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LO FRAGMENTARIO DOSSIER

Definición de Fragmento
Se entiende por fragmento a toda aquella parte que compone un elemento superior y que fue
voluntaria o involuntariamente separada del resto por determinada razón, por ejemplo porque
se rompió o se partió.

El fragmento es la parte que constituye un todo. El mismo carecerá de sentido per se y por ello
es que debe contextualizárselo para poder comprenderlo. Fuera del todo al que pertenece será
imposible comprenderlo. O sea, solo puede considerárselo en relación al resto de las partes que
lo acompañan en ese todo que integra, imposible es considerarlo por separado de las mismas.
Siempre el fragmento remite a ese elemento macro que integra.

Los elementos frágiles se pueden romper en fragmentos


Desde un plano físico, debemos decir que el fragmento se genera cuando se rompe un
elemento. Los elementos frágiles suelen romperse, quebrarse en varias partes mucho más
fácilmente de lo que lo hace otro elemento más sólido. Por ejemplo, el vidrio es un material
noble y resistente pero a los golpes resulta ser muy débil y frágil y lo normal es que ante un
golpe se quiebre o se parta en varios fragmentos. Lo mismo ocurre con materiales como la
cerámica, por citar otro ejemplo corriente.

Se aplica a producciones artísticas


Normalmente, el término fragmento se utiliza para señalar partes o porciones de una obra
escrita, para retratar una parte de una obra pictórica, musical, etc. Al mismo tiempo, un
fragmento puede ser un documento arqueológico encontrado perteneciente a un elemento más
complejo o más grande del cual sólo se conserva esa porción particular.

El concepto, como ya señalamos, suele aplicarse a producciones artísticas o culturales, tal es el


caso de una película, de una obra de teatro, de una pieza musical o de un texto.

Si bien puede ser que estos fragmentos que corresponden a una obra dispongan una cuota de
sentido per se, siempre, para comprenderlos en efecto y que tengan sentido deben
considerarse en función del todo al cual pertenecen. O sea, podemos ver una parte de la
película y entender, comprender que pasa en una escena con dos personajes que interactúan
pero definitivamente no entenderemos muchas cosas en relación a lo que dicen porque no
hemos visto la obra o película completa.

Con los discursos o comentarios públicos o privados de algunas personas sucede algo símil
Muchas veces se cortan o se difunden fragmentos de los mismos con la misión de causar
simpatía o antipatía en relación a esa persona. Normalmente a esta acción se la denomina
como descontextualización y debemos decir que en algunos casos en los que se realiza con
malicia puede causar muchos problemas.

Como se señaló, la noción de fragmento siempre implica una separación de algo mayor. Esta
separación puede darse de modo voluntario o involuntario. En el primer caso observamos tal
condición cuando una persona toma un fragmento de un texto para citarlo, un fragmento de un
discurso, un fragmento de una pintura o de una creación previa para hacer referencia a
determinadas ideas o elementos que se encuentran en ella. En el segundo caso, un fragmento
es algo que fue encontrado en determinado estado y que no permite conocer todo el conjunto
sino que es una parte del mismo. Una obra o elemento que ha sido fragmentado es aquel que
ya no aparece de manera completa si no que es representada ahora en diferentes partes
divididas entre sí. La desfragmentación de obras de arte es muy común y tiene que ver también
con volver a encontrar nuevos significados a lo que surge de tal división.
El verbo fragmentar da entonces la idea de dividir, de seleccionar, de establecer partes sobre
una totalidad que puede ser más o menos grande dependiendo de cada caso. En muchos
casos, la noción de fragmentar o de establecer fragmentos puede aplicarse a situaciones de la
vida real que tienen que ver con las relaciones entre personas. Así, una persona que fragmenta
a un grupo de personas no se entiende como alguien que lo divide en partes iguales, si no
como alguien que genera quiebres y rupturas entre las diferentes individualidades.

... via Definicion ABC https://www.definicionabc.com/general/fragmento.php

La fragmentación como síntoma


Enrique Lynch
En una de las salas del Museo Egipcio de Turín, segundo en importancia por sus
colecciones de antigüedades después del museo de El Cairo, hay una vitrina larga
con una versión del llamado Libro de los Muertos. El papiro ha sido prolijamente
desenrollado y, pese al tiempo y los traslados y las presumibles manipulaciones,
se conserva en muy buen estado. Dos cosas llaman poderosamente la atención.
Como es habitual asombra la finura del trazo en los jeroglíficos y los pequeños
detalles usados por los escribas para distinguir los estados del alma del muerto en
las sucesivas estancias que marcan el tránsito hacia el encuentro con Anubis; y,
por otro lado, el hecho de que el papiro esté incompleto y, no obstante, los
arqueólogos y los paleografólogos se las hayan ingeniado para reconstruir las
posiciones de las piezas conservadas de acuerdo con un diagrama que
seguramente ha sido confeccionado por contraste con otros textos, del mismo
modo como se reconstruye la forma y la figura de una vasija a la que faltan piezas,
una escultura rota, un fresco dañado o un edificio en ruinas.
Y llama la atención además que –quizá no en este ejemplo pero sí en muchos
otros– lo conservado en fragmentos es casi tanto como lo que falta.

Cada vez que el estudioso se enfrenta a vestigios de sociedades y culturas


desaparecidas, sobre todo si lo hace a través de sus textos, casi siempre
encuentra los mismos contenidos: ex votos, oraciones mágicas, relatos de
epopeyas, crónicas de campañas militares o expediciones de conquista y pillaje,
estelas funerarias, o largos oráculos y fórmulas mánticas o médicas o culinarias,
etc. Algunas veces los textos contienen contratos o inventarios minuciosos de
bienes, guardados celosamente en papiros y tablillas de todo tipo. Es asombrosa
la envergadura de la empresa humana implicada en ellos y la inmensa carga de
pulsiones y de creencias aplicada a producirlos, casi tan grande como el esfuerzo
de los anónimos especialistas que dedican incontables horas a hurgar entre esos
vestigios, para tenerlos datados, clasificados y poder después analizarlos y
exponerlos de manera consistente al visitante del museo.

Ahora bien, cualquiera que sea la antigüedad de la que se trate, casi siempre está
incompleta. Toda la tradición antigua está compuesta por fragmentos, es decir que
está mutilada o en ruinas. Por lo tanto, el conocimiento que hayamos sacado de
sus vestigios, fruto del esfuerzo de generaciones arqueólogos, filólogos,
historiadores y archivistas, solo se alcanza tras un proceso muy laborioso y su
resultado es conjetural. Y el hecho de que ese conocimiento sea en gran parte una
sabia conjetura plantea por otro lado un inconveniente gnoseológico evidente
puesto que todo lo que es mera conjetura es, por su propia naturaleza, perecedero
y está sujeto a permanente revisión. Más aún, la naturaleza fragmentaria del
material hace indeterminable la totalidad de referencia que daría sentido y razón a
los fragmentos. No importa de qué se trate, lo viejo y desaparecido nos viene
legado en fragmentos: lo mismo si se trata de una vasija, un túmulo funerario
destrozado por las inclemencias o un montón de huesos. Lo natural o lo artificial,
los fósiles animales o los restos humanos, todo está formado por disiecta membra,
grandes pedazos o pequeñas astillas de lo que en algún momento configuró una
totalidad discernible que se ha perdido.

A veces, cuando las piezas fragmentadas son expuestas de forma inteligente y


pensando en algo más que un interés turístico, los curadores de los museos
intentan mostrar cómo han sido realizada la composición, cuál ha sido la regla
formal seguida, qué jerarquía se ha aplicado, que cronología se ha seguido, y a
qué periodo o época corresponde cada pieza que la forma. No hay figura
(fragmento) que no se coloque respecto de un fondo (totalidad) y, a la inversa,
cada fragmento diseña su contexto de relación o significado. De modo pues que
una sección de antigüedades de un museo arqueológico como el de Turín enseña
sin demasiadas derivaciones inútiles algunas cuestiones relevantes que plantean
en general los fragmentos.
Voy a intentar enumerarlas.

a) ¿Qué es un fragmento? Cualquiera que sea el contexto, el fragmento carece de


identidad esencial, no es nada por sí mismo sino que “su ser”, por así decirlo, es
siempre devenido y su cualidad definitoria es derivada.

b) La mera postulación del carácter fragmentario de una pieza cualquiera implica


admitir que la totalidad a la que quizás pertenece ha existido alguna vez; pero esa
totalidad –un todo tenido como de origen o de referencia– es solamente probable
pero no necesariamente realizable.

c) Esta circunstancia autoriza a atribuir al fragmento una doble naturaleza, por


decirlo así. De una parte es componente de un cuerpo que lo sobrepasa y
comprende y, de otra parte, según el caso, puede ser pensado como una totalidad
discreta. Consideremos por ejemplo el trabajo de un pintor de ejercicios
cromáticos, como Paul Klee, o el de un compositor de divertimentos como Etik
Satie; o incluso el J. S. Bach del Canon. ¿Pertenecen sus piezas a un todo
reconocible? No. Y, sin embargo, ese todo indefinible es necesario para
identificarlas como obra de un mismo autor o asociarlas a cierto estilo. De hecho,
cualquiera de ellas es inmediatamente atribuible a su autor porque algo en ellas las
pone en relación recíproca. Sin embargo, estos fragmentos no son iguales a los de
una vasija hallada en un yacimiento arqueológico o al esqueleto incompleto de un
homínido de tiempos paleolíticos.

(¿O no será que son lo mismo?)

d) Que asignemos la condición de “fragmentos” a piezas han sido creadas


deliberadamente sin acabar, es decir, que no han devenido fragmentarias, puede
que sea venia poética o quizá una deriva de la interpretación, pero solo eso.
Agrupar como fragmentarias obras heterogéneas y más o menos desordenadas o
incompletas es válido siempre y cuando distingamos con relativa precisión que no
es lo mismo un papiro destrozado que un volumen de epigramas y aforismos o un
epistolario. (Por cierto, las cartas también pueden ser tenidas por fragmentos.)

e) Se requiere diferenciar, pues, algunos fragmentos que son “parte de” y otros que
existen porque han sido previamente discriminados; y otros, al fin, que son una y
otra cosa al mismo tiempo, como la llamada sentencia de Anaximandro o los
bocetos preliminares que realizó Pablo Picasso para componer su célebre
representación del bombardeo de Guernica durante la guerra civil española. Más
aún, la categoría es aún más problemática en casos tales como la última obra de
Miguel Ángel, la llamada Piedad Rondanini, expuesta en el Castillo Sforzesco de
Milán
cuya condición es indeterminable y casi aporética puesto que unos aseguran que
es una obra inacabada, otros que es un estudio desechado por el artista y otros
que es un ejercicio realizado por asistentes y abandonado por el maestro al
observar que la composición está notoriamente fuera de proporciones. La
escultura enseña además por su lado derecho un brazo perfectamente realizado
en medio de una talla sin definir, lo que supone tener que admitir que, en un
presumible alarde de modernismo (!), Miguel Ángel quizá haya tallado a propósito
un fragmento dentro de otro.

Desde luego, lo que sea –fragmentaria o no– la Piedad Rondanini, no podemos


saberlo; y esto es algo que sucede muy a menudo con las obras fragmentarias
que, por su propia naturaleza, desafían la interpretación. Conclusión harto
diferente de la que suscita un texto incompleto o incluso garabateado en el marco
de un papiro dañado por el paso del tiempo.

Sin embargo, en la medida en que los fragmentos remiten a su totalidad de


referencia, sea ésta conjeturada o comprobable, para establecer su propia
condición es preciso tratarlos como si fueran indicios de la totalidad original; y está
claro que cuando hablamos de fragmentos que son “parte de” necesariamente los
tenemos por signos. ¿Puede haber un fragmento que no sea parte de un todo?
Esta fue la pretensión de los primeros románticos alemanes; y no solo como rasgo
de identidad de cierto estilo. Su relevancia o el hecho de que discriminemos la
fragmentación –sobre todo si se trata de la prosa– como un estilo puede parecer
una de las muchas ocurrencias de los jóvenes románticos de Jena reunidos en
torno a los hermanos Augustus y Friedrich Schlegel y Novalis, todos ellos
conspicuos autores de piezas breves y fragmentarias, pero lo más correcto sería
advertir que la práctica de interpretar o reconstruir totalidades significativas a partir
de desperdicios, pequeños indicios, detritus, vestigios, huellas, o cualquier clase
de elementos menores, constituye una pauta que se consolida a finales del siglo
XIX y que el historiador Carlo Ginzburg llama paradigma indiciario. Según éste lo
importante de los fragmentos no es tanto que existan como tales sino que se los
considera como necesariamente significativos para la interpretación de lo que sea.
Ginzburg remonta los orígenes más remotos del paradigma indiciario a la técnica
cinegética, o sea, a las artes de rastreo del cazador, y apunta1 que coincide con la
decadencia del pensamiento sistemático y la consagración de la literatura
aforística que, según Ginzburg, es el síntoma de una sociedad en crisis y una
tentativa de formular juicios sobre el hombre y la sociedad sobre la base de
síntomas.2

Yo mismo me he ocupado de la fragmentación y del estilo fragmentario en otras


ocasiones3
y he discriminado en general cuatro tipos de indicios (fragmentos) de una totalidad
real o imaginada y no necesariamente efectiva.

a) Los fragmentos que excluyen a los demás y que figuran por haber sido incluidos
en una serie o una compilación o, en general, en un conjunto.
b) Los restos o proyectos inacabados, como las anotaciones que Rafael Sánchez
Ferlosio llama “pecios” en alusión a naufragios del sentido; o las esquelas que
guardaba Ludwig Wittgenstein en una caja de zapatos y que sus albaceas
denominaron Zettel.
c) Las partes desmembradas que el romanticismo alemán prefería como ejemplo
del “estilo” más moderno y que Nietzsche produjo sobre todo al final de su vida
intelectual.
d) Y, por último los ensayos y la prosa o la poesía episódicas y/o epigramáticas.

Desde la perspectiva de los modernos, el uso de la fragmentación, contra la


pretensión de los románticos alemanes, presupone una negativa del autor a ser
leído desde un estilo. Puesto que el recurso predilecto es el corte, la elisión, la
parábasis, no hay manera de establecer la pauta del estilo en una prosa o en
cualquier otra producción artística. Asimismo, desde la perspectiva de la recepción,
el lector moderno de fragmentos –por llamarlo así– no llega al sentido desde una
totalidad sino que lo concibe como la puesta en relación de piezas que, ya de
antemano, considera inarticuladas o dispersas, meros indicios que lo conducirán a
una meta siempre inacabada o desconocida. Al lector de fragmentos lo satisface la
incompletitud.
En cualquier caso, todo esto –y bastantes cuestiones más– son minucias, puesto
que el auténtico desafío que plantea la fragmentación –cosa que saben muy bien
quienes se dedican a recomponer textos antiguos– es cómo se llega a una verdad
a partir de piezas sueltas que (solamente) se presume que apuntan hacia ella.
Cabe recordar que si bien “Lo verdadero es el todo”, como sancionó Hegel bien al
comienzo del Prefacio de su Fenomenología del Espíritu4, Hegel además entendió
ese todo como resultado, es decir, como el final de un proceso que se trata
desentrañar. Por lo tanto, no es lo fragmentario lo que debe importarnos sino cómo
las piezas que lo forman llegan a constituir una totalidad (verdad).

Una lección más que, sin querer, nos enseña el Libro de los Muertos del museo
egipcio de Turín.

Madrid-Barcelona, abril de 2016

NOTAS

1. Ginzburg, Carlo. Mitos, emblemas, indicios: morfología e historia. Traducción de


Carlos Catroppi. Barcelona: Gedisa, 1989, p. 163.

2. Significativo es que “crisis” sea un término hipocrático y la obra de Hipócrates,


los Aforismos, recuperados en el siglo XVI en la obra política de Guicciardini y
Campanella, sea “fragmentaria” en el sentido moderno.

3. Con relación a Nietzsche, véase “Estilo, género, aforismo, fragmento” en Lynch,


Enrique. Dioniso dormido sobre un tigre: A través de Nietzsche y su teoría del
lenguaje. Barcelona: Destino, 1993; y con relación a Walter Benjamin "L'escriptura
en constelació" en Llovet, Jordi, ed. Walter Benjamin i l’esperit de la modernitat.
Barcelona: Barcanova, 1993.

4. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. Fenomenología del espíritu. Edición y


traducción de Manuel Jiménez Redondo. Valencia: Pre-Textos, 2007, p. 125.

http://www.ub.edu/las_nubes/archivo/18/fragmento-sintoma

18
Martin Heidegger

Sentido y analogía: el fragmento en el ensayo


Carlos Yannuzzi
La idea que quiero plasmar en este artículo sobre lo fragmentario es sencilla: su
éxito radica en representar de forma más exacta el sistema lógico de nuestro
lenguaje y, por tanto, de nuestro pensamiento. Pero para ello, primero,
consideremos estas cuatro citas:

1. “Antes de empezar a hablar sobre el fragmento, hay que decir algo sobre el
todo; de que, por tanto -independientemente de lo que s pueda decir sobre el
todo-, el fragmento es un no-todo”, Kazimierz Bartoszynski, Teoría del fragmento,
Ediciones Episteme, 1998, p.3.

2. “Fragmento: ya no la pieza caída de un conjunto quebrado sino el destello de lo


que no es ni inmanente ni trascendente.” Jean-Luc Nancy, El sentido de Mundo, La
Marca, 2003, p. 193.

3. “El modo fragmentario de la expresión, cualquiera que sea el lenguaje utilizado,


a menudo es oracular y oscuro, siempre ambivalente, porque responde a una
virtual representación del mundo y a un modelo de sabiduría que produce [el]
sentido que creemos más auténtico.” Enrique Lynch, Sobre el género fragmentario,
enero 1987.

4. “El giro a lo quebradizo y fragmentario es en verdad el intento de salvar el arte


mediante el desmontaje de la pretensión de que las obras de arte son lo que no
pueden ser y empero tiene que querer ser; el fragmento tiene ambos momentos.”
Theodor W. Adorno, Teoría estética, Akal, 2004, p. 253.
Como se ve a simple vista, el orden de estos fragmentos responde a la creación de
un sentido entre ellos. Vemos como se pueden articular por yuxtaposición, sin
tener un claro nexo entre final e inicio. Puede parecer una conclusión pueril,
aunque encierre la clave de nuestro proceder lógico: ordenar los significados de tal
manera que cobren un sentido, es decir, que sea comprensible para nosotros.

Al empezar a hablar sobre la expresión en fragmentos, uno puede caer en la treta


de intentar crear una poética de lo fragmentario, constituirlo como género y
sistematizarlo (o al menos, pretenderlo). Con frecuencia, esta arbitrariedad
conduce a estudiar lo fragmentario en el arte y en la literatura como si se tratara de
un catálogo estanco, pero el problema fundamental que esta parcela de la
producción intelectual nos presenta es su relación con el todo. Si Bartoszynski
tiene razón, y lo primero que se nos aparece ante un fragmento es que no es un
todo, entonces allí surge una primera clasificación, un orden de los objetos en los
que se reparte el mundo: aquellos que son unidades completas (conjuntos de
“todos”) y aquellos que no lo son. No obstante, los textos fragmentarios presentar
la particularidad de pertenecer a un conjunto sin todo-final reconocible; la literatura
no tiene todo, el conjunto de toda la literatura se compone de todas las obras
literarias que se han creado, que se están creando y se crearán. Por lo que la
relación del fragmento literario con el todo-literatura existe tantas veces como
cortes en ese todo se prefiguran: el todo de un libro puede estar fragmentado en
citas, máximas, párrafos; el todo de una saga en volúmenes sesgados; el todo de
una corriente literaria en un estilo retórico errático, etc. Dicho de otro modo, el todo
en literatura es falso. Y como todo antecedente falso, cualquier consecuente que
se le copule, dará un enunciado (cerrado, limitado y con sentido) verdadero. ¿Qué
consecuencias tiene esta constatación? Pues que no hay corte posible, no hay
todo más válido que otro. La literatura es todo fragmento y una totalidad; por ello
aceptamos alegremente que Zola cree “fragmentos de vida” en sus novelas que
son totalidades, que al mismo tiempo son fragmentos de una serie extensísima de
volúmenes frágilmente conectados. Lo que expresa (casi burlonamente) Barthes:
“la obra es un fragmento de sustancia, ocupa una pequeña parte del espacio de
los libros (por ejemplo, en una Biblioteca)” (Barthes, 1971: 220). La literatura se
puede leer siempre como fragmento de algo. Incluso las posibilidades de lectura
abren el campo de la fragmentación para el lector: ¡quién no ha leído a girones
clásicos que no conectaban con nuestra actualidad o bodrios contemporáneos con
tramas insufribles!

Lo curioso es que lo fragmentario se encuentra fácilmente en la escritura y aún con


más sencillez en la ficción. Pero las poéticas de lo fragmentario en la literatura
adolecen de falta de criterio o, mejor dicho, de falta de un todo concreto al que
oponerse, porque como dice Nancy: “todo fragmento, pero a decir verdad, sin
dudas, toda obra, y desde que hay obras (desde Lascaux), se deja abordar de una
y otra forma” (2003: 184). Ese crisol de perspectivas que hemos visto
anteriormente por el que se puede abordar la literatura, aniquila el todo.
Por eso, es más esclarecedor centrarse en el ensayo. El lenguaje es ese espacio
fructífero para lo fragmentario, porque es donde se juega el sentido. En el habla se
da la transmisión de mensajes entre emisores y receptores; en su versión escrita,
el sentido juega una función más determinante, pues hará efectiva la correcta
entrega de la información. Si en la literatura no hay modo “correcto” de entrega, en
lo ensayístico, en lo crítico, sí.

En primer lugar, y sin llegar a pretender poéticas y categorías del ensayo


fragmentario, hay que separar la presentación en fragmentos o el uso de un estilo
que evoca fragmentos, respecto de formas breves. Las máximas, los aforismos,
las sentencias, los apotegma, los axiomas son formas breves de expresión, que en
común tienen esa característica, pero que no tienen por qué estar relacionados
con lo fragmentario. ¿Por ejemplo, qué vemos de fragmentario en los aformismo
del que quizás sea el más famoso en este campo, el polaco Stanisław Jerzy Lec?
Absolutamente nada, los aforismos de Lec no tienen ninguna referencia a un todo
mayor, son en sí mismos un todo, y evidentemente, una parte del conjunto mayor
que es la obra del Barón de Lec. Sentenciar aforísticamente: "No os dejéis imponer
la libertad de expresión antes que la libertad de pensamiento", puede aflorar
numerosas reflexiones y exégesis, que los críticos más laboriosos habrán ya
tratado, pero desde luego, no hay una caracterización fragmentaria ni en el estilo ni
en el fondo. El ensayo fragmentario es otra cosa, es un estilo, una forma retórica.

¿Qué sucede cuando el estilo de los ensayos, de la crítica y de la filosofía se


vuelve fragmentario?

Si la defensa de Adorno por el arte fragmentario pasa por entender que “los
productos supremos del arte están condenados a lo fragmentario, a la confesión
de que tampoco ellos tienen lo que la inminencia de su figura asegura tener”
(2004: 125), es decir, que la perfección parece ser aquello que no está, pero de lo
que participa la obra de arte; en lo ensayístico es la verdad eso que no está y se
confiesa que está ausente. Esa es la humildad de la que habla Enrique Lynch. La
verdad fragmentada es la que se opone a la totalidad, a los sistemas. Por ello, el
fragmento encuentra su apogeo en el Romanticismo y su expansión en la
posmodernidad, porque el Romanticismo se construye sobre la lucha contra los
grandes sistemas filosóficos.
Se podría aducir sobre lo fragmentario, que justamente es un giro retórico del
ensayismo más contemporáneo que acerca a lo estético el decir sobre la verdad y
que busca a través de la experiencia estética dar sentido a un discurso con
pretensiones asertivas.
Así como la vivencia estética, en palabras de Gadamer, “actualiza una plenitud de
significado que no tiene que ver tan sólo con este o aquel contenido u objeto
particular, sino que más bien representa el conjunto del sentido de la vida” (2007:
107), el ensayo fragmentario se acerca a esa experiencia para favorecer el sentido
último, en detrimento del sentido formal de la unidad de significado lingüístico, es
decir, intercambia la retórica completa y compuesta perfectamente, por una más
desprolija y agresiva, porque confía en que allí se dará un sentido auténtico,
completo, en el que entra en juego el otro. Ese ejercicio retórico esconde en el
fondo, por tanto, un objetivo epistemológico: evocar la verdad.
Quizás el fragmento fue la carencia retórica que Heidegger y su proyecto
propedéutico no hallaron para poder comenzar, al final, la última filosofía. Pero es
lógico y con sentido, que las posturas de los ensayistas fragmentarios se asimilen
a las exigencias filosóficas requeridas para el Ser. Heidegger afirma:

el hombre no es un ser viviente que junto con otras facultades posee también el
lenguaje. Mas bien es el lenguaje la casa del ser en la que el hombre, morando,
exsiste, en cuanto guardando esta verdad, pertenece a la verdad del ser. (2000:
324)

Estas proposiciones, no son más que una re-enunciación del célebre leitmotiv: el
“lenguaje es la casa del ser”. Heidegger se cuida en afirmar que no todo lenguaje
(no todo decir) es válido para el Ser. El fundamento básico de este decir tiene
como característica especial la “falta de ser”, de este modo, el fundamento del que
habla le falta algo, está afectado de “no-ser”. Esto provoca que el Dasein, sea ahí,
arrojado y abocado a ser (2006: 42). Por ello, sostiene que el lenguaje permite
cuidar la “verdad del ser” al hombre en su existencia. Sólo cabrá resolver si para
Heidegger, como para los posmodernos y sobre todo, para los románticos, esta
existencia es fragmentaria también. Entonces, el sentido del fragmento se dará la
mano con el sentido del ensayo, pues por analogía la verdad que se enuncia
imitará la verdad de la vida, que -por decirlo en retórica heideggariano- en el
devenir se diluye y olvidamos su significado. Lo fragmentario permite completar en
cada caso el sentido de la verdad. Y el sentido (como ya hemos visto en otro lugar)
es todo lo que hay.

Barcelona, 28 de febrero de 2016

Bibliografía
Adorno, Th.W.; Teoría estética, Akal, Madrid, 2003.
Barthes, R.; “De l’oeuvre au texte”, Revue d’Esthétique, 1971, nº3, p. 220 en
Kazimierz
Bartoszynski, K.; Teoría del fragmento, Ediciones Episteme, Valencia, 1998.
Gadamer, H.-G.; Verdad y método. Ediciones Sígueme, Salamanca, 2007.
Heidegger, M.; Carta sobre el humanismo, Alianza. Madrid, 2000.
Heidegger, M.; Sein und Zeit. Max Niemeyer Verlag, Tubingen, 2006.
Nancy, J.-L.; El sentido del mundo, La Marca, Buenos Aires, 2003.

http://www.ub.edu/las_nubes/archivo/18/ensayo-analogia-fragmento
Detalle de El piano de P. Picasso

Indicios de una totalidad: el fragmento como


forma
David Torrella
Al acercarse percibieron, en una esquina del lienzo, el extremo de un pie
desnudo que salía de ese caos de colores, de tonalidades, de matices
indecisos, de aquella especie de bruma sin forma; un pie delicioso, ¡un pie
vivo! Quedaron petrificados de admiración ante ese fragmento librado de
una increíble, de una lenta y progresiva destrucción. Aquel pie aparecía allí
como el torso de alguna Venus de mármol de Paros que surgiera entre los
escombros de una ciudad incendiada..
Honore de Balzac, La obra maestra desconocida

Inconscientemente y sin teoría, en el ensayo como forma se deja sentir la


necesidad de anular también en el procedimiento del espíritu las
pretensiones de integridad y continuidad teóricamente superadas. (…) La
concepción romántica del fragmento como obra no completa sino que
procede al infinito mediante la autorreflexión defiende este motivo
antiidealista en el seno mismo del idealismo..
Theodor W. Adorno, El ensayo como forma

Y el final de la historia es esta pausa

Jaime Gil de Biedma

Hace ya algún tiempo estuve trabajando como vigilante de sala en el Museo


Picasso de Barcelona durante algo más de dos años contratado por una empresa
de servicios culturales. Entre los turistas que acudían en masa al museo y que
mayoritariamente preguntaban por el Guernica o la Gioconda, había algunos, los
menos y mejor informados, que te pedían por favor les indicaras en qué salas
estaban expuestas Las Meninas. Digo estaban en plural porque el museo le
dedicaba casi cinco salas a la interpretación que el pintor malagueño hizo de la
obra de Diego Velázquez.
Durante el año 1957 Pablo Picasso realizó 44 estudios del original de Velázquez a
los que añadió 9 escenas de pichones, 3 paisajes y 2 piezas de temática libre para
configurar lo que serían sus Meninas. Un visitante que se diera un paseo por las
últimas salas de la colección Sabartés podría contemplar todo tipo de variaciones
temáticas, cromáticas y compositivas de la obra e incluso se encontraría con una
pieza en la que Nicolasito Pertusato está tocando el piano.
La aparición del improvisado pianista no era ni mucho menos gratuita ya que
desde un primer momento Picasso concibió la serie como una suite, como una
danza, como un trabajo que debía más a la dinámica de una pieza musical que a
la rigidez de una colección pictórica:

Les meves Menines es mouran, es veurà que jo tenia pressa... Potser això és una
reminiscència del ballet Menines més que no pas de Velázquez (Palau i Fabre, pp.
83 y 84)1

Josep Palau i Fabre, gran amigo de Picasso, dedicó una ingente cantidad de
artículos al estudio de la obra del artista malagueño y en especial a Las Meninas.
Según Palau:

L'interès primordial de Les Menines no rau tant en el quadres per ells mateixos
(que seria limitar-lo a un interès estètic) com en l'encadenament i el pas d'un
quadre a l'altre (Palau i Fabre, p. 1000) 2

Como no era la primera vez que Picasso hacía algo parecido, todo apunta a que el
proyecto fue concebido como un work in progress donde el pintor iría dejando
constancia de todo el proceso de asimilación y posterior deconstrucción de la obra
original de Velázquez. Los diferentes ensayos y estudios que iban surgiendo
podían reseguirse como una serie articulada que dejaba al descubierto el proceso
de descomposición de la obra inicial, ya que con el nombre de Las
Meninas estamos designando a la vez la serie y la primera pieza. Así, como si de
una danza se tratara, a partir de un impulso el pintor iba desencadenando toda una
serie de movimientos fijados en otros tantos cuadros que constituían la obra en sí
independientemente de la pieza inicial.
Cada una de las variaciones formales que Pablo Picasso realizó para crear Las
Meninas daba lugar además a una obra perfectamente acabada destinada a
descubrirnos una parte de la obra inicial todavía no desvelada y no muy diferente
de cualquier otro cuadro de su etapa cubista. En el homenaje y crítica a Velázquez
que son Las Meninas cada personaje tenía una historia propia, cada escena unos
protagonistas diferentes, cada uno de los elementos del cuadro quedaba
emancipado de la pieza principal.
La serie se establecía por un lado como una sucesión de ensayos que a la postre
permitían al pintor descomponer una pieza “ideal” y, por otro, como todo un elenco
de cuadros independientes que el espectador podía disfrutar de forma unitaria sin
tenerla en cuenta. Así, todo el proceso de deconstrucción que Picasso realizó a
partir de Velázquez no habría resultado simplemente en material complementario
de menor valor en virtud de una pieza inicial más acabada y que sintetizara de
golpe todo lo hecho posteriormente, ni en una serie que tuviéramos que reseguir
de forma obligada a riesgo de perdernos algo. No creo equivocarme si digo que al
contemplar cada una de las piezas que integran la colección nos sobreviene una
sensación de fragmentariedad en la obra. A destacar aquí que la concepción de
esbozo o fragmento de cada uno de estos cuadros la tenemos tan solo porque
sabemos de la existencia de la obra primera, más grande en formato y que parece
contener elementos de todas las otras restantes.
Llegados a este punto convendría precisar que en ningún caso estamos diciendo
que la obra de Picasso o en concreto Las Meninas sea una obra fragmentaria per
se. Lo que intentamos aclarar desde un inicio es que la forma como nos ha llegado
dicha obra, la manera como la recibimos como espectadores, ya sea por voluntad
del propio artista o del museo que decide exponer la obra de una u otra manera, sí
que es fragmentaria. De esta manera, si el retrato de Jacqueline o los cuadros de
los pichones se nos hubiesen presentado separados del resto, nunca hubiésemos
tenido la sensación de parcialidad que sobreviene cuando uno a uno vas viendo
los cuadros.
Ya Friedrich Schlegel muchos años antes exponía este problema de perspectiva
juzgando rotundamente que “en poesía todo lo que está acabado puede estar
incompleto, y todo lo incompleto formar, en realidad, algo acabado” (Fragmento 14
del Athenaeum; Schlegel, p.29). En un sentido u otro, según se desprende de las
palabras de Schlegel, y luego volveremos sobre ello, el único punto de partida
válido para considerar el fragmento y lo fragmentario sería el todo, la unidad.
Una cosa está clara sin embargo del ejemplo de Las Meninas: desde un inicio el
pintor quería que la obra fuese integrada de forma seriada por diferentes cuadros y
precisamente por ese hecho se nos ofrecen dos perspectivas sobre la misma: una
total (encarnada en la primera pieza sobre todo) y una parcial o fragmentaria
(constituida por la serie de cuadros posteriores). Tanto si nuestra experiencia es en
un sentido u otro, una pregunta queda en el aire…

II

¿De qué depende que consideremos una obra como fragmentaria? Cuando
hablamos de un supuesto género o estilo fragmentario en las artes o en literatura o
cuando queremos hacer un distinción entre aquellas obras que son fragmentarias y
aquellas que no lo son, muchas veces no tenemos en cuenta algo tan obvio y que
debiera ser el punto de partida de cualquier consideración que sobre la materia
queramos hacer, a saber, que cuando hablamos de fragmento lo estamos
haciendo de un pedazo de algo: el fragmento se opone irremediablemente a una
totalidad que se nos puede presentar de forma velada o explícitamente.
Así como muchas veces no podemos aprehender (por un problema de tiempo) una
novela en su totalidad, ver un edificio (por un problema de perspectiva) en toda su
altura o comprender una idea (por un problema de complejidad) en toda su
profundidad, sí que podemos hacerlo capítulo a capítulo, piso a piso o punto de
vista a punto de vista. De la misma manera no podemos llegar a captar la
fragmentariedad en un objeto, teoría u obra si no podemos hacernos una idea por
vaga que sea de la totalidad que la englobaría, si no la concebimos como parte de
algo más vasto.
El crítico polaco Kazimierz Bartoszynski en su artículo Teoría del fragmento da una
explicación bastante precisa y sencilla de cómo abordar cualquier consideración
que sobre la cuestión se quiera hacer:

Como punto de partida adoptemos la tesis de que, antes de empezar a hablar


sobre el fragmento, hay que decir algo sobre el todo; de que, por tanto –
independientemente de lo que se pueda decir sobre el todo-, el fragmento es un
no-todo (Bartoszynski, p. 5).

Según Bartoszynski, la fragmentación puede presentarse de muchas formas y


puede abarcar aspectos muy diversos de la obra y es por ello que a veces se
puede dudar al efectuar una catalogación en un sentido u otro. En el caso de Las
Meninas, como veíamos antes, Picasso introdujo en la serie de forma casi
humorística o anecdótica 14 cuadros que poco o nada tenían que ver con el resto
ni con el original de Velázquez: los oleos de los palomares, los tres paisajes, el
retrato de Jacqueline y el anteriormente citado piano. Cada uno de estos
subgrupos podía considerarse de forma independiente aunque quiso el pintor
formaran parte de la misma serie.
Para Bartoszynski este tipo de fragmentación que afecta la temática y más
específicamente la estructura de la obra se caracterizaría porque:

Cuando se escoge o se recorta un fragmento, existen al lado de él, evidentemente,


otras partes de la obra y el fragmento constituye aquí una partícula real del todo. El
llamarle fragmento precisamente a esa partícula es la forma de empleo de este
término que se encuentra con la mayor frecuencia y que no plantea problema. En
cambio, en la situación del fragmento como parte de un texto desaparecido o
inaccesible, su parcialidad tiene un carácter exclusivamente potencial, mientras de
facto él existe como un todo (Bartoszynski, p. 10).

El segundo tipo de fragmentación accidental del que nos habla Bartoszynski puede
ser definido como un “indicio, síntoma o huella de cierto hecho como la pérdida de
la obra o la imposibilidad autoral de concluirla” (Bartoszynski, p.10). Si en este
caso el fragmento nos viene dado junto con la imposibilidad de acceder a la obra
completa ya que ésta se ha perdido, destruido o extraviado, otras veces será el
mismo autor el que por voluntad propia juegue a perder, destruir o extraviar la
parte restante que en todo caso seguirá existiendo dentro su horizonte creativo:

Muchas obras de los antiguos se han convertido en fragmentos. Muchas obras de


los modernos lo son desde su nacimiento (Schlegel, p. 64).

Es precisamente este último tipo de fragmentación, que sitúa perfectamente


Friedrich Schlegel en el fragmento 24 del Athenaeum, que quiere ser por voluntad
propia ruina, despojo o material de desecho el que más ampliamente cultivaron los
románticos alemanes. El perfeccionamiento de una estética del fragmento ha sido
estudiado repetidamente a lo largo de la historia de la crítica moderna. Philippe
Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy nos hablan por ejemplo de la “exigencia
fragmentaria”.
Para los dos autores franceses aunque el fragmento fue el género romántico por
excelencia, éste no fue una invención propiamente dicha del Círculo de Jena.
Según Lacoue-Labarthe y Nancy, el género fragmentario tiene sus antecedentes
en Chamfort y en toda la tradición de moralistas franceses y británicos que llegará
a su zénit con Michel de Montaigne y sus Essais:

El fragmento es, asimismo, un término literario: durante el siglo XVIII,


”Fragmentos “. Es decir, con bastante exactitud en cuanto a su forma, ensayos a la
manera de los de Montaigne. El fragmento designa un tipo de exposición que no
aspira a la exhaustividad y corresponde a la idea sin duda específicamente
moderna de que lo inacabado puede o incluso debe ser publicado (o aun a la idea
de que lo publicado nunca está acabado…). Así, el fragmento se delimita a través
de una doble diferencia: si por un lado no consiste en un puro trozo, tampoco
coincide, por otro, con ninguno de esos términos-géneros que han utilizado los
moralistas: pensamiento, máxima, sentencia, opinión, anécdota, nota. Ellos aspiran
a un acabamiento en la confección misma del “trozo”. El fragmento, por el
contrario, comprende un inacabamiento esencial (Lacoue-Labarthe y Nancy, p. 86).

Para Friedrich Schlegel, por ejemplo, el fragmento no es análogo al aforismo


puesto que éste último es, como unidad significativa, completamente coherente por
sí mismo. El fragmento no goza en ningún caso de la misma unidad o acabado.
Para Schlegel en su famoso fragmento 206 del Athenaeum:

Como una pequeña obra de arte, un fragmento debe estar aislado del mundo que
lo rodea y ser, en sí mismo, acabado y perfecto como un erizo (Schlegel, p. 105).

El fragmento antes que nada será individuación para los románticos alemanes (la
metáfora del erizo es en este sentido bastante elocuente). Éste se caracterizará
por la ruptura o el aislamiento respecto a la totalidad. Según Lacoue-Labarthe y
Nancy, “la obra fragmentaria no es ni directa ni absolutamente la Obra. Y, sin
embargo, es en su relación con la obra donde hay que captar su individualidad
propia” (Lacoue-Labarthe y Nancy, p. 88).
Así, recuperando las palabras de Schlegel que proponían a la poesía como parte y
todo a la vez, el fragmento funciona simultáneamente como un resto de
individualidad y como individualidad propiamente dicha. Es por este motivo que
sus definiciones pueden ser muchas veces contradictorias. A como conjugar estas
dos acepciones del fragmento dedicará gran parte de su actividad crítica el Círculo
de Jena:

Las precauciones que era necesario tomar para abordar exteriormente el


fragmento suponen plantear que se trata de un género o una forma precisos,
determinados, vinculados con los propósitos y el proyecto general del Sistema. Sin
embargo, ninguno de los románticos ha proporcionado, en lugar alguno, una
definición del fragmento que permita darle un contenido a ese marco. Hay que
volver al ejercicio de los fragmentos para tratar de captar su naturaleza y su
apuesta (Lacoue-Labarthe y Nancy, p. 85).

Para ver como los jóvenes románticos alemanes del Círculo de Jena superan la
dicotomía entre la parte y el todo hay prestar atención al concepto
de witz, entendido éste como ingenio pero también como descubrimiento, como
producto de la reunión heterogénea de materiales, de la pluralidad de géneros u
obras. El witz es entendido por los románticos como una facultad del espíritu,
como un saber inmediato, absoluto, parecido a la poesía.
Con el witz podemos volver por última vez a Picasso y a sus Meninas, en concreto
y de nuevo al piano. Palau i Fabre nos explica como el pintor topa casi por
accidente con la imagen que vemos encabezando este artículo:

Segons Picasso, la imatge del piano, en plena aventura de Les Menines, se li va


imposar. De fet, es tracta d'un collage interior. Els elements detectables
d'aquest collage són tres:

1. El record de la cava Toglione, de Roma, on els ballarins de Diaghilev assajaven,


amb el piano, els ballets.
2. El record de l'actitud de Nicolasico Pertusato posant el peu sobre el gos en el
quadre de Velázquez.
3. La presència, al costat de Picasso, en el moment que pinta, del seu gos salsitxa
anomenat Lumb (Palau i Fabre, pp. 86 y 87)3

El witz se presenta aquí comoun modo de obrar que conjuga perfectamente


cualquier forma de creación artística (es el modo verdadero como se conduce el
espíritu humano) con el genio individual. La ocurrencia, la libre asociación de
ideas, el feliz encuentro de una nueva forma o verso servirá a los románticos
alemanes para configurar toda una teoría estética que sirva de contrapunto a los
grandes sistemas filosóficos que por otro lado tan bien leyeron.

III
Kazimierz Bartoszynski se hacía eco en su libro Teoría del fragmento de unas
declaraciones que el crítico alemán Walter Hilsbecher utilizaba para explicar la
suerte de lo fragmentario en nuestra época:

Los tiempos de gran tensión tienen en el dominio espiritual una tendencia al


fragmento (Bartoszynski, p. 3).

Al contrario que Balzac en el epígrafe que encabeza este artículo, Hildsbecher


caracterizaba el fragmento como algo propio de los tiempos revueltos. La idea no
es nueva, muchas veces se ha identificado el fragmento (ya en su momento de
eclosión romántica) con lo desordenado, con lo inacabado o lo roto. Lejos de
contradecir esta opinión pero también lejos de afirmar con Balzac que el fragmento
(el pie que sobresale de esa amalgama de colores y formas) es aquello único que
se ha salvado del desastre, lo único que podemos asegurar es que si por algo se
caracteriza la experiencia fragmentaria es por su forma inasible y por la constante
sensación de parcialidad que de ella emana.
Cabría recordar en este punto que la fundación del círculo de Jena y de la
revista Athenaeum se produce no muy alejada en el tiempo de la aparición de
la Phänomenologie des Geistes de Hegel. Parece ser que la exigencia
fragmentaria de la que nos hablaban Lacoue-Labarthe y Nancy no era tal y si en
cambio una voluntad por parte de los jóvenes escritores del Círculo de Jena de
distanciarse de sus maestros y rivales.
Emmanuel Carrière en su novela sobre Eduard Limónov, opinaba que ir a la guerra
no es una cuestión de virtud sino de gusto. De la misma manera, siguiendo a
Schlegel, podríamos decir que la fragmentariedad solo podemos afrontarla como
un problema de perspectiva o de gusto: la supuesta fragmentariedad (o no) de una
obra, no es sino la opción estética de la que se vale el artista para hacernos llegar
su trabajo de una forma muy determinada.
En una de las mejores escenas de Game of Thrones, nos encontramos frente al
trono de Hierro, el trono real de los monarcas de Westeros, el continente
imaginario donde se desarrolla gran parte de la serie. Dos de sus personajes más
importantes, los consejeros Lord Varys y Lord Baelish se enzarzan en una
discusión sobre el futuro del imaginario reino y sobre lo que más convendría a éste
y a su rey. “Chaos. A gaping pit waiting to swallow us all” defiende el conservador
Varys, preocupado sobre todo por el mantenimiento del orden y sistema vigentes.
“Chaos isn't a pit. Chaos is a ladder” le replica el independiente y escurridizo
Baelish, algo más preocupado por escalar socialmente y amasar títulos y fortuna.
Que veamos un contratiempo o una oportunidad en el caos y por ende en lo
fragmentario tan solo depende de nuestro punto de vista. Escoger en un sentido u
otro no será ontológicamente vinculante más que para uno mismo y para su obra
(en el caso del artista). Si un escritor, dado el caso, escoge presentar su novela
como una acumulación (caótica) de fragmentos o como una exposición total
(virtual) de los hechos que allí se narran, podremos criticarle muchas cosas pero
no que no haya sabido captar el signo de los tiempos.
El otro día ojeando la prensa topé con un artículo que el periodista italiano Carlo
Frabetti dedicaba a una persona muy popular en la vida pública actual. Frabetti se
lamentaba de que la persona en cuestión se hubiera retractado de unas palabras
que ella misma había pronunciado sobre la tortura de estado en las sociedades
“civilizadas”. El texto decía así:

¿Qué pensaríamos de alguien que aceptara las dos premisas de un silogismo y


negara su conclusión? Alguien que dijera, por ejemplo: “Todos los hombres son
mortales; Sócrates es un hombre; pero Sócrates no es mortal”. Pensaríamos, con
toda razón, que, una de tres: o está loco, o es un discapacitado mental, o nos está
tomando el pelo… Pero, por increíble que parezca, este tipo de aberraciones
intelectuales están a la orden del día, y si bien en el caso de los políticos de oficio
y beneficio está claro que se trata de una perversión consciente y deliberada,
cuesta creer que todos los que incurren en la grosería del cogitus interruptus sean
locos, farsantes o descerebrados. La explicación de este preocupante fenómeno
hay que buscarla, al menos en parte, en la imagen fragmentada, discontinua
-discreta, en el sentido físico-matemático del término- que de la realidad nos
ofrecen los medios de comunicación y el propio discurso dominante que vehiculan.
El videoclip y el spot publicitario son los paradigmas de la comunicación moderna
(o posmoderna), comprimida y sincopada, veloz y efímera. La información se
recibe por ráfagas dispersas e inconexas; los eslóganes y las consignas sustituyen
a la reflexión ética y política… En consecuencia, el pensamiento mismo tiende a
fragmentarse, a perder unidad y coherencia, y la presión social (cuando no el
terrorismo de Estado) hace el resto: los dos sentidos del término “discreción”
(discontinuidad y prudencia) confluyen y se refuerzan mutuamente, actúan de
forma sinérgica como inhibidores de la razón4

La caracterización que hace el italiano de la deriva fragmentaria en la que ya hace


unas décadas está inmersa nuestra vida pública y privada es bastante elocuente.
Tan solo un apunte a las palabras de Frabetti: es de agradecer que evitando un
nuevo caso de “visión y ceguera” tan común entre algunos intelectuales y
comunicadores, el periodista haya mencionado en su argumentación, en un gesto
de auto-crítica, el decisivo papel que los medios de comunicación han jugado a
nivel global fomentando dicha deriva con su forma parcial y arbitraria de informar.
Pareciera que más que dar una visión objetiva del estado del mundo, quisieran
enterrarnos como diría Balzac bajo los escombros de una ciudad incendiada.

Barcelona, 5 de abril de 2016

NOTAS

1 Mis Meninas se moverán, se verá que yo tenía prisa... Tal vez esto es una
reminiscencia del ballet Meninas más que de Velázquez.
2 El interés primordial de Las Meninas no recae tanto en los cuadros por sí mismos
(que sería limitarlo a un interés estético) como en el encadenamiento y el paso de
uno a otro.

3 Según Picasso, la imagen del piano, en plena aventura de Las Meninas se le


impuso. De hecho, se trata de un collage interior. Los elementos detectables de
este collage son tres:
1. El recuerdo de la cava Toglione, de Roma, donde los bailarines de Diaghilev
ensayaban, con el piano, los ballets.
2. El recuerdo de la actitud de Nicolasico Pertusato poniendo su pie sobre el perro
en el cuadro de Velázquez.
3. La presencia, al lado de Picasso, en el momento que pinta, de su perro
salchicha llamado Lumb

4 Fragmento del artículo “Jueces contra la democracia (carta abierta de Carlo


Frabetti a Manuela Carmena) aparecido en eldiario.es el día 12 de febrero de
2016.

Obras citadas

BIBLIOGRAFÍA

Adorno, Theodor Wiesengrund. Notas sobre literatura, obra completa 11.


Traducción de Alfredo Brotons Muñoz. Madrid: Akal, 2003.
Bartoszynski, Kazimierz. Teoría del fragmento. Traducción de Desiderio Navarro.
Valencia: Ediciones Episteme S.L., 1998.
Lacoue-Labarthe, Philippe / Nancy, Jean-Luc. El absoluto literario, teoría de la
literatura del Romanticismo alemán. Traducción de Cecilia González y Laura
Carugati. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2012.
Palau i Fabre, Josep. Obra literària completa II: Assaigs, articles i memòries.
Barcelona: Galaxia Gutenberg / Cercle de Lectors, 2005.
Schlegel, Friedrich. Fragmentos. Traducción de Pere Pajerols. Barcelona: Marbot
Ediciones, 2009.

http://www.ub.edu/las_nubes/archivo/18/indicios-totalidad
Viajeros por los islotes: Sobre la escritura
fragmentaria
Pepa Medina
El pensamiento del universo y de su armonía es para mí uno y todo; en este
germen veo una infinidad de buenos pensamientos, y siento que sacarlos a
la luz y darles forma es el auténtico destino de mi vida.
(Friedrich Schlegel. “Poesía y filosofía” en Sobre la filosofía (1799).
Traducción de Diego Sánchez Meca y Anabel Rábade. Madrid: Alianza, 1994,
79).

El habla del fragmento ignora la suficiencia, no basta, no se dice en miras a


sí misma, no tiene por sentido su contenido. Pero tampoco entra a
componerse con otros fragmentos para formar un pensamiento más
completo, un conocimiento de conjunto. Lo fragmentario no precede al todo
sino que se dice fuera del todo y después de él.
(Maurice Blanchot. El diálogo inconcluso. Traducción de Pierre de Place.
Caracas: Monte Ávila, 1970, 43).

La escritura instaura sentido sin cesar, pero siempre acaba por evaporarlo:
procede a una exención sistemática del sentido. Por eso mismo, la literatura
(sería mejor decir la escritura, de ahora en adelante), al rehusar la
asignación al texto (y al mundo como texto) de un “secreto”, es decir, un
sentido último, se entrega a una actividad que se podría llamar contra
teológica, revolucionaria en sentido propio, pues rehusar la detención del
sentido es, en definitiva, rechazar a Dios y a sus hipóstasis, la razón, la
ciencia, la ley.
(Roland Barthes. El susurro del lenguaje. Traducción de C. Fernández
Medrano. Barcelona: Paidós, 2009, 81).

Il faut toujours penser l’Écriture en termes de musique.


(Barthes. La Préparation du roman. I et II, Cours et seminaries au Collège de
France,1978-1979).
I

En este artículo haré una breve reflexión sobre el concepto de fragmento y la


escritura fragmentaria, tomando el fragmento como un texto al modo como lo
concibe Roland Barthes, a saber: como un espacio de lenguaje plural, de múltiples
dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna
de las cuales es la original. Un texto plural no significa que tiene varios sentidos
sino que “realiza la misma pluralidad del sentido”1, es un tejido de citas cuyas
fuentes provienen de los mil focos de la cultura. Comenzaré, en primer lugar, por el
contexto del romanticismo temprano de Jena (Friedrich Schlegel y Novalis) por su
interés en explorar las posibilidades de la escritura fragmentaria en el campo de la
filosofía y la literatura, cuya influencia se hizo notar en filósofos, poetas y escritores
posteriores como, por ejemplo, Friedrich Nietzsche, Walter Benjamín, Adorno,
Maurice Blanchot, E. M. Cioran, Roland Barthes, etc.; en segundo lugar, revisaré la
crítica de Blanchot a Schlegel y al pensamiento romántico, para diferenciar el
concepto de fragmento de lo fragmentario. La diferencia entre ambas nociones nos
permitirá trazar algunos hitos de la concepción de escritura fragmentaria que
propone Blanchot y Barthes.

II

El poeta Fernando Pessoa dijo que somos como “islas en el mar de la vida”. Así
como toda isla está rodeada por el mar, que la une y la separa de otras islas,
también nosotros vivimos rodeados de discursos y de textos, lo cual significa que
hay “relaciones dialógicas entre los textos y dentro de los textos”2, que podemos
navegar por el mar de los signos, recorrer ese espacio de la escritura, entrar en
diálogo con los pensadores, en esta compleja interrelación entre “el texto, como
objeto de estudio y reflexión, y el contexto como su marco creado (pregunta,
objeción, etc.)”3. Intertextualidad es el términoacuñado por Mijaíl Bajtínpara hablar
de la relación que un texto (oral o escrito) guarda con otros textos (orales o
escritos), ya sean contemporáneos o anteriores. En la misma línea, George
Steiner4 considera que el hacer de la comunidad humana está fundada en otro
hacer suyo; el que escribe convoca sin tener en cuenta la cronología otras voces y,
diciendo con su escritura, conjurará a un sucesor. Quizás la fantasía artística, sólo
“recombina, des-ordena, hace un mosaico de formas, materiales y elementos que
de hecho ya están ahí”5. Como lectores y productores de textos, estamos
implicados en una práctica de lectura y escritura con tareas muy variadas: algunos
de ellos pueden conducirnos a una reflexión, otros nos permiten leer y soñar. Hay
textos, cuya potencia y fuerza se determina porque provocan en nosotros el deseo
de decir con la escritura una palabra singular.
Para Barthes,un fragmento escomo un islote que proporciona placer o goce al
sujeto que lo lee. Islote, es el significante metafórico que utiliza para hablar del
texto, como Blanchot utiliza el término “islas de sentido” para hablar de
determinades frases poéticas. Los fragmentos son así textos de menor o mayor
extensión y -como los islotes-, se distinguen entre sí por el corte, por la falta de
continuidad de la materia de los signos que permite separarlos. A partir de esta
definición del término “texto” y de considerar el fragmento como tal, me ha surgido
la imagen de un rosal que permite entender la conexión. Observemos esta
fotografía:

Vemos una rosa semi-abierta, junto a capullos por abrir. Cada rosa es una unidad
con sus componentes conectados entre sí; el rabillo del tallo cumple la función de
sostener e individualizar cada rosa y diferenciarla de las demás, pero a la vez, la
multiplicidad de tallos a partir de un tronco común, permite que se puedan no sólo
delimitar, sino también conectar para que entre ellas haya una relación. ¿No
resulta adecuada esta imagen para hablar de lo Uno y lo múltiple?¿de
la diferencia como la no identidad de lo mismo? Esta idea de conexión también la
podríamos aplicar, por analogía, a la concepción de la reflexión de los románticos
tempranos, que entendían “la infinitud de la reflexión como una infinitud de
la conexión”6,en la que todo debía conectarse de modo infinitamente múltiple,
sistemático. También puede ser una imagen sugerente para pensar
la intertextualidad en la que está inserto todo texto.

III

T. W. Adorno7 sostiene que fueron los románticos los que conciben el fragmento
como “obra no completa sino que procede al infinito mediante la autorreflexión”.
Los románticos defendían un motivo antiidealista en el seno mismo del idealismo.
En otro ensayo considera el fragmento como forma filosófica que retiene en su
seno algo de aquella “fuerza de lo universal que se pierde en el proyecto integral”8.
De modo más romántico que hegeliano, Adorno defiende una concepción del
espíritu estético como fragmentación de una unidad siempre buscada9. La primera
pareja de conceptos que aparecen en la Teoría estética: el todo y las partes
(unidades, momentos) son puestos en tensión para formular esta relación.
La escritura fragmentaria es la forma propia del proyecto romántico, segmento de
algo futuro indefinidamente en devenir. Los románticos prestaban particular
atención a la fase inicial del producto poético como ocurrencias ingeniosas
surgidas en un momento de inspiración que van a constituir el inicio fragmentario
de un todo más amplio. Entramos en el espacio de la creación, ante procesos
creadores y ante productos que se presentan como resultado de una reflexión.
Schlegel toma de Novalis la idea de considerar los fragmentos como semillas,
capaces de provocar un sentimiento o una intuición. Se trata de conjeturas,
ocurrencias ingeniosas, indicios de ideas. Así expresa Schlegel este pensamiento
en uno de sus Fragmentos:

Una ocurrencia ingeniosa (witziger Einfall) es una descomposición de materias


espirituales que, por lo tanto, antes de la súbita separación, tenían que estar
íntimamente mezclados. Es preciso que la imaginación esté saturada de todo tipo
de vida, para luego, electrificarla mediante la fricción provocada por la libre
sociabilidad, de modo que el estímulo provocado por el más leve contacto, ya sea
amistoso u hostil, pueda arrancarle chispas fulgurantes y rayos luminosos, o
descargas sonoras10.

Sobre la poesía romántica -escribió Schlegel en su conocido Fragmento 116- que


”su verdadera esencia es que sólo puede devenir eternamente, sin alcanzar nunca
el carácter consumado”. La sistematización no se comprende en tal caso como
totalización, como suma de elementos, sino como coexistencia libre de una
pluralidad en la que los elementos están presentes unos a otros, es decir, se
organizan limitándose y relacionándose entre sí. A diferencia del absolutismo
dogmático del tratado, la coexistencia plural de los fragmentos expresa la
relativización continua de las formas en las que cada individualidad se expresa.
Para Schlegel los fragmentos, además de una forma de expresión, son la única
posibilidad de manifestar su pensamiento; constituyen el anti-sistema o lo
asistemático por excelencia, cristalizando el proceso de pensamiento que, en su
fundamento, es fragmentario.

Walter Benjamin en El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán ha


sido el primero en destacar el carácter de la teoría del arte en el romanticismo
como “un médium de la reflexión y de la obra: como un centro de la reflexión”11.
“Toda obra es por necesidad incompleta respecto al absoluto del arte, o –lo que
significa lo mismo- es incompleta respecto a su propia idea absoluta12. Para
Schelegel, lo absoluto era el sistema bajo la figura del arte. La reflexión, que antes
se pensaba como arte, sería absolutamente creativa, llena de contenido. Sin
embargo, -señala Benjamín en su crítica a Schlegel-, que si el arte como medio
absoluto de la reflexión es la concepción sistemática fundamental del periodo
del Athenäum, constantemente está sustituido por otras denominaciones que
provocan una desconcertante pluralidad de su pensamiento. Lo absoluto aparece
con términos como formación, armonía, genio o ironía, como religión,
como organización o como historia. Y esto, le hace concluir que en el período
del Athenäum, Schlegel no pudo alcanzar una plena claridad sobre su intención
sistemática:
Los pensamientos sistemáticos no poseían entonces preeminencia en su espíritu,
y esto conecta por un lado con el hecho de que adolecía de la fuerza lógica
suficiente para elaborarlos a partir de su entonces todavía rico y apasionado
pensamiento, y por otro con el que no comprendía el valor sistémico de la ética. El
interés estético prevalecía sobre todo13.

IV

Blanchot, en El Athenäum14, considera que una de las intuiciones más válidas de


Novalis fue la sospecha de que para cumplir la tarea artística que se proponían era
necesario hacer la búsqueda de una forma nueva de escritura, como un arte
nuevo, el del fragmento. Esta exigencia de un habla fragmentaria que movilice el
todo interrumpiéndolo y por los diversos modos de la interrupción, es lo que hace
decir a Schlegel que sólo los siglos futuros sabrán leer los “fragmentos” o bien a
Novalis: “El arte de escribir libros aún no se ha descubierto, pero está a punto de
serlo: fragmentos como estos, son semillas literarias”15.
La crítica de Blanchot a Schlegel se centra en su forma de concebir el fragmento
exclusivamente sobre la base del modelo del aforismo, ya que “al aislar el
fragmento de lo que le rodea, como un erizo, lleva el fragmento hacia el aforismo,
que es “cerrado y limitado”16. Esta alteración tal vez inevitable equivale –para
Blanchot-:

1.- A considerar el fragmento como un texto concentrado, que tiene su centro en sí


mismo, y no en el campo que constituyen con él los otros fragmentos; 2.- A omitir
el intervalo (espera y pausa) que separa los fragmentos entre sí y hace de esta
separación el principio rítmico de la obra en su estructura; 3.- A olvidar que esta
manera de escribir no tiende a hacer más difícil una vista de conjunto o más
sueltas las relaciones de unidad, sino a hacer posible nuevas relaciones que se
exceptúan de la unidad, como exceden el conjunto17.

En un ensayo para la Revue Internationale, Blanchot distingue cuatro tipos de


fragmento:
1) El fragmento que no es sino un momento dialéctico de un conjunto más vasto.
2) La forma aforística, concentrada, oscuramente violenta que, en calidad de
fragmento, ya es completa. El aforismo es etimológicamente el horizonte, un
horizonte que circunscribe y que no abre.
3) El fragmento ligado a la movilidad de la búsqueda, al pensamiento viajero que
se realiza mediante afirmaciones separadas y que exigen la separación
(Nietzsche).
4) Por último, una literatura de fragmento que se sitúa fuera del todo: una palabra
que libera al pensamiento de ser sólo pensamiento con vistas a la unidad o, dicho
de otro modo, que exige una discontinuidad esencial. En este sentido, toda
literatura, sea breve o infinita, es el fragmento con tal de que libere un espacio de
lenguaje en el que cada momento tendría por sentido y por función hacer
indeterminados todos los otros, o bien (es la otra cara) donde está en juego alguna
afirmación irreductible a todo proceso unificador.

La escritura que le gusta explorar a Blanchot, es la descrita en último lugar, y para


ello se vale de la la noción de “fragmento” elaborada por los románticos, y la
distingue de “lo fragmentario”, que a diferencia del aforismo, como escritura
precisa y concisa, queda abierto a una diversidad de lecturas e interpretaciones.
La diferencia entre ambos conceptos la formula en los siguientes términos:

Quien dice fragmento, no sólo debe decir fragmentación de una realidad ya


existente, o momento de un conjunto aún por venir. Esto es difícil de considerar
debido a esa necesidad de la comprensión según la cual no habría conocimiento
sino del todo, lo mismo que la vista es vista de conjunto. De acuerdo con esta
comprensión, sería preciso que allí donde hay fragmento haya designación
sobreentendida de algo entero que anteriormente fue tal o posteriormente lo será
(…) Así nuestro pensamiento está encerrado entre dos límites: la imaginación de la
integridad sustancial, la imaginación del devenir dialéctico. Pero, en la violencia del
fragmento y, en particular, esta violencia a la que podemos acceder por René Char,
se nos brinda una relación muy distinta, al menos como una promesa y como una
tarea18.

Fragmentario: no quiere decir ni el fragmento, parte de un todo, ni lo fragmentario


en sí mismo. El aforismo, la sentencia, máxima, cita, pensamientos, temas, frases
hechas están quizás más lejos del discurso infinitament continuo, cuyo contenido
es “su propia continuidad”, continuidad que no está segura de sí misma más que
mostrándose como circular y sometiéndose, con dicho giro, a la precondición de un
retorno, cuya ley está afuera, afuera que es fuera-de-ley19.

En su intento de salir de la concepción del fragmento como parte de un todo y abrir


la perspectiva de lo fragmentario, Blanchot se apoya en la escritura del poeta René
Char. Parte de la idea de que hablar es reconocer que el habla es plural,
fragmentaria, discontínua, breve, capaz de mantener la diferencia; que ha de
decirse sin desarrollarse. Como los verdaderos pensamientos no se desarrollan,
por eso la obra fragmentaria renuncia al acto de componer y sale a la búsqueda de
una forma nueva de escritura20. El fragmento es como una promesa y como una
tarea.
El análisis lingüístico que hace de la poesía de René Char, como por
ejemplo, Hojas de Hipnos, o Lettera Amorosa, le permite encontrar algunos rasgos:
es una poesía abierta al sentido, cuyas frases, consideradas como islas de
sentido, están más que coordinadas, colocadas unas junto a otras. Por lo general,
sus poemas no se someten a la división en versos; por tanto, su vehículo
expresivo es la prosa poética. De este modo, la imagen paradójica, los aforismos,
las metáforas se van enhebrando en la sintaxis de la frase, imponiendo así un
ritmo interno que confiere el sentido. Esta forma de combinar los signos lleva al
lector a “jugar” sin buscar un sentido estable que estaría contenido en el interior del
texto, sino proyectándose fuera del texto, en la vecindad de los fragmentos. René
Char escribe un lenguaje austero, sin más función que el propio ejercicio del
símbolo, que sin tener un sentido último se entrega a una actividad que rehusa la
detención del sentido. Esta forma de decir con la escritura abre un enigma, como
los fragmentos de Heráclito, capaces de desplegar ese poder enigmático que los
caracteriza. No se trata de aforismos (a diferencia del Athenaeum de Schlegel),
sino de textos que forman unidades plurales. Un texto plural, -escribe Barthes- “no
quiere decir que tiene varios sentidos sino que realiza la misma pluralidad del
sentido”21. Un ejemplo de frase escrita por René Char: “ils sont bornés per
manque de clôture”, cuya traducción, de la que me hago cargo, es: ‘que están
delimitados por la falta de cierre’, obliga al lector a preguntarse: ¿cómo se puede
pensar algo delimitado sin cierre, cuando el significado del término “delimitado” es
precisamente algo limitado, acotado, definido? ¿Cómo pensar, manteniendo dos
pensamientos a la vez: el pensamiento de algo limitado y el de no cerrado? ¿Sería
éste un ejemplo de lo que para Blanchot implica la experiencia fragmentaria, o sea,
de separación y discontinuidad? Si no está escrita en razón de la unidad de
sentido cerrado, sino abierto, ¿qué tarea debe aceptar el lector? Blanchot propone
que:

aceptará la disyunción o la divergencia como el centro infinito a partir del cual, por
el habla, debe establecerse una relación; arreglo que no compone, sino que
yuxtapone, es decir, deja fuera unos de otros los términos que se relacionan,
respetando y preservando esa exterioridad y esta distancia como el principio –
siempre destituido- de toda significación22.

¿Qué puede significar que la ley está afuera? ¿Que el escritor deja fuera los
términos que se relacionan? En la línea de Bajtín, podemos pensar al escritor
como “alguien que es capaz de trabajar con la lengua situándose fuera de ella,
alguien que posee el don del habla indirecta”23.

En mi interpretación, Schlegel y Novalis proponen una escritura de fragmentos que


consiste no sólo en dar una forma lingüística al pensamiento, a una idea, sino que
procura encontrar un estilo, que comienza incluso por el estilo, cuyo fracaso se
llama vulgaridad. El estilo no se aprende, es un don, un talento. El estilo según
formas, no según ideas, pero podríamos añadir que no se trata de escribir bien
únicamente con una intención puramente estética, sino que –como señala Barthes
-, se trata de establecer una diferencia que separa el estilo de la escritura. En el
gesto de escribir se pone en juego el goce del cuerpo y su relación con una
multiplicidad de escrituras, incluidos los textos que se construyen con una
desviación de la asociación de los signos (“el cielo es azul como una naranja”)24.
El lenguaje de Proust, por ejemplo, tiene aspectos que hacen que el relato
contradiga la idea que podamos tener de un relato sencillo, lineal, “lógico”,
presenta desviaciones (en relación a un código, a una gramática, a una norma) y
son siempre manifestaciones de la escritura: “allí donde hay transgresión de la
regla aparece la escritura como exceso, ya que toma a su cargo un lenguaje que
no estaba previsto”25.

Roland Barthes, en El estilo y su imagen26, propone revisar la oposición que se


hace en el análisis estructural del relato, entre Fondo y Forma, entre Significado y
Significante y sugiere modificar nuestra visión. Según él, lo que está escrito en un
texto supone para el lector una tarea en la que ha de poner en juego códigos
diferentes: accional, hermenéutico, sémico, cultural y simbólico; las citas que el
escritor utiliza están yuxtapuestas, superpuestas en el interior de una misma
unidad enunciativa (unidad de lectura), de manera que forman una trenza de varios
códigos, un tejido, un texto. Entre esas voces (esos códigos, esos sistemas, esas
formas) algunas están ligadas a la sustancia verbal, al juego verbal (lingüística,
retórica), ésta es una distinción histórica que sólo tiene valor para la literatura del
Significado; pero en la literatura moderna esta oposición entre formas y contenidos
no es posible hacerla, no podemos ver el texto como una combinación binaria
entre un fondo y una forma; el texto no es doble, sino múltiple; el texto no es más
que una multiplicidad de formas, sin fondo.
Esta concepción de la escritura fragmentaria promueve la concepción de la
escritura como acto, pero el acto no puede ser comprendido fuera de su expresión
sígnica. Las relaciones de sentido dentro de un enunciado tienen un carácter
lógico-objetual, pero las relaciones de sentido entre diversos enunciados adquieren
un carácter dialógico. Los sentidos se distribuyen entre las diferentes voces. Papel
esencial de la voz, de la expresión de un sujeto que la deja silenciada para poder
escribir, y en cuyos textos encontramos signos y tratamos de comprender su
sentido. Como lectores de un determinado texto nos complacemos con la libertad
individual de combinaciones que engendró el escritor: las
relacionessintagmáticas así como las relaciones asociativas teorizadas por
Saussure en el Curso de lingüística general. Una palabra cualquiera puede evocar
todo lo que sea susceptible de estarle asociado, por el sentido o por el sonido, de
un modo o de otro. Así pues, el movimiento de la escritura fragmentaria va siempre
de significante en significante, a través del sentido, sin cerrarlo jamás.

Roland Barthes, en El grano de la voz, concibe el fragmento como algo discontinuo


que no cierra el sentido, opuesto a la disertación que intenta dar un sentido
cerrado:

El fragmento rompe con lo que yo llamaría el recubrimiento de la salsa, la


disertación, el discurso que se constituye con la idea de dar un sentido final a lo
que se dice, y esto es la regla de toda la retórica de los siglos precedentes. En
relación con el discurso construido, el fragmento es un aguafiestas, algo
discontinuo, que instala una especie de pulverización de frases, de imágenes,
pensamientos, pero ninguna “cuaja” definitivamente27.

Esta discontinuidad del fragmento la podemos percibir cuando leemos textos del
estilo de René Char, en los cuales, no es que no se pueda dar sentido al texto,
sino que realiza la pluralidad de sentidos. Sin embargo no está abierto a todos los
sentidos, porque si fuera así, ese texto se vuelve ininterpretable, puesto que la
legibilidad, aunque no sea nunca unívoca, siempre supone que el sentido sea
limitado. Ahí tiene interés, el concepto de significancia que pone de relieve
Barthes28. Pero, aparte del sentido que no se cierra, hay otro elemento muy
importante, que es la musicalidad del fragmento29, como el haiku. La esencia del
haiku es "cortar" mediante la yuxtaposición de dos ideas o imágenes separadas
por un término "cortante" o separador. Esa musicalidad la podemos escuchar en el
siguiente fragmento del poema Sprachgitter de Hölderlin, donde el lector puede
captar, por el juego de combinaciones de los signos, segmentos sonoros que el
poeta los había colocado unos detrás de otros en discontinuidad, pudiendo así
escuchar, a través de su voz, las resonancias del significante:

Wär ich wie du. Wärst du wie ich.


Standen wir nicht
Unter einem Passat?
Wir sind Fremde30.

Colette Soler, en La aventura literaria o la psicosis inspirada31 manifiesta que la


operación “lectura” no consiste en descifrar letras sino dar sentido, siempre. Leer,
en consecuencia, es una operación borromea, que supone acolchar las cadenas
significantes. Se necesita el anudamiento entre lo imaginario y lo simbólico, y así
surge el sentido, con lo real de la letra fuera de sentido. A partir del momento en
que un texto es legible, representa un sujeto, es decir un deseo. El texto no es una
cosa, por lo tanto la otra conciencia, la del lector, no puede ser eliminada ni
neutralizada. Los artistas, los poetas son maestros porque inventan palabras,
abren horizontes, siembran ideas que resultan ser gérmenes de otras. Se trata de
imágenes, temas y estilos que aparecen en todas las artes. La palabra poética es
un decir que no cae en los surcos del discurso común y corriente, la poesía queda
en el orden del decir, es pues legible. También hay textos, como los de Joyce,
hechos de fragmentos del mundo que van más allá de la poesía misma, allí donde
“no hay nada que leer, porque ya no hay nada que decir”. Joyce está a la escucha
de voces oídas en la realidad y todas, suenan a sus oídos como separadas de su
sentido y dispuestas a significar lo indecible. Y esas epifanías banales se
convierten en creación. El gusto que tiene por las palabras, los ritmos, la
experimentación de la materia lingüística, son el testimonio de que lalengua es
abordada como un objeto. Un objeto separado del decir, separado de las funciones
de comunicación, aunque solicite un intérprete cuando publica su texto.
VI

En resumen, se exponen aquí dos formas de entender el fragmento


y lo fragmentario: la primera, atribuida a Schlegel y al movimiento romántico que
entienden el fragmento con vistas al todo y la búsqueda de la dialéctica de la
unidad, la otra, pensada por Blanchot, como un pensamiento no garantizado ya por
la unidad, que no precede al todo, sino que se dice fuera del todo y tras él32. Esta
segunda concepción apunta a un tipo de escritura cuyos fragmentos están
compuestos de términos o frases que no designan una cosa, sino que describen
un oleaje de palabras errantes, que permiten llevar lo uno hacia lo otro, en una
unión que no forma unidad; se trata de conexiones entre palabras desde entonces
asociadas, unidas por otra cosa que su sentido, solamente orientadas hacia- (el
afuera).
Para Barthes, el fragmento es el medio de manifestar su rechazo de la totalidad
formal, retórica, es decir, de todas estas escrituras del continuo que son el relato,
el tratado o la disertación. Prefiere el fragmento como un medio de introducir el
deseo de un sujeto en el texto, haciendo una escritura entendida como actividad
que trabaja sobre la lengua en beneficio del discurso. El texto que se construye
mientras leemos dispersa la lógica de la razón, que es deductiva, de la lógica del
símbolo que es asociativa con otras ideas33. Si la práctica de la escritura
fragmentaria intenta encontrar una dirección que no esté privilegiada por la
creación de un sentido cerrado sino abierto, es que también contempla una
perspectiva de la escritura en términos de música, lo cual implica, para el escritor,
una tarea de cifrar con la letra un goce de lalengua en forma de asociación y
combinación de los signos, marcados por el ritmo, las pausas, por la resonancia de
las palabras, por la sensibilidad a la escucha. Pero, para eso, debe darle
forma, debe crear una multiplicidad de formas, sin fondo. Y ese gesto musical
trabaja hasta lo audible que, el lector, hará resonar con su propia voz; y a través de
la sonoridad, producirá un sentido o una diversidad de sentidos.

Barcelona, 22 de Abril de 2016

Notas

1 Ibid., 80 y 89.

2 Bajtín, M. Estética de la creación verbal. Traducción de Tatiana Bubnova. México:


Siglo XXI, 2003, 296.

3 Ibid., 297.

4 Steiner, George. Gramáticas de la creación. Traducción de Andoni Alonso y


Carmen Galán. Madrid: Siruela, 2001, 32.
5 Idem.

6 Benjamín, W. “El concepto de crítica de arte en el romanticismo


alemán”, en Obras. Traducción de Alfredo Brotons Muñoz. Madrid: Abada Editores,
2006, 29.

7 Adorno, Th. W. “El ensayo como forma”, en Notas sobre literatura. Obra
completa, 11. Traducción Alfredo Brotons Muñoz. Barcelona: Akal, 2003, 26.

8 Adorno, T. W. Sobre Walter Benjamín. Traducción Carlos Fortea. Madrid:


Cátedra, 1995, 39.

9 Se puede ampliar el proceso de la experiencia estética como negativo y el objeto


de la la controversia entre el todo y las partes en Christoph Menke. “La experiencia
estética según Adorno y Derrida” en La soberanía del arte. Madrid: Visor, 1997,
cap. I (21-132).

10 Schlegel, F. Fragmentos, nº 34, 32.

11 Benjamín, W. O. c., 66.

12 Ibid., o.c., 71.

13 Ibid., o.c., 45.

14 Blanchot, Maurice. “El Athenaeum” en El diálogo inconcluso. Traducción de


Pierre de Place. Caracas: Monte Ávila Editores, 1970, 552.

15 Idem.

16 Blanchot, M. “Palabra de fragmento”en El diálogo inconcluso, 482.

17 Ibid., o.c., 554.

18 Ibid., o.c., 481- 482.

19 Blanchot, M. Le Pas au-delà. Paris: Gallimard, 1973, 61-63.

20 Blanchot, M. El diálogo inconcluso, o.c., 527-529.

21 Barthes, El susurro del lenguaje.Traducción de C. Fernández Medrano.


Barcelona: Paidós, 2009, 89.

22 Blanchot, M. “René Char, y el pensamiento de lo neutro”en El diálogo


inconcluso, 482.
23 Bajtín, M. Estética de la creación verbal, o. c., 301.

24 Barthes, El susurro del lenguaje, o.c., 170.

25 Ibid., 179, 260 y 263.

26 Ibid., 179.

27 Barthes, R. El grano de la voz. Entrevistas 1962-1980. Traducción de Nora


Pasternac. Buenos Aires: Siglo XXI, 2005, 180-181.

28 Idem, 180.

29 Ibid., 182.

30 (Si yo era como tú. Si tú eras


como yo.
¿No estábamos los dos en pie
Juntos bajo un mismo viento contrario?
Somos extranjeros.)

31 Colette Soler. La aventura literaria o la psicosis inspirada. Traducción de Louise


Boland. Medellín: No Todo, 2003, 95-113.

32 Blanchot, M. Nietzsche y la escritura fragmentaria, 29. Referencia en línea:

https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=4416003

33 Barthes, R. El susurro del lenguaje, o.c., 41.

Referencias

Adorno, Th. W. “El ensayo como forma” en Notas sobre literatura. Traducción
Alfredo Brotons Muñoz. Barcelona: Akal, 2003.
Barthes, Roland. Fragmentos de un discurso amoroso. Traducción de Eduardo
Molina. Madrid: Siglo XXI, 1982.
______. Roland Barthes por Roland Barthes. Traducción de Julieta Sucre.
Barcelona: Paidós Ibérica, 2004.
______. Variaciones sobre la escritura. Traducción de Enrique Folch González.
Barcelona: Paidós, 2002.
______. El placer del texto y lección inaugural. Traducción de Martí Soler. México:
Siglo XXI, 1998.
______. El grano de la voz. Entrevistas 1962-1980. Traducción de Nora Pasternac.
Buenos Aires: Siglo XXI, 2005.
______. El susurro del lenguaje. Traducción de C. Fernández Medrano. Barcelona:
Paidós, 2009.
Benjamín, W. “El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán” en Obras.
Traducción de Alfredo Brotons Muñoz. Madrid: Abada, 2006.
Blanchot, Maurice. “Heráclito” en El diálogo inconcluso. Traducción de Pierre de
Place. Caracas: Monte Ávila, 1970, pp. 149-162.
______. “René Char y el pensamiento de lo neutro” en El diálogo inconcluso.
Caracas: Monte Avila, 1970, pp. 469-480.
______. “Palabra de fragmento” en El diálogo inconcluso. Caracas: Monte Ávila,
1970, pp. 481-488.
______. “El Athenaeum” en El diálogo inconcluso. Caracas: Monte Ávila, 1970, pp.
543-556.
______. Nietzsche y la escritura fragmentaria. Referencia en línea:
https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=4416003
_____. La bestia de Lascaux.Traducción de Alberto Ruiz de Samaniego. Madrid:
Fata Morgana, 2001.
Lyotard, Jean-François. “Música, mútica”, en Moralidades posmodernas.
Traducción de Agustín Izquierdo. Madrid: Tecnos, 1998.
Schlegel, F. Fragmentos, volumen 20. Traducción de Emilio Uranga. Barcelona:
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______. Poesía y filosofía. Traducido por Diego Sánchez Meca y Anabel Rábade.
Madrid: Alianza, 1994.
Schmidt, Roman. Ce qui ne réussit pas reste nécessaire: La Revue
Internationale/Gulliver (1961-63). Espace Maurice Blanchot. www.blanchot.fr.
Referencia en línea:
http://www.blanchot.fr/fr/index.php?
option=com_content&task=view&id=210&Itemid=41

http://www.ub.edu/las_nubes/archi
vo/18/escritura-fragmentaria-
islotes

18
Seuñuelos
Jordi Vernis
La impaciencia. Esa es la clave. Sobrevuela todo lo fragmentario - que no todo
fragmento-, aunque no sé si es acertado decir que es su explicación última.
Hacerlo sería casi una acusación. Porque es Sören Kierkegaard quien me da esta
clave, en una de sus acusaciones. En sus notas autobiográficas anotadas y
publicadas a modo de “Diario íntimo” - suficientemente fragmentarias, por cierto,
aunque no es intención de este texto dilucidar acerca de cuáles son los límites de
lo fragmentario como género-, el autor de Temor y temblor la toma con los
místicos. No le caen bien. Le parecen, precisamente, impacientes.

El acceso a Dios, a la salvación, tiene su tiempo de espera. La gnosis, el éxtasis, y


todo acceso inmediato a la redención o a cualquiera que sea el destino último del
hombre es un atajo indigno, casi para desconfiados. Es obvio que la posición de
Kierkegaard puede leerse desde la óptica de un fuerte pensamiento protestante,
raíz común de casi todos sus planteamientos. No sirven los atajos ni los sobornos
a la divinidad. Las acciones no cuentan como moneda de cambio, porque con
respecto a la oportunidad de salvarse no hay nada que hacer.

Y es en este punto donde cabe observar que lo fragmentario - la escritura


intermitente, el esbozo, el vestigio arqueológico o el objeto perdido durante la
infancia-, puede leerse desde esa óptica acerca de la impaciencia. Porque
aborrecer la unidad y preferir el pedazo aislado, querer más el meta-comentario o
la anotación marginal antes que lo que hay en el cuerpo principal del texto,
también se relaciona con estrategias alternativas para llegar al ansiado destino sin
tener que recorrer el arduo camino previsto.

Preguntarse sobre el fragmento, más que abordar las condiciones formales y las
distintas categorías que lo forman, debería ser una pregunta acerca de cuándo
sobrevino el interés por tal concepto. Es difícil marcar el momento en que, de
manera gradual, algo parecido al gusto por lo fragmentario aparece, tan difícil
como asegurar que tal aprecio por lo inconcluso no haya existido ya desde
siempre. Lo que sí parece sensato afirmar es que los analistas del fragmento, o
aún más, sus apologistas, conscientes de querer construir un ideario estético a
partir de colocar lo incompleto en un lugar preferente, llegan con la crítica
romántica.

En el Blüntenstaub (“Polen”), la colección de fragmentos que publicaron Novalis y


los hermanos Schlegel en el Athenäum en 1798, podemos encontrar cierta
conciencia de qué supone optar por una creación fragmentaria:

“El poema de los salvajes es una narración sin principio, nudo ni final, el placer
que experimenta es sólo patológico, simple ocupación, mera activación dinámica
de la facultad imaginativa”. (Novalis, 1998, p. 201)

“La escritura de la novela no debe ser un continuum; en cada período tiene que
haber una construcción aislada -limitada- un todo propio”. (Novalis, 1998, p. 215)

“Narraciones sin coherencia, pero con asociación -como los sueños-. Poemas,
simplemente melodiosos y llenos de bellas palabras, pero también sin sentido ni
coherencia -como máximo estrofas aisladas comprensibles- no deben ser más que
fragmentos de las cosas más diversas. La verdadera poesía puede tener como
máximo un sentido “alegórico” en su totalidad y producir un efecto indirecto como
la música -por eso la naturaleza es auténticamente poética- así también la
habitación de un encantador -de un físico- la habitación de los niños, la vigilia de la
boda y la despensa”. (Novalis, 1998, p. 217).

¿Es eso lo que nos atrae de lo fragmentario? ¿Que pone en marcha la imaginación
sin ningún propósito? ¿Que atrae gracias a ciertas resonancias? La estética
kantiana y el juego en Schiller resuenan de fondo. Pero, más importante que ser el
padre de la criatura y el primero en tematizarla con acierto, es que el primer
romanticismo alemán nos muestra algo así como la comprensión de cierto modo
no ya de hacer, sino de estar, que sucede desviándose de la unidad: “Por todas
partes buscamos lo incondicionado, pero siempre encontramos sólo cosas”
(Novalis, 1998, p.57).

Esta conciencia de que evitar la totalidad, la vía principal de sentido, no es sólo un


recurso, sino algo presente como signo de una época, es en lo que también se fija
quien sea quizás el más conspicuo defensor de lo fragmentario, junto a Adorno,
Blanchot o, actualmente, George Didi-Huberman. Hablo de Walter Benjamin. No es
extraño que quien dedicó un vasto estudio precisamente a la crítica romántica del
arte (El concepto de crítica de arte en el primer romanticismo alemán, 1919), fuera
quien observara, con Novalis, la importancia de la alegoría en este tema que nos
ocupa. Y es que la alegoría funciona como un elemento destructor de unidades de
sentido:
En el terreno de la intuición alegórica la imagen es fragmento, ruina. Su belleza
simbólica se volatiliza al ser tocada por la luz de la teología. La falsa apariencia de
totalidad se extingue. Pues el eidos se apaga, la analogía perece y el cosmos
contenido en ella se seca. (Benjamin, 1990, p.169)

Benjamin introduce una visión de la alegoría como un recurso desarticulador,


destructivo. Tanto en El origen del drama barroco alemán (1925) así como en sus
obras sobre Baudelaire y también en el libro de Los Pasajes. Concretamente, en el
ensayo sobre el Trauerspiel, es un recurso que revela un trasfondo teológico: al
final de las guerras de religión en la Europa pre-moderna, hay una época de
desalojo de lo divino, de secularización y descomposición del sentido. En este
contexto, la alegoría ya no es una recurso para hacer comprensible una idea una
simple representación simbólica para la difusión de un dogma, -noción tradicional
de alegoría-. Ya no sirve para ello.

Según el autor alemán, la noción de alegoría barroca es críptica, poco


transparente, como también parece subrayar Novalis. La alegoría clásica,
renacentista, era clara y diáfana: El hombre vitrubiano es el ejemplo de proporción,
universalidad, el hombre como medida. Un cuerpo vivo de coherencia y cohesión.
En la alegoría barroca, en cambio, hay un hiato entre forma y contenido, una
tensión entre imagen y escritura. El pictograma o el jeroglífico devienen modelos:
la imagen debe ser leída y la escritura se vuelve imagen. El enigma, lo cifrado,
pasa a primer plano de manera que la capacidad de recepción del objeto se
retrasa.

Con la nueva alegoría -y lo avanzamos ya, también con toda estética de lo


fragmentario- tenemos una sobre-codificación, pero sin significado preciso, pues
tal codificación extra encripta la analogía, no la esclarece. Como la columna
salomónica, icono de lo barroco por antonomasia. De este modo Benjamin
empieza a atacar a toda estética clásica, contra la que también arremeterá Adorno,
y ante la que opondrán distintos métodos de descomposición y composición: por
parte de uno, la fotografía y el montaje cinematográfico; y por parte del otro, la
escritura de Beckett, Kafka y los métodos seriales de composición de Schömberg y
Alban Berg.

Para el recuerdo, el saber humano es una obra fragmentaria en un sentido


especialmente conspicuo: a saber, como el montón de piezas recortadas
arbitrariamente que recomponen un puzzle (…) el alegórico toma por doquier, del
fondo caótico que le proporciona su saber, un fragmento, lo pone junto a otro y
prueba de encajarlos: ese significado con esta imagen, o esta imagen con ese
significado. El resultado nunca se puede prever pues no hay ninguna mediación
natural entre ambos. (Benjamin, 2005, p. 375).

*
No nos hemos desviado del tema: si vamos a los primeros comentaristas de lo
fragmentario, constatamos que hay una alusión constante a la redención. Tal
elemento trascendente parece ser crucial para poder indicar en qué momento se
empezó a cultivar el aprecio por el fragmento, por lo no definitivo como material
autónomo sobre el que trabajar. Esto es importante no sólo para la escritura, sino
para toda la producción cultural. ¿Cuándo empezó el esbozo, el dibujo
preparatorio, a estar tan valorado como una representación oficialmente
finalizada? ¿O las etapas de juventud y vejez de un artista por encima de su
producción “de madurez”?

Y es que los márgenes son, desde hace tiempo, aquél espacio privilegiado que
priorizamos por encima de lo unitario y central. Y esto se relaciona directamente
con la cuestión de lo fragmentario (y con los atajos que, como buen protestante, no
le gustaban a Kierkegaard). Pero a nivel general. El arte joven sigue siendo hoy la
perita en dulce de la producción artística contemporánea, que proyecta en el artista
precoz toda una serie de atributos que de manera fetichista espera encontrar en
sus obras: menos sujeción a las reglas, descaro, riesgo, búsqueda de formas
propias, etc.

Algo que, sin que nadie haya explicado por qué, es menos probable encontrar en
la obra de un creador adulto, a no ser que vayamos a sus años de senectud: las
últimas creaciones, cuando se obvian de nuevo las reglas, puesto que una vez
dominadas, pueden infringirse, y se llega a vislumbrar algo insólito. Por no hablar
del valor añadido que obtienen esos momentos límite si encontramos cierto
componente de locura o demencia. Ha sucedido con Goya y Rimbaud, pasando
por Strindberg, Artaud y un largo etcétera.

Lo cierto es que esto es importante. El interés creciente que ha adquirido lo


fragmentario desde el romanticismo hasta hoy tiene que ver con la necesidad de
una revelación, de encontrar algo insólito en lo que nadie haya reparado antes. De
ahí el interés por todo lo que se sitúa en los márgenes, en cualquier terreno sobre-
codificado: se le atribuye a lo ahí situado una cierta propiedad redentora. El interés
que tiene la alegoría en Novalis y Benjamin nos remite a ello.

De hecho toda la filosofía de la historia de Benjamin –en realidad, toda su


producción intelectual-, gira entorno a la redención del pasado. Los desechos de la
Historia. Todo lo que está relacionado con lo fragmentario, como vemos, tiene que
ver con la redención. Si el transcurso histórico es un recorrido lineal que lleva al
desastre, pues los vencedores siempre son los mismos y los vencidos siempre
serán tal cosa, el único modo de parar esta locomotora tiránica de la historia es ver
en qué lugar olvidado podríamos encontrar al mesías.

Ahí radica la pasión por lo desapercibido y por los desapercibidos. Momentos


marginales de la historia; producción artística y literaria de segunda y tercera fila;
de un gran artista, no su obra canónica, sino aquella nunca valorada hasta la
fecha. Lo fragmentario es una estética de la urgencia, una búsqueda incesante y
repetitiva por encontrar una epifanía en cualquier sitio. Si toda la poética (y la
política) propuesta por Benjamin acerca de la historia y la memoria es un intento
de reconstruir la salida de emergencia de la historia, a saber, la manera en que
podemos salvarnos de ella, tenemos que renunciar a las grandes historias, a los
grandes momentos y a las grandes obras. Es mejor el estudio sobre el Guernica
que el Guernica, puesto que entre ambos se produce un hiato, una brecha, desde
donde podría asomar la luz. Y de momento, entre los dos, el Guernica oficial no
nos ha salvado del desastre.

Ahora bien ¿Hasta qué punto lo fragmentario cumple con su cometido? En un


capítulo del Fausto de Goethe, el protagonista encuentra a un personaje que es la
caricatura de un idealista entusiasta, y que asegura que con un solo gesto es
capaz de alcanzar lo absoluto -burla del primer romanticismo, Fichte y Novalis
incluidos-. Tal personaje, al querer demostrar su habilidad, acaba estrellado –creo
recordar- por un despeñadero. El atajo hacia el absoluto es un espejismo. Un
camino fallido.

Bien podría ser una opinión parcial del propio Goethe. Aunque recordando esa
ansia por encontrar lo insólito en el arte, siempre es apropiado recordar el caso de
Hölderlin. Cuántas veces se ha recurrido al título de “poesía de la locura”, en un
intento mercadotécnico de abordar los márgenes, para presentar el trabajo poético
de los últimos años de vida del autor. Un trabajo que, por otra parte, es lo más
clásico, simple, sereno y normativo que ha dado el romanticismo alemán. La
contemplación de una verdad revelada tal y como ésta debería mostrarse si es en
realidad tal cosa: sin metáforas ni extrañezas. Sólo con las palabras necesarias.

Lo que nos enseña Hölderlin, es que la búsqueda del valor en los márgenes es un
trampantojo. Su poesía se instala en los márgenes, pero para devolvernos de
golpe y porrazo al centro. Lejos de cualquier viaje hacia lo maldito, hacia las ruinas
o hacia los despojos de la Historia. La apología de los márgenes, así como la
estética de lo fragmentario, deben siempre hacer frente a la ansiedad de una
utopía no alcanzada aún, pues por muchas salidas de emergencia que hayamos
tomado, parece ser que por la vía de lo remoto tampoco llega la salvación. El
camino del centro a los márgenes es el mismo que el que lleva de los márgenes al
centro.

O peor aún, quizás lo que eso significa es que no hay más revelación, más
salvación, que lo que ya conocemos. ¿Márgenes? Los hay, pero no llevan a ningún
sitio distinto del centro, distinto de lo ya transitado por todos. La alegoría del siglo
XVII es apocalíptica, no hay Dios y lo terrenal es caduco. Hay un estado de
urgencia que lo inunda todo. Durante todo el siglo XX y también a día de hoy
nuestra relación con lo fragmentario es idéntica: nada de lo que hay satisface una
realidad personal y social a la que cabe enriquecer con aquello que nadie ha
advertido antes.

El ámbito político es un buen ejemplo: la búsqueda de los límites del pacto social,
el intento de concebirlos desde los márgenes, junto a las distintas propuestas que
en política se presentan como rupturistas o alternativas, siguen el mismo esquema.
Caen en la misma trampa que nosotros con el fragmento: creer que se transita por
los márgenes, cuando en realidad se recorre el mismo camino que por la senda
conocida. Pero dando más vuelta. No existe la periferia transgresora.

¿A dónde nos lleva todo esto? A que el fragmento y la estética construida a su


alrededor funcionan como un señuelo. Una trampa, una maniobra de despiste
donde se produce un engaño, el de tener un objetivo distinto, no alcanzado aún
por nadie, revelador. Pero es una novedad sin novedad alguna, una epifanía sin
revelación. La apariencia de un nuevo destino que sin embargo es el mismo de
siempre pero recorrido por el camino más largo. Una sobre-codificación, como la
columna salomónica del trauerspiel de Benjamin o la ironía del grupo romántico de
Jena. Y es que el fragmento es un arma de doble filo incluso para sus seguidores.

Quizás ese es el sentido último de lo fragmentario. Ser un señuelo. Un artefacto


juguetón, una terrible trampa protestante creada para generar la ilusión de que hay
una salida de emergencia hacia la redención, hacia lo insólito. Y que en último
término no es nada más que un espejismo didáctico –aunque cruel en ese
aspecto- para volver con las manos vacías al estado inicial, allí donde nos
habíamos impacientado.

(Porque no hay nada que pueda salvarnos).

Barcelona, 11 de mayo de 2016

Bibliografía

Benjamin, Walter (1990), El origen del drama barroco alemán, Madrid, Taurus.
_____________ (2005), Libro de los pasajes, Madrid, Akal.
Novalis (1998), Fragments. Edición de Robert Caner-Lieder. Barcelona, Quaderns
Crema.

http://www.ub.edu/las_nubes/archivo/18/se%C3%B1uelos

Crítica fragmentaria
El momento es ahora
Comisario: Manuel Segade. Galería Moriarty. Libertad, 22. Madrid. Hasta el 6 de
mayo. De 800 a 12.000 euros.
ABEL H. POZUELO | 29/04/2011 | Edición impresa

Itziar Okariz: Aplauso, 2009


Manuel Segade reúne por vez primera, y para el proyecto Jugada a 3 bandas, a
tres artistas próximas en su enfoque feminista. Todas se sitúan en medio del
contexto social para dar lugar a procesos con los que propiciar desplazamientos
de sentido en la visión consensuada sobre lo público y analizar las relaciones
del sujeto con ello. Tres ejemplos de narrativas fragmentarias con que
captar, en clave crítica, la idea de separación social en el presente.

Una de las líneas de trabajo de Itziar Okariz (1965) estudia relaciones entre
sujetos en y con contextos políticos y culturales. Su primera obra aquí trascribe
el texto de la acción en que crea un galimatías repitiendo “Si tú eres tú y yo soy
yo, ¿quién es más tonto de los dos?”. Hipnótica, extenuante, cómica y sutil,
empotra el juego infantil y absurdo contra el desconcierto que se da en
la pugna entre sujetos y sexos. La segunda, registra el sonido de la acción
en que provocaba al público del Guggenheim para que se uniera a su aplauso
sin más móvil que la acción en sí y su germen de comunicación humana
elemental.

Azucena Vieites (1967) produce dos series con su habitual


apropiacionismo de imágenes de los media y la cultura pop-
global, mezclando dibujo de línea tosca con áreas de color que tachan las
características icónicas. Con ello da pie a una investigación formal donde
deconstruye revistas e iconos de la moda y esencializa (abstrae) la imagen
pública (publicitaria) para privarla de su poder y otorgarle un valor meramente
plástico, en un proceso de creación de nuevas imágenes desposeídas.

Carme Nogueira (1970) acostumbra a desviar la visión del espacio


público como representación a fin de poder cuestionarla. Aquí, un vídeo
mezcla escenarios de su Vigo natal con una investigación sobre la pérdida de la
identidad de los porteños de Valparaíso, Chile. La confusión desplaza y equilibra
ambos escenarios propiciando una visión globalizada de la pérdida
socioeconómica y de culturas históricas dentro del tornado capitalista.
http://www.elcultural.com/revista/arte/Critica-fragmentaria/29122

BREVE GENEALOGÍA DEL


ENSAYO FRAGMENTARIO
POR REDACCIÓN TIERRA ADENTRO Y SERGIO TÉLLEZ-PON
En una carta que le escribió a un amigo hace casi cien años,
Fernando Pessoa se lamentaba: “Mi estado de espíritu me obliga
ahora a trabajar mucho, sin querer, en el Libro del desasosiego. Pero
todo es fragmentos, fragmentos, fragmentos”. Todo estaría bien en esa carta sin
ese “pero” que abre la segunda y definitoria oración, y el lamento no sería tan
rotundo sin la repetición de la palabra “fragmentos”, como si en realidad se
tratara de lo que Pessoa no quería escribir bajo ese impulso que lo hacía
trabajar mucho. Lo cierto es que El libro del desasosiego(Emecé, Argentina,
2000) terminó compuesto por quinientos fragmentos escritos, sin relación
aparente entre ellos, entre 1913 y 1935. Eso que Pessoa veía con escepticismo
dio como resultado un libro inclasificable o, según Richard Zenith en la
introducción de esta edición, un “anti-libro”.

Lo que para Pessoa era un lamento, para otros escritores es un


método que explotan con mucha fortuna. Un lector distraído
pensaría que la literatura fragmentaria es uno de los tantos géneros
que la posmodernidad ha reivindicado. Sin embargo, toda la
literatura universal está llena de obras fragmentadas, inconclusas o
perdidas: desde los restos que quedan de las literaturas
grecolatinas (lo mismo los poemas de Safo o Anacreonte que
el Satiricón), pasando por los Pensamientos de Pascal y
el Zibaldone di pensieri de Leopardi, hasta el Juan de Mairena de
Machado, El libro de las preguntas de Edmond
Jabès, Equinoccio de Francisco Tario y las Formas breves de
Ricardo Piglia. Justo sobre el libro que Giacomo Leopardi (1798-
1837) comenzó a escribir a los diecinueve años, dice Sergio Solmi
en el prólogo de Reflexiones literarias (selección, traducción y
nota de Guillermo Fernández, Instituto Mexiquense de Cultura,
México, 2006):
El Zibaldone viene al encuentro de nuestro gusto moderno por los estados espontáneos y germinales
de la reflexión sorprendida en su puntual desarrollo y enriquecimiento. Su pensamiento, claro y
enérgico, perfila muy a menudo algunas ideas que dominarán en la segunda mitad del siglo XIX y
gran parte del XX, desde Nietzsche hasta el existencialismo.

El poeta Guillermo Fernández (1932-2012) se refería con


entusiasmo al Zibaldone y declaraba su gusto por los diarios
europeos, reminiscencia de la Ilustración, teniendo como epítome
el libro de Leopardi. A Guillermo le gustaba que en esos diarios no
se diera cuenta pormenorizada de los sucesos del día, sino que se
registraran notas, apuntes o ideas con el fin de apresarlas en unas
hojas para después volver a ellas y reescribirlas. Ese gusto
personal lo llevó a dedicar los últimos años de su vida a traducir al
español el libro completo de Leopardi, de casi cuatro mil páginas,
del que publicó algunos adelantos en Sobre el amor y en las ya
citadas Reflexiones literarias.

Sobre el amor, Giacomo Leopardi, Taller Ditoria, México, 2009, 52 pp.

Pero, sobre todo, lo que a Guillermo le gustaba del Zibaldone di


pensieri (literalmente, Miscelánea de pensamientos) es el carácter
enciclopédico que contiene; queda claro cuando escribe en la nota
previa para las Reflexiones literarias que el libro de Leopardi
“abarca todos los grandes temas del pensamiento universal”. Esto
sólo es posible en el ensayo fragmentado, no lineal, pero tan
lúcido como el desarrollado en el esquema clásico planteamiento–
refutación–tesis–conclusiones.
Por su parte, E. M. Cioran (1911-1995) escribió sus apuntes en
treinta y cuatro cuadernos que comenzó el 26 de junio de 1957 y
abandonó en 1972 (reunidos en un tomo de más de mil páginas,
publicado en 1997 por Gallimard). Para las ediciones extranjeras
sólo se seleccionaron alrededor de trescientas páginas. En este
caso tampoco son diarios como tales, pues no registran la vida
diaria del autor sino, como su nombre general lo indica, cuadernos
en los que algunos fragmentos están fechados: los sucesos más
importantes como el suicidio de algún amigo, la muerte de Camus,
su propia idea del suicidio en sus largas noches de insomnio, las
salidas al bosque. La compiladora de este libro de Cioran precisa
que son “esbozos, observaciones, ocurrencias, notas intelectuales
y personales, que constituyen en parte la materia prima de
aforismos y fragmentos filosóficos posteriores”, a los que volvió
más tarde para reescribir e incluirlos en alguno de sus libros: Ese
maldito yo, El ocaso del pensamiento, De lágrimas y santos, En
las cimas de la desesperación o Breviario de los vencidos. Al
contrario del lamento de Pessoa, Cioran anota que “este ejercicio
cotidiano es positivo”. Y muchos de esos primeros apuntes no
podían dejar de estar permeados por su temperamento iconoclasta
o misántropo.
En esa misma línea está Lobsang Castañeda (Estado de México,
1980), quien con bastante fortuna confecciona en fragmentos su
libro Náusea y alergia. En la advertencia que precede a sus
apuntes, dice: “Lo escribí durante un año, a la manera de una
bitácora de ideas sobre distintos temas a los que luego, por una u
otra razón, ya no quise volver”, y por eso lo define con una
afortunada metáfora: “un libro de respiraciones entrecortadas”.
Páginas adelante, Castañeda dice que en el texto fragmentario “es
el yo disperso el que habla”. La dispersión, sin embargo, no
invalida al fragmento, como lo han demostrado en sus obras
prácticamente todos los pensadores mencionados. El ensayo
fragmentado le sirve a Lobsang Castañeda para abundar en
infinidad de temas sin llegar al meollo del asunto; “no ofrecen
certezas, sino vislumbres”, asegura. Dice Solmi, otra vez sobre
Leopardi, aunque bien pudo haberlo dicho sobre Castañeda: “Hoy
sabemos que el pensamiento genuino de Leopardi [es un
pensamiento] que captamos no tanto en sus conclusiones y
afirmaciones generales, cuanto en su procedimiento activo y
riguroso, en la incesante repetición y desarrollo de sus temas
esenciales”. Con Náusea y alergia, Lobsang Castañeda entra de
lleno a este grupo casi secreto de escritores que construyen una
obra fragmentaria con clara influencia filosófica, que la hace más
profunda.

Náusea y alergia, Lobsang Castañeda, Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2013, 138 pp.
Además del Zibaldone, El libro del desasosiego, la obra de Cioran
y ahora éste de Castañeda, muchos otros libros fueron concebidos
por fragmentos: las muy abundantes greguerías de Gómez de la
Serna (quien escribió proximadamente cincuenta mil de ellas en
los casi veinte libros que publicó a lo largo de su vida) o la obra
aforística del catalán Jorge Wagensberg. Incluso los célebres
poemínimos, esa especie de haikús humorísticos de nuestra
literatura, de Efraín Huerta, tienen algo de la síntesis, del juego de
conceptos y lingüístico, de la agudeza que deben tener las
máximas, sentencias o aforismos y que ahora conservan, por qué
no decirlo, varios de nuestros tuits. Yoel Hoffmann, un escritor
israelí que ha construido su obra a base de fragmentos, sentenció:
“Por donde se le vea, los fragmentos de las cosas también son
enteros a su manera”.
Así, el común denominador de estos libros es su carácter
fragmentario, pero también comparten un rasgo filosófico y
pesimista. Sobre lo primero habría que agregar que lo que empieza
como un juego o experimento acaba por definir la escritura y el
libro. En su calidad de provisional, para la concepción de obras
futuras, el fragmento queda sostenido por sí mismo. En estos
títulos, el ensayo no lineal, como lo definió Heriberto Yépez,
permite que tengan cabida lo mismo apuntes, notas, ensayos
cortos, ideas al vuelo, incluso si sus argumentos se contradicen,
pues en su concepción muestran todas las caras, todos los posibles
argumentos de una hipótesis. Este tipo de ensayo no por
fragmentario demanda menor concentración por parte del lector: el
fragmento podría parecer de una lectura engañosa (dada su
aparente facilidad), pero la superposición de ideas, el ir y venir,
necesita de asociaciones mentales que mantengan el hilo
conductor. Finalmente, como en todo el arte actual, el lector será
el responsable de aportar sus propias ideas para obtener las
conclusiones.
Castañeda le dedica su libro al filósofo alemán Arthur
Schopenhauer por haber escrito Los dolores del mundo. Esther
Seligson, por su parte, escribió: “todo en Cioran es negación, sin
por ello caer en la definición de nihilista o de fatalista, aunque le
venga de Nietzsche y de Schopenhauer”. Si bien no nihilista ni
fatalista, Cioran tomó de Schopenhauer el pesimismo
característico de su pensamiento, pues es evidente que el alemán
fue una influencia determinante en la obra del rumano-francés. No
sé si Leopardi en alguno de sus viajes pudo conocer la obra del
alemán, o éste la de aquél, dado que prácticamente son
contemporáneos (o incluso si Castañeda ha leído algo
del Zibaldone de Leopardi), pero al menos encuentro un punto en
común en ellos: ambos fueron lectores voraces desde temprana
edad, y su pesimismo ante el mundo y la humanidad es
consecuencia del alejamiento que demanda la lectura. Los tres
comparten una visión no muy esperanzadora del mundo.
A la manera de Leopardi y Cioran, Lobsang Castañeda se ocupa
de todo lo cercano: de la literatura, pero sobre todo de la filosofía
y de la decepcionante vida diaria. Los tres coinciden en ver a las
sociedades de su tiempo y de sus respectivos espacios convertidas
en una entidad envilecida gracias a la frenética vida cotidiana.
Cada uno, con un concepto propio, se refiere a lo mismo. Por su
persistencia de visiones macabras, Cioran se define en un
fragmento de sus Cuadernos como “un eremita en pleno París”, es
decir, alguien que voluntariamente se ha alejado del bullicio. El
título del libro de Castañeda, Náusea y alergia, remite a la
dualidad del adentro seguro y el afuera hostil, el individuo contra
la sociedad, “el mundo y yo”, según Cioran, entre los cuales uno
debe interponer una sonrisa, “aprender por fin a llevar la
máscara”. Lo que Castañeda llama “civilización funcional”, pues
dice que “vivimos atrapados en una funcionalidad eterna. Somos
funcionarios, funcionamiento”; por eso al morir finalmente
descansamos, acabamos por “no servir para nada”. Por ser más
laborioso, dice Leopardi, “pesa mucho más el odio que el amor de
los hombres”, pues al hacer un favor a alguien nos ganamos el
odio gratuito de un tercero. Desde luego, aquí no hay mensajes
optimistas como en los libros de superación personal, porque en
estos tres lúcidos títulos se muestra a la humanidad en su forma
más pura y descarnada, no como la que encarna la esperanza y
salvación del mundo sino la que, día a día, cava su propia
catástrofe.

Cuadernos (1957-1972), E.M. Cioran, Tusquets, México, 2014, 272 pp.

http://www.tierraadentro.cultura.gob.mx/breve-genealogia-del-ensayo-fragmentario/

El poder del fragmento


oriolalonsocano / 2 diciembre, 2017

La limitación de lo representable se ha configurado en uno de los temas vertebrales


de la historia de la cultura. Desde la pintura, filosofía, fotografía, literatura o poesía,
se ha abordado está problemática tanto de manera explícita en la obra en cuestión
o bien de una manera más conceptual o teórica. Gran parte de la historia de la
pintura, por ejemplo, y como es bien sabido, es una tensión más o menos declarada
sobre los límites de la representación de la misma, que explota de manera
crucial a fines del siglo XIX, en los epígonos del Romanticismo y cuya metralla se
expande, sobre todo, en el siglo XX con todas las vanguardias más o menos
rupturistas. En filosofía, por ejemplo, y ya desde los albores de la tradición
occidental, la naturaleza aprehensiva del concepto, de la palabra, del lógos, fue
problematizado de una forma acuciante por Heráclito, Parménides, Sócrates o
Platón, por no hacer referencia a toda la problemática de los universales que surge
a raíz Aristóteles y que ulteriormente Boecio, Sexto Empírico y gran parte de la
tradición medieval problematiza, con Roscelin de Compaigne yGuillermo de
Ockham a la cabeza. Y ya no digamos en la Modernidad, donde la potencia del
concepto es puesta en entredicho por gran parte del movimiento
romántico, Kierkegaard, Nietzsche…, o la contemporaneidad, cuando la lógica
del sentido es puesta a prueba constantemente.
Y es que ser capaz de absorber en el interior de los conceptos, o de acariciar en
unas pocas palabras, una determinada realidad, o la esencia de un pensamiento,
creencia o actitud ha generado verdaderos tormentos a aquella o aquel que se han
adentrado en la travesía. Por todo ello, el aforismo se ha erigido en una de las
tentativas más tortuosas, pero al mismo tiempo más admirables, en este combate
por encofrar lo (in)expresable.
Hay que ser lacónicos, apostar por la sentencia, por la virulencia del fragmento. No
hay lugar para argumentaciones, razonamientos o premisas discursivas. De ahí la
dificultad, de ahí la admiración. Ya Heráclitoe Hipócrates apostaron, en los
primeros pasos de nuestra tradición occidental, por esta metodología, si es que
podemos hablar con estos términos del aforismo. Para el primero, sólo el fragmento
expresa el lenguaje de la naturaleza, tanto interna como externa. Exactamente lo
mismo acontece con Hipócrates, quien considera que el laberinto de la subjetividad,
con sus patologías y equilibrios, puede ser trazado desde la sentencia lacónica.
Si nos encaminamos a la modernidad e inicios de la contemporaneidad (dejando de
lado varios intentos en la antigüedad o en la época medieval), dos nombres
sobresalen, sobre todo en el campo de la filosofía: Novalis y Nietzsche. Novalis,
en sus Gérmenes o Fragmentos de filosofía, plantea toda su propuesta filosófica
sirviéndose del aforismo, mientras que gran parte del trabajo intelectual de
Nietzsche se gesta y desarrolla a través de esta técnica.
Atendiendo a esta dificultad (o imposibilidad) de la representación y de los límites
de lo expresable, cualquier ejercicio aforístico debe ser destacado y encumbrado, si
me permiten el exceso. De ahí que sea tan encomiable y recomendable la última
obra que ha preparado cuidadosamente Mario Pérez Antolín, Concisos, y que ha
editado tan pulcramente Cuadernos del Laberinto. Con un mimo y un celo
absolutamente admirables, Mario Pérez Antolín ha reunido a gran parte de los
mejores aforistas españoles de nuestros días. Rafael Argullol, Vicente Verdú,
Carmen Canet, Miguel Ángel Arcas o Andrés Neuman, entre otros y otras, aparecen
en esta antología en la que solamente hay una máxima: la violencia del
fragmento debe ahondar en los estratos más profundos de lo real. Desde el
relámpago del instante aforístico debe trastocarse la normalidad, ya que, en
definitiva, como afirma Argullol en uno de los aforismos que reúne el libro:
No hay lugar más peligroso que el lugar común: parece el menos arriesgado pero no
tiene escapatoria.

https://elvuelodelalechuza.com/2017/12/02/el-poder-del-fragmento/

lunes, 26 de agosto de 2013

“LA FRONTERA”, NOVELA FRAGMENTARIA

Por: Miguel Gonzales Corrales.

ollantayaqp@hotmail.com
Hace algunos años publique en le diario Noticias de Arequipa, en mi denominada
“Serie de escritores arequipeños”, un artículo que habló sobre hasta la entonces obra
de Juan Alberto Osorio (1), quien fue mi profesor en la Universidad Nacional de San
Agustín, y ahora es un amigo. Al final de ese artículo mencioné que sería interesante
leer la novela que estaba escribiendo: “La Frontera”. Recuerdo bien que esta obra la
fui conociendo todavía allá por 1996, cuando Juan Alberto, me entregó unos
borradores para que los leyera, se trotaba de sus primeros capítulos. Hace poco, fui
por su casa, y de un a forma muy literaria, intercambiamos obras, es decir, él me
entregó un ejemplar de su novela y yo le di a cambio la mía, que ya había publicado
meses atrás.

Esta novela aborda, en primer lugar, una magia implícita, que se da a través de una de
un lenguaje poético, inmersa en la fábula de la narratología que emplea, es decir,
escenas que se dan en la historia, mezclada con el estilo de contar la misma historia.
Ese lenguaje poético muestra una eufonía acústica (2), porque si una va leyendo los
párrafos descriptivos, se da cuenta que la sonoridad de las oraciones son gratas al
oído. Además hay que resaltar, que dentro del discurso literario, aparece la narración
oral, contado a través de un narrador testigo en primera persona, que aparece
esporádicamente, inmerso en la historia, ya que se mantiene al margen de algunas
observaciones que la misma historia fabuladora se abre paso sola, en medio de los
diversos acontecimientos que ocurren en la ciudad San Juan de la Frontera, y en
especial, en la Universidad de La Frontera. Por ello, la fluidez oral, en las oraciones
que van tejiendo el relato, muestra una sintaxis con toque de barroquismo por la
densidad que sume al lector en la historia, similar a lo de Gabriel García Márquez en
“Cien años de Soledad” o “El perfume” de Patrick Shuskin. Quizá, por ese elemento
Barroquista, se leen adjetivos necesarios para ampliar la descripción de la novela,
aunque haya poca caracterización de los personajes, pero esto no desmerece el
aporte literario de toda la novela en su conjunto.

Como ya dije, la narración de “La Frontera”, es meramente descriptiva en la totalidad


de su discurso literario, ya que su estructura textual coincide en la misma praxis de a
escritura en sintaxis más intimista y un a semántica que a veces lleva connotaciones
cargadas de vagos recuerdos (3). En medio de todo esto, los personajes que entras y
salen de la historia, se ve retratados por años idos, que sólo quedan en recuerdos, y
justamente, aquí aparece la fragmentariedad de la novela porque hay diálogos de
situaciones específicas que rompen con la cronología de la obra, donde personajes
secundarios comparten ese ámbito social, aislado y vacío, que a veces se percibe en
la historia. Amén, hay que agregar que en todo este marco que hasta ahora se ha
caracterizado, también La Frontera presenta elementos históricos que señalan el
origen de una universidad “El primero de lo rectores de su primera fundación” (4). Con
este inicio y lo que se retratas en algunos pasajes más, ya no da una idea de su
marció histórico.

Si analizamos un poco con más amplitud lo que se da en esta novela, uno se da


cuenta, que todo es ámbito que describe, es en alguna parte de la sierra del Perú, ya
que la ciudad de San Juan de la Frontera es una metáfora de un pueblo del Perú que
el escritor, a través de su narrador testigo, emplea para mostrar una nostalgia y
realidad de experiencias vividas. Todo esto lo vemos, entonces, del siguiente modo: el
Macrotexto ser el Perú y el microtexto estaría representado del siguiente modo:
San Juan de la Frontera = Ayacucho

U. La Frontera = U. Nacional de Huamanga

Inausis = Anagrama de Sicuani (5)

Ciudad el Centro del Mundo = Cuzco (por su etimológico quechua.)

Por lo que se puede inferir, son elementos personales que aparecen en la novela,
incluso, rememorando la nostalgia de fundación de la Universidad La Frontera, dese
los siglos XVI, XVII y XIX. En todo este lapso de tiempo, van apareciendo situaciones
curiosas que se supone el narrador encontró en unos folios antiguos y que dan realce
a todo el esplendor de lo que aconteció en esa Universidad. Esta vistosidad, hace que
coherentemente, la entrada y salida de los personajes en la trama, sea bien justificada
e incluso, no se vuelve a mencionar a otros personajes que quedan en el olvido.

En el caso de la anacronía, se confunden el pasado con el presente, como cuando se


cuenta en las explosiones inciertas que azotan en un momento la ciudad de San Juan
de la Frontera (aludiendo al terrorismo) o los balazo de delincuentes, en otra época,
que aterran a los pobladores (sucesos más recientes). A esto se suma de los avances
más recientes de que goza toda universidad como pizarras acrílicas y el recuento de
años específico, en determinados periodos, como 1980 a 1982. Todo ese pasado y
presente, se fusionan en una simbiosis para alertar la añoranza de tiempos idos que
no volverán, en medio de un vacío y soledad agradable, pero a la vez triste, que es lo
que al final sucede. Todo esto es una coyuntura social, política, académica, cultural,
cuyos elementos se fusionan para dar vida a San Juan de la Frontera (Huamanga), un
pueblo que cobra vida, a través de retrospecciones de retazos de historias que los une
el propio narrador, evocando en toda la novela una imagen, un paraje prístino en el
país, que sigue con fidelidad sus giros lingüísticos como huaynos en quechua y
traducidos, resaltando siempre el folklore peruano.

Sin embargo, si se quiere resaltar a un personaje principal en la historia, se tiene al


doctor Ibarra, profesor de la Universidad de La Frontera, que como un ente milenario,
parece conocer el pasado, como si hubiera estado presente en cada época. Llegó al
pueblo, joven, por unas horas en la Universidad, se instaló con su familia en el pueblo,
afrontó los problemas subversivos, muriendo en tal acto, algunos de sus hijos,
sobreviviendo con sus hijas, para luego vivir su ancianidad en paz. Pero los más
sorprendente y real maravilloso que se encuentra en esta obra, es el final, cuando el
doctor Ibarra se metamorfosea y se convierte en un ave (Cóndor, quizá) y vuela por los
aires de la ciudad San Juan de la Frontera, junto a su esposa, hijas, y se encuentra
con sus hijos muertos en ese atentado de su juventud. Esta hipérbole, no refiere el
futuro, donde todo puede suceder y creerse a la vez, en un lugar de la sierra del Perú,
donde la fantasía del gigantismo, es constante.

CONCLUSIÓN FINAL

Todo este análisis lo fui armando, de acuerdo a la obra anterior de Juan Alberto, es
decir, sus cuentos del “Hijo mayor” y sus poesías de “Inausis”, y de alguna
conversación que recuerdo tuve con él, por lo que pienso, se ve reflejado en el
contenido y mensaje de su novela “La Frontera”, en la que muestra sus experiencias
en un mundo ficticio y cronográfico de lo que pudo ver, oír y conocer

NOTAS

1. Diario Noticias, Arequipa, lunes 26 de enero de 2009, Series Escritores Arequipeños,


“Literatura desde dentro, una lectura la literatura de Juan Alberto Osorio Ticona.

2. Boris Tomachevski, “La teoría de la literatura”, Akal Editores, España, 1982.

3. Teun Van Dick, “Estructuras y funciones del discurso”, Siglo XXI Editores, España,
1998.

4. Juan Alberto Osorio, La Frontera, Edit. San Marcos, Lima, 2011, pág. 7.

5. Anteriormente, Juan Alberto, publico un libro de poesía, llamado “Inausis y otros


poemas”, 1999, en cuya presentación aclaró que Inausis era el anagrama de Sicuani,
su tierra natal.

Publicado por HENRY RIVAS en 0:03

http://literaturaculturaypoliticasur.blogspot.com/2013/08/la-frontera-novela-fragmentaria-
por.html

Zoom sobre el
fragmento...
 JOSÉ ANTONIO MARINA
27/11/2016 09:17
Hubo un movimiento pictórico llamado 'puntillismo'. El pintor
convertía el cuadro en un conjunto de puntos de color, que el ojo del
espectador se encargaría de sintetizar y convertir en objetos
coloreados. Algo parecido está sucediendo con la información. El
'Cambridge Hanbook of the Learning Sciences', un prestigioso libro,
advierte que la atención mantenida ha sido sustituida por
formas breves de atención. El tuit, por ejemplo. En el sistema
anterior, la coherencia del discurso tenía que conseguirla el autor.
Ahora, no. Es el lector quien tiene que producir o construir esa
coherencia, a partir de los fragmentos. Alan Liu ha propuesto el
nombre de 'transliteracy' para designar la competencia necesaria para
construir un conocimiento coherente a partir de información
fragmentada. Los lectores de más edad recordarán la moda de la 'opera
aperta' que describió Umberto Eco. Sin duda, todos necesitamos
recomponer una figura a partir de datos incompletos, pero es una tarea
complicada. Eliot escribió: "I can connect nothing with nothing". Un
mundo fragmentado nos sume en la confusión, o nos incita a
simplificar precipitadamente. Frente a una filosofía fragmentada,
necesitamos una filosofía sistémica. El elogio posmoderno de la
incoherencia es difícilmente vivible.
http://www.elmundo.es/cronica/2016/11/27/58397bcee2704e725f8b4590.html

LA NUEVA LITERATURA
REALISTA TIENE QUE
SER POR FUERZA
FRAGMENTARIA | SOBRE
LA COLECCIÓN
TEXTITLÁN DE LA
EDITORIAL MEXICANA
LIBROSAMPLEADOS
JAVIER MORO HERNÁNDEZ · 26/02/2018
 La colección reúne autores con un proyecto literario pero
que no son del todo centrales dentro del mercado editorial

La editorial mexicana Librosampleados presentó en la 30° Feria


Internacional del Palacio de Minería (que dio inicio el jueves 22
de febrero y que se extenderá hasta el próximo 5 de marzo) su
colección Textitlán, que en palabras del editor Nahum Torres, “es
una palabra que se lea desde donde se lea, sólo podría existir en
México. A la vez que se presta a darle un sentido ‘literario’ para
designar un territorio ficcional propio al texto.”

_____
_____

En ese sentido el editor mexicano en entrevista con La Jornada


de Aguascalientestambién mencionó que “Para Textitlán
invitamos a autores que ya habíamos leído y que teníamos
ganas de publicar. Autores con un proyecto literario pero que no
son del todo centrales dentro del mercado editorial. Autores que
no necesariamente se conocen entre sí, que incluso son
disímiles en sus intenciones literarias, y para eso les pedimos
una obra ‘autoral’, donde su yo estuviese en juego con la obra.
Abrimos con La vida escondida aún, de Alfredo Leal, una
novela en donde el autor ‘toma distancia’ para hablar, en
términos generales, sobre el ‘pacto ficcional’, la ‘ideología de
la representación’, utilizando referencias del medio editorial,
académico y literario. mexicano, así como de su propia
escritura. Luego tenemos la nouvelle Tanuki y las ranas, de
César Cortés Vega, donde la perversidad, el arte
contemporáneo, la ciudad de México son vistas a través de una
mirada que les cuestiona. Daniel Espartaco nos
entregó Ceremonia, una noveleta satírica en la que se burla del
sistema de relaciones del medio cultural mexicano. Pero quizá el
más atípico de la colección sea el ‘libroma’ de Luis Bugarini: Se
encogió de hombros y dijo: que es como si Siri se hubiera
leído un libro de Peter Handke y, en vez de darte una indicación
personalizada, te diera 500 instrucciones bizarras, dinamitando
con esta serie de narracciones a la llamada literatura breve.”

Este breve resumen de la colección también sirve para


mencionar que la Editorial Librosampleados ha ido fortaleciendo
una propuesta completamente independiente que en el 2018 le
permitirá editar la novela Indios Verdes, que el editor y narrador
chileno Emilio Gordillo, viene escribiendo y publicando desde
hace ocho o nueve años, además del libro-texto ná·ax·ni, del
escritor mexicano Edson Lechuga.

Para el editor Nahum Torres “Textitlán es una apuesta ecléctica,


de búsqueda, por parte de Librosampleados, a la manera de un
performance editorial: fugaz, de tránsito. Es una colección para
lectores curiosos, atrevidos, que no se conforman con la oferta
editorial de las cadenas de librerías.

Platicamos con los escritores Luis Bugarini, (Cd. de México,


1978) autor del libro Se encogió de hombros y dijo:, un libro
que apuesta por cuestionar la idea de la narrativa tradicional, a
partir de la crítica sobre lo que se entiende como industria
editorial, quien nos comentó que “La editorial y yo nos
intesectamos en un interés compartido, que es tratar de
observar los tras telones de lo que estamos haciendo como
actores de la cultura, desde la parte literaria o desde otras
disciplinas, en mi caso he ido enamorándome de la idea de
destruir el libro, sino como una forma estandarizada de
entenderlos, tengo novelas convencionales que cuentan
historias, pero en donde empecé a hipnotizarme con la
posibilidad de diluirlos, de disolverlos en una masa que solo de
una manera muy forzada podrían ser consideradas libros,
entonces eso es una forma muy clara de quedarme solo, de
quedarme jugando con mis piezas, de una manera narcisista,
pero eso es lo que uno elige y creo que aún puedo llevarlo más
allá, la verdad es de este libro, Se encogió de hombros y dijo: es
la primera entrega en la que me propongo vaciar el molde para
decir que esto se puede hacer de otra manera, así fue como
llegue a una categoría que yo defino como “Libromás”, que es la
intelectualización de este juego sofisticado de entender lo que
se hace con la materia plástica del lenguaje pero tratando de
llevarlo hasta su disolución.

El escritor y editor chileno avecindado en México Emilio Gordillo,


(Chile, 1981) definió a su novela Indios Verdes como “un libro
intermedio, entre lo que a mí me interesa hacer hoy, que es
generar procesos de escritura más comunitarios, más vinculados
a cuestiones afectivas, pero sin dejar de lado un plano estético,
que no considero que sea disruptivo, porque este concepto
también es una etiqueta muy manejable, a mí lo que me
interesa más es escribir un libro que no veo y la intención de
escribir ese libro es compartir, tratar de generar un aporte
donde se comparten escrituras, visiones del mundo, más que
interferir en un sistema literario, me intereso siempre ver libros
que yo no veía, me siento más cómodo en eso que pensada
desde la periferia, pero me gusta la postura de la editorial, en
ese sentido la novela tiene que que ver con la fascinación con
las estatuas de los Indios Verdes, llegue a México en 2009 y me
fascinó la historias de esas estatuas, como la extranjerización de
esas estatuas, el lugar que fueron teniendo en el espacio y que
además empezaron a denominar un espacio por un nombre que
ahora es popular, porque en realidad las estatuas no se
llamaban así, pero hoy en día hay una zona completa que se
denomina así, una zona de acceso donde se permea la gente
que es del DF y la gente que no es de acá, es un lugar de
tránsito, y me parece súper interesante lo que históricamente
revelan esas estatuas, entonces es un libro sobre la fascinación
de un extranjero sobre unas estatuas que han sido
extranjerizadas durante todo el siglo XX, por cómo se ven, por lo
que parecen, porque son estatuas construidas para la Feria de
París en el siglo XIX, que es la magnificación de los estados-
nación en el siglo XIX y al final de cuentas son indígenas que
parecen griegos, y lo gracioso es que las élites mexicanas de la
época las rechazan por feas, por indígenas musculosos.”

El escritor y artista visual mexicano César Cortés Vega (Ciudad


de México), quien también es autor de la novela Abandona
Silicia, y del libro de poesía Reven quien además mantiene una
obra anfibia que se mantiene en las fronteras entre esos dos
campos artísticos; lo visual y lo literaria, algo que podemos
también podemos observar en la novela Tanuki y las ranas, en
donde la historia nos habla sobre un proyecto artístico visual
que disuelve las fronteras entre lo personal y lo público: “Son
dos campos a los que pertenezco pero que en realidad siempre
me he situado en la frontera, hay una escritora argentina que se
llama Graciela López que habla de un concepto que ella
denomina como la ‘frontera indómita’, que es un concepto que
siempre me gustó mucho, que implica el territorio de la infancia,
el lugar que no se puede gobernar del todo, que ocurre en la
imposibilidad de clasificar lo que estás haciendo, entonces ya es
una periferia que construye subjetividades extremas para poder
subsistir en un territorio que es indefinido, pero siempre hay una
añoranza por ese lugar que perdiste, que es el lugar en donde
yo creo que ocurren los significados, me gusta jugar con esos
conceptos y en esos campos, pensar que quien ocupa un
espacio de la periferia tiene en realidad un deseo de adaptación
en el centro, es decir el deseo por pertenecer y la imposibilidad
de hacerlo y ponerlos en una novela es hacerlos caminar y
hacerlos caminar es enfrentarlo a una posibilidad narrativa, que
finalmente también tiende a la disolución, me gusta mucho
también la idea de los residuos, porque me parece, siguiendo a
Klossowski, pensar que solo lo que es exceso es en donde la
verdadera vida ocurre.

Para Luis Bugarini, la apuesta por deconstruir la narrativa es


clara ya que “todo autor que se respeta debe estar obligado a
tratar de llevar su escritura hacia un lugar que no se ha pisado,
porque “sino básicamente es una escritura hecha para el
mercado y el momento actual es complicado porque hay un
descaro en el mundo editorial en donde pareciera que este tipo
de propuestas, enmarcadas en esta colección, estuvieran fuera
del mercado, sin embargo creo que es necesario para los
autores replantearse hacia dónde están llevando su disciplina y
no quedarse con una idea homogénea de cómo contar una
historia de forma tradicional, yo todavía tengo esta idea, tal vez
romántica y un poco trasnochada, de que un libro debe ser
como un pellizco, como una incomodidad, sigo siendo feligrés de
los libros que se pasan de mano a mano con la condena de
leerlo bajo tu propio riesgo.”

Para César Cortés Vega “la literatura es en realidad un estado o


una nación en la que cualquiera que intenté leer un libro está
arribando, pero es una nación que se alimenta de las
subjetividades, es decir de una extranjería dentro del mismo
lugar en el que habitamos.”

Por otro lado Emilio Gordillo nos comentó que en nuestro país le
ofrece una libertad en materia literaria, ya que “en México, todo
se dispara, porque todo es más extraño, las distinciones de
género son más efímeras y son más frágiles, y para mi México
es eso, y vivir en México es eso, es la posibilidad de ver una
vida, una calle más intensa, más diversa, entonces para mi esa
extranjería es la que me llama la atención, que es una
extranjería que tiene que ver más con la mirada y de tratar de
volverla siempre ajena.

Esta idea se puede observar en los diferentes libros que


componen la colección, porque en México se ha construido un
canon muy específico, pero los libros de Textitlán parecen
pertenecer a fronteras particulares, a tradiciones literarias
distintas. Para Luis Bugarini en ese sentido nos mencionó “es
que propuestas como Textitlán son de terrorismo cultural, son
una forma de dinamitar lo que parece ser una gran arquitectura
en donde parece que ya funcionan los gestores de la cultura, los
críticos, los promotores, las revistas, para tratar de generar una
comezón a la gente y de que vea que la literatura también es un
área de juegos y es una área de propuestas, algo que se puede
buscar a manera de una secta de personas que se preguntan a
sí mismos quienes son.

Una de las apuestas narrativas que podemos encontrar


entonces en estas tres obras literarias tan disímbolas como
estas que forman parte de la misma colección, Textitlán, tiene
que ver con la fragmentación de la realidad, de la narrativa que
se presenta a través de ellas, en estas obras lo que se intenta es
contarnos fragmentos de la realidad, porque la realidad se está
fragmentando, un proceso narrativo que nos permite buscarle
una nueva vuelta a la misma idea de la narrativa, de qué es
narrar, de qué es contar cosas.

Para Luis Bugarini en este sentido “ la nueva literatura realista


tiene que ser por fuerza fragmentaria porque así es como
vivimos, pero el uso del fragmento no es reciente, yo creo que
empezó desde los dos miles pero ahora se ha envilecido con el
uso de las redes sociales, hasta el punto de cualquier estornudo
es llamado mini- ficción, también creo que hay que usarlo como
insumo de la realidad, vemos Facebook, vemos Twitter, vemos el
periódico, hacemos nuestra vida cotidiana, empezamos a ver
una película y luego salimos a tomar un café, entonces la vida
es así, a pequeños trozos que terminan explicándonos. Yo creo
que mi libro si trato de recoger una forma de la brevedad, pero
llevándolo a un punto en donde la ironía y el juego frente al
espejo se vuelve en una ocasión de auto-dinamitar al autor.”

Sin embargo, Emilio Gordillo mantiene que él no trata de pensar


la literatura en esos términos: “Indios Verdes si puede parecer
un libro fragmentado pero tiene que ver con que es un libro
sobre la extranjerización y este es un concepto que también le
atañe a uno mismo, porque el primer capítulo responde a la
primera experiencia que yo tuve cuando llegue acá a México, y
es un fragmento que ha cambiado, porque esta es una novela
que he escrito desde el 2009 hasta ahora, y me permite mirar
ese momento y mirarlo desde otra perspectiva, mirarlo de otra
manera, por lo que también me ha permitido darme cuenta de
que estaba equivocado al escribir sobre este lugar, con respecto
a entender a este lugar, pero sí eso es fragmentario también es
secundario para mí.”

Sobre esta idea, César Cortés Vega que su novela “está hecha
de fragmentos, muy al estilo Internet, pero al mismo tiempo
está hecho de las contradicciones de las personalidades
contrahechas o muy conflictuadas de una Latinoamérica que te
exige adaptarte no tanto a las lógicas mexicanas, sino a unas
lógicas centrales que las instituciones te piden porque beben de
ellas, es decir existe una contradicción doble en el deseo de
adaptabilidad social.”

http://www.lja.mx/2018/02/la-nueva-literatura-realista-fuerza-fragmentaria-la-coleccion-
textitlan-la-editorial-mexicana-librosampleados/

Nietzsche y la escritura fragmentaria


Publicado el 16/05/2012

Por Maurice Blanchot

En este artículo, Blanchot analiza el movimiento literario de Nietzsche y su


escritura aforística y siempre tentativa: “Me parece importante
desembarazarse del todo, de la Unidad,… es necesario desmigajar el
Universo, perder el respeto del todo” (Nietzsche). Fiel a la exigencia
nietzscheana (y de Heráclito), Blanchot insiste en el devenir, la pluralidad, el
azar y la diferencia como formas de pensar –y escribir– por fuera de la
unidad que demanda la metafísica.
Texto fundamental sobre la recepción de la obra nietzscheana por parte de la
filosofía francesa, junto a los textos de Klossowski y de Bataille; obras que
guiaron los planteos de Derrida, Foucault, Deleuze y Barthes, entre otros.

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NIETZSCHE Y LA ESCRITURA FRAGMENTARIA

Es relativamente fácil poner en orden los pensamientos de Nietzsche de


acuerdo con una coherencia en que sus contradicciones se justifican, ya sea
jerarquizándose o ya sea dialectizándose. Hay un sistema —virtual—, en donde
la obra abandona su forma dispersa y da lugar a una lectura continua. Discurso
útil, necesario. Entonces lo comprendemos todo, sin quebrantos ni fatigas. Es
tranquilizador que un pensamiento tal, ligado al movimiento de una búsqueda
que es también búsqueda del devenir, pueda prestarse a una interpretación de
conjunto. Además, es una necesidad. Inclusive en su misma oposición a la
dialéctica, es menester que ese pensamiento tenga sus fuentes en ella. Aunque
desprendido de un sistema unitario y entregado a una pluralidad esencial, ese
pensamiento debe designar todavía un centro a partir del cual Voluntad de
Poder, Superhombre, Eterno Retorno, nihilismo, perspectivismo, pensamiento
trágico y tantos otros temas separados, confluyan y se comprendan de acuerdo
con una interpretación única: aunque sea sólo como los diversos momentos de
una filosofía de la interpretación.
Existen dos hablas en Nietzsche. La una pertenece al discurso filosófico, a ese
discurso coherente que a veces Nietzsche desea llevar a su culminación al
componer una obra de envergadura, análoga a las grandes obras de la
tradición. Los comentaristas lo reconstruyen. Sus textos fragmentarios pueden
considerarse como elementos de este conjunto. El conjunto conserva su
originalidad y su poder. Es esa gran filosofía en donde vuelven a encontrarse,
llevadas a un altísimo grado de incandescencia, las afirmaciones de un
pensamiento concluyente. Es posible entonces preguntarse si esta filosofía
mejora a Kant, si lo refuta, lo que le debe a Hegel, lo que no acepta de él, si
concluye la metafísica, si la reemplaza, si prolonga una forma de pensamiento
existencial o es esencialmente una crítica. Todo ello, en cierta forma, le
pertenece a Nietzsche.
Admitámoslo. Admitamos que ese discurso continuo es el trasfondo de sus
fragmentadas obras. Pero queda el hecho claro de que Nietzsche no se contenta
con ello. E inclusive, si una parte de sus fragmentos puede ser relacionada con
esa especie de discurso integral, es patente que éste —el cual constituye la
filosofía misma—, es superado siempre por Nietzsche, quien más bien lo supone
en lugar de exponerlo, a fin de poder discurrir más allá, de acuerdo con un
lenguaje completamente distinto, no el lenguaje del todo, sino el del fragmento,
el de la pluralidad y la separación.
Esta habla del fragmento es difícil de captar sin que se altere. Inclusive lo que
Nietzsche nos ha dicho sobre ella la deja intencionalmente recubierta. No cabe
duda de que una forma tal del habla señala su rechazo del sistema, su pasión
por la ausencia de acabamiento, su pertenencia a un pensamiento que sería el
de la Versuch y el del Versucher, que está ligada a la movilidad de la
búsqueda, al pensamiento viajero (el de un hombre que piensa al caminar y de
acuerdo con la verdad de la marcha). También es verdad que resulta próxima al
aforismo, pues es un hecho convenido que es en la forma aforística en la que él
sobresale: “El aforismo, en el que soy el primero de los maestros alemanes, es
una forma de eternidad; mi ambición es decir en diez frases lo que otro dice y
no dice en un libro.” ¿Pero es realmente esa su ambición, y el término
“aforismo” corresponde a la medida de lo que Nietzsche busca? “Yo no soy lo
bastante limitado como para poder caber en un sistema, ni siquiera en el mío
propio”. El aforismo es poder que limita, que encierra. Forma que en forma de
horizonte es su propio horizonte. Con ello se ve lo que tiene también de
atractivo, siempre alejada en sí misma, forma con algo de sombra, de
concentrado, de oscuramente violento que la hace parecerse al crimen de Sade,
completamente opuesta a la máxima, sentencia ésta destinada al uso del bello
mundo y pulida hasta hacerse lapidaria, mientras que el aforismo es tan
insociable como puede serlo un guijarro (Georges Perros). Pero este guijarro es
una piedra de origen misterioso, un grave meteoro que al caer querría
volatilizarse. Habla única, solitaria, fragmentada pero a título de fragmento ya
completa, entera, en esa repartición, y de un resplandor que no remite a nada
estallado. De este modo, esa habla revela la exigencia de lo fragmentario, y lo
específico de esa exigencia hace que la forma aforística no pueda convenirle.
El habla del fragmento ignora la suficiencia, no basta, no se dice en miras á sí
misma, no tiene por sentido su contenido. Pero tampoco entra a componerse
con otros fragmentos para formar un pensamiento más completo, un
conocimiento de conjunto. Lo fragmentario no precede al todo sino que se dice
fuera del todo y después de él. Cuando Nietzsche afirma: “Nada existe por fuera
del todo”, aunque pretenda aligerarnos de nuestra particularidad culpable y al
mismo tiempo recusar el juicio, la medida, la negación (“pues no se puede
juzgar al todo, ni medirlo, ni compararlo, ni sobre todo negarlo”), el hecho es
que también afirma a la cuestión del todo como la única dotada de validez, y
restaura la idea de totalidad. La dialéctica, el sistema, el pensamiento como
pensamiento del conjunto vuelven a hallar sus derechos y fundamentan la
filosofía como discurso acabado. Pero cuando dice: “Me parece importante
desembarazarse del todo, de la Unidad,… es necesario desmigajar el Universo,
perder el respeto del todo”, ingresa entonces en el espacio de lo fragmentario,
asume el riesgo de un pensamiento que no garantiza ya la unidad.
El habla en donde se revela la exigencia de lo fragmentario, habla no suficiente
pero no por insuficiencia, no acabada (por ser extraña a la categoría de la
realización), no contradice el todo. Por una parte, es necesario respetar el todo
y si no se lo dice por lo menos se lo debe realizar. Somos seres del Universo y
por ello vueltos hacia la unidad todavía ausente. Nuestra vocación, dice
Nietzsche, es “la de someter el Universo”. Pero hay otro pensamiento y una
vocación completamente diferentes. Lo cual quiere decir que la primera, en
verdad, no es una verdadera vocación. Todo está ahora ya cumplido, el Universo
nos tocó en suerte, el tiempo ha concluido, hemos salido de la historia por la
historia misma. Entonces, ¿qué queda todavía por decir, qué queda todavía por
hacer?
El habla fragmentaria, la de Nietzsche, ignora la contradicción. He aquí algo que
es extraño. Hemos notado, siguiendo a Jaspers, que no se comprende bien a
Nietzsche, que no se le hace justicia a su pensamiento si cada vez que éste
afirma con certeza no se busca la afirmación opuesta con la que esta certeza
está en relación. Y, en efecto, este pensamiento no deja de oponerse, sin
contentarse jamás consigo mismo, sin contentarse tampoco jamás con esta
oposición. Pero en este punto es necesario de nuevo distinguir. Existe el trabajo
crítico: la crítica de la metafísica, que está representada principalmente por el
idealismo cristiano pero que está también en toda filosofía especulativa. Las
afirmaciones contradictorias son un momento del trabajo crítico: Nietzsche
ataca al adversario desde muchos puntos de vista a la vez, pues la pluralidad
de puntos de vista es precisamente el principio que desconoce el pensamiento
incriminado. Sin embargo, Nietzsche no ignora que allí en donde está situado se
encuentra obligado a pensar, está obligado a hablar a partir del discurso que
recusa: pertenece todavía a ese discurso tal como todos nosotros le
pertenecemos; las contradicciones dejan entonces de ser polémicas o inclusive
solamente críticas; lo conciernen en su pensamiento mismo, son expresión de
su enérgico pensamiento, el cual no puede contentarse con sus propias
verdades sin tentarlas, sin ponerlas a prueba, sin rebasarlas, y volver después
sobre ellas. En esta forma la Voluntad de Poder puede ser tanto un principio de
explicación ontológica, que expresa la esencia, el fondo de las cosas, como
también la exigencia de todo rebasamiento que se rebasa a sí misma como
exigencia. El Eterno Retorno es tanto una verdad cosmológica, como la
expresión de una decisión ética, como el pensamiento del ser comprendido
como devenir, etc. Esas oposiciones nombran una determinada verdad múltiple
y la necesidad de pensar lo múltiple cuando se quiere decir la verdad de
acuerdo con el valor; pero multiplicidad que es todavía relación con el Uno. El
pensamiento de Nietzsche, en ese estado, se unifica en el pensamiento del todo
como multiplicidad infinita cuya expresión irrebasable es el Eterno Retorno.
El habla del fragmento ignora las contradicciones inclusive cuando ella
contradice. Dos textos fragmentarios pueden oponerse, se colocan en realidad
uno después de otro, el uno sin relación con el otro, el uno relacionado con el
otro por ese blanco indeterminado que no los separa ni los junta, que los lleva
hasta el límite que designan y que sería su sentido, si no escaparan
precisamente allí, en una forma hiperbólica, a toda habla significativa. El hecho
de estar planteado siempre de ese modo en el límite, le da al fragmento dos
características diferentes: es habla de afirmación, y que no afirma nada más
que ese más y ese exceso de una afirmación extraña a la posibilidad y, sin
embargo, además, no es en manera alguna categórica, ni está fija en una
certeza, ni planteada en una positividad relativa o absoluta, ni mucho menos
dice el ser de una manera privilegiada o se dice a partir del ser, sino que más
bien va ya borrándose, deslizándose fuera de sí misma, deslizamiento que la
reconduce hacia sí, en el murmullo neutro de la oposición.
Allí en donde la oposición no opone sino que yuxtapone, allí en donde la
yuxtaposición da en conjunto lo que se sustrae a toda simultaneidad, sin
sucederse sin embargo, en ese punto preciso se le propone a Nietzsche una
experiencia no dialéctica del habla. No una manera de decir y de pensar que
pretendería refutar la dialéctica o expresarse contra ella (Nietzsche no deja,
cada vez que tiene oportunidad de hacerlo, de saludar a Hegel o inclusive de
reconocerse en él, como también de denunciar el idealismo cristiano que lo
impulsa), sino de un habla distinta, separada del discurso, que no niega y en
ese sentido no afirma y que, sin embargo, deja jugar entre los fragmentos, en la
interrupción y la detención, lo ilimitado de la diferencia.
Es menester tomar en serio la despedida dada por Nietzsche al pensamiento del
Dios uno, es decir, del dios Unidad. No se trata para él únicamente de discutir
las categorías que rigen el pensamiento occidental. No basta tampoco
simplemente con detener los contrarios antes de la síntesis que los
reconciliaría, ni inclusive con dividir el mundo en una pluralidad de centros de
dominio vital cuyo principio, principio todavía sintético, sería la Voluntad de
Poder. Algo mucho más atrevido y que, para decirlo con propiedad, lo atrae al
dédalo del extravío antes de exaltarlo, hasta el enigma del retorno, tienta aquí a
Nietzsche: el pensamiento como afirmación del azar, afirmación en donde el
pensamiento se relaciona necesariamente —infinitamente— consigo mismo por
lo aleatorio (que no es lo fortuito), relación en donde él se da como
pensamiento plural.
El pluralismo es uno de los rasgos decisivos de la filosofía que ha elaborado
Nietzsche, pero también en este caso existe la filosofía y lo que no se contenta
con la filosofía. Existe el pluralismo filosófico, ciertamente muy importante,
puesto que nos recuerda que el sentido es siempre muchos sentidos, que hay
una superabundancia de significaciones y que “Uno siempre se equivoca”,
mientras que “la verdad comienza en dos”.: de allí la necesidad de la
interpretación, la cual no es develamiento de una única verdad oculta, inclusive
ambigua, sino lectura de un texto que tiene muchos sentidos y que no tiene
también ningún otro sentido que el “del proceso, el devenir” que es la
interpretación. Hay pues dos tipos de pluralismo. El uno es filosofía de la
ambigüedad, experiencia del ser múltiple. Y además, este otro extraño
pluralismo, sin pluralidad ni unidad, que el habla del fragmento lleva en sí como
la provocación del lenguaje, aquel que habla incluso cuando ya todo ha sido
dicho.
El pensamiento del superhombre no significa en primera instancia el
advenimiento de éste sino que significa la desaparición de algo que se había
llamado el hombre. El hombre desaparece, él es quien tiene por esencia la
desaparición. En forma que sólo subsiste en la medida en que puede decirse
que él no ha comenzado todavía. “La humanidad no tiene todavía un
fin (kein Ziel). Pero… si la humanidad sufre la carencia de un fin, ¿no será
porque todavía no hay humanidad? Apenas ingresa en su comienzo cuando ya
ingresa a su fin, cuando él ya comienza a acabar. El hombre es siempre el
hombre del ocaso, ocaso que no es degeneración, sino por el contrario, el sello
que se puede amar en él, que une, en la separación y la distancia, la verdad
“humana” con la posibilidad de perecer. El hombre de último rango es el
hombre de la permanencia, de la subsistencia, aquel que no quiere ser el último
hombre.
Nietzsche habla del hombre sintético, totalizado, justificador. Expresiones
notables. Este hombre que totaliza y que tiene por lo tanto relación con el todo
bien sea que él lo instaure o que él tenga su dominio, no es el superhombre,
sino el hombre superior. El hombre superior es, en el sentido propio del término,
el hombre integral, el hombre del todo y de la síntesis. Reside allí “la meta que
necesita la humanidad”. Pero Nietzsche dice también en el Zaratustra: “El
hombre superior no está logrado (missgeraten).” El no es defectuoso por
haber fracasado, ha fracasado porque ha tenido éxito, ha alcanzado su meta
(“Una vez llegado a tu meta,.. es sobre tu cima, hombre superior, que
tú tropezarás”). Podemos preguntarnos cuál sería, cuál es el lenguaje del
nombre superior. La respuesta es fácil. Es el discurso también integral como él,
el logos que dice el todo, la seriedad del habla filosófica (lo propio del hombre
superior es la seriedad de la probidad y el rigor de la veracidad): habla
continua, sin intermitencia y sin vacío, habla de la realización lógica que ignora
el azar, el juego, la risa. Pero el hombre desaparece, no solamente el hombre
fallido, sino el hombre superior, es decir, logrado, aquel en quien todo, es decir
el todo, se ha realizado. ¿Qué significa entonces este fracaso del todo? El hecho
de que el hombre desaparezca —ese hombre del porvenir que es el hombre del
fin— halla su pleno sentido, porque es también el hombre como todo quien
desaparece, el ser en quien el todo en su devenir se ha hecho ser.
El habla como fragmento tiene relación con el hecho de que el hombre
desaparezca, hecho mucho más enigmático de lo que se piensa, puesto que el
hombre es en cierta forma eterno o indestructible y, siendo indestructible,
desaparece. Indestructible: desaparición. Y también esa relación es enigmática.
Puede en últimas comprenderse —esto se entiende inclusive con una especie
de evidencia— que lo que habla en el nuevo lenguaje de la ruptura sólo habla
por la espera, el anuncio de la desaparición indestructible. Es necesario que lo
que se denomina el hombre haya llegado a ser el todo del hombre y el mundo
como todo y que, al haber hecho de su verdad la verdad universal y del
Universo su ya realizado destino, se comprometa, con todo lo que él es y más
todavía, con el ser mismo, en la posibilidad de perecer para que, liberado de
todos los valores propios de su saber —la trascendencia, es decir, también la
inmanencia, el otro mundo, es decir, también el mundo, Dios, es decir, también
el hombre—, se afirme el habla de la exterioridad. Lo que se dice fuera del todo
y fuera del lenguaje en cuanto lenguaje, lenguaje de la conciencia y de la
interioridad actuante, dice el todo y el todo del lenguaje. Que el hombre
desaparezca no es nada, es sólo un desastre a nuestra medida; el pensamiento
puede soportarlo. Que la idea de verdad y todos los valores posibles, la
posibilidad misma de los valores dejen de tener curso y sean arrastrados como
de pasada, por un ligero movimiento, parece que es algo a lo que es posible
acostumbrarse e inclusive de lo que sería posible alegrarse: el pensamiento es
también ese ligero movimiento que se arranca de los orígenes. ¿Pero qué
sucede con el pensamiento cuando el ser —la unidad, la identidad del ser— se
ha retirado sin dar cabida a la nada, a ese muy fácil refugio? ¿Cuando lo Mismo
ya no es el sentido último del Otro, y la Unidad ya no es aquello en cuya
relación se enuncia lo múltiple? ¿Cuando la pluralidad se dice sin relacionarse
con lo Uno? Entonces, quizá entonces, se deja presentir, no como paradoja sino
como decisión, la exigencia del habla fragmentaria, de esa habla que, lejos de
ser única, no se dice siquiera de lo uno y no dice lo uno en su pluralidad.
Lenguaje: la afirmación misma, aquella que no se afirma ya en razón ni en
miras a la Unidad. Afirmación de la diferencia, pero sin embargo jamás
diferente. Habla plural.
La pluralidad del habla plural: habla intermitente, discontinua que, sin ser
insignificante, no habla en razón de su poder de significar ni de representar. Lo
que en ella habla no es la significación, la posibilidad de dar sentido o de
retirarlo, aunque fuese un sentido múltiple. Ello nos lleva a pretender, quizá
muy apresuradamente, que esa habla se designa a partir de lo intermedio, que
está como en facción alrededor de un punto de divergencia, espacio de la dis–
locación que esa habla busca rodear, pero que siempre la discierne,
apartándola de sí misma, identificándola con esa separación, imperceptible
diferencia en donde siempre vuelve a sí misma, idéntica, no idéntica.
Sin embargo, inclusive si esta especie de acercamiento está en parte
fundamentado —no podemos todavía decidirlo—, nos damos cuenta
perfectamente que no basta reemplazar continuo por discontinuo, plenitud por
interrupción, conjunción por dispersión, para acercarnos a esa relación que
pretendemos recibir de ese lenguaje otro. O, más precisamente, la
discontinuidad no es el simple inverso de lo continuo, o, como ocurre en la
dialéctica, un momento del desarrollo coherente. La discontinuidad o la
detención de la intermitencia no detiene el devenir sino que, por el contrario, lo
provoca o lo llama en el enigma que le es propio. Tal es la gran conversión que
el pensamiento realiza con Nietzsche: el devenir no es la fluidez de una
duración infinita (bergsoniana) o la movilidad de un movimiento interminable.
La partición —la división— de Dionisos, tal es el primer saber, la experiencia
oscura en donde el devenir se descubre en relación con lo discontinuo y como
juego de éste. Y la fragmentación del dios no es el renunciamiento atrevido a la
unidad o la unidad que permanece unida al pluralizarse. La fragmentación es el
dios mismo, aquello que no tiene ninguna relación con un centro, no soporta
ninguna referencia originaria y que, por consiguiente, el pensamiento,
pensamiento de lo mismo y de lo Uno, el de la teología, lo mismo que el de
todas las formas de saber humano (o dialéctico), no podría acoger sin falsear.
El hombre desaparece. Es una afirmación. Pero esa afirmación se desdobla
inmediatamente en pregunta. ¿El hombre desaparece? ¿Y lo que en él
desaparece, la desaparición que él lleva consigo y que lo lleva, libera el saber,
libera el lenguaje de las firmas, de las estructuras o de las finalidades que
definen el espacio de nuestra cultura? En Nietzsche la respuesta se precipita
con una decisión casi terrible, y también sin embargo se retiene, permanece en
suspenso. Esto se traduce de muchas maneras y, en primer lugar, por una
ambigüedad filosófica de expresión. Cuando, por ejemplo, él dice: el hombre es
algo que debe ser rebasado; el hombre debe estar más allá del hombre; o, en
una forma más sorprendente, Zaratustra mismo debe rebasarse, o inclusive,
habla del nihilismo vencido por el nihilismo, de lo ideal arruinado por lo ideal,
cuando él hace esas afirmaciones, es casi inevitable que esa exigencia de
rebasamiento, ese uso de la contradicción y de la negación para una afirmación
que mantiene lo que suprime al desarrollarlo, nos vuelva a situar en el horizonte
del discurso dialéctico. De ahí tendría que concluirse que Nietzsche, lejos de
rebajar al hombre, lo exalta todavía más dándole por tarea su realización
verdadera: el superhombre es entonces sólo un modo de ser del hombre,
liberado de sí mismo en miras a sí mismo por el recurso al mayor de los deseos.
Es justo. Hay muchos textos (la mayor parte de ellos) que nos autorizan a
entender al hombre como autosupresión que sólo es autorrebasamiento, al
hombre, afirmación de su propia trascendencia, bajo la garantía del saber
filosófico todavía tradicional y el comentarista que hegelianice a Nietzsche no
podría ser refutado en lo que a eso respecta.
Y sin embargo, sabemos que el camino seguido por Nietzsche es
completamente distinto, aunque ese camino haya sido seguido contra él
mismo, y que Nietzsche ha tenido siempre conciencia, hasta rayar en el
sufrimiento, de la presencia de una ruptura tan violenta que logra dislocar la
filosofía dentro de la filosofía. Rebasamiento, creación, exigencia creadora:
podemos encantarnos con esos términos, podemos abrirnos a su promesa, pero
tales términos no afirman finalmente nada fuera de su propio desgaste si nos
retienen todavía junto a nosotros mismos, bajo el cielo de los hombres,
prolongado apenas hasta el infinito. Rebasamiento quiere decir rebasamiento
sin fin, y nada es tan ajeno a Nietzsche como un tal porvenir de elevación
continua. ¿Sería entonces el superhombre sencillamente el hombre mejorado,
conducido hasta el extremo de su conocimiento y de su esencia? En verdad,
¿qué es el superhombre? No lo sabemos y Nietzsche, en sentido estricto, no lo
sabe. Sabemos solamente lo que significa el pensamiento del superhombre: el
hombre desaparece, afirmación que es conducida hasta sus límites cuando se
desdobla en la pregunta: ¿el hombre desaparece?
El habla del fragmento no es el habla en donde ya se dibujaría como a contraluz
—en blanco— el sitio en donde el superhombre tomará sitio. Es habla de
intermedio. Lo intermedio no es el intermediario entre dos momentos, dos
tiempos, el del hombre ya desaparecido —¿pero el hombre desaparecerá?— y el
del superhombre, aquel en que lo pasado está por venir —¿pero vendrá el
superhombre y por qué caminos? El habla del fragmento no junta al uno con el
otro, más bien los separa, es, mientras habla y al hablar se silencia la
desgarradura móvil del tiempo que mantiene hasta el infinito las dos figuras en
donde gira el saber. En esa forma, al señalar por una parte la ruptura, le impide
al pensamiento pasar gradualmente del hombre al superhombre, es decir,
pensar de acuerdo con la misma medida o inclusive de acuerdo con medidas
solamente diferentes, es decir, pensarse a sí mismo de acuerdo con la identidad
y la unidad. Por otra parte, señala algo más fuera de la ruptura. Si la idea del
rebasamiento —entendida sea en un sentido hegeliano, o sea en un sentido
nietzscheano: creación que no se conserva sino que destruye—, no puede
bastarle a Nietzsche, si pensar no es solamente trans–pasar, si la afirmación del
Eterno Retorno se comprende (en primer lugar) como el fracaso del
rebasamiento, ¿nos abre el habla fragmentaria a esa “perspectiva”, nos permite
hablar en esa dirección? Tal vez, pero en una forma inesperada. No es ella quien
anuncia la ronda por sobre lo que era aquí, allá, y en cualquier otra parte”; no
es premonitoria; en sí misma, no anuncia nada, no representa nada; no es ni
profética ni escatológica. Todo ha sido ya anunciado, cuando ella se enuncia,
comprendida la eterna repetición de lo único, la más vasta de las afirmaciones.
Su papel es más extraño. Es como si cada vez que lo extremo se dice, ella
llamara al pensamiento hacia el exterior (no hacia más allá), señalándole por su
fisura que el pensamiento ya ha salido de sí mismo, que está fuera de sí, en
relación —sin relación— con una exterioridad de donde está excluido en la
medida en que cree poder incluirla y que en cada oportunidad, necesariamente,
constituye en realidad la inclusión en donde se encierra. Y es todavía decir
demasiado de esta había al afirmar que “llama” al pensamiento, como si
detentara alguna exterioridad absoluta que ella tendría por función hacer
resonar como lugar jamás situado. No dice, con relación a lo que ya ha sido
dicho, nada nuevo, y si a Nietzsche le hace comprender que el Eterno Retorno
(en donde se afirma eternamente todo lo que se afirma) no podría ser la última
afirmación, no es porque ella afirme algo más, es porque lo repite en el modo
de la fragmentación.
En ese sentido, está “ligada” con la revelación del Eterno Retorno. El Eterno
Retorno dice el tiempo como eterna repetición, y el habla del fragmento repite
esta repetición quitándole toda eternidad. El Eterno Retorno dice el ser del
devenir, y la repetición lo repite como la incesante cesación del ser. El Eterno
Retorno dice el eterno retorno de lo Mismo, y la repetición dice el rodeo en
donde lo Otro se identifica con lo Mismo para llegar a ser la no–identidad de lo
Mismo y para que lo Mismo llegue a ser a su vez, en su retorno que extravía,
siempre distinto a sí mismo. El Eterno Retorno dice, habla extraña,
maravillosamente escandalosa, la eterna repetición de lo único, y la repite
como la repetición sin origen, el recomienzo en donde recomienza lo que sin
embargo jamás ha comenzado. Y en esa forma, repitiendo hasta el infinito la
repetición, la hace en cierta forma paródica, pero al mismo tiempo la sustrae a
todo lo que tiene poder de repetir: a la vez porque la dice como afirmación no
identificable, impresentable, imposible de reconocer, y porque la arruina al
restituirla, bajo las especies de un murmullo indefinido, al silencio que él arruina
a su vez haciéndolo escuchar como el habla que, desde el más profundo
pasado, desde lo más lejano del porvenir, ya ha hablado siempre como habla
siempre aún por venir.
Yo anotaría que la filosofía de Nietzsche deja de lado la filosofía dialéctica, no
tanto discutiéndola sino más bien repitiéndola, es decir, repitiendo los
principales conceptos o momentos que ella desvía: así, por ejemplo, la idea de
la contradicción, la idea del rebasamiento, la idea de la transvaloración, la idea
de la totalidad y sobre todo, la idea de la circularidad, de la verdad o de la
afirmación como circular.
El habla del fragmento no es habla más que en último término. Esto no quiere
decir que ella sólo hable al fin, sino que atraviesa y acompaña, en todos los
tiempos, todo saber, todo discurso, con otro lenguaje que lo interrumpe
llevándolo, en la forma de un redoblamiento, hacia la exterioridad en donde
habla lo ininterrumpido, el fin que no acaba. En la estela de Nietzsche esa habla
hace entonces siempre alusión al hombre que desaparece no desapareciendo,
al superhombre que viene sin venir, e inversamente, al superhombre ya
desaparecido, al hombre no llegado todavía: alusión que es el juego del olvido y
de lo indirecto. Confiarse a ella es excluirse de toda confianza. De toda
confianza: de toda desconfianza, comprendida la fuerza del desafío mismo. Y
cuando Nietzsche dice: “El desierto crece”, ella ocupa el lugar de ese desierto
sin ruinas, con la única diferencia de que en ella la devastación siempre más
vasta está contenida siempre en la dispersión de los límites. Devenir de
inmovilidad. Ella se guarda de desmentir que pueda parecer hacerle el juego al
nihilismo y prestarle, en su no conveniencia, la forma que le conviene. Cuántas
veces deja atrás sin embargo este poder de negación. No es que el burlarlo lo
deje sin papel. Le deja, por el contrario, el campo libre. Nietzsche ha reconocido
—es ese el sentido de su incesante crítica platónica— que el ser era luz y ha
sometido la luz del ser a la acción de la mayor sospecha. Momento decisivo en
la destrucción de la metafísica y, ante todo, de la ontología. La luz le da como
medida al pensamiento la pura visibilidad. Pensar es desde ese momento ver
claro, mantenerse en la evidencia, someterse al día que hace aparecer todas las
cosas en la unidad de una forma, es hacer elevar el mundo bajo el cielo de luz,
como la forma de las formas, siempre iluminada y juzgada por el sol que no se
oculta. El sol es la superabundancia de claridad que da vida, pero al mismo
tiempo el formador que sólo retiene la vida en la particularidad de una forma. El
sol es la soberana unidad de la luz, es bueno, él es el Bien, el Uno superior que
nos hace respetar todo lo que está “encima” como el único lugar visible del ser.
Nietzsche no critica en un principio en la ontología más que su degeneración en
metafísica, el momento en que con Platón la luz se hace idea y hace de la idea
la supremacía de lo ideal. Sus primeros libros —y casi en todas sus obras hay un
recuerdo de sus primeras preferencias— mantienen el valor de la forma y,
frente al oscuro terror dionisiaco, la tranquila dignidad luminosa que nos
protege del pavoroso abismo. Pero tal como Dionisio al dispersar a Apolo se
convierte en el único poder sin unidad que se mantiene todo lo divino,
Nietzsche busca poco a poco liberar el pensamiento relacionándolo con lo que
no se deja comprender ni como claridad ni como forma. Tal es en definitiva el
papel de la Voluntad de Poder. No es como poder como se impone en principio
el poder de la voluntad, y no es como violencia dominadora como la fuerza se
convierte en lo que es indispensable pensar. Pero la fuerza escapa a la luz; no
es algo que solamente estaría privado de luz, la oscuridad que aspira todavía al
día; es, escándalo de los escándalos, algo que escapa a toda referencia óptica;
y, en consecuencia, si bien siempre actúa exclusivamente bajo la determinación
y en los límites de una forma, siempre la forma —la disposición de una
estructura—, la deja escapar. Ni visible ni invisible.
“¿Cómo comprender la fuerza o la debilidad en términos de claridad y
oscuridad?” (Jacques Derrida). La forma deja escapar la fuerza, pero lo informe
no la recibe. El caos, lo indiferenciado sin límites, de donde se desvía toda
mirada, ese lugar metafórico que organiza la desorganización, no le sirve de
matriz. Sin relación alguna con la forma, inclusive cuando éste se abriga en la
profundidad amorfa, negándose a dejarse alcanzar por la claridad y la no
claridad, la “fuerza” ejerce sobre Nietzsche un atractivo hacia el cual él también
siente repulsión (‘‘Bochorno del poder”), pues ella interroga al pensamiento
en términos que van a obligarlo a romper con su historia. ¿Cómo pensar la
“fuerza”, cómo decir la “fuerza”?
La fuerza dice la diferencia. Pensar la fuerza es pensarla por la diferencia. Esto
se entiende en primer lugar de una manera cuasi analítica: quien dice la fuerza
la dice siempre múltiple; si hubiera unidad de fuerza, la fuerza no se daría.
Gilles Deleuze ha expresado este hecho con una decisiva simplicidad. “Toda
fuerza está en una relación esencial con otra fuerza. El ser de la fuerza es
plural, sería absurdo pensarlo en singular.” Pero la fuerza no es solamente
pluralidad. Pluralidad de fuerzas quiere decir fuerzas distintas, que se
relacionan entre sí por la distancia que las pluraliza y que son en ella como la
intensidad de su diferencia. (“Es desde lo alto de ese sentimiento de
distancia, dice Nietzsche, que uno se arroga el derecho de crear valores o
de determinarlos: ¿qué importa la utilidad?”) En esa forma, la distancia
que separa las fuerzas, es también su correlación y, de una manera todavía
más característica, es no solamente lo que desde el exterior las distingue sino
lo que desde dentro constituye la esencia de su distinción. Dicho de otra
manera: lo que las tiene a distancia desde el exterior, es sólo su intimidad, por
la que actúan y subsisten, no siendo por consiguiente reales dado que no tienen
realidad en sí mismas, sino sólo relaciones, relaciones sin términos. Ahora bien,
¿qué es la Voluntad de Poder? “Ni un ser, ni un devenir, sino un pathos”.: la
pasión de la diferencia.
La intimidad de la fuerza es exterioridad. La exterioridad así afirmada no es la
tranquila continuidad espacial y temporal, continuidad cuya clave nos la da la
lógica del logos —el discurso sin solución de continuidad. La exterioridad —
tiempo y espacio— es siempre exterior a sí misma. No es correlativa, centro de
correlaciones, sino que instituye la relación a partir de una interrupción que no
une. La diferencia es la retención de la exterioridad; lo exterior es la exposición
de la diferencia, diferencia y exterior designan la distancia original —el origen
que es la disyunción misma y siempre cortada de sí misma. La disyunción, allí
en donde el tiempo y el espacio se juntan disyuntándose, coincide con lo que no
coincide, la no coincidente que de antemano aleja de toda unidad.
Tal como alto, bajo, noble, innoble, señor, esclavo no tienen en sí mismos
sentido, ni valores establecidos, sino que afirman la fuerza en su diferencia
siempre positiva (es esta una de las más seguras anotaciones de Deleuze;
jamás la relación esencial de una fuerza con otra es concebida como un
elemento negativo), también la fuerza siempre plural, si no para Nietzsche sí
por lo menos para el Nietzsche que solicita la escritura fragmentaria, parece
plantearse únicamente para someter el pensamiento a la prueba de la
diferencia, no siendo ésta derivada de la Unidad ni tampoco implicándola.
Diferencia que no se puede sin embargo llamar primera, como si, al inaugurar
un comienzo, remitiera, paradójicamente a la Unidad como segundo término.
Sino diferencia que siempre difiere y en esa forma no se da jamás en el
presente de una presencia, o no se deja aprehender en la visibilidad de una
forma. Difiriendo en cierta forma de diferir y, en ese desdoblamiento que la
sustrae a sí misma, afirmándose como la discontinuidad misma, la diferencia
misma. Aquella que está en juego allí en donde actúa la disimetría como
espacio, la discreción o la distracción como tiempo, la interrupción como habla
y el devenir como el campo “común” de esas otras tres relaciones de
dehiscencia.
Puede suponerse que si con Nietzsche el pensamiento ha tenido necesidad de
la fuerza concebida como “juego de fuerzas y ondas de fuerzas” para
pensar la pluralidad y para pensar la diferencia, exponiéndose así a sufrir todos
los avatares de un aparente dogmatismo, es porque tiene el presentimiento de
que la diferencia es movimiento o, más exactamente, determina el tiempo y el
devenir en donde ella se inscribe, tal como el Eterno Retorno hará presentir que
la diferencia se experimenta como repetición y la repetición es diferencia. La
diferencia no es regla intemporal, fijación de ley. Es, como lo ha descubierto
Mallarmé poco más o menos por esa misma época, el espacio en cuanto “se
espacia y se disemina” y el tiempo: no la homogeneidad orientada del
devenir, sino el devenir cuando éste “se interrumpe, se intima”, y en esa
interrupción no se continúa sino que se descontinúa; de allí sería necesario
concluir que la diferencia, juego del tiempo y del espacio, es el juego silencioso
de las relaciones, “la múltiple desenvoltura” que rige la escritura, lo cual
equivale a afirmar atrevidamente que la diferencia, esencialmente, escribe.
“El mundo es más profundo que lo que el día lo piensa.” Con ello
Nietzsche no se contenta con recordar la noche estigiana. Sospecha mucho
más, interroga más profundamente. ¿Por qué, dice Nietzsche, esa relación entre
el día, el pensamiento y el mundo? ¿Por qué lo que decimos del día, lo decimos
también con confianza del pensamiento lúcido y, en esa forma, creemos tener
el poder de pensar el mundo? ¿Por qué la luz y el vernos proporcionan todos los
modos de aproximación de los que querríamos que el pensamiento —para
pensar el mundo— esté provisto? ¿Por que la intuición —la visión intelectual—
no es propuesta como el gran don de que estarían privados los hombres? ¿Por
qué ver las esencias, las Ideas, por qué ver a Dios? Pero el mundo es más
profundo. Y tal vez se responda que cuando se habla de la luz del ser se está
usando un lenguaje metafórico. Pero, ¿por qué, entre todas las metáforas
posibles, predomina la metáfora óptica? ¿Por qué esta luz, la cual, en cuanto
metáfora, se ha convertido en la fuente y el recurso de todo conocimiento y ha
subordinado así todo conocimiento al ejercicio de una (primera) metáfora? ¿Por
qué este imperialismo de la luz?
Estas preguntas están latentes en Nietzsche, a veces en suspenso, cuando
construye la teoría de perspectivismo, es decir, del punto de vista, teoría que
Nietzsche, es verdad, arruina, al llevarla a su término. Preguntas latentes,
preguntas que están en el fondo de la crítica de la verdad, de la razón y del ser.
El nihilismo es invencible mientras que, al someter el mundo al pensamiento del
ser, acojamos y busquemos la verdad a partir de la luz de su sentido, pues es
quizá en la luz misma en donde él se disimula. La luz alumbra; esto quiere decir
que la luz se oculta, allí reside su carácter malicioso. La luz alumbra: lo que está
iluminado se presenta en una presencia inmediata, que descubre sin descubrir
lo que lo manifiesta. La luz borra sus huellas; invisible, hace visible; garantiza el
conocimiento directo y asegura la presencia plena, mientras que se retiene a sí
misma en lo indirecto y se suprime como presencia. Su engaño consistiría
entonces en sustraerse en una ausencia resplandeciente, infinitamente más
oscura que ninguna oscuridad, puesto que aquella que le es propia es el acto
mismo de la claridad, puesto que la obra de la luz sólo se realiza allí en donde la
luz nos hace olvidar que algo que es como la luz está actuando (haciéndonos
así olvidar en la evidencia en donde se guarda, todo lo que supone, esa relación
con la unidad a la cual remite y que es su verdadero sol). La claridad: la no luz
de la luz; el no ver del ver. La luz es engañosa, en esa forma (por lo menos)
doblemente: porque nos engaña sobre ella y nos engaña dando por inmediato
lo que no lo es, como simple lo que no es simple. El día es un falso día no
porque haya un día más verdadero sino porque la verdad del día, la verdad
sobre el día, está disimulada por el día; es sólo bajo esa condición como vemos
claro: a condición de no ver la claridad misma. Pero lo más grave —en todo
caso, lo más preñado de consecuencias— sigue siendo la duplicidad con que la
luz nos hace entregarnos al acto de ver, como a la simplicidad, y nos propone la
inmediatez como el modelo del conocimiento, mientras que esa misma luz sólo
actúa haciéndose disimuladamente mediadora, por una dialéctica de ilusión en
donde se nos escapa.
Parece como si Nietzsche pensara o más exactamente, escribiera (cuando él se
somete a la exigencia de la escritura fragmentaria) bajo una doble sospecha
que lo inclina a un doble rechazo: rechazo de lo inmediato y rechazo de la
mediación. Es de lo verdadero, sea que éste se nos dé por el movimiento
desarrollado del todo o en la simplicidad de una presencia manifiesta surja al
final de un discurso coherente o se afirme de entrada en un habla directa, plena
y unívoca, es de lo verdadero, en alguna medida inevitable, de lo que debemos
intentar alejarnos, si queremos, “nosotros, filósofos del más allá, más allá
del Bien y del Mal”, hablar, escribir en dirección de lo desconocido. Doble
ruptura, tanto más dominante puesto que jamás puede realizarse, puesto que
sólo se realiza como sospecha. Y sospecha que es todavía una mirada, lo
oblicuo de la visión directa. El vacío de la evidencia, la ficción de lo verdadero,
la duplicidad de lo único, el alejamiento de la presencia, la carencia del ser: esto
es poco, si es además necesario sospechar de la sospecha, volver a hallar en la
perfidia de los ojos semicerrados (“que guiñan”) la confianza de la entera
claridad, en la mentira el ímpetu de lo verdadero, en el Otro inclusive lo Mismo,
en el devenir siempre el ser. Y en el habla que denuncia todo esto, el sentido
que no es más que la luz que siempre se anuncia, a través de la transparencia
de una forma estable, como visible.
“¿Y saben ustedes lo que es el ‘mundo’ para mí? ¿Quieren ustedes que se lo
muestre en mi espejo?” Nietzsche piensa el mundo: esa es su preocupación.
Y cuando piensa el mundo, ya sea como “un monstruo de fuerzas”, “ese
mundo–misterio de la voluptuosidades dobles”, “mi mundo dionisiaco” o como
el juego del mundo, ese mundo que tenemos delante, el enigma que es la
solución de todos los enigmas, no es el ser lo que él piensa. Por el contrario, con
razón o sin ella, Nietzsche piensa el mundo para liberar el pensamiento tanto de
la idea del ser como de la idea del todo, de la exigencia de sentido como de la
exigencia del Bien: para liberar el pensamiento del pensamiento, obligándolo,
no a abdicar, sino a pensar más de lo que puede pensar, a pensar otra cosa
fuera de sus posibles. O aun a hablar diciendo ese “más”, ese “además” que
precede y sigue a toda habla. Se puede criticar ese procedimiento; no se puede
renunciar a lo que se anuncia en él. Para Nietzsche, ser, sentido, meta, valores,
Dios, y el día y la noche y el todo y la Unidad sólo tienen validez dentro del
mundo, pero el “mundo” no se puede pensar, no se puede decir como sentido,
como todo: menos aún como otro–mundo. El mundo es su exterior mismo: la
afirmación que desborda todo poder de afirmar y que es, en lo incesante de
la discontinuidad, el juego de su perpetuo redoblamiento —Voluntad de Poder,
Eterno Retorno.
Nietzsche se expresa todavía de otra manera: “El mundo, el infinito de la
interpretación (el despliegue de una designación al infinito).”. De allí la
obligación de interpretar. ¿Pero quién, entonces, interpretará? ¿El hombre? ¿Y
qué clase de hombre? Nietzsche responde: No se tiene el derecho de
preguntar: ‘¿quién es entonces quien interpreta? El interpretar mismo,
forma de la voluntad de poder, es lo que existe (no como ‘ser’ sino
como ‘proceso’, como ‘devenir’) en cuanto pasión.”.[i] Fragmento rico en
enigmas. Puede entendérselo —y esto le ocurre a Nietzsche— como si la
filosofía tuviera que ser filosofía de la interpretación. El mundo está por
interpretar, la interpretación es múltiple. Nietzsche dirá inclusive que
“comprenderlo todo” sería “desconocer la esencia del conocimiento”, pues la
totalidad no coincide con la medida de lo que hay que comprender, ni ella agota
el poder de interpretar (interpretar implica que no haya término). Pero
Nietzsche va todavía más lejos: “Unsere Werte–sind in die Dinge
hineinterpretier : nuestros valores son introducidos en las cosas por el
movimiento que interpreta.” ¿Estaríamos entonces ante un subjetivismo
integral, las cosas no tienen otro sentido que el que les da el sujeto que las
interpreta según su real entender? “No hay hecho en sí, dice Nietzsche, siempre
debe comenzarse por introducir un sentido para que pueda haber un hecho”.
Sin embargo, en nuestro fragmento, Nietzsche destrona al “¿quién?”[ii], no
autoriza ningún sujeto interpretativo, no reconoce la interpretación más que
como el devenir neutro, sin sujeto y sin complemento, del interpretar mismo, el
cual no es un acto sino una pasión y, a ese título, posee el “Dasein”
un Dasein sin Sein, como corrige Nietzsche inmediatamente. El interpretar, el
movimiento de interpretar en su neutralidad, es algo que no puede tenerse por
un medio de conocimiento, el instrumento del cual dispondría el pensamiento
para pensar el mundo. El mundo no es objeto de interpretación, tal como no le
conviene a la interpretación darse un objeto, aunque éste fuese ilimitado, del
cual ella se distinguiría. El mundo: el infinito del interpretar. Interpretar: el
infinito: el mundo. Esos tres términos sólo pueden ser dados en una
yuxtaposición que no los confunde, no los distingue, no los pone en relación y.
en esa forma, responde a la exigencia de la escritura fragmentaria.
“Nosotros, filósofos del más allá…, que somos en realidad, intérpretes
y augures maliciosos; nos ha tocado estar colocados, como
espectadores de las cosas europeas, ante un texto misterioso y
todavía no descifrado…” Puede entenderse lo dicho como afirmación de que
el mundo es un texto y que sólo se trata de llevar su exégesis a buen término,
con el objeto de que revele su sentido justo: trabajo de probidad filológica.
¿Pero escrito por quién? ¿E interpretado con relación a qué significación previa?
El mundo no tiene sentido, el sentido es interior al mundo; el mundo: la
exterioridad del sentido y del no sentido. Aquí, puesto que se trata de un
acontecimiento interior a la historia —las cosas europeas—, aceptamos que
contenga una especie de verdad. ¿Pero si se trata del “mundo”? ¿Y si se trata
de la interpretación —del movimiento neutro del interpretar, el cual no tiene ni
objeto ni sujeto, del infinito de un movimiento que no se relaciona con nada
fuera de sí mismo (y esto es todavía mucho decir, pues es un movimiento sin
identidad), que en todo caso no tiene nada que lo preceda con qué relacionarse
y ningún término capaz de determinarlo? ¿Del interpretar, ser sin ser, pasión y
devenir de la diferencia? El texto entonces bien merece ser calificado de
misterioso: no quiere esto decir que contendría un misterio que sería su
sentido, sino que, si él es un nuevo nombre para el mundo —ese mundo,
enigma, solución de todos los enigmas—, si es la diferencia que está en juego
en el movimiento de interpretar y está en él como lo que en éste lleva siempre
a diferir, a repetir definiendo, si, en fin, en el infinito de su dispersión (y en esto,
Dionisos), en el juego de su fragmentación y, para ser más exactos, en el
desbordamiento de lo que lo sustrae, afirma ese más de la afirmación que no se
mantiene bajo la exigencia de una claridad, ni se da en la forma de una forma,
entonces ese texto que ciertamente no ha sido aún escrito, tal como el mundo
no ha sido producido de una vez por todas, ese texto, sin separarse del
movimiento de escribir en su neutralidad, nos da la escritura o, más bien, por él
la escritura se da como aquello que al alejar el pensamiento de todo visible y
todo invisible, puede liberarlo de la primacía de la significación, comprendida
como luz o retiro de la luz, y quizá liberarlo de la exigencia de la Unidad, es
decir, de la primacía de toda primacía, puesto que la escritura es diferencia,
puesto que la diferencia escribe.
Al pensar el mundo, Nietzsche lo piensa como un texto. ¿Se trata de una
metáfora? Al pensar el mundo a esa profundidad que el día no alcanza,
introduce una metáfora que parece restaurar al día en sus derechos; pues, ¿qué
es un texto? Un conjunto de fenómenos que se mantienen bajo la vista y ¿qué
es escribir sino dar a ver, hacer aparecer, llevar a la superficie? Nietzsche no
tiene buena idea del lenguaje. “El lenguaje está fundamentado sobre el
más ingenuo de los prejuicios. Si nuestra lectura, al leer las cosas,
descubre problemas, desarmonías, es porque pensamos en la forma
del lenguaje y desde ese momento ponemos nuestra fe en ‘la eterna
verdad’ de la ‘razón’ (por ejemplo: sujeto, predicado, etc.). Dejamos
de pensar desde el momento en que queremos no pensar bajo la
presión del lenguaje.” Dejemos de lado la objeción según la cual es todavía
en forma de lenguaje como Nietzsche denuncia al lenguaje. No respondamos
tampoco designando en la palabra, potencia de falsificación, esa buena
voluntad de ilusión que sería propia del arte. La primera objeción nos arroja a la
dialéctica; la segunda nos remite a Apolo quien, habiendo sido dispersado
desde hace mucho en Dionisos, no podría ampararnos e impedir que
perezcamos si chocamos alguna vez con lo verdadero. ( “Tenemos el arte
para que la verdad no nos haga perecer.” Frase que sería la más
despectiva que pueda pronunciarse jamás sobre el arte si no se invirtiera
inmediatamente para decir: ¿Pero tenemos nosotros el arte? ¿Y tenemos
nosotros la verdad, así fuese a cambio de perecer? ¿Y es que al morir,
perecemos? “Pero el arte es de una seriedad terrible.”.)
El mundo: un texto; el mundo: “juego divino más allá del Bien y del Mal”. Pero el
mundo no está significado en el texto; el texto no hace al mundo visible, legible,
aprehensible en la articulación móvil de las formas. El escribir no remite a ese
texto absoluto que nosotros tendríamos que reconstruir a partir de fragmentos,
en las lagunas de la escritura. No es tampoco a través de los resquicios de lo
que se escribe, en los intersticios así delimitados, en las pausas así ordenadas,
por los silencios así reservados, como el mundo, lo que siempre desborda al
mundo, se testimonia en la infinita plenitud de una afirmación muda. Pues es
entonces, so pena de caer en complicidad con un misticismo ingenuo e
indigente, cuando sería necesario reír y retirarse diciendo en esa risa: Mundus
est fabula. En el Crepúsculo de los ídolos, Nietzsche precisa su sospecha
sobre el lenguaje; es la misma sospecha que abriga sobre el ser y sobre la
Unidad. El lenguaje implica una metafísica, la metafísica. Cada vez que
hablamos, nos ligamos al ser, decimos, aunque sea en forma subentendida, el
ser, y mientras más brillante es nuestra habla, más brilla con la luz del ser. “En
efecto, nada tiene hasta ahora una fuerza de persuasión más ingenua que el
error del ser… pues él está en cada palabra, en cada frase que pronunciamos.”
Y Nietzsche agrega, con una profundidad que no ha cesado de sorprendernos:
“Temo que jamás logremos deshacemos de Dios, pues creemos todavía
en la gramática” Sin embargo, ello ocurre “hasta ahora”. Teniendo en cuenta
tal restricción, ¿debemos concluir que estamos en un momento de cambio —
traído por la necesidad— en que, en cambio de nuestro lenguaje, por el juego
de su diferencia hasta ahora replegada en la simplicidad de una visión e
igualada en la luz de una significación, se desprendería otro tipo de
exteriorización, la cual, en ese hiato abierto en ella, en la disyunción que es su
espacio, dejaría de abrigar a esos huéspedes insólitos por demasiado
frecuentes, tan poco tranquilizadores por ser tan seguros, embozados pero
cambiantes sin cesar bajo sus máscaras, a saber la divinidad en forma de logos,
el nihilismo como razón?
El mundo, el texto sin pretexto, el entrelazamiento sin trama y sin textura. Si el
mundo de Nietzsche no se nos entrega en un libro y con mucha mayor razón en
ese libro que le fue impuesto por el enfatuamiento de la cultura bajo el título de
la Voluntad de poder, es porque él nos llama fuera del lenguaje que es la
metáfora de una metafísica, habla en donde el ser está presente en la luz doble
de una representación. No se desprende de allí el que ese mundo sea indecible,
ni que pueda expresarse en una manera de decir. Nos advierte solamente que si
estamos seguros de no tenerlo jamás en una habla ni fuera de ella el único
destino que conviene es que el lenguaje, en perpetua continuidad, en perpetua
ruptura, y sin tener otro sentido que esa continuidad y esa ruptura, ya se calle o
ya hable, juego siempre jugado, siempre deshecho, persista indefinidamente sin
cuidarse de tener algo —el mundo— que decir, ni alguien —el hombre con la
estatura del superhombre— para decirlo. Como si no tuviera otra oportunidad
de hablar del “mundo” a no ser hablándose de acuerdo con la exigencia que le
es propia, la de hablar sin cesar y, según esta exigencia que es la de la
diferencia, dejando siempre de hablar. ¿El mundo? ¿Un texto? El mundo remite
el texto al texto, tal como el texto remite el mundo a la afirmación del mundo.
El texto: seguramente una metáfora, la cual, sin embargo, si ese texto no
pretende seguir siendo la metáfora del ser, no es tampoco la metáfora de un
mundo liberado del ser: metáfora cuando más de su propia metáfora.
Esta continuidad que es ruptura, esta ruptura que no interrumpe, esta
perpetuidad de la una y de la otra, de una interrupción sin interrupción, de una
continuidad sin continuidad, ni progreso de un tiempo, ni inmovilidad de un
presente, perpetuidad que nada perpetúa, no dura nada, no cesa nunca,
retorno y no retorno de una atracción sin atractivo: ¿es eso el mundo? ¿es eso
el lenguaje? ¿el mundo que no se dice? ¿el lenguaje que no tiene que decir
mundo? ¿El mundo? ¿Un texto?
Fragmentos, azar, enigma; Nietzsche piensa esas palabras en conjunto,
particularmente en el Zaratustra. Su tentación es entonces doble. Por una
parte, siente dolor, errante entre los hombres, al verlos sólo bajo la forma de
fragmentos, siempre divididos, esparcidos, como en un campo de carnicería o
de matanza. Se propone entonces, gracias al esfuerzo del acto poético, llevar
juntos e inclusive conducir hasta la Unidad —unidad del porvenir— esos
fracasos, esos despojos y azares del hombre: sería este el trabajo del todo, la
realización de lo integral. “Und das ist mein Dienten und Trachten, dass
ich in Eins dichte und zusammentrage, was Bruchstrück ist und Rätsel
und grauser Zufall: Y todo el denso designio de mi acto poético es
conducir poéticamente a la Unidad al llegar al conjunto lo que es sólo
fragmento, enigma, azar atroz.” Pero su Dichten, su decisión poética, tiene
también una dirección completamente distinta. Redentor del azar: tal es el
nombre que reivindica. ¿Qué significa esto? Salvar el azar no quiere decir
hacerlo entrar en la serie de las condiciones; eso no sería salvarlo sino perderlo.
Salvar el azar es guardarlo a salvo de todo lo que le impediría afirmarse como el
azar pavoroso, aquel que no podría abolir el tiro de los dados. E igualmente,
¿qué sería descifrar el enigma? ¿Descifrar (interpretar) el enigma sería
simplemente hacer pasar lo desconocido a lo conocido, o todo lo contrario,
quererlo como enigma en el habla que lo elucida, es decir, abrirlo, más allá de
la claridad del sentido, a ese lenguaje otro que no rige la luz ni oscurece la
ausencia de luz: Según esto, los despojos, los fragmentos no deben aparecer
como momentos de un discurso todavía incompleto, sino como ese lenguaje,
escritura de fractura, por la cual el azar, al nivel de la afirmación, sigue siendo
aleatorio y el enigma se libera de la intimidad de su propio secreto para, al
escribirse, exponerse como el enigma mismo que mantiene la escritura, dado
que esta lo vuelve a abrigar siempre en la neutralidad de su propio enigma.
Cuando Nietzsche escribe: “Y mi mirada bien puede huir del ‘ahora’ al ‘ayer’;
pero lo que siempre encuentra es lo mismo: despojos, fragmentos, azares
horribles —pero en ninguna parte a los hombres”, nos obliga a interrogarnos de
nuevo, no sin espanto: ¿es que habría alguna incompatibilidad entre la verdad
del fragmento y la presencia de los nombres? ¿Allí en donde hay hombres, está
prohibido mantener la afirmación del azar, de la escritura sin discurso, el juego
de lo desconocido? ¿Qué significa, si es que la hay, esta incompatibilidad? Por
una parte, el mundo, presencia, transparencia humanas; por otra, la exigencia
que hace temblar la tierra, “cuando retumban, creadoras y nuevas, las
palabras, y los dioses lanzan los dados”. O para ser precisos, ¿deben los
hombres desaparecer en alguna forma para comunicar? Pregunta solamente
planteada y que, en esa forma, no está ni siquiera todavía planteada como
pregunta. Con mucha mayor razón si se la continúa así: —el Universo (lo que
está vuelto hacia el Uno), el Cosmos (con la presunción de un tiempo físico
orientado, continuo, homogéneo, aunque irreversible y evidentemente universal
e inclusive suprauniversal), lejos de reducir al hombre con su sublime majestad
a esa nada que aterraba a Pascal, ¿no serían la salvaguarda y la verdad de
la presencia humana? ¿Y esto no por el hecho de que al concebirlo así los
hombres construyeran todavía el cosmos de acuerdo con una razón que sería
únicamente suya, sino porque sólo habría realmente cosmos, Universo, todo,
por la sumisión a la luz que representa la realidad humana, cuando ella
es presencia, mientras que allí en donde surgen el “conocer”, el escribir, quizá
el hablar, se trata de un “tiempo” absolutamente diferente y de una ausencia
tal que la diferencia que la rige, desconcierta, descentra la realidad misma del
Universo, el Universo como objeto real del pensamiento? Dicho en otra forma,
¿no habría solamente incompatibilidad entre el hombre y el poder de comunicar
que es su exigencia más propia sino que ésta se daría también entre el
Universo —sustituto de un Dios y garantía de la presencia humana y el habla sin
huellas en donde la escritura sin embargo nos llama y nos llama en cuanto
hombres?
Interpretar: el infinito: el mundo. ¿El mundo? ¿Un texto? El texto: el movimiento
de escribir en su neutralidad. Cuando, al plantear esos términos, los planteamos
con el cuidado de mantenerlos fuera de sí mismos sin hacerlos salir sin
embargo, de sí, no ignoramos que pertenecen siempre al discurso preliminar
que ha permitido, en un cierto momento, adelantarlos. Arrojados delante, esos
términos no se separan todavía del conjunto. Lo prolongan por la ruptura: dicen
esta continuidad–ruptura en virtud de la cual, movimiento disyuntivo, ellos se
dicen. Aislados como por discreción, pero por una discreción ya indiscreta (muy
marcada); se siguen, y lo hacen en tal forma que esa sucesión no lo es, puesto
que, al no tener ninguna otra relación fuera de un signo de puntuación, signo de
espacio —con el que el espacio se indica como tiempo de indicación—, se
disponen también, como lo habían hecho antes, en una simultaneidad
reversible–irreversible; se suceden pero dados en conjunto; dados en conjunto
pero aparte, sin constituir un conjunto; se intercambian de acuerdo con una
reciprocidad que los iguala, de acuerdo con una irreciprocidad lista siempre a
invertirse: llevando así a la vez y rechazando siempre tanto las maneras del
devenir como todas las posiciones de la pluralidad espacial. Ocurre así porque
se escriben: designados por la escritura, la designan explícitamente,
implícitamente, al venir de ella que viene de ellos, regresando siempre a ella en
cuanto se separan de ella, por esa diferencia que escribe siempre.
Palabras yuxtapuestas, pero cuya distribución se confía a signos que son modos
del espacio y que hacen de éste un juego de relaciones en donde el tiempo está
en juego; se los llama signos de puntuación. Comprendemos que no están allí
para reemplazar frases de la que ellos tomarían silenciosamente un sentido. (Tal
vez, sin embargo, se podría compararlos con el misterioso sive de
Spinoza: deus sive natura, causa sive ratio, intelligere sive agere, por el
cual se inaugura una articulación, un nuevo modo, especialmente con relación a
Descartes, inclusive si parece haber sido tomado de él.) El hecho de que sean
más indecisos, es decir, más ambiguos, no es lo importante. Su valor no es un
valor de representación. No están en lugar de nada, salvo el vacío que animan
sin declararlo. Lo que ellos retienen con su acento es, en efecto, el vacío de la
diferencia, impidiéndole sin darle forma, perderse en la indeterminación. Por
una parte, su papel es de impulso: por otra (y es lo mismo), de suspenso, pero
la pausa instituida por ellos tiene como carácter particular el de no instituir los
términos cuyo paso aseguran o detienen, ni tampoco instituirlos: como si la
alternativa de lo positivo y lo negativo, la obligación de comenzar por afirmar el
ser, cuando se quiere negarlo, fuera por fin quebrantada aquí,
enigmáticamente. Signos que no tienen, es claro, ningún valor mágico. Todo su
precio (aunque sean suprimidos o no hubieran sido todavía inventados, y
aunque en cierto modo siempre desaparecen en lo accesorio o lo accidental de
una grafía) proviene de la discontinuidad —la ausencia no susceptible de tomar
figura y sin fundamento—, cuyo poder no llevan sino más bien soportan, allí en
donde la laguna se hace cesura, después cadencia y quizá unión. Es por
articular el vacío como vacío, por estructurarlo en cuanto vacío extrayendo de
él la extraña irregularidad que siempre lo especifica desde el principio como
vacío, por lo que los signos de espacio —puntuación, acento, separación, ritmo
(configuración)—, preliminar de toda escritura, realizan el juego de la diferencia
y están comprometidos en él. No quiere esto decir que esos signos sirvan para
traducir el vacío o para hacerlo visible, a la manera de una anotación musical:
por el contrario, lejos de retener lo escrito al nivel de los rasgos que éste deja o
de las formas que concretiza, su propiedad consiste en indicar en él la
desgarradura, la ruptura incisiva (el trazo invisible de un rasgo) por la cual lo
interior retorna eternamente a lo exterior, mientras que se designa allí al poder
de dar sentido —y por ello como su origen— al apartamiento que siempre lo
aparta.
Diferencia: la no identidad de lo mismo, el movimiento de la distancia, el
devenir de la interrupción. La diferencia lleva en su prefijo, el rodeo en donde
todo poder de dar sentido busca su origen en el apartamiento que lo aparta. El
“diferir” de la diferencia es llevado por la escritura, pero jamás está inscrito por
ella, exige, de ésta, por el contrario, que, en últimas, no se inscriba que, como
devenir sin inscripción, describe una ausencia de irregularidad que ningún trazo
estabiliza (no le da forma) y que, trazo sin huella, sólo esté circunscrita por el
eclipsamiento incesante de lo que la determina.
Diferencia: la diferencia sólo puede ser diferencia de habla, diferencia parlante,
que permite hablar, pero sin acceder ella misma directamente al lenguaje —o
accediendo a él, con lo cual entonces nos remite a lo extraño de lo neutro en su
rodeo, a aquello que no se deja neutralizar. Habla que siempre de antemano, en
su diferencia, se destina a la exigencia escrita. Escribir: trazo sin huella,
escritura sin trascripción. El trazo de la escritura no será entonces jamás la
simplicidad de un trazo capaz de trazarse confundiéndose con su huella, sino la
divergencia a partir de la cual comienza sin comienzo la continuidad–ruptura.
¿El mundo? ¿Un texto?
Referencia: «La ausencia del libro. Nietzsche y la escritura fragmentaria»;
Ediciones Caldén, Buenos Aires, 1973; Colección El hombre y su mundo, 12;
dirigida por Oscar del Barco.
http://espaciodevenir.com/referencias/filosofia-referencias/nietzsche-y-la-escritura-
fragmentaria/

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Juan Rulfo, Pedro Páramo y el método


de la escritura fragmentaria.
ESTE AÑO, CON MOTIVO DE LA CELEBRACIÓN DEL CENTENARIO DEL
NACIMIENTO DE JUAN RULFO, EDITORIAL RM PRESENTA UNA EDICIÓN
ESPECIAL CONMEMORATIVA DE LA OBRA DEL ESCRITOR MEJICANO.
Escribía a mano, con pluma fuente Sheaffers y en tinta verde. ¿Método?
Ninguno en realidad. La trayectoria creativa de Juan Rulfo ha sido
objeto de toda clase de opiniones, mitos e interpretaciones. Sin embargo, el
autor de Pedro Páramo compuso su breve pero inmensa sinfonía
mexicana sobre premisas que distan bastante de las leyendas vertidas sobre
su obra y su persona.
Nada es nítido en la escritura de Rulfo . Ni los paisajes ni
los personajes, que aparecen fundidos los unos en los otros; en el fuego
mortecino de las primeras luces de anochecer mexicano, como surgidos de
la niebla que envuelve todos sus textos. Indagar en el enigma de ese proceso
creativo ha sido tal vez la mayor de las motivaciones de todos los estudiosos
que se han acercado a su obra.
Pero es quetampoco contiene nada autobiográfico. Él
mismo lo corrobora en una entrevista publicada en La cultura en
México. No porque renegase de la autoficción. Simplemente,
explica, porque los personajes conocidos no me dan
la realidad que necesito, y que me dan los
personajes imaginados. El autor se lo contaba a Joseph Sommers
(ensayista y estudioso de la obra de Juan Rulfo) en agosto de 1973. Sin
embargo, la devastación que reflejan sus letras es el fruto de una infancia
complicada. Destruida por su orfandad temprana y otros acontecimientos
históricos (crueles asesinatos) que provocaron el exterminio de su familia
cercana.
Ahí, en esa visión introspectiva, ajena a la realidad es donde comienza el
misterio de la creación rulfiana. Porque su escritura se debe a un impulso
interno, casi intuitivo, que rechaza la redacción secuencial. Rulfo imagina un
personaje y se deja llevar por él. Ni lo encauza ni lo corrige, simplemente lo
Camina por los senderos que sus criaturas le
sigue.
señalan, a saltos generalmente, obviando la
cronología. Como la vida misma.
Y al de la literatura. Leía todo lo que caía en sus manos; el mundo nórdico le
fascinaba: Knut Hamsun, Boyersen, Jens Peter Jacobsen, Selma Lagerlof.
Pero también las crónicas de la conquista de México escritas en el siglo XVI.
su pasión por las
Es posible que de los vikingos extrajera
neblinas, y de las crónicas su lenguaje sencillo y
directo, el del pueblo. El que siempre escuchó entre sus
allegados. He leído casi todas las crónicas antiguas,
escritos de frailes y viajeros, los epistolarios, las
relaciones de la Nueva España; es el estilo del
siglo XVI y del Siglo de Oro. Me gustan porque
están escritas muy sencillamente, es una escritura
fresca, espontánea.
Sin embargo, perseguir sus sensaciones, rastrear entre sus voces narrativas,
encontrar su propia música literaria fue la
en definitiva,
etapa más dura de su trayectoria como escritor. Juan
Rulfo comenzó a escribir en serio en la década de los cuarenta. En junio de
América su primer cuento, La vida no
1945 publicó en la revista
es muy seria en sus cosas.
Después llegaron La cuesta de las comadres, No oyes
ladrar a los perros, ¡Diles que no me maten!… Los
relatos que acabaron configurando El llano en llamas. Un compendio
mayestático de pueblos muertos, fantasmas y silencios; de magia
inquietante, de abandono y diálogos sobre tumbas. Y de caciquismo. Entre
La novela ya la tenía
ellos, la semilla de su obra maestra.
construida en la cabeza, pero no encontraba la
forma de desarrollarla. Entonces me puse a
escribir los cuentos.
El proceso de escritura de Pedro Páramo se desarrolló a lo largo de
muchos años. De todos esos años de escritura fragmentaria, de escribir y
borrar, de eliminar antes de alcanzar la forma final. Hay que
aprender a tachar, dijo. Uno de los pocos secretos que el mejicano
quiso revelar acerca de su método, si es que tenía alguno.
Este año, con motivo de la celebración del centenario del
nacimiento de Juan Rulfo, Editorial RM presenta una
edición especial conmemorativa de El llano en
llamas, Pedro Páramo, El gallo de oro y otros relatos.
En ella se incluyen los dos relatos tempranos de Juan Rulfo: La vida no
es muy seria en sus cosas y Un pedazo de noche. Y el
último, Castillo de Teayo. Un breve texto poco conocido inspirado en
los restos arqueológicos de la ciudad mejicana que le da título.
+

Edición conmemorativa del centenario de Juan


Rulfo. Rústica 21 x 13.7 cm. José Luis Lugo (Galera). Edición en español.
ISBN RM: 978-841-6282-97-5.

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