Sei sulla pagina 1di 105

Una niña perversa, de Jehanne Jean-Charles

Esta tarde empujé a Arturo a la fuente. Cayó en ella y se puso a hacer


"gluglú" con la boca, pero también gritaba y fue oído. Papá y mamá llegaron
corriendo. Mamá lloraba porque creía que Arturo se había ahogado. Pero no era
así. Ha venido el doctor. Arturo está ahora muy bien. Ha pedido pastel de
mermelada y mamá se lo ha dado. Sin embargo, eran las siete, casi la hora de
acostarse, cuando pidió pastel, y a pesar de eso mamá se lo dio. Arturo estaba
muy contento y orgulloso. Todo el mundo le hacía preguntas. Mamá le preguntó
cómo había podido caerse, si se había resbalado, y Arturo ha dicho que sí, que se
tropezó. Es gentil que haya dicho eso, pero yo sigo detestándolo y volveré a
hacerlo en la primera ocasión.
Por lo demás, si no ha dicho que lo empujé yo, quizá sea sencillamente
porque sabe muy bien que a mamá la horrorizan las delaciones. El otro día,
cuando le apreté el cuello con la cuerda de saltar y se fue a quejar con mamá
diciendo: "Elena me ha hecho esto", mamá le ha dado una terrible palmada y le
ha dicho: "¡No vuelvas a hacer una cosa así!" Y cuando llegó papá, ella se lo ha
contado, y papá también se puso furioso. Arturo se quedó sin postre. Por eso
comprendió. Y esta vez, como no ha dicho nada, le han dado pastel de
mermelada. Me gusta enormemente el pastel de mermelada: se lo he pedido a
mamá yo también, tres veces, pero ella ha puesto cara de no oirme. ¿Sospechará
que yo fui la que empujó a Arturo?
Antes, yo era buena con Arturo, porque mamá y papá me festejaban tanto
como a él. Cuando él tenía un auto nuevo, yo tenía una muñeca, y no le hubieran
dado pastel sin darme a mí. Pero desde hace un mes, papá y mamá han
cambiado completamente conmigo. Todo es para Arturo. A cada momento le
hacen regalos. Con esto no mejora su carácter. Siempre ha sido un poco
caprichoso, pero ahora es detestable. Sin parar está pidiendo esto y lo otro. Y
mamá cede casi siempre. A decir verdad, creo que en todo un mes solo lo han
regañado el día de la cuerda de saltar, y lo raro es que esta vez no era culpa suya.
Me pregunto por qué papá y mamá, que me querían tanto, han dejado de
repente de interesarse en mí. Parece que ya no soy su niñita. Cuando beso a
mamá, ella no sonríe. Papá tampoco. Cuando van a pasear, voy con ellos, pero
continúan desinteresándose de mí. Puedo jugar junto a la fuente lo que yo
quiera. Les da igual. Sólo Arturo es gentil conmigo de cuando en cuando, pero a
veces se niega a jugar conmigo. Le pregunté el otro día por qué mamá se había
vuelto así conmigo. Yo no quería hablarle del asunto, pero no pude evitarlo. Me
ha mirado desde arriba, con ese aire burlón que toma adrede para hacerme
rabiar, y me ha dicho que era porque mamá no quiere oír hablar de mí. Le dije
que no era verdad. Él me dijo que sí, que había oído a mamá decirle eso a papá,
y que le había dicho: "No quiero oír hablar nunca más de ella."
Ese fue el día que le apreté el cuello con la cuerda. Después de eso, yo
estaba tan furiosa, a pesar de la palmada que él había recibido, que fui a su
recámara y le dije que lo mataría.
Esta tarde me ha dicho que mamá, papá y él iban a ir al mar, y que yo no iría. Se
rió y me hizo muecas. Entonces lo empujé a la fuente.
Ahora duerme, y papá y mamá también. Dentro de un momento iré a su
recámara y esta vez no tendrá tiempo de gritar, tengo la cuerda de saltar en las
manos. Él la olvidó en el jardín y yo la tomé.
Con esto se verán obligados a ir al mar sin él. Y luego me iré a acostar sola,
al fondo de ese maldito jardín, en esa horrible caja blanca donde me obligan a
dormir desde hace un mes.

Nacido de hombre y mujer, cuento de Richard Mathesson

Hoy cuando apareció la luz mamá me llamó monstruo. Eres un monstruo


me dijo. Vi en los ojos de mamá que estaba enojada. ¿Qué quiere decir
monstruo?
Hoy cayó agua de arriba. Cayó por todas partes. Yo la vi. Vi la tierra por la
ventanita. La tierra se chupó el agua como una boca que tiene sed. Bebió
demasiado y se enfermó y se puso oscura. No me gustó.

Mamá es bonita yo sé. Donde yo duermo con todas las paredes frías
alrededor tengo un papel detrás de la estufa. Ahí dice “Estrellas de cine”. En las
figuras veo caras como las de mamá y papá. Papá dice que son bonitas. Una vez
lo dijo. Y también mamá dijo. Mamá tan bonita y yo bastante bien. Mírate dijo
papá y no tenía una cara buena. Le toqué el brazo y dije está bien papá. Papá se
sacudió y se fue donde yo no podía alcanzarlo.

Hoy mamá me sacó la cadena un rato así que pude mirar por la ventanita.
Vi el agua que caía de arriba. Hoy está amarillo arriba. Sé que lo miro y los ojos
duelen. Después de mirar el sótano es rojo. Me parece que eso es la iglesia. Se
van de arriba. La máquina grande los traga y camina y ya no está. En la parte de
atrás está la mamita. Es mucho más chica que yo. Yo soy grande. Es un secreto
pero saqué la cadena de la pared. Puedo ver por la ventanita todo lo que quiero.

Hoy cuando estuvo oscuro me comí la comida y unos bichos. Oí risas


arriba. Me gusta saber por qué hay risas. Saqué la cadena de la pared y me la
envolví en el cuerpo. Fui despacio a las escaleras. Gritan cuando yo las piso. Las
piernas me resbalan porque por las escaleras no camino. Los pies se me pegan a
la madera. Subí y abrí una puerta. Era un lugar blanco. Blanco como la luz
blanca que viene de arriba a veces. Entré y me quedé quieto. Oí otra vez risas.
Caminé hasta el sonido y abrí un poco una puerta y miré la gente. Era mucha
gente. Pensé reír con ellos.

Mamá vino y empujó la puerta. Me golpeó y dolió. Caí para atrás en el piso
liso y la cadena hizo ruido. Lloré. Mamá silbó dentro de ella y se puso la mano
en la boca. Tenía los ojos grandes. Me miró. Oí que papá llamaba. Qué cayó dijo.
Mamá dijo la tabla de planchar. Ven a ayudarme dijo. Papá vino y dijo bueno es
tan pesada qué necesitas. Me vio y se puso grande. Los ojos de papá se enojaron.
Me golpeó. El líquido me salió de un brazo. El piso quedó verde y feo.

Papá me dijo que fuera al sótano. Tuve que ir. La luz me dolía ahora en los
ojos. No era como en el sótano abajo. Papá me ató los brazos y las piernas. Me
puso en la cama. Arriba oí risas mientras yo estaba quieto y miraba una araña
negra que bajaba a donde estaba yo. Pensé lo que dijo papá. Oh dios dijo. ¡Y no
tiene más que ocho!

Hoy papá puso otra vez la cadena en la pared antes de aparecer la luz.
Tengo que sacarla otra vez. Papá dijo que yo era malo si iba arriba. Me dijo que
no lo haga otra vez o me pegará fuerte. Eso duele. Me duele. Dormí de día y puse
la cabeza en la pared. Pensé en el lugar blanco de arriba. Saqué la cadena de la
pared. Mamá estaba arriba. Escuché risitas muy altas. Miré por la ventanita. Vi
toda gente chiquita como mamita y también papitos. Son hermosos. Estaban
haciendo bonitos ruidos y saltaban por la tierra. Movían mucho las piernas. Son
como mamá y papá. Mamá dice que toda la gente normal es así.
Uno de los papás pequeños me vio. Señaló la ventana. Yo me fui
resbalando por la pared hasta abajo en lo oscuro. Me apreté para que no me
vieran. Oí las voces junto a la ventana y pies que corrían. Arriba una puerta hizo
ruido. Oí a la mamita que llamaba arriba. Oí pies pesados y corrí al lugar de la
cama. Puse la cadena en la pared y me acosté mirando para abajo. Oí a mamá
que venía. Estuviste en la ventana me dijo. Escuché que estaba enojada. No te
acerques a la ventana me dijo. Sacaste otra vez la cadena. Mamá tomó el palo y
me golpeó. No lloré. No puedo hacer eso. Pero mi líquido corrió por toda la
cama. Mamá lo vio y se fue para atrás haciendo un ruido. Oh diosmíodiosmío
dijo por qué me hiciste esto. Oí que el palo caía en el piso. Mamá corrió y subió.
Dormí de día.

Hoy había agua otra vez. Cuando mamá estaba arriba oí a la mamita que
bajaba los escalones. Me escondí en la carbonera porque mamá se enoja si la
mamita me ve. Mamita tenía una cosa pequeña viva. Caminaba en los brazos de
ella y tenía las orejas en punta. La mamita le hablaba. Todo estaba bien pero la
cosa viva me olió. Corrió a la carbonera y me miró con el pelo todo duro. Hacía
un ruido enojado en la garganta. Yo silbé pero la cosa saltó sobre mí. Yo no
quería lastimarla. Tuve miedo porque me mordió más fuerte que la rata. Yo la
agarré y la mamita gritó. Apreté fuerte la cosa viva. Hacía ruidos que yo nunca
había oído. La apreté más. Estaba toda aplastada y roja sobre el carbón negro.
Me escondí ahí cuando mamá llamó. Yo tenía miedo del palo. Mamá se fue. Subí
por el carbón con la cosa. La escondí debajo de la almohada y me acosté encima.
Puse la cadena en la pared otra vez.

Hoy es otro día. Papá puso la cadena apretada. Me duele porque me golpeó.
Esta vez le saqué el palo de la mano y después hice ruido. Papá se fue y tenía la
cara blanca. Salió corriendo de mi lugar y cerró la puerta con llave. No estoy tan
contento. Todo el día hace frío aquí. La cadena tarda mucho en salir de la pared.
Y estoy muy enojado con mamá y papá. Les mostraré. Haré lo mismo que otro
día. Primero gritaré y me reiré fuerte. Correré por las paredes. Después me
colgaré cabeza para abajo de todas mis piernas y me reiré y echaré verde por
todas partes hasta que ellos estén tristes porque no fueron buenos conmigo.

Y si quieren golpearme otra vez los lastimaré. Sí los lastimaré.

La vida real, cuento de Donald Ray Pollock


Mi padre me enseñó a hacer daño a la gente una noche de agosto en el
autocine Torch cuando yo tenía siete años. Era lo único que se le dio bien alguna
vez. Fue hace muchos años, cuando la experiencia de ver películas al aire libre
todavía era de lo más popular en el sur de Ohio. Ponían Godzilla, junto con una
película cutre de platillos voladores que demostraba que los moldes de tartas
podían conquistar el mundo.
Aquella noche hacía un calor que se caían los pájaros, y para cuando
empezó la película en la enorme pantalla de madera contrachapada, el viejo ya
estaba de un humor de perros. No paraba de despotricar contra el calor y de
secarse el sudor de la frente con una bolsa de papel marrón. Hacía dos meses
que no llovía en el condado de Ross. Todas las mañanas mi madre sintonizaba la
KB98 en la radio de la cocina y escuchaba cómo la señorita Sally Flowers le
pedía a Dios que hubiera tormenta. Luego salía y se quedaba mirando aquel
cielo blanco y vacío que pendía como una sábana sobre la hondonada. A veces
todavía la recuerdo allí de pie, en medio de aquella hierba reseca y marrón,
estirando el cuello con la esperanza de ver aunque fuera una triste nube oscura.
—Eh, Vernon, mira esto —dijo mi madre aquella noche.
Desde que habíamos aparcado, había estado intentando demostrarle al
viejo que era capaz de meterse un perrito caliente en la boca sin estropearse el
reluciente pintalabios. Hay que tener en cuenta que mi madre llevaba todo el
verano sin salir de Knockemstiff. El mero hecho de ver un par de luces rojas ya
la tenía toda alborotada. Pero cada vez que se atragantaba con la salchicha, a mi
viejo se le retorcían un poco más aquellos músculos como sogas que tenía en el
pescuezo, y daba la impresión de que la cabeza le iba a salir disparada en
cualquier momento. Mi hermana mayor, Jeannette, había sido lista y se había
pasado todo el día fingiéndose enferma, y así era como los había convencido
para que la dejaran quedarse en casa de una vecina. De manera que allí estaba
yo, atrapado a solas en el asiento trasero, mordiéndome la piel de los dedos y
confiando en que mamá no cabreara demasiado al viejo antes de que Godzilla
destrozara Tokio a pisotones.
Pero la verdad es que ya era demasiado tarde. Mamá se había olvidado de
llevar la taza especial del viejo, de modo que por lo que a él respectaba todo era
una puta mierda. Ni siquiera Popeye le arrancó una risita, así que mucho menos
se iba a emocionar porque su mujer hiciera trucos con una salchicha Oscar
Mayer arrugada. Además, mi viejo odiaba las películas.
«Son un montón de mentiras de mierda —decía siempre que alguien
mencionaba que había visto la última película de John Wayne o de Robert
Mitchum—. ¿Qué fregados tiene de malo la vida real?» Para empezar, si había
aceptado ir al autocine era sólo por el escándalo que le había montado mi madre
la noche antes, cuando apareció en casa con un coche nuevo, un Impala de 1965.
Era el tercer coche que se compraba en lo que iba de año. Nos
alimentábamos a base de sopa de alubias y pan frito, pero íbamos en coche por
Knockemstiff como ricos. Aquella misma mañana había oído a mi madre tomar
el teléfono y ponerse a rajar con su hermana, la que vivía en el pueblo.
—Está loco, el cabrón, Margie —le dijo—. El mes pasado no pudimos ni
pagar la factura de la luz.
Yo estaba sentado delante de la tele muerta, mirando cómo le goteaba
sangre aguada por sus pálidas pantorrillas. Se las había intentado afeitar con la
navaja del viejo, pero tenía las piernas como barras de mantequilla. Una mosca
negra no paraba de zumbar alrededor de sus tobillos huesudos y de esquivar sus
palmadas cabreadas.
—Lo digo en serio, Margie —dijo por el auricular negro—, si no fuera por
los críos me largaría de este hoyo de mala muerte sin pensarlo.
Nada más empezar Godzilla, mi viejo sacó el cenicero del salpicadero y lo
llenó de whisky de su botella.
—Por el amor de Dios, Vernon —dijo mi madre. Se había quedado con el
perrito caliente en alto, a punto de metérselo otra vez en la boca.
—Eh, ya te he dicho que no pienso beber de la botella. Empiezas con esa
mierda y acabas como un pinche borracho de la calle.
Dio un trago del cenicero, tuvo una arcada y escupió una colilla
empapada por la ventanilla. Después de dar un par de sorbos más del cenicero,
el viejo abrió la puerta de golpe y sacó sus flacas piernas. Se le escapó un chorro
de vómito que le empapó de Old Grand-Dad los bajos de los pantalones azules
de trabajo. La camioneta que teníamos al lado arrancó y se colocó en otro sitio
de la hilera de coches. El viejo se pasó un par de minutos con la cabeza colgando
entre las piernas, pero al fin se incorporó y se limpió la barbilla con el dorso de
la mano.
—Bobby —me dijo—, como tu pobre padre se coma uno más de esos
buñuelos de patata grasientos de tu madre, lo van a tener que enterrar.
Con lo que comía mi viejo no sobreviviría ni una rata, pero cada vez que
vomitaba el whisky le echaba la culpa a la comida que le hacía mamá. Ésta se
rindió, envolvió el perrito caliente en una servilleta y me lo devolvió.
—Vernon, acuérdate de que nos tienes que llevar en coche a casa —lo
avisó.
—Carajo —dijo él, encendiendo un cigarrillo—, pero si este coche se
conduce solo.
Luego vació el cenicero y se acabó lo que le quedaba de bebida. Estuvo
unos minutos mirando la pantalla y se fue hundiendo lentamente en la tapicería
acolchada como si fuera un sol poniente. Mi madre estiró el brazo y bajó un
poco el volumen del altavoz que colgaba de la ventanilla. Nuestra única
esperanza era que el viejo se quedara dormido antes de que la noche entera se
fuera al garete. Pero en cuanto Raymond Burr aterrizó en el aeropuerto de
Tokio, se incorporó de golpe en su asiento y se volvió para fulminarme con su
mirada inyectada en sangre.
—Me cago en la puta, mocoso. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no te
muerdas las uñas? Haces más ruido que un puto ratón royendo un saco de maíz.
—Déjalo en paz, Vernon —intervino mi madre—. Además, no se las
muerde.
—Joder, ¿y qué diferencia hay? —dijo, rascándose la barba del cuello—.
Vete a saber dónde ha metido esas zarpas de pajillero.
Yo me saqué los dedos de la boca y me senté encima de las manos. Era la
única forma que tenía de mantenerlas apartadas cuando estaba con mi padre. El
viejo llevaba todo el verano amenazándome con rebozarme de mierda de pollo
hasta los codos para quitarme el hábito. Ahora se echó más whisky en el
cenicero y se lo tragó con un escalofrío. Justo cuando estaba desplazándome
sigilosamente por el asiento para sentarme detrás de mi madre, la luz del techo
se encendió.
—Venga, Bobby —dijo—. Tenemos que echar una meada.
—Pero si acaba de empezar la película, Vernon —protestó mamá—. Lleva
todo el verano esperando para verla.
—Eh, ya sabes cómo es —dijo el viejo lo bastante alto como para que lo
oyera la gente de la hilera de al lado—. Cuando vea ese rollo del Godzilla, no
quiero que se mee en los asientos nuevos.
Se deslizó fuera del coche, se apoyó en el poste metálico de los altavoces y
se remetió la camiseta en los anchos pantalones. Yo salí a regañadientes y seguí
a mi viejo mientras él cruzaba el solar de grava haciendo eses. Unas
adolescentes con mini shorts pasaron pavoneándose a nuestro lado, con las
piernas iluminadas por la luz resplandeciente de la pantalla. Cuando se detuvo a
mirarlas, choqué contra sus piernas y me caí a sus pies.
—Me cago en la puta, mocoso —me dijo, levantándome de un tirón del
brazo como si yo fuera una muñeca de trapo—.
A ver si miras por dónde vas. Cada día te pareces más a tu puñetera
madre.
El edificio de bloques de hormigón que había en medio del solar del
autocine estaba abarrotado de gente. El proyector, que traqueteaba con
estruendo, estaba en la parte de delante, el tenderete de refrescos en el medio y
los retretes en la parte de atrás. El olor a meados y a palomitas flotaba en el aire
caluroso y estancado como si fuera insecticida. En los lavabos había una hilera
de hombres y muchachos con las pollas colgando a lo largo de una artesa de
metal verde. Todos estaban mirando al frente, con la vista clavada en una pared
pintada de color barro.
Otros esperaban en fila tras ellos sobre el suelo mojado y pegajoso,
meciéndose sobre las puntas de sus zapatos y esperando su turno con
impaciencia. Un gordo con peto y un sombrero de paja raído salió de un
cubículo de madera dando tumbos y masticando una chocolatina Zero, y el viejo
aprovechó para empujarme adentro y cerrar de un portazo detrás de mí.
Yo tiré de la cadena y me quedé un rato allí conteniendo la respiración,
fingiendo que meaba. Del exterior me llegaban fragmentos de diálogo de la
película, y yo trataba de imaginarme las partes que me estaba perdiendo cuando
el viejo empezó a aporrear la puerta endeble.
—Joder, mocoso, ¿por qué tardas tanto? —gritó—. ¿Te la estás cascando o
qué? —Volvió a aporrear la puerta y oí que alguien se reía. Luego dijo—: Te lo
juro, estos putos mocosos te vuelven loco.
Me subí el cierre y salí del cubículo. El viejo le estaba dando un cigarro a
un tipo gordo con el pelo negro y grasiento repeinado con serrín. Una mancha
color púrpura con forma de porción de tarta le cubría los faldones de su sucia
camisa.
—Te lo juro por Dios, Cappy —le estaba diciendo mi padre al hombre—,
este mocoso le tiene miedo a su puñetera sombra. Un puto gusano tiene más
pelotas que él.
—No, si yo te entiendo —dijo Cappy. Le arrancó el filtro al cigarrillo de un
mordisco y lo escupió en el suelo de cemento—. Mi hermana tiene uno igual. El
pobre desgraciado no es capaz ni de poner la mosca en el anzuelo.
—Bobby tendría que haber salido niña —soltó el viejo—. Joder, cuando yo
tenía su edad, ya estaba cortando leña para la cocina.
Cappy se sacó una cerilla larga de madera del bolsillo de la camisa,
encendió el cigarrillo y dijo con un encogimiento de hombros:
—Bueno, aquéllos eran otros tiempos, Vern. —Luego se metió la cerilla
por la oreja y se hurgó la cabeza entera.
—Lo sé, lo sé —continuó el viejo—, pero aun así, uno se pregunta a dónde
fregados va este país.
De pronto un hombre con gafas de montura negra se salió de su sitio en
la fila de los urinarios y le dio unos golpecitos en el hombro a mi padre. Era el
cabrón más grande que había visto en mi vida; tenía un cabezón enorme que
prácticamente tocaba el techo y unos brazos del tamaño de postes. Detrás de él
había un muchacho de mi altura, vestido con un bañador de colores vivos y una
camiseta con una foto descolorida de Davy Crockett en la pechera. Llevaba el
pelo al rape recién engominado y la barbilla manchada de gaseosa de naranja.
Cada vez que respiraba, emergía de su boca un globo de chicle Bazooka que
parecía una flor redonda de color rosa. Tenía pinta de ser feliz y yo lo odié al
instante.
—Cuidado con las palabrotas —advirtió el hombre. Su vozarrón retumbó
por la sala y todo el mundo se volvió para mirarnos.
Mi viejo se giró de golpe y se dio con la nariz en el pecho del hombretón.
Salió rebotado hacia atrás y levantó la vista hacia el gigante que se erguía por
encima de él.
—Joder —dijo.
La cara sudorosa del hombre se empezó a poner roja.
— ¿Es que no me has entendido? —le dijo a mi padre—. Te he pedido que
no sueltes palabrotas. No quiero que mi hijo oiga ese vocabulario. —Y luego dijo
muy despacio, como si estuviera hablando con un retrasado—: No... te lo voy... a
pedir... otra vez.
—No me lo has pedido ni una puta vez —le soltó mi padre.
Mi viejo tenía el cuerpo duro como una roca, pero en aquella época
estaba hecho un fideo, y nunca sabía callarse a tiempo.
Se quedó mirando a la multitud que se empezaba a congregar, después se
volvió hacia Cappy y le guiñó un ojo.
—Ah, ¿te parece gracioso? —dijo el hombre. Cerró las manos para formar
unos puños del tamaño de pelotas de softball y dio un paso hacia mi padre.
Alguien al fondo de la sala dijo:
—Dale una paliza.
Mi padre retrocedió dos pasos, dejó caer el cigarrillo y levantó las palmas
de las manos.
—Quieto parado, colega. Carajo, no iba con mala intención. Luego bajó la
vista y se quedó mirando los zapatos negros del grandulón durante unos
segundos. Yo vi que se estaba mordiendo el interior de las mejillas. No paraba
de abrir y cerrar las manos como si fueran las pinzas de una cigala—. Eh —dijo
por fin—, esta noche no queremos problemas por aquí.
El grandulón echó un vistazo a la gente. Estaban todos esperando a ver
qué hacía a continuación. Se le empezaron a resbalar las gafas por la ancha nariz
y se las volvió a subir. Respiró hondo, tragó saliva aparatosamente y le clavó un
dedazo a mi padre en el pecho huesudo.
—Escucha, lo digo en serio —dijo, escupiendo gotitas de saliva—. Aquí
vienen muchas familias. No me importa que seas un maldito borracho. ¿Me
entiendes? Yo miré furtivamente al hijo del tipo y él me sacó la lengua.
—Sí, lo entiendo —oí que mi padre decía en voz baja.
Una sonrisa petulante se dibujó en la cara de aquel cabronazo de gigante.
Hinchó el pecho como si fuera un pavo real y se le tensaron los botones de la
camisa blanca y limpia. Echó una mirada a la panda de hombres que confiaban
en ver una pelea, soltó un profundo suspiro y encogió sus anchos hombros.
—Me temo que esto es todo, muchachos —dijo sin dirigirse a nadie en
particular.
A continuación, con la mano apoyada suavemente sobre la cabeza de su
hijo, empezó a darse la vuelta.
Yo miré nerviosamente cómo la multitud, decepcionada, negaba con la
cabeza y comenzaba a alejarse. Recuerdo haber deseado poder largarme a
hurtadillas con ellos. Supuse que mi viejo me iba a culpar a mí de lo mal que
había ido aquello.
Pero en el mismo momento en que el rugido de Godzilla, chirriante como
el gozne de una puerta, arrancaba ecos de los lavabos, mi padre se abalanzó
hacia el grandulón y le arreó un puñetazo en toda la sien. La gente nunca me
cree, pero una vez vi a mi viejo tumbar a un caballo con aquella misma mano.
Un crujido espantoso reverberó por la sala de cemento.
El hombre se tambaleó y de pronto a su cuerpo se le escapó todo el aire,
como si se estuviera tirando un pedo. Agitó las manos frenéticamente en el aire,
igual que si intentara agarrar una cuerda de salvamento, y por fin se desplomó
en el suelo con un ruido sordo.
La sala se quedó un momento en silencio, pero en cuanto el hijo del tipo
se puso a chillar, mi padre estalló. Rodeó al hombre, atizándole patadas en las
costillas con sus botas de trabajo, y le pisoteó la mano izquierda hasta que la
alianza de oro le cortó la carne y se le vio el hueso del dedo. Se puso de rodillas,
le quitó las gafas, se las partió por la mitad y le pegó en la cara con tanta fuerza
que un diente le atravesó la mejilla carnosa.
Por fin Cappy y otros tres hombres agarraron a mi padre por detrás y se
lo llevaron a rastras. Tenía los puños cubiertos de sangre reluciente. De la
barbilla le colgaba un fino hilo de espuma blanca. Oí que alguien gritaba que
llamaran a la policía.
Sin soltar a mi padre, Cappy dijo:
—Joder, Vern, ese hombre está malherido.
Justo cuando yo estaba levantando la vista del cuerpo tirado en el suelo
para mirar a los ojos desquiciados de mi padre, el hijo del tipo se volvió y me
arreó en toda la oreja. Yo me cubrí la cabeza con los brazos y me agaché
mientras el chico se ponía a darme de golpes.
—¡Maldito seas! —oí que mi padre gritaba con voz ronca—. ¡Como no des
la cara, te doy una tunda!
Los perritos calientes que me había comido me subieron por la garganta y
me los volví a tragar. Yo no quería pelear, pero el chico no era nada comparado
con mi viejo. Justo cuando me levanté para mirarlo me pegó un puñetazo en la
boca. Me eché hacia atrás y di un manotazo a ciegas. De alguna manera conseguí
acertarle en la cara. Oí que mi padre volvía a gritar y seguí dando porrazos. Al
cabo de tres o cuatro puñetazos el mocoso bajó las manos y se echó a lloriquear,
atragantándose con el chicle. Dirigí una mirada a mi viejo y él me gritó:
—¡Rómpele la cara!
Yo volví a pegar al chico, y de la nariz le salió un chorro de sangre de
color rojo brillante.
Zafándose de los hombres que lo sujetaban, mi padre me cogió del brazo
y me sacó por la puerta. Cruzó corriendo el estacionamiento, llevándome a
rastras y buscando el coche en la oscuridad. De pronto se detuvo y se arrodilló
ante mí. Estaba intentando respirar.
—Lo has hecho bien, Bobby —dijo, secándose el sudor de los ojos. Me
agarró de los hombros y me los estrujó—. Lo has hecho muy bien.
Cuando encontramos el coche, mi padre me empujó al asiento trasero y
levantó el altavoz de la ventanilla. Lo dejó caer al suelo con un estruendo, se
abalanzó hacia el interior y puso la llave en el contacto. Mi madre se despertó de
golpe.
—¿Ya se ha acabado? —preguntó con voz soñolienta.
Por el sistema de megafonía se oyó una voz crepitante suplicando que, si
había algún médico o enfermera, se presentara de inmediato en el tenderete de
refrescos.
—Dios, ¿qué ha pasado? —dijo mamá, irguiéndose en el asiento y
frotándose la cara.
—Un gordo hijo de puta ha intentado decirnos cómo tenemos que hablar,
eso es lo que ha pasado —respondió el viejo—. Pero les hemos dado una buena,
¿eh, Bobby? Arrancó el motor. Los dos levantamos la vista hacia la pantalla
justo cuando Godzilla estaba mordiendo una torre de alta tensión—. Puta
madre, mocoso, ese bicho tiene unos dientes así de largos —se rió mi viejo,
extendiendo los dos brazos. Luego se inclinó y le dijo a mi madre en voz baja—:
Esta vez van a avisar a las autoridades. Estiró el brazo y puso el Chevy en
marcha.
Pisando a fondo el acelerador, el viejo bajó el coche del montículo donde
habíamos aparcado y salió coleando por entre los demás vehículos. La grava
suelta los salpicó. Un viejo y una mujer se chocaron mientras intentaban
apartarse de nuestro camino. Empezaron a sonar bocinas y a encenderse faros.
Nos largamos a toda prisa por la salida y llegamos patinando a la
carretera, donde pusimos rumbo al oeste en dirección a casa. Una ambulancia
pasó a toda velocidad a nuestro lado, con la sirena aullando. Yo miré atrás, hacia
el cine, en el preciso momento en que la pantalla parpadeaba y se apagaba.
—Agnes, tendrías que haberlo visto —dijo mi viejo, aporreando el volante
con la mano ensangrentada—. Le ha arreado una buena tunda a ese mocoso. —
Agarró la botella de debajo del asiento, la destapó y dio un trago largo—. ¡Ésta es
la mejor noche de mi puta vida! —gritó por la ventanilla.
—¿Has metido a Bobby en una pelea?
—Pues claro, faltaría más, joder —replicó mi viejo.
Mi madre se inclinó por encima del asiento delantero, me palpó la cabeza
con las manos y echó un vistazo a mi cara en la oscuridad.
—Bobby, ¿estás herido? —me preguntó.
—Tengo sangre.
—Dios mío, Vernon —dijo ella—. ¿Qué has hecho esta vez, cabrón de
mierda?
Alcé la mirada justo cuando él le arreaba un golpe con el antebrazo. La
cabeza de mi madre rebotó contra la ventanilla.
—¡Hijo de puta! —gritó ella, cubriéndose la cabeza con las manos.
—No lo trates como a un bebé. Y tampoco me llames «cabrón».
Yo pegué un salto y me senté detrás de mi padre mientras volvíamos a
casa a toda velocidad. Cada vez que se cruzaba con un coche, daba otro trago de
la botella. El viento entraba a ráfagas por su ventanilla abierta y me secaba el
sudor. El Impala daba la impresión de estar flotando por encima de la carretera.
«Lo has hecho bien», me repetía a mí mismo una y otra vez. Fue la única
maldita cosa que me dijo el viejo en toda mi vida que no traté de olvidar. Más
tarde me despertó el ruido de una tormenta que se avecinaba. Yo estaba
tumbado en la cama, todavía vestido.
A través de la ventana vi relámpagos por encima de las Mitchell Flats. Un
inmenso retumbar de truenos avanzaba por la hondonada, seguido de cerca por
un aullido agudo y espantoso; pensé en Godzilla y en la película que me había
perdido.
Solamente cuando los truenos se alejaron me di cuenta de que aquel
aullido era el ruido que hacía mi viejo al vomitar en el cuarto de baño.
Se abrió la puerta de mi dormitorio y mi madre entró con una vela
encendida en las manos.
—¿Bobby? —dijo.
Yo fingí que estaba dormido. Ella se inclinó sobre mí y me acarició la
mejilla dolorida con su suave mano. Luego levantó el brazo y me cerró la
ventana. A la luz de la vela, le eché un vistazo furtivo al moretón que se le
extendía por la cara como una mancha de mermelada de uva.
Salió de puntillas de la habitación, dejando la puerta entreabierta, y se
alejó por el pasillo.
—Ten —oí que le decía a mi padre—, ¿verdad que alivia?
—Creo que me lo he roto —dijo éste—. El cabrón ese tenía la cabeza dura
como una piedra.
—No deberías beber, Vernon.
—¿Está dormido?
—Está agotado.
—Me apuesto un sueldo a que le ha roto la nariz a ese mocoso, por cómo
sangraba —dijo mi padre.
—Tendríamos que irnos a la cama.
—No me lo podía creer, Agnes. Ese pinchi mocoso era el doble de grande
que Bobby, lo juro por Dios.
—No es más que un niño, Vernon.
Pasaron despacio por delante de mi puerta, apoyados el uno en el otro, y
entraron en su dormitorio. Oí que mi madre decía «Ni hablar», pero al cabo de
unos minutos la cama comenzó a chirriar como una sierra oxidada. Fuera, la
tormenta por fin se desató y unos goterones enormes empezaron a aporrear el
tejado de hojalata de la casa. Oí que mi madre gemía y que mi padre llamaba a
Dios. Un relámpago trazó un arco en el cielo negro y unas sombras largas se
pusieron a danzar por las paredes de yeso desnudo de mi habitación. Me tapé la
cabeza con la fina sábana y me metí los dedos en la boca.
Un sabor dulce y salado me hizo escocer el labio partido y se esparció por
mi lengua. Era la sangre del otro chico, que yo todavía tenía en las manos.
Mientras la cama de mis padres aporreaba con fuerza el suelo de la
habitación contigua, yo me lamí la sangre de los nudillos. Los grumos secos se
me disolvieron en la boca y convirtieron mi saliva en sirope. Aun después de
tragarme toda aquella sangre, me seguí lamiendo las manos. Quería más. Ya
siempre querría más.

El falso autostop de Milán Kundera

La manecilla del nivel de la gasolina cayó de pronto a cero y el joven conductor del coupé afirmó que era
molesto lo que tragaba aquel coche.

—A ver si nos vamos a quedar otra vez sin gasolina —dijo la chica (que tenía unos veintidós años) y le
recordó al conductor unos cuantos sitios del mapa del país en los que ya les había sucedido lo mismo.

El joven respondió que él no tenía motivo alguno para preocuparse porque todo lo que le sucedía estando
con ella adquiría el encanto de la aventura. La chica protestó; siempre que se les había acabado la gaso-
lina en medio de la carretera, la aventura había sido sólo para ella, porque el joven se había escondido y
ella había tenido que utilizar sus encantos: hacer autoestop a algún coche, pedir que la llevasen hasta la
gasolinera más próxima, volver a parar otro coche y regresar con el bidón. El joven le preguntó si los
conductores que la habían llevado habían sido tan desagradables como para que ella hablase de su
misión como de una humillación. Ella respondió (con pueril coquetería) que a veces habían sido muy
agradables, pero que no había podido sacar provecho alguno porque iba cargada con el bidón y había
tenido además que despedirse de ellos antes de que le diera tiempo de nada.

—Miserable —le dijo el joven.

La chica afirmó que la miserable no era ella, sino precisamente él; ¡quién sabe cuántas chicas le hacen
autoestop en la carretera cuando conduce solo! El joven cogió a la chica del hombro y le dio un suave
beso en la frente. Sabía que ella lo quería y que tenía celos de él. Claro que ser celoso no es una
cualidad muy agradable, pero, si no se emplea en exceso (si va unida a la humildad), presenta, además
de su natural incomodidad, cierto aspecto enternecedor. Al menos eso era lo que el joven creía. Como no
tenía más que veintiocho años, le parecía que era muy mayor y que había aprendido ya todo lo que un
hombre puede saber de las mujeres. Lo que más apreciaba de la chica que estaba sentada a su lado era
precisamente aquello que hasta entonces había encontrado con menor frecuencia en las mujeres: su
pureza.
La manecilla ya estaba a cero cuando el joven vio a la derecha un cartel que indicaba (con un dibujo en
negro de un surtidor) que la gasolinera estaba a quinientos metros. La chica apenas tuvo tiempo de afir-
mar que se había quitado un peso de encima, cuando el joven ya estaba poniendo el intermitente de la iz-
quierda y entrando en la explanada en la que estaban los surtidores. Pero tuvo que detenerse a un lado
porque, junto al surtidor, había un voluminoso camión con un gran depósito de metal que mediante una
gruesa manguera llenaba de gasolina el depósito del surtidor.

—Vamos a tener que esperar un buen rato —le dijo el joven a la chica y salió del coche—. ¿Va a tar dar
mucho? —le preguntó a un hombre vestido con un mono azul.
—Un minuto —respondió el hombre.

Y el joven dijo:

—Ya veremos lo que dura un minuto.

Iba a volver al coche a sentarse pero vio que la chica salía por la otra puerta.

—Voy a aprovechar para ir a hacer una cosa —Dijo ella.


—¿Qué vas a hacer? —preguntó el joven intencionadamente, porque quería ver la cara que iba a poner.

Hacía ya un año que la conocía y la chica aún era capaz de avergonzarse delante de él, y a él le encanta-
ban esos instantes en los que ella sentía vergüenza; en primer lugar porque la diferenciaban de las
mujeres con las que él se había relacionado antes de conocerla, en segundo lugar porque sabía que en
este mundo todo es pasajero, y eso hacía que hasta la vergüenza de su chica fuera algo preciado para él.

A la chica realmente le desagradaban las ocasiones en las que tenía que pedirle (el joven conducía con
frecuencia muchas horas sin parar) que se detuviese un momento junto a un bosquecillo. Siempre le daba
rabia cuando él le preguntaba con fingido asombro por el motivo de la parada. Ella sabía que la vergüen-
za que sentía era ridícula y pasada de moda. En el trabajo había podido comprobar muchas veces que la
gente se reía de su susceptibilidad y que la provocaban a propósito. Sentía siempre vergüenza anticipada
sólo de pensar que iba a darle vergüenza. Con frecuencia deseaba poder sentirse libre dentro de su
cuerpo, despreocupada y sin angustias, como lo hacía la mayoría de las mujeres a su alrededor. Hasta
había llegado a inventarse un sistema especial de convencimiento pedagógico: se decía que cada
persona recibía al nacer uno de los millones de cuerpos que estaban preparados, como si le adjudicasen
una de los millones de habitaciones de un inmenso hotel; que aquel cuerpo era, por tanto, casual e
impersonal; que era una cosa prestada y hecha en serie. Lo repetía una y otra vez, en distintas versiones,
pero nunca era capaz de sentir de ese modo. Aquel dualismo del cuerpo y el alma le era ajeno. Ella
misma era excesivamente su propio cuerpo, y por eso siempre lo sentía con angustia.

Con esa misma angustia se había aproximado también al joven a quien había conocido hacía un año y
con el que era feliz quizá precisamente porque nunca separaba su cuerpo de su alma y con él podía vivir
por entero. En aquella indivisión residía su felicidad, sólo que tras la felicidad siempre se agazapaba la
sospecha, y la chica estaba llena de sospechas. Con frecuencia pensaba que las otras mujeres (las que
no se angustiaban) eran más seductoras y atractivas, y que el joven, que no ocultaba que conocía bien a
aquel tipo de mujeres, se le iría alguna vez con alguna de ellas. (Es cierto que el joven afirmaba que ya
estaba harto de ese tipo de mujeres para el resto de su vida, pero la chica sabía que él era mucho más
joven de lo que pensaba). Ella quería que fuese suyo por completo y ser ella por completo de él, pero con
frecuencia le parecía que cuanto más trataba de dárselo todo, más le negaba algo: lo que da
precisamente el amor carente de profundidad y superficial, lo que da el flirt. Sufría por no saber ser,
además de seria, ligera.

Pero esta vez no sufría ni pensaba en nada de eso. Se sentía a gusto. Era su primer día de vacaciones
(catorce días de vacaciones en los que durante todo el año había centrado su deseo), el cielo estaba azul
(todo el año había estado preguntándose horrorizada si el cielo estaría verdaderamente azul) y él estaba
con ella. A su «¿qué vas a hacer?» respondió ruborizándose y se alejó del coche sin decir palabra. Dejó a
su lado la estación de servicio que estaba al borde de la carretera, completamente solitaria, en medio del
campo; a unos cien metros de allí (en la misma dirección en la que iban) empezaba el bosque. Se dirigió
hacia él, se escondió tras un arbusto y disfrutó durante todo ese tiempo de una sensación de satisfacción.
(Es que hasta la alegría que produce la presencia del hombre a quien se ama se siente mejor a solas. Si
la presencia de él fuera continua, sólo estaría presente en su constante transcurrir. Detenerla sólo es
posible en los ratos de soledad).
Después salió del bosque y se dirigió hacia la carretera; desde allí se veía la estación de servicio; el
camión cisterna ya se había ido; el coche se había aproximado a la roja torrecilla del surtidor. La chica se
puso a andar carretera adelante, mirando a ratos si ya venía. Luego lo vio, se detuvo y empezó a hacerle
señas, tal como se las hacen los autoestopistas a los coches desconocidos. El coche frenó y se detuvo
justo al lado de la chica. El joven se agachó hacia la ventanilla, la bajó, sonrió y preguntó:

—¿A dónde va, señorita?


—¿Va hacia Bystrica? —preguntó la chica y sonrió con coquetería.
—Pase, siéntese —el joven abrió la puerta. La chica se sentó y el coche se puso en marcha.

El joven siempre disfrutaba cuando su chica estaba alegre; no ocurría con frecuencia: tenía un trabajo
bastante complicado, en un ambiente desagradable, con muchas horas extras; en casa, su madre estaba
enferma, solía estar cansada; tampoco destacaba por la firmeza de sus nervios ni por su seguridad en sí
misma, era víctima fácil de la angustia y el miedo. Por eso era capaz de recibir cualquier manifestación de
alegría de ella con la ternura y el cuidado de un padre adoptivo. Le sonrió y dijo:

—Hoy estoy de suerte. Hace ya cinco años que conduzco pero nunca he llevado a una autoestopista tan
guapa.

La chica le estaba agradecida al joven por cada una de las zalamerías que le hacía; tenía ganas de
disfrutar un rato de aquella cálida sensación y por eso le dijo:

—Parece que sabe mentir muy bien.


—¿Tengo cara de mentiroso?
—Tiene cara de disfrutar mintiendo a las mujeres—dijo la chica y en su voz había un resto involuntario de
la vieja angustia, porque creía realmente que a su joven le gustaba mentirles a las mujeres.

El joven ya se había sentido molesto algunas veces por los celos de la chica, pero esta vez podía
pasarlos fácilmente por alto, porque la frase no iba dirigida a él, sino a un conductor desconocido. Por eso
le respondió sin más:

—¿Eso le molesta?
—Si saliese con usted, me importaría —dijo la chica y había en ello un sutil mensaje al joven; pero el final
de la frase iba dirigido ya al desconocido conductor—: Pero como a usted no lo conozco, no me molesta.
—Las mujeres siempre encuentran muchos más defectos en su propio hombre que en los demás —ahora
se trataba de un sutil mensaje pedagógico del joven a la chica—, pero ya que no tenemos nada que ver,
podríamos entendernos bien.

La chica no tenía intención de entender el mensaje pedagógico subyacente y por eso se dirigió
exclusivamente al conductor desconocido:

—¿Y qué, si dentro de un momento nos vamos a separar?


—¿Por qué?
—Porque en Bystrica me bajo.
—¿Y qué pasaría si yo me bajase con usted?

Al oír estas palabras la chica miró al joven y comprobó que tenía exactamente el aspecto que ella se
imaginaba en sus más amargas horas de celos; se horrorizó al ver con qué coquetería la halagaba (a ella,
a una autoestopista desconocida) y lo bien que le sentaba. Por eso le contestó en plan provocador:

—¿Y qué iba a hacer usted conmigo?


—Con una mujer tan guapa no necesitaría pensar demasiado qué hacer —dijo el joven, y en ese
momento hablaba ya más para su chica que para la autoestopista.

Pero la chica sintió como si, al hacerle decir aquella frase halagadora, lo hubiera cogido por sorpresa,
como si con un astuto truco lo hubiera obligado a confesar; tuvo un breve e intenso ataque de odio y dijo:

—¿No le parece que exagera?


El joven miró a su chica; aquella cara altiva estaba llena de tensión; sintió lástima por la chica y añoró su
mirada habitual, familiar (de la que solía decir que era infantil y sencilla); se acercó a ella, pasó el brazo
por su hombro y le susurró el nombre con que solía llamarla y con el que ahora pretendía acabar el juego.

Pero la chica le apartó y dijo:

—¡Me parece que va demasiado rápido!

El joven, al ser rechazado, dijo:

—Perdone señorita —y se puso a mirar fijamente la carretera.

Pero el dolor de los celos abandonó a la chica tan rápido como la había atacado. Al fin y al cabo era
sensata y sabía que sólo se trataba de un juego; incluso le pareció un poco ridículo haber rechazado al jo-
ven sólo por la rabia que le producían los celos; no quería que él lo notase. Por suerte las mujeres tienen
una habilidad mágica para modificar ex-post el sentido de sus actos. De modo que utilizó esta habilidad y
decidió que no lo había rechazado porque le hubiera dado rabia, sino para poder continuar con un juego
que, por caprichoso, era tan adecuado para el primer día de vacaciones.

De manera que volvió a ser una autoestopista que acaba de rechazar a un conductor atrevido sólo para
hacer la conquista más lenta y más excitante. Se volvió hacia el joven y le dijo con voz melosa:

—¡No era mi intención ofenderle!


—Perdone, no volveré a tocarla —dijo el joven.

Estaba enfadado con la chica por no haberle hecho caso y haberse negado a volver a ser ella misma
cuando tanto lo deseaba; y como la chica seguía con su máscara, el joven le traspasó su enfado a la
desconocida autoestopista que ella representaba; y así descubrió de pronto el carácter de su papel:
abandonó la galantería con la que había pretendido halagar indirectamente a su chica y empezó a hacer
de hombre duro que al dirigirse a las mujeres pone de relieve más bien los aspectos bastos de la
masculinidad: la voluntad, el sarcasmo, la confianza en sí mismo.

Este papel era contradictorio con las atenciones que habitualmente le dedicaba el joven a la chica. Es
verdad que antes de conocerla se comportaba con las mujeres de un modo más bien brusco que
delicado, pero nunca había llegado a parecer un hombre demoníacamente duro porque no sobresalía ni
por su fuerza de voluntad ni por su falta de miramientos. Pero si nunca lo había parecido, tanto más había
deseado en otros tiempos parecerlo. Se trata seguramente de un deseo bastante ingenuo, pero qué se le
va a hacer: los deseos infantiles salvan todos los obstáculos que les pone el espíritu maduro y con
frecuencia perduran más que él, hasta la última vejez. Y aquel deseo infantil aprovechó rápidamente la
oportunidad de asumir el papel que se le ofrecía.

A la chica le venía muy bien el distanciamiento sarcástico del joven: la liberaba de sí misma. Ella misma
era, ante todo, celos. En el momento en que dejó de ver a su lado al joven galante que trataba de sedu-
cirla y vio su cara inaccesible, sus celos se acallaron. La chica podía olvidarse de sí misma y entregarse a
su papel.

¿Su papel? ¿Cuál? Era un papel de literatura barata. Una autoestopista había parado un coche, no para
que la llevase, sino para seducir al hombre que iba en el coche; era una seductora experimentada que
dominaba estupendamente sus encantos. La chica se compenetró con aquel estúpido personaje de
novela con una facilidad que a ella misma la dejó, acto seguido, sorprendida y encantada.

Y así iban en coche y charlaban; un conductor desconocido y una autoestopista desconocida.

No había nada que el joven hubiera echado tanto en falta en su vida como la despreocupación. La carre-
tera de su vida había sido diseñada con despiadada severidad: su empleo no acababa con las ocho horas
de trabajo diario, invadía también el resto de su tiempo con el aburrimiento obligado de las reuniones y del
estudio en casa; invadía también, a través de la atención que le prestaban sus innumerables compañeros
y compañeras, el escasísimo tiempo de su vida privada, que nunca permanecía en secreto y que por lo
demás se había convertido ya un par de veces en objeto de cotilleos y de debate público. Ni siquiera las
dos semanas de vacaciones le brindaban una sensación de liberación y de aventura; hasta aquí llegaba la
sombra gris de la severa planificación; la escasez de casas de veraneo en nuestro país le había obligado
a reservar con medio año de antelación la habitación en los montes Tatra, para lo cual había necesitado
una recomendación del Comité de su empresa, cuya omnipresente alma no le perdía así la pista ni por un
momento.

Ya se había hecho a la idea de todo aquello pero, de vez en cuando, tenía la horrible sensación de que le
obligaban a ir por una carretera en la que todos le veían y de la que no podía desviarse. Ahora mismo
volvía a tener esa sensación; un extraño cortocircuito hizo que identificase la carretera imaginaria con la
carretera verdadera por la que iba y eso le sugirió de pronto la idea de hacer una locura.

—¿A dónde dijo que quería ir?


—A Banska Bystrica —respondió.
—¿Y qué va a hacer allí?
—He quedado con una persona.
—¿Con quién?
—Con un señor.

El coche se aproximaba a un cruce de caminos importante; el conductor disminuyó la velocidad para


poder leer las señales que indicaban la dirección; luego dobló a la derecha.

—¿Y qué pasaría si no llegase a su cita?


—Sería culpa suya y tendría que ocuparse de mí.
—Seguramente no se ha dado cuenta de que he doblado hacia Nove Zamky.
—¿De verdad? ¡Se ha vuelto loco!
—No tenga miedo, yo me ocuparé de usted —dijo el joven.

De pronto el juego había adquirido un nivel superior. El coche no sólo se alejaba de su objetivo imaginario
en Banska Bystrica, sino también del objetivo real hacia el que había partido por la mañana: los Tatra y la
habitación reservada. De pronto la vida de ficción atacaba a la vida sin ficción. El joven se alejaba de sí
mismo y de la severa ruta de la que hasta ahora nunca se había desviado.

—¡Pero si había dicho que iba a los Pequeños Tatra! —se asombró la chica.
—Señorita, yo voy a donde quiero. Soy un hombre libre y hago lo que quiero y lo que me da la gana.
6

Cuando llegaron a Nove Zamky, empezaba a hacerse de noche.

El joven nunca había estado allí y tardó un rato en orientarse. Detuvo varias veces el coche para pregun-
tar a los viandantes dónde estaba el hotel. Había varias calles en obras, de modo que, aunque el hotel es-
taba muy cerca (según afirmaban todas las personas a las que les había preguntado), el camino daba
tantas vueltas y tenía tantos desvíos que tardaron casi un cuarto de hora en aparcar el coche. El hotel no
tenía un aspecto muy agradable, pero era el único hotel de la ciudad y el joven ya no tenía ganas de
seguir conduciendo. Así que le dijo a la chica:

—Espere —y bajó del coche.

Al bajar del coche volvió naturalmente a ser él mismo. Y le pareció un fastidio encontrarse por la noche en
un sitio completamente distinto del que había planeado; y resultaba aún más fastidioso porque nadie le
había obligado y ni siquiera él mismo lo había pretendido. Se echaba en cara la locura que había
cometido, pero al final acabó por restarle importancia: la habitación de los Tatra podía esperar hasta el día
siguiente y no está mal celebrar el primer día de vacaciones con algo inesperado.

Atravesó el restaurante —lleno de humo, repleto, ruidoso— y preguntó por la recepción. Le indicaron que
siguiese hasta la escalera, donde, tras una puerta de cristal, estaba sentada una rubia de aspecto
anticuado bajo un tablero lleno de llaves: le costó trabajo obtener la llave de la única habitación libre.
La chica, al quedarse sola, también prescindió de su papel. Pero le fastidiaba encontrarse en una ciudad
extraña. Estaba tan entregada al joven que no dudaba de nada de lo que él hacía y dejaba en sus manos,
con toda confianza, las horas de su vida. Pero en cambio volvió a pensar que quizá, tal como ella ahora,
otras mujeres con las que se encontraba en sus viajes de trabajo esperarían al joven en su coche. Pero,
curiosamente, aquella imagen ahora no le produjo dolor; la chica sonrió inmediatamente al pensar lo
hermoso que era que esa mujer extraña fuese ahora ella; aquella mujer extraña, irresponsable e
indecente, una de aquellas de las que había tenido tantos celos; le parecía que les había ganado la mano
a todas; que había descubierto el modo de apoderarse de sus armas; de darle al joven lo que hasta
entonces no había sabido darle: ligereza, inmoralidad e informalidad; sintió una particular sensación de
satisfacción por ser capaz de convertirse ella misma en todas las demás mujeres y de ocupar y devorar
así (ella sola, la única) a su amado.

El joven abrió la puerta del coche y condujo a la chica al restaurante. En medio del ruido, la suciedad y el
humo, descubrió una única mesa libre en un rincón.

—Bueno ¿y ahora cómo se va a ocupar de mí?


—¿Qué aperitivo prefiere?

La chica no era muy aficionada a beber; como mucho bebía vino y le gustaba el vermouth. Pero esta vez,
adrede, dijo:

—Vodka.
—Estupendo —dijo el joven—. Espero que no se me emborrache.
—¿Y si me emborrachara? —dijo la chica.

El joven no le respondió y llamó al camarero y pidió dos vodkas y, para cenar, solomillo. El camarero trajo,
al cabo de un rato, una bandeja con dos vasitos y la puso sobre la mesa.

El joven levantó el vaso y dijo:

—¡A su salud!
—-¿No se le ocurre un brindis más ingenioso?

Había algo en el juego de la chica que empezaba a irritar al joven; ahora, cuando estaban sentados cara
a cara, comprendió que no sólo eran las palabras las que hacían de ella otra persona diferente, sino que
estaba cambiada por entero, sus gestos y su mímica, y que se parecía con una fidelidad que llegaba a ser
desagradable a ese modelo de mujer que él conocía tan bien y que le producía un ligero rechazo.

Y por eso (con el vaso en la mano levantada) modificó su brindis:

—Bien, entonces no brindaré por usted, sino por su especie, en la que se conjuga con tanto acierto lo
mejor del animal y lo peor del hombre.
—¿Cuando habla de esa especie se refiere a todas las mujeres? —preguntó la chica.
—No, me refiero sólo a las que se parecen a usted.
—De todos modos no me parece muy gracioso comparar a una mujer con un animal.
—Bueno —el joven seguía con el vaso levantado—, entonces no brindo por su especie, sino por su alma,
¿le parece bien? Por su alma que se enciende cuando desciende de la cabeza al vientre y que se apaga
cuando vuelve a subir a la cabeza.

La chica levantó su vaso:

—Bien, entonces por mi alma que desciende hasta el vientre.


—Rectifico otra vez —dijo el joven—: mejor por su vientre, al cual desciende su alma.
—Por mi vientre —dijo la chica y fue como si su vientre (ahora que lo habían mencionado) respondiera a
la llamada: sentía cada milímetro de su piel.

El camarero trajo el solomillo y el joven pidió más vodka con sifón (esta vez brindaron por los pechos de la
chica) y la conversación continuó con un extraño tono frívolo. El joven estaba cada vez más irritado por lo
bien que la chica sabía ser esa mujer lasciva; si lo sabe hacer tan bien, es que realmente lo es; está claro
que no ha penetrado ningún alma extraña dentro de ella; está jugando a ser ella misma; quizá sea esa
otra parte de su ser que otras veces permanece encerrada y a la que ahora, con la excusa del juego, le
ha abierto la jaula; es posible que la chica crea que al jugar se está negando a sí misma, pero ¿no sucede
precisamente lo contrario? ¿No es en el juego donde se convierte de verdad en sí misma? ¿No se libera
al jugar? No, la que está sentada frente a él no es una mujer extraña dentro del cuerpo de su chica; es su
propia chica, nadie más que ella. La miraba y sentía hacia ella un desagrado cada vez mayor.

Pero no se trataba únicamente de desagrado. Cuanto más se alejaba la chica de él psíquicamente, más
la deseaba físicamente; la extrañeza del alma particularizaba el cuerpo de la chica; incluso era ella la que
lo convertía de verdad en cuerpo; era como si hasta entonces aquel cuerpo no hubiera existido para el
joven más que en el limbo de la compasión, la ternura, los cuidados, el amor y la emoción; como si hubie-
se estado perdido en aquel limbo (¡sí, como si el cuerpo hubiese estado perdido!). El joven tenía la sensa-
ción de ver hoy por primera vez el cuerpo de la chica.

Cuando terminó de tomar el tercer vodka con soda, la chica se levantó y dijo con coquetería:

—Perdone.

El joven dijo:

—¿Puedo preguntarle a dónde va, señorita?


—A mear, si no le importa —dijo la chica y se alejó por entre las mesas hacia una cortina de terciopelo.

Estaba contenta de haber dejado estupefacto al joven con aquella palabra que —a pesar de su inocencia
— nunca le había oído decir: le parecía que nada reflejaba mejor al tipo de mujer a la que jugaba que la
coquetería con la que había puesto el énfasis en la mencionada palabra; sí, estaba completamente satis-
fecha; aquel juego le entusiasmaba; le hacía sentir lo que nunca había sentido: por ejemplo aquella
sensación de despreocupada irresponsabilidad.

Ella, que siempre había tenido miedo de cada paso que tenía que dar, de pronto se sentía completamente
suelta. Aquella vida ajena dentro de la que se encontraba era una vida sin vergüenza, sin
determininaciones biográficas, sin pasado y sin futuro, sin ataduras; era una vida excepcionalmente libre.
La chica, siendo autoestopista, podía hacerlo todo: todo le estaba permitido; decir cualquier cosa, hacer
cualquier cosa, sentir cualquier cosa.

Atravesaba la sala y se daba cuenta de que la miraban desde todas las mesas; esa también era una
sensación nueva, hasta entonces desconocida: la impúdica satisfacción del propio cuerpo. Hasta ahora
nunca había sido capaz de librarse por completo de aquella niña de catorce años que se avergüenza de
sus pechos y que siente como una desagradable impudicia que le sobresalgan del cuerpo y sean visibles.
Aunque siempre se había sentido orgullosa de ser guapa y bien hecha, aquel orgullo era inmediatamente
corregido por la vergüenza: intuía correctamente que la belleza femenina funciona, ante todo, como
incitación sexual y eso le desagradaba; ansiaba que su cuerpo sólo se dirigiese al hombre que amaba;
cuando los hombres le miraban los pechos en la calle, le parecía que con ello arrasaban una parte de su
más secreta intimidad, que sólo le pertenecía a ella y a su amante. Pero ahora era una autoestopista, una
mujer sin destino; se había visto privada de las tiernas ataduras de su amor y había empezado a tomar
intensa conciencia de su cuerpo; lo sentía con tanta mayor excitación cuanto más extraños eran los ojos
que la observaban.

Cuando pasaba junto a la última mesa, un individuo medio borracho, deseando jactarse de ser un hombre
de mundo, le dijo en francés:

—¿Combien, mademoiselle?

La chica lo entendió. Irguió el cuerpo, sintiendo cada uno de los movimientos de sus caderas; desapareció
tras la cortina.

Todo aquello era un juego raro. La rareza consistía, por ejemplo, en que el joven, aunque había asumido
estupendamente la función de conductor desconocido, no dejaba de ver en la autoestopista desconocida
a su chica. Y eso era precisamente lo más doloroso; veía a su chica seducir a un hombre desconocido y
disfrutaba del amargo privilegio de estar presente; veía de cerca el aspecto que tiene y lo que dice cuando
lo engaña (cuando lo engañaba, cuando lo va a engañar); tenía el paradójico honor de ser él mismo
objeto de su infidelidad.

Lo peor era que la adoraba más de lo que la amaba; siempre le había parecido que su ser sólo era real
dentro de los límites de la fidelidad y la pureza y que más allá de esos límites simplemente no existía; que
más allá de aquellos límites habría dejado de ser ella misma, tal como el agua deja de ser agua más allá
del límite de la ebullición. Ahora, al verla trasponer con natural elegancia aquel horrible límite, se llenaba
de rabia.

La chica volvió del servicio y se quejó:

—Uno de aquellos me dijo: ¿Combien, mademoiselle?


—No se asombre —dijo el joven—, tiene usted aspecto de furcia.
—¿Sabe que no me molesta en absoluto?
—¡Debía haberse ido con ese señor!
—Ya le tengo a usted.
—Puede irse con él después. ¿Por qué no se ponen de acuerdo?
—No me gusta.
—Pero no tiene usted inconveniente en estar una misma noche con varios hombres.
—Si son guapos ¿por qué no?
—¿Los prefiere uno tras otro o al mismo tiempo?
—De las dos maneras.

La conversación era una suma de barbaridades cada vez mayores; la chica estaba un poco espantada,
pero no podía protestar. También el juego encierra falta de libertad para el hombre, también el juego es
una trampa para el jugador; si aquello no fuera un juego, si estuvieran sentadas frente a frente dos perso-
nas extrañas, la autoestopista se hubiera podido ofender hace tiempo y hubiera podido marcharse; pero el
juego no tiene escapatoria; el equipo no puede huir del campo antes de que finalice el juego, las piezas
de ajedrez no pueden escaparse del tablero, los límites del campo de juego no pueden traspasarse. La
chica sabía que tenía que aceptar cualquier juego, precisamente porque era un juego. Sabía que cuanto
más exagerado fuera, más sería un juego y más obediente iba a tener que ser al jugar. Y era inútil invocar
la razón y advertir al alma alocada que debía mantener las distancias con respecto al juego y no
tomárselo en serio. Precisamente porque se trataba sólo de un juego, el alma no tenía miedo, no se
resistía y caía en él como alucinada.

El joven llamó al camarero y pagó la cuenta. Luego se levantó y le dijo a la chica:

—Podemos ir.
—¿A dónde? —fingió asombro la chica.
—No preguntes y camina —dijo el joven.
—¿Con quién se cree que está hablando?
—Con una furcia —dijo el joven.

10

Iban por una escalera mal iluminada: en el descansillo, antes del primer piso, había un grupo de hombres
medio borrachos delante de la puerta del retrete. El joven abrazó a la chica por la espalda, de tal modo
que su mano apretaba el pecho de ella. Los hombres que estaban junto al retrete lo vieron y empezaron a
dar gritos. La chica intentó soltarse pero el joven le gritó:

—¡Aguanta!

Los hombres aprobaron su actitud con zafia solidaridad y le dirigieron a la chica unas cuantas groserías.
El joven llegó con la chica al primer piso y abrió la puerta de la habitación. Encendió la luz.

Era una habitación estrecha con dos camas, una mesilla, una silla y un lavabo. El joven cerró la puerta y
se volvió hacia la chica. Estaba frente a él con un gesto de suficiencia y una mirada descaradamente sen-
sual. El joven la miraba y trataba de descubrir, tras la expresión lasciva, los familiares rasgos de la chica,
a los que amaba con ternura. Era como si mirase dos imágenes metidas en un mismo visor, dos
imágenes puestas una encima de otra y que se trasparentasen la una a través de la otra. Aquellas dos
imágenes que se trasparentaban le decían que en la chica había de todo, que su alma era terriblemente
amorfa, que cabía en ella la fidelidad y la infidelidad, la traición y la inocencia, la coquetería y el recato;
aquella mezcla brutal le parecía asquerosa como la variedad de un basurero. Las dos imágenes seguían
trasparentándose la una a través de la otra y el joven pensaba en que la chica sólo se diferenciaba de las
demás superficialmente, pero que en sus extensas profundidades era igual a otras mujeres, llena de
todos los pensamientos, las sensaciones, los vicios posibles, dándoles así la razón a sus dudas y a sus
celos secretos; que lo que parece un perfil que marca sus límites como individuo es sólo una falacia que
engaña al otro, a quien la mira, a él. Le parecía que aquella chica, tal como él la quería, no era más que
un producto de su deseo, de su capacidad de abstracción, de su confianza, y que la chica real estaba
ahora ante él y era desesperadamente extraña, desesperadamente ambigua. La odiaba.

—¿Qué estás esperando? Desnúdate —dijo.

La chica inclinó con coquetería la cabeza y dijo:

—¿Para qué?

El tono con que lo dijo le resultó muy familiar, le pareció que hace ya mucho tiempo se lo había oído a otra
mujer, pero ya no sabía a cuál. Tenía ganas de humillarla. No a la autoestopista, sino a su propia chica. El
juego se había confundido con la vida. Jugar a humillar a la autoestopista no era más que una excusa
para humillar a la chica. El joven olvidó que estaba jugando. Sencillamente odiaba a la mujer que estaba
delante de él. La miró fijamente y sacó de la cartera un billete de cincuenta coronas. Se lo dio a la chica:

—¿Es suficiente?

La chica cogió las cincuenta coronas y dijo:

—No me valora demasiado.

El joven dijo:

—No vales más.

La chica se abrazó al joven:

—¡No debes portarte así conmigo! ¡Conmigo tienes que portarte de otra manera, tienes que poner algo de
tu parte!

Lo abrazaba y trataba de llegar con su boca a la de él. El joven le puso los dedos en la boca y la apartó
suavemente. Dijo:

—Sólo beso a las mujeres cuando las quiero.


—¿Y a mí no me quieres?
—No.
—¿Y a quién quieres?
—¿A ti qué te importa? ¡Desnúdate!

11

Nunca se había desnudado así. La timidez, el sentimiento interior de pánico, el alocamiento, todo lo que
siempre había sentido al desnudarse delante del joven (cuando no la tapaba la oscuridad), todo aquello
había desaparecido. Ahora estaba frente a él confiada, descarada, iluminada y sorprendida al descubrir
de pronto los hasta entonces desconocidos gestos del desnudo lento y excitante. Percibía sus miradas,
iba dejando a un lado, con mimo, cada una de sus prendas y saboreaba los distintos estadios de la
desnudez. Pero de pronto se encontró ante él totalmente desnuda y en ese momento se dijo que el juego
había terminado; que al quitarse la ropa se ha quitado también el disfraz y que ahora está desnuda, lo
cual significa que ahora vuelve a ser ella misma y que el joven ahora tiene que acercarse a ella y hacer un
gesto con el que lo borre todo, tras el cual sólo vendrá ya el más íntimo acto amoroso. Así que se quedó
desnuda delante del joven y en ese momento dejó de jugar; estaba perpleja y en su cara apareció una
sonrisa que era de verdad sólo suya: tímida y confusa.
Pero el joven no se acercó a ella y no borró el juego. No percibió la sonrisa que le era familiar; sólo veía
ante sí el hermoso cuerpo extraño de su propia chica, a la que odiaba. El odio limpió su sensualidad de
cualquier resto de sentimientos. Ella quiso acercarse pero él le dijo:

—Quédate donde estás, quiero verte bien.

Lo único que ahora deseaba era comportarse con ella como con una furcia de alquiler. Sólo que el joven
nunca había tenido una furcia de alquiler y las únicas imágenes de que disponía al respecto provenían de
la literatura y de lo que había oído contar. Se remitió por lo tanto a aquellas imágenes y lo primero que vio
en ellas fue a una mujer en ropa interior negra (con medias negras) bailando sobre la reluciente tapa de
un piano. En la pequeña habitación del hotel no había piano, lo único que había era una mesilla junto a la
pared, pequeña, cubierta con un mantel de lino. Le ordenó a la chica que se subiera a ella. La chi ca hizo
un gesto de súplica pero el joven dijo:

—Ya has cobrado.

Al ver en la mirada del joven su irreductible obsesión, trató de continuar con el juego, aunque ya no podía
ni sabía hacerlo. Con lágrimas en los ojos se subió a la mesa. Apenas medía un metro de lado y una de
las patas era un poquito más corta; la chica, de pie sobre la mesa, tenía sensación de inestabilidad.

Pero el joven estaba satisfecho con la figura desnuda que se elevaba por encima de él y cuya avergonza-
da inseguridad no hacía más que incrementar su autoritarismo. Deseaba ver aquel cuerpo en todas las
posturas y desde todos los ángulos, del mismo modo en que se imaginaba que lo habían visto y lo verían
también otros hombres. Era grosero y lascivo. Le decía palabras que ella nunca le había oído decir. La
chica tenía ganas de rebelarse, de huir del juego; le llamó por su nombre pero él le gritó que no tenía
derecho a tratarlo con tanta confianza. Y así por fin, confusa y llorosa, le obedeció; se inclinaba y se
agachaba según los deseos del joven, saludaba y movía las caderas como si estuviera bailando un twist;
en ese momento, al hacer un movimiento un poco más brusco, el mantel se deslizó bajo sus piernas y
estuvo a punto de caerse. El joven la sostuvo y la arrastró a la cama.

La penetró. Ella se alegró de pensar que al menos ahora se acabaría aquel desgraciado juego y que
volverían a ser ellos mismos, tal como eran, tal como se querían. Trató de unir su boca a la de él. Pero el
joven se lo impidió y le repitió que sólo besaba a una mujer cuando la quería. Se echó a llorar. Pero ni si -
quiera del llanto pudo disfrutar, porque el furioso apasionamiento del joven iba ganándose gradualmente
su cuerpo, que hizo callar a los lamentos de su alma. Pronto hubo en la cama dos cuerpos perfectamente
fundidos, sensuales y ajenos. Aquello era precisamente lo que toda su vida la había espantado y lo que
había tratado cuidadosamente de evitar: acostarse con alguien sin sentimientos y sin amor. Sabía que
había atravesado la frontera prohibida, pero ahora, después de cruzarla, ya se movía sin protestar y con
plena participación; sólo en algún rincón lejano de su conciencia se horrorizaba al comprobar que nunca
había sentido tal placer y tanto placer como precisamente esta vez —más allá de aquella frontera.

12

Luego todo terminó. El joven se levantó de encima de la chica y llevó la mano al largo cable que colgaba
sobre la cama; apagó la luz. No deseaba ver la cara de la chica. Sabía que el juego había terminado, pero
no tenía ganas de volver a la relación habitual con ella; le daba miedo aquel regreso. Estaba ahora
acostado en la oscuridad junto a ella, acostado de modo que sus cuerpos no se tocaran.

Al cabo de un rato oyó un suave gemido; la mano de la chica rozó tímida, infantilmente, la suya: la rozó,
se retiró, volvió a rozarla y luego se oyó una voz suplicante, que gemía, lo llamaba por un apelativo
familiar y decía:

—Yo soy yo, yo soy yo...

El joven callaba, no se movía y advertía la triste falta de contenido de la afirmación de la chica, en la que
lo desconocido era definido por sí mismo, por lo desconocido.

Y la chica pasó en seguida de los gemidos a un ruidoso llanto y volvió a repetir aquella emotiva tautología
incontables veces:

—Yo soy yo, yo soy yo, yo soy yo...


El joven empezó a llamar en su ayuda a la compasión (tuvo que llamarla de lejos, porque por allí cerca no
se encontraba), para acallar a la chica. Todavía tenían por delante trece días de vacaciones.

El grito, cuento de Robert Graves

Cuando llegamos con nuestras bolsas al campo de criquet del manicomio,


el médico jefe, a quien había conocido en la casa donde me hospedaba, se acercó
para estrecharme la mano. Le dije que aquel día yo sólo venía a llevar el tanteo
para el equipo de Lampton (me había roto un dedo la semana anterior, jugando
en la arriesgada posición de guardar el wicket sobre un terreno irregular).
—Ah, entonces tendrá usted a un compañero interesante —me dijo.
—¿El otro tanteador? —le pregunté yo.
—Crossley es el hombre más inteligente del hospital —respondió el
médico—, gran lector, jugador de ajedrez de primera, etcétera. Parece ser que ha
viajado por todo el mundo. Le han mandado aquí por sus manías. La más grave
es que es un asesino y, según él, ha matado a tres hombres y a una mujer en
Sydney, Australia. La otra manía, que es más cómica, es que su alma está rota en
pedazos, y vaya usted a saber qué querrá decir con eso. Edita nuestra revista
mensual, nos dirige las obras teatrales navideñas, y el otro día nos hizo una
demostración de juegos de manos muy original. Le gustará.
Me presentó. Crossley, un hombre corpulento de cuarenta o cincuenta
años, tenía un rostro extraño, pero no desagradable. No obstante, me sentí un
poco incómodo sentado en la cabina donde se llevaba el tanteo, con sus manos
cubiertas de pelos negros tan cerca de las mías. No es que temiera algún acto de
violencia física, pero sí tenía la sensación de estar en presencia de un hombre de
fuerza poco corriente, e incluso tal vez, no sé por qué se me ocurriría, poseedor
de poderes ocultos. Hacía calor en la cabina a pesar de la amplia ventana.
—Tiempo de tormenta —dijo Crossley, que hablaba con lo que la gente de
campo llama «acento universitario», aunque yo no llegué a determinar de qué
colegio universitario procedía—. En tiempo de tormenta, los pacientes nos
comportamos de un modo todavía más anormal que de costumbre. Le pregunté
si jugaba algún paciente.
—Dos de ellos, estos dos primeros bateadores. El alto, B. C. Brown,
jugaba con el equipo del condado de Hants hace tres años, y el otro es un buen
jugador de club. También suele apuntarse Pat Slingsby (ya sabe, el boleador
rápido australiano), pero hoy prescindimos de él. Cuando el tiempo está así,
sería capaz de lanzar la pelota contra la cabeza del bateador. No es que sea un
demente en el sentido corriente; sencillamente, tiene un formidable mal genio.
Los médicos no pueden hacer nada con él. Es para matarle.
Luego, Crossley empezó a hablar del doctor:
—Un tipo de buen corazón y, para ser médico de un hospital psiquiátrico,
bastante preparado técnicamente. Incluso estudia psicología morbosa y lee
bastante; está casi al día, digamos hasta anteayer. Como no lee ni alemán ni
francés, yo le llevo una o dos etapas de ventaja en cuestión de modas
psicológicas; él tiene que esperar que lleguen las traducciones inglesas.
Invento sueños significativos para que me los interprete y, como me he
dado cuenta de que le gusta que incluya en ellos serpientes y tartas de manzana,
así suelo hacerlo. Está convencido de que mi problema mental se debe a la
consabida «fijación antipaternal»... ¡ojalá fuera así de sencillo!
Entonces me preguntó Crossley si podría tantear y escuchar una historia
al mismo tiempo. Le dije que sí. Era un partido lento.
—Mi historia es verdadera —dijo—, cada palabra es cierta. O, al menos,
cuando digo que mi historia es «verdadera» quiero decir que la estoy contando
de una forma nueva. Siempre es la misma historia, pero algunas veces varío el
clímax e incluso cambio los papeles de los personajes. Las variaciones la
mantienen fresca, y por consiguiente verdadera. Si siempre utilizara la misma
fórmula, pronto perdería interés y se volvería falsa. Me interesa mantenerla
viva, palabra por palabra. Conozco personalmente a los personajes que hay en
ella. Son gente de Lampton.
Decidimos que yo llevaría el tanteo de las carreras, incluyendo las
carreras extras, y que él llevaría la cuenta de las boleadas y su análisis, y que a la
caída de cada wicket nos copiaríamos el uno del otro.
Así fue posible que relatara la historia.
Richard se despertó un día diciéndole a Rachel:
—Pero ¡qué sueño tan raro!
—Cuéntame, cariño —le dijo ella—, y date prisa, porque yo quiero
contarte el mío.
—Estaba conversando —le explicó— con una persona (o personas, porque
cambiaba muy a menudo de aspecto) de gran inteligencia, y puedo recordar
claramente la discusión. Sin embargo, ésta es la primera vez que logro recordar
una conversación mantenida en sueños. Normalmente, mis sueños son tan
diferentes del estar despierto que sólo puedo describirlos diciendo: «Es como si
estuviera viviendo y pensando como un árbol, o una campana o un do mayor o
un billete de cinco libras; como si nunca hubiera sido humano.» La vida allí se
me presenta algunas veces rica y otras pobre, pero, repito, en cada ocasión tan
diferente que si yo dijera: «Tuve una conversación» o «Estuve enamorado», o
«Escuché música» o «Estaba enfadado», me encontraría tan lejos de la realidad
de los hechos como si intentara explicar un problema de filosofía tal como se lo
explicó Panurge, el personaje de Rabelais, a Thaumast: simplemente, haciendo
muecas con los ojos y los labios.
—A mí me ocurre algo parecido —repuso ella—.
Creo que cuando estoy dormida me convierto, quizá, en una piedra, con
todos los apetitos y las convicciones naturales de una piedra. Hay un refrán que
dice: «Dura como una piedra», pero puede que haya más sentido en una piedra,
más sensibilidad, más delicadeza, más sentimiento y más sensatez que en
muchos hombres o mujeres. Y no menos sensualidad —añadió, pensativa.
Era un domingo por la mañana, así que podían quedarse en la cama,
abrazados, sin preocuparse por la hora, y como no tenían hijos, el desayuno
podía esperar. Richard le dijo que en su sueño él iba caminando por las dunas
con esa persona o personas, y que ésta le dijo: «Estas dunas no forman parte ni
del mar ante nosotros ni del herbazal detrás nuestro, ni están relacionadas con
las montañas más allá del herbazal. Son ellas mismas. Cuando un hombre
camina por las dunas no tarda en apercibirse de este hecho por el sabor del aire,
y si se abstuviera de comer y beber, de dormir y hablar, de pensar y desear,
podría continuar entre ellas para siempre, sin cambiar. No hay vida ni muerte
en estas dunas. Cualquier cosa podría suceder en las dunas.»
Rachel dijo que eso eran tonterías y preguntó:
—Pero ¿de qué trataba la discusión? ¡Cuenta de una vez!
Él dijo que era sobre el paradero del alma, pero que ahora ella se lo había
sacado de la cabeza por darle prisas. Lo único que recordaba era que el hombre
era primero un japonés, luego un italiano y finalmente un canguro. A cambio,
ella le contó impetuosamente su sueño, comiéndose las palabras.
—Iba andando por las dunas —dijo— y también había conejos allí; ¿cómo
concuerda eso con lo que dijo sobre la vida y la muerte? Os vi al hombre y a ti
que veníais del brazo hacia mí y me alejé corriendo de los dos y me di cuenta de
que el hombre llevaba un pañuelo de seda negro; corrió detrás de mí y se me
cayó la hebilla del zapato y no pude detenerme para recogerla. La dejé en el
suelo y él se agachó y se la metió en el bolsillo.
—¿Cómo sabes que se trataba del mismo hombre? —preguntó Richard.
Ella se rió:
—Porque tenía la cara negra y llevaba puesto un abrigo azul, como aquel
cuadro del capitán Cook. Y porque era en las dunas.
Richard la besó en el cuello.
—No sólo vivimos juntos y hablamos juntos y dormimos juntos —le dijo
—, sino que al parecer ahora incluso soñamos juntos.
Y se rieron los dos.
Luego Richard se levantó y le trajo el desayuno. Sobre las once y media
Rachel dijo:
—Sal a dar un paseo ahora, cariño, y cuando vuelvas tráeme algo en qué
pensar; vuelve a tiempo para la comida, a la una. Era una mañana calurosa de
mayo y salió por el bosque, tomando el camino de la costa, que en menos de un
kilómetro iba a parar a Lampton.
(—¿Usted conoce bien Lampton? —preguntó Crossley. —No —le dije yo—,
sólo estoy aquí de vacaciones, en casa de unos amigos.)
Caminó unos cien metros por la costa, pero luego se desvió y cruzó el
herbazal pensando en Rachel, observando las mariposas azules y mirando las
rosas silvestres y el tomillo, y pensando de nuevo en ella y en lo extraño que
resultaba que pudieran estar tan cerca el uno del otro; luego, arrancó unos
pétalos de flor de aulaga y los olió, meditando sobre el olor y pensando: «Si ella
muriera, ¿qué sería de mí?» Tomó un trozo de pizarra del muro bajo y lo hizo
saltar varias veces rozando la superficie de la charca, y pensando: «Soy un tipo
muy torpe para ser su marido», y fue caminando hacia las dunas, para alejarse
de nuevo, quizá algo temeroso de encontrarse con la persona del sueño, y
finalmente describió un semicírculo hasta llegar a la vieja iglesia pasado
Lampton, al pie de la montaña.
La misa de la mañana había concluido y la gente estaba fuera, cerca de los
monumentos megalíticos que había detrás de la iglesia, caminando en grupos de
dos o tres, como era costumbre, sobre la suave hierba. El hacendado de la
localidad hablaba en voz muy alta sobre el rey Carlos el Mártir:
—Un gran hombre, de verdad, un gran hombre, pero traicionado por
aquellos a quienes más amaba. Y el médico estaba discutiendo sobre música
para órgano con el párroco. Había un grupo de niños jugando a la pelota:
—¡Tírala aquí, Elsie! No, a mí, Elsie, ¡Elsie! ¡Elsie!
Entonces apareció el párroco y se metió la pelota en el bolsillo, diciendo
que era domingo; tenían que haberlo recordado. Cuando se hubo marchado, se
pusieron a hacerle muecas.
Al poco rato se acercó un forastero, pidió permiso para sentarse al lado de
Richard y empezaron a hablar. El forastero había asistido a la misa y deseaba
discutir el sermón. El tema había sido la inmortalidad del alma; era el último
sermón de una serie que había empezado por Pascua. Dijo que no podía estar de
acuerdo con la premisa del predicador, según la cual «el alma reside
continuamente en el cuerpo». ¿Por qué tenía que ser así? ¿Qué función
desempeñaba el alma, día a día, en el trabajo rutinario del cuerpo? El alma no
era ni el cerebro, ni los pulmones, ni el estómago, ni el corazón, ni la mente, ni
la imaginación. Era sin duda algo aparte, ¿no? ¿No era en realidad menos
probable que residiese en el cuerpo que fuera de él? No tenía pruebas ni de una
cosa ni de la otra, pero, según él, nacimiento y muerte eran un misterio tan
extraño que la explicación de la vida podría muy bien estar fuera del cuerpo, que
es la prueba visible de la existencia.
—Ni siquiera podemos saber con precisión cuáles son los momentos del
nacimiento y de la muerte —continuó diciendo—. Fíjese que en el Japón, país
qué he visitado, se calcula que un hombre tiene ya un año cuando nace; y hace
poco en Italia un hombre muerto... Pero venga a pasear por las dunas y déjeme
que le cuente mis conclusiones. Me resulta más fácil hablar cuando estoy
paseando.
A Richard le asustó escuchar todo esto y ver al hombre secarse la frente
con un pañuelo de seda negro. Logró balbucir una respuesta. En aquel
momento, los niños, que se habían acercado arrastrándose por detrás de uno de
los monumentos megalíticos, de pronto y a una señal acordada gritaron en los
oídos de los dos hombres y se quedaron allí riendo. El forastero, al
sobresaltarse, se enfadó y abrió la boca como si estuviera a punto de
maldecirles, mostrando los dientes hasta las encías. Tres de los niños chillaron y
echaron a correr. Pero la niña a la que llamaban Elsie se cayó al suelo del susto y
se quedó allí sollozando. El médico, que estaba cerca, intentó consolarla.
—Tiene cara de demonio —se oyó decir a la niña. El forastero sonrió
amablemente:
—Y un demonio es lo que fui no hace tanto tiempo.
Esto ocurrió en el norte de Australia, donde viví entre aquellos negros
durante veinte años. «Demonio» es la palabra que mejor describe la posición
que ellos me otorgaron en su tribu, y también me dieron un uniforme de la
Armada inglesa, del siglo dieciocho, para ponerme en las ceremonias. Venga a
pasear conmigo por las dunas y déjeme contarle toda la historia.
Me apasiona pasear por las dunas: por eso vengo a este pueblo... Me
llamo Charles.
—Gracias —dijo Richard—, pero debo volver a casa enseguida. La comida
me espera.
—Tonterías —dijo Charles—, la comida puede esperar. O, si usted quiere,
puedo ir a comer con usted. Por cierto, no he comido nada desde el viernes.
Estoy sin dinero.
Richard se sintió incómodo. Temía a Charles y no quería llevárselo a su
casa a comer por lo del sueño, las dunas y el pañuelo, pero, por otra parte, el
hombre era inteligente y apacible, vestía bastante bien y no había comido nada
desde el viernes; si Rachel se enteraba de que había rehusado darle una comida,
volvería a empezar con sus reproches. Cuando Rachel estaba malhumorada, su
queja favorita era que Richard era demasiado prudente con el dinero; pero
cuando hacían las paces admitía que era el hombre más generoso que conocía y
que no se lo había dicho en serio. Y cuando volvía a enfadarse con él, otra vez
salía con que era un avaro. «Diez peniques y medio —le decía, burlándose—,
diez peniques y medio y tres peniques en sellos.» A Richard le ardían las orejas y
le entraban ganas de pegarle. Así que dijo a Charles:
—No faltaría más, venga a comer conmigo; pero aquella niña aún está
sollozando a causa del miedo que le tiene. Tendría que hacer algo.
Charles le hizo señas para que se acercase y se limitó a pronunciar una
dulce palabra —una palabra mágica australiana, según le contó luego a Richard,
que significaba leche—; inmediatamente, Elsie se sintió reconfortada y vino a
sentarse sobre las rodillas de Charles, jugando con los botones de su chaleco
durante un rato, hasta que Charles la hizo marchar.
—Tiene usted extraños poderes —dijo Richard.
—Me gustan mucho los niños —respondió Charles—, pero el grito me
alarmó; me alegro de no haber hecho lo que por un momento tuve la tentación
de hacer.
—¿Qué era? —preguntó Richard.
—Pude haber gritado yo también —replicó Charles.
—Seguro que lo hubiesen preferido —dijo Richard—. Les hubiese
parecido un juego estupendo. Seguramente, es lo que esperaban que hiciera.
—Si yo hubiese gritado —dijo Charles—, mi grito los habría matado en el
acto, o al menos los habría trastornado. Lo más probable es que los hubiese
matado, porque estaban muy cerca.
Richard sonrió tontamente. No sabía si debía reír o no, porque Charles
hablaba con mucha seriedad y compostura. Por lo tanto, optó por decirle:
—¿Ah, sí? ¿Y qué clase de grito es ése? Déjeme oírle gritar.
—No sólo podría hacerles daño a los niños con mi grito—repuso Charles
—. También los hombres pueden volverse locos de remate; incluso el más fuerte
quedaría tendido en el suelo. Es un grito mágico que aprendí del jefe de
demonios en el territorio norteño. Tardé dieciocho años en perfeccionarlo, y sin
embargo sólo lo he utilizado, en total, cinco veces.
Richard tenía la mente tan confusa, a causa del sueño y del pañuelo y de
la palabra que le dijo a Elsie, que no sabía qué decir. Sólo se le ocurrió
murmurar:
—Le doy cincuenta libras si con un grito despeja este lugar.
—Veo que no me cree —dijo Charles—. ¿Es que no ha oído hablar nunca
del grito del terror?
Richard meditó y dijo:
—Bueno, he leído algo sobre el grito heroico que utilizaban los antiguos
guerreros irlandeses y que hacía retroceder a los ejércitos... ¿y no fue Héctor, el
troyano, el que sabía proferir un terrible grito? También sé que en los bosques
de Grecia se oían unos gritos repentinos. Los atribuyeron al dios Pan, y esos
gritos infundían a los hombres un miedo enloquecedor; precisamente, de esta
leyenda proviene la palabra «pánico». Y recuerdo otro grito mencionado en el
Mabinogion, en la historia de Lludd y Llevelys. Era un chillido que se oía cada
víspera del primero de mayo y que atravesaba todos los corazones, asustando de
tal modo a los hombres, que perdían el color y la fuerza, y las mujeres sus hijos,
y los jóvenes y doncellas el juicio, y los animales, los árboles, la tierra y las aguas
quedaban estériles. Pero este grito lo lanzaba un dragón.
—Sería un mago británico del clan de los Dragones—dijo Charles—. Yo
pertenecía a los Canguros. Sí, eso concuerda. El efecto no está descrito con
exactitud, pero se aproxima bastante.
Llegaron a la casa a la una y Rachel estaba en la puerta, con la comida a
punto.
—Rachel —dijo Richard—, te presento al señor Charles, que ha venido a
comer. El señor Charles es un gran viajero.
Rachel se pasó la mano por la frente como para disipar una nube, pero
pudo haber sido el brillo repentino del sol. Charles le cogió la mano y se la besó,
cosa que la sorprendió. Rachel era graciosa, menuda, con ojos de un azul
intenso que contrastaban con su cabello negro, delicada en sus movimientos y
con una voz bastante grave; tenía un sentido del humor algo extraño.
(—Le gustaría Rachel —dijo Crossley—, algunas veces viene a visitarme
aquí.)
Sería difícil definir bien a Charles: era de mediana edad y alto, con el
cabello gris y una cara que no estaba quieta ni por un momento; los ojos
grandes y brillantes, unas veces amarillos, otras marrones y otras grises; su voz
cambiaba de tono y de acento según el tema; tenía las manos morenas, con el
dorso peludo y las uñas bien cuidadas. De Richard basta decir que era músico,
que no era un hombre fuerte pero sí un hombre de suerte. La suerte era su
fuerza.
Después de comer, Charles y Richard lavaron juntos los platos y de
pronto Richard le preguntó a Charles si le dejaría escuchar el grito, pues sabía
que no podría tranquilizarse hasta haberlo oído. Sin duda, era peor pensar en
una cosa tan terrible que oírla, porque ahora ya creía en el grito.
Charles dejó de fregar platos, trapo en mano.
—Como quiera —le dijo—, pero que conste que ya le he avisado de qué
clase de grito se trata. Y si grito, tiene que ser en un lugar solitario donde nadie
más pueda oírlo; y no pienso gritar en el segundo grado, el grado que mata con
certeza, sino en el primero, que únicamente horroriza. Cuando quiera que pare,
tápese los oídos con las manos.
—De acuerdo —asintió Richard.
—Aún no he gritado nunca para satisfacer una frívola curiosidad —
explicó Charles—; siempre lo he hecho cuando mis enemigos han puesto en
peligro mi vida, enemigos blancos o negros, y una vez, cuando me encontré solo
en el desierto. Esa vez me vi forzado a gritar, para obtener comida.
Entonces Richard pensó: «Bueno, como soy un hombre de suerte, mi
suerte me servirá incluso para esto.»
—No tengo miedo —le dijo a Charles.
—Iremos a caminar por las dunas mañana temprano—sugirió Charles—,
cuando aún no haya nadie, y entonces gritaré. Dice usted que no tiene miedo.
Pero Richard tenía mucho miedo, y lo que empeoraba su miedo era que
de algún modo se sentía incapaz de hablarle a Rachel y contárselo, pues él sabía
que, de hacerlo o bien le prohibiría salir, o bien le acompañaría. Si le prohibía ir,
el miedo al grito y un sentimiento de cobardía se cerniría sobre él para siempre,
pero si iba con él y si resultaba que el grito no era nada, ella hallaría un nuevo
motivo de burla en su credulidad y Charles se reiría con ella; y si efectivamente
resultaba ser algo, muy bien podría volverse loca. Así que no dijo nada.
Invitaron a Charles a pasar la noche en su casa y se quedaron charlando
hasta muy tarde.
Cuando ya estaban en la cama, Rachel le dijo a Richard que le gustaba
Charles y que, desde luego, era un hombre que había visto mucho mundo,
aunque era un tonto y un crío. Luego Rachel empezó a decir muchas tonterías.
Había tomado un par de copas de vino, y casi nunca bebía.
—Oh, cariño —le dijo—, se me olvidó decirte una cosa. Esta mañana me
puse los zapatos de la hebilla cuando tú no estabas, y vi que faltaba una. Seguro
que anoche, antes de irme a dormir, me di cuenta de que la había perdido y sin
embargo no debí registrar la pérdida en mi mente, por lo que en mi sueño se
transformó en descubrimiento; pero algo me dice..., mejor dicho, tengo la
certeza de que el señor Charles guarda la hebilla en su bolsillo, y estoy segura de
que él es el hombre a quien conocimos en nuestro sueño. Pero no me importa,
en absoluto.
Richard empezó a sentir cada vez más miedo, y no se atrevió a contarle lo
del pañuelo de seda negro y lo de las invitaciones de Charles a pasear con él por
las dunas. Y lo que era peor, Charles sólo había utilizado un pañuelo blanco
mientras estaba en su casa, así que no podía estar seguro de si en realidad lo
había visto o no. Volvió la cabeza hacia el otro lado y dijo sin convicción:
—Claro, Charles sabe muchas cosas. Voy a dar un paseo con él mañana
temprano, si no te importa; un paseo muy de mañana es lo que necesito.
—Ah, yo también iré —dijo ella.
Richard no sabía cómo negárselo y comprendió que había cometido una
equivocación al decirle lo del paseo.
—Charles se alegrará mucho. A las seis, entonces.
A las seis se levantó, pero Rachel, después del vino, tenía demasiado
sueño para ir con ellos. Lo despidió con un beso y él se marchó con Charles.
Richard había pasado mala noche. En sus sueños nada se presentaba en
términos humanos, sino que todo era confuso y temible, y nunca se había
sentido tan distante de Rachel desde su matrimonio; además, el temor al grito
aún le roía por dentro. Y también tenía hambre y frío. Soplaba un viento fuerte
de las montañas hacia el mar y caían algunas gotas de lluvia.
Charles casi no pronunció palabra; mascaba un tallo de hierba y
caminaba deprisa. Richard se sintió mareado y dijo a Charles:
—Espere un momento. Tengo flato en el costado.
Se detuvieron y Richard preguntó, jadeante:
—¿Qué clase de grito es? ¿Es fuerte o estridente? ¿Cómo se produce?
¿Cómo puede enloquecer a un hombre?
Al ver que guardaba silencio, Richard continuó con una sonrisa tonta:
—No obstante, el sonido es una cosa curiosa. Recuerdo que cuando
estudiaba en Cambridge le tocó una noche a un alumno de King's College leer el
pasaje de la Biblia. No había pronunciado diez palabras cuando comenzó a oírse
un crujido, acompañado de una resonancia y un rechinar, y empezaron a caer
trozos de madera y polvo del techo; resultaba que su voz estaba perfectamente
armonizada con la del edificio y tuvo que callar porque podía haberse
desplomado el techo, del mismo modo que se puede romper una copa de vino si
se acierta su nota en un violín.
Charles accedió a responder:
—Mi grito no es una cuestión de tono ni de vibración, sino algo que no
puede explicarse. Es un grito de pura maldad, y no tiene un lugar fijo en la
escala. Puede asumir cualquier nota. Es el terror puro, y si no fuera por cierta
intención mía, que no necesito contarle, me negaría a gritar para usted.
Richard tenía el gran don del miedo, y esta nueva descripción del grito le
inquietó todavía más; hubiese deseado estar en casa, en la cama, y que Charles
se encontrase a dos continentes de distancia. Pero se sentía fascinado. Ahora
estaban cruzando el herbazal, pasando entre el esparto, que le pinchaba a través
de los calcetines y los empapaba.
Estaban ya en las desnudas dunas. Desde la más alta, Charles miró a su
alrededor; podía contemplar la playa que se extendía tres kilómetros o más. No
se veía a nadie. Entonces Richard vio cómo Charles sacaba una cosa de su
bolsillo y la usaba despreocupadamente para hacer malabarismos, lanzándola
de la punta de un dedo a otra, impulsándola con el índice y el pulgar para que
diera vueltas en el aire y luego recogiéndola sobre el dorso de la mano. Era la
hebilla de Rachel.
Richard respiraba con dificultad, le latía violentamente el corazón y
estuvo a punto de vomitar. Tiritaba de frío y al mismo tiempo sudaba. Pronto
llegaron a un espacio abierto entre las dunas, cerca del mar. Había un banco de
arena de cierta altura sobre el cual crecían unos cardos y un poco de hierba de
un verde pálido, y el suelo estaba lleno de piedras, traídas hasta allí por el mar,
años antes, según se deducía.
Aunque el lugar estaba situado detrás del primer terraplén de dunas,
había una abertura en la línea, quizá causada por la irrupción de una marea alta,
y los vientos que continuamente corrían por aquel hueco lo dejaban limpio de
arena. Richard tenía la mano en el bolsillo del pantalón, buscando calor, y se
dedicó a enrollar nerviosamente un trozo blando de cera alrededor del índice
derecho: el cabo de una vela que se le había quedado en el bolsillo la noche
anterior, cuando bajó a cerrar la puerta.
—¿Está preparado? —preguntó Charles.
Richard asintió con la cabeza.
Una gaviota bajó hasta la cima de las dunas y volvió a alzar el vuelo,
chillando, cuando les vio.
—Póngase junto a los cardos —dijo Richard con la boca seca— y yo me
quedaré aquí donde están las piedras, no demasiado cerca. Cuando levante la
mano, ¡grite! Cuando me lleve los dedos a los oídos, pare enseguida.
Así pues, Charles se desplazó unos veinte pasos hacia los cardos. Richard
vio sus anchas espaldas y el pañuelo de seda negro que sobresalía de su bolsillo.
Recordó el sueño y la hebilla del zapato, y el miedo de Elsie. Rompió su
resolución y rápidamente partió en dos el trozo de cera y se tapó los oídos.
Charles no le vio.
Se volvió y Richard le hizo la señal con la mano. Charles se inclinó de un
modo extraño, sacando la barbilla y mostrando los dientes. Richard jamás había
visto tal mirada de terror en la cara de un hombre. Para esto no estaba
preparado. La cara de Charles, que normalmente era blanda y cambiante,
incierta como una nube, se endureció hasta parecer una áspera máscara de
piedra, al principio blanca como la muerte, y luego el color se fue extendiendo,
empezando por los pómulos, primero rojo, luego de un rojo más intenso y al
final negro, como si estuviera a punto de ahogarse. Entonces se le fue abriendo
la boca hasta el máximo, y Richard cayó de bruces, con las manos sobre los
oídos, en un desmayo.
Cuando volvió en sí se encontró solo, tendido entre las piedras. Se
incorporó y, al sentirse entumecido, se preguntó si llevaría mucho tiempo allí.
Se encontraba muy débil, con náuseas, y en el corazón un escalofrío más helado
que el que sentía en su cuerpo. No podía pensar. Puso la mano en el suelo para
levantarse y se apoyó en una piedra; era más grande que casi todas las demás.
La cogió y palpó su superficie distraídamente. Su mente divagó. Empezó a
pensar en el trabajo de zapatero, sobre el cual nunca había sabido nada pero
cuyo arte le resultaba ahora totalmente familiar.
—Debo de ser un zapatero —dijo en voz alta. Luego se corrigió:
—No, soy músico. ¿Será que me estoy volviendo loco?
Tiró la piedra; dio contra otra y rebotó.
—Veamos, ¿por qué habré dicho que era un zapatero? —se preguntó—.
Hace un momento, me pareció que sabía todo lo que hay que saber sobre la
profesión de zapatero, y ahora no sé nada en absoluto sobre este tema. Tengo
que volver a casa con Rachel. ¿Por qué se me ocurriría salir?
Entonces vio a Charles sobre una duna, a unos cien metros de distancia,
con la mirada perdida en el mar. Recordó su miedo y se aseguró de que aún
tenía la cera puesta en los oídos; se puso en pie tambaleándose. Notó como si
algo se agitase en la arena y vio en ella un conejo tendido sobre un costado,
retorciéndose a sacudidas, presa de convulsiones. Al acercarse Richard, la
agitación cesó: el conejo estaba muerto.
Richard se arrastró por detrás de una duna para no ser visto por Charles
y luego echó a andar hacia su casa, corriendo con torpeza sobre la blanda arena.
No había avanzado veinte pasos cuando encontró la gaviota. Estaba de pie sobre
la arena, como atontada, y, en lugar de echar a volar cuando se acercó Richard,
cayó muerta.
Richard no supo cómo llegó a casa, pero se encontró en ella abriendo la
puerta trasera y se arrastró a gatas escaleras arriba. Se destapó los oídos. Rachel
estaba incorporada en la cama, pálida y temblorosa.
—Menos mal que has regresado —dijo—. He tenido una pesadilla, la peor
de toda mi vida. Fue espantoso. Yo estaba en mi sueño, en el más profundo
sueño que he tenido, como el que te conté. Era como una piedra, y sentía que
estaba próxima a ti; tú eras tú, estaba bien claro, aunque yo era una piedra, y tú
sentías mucho miedo y yo no podía hacer nada para ayudarte, y tú esperabas
algo y ese algo terrible no te ocurrió a ti sino a mí. No puedo decirte lo que era,
pero sentía como si todos mis nervios chillaran de dolor al mismo tiempo, y me
estuvieran atravesando una y otra vez con el rayo de alguna luz intensa y
maligna que me hacía retorcer. Me desperté y mi corazón latía tan deprisa que
apenas si podía respirar.
¿Crees que tuve un ataque cardíaco y que mi corazón se saltó un latido?
Dicen que uno se siente así. ¿Dónde has estado, cariño? ¿Dónde está el señor
Charles? Richard se sentó en la cama y le cogió la mano.
—Yo también he tenido una mala experiencia —le dijo—. He salido a
pasear junto al mar, con Charles, y mientras él se adelantaba para escalar la
duna más alta, sentí como un desmayo y caí sobre un montón de piedras, y
cuando recobré el sentido el miedo me había empapado en sudor y tuve que
volver enseguida a casa. Así que he regresado solo, corriendo. Ocurrió hará cosa
de media hora. No le contó nada más. Le preguntó si podía volver a meterse en
la cama y si ella podría preparar el desayuno. Eso era algo que no había hecho
en todos sus años de casada.
—Estoy tan enferma como tú —contestó ella. Quedaba entendido entre
ellos que Rachel siempre estaba enferma; Richard tenía que encontrarse bien.
—No es verdad —le dijo él, y volvió a desmayarse. Rachel le ayudó de
mala gana a meterse en la cama, se vistió y bajó lentamente las escaleras. Un
olor a café y bacon subió a su encuentro y allí estaba Charles, con el fuego
encendido y dos desayunos sobre una bandeja. Fue tanto su alivio al no tener
que preparar el desayuno y tanta su confusión debido a la experiencia que había
tenido, que le dio las gracias y le dijo que era un sol, y él le besó la mano con
seriedad y se la apretó. Había hecho el desayuno tal como a ella le gustaba: el
café bien fuerte y los huevos fritos por ambos lados.
Rachel se enamoró de Charles. A menudo se había enamorado de otros
hombres antes y después de su matrimonio, pero cuando ocurría tenía por
costumbre contárselo a Richard, igual que él acordó contárselo siempre a ella;
de este modo, la pasión sofocada hallaba un desahogo y no había celos, porque
ella siempre le decía (igual que él podía decírselo a ella): «Sí, estoy enamorada
de fulano, pero sólo te amo a ti.»
Nunca había ido más lejos la cosa. Pero esto era diferente. De algún
modo, no sabía por qué, no podía admitir que estaba enamorada de Charles,
pues ya no amaba a Richard. Le odiaba por estar enfermo y le dijo que era un
perezoso y un farsante. Así pues, sobre las doce, Richard se levantó, pero
anduvo gimiendo por el dormitorio hasta que ella le mandó de nuevo a la cama
a seguir gimiendo.
Charles la ayudaba con el trabajo de la casa, guisando todas las comidas,
pero no subió a ver a Richard porque no se lo habían pedido. Rachel se sentía
avergonzada, y se disculpó ante Charles por la grosería de Richard al marcharse
corriendo de aquel modo.
Pero Charles explicó apaciblemente que no lo había tomado como un
insulto; también él se había sentido extraño aquella mañana, pues era como si
algo se agitara en el aire cuando llegaron a las dunas. Ella le dijo que también
había notado esta sensación extraña. Más tarde, Rachel descubrió que todo
Lampton hablaba de lo mismo. El médico sostenía que se trataba de un temblor
de tierra, pero la gente del campo decía que había sido el demonio que pasaba
por allí. Había venido a buscar el alma negra de Salomón Jones, el
guardabosque, a quien encontraron muerto aquella mañana en su casita cerca
de las dunas.
Cuando Richard pudo bajar y caminar un poco sin gemir, Rachel lo
mandó al zapatero a comprarle una hebilla nueva para su zapato. Lo acompañó
hasta el fondo del jardín. El camino bordeaba una escarpada pendiente. Richard
parecía enfermo y gemía levemente al andar, así que Rachel, medio enfadada y
medio en broma, le dio un empujón y le hizo caer cuesta abajo rodando entre
ortigas y hierro viejo. Luego regresó a la casa, riendo a carcajadas. Richard
suspiró, intentó a su vez reírse de la broma que le había gastado Rachel —
aunque ella ya se había ido—, se levantó con esfuerzo, sacó los zapatos de entre
las ortigas y al cabo de un rato subió despacio por la cuesta, salió por la verja y
bajó por el sendero, deslumhrado por el resplandor del sol.
Cuando llegó a casa del zapatero, se sentó pesadamente. El zapatero se
alegró de poder charlar con él.
—Tiene mala cara —dijo el zapatero.
—Sí—contestó Richard—, el lunes por la mañana tuve una especie de
desmayo; sólo ahora empiezo a recuperarme.
—¡Madre mía! —exclamó el zapatero—. Si usted tuvo una especie de
desmayo, ¿qué no tendría yo? Fue como si alguien me estuviese manoseando en
carne viva, como si me hubieran despellejado. Era como si alguien hubiese
cogido mi alma y se hubiese puesto a hacer malabarismos con ella, tal como se
juega con una piedra, y la hubiese lanzado al aire, arrojándola muy lejos. Nunca
se me olvidará la mañana del pasado lunes.
A Richard se le ocurrió la extraña idea de que era el alma del zapatero lo
que él había tocado en forma de piedra. «Es posible —pensó— que las almas de
cada hombre, mujer y niño de Lampton estén entre aquellas piedras.» Pero no
dijo nada de todo esto, pidió la hebilla y regresó a su casa.
Rachel le esperaba con un beso y una broma; Richard podía haber
guardado silencio, pues su silencio siempre la hacía sentirse avergonzada. «Pero
¿por qué hacerla sentirse avergonzada? —pensó—. De la vergüenza pasa luego a
la justificación y busca una riña por otro lado, que siempre es diez veces peor
que la burla. Me lo tomaré alegremente y aceptaré la broma.»
Se sentía infeliz. Y Charles se había instalado en la casa: trabajador, con
voz suave, y poniéndose continuamente de parte de Richard contra las mofas de
Rachel. Eso resultaba mortificante porque a Rachel no le importaba.
(—Lo que ahora sigue —dijo Crossley— es el alivio cómico, el relato de
cómo Richard volvió a las dunas, al montón de piedras, e identificó las almas del
médico y del párroco [la del médico porque tenía forma de botella de whisky, y
la del párroco porque era negra como el pecado original] y cómo se demostró a
sí mismo que esta idea no era una fantasía. Pero me saltaré este trozo y llegaré
al momento en que Rachel, dos días más tarde, se volvió de pronto afectuosa y
amó a Richard, según ella, más que nunca.)
La razón fue que Charles se había marchado, nadie sabía a donde, y de
momento había mitigado la magia de la hebilla, porque tenía la seguridad de
que podría renovarla a su vuelta. Así que al cabo de un par de días Richard ya se
encontró mejor y todo fue como había sido siempre, hasta una tarde en que se
abrió la puerta y allí estaba Charles.
Entró sin saludar siquiera y colgó el sombrero en la percha. Se sentó al
lado del fuego y preguntó:
—¿Cuándo estará lista la cena?
Richard miró a Rachel, levantando las cejas, pero Rachel parecía
fascinada por aquel hombre.
—A las ocho —respondió con su voz grave, e, inclinándose, le sacó las
botas llenas de fango y le trajo un par de zapatillas de Richard.
—Bien. Ahora son las siete —dijo Charles—.
Dentro de una hora, la cena. A las nueve, el chico traerá el periódico de la
tarde. A las diez, Rachel, tú y yo dormiremos juntos. Richard pensó que Charles
se había vuelto loco de repente. Pero Rachel respondió serenamente:
—Pues claro que sí, querido.
Luego se volvió hacia Richard con una mirada perversa y le dijo:
—Y tú, hombrecito, ¡ya te estás largando!
Y le dio una bofetada en la mejilla, con todas sus fuerzas.
Richard se quedó aturdido, acariciándose la mejilla.
Como no podía creer que Rachel y Charles se hubieran vuelto locos a la
vez, debía de ser él el loco. De todos modos, Rachel sabía lo que quería y tenían
un pacto secreto mediante el cual si alguno de los dos alguna vez quisiese
romper la promesa del matrimonio, el otro no tenía que impedírselo. Habían
hecho este pacto porque querían sentirse unidos por amor más que por
ceremonia. Así que, con toda la calma que pudo reunir, dijo:
—Muy bien, Rachel. Os dejaré a los dos.
Charles le lanzó una bota, diciendo:
—Si metes la nariz en la puerta a partir de este momento y hasta la hora
del desayuno, gritaré hasta dejarte la cabeza sin orejas.
Cuando Richard salió, esta vez no sintió miedo sino un frío interior y la
mente bastante despejada. Cruzó la verja, bajó por el sendero y atravesó el
herbazal. Faltaban aún tres horas para la puesta de sol. Bromeó con los niños
que jugaban un improvisado partido de criquet en el campo de la escuela.
Empezó a tirar piedras, haciéndolas rozar la superficie del agua. Pensó en
Rachel y los ojos se le llenaron de lágrimas. Entonces empezó a cantar para
consolarse.
—Ay, desde luego debo de estar loco —dijo—, y ¿dónde demonios está mi
suerte? Por fin llegó a las piedras.
—Ahora encontraré mi alma en este montón —murmuró—, y la romperé
en cientos de pedazos con este martillo.
Había cogido el martillo de la carbonera al salir. Entonces empezó a
buscar su alma. Ahora bien, se puede reconocer el alma de otro hombre o de
otra mujer, pero uno nunca puede reconocer la suya propia.
Richard no pudo encontrar la suya. Pero dio por casualidad con el alma
de Rachel y la reconoció (una piedra delgada y verde con centelleos de cuarzo)
porque ella estaba alejada de él en aquel momento. Junto a ésta había otra
piedra, un sílex feo e informe, de un color marrón abigarrado.
—Voy a destruir esto —juró—, debe de ser el alma de Charles.
Besó el alma de Rachel y fue como besar sus labios. Luego tomó el alma
de Charles y alzó el martillo.
—¡Te golpearé hasta convertirte en cincuenta fragmentos! —gritó.
Se detuvo. Richard tenía escrúpulos. Sabía que Rachel amaba a Charles
más que a él, y se sintió obligado a mantener el pacto. Había otra piedra (la suya
sin duda), al otro lado de la de Charles, era lisa, de granito gris, y del tamaño de
una pelota de criquet.
—Romperé mi propia alma en pedazos y ése será mi final —se dijo a sí
mismo.
El mundo se tornó negro, la vista se le nubló y estuvo a punto de
desmayarse. Pero se recuperó y con un tremendo grito dejó caer el martillo —
crac, y otra vez, crac— sobre la piedra gris.
Se partió en cuatro trozos, despidiendo un olor que parecía de pólvora, y
cuando Richard se dio cuenta de que aún estaba vivo y entero, empezó a reír y a
reír. ¡Oh, estaba loco, completamente loco! Tiró el martillo, se tumbó, exhausto,
y se quedó dormido.
Se despertó cuando se ponía el sol. De regreso a casa iba confuso,
pensando: «Esto ha sido una pesadilla y Rachel me ayudará a salirme de ella.»
Cuando llegó a las afueras del pueblo encontró a un grupo de hombres que
hablaban animadamente bajo un farol. Uno decía:
—Ocurrió sobre las ocho, ¿verdad?
—Sí —dijo el otro.
—Estaba más loco que una cabra —comentó otro—. «Si me tocan gritaré
—dijo—. Gritaré hasta que les dé algo, a todo este maldito cuerpo de policía.
Gritaré hasta volverles locos.» Y entonces dice el inspector: «Vamos, Crossley,
ponga las manos en alto; por fin le tenemos acorralado.» «Les doy una última
oportunidad —dice el otro—. Márchense y déjenme solo, o gritaré hasta que
queden muertos y rígidos.»
Richard se había detenido a escuchar.
—¿Y qué le ocurrió entonces a Crossley? —siguió el otro—. ¿Y qué dijo la
mujer?
—«Por lo que más quiera —le dijo la mujer al inspector—, márchese o le
matará.»
—¿Y gritó?
—No gritó. Se le arrugó la cara por un momento y respiró
profundamente. Ay, Dios mío, nunca en mi vida he visto una cara tan horrorosa.
Luego tuve que tomarme tres o cuatro coñacs. Y al inspector va y se le cae el
revólver y se le dispara, pero nadie se hizo daño. Entonces, de pronto ese
hombre, Crossley, presenta un cambio. Se da unas palmadas en los costados, y
luego en el corazón, y la cara se le pone otra vez lisa y como muerta. Entonces se
echa a reír y a bailar, y a hacer cabriolas, y la mujer le mira fijamente y no se
cree lo que ve, y la policía se lo lleva. Si al principio estaba loco, luego se volvió
chiflado pero inofensivo, y no les causó ningún problema. Se lo han llevado en
una ambulancia al manicomio de West County.
Así que Richard volvió a casa con Rachel y se lo contó todo y ella también
a él, aunque no había mucho que contar. No se había enamorado de Charles,
dijo Rachel; sólo quería molestar a Richard y nunca había dicho nada ni había
oído decir nada a Charles que se pareciese siquiera un poco a lo que le contaba
él; debía de formar parte de su sueño. Ella le había amado siempre y
únicamente a él, a pesar de sus defectos, que se puso a enumerar: su tacañería,
su locuacidad, su desorden... Charles y ella habían cenado tranquilamente y a
ella le había parecido mal que Richard se hubiese marchado de este modo, sin
dar explicación alguna, y que hubiese estado tres horas fuera. Charles pudo
haberla asesinado. Incluso había empezado a darle algún empujón, para
divertirse, porque quería que bailase con él, y luego llamaron a la puerta y el
inspector gritó:
—Walter Charles Crossley, en nombre del rey, queda arrestado por el
asesinato de George Grant, Harry Grant y Ada Coleman en Sydney, Australia.
Entonces Charles se había vuelto loco de remate. Dirigiéndose a una hebilla de
zapato que había sacado del bolsillo, había dicho:
—Guárdamela para mí.
Luego le había dicho a la policía que se fuera o gritaría hasta matarles.
Acto seguido, hizo una mueca aterradora y entonces le dio una especie de ataque
de nervios.
—Era un hombre bastante agradable —concluyó Rachel—, ¡me gustaba
tanto su cara y me da tanta pena!
—¿Le ha gustado la historia ? —preguntó Crossley.
—Sí —dije yo, ocupándome del tanteo—, un estupendo cuento milesio.
Lucio Apuleyo, le felicito. Crossley se volvió hacia mí con expresión preocupada,
los puños cerrados, tembloroso.
—Cada palabra es cierta —dijo—; el alma de Crossley se rompió en cuatro
pedazos y yo soy un loco. No es que culpe a Richard ni a Rachel. Forman una
agradable pareja de tontos enamorados y nunca les he deseado ningún daño; a
menudo me vienen a visitar aquí. De todos modos, ahora que mi alma yace rota
en pedazos, he perdido mis poderes. Sólo me queda una cosa —añadió—, y esa
cosa es el grito.
Yo había estado tan ocupado llevando la puntuación y escuchando la
historia al mismo tiempo, que no había notado la tremenda acumulación de
nubes negras que se iban acercando hasta extenderse por delante del sol y
oscurecer todo el cielo. Cayeron gotas de lluvia tibias, nos deslumbró el destello
de un relámpago y con él sonó el violento y seco estampido de un trueno.
En un momento, reinó la confusión. Cayó una lluvia que lo empapaba
todo, los jugadores echaron a correr buscando abrigo y los locos empezaron a
chillar, a rugir y a pelearse. Un joven alto, el mismo B. C. Brown que en otro
tiempo había jugado con el equipo de Hants, se quitó toda la ropa y corría por
allí en cueros. Fuera de la cabina, un hombre viejo con barba se puso a rezarle al
trueno:
—¡Bah! ¡Bah! ¡Bah!
A Crossley los ojos se le contraían de orgullo.
—Sí—dijo, señalando el cielo—, el grito se parece a esto; ésta es la clase de
efecto que produce, pero yo puedo mejorarlo.
De pronto, la cara se le inmutó y su expresión reflejó tristeza y una
preocupación infantil.
—¡Dios mío! —exclamó—. Me volverá a gritar ese Crossley, ya lo verá. Me
helará hasta la médula.
La lluvia repiqueteaba sobre el tejado de zinc y casi no podía oírle. Otro
relámpago, otro estampido seco de trueno, aún más fuerte que el primero.
—Pero eso no es más que el primer grado —gritó en mi oído—, es el
segundo grado el que mata. Ah —continuó—, ¿es que no me entiende? —Me
sonrió neciamente—. Ahora yo soy Richard y Crossley me va a matar.
El hombre desnudo iba corriendo de aquí para allá, blandiendo un palo
de wicket en cada mano y chillando; una desagradable escena.
—¡Bah! ¡Bah! ¡Bah! —rezaba el viejo, mientras la lluvia le caía a chorro
por la espalda desde el sombrero que llevaba echado hacia atrás.
—Tonterías —le dije—, sea un hombre y recuerde que usted es Crossley.
Usted le da mil vueltas a Richard. Tomó parte en un juego y perdió. Richard
tuvo la suerte, pero usted aún tiene el grito. Yo mismo me sentía un poco loco.
Entonces el médico del manicomio entró corriendo en la cabina con los
pantalones blancos chorreando, las defensas y los guantes aún puestos, y sin las
gafas. Había oído cómo levantábamos la voz y separó violentamente las manos
de Crossley de las mías.
—¡A su dormitorio enseguida! —le ordenó.
—No me iré —dijo Crossley, orgulloso de nuevo—, ¡miserable domador de
serpientes y tartas de manzana!
El médico lo cogió por la chaqueta e intentó sacarle a empujones.
Crossley le echó a un lado; en sus ojos brillaba la locura.
—Salga —le ordenó— y déjeme aquí solo, o gritaré. ¿No me oye? Gritaré.
Os mataré a todos, ¡malditos! Gritaré hasta echar abajo el manicomio. Quemaré
la hierba. Gritaré. Tenía la cara desfigurada por el terror. Una mancha roja
apareció en cada pómulo y se extendió por toda su cara.
Me tapé los oídos con los dedos y salí corriendo de la cabina. Había
corrido unos veinte metros cuando una indescriptible y súbita quemazón me
hizo dar varias vueltas, dejándome aturdido y entumecido.
No sé cómo logré escapar de la muerte; supongo que soy un hombre con
suerte, como el Richard de la historia. Pero el rayo cayó sobre Crossley y el
médico y los mató.
El cadáver de Crossley fue hallado rígido; el del médico estaba
acurrucado en un rincón, con las manos en las orejas. Nadie se lo explicaba,
porque la muerte había sido instantánea y el médico no era persona capaz de
taparse los oídos para no oír los truenos.
Resulta un final bastante insatisfactorio decir que Rachel y Richard eran
los amigos con quienes me hospedaba. Crossley los había descrito muy
acertadamente, pero cuando les conté que un hombre llamado Charles Crossley
había muerto fulminado por un rayo junto con su amigo el médico, parecieron
tomarse la muerte de Crossley como cosa de poca importancia comparada con la
del doctor. Richard no se inmutó y Rachel dijo:
—¿Crossley? Creo que era aquel hombre que se hacía llamar «El
ilusionista australiano» y que nos hizo aquella fantástica demostración de magia
el otro día. Su único accesorio era un pañuelo de seda negro. ¡Me gustaba tanto
su cara! Ah, y a Richard no le gustaba en absoluto.
—No, no podía soportar su forma de mirarte sin cesar —dijo Richard.

La casa vacía de Algernon Blackwood

Ilustración de Santiago Carusso

Ciertas casas, al igual que ciertas personas, se las arreglan para revelar en seguida su
carácter maligno. En el caso de las segundas, no hace falta que las delate ningún rasgo
especial: pueden mostrar un rostro franco y una sonrisa ingenua; y no obstante, unos
momentos en su compañía le dejan a uno la firme convicción de que hay algo
radicalmente malo en ellas: de que son malas. Sin querer o no, parecen difundir una
atmósfera de secretos y malignos pensamientos que hace que los de su entorno
inmediato se retraigan como ante un enfermo.
Este mismo principio es válido, quizá, para las casas; y el aroma de las malas acciones
perpetradas bajo un determinado techo —mucho después de haber desaparecido quienes
las cometieron— pone la carne de gallina y los pelos de punta. Algo de la pasión
original del malhechor, y del horror experimentado por su víctima, llega al corazón del
desprevenido visitante, que nota de pronto un hormigueo en los nervios, y que se le
eriza el pelo y se le hiela la sangre. Se sobrecoge sin una causa aparente.

Nada había en el aspecto exterior de esta casa particular que apoyase los rumores sobre
el horror que imperaba dentro. No era solitaria ni destartalada. Se hallaba arrinconada
en un ángulo de la plaza, y era exactamente igual que sus vecinas: con el mismo número
de ventanas, idéntico balcón dominando los jardines, e idéntica escalinata blanca hasta
la oscura y pesada puerta de la entrada; en la parte de atrás tenía el mismo cuadro de
césped con bordes de boj, que iba de la tapia de separación de una de las casas
adyacentes a la de la otra. Por supuesto, su tejado tenía también el mismo número de
chimeneas, y la misma anchura y ángulo de aleros; incluso las sucias verjas eran igual
de altas que las demás. Sin embargo, esta casa de la plaza, igual en apariencia a los
cincuenta feos edificios que tenía a su alrededor, era en realidad muy distinta,
espantosamente distinta.

Es imposible decir dónde residía esta acusada e invisible diferencia. No puede atribuirse
enteramente a la imaginación; porque las personas que, ignorantes de lo ocurrido,
visitaron unos momentos su interior habían declarado después que algunas de sus
habitaciones eran tan desagradables que preferían morir a volver a entrar en ellas, y que
el ambiente del edificio les producía auténtico pavor; entretanto, los sucesivos
inquilinos que habían intentado habitarla y tuvieron que abandonarla a toda prisa
provocaron poco menos que un escándalo en el pueblo.

Cuando Shorthouse llegó para pasar el fin de semana con su tía Julia —en la casita que
ésta tenía junto al mar al otro extremo del pueblo—, la encontró rebosante de misterio y
excitación. Shorthouse había recibido su telegrama esa misma mañana, y había
emprendido el viaje convencido de que iba a ser un aburrimiento; pero en el instante en
que le cogió la mano y besó su mejilla de manzana arrugada percibió el primer indicio
de su estado electrizado. Su impresión aumentó al saber que no tenía más visitas, y que
le había telegrafiado por un motivo muy especial.

Había algo en el aire; «algo» que sin duda iba a dar fruto. Porque esta vieja solterona,
con su afición a las investigaciones metapsíquicas, tenía talento y fuerza de voluntad, y,
de una manera o de otra, se las arreglaba normalmente para llevar a término sus
propósitos.

Hizo su revelación poco después del té, mientras caminaba despacio junto a él, por el
paseo marítimo, en el crepúsculo.

—Tengo las llaves —anunció con voz embargada aunque medio sobrecogida—. ¡Me las
han dejado hasta el lunes!

—¿Las de la caseta de baño, o…? —preguntó él con candor, desviando la mirada del
mar al pueblo.
Nada la hacía ir más deprisa al grano que aparentar estupidez.

—No —susurró—. Son las de la casa de la plaza… Voy a ir allí esta noche.

Shorthouse sintió que le recorría la espalda un levísimo temblor. Abandonó su tonillo


burlón. Algo en la voz y actitud de su tía le produjo un estremecimiento. Hablaba en
serio.

—Pero no puedes ir sola… —empezó.

—Por eso te he telegrafiado —dijo con decisión.

Se volvió a mirarla. Su rostro, feo, arrugado, enigmático, rebosaba de excitación. El


rubor del sincero entusiasmo producía una especie de halo a su alrededor. Le brillaban
los ojos. Notó en ella otra oleada de emoción acompañada de un segundo
estremecimiento, esta vez más acusado.

—Gracias, tía Julia —dijo cortésmente—. Te lo agradezco muchísimo.

—No sería capaz de ir sola —prosiguió, alzando la voz—; pero contigo disfrutaré lo
indecible. Tú no te asustas de nada, lo sé.

—Muchas gracias, de verdad —repitió él—. ¿Es que… es que puede pasar algo?

—Ha pasado, y mucho —susurró ella—; aunque han sabido silenciarlo con mucha
habilidad. En los últimos meses ha habido tres que la han querido alquilar y se han
tenido que ir; y dicen que no podrán ocuparla nunca más.

A pesar de sí mismo, Shorthouse se sintió interesado. Su tía hablaba muy seria.

—La casa es muy vieja, desde luego —continuó ella—; y la historia, de lo más
desagradable, data de hace mucho tiempo. Se trata de un asesinato que cometió por
celos un mozo de cuadra que tenía un lío con una criada de la casa. Una noche se
escondió en la bodega, y cuando estaban todos dormidos, subió sigilosamente a los
aposentos de la servidumbre, sacó a la muchacha al rellano y, antes de que nadie
pudiese ayudarla, la arrojó por encima de la barandilla, al recibimiento.

—¿Y el mozo…?

—Le detuvieron, creo, y le ahorcaron por asesino; pero todo eso ocurrió hace un siglo, y
no he podido saber más detalles del suceso.

A Shorthouse se le había despertado del todo el interés. Pero, aunque no se inquietaba


especialmente por lo que a él se refería, vacilaba un poco por su tía.

—Con una condición —dijo por fin.

—Nada me va a impedir que vaya —dijo ella con firmeza—; pero no tengo
inconveniente en escuchar tu condición.
—Que me garantices que podrías conservar la serenidad, si ocurriese algo realmente
horrible. O sea… que me asegures que no te vas a asustar demasiado.

—Jim —dijo ella con desdén—, sabes que no soy joven, ni lo son mis nervios; ¡pero
contigo no le tendría miedo a nada en el mundo!

Esto, como es natural, zanjó la cuestión, porque Shorthouse no tenía otras aspiraciones
que las de ser un joven normal y corriente; y cuando apelaban a su vanidad no era capaz
de resistirse. Accedió a ir. Instintivamente, a modo de preparación subconsciente,
mantuvo en forma sus fuerzas y a sí mismo toda la tarde, obligándose a hacer acopio de
autocontrol mediante un indefinible proceso interior por el que fue vaciando
gradualmente todas sus emociones abriendo el grifo de cada una… proceso difícil de
describir, pero asombrosamente eficaz, como sabe todo el que ha sufrido las rigurosas
pruebas del hombre encerrado en sí mismo. Más tarde, le fue de mucha utilidad.

Pero hasta las diez y media, en que se detuvieron en el recibimiento a la luz de las
lámparas acogedoras y envueltos aún por los tranquilizadores influjos humanos, no
necesitó echar mano de esta reserva de fuerzas acumuladas. Porque, una vez que
cerraron la puerta, y vio la calle desierta y silenciosa que se extendía ante ellos, blanca a
la luz de la luna, se dio cuenta claramente de que la verdadera prueba de esta noche
sería hacer frente a dos miedos en vez de uno. Tendría que soportar el miedo de su tía y
el suyo. Y al observar su semblante de esfinge, y comprender que no tendría una
expresión agradable en un acceso de verdadero terror, pensó que sólo una cosa le
consolaba en toda esta aventura: su confianza en que su propia voluntad y fuerza
resistirían cualquier sobresalto.

Recorrieron lentamente las calles vacías del pueblo; la luna brillante del otoño plateaba
los tejados, proyectando densas sombras; no se movía el más leve soplo de brisa, y los
árboles del parque solemne del paseo marítimo les observaron en silencio al pasar.

Shorthouse no contestaba a los comentarios que su tía hacía de vez en cuando: se daba
cuenta de que la anciana se estaba rodeando simplemente de parachoques mentales:
hablaba de cosas ordinarias para evitar pensar en cosas extraordinarias. Veían alguna
ventana con luz, y de alguna que otra chimenea salía humo o chispas. Shorthouse había
empezado ya a fijarse en todo, incluso en los más pequeños detalles. Poco después se
detuvieron en la esquina y miraron el nombre de la calle en el lado donde daba la luna; y
de común acuerdo, pero sin decir nada, entraron en la plaza en dirección a la parte que
quedaba en la sombra.

—La casa es el trece —oyó Shorthouse; ni uno ni otro hicieron el menor comentario
sobre las evidentes connotaciones: cruzaron la ancha franja de luz lunar y echaron a
andar por el enlosado en silencio.

A mitad de la plaza notó Shorthouse que un brazo se deslizaba discreta pero


significativamente por debajo del suyo; comprendió entonces que la aventura había
empezado de verdad, y que su compañera estaba ya cediendo terreno, de manera
imperceptible, a los influjos contrarios. Necesitaba apoyo.

Minutos después se detuvieron ante una casa alta y estrecha que se alzaba ante ellos en
la oscuridad, fea de forma y pintada de un blanco sucio. Unas ventanas sin postigo ni
persiana les miraron desde arriba, brillando aquí y allá con el reflejo de la luna. La
lluvia y el tiempo habían dejado rayas y grietas en la pared y la pintura, y el balcón
sobresalía un poco anormalmente del primer piso. Pero salvo este aspecto general de
abandono, propio de una casa deshabitada, nada había a primera vista que delatase el
carácter maligno que esta mansión había adquirido.

Tras mirar por encima del hombro para cerciorarse de que nadie les había seguido,
subieron la escalinata y se detuvieron ante la enorme puerta negra que les cerraba el
paso, imponente. Pero
ahora les invadió la primera oleada de nerviosismo, y Shorthouse hurgó largo rato con la
llave antes de conseguir meterla en la cerradura. Por un instante, a decir verdad, los dos
abrigaron la esperanza de que no se abriese, presa ambos de diversas emociones
desagradables, allí de pie, en el umbral de su espectral aventura. Shorthouse, que
manipulaba la llave estorbado por el peso firme sobre su brazo, se daba cuenta de la
solemnidad del momento.

Era como si el mundo entero —porque en ese instante parecía como si toda la
experiencia se concentrase en su propia conciencia— escuchara el arañar de esta llave.
Un extraviado soplo de aire bajó por la calle desierta, despertando un rumor efímero en
los árboles, detrás de ellos; por lo demás, el ruido de la llave era lo único que se oía; y
finalmente giró en la cerradura, se abrió pesadamente la puerta, y reveló el abismo de
tinieblas del interior.

Tras una última mirada a la plaza iluminada por la luna, entraron deprisa, y la puerta se
cerró tras ellos con un golpe que resonó prodigiosamente en los pasillos y habitaciones
vacías. Pero con los ecos se hizo audible otro ruido, y tía Julia se agarró súbitamente a
él con tal fuerza que tuvo que dar un paso atrás para no caerse.

Un hombre había tosido a su lado; tan cerca que parecía que había sido junto a él, en la
oscuridad.

Pensando que podía tratarse de alguna broma, Shorthouse hizo girar su pesado bastón en
dirección al ruido; pero no tropezó con nada más sólido que el aire. Oyó a su tía proferir
una pequeña exclamación.

—Aquí hay alguien —susurró—; le he oído.

—Tranquilízate —dijo él con resolución—. Sólo ha sido el ruido de la puerta de la calle.

—¡Oh!, enciende una luz… pronto —añadió ella, mientras su sobrino, manipulando la
caja de cerillas, la abría del revés, y se le caían todas en el piso de piedra con leve
repiqueteo.

El ruido, sin embargo, no se repitió; ni hubo indicio de pasos retirándose. Un minuto


después tenían una vela encendida, utilizando una boquilla de cigarro vacía como
palmatoria; cuando disminuyó la llama inicial, Shorthouse alzó la improvisada lámpara
e inspeccionó su entorno. Y lo encontró bastante lúgubre, a decir verdad; porque no hay
morada humana más desolada que la que está vacía de muebles, oscura, muda,
abandonada, y ocupada no obstante por un rumor sobre sucesos malvados y violentos.
Se encontraban en un amplio vestíbulo; a la izquierda había una puerta abierta que daba
a un espacioso comedor; enfrente, el recibimiento se prolongaba, estrechándose, en un
pasillo largo y oscuro que conducía, al parecer, a la escalera que bajaba a la cocina. Una
ancha escalera desnuda ascendía ante ellos describiendo una curva; estaba toda en
sombras salvo un único rodal, en mitad, donde daba la luna que se filtraba por una
ventana, creando una mancha luminosa sobre la madera. Este haz de luz difundía una
tenue luminiscencia arriba y abajo, dotando a los objetos cercanos de una silueta
brumosa infinitamente más sugerente y espectral que la completa oscuridad.

La luz filtrada de la luna parece pintar siempre rostros en la penumbra que la rodea; y al
asomarse Shorthouse al pozo de tinieblas y pensar en las innumerables habitaciones
vacías y pasillos de la parte superior del viejo edificio, sintió deseos de encontrarse otra
vez en la plaza, o en el confortable cuartito de estar que habían dejado hacía una hora.
Comprendiendo que estos pensamientos eran peligrosos, los rechazó otra vez e hizo
acopio de toda su energía para concentrarse en el momento presente.

—Tía Julia —dijo en voz alta, con gravedad—; vamos a recorrer la casa de punta a
cabo, y a hacer una inspección exhaustiva.

Los ecos de su voz se apagaron lentamente en todo el edificio; y en el intenso silencio


que siguió, se volvió a mirarla. A la luz de la vela, notó que tenía ya el rostro
mortalmente pálido; pero ella se soltó de su brazo un momento, y dijo en un susurro,
colocándose frente a él:

—De acuerdo. Tenemos que asegurarnos de que no hay nadie escondido. Eso es lo
primero.

Habló con evidente esfuerzo; su sobrino le dirigió una mirada de admiración.

—¿Estás completamente decidida? Aún no es demasiado tarde…

—Sí —susurró ella, desviando los ojos nerviosamente hacia las sombras de atrás—.
Completamente decidida; sólo una cosa…

—¿Qué?

—No tienes que dejarme sola ni un instante.

—Pero ten presente que debemos investigar en seguida cualquier ruido o aparición;
porque dudar significaría aceptar el miedo. Sería fatal.

—De acuerdo —dijo ella, algo temblorosa, tras un momento de vacilación—.


Procuraré…

Tomados del brazo, Shorthouse con la vela goteante y el bastón, y su tía con la capa
sobre los hombros, perfectos personajes de comedia para cualquiera menos para ellos,
iniciaron una inspección sistemática.
Con sigilo, andando de puntillas y cubriendo la vela para no delatar su presencia a
través de las ventanas sin postigo, entraron primero en el comedor. No vieron un solo
mueble. Unas paredes desnudas, unas chimeneas feas y vacías les miraron. Todas las
cosas parecieron ofenderse ante esta intrusión, y les observaron con ojos velados, por
así decir; les seguían ciertos susurros; las sombras revoloteaban en silencio a derecha e
izquierda; parecía que tenían siempre a alguien detrás, vigilando, esperando la ocasión
para atacarles.

Tenían la irreprimible sensación de que habían quedado momentáneamente en suspenso,


hasta que volvieran a irse, actividades que habían estado desarrollándose en la
habitación vacía. Todo el oscuro interior del viejo edificio pareció convertirse en una
Presencia maligna que se alzaba para advertirles que desistieran y no se metiesen donde
nadie les llamaba; la tensión de los nervios aumentaba por momentos.

Salieron del oscuro comedor por dos grandes puertas plegables y pasaron a una especie
de biblioteca o salón de fumar, igualmente envuelto en silencio, polvo y oscuridad; de él
regresaron al vestíbulo, cerca del remate de la escalera de atrás. Aquí se abrió ante ellos
un túnel de negrura que conducía a las regiones inferiores, y —hay que confesarlo—
vacilaron. Pero fue sólo un momento. Dado que lo peor de la noche estaba por venir, era
esencial no retroceder ante nada. Tía Julia tropezó en el peldaño que iniciaba el oscuro
descenso, mal iluminado por la vela parpadeante, y al propio Shorthouse casi le dieron
ganas de salir corriendo.

—¡Vamos! —dijo en tono perentorio; y su voz se propagó y se perdió en los espacios


vacíos y oscuros de abajo.

—Ya voy —balbuceó ella, agarrándose a su, brazo con fuerza innecesaria.

Bajaron un poco inseguros por la escalera de piedra; un aire húmedo, frío, estancado y
maloliente les dio en la cara. La cocina, a la que conducía la escalera a través de un
estrecho pasillo, era amplia, de techo alto. Tenía varias puertas: unas eran de alacenas
con jarras vacías todavía en los estantes, otras daban acceso a dependencias horribles y
espectrales, todas ellas más frías y menos acogedoras que la propia cocina. Las
cucarachas se escabulleron por el suelo; una de las veces, al tropezar con una mesa de
madera que había en un rincón, algo del tamaño de un gato saltó al suelo, cruzó veloz el
piso de piedra, y desapareció en la oscuridad. Todos los lugares producían la sensación
de haber sido ocupados recientemente, una impresión de tristeza y melancolía.

Abandonaron la cocina, y se dirigieron a la trascocina. La puerta estaba entornada, la


empujaron y la abrieron del todo. Tía Julia profirió un grito penetrante, que en seguida
intentó sofocar llevándose la mano a la boca.

Durante un segundo, Shorthouse se quedó petrificado, con el aliento contenido. Notó


como si le vaciasen de pronto la espina dorsal y se la llenasen de hielo picado. Ante
ellos, entre las jambas de la puerta, se alzaba la figura de una mujer.

Tenía el pelo desgreñado, la mirada fija y demente, y un rostro aterrado y mortalmente


pálido.

Estuvo allí, inmóvil, por espacio de un segundo. Luego parpadeó la vela, y la mujer
desapareció —absolutamente—, y la puerta no enmarcó otra cosa que una oscuridad
vacía.
—Sólo ha sido esta condenada llama saltarina —dijo él con rapidez, con una voz que
sonó como de otra persona, y dominada sólo a medias—. Vamos, tía. Ahí no hay nada.

Tiró de ella. Con gran ruido de pisadas y aparente ademán de decisión, siguieron
adelante; pero a Shorthouse le picaba el cuerpo como si lo tuviese cubierto de hormigas,
y se daba cuenta, por el peso que notaba en el brazo, de que hacía fuerza para andar por
los dos.

La trascocina estaba fría, desnuda, vacía: parecía más una gran celda de prisión que otra
cosa. Dieron media vuelta; intentaron abrir la puerta que daba al patio y las ventanas,
pero estaba todo firmemente cerrado. Su tía caminaba a su lado como sonámbula. Iba
con los ojos cerrados, y parecía limitarse a seguir la presión del brazo de él. Shorthouse
estaba asombrado de su valor. Al mismo tiempo, observó que su cara había
experimentado un cambio especial que, de algún modo, escapaba a su poder de análisis.

—Aquí no hay nada, tía —repitió en voz alta, con viveza—. Subamos a echar una
mirada al resto de la casa. Luego escogeremos una habitación donde esperar.

Tía Julia le siguió obediente, pegada a su lado, y cerraron tras ellos la puerta de la
cocina. Fue un alivio subir otra vez. En el recibimiento había más luz que antes, ya que
la luna había bajado un poco en la escalera. Cautelosamente, empezaron a subir hacia la
bóveda oscura del edificio, con el enmaderado crujiendo bajo su peso.

En el primer piso descubrieron el gran salón doble, cuya inspección no reveló nada:
tampoco aquí encontraron signo alguno de mobiliario o de reciente ocupación; no había
más que polvo, abandono y sombras. Abrieron las grandes puertas plegables entre el
salón de delante y el de atrás, salieron otra vez al rellano, y continuaron subiendo.

No habrían subido más de una docena de peldaños cuando se detuvieron los dos a la vez
a escuchar, mirándose a los ojos con un nuevo temor por encima de la llama temblona
de la vela. De la habitación que acababan de dejar hacía apenas diez segundos les llegó
un ruido apagado de puertas al cerrarse. No cabía ninguna duda: habían oído la
resonancia que producen unas puertas pesadas al cerrarse, seguida del golpecito seco al
encajar el pestillo.

—Debemos volver, a ver qué ha sido —dijo Shorthouse con brevedad, en voz baja,
dando media vuelta para bajar otra vez.

De algún modo, su tía se las arregló para seguirle, con el rostro lívido, pisándose el
vestido. Cuando entraron en el salón delantero comprobaron que se habían cerrado las
puertas plegables… medio minuto antes. Sin la menor vacilación, fue Shorthouse y las
abrió. Casi esperaba descubrir a alguien ante él, en la habitación de detrás; pero sólo se
enfrentó con la oscuridad y el aire frío.

Recorrieron las dos habitaciones, pero no descubrieron nada de particular. Probaron a


hacer que las puertas se cerrasen solas, pero no había corrientes de aire ni siquiera para
que oscilase la llama de la vela. Las puertas no se movían a menos que alguien las
empujase con fuerza. Todo estaba en silencio como una tumba. Era innegable que las
habitaciones se hallaban totalmente vacías, y la casa entera en absoluta quietud.
—Ya empieza —susurró una voz junto a su codo que apenas reconoció como la de su
tía.

Shorthouse asintió con la cabeza, sacando su reloj para comprobar la hora. Eran las doce
menos cuarto; anotó en su cuaderno exactamente lo ocurrido hasta aquí, dejando antes
la vela en el suelo. Tardó unos momentos en colocarla de pie, apoyándola contra la
pared. Tía Julia ha dicho siempre que en ese momento no miraba, ya que había vuelto la
cabeza hacia la habitación donde creía haber oído moverse algo; en cualquier caso, los
dos coinciden en que sonaron pasos precipitados, fuertes y muy rápidos… ¡y al instante
siguiente se apagó la vela!

Pero para Shorthouse hubo más cosas; y siempre ha dado gracias a su buena estrella de
que le acontecieran a él solo, y no a su tía también. Porque, al incorporarse tras dejar la
vela, y antes de que se apagara, surgió un rostro y se acercó tanto al suyo que casi podía
haberlo rozado con los labios. Era un rostro dominado por la pasión: un rostro de
hombre, moreno, de facciones torpes y ojos furiosos y salvajes. Pertenecía a un hombre
ordinario, y tenía una expresión vulgar; pero al verlo encendido de intensa, agresiva
emoción, le pareció un semblante malvado y terrible.

No hubo el más leve movimiento de aire; nada, aparte del rumor precipitado de pies…
enfundados en calcetines, o en algo que amortiguaba las pisadas; de la aparición de ese
rostro; y del casi simultáneo apagón de la vela.

A pesar de sí mismo, Shorthouse profirió un grito breve, y estuvo a punto de perder el


equilibrio al colgarse su tía de él con todo su peso, en un instante de auténtico,
incontrolable terror. Ella no dijo nada, aunque se agarró a su sobrino con todas sus
fuerzas. Por fortuna no había visto nada: sólo había oído el ruido de pasos.

Recobró el dominio de sí casi en seguida, y él se pudo soltar y encender una cerilla. Las
sombras huyeron en todas direcciones ante la llamarada, y su tía se inclinó y recogió la
boquilla con la preciosa vela. Descubrieron que no había sido apagada de un soplo:
habían aplastado el pabilo. Lo habían hundido en la cera, que estaba aplanada como por
un instrumento liso y pesado.

Shorthouse no comprende cómo su compañera logró sobreponerse tan pronto a su


terror; pero así fue, y la admiración que le inspiraba su autodominio se multiplicó por
diez, al tiempo que avivó la llama agonizante de su ánimo… por lo que se sintió
agradecido. Igualmente inexplicable para él fue la demostración de fuerza física que
acababan de comprobar.

Reprimió al punto el recuerdo de las historias que había oído sobre los médiums y sus
peligrosas experiencias; porque si eran ciertas, y su tía o él eran médiums sin saberlo,
significaba que estaban contribuyendo a que se concentrasen las fuerzas de la casa
encantada, cargada ya hasta los topes. Era como andar con lámparas sin protección entre
barriles de pólvora destapados. Así que, pensando lo menos posible, volvió a encender
la vela y subieron al siguiente piso.

Es cierto que el brazo que agarraba el suyo estaba temblando, y que sus propios pasos
eran a menudo vacilantes; pero prosiguieron con minuciosidad, y tras una inspección
infructuosa subieron el último tramo de escalera, hasta el ático.

Aquí descubrieron un verdadero panal de habitaciones pertenecientes a la servidumbre,


con muebles rotos, sillas de mimbre sucias, cómodas, espejos rajados, y armazones de
cama desvencijados. Las habitaciones tenían el techo inclinado, con telarañas aquí y
allá, ventanas pequeñas, y paredes mal enyesadas: una región lúgubre y deprimente que
se alegraron de poder dejar atrás.

Daban las doce cuando entraron en un cuartito del tercer piso, casi al final de la
escalera, y se acomodaron en él como pudieron para esperar el resto de la aventura.
Estaba totalmente vacío, y se decía que era la habitación —utilizada como ropero en
aquel entonces— donde el enfurecido mozo acorraló a su víctima y la atrapó finalmente.
Fuera, al otro lado del pasillo, empezaba el tramo de escalera que subía a las
dependencias de la servidumbre que acababan de inspeccionar.

A pesar del frío de la noche, algo en el ambiente de esta habitación pedía a gritos que
abriesen una ventana. Pero había algo más. Shorthouse sólo puede describirlo diciendo
que aquí se sentía menos dueño de sí que en ninguna otra parte del edificio. Era algo
que influía directamente en los nervios, algo que mermaba la resolución y enervaba la
voluntad. Tuvo conciencia de este efecto antes de que hubieran transcurrido cinco
minutos: en el corto espacio de tiempo que llevaban allí, le había anulado todas las
fuerzas vitales, lo que para él constituyó lo más horrible de toda la experiencia.

Dejaron la vela en el suelo, y entornaron un poco la puerta, de manera que el resplandor


no les deslumbrase, ni proyectase sombras en las paredes o el techo. A continuación
extendieron la capa en el suelo y se sentaron encima, con la espalda pegada a la pared.
Shorthouse estaba a dos pies de la puerta que daba al rellano; desde su posición
dominaba buena parte de la escalera principal que descendía a la oscuridad, así como de
la que subía a las habitaciones de los criados; a su lado, al alcance de la mano, tenía el
grueso bastón.

La luna se hallaba ahora sobre la casa. A través de la ventana abierta podían ver las
estrellas alentadoras como ojos amables que observaban desde el cielo. Uno tras otro,
los relojes del pueblo fueron dando las doce; y cuando se apagaron los tañidos,
descendió otra vez sobre todas las cosas el profundo silencio de la noche sin brisas. Sólo
el oleaje del mar, lúgubre y lejano, llenaba el aire de murmullos cavernosos.

Dentro de la casa, el silencio se hizo tremendo; tremendo, pensó él, porque en cualquier
instante podía quebrarlo algún ruido ominoso. La tensión de la espera se iba apoderando
cada vez más de sus nervios. Cuando hablaban lo hacían en susurros, ya que sus voces
sonaban extrañas y anormales. Un frío no totalmente atribuible al aire de la noche
invadió la habitación, y les hizo estremecerse. Los influjos adversos, cualesquiera que
fuesen, les minaban la confianza en sí mismos y la capacidad para una acción decidida;
sus fuerzas estaban cada vez más debilitadas, y la posibilidad de un miedo real adquirió
un nuevo y terrible significado.

Shorthouse empezó a temer por la anciana que tenía a su lado, cuyo valor no podría
mantenerla a salvo más allá de ciertos límites. Oía latir su sangre en las venas. A veces
le parecía que lo hacía tan fuerte que le impedía escuchar con claridad otros ruidos que
empezaban a hacerse vagamente audibles en las profundidades de la casa.

Cuando trataba de concentrar la atención en esos ruidos, cesaban instantáneamente.


Desde luego, no se acercaban. Sin embargo, no podía por menos de pensar que había
movimiento en alguna de las regiones inferiores de la casa. El piso donde estaba el
salón, cuyas puertas se habían cerrado misteriosamente, parecía demasiado cercano; los
ruidos provenían de más lejos. Pensó en la gran cocina, con las negras cucarachas
escabullándose, y en la pequeña y lóbrega trascocina; aunque, en cierto modo, parecían
no surgir de parte alguna. ¡Lo que sí era cierto es que no provenían de fuera de la casa!

Y entonces, de repente, comprendió la verdad, y durante un minuto le pareció como si


hubiese dejado de circularle la sangre y se le hubiese convertido en hielo.

Los ruidos no venían de abajo ni mucho menos, sino de arriba, de alguno de aquellos
horrorosos cuartitos de los criados, de muebles destrozados, techos inclinados y
estrechas ventanas, donde había sido sorprendida la víctima, y de donde salió para
morir.

Y desde el instante en que descubrió de dónde procedían, comenzó a oírlos más


claramente. Era un rumor de pasos que avanzaban furtivos por el pasillo de arriba,
entraban y salían de las habitaciones, y pasaban entre los muebles.

Se volvió vivamente hacia la figura inmóvil que tenía a su lado para ver si compartía su
descubrimiento. La débil luz de la vela que entraba por la rendija de la puerta convertía
el rostro fuertemente recortado de su tía en acusado relieve sobre el blanco de la pared.
Pero fue otra cosa lo que le hizo aspirar profundamente y volverla a mirar. Algo
extraordinario había asomado a su rostro, y parecía cubrirlo como una máscara;
suavizaba sus profundas arrugas y le estiraba la piel hasta hacer desaparecer sus
pliegues; daba a su semblante —con la sola excepción de sus ojos avejentados— un
aspecto juvenil, casi infantil.

Se quedó mirándola con mudo asombro… con un asombro peligrosamente cercano al


horror. Era, desde luego, el rostro de su tía. Pero era un rostro de hacía cuarenta años, el
rostro inocente y vacío de una niña.

Shorthouse había oído contar historias sobre el extraño efecto del terror, que podía
borrar de un semblante humano toda otra emoción, eliminando las expresiones
anteriores; pero jamás se le había ocurrido que pudiera ser literalmente cierto, o que
pudiese significar algo tan sencillamente horrible como lo que ahora veía. Porque era el
sello espantoso del miedo irreprimible lo que reflejaba la total ausencia de este rostro
infantil que tenía al lado; y cuando, al notar su mirada atenta, se volvió a mirarle, cerró
los ojos con fuerza para conjurar la visión.
Sin embargo, al volverse, un minuto después, con los nervios a flor de piel, descubrió,
para su inmenso alivio, otra expresión: su tía sonreía; y aunque tenía la cara
mortalmente pálida, se había disipado el velo espantoso, y le estaba volviendo su
aspecto normal.

—¿Ocurre algo? —fue todo lo que se le ocurrió decir en ese momento. Y la respuesta
fue elocuente, viniendo de esta mujer:
—Tengo frío… y estoy un poco asustada —susurró.

Shorthouse propuso cerrar la ventana, pero ella le contuvo, y le pidió que no se apartase
de su lado ni un instante.

—Es arriba, lo sé —susurró, medio riendo extrañamente—; pero no me siento capaz de


subir.

Pero Shorthouse opinaba de otro modo: sabía que la mejor manera de conservar el
dominio de sí estaba en la acción. Sacó un frasco de coñac y sirvió un vaso de licor lo
bastante abundante como para resucitar a un muerto.

Ella se lo tragó con un ligero estremecimiento.

Ahora lo importante era salir de la casa antes de que su tía se derrumbase


irremediablemente; pero no dejaba de ser arriesgado dar media vuelta y huir del
enemigo. Ya no era posible permanecer inactivo: cada minuto que pasaba era menos
dueño de sí, y se hacía imperioso adoptar, sin demora, desesperadas, enérgicas medidas.

Además, debían dirigir la acción hacia el enemigo, y no huir de él; el momento crítico,
si se revelaba inevitable y fatal, había que afrontarlo con valor. Y eso podía hacerlo
ahora; dentro de diez minutos, quizá no le quedasen fuerzas para actuar por sí mismo, ¡y
mucho menos por los dos!

Arriba, entretanto, los ruidos sonaban más fuertes y cercanos, acompañados de algún
que otro crujido del entarimado. Alguien andaba con sigilo, tropezando de vez en
cuando contra los muebles.

Tras esperar unos instantes a que hiciese efecto la tremenda dosis de licor, y consciente
de que duraría sólo unos momentos, Shorthouse se puso de pie en silencio, y dijo con
voz decidida:

—Ahora, tía Julia, vamos a subir a averiguar qué es todo ese ruido. Tienes que venir
también. Es lo acordado.

Tomó el bastón y fue al ropero por la vela. Una figura endeble, tambaleante, con la
respiración agitada, se levantó a su lado; oyó que decía débilmente algo sobre que
«estaba dispuesta». Le admiraba el ánimo de la anciana: era mucho más grande que el
suyo; y mientras avanzaban, en alto la vela goteante, iba emanando de esta mujer
temblorosa y de cara pálida que marchaba a su lado una fuerza sutil que era verdadera
fuente de inspiración para él: tenía algo grande que le avergonzaba y le prestaba un
apoyo sin el cual no se habría sentido en absoluto a la altura de las circunstancias.

Cruzaron el oscuro rellano, evitando mirar el espacio negro que se abría sobre la
barandilla. A continuación empezaron a subir por la estrecha escalera, dispuestos a
enfrentarse a los ruidos que se hacían más audibles y cercanos por momentos. A mitad
de camino tropezó tía Julia, y Shorthouse se volvió para cogerla del brazo; y justo en
ese instante se oyó un chasquido terrible en el corredor de los criados. Le siguió un
intenso chillido agónico que fue grito de terror y grito de auxilio mezclados en uno solo.
Antes de que pudiesen apartarse, o retroceder siquiera un peldaño, alguien irrumpió en
el pasillo, arriba, y echó a correr espantosamente con todas sus fuerzas, salvando los
peldaños de tres en tres, hasta donde ellos se habían detenido. Las pisadas eran leves y
vacilantes, pero tras ellas sonaron otras más pesadas que hacían estremecer la escalera.

Apenas habían tenido tiempo Shorthouse y su compañera de pegarse contra la pared,


cuando oyeron junto a ellos el tumulto de pisadas, y dos personas, sin apenas distancia
entre ambas, cruzaron a toda velocidad. Fue un completo torbellino de crujidos en
medio del silencio nocturno del edificio vacío.
Habían cruzado ante ellos los dos corredores, perseguido y perseguidor, saltando con un
golpe sordo, primero el uno y luego el otro, al rellano de abajo.

Sin embargo, ellos no habían visto nada: ni mano, ni brazo, ni cara, ni siquiera un jirón
revoloteante de ropa.

Sobrevino una breve pausa. Luego, la primera persona, la más ligera de las dos —la
perseguida evidentemente—, echó a correr con pasos inseguros hacia la pequeña
habitación de la que Shorthouse y su tía acababan de salir. Le siguieron los pasos más
pesados. Hubo ruido de pelea, jadeos y gritos desgarradores; poco después, salieron
unos pasos al rellano… los de alguien que caminaba cargado.
Hubo un silencio mortal que duró el espacio de medio minuto, y luego se oyó el ruido
de algo que se precipitaba en el aire. Le siguió un golpe sordo, tremendo, abajo en las
profundidades de la casa, en el enlosado del recibimiento.

A continuación reinó un silencio total. Nada se movía. La llama de la vela se alzaba


imperturbable. Así había permanecido todo este tiempo: ningún movimiento había
agitado el aire.

Paralizada de terror, tía Julia, sin esperar a su compañero, comenzó a bajar a tientas,
llorando débilmente como para sus adentros; y cuando su sobrino la rodeó con el brazo
y casi la llevó en volandas, notó que temblaba como una hoja.

Shorthouse entró en el cuartito, recogió la capa del suelo y, cogidos del brazo,
empezaron a bajar muy despacio, sin pronunciar una sola palabra ni volverse a mirar
hacia atrás, los tres tramos de escalera, hasta el recibimiento.

No vieron nada; aunque, mientras bajaban, tenían la sensación de que alguien les seguía
paso a paso: cuando iban deprisa, se quedaba atrás; cuando tenían que ir despacio, les
alcanzaba. Pero ni una sola vez se volvieron para mirar; y a cada vuelta, bajaban los
ojos por temor al horror que podían sorprender en el tramo superior.
Shorthouse abrió la puerta de la calle con manos temblorosas; salieron a la luz de la
luna, y aspiraron profundamente el aire fresco de la noche que venía del mar.

El mico, cuento de Francisco Tario


Me hallaba yo en el cuarto de baño, afeitándome, y deberían ser más o menos
las diez de la noche, cuando tuvo lugar aquel hecho extravagante que tantas
desventuras habría de acarrearme en el curso de los años. Un cielo impenetrable
y negro, salpicado de blancas estrellas, asomaba por la pequeña ventana
entreabierta, a mis espaldas, a la que yo miraba ahora distraídamente mientras
me enjabonaba el rostro por segunda vez. Del grifo abierto, en la bañera,
ascendía un vapor grato y pesado, que empañaba el espejo. Siempre me afeito
con música -adoro las viejas canciones-, y recuerdo que en un determinado
momento dejó de sonar One Summer Night. Deposité la brocha sobre el lavabo
y salí del cuarto de baño con objeto de cambiar el disco. Mas, cuando iba ya de
regreso, advertí que el agua de la bañera había cesado de caer. Tuve un leve
sobresalto y la sospecha de que, por segunda vez en la semana, mi delicioso
baño nocturno se había frustrado. Así ocurrió, mas no por los motivos que me
eran hasta hoy familiares, pues poco había de imaginar, en tanto cruzaba el
pasillo, que ya estaba presente en el baño la inmensa desdicha aguardándome.
Penetré. Algo, en efecto, por demás imprevisto, acababa de obstruir el paso del
agua en el grifo, aunque, así, de buenas a primeras, no acerté a saber bien qué.
Algo asomaba allí, es claro, haciendo que el agua se proyectara contra las
paredes. Era él. Primero sacó un pie, después otro, y por fin fue deslizándose
suavemente, hasta quedar de pronto atenazado: "Parece un niño desvalido" -fue
mi primera ocurrencia-. Y decidí prestarle ayuda, sin recapacitar. Tratábase,
naturalmente, de no tirar demasiado, de no forzar el alumbramiento y conservar
aquella pobre vida que de tal suerte se veía amenazada. Siempre he sido torpe
en los trabajos manuales y jamás pasó por mi cabeza la idea de que, algún
desventurado día, me vería obligado a actuar de comadrona. Así que, puesto de
rodillas sobre el piso húmedo del baño, fui intentando de mil formas distintas
rescatar al prisionero de su insólito cautiverio. Tenía ya entre mis dedos una
gran parte de su cuerpo, mas la obstinada cabeza no parecía muy dispuesta a
abandonar la trampa. El pequeño ser pataleaba y comprendí que estaba a punto
de asfixiarse. Fue muy angustioso el momento en que admití que todo estaba
perdido, pues de pronto cesó el pataleo y sus miembros adquirieron un leve
tono violáceo. "Quizá conviniera –pensé- llamar cuanto antes a la comadrona."
Pero he aquí que, aplicando el conocido sistema que se emplea para descorchar
el champagne, logré hacer girar el pequeño cuerpo en un sentido y otro,
valiéndome principalmente del dedo pulgar. El resultado no pudo ser más
satisfactorio, pues pronto la cabeza comenzó a aparecer, el agua volvió a brotar
agrandes chorros y un ruido seco y breve, como el de un taponazo, me anunció
que el alumbramiento se había llevado por fin a cabo. Desconfiadamente, le
acerqué a la luz y me quedé un buen rato examinándole. Era sumamente
sonrosado, en cierto modo encantador, y tenía unos minúsculos ojos azules, que
se entreabrieron perezosamente bajo el resplandor de la luz. Ignoro si me
sonrió, pero tuve esa impresión enternecedora. Al punto estiró los pies, pataleó
una vez o dos y alargó con voluptuosidad los brazos. A continuación bostezó,
dejó caer la cabeza con un gesto de fatiga y se quedó dormido.
La situación no me pareció sencilla y, por lo pronto, cerré precipitadamente el
grifo, pues la bañera se había llenado hasta los bordes y comenzaba a
derramarse el agua. Cogí una toalla y lo sequé. Era una piel muy maleable la
suya, y tan escurridiza, que aun a través de la toalla resultaba difícil apresarlo.
Aquí empezó a tiritar de frío, y ello me sobrecogió. Cerré de golpe la ventana y
me encaminé a mi alcoba. Allí abrí el embozo de la cama y lo acomodé
cuidadosamente entre las sábanas. Resultaba extraña la amplitud del lecho con
relación a aquella insignificante cabeza, del tamaño de una ciruela, reclinada
sobre mi almohada. De puntillas, bajé sin ruido las persianas, cerré
cautelosamente la puerta y me dirigí al salón. Después coloqué otro disco,
preparé mi pipa y me senté a reflexionar.
De entre todas mis memorias y lecturas no logré recordar nada semejante, ni
una sola situación que pudiera equipararse a la mía en aquella tibia noche de
otoño. Esto me alentó, en cierto modo, confirmándome lo excepcional del
suceso. Mas, a la vez, ninguna orientación aprovechable se me venía a la mente,
con respecto a los que pudieran ser mis inmediatos deberes. El consabido
recurso de informar a la policía se me antojó de antemano risible y por completo
fuera de lugar. ¡No sé lo que la policía pudiera tener que ver en semejante
asunto! Y esta conclusión desalentadora me sumió, en el acto, en una soledad
desconocida, en una nueva forma de responsabilidad moral que yo afrontaba
por primera vez, puesto que si la policía no parecía tener mucha injerencia en
todo aquello, ¿quién, entonces, podría auxiliarme y compartir conmigo tan
desmesurada tarea? Me avergüenza confesar que durante breves instantes creí
haber dado con la solución aconsejable, al aceptar que mi deber de ciudadano
no podía ser otro, en este caso, que recurrir sin pérdida de tiempo al Museo de
Historia Natural. He de convenir incluso en que llegué a descolgar el teléfono,
para volverlo a colgar en seguida. ¡El Museo de Historia Natural! ¿Y con qué
fin? Una sola relación podía ser establecida entre mi inesperado huésped y la
insigne institución, y era ésta el recuerdo que yo guardaba de unas largas hileras
de tarros de cristal, alineados en los anaqueles, y en cuyo interior se exhibían las
más exóticas variantes de lo que ha dado en llamarse la flora y la fauna
humanas. Otro pequeño incidente nada común -la llegada del cartero- me
reafirmó en mi error. Acepté, pues, sonriente, el sobre que me tendía y regresé
al salón.
Como no disponía de otra cama, sería preciso instalarse en el sofá. Y así lo hice,
provisto de una gruesa manta. Fue una noche ingrata, poblada de oscuras
visiones, pues si en alguna ocasión logré conciliar el sueño, pocos instantes
después despertaba sobresaltado, dándome la impresión, no sólo de que no
despertaba, sino que, por el contrario, más y más iba sumergiéndome en el
fondo de una turbia pesadilla. A intervalos, me sentaba en el sofá y cavilaba
aturdidamente. No acertaba a descifrar, en principio, la procedencia de aquel
impertinente viajero que compartía hoy por hoy mi casa, y todas las conjeturas
que llegué a hacerme en tal sentido resultaron a cuál más estúpida y
descabellada. Aunque esto, por otra parte, tampoco me demostraba nada, ya
que existe tal cantidad de hechos sin explicación posible, que éste no parecía ser,
a fin de cuentas, ni más necio o disparatado que otros muchos. Cabía, sí -y éste
fue otro desatino mío-, sospechar del crimen de una mala madre, perpetrado
dentro del propio edificio, con el propósito de deshacerse a tiempo de su mísero
renacuajo, y el que, por una lamentable confusión de las tuberías, había ido a
desembocar justamente en el seno de mi bañera. Pero el hecho de sentirme
arropado en aquel sofá, a altas horas de la noche, cuando debería estar ya desde
hacía tiempo en mi cama, me prevenía de que el suceso, fuese cual fuese la
causa, era a tal punto evidente que no tenía más que incorporarme, dar unos
pasos hasta mi alcoba y comprobarlo con mis propios ojos. Así lo hice una vez,
tentado por la duda, aunque sin encender la lámpara, sirviéndome de mis
fósforos. Allí estaba él, en efecto, contra mi almohada, pequeño y rojo como una
zanahoria, y ligeramente sonriente. Rebosaba felicidad. Su rostro se había
serenado y en su cabeza apuntaba tal cual cabello rojizo, cosa en que no había
reparado. Sus ojos se mantenían cerrados y plegaba de vez en cuando la nariz,
del tamaño de una lenteja. ¿Soñaba? Estoy por decir que sí, aunque no hacía
movimiento alguno, limitándose a arrugar la nariz, tal vez con el propósito,
puramente instintivo, de demostrarme cuan confortable encontraba mi cama y,
en general, todo lo que le rodeaba.
De regreso en el sofá, debí quedarme profundamente dormido, cuando ya los
primeros rayos del sol se filtraban a través de los visillos. Al despertar, horas
más tarde, comprobé con extrañeza que nada a mi alrededor había cambiado. O
digo mal; algo fundamental había cambiado, y era que, a partir de aquella fecha,
irremediablemente, seríamos ya dos en la casa.
Fue en el transcurso de la mañana siguiente cuando creí advertir que mi
pequeño huésped mostraba cierta dificultad en abrir y cerrar los ojos, bien como
si la luz del día le resultara insoportable, o más probablemente como si
empezara a ser víctima de un agudo debilitamiento. Había olvidado neciamente
todo lo relativo a su alimentación, y esta grave contingencia me llenó de
confusión y alarma. ¿Cómo conseguir nutrirlo por mí mismo y con la eficacia
requerida? ¿Qué poder ofrecerle a aquel desmedrado organismo, cuyo estómago
-admití con un escalofrío- no sería capaz de alojar en su seno ni siquiera una
gota de leche? ¿Y cuántas gotas de leche deberían administrársele al día sin
correr el riesgo de exponerlo a un empacho? Corriendo fui a la cocina y regresé
con una tacita de leche, en la que introduje un gotero. Anhelante, apliqué el
gotero a aquellos diminutos labios, que se entreabrieron, y dejé caer una gota.
Con un gesto de repulsión, volvió a cerrarlos, y la gota se desparramó. Ello
agravó mi ansiedad, situándome ante un nuevo enigma. Ciertamente el migajón
resultaba aún prematuro y sospeché, por otra parte, que el agua no bastaría para
reanimarlo. No obstante, hice, por no dejar, la prueba. Aquel gesto de
complacencia, de inmensa dicha, que dibujaron sus labios al aceptar la primera
gota de agua, bastó para confirmarme la idea que venía ya desarrollándose en
mí: que se trataba, de hecho, de un ser eminentemente acuático. Esto, que si en
un sentido favorecía mi tarea, me planteaba un nuevo conflicto, ya que la
resequedad de la atmósfera que se respiraba en la casa terminaría por resultarle
nociva a aquel complicado organismo. Tan rápidamente como pude, me
encaminé de nuevo a la cocina, vacié un gran tarro de compota y, tras lavarlo
con todo esmero; lo llené de agua hasta los bordes. A toda prisa lo transporté a
mi alcoba, lo deposité en la mesita de noche, tomé entre mis manos a la criatura
y la fui sumergiendo lentamente en él. A medida que el agua iba acogiéndolo en
su seno, una plácida sonrisa de bienestar fue invadiendo sus tristes labios. Bien
pronto empezó a moverse -a desperezarse, diría yo- y a entornar sus ojos azules,
que pestañearon con perplejidad. Dejé el tarro sobre la mesita y me senté a su
lado para contemplarlo, absorto en aquel súbito regocijo que invadía ahora al
renacuajo. Recuerdo distintamente cómo el malvado se dejaba traer y llevar por
el suave oleaje del tarro cuando yo, para hacerle rabiar, lo inclinaba en un
sentido y otro. Con los brazos extendidos, el gran nadador subía o bajaba, se
deslizaba sobre el cristal y proseguía evolucionando. Admití, ya sin reservas, que
la primera dificultad estaba salvada. Mas, ¿bastaría con aquello? Bastó -de ello
estuve seguro-, pues, al cabo de una semana, la criatura mostraba un aspecto
excelente y hasta un agudo sentido del humor. En ocasiones incluso ensayaba
pequeñas cabriolas, bien dejándose flotar como un corcho o proyectándose
hasta el fondo del tarro, exhibiendo de esta forma una notable flexibilidad y una
rara disciplina que no dejaron de llenarme de asombro. Algo en él me
desagradaba, no obstante, y era aquella tendencia suya a permanecer en
cuclillas en el fondo del tarro, observándome sin pestañear y con aire de no muy
buena persona. El cristal le achataba el rostro, y entonces yo sentía como si un
detestable ser, sin antecedentes precisos, explorase mi conciencia con no sé qué
funestos propósitos. Al punto yo sacudía el tarro y le hacía dar unos cuantos
traspiés, alejándole de mi vista.
Así fueron transcurriendo los días, y el orden que prevaleció siempre en mi casa
fue restableciéndose poco a poco. Por las mañanas, si hacía sol, sacaba el tarro a
mi terraza y lo dejaba allí hasta el mediodía. Por las tardes, lo introducía en el
salón y, ocasionalmente, escuchábamos algo de música. Debía tener un oído
muy fino y pronto pude darme cuenta de cuáles eran sus preferencias. Ya
anochecido, colocaba el tarro sobre una consola y lo cubría con un paño oscuro,
según suele hacerse con los canarios. A primera hora de la mañana, cambiaba el
agua del tarro, donde empecé ya a introducir terrones de azúcar, cerezas en
almíbar y algunos trocitos de queso, que la criatura había aprendido a roer, no
sin cierta desconfianza. Unas semanas más tarde, sustituí el tarro por una
hermosa pecera, en la que dejé caer dos o tres delfines de caucho y un pato de
color azul, con los cuales se pasaba él las horas muertas. Mostraba una precoz
inteligencia y hasta una sutil picardía, que se me antojaron poco comunes en un
ser humano de su edad. Aunque lo que hacía falta dilucidar, de momento, era si
quien habitaba la pecera constituía efectivamente lo que se entiende por un ser
humano. Ciertos indicios parecían confirmarlo así, en tanto que otras evidencias
posteriores me hicieron ponerlo en duda. Pero, de un modo u otro, repito, al
cabo de unas cuantas semanas todo en el interior de mi casa fue volviendo a la
normalidad.
Mi vida, hasta el momento presente, había sido sencilla y ordenada. Tenía, a la
sazón, cuarenta años y habitaba un cuarto piso, en un alto edificio gris situado
en las afueras de la ciudad. A partir de los quince años trabajé infatigablemente,
con positivo ardor, y, de acuerdo con mis propios planes, dejé de hacerlo a los
treinta y cinco. Durante ese periodo, ahorré todo el dinero de que fui capaz,
sometiéndome a una rígida disciplina que no tardó en dar sus frutos, ya que ella
habría de permitirme realizar, en el momento oportuno, cuanto me había
propuesto. Fue una especie de juego de azar al que me lancé osadamente, y que
sólo podía ofrecerme dos únicas posibilidades: una muerte prematura -lo que
constituiría un fracaso- o una existencia despreocupada y libre, a partir de mi
madurez. Mi plan, afortunadamente, pudo al fin llevarse a cabo, y hoy duermo
cuanto me es posible, como y bebo lo que apetezco, soy perfectamente
independiente y los días se suceden sin el menor contratiempo. Poco me
importan, pues, las estaciones, los vaivenes de la política, las controversias
sobre la educación, los problemas laborales, la sexualidad y las modas. Desde mi
pequeña terraza suelo contemplarlos tejados, muy por debajo del mío, y ello me
otorga como una cierta autoridad. Escucho música, si es oportuno; leo por
simple distracción; apago y enciendo la estufa; paseo sin prisas por el parque y
liquido puntualmente el alquiler. Jamás fui propiamente hermoso, ni sospecho
que atrayente, pues ni siquiera soy alto o bajo, sino de estatura normal. Cierto
que, a primera vista, podría tomárseme por un viajante, aunque quizá también
por un modesto violinista, lo cual es siempre una ilusión. Fiel a mis principios,
rechacé toda compañía engañosa -mujeres, en particular-, pese a que me atrae
salir a la calle, frecuentar los lugares públicos y formar parte de la humanidad.
Me atrae, sí, mirar a la gente ir y venir, afanarse y reír, desazonarse y cumplir
con sus supuestos deberes; esto es, sobrevivir. Yo también sobrevivo, y ambas
cosas son encomiables, siempre y cuando nadie se inmiscuya en mi vida e
interrumpa este laborioso limbo que me he creado al cabo de una larga etapa de
disciplinas, muchas de ellas en extremo amargas.
Qué de sorprendente tiene, por tanto, que la aparición de mi pequeño huésped
haya alterado, de golpe, aquello que, en opinión mía, debería haberse
conservado inalterable. Pero, insisto, el tiempo ha ido transcurriendo, y un
orden nuevo, aunque cordial, ha venido a reemplazar a aquel otro, tal vez
demasiado exclusivo, que imperaba en mi casa. Hoy he vuelto a levantarme a las
diez, a dar mi paseo matinal por el parque, y, al declinar la tarde, he ido al
cinematógrafo. Sobre todo, he vuelto a ocupar mi cama, la cama que me
pertenece por derecho propio, y en ella duermo a pierna suelta, al margen de
cuanto acontece fuera -un mundo que para mí no encierra más atractivo que el
de una grata referencia con que ilustrar y enriquecer mi solitaria existencia, en
la cual soy de todo punto feliz-. Pero no siempre ocurre lo previsto.
Él dormía allá -según venía haciéndolo hasta la fecha-, en el fondo de su pecera,
inmerso en los tibios brazos de su agua azucarada. Debía estar próxima la
madrugada cuando desperté con un súbito desasosiego, que no alcancé a
descifrar, de momento. Me sería difícil expresar hoy si lo que sentí entonces fue
un simple sobresalto o una clara sensación de miedo; mas una intuición
repentina, nacida delo más hondo de mi ser, me avisó que, en aquellos raros
instantes, no me encontraba solo. Había allí, en la oscuridad de mi alcoba, una
invisible presencia, un algo fuera de lo común que no me fue reconocible.
Comprendí que debería darla luz; pero tardé en resolverme. Por sistema,
aborrecí siempre las supersticiones, y he aquí que, por esta vez, estaba siendo
víctima de una de ellas. Por lo pronto, me senté en la cama sin osar moverme. El
silencio era el habitual, aunque la presencia continuaba allí, de eso estuve
seguro. A poco, alguien tiró una vez o dos de los flecos de mi colcha, y el silencio
prosiguió. Fue un tirón débil, pero nervioso y claramente perceptible. Esto se
me antojó ya excesivo y contuve la respiración. Quien tiraba de la colcha repitió
el ademán, ya con cierta osadía. Entonces di la luz. Era él, es claro, de pie sobre
la alfombra amarilla, con una expresión tal de susto que no podría asegurar si
fue mayor mi sorpresa o la íntima conmiseración que experimenté por aquel
desdichado ser que se había lanzado a una aventura semejante. Noté que le
temblaban las piernas y que no lograba sostenerse muy firmemente sobre ellas.
Se mantenía algo encorvado -no sé si envejecido- y tenía los ojos enrojecidos,
como si acabara de llorar. Nos miramos largamente, él todavía sin soltar la
colcha. Por fin extendí los brazos y, tomándolo por las axilas, lo subí con cautela
a mi cama y lo senté frente a mí. Pero aún habríamos de contemplarnos largo
rato antes de que él profiriese aquella oscura palabra -la única que profirió
jamás- y que tan deplorables consecuencias habría de acarrearnos a los dos.
Ocurrió, más o menos, así: sentado, como estaba, alzó hasta mí sus ojos, ensayó
una penosa mueca de alegría e intentó llorar. Después alargó sus brazos en
busca de los míos, y repitió dos veces, con una voz chillona que me exasperó:
¡Mamá! ¡Mamá!
Hecho esto, trató de incorporarse de nuevo, pero rodó sobre la colcha y estalló
en ahogados sollozos.
Fue el comienzo de una nueva vida, de una rara experiencia que yo jamás había
previsto, porque, a partir de aquella fecha, las cosas no fueron ya tan
halagüeñas, y dondequiera que me hallara, en el instante más feliz del día, la
dolorida palabra volvía a mí, oprimiéndome el corazón. Ya no me decidí a
abandonar a mi huésped, según venía haciéndolo hasta ahora, y ningún cuidado
que le prestara me parecía suficiente. Un extraño compromiso parecía haberse
sellado entre él y yo, merced a aquella estúpida palabra, que sería menester
olvidar a toda costa. Al más intrascendente descuido, al menor asomo de
egoísmo por mi parte, surgía dentro de mí la negra sombra del remordimiento,
semejante, debo suponer, al de una verdadera madre que antepone a sus
deberes más elementales ciertos miserables caprichos, impropios de su misión.
Y he de reconocer que, con tal motivo, comenzaron a preocuparme
determinados pormenores que hasta el momento presente me habían tenido sin
cuidado: su salud, el tedio de sus solitarias jornadas ,su irrisoria pequeñez, la
fealdad de sus carnes fláccidas, su inseguro porvenir. Una rara soledad emanaba
del infortunado anfibio y de aquel titubeante paso suyo, con las piernas
ligeramente abiertas, cuando se resolvía, no sin grandes vacilaciones, a
deambular por la casa en busca de un rincón propicio o de una puerta entre
abierta que pudiera ofrecerle algo nuevo y distinto.
En tanto logró él mantenerse en la pecera, mi casa continuó pareciéndome la
misma y, en cierto modo, hasta más lisonjera. Mas, tan pronto osó abandonarla
e impregnó de su miseria la casa, el escenario cambió por completo. Algo
sobrecogedor y triste, positivamente malsano, se dejó sentir ya a toda hora. Aún
más; fue entonces, y no antes, cuando alcancé a darme cuenta con precisión de
que mi huésped se hallaba desnudo, y que esta desnudez sonrosada resultaba
cruelmente inmoral. Anteriormente, él no constituía sino un simple renacuajo,
quizá una misteriosa planta, un pájaro en su jaula, no sé; algo, en suma, que no
había inconveniente alguno en mirar. Pero, ya de pie junto a mi cama o tratando
de escalar a un sillón, renacuajo, planta o pájaro, dejó de ser lo que pretendía y
ya no resultó grato mirarle. Había, pues, que cubrirlo. ¿Que vestirlo, tal vez? Y lo
vestí. Primeramente, de un modo burdo, apresurado e incompleto, sirviéndome
de un trozo cualquiera de paño que le ajusté a la cintura, a manera de faldón.
Después, ya con cierta minuciosidad, ateniéndome a su sexo y hasta eligiendo
los colores. Fue por ello que me puse a coser. Pronto tuve a mi disposición un
regular surtido de telas y todos esos utensilios que requiere un buen taller.
Sentado en una silla de mimbre, dedicado en cuerpo y alma a mi tarea,
transcurrieron aquellas semanas, en el curso de las cuales rara vez me despojé
de mis babuchas. Sentado él también, frente a mí, seguía con gran interés mi
trabajo. Por aquellos días –recuerdo- comenzaba ya, a cruzar una pierna. Pero el
desempeño de mi labor no fue fácil ni mucho menos, pues, repito, siempre he
sido torpe en los trabajos manuales y muy de tarde en tarde alcanzaban las
prendas la perfección deseada. Con frecuencia tenía que repetir las pruebas o
deshacer varias veces lo que ya estaba hecho. Entonces él se ponía de pie,
enderezaba con ilusión el cuerpo y me sonreía. Había allí un espejo donde él se
miraba. Casi nunca dejó de sonreírme en tanto yo le probaba, principalmente en
una ocasión en que decidí confeccionarle un abrigo. El invierno se echaba
encima. Había asimismo que lavarlo, que peinar sus escasos cabellos, que
limpiarle las uñas y pesarlo. Y, sobre todo, fue preciso instalarlo de forma
adecuada, pues, a partir de su primera excursión a mi alcoba, se negó
rotundamente a volver a la pecera, y tantas veces como lo devolví a ella, tantas
otras como escapó furtivamente, en su afán de merodear por la casa. Una
situación difícil, para la cual yo no estaba preparado.
Por fin su alojamiento quedó fijado en la única pieza que se conservaba vacía.
Era un pequeño cuarto de seis metros cuadrados donde fue instalado su
dormitorio, una salita de estar -que servía de comedor asimismo- y un baño
privado. Este relativo confort que me fue dado proporcionarle, alivió
sensiblemente mi ánimo, liberándome de aquel sentimiento penoso que me
agobiara en otro tiempo al dejarle solo. En realidad, dentro de aquel recinto
disponía de todo cuanto pudiera serle necesario, y, lo que era aún más
importante, se hallaba a salvo de cualquier riesgo imprevisible, en particular de
los gatos, que nunca cesaban de merodear por las tardes alrededor de mi cocina.
Sí, era divertido verle lanzar los dados a lo alto, o deslizarse con cara de miedo a
lo largo del tobogán, o soplar en su diminuta corneta de hojalata negra y azul.
Su menú era todavía muy modesto y constaba, por lo general, de unos trozos de
migajón rociados con miel, unas cucharadas de sopa y una discreta ración de
nata fresca o queso. A media tarde le permitía chupar un caramelo de fresa, o
dos o tres gajos de naranja, si lo prefería. De ordinario, me sentaba en el suelo
para verle comer. Hacía una figura simpática, con su minúscula servilleta al
cuello y los pies recogidos bajo la silla, llevándose con indecisión temblorosa la
cucharilla a la boca. Le divertía verme fumar y, como un pequeño mono, trataba
de alcanzar mi pipa, enderezándose sobre su asiento. Diariamente lo bañaba y le
llevaba la cena a lacama cuando todavía no se había puesto el sol. En cambio,
era un gran madrugador, y le sentía andar por los pasillos mucho antes de que
yo me hubiese levantado. Permitíale esta libertad de movimientos a sabiendas
de que, en ningún caso, sería capaz de abrir una puerta o penetrar donde no
debía. Pese a ello, conocía a la perfección todos los rincones de la casa y no me
cupo la menor duda de que, si su complexión se lo hubiese permitido, habría
podido prestarme un gran servicio. He de reconocer, sin embargo, que sus
carnes seguían siendo fláccidas y muy poco consistentes, como una esponja
mojada, y, de hecho, nunca dejó de preocuparme la idea de que, de un modo u
otro, perteneciese a alguna particular rama de la familia de las esponjas. Pero
era feliz, estoy seguro, y conservaba su buen humor de costumbre, salvo cuando
alguien hacía sonar el timbre de la puerta, o silbaba, de pronto, un ferrocarril.
Entonces él se tapaba la cara con las manos y corría a guarecerse en un rincón,
donde permanecía acurrucado hasta que se disipaba el eco. Le entretenían, en
cambio, las mariposas y el piar constante de los pájaros, y tuve, a menudo, la
impresión de que lamentaba profundamente su condición de anfibio, mientras
miraba surcar el aire aquellas ruidosas bandadas de pájaros que nunca faltaban
en mi terraza al caer la tarde.
Por lo que a mí respecta, puedo afirmar que mi vida era de lo más activa y
escasamente disponía de unos minutos de descanso, ocupado a toda hora del
día en los quehaceres domésticos, o en salir y entrar en busca de algo que
siempre hacía falta en la casa. Me llevaba casi toda la mañana recorrer los
mercados, las queserías, las tiendas de comestibles e incluso los
establecimientos de pescado, a la caza de algún novedoso manjar con que
obsequiar a mi huésped, pese a que, por ahora, debería continuar ateniéndome
a un número muy exiguo de alimentos, aunque cuidando de que unos y otros
estuviesen en perfecto estado y fuesen de primera calidad. Ya de regreso, me
dirigía a la cocina y preparaba el almuerzo, sin perder de vista que el menú de la
semana fuese, en lo posible, nutritivo y variado. Como ocurría, por otra parte,
que me había visto obligado a despedir a la persona encargada del aseo de la
casa, con el fin de mantener en secreto la existencia de mi huésped, tenía que
hacerme cargo personalmente de estos menesteres, en los que empleaba gran
parte de la tarde. Un poco antes del oscurecer, como dije, le servía lacena en la
cama y, en cuanto advertía que se había quedado dormido, regresaba al salón y
me entregaba a mis pasatiempos favoritos; esto es, leía o escuchaba un poco de
música. Eran mis únicos ratos libres. Mas la música y la lectura habían
empezado a abrumarme y he de confesar que, por aquel tiempo, fueron
interesándome cada vez menos. Por una u otra razón permanecía distraído,
ajeno a lo que escuchaba o leía, como si todo aquel mundo apasionante no
tuviese ya nada en común conmigo. O era una ligera erupción de la piel, que
había creído notar en la cabeza de la criatura, o eran las compras de la mañana
siguiente, o los nuevos precios del mercado; algo, sin excepción, ocupaba por
entero mis pensamientos. Había empezado a dormir mal y pasé gran número de
noches en vela, agobiado por un sinfín de preocupaciones. Mis sueños solían ser
estrambóticos y se referían invariablemente a grandes catástrofes domésticas de
las que era yo el infortunado protagonista. ¿Comenzaba a metamorfosearme?
Estuve seguro que sí. Ello empezó a inquietarme, a despertar en mí muy serios
temores, y creí, en más de una ocasión, no reconocerme del todo al cruzar ante
un espejo. ¡Ay de mí! No se trataba tan sólo de la extrañeza que me provocaban
ahora mis antiguas aficiones, o de la imagen deformada que pudieran
devolverme los espejos, sino de algo mucho más sutil y grave, casi estúpido, que
yo iba percibiendo dentro de mí. Sentí miedo. Conocía de sobra el poder que
ejercen ciertas obsesiones en el ánimo del hombre, y la sugestión de que el
hombre es víctima bajo el influjo de aquéllas; pero éste no era mi caso, puesto
que, de un modo enteramente consciente, las reconocía y aceptaba,
esforzándome por sustraerme a ellas. Era algo independiente de mí, malvado, y
contra lo cual parecía inútil resistirse. Tengo muy presente un suceso que acaso
explique por sí mismo la disposición de mi ánimo durante aquellos azarosos
días. Debía de ser media mañana y me disponía a salir de compras, cuando mi
pequeño huésped se presentó en el vestíbulo con la sana intención de
acompañarme. Llevaba puestos el abrigo y los guantes, y deduje que él mismo se
había peinado. Hecho tan imprevisto, suscitó en mí una viva zozobra y la noción
de un nuevo conflicto, que hasta hoy no se me había planteado. ¿Cómo acceder
a sus deseos y lanzarme a exhibir por las calles a aquel mísero renacuajo, a
quien a buen seguro echaría mano la policía? Cuidando de no herirle, procuré
disuadirlo de su empeño, pidiéndole que, como venía siendo costumbre, me
aguardara en la casa. No me fue difícil lograrlo, pues siempre se mostraba
ecuánime; aunque lo más lastimoso de todo fue que, a mi regreso, le encontré
hecho un ovillo en su cama, todavía con el abrigo puesto. Había tal expresión de
humillación en sus ojos y se me mostró tan desvalido, que no pude reprimir este
pensamiento, que escapó de mí como un presagio: "Tal vez –me dije- conviniera
proporcionarle un hermanito". La ocurrencia, por así decirlo, notuvo nada de
excepcional, mas surgió de mi interior con un sentido tan oscuro y tan cargado
de sugerencias, que me dejó estupefacto. Aún tuve ánimos para preguntarme
con sorna: "Un hermanito, sí, ¿pero cómo?" Y dejé la interrogación sin
respuesta. Pensé consultar al médico, tomarme unos días de descanso. Frente al
espejo, convine esa misma noche: "Las cosas no marchan bien del todo". Y me
quité el delantal. Mi huésped no quiso cenar y antes de que dieran las ocho
estábamos los dos en la cama.
Mi salud, en los días que siguieron, fue quebrantándose y perdí casi por
completo el apetito. Sufría estados de depresión, agudos dolores de cabeza e
intensas y frecuentes náuseas. Una extraña pesadez, que con los días iría en
aumento, me retuvo en cama una semana. A duras penas conseguía
incorporarme y caminaba con torpeza, como un pato. Padecía vértigos y accesos
de llanto. Mi sensibilidad se aguzaba y bastaba la más leve contrariedad para
que me considerase el ser más infeliz del planeta. El cielo gris y pesado, la
sombra de los viejos aleros, el ruido de la lluvia en mi terraza, el crepúsculo, un
disco, me arrancaban lágrimas y sollozos. Cualquier alimento me revolvía el
estómago y no pude soportar ya el olor de la cocina. Aborrecí un día mi pipa y
dejé de fumar. Me afeité el bigote. El tedio y la melancolía rara vez me
abandonaron y comprendí que me encontraba seriamente enfermo.
Posiblemente estuviese encinta.
Esta grave sospecha me la fue confirmando la actitud de mi huésped. También
él se veía desmejorado, y cuantas veces consentí en que me acompañara junto a
mi lecho de enfermo, sentado allí, en su silla, bajo la lámpara de pie, no dejé de
notar que enflaquecía sensiblemente y que una expresión biliosa, poco grata,
asomaba ya a sus labios. De día en día esta impresión fue haciéndose más
patente, hasta el punto de que ya no me sería posible relacionar a aquel risueño
saltimbanqui, que ensayara piruetas en la pecera, con este otro residuo humano,
desconfiado y distante, que compartía hoy mi vida. No éramos muy felices, por
lo visto, y comenzó a asediarme la idea torturante de la muerte. Nunca, hasta
ahora, había pensado en ello. Oyendo a los vecinos subir y bajar, silbar los
trenes en el crepúsculo o hervir la sopa en la marmita, sentíame tan extraño a
mí mismo, tan diferente de como me recordaba, que no pocas veces llegué a
sospechar, con razón, si no estaría ya de antemano bien muerto. Quizás él, con
su aguda perspicacia, adivinara mis sentimientos, no lo sé; mas sí era
incuestionable que trataba, por todos los medios, de reanimarme con su
presencia, de levantar en lo posible mi ánimo y distraer mi soledad. Pero
resultaban vanas todas sus chanzas, las penosas muecas que me obsequiaba y
aquel desatinado empeño, en hacer sonar su corneta a toda hora. Pronto hube
de callarlo y lo expulsé de mi lado. Había creído descubrir que, en el fondo, no lo
guiaba más que un impulso egoísta, provocado por el temor de que lo
abandonara a su suerte, privándole de su bienestar actual o, cuando menos, del
esmerado confort de que venía disfrutando. No me agradó su expresión de
recelo y aquella fingida congoja con que solía observarme mientras me
mantenía despierto, y que al punto era suplantada por otra expresión agria de
envidia, en cuanto suponía que me había quedado dormido. Con los párpados
entrecerrados, lo observaba yo, a mi vez. ¿Llegó a burlarse de mí? Pude
suponerlo repetidas veces, y estoy seguro de que, por aquellas fechas, le inspiré
un profundo desprecio. Cabe pensar que adivinara mi estado y las
consecuencias que esto podría acarrearle a la larga. Sabía que, de hecho, él no
era sino un intruso, un fortuito huésped, un invitado más, o, en el mejor de los
casos, un hijo ilegítimo. Temía, por tanto, que alguien, con más derechos que él,
viniese a usurpar su lugar y a desplazarlo, puesto que, en realidad, nada en
común nos unía y solamente un hecho ocasional lo había traído a mi lado. Ni su
sangre era la mía, ni jamás podría considerarlo como cosa propia. Su porvenir,
en suma, no debía mostrársele muy halagüeño, y de ahí sus falsas benevolencias
y aquel rencor oculto, que se iba haciendo ostensible. Bien visto, sus temores no
eran injustificados, pues desde hacía varios días algo muy grave venía
rondándome la cabeza, con motivo de mi nuevo estado.
"Todo esto es perfectamente absurdo y lo que ocurre es que estoy hechizado"
-recapacité un día. -¡Mamá! -me interrumpió él, desde el otro extremo de la
alcoba. Y planeé fríamente el asesinato. Apremiaba el tiempo. Esta sola
perspectiva bastó para devolverme las fuerzas y hacerme recuperar, en parte, las
ilusiones perdidas. Ya no pensé en otra cosa que en liberarme del intruso y
poner fin a una situación que, en el plazo de unos meses, prometía volverse
insostenible. La sola idea de realizar mi propósito llegó a ponerme en tal estado
de excitación nerviosa, que no conseguí pegar los ojos en el transcurso de las
siguientes noches. Incluso recuperé el apetito y volví a prestar atención a mis
quehaceres domésticos. Simultáneamente, redoblé mis cuidados con la criatura,
dispensándole toda clase de mimos y concesiones, desde el momento en que ya
no constituía, ante mis ojos, más que un condenado a muerte. Eran sus últimos
días de vida y, en el fondo, sentía una vaga piedad por él. Mas los preparativos
del acto que me proponía llevar a cabo no dejaron de ser laboriosos. Se trataba
de cometer un delito, era indudable, pero, a la vez, de salir indemne de él. Esto
último no me planteaba ningún serio problema, teniendo en cuenta que nadie
-que yo supiera- parecía estar al corriente de su existencia. Pienso que ni mis
propios vecinos llegaron a sospechar jamás de mi pequeño huésped, lo que no
obstaba para que, en mi fuero interno, me preocupara muy seriamente la idea
de incurrir en algún error.
Mi mente, por aquellos días, no se encontraba demasiado lúcida y quién
podría garantizarme que el error no fuese cometido. Los medios de que disponía
eran prácticamente infinitos, pero había que elegir entre ellos. Cada cual ofrecía
sus ventajas, aunque también sus riesgos. Y me resolví por el gas. Mas faltaba
por decidir esto: ¿cómo deshacerme del cadáver? Ello exigió de mí las más
arduas cavilaciones, pues no me sentía tan osado como para ejecutar con mis
propias manos la tarea subsecuente. No estaba muy seguro de que no me
fallasen las fuerzas al enfrentarme, cara a cara, con el pequeño difunto. Si
resultara factible, tratábase de perpetrar el crimen sin mi participación directa,
un poco como a hurtadillas y hasta contra mi propia voluntad. Por así decirlo,
sentía mis escrúpulos y tampoco eran mis intenciones abusar de la fragilidad de
mi víctima. Lo que yo me proponía, simplemente, era liberarme de aquella
angustia creciente, proteger mi nuevo estado y legalizar la situación de mi
familia, aunque poniendo en juego, para tales fines, la más elemental educación.
El maullido de los gatos, rondando esa tarde mi cocina, me deparó la solución
deseada: una vez que el gas hubiese surtido efecto, abriría la ventana de su
alcoba y dejaría libre el paso a los merodeadores, cuidando de ausentarme a
tiempo. Eran unos gatos espléndidos, en su mayoría negros, con unos claros
ojos amarillos que relampagueaban en la oscuridad. Parecían eternamente
hambrientos, y tan luego comenzaba a declinar el sol, acudían en presurosas
manadas, lanzando unos sonoros maullidos que, por esta vez, se me antojaron
provocativos y, en cierto modo, desleales.
Y puse manos a la obra. Desde temprana hora de la tarde procedí a preparar mi
equipaje, que constaba de una sola maleta con las prendas de ropa más
indispensables para una corta, temporada. Tenía hecha ya mi reservación en el
hotel de una ciudad vecina, adonde esperaba llegar al filo de la medianoche. Allí
permanecería tantos días como lo estimara prudente, en parte para eludir
cualquier forma de responsabilidad, y en parte por un principio de buen gusto.
Transcurrido un tiempo razonable, regresaría como si nada a mi casa. Y aún
conservaba la maleta abierta sobre mi cama, cuando advertí que él se acercaba
por el pasillo pisando muy suavemente. Con un vuelco del corazón, le vi entrar
más tarde. Llevaba puestas sus babuchas y una fina bata de casa, en cuyos
bolsillos guardaba las manos. Se quedó largo rato mirándome, con la cabeza un
poco ladeada. Después aventuró unos pasos y se sentó en la alfombra. Había
empezado a llover, y recuerdo que en aquel instante cruzó un avión sobre el
tejado. Le vi estremecerse de arriba abajo, aunque continuó inmóvil esta vez. No
supe por qué motivo mantenía la cabeza inclinada de aquel modo,
observándome con el rabillo del ojo. En realidad, no parecía triste o preocupado,
sino solamente perplejo. Y fue en el momento preciso en que yo cerraba mi
maleta con llave y me disponía a depositarla en el suelo, cuando unas
incontenibles náuseas me acometieron de súbito. La cabeza me dio vueltas y una
sensación muy angustiosa, que nunca había experimentado, me obligó a
sentarme en la cama, para después correr hasta el baño en el peor estado que
recuerdo. Allí me apoyé contra el muro, temiendo que iba a estallar. Algo como
la corriente de un río subía y bajaba a lo largo de mi cuerpo; retrocedía, tomaba
un nuevo impulso e intentaba hallar en vano una salida. Había en mí,
alternativamente, como un inmenso vacío y una rara plenitud. ¿Estaba próximo
el alumbramiento? Eso temí. Y comprendí que debería actuar con la mayor
urgencia. Comencé a vomitar. ¡Mamá! escuché su voz a la puerta.
La prisa y un repentino temor a no poder completar mi tarea me habían hecho
olvidar la maleta y todo lo relativo al hotel. Continuaban maullando los gatos.
Durante un segundo se apagó la luz de la casa, para encenderse de nuevo.
Pensaba ahora en el hospital y en los acontecimientos que se avecinaban. -
¡Mamá! -oí de nueva cuenta.
Entonces abrí la puerta del baño, cogí atolondradamente a la criatura y la
sostuve en alto. Tras despojarlo de su bata de casa, lo estreché fuertemente
contra mi pecho, le miré por última vez y lo arrojé al inodoro. Fue un instante
muy cruel –recuerdo-, mas, a fin de cuentas, era de allí de donde él procedía y
yo no hacía ahora otra cosa que devolverlo a sus antiguos dominios. Esto me
confortó, en lo que cabe. Con el agua al cuello, todavía me miró, confuso,
posiblemente incrédulo, e hizo ademán de salir. Pero yo le retuve allí,
oprimiéndole la cabeza, y él se fue sumergiendo dócilmente, deslizándose sin
dificultad, perdiéndose en una catarata de agua que lo absorbió entre su
espuma. Y desapareció. Inmediatamente después, debí perder el sentido.
Amaneció el día dorado y limpio, con un vasto cielo azul. Una luz temblorosa y
clara caía de lo alto sobre los tejados, y los cristales de mi ventana mostraban
aún las huellas de la pasada lluvia. Reinaba un profundo silencio en la casa. Era
todavía temprano y la ciudad dormía. Flotaba un dulce olor en el aire, como si a
lo largo de toda la noche se hubiese mantenido encendida una gran cantidad de
cirios. Las puertas permanecían cerradas. Una soledad nueva, aunque no
olvidada del todo, se presentía tras aquellas puertas. Quizá conviniera
habituarse. Sonaba apagadamente la música y era muy grato el sol en mi
terraza. Sobre una mesa de la sala, descubrí un libro abierto. En seguida el reloj
dio las horas. Bien visto, todo resultaba muy grato, aproximadamente como
antes. Me senté a leer. Eran bellas aquellas páginas, conmovedoras, y valía la
pena fijar la atención en ellas. Después prepararía el desayuno y, por la tarde,
iría al cinematógrafo. Me habían cedido las náuseas y noté que empezaba a
crecerme el bigote. En el jardín de enfrente seguían cayendo las hojas. El tiempo
me pareció inmenso y propicio para toda suerte de empresas. Pero el tiempo
exige intimidad, sosiego y un profundo recogimiento. Justamente en aquel sofá
había dormido yo una noche, encogido como una oruga, tiritando de frío. Me
eché a reír. Había sido, sin duda, una insólita noche y me agradaría escuchar de
nuevo One Summer Night. ¿Pero quién osaba insinuarme, de pronto, que nunca
más, mientras viviera, me atrevería a penetrar en el cuarto de baño? Penetraría.
Naturalmente que penetraría, y abriría todos los grifos, y me contemplaría en el
espejo, y me sentaría, como de costumbre, en el inodoro. Allí leería el periódico.
Después recorrería la casa, pieza por pieza, e iría abriendo los armarios,
ordenando sus cajones, reconociéndolo todo, desechando cuanto pudiera
considerar estorboso o inútil. Incluyendo aquella alcoba, es claro; y aquella
ropa; y el ajuar; y la corneta. Todo junto iría a parar hoy mismo a la basura.
Cuando un hombre se siente feliz, debe ordenar su casa, procurar que la
felicidad encuentre grata su casa. Así fue quedando la mía: libre, abierta,
florecida. A toda hora entraba el sol en ella, como en una jaula. Pasaban los días.
Una mujer venía por las tardes y se ocupaba de la limpieza. Al caer la noche, se
iba. Yo cerraba la puerta tras ella y daba vuelta a la llave. Rara vez abandonaba
mi pipa y, como el tiempo continuaba tibio y soleado, dejaba abiertas de par en
par las ventanas. Me llegaban todos los rumores y, al oscurecer, se desvanecían.
Eran muy tranquilas las noches, muy quietas. Yo apagaba la luz y me dormía en
el acto. De tarde en tarde, se dejaba oír una corneta, pero ni aun esto me
desazonaba. Más bien la corneta arrullaba mi sueño, porque sabía, en el fondo,
que no podía existir tal corneta. Y sonreía. Daba una vuelta o dos en la cama y ya
estaba dormido de nuevo. Sonaba todas las noches y después cesaba; pero no en
el cuarto de baño, ni siquiera en su alcoba, sino en un lugar impreciso y distante
o como al final de un gran embudo. Habían transcurrido diez días y la corneta
seguía sonando. Mas ocurría -esto era lo sorprendente- que al cerrar bien las
puertas la corneta dejaba de sonar, o, si sonaba, había que mantener el oído
muy atento a ella. Comprendí que, de cualquier modo, sería preciso hacerla
callar en definitiva, pues era lo único que, en cierta forma, comenzaba a
perturbar mi felicidad. El sonido me llegaba a través del pasillo, en dirección a
su alcoba. Hacia allá iba yo ahora, de puntillas, procurando no hacer ruido. Abrí.
La pieza estaba vacía, a oscuras, y no ofrecía nada de particular. Pero la corneta
seguía sonando. Me asomé al cubo de luz. Había una ventana iluminada en el
piso de abajo, y un poco más al fondo estaba él, el mico. Sentado en un gran
sillón tapizado de rojo, sostenía en alto su corneta. Llevaba puesta una larga
camisa de seda y tenía los pies descalzos. En torno suyo un grupo de mujeres
muy jóvenes, sentadas sobre la alfombra, reían y le miraban embelesadas. El
mico parecía feliz. Cuanto más y más soplaba, más y más se reían las mujeres,
agitando sus tiernos pechos. Todas ellas parecían encantadas con el reciente
hallazgo, todas se lo disputaban y no cesaban de reír. El gran aventurero
también reía. Pasaba de unas manos a otras. De pronto, una de ellas lo zarandeó
entre sus brazos y lo lanzó a lo alto, como una pelota. Lo lanzó así dos o tres
veces y las demás se desternillaron de risa. Mas, al cabo, se vio entrar a un
caballero, anunciando, sin duda, que ya era hora de acostarse y de suspender el
juego. Unas y otras se fueron dispersando y se apagó la luz. El caballero corrió
las cortinas, y yo me sentí francamente dichoso. Después regresé a mi cama y no
desperté sino hasta muy entrada la mañana. Así continué durmiendo día tras
día, risueñamente, inefablemente, sin preocuparme ya más por el hechicero. Y
tres meses más tarde di a luz con toda felicidad.

La noche de los feos, cuento de Mario Benedetti

1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo
hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa
marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de
mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de
justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza.
No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento,
que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro
infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más
apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su
propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a
dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin
simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la
primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a
dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos,
vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo
teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia,
sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo
que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera
dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa,
brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no
podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos
rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas


del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de
admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para
Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería
sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A
veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido
un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media
nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé.


Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que
charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A


medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas,
los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para
captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un
rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era
necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar
murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene
evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas
un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en
compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece
compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me
gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para
justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella
como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba
traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía.
Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"


"Sí", dijo, todavía mirándome.

"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un


rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de
que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."

"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y
yo lleguemos a algo."

"¿Algo cómo qué?"

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como


quiera, pero hay una posibilidad."

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

"Prométame no tomarme como un chiflado."

"Prometo."

"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro


total. ¿Me entiende?"

"No."

"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo


no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre


mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.

2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella
respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a
desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba
inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi
tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su
sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella


mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un
relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano
ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una
lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un
poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre
sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y


pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca
siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la


cortina doble.

Le oí este cuento a Auggie Wren, cuento de Paul Auster

Le oí este cuento a Auggie Wren.


Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo
bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero
nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y
la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del
mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el
único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro
allí bastante a menudo.
Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño
hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y
revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir
acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la
tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era
yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las
cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para
Auggie, me había convertido en una persona distinguida.

A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores,


pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto
el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un
camarada.

A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso.

Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría


yo dispuesto a ver sus fotografías.
Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de
rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo.
Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente.

En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó
doce álbumes de fotos negros e idénticos.
Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al
día en hacerla.

Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la
esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había
hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista.
El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías.

Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban


dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las
fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no
sabía qué pensar.
Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y
desconcertante que había visto nunca.

Todas las fotografías eran iguales.

Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba


aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable
delirio de imágenes redundantes.

No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las
páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación.

Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la


cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de
repente me interrumpió y me dijo:
- Vas demasiado deprisa.
Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto.
Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada.

Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente.

Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones
meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que
avanzaban las estaciones.

Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever


el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa
tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los
domingos).

Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo


plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo
lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la
cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la
diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus
estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar
historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas
encerrados dentro de sus cuerpos.

Cogí otro álbum.

Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio.

Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo


natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina
del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que
había elegido para sí.

Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba


sonriendo con gusto.

Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a


recitar un verso de Shakespeare.

- Mañana y mañana y mañana – murmuró entre dientes -, el tiempo


avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías.
Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero
hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y
empezado a hacer fotos.
Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por
entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New
York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería
en el periódico el día de Navidad.
Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y
amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría.
En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico.
¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté.
¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de
Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad.
Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables
connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita
sensiblería y melaza.
Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de
deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría
escribir algo así.
Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento
de Navidad que no fuera sentimental?
Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja.
Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión
sin alas.
No conseguía nada.
El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría
la cabeza.
Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias,
y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre.
Me preguntó cómo estaba.
Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis
preocupaciones sobre él.
- ¿Un cuento de Navidad? – dijo él cuando yo hube terminado.
¿Sólo es eso?
Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que
hayas oído nunca.
Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos
sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers
colgadas de las paredes.
Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie
se lanzó a contarme su historia.
- Fue en el verano del setenta y dos – dijo.
Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda.
Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un
ratero de tiendas más patético.
Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo,
metiéndose libros en los bolsillos del impermeable.
Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al
principio no le vi.
Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar.
Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del
mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic.
Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié.
Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me
agaché para ver lo que era.
Resultó que era su cartera.
No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro
fotografías.
Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara.
Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena.
No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba
en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él.
Robert Goodwin. Así se llamaba.
Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su
madre o abuela.
En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de
béisbol y con una gran sonrisa en la cara.
No tuve valor.
Me figuré que probablemente era drogadicto.
Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué
importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera.
De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y
otra vez y nunca hacía nada al respecto.
Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer.
Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su
familia estaban en Florida visitando a unos parientes.
Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de
mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la
cocina.
Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me
pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas.
Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de
encontrar el edificio.
Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que
estás en otro sitio.
Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa
nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para
asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme,
oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja
pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
- ¿Eres tú, Robert? – dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y
abre la puerta.
Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que
noto es que es ciega.
- Sabía que vendrías, Robert – dice -. Sabía que no te olvidarías de tu abuela
Ethel en Navidad.
Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo
deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba
ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
- Está bien, abuela Ethel – dije-. He vuelto para verte el día de Navidad. No
me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea.
Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió
así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la
abrazaba a ella. No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo
menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando
engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener
que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su
nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la
diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto
que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente. Así que
entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero
basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que
se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le
mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que
estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se
los creía todos.
- Eso es estupendo, Robert – decía, asintiendo con la cabeza y
sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha
comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de
cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de
patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas
de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar
una comida de Navidad bastante decente.
Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando
terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las
butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al
cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron
otro giro.
Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel,
pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por
ello. Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha,
veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros,
completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera
calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde
almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente
nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de
baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo,
me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar. No debí
ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había
quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo.
Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del
ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí
marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era
ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la
mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la
historia.
- ¿Volviste alguna vez? – le pregunté.
- Una sola – contestó.
Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la
cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de
devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado,
pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
- Probablemente había muerto.
- Sí, probablemente.
- Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
- Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
- Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
- Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena
obra.
- La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a
quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
- Todo por el arte, ¿eh, Paul?
- Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
- Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
- Sí – dije -. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una
sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la
expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del
resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se
había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había
quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había
embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se
la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
- Eres un as, Auggie – dije -. Gracias por ayudarme.
- Siempre que quieras – contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca
en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos,
¿qué clase de amigo eres?
- Supongo que estoy en deuda contigo.
- No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás
nada.
- Excepto el almuerzo.
- Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la
cuenta.

No puedo evitar decir adiós, de Ann Mackenzie


Me llamo Karen Anders y tengo nueve años y soy pequeña y morena y
corta de vista y vivo con Max y Libby y no tengo amigas.
Max es mi hermano y es veinte años mayor que yo y tiene los ojos juntos
y aire preocupado. Nosotros los Anders fuimos siempre muy caseros y tiene
asma también.
Libby siempre fue guapa pero ahora ha ganado peso y en su bikini nuevo
parece una luchadora de lucha libre a mí me gustaría tener un bikini pero Lib no
me lo comprará yo creo que no me daría tanto miedo el agua si tuviera un bikini
amarillo que ponerme en la playa.
Una vez cuando yo tenía siete años mi padre y mi madre fueron de
compras y no volvieron nunca a casa hubo un atraco en el banco como en la tele
y Lib dijo que aquel loco les segó por la mitad.
Antes de que se fueran yo sabía que tenía que despedirles y yo dije claro y
despacito adiós Mamá primero y luego adiós Papá pero nadie se fijó mucho
viendo que sólo iban de compras pero después Max se acordó y le dijo a Libby
por la forma en que esa nena dijo adiós se podría pensar que sabía lo que iba a
pasar.
Libby dijo por amor de Dios sé razonable querido cómo iba ella a poder
saberlo pero me imagino que ahora somos nosotros los responsables de ella
¿has pensado en eso?
Por su tono de voz no parecía precisamente complacida.
Bueno después que vine a vivir con Max y Libby yo supe que tenía que
despedirme del hermano de Lib. Dick estaba jugando a las cartas con ellos en la
salita y cuando Lib gritó Karen vete a la cama me acerqué a él y me planté toda
tiesa con las manos caídas y los dedos entrelazados como la señorita Jones nos
manda en la escuela cuando tenemos coro.
Yo dije muy despacio y claro bueno adiós Dick y Libby me echó una
especie de mirada rara.
Dick no levantó la mirada de sus cartas y dijo buenas noches nena.
La noche siguiente antes de que ninguno de nosotros volviera a verle
estaba muerto de una enfermedad llamada peritonitis te revienta en el estómago
y te lo llena de agujeros.
Lib dijo Max oíste como le dijo adiós a Dick y Max empezó a jadear y a
dar boqueadas y dijo que ya te lo dije verdad que había algo raro lo que me pone
enfermo de miedo es de quien se va a despedir la próxima vez ya me gustaría
saberlo y Lib dijo vamos querido vamos procura tranquilizarte.
Yo salí de detrás de la puerta donde estaba escuchando y dije no te
preocupes Max estarás perfectamente.
Tenía la cara toda llena de ronchas y la boca azul y con un susurro
rasposo dijo cómo lo sabes.
Qué pregunta más tonta como si fuera a decírselo aunque lo supiera.
Libby se inclinó hacia mí y pegó su cara a la mía y su aliento olía a
cigarrillos y a licor y a ensalada de ajo.
Ella solo dijo entre dientes nunca vuelvas a decirle adiós a nadie ¿me
oyes? nunca jamás.
Lo malo es que no puedo evitar decir adiós.
Después de esto todo fue bien y yo creí que a lo mejor se habían olvidado
pero Libby seguía sin querer comprarme el bikini nuevo.
Un día en la escuela supe que tenía que despedirme de Kimberley y
Charlene y Brett y de Susie.
Bueno pues entrecrucé las manos delante de mí y les fui diciendo adiós
lenta y cuidadosamente uno por uno.
La señorita Jones dijo por Dios Karen por qué tanta solemnidad querida
y yo le contesté bueno verá es que se van a morir.
Ella dijo Karen eres una niña cruel y malvada no debes decir cosas así
mira cómo has hecho llorar a la pobre Susie y ella dijo Susie querida entra en el
coche pronto estarás en casa y te encontrarás perfectamente.
Así que Susie se secó las lágrimas y corrió detrás de Kimberley y Charlene
y Brett y se subió al coche justo al lado de la mamá de Charlene porque esa
semana le tocaba a ella traer y llevar los niños a la escuela. Y esa fue la última
vez que les vimos porque el coche patinó y se salió de la carretera de la montaña
y cayó dando vueltas por toda la pendiente basta el fondo del valle y se incendió.
Al día siguiente no hubo escuela porque fueron los funerales y cantamos
canciones y echamos flores en las tumbas.
Nadie quería ponerse a mi lado.
Cuando acabó la señorita Jones se acercó a ver a Libby y yo dije buenas
noches y ella me respondió pero rehuyendo la mirada y ella respiraba como
ansiosa cuando Libby me mandó que me fuera a jugar.
Bueno cuando la señorita Jones se fue Libby me llamó para que volviera y
me dijo no te dije que nunca jamás volvieras a decir adiós a nadie.
Ella me agarró con fuerza y parecía como si los ojos le ardiesen y me
retorció el brazo y me dolía y yo grité no por favor no pero ella siguió
retorciendo y retorciendo así que dije si no me sueltas le diré adiós a Max.
Fue lo único que se me ocurrió para hacer que parase.
Ella dejó de retorcerme el brazo pero seguía agarrándomelo y dijo Dios
mío quieres decir que puedes hacer que pase que puedes hacerlos morir.
Bueno claro que no puedo pero yo no iba a decírselo a ella así que por si
pensaba volver a hacerme daño yo dije sí que puedo.
Ella me soltó y caí de espaldas con fuerza y ella me dijo estás bien te he
hecho daño Karen querida y yo dije sí y más vale que no vuelvas a hacerlo y ella
dijo que yo sólo estaba bromeando y que no lo decía en serio.
Así que entonces supe que ella me tenía miedo y yo dije que quería un
bikini para llevar en la playa uno amarillo porque el amarillo es mi color
favorito.
Ella dijo bueno querida ya sabes que hemos de tener cuidado con los
gastos y yo dije quieres que me despida de Max o no.
Ella se dejó caer contra la pared y cerró los ojos y se quedó quieta del
todo durante un rato y yo dije qué haces y ella contestó pensando.
Entonces de repente abrió los ojos y me sonrió y dijo oye sabes que
mañana vamos a ir a comer a la playa y yo dije quieres decir que me vas a
comprar un bikini y ella dijo sí tu bikini y todo lo que quieras. Así que ayer por
la tarde compramos el bikini y hoy a primera hora Lib fue a la cocina y preparó
para la comida el pollo frito y la macedonia de naranja y la tarta de chocolate y
las rosquillas especiales que hace para acompañarla y dijo Karen estás segura de
que todo está de tu gusto y yo dije claro todo tiene un aspecto magnífico y ahora
que tengo mi bikini nuevo no voy a tener miedo de las olas y Libby se rió y puso
la cesta de la comida en el coche ella tiene unos brazos morenos muy fuertes y
dijo no, me parece que no.
Entonces subí a mi cuarto y me puse el bikini que me venía
perfectamente y fui a mirarme en el espejo y miré y miré y después entrecrucé
los dedos delante de mí y me sentí rara y dije despacio y claro adiós Karen adiós
Karen adiós adiós.

Un día perfecto para el pez plátano de J.D. Salinger

Como en el hotel había noventa y siete publicistas neoyorquinos que


monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la muchacha
del cuarto 507 tuvo que esperar desde el mediodía hasta las dos y
media de la tarde para hacer su llamada. De cualquier modo, no fue un tiempo
perdido. La muchacha leyó un artículo en una revista para mujeres;
el artículo se llamaba “El sexo: cielo o infierno”. Lavó sus
cepillo y su peine. Sacudió la pelusa que tenía la falda de su traje beige.
Puso un botón en su blusa de Saks. Se quitó dos pelos que acababan de
salirle en el lunar. Cuando la operadora al fin llamó a su cuarto, estaba
sentada en el borde de la ventana y ya casi había terminado de pintarse
las uñas de la mano izquierda. Era una muchacha para la que un teléfono
sonando no significaba nada. Era como si su teléfono sonara continuamente
desde que ella entró en la pubertad. El teléfono seguía sonando mientras ella,
con el pincel, repasaba una vez más la uña de su dedo meñique, acentuando
la línea de la luna. Luego tapó el botecito de barniz y, levantándose, agitó su
mano izquierda, la húmeda, en el aire, de un lado a otro. Con su mano
seca recogió un cenicero repleto de colillas del asiento de la ventana y
lo llevó hasta la mesita de noche, sobre la cual estaba el teléfono. Se
sentó sobre una de las bien tendidas camas gemelas y –era el quinto o
sexto timbrazo—levantó el teléfono.
Bueno—dijo, conservando los dedos de su mano izquierda
extendidos y apartados de su bata blanca de seda que, a excepción de
las sandalias, era lo único que llevaba puesto: sus anillos estaban en el baño.
- Ya tengo su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.
Gracias—dijo la muchacha, mientras hacía lugar para el cenicero en la mesita
de noche. Entró la voz de una mujer. Muriel, ¿eres tú?
La muchacha separó un poco la bocina de su oído. Sí, mamá. ¿Cómo estás?—
dijo.
- He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no habías llamado? ¿Estás bien?
Hace dos noches que estoy tratando de comunicarme contigo.
Pero aquí el teléfono estaba …
- Muriel, ¿estás bien? La muchacha aumentó el ángulo de distancia entre
la bocina y su oído. Estoy muy bien. Con mucho calor. Este es el día más
caluroso que ha habido en Florida durante… ¿Por qué no me habías llamado?
No sabes qué pendiente tenía de…
- Mamá, mamita, no me grites. Te oigo perfecto y no hace falta gritar—
dijo la muchacha. Anoche te llamé dos veces. Una después de… Anoche
mismo le dije a tu padre que a lo mejor nos llamabas. Pero no, él tenía que…
Muriel, ¿estás bien?
Dime la verdad.
- Estoy bien. Ya deja de preguntarme eso, por favor. ¿Cuándo llegaron? -
No me acuerdo. El miércoles temprano, por la mañana. ¿Quién manejó? Él—
dijo la muchacha. Y no empieces. Manejó muy bien. Yo estaba sorprendida.
- ¿Cómo que él manejó? Muriel, tú me prometiste que… Mamá—
interrumpió la muchacha, ya te dije. Manejó muy
bien. A menos de cincuenta todo el camino, de hecho.
- ¿No trató de hacer otra vez su numerito con los árboles?
- Mamá, te digo que manejó muy bien. Ya, por favor. Le pedí
que se mantuviera pegado a la línea blanca y toda la cosa, y él entendió
a qué me estaba refiriendo, y sí hizo lo que yo le decía. Hasta se
esforzó por no mirar a los árboles, de eso puedes estar segura. Oye, y
por cierto, ¿ya le arreglaron el coche a mi papá?
- Todavía no. Nos quieren cobrar cuatrocientos dólares y sólo por
- … Mamá, Seymour le dijo a mi papá que él lo iba a pagar todo.
No sé por qué no…
- Bueno, a ver qué pasa. Oye, y ¿cómo se portó?... en el carro y en general. Bien
—dijo la muchacha. ¿Te siguió diciendo ese apodo espantoso? -
No. Ya tiene uno nuevo.
¿Cuál? Ay, da igual, eso qué importa, mamá. Muriel, quiero saber. Tu padre…
Está bien. Me dice Miss Trampa Espiritual 1948—dijo la muchacha, y se rio.
No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso.
Es espantoso. Es deprimente, de veras. Cuando pienso en cómo… Mamá—
interrumpió la muchacha, óyeme bien, por favor.
¿Te acuerdas de ese libro de poemas que él me envió desde Alemania?
Ya sabes cuál; el de los poemas alemanes. ¿Dónde lo dejé? He estado
como loca tratando de acordarme… Tú lo tienes. ¿Segura?—dijo la muchacha.
- Segura. Mejor dicho, yo lo tengo. Está en el cuarto de
Freddy. Lo dejaste aquí y yo no tengo otro lugar para… ¿por qué? ¿Te lo pidió?
- No. Sólo me preguntó por el libro, cuando veníamos para acá
en la carretera. Quería saber si lo había leído. Pero si estaba en alemán.
- Sí mamá, pero eso qué importa –dijo la muchacha, cruzando las piernas-
. Él dijo que los poemas los había escrito el único gran
poeta del siglo. Dijo que yo debía haberme comprado una traducción o
algo así. O aprender el idioma, en todo caso.
- Qué cosa tan terrible. Es deprimente, de veras, eso es lo que
es. Anoche tu padre me decía que…Espérame un momentito, mamá—dijo la mu
chacha. Fue porsus cigarros hasta el asiento de la ventana, encendió uno,
y volvió a sentarse sobre la cama. ¿Mamá?—dijo, exhalando el humo.
- Muriel. Mira, óyeme lo que te voy a decir. Te estoy oyendo.
- Tu papá habló con el doctor Sivetski. ¿Ah, sí?—dijo la muchacha.
Le contó todo. O al menos eso dice… tú sabes cómo es tu
papá. Los árboles. Lo de la ventana. Todas esas cosas horribles que le
dijo a tu abue sobre lo que ella debía planear para su muerte. Lo que
hizo con esas fotos preciosas de las Bermudas… todo… ¿Y qué?—
dijo la muchacha.
- En primer lugar, pues dijo que era un absoluto crimen que el
Ejército lo hubiera dado de alta en el hospital… te juro que eso dijo. Le
aseguró a tu padre que hay una posibilidad ( que es muy posible, dijo)
de que Seymour pudiera perder totalmente el control de sí mismo.
Te lo juro.
- Aquí en el hotel hay un psiquiatra—dijo la muchacha. ¿Quién?
¿Cómo se llama?
- No sé. Rieser o algo así. Se supone que es muy bueno.
Nunca he oído hablar de él. -
Y eso qué, de todos modos se supone que es muy bueno.
- Muriel, por favor, no le hables así a tu madre. Estamos muy
preocupados por ti. Anoche tu padre quería mandarte un telegrama para
decirte que te regresaras, de hecho estamos pens…
- Todavía no me voy a regresar. Así que cálmense.
- Muriel. Te lo juro. El doctor Sivetski dijo que Seymour podía
perder absolutamente el con…
- Acabo de llegar aquí, mamá. Son mis primeras vacaciones en
años y no voy a empacarlo todo así nada más para regresarme a la casa —
dijo la muchacha. Y de todos modos, aunque quisiera, no puedo
viajar como así. Estoy tan quemada que apenas me puedo mover.
- ¿Estás muy quemada? ¿No usaste el bloqueador que te puse
en la maleta? Lo puse exactamente en… Sí lo usé, pero me quemé de
todos modos.
- Qué espanto. ¿De dónde estás quemada? Toda, en todo el cuerpo.
Qué espanto.
- No me voy a morir por eso. Oye, ¿hablaste con ese psiquiatra?
Sí, más o menos.
- ¿Y qué dijo? ¿Y Seymour dónde estaba cuando hablaste con él?
- En el Salón Marino, tocando el piano. Ha estado tocando el
piano las dos noches que llevamos aquí. Bueno ¿y qué te dijo?
Pues no mucho.
Él fue el que habló primero conmigo.
Anoche yo estaba sentada a su lado, estábamos jugando Bingo, y él me
preguntó si no era mi esposo el que estaba tocando el piano en el salón
de junto. Le dije que sí, que sí era, y me preguntó si Seymour había
estado enfermo o algo por el estilo. Y yo le dije que… ¿Por qué te preguntó eso?
- Yo qué sé, mamá. Supongo que porque vio a Seymour muy pálido y todo eso –
dijo la muchacha. La cosa es que después del Bingo él y su esposa me invitaron
a tomar una copa con ellos.
Y acepté. Su esposa era horrible. ¿Te acuerdas de ese vestido de noche
que estaba espantoso, el que vimos en el aparador de Bonwit? El que
dijiste que debías tener un cuerpo delgadí… ¿El verde? Ése. Lo tenía puesto.
Y toda gorda. Se la pasó preguntándome si Seymour era pariente de Suzanne
Glass, la millonaria que tiene su tienda en Madison Avenue.
- Bueno, pero ¿qué dijo el doctor?
- Ah. Pues no mucho, en realidad. O sea, estábamos en el bar y
todo eso. Había muchísimo ruido. -
Sí pero… pero ¿le contaste lo que quiso hacer con la silla de tu abue?
- No, mamá. No llegué a tantos detalles—dijo la muchacha.
Seguro que voy a tener la oportunidad de hablar con él otra vez.
Se la pasa en el bar todo el día.
- ¿No dijo si era posible que Seymour se pusiera… ya sabes…
que hiciera cosas raras o algo así? ¡Que pudiera hacerte algo! No exactamente—
dijo la muchacha. Necesitaría tener más
detalles, mamá. Tienen que saber sobre tu infancia, y todo eso.Te digo
que apenas pudimos hablar. Había mucho ruido ahí dentro.
- Bueno. ¿Qué tal te quedó tu falda azul? Muy bien. Tuve que arreglarle
el dobladillo. ¿Y cómo está la moda este año? -
Fatal. Pero algo que no crees, fuera de este mundo. Puras lentejuelas…
ves de todo—dijo la muchacha. ¿Qué tal está tu cuarto?
- Pues bien. Bien a secas. No pudimos conseguir el cuarto en
el que estuvimos antes de la guerra—dijo la muchacha. Este año la gente
está que no lo crees. Deberías ver lo que se sienta junto a nosotros en el
comedor.
En las mesas de al lado. Parece que los mandaron en un camión de redilas.
- Bueno, en todas partes está igual. ¿Y tu vestido ballerina?
- Muy largo. Te dije que iba a estar muy largo.
- Muriel, te pregunto por última vez: ¿de veras estás bien? Sí, mamá—
dijo la muchacha. Por enésima vez. ¿Y no quieres regresarte a la casa? -
No, mamá.
- Anoche tu padre dijo que por su parte está más que dispuesto
a pagarte tu estancia en otro lugar; para que te fueras sola y pensaras las cosas
otra vez, con más calma. Podrías irte en uno de esos cruceros…
Los dos pensamos que… No, gracias—dijo la muchacha y descruzó las piernas.
Mamá, esta llamada va a costar muchísi…
- Cuando pienso cómo esperaste a ese muchacho durante toda la guerra… O
sea, cuando una piensa en todas esas muchachas
descocadas que ya estando casadas se… Mamá—dijo la muchacha, mejor
colgamos. Seymour puede llegar en cualquier momento. ¿Dónde está?
- En la playa. ¿En la playa? ¿Solo? ¿Cómo lo dejas solo en la playa? Mamá—
dijo la muchacha, hablas de él como si fuera un loco de atar. -
Yo no dije nada de eso, Muriel.
- Bueno, pues a eso sonó. No le hace nada a nadie. Sólo se está
ahí. Ni siquiera se quita la bata. ¿Cómo que no se quita la bata? ¿Y por qué?
- No sé. Supongo que es porque es tan pálido.
- Pero mi amor, si a él le hace falta tomar sol. ¿No hay modo
de decirle que tome sol? Tú conoces a Seymour—dijo la muchacha y
cruzó las piernas otra vez. Dice que no quiere tener a una bola de estúpidos
mirándole su tatuaje.
- ¡Pero si no tiene ningún tatuaje! ¿Qué se hizo uno en el ejército? -
No, mamá, no—dijo la muchacha y se puso de pie. Oye,
mira, si puedo te llamo mañana.
- Muriel. Escúchame lo que voy a decirte. Sí, mamá—dijo la muchacha,
recargando el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha. Llámame en el mismo
momento en que él haga, o diga,
cualquier cosa que parezca rara… ya sabes a qué me refiero. ¿Me estás oyendo?
- Mamá, yo no le tengo miedo a Seymour. Muriel, quiero que me lo prometas.
- Está bien, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la muchacha.
Le mando un beso a mi papá—colgó el teléfono. Simor Glass—
dijo Sybil Carpenter, quien estaba en el hotel con su madre. ¿Y Simor Glass?
- Mi amor, ya deja de repetir eso. Tu mamita se está volviendo
loca. Ya estáte quieta, por favor. La señora Carpenter estaba poniendo
bloqueador sobre los hombros de Sybil, extendiéndolo sobre
los huesos delicados, como alas, de su espalda.
Sybil miraba al mar sentada, en un equilibrio
precario, sobre una pelota de playa inflada e inmensa. Tenía un traje de
baño de dos piezas, amarillo canario; en realidad una de esas piezas no
le haría falta sino en otros nueve o diez años.
- De veras que era un pañuelo de seda… una lo veía con sólo acercarse—dijo la
mujer que estaba junto a la señora Carpenter, sentada en la otra silla de playa-
. Ojalá supiera cómo es que ella se lo
pudo amarrar así. Era de veras una lindura.
- Sí, me lo imagino—convino la señora Carpenter. Sybil,
estáte quieta, mi amor.
- ¿Y Simor Glass? La señora Carpenter suspiró. Está bien—dijo. Puso la tapa
sobre el botecito del bloqueador-
. Ya vete a jugar, mi amor. Mamá se va a ir al hotel a
tomarse un martini con la señora Stubbel. Te guardo la aceituna y te la
doy luego. Cuando se quedó sola, Sybil bajó corriendo de inmediato hacia
la parte húmeda de la orilla y se encaminó rumbo al pabellón de los
pescadores. Sólo se detuvo para aplastar con el pie un castillo derruido
y erosionado por el agua; y enseguida dejó atrás la zona reservada a los
clientes del hotel. Caminó como un cuarto de milla y entonces, de repente, se
echó a correr hacia el otro lado, subiendo de la arena húmeda a la parte
más seca de la playa. Se detuvo de golpe cuando llegó al sitio donde
había un hombre joven tirado bocarriba. -
¿No vas a meterte al agua, Simor Glass?
El joven se incorporó, se llevó la mano derecha a las solapas
de su bata de baño. Se puso bocabajo, dejando que la toalla enrollada le
cayera sobre los ojos y miró a Sybil de reojo. Ah. Sybil. Qué pasó.
- ¿No vas a meterte al agua? Estaba esperándote a ti—dijo el joven-
. ¿Qué ha habido?
¿Qué? Que ¿qué ha habido? ¿Qué vas a hacer? Mi papá llega mañana en avión

dijo Sybil pateando la arena.
- Nada más no me la eches en la cara—dijo el joven, poniendo
la mano en el talón de Sybil. Bueno, ya debía haber llegado. Tu papá.
Lo he estado esperando a toda hora. ¿Dónde está la mujer que vino contigo?
- ¿La mujer?—el joven se sacudió la arena que le había caído
sobre el pelo delgadísimo. Es muy difícil saberlo, Sybil. Puede estar
en mil partes. Con la peinadora. O tiñéndose el pelo de café. O en su cuarto,
haciendo muñecos para los niños pobres. Moviéndose
bocabajo, el joven cerró los puños, puso uno encima del otro y recargó
la barbilla en el puño de arriba. Pregúntame otra cosa, Sybil—dijo.
Está precioso tu traje de baño. A mí de las cosas que más me gustan
son los trajes de baño azules. Sybil lo miró y luego bajó la vista para verse el
bultito del estómago.
- Este traje de baño es amarillo—dijo. Es amarillo. ¿Ah, sí? A ver, acércate más.
Sybil dio un paso adelante. Tienes toda la razón. Qué tonto me vi.
- ¿No te vas a meter al agua?—dijo Sybil. -
Lo estoy pensando seriamente. Estoy pensándolo muchísimo, Sybil, por si
quieres saberlo. Sybil apretó el flotador de hule que el joven utilizaba a veces
para recargar la cabeza. Le hace falta más aire—dijo ella.
- Tienes razón. Necesita más aire del que yo creo. Quitó los
puños y dejó la barbilla descansando sobre la arena. Sybil—dijo-
, te ves muy bien. Me da gusto verte. Cuéntame algo de tu vida-
. Se incorporó y tomó entre sus manos los dos talones de Sybil-
. Yo soy capricornio—dijo. ¿Tú de qué signo eres? -
Sharon Lipschutz dijo que tú la dejaste sentarse junto a ti en el piano—
dijo Sybil. ¿Eso dijo Sharon Lipschutz? Sybil afirmó moviendo la cabeza
vigorosamente. Él le soltó los talones, retrocedió las manos y recargó la
cara sobre su antebrazo derecho.
–Pues en fin –dijo, tú sabes cómo pasan
esas cosas. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú que no te aparecías
por ninguna parte. Y entonces llegó Sharon Lipschutz y se sentó junto
a mí. Ni modo de empujarla, ¿o sí? 17 Sí. No, no. No. Cómo iba a hacerle eso—
dijo el joven. De todos modos, voy a decirte qué fue lo que hice. ¿Qué?
- Me hice a la idea de que ella eras tú.
Sybil bajó la vista de inmediato y empezó a cavar en la arena.
- Vamos a meternos al agua—dijo. Está bien—dijo el joven-
. Yo creo que ya estoy listo.
- Otra vez que pase eso, tírala del asiento—dijo Sybil.
- ¿Que tire a quién? A Sharon Lipschutz. Ah, Sharon Lipschutz—dijo el
joven.
Cómo vuelve ese nombre. Mezclando memoria y deseo-
. De repente se puso de pie. Miró el mar.
–Sybil—le dijo, ¿sabes qué vamos a hacer? Vamos a ver
si agarramos un pez del plátano.
- ¿Un qué? Un pez del plátano—dijo él, y se desanudó el lazo de la bata.
Luego se la quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos, el traje de
baño era azul celeste. Fue doblando la bata, primero a la mitad, luego
en tres partes. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la
extendió
sobre la arena y tiró la bata doblada encima de ella. Se
agachó, recogió el flotador y lo aseguró bajo su brazo derecho. Luego,
con su mano izquierda, tomó la mano de Sybil. Los dos empezaron a bajar
hacia el océano.
- Me imagino que ya has visto peces del plátano alguna vez en tu vida—
dijo el joven. Sybil negó con la cabeza. -
¿Nunca los has visto? ¿Pues dónde vives tú?
No sé.
Claro que sabes dónde vives. Tienes que saberlo. Sharon
Lipschutz sabe dónde vive y sólo tiene tres años y medio de edad.
Sybil se detuvo y separó con rapidez su mano de la de él.
Levantó una concha de mar y la miró con un interés elaborado. Luego la tiró.
- Whirly Wood, Connecticut—dijo ella, y siguió caminando,
con la barriga por delante.
- Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven. ¿De casualidad
no está cerca de Whirly Wood, Connecticut? Sybil lo miró. Yo vivo
en Whirly Wood, Connecticut. Sybil se adelantó
corriendo unos pasos, se cogió el pie con la mano del mismo lado y brincó dos o
tres veces.
- No te imaginas el modo en que eso aclara las cosas—dijo el joven.
Sybil se soltó el pie.
- ¿Tú ya leíste El pequeño sambo?—dijo. Qué casualidad que me preguntas
eso—
dijo él. Precisamente anoche lo acabo de leer.
Siguió bajando y volvió a tomar la mano de Sybil.
- ¿Qué te pareció?—le preguntó a Sybil. -
¿Lo de los tigres corriendo alrededor del árbol?
- Sí, yo creí que nunca iban a parar. Nunca había visto a tantos tigres juntos.
- Nada más eran seis—dijo Sybil. ¡Nada más seis!—dijo el joven-
. ¿Y te parecen pocos?
- ¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil. ¿Qué si me gusta qué?
- La cera. A mí, mucho. ¿Y a ti? Sybil asintió con la cabeza.
- ¿Te gustan las aceitunas?—preguntó luego.
- Las aceitunas… sí. Las aceitunas y la cera. No voy a ninguna parte sin ellas.
- ¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil. Sí. Sí me gusta—dijo el joven-
. Lo que más me gusta de ella
es que nunca está viendo cómo hacerles daño a los perritos en el lobby
del hotel. Ahí tienes al cachorro de bulldog que es de esa señora de
Canadá. Seguro que no me lo vas a creer, pero a algunas niñitas les
gusta pegarle al perrito con palos de paleta. Pero a Sharon no. Nunca
les pega ni los trata mal. Por eso me gusta tanto. Sybil estaba callada.
- A mí me gusta masticar velas—dijo finalmente. ¿A quién no?—
dijo el joven mojándose los pies. Aj. Está fría-
. Dejó caer el flotador por el reverso. No, Sybil, espera, hasta que entremos un
poco más. Se adentraron hasta que el nivel del agua rebasó la cintura de
Sybil. Luego el joven la levantó y la puso bocabajo sobre el flotador.
- ¿Tú nunca usas gorro para bañarte o algo?—preguntó él. No dejes que me vaya
—ordenó Sybil. Deténme ya.
- Señorita Carpenter. Por favor. Yo sé lo que estoy haciendo— dijo el joven-
. Tú sólo pónte lista para cuando veas a un pez del
plátano. Éste es un día perfecto para el pez del plátano. Yo no veo ninguno—
dijo Sybil. Lo que pasa es que tienen costumbres muy raras—el joven siguió
empujando el flotador.
El agua apenas le iba llegando al pecho. Su vida es muy trágica—dijo él-
. Sybil, ¿tú no sabes lo que hacen? Ella movió la cabeza. Mira, llegan nadando
a un hoyo, en ese hoyo hay muchísimos plátanos. Cuando van nadando,
parecen comunes
y corrientes. Pero ya que están adentro, se portan como cerdos… No, si
te digo: yo me he llegado a enterar de que varios de ellos entraron
nadando a uno de esos hoyos y se llegaron a comer hasta setenta y
ocho plátanos. El joven impulsó el flotador y a su pasajera un pie más
cerca del horizonte. Y claro que luego están tan gordos que ya no
pueden salirse del hoyo otra vez. No caben por la puerta. No me lleves tan lejos
—dijo Sybil. ¿Y qué les pasa? ¿Qué les pasa a quiénes? A los peces del plátano.
- Ah, ¿tú dices después de que se comen tantos plátanos y que ya no pueden
salir del hoyo? Sí—dijo Sybil. Bueno, pues no quería decírtelo. Se mueren, Sybil.
¿Por qué?—preguntó Sybil.
- Bueno, pues les da la fiebre de plátano. Es una enfermedad terrible.
Ahí viene una ola—dijo Sybil con nerviosismo.
- No le vamos a hacer caso. Vamos a hacer como que no existe —dijo el joven-
. Dos esnobs. Cogió con sus manos los talones de
Sybil y la dirigió como un timón. El flotador se elevó y libró la ola. El
agua empapó el pelo rubio de Sybil, pero ésta dio un grito de placer.
Cuando el flotador quedó otra vez a nivel, Sybil levantó la
mano y se quitó de los ojos un mechón de pelo húmedo, pegado a la cara, y dijo:

- Acabo de ver uno. ¿Qué viste? Un pez del plátano. ¡Pero cómo!—dijo el joven
- . ¿Y tenía muchos plátanos en la boca?
- Sí—dijo Sybil. Seis.
El joven cogió de pronto uno de los pies mojados de Sybil, que
colgaban del flotador, y le besó el arco. Hey—
dijo la dueña del pie, dándose la vuelta.
- Oye, ya nos vamos. ¿Ya fue suficiente? ¡No! Pues ni modo—
dijo y se dedicó a empujar el flotador hacia
la playa hasta que Sybil pudo bajarse. Él lo cargó el resto del trayecto. Adiós—
dijo Sybil, y corrió sin pena rumbo al hotel.
El joven se puso la bata, juntó las solapas y apretujó la toalla en su
bolsillo. Recogió el flotador mojado y arenoso y se lo puso bajo el
brazo. Luego caminó solo rumbo al hotel pasando por la arena blanda y
ardiente. En la planta baja del hotel, donde se detenían los bañistas con
permiso de la gerencia, una mujer que tenía untada en la nariz una
pomada color zinc entró al elevador con el joven. Veo que usted está
mirándome los pies—dijo cuando el ascensor se puso en movimiento. ¿Perdón?
- Dije que usted me está mirando los pies.
- Me perdona, pero lo que estaba mirando es el piso—dijo la
mujer, y fijó la vista en las puertas del elevador.
- Si quiere mirarme los pies, véamelos—dijo el joven, pero
no lo haga con su jodida hipocresía. Déjeme bajar aquí, por favor—
dijo de inmediato la mujer a la muchacha que manejaba el elevador.
Las puertas se abrieron y la mujer salió sin mirar atrás.

- Tengo dos pies normales y no veo la mínima razón para que


a cualquiera se le ocurra mirarlos—dijo el joven. Quinto piso, por favor-
. Sacó la llave del cuarto del bolsillo de su bata.
Bajó en el quinto piso, avanzó por el pasillo y se metió en el
507. El cuarto olía a maletas nuevas de piel de borrego y a removedor de
barniz de uñas. Miró a la muchacha que dormía sobre una de las camas
gemelas. Luego fue hasta uno de los velices del equipaje, lo abrió, y
desde debajo de una pila de calzones y ropa interior sacó una Ortgies
automática,
calibre 7.65. Sacó el cargador, lo revisó y volvió a
colocarlo. Quitó el seguro. Luego cruzó el cuarto y se sentó en la cama
gemela desocupada, miró a la muchacha, se apuntó la pistola, y se pegó
un balazo en la sien derecha.

Bajo otros escombros, cuento de Augusto Monterroso

Vemos a ese hombre que se pasea agitado ante la puerta del hotel de paso
en la calle París de Santiago de Chile, y que vigila. Sospecha. Durante los
últimos días no ha hecho otra cosa que sospechar. Lo ha visto a los ojos ha
sospechado. Ha notado que su mujer le sonríe en forma demasiado natural, que
todo le parece correcto o no, y que ya no le discute tanto como antes, y ha
sospechado. Cualquiera lo haría. Estas situaciones son así. De pronto sientes en
la atmósfera algo raro, y sospechas. Los pañuelos que regalaste empiezan a ser
importantes, y siempre falta uno y nadie sabe en dónde está. Entonces este
caballero, armándose de valor ha ido al hotel. Al fin se ha decidido a acabar con
sus dudas, a ser lo bastante hombrecito para aguardar a verlos salir y atraparlos,
furtivos y seguramente practicando ese gesto de despreocupación que adopta el
temor a ser sorprendido. Y ahora, mientras espera, ha cruzado quién sabe
cuántas veces el amplio portón abierto, para aquí, para allá, le molesta saber que
a ratos ya casi sin rencor, mecánicamente.
Bueno, quizá ustedes hayan pasado algún día por esto y yo esté
cometiendo una indiscreción al recordárselo, o al traerles a la memoria una cosa
ya suficientemente enterrada bajo otros escombros, bajo otras ilusiones, otras
películas, otros hechos, mejores o peores, que han ido borrando aquello que en
un momento dado les pareció como el fin del mundo y que hoy, lo saben bien,
recuerdan hasta con una sonrisa. O se ha apoyado en la pared azul opuesta.
Este individuo era un hombre alto, medio canoso, bien parecido, de unos
cuarenta años, no importa. Estábamos en verano, iba vestido de lino y
transpiraba. Nosotros lo observábamos desde la ventana de un segundo piso de
la casa de enfrente. Resultaba divertido fisgar desde allí la llegada de las parejas.
Señores viejos con jovencitas. Jovencitos con señoras viejas. Jovencitos con
jovencitas. Nunca señores viejos con señoras viejas, por qué será. Hombres
maduros con mujeres maduras, tranquilos. Hombres experimentados con
especies de criaditas francamente asustadas. Hombres liberados con mujeres
liberadas que entraban riéndose abiertamente, felices, qué envidia. A veces nos
pasábamos toda una tarde de domingo Enrique, Roberto, Antonio y yo,
viéndolos acercarse desde las calles laterales y entrar. O no entrar.
Apostábamos. Éstos entran. Éstos no entran. Uno perdía, o ganaba, pues los que
parecía que iban a entrar, y a los cuales uno les apostaba, pasaban de largo, para
regresar y entrar después de diez pasos en que se suponía que la virtud iba a
obtener una de sus más sensacionales victorias, y era felizmente derrotada.
Pero volviendo a este hombre, cómo nos apenó. Este hombre sufría.
Atisbaba nerviosa la salida falsamente confiada de cada pareja, temeroso de que
fuera la que él esperaba y de que en un descuido se le escaparan, confundí dos
con las primeras sombras, como se decía antes, del crepúsculo. Véanlo ahora
cómo estira el cuello, cómo se empina, cómo se inquieta cuando alguien sale y
cómo se agita cuando alguien se atraviesa en el momento en que alguien sale. Va
a esta esquina, a la otra, para volver rápidamente, excitado. Quizá crea que en
ese segundo ellos han logrado escapar. Es una cosa tremenda. El hombre nos
comienza a dar lástima.
Si esto no hubiera sido nuestro acostumbrado juego no habríamos tenido
la paciencia de seguirlo desde esa cómoda ventana durante más de dos horas
(porque ya son las siete) sin ningún interés real en lo que sucedía adentro. Pero
a él sí le interesa lo que sucede adentro e imagina y sufre y se tortura y se
propone sangrientos actos de venganza ante la idea de los cuales se detiene y
tiembla sin que él mismo pueda decir si de coraje o de miedo, aunque en el
fondo sepa que es de coraje.
Y tú con tus amigos desde tu confortable mirador acechas y sufres y no
estás seguro de lo que en este instante esté pasando con tu propia mujer y quizá
por esto te inquiete tanto ese hombre que podría ser tú y podría ser ustedes,
mientras el crepúsculo que apareció más arriba se vuelve decididamente noche y
los empleados que anhelan regresar, nadie sabe por qué a sus casas, aumentan y
corren laboriosos tras los autobuses y los tranvías que pasan allí cerca repletos
hasta que por fin, de pronto, descubren en él una agitación mucho más intensa,
un nerviosismo, una angustia y comprenden que el esperado momento supremo
ha llegado y vuelven rápidamente la mirada a la puerta del hotel y ven que los
amantes salen y que se han dado cuenta de lo que ocurre, es decir, de que él está
allí, y que simulando calma aprietan el paso mirando para atrás con la
imaginación, y apresurándose. Y agarrados del brazo dan vuelta en la esquina de
San Francisco y ustedes bajan rápido de su mirador para no perderse lo que
suceda y todavía encuentran al hombre en la avenida O'Higgins y lo hallan
demudado, mirando para un lado y para otro, apartando bruscamente a la
gente, dándose vuelta, girando sobre su eje, buscando, viendo para acá, para
allá, ansioso, desconcertado; pero ahora sí seguro de que mañana, o el próximo
sábado, o el lunes, o cuando sea, tendrá oportunidad de vigilar de manera
menos distraída, menos torpe que esta tarde en que a lo mejor no eran ellos.

Vecinos de Raymond Carver

VECINOS
BILL Y ARLENE Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se
sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de
alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y
Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces,
principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim
Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y
brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en
su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el
trabajo de Jim.
Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de
una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba
para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone
estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis
para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del
apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por
los codos y se besaron ligeramente en los labios.
—¡Diviértanse! —dijo Bill a Harriet.
—Desde luego —respondió Harriet—. Diviértanse también.
Arlene asintió con la cabeza.
Jim le guiñó un ojo.
—Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!
—Así lo haré —respondió Arlene.
—¡Diviértanse! —dijo Bill.
—Por supuesto —dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo—. Y
gracias de nuevo.
Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les
dijeron adiós con la mano también.
—Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros —dijo Bill.
—Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones —dijo Arlene. Le
cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las
escaleras a su apartamento.
Después de cenar Arlene dijo:
—No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche —
Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que
Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.
Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire
ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la
televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a
casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene
meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del
envoltorio como si se tratase de un bebé.
Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado
pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente
escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su
comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos
y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con
pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones —y
se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió
al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador
donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos
veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el
aparador.
Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y
asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la sensación que se había
dejado algo.
—¿Qué te ha retenido? —dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas
cruzadas, mirando televisión.
—Nada. Jugando con Kitty —dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le
tocó los senos.
—Vámonos a la cama, cariño —dijo él.
Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte y cinco
permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto.
Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene
bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió
las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.
—¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano —dijo ella.
Se encogió de hombros.
—No había nada que hacer en el trabajo —dijo él. Le dejo que usará su
llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de
seguirla dentro.
—Vámonos a la cama —dijo él.
—¿Ahora? —rió ella—. ¿Qué te pasa?
—Nada. Quítate el vestido —La agarró toscamente, y ella le dijo:
—¡Dios mío! Bill.
Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la
comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
—No nos olvidemos de dar de comer a Kitty — dijo ella.
—Estaba en este momento pensando en eso —dijo él—. Iré ahora mismo.
Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar.
Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente
antes de volver a su caja-dormitorio. Abrió todos los gabinetes y examinó las
comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino
y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el
refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana
mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha
blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de
noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el
bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando
llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la
puerta.
—¿Qué te ha retenido tanto? —dijo Arlene—. Llevas más de una hora aquí.
—¿De verdad? — respondió él.
—Sí, de verdad —dijo ella.
—Tuve que ir al baño —dijo él.
—Tienes tu propio baño —dijo ella.
—No me pude aguantar —dijo él.
Aquella noche volvieron a hacer el amor.
Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y
preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un
paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los
bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por
si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a
la cocina a por la llave.
En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro
también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del
aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las
habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente,
un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el
reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies.
La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.
Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos
cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de
acordarse qué día era. Trató de recordar cuando regresaban los Stone, y se
preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la
manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la
cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar
unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de
pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y
la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se puso una bebida y
comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje
oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba
vacío y se fue para servirse otra bebida.
En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió
observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a
quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón
superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias
y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido.
Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se
puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los
zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato
miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al
dormitorio y puso todo en su sitio.
No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y
sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la
estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie
en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.
—Ponte cómodo mientras voy a su casa —dijo ella—. Lee el periódico o
haz algo — Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.
Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la
televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.
—Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? — llamó él.
Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.
—¿Estuve mucho tiempo aquí? — dijo ella.
—Bueno, sí estuviste — dijo él.
—¿De verdad? — dijo ella—. Supongo que he debido estar jugando con
Kitty.
La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de
la puerta.
—Es divertido —dijo ella—. Sabes, ir a la casa de alguien más así. —
Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta.
Abrió la puerta de su propio apartamento.
—Es divertido — dijo él.
Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de
sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y
le besó también.
—¡Jolines! —dijo ella—. Jooliines —cantó ella con voz de niña pequeña
aplaudiendo con las manos—. Me acabo de acordar que me olvidé real y
verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni
regué las plantas. Le miró -¿No es eso tonto?
—No lo creo —dijo él—. Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré
contigo.
Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se
cogió de su brazo en su músculo y dijo:
—Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.
Él se paró en medio del vestíbulo.
—¿Qué clase de fotografías?
—Ya las verás tú mismo —dijo ella y le miró con atención.
—No estarás bromeando —sonrió él—. ¿Dónde?
—En un cajón —dijo ella.
—No bromeas —dijo él.
Y entonces ella dijo:
—Tal vez no regresarán —e inmediatamente se sorprendió de sus
palabras.
—Pudiera suceder —dijo él—. Todo pudiera suceder.
—O tal vez regresarán y … —pero no terminó.
Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando
él habló casi no se podía oír su voz.
—La llave —dijo él—. Dámela.
—¿Qué? —dijo ella. Miró fijamente a la puerta.
—La llave —dijo él—. Tú tienes la llave.
—¡Dios mío! —dijo ella—. Dejé la llave dentro.
Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover
el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era
dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.
—No te preocupes —le dijo al oído—. Por Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la puerta como si fuera
contra el viento, y se prepararon.

Las hermanas, cuento de James Joyce


No había esperanza esta vez: era la tercera embolia. Noche tras noche
pasaba yo por la casa (eran las vacaciones) y estudiaba el alumbrado cuadro de
la ventana: y noche tras noche lo veía iluminado del mismo modo débil y parejo.
Si hubiera muerto, pensaba yo, vería el reflejo de las velas en las oscuras
persianas, ya que sabía que se deben colocar dos cirios a la cabecera del muerto.
A menudo él me decía: "No me queda mucho en este mundo", y yo pensaba que
hablaba por hablar. Ahora supe que decía la verdad. Cada noche al levantar la
vista y contemplar la ventana me repetía a mí mismo en voz baja la palabra
parálisis. Siempre me sonaba extraña en los oídos, como la palabra gnomo en
Euclides y la palabra simonía en el catecismo. Pero ahora me sonó a cosa mala y
llena de pecado. Me dio miedo y, sin embargo, ansiaba observar de cerca su
trabajo maligno.
El viejo Cotter estaba sentado junto al fuego, fumando, cuando bajé a
cenar. Mientras mi tía me servía mi potaje, dijo él, como volviendo a una frase
dicha antes:
-No, yo no diría que era exactamente... pero había en él algo raro...
misterioso. Le voy a dar mi opinión.
Empezó a tirar de su pipa, sin duda ordenando sus opiniones en la cabeza.
¡Viejo estúpido y molesto! Cuando lo conocimos era más interesante, que
hablaba de desmayos y gusanos; pero pronto me cansé de sus interminables
cuentos sobre la destilería.
-Yo tengo mi teoría -dijo-. Creo que era uno de esos... casos... raros... Pero
es difícil decir...
Sin exponer su teoría comenzó a chupar su pipa de nuevo. Mi tío vio cómo yo le
clavaba la vista y me dijo:
-Bueno, creo que te apenará saber que se te fue el amigo.
-¿Quién? -dije.
-El padre Flynn.
-¿Se murió?
-El señor Cotter nos lo acaba de decir aquí. Pasaba por allí.
Sabía que me observaban, así que continué comiendo como si nada. Mi tío le
daba explicaciones al viejo Cotter.
-Acá el jovencito y él eran grandes amigos. El viejo le enseñó cantidad de
cosas, para que vea; y dicen que tenía puestas muchas esperanzas en este.
-Que Dios se apiade de su alma -dijo mi tía, piadosa.
El viejo Cotter me miró durante un rato. Sentí que sus ojos de azabache
me examinaban, pero no le di el gusto de levantar la vista del plato. Volvió a su
pipa y, finalmente, escupió, maleducado, dentro de la parrilla.
-No me gustaría nada que un hijo mío -dijo- tuviera mucho que ver con
un hombre así.
-¿Qué quiere usted decir con eso, señor Cotter? -preguntó mi tía.
-Lo que quiero decir -dijo el viejo Cotter- es que todo eso es muy malo
para los muchachos. Esto es lo que pienso: dejen que los muchachos anden para
arriba y para abajo con otros muchachos de su edad y no que resulten... ¿No es
cierto, Jack?
-Ese es mi lema también -dijo mi tío-. Hay que aprender a manejárselas
solo. Siempre lo estoy diciendo acá a este Rosacruz: haz ejercicio. ¡Como que
cuando yo era un mozalbete, cada mañana de mi vida, fuera invierno o verano,
me daba un baño de agua helada! Y eso es lo que me conserva como me
conservo. Esto de la instrucción está muy bien y todo... A lo mejor acá el señor
Cotter quiere una lasca de esa pierna de cordero -agregó a mi tía.
-No, no, para mí, nada -dijo el viejo Cotter.
Mi tía sacó el plato de la despensa y lo puso en la mesa.
-Pero, ¿por qué cree usted, señor Cotter, que eso no es bueno para los
niños? -preguntó ella.
-Es malo para estas criaturas -dijo el viejo Cotter- porque sus mentes son
muy impresionables. Cuando ven estas cosas, sabe usted, les hace un efecto...
Me llené la boca con potaje por miedo a dejar escapar mi furia. ¡Viejo cansón,
nariz de pimentón!
Era ya tarde cuando me quedé dormido. Aunque estaba furioso con
Cotter por haberme tildado de criatura, me rompí la cabeza tratando de adivinar
qué quería él decir con sus frases inconclusas. Me imaginé que veía la pesada
cara grisácea del paralítico en la oscuridad del cuarto. Me tapé la cabeza con la
sábana y traté de pensar en las Navidades. Pero la cara grisácea me perseguía a
todas partes. Murmuraba algo; y comprendí que quería confesarme cosas. Sentí
que mi alma reculaba hacia regiones gratas y perversas; y de nuevo lo encontré
allí, esperándome. Empezó a confesarse en murmullos y me pregunté por qué
sonreía siempre y por qué sus labios estaban húmedos de saliva. Fue entonces
que recordé que había muerto de parálisis y sentí que también yo sonreía
suavemente, como si lo absolviera de un pecado simoniaco.
A la mañana siguiente, después del desayuno, me llegué hasta la casita de
la Calle Gran Bretaña. Era una tienda sin pretensiones afiliada bajo el vago
nombre de Tapicería. La tapicería consistía mayormente en botines para niños y
paraguas; y en días corrientes había un cartel en la vidriera que decía: Se Forran
Paraguas. Ningún letrero era visible ahora porque habían bajado el cierre. Había
un crespón atado al llamador con una cinta. Dos señoras pobres y un mensajero
del telégrafo leían la tarjeta cosida al crespón. Yo también me acerqué para
leerla.
1 de Julio de 1895

El Reverendo James Flynn (quien que perteneció a la parroquia de la


Iglesia de Santa Catalina, en la calle Meath) de sesenta y cinco años de edad,
ha fallecido.
R. I. P.

Leer el letrero me convenció de que se había muerto y me perturbó


darme cuenta de que tuve que contenerme. De no estar muerto, habría entrado
directamente al cuartito oscuro en la trastienda, para encontrarlo sentado en su
sillón junto al fuego, casi asfixiado dentro de su chaquetón. A lo mejor mi tía me
habría entregado un paquete de High Toast para dárselo y este regalo lo sacaría
de su sopor. Era yo quien tenía que vaciar el rapé en su tabaquera negra, ya que
sus manos temblaban demasiado para permitirle hacerlo sin que derramara por
lo menos la mitad. Incluso cuando se llevaba las largas manos temblorosas a la
nariz, nubes de polvo de rapé se escurrían entre sus dedos para caerle en la
pechera del abrigo. Debían ser estas constantes lluvias de rapé lo que daba a sus
viejas vestiduras religiosas su color verde desvaído, ya que el pañuelo rojo,
renegrido como estaba siempre por las manchas de rapé de la semana, con que
trataba de barrer la picadura que caía, resultaba bien ineficaz.
Quise entrar a verlo, pero no tuve valor para tocar. Me fui caminando
lentamente a lo largo de la calle soleada, leyendo las carteleras en las vitrinas de
las tiendas mientras me alejaba. Me pareció extraño que ni el día ni yo
estuviéramos de luto y hasta me molestó descubrir dentro de mí una sensación
de libertad, como si me hubiera librado de algo con su muerte. Me asombró que
fuera así porque, como bien dijera mi tío la noche antes, él me enseñó muchas
cosas. Había estudiado en el colegio irlandés de Roma y me enseñó a pronunciar
el latín correctamente. Me contaba cuentos de las catacumbas y sobre Napoleón
Bonaparte y hasta me explicó el sentido de las diferentes ceremonias de la misa
y de las diversas vestiduras que debe llevar el sacerdote. A veces se divertía
haciéndome preguntas difíciles, preguntándome lo que había que hacer en
ciertas circunstancias o si tales o cuales pecados eran mortales o veniales o tan
sólo imperfecciones. Sus preguntas me mostraron lo complejas y misteriosas
que son ciertas instituciones de la Iglesia que yo siempre había visto como la
cosa más simple. Los deberes del sacerdote con la eucaristía y con el secreto de
confesión me parecieron tan graves que me preguntaba cómo podía alguien
encontrarse con valor para oficiar; y no me sorprendió cuando me dijo que los
Padres de la Iglesia habían escrito libros tan gruesos como la Guía de Teléfonos
y con letra tan menuda como la de los edictos publicados en los periódicos,
elucidando éstas y otras cuestiones intrincadas. A menudo cuando pensaba en
todo ello no podía explicármelo, o le daba una explicación tonta o vacilante, ante
la cual solía él sonreír y asentir con la cabeza dos o tres veces seguidas. A veces
me hacía repetir los responsorios de la misa, que me obligó a aprenderme de
memoria; y mientras yo parloteaba, él sonreía meditativo y asentía. De vez en
cuando se echaba alternativamente polvo de rapé por cada hoyo de la nariz.
Cuando sonreía solía dejar al descubierto sus grandes dientes descoloridos y
dejaba caer la lengua sobre el labio inferior -costumbre que me tuvo molesto
siempre, al principio de nuestra relación, antes de conocerlo bien.
Al caminar solo al sol recordé las palabras del viejo Cotter y traté de
recordar qué ocurría después en mi sueño. Recordé que había visto cortinas de
terciopelo y una lámpara colgante de las antiguas. Tenía la impresión de haber
estado muy lejos, en tierra de costumbres extrañas. "En Persia", pensé... Pero no
pude recordar el final de mi sueño.
Por la tarde, mi tía me llevó con ella al velorio. Ya el sol se había puesto;
pero en las casas de cara al poniente los cristales de las ventanas reflejaban el
oro viejo de un gran banco de nubes. Nannie nos esperó en el recibidor; y como
no habría sido de buen tono saludarla a gritos, todo lo que hizo mi tía fue darle
la mano. La vieja señaló hacia lo alto interrogante y, al asentir mi tía, procedió a
subir trabajosamente las estrechas escaleras delante de nosotros, su cabeza baja
sobresaliendo apenas por encima del pasamanos. Se detuvo en el primer rellano
y con un ademán nos alentó a que entráramos por la puerta que se abría hacia el
velorio. Mi tía entró y la vieja, al ver que yo vacilaba, comenzó a conminarme
repetidas veces con su mano.
Entré en puntillas. A través de los encajes bajos de las cortinas entraba
una luz crepuscular dorada que bañaba el cuarto y en la que las velas parecían
una débil llamita. Lo habían metido en la caja. Nannie se adelantó y los tres nos
arrodillamos al pie de la cama. Hice como si rezara, pero no podía concentrarme
porque los murmullos de la vieja me distraían. Noté que su falda estaba
recogida detrás torpemente y cómo los talones de sus botas de trapo estaban
todos virados para el lado. Se me ocurrió que el viejo cura debía estarse riendo
tendido en su ataúd.
Pero no. Cuando nos levantamos y fuimos hasta la cabecera, vi que ni
sonreía. Ahí estaba solemne y excesivo en sus vestiduras de oficiar, con sus
largas manos sosteniendo fláccidas el cáliz. Su cara se veía muy truculenta, gris
y grande, rodeada de ralas canas y con negras y cavernosas fosas nasales. Había
una peste potente en el cuarto: las flores.
Nos persignamos y salimos. En el cuartito de abajo encontramos a Eliza
sentada tiesa en el sillón que era de él. Me encaminé hacia mi silla de siempre en
el rincón, mientras Nannie fue al aparador y sacó una garrafa de jerez y copas.
Lo puso todo en la mesa y nos invitó a beber. A ruego de su hermana, echó el
jerez de la garrafa en las copas y luego nos pasó éstas. Insistió en que cogiera
galletas de soda, pero rehusé porque pensé que iba a hacer ruido al comerlas.
Pareció decepcionarse un poco ante mi negativa y se fue hasta el sofá, donde se
sentó, detrás de su hermana. Nadie hablaba: todos mirábamos a la chimenea
vacía.
Mi tía esperó a que Eliza suspirara para decir:
-Ah, pues ha pasado a mejor vida.
Eliza suspiró otra vez y bajó la cabeza asintiendo. Mi tía le pasó los dedos
al tallo de su copa antes de tomar un sorbito.
-Y él... ¿tranquilo? -preguntó.
-Oh, sí, señora, muy apaciblemente -dijo Eliza-. No se supo cuándo
exhaló el último suspiro. Tuvo una muerte preciosa, alabado sea el Santísimo.
-¿Y en cuanto a lo demás...?
-El padre O'Rourke estuvo a visitarlo el martes y le dio la extremaunción
y lo preparó y todo lo demás.
-¿Sabía entonces?
-Estaba muy conforme.
-Se le ve muy conforme -dijo mi tía.
-Exactamente eso dijo la mujer que vino a lavarlo. Dijo que parecía que
estuviera durmiendo, de lo conforme y tranquilo que se veía. Quién se iba a
imaginar que de muerto se vería tan agraciado.
-Pues es verdad -dijo mi tía. Bebió un poco más de su copa y dijo:
-Bueno, señorita Flynn, debe de ser para usted un gran consuelo saber
que hicieron por él todo lo que pudieron. Debo decir que ustedes dos fueron
muy buenas con el difunto.
Eliza se alisó el vestido en las rodillas.
-¡Pobre James! -dijo-. Sólo Dios sabe que hicimos todo lo posible con lo
pobres que somos... pero no podíamos ver que tuviera necesidad de nada
mientras pasaba lo suyo.
Nannie había apoyado la cabeza contra el cojín y parecía a punto de
dormirse.
-Así está la pobre Nannie -dijo Eliza, mirándola-, que no se puede tener
en pie. Con todo el trabajo que tuvimos las dos, trayendo a la mujer que lo lavó y
tendiéndolo y luego el ataúd y luego arreglar lo de la misa en la capilla. Si no
fuera por el padre O'Rourke no sé cómo nos hubiéramos arreglado. Fue él quien
trajo todas esas flores y los dos cirios de la capilla y escribió la nota para
insertarla en el Freeman's General y se encargó de los papeles del cementerio y
lo del seguro del pobre James y todo.
-¿No es verdad que se portó bien? -dijo mi tía.
Eliza cerró los ojos y negó con la cabeza.
-Ah, no hay amigos como los viejos amigos -dijo.
-Pues es verdad -dijo mi tía-. Y segura estoy que ahora que recibió su
recompensa eterna no las olvidará a ustedes y lo buenas que fueron con él.
-¡Ay, pobre James! -dijo Eliza-. Si no nos daba ningún trabajo el
pobrecito. No se le oía por la casa más de lo que se le oye en este instante. Ahora
que yo sé que se nos fue y todo, es que...
-Le vendrán a echar de menos cuando pase todo -dijo mi tía.
-Ya lo sé -dijo Eliza-. No le traeré más su taza de caldo de res al cuarto, ni
usted, señora, me le mandará más rapé. ¡Ay, James, el pobre!
Se calló como si estuviera en comunión con el pasado y luego dijo
vivazmente:
-Para que vea, ya me parecía que algo extraño se le venía encima en los
últimos tiempos. Cada vez que le traía su sopa me lo encontraba ahí, con su
breviario por el suelo y tumbado en su silla con la boca abierta.
Se llevó un dedo a la nariz y frunció la frente; después, siguió:
-Pero con todo, todavía seguía diciendo que antes de terminar el verano,
un día que hiciera buen tiempo, se daría una vuelta para ver otra vez la vieja
casa en Irishtown donde nacimos todos, y nos llevaría a Nannie y a mí también.
Si solamente pudiéramos hacernos de uno de esos carruajes a la moda que no
hacen ruido, con neumáticos en las ruedas, de los que habló el padre O'Rourke,
barato y por un día... decía él, de los del establecimiento de Johnny Rush,
iríamos los tres juntos un domingo por la tarde. Se le metió esto entre ceja y
ceja... ¡Pobre James!
-¡Que el Señor lo acoja en su seno! -dijo mi tía.
Eliza sacó su pañuelo y se limpió los ojos. Luego, lo volvió a meter en su
bolso y contempló por un rato la parrilla vacía, sin hablar.
-Fue siempre demasiado escrupuloso -dijo-. Los deberes del sacerdocio
eran demasiado para él. Y su vida, también, fue tan complicada.
-Sí -dijo mi tía-. Era un hombre desilusionado. Eso se veía.
El silencio se posesionó del cuartito y, bajo su manto, me acerqué a la
mesa para probar mi jerez, luego volví, calladito, a mi silla del rincón. Eliza
pareció caer en un profundo embeleso. Esperamos respetuosos a que ella
rompiera el silencio; después de una larga pausa dijo lentamente:
-Fue ese cáliz que rompió... Ahí empezó la cosa. Naturalmente que
dijeron que no era nada, que estaba vacío, quiero decir. Pero aun así... Dicen que
fue culpa del monaguillo. ¡Pero el pobre James, que Dios lo tenga en la Gloria,
se puso tan nervioso!
-¿Y qué fue eso? -dijo mi tía-. Yo oí algo de...
Eliza asintió.
-Eso lo afectó mentalmente -dijo-. Después de aquello empezó a
descontrolarse, hablando solo y vagando por ahí como un alma en pena. Así fue
que una noche lo vinieron a buscar para una visita y no lo encontraban por
ninguna parte. Lo buscaron arriba y abajo y no pudieron dar con él en ningún
lado. Fue entonces que el sacristán sugirió que probaran en la capilla. Así que
buscaron las llaves y abrieron la capilla, y el sacristán y el padre O'Rourke y otro
padre que estaba ahí trajeron una vela y entraron a buscarlo... ¿Y qué le parece,
que estaba allí, sentado solo en la oscuridad del confesionario, bien despierto y
así como riéndose bajito él solo?
Se detuvo de repente como si oyera algo. Yo también me puse a oír; pero
no se oyó un solo ruido en la casa: y yo sabía que el viejo cura estaba tendido en
su caja tal como lo vimos, un muerto solemne y truculento, con un cáliz inútil
sobre el pecho.
Eliza resumió:
-Bien despierto y riéndose solo... Fue así, claro, que cuando vieron
aquello, eso les hizo pensar que, pues, que no andaba del todo bien...

Ángeles de las Marquesinas, de Rubem Fonseca

Paiva seguía despertándose temprano, como lo había hecho durante los


treinta años que trabajó sin parar. Podría seguir trabajando algún tiempo más,
pero ya había ganado dinero suficiente y pretendía viajar con su mujer, Leila,
para conocer el mundo mientras aún tenía salud y vitalidad. Un mes después de
su jubilación compraron los boletos de avión. Pero la mujer murió de un mal
repentino antes del viaje, dejando a Paiva solitario y sin planes para el futuro.
Paiva leía el periódico por la mañana y después salía, ya que no podía
quedarse en casa sin hacer nada. Además, la nueva sirvienta lo molestaba
constantemente preguntándole si podía tirar objetos viejos, inútiles que se
habían dio acumulando durante años; hacía ruidos irritantes al arreglar la casa y
cuando Paiva entraba en la cocina –lo cual evitaba hacer-, la encontraba
acompañando con voz desentonada una canción popular trasmitida por la radio,
que dejaba prendida todo el día. Ya tampoco soportaba mirar hacia el mar,
aquella masa de agua aburrida, aquel horizonte inmutable que se descubría
desde la terraza de su apartamento. Muchas veces salía de casa sin saber a
dónde ir, se sentaba en la banca de la banca de la plaza Nossa Señora da Paz y
observaba a los feligreses de la iglesia de enfrente, que se retiraban en grupo de
la misa. No lo haría, no se volvería un mocho ahora de viejo. No había tenido
hijos con Leila y había descubierto demasiado tarde que no tenía amigos, sólo
colegas de trabajo que no quería ver después de haberse jubilado. No extrañaba
la convivencia, sentía falta de alguna ocupación, ansiaba hacer alguna cosa, tal
vez usar el dinero que tenía para ayudar a los demás. Conocía la historia de tipos
que se jubilaban y se quedaban felices en su casa, leyendo libros y viendo videos,
o que ocupaban su tiempo llevando a los sietecitos a comprar un helado o a
pasear en Disneyworld, pero no le gustaba leer ni ver películas, nunca se había
acostumbrado a eso. Otros entraban en asociaciones filantrópicas, se dedicaban
a trabajos humanitarios. Lo habían invitado a colaborar con una asociación que
mantenía un asilo de ancianos. , pero la visita al asilo lo había deprimido
mucho. Se necesitaba ser joven para trabajar con viejos. También estaba
aquellos jubilados que no soportaban la inactividad y se morían tristes y
enfermos. Pero él no estaba enfermo, tan sólo triste, y su salud era muy buena.
Siempre que, para salir de casa, iba a deambular por las calles. Paiva se
encontraba gente sin sentido tirada en la banqueta. Durante muchos años había
ido de la casa al trabajo en un automóvil con chofer; con seguridad aquel cuadro
ya existía desde antes, pero él simplemente no lo había notado. Ahora sabía,
gracias al sufrimiento que la muerte de su mujer le ocasionó, que el egoísmo le
había impedido ver el infortunio de otros, Era como si el destino, que siempre lo
había protegido, le señalara ahora un nuevo camino, convocándolo a ayudar a
aquellos desgraciados a quienes la suerte había abandonado de forma tan cruel.
Algunos debían estar enfermos, otros drogados, otros no tenían donde dormir y
dormían, seguramente con hambre, sin importarles los transeúntes; uno pierde
con facilidad la vergüenza cuando se ve privado de todo. No había nadie tan
abandonado como un pobre diablo sucio y cubierto de andrajos, tirado sin
sentido en la acera.
En cierta ocasión, caminando por las calles al anochecer, vio a un hombre
acostado en el suelo, bajo la marquesina de una sucursal bancaria. Los
desamparados parecían preferir como refugio nocturno las marquesinas de las
sucursales bancarias, tal vez porque, por alguna razón, los gerentes de los
bancos se sentían incómodos si los expulsaban. Los transeúntes fingían por lo
general no darse cuenta de un adulto o de un niño en aquella situación, pero esa
noche dos personas, un hombre y una mujer, estaban diligentemente inclinados
sobre el cuerpo abandonado, como si intentaran reanimarlo. Paiva notó que lo
que pretendían era levantarlo del suelo, lo cual hicieron con habilidad,
llevándolo en brazos hacia una pequeña ambulancia. Después de mirar la
ambulancia, Paiva permaneció un tiempo en el lugar, pensativo. Haber
presenciado aquel gesto de caridad lo había animado, alo, aunque modesto, se
estaba haciendo, alguien se preocupaba por aquellos infelices.
Al día siguiente Paiva salió y anduvo por las calles mucho tiempo,
buscando a las personas de la ambulancia; quería ofrecerse para colaborar en el
trabajo que realizaban. No podría ayudar cargando a esos infelices abandonados
por la suerte, no tenía ni disposición ni habilidad para ello, como los anegados
que había visto aquella noche, pero podía, además de dar dinero, ser útil en
alguna actividad administrativa. Debía haber lugar para alguien experimentado
como él, en aquel grupo de voluntarios que él llamaba Ángeles de las
Marquesinas, ya que había sido bajo una marquesina que tuvo lugar el gesto de
solidaridad del que había sido testigo. Y todas las noches salía de su casa en
peregrinación. Halló a varias personas tiradas en las calle y permaneció
impotente al lado de algunas, deseando que los Ángeles de las Marquesinas
aparecieran.

Finalmente, una noche, cuando ya regresaba desanimado a casa, Paiva


vio a la pareja de caritativos levantando del suelo un cuerpo tirado en la
banqueta, y se acercó. He seguido su trabajo y me gustaría colaborar, dijo.
No obtuvo respuesta, como si los Ángeles de las Marquesinas absortos en
su trabajo, no lo hubieran escuchado. De la ambulancia saltó un hombre canoso,
que ayudó a la pareja a meter al infeliz inconsciente en una especie de camilla,
dentro del vehículo. Entonces la mujer, con lentes de persona muy miope,
cabello recogido en un chongo y apariencia de maestra jubilada, le preguntó que
qué era lo que Paiva quería.
Él le repitió que le gustaría ayudarlos en aquel trabajo.
¿Cómo?, preguntó la mujer.
Como a ustedes les parezca mejor, dijo Paiva. Dispongo de tiempo y
todavía tengo bastante energía. Iba a agregar que poseía recursos financieros,
pero pensó que era mejor dejarlo para después. Por favor, me gustaría tener un
teléfono y su dirección para visitarlos.
Usted nos da su teléfono y nosotros nos comunicamos, dijo el hombre
canoso que parecía el líder del grupo. Anote el teléfono del señor, doña Dulce.
¿Pertenecen a alguna entidad de servicio social ligada al gobierno?
No, no, contestó doña Dulce, apuntando el teléfono de Paiva, somos una
organización particular, queremos evitar que estas personas mueran
abandonadas en las calles.
Pero no nos gusta la publicidad, dijo el hombre canoso, la mano derecha
no debe saber lo que hace la izquierda.
Así es como se debe ser caritativo, dijo doña Dulce.

Durante una semana Paiva esperó ansioso a que lo llamaran sin salir de
casa. Tal vez perdieron mi teléfono, pensó. O andan tan ocupados que ni
siquiera han tenido tiempo para hablarme. Consultó el directorio telefónico,
pero ninguna de las organizaciones de beneficencia que encontró era la que
buscaba. Lamentó no haberse fijado más en la ambulancia; debía tener una
identificación que podría haberlo ayudado ahora. Tal vez era conveniente
buscarlos por las calles. Sabía que los Ángeles de las Marquesinas hacían su
trabajo de asistencia por las noches. Así que Paiva volvió a recorrer las calles
todas las noches, esperando, junto a los cuerpos tirados, que ellos aparecieran.
Una noche, en medio de otra de sus caminatas, Paiva vio de lejos la ambulancia
parada con dos ruedas sobre la banqueta. Corrió y allí estaban los Ángeles de las
Marquesinas inclinados sobre el cuerpo inerte de un muchacho.
No me han hablado, los busqué en el directorio telefónico, no sabía cómo
encontrarlos…
Los Ángeles parecieron sorprenderse con la presencia de Paiva.
Doña Dulce, dijo Paiva, casi puse un anuncio en el periódico para
encontrarlos. Doña Dulce sonrió.
Vivo solo, mi esposa murió, o tengo parientes, estoy completamente libre
para colaborar con ustedes. Serían como una nueva familia para mí.
Doña Dulce sonrió otra vez, arreglándose los cabellos pues se le había
soltado el chongo.
El hombre canoso salió de la camioneta y preguntó, ¿la señora perdió su
dirección, doña Dulce?
La mujer se quedó un rato callada, como si no supiera qué decir. Sí,
contestó finalmente.
Déjeme apuntarla otra vez. El hombre escribió el nombre y el teléfono de
Paiva en un block. No nos gusta la publicidad, dijo, como si se disculpara.
Lo sé, la mano derecha no debe saber lo que hace la izquierda, dijo Paiva.
Ésa es nuestra filosofía, dijo el hombre, no se preocupe, yo mismo me voy
a encargar en persona de entrar en contacto con usted.
¿Prometido?
Quédese en casa esperando, dentro de poco lo llamaré. Entre más gente
nos ayude, mejor para nosotros. Mi nombre es José, dijo, tendiéndole la mano
en un saludo.

Al día siguiente, Paiva recibió la llamada que tanto esperaba. Satisfecho,


reconoció la voz de doña Dulce diciendo que había sido aceptado para trabajar
en el grupo. Necesitaban personas como él para colaborar, y tenían prisa.
¿Podría encontrarse con ellos esa noche en el mismo lugar? ¿Bajo la misma
marquesina?, preguntó Paiva, y doña Dulce confirmó, sí, bajo la marquesina a la
misma hora. No hay mejor lugar para encontrar a los Ángeles de las
Marquesinas, dijo Paiva. Pero la voz del otro lado no reaccionó a su comentario.
Paiva llegó temprano, apenas había caído la noche sobre la ciudad, y
esperó a la ambulancia. En ella sólo venía José.
No sabe qué feliz estoy con su decisión, dijo Paiva, acercándose a la
ambulancia y verificando que no tenía en ningún lado letras o números que la
identificaran.
Entre, por favor, dijo José al volante. Paiva abrió la puerta y se sentó a su
lado. Voy a llevarlo a nuestra sede para que conozca mejor nuestro trabajo, dijo
José, Muchas gracias, dijo Paiva, no sé cómo agradecerles lo que están haciendo
por mí, mi vida estaba muy vacía.
José, que manejaba de prisa, pero debía ser así que se manejaban las
ambulancias, en un momento dado sacó del bolsillo unos cigarrillos y le
preguntó si le molestaba el humo, Paiva le contestó que no, que podía fumar. A
excepción de este breve intercambio de palabras, el viaje transcurrió en silencio.
Finalmente llegaron a su destino, los portones se abrieron, la ambulancia entró
y paró en un patio donde, además de algunos coches, había una motocicleta con
amplias las laterales. Cerca de ella, un motociclista con chamarra, guantes y
casco negros, el visor bajado ocultando el rostro, andaba impaciente de un lado
a otro.
El director no debe tardar. Mientras tanto, le vamos a enseñar nuestras
instalaciones, dijo José, tan pronto bajaron de la ambulancia. Vamos a empezar
por la enfermería.
Paiva caminó por el pasillo, ahora acompañado también por dos
enfermeros. Cuando llegaron a la pequeña enfermería se quedó impresionado
con la limpieza del lugar, de la misma manera que había admirado antes la
inmaculada blancura del uniforme de los enfermeros. Desde la muerte de su
mujer, erala primera vez que se sentía plenamente feliz. En ese momento, los
dos enfermeros lo sujetaron y lo colocaron amarrado en una camilla.
Sorprendido, asustado, Paiva ni siquiera alcanzó a reaccionar. Le pusieron una
inyección en el brazo. ¿Qué…? Logró decir, pero no terminó la frase.
Le quitaron toda la ropa y lo llevaron en la camilla a un baño. Allí le
lavaron todo el cuerpo y lo esterilizaron. A continuación, Paiva fue llevado en un
quirófano donde lo estaban esperando dos hombres con bata, guantes y
mascarillas. Lo colocaron en la mesa de cirugía y enseguida lo anestesiaron. Un
enfermero llevó de inmediato al laboratorio de al lado la sangre que le sacaron
del brazo.
¿Qué es lo que se puede aprovechar de éste?, preguntó uno de los
enmascarados, la voz ahogada por la tela que le cubría la boca. De seguro las
córneas, contestó el otro, después comprobamos si el hígado y los pulmones
están en buenas condiciones; uno nunca sabe.
Quitaron las córneas y las pusieron en un recipiente. Enseguida
destazaron el cuerpo de Paiva. Tenemos que trabajar rápido, dijo uno de los
enmascarados, el motociclista espera para llevar los pedidos.

La Reina de José Emilio Pacheco

Oh reina, rencorosa y
enlutada &

PORFIRIO BARBA JACOB

Adelina apartó el rizador de pestañas y comenzó a aplicarse el rímel. Una


línea de sudor manchó su frente. La enjugó con un clínex y volvió a extender
el maquillaje. Eran las diez de la mañana. Todo lo impregnaba el calor. Un
organillero tocaba el vals Sobre las olas. Lo silenció el estruendo de un carro
de sonido en que vibraban voces incomprensibles. Adelina se levantó del
tocador, abrió el ropero y escogió un vestido floreado. La crinolina ya no se
usaba pero, según la modista, no había mejor recurso para ocultar un cuerpo
como el suyo.
Se contempló indulgente en el espejo. Atravesó el patio interior entre las
macetas y los bates de beisbol, las manoplas y gorras que Óscar dejó como
para estorbarle el camino, entró en el baño y subió a la balanza. Se descalzó.
Pisó de nuevo la cubierta de hule junto a los números. Se quitó el vestido y
probó por tercera vez. La balanza marcaba 80 kilos. Debía estar
descompuesta: era el mismo peso registrado una semana atrás al iniciar los
ejercicios y la dieta.
Caminó otra vez por el patio que era más bien un pozo de luz con vidrios
traslúcidos. Un día, como predijo Óscar, el patio iba a desplomarse si Adelina
no adelgazaba. Se imaginó cayendo en la tienda de ropa. Los turcos,
inquilinos de su padre, la detestaban. Cómo iban a reírse Aziyadé y Nadir al
verla sepultada bajo metros y metros de popelina.
Al llegar al comedor vio como por vez primera los lánguidos retratos
familiares: ella a los seis meses, triunfadora en el concurso El bebé más
robusto de Veracruz. A los nueve años, en el teatro Clavijero, declamando
Madre o mamá de Juan de Dios Peza. Óscar, recién nacido, flotante en un
moisés enorme, herencia de su hermana. Óscar, el año pasado, pítcher en la
Liga Infantil de Golfo. Sus padres el día de la boda, él aún con uniforme de
cadete. Guillermo en la proa de Durango, ya con gorra e insignias de
capitán. Guillermo en el acto de estrechar la mano al señor presidente en
ocasión de unas maniobras navales. Hortensia al fondo, con sombrilla, tan
ufana de su marido y tan cohibida por hallarse entre la esposa del gobernador
y la diputada Goicochea. Adelina, quince años, bailando con su padre el vals
Fascinación. Qué día. Mejor ni acordarse. Quién la mandó invitar a las
Osorio. Y el chambelán que no llegó al Casino: prefirió arriesgar su carrera y
exponerse a la hostilidad de Guillermo-su implacable y marcialmente sádico
profesor en la Heroica Escuela Naval-antes que hacer el ridículo valsando con
Adelina.

-Qué triste es todo-se oyó decirse-. Ya estoy hablando sola. Es por no


desayunarme-. Fue a la cocina. Se preparó en la licuadora un batido de
plátanos y leche condensada. Mientras lo saboreaba hojeó Huracán de amor.
No había visto ese número de la Novela Semanal, olvidado por su madre junto
a la estufa. Hortensia es tan envidiosa &Por qué me seguirá escondiendo sus
historietas y sus revistas como si yo todavía fuera una niñeta?
No hay más ley que nuestro deseo, afirmaba un personaje en Huracán de
amor. Adelina de inquietó ante el torso desnudo del hombre que aparecía en
el dibujo. Pero nada comparable a cuando encontró en el portafolios de su
padre Corrupción en el internado para señoritas y La seducción de Lisette. Si
Hortensia-o peor: Guillermo-la hubieran sorprendido &
Regresó al baño. En vez de cepillarse los dientes se enjuagó con Listerine y
se frotó los incisivos con la toalla. Cuando iba hacia su cuarto sonó el
teléfono.
-Gorda &
-Qué quieres, pinche enano maldito?
-Cálmate, gorda, es un recado de our father. Por qué amaneciste tan furiosa,
Adelina? Debes de haber subido otros cien kilos.
-Qué te importa, idiota, imbécil. Ya dime lo que vas a decirme. Tengo prisa.
-Prisa? Ah sí, seguramente vas a desfilar como reina del carnaval en vez de
Leticia no?
-Mira, estúpido, esa negra, débil mental, no es reina ni es nada. Lo que pasa
es que su familia compró todos los votos y ella se acostó hasta con el
barrendero de la Comisión Organizadora. Así quién no.
-La verdad, gorda, es que te mueres de envidia. Qué darías por estar ahora
arreglándote para el desfile como Leticia.
---El desfile? Ja, ja, no me importa el desfile. Tú, Leticia y todo el carnaval
me valen una pura chingada.
-Qué lindo vocabulario. Dime dónde lo aprendiste. No te lo conocía. Ojalá
te oigan mis papás.
-Vete al carajo.
-Ya cálmate, gorda. Qué te pasa? De cuál se fumaste? Ni me dejas hablar
&Mira, dice mi papá que vamos a comer aquí en Boca del Río con el
vicealmirante; que de una vez va ir a buscarte la camioneta porque luego, con
el desfile, no va a haber paso.
-No, gracias. Dile que tengo mucho que estudiar. Además ese viejo idiota del
vicealmirante me choca. Siempre con sus bromitas y chistecitos imbéciles.
Pobre de mi papá: tiene que celebrárselos.
-Haz lo que te dé la gana, pero no tragues tanto ahora que nadie te vigila.
-Cierra el hocico y ya no estés chingando.
-A que no le contestas así a mi mamá? A que no, verdad? Voy a desquitarme,
gorda maldita. Te vas a acordar de mí, bola de manteca.

Adelina colgó furiosa el teléfono. Sintió ganas de llorar. El calor la rodeaba


por todas partes. Abrió el ropero infantil adornado con calcomanías de Walt
Disney. Sacó un bolígrafo y un cuaderno rayado. Fue a la mesa del comedor
y escribió:

Queridísimo Alberto:
Por milésima vez hago en este cuaderno una carta
Que no te mandaré nunca y siempre te dirá las mismas cosas.
Mi hermano acaba de insultarme por teléfono y mis papás no
me quisieron llevar a Boca del Río. Bueno, Guillermo
seguramente quiso: pero Hortensia lo domina. Ella me odia,
por celos, porque ve cómo me adora mi papá y cuánto se
preocupa por mí.
Aunque si me quisiera tanto como yo creo ya me hubiera
Mandado a España, a Canadá, a no sé dónde, lejos de este
infierno que mi alma, sin ti, ya no soporta.
Se detuvo. Tachó que mi alma, sin ti, ya no soporta.
Alberto mío, dentro de un rato voy a salir. Te veré de nuevo,
por más que no me mires, cuando pases en el carro alegórico
de Leticia. Te lo digo de verdad: Ella no te merece. Te ves
tan & tan, no sé cómo decirlo, con tu uniforme de cadete. No ha
habido en toda la historia un cadete como tú. Y Leticia no es
tan guapa como supones. Sí, de acuerdo, tal vez sea atractiva,
no lo niego: por algo llegó a ser reina del carnaval. Pero su
tipo resulta, cómo te diré, muy vulgar, muy corriente. No te
parece?
Y es tan coqueta. Se cree muchísimo. La conozco desde que
estábamos en kínder. Ahora es íntima de las Osorio y antes
hablaba muy mal de ellas. Se juntan para burlarse de mí
porque soy más inteligente y saco mejores calificaciones.
Claro, es natural: no ando en fiestas ni cosas de éstas, los
domingos no voy a dar vueltas al zócalo, ni salgo todo el
tiempo con muchachos. Yo sólo pienso en ti, amor mío, en el
instante en que tus ojos se volverán al fin para mirarme.
Pero tú, Alberto, me recuerdas? Seguramente ya has
olvidado de que nos conocimos hace dos años-acababas de
entrar en la Naal-una vez que acompañé a mi papá a Antón
Lizardo. Lo esperé en la camioneta. Tú estabas arreglando un
yip y te acercaste. No me acuerdo de ningún otro día tan
hermoso como aquel en que nuestras vidas se encontraron
para ya no separarse jamás.
Tachó para ya no separarse jamás .
Conversamos muy lindo mucho tiempo. Quise dejarte como
Recuerdo mi radio de transistores. No aceptaste. Quedamos en
Vernos el domingo para ir al zócalo y a tomar un helado en el
Yucatán.
Te esperé todo el día ansiosamente. Lloré tanto esa noche &
Pero luego comprendí: no llegaste para qu nadie dijese que tu
Interés en cortejarme era por ser hija de alguien tan importante
En la Armada como mi padre.
En cambio, te lo digo sinceramente, nunca podré entender
Por qué la noche del fin de año en el Casino Español bailaste
Todo el tiempo con Leticia y cuando me acerqué y ella nos
Presentó dijiste: mucho gusto.
Alberto: se hace tarde. Salgo a tu encuentro. Sólo unas
Palabras antes de despedirme. Te prometo que esta vez sí
Adelgazaré y en el próximo carnaval, como lo oyes, yo voy a
Ser La Reina! (Mi cara no es fea, todos lo dicen.) Me llevarás
A nadar a Mocambo, donde una vez te encontré con Leticia?
(por fortuna ustedes no me vieron: estaba en traje de baño y
corrí a esconderme entre los pinos.)
Ah, pero al año próximo, te juro, tendré un cuerpo más
hermoso y más esbelto que él; suyo. Todos los que nos miren te
envidiarán por llevarme del brazo.
Chao, amor mío. Ya falta poco para verte. Hoy como siempre
es toda tuya.
Adelina

Volvió a su cuarto. Al ver la hora en el despertador de Bugs Bunny dejó


sobre la cama el cuaderno en que acaba de escribir, retocó el maquillaje ante
el espejo, se persignó y bajó a toda prisa las escaleras de mosaico. Antes de
abrir la puerta del zaguán respiró el olor a óxido y humedad. Pasó frente a la
sedería de kis turcos: Aziyadé y Nadir no estaban: sus padres se disponían a
cerrar.
En la esquina se encontró a dos compañeros de equipo de su hermano. (No
habían ido a Boca del Río?) Al verla maquillada le preguntaron si iba a
participar en el concurso de disfraces o había lanzado su candidatura para Rey
Feo.
Respondió con una mirada de furia. Se alejó taconeando bajo el olor a
pólvora de buscapiés, palomas, y brujas. No había tránsito: la gente caminaba
por la calle tapizada de serpentinas, latas, y cascos de cerveza. Encapuchados,
mosqueteros, payasos, legionarios romanos, bailarinas, circasianas, amazonas,
damas de la corte, piratas, napoleones, astronautas, guerreros aztecas y grupos
y familias con máscaras, gorritos de cartón, sombreros zapatistas o sin disfraz
avanzaban hacia la calle principal.
Adelina apretó el paso. Cuatro muchachas se volvieron a verla y le dejaron
atrás. Escuchó su risa unánime y pensó que se estarían burlando de ella como
los amigos de Óscar. Luego caminó entre las mesas y los puestos de los
portales, atestados de marimbas, conjuntos jarochos, vendedores de jaibas
rellenas, billeteros de la Lotería Nacional.
No descubrió a ningún conocido pero advirtió que varias mujeres la miraban
con sorna. Pensó en sacar el espejito de su bolsa para ver si, inexperta, se
había maquillado en exceso. Por vez primera empleaba los cosméticos de su
madre. Pero, dónde se ocultaría para mirarse?
Con grandes dificultades llegó a la esquina elegida. El calor y el estruendo
informe, la promiscua contigüidad de tantos extraños le provocaban un
malestar confuso. Entre aplausos apareció la descubierta de charros y chinas
poblanas. Bajo gritos y música desfiló la comparsa inicial: lo jotos vestidos
de pavos reales. Siguieron mulatos disfrazados de vikingos, guerreros aztecas
y penachos de rumbera.
Desfilaron cavernarios , kukluxklanes, la corte de Luis XV con sus blancas
pelucas entalcadas y sus falsos lunares, Blanca Nieves y los Siete Enanos
(Adelina sentía que la empujaban y las manoseaban), Barba Azul en plena
tortura y asesinato de sus mujeres, Maximiliano y Carlota en Chapultepec,
pieles rojas, caníbales teñidos de betún y adornados con huesos humanos (la
transpiración humedecía su espalda), Romeo y Julieta en el balcón de Verona,
Hitler y sus mariscales llenos de monóculos y suásticas, gigantes y cabezudos,
James Dean al frente de sus rebeldes sin causa, Pierrot, Arlequín y Colombina,
doce Elvis Presleys que trataban de cantar en inglés y moverse como él.
(Adelina cerró los ojos ante el brillo del col y el caos de épocas, personajes,
historias.)
Empezaron los carros alegóricos, unos tirados por tractores, otros
improvisados sobre camiones de redilas: el de la Cervecería Moctezuma, Miss
México, Miss California, notablemente aterrada por lo que veía como un
desfile salvaje, las Orquídeas del Cine Nacional, el Campamento Gitano-niñas
que lloriqueaban por el calor, el miedo de caerse y la forzada inmovilidad-, el
Idilio de los Volcanes según el calendario de Helguera, la Conquista de
México, las Mil y una Noches, pesadillas de cartón, lentejuelas y trapos.
La sobresaltaron un aliento húmedo de tequila y una caricia envolvente:
-Véngase, mamasota, que aquí está su rey-.
Adelina, enfurecida, volvió la cabeza. Pero hacia quién, cómo descubrir al
culpable entre la multitud burlona o entusiasmada? Los carros alegóricos
seguían desfilando: los Piratas en las isla del Tesoro, Sangre Jarocha,
Guadalupe la Chinaca, Raza de Bronce, Cielito Lindo, la Adelita, la Valentina
y Pancho Villa, los Buzos en el país de las sirenas, los astronautas y los
extraterrestres.
Desde un inesperado balcón las Osorio, muertas de risa, se hicieron escuchar
entre las músicas y gritos del carnaval:
-Gorda, gorda: sube, Que andas haciendo allí abajo, revuelta con la plebe y los
chilangos? La gente decente de Veracruz no se mezcla con los fuereños,
mucho menos en carnaval.
Todo el mundo pareció descubrirla, observarla, repudiarla. Adelina tragó
saliva, apretó los labios: Primero muerta que dirigirles la palabra a las Osorio.
Por fin, el carro de la reina y sus princesas, Leticia Primera en su trono bajo
las espadas cruzadas de los cadetes. Alberto junto a ella muy próximo. Leticia
toda rubores, toda sonrisitas, entre los bucles artificiales que sostenían la
corona de hojalata. Leticia saludando en todas direcciones, enviando besos al
aire.
-Cómo puede cambiar la gente cuando está bien maquillada.- se dijo Adelina.
El sol arrancaba destellos a la bisutería del cetro, la corona, el
vestido. Atronaban aplausos y gritos de admiración. Leticia Primera recibía
feliz la gloria que iba a disfrutar unas cuantas horas, en un trono destinado a
amanecer en un basurero. Sin embargo Leticia era la reina y estaba cinco
metros por encima de quien la observaba con odio.
-Ojalá se caiga, ojalá haga el ridículo delante de todos, ojalá de tan apretado le
estalle el disfraz y vean el relleno de hule espuma en sus tetas- murmuró entre
dientes Adelina, ya sin temor de ser escuchada.
-Ya verá el año que entra: los lugares van a cambiarse. Leticia estará aquí
abajo muerta de envida y...-Una bolsa de papel arrojada desde quién sabe
dónde interrumpió el monólogo sombrío: se estrello en su cabeza y la baño de
anilina roja en el preciso instante en que pasaba frente a ella la reina. La
misma Leticia no pudo menos que descubrirla entre la multitud y reírse.
Alberto quebrantó su pose de estatua y soltó una risilla.
Fue un instante. El carro se alejaba. Adelina se limpio la cara con las
mangas del vestido. Alzo los ojos hacia el balcón en que las Osorio
manifestaban su pesar ante el incidente y la invitaban a subir. Entonces la
Baño una nube de confeti que se adhirió a la piel humedecía. Se abrió paso,
intentó correr, huir, hacerse invisible.
Pero el desfile había terminado. Las calles estaban repletas de chilangos, de
jotos, de mariguanos, de hostiles enmascarados y encapuchados que seguían
arrojando confeti a la boca de Adelina entreabierta por el jadeo, bailoteaban
para cerrarle el paso, aplastaban las manos en sus senos, desplegaban espanta
suegras en su cara la picaban con varitas labradas de Apizaco.
Y Alberto se alejaba cada vez más. No descendía del carro para defenderla,
para vengarla, para abrirle camino con su espada. Y Guillermo, en Boca del
Río, ya aturdido por la octava cerveza, festejaba por anticipado los viejos
chistes eróticos del vicealmirante. Y bajo unas máscaras de Drácula y de
Frankenstein surgían Aziyadé y Nadir, la acosaban en su huida, le cantaban,
humillante y angustiosamente cantaban, un estribillo improvisado e
interminable:
-A Adelina/le echaron anilina/por no temor Delgadina. / Poor noo toomaar
Deelgaadiinaa.
Y los abofeteó y pateó y los niños intentaron pegarle y un Satanás y una Doña
Inés los separaron. Aziyadé y Nadir se fueron canturreando el estribillo.
Adelina pudo continuar la fuga hasta que al fin abrió la puerta de su casa,
subió las escaleras y halló su cuarto en desorden: Óscar estuvo allí con sus
amigos de la novena de beisbol, óscar no se quedó en Boca del Río. Óscar
volvió con su pandilla. óscar también anduvo en el desfile.
Vio cuaderno en el suelo, abierto y profanado por los dedos de óscar, las
manos de los otros. En las páginas de su última carta estaban las huellas
digitales, la tinta corrida, las grandes manchas de anilina roja. Cómo se habrán
burlado, cómo se estarán riendo ahora mismo, arrojando bolsas de anilina a las
caras, puñados de confeti a las bocas, rompiendo conferida por sus máscaras y
disfraces.
-Maldito, puto, enano cabrón, hijo de la chingada. Ojalá te peguen. Ojalá te
den en toda la madre y regreses chillando como un perro. Ojalá se mueran tú
y la puta de Leticia y las pendejas de las Osorio y el cretino cadetito de mierda
y el pinche carnaval y el mundo entero.
Y mientras hablaba, gritaba, gesticulaba con doliente furia, rompía su
cuaderno de cartas, pateaba los pedazos arronjaba contra la pared el frasco de
maquillaje, el pomo de rímel, la botella de Colonia Sanborns.
Se detuvo. En el espejo enmarcado por figuras de Walt Disney miró su pelo
rubio, sus ojos verdes, su cara lívida cubierta de anilina, grasa, confeti, sudor,
maquillaje y lágrimas. Y se arrojó a la cama llorando, demoliéndose,
diciéndose:
-Ya verán, ya verán el año que entra.

Jean Charles

Potrebbero piacerti anche