El documentalismo en el siglo XXI, Festival de Cine de San Sebastián, 2010] La Tentación Documental Adrian Martin
Algunos directores flirtean con ella al principio de su
carrera y luego prosiguen sin volver la vista atrás, como Jean-Luc Godard después del primer intento que se conserva de su carrera como director, Opération Béton (1954), o Jacques Rozier después de Blue Jeans (1958) y Paparazzi (1964). Otros moran allí secretamente, realizando algún que otro derivado de sus producciones más conocidas, como en el caso de François Truffaut, que ensambló en la sala de montaje un pequeño poema sobre el aterrizaje y despegue de aviones utilizando material sobrante de La piel suave (La peau douce, 1964). Otros lo usan como método de investigación, o como archivo- testamento audiovisual, en relación con algún proyecto de ficción: Benoît Jacquot realiza su Louis-René des Forêts (1988), al mismo tiempo que su adaptación de Les mendiants (1988), de ese mismo autor. Algunos dan el salto en un súbito punto dramático de sus vidas, saltando de un tren a otro de una vez por todas: Jean-Pierre Gorin, Terry Zwigoff o Alexander Kluge. Otros nunca lo hacen, convencidos de su trayectoria como narradores de historias: Pedro Almodóvar, Rainer Werner Fassbinder, Terrence Malick. Algunos empiezan allí, dan un largo rodeo por el territorio de la ficción, y acaban volviendo, como Michelangelo Antonioni, en su largo periplo desde Gente del Po (1947) hasta sus enigmáticos retratos en corto de diversos paisajes (Noto, Mandorli, Vulcano, Stromboli, Carnevale, 1993). Otros acaban allí, utilizando tecnología básica, en un gesto final de modestia y sencillez del tipo “háztelo tú mismo”, como la leyenda de Hollywood King Vidor, que examina sus afinidades con el pintor Andrew Wyeth en Metaphor (1980). Los hay que tan solo hacen una o dos visitas breves e imprevistas durante sus largas carreras, en gran medida debido a razones personales, como por ejemplo Ingmar Bergman con Karins ansikte (1984) y las diversas versiones de Fårö-dokument (1969, 1979). Estoy refiriéndome a lo que voy a llamar la Tentación Documental. Cuidado, no me refiero a todas las películas que pueden etiquetarse como "documentales", dado que este amplio género de cine de no ficción puede dividirse básicamente en dos. En uno de los extremos encontramos el film-ensayo, a menudo realizado a partir del tratamiento de diversos archivos documentales y material “encontrado”, como han hecho por ejemplo (cada uno a su manera) Cozarinsky –La guerre d'un seul homme (1982)–, Chris Marker y Godard en su periodo de Histoire(s) du cinéma (1988-98). En el otro extremo encontramos la forma documental pura o cruda, donde se encuentran y se graban realidades no escenificadas. Por supuesto, entre esos dos extremos hay muchos grados y solapamientos. Muchos documentales televisivos contemporáneos, particularmente en la era de la televisión por cable, tienden más a escudriñar en los archivos (¡aunque los archivos en cuestión sean sólo las fotos, clips y entrevistas de una estrella de la música o del cine!), que al reportaje directo, e incluso el más elaborado de los films-ensayo puede contener pasajes capturados directamente de la realidad, como las entrevistas incrustadas en Level Five (1997), de Marker. La Tentación Documental se refiere, sin embargo, al encuentro con la realidad, independientemente de si al final se traduce en formatos de cinéma-vérité minimalista y observacional o de reportajes más o menos convencionales. Para los cineastas principalmente asociados con la creación de ficciones (y por tanto de mundos enteros, complejos e ilusorios), este tipo de documental supone una tentación muy dulce, porque se les aparece, al menos en un nivel inicial o primario, sin artificios, sin pretensiones, sin manipulaciones, sin la enorme maquinaria industrial y estética (la construcción de decorados, los grandes equipos, el mantenimiento de un mundo ficticio coherente y cohesionado a lo largo de diversos espacios, tiempos y condiciones) que requiere el dominio de la ficción. El director francés post nouvelle vague Luc Moullet -que ha dedicado documentales, entre otros temas curiosos, a Des Moines (Le ventre d’Amérique, 1996), a la locura y el asesinato en la Francia regional (La terre de la folie, 2009), y a la comida (Genèse d’un repas, 1978)-, señala con su característico tono divertido lo que, para él, marca la diferencia: ¡mientras ruedas una película de ficción, pierdes más peso que cuando ruedas un documental, porque es un trabajo más duro! Podríamos decir que en la imaginación de la mayoría de los cineastas de todo el mundo cuyas carreras comenzaron después de la Segunda Guerra Mundial, esta Tentación Documental se corresponde con un cierto sueño de lo que tendría que haber sido, pero en realidad nunca fue, el neorrealismo cinematográfico: gente de verdad (“actores no profesionales”), nada de decorados (sólo las casas, los lugares y entornos de la vida diaria), rituales cotidianos, un espectáculo no forzado. Los neorrealistas italianos de los 40 y 50, como Vittorio De Sica y Roberto Rossellini, crearon un simulacro de este ideal, pero por supuesto (como es manifiestamente obvio para nuestra mirada del siglo XXI), todo esto era esencialmente ficción, aunque tomara prestado el “ropaje” de la realidad –Rossellini filma en las ruinas de Europa Paisà (1946) y Alemania, año cero (Germania Anno Zero, 1948)– y la retórica de un realismo artístico floreciente en todas las artes -De Sica filma la vida de un hombre corriente, viejo y solitario y su perro en Umberto D. (Umberto D., 1952)-. La Tentación Documental está relacionada con la “vuelta al punto cero”, que una vez se asoció (por error o por ensueño) con el neorrealismo. Armado únicamente con una cámara y una grabadora (en el mejor de los casos, sólo con un pequeño equipo) el cineasta abandona su estilo, su reconocible mise en scène, y se dirige humildemente hacia algo que ama o que le fascina en el mundo real, quizás un elemento de su propia formación autobiográfica: una persona, un pueblo, una comunidad, una figura heroica o influyente, una forma artística, una tendencia filosófica o religiosa. Algunos cineastas van y vienen constantemente entre el documental y la ficción (Werner Herzog, Paul Cox, Agnès Varda, Wim Wenders, Spike Lee), enriqueciendo sus proyectos de ficción con aportaciones de sus excursiones al mundo de la no ficción. Cuando le llegó la oportunidad, Herzog llegó al punto de producir la versión de ficción, Rescue Dawn (2006), de un retrato documental anterior, Little Dieter Needs to Fly (1997), aunque no logró mejorarlo en esa elaboración posterior. Un director australiano asociado con Herzog (y también con Guy Maddin) en los años 80, Paul Cox, a menudo usa sus cortos documentales –We Are All Alone My Dear (1975), The Island (1975)– como matrices, generadores o “centros de investigación” para sus largometrajes de ficción. Varda es un poco más famosa hoy en día por sus trabajos de no ficción que por los de ficción, debido al éxito internacional que comenzó con Los espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse, 2000), aunque muchas de sus obras, independientemente de su género o forma, se sustenten sobre una "delgada línea roja" entre el documental y la ficción, como por ejemplo su celebración de un siglo de cine, Les cent et une nuits de Simon Cinéma (1995). Spike Lee a menudo ha rodado documentales (como Four Little Girls, 1997), relativamente poco conocidos fuera de los Estados Unidos en lo que respecta su imagen pública de auteur, mezclando técnicas televisivas (a la manera de Ken Burns) con una estética “coral” afroamericana, tejida a partir de una pluralidad de voces e historias reales, y una posproducción muy cuidada en lo referente al montaje y la orquestación musical. Y, más recientemente, su conmovedor relato de la catástrofe del huracán Katrina en un “réquiem en cuatro actos”, When the Levees Broke (2006), de pronto ha hecho de él (como ocurrió con Varda) un aclamado documentalista. En el caso de Wenders, es principalmente su reconocida relación con la música popular, y su asociación con músicos clave (Ry Cooder, Bono, etc.), lo que le ha llevado a la creación de trabajos como Buena Vista Social Club (Buena Vista Social Club, 1999) y The Soul of a Man (The Soul of a Man, 2003), pero, del mismo modo, también se alimenta de la obsesión que ha tenido a lo largo de toda su vida por el formato del “diario audiovisual”, manifestada en películas que van desde su sobrecogedora colaboración con Nicholas Ray, Relámpago sobre el agua (Lightning Over Water, 1980), a Aufzeichnungen zu Kleidern und Städten (1989), sobre el diseñador de moda Yohji Yamamoto, y Tokyo-Ga (Tokyo-Ga, 1985) sobre su “affair con una ciudad”. Y, por supuesto, incluso antes de que estos artistas surgieran en las décadas de los años 60 y 70, tenemos el sustancioso ejemplo de Orson Welles, quien a menudo se movía entre el documental y la ficción y cuyo proyecto inacabado sobre Don Quijote iba a versar, en última instancia, sobre su difícil y cambiante relación, de más de cuatro décadas, con la propia España. Para otros directores, los trabajos documentales son a modo de paréntesis especiales, en el marco de proyectos particularmente pequeños (o de bajo coste, o televisivos) desarrollados entre proyectos de ficción a gran escala. Esta es, por ejemplo, la trayectoria de Martin Scorsese quien, especialmente desde la mitad de los 90, prácticamente ejerce el pluriempleo y en los ratos libres que le dejan sus épicos largometrajes rueda ensayos pedagógicos sobre la historia del cine –A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies (1995), My Voyage to Italy (1999)–, dinámicas grabaciones de conciertos musicales –los Rolling Stones en Shine a Light (Shine a Light, 2008), que evoca su anterior El último vals (The Last Waltz, 1978), con The Band– o tributos a monumentos americanos –como productor, guionista y mentor de la película del crítico de cine Kent Jones Lady by the Sea: The Statue of Liberty (2004)–. También forman parte de la carrera de John Boorman, atraído por la televisión para rodar un capricho autobiográfico, I Dreamt I Woke Up (1991), o una oda a un amigo, Lee Marvin: A Personal Portrait (1998), entre otros encargos ocasionales. Porque eso es lo que son estas películas de Scorsese, Boorman o Julien Temple, “ocasionales” en el sentido que la palabra tiene en inglés: realizadas para una ocasión o un encargo especiales. Pero para comprender la Tentación Documental tal como la estoy proponiendo necesitamos echar la vista atrás hacia los fascinantes retratos que realizó Scorsese al comienzo de su carrera al estilo de las películas caseras: American Boy (1978), sobre su intenso y cuentista amigo Steven Prince; e Italianamerican (1974), sobre su familia, especialmente sus padres (quienes también resultan familiares, sobre todo su madre, Catherine Scorsese, por sus cameos en sus películas de ficción). Es aquí donde las características de la Gran Tentación se perciben de un modo perfectamente claro: fotografía tosca o sin florituras, filmación en 16 mm., sonido grabado en directo, una textura creada a partir de incidentes diarios (tipos que quedan, beben y comparten historias, o una madre que prepara comidas) y exclamaciones, risas y movimientos corporales captados al azar. Scorsese reinventa el “realismo enérgico” que caracteriza sus trabajos de ficción –como lo describió Raymond Durgnat al referirse a Toro Salvaje (Raging Bull, 1980)–, acercándolo más al estilo de John Cassavetes, y rastrea las raíces de su educación sociocultural. Abbas Kiarostami (cuyo trabajo a menudo ha cruzado la frontera entre el documental y la ficción de un modo altamente conceptual y en ocasiones hermético) nos da otro ejemplo claro de la Gran Tentación en su film ABC Africa (2001). He aquí un caso de cine observacional en sentido estricto, sin sus frecuentes juegos reflexivos y exploraciones del medio, que se permite a sí mismo (y a sus herramientas cinematográficas básicas) mirar y escuchar, pasear y observar, notar y anotar en una tierra extraña, una especie de “zona cero” de la civilización, en una experiencia cercana al apocalipsis en la mente de Kiarostami. Aquí nos encontramos con un tropo característico del cineasta de ficción que está haciendo un documental: el divagar a través de un lugar, un espacio o un paisaje, encontrándose con personas (niños que juegan, ancianos que cuentan sus historias, enfermos que sufren, los profesionales que les asisten…), siguiendo los caprichos de un viaje al azar – una fórmula que también usa Varda a menudo, incluso cuando está documentando la calle parisina en la que vive, la Rue Daguerre en Daguerréotypes (1976)–. Pero también Kiarostami, como Scorsese, se encuentra involuntariamente frente a una imagen que refleja una escena de su propia ficción: la de la tormenta eléctrica en la oscuridad de la noche, tan similar a la solemne penúltima escena de El sabor de las cerezas (Ta'm e guilass, 1997). Generalmente, los directores de ficción hacen documentales, como dice la frase, “por amor al arte”. Sydney Pollack rinde homenaje a un admirado arquitecto en Apuntes de Frank Gehry (Sketches of Frank Gehry, 2005); Clint Eastwood resume su amor por un cierto tipo de música jazz en Piano Blues (2003); Budd Boetticher retoma su veneración por el toreo y los toreros en Arruza (1972), y la que siente por los caballos en la película rodada en Super 8 My Kingdom For… (1985); Abel Ferrara abandona temporalmente su carrera en la ficción y aprovecha la oportunidad de rendir homenaje a las ciudades de Nueva York (Chelsea on the Rocks, 2008) y Nápoles (Napoli, Napoli, Napoli, 2009); Alain Resnais compila el tributo Gershwin (1992); Bertrand Tavernier (que aparece en Gershwin) realiza Mississippi Blues (1983) en colaboración con la leyenda de Hollywood Robert Parrish. Todos son (con la excepción ocasional de las películas de Ferrara) trabajos básicamente sencillos, pausados, a veces melancólicos: algo muy diferente a lo que ocurre cuando algunos de estos directores se enfrentan a temas histórico-políticos, como Resnais con Nuit et bruillard (1955) o Tavernier con Histoires de vies brisées (2001). Sin embargo, como veremos en la siguiente sección, la Tentación Documental también puede desarrollar una dimensión política. 2. Cuando los directores que se dedican principalmente a la ficción hacen documentales, su trabajo tiende a tener un carácter y una naturaleza particulares, del tipo que anteriormente he descrito como la Tentación Documental. Estos cineastas no quieren convertirse en Frederick Wiseman o Harun Farocki, ni tampoco rodar películas que de algún modo se parezcan a las de estos: excepcionales en su visión, serenas, distantes, que evalúan a toda una institución, sector o estrato social. Películas con un estilo deliberadamente desapasionado y analítico, que trabajan con “bloques” de construcción observacional, como hace Farocki, de manera bastante literal, en su película sobre ladrillos, By Comparison (2009). Sin embargo, podemos localizar a unos cuantos cineastas de ficción cuya implicación con ideas teóricas y formas conceptuales los lleva a nuevos estilos documentales, rebasando o complicando el puro observacionismo o el homenaje característicos del modo "por amor al arte". De todos los cineastas de ficción que han hecho incursiones en el ámbito documental, Jean Eustache es el que más se ha acercado al tipo de perspectiva distanciada que asociamos con Wiseman o con Farocki. Filmó, con la colaboración de Jean-Michel Barjol, la matanza ritual de un cerdo en Le cochon (1970) y grabó a su abuela relatando su vida en Numéro zéro (1971), revisada para la televisión como Odette Robert (1980). Estableció procedimientos para estas películas que anticipaban los movimientos del cine minimalista contemporáneo que hoy vemos en Asia y otras partes del mundo: cámara estática, planos largos e interferencia mínima por parte del director en la acción que se va desarrollando. Yendo más allá, en los dos documentales realizados en su ciudad natal –a los que puso el mismo nombre, La Rosière de Pessac (1968 y 1979), como si quisiera crear una traviesa confusión cinematográfica– Eustache juega de un modo fascinante con la temporalidad del documental. Rodó los dos documentales con once años de diferencia, en los que grabó dos representaciones de un ritual tradicional (la “coronación” de una chica virgen del pueblo). Conocía desde su infancia la ceremonia, que llevaba celebrándose desde mucho antes. El ritual se mantiene prácticamente igual cada año y, de manera apropiada, Eustache trata de reproducir más o menos la mise en scène codificada de su filmación de 1968 en la de 1979. Sin embargo, frente a estos inexistentes o prácticamente inexistentes cambios, la película registra las enormes diferencias y alteraciones que se dan ya en la vida del pueblo, la importancia de las costumbres y las influencias del mundo exterior. Aquí, con un método que se anticipa a Farocki y con una perspectiva antropológica o etnográfica similar a la de Wiseman, Eustache se propone no tanto encontrar una realidad desordenada e inmediata como medir las diferencias sociales e históricas dentro de lo que la teoría francesa denomina un dispositif, una manera de rodar acorde a ciertas normas y conceptos preestablecidos. Un caso fascinante a medio camino entre la espontaneidad del cinéma-verité y la lógica del dispositif se da en el trabajo de Jean-Louis Comolli, un célebre crítico y teórico que empezó a principios de los años 60 en Cahiers du cinéma y que hoy es conocido sobre todo como documentalista, cuyas películas tratan principalmente sobre la situación política en Marsella y alrededores – Marseille de père en fils (1989), en dos partes, Rêves de France à Marseille (2003)–. Las primeras películas de Comolli en los años 70 fueron obras de ficción, como la fascinante aunque demasiado larga La Cecilia (1975), sobre una comuna italo-brasileña de 1887. Una de sus mayores preocupaciones, tanto en el plano estético como en el teórico, fue el recurso cinematográfico clave de la mise en scène, que es, sencillamente, la puesta en escena para la cámara. Comolli había llegado a un punto en el que, más que considerar la mise en scène como la “escritura” o pintura en imágenes y sonidos de lo que está en la mente libre y creativa del autor, debía considerarse como una dimensión social codificada de lo que sea que ocurra delante de una cámara, en el preciso instante en el que los cuerpos se disponen en formas y patrones de interacción. En sí misma, esta fue una idea revolucionaria, surgida de los fermentos de 1968, y sigue suponiendo un reto al ideal puramente artístico de la creación cinematográfica. De hecho, Comolli estaba extendiendo la intuición de Pier Paolo Pasolini, que en su conmovedor “Manifiesto para un nuevo teatro” de 1968 argüía que: "El arquetipo semiológico del teatro es el espectáculo que se desarrolla todos los días delante de nuestros ojos y oídos, en la calle, en casa, en los lugares públicos, etc. En este sentido, la realidad social es una representación que no es inconsciente de ser una performance, con sus códigos resultantes (buenos modales, conducta adecuada, comportamiento, etc). En una palabra, la realidad social no es inconsciente de ser un ritual". Comparen esto con el pronunciamiento de Comolli a finales de los 70, cuando todavía estaba involucrado principalmente en el cine de ficción: "Es ingenuo localizar la mise en scène sólo del lado de la cámara: existe en la misma medida, incluso antes de que intervenga la cámara, en todos aquellos lugares en los que las regulaciones sociales ordenan la posición, el comportamiento y casi la “forma” de los sujetos en las diversas configuraciones en las que son captados (y que no exigen el mismo tipo de actuación: aquí, autoridad; aquí, sumisión; destacarse o hacerse a un lado, etc). En otras palabras, con o sin guión, actores o mise en scène, todo lo que es filmable en las relaciones, cambiantes e históricamente determinadas, del hombre y las cosas con lo visible, son dispositifs de representación". Lo que vemos emerger aquí es un nuevo concepto de mise en scène social, algo que Comolli nunca ha dejado de perseguir tanto en sus escritos críticos como en su trabajo cinematográfico. Con una diferencia clave: el cambio de la ficción al documental. En los años 90, muy adentrado en su nueva carrera, le preguntaron a Comolli si existía una mise en scène documental, una pregunta paradójica, dado que los acontecimientos pro-fílmicos en los documentales (normalmente) no se planean ni se escenifican, mientras que la mise en scène es coreografía y artificio. Comolli asumió la paradoja, llegando a formular la idea de que no sólo existe el tipo de mise en scène social mencionado anteriormente (los patrones y rituales de la vida social que todos conocemos, visibles en su reflejo representado), sino que también existe lo que vino a denominar una auto mise en scène, una representación o escenificación de uno mismo por parte del propio individuo, particularmente intensa cuando hay una cámara cerca. En su libro Ver y poder, Comolli afirma: Cada persona que filmo también viene al encuentro de la película con su propio habitus, ese ajustado tejido, ese marco de gestos aprendidos, reflejos adquiridos, posturas asimiladas… El sujeto filmado, el sujeto que observa la película, se prepara para ella, consciente e inconscientemente se ve imbuido por ella, se adapta a la operación cinematográfica y de este modo establece su propia mise en scène, la interpretación del cuerpo en el espacio y el tiempo definida por la visión del otro (la "escena"). Por lo tanto, para Comolli, hacer películas documentales – particularmente desde una convicción radical o de izquierdas– implica dos fases, dos niveles. La filmación observacional –dado que mucho de lo que Comolli filma está fuera de su estricto control, como por ejemplo los discursos en mítines políticos– se centra en sacar o subrayar de algun modo este aspecto reflejo, codificado, teatral o ritual de los acontecimientos sociales espontáneos, tal y como hizo Eustache en sus documentales gemelos. En este sentido, Comolli opta por respetar –a veces con un astuto sentido de la ironía o una crítica encubierta– la auto mise en scène de aquellos individuos que se permiten a sí mismos aparecer ante su cámara y ser incluidos en sus películas. Esta estrategia se ha convertido, de hecho, en un recurso crucial de la práctica documental contemporánea e incluso en parte integrante del reportaje de televisión convencional y también de la publicidad (especialmente la de estilo humorístico): filmar a las personas como ellas quieren ser vistas, habitando (por así decirlo) su propio imaginario, el ideal que tienen de su propia imagen. El cineasta australiano David Caesar, que comenzó con varios documentales populares y muy estilizados (en la tradición de Errol Morris) antes de partir hacia la Tierra de la Ficción (como Prime Mover, 2009), hizo de este enfoque su sello característico. Sus retratos frontales de personas corrientes de zonas suburbanas al lado de sus queridos televisores, buzones, coches o mascotas –en películas como Body Works (1988]) y Car Crash (1995)– han ejercido una gran influencia en documentalistas de varios países. Pero Comolli va un paso más allá. Para él, la mise en scène de la película (que en el documental se refiere de un modo más particular al trabajo de cámara, dado que muchas de las otras variables, como el escenario y la iluminación, están fuera de su control), debe establecer una relación dialéctica con la auto mise en scène de quienes son filmados, un proceso que él llama un “baile a dos pasos”. A menudo, el gesto del cineasta se dirige, conscientemente o no, a bloquear, mezclar, borrar o anular la mise en scène del sujeto… La mise en scène más sabia es la que le deja dirigir el baile, favorece su desarrollo, le da el tiempo y el marco para matizarse, para desplegarse y manifestar sus matices. El proceso de rodar se convierte así en una conjugación, una relación, una compenetración. Hemos oído y leído mucho en los últimos 25 años acerca de “la línea entre el documental y la ficción”, los trabajos híbridos desarrollados por muchos directores (como por ejemplo Close-Up, 1990, de Kiarostami) que se mueven con inteligencia entre material de ficción y de no-ficción, anidando el uno dentro del otro, a menudo de un modo difícil de detectar inmediatamente. Con ayuda de los recientes avances en la tecnología digital, Antonioni realizó el que de hecho es uno de los más extraños y cautivadores híbridos entre documental y ficción: Lo sguardo di Michelangelo (2004). Esta película muestra al director paseando y admirando la famosa escultura de Moisés realizada por el maestro… lo que no parece demasiado extraño, hasta que recordamos que Antonioni había sufrido una parálisis causada por un ictus debilitante (que también le privó de la capacidad de hablar) y ¡era incapaz de caminar excepto en este estado irreal y animado! Sin embargo, aquí me interesa resaltar un movimiento más particular y restringido: el retorno de un elemento de ficción a proyectos documentales realizados por cineastas normalmente narrativos. Es aquí donde la Tentación Documental describe una torsión, un giro, y por ese camino asume un carácter paradójico. Llegados a este punto, es de vital importancia el recurso del psicodrama, que, en sus orígenes teatrales, implica el desbordamiento de la ilusión teatral por parte de un elemento real desencadenado por la representación: pasiones reales, actos reales (sean eróticos o violentos), desenlaces reales. Este fue un elemento central del trabajo de Cassavetes – Opening Night (1977) es un verdadero ensayo ficticio sobre el psicodrama– y también del de Norman Mailer, especialmente en Maidstone (1970), donde el happening improvisado entre los actores (incluyendo a Rip Torn) momentáneamente entra en territorio peligroso, físicamente amenazante. Robert Kramer, al pasar de los noticiarios políticos de los 60 a ficciones de alto contenido político, como Ice (1970) y Milestones (1975), y a los muchos sofisticados films-ensayo que rodó en todo el mundo (como Starting Point, 1994), no tuvo miedo de internarse en el territorio del psicodrama. El poco conocido clásico de cine underground australiano Yakkety Yack (Dave Jones, 1974) ofrece una parodia ingeniosa de esta obsesión tan de los años 70. El psicodrama en el documental asume principalmente dos formas. O el reportaje contiene un elemento de reconstrucción, o la situación que se da delante de la cámara se desarrolla (a veces precisamente porque está allí el equipo de la película) en una dirección claramente dinámica y volátil. Me referiré a esta segunda opción en primer lugar. Cuando las cosas realmente se van de las manos en el “evento pro-fílmico” (es decir, todo aquello que ocurre delante de la cámara), el documental desarrolla una velocidad rápida y precipitada, y el cineasta tiene que gestionar un control meramente precario sobre incidentes que tienen su propia y compleja lógica en movimiento, como en el prodigioso trabajo del antropólogo Jean Rouch (que realizó muy pocas piezas estrictamente de ficción en su amplia carrera), o en los ejemplos más paroxísticos del cinéma-vérité. Curiosamente, en el caso de American Boy de Scorsese o We, Children of the 20th Century (1994), de Vitali Kanevsky (esta última es un retrato de los niños de la calle en Rusia, algunos de los cuales ya habían trabajado como actores adolescentes en las películas de ficción de Kanevsky), es en el momento en el que comienza el verdadero caos cuando el documental empieza a imitar la mise en scène del desorden, completamente preparado, de Malas Calles (Mean Streets, Martin Scorsese, 1973) o Freeze, Die, Come to Life (Zamri, umri, voskresni!, Vitali Kanevsky, 1989). Este reflejo de las ficciones de un auteur en sus documentales encuentra su máxima expresión, en el contexto americano, en el trabajo de James Toback. En Tyson (2008) de nuevo vemos a una persona (en este caso, a una celebridad del deporte, Mike Tyson) que ya había aparecido en los trabajos de ficción de Toback, en particular en la parcialmente improvisada Black and White (Black and White, 1999), donde explotaba violentamente (contra Robert Downey Jr.) en medio de una escena que imitaba algunos incidentes de su biografía. En sí mismo, esto supone una “figura”, una constelación familiar de personajes y acontecimientos, en el universo tobackiano. El libro que publicó a comienzos de su carrera, escrito enteramente al estilo del “observador participante” del Nuevo Periodismo de los años 60 y 70, trata sobre el jugador negro de fútbol americano Jim Brown, que después, como actor, se convirtió en un amenazante superego fálico en el pesadillesco mundo de la primera película de Toback, Fingers (1978). Es más, Toback ha declarado frecuentemente, a lo largo de toda su carrera, que ve la existencia como un psicodrama que siempre ha intentado dramatizar y capturar en sus películas: somos actores, pero actores inestables, al borde de la esquizofrenia, viviendo escenas descabelladas en el escenario de fantasía que es nuestra vida. Finalmente, al cabo de esta línea, llegamos a Tyson: en su mayor parte está constituida por una entrevista íntima grabada en primer plano digital (con obligados insertos de material de archivo, como en el, en cierto modo, parecido retrato fílmico que ese mismo año Emir Kusturica realizó de Diego Maradona), pero en vez de ser una muestra de simple e inocuo metraje de "busto parlante" típico del formato televisivo, Roback ofrece esas imágenes como el registro de una locura psíquica, de un yo que nunca está completo, sino que cambia a cada instante, suspendido entre la confesión y la negación, el deseo y la culpa, el recuerdo y la memoria borrada. Otro tema, y otra estructura, clave en el cine de Toback es el encuentro, sea entre dos o entre muchos individuos dentro de un grupo. Para su incursión más pintoresca y radical en el documental, Toback decidió escenificar un happening al estilo de una fiesta en The Big Bang (1989): junta a un grupo notable de gente dispar (actores, criminales, médicos, filósofos, jugadores…) y haz que debatan sobre la considerablemente surrealista cuestión: “¿Dios creó el universo en un orgasmo cósmico?”. La película es orgullosamente díscola, incoherente, puramente asociativa: todos (de nuevo) se representan a sí mismos sin cesar, y los temas que tratan (sexo, dinero, poder, violencia) reflejan perfectamente el mundo imaginario de Toback tal y como está expresado en sus películas de ficción, además de ofrecer una mirada a su propia procedencia y conexiones sociales. The Big Bang es un psicodrama cordial, pero evoca bien el tipo de realidad salvaje que es el núcleo de la Tentación Documental, esta vez transformándose en una ficción extravagante que anticipa los momentos más extraños de la telerrealidad del siglo XXI, segun se aprecia en programas estadounidenses como “The Hills”. Abordemos ahora el elemento de reconstrucción, algo que, en cierto sentido, ya se apreciaba de forma visible en el rostro de Mike Tyson en el documental que Toback le dedicó. En la última década, los cineastas y comentaristas culturales se han obsesionado con el funcionamiento de los traumas y con su legado, las cicatrices que dejan en los distorsionados recuerdos psíquicos de las víctimas de esos traumas, sean de naturaleza personal (abusos sexuales) o colectiva (guerras, desastres naturales, el Holocausto). Un documental como Capturing the Friedmans (2003) es tan sólo la manifestación más visible de esta tendencia internacional, mientras que S21: La máquina roja de matar (S21: la machine de mort Khmère rouge, 2003), de Rithy Panh, es uno de los logros más profundos de la reciente producción documental. El cineasta australiano Peter Tammer, una figura relevante en el movimiento del cine independiente de los años 70, ha realizado una exploración psicodramática, al estilo de Toback, de las ambigüedades de la actuación y la interpretación en situaciones de gran ansiedad –Fear of the Dark (1985)–, pero su obra maestra es Journey to the End of Night (1982), en la cual un ex militar reconstruye (en un estilo fantasmagórico y teatralizado, como si estuviera en trance) su experiencia extrema de la violencia dirigida contra los soldados japoneses. Aunque la mise en scène parezca amateur, de aquí emerge una verdad inquietante que va bastante más allá de lo que habría sido posible en una pulcra “recreación dramática” (la que les encanta utilizar en los documentales televisivos contemporáneos), o en el típico primer plano de un busto parlante, lúcido y reflexivo, hablando a la cámara. El cine estrictamente vanguardista o experimental merece su propio estudio en lo que respecta a sus a menudo novedosos, incluso alucinantes, usos del documental y la ficción. Se puede decir lo mismo del vídeo-arte: por ejemplo, en el caso del talentoso ex crítico de Cahiers, Jean-André Fieschi, que creó, con la cámara ligera paluche, la ficción flotante, misteriosa, en su mayor parte subjetiva, Les nouveaux mystères de New York (1976- 81), antes de transitar –como su colega André S. Labarthe– hacia una serie de documentales líricos para la televisión o para DVD sobre artistas y cineastas –como su retrato de Rohmer trabajando en La fabrique du Conte d’été (2005)–. Pero aquí mencionaré sólo dos casos especiales del canon del cine experimental americano: James Benning y Stan Brakhage. Se podría decir que Benning, en la primera fase de su carrera artística, estaba preocupado por el solapamiento que se daba entre un formalismo pictórico hard-edge (tal como se promovió entre la pintura y la fotografía) y los sistemas y formas narrativos, como también lo estaba un buen número de sus contemporáneos de la vanguardia estadounidense, incluyendo a Yvonne Rainer y a Hollis Frampton. Benning introducía astutamente en las estructuras de imágenes "seriadas" (sucesiones de fotos de casas y calles, por ejemplo, a menudo ordenadas según combinaciones de colores abstractos) elementos de intriga narrativa a través de acciones marginales y especialmente de la superposición de capas en la banda de sonido. Un ejemplo típico de este aspecto lo encontramos en One Way Boogie Woogie (1977), rodada en localizaciones banales (fábricas, tiendas y calles) de Wisconsin. 27 Years Later (2005) es la respuesta a, o el “remake ruinoso” de (en palabras de Stephen Heath), la anterior película de Benning (hoy en día, suele proyectar las dos películas juntas, para facilitar al público la comparación). Consciente de que el mundo que había filmado estaba a punto de desaparecer totalmente bajo la creciente fuerza de la industrialización y la globalización, se propuso colocar su cámara casi exactamente en los mismos emplazamientos en los que lo había hecho en One Way Boogie Woogie. Enfrentado a la dificultad material de "regrabar" lo que en muchos casos ya ni siquiera existe, en un paisaje a menudo transformado más allá de su reconocimiento, el proyecto entero se ve sujeto a un desplazamiento material y conceptual masivo: la “misma” película (en cierto sentido) pero con preocupaciones completamente distintas. El pictorialismo, los juegos con la narrativa, prácticamente desaparecen; de repente, 27 Years Later es (en su relación de memoria activa con respecto a la primera película), un documental perturbador, minimalista y político sobre los cambios sociales que se dan con el paso del tiempo. Aspectos que en el original se perciben abiertamente como gags o como experimentos puramente formalistas –dos hermanas gemelas ejecutando movimientos coreografiados, una mujer saliendo de una fábrica (evocando los primeros noticiarios cinematográficos), la separación en tres colores, que da un efecto fantasmal a los coches que pasan, las formas de las chimeneas de la fábrica escupiendo humo– se convierten (especialmente cuando las mismas personas ejecutan más o menos los mismos movimientos) en indicadores de una crítica social cruda. A este desplazamiento "secuelizante" contribuye el ingenioso recurso por parte de Benning a la misma técnica que Marguerite Duras había utilizado en su “segunda toma” de India Song (India Song, 1975): mantiene exactamente la misma banda sonora que en One Way Boogie Woogie, que en esta ocasión parece completamente surrealista y perturbadora en relación con las nuevas imágenes. El caso de Brakhage es incluso más fascinante. Considerado durante mucho tiempo el maestro de la abstracción, partiese de la animación o de la fotografía –su Text of Light (1974) hila una película a partir de tomas de luz y humo en un cenicero–, Brakhage dedicó su famosa ‘Pittsburgh Trilogy’ de 1971, a una ciudad y tres de sus instituciones, normalmente tan omnipresentes como imperceptibles, hipervisibles e invisibles: la policía (Eyes), cadáveres en la morgue (The Act of Seeing with One’s Own Eyes), y un hospital (Deus Ex). Este sería un ejemplo fantástico de la Tentación Documental, ¡y con ganas! Y no hay duda de que esa dosis fuerte de realidad material, concreta (así como un eco de las películas de Hollywood y los géneros televisivos de los 70) altera y expande el repertorio usual de Brakhage, y que incluso un rastro de crítica social explícita se incorpora a su obra. Pero lo que realmente se percibe en esta trilogía es la tensión, el incesante ir y venir entre la fisicidad y la abstracción, reconquistada de nuevo por Brakhage: estamos constantemente a punto de de formar un mundo (o una ficción de él) y de perderlo en el juego de las formas puras. Mi último ejemplo es la curiosa carrera de Jean-Pierre Gorin. En realidad, es difícil decir claramente si empezó su carrera en el documental o en la ficción. Trabajando con Jean-Luc Godard como la otra mitad del Dziga Vertov Group a finales de los 60, sus primeras películas son auténticos ensayos, construcciones híbridas de secuencias originales (rodadas en muchos países), metraje encontrado, gráficos y densas bandas de sonido en las que una voice-over proporciona explicaciones teóricas: Le vent d'est (1969), Lotte in Italia (1969), Vladimir et Rosa (1971), etcétera. Pero Gorin, en todas las declaraciones que realizó en esa época, dejó claro que el movimiento hacia la ficción era inminente y necesario: Tout va bien (1972) marcó el heroico pero desafortunadamente condenado intento de hacer una narrativa política (casi una comedia) para el consumo masivo, protagonizada por Jane Fonda e Yves Montand. Tras la disolución del Grupo, Gorin se trasladó a Estados Unidos, donde ha vivido e impartido clases desde entonces. En ese nuevo contexto, reordenó su orientación ensayística, pero ahora siempre desde una base documental: un reportaje de unos gemelos que hablan en un lenguaje propio y único en Poto and Cabengo (1978), la inmersión en un grupo de entusiastas de las maquetas de trenes en Routine Pleasures (1986), una pandilla callejera samoana con la que pasa el tiempo en My Crazy Life (1991). Pese a haber anunciado de nuevo en varias ocasiones su regreso a los proyectos de ficción, la estética políticamente modulada de Gorin se ha materializado en estos singulares híbridos de documental y ensayo. En los films de Gorin, la ficción está por todas partes (particularmente aparece a través de la memoria y la cita de películas, formas, géneros y estilos narrativos). De hecho, tomando prestada una famosa tríada del psicoanálisis moderno, podríamos decir que todo en las películas de Gorin de los años 80 y 90 aparece simultáneamente a tres niveles: el Real, el Imaginario y el Simbólico. Real: un innegable y palpable rastro de gente, acontecimientos e instituciones reales, irrepetibles, irreductibles, únicos. Imaginario: las ideas, ficciones, asociaciones, contextos, historias, mitologías y clichés que inevitablemente se acumulan o pueden ser generados a partir de estas realidades. Simbólico: las personas, acontecimientos e instituciones se vuelven simbólicos cuando, de alguna manera, son típicos o generalizables, cuando un análisis o razonamiento social puede ser provocado o generado a partir de una representación fílmica. ¿Cómo podemos mantener todos esos niveles simultáneamente en nuestras mentes? Cuando se trata de las películas documentales, estamos demasiado acostumbrados (como espectadores o como críticos) a separarlos, concentrándonos en lo simbólico o en lo real, y principalmente censurando lo imaginario, que es en lo que Gorin, como Comolli, siempre insiste. Pero los cineastas siempre llevan la delantera a los críticos cuando se trata de detectar lo innovador y lo progresista en cualquier tipo de cine. Y esos cineastas que van de la ficción al documental, sea simplemente para “tomarse unas vacaciones”, aprovechar la ocasión para perseguir una obsesión personal o elaborar un experimento conceptual, tienen muchas posibilidades de mezclar todos los niveles, Real, Imaginario y Simbólico, e inventar una criatura cinematográfica nunca vista.