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CUENTOS INFANTILES

CAPERUCITA ROJA
Había una vez una niña llamada Caperucita Roja. Su mama, que sabía coser muy bien, le había
hecho una caperuza roja para que estuviera calentita y protegida del viento y como a la niña le
gustaba mucho la llevaba a todos los días, por lo que todo el mundo la llamaba así.
Un día, la mamá de Caperucita la mandó a casa de su abuelita porque estaba enferma, para que le
llevara en una cesta pan, chocolate, azúcar y dulces.
Su mamá le dijo: no te apartes del camino de siempre, ya que en el bosque hay lobos y es muy
peligroso.
Caperucita iba cantando por el camino que su mamá le había dicho y, de repente, se encontró con
el lobo y le dijo:
-Caperucita, Caperucita, ¿dónde vas tú tan bonita?
-A casa de mi abuelita a llevarle pan, chocolate, azúcar y dulces.
-¡Vamos a hacer una carrera!- Le dijo el lobo
-Te dejaré a ti el camino más corto y yo el más largo para darte
ventaja.
Caperucita aceptó pero ella no sabía que el lobo la había engañado.
El lobo llegó antes a la casa de la abuelita y se comió a la pobre
ancianita.
Cuando Caperucita llegó, llamó a la puerta:
-¿Quién es?, dijo el lobo vestido con las ropas de la abuelita.
-Soy yo, dijo Caperucita. Pasa, pasa nietecita.
Cuando Caperucita vio a su abuelita se sorprendió con su aspecto:
-Abuelita, qué ojos más grandes tienes, dijo la niña extrañada.
-Son para verte mejor.
-Abuelita, abuelita, qué orejas tan grandes tienes.
-Son para oírte mejor.
-Y qué nariz tan grande tienes.
Es para olerte mejor.
-Y qué boca tan grande tienes.
¡Es para comerte mejor!.
Caperucita empezó a correr por toda la habitación y el lobo tras ella.
Pasaban por allí unos cazadores y al escuchar los gritos se acercaron con sus escopetas y sus
cuchillos de caza. Uno de ellos le dio un golpe muy fuerte al lobo feroz en la cabeza y el lobo cayó
al suelo desmayado. El cazador cogió su cuchillo y le abrió la panza al lobo sacando a la abuelita de
Caperucita, que aún estaba viva y para darle un escarmiento al lobo le lleno la barriga de piedras y
le volvió a coser la barriga. Después de esto se fueron apresuradamente de allí.
Al cabo de un rato el lobo despertó y sintió una terrible sed y se fue corriendo al rio a beber agua
pensando que la pesadez de su barriga era por la abuela de Caperucita. Al acercarse a la orilla, la
barriga le pesaba tanto tantísimo que se tambaleó y cayó al agua, ¡ y se ahogó !.
Caperucita después de este susto aprendió la lección y nunca jamás volvió a desobedecer a su
mamá.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
EL PATITO FEO
En una hermosa mañana primaveral, una hermosa y fuerte pata empollaba sus huevos y mientras
lo hacía, pensaba en los hijitos fuertes y preciosos que pronto iba a tener. De pronto, empezaron a
abrirse los cascarones. A cada cabeza que asomaba, el corazón le latía con fuerza. Los patitos
empezaron a esponjarse mientras piaban a coro. La madre los miraba eran todos tan hermosos,
únicamente habrá uno, el último, que resultaba algo raro, como más gordo y feo que los demás.
Poco a poco, los patos fueron creciendo y aprendiendo a buscar entre las hierbas los más gordos
gusanos, y a nadar y bucear en el agua. Cada día se les veía más bonitos. Únicamente aquel que
nació el último iba cada día más largo de cuello y más gordo de cuerpo.... La madre pata estaba
preocupada y triste ya que todo el mundo que pasaba por el lado del pato lo miraba con rareza.
Poco a poco el vecindario lo empezó a llamar el patito feo y hasta sus mismos hermanos lo
despreciaban porque lo veían diferente a ellos.
El patito se sentía muy desgraciado y muy sólo y decidió irse de allí. Cuando todos fueron a dormir,
él se escondió entre unos juncos, y así emprendió un largo camino hasta que, de pronto, vio un
molino y una hermosa joven echando trigo a las gallinas. Él se acercó con recelo y al ver que todos
callaban decidió quedarse allí a vivir. Pero al poco tiempo todos empezaron a llamarle patito feo,
pato gordo..., e incluso el gallo lo maltrataba. Una noche escuchó a los dueños del molino decir:
Ese pato está demasiado gordo; lo vamos a tener que asar. El pato enmudeció de miedo y decidió
que esa noche huiría de allí. Durante todo el invierno estuvo deambulando de un sitio para otro
sin encontrar donde vivir, ni con quién. Cuando llegó por fin la primavera, el pato salió de su cobijo
para pasear. De pronto, vio a unos hermosos cisnes blancos, de cuello largo, y el patito decidió
acercarse a ellos. Los cisnes al verlo se alegraron y el pato se quedó un poco asombrado, ya que
nadie nunca se había alegrado de verlo. Todos los cisnes lo rodearon y lo aceptaron desde un
primer momento. Él no sabía que le estaba pasando: de pronto, miró al agua del lago y fue así
como al ver su sombra descubrió que era un precioso cisne más. Desde entonces vivió feliz y muy
querido con su nueva familia.
BAMBI
Erase una vez un bosque donde vivían muchos animales y donde todos eran muy amiguitos. Una
mañana un pequeño conejo llamado Tambor fue a despertar al búho para ir a ver un pequeño
cervatillo que acababa de nacer. Se reunieron todos los animalitos del bosque y fueron a conocer a
Bambi, que así se llamaba el nuevo cervatillo. Todos se hicieron muy amigos de él y le fueron
enseñando todo lo que había en el bosque: las flores, los ríos y los nombres de los distintos
animales, pues para Bambi todo era desconocido.
Todos los días se juntaban en un claro del bosque para jugar. Una mañana, la mamá de Bambi lo
llevó a ver a su padre que era el jefe de la manada de todos los ciervos y el encargado de vigilar y
de cuidar de ellos. Cuando estaban los dos dando un paseo, oyeron ladridos de un perro. ¡Corre,
corre Bambi! -dijo el padre- ponte a salvo. ¿Por qué, papi?, preguntó Bambi. Son los hombres y
cada vez que vienen al bosque intentan cazarnos, cortan árboles, por eso cuando los oigas debes
de huir y buscar refugio. Pasaron los días y su padre le fue enseñando todo lo que debía de saber
pues el día que él fuera muy mayor, Bambi sería el encargado de cuidar a la manada. Más tarde,
Bambi conoció a una pequeña cervatilla que era muy guapa llamada Farina y de la que se enamoró
enseguida. Un día que estaban jugando las dos oyeron los ladridos de un perro y Bambi pensó:
¡Son los hombres!, e intentó huir, pero cuando se dio cuenta el perro estaba tan cerca que no le
quedó más remedio que enfrentarse a él para defender a Farina. Cuando ésta estuvo a salvo, trató
de correr pero se encontró con un precipicio que tuvo que saltar, y al saltar, los cazadores le
dispararon y Bambi quedó herido. Pronto acudió su papá y todos sus amigos y le ayudaron a pasar
el río, pues sólo una vez que lo cruzaran estarían a salvo de los hombres, cuando lo lograron le
curaron las heridas y se puso bien muy pronto. Pasado el tiempo, nuestro protagonista había
crecido mucho. Ya era un adulto. Fue a ver a sus amigos y les costó trabajo reconocerlo pues había
cambiado bastante y tenía unos cuernos preciosos. El búho ya estaba viejecito y Tambor se había
casado con una conejita y tenían tres conejitos. Bambi se casó con Farina y tuvieron un pequeño
cervatillo al que fueron a conocer todos los animalitos del bosque, igual que pasó cuando él nació.
Vivieron todos muy felices y Bambi era ahora el encargado de cuidar de todos ellos, igual que
antes lo hizo su papá, que ya era muy mayor para hacerlo.
LOS TRES CERDITOS
En el corazón del bosque vivían tres cerditos que eran hermanos. El lobo siempre andaba
persiguiéndoles para comérselos. Para escapar del lobo, los cerditos decidieron hacerse una casa.
El pequeño la hizo de paja, para acabar antes y poder irse a jugar. El mediano construyó una casita
de madera.
Al ver que su hermano pequeño había terminado ya, se dio prisa para irse a jugar con él. El mayor
trabajaba en su casa de ladrillo.
- Ya veréis lo que hace el lobo con vuestras casas- riñó a sus hermanos mientras éstos se lo
pasaban en grande.
El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta su casita de paja, pero el lobo sopló y
sopló y la casita de paja derrumbó.
El lobo persiguió también al cerdito por el bosque, que corrió a refugiarse en casa de su hermano
mediano. Pero el lobo sopló y sopló y la casita de madera derribó.
Los dos cerditos salieron pitando de allí. Casi sin aliento, con el lobo pegado a sus talones, llegaron
a la casa del hermano mayor.
Los tres se metieron dentro y cerraron bien todas las puertas y ventanas. El lobo se puso a dar
vueltas a la casa, buscando algún sitio por el que entrar.
Con una escalera larguísima trepó hasta el tejado, para colarse por la chimenea. Pero el cerdito
mayor puso al fuego una olla con agua.
El lobo comilón descendió por el interior de la chimenea, pero cayó sobre el agua hirviendo y se
escaldó. Escapó de allí dando unos terribles aullidos que se oyeron en todo el bosque.
Se cuenta que nunca jamás quiso comer cerdito.
El Flautista de Hamelin
Hace mucho, muchísimo tiempo, en la próspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy extraño: una
mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles
invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano
de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas. Nadie acertaba a
comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie sabía qué hacer para acabar con
tan inquietante plaga.
Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían
más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, día tras día, se enseñoreaba de
las calles y de las casas, que hasta los mismos gatos huían asustados.
Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por
la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron: Daremos cien monedas de oro a
quien nos libre de los ratones.
Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y desgarbado, a quien nadie había visto
antes, y les dijo: La recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un sólo ratón en Hamelín.
Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras paseaba, tocaba con su flauta una
maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes saliendo de sus escondrijos seguían
embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su flauta.
Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se
veían las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo
para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados.
Los hamelineses, al verse al fin libre de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya
tranquilos y satisfechos, volvieron a sus prósperos negocios, y tan contentos estaban que
organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y
bailando hasta muy entrada la noche. A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el
Consejo y reclamó a los prohombres de la ciudad las cien monedas de oro prometidas como
recompensa. Pero éstos, liberados ya de su problema y cegados por su avaricia, le contestaron:
¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que te pagaremos tanto oro por tan poca cosa como
tocar la flauta? Y dicho esto, los orondos prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la
espalda profiriendo grandes carcajadas.
Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día
anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente.
Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes,
arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico.
Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus
padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al
flautista.
Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los
niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron.
En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y
sus bien repletos graneros y bien provistas despensas,
protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto
de silencio y tristeza.
Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años,
en esta desierta y vacía ciudad de Hamelín, donde, por
más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un
niño.
La Princesa y el Guisante
Erase una vez un príncipe que quería casarse, pero tenía que ser con una princesa de verdad. De
modo que dio la vuelta al mundo para encontrar una que lo fuera; pero aunque en todas partes
encontró no pocas princesas, que lo fueran de verdad era imposible de saber, porque siempre
había algo en ellas que no terminaba de convencerle. Así es que regresó muy desconsolado, por su
gran deseo de casarse con una princesa auténtica. Una noche estalló una tempestad horrible, con
rayos y truenos y lluvia a cántaros; era una noche, en verdad, espantosa. De pronto golpearon a la
puerta del castillo, y el viejo rey fue a abrir. Afuera había una princesa. Pero, Dios mío, ¡qué
aspecto presentaba con la lluvia y el mal tiempo! El agua le goteaba del pelo y de las ropas, le
corría por la punta de los zapatos y le salía por el tacón y, sin embargo, decía que era una princesa
auténtica. «Bueno, eso ya lo veremos», pensó la vieja reina. Y sin decir palabra, fue a la alcoba,
apartó toda la ropa de la cama y puso un guisante en el fondo. Después cogió veinte colchones y
los puso sobre el guisante, y además colocó veinte edredones sobre los colchones. La que decía
ser princesa dormiría allí aquella noche. A la mañana siguiente le preguntaron qué tal había
dormido. -¡Oh, terriblemente mal! -dijo la princesa-. Apenas si he pegado ojo en toda la noche.
¡Sabe Dios lo que habría en la cama! He dormido sobre algo tan duro que tengo todo el cuerpo
lleno de magulladuras. ¡Ha sido horrible! Así pudieron ver que era una princesa de verdad, porque
a través de veinte colchones y de veinte edredones había notado el guisante. Sólo una auténtica
princesa podía haber tenido una piel tan delicada. El príncipe la tomó por esposa, porque ahora
pudo estar seguro de que se casaba con una princesa auténtica, y el guisante entró a formar parte
de las joyas de la corona, donde todavía puede verse, a no ser que alguien se lo haya comido.
¡Como veréis, éste sí que fue un auténtico cuento!
EL PRÍNCIPE Y EL MENDIGO
Erase un principito curioso que quiso un día salir a pasear sin escolta. Caminando por un barrio
miserable de su ciudad, descubrió a un muchacho de su estatura que era en todo exacto a él.
-¡Sí que es casualidad! - dijo el príncipe-. Nos parecemos como dos gotas de agua.
-Es cierto - reconoció el mendigo-. Pero yo voy vestido de andrajos y tú te cubres de sedas y
terciopelo. Sería feliz si pudiera vestir durante un instante la ropa que llevas tú.
Entonces el príncipe, avergonzado de su riqueza, se despojó de su traje, calzado y el collar de la
Orden de la Serpiente, cuajado de piedras preciosas.
-Eres exacto a mi - repitió el príncipe, que se había vestido, en tanto, las ropas del mendigo.
Pero en aquel momento llegó la guardia buscando al personaje y se llevaron al mendigo vestido en
aquellos momentos con los ropajes de príncipe.
El príncipe corría detrás queriendo convencerles de su error, pero fue inútil.
Contó en la ciudad quién era y le tomaron por loco. Cansado de proclamar inútilmente su
identidad, recorrió la ciudad en busca de trabajo. Realizó las faenas más duras, por un miserable
jornal. Era ya mayor, cuando estalló la guerra con el país vecino. El príncipe, llevado del amor a su
patria, se alistó en el ejército, mientras el mendigo que ocupaba el trono continuaba entregado a
los placeres.
Un día, en lo más arduo de la batalla, el soldadito fue en busca del general. Con increíble audacia
le hizo saber que había dispuesto mal sus tropas y que el difunto rey, con su gran estrategia,
hubiera planeado de otro modo la batalla.
- ¿Cómo sabes tú que nuestro llorado monarca lo
hubiera hecho así?
- Porque se ocupó de enseñarme cuanto sabía. Era mi
padre.
Aquella noche moría el anciano rey y el mendigo ocupó
el trono. Lleno su corazón de rencor por la miseria en
que su vida había transcurrido, empezó a oprimir al
pueblo, ansioso de riquezas.
Y mientras tanto, el verdadero príncipe, tras las verjas
del palacio, esperaba que le arrojasen un pedazo de
pan.
El general, desorientado, siguió no obstante los consejos
del soldadito y pudo poner en fuga al enemigo. Luego
fue en busca del muchacho, que curaba junto al arroyo
una herida que había recibido en el hombro. Junto al
cuello se destacaban tres rayitas rojas.
-Es la señal que vi en el príncipe recién nacido! -exclamó
el general.
Comprendió entonces que la persona que ocupaba el
trono no era el verdadero rey y, con su autoridad, ciñó la
corona en las sienes de su autentico dueño.
El príncipe había sufrido demasiado y sabía perdonar. El usurpador no recibió más castigo que el
de trabajar a diario.
Cuando el pueblo alababa el arte de su rey para gobernar y su gran generosidad él respondía: Es
gracias a haber vivido y sufrido con el pueblo por lo que hoy puedo ser un buen rey.
La Ratita Presumida
Erase una vez, una ratita que era muy presumida. Un día la ratita estaba barriendo su casita,
cuando de repente en el suelo ve algo que brilla... una moneda de oro.
La ratita la recogió del suelo y se puso a pensar qué se compraría con la moneda.
“Ya sé me compraré caramelos... uy no que me dolerán los dientes. Pues me comprare pasteles...
uy no que me dolerá la barriguita. Ya lo sé me compraré un lacito de color rojo para mi rabito.”
La ratita se guardó su moneda en el bolsillo y se fue al mercado. Una vez en el mercado le pidió al
tendero un trozo de su mejor cinta roja. La compró y volvió a su casita.
Al día siguiente cuando la ratita presumida se levantó se puso su lacito en la colita y salió al balcón
de su casa. En eso que aparece un gallo y le dice:
“Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres
casar conmigo?”.
Y la ratita le respondió: “No sé, no sé, ¿tú por las
noches qué ruido haces?”
Y el gallo le dice: “quiquiriquí”. “Ay no, contigo no me
casaré que no me gusta el ruido que haces”.
Se fue el gallo y apareció un perro. “Ratita, ratita tú
que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”.
Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿tú por las noches
qué ruido haces?”.
“Guau, guau”. “Ay no, contigo no me casaré que ese
ruido me asusta”.
Se fue el perro y apareció un cerdo.
“Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres
casar conmigo?”.
Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿y tú por las noches
qué ruido haces?”.
“Oink, oink”. “Ay no, contigo no me casaré que ese
ruido es muy ordinario”.
El cerdo desaparece por donde vino y llega un gato
blanco, y le dice a la ratita: “Ratita, ratita tú que eres
tan bonita ¿te quieres casar conmigo?”.
Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿y tú qué ruido haces por las noches?”.
Y el gatito con voz suave y dulce le dice: “Miau, miau”.
“Ay sí contigo me casaré que tu voz es muy dulce.”
Y así se casaron la ratita presumida y el gato blanco de dulce voz.
En el banquete de boda la ratita preguntó: " ¿Qué comeremos"?
Y el gato le respondió: " ¡¡¡ Yo comeré rata!!! " y se abalanzó sobre la desdichada ratita.
La ratita presumida dio un gran brinco y pudo escapar de las garras del gato.
Corrió y corrió hasta estar bien lejos y aprendió la lección, que no debe fiarse nunca de las
apariencias y dejarse guiar por unas dulces palabras.
Cuento sobre los berrinches de los niños

Había un niño que tenía muy, pero que muy mal


carácter. Un día, su padre le dio una bolsa con clavos y
le dijo que cada vez que perdiera la calma, que él
clavase un clavo en la cerca de detrás de la casa.

El primer día, el niño clavó 37 clavos en la cerca. Al día


siguiente, menos, y así con los días posteriores. Él niño
se iba dando cuenta que era más fácil controlar su
genio y su mal carácter, que clavar los clavos en la
cerca.

Finalmente llegó el día en que el niño no perdió la


calma ni una sola vez y se lo dijo a su padre que no
tenía que clavar ni un clavo en la cerca. Él había
conseguido, por fin, controlar su mal temperamento.

Su padre, muy contento y satisfecho, sugirió entonces a su hijo que por cada día que controlase su
carácter, que sacase un clavo de la cerca.

Los días se pasaron y el niño pudo finalmente decir a su padre que ya había sacado todos los
clavos de la cerca. Entonces el padre llevó a su hijo, de la mano, hasta la cerca de detrás de la casa
y le dijo:

- Mira, hijo, has trabajo duro para clavar y quitar los clavos de esta cerca, pero fíjate en todos los
agujeros que quedaron en la cerca. Jamás será la misma.

Lo que quiero decir es que cuando dices o haces cosas con mal genio, enfado y mal carácter, dejas
una cicatriz, como estos agujeros en la cerca. Ya no importa tanto que pidas perdón. La herida
estará siempre allí. Y una herida física es igual que una herida verbal.

Los amigos, así como los padres y toda la familia, son verdaderas joyas a quienes hay que valorar.
Ellos te sonríen y te animan a mejorar. Te escuchan, comparten una palabra de aliento y siempre
tienen su corazón abierto para recibirte.

Las palabras de su padre, así como la experiencia vivida con los clavos, hicieron con que el niño
reflexionase sobre las consecuencias de su carácter. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

FIN
El caballo y el asno

Un hombre tenía un caballo y un asno.

Un día que ambos iban camino a la ciudad, el asno, sintiéndose cansado, le dijo al caballo:

- Toma una parte de mi carga si te interesa mi vida.

El caballo haciéndose el sordo no dijo nada y el asno cayó víctima de la fatiga, y murió allí mismo.

Entonces el dueño echó toda la carga encima del caballo, incluso la piel del asno. Y el caballo,
suspirando dijo:

- ¡Qué mala suerte tengo! ¡Por no haber querido cargar con un ligero fardo ahora tengo que cargar
con todo, y hasta con la piel del asno encima!

Cada vez que no tiendes tu mano para ayudar a tu prójimo que honestamente te lo pide, sin que
lo notes en ese momento, en realidad te estás perjudicando a ti mismo.

Si conoces alguna otra fábula para niños y quieres compartirla con nosotros y los demás padres,
estaremos encantados de recibirla.
LA TÍA RITA | Cuentos para niños de primaria

La tía Rita era una mujer de lo más peculiar.

Poseía una espalda curvada, con la cual aparentaba una edad de lo más avanzada. Joroba que le
hacía un cuerpo semejante, al caminar, al de una pobre grulla sin alas. Sin embargo, no era aquello
lo más singular. Todo el mundo comentaba que la tía Rita sufría de espasmos y que, por ello, el
cuerpo parecía habérsele partido en cuarto y mitad.

La tía Rita era una mujer de lo más “especialita”. Su hermana decía que era alérgica a la letra “i” y
que, por ese motivo, vivía en un sin vivir. Si la nombraban, estornudaba, y si estornudaba…de
nuevo, el cuerpo entero otra vez le temblaba: ¡aaachís! La pobre Rita ya no sabía, cómo de aquel
castigo escapar podría:

– «Ji, ji, ji…» –Carcajadas de señoras y señores…


– « ¡Piii! ¡Piiii! » –Sonido de coches en calles y callejones…
– «Din, don…Din, don… » –Repiques de campanas y relojes…

¡Quiquiriquí!…De la mañana a la noche, la tía Rita se encontraba inmersa en una extraña danza
(compuesta de muecas curiosas y muchos temblores) que parecía no tener fin. Hasta que un día la
hermana de Rita, ideó una manera de acabar con la caprichosa alergia en torno a aquella letra tan
estrechita.

Acordándose de que su hijo Martín, tartamudeaba y se atragantaba con la misma letra “i”, decidió
hurtarle la vocal a su hermana, para ponerla en el abecedario del pequeñín. Presurosa, acudió al
Consejo superior de los nombres de todos los reinos. En él, las personas más sabias acuñaban en
madera elegantemente tallada, todas las letras del abecedario en el Casillero Oficial de todos los
niños y niñas, conforme aprendían a hablar, leer y escribir.

Una vez informados del caso de su hermana Rita y de su hijo Martín, todos los sabios y sabias del
consejo, acordaron conceder al pequeño, la vocal que tanta alergia le había provocado a su tía. Y,
finalmente, tallaron a Martín, muy cuidadosamente, la dichosa letra “i”.

La «hermana Reta», como la llamaron a partir de entonces, pudo al fin relajarse y vivir feliz, y
Martín pudo de una vez pronunciar la “i”…

¡Achís!
La Jirafa Dromedaria | Cuentos de animales

Érase una vez una Jirafa Dromedaria que habitaba en la sabana africana…
Esta curiosa jirafa vivía al margen de su manada porque… ¡apenas se le parecía en nada!.
Su lomo asemejábase más al de un camello, o a un dromedario (o a un tobogán), y ni siquiera
gozaba del cuello largo y rectilíneo del
que disfrutaban el resto de las jirafas
de aquella sabana. Ninguna de sus
parientes jirafas podía ver en ella ni a
una tía, ni a una hermana, ni siquiera
a una prima lejana; ni contemplaban
tampoco al verla, a alguien con quien
compartir el agua o las sabrosas
acacias. Recelosas, observaban muy
erguidas en las alturas a aquel extraño
animal, cuasi jorobado, que tanto se
les acercaba.
La Jirafa Dromedaria cansada, con el
tiempo, de agazaparse y correr
siempre al rebufo del resto de la
manada, decidió vagar sola por la sabana en busca de más jirafas dromedarias, en busca de una
auténtica familia que en apenas algo se le asemejara.
Tras un tiempo observando y buscando su nuevo hogar, la Jirafa Dromedaria creyó haberlo
encontrado al ver el pelaje de un leopardo, intentando camuflarse entre el pastizal.
Acercóse la insensata jirafa hacia el fiero animal, hasta que sus finos y largos bigotes pudo casi
palpar. Pero el leopardo (creyendo ver al mismísimo demonio en la piel de un camello con
sarampión) se quedó tan congelado cuando la llegó a observar, que concedió a la jirafa el tiempo
justo para lograr escapar. Y emprendiendo como pudo una carrera, al trote de un paso muy
vacilante y torpón, la Jirafa Dromedaria de nuevo retomó la búsqueda de su familia de verdad.
Harta de trotar para escapar del leopardo y de un posible ataque fatal, creyó divisar a lo lejos un
paraíso de antílopes colosal. En la distancia, pudo olisquear el aroma de las hojas y de las vainas
frescas que cubrían parte de los terrenos de aquel esbelto y bello animal, y cansada y apurada por
el hambre, pensó haber llegado al hogar.
A su llegada, los antílopes no dudaron en dar la bienvenida a aquella invitada curiosa y particular.
Agasajaron a la jirafa con hierbas frescas de temporada y, al anochecer, la acomodaron en un
humilde rincón fresco de pasto para que pudiese reposar. Al día siguiente, ya descansada, la Jirafa
Dromedaria se divirtió de lo lindo con las pequeñas y juguetonas crías del grácil antílope, las cuales
se deslizaban por su espalda jorobada, como si recorriesen mil rampas a lomos de un tobogán.
Qué gracia en sus saltos y movimientos… ¡qué cariño en cada uno de sus gestos!
La Jirafa Dromedaria, por primera vez, parecía formar parte de un grupo, de una manada; y nunca
más se puso en marcha en busca de familiares por la sabana.
Qué extraño resultaba verla en medio de aquella tribu africana. ¡Qué familia tan disparatada
formaban! Y qué felices los niños junto a su nueva amiga del alma.
EL PIRATA ESCACHARRADO

Érase una vez un pirata, al que la mala suerte (sin saber por qué), le había venido
a ver…
El pirata tenía un ojo de palo, una pata llena de ojos y hasta una larga melena, que
se le había mudado de la cabeza a los pies. ¡Parecía que le hubieran vuelto del
revés!
Aquel corsario destartalado ya no tenía cuchillos, ni garfios, ni parche en el ojo…
ni cara de malo. Pero tenía unas uñas tan largas, que le servían de ancla cuando
frenaba su barco, para poder hacer pie. Y es que hasta las anclas se habían
alejado de él.
Descansaba el pirata siempre en islas desiertas, puesto que todo desaparecía
nada más posarse en ellas. Y así vivía asustando al miedo, con su ojo de palo, su
pata llena de ojos y sus pies llenos de pelo.
 La Tierra y el Mar me han olvidado…– se lamentaba el escacharrado
pirata– ¡A pesar de haber robado cien barcos, navegado mil horas y haber
sido un pirata tan malo!
No le quedaban fuerzas ya a aquel pirata, para seguir intentando lo del ser un
pirata malo. Y decidió, tras mucho pensar, abandonar sus galones (cuatro jirones
mal remendados sobre la solapa de una chaqueta vieja y tiesa) en alta mar.
Y a partir de entonces, la mala suerte ya no vino a visitarle nunca más…
Lupita, la mariquita rica | Cuento para niños

Lupita era una mariquita, que soñaba


con volar sola hasta lo más alto, para
distinguirse de las demás. Tras la
suculenta herencia de su padre
Epafrodito, que en paz descanse,
Lupita se convirtió en la mariquita más
rica de Pueblobichito, su humilde
ciudad.
Al verse con tanto dinero, Lupita se
volvió tan caprichosa, que incluso se
cansó de andar, y decidió invertir su
fortuna en viajes para al fin conseguir
volar, como ninguna otra mariquita lo
había hecho jamás.
Subió en helicópteros, viajó en avión,
y hasta surcando el cielo en globo a
Lupita (que todo se le hacía poco) se la vio. Viajaba Lupita siempre maquillada con
enormes pestañas, y ataviada con largos guantes de seda y un sombrero tan
grande que se la veía a cien pies.
Pero pronto, Lupita empezó a necesitar a alguien con quien poder compartir todas
las maravillas que había visto a lo largo de tanto viaje. Empezó a imaginar,
mientras contemplaba el mundo, como sería la vida con otro bichito que la
susurrara canciones a la orilla del mar o celebrase con ella la Navidad. Recordaba
con tristeza a sus amigas Críspula y Cristeta, con las cuales se pasaba horas
enteras jugando y sobrevolando los arbustos espesos y radiantes en primavera. O
a Serapio y su brillante mirada, posándose sobre sus pequeñas alas en los días
más espléndidos de la florida estación. Y Lupita sintió de repente una profunda
tristeza que con su dinero no podía arreglar.
Decidió entonces poner sus patitas en tierra para ordenar todas aquellas ideas. Y
vagando de un lado a otro, llegó a un extraño lugar al que se dirigían muchas
mariquitas de su ciudad. La Cueva del Suplicio, como se llamaba, era un sitio a
donde acudían la mayoría de mariquitas que no tenían nada, para empeñar lo
poco que les quedaba y así dárselo a los demás el día de Navidad.
Viendo a aquellas mariquitas luchar por no perder la sonrisa de los suyos, con su
propio esfuerzo y sin ayuda de los demás, comprendió Lupita que no eran ellos los
pobres y se avergonzó de su codicia y su vanidad.
Decidió en aquel momento Lupita, depositar en aquel lugar todo su capital,
incluidos sus guantes de seda y su gigante sombrero. ¡Quería ser como las
demás!
Lupita había comprendido al fin que, en volar hasta lo más alto, no se encontraba
la felicidad.
Expediente Hormiga

EXPEDIENTE HORMIGA | Cuentos cortos


infantiles

Lidia, una niña de cinco años despierta y muy


observadora, creía haber revelado un importante
misterio para la Humanidad. Estaba convencida
de haber descubierto el origen de los marcianos.
Dedicaba horas, en sus ratos libres, a estar en el
campo con sus abuelos. Horas en las cuales
observaba, muy atentamente, la naturaleza y todo
cuanto sucedía a su alrededor, acurrucada bajo el
viejo chopo del tatarabuelo Rufo. Pero de todo
cuanto podía admirar, sin duda, lo que más le
apasionaba eran las hormigas.
A la pequeña Lidia le inquietaba ver de qué
manera aquellos minúsculos bichitos iban y
venían, de un lado para otro, a lo largo del día. Su
manera de actuar parecía demostrar que todas
aquellas hormigas supiesen perfectamente a qué
punto exacto de la casa o de la huerta del
tatarabuelo Rufo debían dirigirse en cada
momento y por qué motivo.
Siempre que había pizcas de miga de pan en la cocina, las dichosas hormigas
comenzaban a acudir desde el viejo chopo, situado a no menos de cien metros de
la casa. Una vez allí, y organizadas en dos bloques perfectos de filas indias, se
disponían para recoger los pequeños cuscurros de pan y volvían hasta la sombra
del viejo chopo, bajo la cual se enterraban en su hormiguero, desapareciendo,
como si no hubiesen estado allí jamás. ¿Cómo podían saber aquellos diminutos
seres dónde se encontraba la cocina? ¿Y por qué parecían saber la hora exacta
en la cual tendrían dispuestos siempre sus abuelos los cuscurros o las miguitas de
pan para llevárselas?, se preguntaba Lidia, atónita, cada vez que observaba el
fenómeno. Con toda seguridad, aquellas hormigas debían de pertenecer a algún
grupo o familia muy unida y avanzada. En ocasiones, desplegaba su gran lupa y
hasta le parecía que reían entre ellas y llegaban a conversar.
Lidia había oído a los adultos hablar sobre todo aquello de las naves espaciales y
los extraterrestres…y poco a poco, todo parecía encajar. Observar a aquellas
hormigas tan atentamente la había llevado al convencimiento absoluto de que
aquellos extraños seres debían de tener algún sistema de control sobre nosotros.
Un sistema, tan avanzado, que ni siquiera les hacía falta usar naves para
visitarnos, haciéndolo a cuerpo descubierto y enfrentándose a grandes peligros,
como la gran pisada del pie del abuelo Pipe.
– ¡Ajá! ¡Os he descubierto! –Exclamó Lidia observando la boca del hormiguero.
Y la pequeña se echó la siesta aquella tarde, increíblemente feliz, bajo la sombra
del viejo chopo del tatarabuelo Rufo.
Había dado con el secreto de los marcianos…

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