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[en Antonio Weinrichter (editor) .Doc.

El documentalismo
en el siglo XXI, Festival de Cine de San Sebastián, 2010]
La Tentación Documental
Adrian Martin

Algunos directores flirtean con ella al principio de su


carrera y luego prosiguen sin volver la vista atrás, como
Jean-Luc Godard después del primer intento que se
conserva de su carrera como director, Opération Béton
(1954), o Jacques Rozier después de Blue Jeans (1958) y
Paparazzi (1964). Otros moran allí secretamente,
realizando algún que otro derivado de sus producciones
más conocidas, como en el caso de François Truffaut, que
ensambló en la sala de montaje un pequeño poema sobre
el aterrizaje y despegue de aviones utilizando material
sobrante de La piel suave (La peau douce, 1964). Otros lo
usan como método de investigación, o como archivo-
testamento audiovisual, en relación con algún proyecto de
ficción: Benoît Jacquot realiza su Louis-René des Forêts
(1988), al mismo tiempo que su adaptación de Les
mendiants (1988), de ese mismo autor.
Algunos dan el salto en un súbito punto dramático de sus
vidas, saltando de un tren a otro de una vez por todas:
Jean-Pierre Gorin, Terry Zwigoff o Alexander Kluge.
Otros nunca lo hacen, convencidos de su trayectoria como
narradores de historias: Pedro Almodóvar, Rainer Werner
Fassbinder, Terrence Malick. Algunos empiezan allí, dan
un largo rodeo por el territorio de la ficción, y acaban
volviendo, como Michelangelo Antonioni, en su largo
periplo desde Gente del Po (1947) hasta sus enigmáticos
retratos en corto de diversos paisajes (Noto, Mandorli,
Vulcano, Stromboli, Carnevale, 1993). Otros acaban allí,
utilizando tecnología básica, en un gesto final de modestia
y sencillez del tipo “háztelo tú mismo”, como la leyenda
de Hollywood King Vidor, que examina sus afinidades
con el pintor Andrew Wyeth en Metaphor (1980). Los
hay que tan solo hacen una o dos visitas breves e
imprevistas durante sus largas carreras, en gran medida
debido a razones personales, como por ejemplo Ingmar
Bergman con Karins ansikte (1984) y las diversas
versiones de Fårö-dokument (1969, 1979).
Estoy refiriéndome a lo que voy a llamar la Tentación
Documental. Cuidado, no me refiero a todas las películas
que pueden etiquetarse como "documentales", dado que
este amplio género de cine de no ficción puede dividirse
básicamente en dos. En uno de los extremos encontramos
el film-ensayo, a menudo realizado a partir del tratamiento
de diversos archivos documentales y material
“encontrado”, como han hecho por ejemplo (cada uno a su
manera) Cozarinsky –La guerre d'un seul homme
(1982)–, Chris Marker y Godard en su periodo de
Histoire(s) du cinéma (1988-98). En el otro extremo
encontramos la forma documental pura o cruda, donde se
encuentran y se graban realidades no escenificadas.
Por supuesto, entre esos dos extremos hay muchos grados
y solapamientos. Muchos documentales televisivos
contemporáneos, particularmente en la era de la televisión
por cable, tienden más a escudriñar en los archivos
(¡aunque los archivos en cuestión sean sólo las fotos, clips
y entrevistas de una estrella de la música o del cine!), que
al reportaje directo, e incluso el más elaborado de los
films-ensayo puede contener pasajes capturados
directamente de la realidad, como las entrevistas
incrustadas en Level Five (1997), de Marker.
La Tentación Documental se refiere, sin embargo, al
encuentro con la realidad, independientemente de si al
final se traduce en formatos de cinéma-vérité minimalista
y observacional o de reportajes más o menos
convencionales. Para los cineastas principalmente
asociados con la creación de ficciones (y por tanto de
mundos enteros, complejos e ilusorios), este tipo de
documental supone una tentación muy dulce, porque se les
aparece, al menos en un nivel inicial o primario, sin
artificios, sin pretensiones, sin manipulaciones, sin la
enorme maquinaria industrial y estética (la construcción
de decorados, los grandes equipos, el mantenimiento de un
mundo ficticio coherente y cohesionado a lo largo de
diversos espacios, tiempos y condiciones) que requiere el
dominio de la ficción. El director francés post nouvelle
vague Luc Moullet -que ha dedicado documentales, entre
otros temas curiosos, a Des Moines (Le ventre
d’Amérique, 1996), a la locura y el asesinato en la
Francia regional (La terre de la folie, 2009), y a la
comida (Genèse d’un repas, 1978)-, señala con su
característico tono divertido lo que, para él, marca la
diferencia: ¡mientras ruedas una película de ficción,
pierdes más peso que cuando ruedas un documental,
porque es un trabajo más duro!
Podríamos decir que en la imaginación de la mayoría de
los cineastas de todo el mundo cuyas carreras comenzaron
después de la Segunda Guerra Mundial, esta Tentación
Documental se corresponde con un cierto sueño de lo que
tendría que haber sido, pero en realidad nunca fue, el
neorrealismo cinematográfico: gente de verdad (“actores
no profesionales”), nada de decorados (sólo las casas, los
lugares y entornos de la vida diaria), rituales cotidianos,
un espectáculo no forzado. Los neorrealistas italianos de
los 40 y 50, como Vittorio De Sica y Roberto Rossellini,
crearon un simulacro de este ideal, pero por supuesto
(como es manifiestamente obvio para nuestra mirada del
siglo XXI), todo esto era esencialmente ficción, aunque
tomara prestado el “ropaje” de la realidad –Rossellini
filma en las ruinas de Europa Paisà (1946) y Alemania,
año cero (Germania Anno Zero, 1948)– y la retórica de un
realismo artístico floreciente en todas las artes -De Sica
filma la vida de un hombre corriente, viejo y solitario y su
perro en Umberto D. (Umberto D., 1952)-.
La Tentación Documental está relacionada con la “vuelta
al punto cero”, que una vez se asoció (por error o por
ensueño) con el neorrealismo. Armado únicamente con
una cámara y una grabadora (en el mejor de los casos, sólo
con un pequeño equipo) el cineasta abandona su estilo, su
reconocible mise en scène, y se dirige humildemente hacia
algo que ama o que le fascina en el mundo real, quizás un
elemento de su propia formación autobiográfica: una
persona, un pueblo, una comunidad, una figura heroica o
influyente, una forma artística, una tendencia filosófica o
religiosa.
Algunos cineastas van y vienen constantemente entre el
documental y la ficción (Werner Herzog, Paul Cox, Agnès
Varda, Wim Wenders, Spike Lee), enriqueciendo sus
proyectos de ficción con aportaciones de sus excursiones
al mundo de la no ficción. Cuando le llegó la oportunidad,
Herzog llegó al punto de producir la versión de ficción,
Rescue Dawn (2006), de un retrato documental anterior,
Little Dieter Needs to Fly (1997), aunque no logró
mejorarlo en esa elaboración posterior. Un director
australiano asociado con Herzog (y también con Guy
Maddin) en los años 80, Paul Cox, a menudo usa sus
cortos documentales –We Are All Alone My Dear
(1975), The Island (1975)– como matrices, generadores o
“centros de investigación” para sus largometrajes de
ficción. Varda es un poco más famosa hoy en día por sus
trabajos de no ficción que por los de ficción, debido al
éxito internacional que comenzó con Los espigadores y la
espigadora (Les glaneurs et la glaneuse, 2000), aunque
muchas de sus obras, independientemente de su género o
forma, se sustenten sobre una "delgada línea roja" entre el
documental y la ficción, como por ejemplo su celebración
de un siglo de cine, Les cent et une nuits de Simon
Cinéma (1995).
Spike Lee a menudo ha rodado documentales (como Four
Little Girls, 1997), relativamente poco conocidos fuera de
los Estados Unidos en lo que respecta su imagen pública
de auteur, mezclando técnicas televisivas (a la manera de
Ken Burns) con una estética “coral” afroamericana, tejida
a partir de una pluralidad de voces e historias reales, y una
posproducción muy cuidada en lo referente al montaje y la
orquestación musical. Y, más recientemente, su
conmovedor relato de la catástrofe del huracán Katrina en
un “réquiem en cuatro actos”, When the Levees Broke
(2006), de pronto ha hecho de él (como ocurrió con
Varda) un aclamado documentalista.
En el caso de Wenders, es principalmente su reconocida
relación con la música popular, y su asociación con
músicos clave (Ry Cooder, Bono, etc.), lo que le ha
llevado a la creación de trabajos como Buena Vista Social
Club (Buena Vista Social Club, 1999) y The Soul of a
Man (The Soul of a Man, 2003), pero, del mismo modo,
también se alimenta de la obsesión que ha tenido a lo largo
de toda su vida por el formato del “diario audiovisual”,
manifestada en películas que van desde su sobrecogedora
colaboración con Nicholas Ray, Relámpago sobre el
agua (Lightning Over Water, 1980), a Aufzeichnungen
zu Kleidern und Städten (1989), sobre el diseñador de
moda Yohji Yamamoto, y Tokyo-Ga (Tokyo-Ga, 1985)
sobre su “affair con una ciudad”. Y, por supuesto, incluso
antes de que estos artistas surgieran en las décadas de los
años 60 y 70, tenemos el sustancioso ejemplo de Orson
Welles, quien a menudo se movía entre el documental y la
ficción y cuyo proyecto inacabado sobre Don Quijote iba a
versar, en última instancia, sobre su difícil y cambiante
relación, de más de cuatro décadas, con la propia España.
Para otros directores, los trabajos documentales son a
modo de paréntesis especiales, en el marco de proyectos
particularmente pequeños (o de bajo coste, o televisivos)
desarrollados entre proyectos de ficción a gran escala. Esta
es, por ejemplo, la trayectoria de Martin Scorsese quien,
especialmente desde la mitad de los 90, prácticamente
ejerce el pluriempleo y en los ratos libres que le dejan sus
épicos largometrajes rueda ensayos pedagógicos sobre la
historia del cine –A Personal Journey with Martin
Scorsese Through American Movies (1995), My
Voyage to Italy (1999)–, dinámicas grabaciones de
conciertos musicales –los Rolling Stones en Shine a Light
(Shine a Light, 2008), que evoca su anterior El último
vals (The Last Waltz, 1978), con The Band– o tributos a
monumentos americanos –como productor, guionista y
mentor de la película del crítico de cine Kent Jones Lady
by the Sea: The Statue of Liberty (2004)–. También
forman parte de la carrera de John Boorman, atraído por la
televisión para rodar un capricho autobiográfico, I
Dreamt I Woke Up (1991), o una oda a un amigo, Lee
Marvin: A Personal Portrait (1998), entre otros
encargos ocasionales. Porque eso es lo que son estas
películas de Scorsese, Boorman o Julien Temple,
“ocasionales” en el sentido que la palabra tiene en inglés:
realizadas para una ocasión o un encargo especiales.
Pero para comprender la Tentación Documental tal como
la estoy proponiendo necesitamos echar la vista atrás hacia
los fascinantes retratos que realizó Scorsese al comienzo
de su carrera al estilo de las películas caseras: American
Boy (1978), sobre su intenso y cuentista amigo Steven
Prince; e Italianamerican (1974), sobre su familia,
especialmente sus padres (quienes también resultan
familiares, sobre todo su madre, Catherine Scorsese, por
sus cameos en sus películas de ficción). Es aquí donde las
características de la Gran Tentación se perciben de un
modo perfectamente claro: fotografía tosca o sin florituras,
filmación en 16 mm., sonido grabado en directo, una
textura creada a partir de incidentes diarios (tipos que
quedan, beben y comparten historias, o una madre que
prepara comidas) y exclamaciones, risas y movimientos
corporales captados al azar. Scorsese reinventa el
“realismo enérgico” que caracteriza sus trabajos de ficción
–como lo describió Raymond Durgnat al referirse a Toro
Salvaje (Raging Bull, 1980)–, acercándolo más al estilo de
John Cassavetes, y rastrea las raíces de su educación
sociocultural.
Abbas Kiarostami (cuyo trabajo a menudo ha cruzado la
frontera entre el documental y la ficción de un modo
altamente conceptual y en ocasiones hermético) nos da
otro ejemplo claro de la Gran Tentación en su film ABC
Africa (2001). He aquí un caso de cine observacional en
sentido estricto, sin sus frecuentes juegos reflexivos y
exploraciones del medio, que se permite a sí mismo (y a
sus herramientas cinematográficas básicas) mirar y
escuchar, pasear y observar, notar y anotar en una tierra
extraña, una especie de “zona cero” de la civilización, en
una experiencia cercana al apocalipsis en la mente de
Kiarostami. Aquí nos encontramos con un tropo
característico del cineasta de ficción que está haciendo un
documental: el divagar a través de un lugar, un espacio o
un paisaje, encontrándose con personas (niños que juegan,
ancianos que cuentan sus historias, enfermos que sufren,
los profesionales que les asisten…), siguiendo los
caprichos de un viaje al azar – una fórmula que también
usa Varda a menudo, incluso cuando está documentando
la calle parisina en la que vive, la Rue Daguerre en
Daguerréotypes (1976)–. Pero también Kiarostami, como
Scorsese, se encuentra involuntariamente frente a una
imagen que refleja una escena de su propia ficción: la de
la tormenta eléctrica en la oscuridad de la noche, tan
similar a la solemne penúltima escena de El sabor de las
cerezas (Ta'm e guilass, 1997).
Generalmente, los directores de ficción hacen
documentales, como dice la frase, “por amor al arte”.
Sydney Pollack rinde homenaje a un admirado arquitecto
en Apuntes de Frank Gehry (Sketches of Frank Gehry,
2005); Clint Eastwood resume su amor por un cierto tipo
de música jazz en Piano Blues (2003); Budd Boetticher
retoma su veneración por el toreo y los toreros en Arruza
(1972), y la que siente por los caballos en la película
rodada en Super 8 My Kingdom For… (1985); Abel
Ferrara abandona temporalmente su carrera en la ficción y
aprovecha la oportunidad de rendir homenaje a las
ciudades de Nueva York (Chelsea on the Rocks, 2008) y
Nápoles (Napoli, Napoli, Napoli, 2009); Alain Resnais
compila el tributo Gershwin (1992); Bertrand Tavernier
(que aparece en Gershwin) realiza Mississippi Blues
(1983) en colaboración con la leyenda de Hollywood
Robert Parrish. Todos son (con la excepción ocasional de
las películas de Ferrara) trabajos básicamente sencillos,
pausados, a veces melancólicos: algo muy diferente a lo
que ocurre cuando algunos de estos directores se enfrentan
a temas histórico-políticos, como Resnais con Nuit et
bruillard (1955) o Tavernier con Histoires de vies
brisées (2001). Sin embargo, como veremos en la
siguiente sección, la Tentación Documental también puede
desarrollar una dimensión política.
2.
Cuando los directores que se dedican principalmente a la
ficción hacen documentales, su trabajo tiende a tener un
carácter y una naturaleza particulares, del tipo que
anteriormente he descrito como la Tentación Documental.
Estos cineastas no quieren convertirse en Frederick
Wiseman o Harun Farocki, ni tampoco rodar películas que
de algún modo se parezcan a las de estos: excepcionales
en su visión, serenas, distantes, que evalúan a toda una
institución, sector o estrato social. Películas con un estilo
deliberadamente desapasionado y analítico, que trabajan
con “bloques” de construcción observacional, como hace
Farocki, de manera bastante literal, en su película sobre
ladrillos, By Comparison (2009).
Sin embargo, podemos localizar a unos cuantos cineastas
de ficción cuya implicación con ideas teóricas y formas
conceptuales los lleva a nuevos estilos documentales,
rebasando o complicando el puro observacionismo o el
homenaje característicos del modo "por amor al arte".
De todos los cineastas de ficción que han hecho
incursiones en el ámbito documental, Jean Eustache es el
que más se ha acercado al tipo de perspectiva distanciada
que asociamos con Wiseman o con Farocki. Filmó, con la
colaboración de Jean-Michel Barjol, la matanza ritual de
un cerdo en Le cochon (1970) y grabó a su abuela
relatando su vida en Numéro zéro (1971), revisada para la
televisión como Odette Robert (1980). Estableció
procedimientos para estas películas que anticipaban los
movimientos del cine minimalista contemporáneo que hoy
vemos en Asia y otras partes del mundo: cámara estática,
planos largos e interferencia mínima por parte del director
en la acción que se va desarrollando.
Yendo más allá, en los dos documentales realizados en su
ciudad natal –a los que puso el mismo nombre, La
Rosière de Pessac (1968 y 1979), como si quisiera crear
una traviesa confusión cinematográfica– Eustache juega
de un modo fascinante con la temporalidad del
documental. Rodó los dos documentales con once años de
diferencia, en los que grabó dos representaciones de un
ritual tradicional (la “coronación” de una chica virgen del
pueblo). Conocía desde su infancia la ceremonia, que
llevaba celebrándose desde mucho antes. El ritual se
mantiene prácticamente igual cada año y, de manera
apropiada, Eustache trata de reproducir más o menos la
mise en scène codificada de su filmación de 1968 en la de
1979. Sin embargo, frente a estos inexistentes o
prácticamente inexistentes cambios, la película registra las
enormes diferencias y alteraciones que se dan ya en la vida
del pueblo, la importancia de las costumbres y las
influencias del mundo exterior.
Aquí, con un método que se anticipa a Farocki y con una
perspectiva antropológica o etnográfica similar a la de
Wiseman, Eustache se propone no tanto encontrar una
realidad desordenada e inmediata como medir las
diferencias sociales e históricas dentro de lo que la teoría
francesa denomina un dispositif, una manera de rodar
acorde a ciertas normas y conceptos preestablecidos.
Un caso fascinante a medio camino entre la espontaneidad
del cinéma-verité y la lógica del dispositif se da en el
trabajo de Jean-Louis Comolli, un célebre crítico y teórico
que empezó a principios de los años 60 en Cahiers du
cinéma y que hoy es conocido sobre todo como
documentalista, cuyas películas tratan principalmente
sobre la situación política en Marsella y alrededores –
Marseille de père en fils (1989), en dos partes, Rêves de
France à Marseille (2003)–. Las primeras películas de
Comolli en los años 70 fueron obras de ficción, como la
fascinante aunque demasiado larga La Cecilia (1975),
sobre una comuna italo-brasileña de 1887. Una de sus
mayores preocupaciones, tanto en el plano estético como
en el teórico, fue el recurso cinematográfico clave de la
mise en scène, que es, sencillamente, la puesta en escena
para la cámara.
Comolli había llegado a un punto en el que, más que
considerar la mise en scène como la “escritura” o pintura
en imágenes y sonidos de lo que está en la mente libre y
creativa del autor, debía considerarse como una dimensión
social codificada de lo que sea que ocurra delante de una
cámara, en el preciso instante en el que los cuerpos se
disponen en formas y patrones de interacción. En sí
misma, esta fue una idea revolucionaria, surgida de los
fermentos de 1968, y sigue suponiendo un reto al ideal
puramente artístico de la creación cinematográfica. De
hecho, Comolli estaba extendiendo la intuición de Pier
Paolo Pasolini, que en su conmovedor “Manifiesto para
un nuevo teatro” de 1968 argüía que:
"El arquetipo semiológico del teatro es el espectáculo
que se desarrolla todos los días delante de nuestros
ojos y oídos, en la calle, en casa, en los lugares
públicos, etc. En este sentido, la realidad social es una
representación que no es inconsciente de ser una
performance, con sus códigos resultantes (buenos
modales, conducta adecuada, comportamiento, etc).
En una palabra, la realidad social no es inconsciente
de ser un ritual".
Comparen esto con el pronunciamiento de Comolli a
finales de los 70, cuando todavía estaba involucrado
principalmente en el cine de ficción:
"Es ingenuo localizar la mise en scène sólo del lado
de la cámara: existe en la misma medida, incluso
antes de que intervenga la cámara, en todos aquellos
lugares en los que las regulaciones sociales ordenan
la posición, el comportamiento y casi la “forma” de
los sujetos en las diversas configuraciones en las que
son captados (y que no exigen el mismo tipo de
actuación: aquí, autoridad; aquí, sumisión; destacarse
o hacerse a un lado, etc). En otras palabras, con o sin
guión, actores o mise en scène, todo lo que es
filmable en las relaciones, cambiantes e
históricamente determinadas, del hombre y las cosas
con lo visible, son dispositifs de representación".
Lo que vemos emerger aquí es un nuevo concepto de mise
en scène social, algo que Comolli nunca ha dejado de
perseguir tanto en sus escritos críticos como en su trabajo
cinematográfico. Con una diferencia clave: el cambio de la
ficción al documental. En los años 90, muy adentrado en
su nueva carrera, le preguntaron a Comolli si existía una
mise en scène documental, una pregunta paradójica, dado
que los acontecimientos pro-fílmicos en los documentales
(normalmente) no se planean ni se escenifican, mientras
que la mise en scène es coreografía y artificio. Comolli
asumió la paradoja, llegando a formular la idea de que no
sólo existe el tipo de mise en scène social mencionado
anteriormente (los patrones y rituales de la vida social que
todos conocemos, visibles en su reflejo representado), sino
que también existe lo que vino a denominar una auto mise
en scène, una representación o escenificación de uno
mismo por parte del propio individuo, particularmente
intensa cuando hay una cámara cerca. En su libro Ver y
poder, Comolli afirma:
Cada persona que filmo también viene al encuentro
de la película con su propio habitus, ese ajustado
tejido, ese marco de gestos aprendidos, reflejos
adquiridos, posturas asimiladas… El sujeto filmado,
el sujeto que observa la película, se prepara para ella,
consciente e inconscientemente se ve imbuido por
ella, se adapta a la operación cinematográfica y de
este modo establece su propia mise en scène, la
interpretación del cuerpo en el espacio y el tiempo
definida por la visión del otro (la "escena").
Por lo tanto, para Comolli, hacer películas documentales –
particularmente desde una convicción radical o de
izquierdas– implica dos fases, dos niveles. La filmación
observacional –dado que mucho de lo que Comolli filma
está fuera de su estricto control, como por ejemplo los
discursos en mítines políticos– se centra en sacar o
subrayar de algun modo este aspecto reflejo, codificado,
teatral o ritual de los acontecimientos sociales
espontáneos, tal y como hizo Eustache en sus
documentales gemelos. En este sentido, Comolli opta por
respetar –a veces con un astuto sentido de la ironía o una
crítica encubierta– la auto mise en scène de aquellos
individuos que se permiten a sí mismos aparecer ante su
cámara y ser incluidos en sus películas.
Esta estrategia se ha convertido, de hecho, en un recurso
crucial de la práctica documental contemporánea e incluso
en parte integrante del reportaje de televisión
convencional y también de la publicidad (especialmente la
de estilo humorístico): filmar a las personas como ellas
quieren ser vistas, habitando (por así decirlo) su propio
imaginario, el ideal que tienen de su propia imagen. El
cineasta australiano David Caesar, que comenzó con
varios documentales populares y muy estilizados (en la
tradición de Errol Morris) antes de partir hacia la Tierra de
la Ficción (como Prime Mover, 2009), hizo de este
enfoque su sello característico. Sus retratos frontales de
personas corrientes de zonas suburbanas al lado de sus
queridos televisores, buzones, coches o mascotas –en
películas como Body Works (1988]) y Car Crash
(1995)– han ejercido una gran influencia en
documentalistas de varios países.
Pero Comolli va un paso más allá. Para él, la mise en
scène de la película (que en el documental se refiere de un
modo más particular al trabajo de cámara, dado que
muchas de las otras variables, como el escenario y la
iluminación, están fuera de su control), debe establecer
una relación dialéctica con la auto mise en scène de
quienes son filmados, un proceso que él llama un “baile a
dos pasos”.
A menudo, el gesto del cineasta se dirige,
conscientemente o no, a bloquear, mezclar, borrar o
anular la mise en scène del sujeto… La mise en scène
más sabia es la que le deja dirigir el baile, favorece su
desarrollo, le da el tiempo y el marco para matizarse,
para desplegarse y manifestar sus matices. El proceso
de rodar se convierte así en una conjugación, una
relación, una compenetración.
Hemos oído y leído mucho en los últimos 25 años acerca
de “la línea entre el documental y la ficción”, los trabajos
híbridos desarrollados por muchos directores (como por
ejemplo Close-Up, 1990, de Kiarostami) que se mueven
con inteligencia entre material de ficción y de no-ficción,
anidando el uno dentro del otro, a menudo de un modo
difícil de detectar inmediatamente. Con ayuda de los
recientes avances en la tecnología digital, Antonioni
realizó el que de hecho es uno de los más extraños y
cautivadores híbridos entre documental y ficción: Lo
sguardo di Michelangelo (2004). Esta película muestra al
director paseando y admirando la famosa escultura de
Moisés realizada por el maestro… lo que no parece
demasiado extraño, hasta que recordamos que Antonioni
había sufrido una parálisis causada por un ictus debilitante
(que también le privó de la capacidad de hablar) y ¡era
incapaz de caminar excepto en este estado irreal y
animado!
Sin embargo, aquí me interesa resaltar un movimiento más
particular y restringido: el retorno de un elemento de
ficción a proyectos documentales realizados por cineastas
normalmente narrativos. Es aquí donde la Tentación
Documental describe una torsión, un giro, y por ese
camino asume un carácter paradójico. Llegados a este
punto, es de vital importancia el recurso del psicodrama,
que, en sus orígenes teatrales, implica el desbordamiento
de la ilusión teatral por parte de un elemento real
desencadenado por la representación: pasiones reales,
actos reales (sean eróticos o violentos), desenlaces reales.
Este fue un elemento central del trabajo de Cassavetes –
Opening Night (1977) es un verdadero ensayo ficticio
sobre el psicodrama– y también del de Norman Mailer,
especialmente en Maidstone (1970), donde el happening
improvisado entre los actores (incluyendo a Rip Torn)
momentáneamente entra en territorio peligroso,
físicamente amenazante. Robert Kramer, al pasar de los
noticiarios políticos de los 60 a ficciones de alto contenido
político, como Ice (1970) y Milestones (1975), y a los
muchos sofisticados films-ensayo que rodó en todo el
mundo (como Starting Point, 1994), no tuvo miedo de
internarse en el territorio del psicodrama. El poco
conocido clásico de cine underground australiano
Yakkety Yack (Dave Jones, 1974) ofrece una parodia
ingeniosa de esta obsesión tan de los años 70.
El psicodrama en el documental asume principalmente dos
formas. O el reportaje contiene un elemento de
reconstrucción, o la situación que se da delante de la
cámara se desarrolla (a veces precisamente porque está allí
el equipo de la película) en una dirección claramente
dinámica y volátil. Me referiré a esta segunda opción en
primer lugar.
Cuando las cosas realmente se van de las manos en el
“evento pro-fílmico” (es decir, todo aquello que ocurre
delante de la cámara), el documental desarrolla una
velocidad rápida y precipitada, y el cineasta tiene que
gestionar un control meramente precario sobre incidentes
que tienen su propia y compleja lógica en movimiento,
como en el prodigioso trabajo del antropólogo Jean Rouch
(que realizó muy pocas piezas estrictamente de ficción en
su amplia carrera), o en los ejemplos más paroxísticos del
cinéma-vérité. Curiosamente, en el caso de American Boy
de Scorsese o We, Children of the 20th Century (1994),
de Vitali Kanevsky (esta última es un retrato de los niños
de la calle en Rusia, algunos de los cuales ya habían
trabajado como actores adolescentes en las películas de
ficción de Kanevsky), es en el momento en el que
comienza el verdadero caos cuando el documental
empieza a imitar la mise en scène del desorden,
completamente preparado, de Malas Calles (Mean Streets,
Martin Scorsese, 1973) o Freeze, Die, Come to Life
(Zamri, umri, voskresni!, Vitali Kanevsky, 1989).
Este reflejo de las ficciones de un auteur en sus
documentales encuentra su máxima expresión, en el
contexto americano, en el trabajo de James Toback. En
Tyson (2008) de nuevo vemos a una persona (en este
caso, a una celebridad del deporte, Mike Tyson) que ya
había aparecido en los trabajos de ficción de Toback, en
particular en la parcialmente improvisada Black and
White (Black and White, 1999), donde explotaba
violentamente (contra Robert Downey Jr.) en medio de
una escena que imitaba algunos incidentes de su biografía.
En sí mismo, esto supone una “figura”, una constelación
familiar de personajes y acontecimientos, en el universo
tobackiano. El libro que publicó a comienzos de su
carrera, escrito enteramente al estilo del “observador
participante” del Nuevo Periodismo de los años 60 y 70,
trata sobre el jugador negro de fútbol americano Jim
Brown, que después, como actor, se convirtió en un
amenazante superego fálico en el pesadillesco mundo de la
primera película de Toback, Fingers (1978). Es más,
Toback ha declarado frecuentemente, a lo largo de toda su
carrera, que ve la existencia como un psicodrama que
siempre ha intentado dramatizar y capturar en sus
películas: somos actores, pero actores inestables, al borde
de la esquizofrenia, viviendo escenas descabelladas en el
escenario de fantasía que es nuestra vida. Finalmente, al
cabo de esta línea, llegamos a Tyson: en su mayor parte
está constituida por una entrevista íntima grabada en
primer plano digital (con obligados insertos de material de
archivo, como en el, en cierto modo, parecido retrato
fílmico que ese mismo año Emir Kusturica realizó de
Diego Maradona), pero en vez de ser una muestra de
simple e inocuo metraje de "busto parlante" típico del
formato televisivo, Roback ofrece esas imágenes como el
registro de una locura psíquica, de un yo que nunca está
completo, sino que cambia a cada instante, suspendido
entre la confesión y la negación, el deseo y la culpa, el
recuerdo y la memoria borrada.
Otro tema, y otra estructura, clave en el cine de Toback es
el encuentro, sea entre dos o entre muchos individuos
dentro de un grupo. Para su incursión más pintoresca y
radical en el documental, Toback decidió escenificar un
happening al estilo de una fiesta en The Big Bang (1989):
junta a un grupo notable de gente dispar (actores,
criminales, médicos, filósofos, jugadores…) y haz que
debatan sobre la considerablemente surrealista cuestión:
“¿Dios creó el universo en un orgasmo cósmico?”. La
película es orgullosamente díscola, incoherente,
puramente asociativa: todos (de nuevo) se representan a sí
mismos sin cesar, y los temas que tratan (sexo, dinero,
poder, violencia) reflejan perfectamente el mundo
imaginario de Toback tal y como está expresado en sus
películas de ficción, además de ofrecer una mirada a su
propia procedencia y conexiones sociales. The Big Bang
es un psicodrama cordial, pero evoca bien el tipo de
realidad salvaje que es el núcleo de la Tentación
Documental, esta vez transformándose en una ficción
extravagante que anticipa los momentos más extraños de
la telerrealidad del siglo XXI, segun se aprecia en
programas estadounidenses como “The Hills”.
Abordemos ahora el elemento de reconstrucción, algo que,
en cierto sentido, ya se apreciaba de forma visible en el
rostro de Mike Tyson en el documental que Toback le
dedicó. En la última década, los cineastas y comentaristas
culturales se han obsesionado con el funcionamiento de
los traumas y con su legado, las cicatrices que dejan en los
distorsionados recuerdos psíquicos de las víctimas de esos
traumas, sean de naturaleza personal (abusos sexuales) o
colectiva (guerras, desastres naturales, el Holocausto). Un
documental como Capturing the Friedmans (2003) es
tan sólo la manifestación más visible de esta tendencia
internacional, mientras que S21: La máquina roja de
matar (S21: la machine de mort Khmère rouge, 2003), de
Rithy Panh, es uno de los logros más profundos de la
reciente producción documental. El cineasta australiano
Peter Tammer, una figura relevante en el movimiento del
cine independiente de los años 70, ha realizado una
exploración psicodramática, al estilo de Toback, de las
ambigüedades de la actuación y la interpretación en
situaciones de gran ansiedad –Fear of the Dark (1985)–,
pero su obra maestra es Journey to the End of Night
(1982), en la cual un ex militar reconstruye (en un estilo
fantasmagórico y teatralizado, como si estuviera en trance)
su experiencia extrema de la violencia dirigida contra los
soldados japoneses. Aunque la mise en scène parezca
amateur, de aquí emerge una verdad inquietante que va
bastante más allá de lo que habría sido posible en una
pulcra “recreación dramática” (la que les encanta utilizar
en los documentales televisivos contemporáneos), o en el
típico primer plano de un busto parlante, lúcido y
reflexivo, hablando a la cámara.
El cine estrictamente vanguardista o experimental merece
su propio estudio en lo que respecta a sus a menudo
novedosos, incluso alucinantes, usos del documental y la
ficción. Se puede decir lo mismo del vídeo-arte: por
ejemplo, en el caso del talentoso ex crítico de Cahiers,
Jean-André Fieschi, que creó, con la cámara ligera
paluche, la ficción flotante, misteriosa, en su mayor parte
subjetiva, Les nouveaux mystères de New York (1976-
81), antes de transitar –como su colega André S.
Labarthe– hacia una serie de documentales líricos para la
televisión o para DVD sobre artistas y cineastas –como su
retrato de Rohmer trabajando en La fabrique du Conte
d’été (2005)–. Pero aquí mencionaré sólo dos casos
especiales del canon del cine experimental americano:
James Benning y Stan Brakhage.
Se podría decir que Benning, en la primera fase de su
carrera artística, estaba preocupado por el solapamiento
que se daba entre un formalismo pictórico hard-edge (tal
como se promovió entre la pintura y la fotografía) y los
sistemas y formas narrativos, como también lo estaba un
buen número de sus contemporáneos de la vanguardia
estadounidense, incluyendo a Yvonne Rainer y a Hollis
Frampton. Benning introducía astutamente en las
estructuras de imágenes "seriadas" (sucesiones de fotos de
casas y calles, por ejemplo, a menudo ordenadas según
combinaciones de colores abstractos) elementos de intriga
narrativa a través de acciones marginales y especialmente
de la superposición de capas en la banda de sonido. Un
ejemplo típico de este aspecto lo encontramos en One
Way Boogie Woogie (1977), rodada en localizaciones
banales (fábricas, tiendas y calles) de Wisconsin.
27 Years Later (2005) es la respuesta a, o el “remake
ruinoso” de (en palabras de Stephen Heath), la anterior
película de Benning (hoy en día, suele proyectar las dos
películas juntas, para facilitar al público la comparación).
Consciente de que el mundo que había filmado estaba a
punto de desaparecer totalmente bajo la creciente fuerza
de la industrialización y la globalización, se propuso
colocar su cámara casi exactamente en los mismos
emplazamientos en los que lo había hecho en One Way
Boogie Woogie. Enfrentado a la dificultad material de
"regrabar" lo que en muchos casos ya ni siquiera existe, en
un paisaje a menudo transformado más allá de su
reconocimiento, el proyecto entero se ve sujeto a un
desplazamiento material y conceptual masivo: la “misma”
película (en cierto sentido) pero con preocupaciones
completamente distintas. El pictorialismo, los juegos con
la narrativa, prácticamente desaparecen; de repente, 27
Years Later es (en su relación de memoria activa con
respecto a la primera película), un documental
perturbador, minimalista y político sobre los cambios
sociales que se dan con el paso del tiempo.
Aspectos que en el original se perciben abiertamente como
gags o como experimentos puramente formalistas –dos
hermanas gemelas ejecutando movimientos
coreografiados, una mujer saliendo de una fábrica
(evocando los primeros noticiarios cinematográficos), la
separación en tres colores, que da un efecto fantasmal a
los coches que pasan, las formas de las chimeneas de la
fábrica escupiendo humo– se convierten (especialmente
cuando las mismas personas ejecutan más o menos los
mismos movimientos) en indicadores de una crítica social
cruda. A este desplazamiento "secuelizante" contribuye el
ingenioso recurso por parte de Benning a la misma técnica
que Marguerite Duras había utilizado en su “segunda
toma” de India Song (India Song, 1975): mantiene
exactamente la misma banda sonora que en One Way
Boogie Woogie, que en esta ocasión parece
completamente surrealista y perturbadora en relación con
las nuevas imágenes.
El caso de Brakhage es incluso más fascinante.
Considerado durante mucho tiempo el maestro de la
abstracción, partiese de la animación o de la fotografía –su
Text of Light (1974) hila una película a partir de tomas de
luz y humo en un cenicero–, Brakhage dedicó su famosa
‘Pittsburgh Trilogy’ de 1971, a una ciudad y tres de sus
instituciones, normalmente tan omnipresentes como
imperceptibles, hipervisibles e invisibles: la policía
(Eyes), cadáveres en la morgue (The Act of Seeing with
One’s Own Eyes), y un hospital (Deus Ex). Este sería un
ejemplo fantástico de la Tentación Documental, ¡y con
ganas! Y no hay duda de que esa dosis fuerte de realidad
material, concreta (así como un eco de las películas de
Hollywood y los géneros televisivos de los 70) altera y
expande el repertorio usual de Brakhage, y que incluso un
rastro de crítica social explícita se incorpora a su obra.
Pero lo que realmente se percibe en esta trilogía es la
tensión, el incesante ir y venir entre la fisicidad y la
abstracción, reconquistada de nuevo por Brakhage:
estamos constantemente a punto de de formar un mundo
(o una ficción de él) y de perderlo en el juego de las
formas puras.
Mi último ejemplo es la curiosa carrera de Jean-Pierre
Gorin. En realidad, es difícil decir claramente si empezó
su carrera en el documental o en la ficción. Trabajando
con Jean-Luc Godard como la otra mitad del Dziga Vertov
Group a finales de los 60, sus primeras películas son
auténticos ensayos, construcciones híbridas de secuencias
originales (rodadas en muchos países), metraje
encontrado, gráficos y densas bandas de sonido en las que
una voice-over proporciona explicaciones teóricas: Le
vent d'est (1969), Lotte in Italia (1969), Vladimir et
Rosa (1971), etcétera. Pero Gorin, en todas las
declaraciones que realizó en esa época, dejó claro que el
movimiento hacia la ficción era inminente y necesario:
Tout va bien (1972) marcó el heroico pero
desafortunadamente condenado intento de hacer una
narrativa política (casi una comedia) para el consumo
masivo, protagonizada por Jane Fonda e Yves Montand.
Tras la disolución del Grupo, Gorin se trasladó a Estados
Unidos, donde ha vivido e impartido clases desde
entonces. En ese nuevo contexto, reordenó su orientación
ensayística, pero ahora siempre desde una base
documental: un reportaje de unos gemelos que hablan en
un lenguaje propio y único en Poto and Cabengo (1978),
la inmersión en un grupo de entusiastas de las maquetas de
trenes en Routine Pleasures (1986), una pandilla callejera
samoana con la que pasa el tiempo en My Crazy Life
(1991). Pese a haber anunciado de nuevo en varias
ocasiones su regreso a los proyectos de ficción, la estética
políticamente modulada de Gorin se ha materializado en
estos singulares híbridos de documental y ensayo.
En los films de Gorin, la ficción está por todas partes
(particularmente aparece a través de la memoria y la cita
de películas, formas, géneros y estilos narrativos). De
hecho, tomando prestada una famosa tríada del
psicoanálisis moderno, podríamos decir que todo en las
películas de Gorin de los años 80 y 90 aparece
simultáneamente a tres niveles: el Real, el Imaginario y el
Simbólico. Real: un innegable y palpable rastro de gente,
acontecimientos e instituciones reales, irrepetibles,
irreductibles, únicos. Imaginario: las ideas, ficciones,
asociaciones, contextos, historias, mitologías y clichés que
inevitablemente se acumulan o pueden ser generados a
partir de estas realidades. Simbólico: las personas,
acontecimientos e instituciones se vuelven simbólicos
cuando, de alguna manera, son típicos o generalizables,
cuando un análisis o razonamiento social puede ser
provocado o generado a partir de una representación
fílmica.
¿Cómo podemos mantener todos esos niveles
simultáneamente en nuestras mentes? Cuando se trata de
las películas documentales, estamos demasiado
acostumbrados (como espectadores o como críticos) a
separarlos, concentrándonos en lo simbólico o en lo real, y
principalmente censurando lo imaginario, que es en lo que
Gorin, como Comolli, siempre insiste. Pero los cineastas
siempre llevan la delantera a los críticos cuando se trata de
detectar lo innovador y lo progresista en cualquier tipo de
cine. Y esos cineastas que van de la ficción al documental,
sea simplemente para “tomarse unas vacaciones”,
aprovechar la ocasión para perseguir una obsesión
personal o elaborar un experimento conceptual, tienen
muchas posibilidades de mezclar todos los niveles, Real,
Imaginario y Simbólico, e inventar una criatura
cinematográfica nunca vista.

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