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Los soldados del gobierno de Calles estaban furiosos, pues el coronel Marcos hacía
frecuentes incursiones en la ciudad y siempre había podido burlar su vigilancia de
los federales. Era el Jueves de Corpus Christi de 1927. Aquellos perseguidores,
varias veces burlados, pensaron en dar un golpe de escarmiento a los católicos,
precisamente el día de esta gran fiesta.
En este tiempo ya no era gobernador del Estado el Lic. Solórzano Béjar, sino
Laureano Cervantes, que llegó al poder por gracia y favor de su antecesor, y fue
continuador de su obra de impiedades e infamias: en manos de sus esbirros,
cayeron estas dos víctimas, que fueron aprehendidas en su casa entre insultos y
malos tratos.
Pero para hacerlas sufrir más y tratar de romper su serenidad espiritual, al poco
tiempo las separaron, cada una en una mazmorra inmunda, maloliente, oscura y
estrecha, donde apenas si podían dar cuatro o cinco pasos. Había comenzado el
martirio moral de las dos inocentes mujeres.
La señora Rosalía escribió tiempo después los sufrimientos a los que las
sometieron:
“Es imposible describir los sufrimientos de esos días de prisión. Estábamos
separadas, Zenaida y yo, sin posibilidad de comunicarnos y sin ninguna noticia del
exterior. Cada día iban varias veces a tomarnos declaración y nos molestaban con
muchas impertinencias. A mí me decían que ya mi hija había sido fusilada y a ella
le decían lo mismo de su madre, y en la angustia no sabíamos si era o no verdad.
Los dos primeros días se dio orden de que no nos dieran de comer, pero Dios, que
obra en todo, nos mandó personas caritativas que nos diesen algo.”
Tal vez alguna de las otras presas, compadecida, les llevaba algo de la comida que
recibía.
Continuará…
Diabólicas amenazas
Pero Zenaida, por la gracia de Dios y la formación católica que había recibido, era
del mismo temple que su digna mamá y que su tío, el coronel cristero Marcos Torres.
El General tampoco pudo obtener de ella nada ante sus negaciones y firmeza.
Entonces, montando en cólera por verse vencido por una humilde muchachita, el
indigno militar tuvo una malvada y perversa idea: la amenazó, no con la muerte,
sino con la infamia, con manchar su pureza:
—Eres una orgullosa —le dijo—, y tu orgullo está en que eres virgen; pero si insistes
en tu silencio te entregaré a estos soldados, en este mismo momento, para que
hagan contigo lo que les venga en gana.
Pero Zenaida logró resistir, y con toda su confianza puesta en Dios, cual nueva
María Goretti, con serenidad y aplomo, respondió al inicuo oficial:
—General, ¿ese es el honor de un militar? Bella honra debe tener, si así sabe
castigar. Tiene usted sus armas, prefiero que me maten.
Otra versión de esta frase, consignada por Luis Alfonso Orozco en su libro “Madera
de Héroes”, dice: “Ahí tiene su pistola; sáquela y dispare, pues prefiero ahora mismo
la muerte.” Tanto una como otra nos muestran con claridad diáfana la talla moral de
aquella joven.
Zenaida calló unos momentos, embargada por el dolor. Pero en seguida respondió:
—¿Por qué se tarda, pues, general? Lléveme a donde está muerta mi mamá y
máteme ahí también.
—Yo pago el cartucho que gaste en matarme —insistió Zenaida—. Máteme con la
pistola en lugar de ahorcarme.
Continuará…
Fuentes consultadas
Reunidas nuevamente
Pasaron doce días de aquel inhumano martirio. Madre e hija fueron sacadas de la
prisión y conducidas ante el juez de distrito; entre la sorpresa y las lágrimas de
felicidad, volvieron a abrazarse nuevamente. El juez no pudo obtener de ambas
ninguna denuncia ni retractación de su catolicismo, y las envió otra vez a la cárcel,
pero ya no separadas, sino juntas en una misma estrecha y maloliente celda de la
prisión de mujeres.
Entre las presas que unos días antes las habían visto llegar a la cárcel, y que
conocían los sufrimientos a que madre e hija eran sometidas, iba creciendo no sólo
el respeto sino la admiración, por el testimonio de fe y valentía sobrehumana que
estaban dando en la prisión y en toda Colima, que seguía el caso muy de cerca y
rezaba por ellas y por toda la familia Torres.
Nueva prueba
Llevaron los dos cadáveres a Colima, atados con cuerdas a lomos de sendas mulas
y los tiraron en el empedrado, frente al Palacio de Gobierno. Hay una fotografía que
así lo atestigua. Después, los asesinos mandaron traer una banda de música que
estuvo tocando dianas y otras piezas ruidosas, a fin de que la gente se congregara
para presenciar aquel espectáculo macabro.
—Miren, fíjense bien cómo terminan los malhechores y bandidos que no respetan
las leyes del gobierno. ¡Así irán cayendo todos los cristeros y quienes los encubren!
Pero la gente no hacía caso a las vociferaciones del militar, pues sólo tenían ojos
para ver los cadáveres de dos valientes cristeros muertos cobardemente y debido
a la delación de un vil judas. Al verlos, las buenas personas se santiguaban, daban
la vuelta y se retiraban rezando en silencio y con los ojos nublados por las lágrimas.
Ya los perseguidores habían conseguido aquello que les sirvió de pretexto para
apresar a la hermana y a la sobrina del coronel martirizado. ¿Por qué entonces no
les devolvían la libertad? El general y los demás perseguidores de la Iglesia
pretendían dar una “lección ejemplar” a todos los católicos de Colima, ensañándose
contra aquellas dos heroínas de la fe. Así pues, no iban a dejar pasar la oportunidad
de sus manos.
La muerte del querido hermano y tío, del valiente defensor cristero, llenó de tristeza
a la señora Rosalía y a su hija, quienes se resignaron cristianamente y continuaron
fortaleciéndose en la oración, mientras permanecían presas a la espera de lo que
el destino dispusiera para ellas. La señora le propuso a su hija que pidieran tanto
por ellas mismas como por sus verdugos y los perseguidores de la Iglesia en
México, para que Dios les concediera la gracia de la conversión. Zenaida aprobó la
propuesta sin vacilar.
Así llegó el 27 de noviembre. Zenaida se moría sin remedio. Doña Rosalía así narró
aquellos terribles momentos:
“La noche de su muerte tuvo un fuerte vómito y empezó a sufrir grande angustia…
En la madrugada, viendo que no sentía ningún alivio, quise darle algún remedio. Lo
único que tenía era un poco de linaza; pedí un cerillo, y con una escoba vieja hice
un poco de lumbre, la cocí y se la di. Sin embargo, cada vez la veía más grave;
entonces, no siendo posible que recibiese los Santos Sacramentos, le dije: ‘Vamos
rezando, hija’, a lo cual ella accedió con gusto.
Muchas de las mujeres en la cárcel, que habían sido testigos del lento martirio por
la fe de Zenaida y de su mamá, se arrepintieron de su anterior vida de pecados,
gracias al testimonio admirable y heroico de aquellas dos cristianas heroínas, dignas
de ser conocidas e imitadas en sus virtudes por todas las mujeres mexicanas y de
todas las naciones.
Fuentes consultadas