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diversas opciones como las diferencias de atención y comprensión entre las respuestas de un
televidente o de varios televidentes a un mismo material televisivo. Un importante conjunto de
diferencias analizadas en el proyecto se refiere a los distintos niveles de atención prestada a
diferentes programas por distintos televidentes, diferencias normalmente ocultas -bajo la
declaración de que todos ellos "miraban" un determinado programa.
Me interesaba indagar tanto las diferencias que se daban dentro de las familias y en sus miembros
individuales, como también las manifestadas entre familias pertenecientes a distintos contextos
sociales y culturales. Y estoy dispuesto a afirmar que sólo en este contexto (es decir, el contexto
más amplio de las determinaciones sociales y culturales que enmarcan las prácticas de ver
televisión) se pueden entender las elecciones y respuestas individuales.
En particular, este proyecto quería indagar en detalle, y dentro de un universo deliberadamente
limitado, los «cómo» y los «por qué» de ciertas cuestiones de las que no se ha rendido debida
cuenta y que permanecen ocultas tras las pautas de conducta de los televidentes que se revelan en
las encuestas de gran escala. Lo que pretendía era producir un modelo conceptual más elaborado de
la conducta de los espectadores en el contexto del ocio familiar e investigar la interrelación en la
que entran factores como: tipo de programa, posición y orígenes culturales de las familias, para
producir la dinámica del acto familiar de ver televisión.
En suma, examinamos la práctica de ver televisión en el contexto de la vida doméstica; y esto,
como todos sabemos, es una cuestión compleja. Para personas que viven en familia, es por
completo absurdo pretender tratar a los telespectadores individuales que eligen programas como si
fueran consumidores racionales instalados en un mercado libre y perfecto. La mayoría de los
televidentes mira en el contexto de lo que Sean Cubitt (1985) llama «la política de la sala de estar»
donde, como él dice, «mientras la televisión nos tironea hacia adentro, la familia nos tironea hacia
afuera», y es frecuente que las personas con las que vivimos interrumpan y hasta hagan pedazos la
comunión que podemos establecer con la «caja instalada en el rincón».
Consideremos el asunto desde otro ángulo: «Al atardecer vemos muy poca televisión. Salvo
cuando mi marido está muy furioso. Llega a casa, apenas si dice dos palabras y enciende el
televisor» (Bausinger, 1984, pág. 344).
Como observa Bausinger, en este caso «oprimir el botón de encendido no significa ‘me gustaría
mirar esto’, sino más bien ‘no quiero ver ni oír nada’». También se da el caso contrario en el que «el
padre se va a su dormitorio mientras la madre se sienta en la sala junto al hijo mayor a ver el
programa preferido de deportes del joven. A ella no le interesa el programa, pero hace esto como
una forma de tener mayor contacto con su hijo» (pág. 349).
¿De cuánto espacio (y de qué calidad de espacio) disponen los miembros de la familia para la
actividad de ver televisión? ¿Cómo se organiza ese espacio y cómo se insertan el televisor y las
demás tecnologías de la comunicación en ese espacio? ¿Se organiza la sala de estar alrededor del
aparato de televisión? ¿Tienen los diferentes miembros de la familia posiciones características
dentro de ese espacio para mirar la televisión? A primera vista, todas estas preguntas pueden parecer
triviales; pero en realidad adquieren considerable importancia si se pretende entender cómo
«funciona» la televisión en el seno de una familia. Como lo señalan Lindlof y Traudt, por ejemplo,
«en las familias de mayor densidad (...) la práctica de ver televisión funciona como un modo de
evitar conflictos o de aflojar las tensiones que se dan en la privacidad espacial» (LindIof y Traudt,
1983, pág. 262).
¿Qué? y ¿Cómo?
LindIof y Traudt señalaron además un aspecto esencial de las insuficiencias que presentó hasta
ahora buena parte de la indagación de los medios masivos de comunicación. Observaron que la
mayoría de los investigadores se concentró en las cuestiones referidas «al por qué, y excluyó el qué
y el cómo (...) [los estudiosos] han intentado describir las causas y consecuencias de la práctica de
ver televisión sin comprender adecuadamente qué es y cómo se desarrolla esa práctica». Estos
autores sostienen con acierto que, en efecto, «si pretendemos enmarcar satisfactoriamente muchas
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de las cuestiones teóricas y políticas decisivas (y aun más si pretendemos darles respuesta),
debemos plantear e investigar una cantidad de aspectos previos sobre lo que implica el acto de ver
televisión para los miembros de la familia» (Lindlof y Traudt, 1983, pág. 262; las bastardillas son
mías).
LindIof y Traudt trataron de desarrollar un modelo de la práctica televisiva que no pasara por alto
los diferentes niveles de la atención prestada al televisor por los distintos miembros de la familia,
que cumplen diferentes roles, en relación con diversos tipos de programas disponibles. Es decir,
intentaron apartarse de toda noción que concibiera la televisión simplemente como un aparato que,
al ser encendido, domina la vida familiar y a todos los miembros de la familia por igual. Y también
se opusieron a la idea de que la gente, o bien vive sus relaciones sociales o bien ve televisión, como
si estas fueran dos actividades mutuamente excluyentes.
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el sentido de que, al tomar un libro en sus manos, la mujer levantaba efectivamente una barrera
entre ella misma y la esfera de los deberes familiares habituales. Como dice Radway:
«Como ha anunciado al marido y a los hijos que ‘este es mi momento, mi espacio, de modo que
déjenme tranquila’, la mujer espera que ellos respeten la señal del libro y no la interrumpan. Leer un
libro le permite sentirse liberada de sus deberes y responsabilidades y procurarse un “espacio” o un
"tiempo" en el que pueda dedicarse a satisfacer sus propios intereses o necesidades».
Radway concluye: «La lectura de una novela funciona para la mujer como una especie de protesta
tácita, mínima, contra la construcción patriarcal de las mujeres, le permite demarcar un espacio
dentro del que puede, temporariamente, negar la abnegación que por lo común se le exige».
El diseño de la investigación
El proyecto de investigación que considero en este capítulo quiso indagar los cambiantes usos de
la televisión en una muestra de familias de distintos tipos, seleccionadas entre una diversidad de
posiciones sociales. E intentó determinar diferencias entre familias de diversas posiciones sociales y
entre familias con niños de diversas edades, según:
1. El uso cada vez más variado del aparato o los aparatos de televisión en el hogar para sintonizar
programas emitidos, jugar con video games, recibir teletextos, etcétera;
2. Las estructuraciones diferenciales de compromiso y respuesta ante tipos particulares de
programación;
3. La dinámica del uso de la televisión en el seno de la familia; el modo en que se expresan y se
negocian las elecciones dentro de ella; el poder diferencial de ciertos miembros respecto de la
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elección de programas a las diversas horas del día; los modos en que se discute en familia el
material que ofrece la televisión;
4. Las relaciones que se establecen entre la práctica de mirar televisión y otras dimensiones de la
vida familiar; la televisión como fuente de información sobre opciones para el tiempo libre, y
la influencia que sobre la elección de programas tienen los intereses del tiempo libre y las
obligaciones laborales (tanto en el hogar como fuera de él).
El proyecto se diseñó también Para averiguar e investigar las diferencias ocultas tras una frase tan
abarcadora como «mirar televisión». Todos miramos televisión, pero ¿cuánta atención le dedicamos
y qué grado de compromiso y respuesta ponemos en ello, con relación a qué programas y a qué
hora?
Además, como sostuvimos antes, ahora nos encontramos en una situación en la que mirar
televisión emitida es sólo uno entre los usos posibles que podemos dar al aparato en el ámbito
doméstico. Entre las preguntas que nos formulamos para indagar esta cuestión, podemos destacar:
¿qué miembros de la familia, en qué tipo de familias, utilizan sus televisores? ¿Y con qué
propósitos, en qué momentos del día? ¿Qué factores configuran las diversas pautas, y cómo las
interpretan los propios encuestados? Además, ¿como negocia y resuelve sus prioridades y
preferencias cada familiar en relación con demandas conflictivas sobre el uso de la televisión, en
general, y sobre las preferencias de programación, en particular? En suma, ¿cómo interactúa la
dinámica familiar con la conducta de ver televisión?
La metodología
Decidimos adoptar una metodología cualitativa, que nos llevó a entrevistar a cada familia en
profundidad para dilucidar cómo sus miembros entendían el papel de la televisión en el conjunto de
sus actividades de tiempo libre. El propósito era obtener una visión de los términos en los cuales las
personas entrevistadas definían sus actividades frente a la televisión. En esencia, quería comprender
los criterios a los que se ajustaban los televidentes cuando elegían los programas y respondían
(positiva o negativamente) a la programación y a los horarios televisivos. Me guiaba la idea de que
este enfoque permitiría entender los criterios implícitos (y generadores) de elecciones y respuestas
particulares. Es decir, tenía la esperanza de que el proyecto proporcionara un complemento útil de
los resultados obtenidos en los trabajos de encuesta, que si bien nos daban muchos detalles sobre las
pautas generales de elección de programas, no podían explicar por qué y cómo se tomaban tales
decisiones.
Entrevistamos a las familias en sus hogares durante la primavera de 1985. Primero hablábamos
con los padres, y luego, en posteriores entrevistas, invitábamos a los niños y jóvenes a tomar parte
en las discusiones junto a los padres. Eran entrevistas que duraban entre una y dos horas; las
grabábamos en cintas de audio y luego las trascribíamos completas para su análisis.
Además, el método de entrevista -una discusión informal llevada durante una o dos horas- estaba
diseñado para permitir un justo grado de sondeo. Así es como, cuando en la charla se presentaba un
tema importante, yo volvía a plantearlo poco después enfocándolo desde un ángulo diferente.
Además, si alguien "me engañaba" (consciente o inconscientemente) insinuándose como un
personaje artificial estereotipado sin mayor relación con sus actividades «reales», se vería obligado
a mantener esa personalidad ante una forma de interrogación que se podía considerar muy
compleja. Ello, aunque ya obraba como fuerte resguardo la presencia misma de los demás
miembros de la familia, porque bromeaban y hacían comentarios sarcásticos cuando les parecía que
el marido o la esposa presentaban bajo una luz equívoca sus verdaderas actividades.
Diseño de la muestra
El grupo muestral consistió en dieciocho familias, pertenecientes todas ellas a una zona del sur de
Londres. Todas tenían videograbadoras. Todos los hogares estaban formados por dos adultos que
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vivían con dos o más hijos menores de dieciocho años que dependían de sus padres. Todos los
miembros de la muestra eran blancos.
A causa del sector urbano elegido para reclutar a los entrevistados, la muestra comprendía una alta
proporción de familias de clase obrera y de clase media baja, no necesariamente consideradas así
por sus ingresos (tenían ingresos de lo más variados), sino principalmente por los demás aspectos
que caracterizan a la clase social (capital cultural, educación, etc.). Otra limitación de la muestra
estaba señalada por el hecho de que la población de ese sector de la ciudad es muy estable. Muchas
de las familias entrevistadas habían vivido siempre en el mismo barrio (y, en algunos casos, hasta
sus padres habían nacido allí); es decir, era un grupo particularmente estable desde el punto de vista
geográfico, con profundas raíces en la comunidad local, lo cual explica las respuestas
marcadamente favorables a los programas ambientados en los sectores de Londres habitados por
miembros de la clase obrera con los que se identifican. En cambio, en la muestra no había familias
geográficamente móviles.
Sin duda, los resultados de la encuesta habrían sido por completo diferentes si ella hubiese
tomado una muestra de espectadores profesionales, geográficamente móviles, no pertenecientes a
familias «nucleares» y habitantes de una zona más comercial.
Es evidente que todos estos aspectos influyeron en las marcadas diferencias que mostraron las
respuestas de los miembros de distinto sexo en las familias de mi muestra. No quiero decir con esto
que todas las familias del Reino Unido repitan el modelo. En realidad, me sorprendería mucho que
familias de profesionales con un nivel de educación más elevado repitieran este patrón. Pero
sostengo que las diferencias marcadas por el género y los estereotipos tradicionales de rol sexual
son particularmente notables en las familias de clase trabajadora y de clase media baja que viven en
zonas urbanas estables, y que esto trae consecuencias, a las que me referiré luego, para la práctica
de mirar televisión.
Antes de describir los resultados referidos a cada uno de estos temas, quiero hacer algunas
consideraciones generales sobre la significación de las diferencias empíricas que mi investigación
puso de manifiesto entre los hábitos de mirar televisión desarrollados por los hombres y las mujeres
de la muestra. Como veremos luego, los hombres y las mujeres tienen versiones claramente
contrastantes de sus hábitos de mirar televisión atendiendo a su poder diferencial para elegir lo que
verán, cuánto verán, el estilo con el que verán y la elección que hacen del material. Pero con esto no
sugiero que esas diferencias empíricas sean atributos de sus características esenciales biológicas
femenina o masculina. Antes bien, pretendo afirmar que esas diferencias son los efectos de los
particulares roles sociales que esos hombres y esas mujeres desempeñan en sus hogares. Además,
con esto no digo que la específica pauta de relaciones entre los géneros en el hogar por nosotros
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descubierta (con todas las consecuencias que esa pauta tiene en la conducta ante el televisor) haya
de repetirse necesariamente en familias nucleares de una clase social diferente o con distintos
orígenes étnicos, ni en hogares de diferente tipo pertenecientes a la misma clase social o con los
mismos orígenes étnicos. Más bien importa siempre la interacción de las relaciones de los géneros
con esos diferentes contextos, y su formación diferente dentro de ellos.
Con independencia de estas especificaciones, hay una aclaración fundamental que es necesario
hacer; me refiero al posicionamiento básicamente diferente de hombres y mujeres en la esfera
doméstica. El modelo dominante de relaciones entre los géneros en esta sociedad (y ciertamente en
el subsector de ella representado en mi muestra) define el hogar como un sitio de ocio para el
hombre -a diferencia del “tiempo industrial” de su ocupación fuera de la casa- y como un sitio de
trabajo para la mujer, trabaje esta o no además fuera del hogar. Esto sencillamente significa que, al
investigar la práctica de mirar televisión en el hogar, estamos, por definición, investigando algo que
los hombres pueden disfrutar en plenitud pero que las mujeres, al parecer, sólo pueden disfrutar
distraídamente y con culpa, a causa de un continuo sentimiento de responsabilidad. Además, este
posicionamiento diferenciado adquiere cada vez mayor significación porque el hogar se va
definiendo cada vez más como la esfera primaria del tiempo libre.
Al considerar los resultados empíricos que siguen, es importante tener cuidadosamente en cuenta
esa estructuración del ambiente doméstico por las relaciones de género como el telón de fondo
contra el cual se desarrollaron esas pautas particulares de conducta ante el televisor. De lo contrario,
corremos el peligro de considerar que la pauta es hasta cierto punto el directo resultado de las
características «esenciales» o biológicas de hombres y mujeres per se.
Como dijo Brunsdon al comentar los trabajos realizados en este campo, podríamos «identificar
erradamente (...) una mirada masculina, fija, controladora, constante y una manera femenina de ver
televisión, distraída, turbia, absorbida por otras cuestiones. Hay alguna verdad empírica en estas
caracterizaciones, pero considerar esa verdad empírica como una explicación conduce a un
cortocircuito teórico (...) La televisión es un medio doméstico, y el distingo entre la actitud
masculina y la femenina ante el televisor, tal como acabamos de trazarlo, se parece sin duda mucho
a la diferencia establecida (...) entre el cine y la televisión. El cine, que es el medio audiovisual de la
esfera pública, [exige] (...) la mirada masculina, mientras que el medio doméstico, "femenino",
exige mucho menos, sólo necesita una atención intermitente. Si consideramos la prueba empírica,
esto (...) nos ofrece una imagen de espectadores masculinos que intentan “masculinizar" la esfera
doméstica. Pero este modo de mirar televisión no parece tanto una forma masculina como una
forma de poder. Las negociaciones habituales entre hombres y mujeres hacen más probable que sea
el hombre quien ocupe esa posición en el hogar», Brunsdon, 1986, pág. 105.
Ang continúa la argumentación del siguiente modo:
"Los patrones femeninos para mirar televisión sólo se pueden entender en relación con los
patrones masculinos: en cierto sentido, ambos se complementan. De modo que lo que llamamos
‘hábitos de ver televisión’ no constituye un conjunto más o menos estático de características que
definen a un individuo o a un grupo de individuos; antes bien, son el resultado temporal de un
proceso (...) dinámico (...) Las relaciones masculinas/femeninas siempre se basan en cuestiones de
poder, de contradicción y de lucha», Ang, 1987, págs. 18-9.
Por lo tanto, como sostiene Ang, las formas femenina y masculina de ver televisión no son dos
tipos de experiencias separadas, claramente definidas, ni son «objetos» de estudio estáticos, ni
expresiones de naturalezas esenciales. Antes que considerar las diferencias en las relaciones que
mantienen los hombres y las mujeres con la televisión como un hecho empírico dado, tenemos que
ocuparnos del modo en que opera la estructura de las relaciones de poder domésticas para crear esas
diferencias.
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querría ver, y el mayor gana. Es decir, yo. Porque soy el mayor».) Esto es aún más evidente en las
familias que tienen televisor con control remoto. Ninguna de las mujeres de ninguna de las familias
entrevistadas emplea regularmente el control remoto. Y muchas de ellas se quejan de que su marido
lo usa de manera obsesiva, saltando de un canal a otro, mientras las mujeres tratan de mirar alguna
otra cosa. Es característico que el aparato de control remoto sea posesión simbólica del padre (del
hijo, si aquel está ausente); su lugar es «el brazo del sillón de papá», y él es casi el único que lo usa.
El aparato de control remoto es un símbolo muy visible que condensa relaciones de poder:
Una hija: Papá tiene siempre a mano los dos aparatos de control automático, uno a cada lado de su
sillón.
Una mujer. Bueno, yo no tengo muchas oportunidades, porque él se sienta allí con el control
remoto a su lado y (. . .) me aburro porque puedo estar viendo un programa y él comienza a cambiar
para ver si en otro canal ya terminó lo que daban para poder grabar algo. Al final, todo el tiempo
hace zapping y cambia el timer de la videograbadora. Yo le digo: «Por Dios, deja eso ya». No tengo
ninguna posibilidad de tornar yo el control remoto, porque siempre lo tiene en la mano.
Una mujer. Nunca tengo la oportunidad de usar el control remoto. Se lo dejo para él. Es irritante
porque yo puedo estar mirando un programa, y de repente él cambia de canal para ver el resultado
del fútbol.
Una hija: El aparato de control remoto siempre está junto al sillón de papá. Nadie lo toca cuando
él está presente.
Es interesante observar que las principales excepciones a esta pauta general son aquellas familias
en las que el hombre no tiene empleo y la mujer trabaja. En estos casos, se observa una leve
diferencia, y es más común que se espere que el hombre permita que los demás miembros de la
familia vean lo que desean durante la emisión y que él grabe lo que le interesa y lo vea luego a la
noche o al día siguiente, puesto que tiene horarios más flexibles que los miembros de la familia que
trabajan. Aquí podemos comenzar a vislumbrar que la posición de poder que ostentan la mayor
parte de los hombres de la muestra (y que las mujeres ceden) no se basa en el simple hecho
biológico de ser hombre, sino más bien en una definición social de la masculinidad, definición en la
cual el empleo (es decir, el rol de «proveedor») es una parte necesaria y constitutiva. Cuando no se
alcanza esa condición, la pauta de las relaciones de poder en el hogar puede modificarse
notoriamente.
Bajo este aspecto hay otro punto que vale la pena destacar. Debemos recordar que esta
investigación se basó en los relatos que la gente hizo de su conducta y no en una observación
directa aparte de la entrevista misma. Y es interesante observar que algunos hombres manifiestan
cierta ansiedad por demostrar que son “el jefe del hogar", y esa misma ansiedad quizá sea un
síntoma de cierta sensación de que ese poder doméstico sea en última instancia frágil y tal vez
inseguro, y no una «posesión» fija y permanente que el hombre retenga con confianza. De ahí que
quizá la posesión física del aparato de control remoto tenga para ellos una importancia simbólica.
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«guarden silencio», y los hombres realmente no pueden entender que su esposa siga un programa si,
al mismo tiempo, hace otra cosa:
Brunsdon nos sugiere un modo provechoso de comprender la conducta mencionada aquí. Como
sostiene la autora, no es que las mujeres no deseen prestar atención al programa que miran; ocurre
que la posición doméstica que ocupan se los vuelve prácticamente imposible, a menos que todos los
demás miembros de la familia están afuera.
«Al parecer, las relaciones entre hombres y mujeres funcionan de modo tal que, si los hombres se
sienten bien imponiendo sus decisiones a toda la familia sobre lo que se verá, no ocurre lo mismo
con las mujeres. Ellas han desarrollado toda clase de estrategias para soportar los programas que no
les interesan (...) Pero, en general, a las mujeres les cuesta entrar en la comunión silenciosa con la
televisión, que caracteriza a la mayor parte de las prácticas televisivas de los hombres. Es revelador
que a menudo las mujeres hablen con cierta vehemencia de hacerlo, pero siempre resulta que para
lograr esa comunión necesitan que el resto de la familia esté ausente», Brundson, 1986, pág. 104.
Una vez más podemos observar que estos estilos singulares de ver televisión no son simples
características de hombres y mujeres como tales, sino que más bien constituyen características de
los roles domésticos de feminidad y masculinidad.
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Mujer. Yo no leo los periódicos. Si sé lo que van a pasar por televisión, voy a querer mirarlo. A él
le encanta saber qué van a dar. Yo realmente no lo hago casi nunca.
Un ejemplo extremo de esta mayor tendencia que manifiestan los hombres a planificar con
antelación lo que verán por televisión fue el de un hombre que, en algunos momentos de la
entrevista, parecía un clásico utilitarista que procurase maximizar su placer cotidiano tanto al elegir
la programación como al calcular los programas que podía grabar para combinar exactamente el
tiempo de cinta de que disponía.
Hombre: Esta noche programo [la videograbadora - D.M.] en la BBC porque dan Dallas, y Dallas
me gusta. Así que empezamos a ver EastEnders (...) pero después comienza Emmerdale Farm, y
como este programa me gusta, grabo EastEnders y no nos perdemos nada. Normalmente lo veo los
domingos (...) con las cintas resuelvo todo. No recorto la programación del periódico, pero registro
lo que dan cada día. Por ejemplo, esta noche está Dallas, y luego, a las nueve, Widows. Y también
tenemos Brubaker hasta la hora de las noticias. Así que tengo la cinta lista para empezar a grabar
directamente (...) ¿qué dan a las siete y media? Ah, sí, This is Your Life y Coronation Street. Me
parece que la BBC es mejor para grabar porque no tiene los anuncios publicitarios. Grabo This is
Your Life porque dura media hora, en cambio Dallas dura una hora; y así uso sólo media hora de
cinta. Sí, los martes, si uno se pone a ver el otro programa, tiene que cortarlo por la mitad. No me
importa, miro las noticias a las nueve ( ... ) sí, los martes dan una película a las nueve, entonces,
¿qué hago? La grabo y veo Miami Vice y puedo mirar la película otro día.
Mujer: En realidad mamá y mi hermana no miran Dinastía, y yo muchas veces les cuento algunas
partes. A mi hermana le gusta Dinastía, pero cuando le pregunto «¿La viste anoche?», me responde
que no. Cuando dan algo especial una noche, me gusta comentar después con mis amigas “¿Viste
esto o viste aquello?”. Casi nunca me pierdo Dinastía. Y si no puedo verla le pido a una amiga que
me cuente lo que pasó, pero en general no, me la pierdo. Marion siempre me pregunta a mí, ¿no es
cierto?, «cuéntame lo que pasó».
Hombre. A veces menciono algo que vi en la televisión, pero lo normal es que no hable de estas
cosas con nadie.
Mujer. En el trabajo siempre hablamos de Dallas y de Dinastía. Comentamos todo, quién nos
gusta, quién no nos gusta, lo que suponemos que va a ocurrir. En fin, una charla general. Trabajo
con muy pocas chicas, así que en general se charla de cosas de adultos (...) mantenemos
conversaciones realmente interesantes sobre la televisión. No tenemos muchos puntos en común, así
que hablamos de la televisión.
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Mujer. Me acerco a mi compañera y ella me dice: «¿Viste Coronation Street anoche? ¿Qué te
pareció tal cosa? etc.». Y nos sentamos a charlar sobre el programa. Creo que la mayoría de las
mujeres y las jovencitas lo hacen. Siempre nos sentamos y comentamos: «¿Te parece que ella hizo
bien la otra noche?» o «Yo no hubiera actuado así con él» o «Realmente ella estuvo muy mal con
él» o «Yo creo que él va a hacer tal cosa». 0 sea, fantaseamos entre nosotras. Y al día siguiente me
dice: «Tenías razón» o «¿Viste?, te lo dije».
Mujer. Las madres en el colegio a veces nos preguntamos si vimos alguna buena película en
video. Por ejemplo, cuando estaba Jewel on the Crown, la comentamos mucho. Cuando veo las
grandes series épicas o históricas, me gusta comentarlas.
Hombre. A mí no me gusta hablar sobre la televisión en el trabajo, salvo tal vez si pasaron un
match de boxeo. No me gusta comentar programas como Coronation Street o alguna broma del
Show de Benny Hill.
Mujer. El noventa y nueve por ciento de las mujeres que conozco se quedan en su casa para cuidar
a los niños, de modo que el único tema de conversación que tienen es el de las tareas del hogar o la
televisión, porque no van a ningún otro lado ni hacen ninguna otra cosa. Hablan de lo que hicieron
los niños la noche anterior o de lo que vieron por televisión, simplemente porque no tienen ninguna
otra cosa.
Podría sostenerse que la pretensión de la mayor parte de los encuestados varones (véanse las págs.
224-7), según la cual ellos sólo ven programas «realistas», es una tergiversación de su verdadera
conducta, dictada por su temor de admitir que también ven programas de ficción. No obstante,
aunque así sea, no deja de ser interesante el hecho social de que los encuestados masculinos se
consideraran obligados a disfrazar así su verdadera conducta. Además, su misma renuencia a hablar
de los programas que acaso veían tiene importantes consecuencias. Aún si los hombres y las
mujeres miraran de hecho el mismo conjunto de programas (en contra de lo que me informaron), el
hecho de que los hombres se mostraran remisos a hablar de otros programas que no fueran los de
actualidad o de deportes significa que la experiencia de mirar televisión es profundamente diferente
entre los hombres y las mujeres de la muestra. Puesto que el sentido no nace sólo en el momento de
ver los programas individualmente, sino también en los posteriores procesos sociales de discusión y
«digestión» del material visto, la resistencia mucho mayor de ellos a hablar de lo que vieron (o de
parte de lo que vieron) significaría que su consumo de los materiales televisivos es por completo
diferente del que hacen sus esposas.
Mujer. Hubo programas que me habría gustado ver, pero creo que no sé manejar bien la
videograbadora. Ella [la hija] la entiende mejor que nosotras.
Mujer. A mí me basta con lo que veo por televisión, así que no uso casi nunca la video. El graba
un montón de películas que yo ni miro. El las mira cuando yo me voy a dormir.
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Hombre: Yo uso mucho la videograbadora -también la usan los muchachos-, sobre todo para
grabar las carreras de caballos; porque no podemos verlas cuando las mujeres están mirando otra
cosa.
Mujer. Yo no sé usar la video. Una vez quise grabarle a él Widows y lo hice mal. Mi marido se
enojó. No sé qué conecté mal (...) Siempre le pido a él que lo haga porque yo no sé. Siempre lo
hago mal. Nunca me ocupé de ese aparato.
Vale la pena señalar que estos datos fueron confirmados provisionalmente por la investigación
realizada por Gray (1987). Si tenemos en cuenta el hecho primario de que las mujeres mantienen
una relación tangencial con la videograbadora, advertiremos una serie de consecuencias. Por
ejemplo, es común que las mujeres intervengan muy poco (y tengan muy poco poder) en la decisión
de alquilar películas; en realidad es raro que sea la mujer quien vaya al videoclub a alquilar las
películas; además, cuando los miembros de la familia tienen cada uno sus propios casetes vírgenes
para grabar lo que les interesa, es muy común que sea la mujer quien resigne alguno de sus
programas grabados si algún otro miembro de la familia quiere registrar algo y ya no tiene más
cintas para hacerlo.
Si consideramos que la mujer habitualmente maneja en el hogar una serie de artefactos
electrodomésticos de tecnología avanzada, es evidente que en el caso del aparato de video son las
expectaciones relacionadas con género las que refuerzan y enmarcan el empleo dificultoso que las
mujeres hacen de este aparato en particular, expectaciones que nos explican la alienación que la
mayor parte de las mujeres expresa respecto de este elemento tecnológico.
Está claro que el problema tiene además otras dimensiones: desde la posibilidad de que las
expresiones de incompetencia respecto de la videograbadora sean parte de la clásica feminidad
dependiente que, por lo tanto, necesita de la ayuda masculina, hasta el reconocimiento -según Gray-
de que algunas mujeres han desarrollado, en relación con la video, lo que esta autora llama una
«ignorancia calculada» para que operar ese aparato no se convierta en una «tarea más» de las que
les encargan.
Mujer. Hay algo que nunca podemos ver si él está en casa: los programas de juegos, porque él los
odia. Si estamos las mujeres solas, me encanta verlos, me divierten mucho (...) Y si estoy sola trato
de encontrar algo más sentimental y me siento a mirar y lloro (...) si estoy sola. No ocurre muy a
menudo, pero lo disfruto.
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Mujer. Si encuentro una buena película, la grabo y la guardo, sobre todo si es una buena historia
romántica. Y después la veo en general por las tardes, si no hay nadie en casa. Si estoy cansada,
alguna tarde; sobre todo en invierno me encanta poder ver las películas que yo misma grabé, sobre
todo porque no hay nadie cerca.
Mujer. Si él me graba algo, yo lo veo muy temprano por la mañana, a eso de las seis de la mañana
(...) Siempre me levanto muy temprano, así que bajo, y me siento a mirar el programa a las seis o a
las seis y media de la mañana, los domingos. Si no, por la tarde; hoy, por ejemplo, me sentó una
hora y miré Widows. Me encanta verlo cuando no hay nadie porque así puedo entender lo que me
perdí antes (...) Me encanta ver televisión los sábados a la hora del desayuno. Estoy sola porque
todos se levantan tarde. Bajo sola, y me siento a disfrutar del programa.
Mujer. Me encanta ver una de esas historias de amor cuando él no está en casa.
Hombre. Ah, sí, a mí ese tipo de cosas no me interesan.
Mujer. Sí, yo aprovecho cuando él trabaja de noche. Pero eso no es muy frecuente.
Lo que importa aquí es la cuestión de la culpa que sienten estas mujeres hacia ese tipo de
placeres. En general, están dispuestas a admitir que las telenovelas o los dramas que les gustan son
«tontos» o están “mal actuados” y, aún, que no cuentan una historia coherente. Aceptan los términos
de la hegemonía masculina que definen esos programas preferidos por ellas como de bajo nivel. Por
aceptar esos términos, las mujeres tienen después dificultades para sostener sus preferencias en un
conflicto porque, por definición, lo que quieren mirar sus maridos es más prestigioso. Y resuelven el
conflicto mirando sus programas predilectos cuando están solas o con sus amigas, y tratan de
intercalar esos momentos de distracción en los interludios de sus horarios domésticos:
Mujer: Lo que de verdad me gusta es toda esa porquería muy norteamericana, supongo que no
vale nada, pero a mi me encanta. Y las películas australianas. Me parecen maravillosas.
Mujer. Cuando los niños se van a dormir, él es quien tiene la última palabra para elegir un
programa. Me siento culpable si trato de imponer mi gusto porque por lo general los chicos y mi
marido quieren ver lo mismo, y eso nunca es lo que querría mirar una mujer si dan una película de
amor, me gustaría verla, pero sé que a ellos no. Cuando vamos a alquilar una película, en lugar de
elegir una buena historia sentimental, romántica (...) no lo puedo hacer por consideración a los
demás. Me sentiría culpable viéndola, porque creería estar pensando sólo en lo que a mí me da
placer y no en lo que a ellos les interesa.
Hombre. A mí me gustan todos los documentales (...) Me gusta ver ese tipo de cosas (...) Puedo
ver algo de ficción, pero no soy muy aficionado a ello.
Mujer. Hay muchas series que a él no le gustan.
Hombre: No es el tipo de programa que me interesa. Me gustan los noticiarios, las actualidades,
ese tipo de cosas.
Mujer. A mí no me gustan mucho.
Hombre: Yo veo las noticias a toda hora: a las 17:40, a las 18: 00, a las 2 1: 00, a las 22: 00. Trato
de verlas todas.
Mujer Yo sólo miro las noticias principales, así me entero de lo que está pasando. Una vez me
basta. Después, ya no
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Los hombres tienen una especie de lema según el cual mirar programas de ficción como lo hacen
sus mujeres es una actividad impropia, casi «irresponsable», una condescendencia a la fantasía, que
ellos desaprueban (comparable a la visión que se tenía en el siglo XIX de la lectura de novelas,
considerada una actividad «feminizante»). Quizá quienes mejor ilustran esta perspectiva son las
parejas cuyos testimonios damos seguidamente; en ambos casos, los maridos desaprueban
claramente el placer que sienten sus esposas en mirar esos programas de «fantasía»:
El marido al que citamos enseguida considera que ver este tipo de programas atenta contra la
responsabilidad civil:
Hombre. La gente se pierde con la televisión. Se deja llevar por la fantasía. La televisión le
absorbe la vida (...) llega a su casa, cierra la puerta, se sienta en la sala, y eso es todo. Se identifica
con el mundo que aparece en la caja.
Mujer: Creo que la televisión te muestra la vida real.
Hombre: Es lo que estoy diciendo, la televisión te absorbe la vida.
Mujer. Bueno, no me importa que me absorba, me hace sentir bien.
La profundidad de los sentimientos que la cuestión despertaba en este hombre se confirmó luego
en la entrevista cuando habló de su búsqueda general de esparcimiento. Explicó que normalmente
por las tardes iba a la biblioteca, pero que tampoco allí encontraba nada realmente bueno: «Casi
todo es ficción». Es evidente que, para él, «bueno» y «ficción» son dos categorías sencillamente
incompatibles.
También comprobamos que las preferencias masculinas por el material realista están enmarcadas
por una sensación de culpa respecto de mirar televisión; es como si esta fuera un “segundo óptimo"
en comparación con una actividad «real» para el tiempo libre, sentimiento que la mayoría de las
mujeres no comparte.
Hombre. Normalmente no me siento a mirar televisión. Sólo si no hay ninguna otra cosa que
hacer, pero casi no miro ( ... ) En verano, prefiero salir. No soporto ponerme a mirar la televisión si
todavía hay luz natural.
Hombre. A mí me gusta pescar. Si puedo ir de pesca, no me importa qué puedan pasar por
televisión.
Hombre. Si es un lindo día, prefiero salir al jardín o ir a visitar a algún amigo ( ... ) Llevo un libro
o una revista de palabras cruzadas y me entretengo hasta que ella pueda salir también, en vez de
quedarme viendo televisión.
Además, cuando en las entrevistas se discutió el tema de los programas de ficción que ven los
hombres, pudimos observar una constante: ellos prefieren las comedias de situación «realistas» (un
realismo de vida social) y rechazan todas las formas románticas. Estas respuestas parecen adaptarse
directamente a un silogismo bastante simple sobre las relaciones masculina y femenina con la
televisión:
MASCULINO FEMENINO
actividad ver televisión
programas realistas programas de ficción
ficción realista películas románticas
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Se podría sostener que los resultados que obtuve en este sentido exageran las diferencias
«verdaderas» entre el modo de ver televisión hombres y mujeres, y subestiman las
«superposiciones» de esos modos diversos. Es cierto que mis entrevistados ofrecen un panorama
más claramente diferenciado entre la forma de ver televisión hombres y mujeres del que suelen
registrar las encuestas, que muestran cantidades sustanciales de hombres que ven programas de
ficción y cantidades no menos sustanciales de mujeres que gustan de los programas de noticias o de
actualidades. Sin embargo, esta aparente contradicción se basa en gran medida en la confusión entre
"mirar televisión" y "mirarla con atención y disfrutando de ella". Además, aunque pudiera
demostrarse que mis encuestados tergiversaron sistemáticamente su conducta en sus declaraciones
(y me ofrecieron estereotipos clásicos, masculinos y femeninos, que desmienten la complejidad de
su verdadera conducta), seguiría siendo un dato social de considerable interés que los encuestados
se sintieran impulsados a expresar esas formas precisas de tergiversar su auténtica conducta. Por lo
demás, esas tendencias -de los hombres a no poder admitir que ven programas de ficción- tienen por
sí mismas efectos reales en su vida social (véase pág. 220).
Conclusión
Si pretendemos estudiar los contextos en los cuales ocurren los procesos de comunicación,
incluyendo en especial aquellos casos en los que se enuncian consideraciones sobre la clase y el
género, tenemos que ampliar el marco de nuestro análisis.
Entre otras cosas, el marco más amplio necesario incluye tanto el análisis de los contextos físicos
como el de los sociales en los que se consume el material que ofrece la televisión. Quizá sea útil, en
una primera fase, iniciar la argumentación por referencia al desarrollo de la teoría del filme.
Predominantemente, en la teoría del filme, el objeto considerado ha sido el texto, es decir, el
filme. Y yo sostengo que es tan importante examinar el contexto en que se mira como el objeto que
se mira. Dicho de una manera sencilla, tradicionalmente las películas se vieron en ciertos lugares, y
la comprensión de tales sitios tiene que ser una parte esencial de cualquier análisis de lo que
significó «ir al cine». Quiero decir con esto que la noción general de la «sala cinematográfica» es
tan significativa como la cuestión misma del «filme». Esto implica introducir la cuestión de la
fenomenología de «ir al cine», que incluye la «arquitectura social» en cuanto a decoración y
ambiente del contexto en el que predominantemente se han visto películas. En suma, en la práctica
de «ir al cine» hay algo más que «ver películas»: está el hecho de salir de noche, la sensación de
distensión combinada con otra de diversión y entusiasmo. Hasta el nombre mismo de «palacio» con
el que se designó durante mucho tiempo a los cines, tiene una connotación que resume una parte
importante de esta experiencia. Más que vender películas individuales, el cine nos vendió un hábito,
o cierto tipo de experiencia socializada. Esta experiencia incluye un sabor romántico y lujoso, cierta
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calidez y un mundo de color. Y aquí estamos ante la fenomenología del «momento» de ir al cine en
su conjunto: «la cola para comprar los Billetes, el hall de entrada, el foyer, la taquilla, las escaleras,
los corredores, los cortinados, los pasillos, las butacas, la música, las luces que se atenúan, la
oscuridad, la pantalla que comienza a resplandecer a medida que se abre el telón de seda»
(Corrigan, 1983, pág. 31). Cualquier análisis del objeto fílmico que no tome en consideración estas
cuestiones referidas al contexto en el que se consume la película es, desde mi punto de vista,
insuficiente.
Desafortunadamente, gran parte de la teoría del filme se ha desarrollado sin mención de estas
cuestiones, por efecto de la tradición literaria que dio prioridad a la categoría del texto mismo con
abstracción del contexto en que el que se lee.
Lo que quiero sostener aquí es que este enfoque se adapta con idéntica fuerza al estudio de la
televisión. Así como tenemos que comprender la la fenomenología de «ir al cine», debemos
entender la fenomenología de la práctica doméstica de ver televisión, es decir, la significación que
adquiere el ambiente doméstico como contexto en el cual se mira televisión. En el hecho de ver
televisión hay algo más de lo que aparece en la pantalla, y ese «algo más» es, sobre todo, el
contexto doméstico donde se realiza esta práctica.
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