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La Encarnación que comenzó en el tiempo cuando el

Hijo de Dios se hizo hombre, no es algo que esté


plenamente concluido hasta que Cristo sea “todo en
todos” (Colosenses 3,11), hasta que cada uno podamos
decir “no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gálatas
2,20), hasta que se consume el plan del Padre en “el
momento culminante: Recapitular en Cristo todas las
cosas del cielo y de la tierra” (Efesios 1,10).

Si todo esto se nos ha dado a conocer es porque la


voluntad divina cuenta con nuestra colaboración. Podemos
acelerar los tiempos plenos, está en nuestra mano dejar
que la Palabra eterna del Padre viva y se exprese en
nuestras decisiones, en nuestros pensamientos y actos. La
Virgen María nos muestra, con su actitud, la posibilidad que
tiene la persona humana para dar un sí total e incondicional
a Dios.
No hay “ni trampa ni cartón” en el plan que Dios nos
ha mostrado para cada uno de nosotros. Con toda claridad
ha querido manifestarnos que, la vocación a saltar y a subir
lo más alto posible que tiene todo muelle, precisa para su
cumplimiento el bajar, el dejarse aplastar hasta el mismo
suelo. Sólo, de esta manera, adquirirá la energía suficiente
para expandirse en todo su ser, abandonar el polvo y
alcanzar las nubes.

Al Cielo no se llega subiendo sino bajando. Es cierto


que nos “gusta ocupar los primeros puestos” (Mateo
23,6), aunque, muchas veces, disimulemos y mostremos lo
contrario. Queremos que al menos se nos respete, se nos
considere, que nadie pueda recriminarnos, que no puedan
hablar mal de nosotros. En el fondo, todo ello, está dejando
de manifiesto nuestro ínfimo deseo de humillación, de
abajamiento. Sí que medio entendemos las palabras de
Jesús: “el que de vosotros quiera ser el primero, que
sea el servidor de todos” (Mateo 20,27), “los últimos
serán los primeros, y los primeros los últimos” (Mateo
20,16) pero algo se revela en nuestro interior
impidiéndonos ver la mano amorosa del Padre en las
contradicciones e injusticias que padecemos.

Se sube bajando, como hemos dicho, y el Señor ha


querido que tengamos conocimiento de ello. Por eso no es
buena medida, cada vez que somos objeto de un desprecio
o de una reprensión, ponernos a buscar culpables para
descubrir la causa de esta llamada de atención. Podemos
pensar que algo malo habremos hecho cuando Dios ha
permitido esta humillación, de esta forma hemos
encontrado pronto al culpable. También podemos “echar
balones fuera” apreciando que, quien nos ha corregido,
tiene algún problema o “se ha levantado con el pie
izquierdo”, no se soporta ni a sí mismo, es un impresentable
que no tiene educación o pretende crecerse aplastando a los
que le rodean. También, en esta ocasión, hemos encontrado
la causa, un culpable que ha producido nuestra humillación.
En otros momentos, al único que nos atrevemos a echarle la

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culpa, porque en el fondo sabemos que es bueno y no va a
tomar represalias, es al mismo Dios que se ha mostrado
distraído como un incompetente, permitiendo que ocurriera
esta injusticia.

Olvidamos con mucha frecuencia la enseñanza del


Señor cuando nos decía que su “Padre es glorificado si
dais mucho fruto” (Juan 15,8) y que “a todo sarmiento
que da fruto, lo poda para que dé más fruto” (Juan
15,2). Así de sencillo. No es cuestión de buscar culpables
para hallar la causa de las recriminaciones, humillaciones,
injusticias y vejaciones de las que somos objeto tantas
veces, simplemente se trata de una poda del Padre bueno
que nos recuerda “todo es para bien en aquellos que
aman a Dios” (Romanos 8,28).

Quien no posee el don de la fe, necesariamente se


queda en lo más aparente de los acontecimientos que le
suceden, no es capaz de trascenderlos, de salir de una
interpretación superficial, pero el que ha recibido la luz
sobrenatural, debe hacer uso de ella nutriéndola con la
meditación de la divina palabra que nos da el sentido de
todo lo que vivimos.

Hemos de meditar muchas veces el texto de la Carta


a los Hebreos (12, 4-11) porque, al ser palabra inspirada,
palabra de Dios, su eficacia transformadora está asegurada
si la recibimos con fe, de manera que nos comunica las
actitudes correctas con las que debemos entender los
sucesos desagradables que nos ocurren: “Todavía no
habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el
pecado. Habéis olvidado la exhortación paternal que
os dieron: ‘Hijo mío, no rechaces el castigo del Señor,
no te enfades por su reprensión; porque el Señor
reprende a los que ama y castiga a sus hijos
preferidos’. Aceptad la corrección, porque Dios os
trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus
hijos? Mas si quedáis sin corrección, cosa que todos
reciben, señal de que sois bastardos y no hijos.

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Además, teníamos a nuestros padres según la carne
que nos corregían, y les respetábamos. ¿No nos
someteremos mejor al Padre de los espíritus para
vivir? ¡Eso que ellos nos corregían según sus luces y
para poco tiempo!; más Él, para provecho nuestro, en
orden a hacernos partícipes de su santidad. Ningún
castigo nos gusta cuando lo recibimos, sino que nos
duele; pero después de pasar por él, nos da como
fruto una vida honrada y en paz”.

Sabiendo esto y meditándolo con frecuencia,


démonos cuenta de que toda palabra divina que se nos
presenta en la Sagrada Escritura se ha cumplido en
Jesucristo. Él, que no tenía pecado, no ha contado con un
trato preferencial por parte de su Padre: “aunque era
Hijo, aprendió sufriendo a obedecer” (Hebreos 5,8).

Es necesario que, como antídoto contra los


razonamientos del mundo, de la carnalidad y del mismo
demonio que fomentan nuestro orgullo y nos dan razones
más que suficientes para defendernos de los castigos
paternos, meditemos muchas veces las afrentas recibidas
por Jesucristo todos los días, y además por hacer el bien.

Por citar algunas, sin pretensión de exhaustividad,


ciñéndonos sólo al evangelio de san Marcos, ya en su
comienzo encontramos el juicio duro e insultante de unos
letrados que escucharon las palabras que el Señor dirigía a
un enfermo: “Por qué habla éste así? Blasfema”
(Marcos 2,7). O el retintín irónico con el que se dirigían a los
discípulos de Jesús: “¡De modo que –vuestro Maestro-
come con recaudadores y pecadores!” (2,16).

El Señor de la historia se somete a las preguntas


insidiosas de aquellos que no buscan la verdad. Aguanta
todo tipo de impertinencias y da razón de su modo de obrar
cuando le preguntan: “Los discípulos de Juan y los
discípulos de los fariseos ayunan ¿por qué los tuyos
no?” (2,18), “¿por qué hacen en sábado –tus discípulos-

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lo que no está permitido?” (2,24), “¿por qué comen
tus discípulos con manos impuras y no siguen tus
discípulos la tradición de los mayores?” (7,5).

Aunque todas sus acciones fueran buenas y


sorprendentes por lo que tenían de manifestación del poder
divino, allí donde las realizase estaban los de duro corazón
dispuestos a condenarle, como sucedió un sábado en la
sinagoga con la curación del brazo paralizado de un
hombre: “en cuanto salieron de la sinagoga, los
fariseos se pusieron a planear con los herodianos el
modo de acabar con Él” (3,6).

Quien ama a Jesucristo y quiere seguir sus pasos,


¿podrá quejarse de la incomprensión de su propia familia
cuando a Él lo tomaron por loco? Ni siquiera en los de su
propia sangre encontró apoyo, y de ellos tuvo que sufrir el
menosprecio en público: “Vuelve a casa. Se aglomera
otra vez la muchedumbre de modo que no podían ni
comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo,
porque decían que no estaba en sus cabales” (3,20-
21).

La cerrazón de los que no querían ver, llega al


extremo de interpretar la Fuerza sanadora que emana de Él
como producto del demonio que le posee: “Tiene dentro a
Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del
jefe de los demonios” (3,22). Ante esto el Señor no se
queda indiferente y les hace saber que “se han pasado de la
raya” desmesuradamente: “Creedme, todo se les podrá
perdonar a los hombres: los pecados y cualquier
blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el
Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con
su pecado para siempre” (3,28-29). Se ve que en esto
tocaron lo más nuclear, rechazando el Amor divino se
aproximaban de tal manera al pecado de los ángeles que el
Señor no podía menos que advertirles dónde se estaban
metiendo.

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Sus mismos discípulos no terminaban de darle
crédito después de haber sido testigos de sus palabras y
milagros. En el episodio de la tempestad que se
desencadena cuando iban en las barcas por el lago
Tiberiades, no parece que soliciten un milagro de Jesús que
les salve de un naufragio inminente, más bien suena a
recriminación la frase con la que le despiertan del sueño:
“Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” (4,38).
Parece como si le dijeran: “¡qué bonito, durmiendo en lugar
de echar una mano para achicar el agua que entra por todas
partes!” Más correcto hubiera sido pedirle su intervención
directamente pero, como continúa el evangelista, tras el
milagro que hace enmudecer el viento y calma las aguas,
“se quedaron espantados y se decían unos a otros:
-Pero ¿quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le
obedecen!” (4,41). Su falta de fe les lleva a mostrar una
insolencia que el Señor pasa por alto.

El Hijo de Dios vino al mundo a librarnos del poder


del demonio, a sanar los corazones afligidos, a dar libertad
a los oprimidos por el mal. Esto es lo que experimentó aquel
pobre endemoniado de la región de los gerasenos, poseído
por una legión de demonios. ¡Cuan doloroso tuvo que ser
para el Señor la reacción de los hombres de aquella
comarca! “Se acercaron a Jesús y vieron al
endemoniado que había tenido la legión, sentado,
vestido y en su juicio. Se quedaron espantados…Le
rogaban que se marchase de su país” (5,15-17). Acaba
de escuchar el escepticismo de sus discípulos en la barca,
ha constatado su falta de fe en Él y, llegado a esta región,
el ruego que le hacen, después de liberar a un
endemoniado, es que haga el favor de marcharse de allí.

Atendiendo a este desplante, Jesús regresó a la otra


orilla del lago donde ya le estaba esperando un jefe de
sinagoga para pedirle la salud de su hija. Éste al menos
tenía fe. Al llegar a su casa, donde estaba la niña ya
muerta, aún tuvo que soportar unas sonrisas amargas de
los que lloraban el fallecimiento, antes de realizar el milagro

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de la resurrección de la hija de Jairo: “se reían de Él”
(5,40) dirá lacónicamente el evangelista.

De allí marchará a su pueblo, Nazaret, donde sus


paisanos que eran de ese tipo de “listos” que lo saben todo
y a quienes nadie puede desmontarles sus prejuicios,
“desconfiaban de Él” (6,3). No dejó de notar este
desprecio el Señor y así lo manifestó: “No desprecian a
un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y
en su casa” (6,4). Y, más doloroso todavía le tuvo que
resultar el impedimento que encontró para poder realizar el
bien y manifestar el Amor del Padre: “No pudo hacer allí
ningún milagro, sólo curó algunos enfermos
imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de
fe” (6,5-6).

Peor es lo que cuenta el evangelista san Lucas de la


visita a Nazaret (4,28-30) cuando, después de haberles
dirigido la palabra a sus compatriotas en la sinagoga de la
aldea, “todos se pusieron furiosos y, levantándose, lo
empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del
monte en donde se alzaba el pueblo, con intención de
despeñarlo”. Conviene hacer el esfuerzo de imaginar esta
escena y ver al Señor saliendo a trompicones de la
sinagoga, cómo tiraban de Él, cómo era empujado por la
multitud y llevado de esta manera por el campo.

Así podríamos seguir trascribiendo texto tras texto


para abundar más en esta aceptación de la voluntad del
Padre por parte de Jesús. Nada sucede que el Padre no lo
permita y si lo permite es para el bien de los que ama.
Jesús era consciente de todo lo que tenía que pasar, y se lo
comunicó a los Apóstoles en Cesarea de Filipo cuando les
dijo aquello que no le hizo ninguna gracia a Pedro: “El Hijo
del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser
condenado por los senadores, sumos sacerdotes y
letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días. Se
lo explicaba con toda claridad” (8,31-32).

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No sólo sabía cuál era la voluntad del Padre sino que
la quería por encima de todo, deseaba sufrir las injusticias
que generan nuestros pecados, por eso increpó a Pedro
cuando éste manifestó su afán proteccionista queriendo
impedirle estos sufrimientos: “¡Quítate de mi vista,
Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como
Dios! (8,33).

Está suficientemente claro -sin dejar de ser misterio-


el sentido de las injusticias que Dios permite en nuestras
vidas, cuando contemplamos todo lo que voluntariamente
ha querido sufrir Jesucristo. No existe otro camino para
alcanzar la gloria. No se puede resucitar sin haber muerto
antes, y no está permitido el suicidio, son los demás los que
deben encargarse de ir matándonos de día en día, en lo
cotidiano. Así lo ha vivido Jesucristo, según hemos ido
viéndolo en estos pasajes, sin condenar a los culpables, sin
destruir a los pecadores, dejándose matar por ellos para
que puedan tener Vida eterna.

Si amamos al Señor querremos estar siempre con Él


y el camino nos lo ha dado a conocer con sus palabras: “El
que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí
mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el
que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que
pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará.
Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo
entero si arruina su vida? ¿O qué podrá dar uno para
recobrarla? Quien se avergüence de mí y de mis
palabras en esta época descreída y malvada, también
el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga
con la gloria de su Padre entre sus santos ángeles”
(8,34-39).

Tarazona, 31 de Enero de 2007

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