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Mamá es bonita yo sé. Donde yo duermo con todas las paredes frías
alrededor tengo un papel detrás de la estufa. Ahí dice “Estrellas de cine”. En las
figuras veo caras como las de mamá y papá. Papá dice que son bonitas. Una vez
lo dijo. Y también mamá dijo. Mamá tan bonita y yo bastante bien. Mírate dijo
papá y no tenía una cara buena. Le toqué el brazo y dije está bien papá. Papá se
sacudió y se fue donde yo no podía alcanzarlo.
Hoy mamá me sacó la cadena un rato así que pude mirar por la ventanita.
Vi el agua que caía de arriba. Hoy está amarillo arriba. Sé que lo miro y los ojos
duelen. Después de mirar el sótano es rojo. Me parece que eso es la iglesia. Se
van de arriba. La máquina grande los traga y camina y ya no está. En la parte de
atrás está la mamita. Es mucho más chica que yo. Yo soy grande. Es un secreto
pero saqué la cadena de la pared. Puedo ver por la ventanita todo lo que quiero.
Mamá vino y empujó la puerta. Me golpeó y dolió. Caí para atrás en el piso
liso y la cadena hizo ruido. Lloré. Mamá silbó dentro de ella y se puso la mano
en la boca. Tenía los ojos grandes. Me miró. Oí que papá llamaba. Qué cayó dijo.
Mamá dijo la tabla de planchar. Ven a ayudarme dijo. Papá vino y dijo bueno es
tan pesada qué necesitas. Me vio y se puso grande. Los ojos de papá se enojaron.
Me golpeó. El líquido me salió de un brazo. El piso quedó verde y feo.
Papá me dijo que fuera al sótano. Tuve que ir. La luz me dolía ahora en los
ojos. No era como en el sótano abajo. Papá me ató los brazos y las piernas. Me
puso en la cama. Arriba oí risas mientras yo estaba quieto y miraba una araña
negra que bajaba a donde estaba yo. Pensé lo que dijo papá. Oh dios dijo. ¡Y no
tiene más que ocho!
Hoy papá puso otra vez la cadena en la pared antes de aparecer la luz.
Tengo que sacarla otra vez. Papá dijo que yo era malo si iba arriba. Me dijo que
no lo haga otra vez o me pegará fuerte. Eso duele. Me duele. Dormí de día y puse
la cabeza en la pared. Pensé en el lugar blanco de arriba. Saqué la cadena de la
pared. Mamá estaba arriba. Escuché risitas muy altas. Miré por la ventanita. Vi
toda gente chiquita como mamita y también papitos. Son hermosos. Estaban
haciendo bonitos ruidos y saltaban por la tierra. Movían mucho las piernas. Son
como mamá y papá. Mamá dice que toda la gente normal es así.
Uno de los papás pequeños me vio. Señaló la ventana. Yo me fui
resbalando por la pared hasta abajo en lo oscuro. Me apreté para que no me
vieran. Oí las voces junto a la ventana y pies que corrían. Arriba una puerta hizo
ruido. Oí a la mamita que llamaba arriba. Oí pies pesados y corrí al lugar de la
cama. Puse la cadena en la pared y me acosté mirando para abajo. Oí a mamá
que venía. Estuviste en la ventana me dijo. Escuché que estaba enojada. No te
acerques a la ventana me dijo. Sacaste otra vez la cadena. Mamá tomó el palo y
me golpeó. No lloré. No puedo hacer eso. Pero mi líquido corrió por toda la
cama. Mamá lo vio y se fue para atrás haciendo un ruido. Oh diosmíodiosmío
dijo por qué me hiciste esto. Oí que el palo caía en el piso. Mamá corrió y subió.
Dormí de día.
Hoy había agua otra vez. Cuando mamá estaba arriba oí a la mamita que
bajaba los escalones. Me escondí en la carbonera porque mamá se enoja si la
mamita me ve. Mamita tenía una cosa pequeña viva. Caminaba en los brazos de
ella y tenía las orejas en punta. La mamita le hablaba. Todo estaba bien pero la
cosa viva me olió. Corrió a la carbonera y me miró con el pelo todo duro. Hacía
un ruido enojado en la garganta. Yo silbé pero la cosa saltó sobre mí. Yo no
quería lastimarla. Tuve miedo porque me mordió más fuerte que la rata. Yo la
agarré y la mamita gritó. Apreté fuerte la cosa viva. Hacía ruidos que yo nunca
había oído. La apreté más. Estaba toda aplastada y roja sobre el carbón negro.
Me escondí ahí cuando mamá llamó. Yo tenía miedo del palo. Mamá se fue. Subí
por el carbón con la cosa. La escondí debajo de la almohada y me acosté encima.
Puse la cadena en la pared otra vez.
Hoy es otro día. Papá puso la cadena apretada. Me duele porque me golpeó.
Esta vez le saqué el palo de la mano y después hice ruido. Papá se fue y tenía la
cara blanca. Salió corriendo de mi lugar y cerró la puerta con llave. No estoy tan
contento. Todo el día hace frío aquí. La cadena tarda mucho en salir de la pared.
Y estoy muy enojado con mamá y papá. Les mostraré. Haré lo mismo que otro
día. Primero gritaré y me reiré fuerte. Correré por las paredes. Después me
colgaré cabeza para abajo de todas mis piernas y me reiré y echaré verde por
todas partes hasta que ellos estén tristes porque no fueron buenos conmigo.
La manecilla del nivel de la gasolina cayó de pronto a cero y el joven conductor del coupé afirmó que era
molesto lo que tragaba aquel coche.
—A ver si nos vamos a quedar otra vez sin gasolina —dijo la chica (que tenía unos veintidós años) y le
recordó al conductor unos cuantos sitios del mapa del país en los que ya les había sucedido lo mismo.
El joven respondió que él no tenía motivo alguno para preocuparse porque todo lo que le sucedía estando
con ella adquiría el encanto de la aventura. La chica protestó; siempre que se les había acabado la gaso-
lina en medio de la carretera, la aventura había sido sólo para ella, porque el joven se había escondido y
ella había tenido que utilizar sus encantos: hacer autoestop a algún coche, pedir que la llevasen hasta la
gasolinera más próxima, volver a parar otro coche y regresar con el bidón. El joven le preguntó si los
conductores que la habían llevado habían sido tan desagradables como para que ella hablase de su
misión como de una humillación. Ella respondió (con pueril coquetería) que a veces habían sido muy
agradables, pero que no había podido sacar provecho alguno porque iba cargada con el bidón y había
tenido además que despedirse de ellos antes de que le diera tiempo de nada.
La chica afirmó que la miserable no era ella, sino precisamente él; ¡quién sabe cuántas chicas le hacen
autoestop en la carretera cuando conduce solo! El joven cogió a la chica del hombro y le dio un suave
beso en la frente. Sabía que ella lo quería y que tenía celos de él. Claro que ser celoso no es una
cualidad muy agradable, pero, si no se emplea en exceso (si va unida a la humildad), presenta, además
de su natural incomodidad, cierto aspecto enternecedor. Al menos eso era lo que el joven creía. Como no
tenía más que veintiocho años, le parecía que era muy mayor y que había aprendido ya todo lo que un
hombre puede saber de las mujeres. Lo que más apreciaba de la chica que estaba sentada a su lado era
precisamente aquello que hasta entonces había encontrado con menor frecuencia en las mujeres: su
pureza.
La manecilla ya estaba a cero cuando el joven vio a la derecha un cartel que indicaba (con un dibujo en
negro de un surtidor) que la gasolinera estaba a quinientos metros. La chica apenas tuvo tiempo de afir-
mar que se había quitado un peso de encima, cuando el joven ya estaba poniendo el intermitente de la iz-
quierda y entrando en la explanada en la que estaban los surtidores. Pero tuvo que detenerse a un lado
porque, junto al surtidor, había un voluminoso camión con un gran depósito de metal que mediante una
gruesa manguera llenaba de gasolina el depósito del surtidor.
—Vamos a tener que esperar un buen rato —le dijo el joven a la chica y salió del coche—. ¿Va a tar dar
mucho? —le preguntó a un hombre vestido con un mono azul.
—Un minuto —respondió el hombre.
Y el joven dijo:
Iba a volver al coche a sentarse pero vio que la chica salía por la otra puerta.
Hacía ya un año que la conocía y la chica aún era capaz de avergonzarse delante de él, y a él le encanta-
ban esos instantes en los que ella sentía vergüenza; en primer lugar porque la diferenciaban de las
mujeres con las que él se había relacionado antes de conocerla, en segundo lugar porque sabía que en
este mundo todo es pasajero, y eso hacía que hasta la vergüenza de su chica fuera algo preciado para él.
A la chica realmente le desagradaban las ocasiones en las que tenía que pedirle (el joven conducía con
frecuencia muchas horas sin parar) que se detuviese un momento junto a un bosquecillo. Siempre le daba
rabia cuando él le preguntaba con fingido asombro por el motivo de la parada. Ella sabía que la vergüen-
za que sentía era ridícula y pasada de moda. En el trabajo había podido comprobar muchas veces que la
gente se reía de su susceptibilidad y que la provocaban a propósito. Sentía siempre vergüenza anticipada
sólo de pensar que iba a darle vergüenza. Con frecuencia deseaba poder sentirse libre dentro de su
cuerpo, despreocupada y sin angustias, como lo hacía la mayoría de las mujeres a su alrededor. Hasta
había llegado a inventarse un sistema especial de convencimiento pedagógico: se decía que cada
persona recibía al nacer uno de los millones de cuerpos que estaban preparados, como si le adjudicasen
una de los millones de habitaciones de un inmenso hotel; que aquel cuerpo era, por tanto, casual e
impersonal; que era una cosa prestada y hecha en serie. Lo repetía una y otra vez, en distintas versiones,
pero nunca era capaz de sentir de ese modo. Aquel dualismo del cuerpo y el alma le era ajeno. Ella
misma era excesivamente su propio cuerpo, y por eso siempre lo sentía con angustia.
Con esa misma angustia se había aproximado también al joven a quien había conocido hacía un año y
con el que era feliz quizá precisamente porque nunca separaba su cuerpo de su alma y con él podía vivir
por entero. En aquella indivisión residía su felicidad, sólo que tras la felicidad siempre se agazapaba la
sospecha, y la chica estaba llena de sospechas. Con frecuencia pensaba que las otras mujeres (las que
no se angustiaban) eran más seductoras y atractivas, y que el joven, que no ocultaba que conocía bien a
aquel tipo de mujeres, se le iría alguna vez con alguna de ellas. (Es cierto que el joven afirmaba que ya
estaba harto de ese tipo de mujeres para el resto de su vida, pero la chica sabía que él era mucho más
joven de lo que pensaba). Ella quería que fuese suyo por completo y ser ella por completo de él, pero con
frecuencia le parecía que cuanto más trataba de dárselo todo, más le negaba algo: lo que da
precisamente el amor carente de profundidad y superficial, lo que da el flirt. Sufría por no saber ser,
además de seria, ligera.
Pero esta vez no sufría ni pensaba en nada de eso. Se sentía a gusto. Era su primer día de vacaciones
(catorce días de vacaciones en los que durante todo el año había centrado su deseo), el cielo estaba azul
(todo el año había estado preguntándose horrorizada si el cielo estaría verdaderamente azul) y él estaba
con ella. A su «¿qué vas a hacer?» respondió ruborizándose y se alejó del coche sin decir palabra. Dejó a
su lado la estación de servicio que estaba al borde de la carretera, completamente solitaria, en medio del
campo; a unos cien metros de allí (en la misma dirección en la que iban) empezaba el bosque. Se dirigió
hacia él, se escondió tras un arbusto y disfrutó durante todo ese tiempo de una sensación de satisfacción.
(Es que hasta la alegría que produce la presencia del hombre a quien se ama se siente mejor a solas. Si
la presencia de él fuera continua, sólo estaría presente en su constante transcurrir. Detenerla sólo es
posible en los ratos de soledad).
Después salió del bosque y se dirigió hacia la carretera; desde allí se veía la estación de servicio; el
camión cisterna ya se había ido; el coche se había aproximado a la roja torrecilla del surtidor. La chica se
puso a andar carretera adelante, mirando a ratos si ya venía. Luego lo vio, se detuvo y empezó a hacerle
señas, tal como se las hacen los autoestopistas a los coches desconocidos. El coche frenó y se detuvo
justo al lado de la chica. El joven se agachó hacia la ventanilla, la bajó, sonrió y preguntó:
El joven siempre disfrutaba cuando su chica estaba alegre; no ocurría con frecuencia: tenía un trabajo
bastante complicado, en un ambiente desagradable, con muchas horas extras; en casa, su madre estaba
enferma, solía estar cansada; tampoco destacaba por la firmeza de sus nervios ni por su seguridad en sí
misma, era víctima fácil de la angustia y el miedo. Por eso era capaz de recibir cualquier manifestación de
alegría de ella con la ternura y el cuidado de un padre adoptivo. Le sonrió y dijo:
—Hoy estoy de suerte. Hace ya cinco años que conduzco pero nunca he llevado a una autoestopista tan
guapa.
La chica le estaba agradecida al joven por cada una de las zalamerías que le hacía; tenía ganas de
disfrutar un rato de aquella cálida sensación y por eso le dijo:
El joven ya se había sentido molesto algunas veces por los celos de la chica, pero esta vez podía
pasarlos fácilmente por alto, porque la frase no iba dirigida a él, sino a un conductor desconocido. Por eso
le respondió sin más:
—¿Eso le molesta?
—Si saliese con usted, me importaría —dijo la chica y había en ello un sutil mensaje al joven; pero el final
de la frase iba dirigido ya al desconocido conductor—: Pero como a usted no lo conozco, no me molesta.
—Las mujeres siempre encuentran muchos más defectos en su propio hombre que en los demás —ahora
se trataba de un sutil mensaje pedagógico del joven a la chica—, pero ya que no tenemos nada que ver,
podríamos entendernos bien.
La chica no tenía intención de entender el mensaje pedagógico subyacente y por eso se dirigió
exclusivamente al conductor desconocido:
Al oír estas palabras la chica miró al joven y comprobó que tenía exactamente el aspecto que ella se
imaginaba en sus más amargas horas de celos; se horrorizó al ver con qué coquetería la halagaba (a ella,
a una autoestopista desconocida) y lo bien que le sentaba. Por eso le contestó en plan provocador:
Pero la chica sintió como si, al hacerle decir aquella frase halagadora, lo hubiera cogido por sorpresa,
como si con un astuto truco lo hubiera obligado a confesar; tuvo un breve e intenso ataque de odio y dijo:
Pero el dolor de los celos abandonó a la chica tan rápido como la había atacado. Al fin y al cabo era
sensata y sabía que sólo se trataba de un juego; incluso le pareció un poco ridículo haber rechazado al jo-
ven sólo por la rabia que le producían los celos; no quería que él lo notase. Por suerte las mujeres tienen
una habilidad mágica para modificar ex-post el sentido de sus actos. De modo que utilizó esta habilidad y
decidió que no lo había rechazado porque le hubiera dado rabia, sino para poder continuar con un juego
que, por caprichoso, era tan adecuado para el primer día de vacaciones.
De manera que volvió a ser una autoestopista que acaba de rechazar a un conductor atrevido sólo para
hacer la conquista más lenta y más excitante. Se volvió hacia el joven y le dijo con voz melosa:
Estaba enfadado con la chica por no haberle hecho caso y haberse negado a volver a ser ella misma
cuando tanto lo deseaba; y como la chica seguía con su máscara, el joven le traspasó su enfado a la
desconocida autoestopista que ella representaba; y así descubrió de pronto el carácter de su papel:
abandonó la galantería con la que había pretendido halagar indirectamente a su chica y empezó a hacer
de hombre duro que al dirigirse a las mujeres pone de relieve más bien los aspectos bastos de la
masculinidad: la voluntad, el sarcasmo, la confianza en sí mismo.
Este papel era contradictorio con las atenciones que habitualmente le dedicaba el joven a la chica. Es
verdad que antes de conocerla se comportaba con las mujeres de un modo más bien brusco que
delicado, pero nunca había llegado a parecer un hombre demoníacamente duro porque no sobresalía ni
por su fuerza de voluntad ni por su falta de miramientos. Pero si nunca lo había parecido, tanto más había
deseado en otros tiempos parecerlo. Se trata seguramente de un deseo bastante ingenuo, pero qué se le
va a hacer: los deseos infantiles salvan todos los obstáculos que les pone el espíritu maduro y con
frecuencia perduran más que él, hasta la última vejez. Y aquel deseo infantil aprovechó rápidamente la
oportunidad de asumir el papel que se le ofrecía.
A la chica le venía muy bien el distanciamiento sarcástico del joven: la liberaba de sí misma. Ella misma
era, ante todo, celos. En el momento en que dejó de ver a su lado al joven galante que trataba de sedu-
cirla y vio su cara inaccesible, sus celos se acallaron. La chica podía olvidarse de sí misma y entregarse a
su papel.
¿Su papel? ¿Cuál? Era un papel de literatura barata. Una autoestopista había parado un coche, no para
que la llevase, sino para seducir al hombre que iba en el coche; era una seductora experimentada que
dominaba estupendamente sus encantos. La chica se compenetró con aquel estúpido personaje de
novela con una facilidad que a ella misma la dejó, acto seguido, sorprendida y encantada.
No había nada que el joven hubiera echado tanto en falta en su vida como la despreocupación. La carre-
tera de su vida había sido diseñada con despiadada severidad: su empleo no acababa con las ocho horas
de trabajo diario, invadía también el resto de su tiempo con el aburrimiento obligado de las reuniones y del
estudio en casa; invadía también, a través de la atención que le prestaban sus innumerables compañeros
y compañeras, el escasísimo tiempo de su vida privada, que nunca permanecía en secreto y que por lo
demás se había convertido ya un par de veces en objeto de cotilleos y de debate público. Ni siquiera las
dos semanas de vacaciones le brindaban una sensación de liberación y de aventura; hasta aquí llegaba la
sombra gris de la severa planificación; la escasez de casas de veraneo en nuestro país le había obligado
a reservar con medio año de antelación la habitación en los montes Tatra, para lo cual había necesitado
una recomendación del Comité de su empresa, cuya omnipresente alma no le perdía así la pista ni por un
momento.
Ya se había hecho a la idea de todo aquello pero, de vez en cuando, tenía la horrible sensación de que le
obligaban a ir por una carretera en la que todos le veían y de la que no podía desviarse. Ahora mismo
volvía a tener esa sensación; un extraño cortocircuito hizo que identificase la carretera imaginaria con la
carretera verdadera por la que iba y eso le sugirió de pronto la idea de hacer una locura.
De pronto el juego había adquirido un nivel superior. El coche no sólo se alejaba de su objetivo imaginario
en Banska Bystrica, sino también del objetivo real hacia el que había partido por la mañana: los Tatra y la
habitación reservada. De pronto la vida de ficción atacaba a la vida sin ficción. El joven se alejaba de sí
mismo y de la severa ruta de la que hasta ahora nunca se había desviado.
—¡Pero si había dicho que iba a los Pequeños Tatra! —se asombró la chica.
—Señorita, yo voy a donde quiero. Soy un hombre libre y hago lo que quiero y lo que me da la gana.
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El joven nunca había estado allí y tardó un rato en orientarse. Detuvo varias veces el coche para pregun-
tar a los viandantes dónde estaba el hotel. Había varias calles en obras, de modo que, aunque el hotel es-
taba muy cerca (según afirmaban todas las personas a las que les había preguntado), el camino daba
tantas vueltas y tenía tantos desvíos que tardaron casi un cuarto de hora en aparcar el coche. El hotel no
tenía un aspecto muy agradable, pero era el único hotel de la ciudad y el joven ya no tenía ganas de
seguir conduciendo. Así que le dijo a la chica:
Al bajar del coche volvió naturalmente a ser él mismo. Y le pareció un fastidio encontrarse por la noche en
un sitio completamente distinto del que había planeado; y resultaba aún más fastidioso porque nadie le
había obligado y ni siquiera él mismo lo había pretendido. Se echaba en cara la locura que había
cometido, pero al final acabó por restarle importancia: la habitación de los Tatra podía esperar hasta el día
siguiente y no está mal celebrar el primer día de vacaciones con algo inesperado.
Atravesó el restaurante —lleno de humo, repleto, ruidoso— y preguntó por la recepción. Le indicaron que
siguiese hasta la escalera, donde, tras una puerta de cristal, estaba sentada una rubia de aspecto
anticuado bajo un tablero lleno de llaves: le costó trabajo obtener la llave de la única habitación libre.
La chica, al quedarse sola, también prescindió de su papel. Pero le fastidiaba encontrarse en una ciudad
extraña. Estaba tan entregada al joven que no dudaba de nada de lo que él hacía y dejaba en sus manos,
con toda confianza, las horas de su vida. Pero en cambio volvió a pensar que quizá, tal como ella ahora,
otras mujeres con las que se encontraba en sus viajes de trabajo esperarían al joven en su coche. Pero,
curiosamente, aquella imagen ahora no le produjo dolor; la chica sonrió inmediatamente al pensar lo
hermoso que era que esa mujer extraña fuese ahora ella; aquella mujer extraña, irresponsable e
indecente, una de aquellas de las que había tenido tantos celos; le parecía que les había ganado la mano
a todas; que había descubierto el modo de apoderarse de sus armas; de darle al joven lo que hasta
entonces no había sabido darle: ligereza, inmoralidad e informalidad; sintió una particular sensación de
satisfacción por ser capaz de convertirse ella misma en todas las demás mujeres y de ocupar y devorar
así (ella sola, la única) a su amado.
El joven abrió la puerta del coche y condujo a la chica al restaurante. En medio del ruido, la suciedad y el
humo, descubrió una única mesa libre en un rincón.
La chica no era muy aficionada a beber; como mucho bebía vino y le gustaba el vermouth. Pero esta vez,
adrede, dijo:
—Vodka.
—Estupendo —dijo el joven—. Espero que no se me emborrache.
—¿Y si me emborrachara? —dijo la chica.
El joven no le respondió y llamó al camarero y pidió dos vodkas y, para cenar, solomillo. El camarero trajo,
al cabo de un rato, una bandeja con dos vasitos y la puso sobre la mesa.
—¡A su salud!
—-¿No se le ocurre un brindis más ingenioso?
Había algo en el juego de la chica que empezaba a irritar al joven; ahora, cuando estaban sentados cara
a cara, comprendió que no sólo eran las palabras las que hacían de ella otra persona diferente, sino que
estaba cambiada por entero, sus gestos y su mímica, y que se parecía con una fidelidad que llegaba a ser
desagradable a ese modelo de mujer que él conocía tan bien y que le producía un ligero rechazo.
—Bien, entonces no brindaré por usted, sino por su especie, en la que se conjuga con tanto acierto lo
mejor del animal y lo peor del hombre.
—¿Cuando habla de esa especie se refiere a todas las mujeres? —preguntó la chica.
—No, me refiero sólo a las que se parecen a usted.
—De todos modos no me parece muy gracioso comparar a una mujer con un animal.
—Bueno —el joven seguía con el vaso levantado—, entonces no brindo por su especie, sino por su alma,
¿le parece bien? Por su alma que se enciende cuando desciende de la cabeza al vientre y que se apaga
cuando vuelve a subir a la cabeza.
El camarero trajo el solomillo y el joven pidió más vodka con sifón (esta vez brindaron por los pechos de la
chica) y la conversación continuó con un extraño tono frívolo. El joven estaba cada vez más irritado por lo
bien que la chica sabía ser esa mujer lasciva; si lo sabe hacer tan bien, es que realmente lo es; está claro
que no ha penetrado ningún alma extraña dentro de ella; está jugando a ser ella misma; quizá sea esa
otra parte de su ser que otras veces permanece encerrada y a la que ahora, con la excusa del juego, le
ha abierto la jaula; es posible que la chica crea que al jugar se está negando a sí misma, pero ¿no sucede
precisamente lo contrario? ¿No es en el juego donde se convierte de verdad en sí misma? ¿No se libera
al jugar? No, la que está sentada frente a él no es una mujer extraña dentro del cuerpo de su chica; es su
propia chica, nadie más que ella. La miraba y sentía hacia ella un desagrado cada vez mayor.
Pero no se trataba únicamente de desagrado. Cuanto más se alejaba la chica de él psíquicamente, más
la deseaba físicamente; la extrañeza del alma particularizaba el cuerpo de la chica; incluso era ella la que
lo convertía de verdad en cuerpo; era como si hasta entonces aquel cuerpo no hubiera existido para el
joven más que en el limbo de la compasión, la ternura, los cuidados, el amor y la emoción; como si hubie-
se estado perdido en aquel limbo (¡sí, como si el cuerpo hubiese estado perdido!). El joven tenía la sensa-
ción de ver hoy por primera vez el cuerpo de la chica.
Cuando terminó de tomar el tercer vodka con soda, la chica se levantó y dijo con coquetería:
—Perdone.
El joven dijo:
Estaba contenta de haber dejado estupefacto al joven con aquella palabra que —a pesar de su inocencia
— nunca le había oído decir: le parecía que nada reflejaba mejor al tipo de mujer a la que jugaba que la
coquetería con la que había puesto el énfasis en la mencionada palabra; sí, estaba completamente satis-
fecha; aquel juego le entusiasmaba; le hacía sentir lo que nunca había sentido: por ejemplo aquella
sensación de despreocupada irresponsabilidad.
Ella, que siempre había tenido miedo de cada paso que tenía que dar, de pronto se sentía completamente
suelta. Aquella vida ajena dentro de la que se encontraba era una vida sin vergüenza, sin
determininaciones biográficas, sin pasado y sin futuro, sin ataduras; era una vida excepcionalmente libre.
La chica, siendo autoestopista, podía hacerlo todo: todo le estaba permitido; decir cualquier cosa, hacer
cualquier cosa, sentir cualquier cosa.
Atravesaba la sala y se daba cuenta de que la miraban desde todas las mesas; esa también era una
sensación nueva, hasta entonces desconocida: la impúdica satisfacción del propio cuerpo. Hasta ahora
nunca había sido capaz de librarse por completo de aquella niña de catorce años que se avergüenza de
sus pechos y que siente como una desagradable impudicia que le sobresalgan del cuerpo y sean visibles.
Aunque siempre se había sentido orgullosa de ser guapa y bien hecha, aquel orgullo era inmediatamente
corregido por la vergüenza: intuía correctamente que la belleza femenina funciona, ante todo, como
incitación sexual y eso le desagradaba; ansiaba que su cuerpo sólo se dirigiese al hombre que amaba;
cuando los hombres le miraban los pechos en la calle, le parecía que con ello arrasaban una parte de su
más secreta intimidad, que sólo le pertenecía a ella y a su amante. Pero ahora era una autoestopista, una
mujer sin destino; se había visto privada de las tiernas ataduras de su amor y había empezado a tomar
intensa conciencia de su cuerpo; lo sentía con tanta mayor excitación cuanto más extraños eran los ojos
que la observaban.
Cuando pasaba junto a la última mesa, un individuo medio borracho, deseando jactarse de ser un hombre
de mundo, le dijo en francés:
—¿Combien, mademoiselle?
La chica lo entendió. Irguió el cuerpo, sintiendo cada uno de los movimientos de sus caderas; desapareció
tras la cortina.
Todo aquello era un juego raro. La rareza consistía, por ejemplo, en que el joven, aunque había asumido
estupendamente la función de conductor desconocido, no dejaba de ver en la autoestopista desconocida
a su chica. Y eso era precisamente lo más doloroso; veía a su chica seducir a un hombre desconocido y
disfrutaba del amargo privilegio de estar presente; veía de cerca el aspecto que tiene y lo que dice cuando
lo engaña (cuando lo engañaba, cuando lo va a engañar); tenía el paradójico honor de ser él mismo
objeto de su infidelidad.
Lo peor era que la adoraba más de lo que la amaba; siempre le había parecido que su ser sólo era real
dentro de los límites de la fidelidad y la pureza y que más allá de esos límites simplemente no existía; que
más allá de aquellos límites habría dejado de ser ella misma, tal como el agua deja de ser agua más allá
del límite de la ebullición. Ahora, al verla trasponer con natural elegancia aquel horrible límite, se llenaba
de rabia.
La conversación era una suma de barbaridades cada vez mayores; la chica estaba un poco espantada,
pero no podía protestar. También el juego encierra falta de libertad para el hombre, también el juego es
una trampa para el jugador; si aquello no fuera un juego, si estuvieran sentadas frente a frente dos perso-
nas extrañas, la autoestopista se hubiera podido ofender hace tiempo y hubiera podido marcharse; pero el
juego no tiene escapatoria; el equipo no puede huir del campo antes de que finalice el juego, las piezas
de ajedrez no pueden escaparse del tablero, los límites del campo de juego no pueden traspasarse. La
chica sabía que tenía que aceptar cualquier juego, precisamente porque era un juego. Sabía que cuanto
más exagerado fuera, más sería un juego y más obediente iba a tener que ser al jugar. Y era inútil invocar
la razón y advertir al alma alocada que debía mantener las distancias con respecto al juego y no
tomárselo en serio. Precisamente porque se trataba sólo de un juego, el alma no tenía miedo, no se
resistía y caía en él como alucinada.
—Podemos ir.
—¿A dónde? —fingió asombro la chica.
—No preguntes y camina —dijo el joven.
—¿Con quién se cree que está hablando?
—Con una furcia —dijo el joven.
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Iban por una escalera mal iluminada: en el descansillo, antes del primer piso, había un grupo de hombres
medio borrachos delante de la puerta del retrete. El joven abrazó a la chica por la espalda, de tal modo
que su mano apretaba el pecho de ella. Los hombres que estaban junto al retrete lo vieron y empezaron a
dar gritos. La chica intentó soltarse pero el joven le gritó:
—¡Aguanta!
Los hombres aprobaron su actitud con zafia solidaridad y le dirigieron a la chica unas cuantas groserías.
El joven llegó con la chica al primer piso y abrió la puerta de la habitación. Encendió la luz.
Era una habitación estrecha con dos camas, una mesilla, una silla y un lavabo. El joven cerró la puerta y
se volvió hacia la chica. Estaba frente a él con un gesto de suficiencia y una mirada descaradamente sen-
sual. El joven la miraba y trataba de descubrir, tras la expresión lasciva, los familiares rasgos de la chica,
a los que amaba con ternura. Era como si mirase dos imágenes metidas en un mismo visor, dos
imágenes puestas una encima de otra y que se trasparentasen la una a través de la otra. Aquellas dos
imágenes que se trasparentaban le decían que en la chica había de todo, que su alma era terriblemente
amorfa, que cabía en ella la fidelidad y la infidelidad, la traición y la inocencia, la coquetería y el recato;
aquella mezcla brutal le parecía asquerosa como la variedad de un basurero. Las dos imágenes seguían
trasparentándose la una a través de la otra y el joven pensaba en que la chica sólo se diferenciaba de las
demás superficialmente, pero que en sus extensas profundidades era igual a otras mujeres, llena de
todos los pensamientos, las sensaciones, los vicios posibles, dándoles así la razón a sus dudas y a sus
celos secretos; que lo que parece un perfil que marca sus límites como individuo es sólo una falacia que
engaña al otro, a quien la mira, a él. Le parecía que aquella chica, tal como él la quería, no era más que
un producto de su deseo, de su capacidad de abstracción, de su confianza, y que la chica real estaba
ahora ante él y era desesperadamente extraña, desesperadamente ambigua. La odiaba.
—¿Para qué?
El tono con que lo dijo le resultó muy familiar, le pareció que hace ya mucho tiempo se lo había oído a otra
mujer, pero ya no sabía a cuál. Tenía ganas de humillarla. No a la autoestopista, sino a su propia chica. El
juego se había confundido con la vida. Jugar a humillar a la autoestopista no era más que una excusa
para humillar a la chica. El joven olvidó que estaba jugando. Sencillamente odiaba a la mujer que estaba
delante de él. La miró fijamente y sacó de la cartera un billete de cincuenta coronas. Se lo dio a la chica:
—¿Es suficiente?
El joven dijo:
—¡No debes portarte así conmigo! ¡Conmigo tienes que portarte de otra manera, tienes que poner algo de
tu parte!
Lo abrazaba y trataba de llegar con su boca a la de él. El joven le puso los dedos en la boca y la apartó
suavemente. Dijo:
11
Nunca se había desnudado así. La timidez, el sentimiento interior de pánico, el alocamiento, todo lo que
siempre había sentido al desnudarse delante del joven (cuando no la tapaba la oscuridad), todo aquello
había desaparecido. Ahora estaba frente a él confiada, descarada, iluminada y sorprendida al descubrir
de pronto los hasta entonces desconocidos gestos del desnudo lento y excitante. Percibía sus miradas,
iba dejando a un lado, con mimo, cada una de sus prendas y saboreaba los distintos estadios de la
desnudez. Pero de pronto se encontró ante él totalmente desnuda y en ese momento se dijo que el juego
había terminado; que al quitarse la ropa se ha quitado también el disfraz y que ahora está desnuda, lo
cual significa que ahora vuelve a ser ella misma y que el joven ahora tiene que acercarse a ella y hacer un
gesto con el que lo borre todo, tras el cual sólo vendrá ya el más íntimo acto amoroso. Así que se quedó
desnuda delante del joven y en ese momento dejó de jugar; estaba perpleja y en su cara apareció una
sonrisa que era de verdad sólo suya: tímida y confusa.
Pero el joven no se acercó a ella y no borró el juego. No percibió la sonrisa que le era familiar; sólo veía
ante sí el hermoso cuerpo extraño de su propia chica, a la que odiaba. El odio limpió su sensualidad de
cualquier resto de sentimientos. Ella quiso acercarse pero él le dijo:
Lo único que ahora deseaba era comportarse con ella como con una furcia de alquiler. Sólo que el joven
nunca había tenido una furcia de alquiler y las únicas imágenes de que disponía al respecto provenían de
la literatura y de lo que había oído contar. Se remitió por lo tanto a aquellas imágenes y lo primero que vio
en ellas fue a una mujer en ropa interior negra (con medias negras) bailando sobre la reluciente tapa de
un piano. En la pequeña habitación del hotel no había piano, lo único que había era una mesilla junto a la
pared, pequeña, cubierta con un mantel de lino. Le ordenó a la chica que se subiera a ella. La chi ca hizo
un gesto de súplica pero el joven dijo:
Al ver en la mirada del joven su irreductible obsesión, trató de continuar con el juego, aunque ya no podía
ni sabía hacerlo. Con lágrimas en los ojos se subió a la mesa. Apenas medía un metro de lado y una de
las patas era un poquito más corta; la chica, de pie sobre la mesa, tenía sensación de inestabilidad.
Pero el joven estaba satisfecho con la figura desnuda que se elevaba por encima de él y cuya avergonza-
da inseguridad no hacía más que incrementar su autoritarismo. Deseaba ver aquel cuerpo en todas las
posturas y desde todos los ángulos, del mismo modo en que se imaginaba que lo habían visto y lo verían
también otros hombres. Era grosero y lascivo. Le decía palabras que ella nunca le había oído decir. La
chica tenía ganas de rebelarse, de huir del juego; le llamó por su nombre pero él le gritó que no tenía
derecho a tratarlo con tanta confianza. Y así por fin, confusa y llorosa, le obedeció; se inclinaba y se
agachaba según los deseos del joven, saludaba y movía las caderas como si estuviera bailando un twist;
en ese momento, al hacer un movimiento un poco más brusco, el mantel se deslizó bajo sus piernas y
estuvo a punto de caerse. El joven la sostuvo y la arrastró a la cama.
La penetró. Ella se alegró de pensar que al menos ahora se acabaría aquel desgraciado juego y que
volverían a ser ellos mismos, tal como eran, tal como se querían. Trató de unir su boca a la de él. Pero el
joven se lo impidió y le repitió que sólo besaba a una mujer cuando la quería. Se echó a llorar. Pero ni si -
quiera del llanto pudo disfrutar, porque el furioso apasionamiento del joven iba ganándose gradualmente
su cuerpo, que hizo callar a los lamentos de su alma. Pronto hubo en la cama dos cuerpos perfectamente
fundidos, sensuales y ajenos. Aquello era precisamente lo que toda su vida la había espantado y lo que
había tratado cuidadosamente de evitar: acostarse con alguien sin sentimientos y sin amor. Sabía que
había atravesado la frontera prohibida, pero ahora, después de cruzarla, ya se movía sin protestar y con
plena participación; sólo en algún rincón lejano de su conciencia se horrorizaba al comprobar que nunca
había sentido tal placer y tanto placer como precisamente esta vez —más allá de aquella frontera.
12
Luego todo terminó. El joven se levantó de encima de la chica y llevó la mano al largo cable que colgaba
sobre la cama; apagó la luz. No deseaba ver la cara de la chica. Sabía que el juego había terminado, pero
no tenía ganas de volver a la relación habitual con ella; le daba miedo aquel regreso. Estaba ahora
acostado en la oscuridad junto a ella, acostado de modo que sus cuerpos no se tocaran.
Al cabo de un rato oyó un suave gemido; la mano de la chica rozó tímida, infantilmente, la suya: la rozó,
se retiró, volvió a rozarla y luego se oyó una voz suplicante, que gemía, lo llamaba por un apelativo
familiar y decía:
El joven callaba, no se movía y advertía la triste falta de contenido de la afirmación de la chica, en la que
lo desconocido era definido por sí mismo, por lo desconocido.
Y la chica pasó en seguida de los gemidos a un ruidoso llanto y volvió a repetir aquella emotiva tautología
incontables veces:
Ciertas casas, al igual que ciertas personas, se las arreglan para revelar en seguida su
carácter maligno. En el caso de las segundas, no hace falta que las delate ningún rasgo
especial: pueden mostrar un rostro franco y una sonrisa ingenua; y no obstante, unos
momentos en su compañía le dejan a uno la firme convicción de que hay algo
radicalmente malo en ellas: de que son malas. Sin querer o no, parecen difundir una
atmósfera de secretos y malignos pensamientos que hace que los de su entorno
inmediato se retraigan como ante un enfermo.
Este mismo principio es válido, quizá, para las casas; y el aroma de las malas acciones
perpetradas bajo un determinado techo —mucho después de haber desaparecido quienes
las cometieron— pone la carne de gallina y los pelos de punta. Algo de la pasión
original del malhechor, y del horror experimentado por su víctima, llega al corazón del
desprevenido visitante, que nota de pronto un hormigueo en los nervios, y que se le
eriza el pelo y se le hiela la sangre. Se sobrecoge sin una causa aparente.
Nada había en el aspecto exterior de esta casa particular que apoyase los rumores sobre
el horror que imperaba dentro. No era solitaria ni destartalada. Se hallaba arrinconada
en un ángulo de la plaza, y era exactamente igual que sus vecinas: con el mismo número
de ventanas, idéntico balcón dominando los jardines, e idéntica escalinata blanca hasta
la oscura y pesada puerta de la entrada; en la parte de atrás tenía el mismo cuadro de
césped con bordes de boj, que iba de la tapia de separación de una de las casas
adyacentes a la de la otra. Por supuesto, su tejado tenía también el mismo número de
chimeneas, y la misma anchura y ángulo de aleros; incluso las sucias verjas eran igual
de altas que las demás. Sin embargo, esta casa de la plaza, igual en apariencia a los
cincuenta feos edificios que tenía a su alrededor, era en realidad muy distinta,
espantosamente distinta.
Es imposible decir dónde residía esta acusada e invisible diferencia. No puede atribuirse
enteramente a la imaginación; porque las personas que, ignorantes de lo ocurrido,
visitaron unos momentos su interior habían declarado después que algunas de sus
habitaciones eran tan desagradables que preferían morir a volver a entrar en ellas, y que
el ambiente del edificio les producía auténtico pavor; entretanto, los sucesivos
inquilinos que habían intentado habitarla y tuvieron que abandonarla a toda prisa
provocaron poco menos que un escándalo en el pueblo.
Cuando Shorthouse llegó para pasar el fin de semana con su tía Julia —en la casita que
ésta tenía junto al mar al otro extremo del pueblo—, la encontró rebosante de misterio y
excitación. Shorthouse había recibido su telegrama esa misma mañana, y había
emprendido el viaje convencido de que iba a ser un aburrimiento; pero en el instante en
que le cogió la mano y besó su mejilla de manzana arrugada percibió el primer indicio
de su estado electrizado. Su impresión aumentó al saber que no tenía más visitas, y que
le había telegrafiado por un motivo muy especial.
Había algo en el aire; «algo» que sin duda iba a dar fruto. Porque esta vieja solterona,
con su afición a las investigaciones metapsíquicas, tenía talento y fuerza de voluntad, y,
de una manera o de otra, se las arreglaba normalmente para llevar a término sus
propósitos.
Hizo su revelación poco después del té, mientras caminaba despacio junto a él, por el
paseo marítimo, en el crepúsculo.
—Tengo las llaves —anunció con voz embargada aunque medio sobrecogida—. ¡Me las
han dejado hasta el lunes!
—¿Las de la caseta de baño, o…? —preguntó él con candor, desviando la mirada del
mar al pueblo.
Nada la hacía ir más deprisa al grano que aparentar estupidez.
—No —susurró—. Son las de la casa de la plaza… Voy a ir allí esta noche.
—No sería capaz de ir sola —prosiguió, alzando la voz—; pero contigo disfrutaré lo
indecible. Tú no te asustas de nada, lo sé.
—Muchas gracias, de verdad —repitió él—. ¿Es que… es que puede pasar algo?
—Ha pasado, y mucho —susurró ella—; aunque han sabido silenciarlo con mucha
habilidad. En los últimos meses ha habido tres que la han querido alquilar y se han
tenido que ir; y dicen que no podrán ocuparla nunca más.
—La casa es muy vieja, desde luego —continuó ella—; y la historia, de lo más
desagradable, data de hace mucho tiempo. Se trata de un asesinato que cometió por
celos un mozo de cuadra que tenía un lío con una criada de la casa. Una noche se
escondió en la bodega, y cuando estaban todos dormidos, subió sigilosamente a los
aposentos de la servidumbre, sacó a la muchacha al rellano y, antes de que nadie
pudiese ayudarla, la arrojó por encima de la barandilla, al recibimiento.
—¿Y el mozo…?
—Le detuvieron, creo, y le ahorcaron por asesino; pero todo eso ocurrió hace un siglo, y
no he podido saber más detalles del suceso.
—Nada me va a impedir que vaya —dijo ella con firmeza—; pero no tengo
inconveniente en escuchar tu condición.
—Que me garantices que podrías conservar la serenidad, si ocurriese algo realmente
horrible. O sea… que me asegures que no te vas a asustar demasiado.
—Jim —dijo ella con desdén—, sabes que no soy joven, ni lo son mis nervios; ¡pero
contigo no le tendría miedo a nada en el mundo!
Esto, como es natural, zanjó la cuestión, porque Shorthouse no tenía otras aspiraciones
que las de ser un joven normal y corriente; y cuando apelaban a su vanidad no era capaz
de resistirse. Accedió a ir. Instintivamente, a modo de preparación subconsciente,
mantuvo en forma sus fuerzas y a sí mismo toda la tarde, obligándose a hacer acopio de
autocontrol mediante un indefinible proceso interior por el que fue vaciando
gradualmente todas sus emociones abriendo el grifo de cada una… proceso difícil de
describir, pero asombrosamente eficaz, como sabe todo el que ha sufrido las rigurosas
pruebas del hombre encerrado en sí mismo. Más tarde, le fue de mucha utilidad.
Pero hasta las diez y media, en que se detuvieron en el recibimiento a la luz de las
lámparas acogedoras y envueltos aún por los tranquilizadores influjos humanos, no
necesitó echar mano de esta reserva de fuerzas acumuladas. Porque, una vez que
cerraron la puerta, y vio la calle desierta y silenciosa que se extendía ante ellos, blanca a
la luz de la luna, se dio cuenta claramente de que la verdadera prueba de esta noche
sería hacer frente a dos miedos en vez de uno. Tendría que soportar el miedo de su tía y
el suyo. Y al observar su semblante de esfinge, y comprender que no tendría una
expresión agradable en un acceso de verdadero terror, pensó que sólo una cosa le
consolaba en toda esta aventura: su confianza en que su propia voluntad y fuerza
resistirían cualquier sobresalto.
Recorrieron lentamente las calles vacías del pueblo; la luna brillante del otoño plateaba
los tejados, proyectando densas sombras; no se movía el más leve soplo de brisa, y los
árboles del parque solemne del paseo marítimo les observaron en silencio al pasar.
Shorthouse no contestaba a los comentarios que su tía hacía de vez en cuando: se daba
cuenta de que la anciana se estaba rodeando simplemente de parachoques mentales:
hablaba de cosas ordinarias para evitar pensar en cosas extraordinarias. Veían alguna
ventana con luz, y de alguna que otra chimenea salía humo o chispas. Shorthouse había
empezado ya a fijarse en todo, incluso en los más pequeños detalles. Poco después se
detuvieron en la esquina y miraron el nombre de la calle en el lado donde daba la luna; y
de común acuerdo, pero sin decir nada, entraron en la plaza en dirección a la parte que
quedaba en la sombra.
—La casa es el trece —oyó Shorthouse; ni uno ni otro hicieron el menor comentario
sobre las evidentes connotaciones: cruzaron la ancha franja de luz lunar y echaron a
andar por el enlosado en silencio.
Minutos después se detuvieron ante una casa alta y estrecha que se alzaba ante ellos en
la oscuridad, fea de forma y pintada de un blanco sucio. Unas ventanas sin postigo ni
persiana les miraron desde arriba, brillando aquí y allá con el reflejo de la luna. La
lluvia y el tiempo habían dejado rayas y grietas en la pared y la pintura, y el balcón
sobresalía un poco anormalmente del primer piso. Pero salvo este aspecto general de
abandono, propio de una casa deshabitada, nada había a primera vista que delatase el
carácter maligno que esta mansión había adquirido.
Tras mirar por encima del hombro para cerciorarse de que nadie les había seguido,
subieron la escalinata y se detuvieron ante la enorme puerta negra que les cerraba el
paso, imponente. Pero
ahora les invadió la primera oleada de nerviosismo, y Shorthouse hurgó largo rato con la
llave antes de conseguir meterla en la cerradura. Por un instante, a decir verdad, los dos
abrigaron la esperanza de que no se abriese, presa ambos de diversas emociones
desagradables, allí de pie, en el umbral de su espectral aventura. Shorthouse, que
manipulaba la llave estorbado por el peso firme sobre su brazo, se daba cuenta de la
solemnidad del momento.
Era como si el mundo entero —porque en ese instante parecía como si toda la
experiencia se concentrase en su propia conciencia— escuchara el arañar de esta llave.
Un extraviado soplo de aire bajó por la calle desierta, despertando un rumor efímero en
los árboles, detrás de ellos; por lo demás, el ruido de la llave era lo único que se oía; y
finalmente giró en la cerradura, se abrió pesadamente la puerta, y reveló el abismo de
tinieblas del interior.
Tras una última mirada a la plaza iluminada por la luna, entraron deprisa, y la puerta se
cerró tras ellos con un golpe que resonó prodigiosamente en los pasillos y habitaciones
vacías. Pero con los ecos se hizo audible otro ruido, y tía Julia se agarró súbitamente a
él con tal fuerza que tuvo que dar un paso atrás para no caerse.
Un hombre había tosido a su lado; tan cerca que parecía que había sido junto a él, en la
oscuridad.
Pensando que podía tratarse de alguna broma, Shorthouse hizo girar su pesado bastón en
dirección al ruido; pero no tropezó con nada más sólido que el aire. Oyó a su tía proferir
una pequeña exclamación.
—¡Oh!, enciende una luz… pronto —añadió ella, mientras su sobrino, manipulando la
caja de cerillas, la abría del revés, y se le caían todas en el piso de piedra con leve
repiqueteo.
La luz filtrada de la luna parece pintar siempre rostros en la penumbra que la rodea; y al
asomarse Shorthouse al pozo de tinieblas y pensar en las innumerables habitaciones
vacías y pasillos de la parte superior del viejo edificio, sintió deseos de encontrarse otra
vez en la plaza, o en el confortable cuartito de estar que habían dejado hacía una hora.
Comprendiendo que estos pensamientos eran peligrosos, los rechazó otra vez e hizo
acopio de toda su energía para concentrarse en el momento presente.
—Tía Julia —dijo en voz alta, con gravedad—; vamos a recorrer la casa de punta a
cabo, y a hacer una inspección exhaustiva.
—De acuerdo. Tenemos que asegurarnos de que no hay nadie escondido. Eso es lo
primero.
—Sí —susurró ella, desviando los ojos nerviosamente hacia las sombras de atrás—.
Completamente decidida; sólo una cosa…
—¿Qué?
—Pero ten presente que debemos investigar en seguida cualquier ruido o aparición;
porque dudar significaría aceptar el miedo. Sería fatal.
Tomados del brazo, Shorthouse con la vela goteante y el bastón, y su tía con la capa
sobre los hombros, perfectos personajes de comedia para cualquiera menos para ellos,
iniciaron una inspección sistemática.
Con sigilo, andando de puntillas y cubriendo la vela para no delatar su presencia a
través de las ventanas sin postigo, entraron primero en el comedor. No vieron un solo
mueble. Unas paredes desnudas, unas chimeneas feas y vacías les miraron. Todas las
cosas parecieron ofenderse ante esta intrusión, y les observaron con ojos velados, por
así decir; les seguían ciertos susurros; las sombras revoloteaban en silencio a derecha e
izquierda; parecía que tenían siempre a alguien detrás, vigilando, esperando la ocasión
para atacarles.
Salieron del oscuro comedor por dos grandes puertas plegables y pasaron a una especie
de biblioteca o salón de fumar, igualmente envuelto en silencio, polvo y oscuridad; de él
regresaron al vestíbulo, cerca del remate de la escalera de atrás. Aquí se abrió ante ellos
un túnel de negrura que conducía a las regiones inferiores, y —hay que confesarlo—
vacilaron. Pero fue sólo un momento. Dado que lo peor de la noche estaba por venir, era
esencial no retroceder ante nada. Tía Julia tropezó en el peldaño que iniciaba el oscuro
descenso, mal iluminado por la vela parpadeante, y al propio Shorthouse casi le dieron
ganas de salir corriendo.
—Ya voy —balbuceó ella, agarrándose a su, brazo con fuerza innecesaria.
Bajaron un poco inseguros por la escalera de piedra; un aire húmedo, frío, estancado y
maloliente les dio en la cara. La cocina, a la que conducía la escalera a través de un
estrecho pasillo, era amplia, de techo alto. Tenía varias puertas: unas eran de alacenas
con jarras vacías todavía en los estantes, otras daban acceso a dependencias horribles y
espectrales, todas ellas más frías y menos acogedoras que la propia cocina. Las
cucarachas se escabulleron por el suelo; una de las veces, al tropezar con una mesa de
madera que había en un rincón, algo del tamaño de un gato saltó al suelo, cruzó veloz el
piso de piedra, y desapareció en la oscuridad. Todos los lugares producían la sensación
de haber sido ocupados recientemente, una impresión de tristeza y melancolía.
Estuvo allí, inmóvil, por espacio de un segundo. Luego parpadeó la vela, y la mujer
desapareció —absolutamente—, y la puerta no enmarcó otra cosa que una oscuridad
vacía.
—Sólo ha sido esta condenada llama saltarina —dijo él con rapidez, con una voz que
sonó como de otra persona, y dominada sólo a medias—. Vamos, tía. Ahí no hay nada.
Tiró de ella. Con gran ruido de pisadas y aparente ademán de decisión, siguieron
adelante; pero a Shorthouse le picaba el cuerpo como si lo tuviese cubierto de hormigas,
y se daba cuenta, por el peso que notaba en el brazo, de que hacía fuerza para andar por
los dos.
La trascocina estaba fría, desnuda, vacía: parecía más una gran celda de prisión que otra
cosa. Dieron media vuelta; intentaron abrir la puerta que daba al patio y las ventanas,
pero estaba todo firmemente cerrado. Su tía caminaba a su lado como sonámbula. Iba
con los ojos cerrados, y parecía limitarse a seguir la presión del brazo de él. Shorthouse
estaba asombrado de su valor. Al mismo tiempo, observó que su cara había
experimentado un cambio especial que, de algún modo, escapaba a su poder de análisis.
—Aquí no hay nada, tía —repitió en voz alta, con viveza—. Subamos a echar una
mirada al resto de la casa. Luego escogeremos una habitación donde esperar.
Tía Julia le siguió obediente, pegada a su lado, y cerraron tras ellos la puerta de la
cocina. Fue un alivio subir otra vez. En el recibimiento había más luz que antes, ya que
la luna había bajado un poco en la escalera. Cautelosamente, empezaron a subir hacia la
bóveda oscura del edificio, con el enmaderado crujiendo bajo su peso.
En el primer piso descubrieron el gran salón doble, cuya inspección no reveló nada:
tampoco aquí encontraron signo alguno de mobiliario o de reciente ocupación; no había
más que polvo, abandono y sombras. Abrieron las grandes puertas plegables entre el
salón de delante y el de atrás, salieron otra vez al rellano, y continuaron subiendo.
No habrían subido más de una docena de peldaños cuando se detuvieron los dos a la vez
a escuchar, mirándose a los ojos con un nuevo temor por encima de la llama temblona
de la vela. De la habitación que acababan de dejar hacía apenas diez segundos les llegó
un ruido apagado de puertas al cerrarse. No cabía ninguna duda: habían oído la
resonancia que producen unas puertas pesadas al cerrarse, seguida del golpecito seco al
encajar el pestillo.
—Debemos volver, a ver qué ha sido —dijo Shorthouse con brevedad, en voz baja,
dando media vuelta para bajar otra vez.
De algún modo, su tía se las arregló para seguirle, con el rostro lívido, pisándose el
vestido. Cuando entraron en el salón delantero comprobaron que se habían cerrado las
puertas plegables… medio minuto antes. Sin la menor vacilación, fue Shorthouse y las
abrió. Casi esperaba descubrir a alguien ante él, en la habitación de detrás; pero sólo se
enfrentó con la oscuridad y el aire frío.
Shorthouse asintió con la cabeza, sacando su reloj para comprobar la hora. Eran las doce
menos cuarto; anotó en su cuaderno exactamente lo ocurrido hasta aquí, dejando antes
la vela en el suelo. Tardó unos momentos en colocarla de pie, apoyándola contra la
pared. Tía Julia ha dicho siempre que en ese momento no miraba, ya que había vuelto la
cabeza hacia la habitación donde creía haber oído moverse algo; en cualquier caso, los
dos coinciden en que sonaron pasos precipitados, fuertes y muy rápidos… ¡y al instante
siguiente se apagó la vela!
Pero para Shorthouse hubo más cosas; y siempre ha dado gracias a su buena estrella de
que le acontecieran a él solo, y no a su tía también. Porque, al incorporarse tras dejar la
vela, y antes de que se apagara, surgió un rostro y se acercó tanto al suyo que casi podía
haberlo rozado con los labios. Era un rostro dominado por la pasión: un rostro de
hombre, moreno, de facciones torpes y ojos furiosos y salvajes. Pertenecía a un hombre
ordinario, y tenía una expresión vulgar; pero al verlo encendido de intensa, agresiva
emoción, le pareció un semblante malvado y terrible.
No hubo el más leve movimiento de aire; nada, aparte del rumor precipitado de pies…
enfundados en calcetines, o en algo que amortiguaba las pisadas; de la aparición de ese
rostro; y del casi simultáneo apagón de la vela.
Recobró el dominio de sí casi en seguida, y él se pudo soltar y encender una cerilla. Las
sombras huyeron en todas direcciones ante la llamarada, y su tía se inclinó y recogió la
boquilla con la preciosa vela. Descubrieron que no había sido apagada de un soplo:
habían aplastado el pabilo. Lo habían hundido en la cera, que estaba aplanada como por
un instrumento liso y pesado.
Reprimió al punto el recuerdo de las historias que había oído sobre los médiums y sus
peligrosas experiencias; porque si eran ciertas, y su tía o él eran médiums sin saberlo,
significaba que estaban contribuyendo a que se concentrasen las fuerzas de la casa
encantada, cargada ya hasta los topes. Era como andar con lámparas sin protección entre
barriles de pólvora destapados. Así que, pensando lo menos posible, volvió a encender
la vela y subieron al siguiente piso.
Es cierto que el brazo que agarraba el suyo estaba temblando, y que sus propios pasos
eran a menudo vacilantes; pero prosiguieron con minuciosidad, y tras una inspección
infructuosa subieron el último tramo de escalera, hasta el ático.
Daban las doce cuando entraron en un cuartito del tercer piso, casi al final de la
escalera, y se acomodaron en él como pudieron para esperar el resto de la aventura.
Estaba totalmente vacío, y se decía que era la habitación —utilizada como ropero en
aquel entonces— donde el enfurecido mozo acorraló a su víctima y la atrapó finalmente.
Fuera, al otro lado del pasillo, empezaba el tramo de escalera que subía a las
dependencias de la servidumbre que acababan de inspeccionar.
A pesar del frío de la noche, algo en el ambiente de esta habitación pedía a gritos que
abriesen una ventana. Pero había algo más. Shorthouse sólo puede describirlo diciendo
que aquí se sentía menos dueño de sí que en ninguna otra parte del edificio. Era algo
que influía directamente en los nervios, algo que mermaba la resolución y enervaba la
voluntad. Tuvo conciencia de este efecto antes de que hubieran transcurrido cinco
minutos: en el corto espacio de tiempo que llevaban allí, le había anulado todas las
fuerzas vitales, lo que para él constituyó lo más horrible de toda la experiencia.
La luna se hallaba ahora sobre la casa. A través de la ventana abierta podían ver las
estrellas alentadoras como ojos amables que observaban desde el cielo. Uno tras otro,
los relojes del pueblo fueron dando las doce; y cuando se apagaron los tañidos,
descendió otra vez sobre todas las cosas el profundo silencio de la noche sin brisas. Sólo
el oleaje del mar, lúgubre y lejano, llenaba el aire de murmullos cavernosos.
Dentro de la casa, el silencio se hizo tremendo; tremendo, pensó él, porque en cualquier
instante podía quebrarlo algún ruido ominoso. La tensión de la espera se iba apoderando
cada vez más de sus nervios. Cuando hablaban lo hacían en susurros, ya que sus voces
sonaban extrañas y anormales. Un frío no totalmente atribuible al aire de la noche
invadió la habitación, y les hizo estremecerse. Los influjos adversos, cualesquiera que
fuesen, les minaban la confianza en sí mismos y la capacidad para una acción decidida;
sus fuerzas estaban cada vez más debilitadas, y la posibilidad de un miedo real adquirió
un nuevo y terrible significado.
Shorthouse empezó a temer por la anciana que tenía a su lado, cuyo valor no podría
mantenerla a salvo más allá de ciertos límites. Oía latir su sangre en las venas. A veces
le parecía que lo hacía tan fuerte que le impedía escuchar con claridad otros ruidos que
empezaban a hacerse vagamente audibles en las profundidades de la casa.
Los ruidos no venían de abajo ni mucho menos, sino de arriba, de alguno de aquellos
horrorosos cuartitos de los criados, de muebles destrozados, techos inclinados y
estrechas ventanas, donde había sido sorprendida la víctima, y de donde salió para
morir.
Se volvió vivamente hacia la figura inmóvil que tenía a su lado para ver si compartía su
descubrimiento. La débil luz de la vela que entraba por la rendija de la puerta convertía
el rostro fuertemente recortado de su tía en acusado relieve sobre el blanco de la pared.
Pero fue otra cosa lo que le hizo aspirar profundamente y volverla a mirar. Algo
extraordinario había asomado a su rostro, y parecía cubrirlo como una máscara;
suavizaba sus profundas arrugas y le estiraba la piel hasta hacer desaparecer sus
pliegues; daba a su semblante —con la sola excepción de sus ojos avejentados— un
aspecto juvenil, casi infantil.
Shorthouse había oído contar historias sobre el extraño efecto del terror, que podía
borrar de un semblante humano toda otra emoción, eliminando las expresiones
anteriores; pero jamás se le había ocurrido que pudiera ser literalmente cierto, o que
pudiese significar algo tan sencillamente horrible como lo que ahora veía. Porque era el
sello espantoso del miedo irreprimible lo que reflejaba la total ausencia de este rostro
infantil que tenía al lado; y cuando, al notar su mirada atenta, se volvió a mirarle, cerró
los ojos con fuerza para conjurar la visión.
Sin embargo, al volverse, un minuto después, con los nervios a flor de piel, descubrió,
para su inmenso alivio, otra expresión: su tía sonreía; y aunque tenía la cara
mortalmente pálida, se había disipado el velo espantoso, y le estaba volviendo su
aspecto normal.
—¿Ocurre algo? —fue todo lo que se le ocurrió decir en ese momento. Y la respuesta
fue elocuente, viniendo de esta mujer:
—Tengo frío… y estoy un poco asustada —susurró.
Shorthouse propuso cerrar la ventana, pero ella le contuvo, y le pidió que no se apartase
de su lado ni un instante.
Pero Shorthouse opinaba de otro modo: sabía que la mejor manera de conservar el
dominio de sí estaba en la acción. Sacó un frasco de coñac y sirvió un vaso de licor lo
bastante abundante como para resucitar a un muerto.
Además, debían dirigir la acción hacia el enemigo, y no huir de él; el momento crítico,
si se revelaba inevitable y fatal, había que afrontarlo con valor. Y eso podía hacerlo
ahora; dentro de diez minutos, quizá no le quedasen fuerzas para actuar por sí mismo, ¡y
mucho menos por los dos!
Arriba, entretanto, los ruidos sonaban más fuertes y cercanos, acompañados de algún
que otro crujido del entarimado. Alguien andaba con sigilo, tropezando de vez en
cuando contra los muebles.
Tras esperar unos instantes a que hiciese efecto la tremenda dosis de licor, y consciente
de que duraría sólo unos momentos, Shorthouse se puso de pie en silencio, y dijo con
voz decidida:
—Ahora, tía Julia, vamos a subir a averiguar qué es todo ese ruido. Tienes que venir
también. Es lo acordado.
Tomó el bastón y fue al ropero por la vela. Una figura endeble, tambaleante, con la
respiración agitada, se levantó a su lado; oyó que decía débilmente algo sobre que
«estaba dispuesta». Le admiraba el ánimo de la anciana: era mucho más grande que el
suyo; y mientras avanzaban, en alto la vela goteante, iba emanando de esta mujer
temblorosa y de cara pálida que marchaba a su lado una fuerza sutil que era verdadera
fuente de inspiración para él: tenía algo grande que le avergonzaba y le prestaba un
apoyo sin el cual no se habría sentido en absoluto a la altura de las circunstancias.
Cruzaron el oscuro rellano, evitando mirar el espacio negro que se abría sobre la
barandilla. A continuación empezaron a subir por la estrecha escalera, dispuestos a
enfrentarse a los ruidos que se hacían más audibles y cercanos por momentos. A mitad
de camino tropezó tía Julia, y Shorthouse se volvió para cogerla del brazo; y justo en
ese instante se oyó un chasquido terrible en el corredor de los criados. Le siguió un
intenso chillido agónico que fue grito de terror y grito de auxilio mezclados en uno solo.
Antes de que pudiesen apartarse, o retroceder siquiera un peldaño, alguien irrumpió en
el pasillo, arriba, y echó a correr espantosamente con todas sus fuerzas, salvando los
peldaños de tres en tres, hasta donde ellos se habían detenido. Las pisadas eran leves y
vacilantes, pero tras ellas sonaron otras más pesadas que hacían estremecer la escalera.
Sin embargo, ellos no habían visto nada: ni mano, ni brazo, ni cara, ni siquiera un jirón
revoloteante de ropa.
Sobrevino una breve pausa. Luego, la primera persona, la más ligera de las dos —la
perseguida evidentemente—, echó a correr con pasos inseguros hacia la pequeña
habitación de la que Shorthouse y su tía acababan de salir. Le siguieron los pasos más
pesados. Hubo ruido de pelea, jadeos y gritos desgarradores; poco después, salieron
unos pasos al rellano… los de alguien que caminaba cargado.
Hubo un silencio mortal que duró el espacio de medio minuto, y luego se oyó el ruido
de algo que se precipitaba en el aire. Le siguió un golpe sordo, tremendo, abajo en las
profundidades de la casa, en el enlosado del recibimiento.
Paralizada de terror, tía Julia, sin esperar a su compañero, comenzó a bajar a tientas,
llorando débilmente como para sus adentros; y cuando su sobrino la rodeó con el brazo
y casi la llevó en volandas, notó que temblaba como una hoja.
Shorthouse entró en el cuartito, recogió la capa del suelo y, cogidos del brazo,
empezaron a bajar muy despacio, sin pronunciar una sola palabra ni volverse a mirar
hacia atrás, los tres tramos de escalera, hasta el recibimiento.
No vieron nada; aunque, mientras bajaban, tenían la sensación de que alguien les seguía
paso a paso: cuando iban deprisa, se quedaba atrás; cuando tenían que ir despacio, les
alcanzaba. Pero ni una sola vez se volvieron para mirar; y a cada vuelta, bajaban los
ojos por temor al horror que podían sorprender en el tramo superior.
Shorthouse abrió la puerta de la calle con manos temblorosas; salieron a la luz de la
luna, y aspiraron profundamente el aire fresco de la noche que venía del mar.
1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo
hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa
marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de
mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de
justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza.
No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento,
que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro
infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más
apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su
propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a
dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin
simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la
primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a
dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos,
vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo
teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia,
sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo
que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera
dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa,
brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no
podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos
rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me
gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para
justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella
como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba
traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía.
Decidí tirarme a fondo.
"Sí."
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y
yo lleguemos a algo."
"Prometo."
"No."
"Vamos", dijo.
2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella
respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a
desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba
inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi
tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su
sexo. Sus manos también me vieron.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano
ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una
lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un
poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre
sus lágrimas.
En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó
doce álbumes de fotos negros e idénticos.
Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al
día en hacerla.
Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la
esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había
hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista.
El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías.
No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las
páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación.
Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones
meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que
avanzaban las estaciones.
- Acabo de ver uno. ¿Qué viste? Un pez del plátano. ¡Pero cómo!—dijo el joven
- . ¿Y tenía muchos plátanos en la boca?
- Sí—dijo Sybil. Seis.
El joven cogió de pronto uno de los pies mojados de Sybil, que
colgaban del flotador, y le besó el arco. Hey—
dijo la dueña del pie, dándose la vuelta.
- Oye, ya nos vamos. ¿Ya fue suficiente? ¡No! Pues ni modo—
dijo y se dedicó a empujar el flotador hacia
la playa hasta que Sybil pudo bajarse. Él lo cargó el resto del trayecto. Adiós—
dijo Sybil, y corrió sin pena rumbo al hotel.
El joven se puso la bata, juntó las solapas y apretujó la toalla en su
bolsillo. Recogió el flotador mojado y arenoso y se lo puso bajo el
brazo. Luego caminó solo rumbo al hotel pasando por la arena blanda y
ardiente. En la planta baja del hotel, donde se detenían los bañistas con
permiso de la gerencia, una mujer que tenía untada en la nariz una
pomada color zinc entró al elevador con el joven. Veo que usted está
mirándome los pies—dijo cuando el ascensor se puso en movimiento. ¿Perdón?
- Dije que usted me está mirando los pies.
- Me perdona, pero lo que estaba mirando es el piso—dijo la
mujer, y fijó la vista en las puertas del elevador.
- Si quiere mirarme los pies, véamelos—dijo el joven, pero
no lo haga con su jodida hipocresía. Déjeme bajar aquí, por favor—
dijo de inmediato la mujer a la muchacha que manejaba el elevador.
Las puertas se abrieron y la mujer salió sin mirar atrás.
Vemos a ese hombre que se pasea agitado ante la puerta del hotel de paso
en la calle París de Santiago de Chile, y que vigila. Sospecha. Durante los
últimos días no ha hecho otra cosa que sospechar. Lo ha visto a los ojos ha
sospechado. Ha notado que su mujer le sonríe en forma demasiado natural, que
todo le parece correcto o no, y que ya no le discute tanto como antes, y ha
sospechado. Cualquiera lo haría. Estas situaciones son así. De pronto sientes en
la atmósfera algo raro, y sospechas. Los pañuelos que regalaste empiezan a ser
importantes, y siempre falta uno y nadie sabe en dónde está. Entonces este
caballero, armándose de valor ha ido al hotel. Al fin se ha decidido a acabar con
sus dudas, a ser lo bastante hombrecito para aguardar a verlos salir y atraparlos,
furtivos y seguramente practicando ese gesto de despreocupación que adopta el
temor a ser sorprendido. Y ahora, mientras espera, ha cruzado quién sabe
cuántas veces el amplio portón abierto, para aquí, para allá, le molesta saber que
a ratos ya casi sin rencor, mecánicamente.
Bueno, quizá ustedes hayan pasado algún día por esto y yo esté
cometiendo una indiscreción al recordárselo, o al traerles a la memoria una cosa
ya suficientemente enterrada bajo otros escombros, bajo otras ilusiones, otras
películas, otros hechos, mejores o peores, que han ido borrando aquello que en
un momento dado les pareció como el fin del mundo y que hoy, lo saben bien,
recuerdan hasta con una sonrisa. O se ha apoyado en la pared azul opuesta.
Este individuo era un hombre alto, medio canoso, bien parecido, de unos
cuarenta años, no importa. Estábamos en verano, iba vestido de lino y
transpiraba. Nosotros lo observábamos desde la ventana de un segundo piso de
la casa de enfrente. Resultaba divertido fisgar desde allí la llegada de las parejas.
Señores viejos con jovencitas. Jovencitos con señoras viejas. Jovencitos con
jovencitas. Nunca señores viejos con señoras viejas, por qué será. Hombres
maduros con mujeres maduras, tranquilos. Hombres experimentados con
especies de criaditas francamente asustadas. Hombres liberados con mujeres
liberadas que entraban riéndose abiertamente, felices, qué envidia. A veces nos
pasábamos toda una tarde de domingo Enrique, Roberto, Antonio y yo,
viéndolos acercarse desde las calles laterales y entrar. O no entrar.
Apostábamos. Éstos entran. Éstos no entran. Uno perdía, o ganaba, pues los que
parecía que iban a entrar, y a los cuales uno les apostaba, pasaban de largo, para
regresar y entrar después de diez pasos en que se suponía que la virtud iba a
obtener una de sus más sensacionales victorias, y era felizmente derrotada.
Pero volviendo a este hombre, cómo nos apenó. Este hombre sufría.
Atisbaba nerviosa la salida falsamente confiada de cada pareja, temeroso de que
fuera la que él esperaba y de que en un descuido se le escaparan, confundí dos
con las primeras sombras, como se decía antes, del crepúsculo. Véanlo ahora
cómo estira el cuello, cómo se empina, cómo se inquieta cuando alguien sale y
cómo se agita cuando alguien se atraviesa en el momento en que alguien sale. Va
a esta esquina, a la otra, para volver rápidamente, excitado. Quizá crea que en
ese segundo ellos han logrado escapar. Es una cosa tremenda. El hombre nos
comienza a dar lástima.
Si esto no hubiera sido nuestro acostumbrado juego no habríamos tenido
la paciencia de seguirlo desde esa cómoda ventana durante más de dos horas
(porque ya son las siete) sin ningún interés real en lo que sucedía adentro. Pero
a él sí le interesa lo que sucede adentro e imagina y sufre y se tortura y se
propone sangrientos actos de venganza ante la idea de los cuales se detiene y
tiembla sin que él mismo pueda decir si de coraje o de miedo, aunque en el
fondo sepa que es de coraje.
Y tú con tus amigos desde tu confortable mirador acechas y sufres y no
estás seguro de lo que en este instante esté pasando con tu propia mujer y quizá
por esto te inquiete tanto ese hombre que podría ser tú y podría ser ustedes,
mientras el crepúsculo que apareció más arriba se vuelve decididamente noche y
los empleados que anhelan regresar, nadie sabe por qué a sus casas, aumentan y
corren laboriosos tras los autobuses y los tranvías que pasan allí cerca repletos
hasta que por fin, de pronto, descubren en él una agitación mucho más intensa,
un nerviosismo, una angustia y comprenden que el esperado momento supremo
ha llegado y vuelven rápidamente la mirada a la puerta del hotel y ven que los
amantes salen y que se han dado cuenta de lo que ocurre, es decir, de que él está
allí, y que simulando calma aprietan el paso mirando para atrás con la
imaginación, y apresurándose. Y agarrados del brazo dan vuelta en la esquina de
San Francisco y ustedes bajan rápido de su mirador para no perderse lo que
suceda y todavía encuentran al hombre en la avenida O'Higgins y lo hallan
demudado, mirando para un lado y para otro, apartando bruscamente a la
gente, dándose vuelta, girando sobre su eje, buscando, viendo para acá, para
allá, ansioso, desconcertado; pero ahora sí seguro de que mañana, o el próximo
sábado, o el lunes, o cuando sea, tendrá oportunidad de vigilar de manera
menos distraída, menos torpe que esta tarde en que a lo mejor no eran ellos.
VECINOS
BILL Y ARLENE Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se
sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de
alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y
Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces,
principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim
Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y
brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en
su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el
trabajo de Jim.
Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de
una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba
para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone
estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis
para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del
apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.
Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por
los codos y se besaron ligeramente en los labios.
—¡Diviértanse! —dijo Bill a Harriet.
—Desde luego —respondió Harriet—. Diviértanse también.
Arlene asintió con la cabeza.
Jim le guiñó un ojo.
—Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!
—Así lo haré —respondió Arlene.
—¡Diviértanse! —dijo Bill.
—Por supuesto —dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo—. Y
gracias de nuevo.
Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les
dijeron adiós con la mano también.
—Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros —dijo Bill.
—Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones —dijo Arlene. Le
cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las
escaleras a su apartamento.
Después de cenar Arlene dijo:
—No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche —
Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que
Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.
Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire
ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la
televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a
casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene
meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del
envoltorio como si se tratase de un bebé.
Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado
pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente
escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su
comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos
y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con
pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones —y
se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió
al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador
donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos
veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el
aparador.
Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y
asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la sensación que se había
dejado algo.
—¿Qué te ha retenido? —dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas
cruzadas, mirando televisión.
—Nada. Jugando con Kitty —dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le
tocó los senos.
—Vámonos a la cama, cariño —dijo él.
Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte y cinco
permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto.
Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene
bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió
las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.
—¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano —dijo ella.
Se encogió de hombros.
—No había nada que hacer en el trabajo —dijo él. Le dejo que usará su
llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de
seguirla dentro.
—Vámonos a la cama —dijo él.
—¿Ahora? —rió ella—. ¿Qué te pasa?
—Nada. Quítate el vestido —La agarró toscamente, y ella le dijo:
—¡Dios mío! Bill.
Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la
comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
—No nos olvidemos de dar de comer a Kitty — dijo ella.
—Estaba en este momento pensando en eso —dijo él—. Iré ahora mismo.
Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar.
Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente
antes de volver a su caja-dormitorio. Abrió todos los gabinetes y examinó las
comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino
y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el
refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana
mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha
blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de
noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el
bolsillo. A continuación se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando
llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la
puerta.
—¿Qué te ha retenido tanto? —dijo Arlene—. Llevas más de una hora aquí.
—¿De verdad? — respondió él.
—Sí, de verdad —dijo ella.
—Tuve que ir al baño —dijo él.
—Tienes tu propio baño —dijo ella.
—No me pude aguantar —dijo él.
Aquella noche volvieron a hacer el amor.
Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y
preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un
paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los
bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por
si podía oír a la gata moviéndose. A continuación abrió su propia puerta y fue a
la cocina a por la llave.
En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro
también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del
aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las
habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente,
un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el
reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies.
La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.
Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos
cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de
acordarse qué día era. Trató de recordar cuando regresaban los Stone, y se
preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la
manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la
cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar
unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de
pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y
la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se puso una bebida y
comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje
oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba
vacío y se fue para servirse otra bebida.
En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió
observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a
quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón
superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias
y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido.
Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se
puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los
zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato
miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación volvió al
dormitorio y puso todo en su sitio.
No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y
sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la
estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie
en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.
—Ponte cómodo mientras voy a su casa —dijo ella—. Lee el periódico o
haz algo — Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.
Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la
televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.
—Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? — llamó él.
Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.
—¿Estuve mucho tiempo aquí? — dijo ella.
—Bueno, sí estuviste — dijo él.
—¿De verdad? — dijo ella—. Supongo que he debido estar jugando con
Kitty.
La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de
la puerta.
—Es divertido —dijo ella—. Sabes, ir a la casa de alguien más así. —
Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guió a su propia puerta.
Abrió la puerta de su propio apartamento.
—Es divertido — dijo él.
Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de
sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y
le besó también.
—¡Jolines! —dijo ella—. Jooliines —cantó ella con voz de niña pequeña
aplaudiendo con las manos—. Me acabo de acordar que me olvidé real y
verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni
regué las plantas. Le miró -¿No es eso tonto?
—No lo creo —dijo él—. Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré
contigo.
Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se
cogió de su brazo en su músculo y dijo:
—Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.
Él se paró en medio del vestíbulo.
—¿Qué clase de fotografías?
—Ya las verás tú mismo —dijo ella y le miró con atención.
—No estarás bromeando —sonrió él—. ¿Dónde?
—En un cajón —dijo ella.
—No bromeas —dijo él.
Y entonces ella dijo:
—Tal vez no regresarán —e inmediatamente se sorprendió de sus
palabras.
—Pudiera suceder —dijo él—. Todo pudiera suceder.
—O tal vez regresarán y … —pero no terminó.
Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando
él habló casi no se podía oír su voz.
—La llave —dijo él—. Dámela.
—¿Qué? —dijo ella. Miró fijamente a la puerta.
—La llave —dijo él—. Tú tienes la llave.
—¡Dios mío! —dijo ella—. Dejé la llave dentro.
Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación intentó mover
el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era
dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.
—No te preocupes —le dijo al oído—. Por Dios, no te preocupes.
Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la puerta como si fuera
contra el viento, y se prepararon.
Durante una semana Paiva esperó ansioso a que lo llamaran sin salir de
casa. Tal vez perdieron mi teléfono, pensó. O andan tan ocupados que ni
siquiera han tenido tiempo para hablarme. Consultó el directorio telefónico,
pero ninguna de las organizaciones de beneficencia que encontró era la que
buscaba. Lamentó no haberse fijado más en la ambulancia; debía tener una
identificación que podría haberlo ayudado ahora. Tal vez era conveniente
buscarlos por las calles. Sabía que los Ángeles de las Marquesinas hacían su
trabajo de asistencia por las noches. Así que Paiva volvió a recorrer las calles
todas las noches, esperando, junto a los cuerpos tirados, que ellos aparecieran.
Una noche, en medio de otra de sus caminatas, Paiva vio de lejos la ambulancia
parada con dos ruedas sobre la banqueta. Corrió y allí estaban los Ángeles de las
Marquesinas inclinados sobre el cuerpo inerte de un muchacho.
No me han hablado, los busqué en el directorio telefónico, no sabía cómo
encontrarlos…
Los Ángeles parecieron sorprenderse con la presencia de Paiva.
Doña Dulce, dijo Paiva, casi puse un anuncio en el periódico para
encontrarlos. Doña Dulce sonrió.
Vivo solo, mi esposa murió, o tengo parientes, estoy completamente libre
para colaborar con ustedes. Serían como una nueva familia para mí.
Doña Dulce sonrió otra vez, arreglándose los cabellos pues se le había
soltado el chongo.
El hombre canoso salió de la camioneta y preguntó, ¿la señora perdió su
dirección, doña Dulce?
La mujer se quedó un rato callada, como si no supiera qué decir. Sí,
contestó finalmente.
Déjeme apuntarla otra vez. El hombre escribió el nombre y el teléfono de
Paiva en un block. No nos gusta la publicidad, dijo, como si se disculpara.
Lo sé, la mano derecha no debe saber lo que hace la izquierda, dijo Paiva.
Ésa es nuestra filosofía, dijo el hombre, no se preocupe, yo mismo me voy
a encargar en persona de entrar en contacto con usted.
¿Prometido?
Quédese en casa esperando, dentro de poco lo llamaré. Entre más gente
nos ayude, mejor para nosotros. Mi nombre es José, dijo, tendiéndole la mano
en un saludo.
Oh reina, rencorosa y
enlutada &
Queridísimo Alberto:
Por milésima vez hago en este cuaderno una carta
Que no te mandaré nunca y siempre te dirá las mismas cosas.
Mi hermano acaba de insultarme por teléfono y mis papás no
me quisieron llevar a Boca del Río. Bueno, Guillermo
seguramente quiso: pero Hortensia lo domina. Ella me odia,
por celos, porque ve cómo me adora mi papá y cuánto se
preocupa por mí.
Aunque si me quisiera tanto como yo creo ya me hubiera
Mandado a España, a Canadá, a no sé dónde, lejos de este
infierno que mi alma, sin ti, ya no soporta.
Se detuvo. Tachó que mi alma, sin ti, ya no soporta.
Alberto mío, dentro de un rato voy a salir. Te veré de nuevo,
por más que no me mires, cuando pases en el carro alegórico
de Leticia. Te lo digo de verdad: Ella no te merece. Te ves
tan & tan, no sé cómo decirlo, con tu uniforme de cadete. No ha
habido en toda la historia un cadete como tú. Y Leticia no es
tan guapa como supones. Sí, de acuerdo, tal vez sea atractiva,
no lo niego: por algo llegó a ser reina del carnaval. Pero su
tipo resulta, cómo te diré, muy vulgar, muy corriente. No te
parece?
Y es tan coqueta. Se cree muchísimo. La conozco desde que
estábamos en kínder. Ahora es íntima de las Osorio y antes
hablaba muy mal de ellas. Se juntan para burlarse de mí
porque soy más inteligente y saco mejores calificaciones.
Claro, es natural: no ando en fiestas ni cosas de éstas, los
domingos no voy a dar vueltas al zócalo, ni salgo todo el
tiempo con muchachos. Yo sólo pienso en ti, amor mío, en el
instante en que tus ojos se volverán al fin para mirarme.
Pero tú, Alberto, me recuerdas? Seguramente ya has
olvidado de que nos conocimos hace dos años-acababas de
entrar en la Naal-una vez que acompañé a mi papá a Antón
Lizardo. Lo esperé en la camioneta. Tú estabas arreglando un
yip y te acercaste. No me acuerdo de ningún otro día tan
hermoso como aquel en que nuestras vidas se encontraron
para ya no separarse jamás.
Tachó para ya no separarse jamás .
Conversamos muy lindo mucho tiempo. Quise dejarte como
Recuerdo mi radio de transistores. No aceptaste. Quedamos en
Vernos el domingo para ir al zócalo y a tomar un helado en el
Yucatán.
Te esperé todo el día ansiosamente. Lloré tanto esa noche &
Pero luego comprendí: no llegaste para qu nadie dijese que tu
Interés en cortejarme era por ser hija de alguien tan importante
En la Armada como mi padre.
En cambio, te lo digo sinceramente, nunca podré entender
Por qué la noche del fin de año en el Casino Español bailaste
Todo el tiempo con Leticia y cuando me acerqué y ella nos
Presentó dijiste: mucho gusto.
Alberto: se hace tarde. Salgo a tu encuentro. Sólo unas
Palabras antes de despedirme. Te prometo que esta vez sí
Adelgazaré y en el próximo carnaval, como lo oyes, yo voy a
Ser La Reina! (Mi cara no es fea, todos lo dicen.) Me llevarás
A nadar a Mocambo, donde una vez te encontré con Leticia?
(por fortuna ustedes no me vieron: estaba en traje de baño y
corrí a esconderme entre los pinos.)
Ah, pero al año próximo, te juro, tendré un cuerpo más
hermoso y más esbelto que él; suyo. Todos los que nos miren te
envidiarán por llevarme del brazo.
Chao, amor mío. Ya falta poco para verte. Hoy como siempre
es toda tuya.
Adelina
Jean Charles