hace mucho tiempo, un joven, cuya madre había caído enferma, se vio en la necesidad de
conseguir una gran suma de dinero para poder cuidarla. No tuvo otro remedio que pedírselo
prestado al señor más rico del pueblo. Pero, por más que trabajaba, al joven le era imposible
poder devolver el préstamo, y además, su madre empeoró de su enfermedad y nuestro
protagonista tuvo que pedir más dinero aún al rico señor.

Éste se enfadó y le dijo:


"¿Qué estás diciendo? Ya te presté dinero antes y no me lo has devuelto. He esperado
demasiado tiempo a que me devolvieras mi dinero ¿y ahora me pides más? ¡No vuelvas por
aquí hasta que no saldes tu deuda!"

Aquel joven, que quería curar a su madre como fuera, al no haber logrado que el rico señor le
prestara más dinero, no se atrevió a volver a casa, y pasó largo rato vagando por el bosque.
Entonces, de repente, apareció un misterioso anciano en mitad del camino.

"Buenos días", saludó el anciano al pobre joven. Éste, sobresaltado, le respondió:

"Oh, discúlpeme. No le había visto."

Y continuó caminando. El anciano le dijo sonriendo:

"¿Te importa que camine contigo? Hay algo que quiero contarte que seguro que te interesará
mucho". Y comenzó a andar junto a él.

Al cabo de un tiempo, cuando se disponía a despedirse, el anciano le dijo al joven:

"Estás pasando por momentos difíciles, ¿verdad? Toma estas sandalias de madera (下駄 geta),
cálzatelas y tropieza con ellas, ya verás lo que sucede."

El joven se calzó las sandalias y tropezó con ellas, y ante su sorpresa, al instante comenzó a
brotar de la nada un montón de dinero.

"Puedes repetir esto varias veces, pero si tropiezas demasiado, empezarás a encoger. Ten
mucho cuidado."

El joven volvió a casa, y tal como le había dicho el anciano, se calzó las sandalias y tropezó, y de
nuevo empezó a brotar dinero. Tras repetirlo algunas veces, reunió suficiente dinero para
poder curar a su madre y devolver el préstamo. Entonces, recordó las palabras del anciano y
dejó de utilizar las sandalias.

Cuando el joven fue a devolver su préstamo, el rico señor quiso saber cómo había conseguido
tanto dinero, y el joven le contó la historia de las sandalias de madera mágicas, que hacían
brotar dinero de la nada. El señor insistió muchísimo en que se las prestara, algo a lo que el
joven accedió.

Muy contento, el señor se calzó las sandalias y se dirigió a la habitación contigua. Desde esa
habitación empezó a oirse el incesante ruido de las caídas, "pataplam, pataplam",
acompañado del sonido de las monedas, "cling, cling". Pero al cabo de un tiempo, ya sólo se
oía este último sonido.

El joven, extrañado, se asomó para ver qué sucedía. Allí, sentado, en lo alto de una enorme
montaña de dinero, estaba el rico señor convertido en un bebé, en castigo a la avaricia de
haber tropezado demasiadas veces.

PULGARCITO

Erase una vez un pobre campesino. Una noche mientras se encontraba sentado atizando el
fuego, mientras que su esposa hilaba sentada a su lado Ambos se lamentaban de hallarse en
un hogar sin niños.

-¡Qué triste es no tener hijos! -dijo él-. En esta casa siempre hay silencio, mientras que en los
demás hogares hay tanto bullicio y alegría...
-¡Es verdad! -contestó la mujer suspirando-. Si por lo menos tuviéramos uno, aunque fuese
muy pequeño y no mayor que el pulgar, seríamos felices y lo querríamos de todo corazón.

Y entonces sucedió que la mujer se indispuso y, después de siete meses, dio a luz a un niño
completamente normal en todo, si exceptuamos que no era más grande que un dedo pulgar.

-Es tal como lo habíamos deseado. Va a ser nuestro hijo querido.

Y debido a su tamaño lo llamaron Pulgarcito. No le escatimaron la comida, pero el niño no


creció y se quedó tal como era en el momento de nacer. Sin embargo, tenía una mirada
inteligente y pronto dio muestras de ser un niño listo y hábil, al que le salía bien cualquier cosa
que se propusiera. Un día, el campesino se aprestaba a ir al bosque a cortar leña y dijo para sí:

-Ojalá tuviera a alguien que me llevase el carro.


-¡Oh, padre! -exclamó Pulgarcito- ¡Ya te llevaré yo el carro! ¡Puedes confiar en mí! En el
momento oportuno lo tendrás en el bosque.

El hombre se echó a reír y dijo:

-¿Cómo podría ser eso? Eres demasiado pequeño para llevar de las bridas al caballo.
-¡Eso no importa, padre! Si mamá lo engancha, yo me pondré en la oreja del caballo y le iré
diciendo al oido por dónde ha de ir.

-¡Está bien! -contestó el padre-, probaremos una vez.

Cuando llegó la hora, la madre enganchó el carro y colocó a Pulgarcito en la oreja del caballo,
donde el pequeño se puso a gritarle por dónde tenía que ir, tan pronto con un "¡Heiii!", como
con un "¡Arre!". Todo fue tan bien como si un conductor de experiencia condujese el carro,
encaminándose derecho hacia el bosque.

Sucedió que, justo al doblar un recodo del camino, cuando el pequeño iba gritando "¡Arre!
¡Arre!" , acertaron a pasar por allí dos forasteros.

-¡Cómo es eso! -dijo uno- ¿Qué es lo que pasa? Ahí va un carro, y alguien va arreando al
caballo; sin embargo no se ve a nadie conduciéndolo.

-Todo es muy extraño -dijo el otro-. Vamos a seguir al carro para ver dónde se para.

Pero el carro se internó en pleno bosque y llegó justo al sitio donde estaba la leña cortada.
Cuando Pulgarcito vio a su padre, le gritó:

-¿Ves, padre? Ya he llegado con el carro. Bájame ahora del caballo.

El padre tomó las riendas con la mano izquierda y con la derecha sacó a su hijo de la oreja del
caballo. Pulgarcito se sentó feliz sobre una brizna de hierba. Cuando los dos forasteros lo
vieron se quedaron tan sorprendidos que no supieron qué decir. Ambos se escondieron,
diciéndose el uno al otro:

-Oye, ese pequeñín bien podría hacer nuestra fortuna si lo exhibimos en la ciudad y cobramos
por enseñarlo. Vamos a comprarlo.

Se acercaron al campesino y le dijeron:

-Véndenos al pequeño; estará muy bien con nosotros.

-No -respondió el padre- es mi hijo querido y no lo vendería ni por todo el oro del mundo.

Pero al oír esta propuesta, Pulgarcito trepó por los pliegues de la ropa de su padre, se colocó
sobre su hombro y le susurró al oído:

-Padre, véndeme, que ya sabré yo cómo regresar a casa.

Entonces, el padre lo entregó a los dos hombres a cambio de una buena cantidad de dinero.

-¿Dónde quieres sentarte? -le preguntaron.

-¡Da igual! Colocadme sobre el ala de un sombrero; ahí podré pasearme de un lado para otro,
disfrutando del paisaje, y no me caeré.

Cumplieron su deseo y, cuando Pulgarcito se hubo despedido de su padre, se pusieron todos


en camino. Viajaron hasta que anocheció y Pulgarcito dijo entonces:

-Bajadme un momento; tengo que hacer una necesidad.

-No, quédate ahí arriba -le contestó el que lo llevaba en su cabeza-. No me importa. Las aves
también me dejan caer a menudo algo encima.

-No -respondió Pulgarcito-, yo también sé lo que son las buenas maneras. Bajadme
inmediatamente.
El hombre se quitó el sombrero y puso a Pulgarcito en un sembrado al borde del camino. Por
un momento dio saltitos entre los terrones de tierra y, de repente, se metió en una
madriguera que había localizado desde arriba.

-¡Buenas noches, señores, sigan sin mí! -les gritó con un tono de burla.

Los hombres se acercaron corriendo y rebuscaron con sus bastones en la madriguera del
ratón, pero su esfuerzo fue inútil. Pulgarcito se arrastró cada vez más abajo y, como la
oscuridad no tardó en hacerse total, se vieron obligados a regresar, burlados y con las manos
vacías.

Cuando Pulgarcito advirtió que se habían marchado, salió de la madriguera.

-Es peligroso atravesar estos campos de noche -pensó-; sería muy fácil caerse y romperse un
hueso.

Por fortuna tropezó con una concha vacía de caracol.

-¡Gracias a Dios! -exclamó- Ahí podré pasar la noche con tranquilidad.

Y se metió dentro del caparazón. Un momento después, cuando estaba a punto de dormirse,
oyó pasar a dos hombres; uno de ellos decía:

-¿Cómo haremos para robarle al cura rico todo su oro y su plata?

-¡Yo podría decírtelo! -se puso a gritar Pulgarcito.

-¿Qué fue eso? -dijo uno de los espantados ladrones-; he oído hablar a alguien.

Se quedaron quietos escuchando, y Pulgarcito insistió:

-Llevádme con vosotros y os ayudaré.

-¿Dónde estás?

-Buscad por la tierra y fijaos de dónde viene la voz -contestó.

Por fin los ladrones lo encontraron y lo alzaron hasta ellos.

-A ver, pequeñajo, ¿cómo vas a ayudarnos?

-¡Escuchad! Yo me deslizaré por las cañerías hasta la habitación del cura y os iré pasando todo
cuanto queráis.
-¡Está bien! Veremos qué sabes hacer.

Cuando llegaron a la casa del cura, Pulgarcito se introdujo en la habitación y se puso a gritar
con todas sus fuerzas.

-¿Queréis todo lo que hay aquí?

Los ladrones se estremecieron y le dijeron:

-Baja la voz para que nadie se despierte.

Pero Pulgarcito hizo como si no entendiera y continuó gritando:

-¿Qué queréis? ¿Queréis todo lo que hay aquí?

La cocinera, que dormía en la habitación de al lado, oyó estos gritos, se incorporó en su cama y
se puso a escuchar, pero los ladrones asustados se habían alejado un poco. Por fin recobraron
el valor diciéndose:

-Ese pequeñajo quiere burlarse de nosotros.

Regresaron y le susurraron:

-Vamos, nada de bromas y pásanos alguna cosa.

Entonces, Pulgarcito se puso a gritar de nuevo con todas sus fuerzas:

-Sí, quiero daros todo; sólo tenéis que meter las manos.

La cocinera, que ahora oyó todo claramente, saltó de su cama y se acercó corriendo a la
puerta. Los ladrones, atemorizados, huyeron como si los persiguiese el diablo, y la criada, que
no veía nada, fue a encender una vela. Cuando regresó, Pulgarcito, sin ser descubierto, se
había escondido en el pajar. La sirvienta, después de haber registrado todos los rincones y no
encontrar nada, acabó por volver a su cama y supuso que había soñado despierta.

Pulgarcito había trepado por la paja y en ella encontró un buen lugar para dormir. Quería
descansar allí hasta que se hiciese de día para volver luego con sus padres, pero aún habrían
de ocurrirle otras muchas cosas antes de poder regresar a su casa.

Como de costumbre, la criada se levantó antes de que despuntase el día para dar de comer a
los animales. Fue primero al pajar, y de allí tomó una brazada de heno, precisamente del lugar
en donde dormía Pulgarcito. Estaba tan profundamente dormido que no se dio cuenta de
nada, y no despertó hasta que estuvo en la boca de la vaca que se había tragado el heno.

-¡Oh, Dios mío! -exclamó-. ¿Cómo he podido caer en este molino?


Pero pronto se dio cuenta de dónde se encontraba. No pudo hacer otra cosa sino evitar ser
triturado por los dientes de la vaca; mas no pudo evitar resbalar hasta el estómago.

-En esta habitación tan pequeña se han olvidado de hacer una ventana -se dijo-, y no entra el
sol y tampoco veo ninguna luz.

Este lugar no le gustaba nada, y lo peor era que continuamente entraba más paja por la
puerta, por lo que el espacio iba reduciéndose cada vez más. Entonces, presa del pánico, gritó
con todas sus fuerzas:

-¡No me traigan más forraje! ¡No me traigan más forraje!

La moza estaba ordeñando a la vaca cuando oyó hablar sin ver a nadie, y reconoció que era la
misma voz que había escuchado por la noche. Se asustó tanto que cayó del taburete y
derramó toda la leche. Corrió entonces a toda velocidad hasta donde se encontraba su amo y
le dijo:

-¡Ay, señor cura, la vaca ha hablado!

-¡Estás loca! -repuso el cura.

Y se dirigió al establo a ver lo que ocurría; pero, apenas cruzó el umbral, cuando Pulgarcito se
puso a gritar de nuevo:

-¡No me traigan más forraje! ¡No me traigan más forraje!

Ante esto, el mismo cura también se asustó, suponiendo que era obra del diablo, y ordenó que
se matara a la vaca. Entonces la vaca fue descuartizada y el estómago, donde estaba encerrado
Pulgarcito, fue arrojado al estiércol. Nuestro amigo hizo ímprobos esfuerzos por salir de allí y,
cuando ya por fin empezaba a sacar la cabeza, le aconteció una nueva desgracia. Un lobo
hambriento, que acertó a pasar por el lugar, se tragó el estómago de un solo bocado.
Pulgarcito no perdió los ánimos. «Quizá -pensó- este lobo sea comprensivo». Y, desde el fondo
de su panza, se puso a gritarle:

-¡Querido lobo, sé donde hallar un buena comida para ti!

-¿Adónde he de ir? -preguntó el lobo.

-En tal y tal casa. No tienes más que entrar por la trampilla de la cocina y encontrarás tortas,
tocino y longanizas, tanto como desees comer.

Y Pulgarcito le describió minuciosamente la casa de sus padres.

El lobo no necesitó que se lo dijeran dos veces. Por la noche entró por la trampilla de la cocina
y, en la despensa, comió de todo con inmenso placer. Cuando estuvo harto, quiso salir, pero
había engordado tanto que ya no cabía por el mismo sitio. Pulgarcito, que lo tenía todo
previsto, comenzó a patalear y a gritar dentro de la barriga del lobo.

-¿Te quieres estar quieto? -le dijo el lobo-. Vas a despertar a todo el mundo.

-¡Ni hablar! -contestó el pequeño-. ¿No has disfrutado bastante ya? Ahora yo también quiero
divertirme.

Y se puso de nuevo a gritar con todas sus fuerzas. Los chillidos despertaron finalmente a sus
padres, quienes corrieron hacia la despensa y miraron por una rendija. Cuando vieron al lobo,
el hombre corrió a buscar el hacha y la mujer la hoz.

-Quédate detrás de mí -dijo el hombre al entrar en la despensa-. Primero le daré un golpe con
el hacha y, si no ha muerto aún, le atizarás con la hoz y le abrirás las tripas.

Cuando Pulgarcito oyó la voz de su padre, gritó:

-¡Querido padre, estoy aquí; aquí, en la barriga del lobo!

-¡Gracias a Dios! -dijo el padre-. ¡Ya ha aparecido nuestro querido hijo!

Y le indicó a su mujer que no usara la hoz, para no herir a Pulgarcito. Luego, blandiendo el
hacha, asestó al lobo tal golpe en la cabeza que éste cayó muerto. Entonces fueron a buscar un
cuchillo y unas tijeras, le abrieron la barriga al lobo y sacaron al pequeño.

-¡Qué bien! -dijo el padre-. ¡No sabes lo preocupados que estábamos por ti!

-¡Sí, padre, he vivido mil aventuras. ¡Gracias a Dios que puedo respirar de nuevo aire freco!

-Pero, ¿dónde has estado?

-¡Ay, padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el estómago de una vaca y en la


barriga de un lobo. Ahora estoy por fin con vosotros.

-Y no te volveremos a vender ni por todo el oro del mundo.

Y abrazaron y besaron con mucho cariño a su querido Pulgarcito; le dieron de comer y de


beber, lo bañaron y le pusieron ropas nuevas, pues las que llevaba se habían estropeado en su
accidentado viaje.

EL NIÑO Y LOS LOBOS

HABÍA una vez un guerrero piel roja, sencillo y generoso, y más dado a amar que a odiar,
quien, cansado de las crueldades de su tribu y de la mezquindad y dureza de corazón de sus
amigos, decidió alejarse de ellos.
Así que se adentró en el bosque con su mujer y sus hijos, abrió un claro en las orillas de un
tranquilo arroyuelo, y construyó allí su choza al estilo indio. Durante muchos años vivió feliz en
su nuevo hogar, del que se alejaba únicamente para cazar animales salvajes cuya carne les
servía de alimento, y cuyas pieles usaban para cubrirse durante los crudos inviernos.

Llegó, sin embargo, el momento en que el guerrero enfermó, y adivinando que iba a morir,
llamó a su mujer y a sus tres hijos.

—Voy a dejaros —les dijo—, para ir en busca de las regiones de la Cacería Feliz. Tú, esposa
mía, compañera de mi vida, me seguirás antes de muchas lunas. Pero vosotros, hijos míos, sois
jóvenes y tenéis vuestras vidas por delante. En el curso de ellas, tropezaréis con la maldad y el
egoísmo, de los cuales huí para disfrutar de paz en estos bosques. Mi corazón se sentirá
tranquilo si me prometéis amaros siempre y no abandonar a vuestro hermano menor.

—¡Nunca! —le respondieron, levantando la mano en señal de promesa solemne.

Al escuchar esto, el piel roja, tranquilizado, dejó caer la cabeza, y su espíritu voló en busca de
las regiones de la Cacería Feliz.

Antes de la octava luna, tal como lo había anunciado, su mujer lo siguió, dejando solos a los
tres hijos. Pero antes de morir, volvió a suplicar a los dos mayores que no abandonaran a su
hermano menor, pues era demasiado pequeño y no podría bastarse a sí mismo.

—¡Nunca! —prometieron; y también ella se alejó tranquila a reunirse con su esposo.

Mientras la nieve cubrió la tierra y el viento helado aulló entre los pinos con más fuerza que los
lobos, cumplieron los muchachos su promesa y cuidaron de su hermano menor con gran
ternura y cariño.

Pero cuando llegó la primavera y los primeros brotes de hierba asomaron sobre la tierra, el
mayor de los tres hermanos, que era ya mozo, sintió que su corazón se inquietaba, y un gran
deseo se apoderó de él por conocer las gentes de la tribu de su padre y unirse a ellas en sus
danzas guerreras.

Comunicó estos pensamientos a su hermana, quien le respondió:

—Querido hermano, no me extraña que desees mezclarte con los jóvenes guerreros, ya que
aquí nunca vemos a ninguno de nuestros semejantes. Pero temo que si buscamos satisfacer
nuestros propios deseos, abandonaremos a nuestro hermano pequeño y olvidaremos nuestra
promesa.

El joven no quiso escucharla. Por el contrario, recogió su arco y sus flechas, se cubrió con su
manta, y una madrugada se alejó por el bosque. Llegó el verano, y pasó; cayó la nieve una vez
más, y desapareció, pero nada volvieron a saber del hermano ausente.

Con el correr del tiempo, el corazón de la hermana empezó igualmente a tornarse frio y
egoísta. Consideraba al pequeño como una carga y un obstáculo cruel que le impedía dirigirse
a la aldea india donde los jóvenes guerreros bailaban alrededor del Tótem, mientras las
jovencitas los aplaudían.
Y un día le dijo al niño:

—Aquí tienes comida que será suficiente hasta la próxima luna. No te alejes de la choza. Yo
voy a buscar a nuestro hermano, que se ha perdido, y cuando lo encuentre, regresare con él.

Recogió su manta, tomó su hacha y caminó a través del obscuro bosque hasta llegar a la aldea,
en donde inmediatamente se enteró de que su hermano vivía allí con su joven esposa y era ya
un guerrero notable. Al saber esto, no tuvo prisa alguna por volver a la choza solitaria, y
cuando otro joven guerrero la escogió por esposa, pensó únicamente en él, y olvidó por
completo a su hermano pequeño, abandonado en el bosque.

Este, mientras tanto, seguía viviendo completamente solo. Al principio todo marchó bien, pues
al terminarse la comida que su hermana le había dejado, pudo salir al bosque y alimentarse de
bellotas y raíces.

Lentamente desapareció así el verano, y cuando el viento empezó de nuevo a soplar entre los
pinos, al mismo tiempo que los lobos aullaban, y volvió la nieve a caer, Sintióse el pequeño en
el más terrible desamparo. Por las noches se acurrucaba en la choza o se escondía entre los
árboles, aventurándose a salir únicamente durante el día, a recoger las migajas que los lobos
dejaran.

Poco después, viéndose tan solo, sin ninguna compañía humana, empezó a hacerse amigo de
los lobos. Cuando escuchaba su salvaje cacería en el bosque, los seguía para estar cerca a la
hora en que la presa moría. Y mientras los lobos la devoraban, se sentaba con ellos, hasta que
llegaron a conocerlo y le dejaban algunas sobras. Si los lobos no le hubieran socorrido así,
seguramente hubiera muerto helado bajo la nieve.

Desapareció ésta, al fin; el hielo se fundió en el lago que llamaban Gran Mar de Agua, y los
lobos huyeron hacia la ribera en busca de comida. El niño se les unió, feliz en la radiante
primavera.

Y ocurrió que un día, el hermano mayor, el gran guerrero, pescaba en su canoa cerca del lago,
cuando escuchó de repente, entre los pinos, la voz de un niño que cantaba como los indios:

"¡0h, hermano mío! ¡ven hermano! Convirtiéndome estoy en niño lobo, Pronto seré un
enorme lobo." Y al terminar el canto, se perdió la voz en un largo y triste aullido, el aullido de
un lobo El guerrero sintió que la vergüenza y el temor se apoderaban de su corazón, al
recordar la promesa hecha a sus padres y el amor que sentía por su hermano. Rápidamente
amarró su canoa, saltó a tierra y corrió a la orilla, gritando en dirección de los arboles. ¡-
hermano, hermanito, Ven! aquí estoy!

Pero el niño era ya casi un lobo, hasta el punto de no haber podido terminar su canto en
lenguaje humano, sino con aullidos de lobo.

El guerrero volvió a llamarlo angustiosamente: -- ¡hermano, hermanito! i Ven, ven...!

Pero mientras más gritaba, más rápidamente huía el pequeño, como huyen los lobos de los
cazadores indios, buscando seguridad entre sus hermanos. Según se iba alejando, su piel se
volvía cada vez más gruesa. Pronto estuvo corriendo a cuatro patas, y un momento después
aullaba como los lobos..., hasta que desapareció en las profundidades del bosque

Con gran vergüenza y remordimiento en su corazón regresó el guerrero a la aldea, y él y su


hermana lloraron hasta el último día de sus vidas por la promesa no cumplida y por la pérdida
de su hermano pequeño que, por culpa de ellos, se había convertido en lobo.

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