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Laura Pollastri (editora)

La huella de la clepsidra
El microrrelato en el siglo XXI
La huella de la clepsidra: El microrrelato en el siglo XXI / Laura Pollastri
... [et.al.] ; coordinado por Laura Pollastri ; edición literaria a cargo de
Laura Pollastri ; con prólogo de Laura Pollastri. - 1ª ed. - Buenos Aires:
Katatay, 2010. 544 p. ; 22x15 cm. - (Memorias)

ISBN 978-987-23779-6-0

1. Critica Literaria. I. Pollastri, Laura II. Pollastri, Laura, coord. III.


Pollastri, Laura, ed. lit. IV. Pollastri, Laura, prolog.
CDD 801.95

Primera edición: agosto de 2010

© Laura Pollastri 2010


© de los textos, sus autores
© Julio Bariani
© Ediciones Katatay

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(C1127AAQ) Buenos Aires – Argentina
E-mail: ediciones.katatay@yahoo.com.ar

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ISBN 978-987-23779-6-0

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Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723
Poligénesis del microrrelato y estatuto genérico
Irene Andres-Suárez
Universidad de Neuchâtel
Toda culminación de un género es indagación sobre
sus mínimos elementos constitutivos
(Luis Britto García)

Pese a los notables avances que han experimentado los estudios


sobre el microrrelato en las últimas décadas, aún no se ha lle-
gado a la unanimidad en lo que a la nomenclatura se refiere y
este asunto dista de ser baladí, pues es determinante para la fija-
ción del género literario; por ello, vamos a detenernos en las dos
formas más utilizadas en el mundo de habla española: minific-
ción y microrrelato tratando de ver si son equiparables.

¿Son minificción y microrrelato términos sinónimos?


Tanto en el mundo anglosajón, donde se ha desarrollado bas-
tante, como en el hispánico, abundan las apelaciones para desig-
narlo. Así, en el primero, recibe los nombres de “sudden fiction”,
“flash fiction”, “short short story” o “microfiction”, y, en el segun-
do, la lista es aún mucho más larga y, lamentablemente, no deja
de aumentar: minicuentos (Edmundo Valadés, Violeta Rojo),
cuentos rápidos ( José de la Colina), cuentos breves o brevísimos
(Edmundo Valadés, Erna Branderberger), cuentos o relatos
hiperbreves (Clara Obligado, Faroni), cuentos en miniatura
(Vicente Huidobro, Enrique Anderson-Imbert), cuentos o relatos
microscópicos (Antonio Fernández Ferrer), cuentos o relatos
ultracortos (Lauro Zavala, Jesús Pardo), cuentos o relatos breví-
simos ( José María Merino), minificción (Lauro Zavala), micro-
ficción ( Julia Otxoa), historias mínimas ( Javier Tomeo), micro-
rrelatos (David Lagmanovich, Hipólito G. Navarro, Luis Mateo
Díez), microcuentos (David Lagmanovich, Juan Armando Epple,
Raúl Brasca), relatos vertiginosos (Lauro Zavala), relatos míni-
mos (Hipólito G. Navarro), varia invención ( Juan José Arreola,
Augusto Monterroso), cuento gnómico (Tomás Borrás), brevi-
cuentos (Enrique Anderson-Imbert), cuentín (Merino), relatillo
(Ángel Olgoso), etc.
Recientemente, han surgido otros dos términos, tomados
ambos del ámbito de la ciencia: nanocuento, propuesto por José

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La huella de la clepsidra

Mª Merino (Merino 2007), y literatura cuántica,1 por Juan Pedro


Aparicio. El primero es un neologismo muy acorde con los nue-
vos tiempos, obsesionados por la “nanociencia” y la “nanotecno-
logía”2 o, lo que es lo mismo, por la miniaturización extrema.
Proviene de los términos latinos NANUS, ‘enano’ y COMPUTUS,
‘cuento’, y alude a la estructura narrativa en la que el orden de
magnitud se mide en nanómetros. Su objetivo consistiría, pues,
en “reducir la totalidad del universo” narrativo a la mínima
expresión, “a la mano de una hormiga”, como preconizaba Juan
Ramón Jiménez, quien no dudó en designar, de manera provo-
cativa, “cuentos largos” a estos textos hiperbreves, cuestionando
con ello el criterio cuantitativo y abogando por el cualitativo.
Con todo, no hay que olvidar que, en España, se ha termina-
do imponiendo la denominación de “microrrelato”, mientras
que, en Hispanoamérica, la de “microrrelato” alterna con la de
“minificción”. Por lo tanto, centraré mi exposición en estos dos
términos, ya que no solo son los más empleados e importantes,
sino que subsumen el resto de las denominaciones utilizadas a
ambos lados del Atlántico, incluso las más fantasiosas.3
Como decíamos, en Hispanoamérica se advierte una tenden-
1
Cf. Aparicio (2005: 8), así como sus artículos: “Poética cuántica” (2008: 491-496), y
“Materia oscura y literatura cuántica”. En este último dice: “Soy partidario de llamar
cuánticos a estos relatos breves. Y lo prefiero a otras denominaciones por varias razo-
nes, microrrelato evoca la figura del relojero trabajando en las entrañas del reloj con
sus microdestornilladores y sus microherramientas, pero nada sugiere de la elipsis y de
la narratividad. Con minificción ocurre lo mismo, sólo se alude al tamaño. Hiperbreve,
parece que estuviéramos hablando de un supermercado. Nanocuento, aunque evoca
también el ámbito de la física subatómica, tiene el inconveniente de que en español se
llama coloquialmente así al enano e incluso en alguna región, como la valenciana, al
niño. Considero, sin embargo, que microrrelato ha hecho fortuna y perdurará” (Montesa
2008: 195-196).
2
Nanotecnología. 1, f. Tecnología de los materiales y de las estructuras en las que el
orden de magnitud se mide en nanómetros, con aplicación a la física, la química y la
biología (Véase avance de la vigésima tercera edición del DRAE).
3
De manera más informal, el microrrelato ha recibido denominaciones sorprendentes,
como por ejemplo, opúsculos, cues, poes, ficción o cuento súbito, ficción de tarjeta pos-
tal, ficciones relámpago, cuentículos, cuento escuálido, ficción breve, cuento relampa-
gueante, cápsula, revés de ingenio, síntesis imaginativa, ardid o artilugio prosísticos,
golpe de gracia, rompenormas, texto ultrabrevísimo, trallazo humorístico, o, más joco-
samente, descuentos (Carmela Greciet) o textículos (expresión que utilizó Raymond

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Irene Andres-Suárez. Poligénesis del microrrelato y estatuto genérico

cia bastante generalizada a emplear indistintamente como sinó-


nimos minicuento, microrrelato y minificción (o microficción)4,
como atestiguan, entre otros, los excelentes trabajos de David
Lagmanovich, quien declara, sin embargo, preferir la segunda
denominación. En términos generales, los críticos de los países
que cuentan con una importante producción de relatos brevísi-
mos, es decir: Argentina, México, Venezuela, Chile y, en grado
menor, Colombia, se han ido decantando por un término u otro
según el uso implantado en cada región geográfica; así, en
Argentina, se ha impuesto la denominación de microrrelato,
posiblemente por influencia de D. Lagmanovich; en Venezuela5
y en Colombia,6 parecen preferir el término de minicuento; en
Chile, alternan microcuento7 y minicuento, y es en México don-
de ha triunfado el apelativo más genérico de minificción, en
parte debido a los trabajos de Lauro Zavala,8 pero no única-
mente porque ya en un artículo de 1990, publicado en la revis-
ta argentina Puro cuento, el escritor mexicano Edmundo Valadés
(director, desde 1964 hasta su muerte, de la revista El Cuento,
pionera en la difusión del microrrelato), recurría a la nomencla-
Queneau y que recogieron Alejandra Pizarnik y Julio Cortázar). De todas las denomi-
naciones posibles, las más insólitas son las que utilizaron Juan Ramón Jiménez (cuen-
tos largos) o Rafael Pérez Estrada (novela), aunque parece que esta última es obra del
editor y no del autor.
4
Para Rafael Pontes Velasco, la microficción “incluye una pluralidad inaudita de formas
literarias. Con pasmosa adaptabilidad, puede asumir los rasgos del haikú, de los textos
inspirados en bestiarios medievales, de las fábulas, sentencias, apólogos, aforismos, dia-
rios, greguerías, palíndromos, esbozos dramáticos, microrrelatos, informes policiales…”
(2004: 267).
5
Los estudios de Violeta Rojo así lo atestiguan: Breve manual para reconocer mini-
cuentos (1996).
6
Minicuento es el término más empleado por Henry González, destacado estudioso del
género en este país, pese a que adopta –posiblemente por influencia de Lauro Zavala–
el término de minificción a la hora de publicar su antología (González 2002).
7
Cf. Brevísima relación. Nueva antología del microcuento hispanoamericano (Epple
1999), y del mismo autor: Cien microcuentos chilenos (Epple 2002). También emplea el
término de “mini-cuento”.
8
Cf. por ejemplo, La minificción en México. 50 textos breves (Zavala 2002a), o el núme-
ro monográfico La minificción en Hispanoamérica. De Monterroso a los narradores de
hoy (Zavala 2002b).

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La huella de la clepsidra

tura de minificción junto a las de cuento brevísimo y mini-


cuento para designar la forma textual y discursiva que aquí nos
interesa:

Desestimado en mucho como creación menor, la del miniaturista, el


cuento breve o brevísimo no ha merecido ni recuento, ni historia, ni
teoría, ni nombre específico universal (…) salvo los que desde la
revista El cuento le dimos de minicuento o minificción, y que han
ido generalizándose. Pero su interés, su circulación, su creciente
ejercicio y su valor como género literario han ido en ascenso.
(Valadés 1990: 28) [La negrita es mía]

En realidad, unos años más tarde, el vocablo “minificción”


figuraba ya en el título de algunos ensayos: “La minificción como
clase textual transgenérica”, de Graciela Tomassini y Stella Maris
Colombo (1996: 79-94), o “Breve y seductora: La minificción y la
enseñanza de teoría literaria”, de Lauro Zavala (1999: 141-149).
Ahora bien, ¿son el microrrelato, el minirrelato, el micro-
cuento, el minicuento, la microficción y la minificción signifi-
cantes distintos para designar un mismo significado o poseen
una naturaleza diferente? Vayamos por partes.
A mi modo de ver, tanto el microrrelato como el minirrela-
to, el microcuento o el minicuento funcionan en la actualidad
como términos sinónimos y equivalentes y remiten todos al
texto literario en prosa, articulado en torno a los principios bási-
cos de hiperbrevedad, narratividad y ficcionalidad; por consi-
guiente, creo que, para evitar confusiones, sería preferible optar
por el más extendido en el ámbito hispánico, es decir: micro-
rrelato.
Desde el punto de vista de su entidad literaria, pensamos con
David Lagmanovich que el microrrelato “en sí mismo, es perfec-
tamente identificable como tal: no es el producto de un cruce de
géneros sino una especie narrativa de gran pureza” (2005: 31)9
claramente delimitada en la actualidad, y añadimos que no hay
9
“Cuando un microtexto es ficcional, y cuando la consiguiente minificción es esencial-
mente narrativa, estamos en presencia de un microrrelato” (Lagmanovich 2006: 27). “Se
caracteriza por una intensificación de los elementos o la matriz de la narratividad asig-
nada generalmente al cuento, reduciendo o soslayando algunos de los componentes

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Irene Andres-Suárez. Poligénesis del microrrelato y estatuto genérico

microrrelato sin una historia, sin una trama, sin una acción, sus-
tentada en un conflicto y en un cambio de situación y de tiem-
po, aunque sean mínimos.
Dicho esto, detengámonos ahora en el término minificción
para ver si puede considerarse equivalente a microrrelato. Con
mini- se alude a su rasgo permanente de brevedad y con ficción
a su carácter ficcional, es decir, a la condición imaginaria del
universo representado en el texto literario. Cabe recordar que el
texto literario, tanto si es realista como fantástico, está exento
del imperativo de veracidad, no es necesario que sus referentes
existan y sean verdaderos en el mundo empírico; es decir, la lite-
ratura no copia o reproduce la realidad, sino que crea y consti-
tuye imaginariamente una realidad paralela o adyacente con sus
propios referentes. En consecuencia, el carácter ficcional de los
textos nace de un pacto implícito entre escritor y lector, el lla-
mado “pacto de ficción”.
Pues bien, como Graciela Tomassini y Stella Maris Colombo,
pienso que la minificción recubre un área mucho más vasta que
la del microrrelato (1996: 83-88);10 para mí, la minificción es una
supracategoría literaria poligenérica, un hiperónimo11 que agru-
pa a los microtextos literarios ficcionales en prosa, tanto a los
narrativos (el microrrelato, por supuesto, pero también las otras
manifestaciones de la microtextualidad narrativa, como la fábu-
la, la parábola, la anécdota, la escena o el caso, por ejemplo)
como a los que no son narrativos (por ejemplo, el bestiario –casi
todos son descriptivos–, el poema en prosa, la estampa o el
miniensayo). Quedan fuera del ámbito de la minificción, por lo
tanto, los discursos expositivo-argumentativos; ni el aforismo, ni
la sentencia, la máxima, la greguería, la boutade o el chiste
lingüístico pueden considerarse ficcionales porque en ellos no
existe dimensión ficcional alguna; son pensamientos, reflexio-
sintagmáticos (exposición, complicación, clímax, desenlace), y cuyo resultado formal es
una mutación estructural de esa matriz”, Ibídem, p. 135.
10
Véase también de las mismas autoras Comprensión lectora y producción textual.
Minificción hispanoamericna (Tomassini y Colombo 2000).
11
“Palabra cuyo significado incluye al de otra u otras, como por ejemplo pájaro res-
pecto a jilguero y gorrión”, cf. DRAE, s/v hiperónimo.

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La huella de la clepsidra

nes, ocurrencias y, por consiguiente, no entran dentro de la cate-


goría de la minificción.12
De lo que precede se infiere que el microrrelato es efectiva-
mente una minificción, pero que la minificción (es decir, la fábu-
la, la parábola, la anécdota, la escena, el caso, el bestiario, el
poema en prosa, el miniensayo, etc.) no es necesariamente un
microrrelato; en consecuencia, pienso que ambos términos
(microrrelato/minificción) no deberían utilizarse como sinóni-
mos, y tampoco me parece pertinente afirmar, como han hecho
algunos estudiosos, que la minificción es un género literario
porque, como se desprende de lo dicho anteriormente, esta ape-
lación abarca numerosos géneros independientes con sus pro-
pios rasgos singularizadores. En cambio, en mi opinión, el
microrrelato sí posee un estatuto genérico propio, autónomo,
por las razones que voy a exponer a continuación.

Poligénesis del micorrelato y estatuto genérico


Desde 1990 para acá, numerosos especialistas tanto españoles
como hispanoamericanos (E. Valadés, F. Noguerol, I. Andres-
Suárez, D. Lagmanovich, F. Valls, L. Zavala, J. A. Epple, o J. M.
Trabado)13 nos veníamos pronunciando a favor de la autonomía
genérica del microrrelato,14 pero, en los últimos tiempos, han

12
Cf. Irene Andres-Suárez (2007: 11-40).
13
Edmundo Valadés, “Ronda por el cuento brevísimo” (1993 [1990]: 281-289); Francisca
Noguerol, “Sobre el micro-relato latinoamericano: Cuando la brevedad noquea...” (1992:
117-133); Irene Andres-Suárez, “El micro-relato. Intento de caracterización teórica y des-
linde con otras formas literarias afines” (1995: 86-102); David Lagmanovich, “Hacia una
teoría del microrrelato hispanoamericano”, (1996: 19-37); Fernando Valls, “La ‘abundan-
cia justa’: el microrrelato en España” (2001: 641-657). Del mismo autor, “Sobre el micro-
rrelato: otra filosofía de la composición”, (2007: 117-132); Lauro Zavala, “El cuento ultra-
corto bajo el microscopio”, (2002c: 539-553); Juan Armando Epple, “La minificción y la
crítica” (2004: 15-24); y José Manuel Trabado Cabado, “El microrrelato como género
fronterizo”, (2005: 113-131).
14
Para Lagmanovich no es exacto transferir el conjunto de características narrativas del
cuento al microrrelato con sólo intensificarlas. En su opinión este nuevo género “posee
una estructura singular que no se deja equiparar a la del cuento” (Lagmanovich 1999:
50-51).

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Irene Andres-Suárez. Poligénesis del microrrelato y estatuto genérico

surgido algunas voces discordantes; entre ellas destacaré la de


David Roas, para quien el microrrelato “comparte el mismo
modelo discursivo que regula la poética del cuento a partir de
las tesis postuladas por Edgard Allan Poe en 1842 y desarrolla-
das en el siglo XX por la mayoría de los críticos que han estu-
diado el género” (2008: 51-52). Para él, no existen razones
estructurales ni temáticas que lo doten de un estatuto genérico
propio y, por ello, autónomo respecto al cuento y, por lo tanto,
hay que definirlo —dice— como una variante más del cuento
que corresponde a una de las diversas vías por las que ha evo-
lucionado el género desde que Poe estableciera sus principios
básicos (Poe 1973: 125-141).
Evidentemente, la posición de D. Roas parte de la idea de que
el microrrelato como categoría narrativa se decanta exclusiva-
mente a partir del cuento clásico, lo que es muy discutible, pues,
como afirma Domingo Ródenas de Moya, lo que denominamos
microrrelato

fue el resultado de una confluencia de múltiples géneros breves


folclóricos y literarios, antiguos y modernos, especulativos y ficcio-
nales, narrativos y líricos, que originaron un espacio creativo (o un
horizonte de expectativas para escritores y lectores) de estatuto
impreciso y proteico, sin mucha más legislación que la brevedad del
discurso lingüístico y la necesaria complicidad del lector con la elip-
sis, códigos e indicios intertextuales que propone el autor, géneros
que desde entonces formaron parte del repertorio de paradigmas a
disposición de los creadores. (2008a: 69)

En nuestra opinión, se ha llegado al microrrelato a través de


dos vías diferentes: a) mediante la compresión textual y puli-
mento del cuento y b) mediante la disminución de la descrip-
ción y el aumento progresivo de la narratividad del poema en
prosa, fenómeno éste que, según J. A. Epple, se puede rastrear
ya a finales del siglo XIX y comienzos del XX en autores como
Villiers de L’Isle-Adam (1838-1889), Oscar Wilde (1854-1889),
Jules Renard (1864-1910), Franz Kafka (1883-1924) o Lord
Dunsany (1878-1957):

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La huella de la clepsidra

así como el cuento moderno aparece vinculado al artículo de cos-


tumbres y al ensayo, la minificción aparece imbricada con el poema
en prosa, que aún los críticos de hoy ven como una conjunción libre
e irresuelta entre narración y expresividad lírica. (Epple 2008: 127)

Un caso muy significativo de este deslizamiento de un géne-


ro a otro lo constituye precisamente Juan Ramón Jiménez (1881-
1958), quien, según Teresa Gómez Trueba, no desembocó en el
microrrelato mediante una reducción cuantitativa del cuento,
sino a partir “de una disminución de la descripción y de un
aumento de la narratividad en el poema en (prosa)” (2007: 51).
Es más, esta estudiosa atribuye la paternidad del relato hiper-
breve a los poetas de esa época:

Por aquel entonces se llegó al microrrelato (o a lo que hoy conoce-


mos como tal), no a través de la reducción cuantitativa del cuento,
sino más bien de una disminución de la descripción y de un aumen-
to de la narratividad en el poema en prosa de corte decadentista. En
definitiva, ese largo proceso de desnudamiento del poema hasta su
mínima expresión en busca de la esencia es lo que conduce a los
poetas de aquella generación al hallazgo formal del microrrelato
(Gómez Trueba 2008a: 14).

Según indica Domingo Ródenas, “los más tempranos cuente-


cillos [de Juan Ramón] destinados a su libro inédito Cuentos lar-
gos llevan fecha de 1906” (2008b: 88) y ésta es también la data
que atribuye Teresa Gómez Trueba a la redacción de las prosas
de Platero, entre las que, según ella, se hallan ya algunos textos
que pueden ser leídos en la actualidad como microrrelatos
(2008b: 98). Ambos estudiosos reconocen, sin embargo, que por
aquella época la mayoría de las prosas hiperbreves de Juan
Ramón todavía oscilaban entre lo lírico puro y lo narrativo y
que, aunque llevó a cabo muy pronto una reflexión sobre la
necesidad de escribir de manera más sintética y compacta, no
fue consciente de haber dado con un nuevo modelo narrativo
hasta 1920 aproximadamente.
En este sentido, tal vez no esté de más advertir que, aún en
la actualidad, no es raro dar con testimonios de escritores que

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Irene Andres-Suárez. Poligénesis del microrrelato y estatuto genérico

afirman haber llegado al microrrelato por la senda del poema en


prosa y un buen exponente de ello es la escritora vasca Julia
Otxoa:

Frecuentemente suelen preguntarme el motivo de mi elección del


género breve como forma narrativa para mis microrrelatos, en reali-
dad no fue tanto elección como hallazgo: un buen día descubrí que
el poema iba transformándose en otro paisaje en el que aparecían
figuras, voces, que tenían historias que contar, el resultado final fue
que el poema dio paso a la narración, pero sin abandonar aquellas
herramientas de concisión y brevedad propias de las imágenes poé-
ticas”. (2008: 565)

Pues bien, de la misma manera que el poema redujo su


extensión por debilitamiento de la anécdota y por concentración
de los recursos expresivos, el relato breve fue sometido más o
menos por la misma época a “un proceso de consunción de sus
componentes no narrativos y a una simplificación de los narra-
tivos” (Ródenas 2007:74). Ello es muy visible en numerosos tex-
tos de Ramón Gómez de la Serna (1888-1963), pero también en
los de otros escritores españoles vanguardistas que cultivaron
asimismo esas narraciones reducidas a su mínima y esencial
expresión, como José Moreno Villa (1887-1955), José Bergamín
(1895-1983), Ernesto Giménez Caballero (1899-1988), etc.
En todos ellos, y especialmente en el caso de Ramón, tan afi-
cionado a las formas breves, la hiperbrevedad proviene de la
“destilación de la esencia narrativa: a menos extensión más con-
centración e intensidad, y viceversa” (López Molina 2005:13). Y
esa destilación equivale, a su vez, a tensión interna y a la máxi-
ma elisión, lo que reclama la colaboración de un lector interac-
tivo, participativo, dispuesto a recrear por su cuenta lo que solo
está sugerido.
Dicho de otro modo, con el paso del tiempo, el relato breve
se despojó de todo lo que no era imprescindible para la trama
reduciendo con ello su cuerpo textual y, a la vez, se poetizó,
como ponen de manifiesto Los niños tontos (1956), de Ana María
Matute, Crímenes ejemplares (1957), de Max Aub, o Neutral
Corner (1962), de Ignacio Aldecoa, libros compuestos todos

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La huella de la clepsidra

ellos por textos muy breves, a la vez líricos y narrativos, cuyo


lenguaje, esencialmente connotativo, sugiere más que narra. Por
tanto, el poema y el cuento se acercaron mutuamente exigiendo
“lecturas muy próximas. Requisitos como la asepsia sentimental
o emoción refrenada, el efecto único, el esquematismo, afectan
a ambos” (López Molina 2005:32).
En definitiva, tanto Juan Ramón Jiménez como Ramón Gómez
de la Serna cultivaron muy temprano y de forma asidua y no
esporádica lo que hoy consideramos microrrelatos; sin embargo,
ellos nunca lo designaron con ese nombre de reciente acuña-
ción.
Sea como sea, la reducción de las dimensiones del texto, la
hiperbrevedad, consecuencia de una ajustada economía narrati-
va y de la condensación absoluta de los medios expresivos, va a
determinar la selección de los materiales que componen la
trama así como sus rasgos formales, discursivos, temáticos y
estructurales. De hecho, la hiperbrevedad guarda una estrecha
relación con la elipsis,15 una figura de construcción esencial de
los textos que nos ocupan, a la que tal vez no hayamos atribui-
do el suficiente peso.
Como Juan Pedro Aparicio, opino que el microrrelato está
gobernado por leyes distintas de las que gobiernan las otras for-
mas de literatura, y que lo que lo distingue del cuento clásico no
es únicamente el tamaño y la concisión, sino también, y sobre
todo, su naturaleza elíptica16, es decir: esa tensión entre el silen-
cio y la escritura, entre lo no dicho y lo dicho, que está en la
misma esencia del género, al decir de Gómez Trueba;17 el silen-

15
“Técnica narrativa consistente en omitir en el discurso sectores más o menos amplios
de tiempo de la historia, lo que implica una configuración del lector implícito tenden-
te a suplir esa información no dada sobre personajes y acontecimientos” (Villanueva
1989).
16
Raúl Brasca define la elipsis como ese “portentoso poder de sugerencia de lo no
dicho cuando lo dicho ha sido sabiamente calculado” (Brasca 2008: 497-510).
17
El microrrelato perfecto “es aquel que se consigue a base de una rigurosa depura-
ción o eliminación de los elementos superfluos, hasta llegar a conseguir la añorada y
compleja tensión entre la máxima levedad y la máxima concentración” (Gómez Trueba:
44).

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Irene Andres-Suárez. Poligénesis del microrrelato y estatuto genérico

cio en el microrrelato es tan importante como en la música, o


como lo es el vacío en el lienzo o en la escultura.
Para explicar el concepto de “elipsis”, Aparicio utiliza la metá-
fora de la “materia oscura”, un préstamo de la física:

En todo relato, novela, cuento, micro —dice—, hay lo que se cuen-


ta y lo que no se cuenta, pero que está implícito. A esto último yo
lo llamo materia oscura, locución que he tomado prestada de los
astrónomos.
La materia oscura, mayoritaria en el Universo, no es detectable a la
vista. Los investigadores la han descubierto por los efectos gravita-
torios que produce en los objetos visibles.18
A esta materia oscura en literatura la llamamos elipsis. En ningún
otro género o modo literario se deja sentir con tanta fuerza como en
el cuántico. Lo que no está a la vista en el texto pesa más que lo que
está […]. El cuántico más pequeño es el que contiene una materia
oscura más grande. (Aparicio 2008a: 493)

Otros cultivadores del género han recurrido asimismo a inge-


niosas metáforas para definirlo y expresar esa tensión entre el
silencio y la escritura del microrrelato. No en vano, Luis Britto
dice que “Todo el mar está en el minicuento de la ola” o que
“Sólo el relámpago justifica la tormenta” (2008: 515-516), Ana
María Shua confiesa que escribe la punta visible sobre el imagi-
nario del lector imaginario,19 y José María Merino, tras recomen-
dar la podadera “para el vigoroso crecimiento del cuento minús-
culo”, señala que “hay jardineros enloquecidos que sueñan con
conseguir un minicuento que no precise texto, ni título” (2007).
Es evidente que en el microrrelato, lo que se silencia, lo que se
sugiere y presupone tiene un peso mayor de lo que se dice o se
muestra y “el lector debe obtener, mediante inferencias o recu-
rriendo a su enciclopedia cognitiva, la información que se le ha
sustraído. De ese ejercicio intelectual se deriva el goce estético
del microrrelato” (Ródenas de Moya 2007: 76).

18
Estas ideas figuraban ya en el prólogo de su libro La mitad del diablo (2005: 8) y
vuelve sobre ellas en “Materia oscura y literatura cuántica” (2008b: 189-206).
19
Cito por Fabián Vique, “Un iceberg en la ruta del Titanic” (2004: 83).

61
La huella de la clepsidra

De lo que precede se infiere que la literariedad del microrre-


lato se constituye entre el escritor, el texto como tal (sus conte-
nidos) y el lector, que descodifica y desentraña el significado
profundo del texto, pues “si el microrrelato es una forma de
escribir, no es menos una forma de leer, en la medida en que su
sentido verdadero es connotado, desdice del literal (porque lo
rebasa) y se ve desplazado por el humor, la ironía u otra forma
cualquiera de sutileza” (López Molina 2005: 32). En suma, ese
pacto entre el emisor y el receptor determina tanto la lectura del
texto como la estructuración narrativa de su composición.
A continuación vamos a analizar dos textos que ilustran a la
perfección el proceso de astringencia al que ha llegado el micro-
rrelato así como de la potencialidad expresiva inherente a la
elipsis. El primero, fechado en 1931, pertenece al libro inédito
Cuentos largos del escritor español Juan Ramón Jiménez, uno de
los precursores del género, y el otro al dramaturgo venezolano
León Febres-Cordero. En ambos, lo explicitado es insignificante
comparado con lo implícito.

La niña engañada
Su madre le ofreció una naranja si hacía aquello que ella quería. La
niña lo hizo con esfuerzo sonriente. Entonces la madre, carcajada
soez de ojos y dientes, se comió la naranja y le tiró a la niña la piel.
La niña cojió la piel y se quedó mirando por la ventana ¿a Dios?
Tenía atravesada una letra de una palabra nueva en la garganta. Y
sus ojos, como si la dosis de pena de toda su vida se le hubiera subi-
do anticipadamente a ellos, como si hubieran visto, vivido en un
segundo toda la vida, miraban, plomos fijos, densos, gastados, como
los de una vieja. ( Jiménez 1994: 204)

Este texto plasma el dolor de una niña traicionada por su


madre así como las consecuencias devastadoras de este suceso
para su destino; no hay ni diálogo ni descripciones y los perso-
najes, sin nombre ni apellido, sin ninguna caracterización física,
son definidos psíquicamente mediante la mirada y la sonrisa o
la risa. Al inicio, la muchacha efectúa “con esfuerzo sonriente” lo
que su madre le pide, pero, debido a la traición, sus ojos se vuel-
ven “plomos fijos”, “desgastados”, evocando metafóricamente el

62
Irene Andres-Suárez. Poligénesis del microrrelato y estatuto genérico

choque emocional que la ha convertido de golpe en una vieja.


Su progenitora es caracterizada asimismo mediante la metoni-
mia “carcajada soez de ojos y dientes”.
Desde el punto de vista temporal, apenas transcurren unos
instantes, los suficientes sin embargo para que se produzca un
cambio irreversible en la vida de la muchacha. Sabemos que la
escena se desarrolla en una habitación porque la protagonista,
después de lo ocurrido, mira atónita “por la ventana”, lo que
acentúa la sensación de encierro y desvalimiento. Por otra parte,
el lenguaje está cuidadosamente seleccionado para transmitir al
lector la fuerza y la intensidad de la situación. Así, las frases son
muy cortas, yuxtapuestas y sin apenas nexos de unión entre
ellas, y abundan los símbolos, las metáforas, las comparaciones
así como la acumulación de sonidos fuertes: oclusivos, vibran-
tes, velares (“carcajada”, “cojió”, “plomos fijos, gastados, como
los de una vieja”…), que acrecientan, con su ritmo y musicali-
dad estridente, la tensión dramática de la escena, una tensión
presentada desde la perspectiva de un narrador omnisciente y
externo a los hechos, con una focalización múltiple: interna, pri-
mero (“Tenía atravesada una letra de una palabra nueva en la
garganta”), y externa, después, poniendo así de relieve la duda
del narrador y su distancia frente a los hechos (expresados res-
pectivamente mediante los signos de interrogación y las compa-
raciones hipotéticas).

Instinto de curación
Sentado en un Parque de la Ciudadela se me acerca una niña y
empieza a dar vueltas alrededor de una palmera. En eso se sienta en
la otra punta del banco y me pregunta:
—¿Estás malito?
—Sí.
—¿Qué te duele?
—La pancita.
—A mí me dolía mucho la pancita cuando era pequeña. En casa
creían que me moría. Pero luego un día se me quitó y no me ha
vuelto a dar.
—¿Y qué remedio te dio tu madre para curarte?
—La maté. (Febres-Cordero 2005: 181)

63
La huella de la clepsidra

Aquí la competencia del lector es importantísima, ya que se


potencia al máximo el valor de lo no dicho, del silencio. Los
hechos nos llegan esencialmente a través de la voz del narrador-
protagonista, en primera persona gramatical, del que apenas
sabemos nada, ni su nombre, ni su edad, ni su físico, ni su psi-
cología, sólo que está enfermo, que le “duele la pancita”; esa
información proviene del brevísimo interrogatorio de esa niña
un tanto inquietante que se acerca sigilosamente a él, después
de dar vueltas alrededor de una palmera, y se sienta en el mismo
banco a una distancia prudencial, lo que parece denotar cierto
recelo. Al hilo de la conversación, ella le revela sus dolencias
infantiles y el matricidio; y, aunque en filigrana se evocan trági-
cos y enmarañados problemas psicológicos —tal vez la pedofi-
lia aparezca como telón de fondo—, son muchos los sobreen-
tendidos y los cabos que quedarán sueltos de modo que, tanto
su interlocutor como los lectores, nos quedaremos sin conocer
las causas de esos terribles hechos.
Como se puede apreciar, la parte omitida tiene mucho más
peso que la visible y el lector se ve obligado a reconstruir los
huecos que faltan, a efectuar la descodificación de los sentidos
ocultos, sobreentendidos, sabiendo de antemano que, pese a
todos sus esfuerzos, persistirán muchas zonas de sombra.
En definitiva, el microrrelato constituye un desafío doble;
para el escritor, porque su aspiración de lograr la compresión
textual máxima implica una exacerbación de la elipsis y de los
espacios de indeterminación; para el lector, porque desentrañar
el sentido de un texto de esta naturaleza exige lo que D.
Ródenas llama un “sobreesfuerzo hemenéutico” (Ródenas 2007:
76). Y esta conjunción de factores expuestos hasta aquí bien
podría explicar el predominio de microrrelatos intertextuales,
humorísticos y fantásticos, los cuales, como se sabe no solo se
apoyan en la ambigüedad y en la indeterminación, sino que
potencian al máximo la compresión textual.20

20
Cf. El microrrelato español. Estética de la brevedad y de la elipsis (Andres-Suárez
2010).

64
Irene Andres-Suárez. Poligénesis del microrrelato y estatuto genérico

Por lo tanto, lo que distingue el microrrelato21 del cuento clá-


sico no es tanto el tamaño y la concisión como esa tensión que
se da en el primero, a causa de la exacerbación de la elipsis,
entre el silencio y la escritura, entre lo no dicho y lo sobreen-
tendido. En nuestra opinión, la progresiva reducción textual del
relato provocó una reacción en cadena que terminó afectando a
su estructura intrínseca; es decir, en un momento dado, la dife-
rencia cuantitativa se volvió cualitativa dando como resultado un
modelo textual diferente, un cambio de paradigma en el que se
reconocen claramente unos rasgos dominantes y singularizado-
res que discurren de unos textos a otros. En cierta manera, el
proceso es equiparable al que se dio en su día en la novela corta
respecto de la larga.
No hay que olvidar, además, que los géneros literarios, como
reconoce el mismo Roas, “no responden únicamente a marcas
textuales objetivas, necesarias y suficientes, sino que dependen
también de la experiencia textual de los lectores” (Roas 2008:
60), una experiencia que ha cambiado mucho al cabo de los
años al igual que la actitud de los escritores que los escriben. En
este sentido, hay que señalar que cada vez son más numerosos
los autores que optan por publicar libros compuestos en su inte-
gralidad por relatos hiperbreves, algo más bien raro hace aún
una década.
En definitiva, tanto si se decanta a partir del poema en prosa
como a partir del cuento clásico, el microrrelato como categoría
narrativa no es en la actualidad ni lo uno ni lo otro, sino un
género literario autónomo con una entidad artística claramente
definida, que posee unas claves estructurales, técnicas y estilís-
ticas específicas.

21
Para conformar el microrrelato es necesario que la hiperbrevedad y la elipsis se com-
binen con los otros elementos básicos de la narración, a saber: la temporalidad; la uni-
dad temática; la transformación de un estado inicial o de partida en otro distinto; la uni-
dad de acción y la causalidad.

65
La huella de la clepsidra

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69
Naturalezas vivas:
retórica de la descripción en la ficción brevísima
Graciela S. Tomassini
C.I.U.N.R - U.C.E.L.

Ancilla narrationis, “siempre necesaria, siempre sometida; es-


clava nunca emancipada,” llama Genette a la descripción (1974:
199), dimensión del discurso que ha recibido a lo largo de la his-
toria tratamientos diversos, desde la negación de estatuto retóri-
co propio hasta el reconocimiento de capacidad para generar
textos autónomos que le atribuyeron las vanguardias.1
En el universo textual del microrrelato, la descripción parece
ser un elemento sumamente problemático, especialmente si se
1
Su función ha sido asimismo pensada en términos contradictorios: las retóricas clási-
ca y neoclásica favorecían la descripción como método privilegiado de expresión, apro-
ximando así las artes de la poesía y la pintura. La Ilustración, celosa defensora de la efi-
ciencia comunicativa, impuso fronteras más precisas entre las diversas artes y géneros;
al vincular la descripción con el detalle realista, más conducente a la verificabilidad que
a la verosimilitud, la pensó más próxima al ámbito de las ciencias que al de las artes.
En la literatura, constituía una suerte de “quiste textual” (Hamon 1981: 3), citación o
elemento importado, que conspiraba contra la unidad y coherencia del texto, y aún se
volvía peligrosa ocasión de perder el control sobre la correcta conducta del lector, ten-
tado a saltearla.
El desarrollo de la retórica prescriptiva registra numerosos intentos de “domesticar”
la descripción, evitando su carácter disgresivo, por medio de figuras como el paralelis-
mo, la antítesis, la comparación, y sobre todo la narrativización, que reducen su ten-
dencia centrífuga y subrayan su carácter discursivo. En esta línea se ordena la posición
de G. E. Lessing en Laocoonte (1766), para quien la descripción pura intenta vanamente
convertir el texto (poético) en pintura, lo cual contradice la naturaleza sucesiva y tem-
poral del lenguaje, y mata la poesía (Cfr. versión on-line, esp. XVII y XVIII). Celoso
defensor de la especificidad endogenética de las artes, Lessing cuestionaba la tradición
del ut pictura poesis, a la que atribuía la “manía descriptiva” que contaminaba la poesía
de su tiempo. Sostenía, en cambio, la necesidad de “naturalizar” lo descriptivo, integrán-
dolo en los procesos narrativos, a fin de preservar la esencia estética del arte poética,
más llamada a la simbolización que a la representación. (Cfr. Ana Lía Gabrieloni, 2001-
2004, on- line).
La experimentación artística que comienza con el Modernismo y continúa con las
vanguardias, ciertamente multifacética, diversa y difícilmente reductible a una sola ten-
dencia estética, halla sin embargo un común denominador en la impugnación de las
instituciones artísticas. La liberación de la palabra poética de la tiranía de la razón y de
la presión del significado conceptual deriva en la “confluencia, fertilización cruzada y
hasta integración deliberada de lo que hasta entonces habían sido artes diferentes”
(Williams 1997: 95) En este contexto, y tras las huellas de Baudelaire, la palabra juega
a “ser capaz de pintarlo todo, desde lo invisible a lo visible” (Gabrieloni, loc. cit..) El
poema en prosa traduce en palabra poética la imagen pictórica, al mismo tiempo que
lima los bordes entre crítica y búsqueda poética. La écfrasis, sin perder su condición de
lugar donde se produce la comunicación intersemiológica entre dos textos, resurge
ahora como composición —de la misma manera como se habla de la composición
pictórica— recobrando la antigua definición de los retóricos latinos, como Cicerón y
Hermógenes de Tarso, para quienes esta figura enaltecía la capacidad del lenguaje de

107
La huella de la clepsidra

la considera como un medio, entre otros, de amplificatio.2 Sin


embargo, no pocos presentan, al menos en superficie, una
secuencia descriptiva: dejando por el momento de lado las series
que resemiotizan géneros antiguos con base descriptiva, como
los bestiarios y monstruarios, cuyo aprovechamiento moderno
en la minificción ya ha sido estudiado,3 me limitaré aquí a la
consideración de algunos textos que ilustran dos figuras típicas
de la descripción. En primer lugar, la evidentia, enargeia o hipo-
tiposis, descripción vívida que explota la capacidad representa-
tiva del lenguaje para crear en la imaginación del lector una ilu-
sión perceptiva. Segundo, la écfrasis, para muchos, indiscernible
de la primera, pero específicamente vinculada con la operación
metasemiótica de traducir en palabras un texto pictórico, y que
constituye un género de larga tradición.4

poner ante los ojos del lector lo descripto, como una presencia vívida. (Cf. Lausberg,
evidentia, o enargeia, 1960, n. 810: 399 y ss.)
Para Hamon (1981: 1-26), que la contempla a la luz de la retórica y recorre las eta-
pas históricas de su tratamiento, la descripción no tiene estatuto propio. No es, dice,
una figura definida, ni pertenece a determinado género, ni se localiza en lugar deter-
minado del texto, ni en relación con determinada función. La trata como discurso auxi-
liar, un medio, entre otros, de amplificatio. Ligada a la extrañeza del detalle, la des-
cripción transforma la sustancia temporal del lenguaje en espacio: pliegue del texto,
hace visible la escritura. Al bloquear el momentum de la lectura, transforma al lector en
intérprete, pues lo induce a levantar los ojos de la página para visualizar lo descripto,
buscar significado, “traducir.” (Hamon 1981: 11)
2
Cf. Hamon, art.cit, p. 1.
3
De la resignificación de estos géneros medievales en la minificción latinoamericana
se han ocupado Pollastri (1996: 147-169), Noguerol (2005: 47-58), Tomassini (2005: 233-
246). Lagmanovich considera el bestiario, junto con la fábula, como tipos textuales anti-
guos que la minificción moderna reescribe, a veces en clave paródica (2006: 135-137).
4
Terminado este trabajo, y a punto de exponerse en el V Congreso Internacional de
Minificción (Neuquén, Universidad Nacional del Comahue, 10-12 de noviembre de
2008), llegan a mis manos las Actas del IV Congreso Internacional (Universidad de
Neuchâtel, Suiza, 2006), donde se publica el imprescindible estudio de Francisca
Noguerol, “Minificción e imagen: cuando la descripción gana la partida” (Suárez y Rivas
2008: 183-206). Si bien no he podido citarla, esta brillante ponencia plenaria inspiró mi
acotada contribución.

108
Graciela S. Tomassini. Naturalezas vivas: retórica de la descripción

El primer texto que me propongo releer desde estas consi-


deraciones es “La calle”, de Luis Britto García (1971: 23-4).5
Sospecho que este texto me atrae por lo que tiene de desafío: es
un texto enteramente descriptivo, y sin embargo no puedo evi-
tar sentir que me cuenta algo. Es como si intentara hacer brotar
en mi conciencia lectora el relato que se resiste a formular, abro-
quelándose tercamente en el registro de inventario, “objetivo”,
de un observador aplicadamente distante, aparentemente incon-
movible. Ejemplo extremo de evidentia, el texto parece reducir
la palabra a una función exclusivamente constativa, garantía de
fidelidad al dato empírico que surge del discurso formulario de
las prácticas administrativas y contables: “empiezan nueve esta-
cas de un metro y medio de alto con tres (3) luego dos (2) luego
un (1) hilo de alambre de púas que se retuerce y hace ovillos.”

5
La calle
Es de tierra y tiene charcos muy quietos, de color verde pizarra. Al sur, la hilera de
casas, definidas así: casa con pared de barro, franjas blanca y azul, techo de zinc; casa
con pared de barro, rosado oscuro, techo de paja; casa con pared de bloques sin pin-
tar, techo de asbesto; luego, trecho baldío con arbustos cubiertos de tierra, charco de
color verde pizarra, caucho Firestone carcomido que aflora en él; seguidamente, casa
con pared de barro, pintada de verde perico con ventanas de tela de saco, techo de
paja, dos grandes peladuras dejan ver el bahareque; después. Casa con pared de blo-
ques, techo de zinc herrumbroso, puertas pintadas de blanco y con candado, con apa-
riencia de no haber sido movidas en mucho tiempo. Nuevo espacio libre, sin arbustos;
empiezan nueve estacas de un metro y medio de alto con tres (3) luego dos (2) luego
un (1) hilo de alambre de púas que se retuerce y hace ovillos. El sol está alto. Hacia la
izquierda, sobre el techo de zinc de la casa blanca y azul, una nube pequeña, muy blan-
ca y muy quieta. En toda la calle, papeles, trozos de vidrio verde y mierdas de perro,
en número indefinible. Frente a la casa pintada de rosado oscuro, una lata volcada,
color amarillo cobre, invadida por el color pimienta de la herrumbre.
Hacia la izquierda el aire ondula y no se distinguen bien ni el comienzo de la fila
de casas ni varios cardos cubiertos de polvo. De allí viene un perro pequeño, blanco,
flaco. Tiene una mancha negra en la oreja. Huele con diligencia los papeles que emer-
gen como una espesa nata de los charcos, los que se apelmazan bajo el alambre de
púas. Es minucioso, y hediondo. De cerca, se le notan el rosado borde de los párpados,
el interior de las orejas, mechones de pelo que estuvieron embebidos en algún líquido
que, al secarse, los ha dejado rígidos como pinceles endurecidos. El perro se aleja hacia
la derecha y está mucho rato examinando el caucho roto. Después, pone rígidas las
patas, hace arcadas y vomita, escasamente. Mira a todos lados, se aleja y sigue husme-
ando.
Todo este tiempo, un niño desnudo ha estado en el umbral de la casa pintada de
verde, sentado en el suelo y pasando un dedo untado en saliva por la tierra.
El sol se ha movido. Se oye el zumbido de una mosca, pero a la mosca no se la ve.

109
La huella de la clepsidra

Con calculada impertinencia, se entreteje con éste un discurso


que recuerda con ironía el de las descripciones de una revista
de decoración: “charco de color verde pizarra”, “pared de barro
pintada de verde perico”, “lata volcada, color amarillo cobre,
invadida por el color pimienta de la herrumbre”. Prácticas
paradójicamente análogas e inconmensurables, una centrada en
el relevamiento de objetos según clase y cantidad, la otra en las
texturas, materiales y colores, ambas vinculadas al valor de cam-
bio de las cosas. Recontextualizadas en la sintaxis enumerativa,
obligadas a cooperar incómodamente, su extraña vinculación en
el discurso no hace sino poner en evidencia un escenario de
miseria ofrecido a la contemplación como una pieza de arte con-
creto: el deshecho de la actividad productiva se muestra recicla-
do como material de construcción, y también en su estado final
de basura irredimible.
Toda descripción es un ejercicio de perspectiva: parafrasean-
do a Barthes, diría que es una travesía de lo percibido por el len-
guaje (1986: 154). Por más exhaustiva —o neutra— que preten-
da ser siempre implica nombrar, jerarquizar, omitir lo inferible,
y ante todo la instalación de ciertos parámetros espaciales que
“ponen en escena” la mirada del observador. En este caso, la
descripción parece haberse dado a sí misma las reglas de una
descripción científica, que oculta la direccionalidad de la mira-
da detrás de un modelo de la posición relativa de los objetos,
dispuestos en contigüidades organizadas en relación con un eje
que crea una espacialidad plana, de dos dimensiones (sur, norte,
izquierda, derecha), sin profundidad (la pequeña nube está
“hacia la izquierda, sobre el techo de zinc de la casa blanca”).
Cuando se registra el “rosado borde de los párpados, el interior
de las orejas” del perro, es como si se hubiese activado el zoom
de una cámara. Los elementos parecen obtener cierto grado de
jerarquía de su expansión en detalles gratuitos, minuciosos,
como la notación de cantidades y dimensiones, la mención de la
marca del caucho, la mancha en la oreja del perro, la circuns-
tancia de que éste vomite “escasamente”. El detalle opera como
un excedente injustificado, “obtuso” diría Barthes (1986: 55 y
ss). Las palabras juegan a ser neutras, a prescindir de toda axio-

110
Graciela S. Tomassini. Naturalezas vivas: retórica de la descripción

logía, mientras la ganan a expensas de la reticencia. Gracias al


desajuste entre lo descripto y el modo prolijamente inventarial
que asume el discurso, el perro que husmea, el niño desnudo
“en el umbral de la casa pintada de verde, sentado en el suelo y
pasando un dedo untado en saliva por la tierra”, los charcos ver-
des, la lata volcada, “los trozos de vidrio y las mierdas de perro,
en número indefinible”, se sitúan en un mismo plano, como par-
tes igualmente irrelevantes de un escenario desmantelado, pues
nada tiene vida, excepto el sol, cuyo ascenso en el aire ondu-
lante marca el paso de un tiempo cósmico, indiferente.
¿Es posible desnudar el texto de toda subjetividad, sustituir el
organizador humano de la secuencia descriptiva por el objetivo
de una cámara? Más que en el Nouveau Roman, pienso en
Cortázar: en una máquina de escribir que tradujera lo que otra
máquina, fotográfica, ve, porque “a lo mejor puede ser que una
máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella —la mujer
rubia— y las nubes.” (1965: 77) Pero si “el infinito del lenguaje
constituye el sistema del cuadro” (Barthes 1986: 154), puesta allí
la perspectiva —¿cómo cerrarle el paso, cómo exonerarla de la
palabra?— por algún lado se filtra la historia.
En “La calle”, la rajadura podría llamarse ruptura de la iso-
topía visual, y aparece subrepticiamente, en la sinestesia del
color pimienta, en la hediondez del perro, pero estalla en el
sonido, y en su implicancia temporal (Luis Gusmán, en su libro
sobre los Epitafios, dice que “[si] el tiempo se ha detenido, es
necesario que no se oiga ningún ruido”; (2005: 240): “Se oye el
zumbido de una mosca, pero a la mosca no se la ve.” Eso que
no se ve, pero deja oír su zumbido, su huella persistente, satura
el texto con su propio exceso, rasga el estatismo de lo visual
para dejar entrar la historia, que tampoco se ve, pero media en-
tre el signo-texto, la cadena significante, y la representación que
suscita en nosotros: no ya una imagen estática, sino el escenario
de una infinita violencia; no ya la fotografía de un suburbio
detenido en el tiempo, sino el documento de la barbarie que lo
ha cercado con alambres de púas para cercenarlo del orden
social.
La definición de la écfrasis varía según las épocas y las dis-

111
La huella de la clepsidra

tintas aproximaciones teóricas. La tradición retórica la equipara


a la descripción vívida, asociándola con figuras como la hipoti-
posis y la enargeia. Webb (1999: 13), citado por Gabrieloni
(2001-2004, on-line), remite a un retórico del S. III d.C.,
Filóstrato, para sostener que en la antigüedad esta figura com-
prendía la descripción de cualquier objeto, y que solo a media-
dos del S. XX se la redujo a la representación escrita de repre-
sentaciones visuales. Como quiera que sea, écfrasis e hipotipo-
sis tienen un origen común en el ejercicio retórico de producir
en el lector una ilusión visual. Ambas comparten la exigencia de
vivacidad propia de la enargeia, cuya clave consiste en la dina-
mización de lo percibido: lo que Lessing admiraba en la des-
cripción homérica del escudo de Aquiles (Ilíada, Canto XIII,
478-607), esa suerte de pequeña narración de “la historia del
objeto” que concede a la descripción el flujo de lo narrativo. Este
vínculo entre la écfrasis y la narrativa ya fue apuntado por
Vasari, que la eleva a la condición de género al reputarla como
narración literaria de la obra pictórica, y como tal, relacionada
con los tableau. Para Heffernan (1991: 297-316), uno de los teó-
ricos más influyentes en el estudio de esta figura, la écfrasis es
traducción del arte gráfico en narrativa, ya que hace explícita la
historia que el cuadro cuenta sólo por implicación. Pero el vín-
culo referencial entre arte pictórico y narrativa histórica, mítica
o literaria es epocal, y estilístico; por eso Kittay (1981: 234) y
luego Fowler (1991: 25-35) atribuyen a la huella de la percep-
ción por parte de un ojo culturalmente entrenado el matiz narra-
tivo de la écfrasis. Pero es M. Riffaterre (1981: 118) quien con
mayor agudeza explica esta relación entre descripción narrativi-
zada e interpretación por parte del escritor-observador: ya que
la interpretación del observador es inescindible de su represen-
tación escrita, la écfrasis no reconstruye el objeto, sino más bien
construye una ilusión con elementos que el escritor inventa: por
ello, el texto ecfrástico no descifra la obra de arte sino a quien
la observa; es, pues, un fenómeno de intertextualidad.
En el surco abierto por el poema en prosa baudelaireano,
Rubén Darío escribe una “Naturaleza muerta” (1958 [1888])6 que
bien podría ilustrar la teoría de Riffaterre antes expuesta. Como

112
Graciela S. Tomassini. Naturalezas vivas: retórica de la descripción

apunta Lagmanovich, “[la] aproximación al estatismo del cuadro


[...] aleja a est[e] text[o] del modo narrativo: lo que importa es la
visión minuciosa de una escena, y esa visión, ese acto de fijar la
vista, inmoviliza.” (2006: 90-91). Sin embargo, para el lector
actual, contemporáneo de Britto, Samperio, Lojo, Campra: ¿des-
cribe el texto el armónico conjunto, construido según el gusto
modernista, o cuenta la historia de su percepción por parte del
contemplador-escritor? El microrrelato, poderosa máquina cultu-
ral de reciclamiento y reescritura, ha retomado y reinventado la
tradición del género. Siendo el lector mismo el lugar donde se
entreteje y activa el intertexto, ¿bajo qué luz leerá la écfrasis
dariana? Mi improbable lector comprenderá aquí que mis pre-
guntas se encuadran en un persistente diálogo con Laura
Pollastri, para quien el microrrelato nos mira, y nos devuelve, tal
vez enriquecida, la imagen de nuestro propio deseo textual.7
No sé si en “Mujer con ciruela”8 [1986] Guillermo Samperio
reconstruye mediante la écfrasis un cuadro que tiene, o ha teni-
do, ante los ojos, o si en cambio, lo crea con la palabra para que
lo pinte la fantasía del lector. Tampoco me animo a trazar una
línea divisoria entre ambas maneras de dar vida a una imagen
6
Naturaleza muerta
He visto ayer por una ventana un tiesto lleno de lilas y de rosas pálidas, sobre un trí-
pode. Por fondo tenía uno de esos cortinajes amarillos y opulentos, que hacen pensar
en los mantos de los príncipes orientales. Las lilas recién cortadas resaltaban con su
lindo color apacible, junto a los pétalos esponjados de las rosas de té.
Junto al tiesto, en una copa de laca ornada con ibis de oro incrustados, incitaban a
la gula manzanas frescas medio coloradas, con la pelusilla de la fruta nueva y la sabro-
sa carne hinchada que toca el deseo: peras doradas y apetitosas, que daban indicios de
ser todas jugo y como esperando el cuchillo de plata que debía rebanar la pulpa almi-
barada; y un ramillete de uvas negras, hasta con el polvillo ceniciento de los racimos
acabados de arrancar de la viña.
Acerqueme, vilo de cerca todo. Las lilas y las rosas eran de cera, las manzanas y las
peras de mármol pintado y las uvas de cristal.
7
Remito a la conferencia plenaria de Laura Pollastri en el IV Congreso de Minificción,
Neuchâtel, Suiza, noviembre de 2006, “Descentramientos, desplazamientos y desbordes
en el microrrelato hispanoamericano”; cuento con una copia electrónica, generosa-
mente cedida por la autora. Publicada en las Actas del Congreso con el título: “La figu-
ra del relator en el microrrelato hispanoamericano” (N. de la E.).
8
Mujer con ciruela
A través de la puerta entornada se yergue la figura de una mujer. En la habitación hay

113
La huella de la clepsidra

pictórica, pues una sutil ambigüedad vela la escena, haciendo


indecidible su condición, ya pura potencialidad que invita a la
puesta en obra (“Ella sigue inmóvil y callada, esperando que un
tiempo remoto termine de poseerla”), ya tela donde formas y
colores, luces y sombras hacen converger en la figura lo huma-
no y lo divino, como se confunden en su actitud el gesto coti-
diano y el atributo simbólico. Lo cierto es que la inmovilidad de
la imagen, su pura presencia anunciada por la frase nominal del
título típico, adquiere en el discurso del contemplador una como
lenta inminencia; en un tiempo que parece no pasar ella va
hacia la puerta; aunque resulte difícil afirmarlo, ella palpita;
como los ojos diluidos en la contraluz y la belleza sugerida del
rostro, habrá que imaginar su movimiento imperceptible. Es el
adverbio “todavía”, aplicado al rojo de la fruta madura, el que
nos induce a sospechar ese advenimiento: ¿y si no fuera un cua-
dro, sino una ventana hacia otra dimensión, cuyos segundos
pudiéramos medir en siglos? Si puedo formular esta sospecha,
es porque el texto me ha contado algo.
“Muerte en Venecia”, de Marco Denevi (1984: 139),9 parece
ser —si eso es posible— la escritura ecfrástica de un encuadre
cinematográfico, donde se recurriera a la pintura como intertex-
to: como un director de cine que buscara en los grandes maes-
una bullente mezcla de grises y blancos donde predomina la sombra. Detrás de la
mujer, la ventana permite una luz pálida. Lejos del cristal se extiende un cielo nublado,
de allí la penumbra clara. La figura va hacia la puerta y sostiene en su mano derecha
una ciruela grande y roja. Sus delgadas formas están inmóviles; resultaría difícil afirmar
que palpita. Los ojos, habrá que imaginarlos; se diluyen en la tela plomiza que apare-
ce a contraluz en el rostro. No obstante, las sutiles líneas de ese mismo rostro insinúan
la belleza donde las sombras viven un silencioso festín. La imagen alargada de la mujer
sugiere una diosa lejana que sostuviera el símbolo del amor y el fuego. La luz, que pare-
ce emerger del cabello, crea una especie de peineta o tocado divino. Ella sigue inmó-
vil y callada, esperando que un tiempo remoto termine de poseerla. El fruto sostenido
es luminoso y todavía permanece rojo. (Lagmanovich 2005: 158)
9
Muerte en Venecia
Sentado a la mesa entre opulentas mujeres del Tiziano y torvos condotieros del
Giorgione, el cardenal desvía imperceptiblemente los ojos y los detiene en un rincón
donde un paje parece soñar despierto. El cardenal sabe que luego lo precederá por las
logias, empuñando una tea, hasta su alcoba. Y que se arrodillará a sus pies cuando él
le de la bendición. Pero también sabe que él es, para el paje, el recuerdo anticipado
que treinta o cuarenta años después ese muchachito tendrá de un viejo cardenal que
lo miraba con ojos de dolor.

114
Graciela S. Tomassini. Naturalezas vivas: retórica de la descripción

tros de la pintura los colores, las texturas, el carácter y proce-


dencia de la luz (como lo han hecho Visconti, Fellini, Bergman)
Denevi sienta a su cardenal entre “opulentas mujeres del Tiziano
y torvos condotieros del Giorgione”. La cámara toma la mirada
del dignatario, ajena a las alternativas del suntuoso banquete, y
en un contraplano muestra lo que esos ojos han buscado. Una
mirada perdida en el mundo interior de los sueños responde a
aquella otra, anhelante, y entonces el lector-espectador resuelve,
con la velocidad de una sinapsis, la doble intertextualidad del
título, que remite simultáneamente a la novela de Mann y a la
versión cinematográfica de Visconti: von Aschenbach, creado
para encarnar en la fragilidad de su cuerpo decadente los atajos
de la vía de la belleza que el Fedón advierte, miraba así a Tadrio,
imagen inalcanzable de su deseo y de su fracaso. A diferencia
del distante efebo polaco, el paje está al servicio del silencioso
amante; lo sabemos porque el cardenal anticipa la secuencia de
actos establecidos por la función y la costumbre. La cámara sub-
jetiva muestra ese futuro previsible por lo iterativo, y entonces
el camino por las logias, a la luz de la tea, evocará el deambular
del escritor de Mann por los laberintos húmedos de una Venecia
apestada por el Sirocco; la alcoba del palacio hará eco a la alco-
ba en el hotel del Lido; la bendición del joven arrodillado repe-
tirá el mismo gesto, ofrecido casi en secreto por Aschenbach al
niño en el desierto lobby. Puesta en abismo: los ojos que saben
se funden con esos otros ojos soñadores, que ya reflejan, inmó-
vil en el espejo de la memoria, la imagen de un viejo cardenal,
mirando todavía, más allá de la muerte, al paje con ojos de
dolor. De las dos figuras: la que se mira en el espejo de un re-
cuerdo futuro y la que sigue contemplando la huidiza belleza
engarzada en una escena del pasado, ¿cuál tiene precedencia?,
¿cuál es la reflejada? Nadie podría responderlo. Lo cierto es que
su doble punto de fuga crea el relato, congelando el plano del
banquete como una escena funeraria.
¿Es la écfrasis una forma de traducción? ¿Es menos incon-
mensurable el hiato entre los idiomas que entre diferentes
semióticas? La teoría, que recurre a la metáfora como instru-
mento epistemológico, ha vinculado ambas prácticas mediante

115
La huella de la clepsidra

nociones importadas de otros campos, como traslación (de la


cosmografía) y refracción (de la óptica). Estas palabras cumplen
aplicadamente su cometido como pequeños modelos analógi-
cos, cada uno de los cuales pone de relieve algún aspecto rele-
vante de los procesos bajo consideración: ya la modificación, ya
la pérdida irremediable, ya la persistencia de algo que atraviesa
con tenacidad la brecha entre los sistemas interpretativos. Creo,
sin embargo, que el análisis más lúcido y más productivo del
vínculo entre écfrasis y traducción está en la narrativa que las
trata como prácticas vecinas —quizás inherentes— a la creación
ficcional. Julio Cortázar, escritor, traductor, fotógrafo (como su
alter ego Roberto Michel), incluye “Instrucciones para entender
tres pinturas famosas” en Historias de cronopios y de famas
[1962].10 Ya para entonces estaba escrito y publicado “El perse-
guidor” (que para muchos críticos inaugura una nueva escritura
en Cortázar): la escritura de Bruno es allí una mala traducción
del texto de Johnnny (“No se puede decir nada, inmediatamen-
te lo traduces a tu sucio idioma”) (2000: 106), porque lo pasa
por el filtro del decoro, como dice Borges de Galland, primer
traductor de Las mil y una noches. En el mismo volumen, Las
armas secretas, otro texto (“Las babas del diablo”) indaga ese
“creer ver” – “querer ver” que teje historias a partir de detalles
leídos como indicios: pesquisa del descubrimiento ya inscripto
en un modelo interpretativo provisto por la cultura, impreso en
las estructuras del lenguaje que verbaliza la imagen en el mismo
instante en que es percibida (Cf. Barthes 1986: 25)
“Instrucciones...” se vale del procedimiento de la écfrasis pa-
ra parodiar su utilización prescriptiva en las Historias del Arte,
en los manuales de apreciación pictórica, o en los folletos de
museos y exposiciones. “Instrucciones para entender...” nombra
de una manera brutal lo que aquellos géneros velan con hipo-
cresía, es decir, la intención de constituir el texto pictórico como
objeto de conocimiento, cuya exégesis es función y patrimonio
exclusivos de críticos y académicos. Desde el título, la parodia
asume como estrategia la verbalización desembozada de aquello
10
Textos harto conocidos y frecuentados por los fruidores de la escritura cortazariana
y de la microficción, me eximo de incluirlos aquí por razones de espacio.

116
Graciela S. Tomassini. Naturalezas vivas: retórica de la descripción

que el lenguaje de los críticos sugiere: la directa expresión del


juicio evaluativo y la fijación del sentido (“[e]sta detestable pin-
tura representa...”, “[p]ocas veces la torpeza de un pintor pudo
aludir con más abyección...”). Por otra parte, las tres écfrasis cor-
tazarianas no sólo contradicen las interpretaciones canónicas de
los cuadros a los que dicen referirse, sino que se desentienden
de los mismos, haciendo irrisoria —casi gratuita— su mención.
En las tres piezas, Cortázar juega a entrecruzar modelos y
estilos. Describe el cuadro de Tiziano llamado “El amor sagrado
y el amor profano”, canónicamente interpretado como alegoría
neoplatónica (“Tres amores”, amor y las dos Venus) como si se
tratara de un modelo iconográfico cristiano malogrado: lo que
debería ser el centro (la figura del Mesías) “brilla por su ausen-
cia”, reemplazado por “el obsceno bostezo de un sarcófago de
mármol” alrededor del cual se congregan figuras impostoras, hu-
yentes, blasfemas, cuya descripción yuxtapone trazos pertene-
cientes a diversas retóricas, como la de la Ilustración (“carne
patibularia”), la de la Contrarreforma (“venenosa blasfemia”,
“Lutero, que es el Diablo”), la de las vanguardias del S. XX
(“mueve a pensar en un artificio de jazmines o en un relámpa-
go de sémola”). El discurso mantiene la estructura del desarro-
llo alegórico, pero multiplica y fragmenta los paradigmas inter-
pretativos.
La écfrasis paródica dedicada a “La dama del unicornio”, de
Rafael, adquiere un desarrollo narrativo por la confusión de tres
“historias” a las que acuden las explicaciones tradicionales de las
obras pictóricas, pero mantienen cuidadosamente aparte: la de
las lecturas recibidas (“Saint-Simon creyó ver en este retrato...”),
la de la obra y sus restauraciones maliciosas (“las falsas capas de
pintura puestas por los tres enconados enemigos de Rafael”) y
la que el cuadro cuenta a través de su sistema de símbolos ico-
nográficos (historia de la falena letal que pica a Maddalena
Strozzi). Las tres desplazan el eje temático del cuadro a un fuera
de campo: la lectura atribuida a Saint Simon crea un vínculo
intratextual entre el presente microrrelato y el primero de la
serie, al proponer como blanco de la mirada de Maddalena
Strozzi “un punto donde había fustigamientos o posturas lasci-

117
La huella de la clepsidra

vas”, frase que podría describir el bajorrelieve que decora el


sarcófago del cuadro de Tiziano. La obscenidad propuesta como
objeto oculto, verdad mentida de Rafael y de la propia
Maddalena, multiplica y disemina la significación de los objetos
simbólicos, generando una compleja historia de simulacros y
transformaciones donde el cuadro —reputado por los especia-
listas como clásico ejemplo de armonía y euritmia— se pierde de
vista, detrás de la maraña de desplazamientos e interpretaciones
barrocas.
La redescripción del “Retrato de Enrique VIII de Inglaterra”
pintado por Holbein lleva al paroxismo la serie de interpretacio-
nes bizarras, cada una de las cuales “es exacta”, mediante un
collage de pastiches en el que se reconoce la retórica del García
Lorca de Poeta en Nueva York (“entonces se verá que eso no es
una cara y que la luna, enceguecida de simultaneidad, corre por
un fondo de ruedecillas y cojinetes transparentes”; “ un diálogo
sinuoso entre la lepra y las alabardas”). La utilería iconográfica
del surrealismo más parece remitir a un cuadro de Dalí que a uno
de Holbein (“Este hombre [...] está hueco, está relleno de aire,
atrás lo sostienen unas manos secas, como una figura de barajas
cuando se empieza a levantar el castillo y todo tiembla.”).
¿Qué se ve, qué se recuerda de un cuadro? ¿Qué muestra una
pintura a un contemplador que llega como extranjero a esa hue-
lla de otro mundo, como no sea lo que ya palpita en el fondo
de su retina? Decir que las estrategias ecfrásticas de “Instruccio-
nes...” impugnan el principio de representación, o la traducibili-
dad de cualquier sistema semiótico al discurso verbal, instru-
mento de poder y condicionante de toda apropiación, es con-
ducir las cosas a un terreno de abstracción pretenciosa que pier-
de de vista los textos, como éstos hacen con las pinturas de
manera mucho más productiva. Sí podemos apuntar, tal vez, que
lo que pasa aquí se repite en la escritura de Cortázar, y enton-
ces viene a cuento pensar en “Apocalipsis en Solentiname”
(1977), y en cómo se transforman los inocentes óleos y acuare-
las de vaquitas, casas de azúcar e iglesias ignorantes de toda
perspectiva pintados por manos campesinas en los cuadros de
tortura, genocidio y horror que le muestran los slides al azora-

118
Graciela S. Tomassini. Naturalezas vivas: retórica de la descripción

do fotógrafo.
Hipotiposis, écfrasis: antiguos géneros vinculados a la des-
cripción y a la traducción: ¿se avienen a la disciplina del micro-
rrelato, o configuran textos fronterizos, de estatuto aún no defi-
nido, en la difuminada zona de los géneros aledaños? En nues-
tro campo de estudio, no son fáciles las generalizaciones, más
aún cuando sólo nos hemos detenido en un pequeño conjunto
de ejemplos cuya relevancia es segura, aunque no así nuestra
capacidad para extender conclusiones a un corpus heterogéneo
y creciente. Ateniéndonos a lo presente, en cada uno de los
casos examinados, la descripción recubre una historia que brota
en sus intersticios (como en “La calle”), se genera en la mirada
del contemplador-escritor (como en “Naturaleza muerta” y “Mu-
jer con ciruela”), o en complicidades que comprometen al texto
y al lector en un incesante trabajo de reescritura. Porque la his-
toria late en una red o intertexto múltiple que los involucra, y
ya no se sabe si está en el texto, en la huella que le han impre-
so todos los que lo han leído, en mí que hoy me dejo invadir
por su arrolladora manera de buscar la verdad en pintura, o en
el instante en que levanto la cabeza del texto para ver pasar las
nubes.

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