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Litografía Lezcano.
Las Palmas 'de Grran Canaria.
VENTURA DORESTE . ,

!
' . %

Y OTROS ENSAYOS

EL ARCA
1985
Va de lo u n o a lo otro la diferencia
que h a y entre estudiar el n u d o y la tra-
ma del tapiz, aplicando la lente y usan-
d o d e las noticias técnicas, o apreciar
de lejos y al golpe d e vista la belleza
del cuadro que el tapiz mismo repre-
senta. S o n d o s órdenes distintos de
felicidad, igualmente aguda e n .ambos
casos. Beatos los que sepan disfrutar
de tales placeres. Y a pueden jactarse
de que encuentran compañía e n su
soledad y consuelo siempre.

Alfonso Reyes: Cuestiones gongorinas.


Prólogo. Madrid, 1927.
14 los amigos que, con excepcio-
nal generosidad, se han interesado
por la edición de este libro.

Y a Josefina, naturalmente.
NOTA PRELIMINAR

CASItidos los ensayos y glosas que componen es-


te libro aparecieron en pu.blicaciones diversas: en las espa-
ñolas Ínsula, Revista de Occidente y Papeles de Son Arrna-
dans; en l'Henze, de París; en La Torre y en Asomante,
ambas de Puerto Rico; y en la Revista de la Universidad
de México. Figuran aquí, en primer lugar, trabajos relati-
vos a la literatura hispanoamericana; después, una serie de
estudios sobre temas españoles. Tras éstos introduzco, a
manera de variación, tres artículos en tomo a la literatura
francesa, en los cuales se habla de Guillaume Apollinaire,
Maupassant y Rivarol, respectivamente. Siguen (retornan-
do a las letras españolas) dos estudios inéditos y una evo-
cación casi inédita. El ensayo Sobre "Belarmino y Apolo-
nio" es fragmento de un libro acerca del mismo tema, li-
bro que hube de componer, con puros fines académicos,
tiempo antes de que se publicara el muy necesario volu-
men intitulado La novela intelectual de Ramón Pérez
Ayala, cuyo autor es Andrés Amorós. De mi citada obra
inédita sólo he querido recoger aquí tres capítulos co-
rrespondientes a la segunda sección: el II, el III y el I V.
Tampoco había dado y o a la estampa el estudio sobre
Las'ficciones de Valbuena Prat, que me ha servido de base
para pronunciar conferencias en centros universitarios.
Las páginas sobre el poeta Saulo Torón son casi inéditas,
porque aparecieron en restringida edición privada cuyos
ejemplares apenas he difindido. Termina Análisis de Bor-
ges y otros ensayos con dos textos sobre clásicos de la
literatura española: Alfonso de Valdés y Juan Ruiz de
Alarcón. Este último articulo &e redactado con moti-
vo de la excelente edición preparada y publicada por el
ilustre don Agustin Millares Carlo.

En un futuro volumen compilaré no sólo estudios so-


bre cuestiones teóricas, sino también exámenes de Leopol-
do Alas, Valera, Valle Inclán, Ortega, Antonio Espina, Jo-
sé Luis Cano, etcétera. Pero no sé si me será posible tra-
bajar en ese proyectado libro.
C u m o o hace muchos años descubrí en la vasta bi-
blioteca paterna un solo volumen de Jorge Luis Borges,
el titulado Discusión (Buenos Aires, 1932), la reveladora
originalidad y esplendor del estilo y los temas me movieron
anhelosamente a buscar y adquirir otras obras de este au-
tor. En colecciones de revistas y periódicos argentinos hallé
deslumbrantes ensayos y poemas de Borges; en varios nú-
meros de Nosdtros topé con antiguas notas borgianas y
hasta con una belicosa entrevista. Pero mi culto era, en-
tonces, casi personal; mis amigos inmediatos desconocían
a Borges; y pude advertir que cuando yo les prestaba algún
volumen o les leía tal o cual ensayo de mi recién descubier-
t o autor, en los espíritus ajenos no se levantaba un entu-
siasmo similar al mío: Borges era considerado como un
ensayista de difícil lectura y abrumadora erudición; lo ten-
so de su estilo y la abundancia de noticias fatigaban a los
nuevos lectores, impidiéndoles degustar la novedad del
pensamiento borgiano y el ajustado juego de la fantasía.
No obstante, mi afición se fue comunicando y contagian-
do, poco a poco, dentro del círculo de mis amigos ;ya al-
gunos poseían obras borgianas que no figuraban en mi
biblioteca; ya había quien, para sorprenderme gozosamen-
te, ponía en 'mis manos una última edición de Historia
universal de la infamia, regalándomela; o quien -codicio-
so- sólo osaba facilitarme, por unas semanas, cierto an-
helado volumen, de no fácil hallazgo en las librerías espa-
ñolas. Entre tanto, la fama de Borges iba extendiéndose
casi universalmente; sus obras se traducían a otros idiomas,
y los especialistas comenzaban a publicar sobre ellas muy
documentados estudios.
Pero el Borges preferido por la mayor parte de los
lectores era -y es- el autor de cuentos y relatos fantásti-
cos, mientras que yo he seguido admirando parejamente
al poeta, al ensayista y al narrador: tres emanaciones de
la gran personalidad borgiana. Es cierto que la opinión
de varios críticos tiene por superior al Borges de los re-
latos. César Fernández Moreno, en un buen estudio sobre
la evolución del ilustre escritor argentino, muestra cómo
Borges, inevitablemente, había de ir desde la poesía lírica,
pasando por el ensayismo, a la elaboración de relatos, don-
de se cifran las mejores cualidades de su espíritu creador.
"El tercio ensayistico es tal vez la parte más débil de su
obra -declara Fernández Moreno-; los defectos de Bor-
ges parecen resaltar y sus virtudes oscurecerse en este cam-
po." Y poco después añade: "Los ensayos de Borges se
apartan de esta vocación de verdad inherente al género;
buscan más bien el asombro, la paradoja, el funciona-
miento del pensar como un fin y no como un medio" ' .

1 César Fernández Moreno: Esquema de Borges. Editorial


Perrot. Buenos Aires, 1957.

14
Creo que se trata de un juicio somero, para cuya formula-
ción, probablemente, no se han tenido en cuenta determi-
nados ensayos de Borges, en los cuales se manifiesta una
fina percepción crítica del proceso creativo y de las obras
ajenas ;Borges suele ser, en esas páginas, exacto y verdade-
ro; baste citar, entre muchas, El arte narrativo y la magh,
La postulación de la realidad, los trabajos sobre Whitman,
el estudio sobre la poesía gauchesca o las muy penetran-
tes palabras acerca de Nathaniel Hawthorne. Lo que acon-
tece es que en otros ensayos -de índole filosófica-, donde
Borges acumula raras noticias, las conclusiones a que llega
el autor son (antes que rigurosamente dialécticas) casi ima-
ginativas, pero no caprichosas. Tal es lo que se observa,
por ejemplo, en las últimas líneas de La perpetua carrera
de Aquiles y la tortuga, cuyo tema ha tocado Borges más
de una vez. En esta noticia sobre la famosa aporía de Ze-
nón de Elea, tras exponer la cuestión y algunas de sus
soluciones, Borges escribe: "Mi opinión, después de las
calificadísimas que he presentado, corre el doble riesgo de
parecer impertinente y trivial. La formularé, sin embargo:
Zenón es incontestable, salvo que confesemos la idealidad
del espacio y del tiempo. Aceptemos el idealismo, acepte-
mos el crecimiento concreto de lo percibido, y eludiremos
la pululación de abismos de la paradoja"2.
De esta voluntaria creencia de Borges arranca buena
parte de su literatura fantástica. ES Borges un idealista.
Por eso se figura el universo como un laberinto; por eso

2 Jorge Luis Borges: Discusión. Emecé Editores, S. A. Buenos


Aires, 1957.
relata que un mago, que de su sueño crea un hijo, es tam-
bién otro sueño de un mago anterior; por eso parece afir-
mar que la escueta sucesión de los hechos puede o no re-
flejar la realidad verdadera. En la historia de Emma Zunz,
los varios actos que conducen a un crimen justo pueden
ser interpretados, merced a leves alteraciones, de manera
totalmente falsa. No sabemos si Alguien altera los hechos
de este universo. En la historia de Abenjacán el Bojarí, los
datos han sido tomados tal como aparentemente se pre-
sentaban, hasta que, muchos años después, dos amigos
conversadores descubren otro sentido a los mismos he-
chos; pero no se han encontrado nuevas pruebas mate-
riales; ha bastado proceder a un análisis de lo ya conocido.
Sin embargo, esta exposición analítica también puede ser
meramente conjetural, y no menos fantástica que la ha-
bitual consideración de los hechos. Más adelante me per-
mitiré volver sobre ese relato.
Una vez sumido el lector en el preciso mundo bor-
giano, no tendrá que aceptar como evidente la identidad
personal. Para quien sueña el universo, Aureliano y Juan
de Panonia vienen a ser una persona misma3 ;quizá sería
mejor decir que ambos son variantes de la misma imagen
onírica o una misma sombra. Si Aureliano persigue a Juan,
por rencores de tipo teológico, hasta conseguir que sea
condenado a la hoguera, bien pudo ocurrir lo contrario en
el universo fantástico de Borges: que el perseguidor se
convirtiera en el perseguido. Pero entiéndase que en el or-

3 Jorge Luis Borges: El Aleph. Emecé Editores, S. A. Buenos


Aires, 1957.
be de estas ficciones los seres, objetos e imágenes no se
transforman en otros -como sucede en algunos especí-
menes del género- sino que cada uno persevera en su
individualidad, simbólica o no. Así, el estudiante será el
estudiante a través de todo el relato, aunque al final resul-
te ser también Almotásim: la persona luminosa en cuya
búsqueda había partido, y de quien sólo le habían llegado
fugaces reflejos . Pues la fantasía transformadora perte-
nece al reino de lo romántico: del vuelo sin trabas; mien-
tras que en la obra de Borges la fantasía está siempre go-
bernada por la inteligencia. De aquí el ajuste matemático
que se advierte en todos los cuentos. Si para Goya los sue-
ños de la razón producen monstruos, para Borges la inteli-
gencia fantaseadora produce limpias imágenes de remotos
arquetipos. Por eso no hay en su obra una atmósfera de
nebulosa pesadilla, como acontece en los relatos de Kafka.
Citemos, para señalar la diferencia entre ambos escritores,
un juicio del propio Jorge Luis Borges: "Dos ideas -mejor
dicho, dos obsesiones- rigen la obra de Franz Kafka. La
subordinación es la primera de las dos; el infinito, la se-
gunda. En casi todas sus ficciones hay jerarquías y esas
jerarquías son infinitas." Y unas líneas después: "El moti-
vo de la infinita postergación rige también sus cuentos" 5 .
Creo que en la obra de Borges no se encontrarán esas notas.
Borges combate más bien la pesadilla indefinida ;persona-

4 Jorge Luis Borges: Historia de la eternidad. Ernecé Editores,


S. A. Buenos Aiies, 1953.
5 Franz Kafka: La metamorfosis. Editorial Losada, S. A. Bue-
nos Aires, 1943. (Traducción y prólogo de J. L. Borges.)
jqs y hechos están perfectamente engranados, y en muchos
de sus cuentos hay un claro sentido de los fines y de los
límites. Pensar que el universo es un laberinto es tener
-acaso- la esperanza de que sus simetrías y corredores y
signos irán dibujándose lentamente en el espíritu humano,
y que éste podrá descifrar el misterio. Es verdad que Bor-
ges ha opinado que "un laberinto es una casa labrada para
confundir a los hombres", y también que un laberinto es
"un escándalo, porque la confusión y la maravilla son ope-
raciones propias de Dios". Pero las extrañas casas laberín-
ticas que aparecen en la obra de Borges suelen ser limitadas
y abarcables, tal la de Abenjacán, tal la que recorre el In-
mortal. El laberinto del primero tiene una finalidad: la de
resguardar al fugitivo y su tesoro, si creemos la historia
que cuenta Dunraven; o bien, la de atraer al rey burlado,
si aceptamos la hipótesis de Unwin. El laberinto que des-
cubre el Inmortal tiene la finalidad de no tener ninguna,
prácticamente, pero es como la imagen del fabuloso uni-
verso; por lo menos, en el relato se explica el origen de
ese laberinto.
Se verá, pues, que los cuentos de Borges acostumbran
ofrecer una solución; no se posterga ésta infinitamente,
como en la obra de Kafka. Por otro lado, tampoco se da
en las ficciones borgianas la preocupación por las jerar-
quías ref fijad as, inamovibles. Así, Benjamín Otálora puede
aspirar a sustituir a Bandeira en el lecho, en el mando y en
el triunfo; en el transcurso del cuento, el proceso ascen-
dente de Otálora parece cabalmente normal, como un
sueño lúcido; Otálora puede ser igual a Bandeira, ya casi
es Bandeira. Que éste le haya permitido todo -mandos
sucesivos, llameantes victorias, posesión de la mujer, goce
del caballo codiciado- y que por fi,n le haga matar, en una
'especie de apoteosis, no significa sino que, a pesar de la
burla, se estaba Bandeira reconociendo en Otálora 6.
En la mayor parte de los relatos borgianos hay una
tensa obsesión: la hay en El muerto, en La espera, en El
inmortal; pero Borges suele desvanecerla al presentar la
solución o desenlace. Imagino que en un cuento de Kafka
el protagonista de La espera estaría aguardando indefini-
damente a sus ejecutores; Borges permite a su personaje la
lectura de la Divina Comedia y algunos hábitos insignifi-
cantes, en tanto llegan los asesinos; la súbita aparición de
éstos es aliviadora para el protagonista. Y consolador es,
para el Inmortal, saberse perecedero. A esta maestría en
la sugestión y comunicación de lo obsesivo contribuyen
la cuidadosa estructura de los relatos borgianos y el siem-
pre vigilado lenguaje. No es la incoherencia una virtud de
Borges, ni de sus criaturas. Fiel a unos mismos temas esen-
ciales, este gran escritor los trata insistentemente, desde
varios puntos de vista, en sus poemas líricos, en sus ensa-
yos y en sus ficciones. Borges, cabal hombre de letras, ex-
presa sobre la actividad literaria un juicio que se halla de
acuerdo con su actitud filosófica; en El inmortal nos dice:
"No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso
la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas cir-
cunstancias y cambios, lo imposible es no componer, si-
quiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien: un solo hombre
inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa,

6 Jorge Luis Borges: El Aleph. Ed. cit.


soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mun-
do, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy" '.
También, al frente de Fervor de Buenos Aires, había ad-
vertido: "Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita
la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios
y yo su redactor" '. Por consiguiente, la creación literaria
puede producirse en uno u otro espíritu.
En sus ensayos, Borges comenzó por organizar casi
imaginativamente datos y noticias, porque su espíritu no
se satisface con el descarnado funcionamiento de la razón.
He aludido a las conclusiones más imaginadas que razona-
das a que llega en algunos de esos ensayos, lo que no sig-
fica -antes al contrario- que Borges no sea un crítico
preciso y sorprendente. De estas imaginaciones con los da-
tos, Borges pasó a recontar (a su manera) ciertas biografías
y fábulas; siguiendo argumentos o trazas ajenos, quiso
ejercitarse en el plano de la fantasía; los sucesos y aventu-
ras conocidos le permitieron realizar un doble y aun triple
juego, como observó muy bien Amado Alonso: la presen-
tación de los hechos; la visión de éstos a través de los
personajes; la visión que Borges nos da de esa visióng. Pro-
cedimiento triple que el autor había ejercido y sigue ejer-
ciendo en sus páginas críticas. Es decir: Borges expone un
problema; acumula, luego, las soluciones que otros espíri-
tus han dado;finalmente, Borges ofrece su solución o visión

7 Jorge Luis Borges: El Aleph. Ed. cit.


8 Jorge Luis Borges: Poemas (1923-1953). Ernecé Editores,
S.A. Buenos Aires, 1954.
9 Amado Alonso: Materia y forma en poesía Editorial Gre'dos.
Madrid, 1955.
personal. Así ocurre en su ensayo sobre la aporía de Zenón
de Elea. Bien es cierto que, alguna vez, Borges parece dis-
traerse, estratégicamente, al refutar un argumento. Veamos
cómo desarma unas razones de Henri Bergson; éste decla-
ra, en su análisis de la aporía:
"Por una parte, atribuimos al movimiento la divisibi-
lidad misma del espacio que recorre, olvidando que puede
dividirse bien un objeto, pero no un acto; por otra, nos
habituamos a proyectar este acto mismo en el espacio,
a aplicarlo a la línea que recorre el móvil, a solidificarlo,
en una palabra. De esta confusión entre el movimiento y
el espacio recorrido, nacen, en nuestra opinión, los sofis-
mas de la escuela de Elea; porque el intervalo que separa
dos puntos es infinitamente divisible, y si el movimiento
se compusiera de partes como las del intervalo, jamás el
intervalo sería franqueado. Pero la verdad es que cada uno
de los pasos de Aquiles es un indivisible acto simple, y que
después de un número dado de estos actos, Aquiles hubie-
ra adelantado a la tortuga. La ilusión de los Eleatas prove-
nía de la identificación de esta serie de actos individuales,
sui generis, con el espacio homogéneo que los apoya. Co-
mo este espacio puede ser dividido y recompuesto, según
una ley cualquiera, se creyeron autorizados a rehacer el
movimiento total de Aquiles, no ya con pasos de Aquiles,
sino con pasos de tortuga. A Aquiles persiguiendo una tor-
tuga sustituyeron, en realidad, dos tortugas regladas la
una sobre la otra, dos tortugas de acuerdo en dar la misma
clase de pasos o de actos simultáneos, para no alcanzarse
jamás. ¿Por qué Aquiles adelanta a la tortuga? Porque ca-
da uno de los pasos de Aquiles y cada uno de los pasos de
la tortuga son indivisibles en tanto que movimientos, y
magnitudes distintas en tanto que espacio; de suerte que
no tardará en darse la suma, para el espacio recorrido por
Aquiles, como una longitud superior a la suma del espacio
recorrido por la tortuga y de la ventaja que tenía respecto
de él. Es lo que no tiene en cuenta Zenón cuando recom-
pone el movimiento de Aquiles, según la misma ley que el
movimiento de la tortuga, olvidando que sólo el espacio
se presta a un modo de composición y descomposición ar-
bitrarías, y confundiéndolo así con el movimiento.)'
La cita ha sido extensa, pero era menester trasladarla
para los fines de mi discusión. Sin ese traslado no se enten-
dería bien la sutil respuesta de Borges, en la cual se advierte
un ejemplo de su habitual destreza dialéctica. Puede no
ser la de Bergson una refutación definitiva, a ojos de un
especialista; para mí, el razonamiento bergsoniano es tan
justo como nítido. Pero Borges opone lo que sigue: "El
argumento es concesivo. Bergson admite que es infinita-
mente divisible el espacio, pero niega que lo sea el tiempo.
Exhibe dos tortugas, en lugar de una, para distraer al lec-
tor. AcoUara un tiempo y un espacio que son incompati-
bles: el brusco tiempo discontinuo de James, con su per-
fecta efervescencia de novedad, y el espacio divisible hasta
lo infinito de la creencia c o m ~ n " ' ~ .
Me parece claro (pero tal vez me equivoque) que
Bergson no habla literalmente del tiempo, sino de un acto,
el cual, en tanto que acto, es indivisible ;el movimiento se
produce en un tiempo y en un espacio, y uno y otro son

10 Jorge Luis Borges: Discusión. Ed. cit.


divisibles hasta lo infinito; pero el acto mismo no lo es.
No hace mal Bergson en referirse a dos tortugas, las cuales,
en efecto, darían la misma clase de pasos 'simultáneos: el
acto de la una correspondería al acto de la otra; pero el
movimiento simple de aquiles es superior al simple movi-
miento de la tortuga; de aquí que, finalmente, ésta sea
rebasada por el corredor. Con todo, no niego yo que la re-
futación de Borges sea cierta; lo que me interesaba era
exponer el procedimiento imaginativo e irónico de Borges
al examinar las razones de Henri Bergson.
Esta calidad de su inteligencia imaginativa llevó a Bor-
ges a repetir ajenas historias infames y aun de magia; en
esa repetición (con frecuencia, ejecutada irónicamente),
está Borges mismo, no ya por la singular consideración de
los temas, sino también por la originalidad de su lenguaje.
En algún lugar de su obra nos ha dicho Borges que un
hombre puede revelarnos, mediante textos ajenos, lo esen-
cial de su pensamiento; en las historias infames y en las
otras, en la mágica reelaboración de mitos, encontramos
siempre a Borges. No es tan paradójico como a primera
vista parece lo que él afirma en el epílogo de El Hacedor:
"De cuantos libros he entregado a la imprenta, ninguno,
creo, es tan personal como esta colecticia y desordenada
silva de varia lección, precisamente porque abunda en re-
flejos y en interpolaciones" '' . También sabemos que in-
terpolaciones y reflejos y variadas imágenes trazan, final-
mente, la cara del autor. Para ofrecernos el dibujo de la

11 Jorge Luis Borgee: El Hacedor. Emecé Editores, S. A. Buenos


Aires, 1960.
suya, Borges ha escrito poemas, ensayos, relatos; y aunque
se pueda advertir una evolución en su concepto de la lite-
ratura, tan importantes son, para conocer el perfil de su
rostro, los antiguos escritos como los recientes. Pues no
hay una diferencia sustancial entre el Borges de la primera
época y el de la última; yo lo he comprobado ahora, al re-
pasar viejos volúmenes suyos y remotos trabajos que yacen
en suplementos y revistas argentinos:Tal apasionado re-
paso me ha hecho conjeturar que del español Quevedo,
corregido y mejorado por lecturas inglesas -de Thomas
De Quincey, de Stevenson, de Chesterton-, ~ u e d ehaberse
nutrido el personal estilo de Borges.
Si nos contraemos a los relatos, veremos que el autor,
sabiamente, notifica hechos o transmite suposiciones o sue-
ños; nos da, por lo general, en estilo indirecto, la sucesión
de episodios; y en otras ocasiones figura él mismo como
testigo o personaje. Hay también en su obra un predominio
de lo visual, y a este procedimiento no es ajena la influen-
cia cinematográfica, como se advierte, sobre todo, en las
historias infames. Así lo reconoce el propio Borges, cuyo
sentido crítico suele ejercerse sobre la obra personal, asom-
brando siempre a sus lectores. Acerca de unos relatos su-
yos ha declarado: "Abusan de algunos procedimientos:
las enumeraciones dispares, la brusca solución de conti-
nuidad, la reducción de la vida entera de un hombre a dos
o tres escenas" 12. Aduzcamos un par de ejemplos: "El
Oeste llamaba. Un continuo rumor acompasado pobló esos

12 Jorge Luis Borges: Historia universal de la infamia. Emecé


Editores, S. A. Buenos Aires, 1954.
años: el de millares de hombres americanos ocupando el
Oeste. En esa progresión, hacia 1872, estaba el siempre
aculebrado Bill Harrigan, huyendo de una celda rectangu-
lar." O bien: "La tierra es sobrenaturalmente lisa, pero el
cielo de nubes a desnivel, con desgarrones de tormenta y
luna, está lleno de pozos que se agrietan y de montañas.
En la tierra hay el cráneo de una vaca, ladridos y ojos de
coyote en la sombra, finos caballos y la luz alargada de la
taberna" 1 3 . El efecto es, desde luego, visual: una serie de
significativas imágenes; pero es también eminentemente
literario: basta reparar en el ajuste de las palabras, en la
sobriedad de las descripciones y en la sucesión de los soni-
dos. Visualmente suele presentar Borges a sus personajes:
no mediante minucioso inventario, sino ofreciendo unos
pocos rasgos expresivos, definidores. Y aunque Borges no
utilice a veces este método, la sensación de imágenes es-
pectaculares se produce siempre en el lector. En sus ensa-
yos ha acudido Borges a ese procedimiento; véase cómo
inicia su admirable estudio sobre los traductores de Las
mil y una noches: "En Trieste, en 1872, en un palacio con
estatuas húmedas y obras de salubridad deficientes, un
caballero con la cara historiada por una cicatriz africa-
na ..." 14. Así nos presenta Borges al capitán Richard Francis
Burton, en elinstante en que ha comenzado éste la traduc-
ción del famoso libro árabe. Procedimiento borgiano que
imita o repite (ignoro si deliberadamente o no) un colabo-

13 Jorge Luis Borges: Historia universal de la infamia Ed. cit.


14 Jorge Luis Borges: Historia de la eternidad. Ed. cit. Buenos
Aires, 1953.
rador del propio Jorge Luis Borges: Adolfo Bioy Casares.
Este último escribe: "En el segundo piso de su decaído
castillo, hacia marzo de 1571, Miguel de Montaigne inven-
tó el ensayo"15.
La precisión de Borges señala el lugar y sus caracte-
rísticas, y también la fecha. Tales pormenores y la descrip-
ción esencial de los actos que ejecutan los protagonistas
de sus cuentos contribuyen a intensificar la atmósfera de
lo fantástico. El mundo borgiano puede parecer una exas-
peración de la realidad. Quien contemple una fisura en la
pared de su celda, una humilde fisura, acabará viendo caras
de doncellas, o de faunos, o la traza de un palacio, o (qui-
zá) su mismo rostro. Lo real no ha variado, pero la aten-
ción fija -normal o no, libre u obsesiva- ha construido
un mundo distinto. Pues lo propio acontece en algunos
cuentos de Borges: los hechos presentados son éstos; según
los consideremos, así variará su sentido. Pero puede suce-
der -paradójicamente- que lo que se ofrece como real
o cierto, con nítida evidencia, tal vez no lo sea. Esto es lo
que Unwin revela, en una cervecería de Londres, a propó-
sito de Abenjacán y su ostensible laberinto. 'Unwin dice
a Dunraven: "Los hechos eran ciertos, o podían serlo, pero
contados como tú los contaste eran, de modo manifiesto,
mentiras. Empezaré por la mayor mentira de todas, por el
'laberinto increíble. Un fugitivo no se oculta en un laberin-
to. No erige un laberinto sobre un alto lugar de la costa,
un laberinto carmesí que avistan desde lejos los marine-

1 5 Adolfo Bioy Casares: "Estudio preliminar" al volumen Ensa-


yistas ingleses. Clásicos Jackson. Editorial Exito. Barcelona, 1951.
ros"16 . De estas reflexiones fundamentales deduce Unwin
otra interpretación de los hechos, acaso coincidente con
la verdad. Imaginemos que todas las teorías son fantásti-
cas, como quizá lo sea también este análisis de Borges. En
la historia de Abenjacán, el poeta Dunraven, perito en no-
velas policiacas, piensa que la solución del misterio vale
menos que el misterio mismo. "El misterio participa de lo
sobrenatural y aun de lo divino; la solución, del juego de
manos" 17. Lo que realmente importa en la obra de Borges
(aparte de las virtudes literarias) es la adivinación y des-
arrollo de lo misterioso, cuyos pasos no se dan en lo oscu-
ro y abrumador, sino bajo la plena luz del pensamiento.
De la esfera de lo puramente fantástico quedan ex-
cluidos algunos relatos de Borges; entre ellos, Hombre de
la esquina rosada18, la primera ficción totalmente original
que Borges acometió. tras haber recontado las historias de
la universal infamia. En este relato -que se cuenta entre -
los mejores del autor- aparece el sentimiento de la digni-
dad humana, basado en el coraje personal. Ya Borges re-
curre -como lo hará siempre- a los ajustados presenti-
mientos y correspondencias; y, también, al asombro. A su
técnica de cuentista nunca han sido ajenas las ideas que él
mismo expuso en El arte narrativo y la magia, ensayo que
lleva la fecha de 1932. Veamos de cerca la primera ficción
de Borges.
Desde las líneas iniciales se está insinuando al lector

16 Jorge Luis Borges: El Aleph. Ed. cit.


17 Jorge Luis Borges: El Aleph. Ed. cit.
18 Jorge Luis Borges: Historia universal de la infamia Ed. cit.
-y en el transcurso del soberbio relato se confirma- que
quien confiesa los hechos a Borges es verdaderamente el
matador de Francisco Real. "Arriba de tres veces no 10
traté, y ésas, en una misma noche, pero es noche que no
se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque
sí, a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no
volver, el Arroyo." Pero el narrador nos cuenta directa-
mente dos entrevistas o visiones de Real: la primera, cuan-
do éste irrumpe en el baile, para desafiar a Rosendo; la
segunda, cuando tras haberse ido, triunfador, con la Luja-
nera, vuelve Real herido de muerte. En el intervalo, lleno
de tristeza y odio a causa de las ofensas que Real ha infe-
rido a todos los que se hallaban en el baile, el narrador
había abandonado la casa. Bajo las estrellas nimia su indig-
nación y se enfrenta consigo mismo. El proceso de este
odio y tristeza está admirablemente expresado por Borges:
"Me dio coraje de sentir que no éramos naides. Un mano-
tón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito
y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar
en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el
día siguiente, yo me quería salir de esa noche." Muy justa
es la observación de que el hombre ofendido, colérico, el
hombre que sufre un disgusto y se halla fuera de sí, quiere
siempre anular el instante presente -el de su amargura-
y encontrarse instalado en el futuro, convertida la pena en
recuerdo. Borges continúa la vívida descripción del parti-
cular estado de ánimo. Sabido es que cuando padecemos
. un hondo dolor vemos de pronto los objetos habituales
como si fuesen extraños; por lo general no reparamos en
ellos, y de súbito se nos ponen delante, manifestando su
individualidad: "Me quedé mirando esas cosas de toda la
vida -cielo hasta decir basta, el arroyo que se empedraba
solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra,
los hornos- y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas
orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Qué
iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blan-
dos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí des-
pués que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obli-
gación de ser guapo." Prosigue la exacta descripción de lo
que pasaba en el alma del narrador; el impulso decisivo de
ir en busca de Real fue el pensamiento de que éste y la
Lujanera estaban haciéndose el amor en una cuneta. Pero
Borges no dice que el narrador fuese en busca de Francisco
Real. Bruscamente, tras la descripción del estado de ánimo,
se lee en el cuento: "Cuando alcancé a volver, seguía
como si tal cosa el bailongo." Poco después sucede la en-
trada de Real, malherido. Compárese esta aparición, para
morir en la casa, con la primera, sorprendente e impetuosa.
No confiesa el narrador a los demás (ni a Borges, a quien
confía la historia) que él ha sido el asesino, pero deja tras-
lucir su orgullo: "El hombre a nuestros pies se moría. Yo
pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló."
Habiendo vencido, el narrador comenta, humanamente:
"En cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio."
Se me permitirá todavía citar el último párrafo del
cuento. Hasta ahora habíamos intuido, apoyándonos en
señales sugeridas, que el narrador y el justo asesino conflu-
yen en la misma persona. Pues bien: el hombre termina su
historia contando discretamente cómo fue hacia su ran-
cho, donde le esperaba la recompensa amorosa: la Lujane-
ra. "Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas
tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apa-
gó en seguida. De juro que me apuré a llegar, cuando me
di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo cor-
t o y filoso que yo sabía cargar aquí, junto al sobaco iz-
quierdo y le pegué otra revisada despacio, y estaba como
nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre."
Comentando magistralmente este admirable relato
de Borges, el gran filólogo español Amado Alonso opina:
"Séame permitido indicar cuánto ganaría el cuento en
fuerza de sugestión, con que se perdiera el párrafo final,
como le sucedió al romance del infante Arnaldos. La iden-
tidad del matador con el narrador está ya sugerida en dos
o tres pasajes como a despecho de su cuidadosa ocultación,
de modo que el recato viene a realzar el sentimiento de
hombría, y la imaginación se ve solicitada sin perder su
libre juego. En el pasaje final, el narrador renuncia al re-
cato, la cuidadosa actitud de toda la narración, y esto
sin motivo ni compensación, a mi parecer, pues no hay,
por ejemplo, una revelación abierta que pudiera valer como
un engallamiento o como una confidencia aliviadora o co-
mo una confesión, sino que se sugiere de nuevo en forma
de acertijo fácil" 19.
Me atrevo a decir, respetuosamente, que esta opinión
de Amado Alonso no me parece del todo justa; el narra-
dor apenas renuncia al recato; es natural que anuncie casi
pudorosamente la recompensa que le aguarda en su ran-

19 Amado Alonso: Op. cit.


cho; ya sabíamos, desde las primeras palabras de la his-
toria, que aquella noche la Lujanera durmió con él: la Lu-
janera, hembra de triunfadores. Ni deshace su recato el
narrador cuando alude al cuchillo homicida; el arma es
como un órgano de su valentía; y es lógico que, estando
a punto de disfrutar de su segunda victoria, el hombre sa-
que el cuchillo para mirarlo con amoroso reconocimien-
to, y tal vez con modestia. Un ingenuo orgullo hay en su
ánimo, y no menos inocente que su conciencia aparece
ante sus ojos el arma que le ha permitido el triunfo. Por
lo demás, no resulta insistente que Borges confirme, en el
último parrafo, la identidad del narrador con el asesino;
no todos los lectores habrían podido captar esa identidad,
que ciertamente se insinúa en varios pasajes del relato.
Muchos otros rasgos de maestría hay en esta historia
de Borges, pero ya es imposible que los señale yo en el
presente análisis. Mencionaré, no obstante, el episodio en
que se habla del tango,,cuya música y práctica domina de
modo absoluto a quienes se hallan en el baile. "En esa di-
versión estaban los hombres, lo mismo que en un sueño,
cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que
ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche,
cada vez más cercano, Después, la brisa que la trajo tiró
por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la
compañera y a las conversiones del baile." Y es que la mú-
sica acrecida anuncia a Francisco Real. Más tarde, llaman
a la puerta enérgicamente, con un golpe y dando una voz.
Con ímpetu penetra el forastero. "Para nosotros no era
todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, tra-
jeado enteramente de negro ..." Tal es la espectacular en-
bada de quien va a desafiar a Rosendo Juárez y a llevarse
a la Lujanera. Compárense -dije antes- esta entrada de
Real (desafiador, desdeñoso, seguro de sí, con voz poten-
te) y la que efectúa cuando ya ha sido malherido; la voz
que ya conocían los del baile vuelve a oírse, "pero serena,
casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien".
Es ciertamente la voz de quien va a morir dentro de unos
momentos, aceptando su destino.
Desde los primeros relatos, Borges ha tenido en cuen-
ta el preciso juego de las "tensiones y distensiones" en la
acción y las palabras. No hay en Borges una frase, ni si-
quiera un vocablo, que no contribuya esencialmente al fin
mismo de cada uno de sus cuentos. Se ha hablado, por lo
que respecta a las ficciones borgianas, del propósito lúdico
que en ellas predomina. Yo no creo en la existencia de esa
simple finalidad, sino que pienso que en todas sus páginas
-así en prosa como en verso- Borges quiere darnos una
imagen del mundo y de sí mismo20. No nos extraña la co-
herencia evidente en cada uno de sus relatos, porque Bor-
ges ha dicho más de una vez que cada acto del universo
presupone todos los anteriores.
Pero ya es tiempo de concluir este análisis, aunque en
notas preparatorias figuren todavía ciertos aspectos
que no he podido tratar. Otros capítulos habría que de-
dicar a los poemas y a los ensayos borgianos, y también

20 hliguel Enguídanos: Imaginación y evasión en los cuentos de


Jorge Luis Borges. En la revista "Papeles de Son Armadans", núme-
ro XXX (septiembre de 1958). Madrid-Palma de Mallorca. (Véase
este estudio en relación con el juicio que formulo en mi texto.)
a las particularidades e innovaciones que ese gran autor
presenta en cuanto artista del idioma. Basta adentrarse en
cualquiera de sus libros para percibir que Jorge Luis Bor-
ges es, actualmente, uno de los mayores escritores en len-
gua castellana.
CON la invisible (pero si* duda efectiva) colaboración
de Margarita Guerrero, ha publicado Jorge Luis Borges un
precioso Manual de zoología fantástica ' . En él figuran
muchos de los animales maravillosos que la felicidad o el
miedo de los hombres ha construido; la ingeniosa diligen-
cia de Borges ha acumulado datos precisos para ofrecernos
nítidas imágenes de esos seres. Pero la erudición borgiana
parece un don tan personal, que siempre percibimos el
pensamiento del autor a través de sus noticias excelente-
mente articuladas. Creo haber entendido que el vasto sabe]
de Borges suele irritar a quienes desean la lectura cómoda.
La verdad es que, cuando se lee a este gran ensayista ar-
gentino, es menester atención y tensión extremas; pero en
el Manual que comentamos Borges ha frenado o disimula-
do su admirable tendencia a la metafísica, a la agudeza
y a la burla; rara vez el tema le ha consentido entregarse
a sus certidumbres y juegos mentales, como en sus ensayos
puros y en sus fantásticas narraciones. La agilidad de pen-
samiento y la novedad de lenguaje no acostumbran ser

1 Jorge Luis Borges: Manual de zoología fantástica. Breviarios


del Fondo de Cultura Económica, México, 19.57.
perdonadas; tampoco suele serlo la erudición de altura.
Ambrose Bierce, en su The Devil's Dictionary (de muy
deliciosa lectura) revela que pertenece a los enemigos co-
munes de la erudición, la cual humorísticamente define
de esta manera: "E r u d i t i o n, n. Dust shaken out of
a book into an empty skull". Con libertad lo traduzco así:
lo peor de una obra vertido en un cráneo hueco.
Recordemos que, para nuestro Unamuno, esa aplica-
da actividad no era sino un grave síntoma de pereza. Y es
cierto que muchos manipulan datos, sin que la significa-
ción de éstos ejerza huella alguna en su pensamiento. El
lector de Alfonso Reyes hará memoria de que en El Caza-
dor hay un capítulo titulado De las citas. "Escritores hay
-se lee allí- a quien la ciencia les pasa por los dedos, del
libro de apuntes al libro definitivo; y así se transmite un
lastre de conocimientos que todos ignoran". El remedio
estriba -ya se supone- en que los conocimientos sean asi-
milados, en lugar de dejarlos inertes en las papeletas. A pe-
sar de la enemiga de Bierce y de Unamuno, confieso mi
debilidad por los auténticos eruditos;,en ellos las noticias
no hacen más que fomentar y alimentar el propio pensa-
miento. De este mismo asunto ha tratado, si no recuerdo
mal, el Padre Feijoo. "En los ensayos del argentino Borges
las especies se hallan perfectamente articuladas y obedecen
siempre al pensamiento central del autor", he escrito en
otra parte '. Reitero que el Manual de zoología fantástica

2 En Lm me tarnorfosis de Guillermo de Torre, ensayo publica-


do en "Papeles de Son Armadans", XXIV, marzo de 1958. (Véase
en este libro.)
(por su naturaleza) no ha permitido a Jorge Luis Borges
sus espléndidos juegos y certidumbres; el libro es, para to-
da clase de lectores, un inestimable tesoro. La prosa de
Borges, tan precisa y armoniosa, tiene la virtud de volver
.reales las criaturas fantásticas que, en alfabetizado desfile,
aparecen en su obra. Por otro lado, la puntual erudición
de Borges alguna vez se torna tan rara en la exhibición de
fuentes, que éstas pueden figurársenos más fantásticas aún
que los mismos seres descritos. Me veo precisado a citar
un ejemplo. Al peritio se refirió la sibila de Eritrea en uno
de sus oráculos; esta literatura profética desapareció en
el año 671 después de Cristo; en la restitución no se con-
signó el pasaje en que se trata del fantástico animal, presun-
t o destructor de Roma. Un rabino de Fez, unas centurias
más tarde, en un librito tal vez semejante al de Borges, ci-
ta otra fuente también perdida. Para infelicidad nuestra,
el folleto del rabino (algunos de cuyos párrafos transcribe
Borges) se hallaba en la Universidad de Munich, y de aquí
ha desaparecido, "no se sabe si a consecuencia de un bom-
bardeo o por obra de los nazis". Salvo en este artículo, las
referencias borgianas son muy precisas; las literaturas clá-
sicas y las orientales le han suministrado toda su zoología.
He dicho antes que el Manual constituye un inesti-
mable tesoro, y no junto, por inercia, este nombre y aquel
adjetivo. Cierto explicable pudor puede vedar a los mayo-
res la lectura paladina de los cuentos de hadas, los cuales
sólo abordamos sin rubor cuando hemos de comunicarlos
a los niños. Pero sucede que el riguroso, el bello Manual
de zoología fantástica sustituye con ventaja a aquellos
cuentos y permite la alianza de la fantasía, la meditación
y el placer estético. El nítido lenguaje de Borges hace que
olvidemos el horror de muchos de estos animales. Los hay
graciosos, como el mono de la tinta, el cual, según un tex-
to de Wang Ta-Hai (1791), se sienta junto al escriba chino,
esperando a que éste concluya su tarea, a fin de beberse el
sobrante de la tinta. Imagino que los chinos inventaron
o descubrieron ese animal para justificar la impensable
evaporación del líquido. Pero el mono de la tinta debe ser
una criatura feliz. Las hay tristemente extremosas (si se
me permite aquí el uso de este adjetivo), como el mirme-
coleón, compuesto de león y de hormiga, y cuya existen-
cia es fatalmente precaria. Hay también animales de gustos
temibles, como el minotauro, devorador de carne humana,
que exigía un tributo de mancebos y doncellas. Pero el
más infeliz de los que figuran en el libro de Borges viene
a ser, sin duda, el catoblepas, del que Plinio da noticia. Su
mirada es mortal; mas, por fortuna (de acuerdo con la eti-
mología de su nombre), siempre ha de mirar hacia abajo:
tiene la cabeza inconcebiblemente pesada, y la fantástica
criatura apenas puede llevarla. Al texto de Plinio añade
Borges otro de Gustavo Flaubert, en el cual se dice que el
cuello del catoblepas es "largo y flojo como un intestino
vaciado". Probablemente, tanta infelicidad conmovió al
editor del Manual porque la imagen del catoblepas figura.
en la cubierta del libro. Esa vanidad tan humana (la de
exhibirse en la portada de un volumen o de una revista)
'habrá de aliviar en parte su tremenda desventura.
De todos los seres fantásticos, el que se encuentra en
el grado superior de la escala es el vertiginoso centauro,
por el cual Borges siente (creo yo) una especial ternura.
En El arte narrativo y la magia" Jorge Luis Borges aludía
a Quirón (que aparece en un poema de Morris) y recorda-
ba que tenía "una corona de hojas de encina en la transi-
ción de bruto a persona". El correspondiente artículo de
su Manual empieza así: "El centauro es la criatura más ar-
moniosa de la zoología fantástica". Y, en verdad, sospecho
que nadie se determina a alejarlo definitivamente de nues-
tra especie. Animal fronterizo, al centauro apenas le sobra
la grupa para ser hombre. Desde esa imprecisa frontera
anhela siempre -según la fábula- raptar a las mujeres.
Tan minuciosas y pulcras son las referencias de Bor-
ges, que a veces una casi invisible fisura nos deja asombro-
samente perplejos. Así, cuando describe la Octuple Ser-
piente, cuya naturaleza es la del núm?ro ocho. Tiene ocho
cabezas y ocho colas. "Al reptar abarcaba ocho valles y
ocho colinas". Para cortarle las ocho cabezas, un paladín
inventó ocho ingenios. El número ejerce en nosotros una
enorme sugestión; y sin embargo, una vez muerta, aconte-
ce que "en la cola de la serpiente se halló una espada, que
aún se venera -informa Borges- en el Gran Santuario de
Atsuta". Esa espada singular nos sorprende. ¿Por qué no
se halló un arma en cada cola del animal? A ocho colas
debieron corresponder ocho espadas. Pienso que, con la
muerte de la serpiente, se esfumó también la fascinación
del número ocho.
Es Borges un innovador, un inventor en nuestra len-
gua. Como se halla tan seguro de su poder creador, nunca
ha ocultado sus fuentes, ni siquiera los autores que en él

3 Se hallará este ensayo en Discusión, Gleizer, Buenos Aires,


1932.

39
han influido o influyen. Adivinamos en algún cuento bor-
giano, si bien medio borrosas, las peculiares facciones de
Gilbert Keith Chesterton. Esos rasgos, si no me equivoco,
resaltan en varias líneas del prólogo al Manual de zoología
fantástica. La cita es extensa, pero quiero aducirla. "Pode-
mos pretender -escribe Jorge Luis Borges- que los niños
bruscamente llevados al jardín zoológico adolecen, veinte
años después, de neurosis, y la verdad es que no hay niño
que no haya descubierto el jardín zoológico y que no hay
persona mayor que no sea, bien examinada, neurótica.
Podemos afirmar que el niño es, por definición, un descu-
bridor y que descubrir el camello no es más extraño que
descubrir el espejo o el agua o las escaleras".
Terminemos esta noticia. Si hubiésemos dedicado
a Borges un estudio más extenso, habríamos relacionado
ciertos pasajes de este libro con los temas sustanciales de
toda su obra. Hoy solamente nos hemos ceñido al Manual
de zoología fantástica, que se inserta con naturalidad en
la serie de sus producciones. La erudición borgiana confina
con lo fabuloso. Este Manual -lo advierte el mismo Bor-
ges- quizá no abarque todos los animales fantásticos, que
pueden ser infinitos (pues cada pesadilla suele crear los su-
yos). No obstante, nos habría gustado leer la descripción
de las serpientes de la luna, a las cuales se refiere Borges
en su Prólogo a Bradbury, precisamente al hablar del Som-
nium Astronomicum, de Kepler. Pues si casi todos los ani-
males de su fantástico Manual están adscritos al pasado, las
serpientes de la luna, a buen seguro, pertenecen ya a nues-
tro inmediato porvenir.
C u m o o uno examina la vasta obra de Alfonso Reyes
queda sorprendido al advertir la importancia y alcance de
su poesía. Cierto que la calidad y el número de los ensayos
pueden desviar hacia éstos la atención y el goce de los es-
tudiosos y admiradores del gran humanista mexicano. Por
lo demás, la obra poética de Alfonso Reyes, que había
aparecido en ediciones casi privadas, no era asequible a to-
dos. Pero, por fortuna, en 1952, el Fondo de Cultura Eco-
nómica dio a la estampa un extenso y hermoso volumen,
donde el propio Reyes, con su escrupulosidad habitual,
ofrece su poesía hasta aquella fecha ' . Los diversos libros
que habían llegado hasta nosotros (entre ellos Pausa y la
misma Ifigenia cruel, ambos en primera edición) revelaban
que Alfonso Reyes era también un poeta admirable;
subordinábamos siempre su actividad poética a su activi-
dad de ensayista. Basta la lectura del libro editado en 1952
para que consideremos que en Reyes tan importante es la
poesía como el ensayo. No es posible, al enfrentarse con

1 Alfonso Reyes: Obra poética. Letras mexicanas. Fondo de


Cultura Económica. México 1952.
un creador de su talla, establecer fronteras entre las dos
actividades, relegando una de ellas a un cielo inferior. No
otro es, por ejemplo, el caso de Unamuno, cuya poesía es
tan esencial como su ensayo, como su novela o su produc-
ción dramática. Nótese, sin embargo, que Reyes, a dife-
rencia de Unamuno, lleva cada uno de los géneros que
cultiva a un punto de perfección insuperable. Por eso su
poesía, aunque contribuye a esclarecernos la personalidad
total de Alfonso Reyes, muestra un valor per se, indepen-
diente de su radiante y nítida escritura en prosa.
Es curioso que casi todos los comentadores de Reyes
se hayan visto forzados a comparar el ensayista con el
poeta, en detrimento de este último. Cada lector, desde
luego, está en libertad de preferir el uno al otro, pero esa
libre preferencia jamás disminuye la real importancia de
ambos Alfonso Reyes. Muchos han sido los que han con-
sagrado muy interesantes estudios a la poesía alfonsina:
tal, por ejemplo, Francisco Giner de los Ríos 2, quien no
se atreve a afirmar que "la poesía de Alfonso Reyes sea lo
más importante de su obra importantísima", y duda toda-
vía más al acordarse de ciertos poemas. "Pero sí creo -aña-
de Giner- que Reyes es ante todo poeta, y que todo lo
suyo -crítica, pensamiento, historia y teoría literaria, re-
lato, ensayo general- está informado directamente por su
inteligencia poética y precisamente por ella." En cambio,
Jorge Mañach no cree que en Reyes lo fundamental sea
2 Francisco Giner de los Ríos: "Invitación a la poesía de Alfon-
so Reyes3'. "Cuadernos Americanos", núm. 6, año 1948. México.
3 Jorge Mañach: "Univemalidad de Alfonso Reyes", en el Libro
Jubilar de Alfonso Reyes. Dirección General de Difusión Cultural.
México, 1956.
el poeta. "Sólo si a esta palabra se le da su sentido más
radical -y más vago- puede ser válido el juicio. Desde
luego, en toda la obra de Reyes bate el ala de-la poesía.
Pero lo característico en él no es el sueño, sino la vigilia;
no es el misterio trémulo, sino la firme lucidez". Quizá este
parecer de Jorge Mañach se base en la concepción román-
tica de lo que deba ser el poeta; pero nadie negará hoy que
era poeta don Luis de Góngora y Argote, campeón de la
lucidez y no del sueño. Lúcido lo fue también fray Luis
de León, mas no es propósito del presente estudio consig-
nar algunas observaciones sobre ese tema. Diremos única-
mente que todo buen poeta realiza incursiones por la región
del misterio y nos comunica también -con eficacia- sus
estados sentimentales. La poesía de Alfonso Reyes respon-
de a un estado de ánimo; y ocasiones hay en que el poeta
se adentra en las zonas del misterio.
Ocioso es discutir si es o no poeta Alfonso Reyes.
Hágase, si ello fuese posible, la siguiente experiencia men-
tal: olvídese cuanto ha escrito Reyes en prosa: ensayos de
varia lección, fantasías o cuentos, noticias y otros apuntes,
y consérvese tan sólo en la memoria su obra poética, tras
haberla gozado y estudiado. Se verá entonces que esa obra
se destaca, en el panorama de la lengua española, con un
perfil nítido, sumamente personal, y que se empareja, por
derecho propio, con las obras de los poetas más celebra-
dos. Habremos perdido, ciertamente, la vastedad de Alfon-
so Reyes; pero el poeta que haya quedado continuará
siendo un creador de primer orden.
¿Por qué Alfonso Reyes, en ese aspecto, no goza de
fama similar a la de otros poetas de nuestra lengua? En las
precedentes líneas de nuestro estudio hemos respondido
a esa cuestión. La obra de Reyes no se ha difundido como
debiera, tal vez por designio del propio autor; el ensayista
oculta (aunque no oscurece) al poeta; y las calidades sin-
gulares de Reyes no coinciden con las que solicitan hoy
en día los lectores de versos. Se cree que la poesía ha de
ser siempre sueño, que su misión es profética, que ha de
ser social, o relato prosaico de la vida cotidiana, o mero
desbordamiento verbal. De ahí que las altas calidades de
Reyes no satisfagan todavía a todos. En este poeta hay co-
nocimiento y experiencia, grato sabor de vida y libros
(porque en su obra la misma amargura aparece depurada
y ennoblecida), una maestría que encauza el fervor lírico
y una diversidad sorprendente. Nada de esto seduce a
quienes sólo admiran a los poetas desbordados, verbales
y m ~ ~ o c o r d e Se
s . prefiere el grito bronco a la finura de
Reyes, aunque es verdad que en él no falta el grito: sólo
que en sus versos se profiere de un modo articulado. Véase,
por ejemplo, Ifigenia cruel, donde abundan el dolor y la
queja; pero queja y dolor se expresan articuladamente y se
superan mediante la creación artística. La inteligencia en
Alfonso Reyes no coarta nunca las fuentes de la emotivi-
dad; pero las regula, y hace que la emoción brote de mane-
ra insinuada y penetrante. Tal es la característica de Reyes.
"Yo siempre escribo bajo el estímulo de sentimientos
-¿cómo diré?- constructivos. Lo que me deprime o an-
gustia nunca es fuente de inspiración para mí", nos ha di-
cho Reyes en Reloj de sol 4 . Aunque Ifigenia esconde una
experiencia cierta, pensamos que el poema no fue escrito
hasta que el autor pudo vencer la tormenta sentimental,
"proyectándola sobre el cielo artístico, descargándola en
un coloquio de sombras". Tal es para Alfonso Reyes la
razón profunda de toda obra de arte.
¿Cómo vamos a buscar en Reyes, poeta al modo
goethiano, el balbuceo y el verbalismo que se hallan en
otros poetas de nuestro tiempo? La pasión en sus versos
aparece expresada de diamantina manera. De ahí la tensión
que observamos en casi toda su obra, aunque a veces el
poeta se haya dejado contaminar (a sabiendas) por una
suerte de prosaísmo, como en cierto pasaje de Yerbas del
Tarahumara, al que se refiere Anderson Imbert '. Reyes
mismo, tan vigilante, se ha consentido -de vez en cuando-
algunas alusiones muy extrañas en su límpida obra6. Pero
lo habitual en Reyes es la depuración y ennoblecimiento
del material en que se basa su poesía. ¿ Y cuál es este ma-
terial? La vida misma del poeta. Hay sobre la poesía de
Reyes un escrupuloso y diáfano estudio, cuyo autor es

4 Alfonso Reyes: Reloj de sol. Madrid, 1926.


5 Enrique Anderson Irnbert: "Alfonso Reyes", en Páginas so-
bre Alfonso Reyes (1911-1945). Edición de homenaje. Monterrey,
N. L., 1955.
6 Véase en Obra poética, pág. 377, el soneto Rima Imposible.
Véase también en Cortesía, Editorial Cvltvra. México, D. F., 1948,
el soneto Jadeando, ~ á g 98,
. que Reyes ha suprimido en su Obra
poética.
Eugenio Florit '; esas páginas constituyen una guía suma-
mente provechosa para cuantos deseen adentrarse, con
propósito reflexivo, en la obra de Alfonso Reyes. Los te-
mas cardinales de ésta, según indica Florit, son los siguien-
tes: México ; familia; infancia; juventud; geografía; mujer-
amor; y la muerte. Esta sucinta enumeración revela que
Alfonso Reyes nunca está ausente de su propia poesía; ni
aun siquiera falta lo personal en las primeras composicio-
nes de tipo parnasiano, las cuales son producto de las lec-
turas juveniles. Un gusto esencial por la "f;sica de la pala-
bra" (que Alfonso Reyes recomienda a todo principiante)
le condujo al parnasianismo, pero la sensibilidad del ado-
lescente se transparenta en cada verso de aquella época. Lo
admirable es que en la primera composición que Reyes
salva en su Obra poética, se nos anuncie cuál va a ser su
propósito estético. "Yo prefiero la fresca flor de las pie-
les", nos dice el incipiente poeta; lo cual irá confirmarido
al producir su obra futura. Lo desnudo, lo esencial, y ello,
precisamente, por amor a la "física de la palabra". No hay
en Reyes duplicidad alguna: lo que el poeta nos ofrece
-y no es expresión retórica- viene a ser su alma misma.
Aun en un juego poético como Minuta, Reyes, con sus
recuerdos y afanes, se nos aparece de improviso. Véase el
poema titulado El pan en la servilleta; no citaremos versos
aislados, porque toda la composición es una maravilla:
Qué paloma qué cotovía
sobre el mantel sabe anidar

7 Eugenio Florit: "Alfonso Reyes: la poesía", en "Revista His-


pánica Moderna", julio-octubre, 1956, núrns. 3-4.
y deja tibio todavía
el huevecillo singular
Encarrujado lino esconde
o bien plegado e n alcatraz
el misterio de harina donde
la ley de Dios germina e n p a z
O h paloma o h cotovía,
nunca faltes donde y o estoy
El pan nuestro de cada &a
dánosle h o y

¿Venían a la memoria de Reyes los primeros tiempos


en Madrid? La impetración final puede relacionarse, sin
duda, con ciertas líneas de El Descastado, en las cuales
manifiesta Reyes su odio a la pobreza, ya que ese estado
impide la adquisición de juguetes y flores, y aun estimula
la rebelión contra la nobleza de la vida. Reyes busca en '
todo, como declara en Reloj d e sol, el equilibrio, la armo-
nía: objeto sumo de su obra literaria.,

;Cómo ha sido posible que el poeta, a lo largo de su


obra, es decir, a lo largo de su vida, haya atendido a climas
y sirenas diversos? Precisamente, para ser fiel a sí mismo. .
Porque, a pesar de tantas metamorfosis aparentes, la per-
sonalidad de Reyes siempre se trasluce; y cuanto ha expe-
rimentado Reyes se depura y acendra en su poesía. ¿Qué
fin último era el del poeta? Nos lo dirá el mismo en uno
de sus bellos sonetos, escrito en tanto iba vertiendo la
níada al castellano. (Esa espléndida traducción exige un es-
tudio aparte, porque es obra también del poeta Alfonso
Reyes.) El soneto se titula La verdad de Aquiles; en la pri-
mera estrofa hay una confesión acerca del continuo variar
de métodos, temas y climas:
Si me preguntas lo que yo más quiero,
te diré que se muda con el día
y que lo va llevando el minutero
y el curso de las horas lo desvía.
¿No hay entonces un propósito definido en la vasta
trayectoria de Reyes? Sí que lo hay, porque toda variación
se integra en una armonía superior (y quien estudie la obra
de Reyes verá cómo se prolongan ciertos temas que apare-
cen implícitos desde la misma juventud). Esa armonía su-
perior es hija de la experiencia y de la estética; la primera
suministra a Alfonso Reyes el verdadero material con que
se trenzan sus versos, la segunda -que se unimisma con el
sentimiento del bien- le permite la luminosa elaboración
de toda su obra, sea poesía, sea ensayo. Por este mptivo,
en el segundo cuarteto prosigue el poeta:
No es inconstancia, no: la suma espero,
el desenvolvimiento y la armonía
que pestan intención al derrotero
en una espiritual'geometria.
Ya se han proferido las palabras esenciales: una espi-
ritual geometría. Y como ella, precisamente, está hecha
de bien y de belleza (pues Reyes, hace muchos años, con-
fesó su fundamental platonismo), con palabras del eli ida
va a comunicarnos ahora qué es lo que más aborrece:
'pensar y hablar dos cosas diferentes',
,miedo del mundo, engaño d e las gentes,
menoscabo del arte y de la vida.
¿Se comprende por qué hemos dicho que en Alfonso
Reyes no va la creación literaria por una parte y la exis-
tencia por otra? Ambas, como en el caso de Goethe, son
indisolubles; la poesía nace condicionada por la vida; es
su corona. Sabido es que Reyes, en páginas inolvidables,
ha hablado algunas veces del "revés de un párrafo" o del
"revés de un libro", poniendo de relieve qué hilos vitales
había utilizado para componer la trama. Ardua labor sería,
para él (pero no imposible), explicarnos el revés de cada
uno de los poemas, de cada uno de sus versos. Contenté-
monos con adivinarlo, con gozar de la suprema belleza que
ellos nos brindan. Hecha ya carne de poesía, la existencia
oculta sus sinsabores. Así, en El mal confitero, cuando el
poeta describe cómo a la figurilla de Luzbel se le pone una
almendra amarga en el lugar del corazón, exclama:

Hay arte mejor: .


no me vendas rencor en almíbar,
si he de hallar acíbar
en el corazón.
No se crea, en modo alguno, que la bondad de Reyes,
su inclinación al bien, excluya el conocimiento y la expe-
riencia del aspecto malo del universo. Lo que ocurre es
que Reyes sabe superarlo por medio de la ironía o del sua-
ve humor, cuando no merced al mismo impulso lírico. En
uno de los Romances del Río de Enero, alude sin duda a su
experiencia personal cuando dice:
Sabio, entonces, nquol sabio
.
que no se queda en la miel,
y busca para su gusto
el contraste y la acidez.

Pero Reyes ha escrito también poemas satíricos, aun-


que de ellos está ausente la feroz virulencia al modo de
Quevedo, de Góngora o de Unamuno. Recuérdense, por
ejemplo, los poemas Barbiponiente y Contra jerigonza,
no citar otros que se hallarán en su amplia obra. Lo
más habitual en Reyes, cuando éste no es estrictamente
lírico, es el empleo de la ironía, que a veces se vuelve con-
tra el propio autor. No se infiera de lo dicho que esa acti-
tud se oponga a las virtudes esencialmente líricas de su
obra, ni siquiera que las rebaje un punto. "El contraste
y la acidez" -digámoslo así, para utilizar palabras suyas-
otorgan un especial sabor a muchos de sus poemas. La pre-
sencia de una mente vigilante corrige siempre los excesos
del sentimiento, pero sin que ello disminuya la intensidad
de la emoción; antes al contrario, la concentra y realza.
Piénsese en que Reyes no es el poeta de la exaltación, por-
que su temperamento es señaladamente clásico; de ahí que
a él no le convenga aquella concepción romántica de la
poesía que le aplicó Jorge ~ a k í a c hy, a la cual nos hemos
referido al comienzo de este examen. Si Shelley, verbigra-
cia, se siente poderosamente arrebatado por el viento del
oeste, el lírico clásico domina y encauza normalmente su
íntima emoción, sin que esto implique una diferencia en
la intensidad. Todo humanista debiera acordarse de la
Eneida, donde, a pesar de las tremendas tempestades, bri-
lla siempre, victoriosa, la lucecita humana: la lucecita de
Eneas y su voluntarioso destino. No desconoce el huma-
nista el poder del misterio, pero si llega hasta él trata de
introducir en seguida el orden y la armonía. Opone, pues,
al arrebato de las fuerzas el intento de dominarlas. Verdad
que hay también sutiles movimientos de alma, zonas
inalcanzables, suspiros o brisas, de todo lo cual no se pue-
de dar cuenta por medio de las habituales palabras, que
obedecen a ciertas convenciones. Pero Alfonso Reyes,
cuando penetra en esas zonas, sabe comunicarnos también
su experiencia; y nos da lo que Amado Alonso, hablando
de él, llamaba "la canción lírica del alma solitaria". La ex-
presión de Reyes, aun en esas cimas, es siempre de una ni-
tidez envidiable. Diríamos que la poesía de Alfonso Reyes
es fronteriza en ocasiones, limita con el misterio, lo pene-
tra y nos trae diáfana noticia de esos viajes solitarios.
¿ Y qué ocurre frente a la deidad? Al analizar Ifigenia
cmel, veremos cómo Orestes representa la actitud del hu-
manista ante ese misterio de lo divino, y cómo la misma
Ifigenia se rebela contra la fatalidad al aceptarla libremen-
te. Bien es verdad, por otra parte, que el misterio de lo
divino no ha atraído a Reyes con frecuencia; pero en su
obra poética se encuentran alusiones a Dios. Por ejemplo,
la tercera sección de Lamentación de Navidad (México,
1911) está constituida por un soneto, y en éste Reyes in-
voca a Dios en el mismo tono en que hoy le invocan (pero
siguiendo a Unamuno) ciertos poetas españoles: "Hiéreme
con tus dientes iracundos, / úsame como una de tus ma-
nos", ruega bellamente el joven poeta que entonces era
Reyes. Y en otro poema todavía más hermoso, A mi hijo
(Madrid, 1921), donde se advierten la especial delicadeza
y la hondura de esta poesía, hallamos los siguientes versos:
"y para que nunca dudes / de la ley que te sentencia, / en
la vida y en la muerte, / a ser atisbo de Dios". Dejamos
inconclusa la cita porque ahora sólo nos interesa el último
verso: "atisbo de Dios" son las tres palabras en que fija-
mos la atención. Pero, por lo común, la poesía de Reyes
se desentiende de este tema y se cifra en aquellos que con
tanto rigor como agudeza ha indicado Eugenio Florit en
su estudio. "Usted, Reyes, es tomasiano. Yo soy místico;
es decir, hereje", le decía don Ramón del Valle-Inclán
No sabemos si realmente es don Alfonso un espíritu to-
masiano; nos inclinamos más bien a pensar que no lo es.
Alfonso Reyes no llega a sus verdades a través de los lentos
y penosos peldaños silogísticos; no es su cualidad la razón

8 Alfonso Reyes: Tertulia de Madrid. Colección Austral. Bue-


nos Aires, 1949.
casi mecánica, sino la inteligencia (y decir "inteligencia
l poética" tal vez sea un pleonasmo), la cual procede por
iluminaciones, bien que apoyándose en el examen y con-
catenación de las ideas. Por eso Reyes ha podido asimismo
realizar una espléndida obra lírica, que no desmerece jun-
t o a su obra de ensayista; ambas se complementan, sin du-
da; pero pueden ser consideradas independientemente. Al
iluminar su propia vida por medio de la poesía, Alfonso
Reyes ilumina a los demás hombres. De ahí que el Alfonso
Reyes de la juventud diga en Salutación al romero (México,
1909), anticipando toda su trayectoria vital:
A mí, que donde piso, siento la voz del suelo,
¿qué me dices con tu silencio y t u oración?
Qué buscas, con los ojos fatigados de cielo,
más alto que la vida y sobre la pasión?

MISIÓN DE LA MEMORIA

Alfonso Reyes sabía ya, a los veinte años


'IL-que-su
- ul-
terior poesía iba a expresar la vida y la pasión. ¿Y en qué
lugar del alma se acumulan las experiencias? Sin duda al-
guna (pues seguimos ahora la útil clasificación del catecis-
mo), esas experiencias se agazapan en la memoria; de la
cual ha sido siempre Reyes un defensor singular. La me-
moria, base de la conciencia. "Sólo la memoria, escuela
mínima, incorpora efectivamente la cultura- en la vida",
o

53
nos enseña una vez más Alfonso Reyes en su Génesis de la
Crítica '. "Esta incorporación viva de la memoria, que per-
mite movilizar en cualquier instante y a lo largo de una
existencia las especies del conocimiento transmitido, es el
fundamento de toda educación y todo humanismo". Con
tales palabras insiste Reyes en ideas esenciales de toda su
vida. Recordemos que San Agustín decía más: que el alma
es la misma memoria. Y el alma de Alfonso Reyes son sus
experiencias, sus saberes, el sabor que ha extraído de hom-
bres, libros y lugares; es decir, su memoria, iluminada de
continuo por el supremo ejercicio de la inteligencia, en la
cual se aúnan el don creador y el don crítico. Véase, por
ejemplo, el soneto titulado Virtud del recuerdo (México,
1949):
Cuando la soledad me da licencia,
repaso con la mente mi destino,
ansioso de buscar la consecuencia
en tan aventurado desatino.
Y el poeta, tras una lucha consigo mismo, pues en
"la madeja del azar" se extravía, añade, fiel a su destino
poético de siempre:
Pero renazco, vencedor y cuerdo,
porque juntan y zurcen los retazos
los virtuosos hilos del recuerdo.
Además, el recuerdo, la memoria de s í mismo, es

9 Alfonso Reyes: "Génesis de la Crítica", en "Cuadernos Ame-


ricanos", 100, julio-agosto, septiembre-octubre de 1958.
o
esencial para ejercer el don de la libertad. Sólo cuando Ifi-
genia sabe quién es puede elegir su destino ulterior. Por
eso nos sorprende que en San ndefonso (1943) -un poe-
ma clave en la obra de Reyes- pida el poeta que le borren
la memoria. ¿Cómo hubiera surgido entonces su admirable
obra lírica? No ya los nuevos recuerdos suscitan poemas
nuevos, sino que también los muy antiguos persisten en la
obra posterior, aun cuando ya fueran expresados en los
versos de juventud. Así sucede con el tema del padre, que
le ha acompañado toda la vida; y ese recuerdo aflora líri-
camente en momentos fundamentales. Lo encontramos
en el soneto 9 de febrero de 1913 (Río, 1932), al que per-
tenecen estos dos versos: "Y si seguí viviendo desde en-
tonces / es porque en m i te llevo, en m í te salvo". Al mar-
gen de su traducción de la níada, Reyes compone otro
soneto (De mi padre), donde dice: "y, a1 evocar hazañas,
es fuerza que retrate / mi mente las imágenes de su virtud
guerrera". Así sucede con el tema del instante en que la
madre recibe la noticia de la muerte del esposo (Madre;
Madrid, 1923), tema al que se alude asimismo en el últi-
mo soneto de los que integran la serie Homero en Cuerna-
vaca. Pues aun traduciendo la níada, menester que parece
de puro humanista, Reyes evoca sus recuerdos y compara
sus experiencias con las que se cantan en la obra clásica.
Al llegar a este punto, creo pertinente una observación:
Alfonso Reyes, cabal hombre de pluma, está lleno de re-
miniscencias bélicas, a veces de reminiscencias de hombre
de acción. En cuanto a las últimas, traigamos ahora al es-
píritu el poema titulado Infancia; recordemos también
ciertos versos sobre caballos que publicó Reyes en revista
mexicana y cuya referencia no tengo ahora a mano (versos
que creo posteriores a la Obra poética). En cuanto a las
reminiscencias bélicas -incursiones, combates, balazos,
secuela de dolor y muerte-, abundan en la obra de Reyes.
Citemos, por ejemplo, Villa de. Unión, y trascribamos el
primer soneto de los que integran el díptico De mipará-
frasis (Homero en Cuernavaca), en el cual justifica pro-
funda y bellamente su versión de la niada:

No está en las letras cuanto yo adivino


del duelo del troyano y del aqueo,
ni sólo en el poema peregrino,
ni en lo que cautamente escribo y leo.
A sobresaltos de la sangre, atino
con el oculto parangón, y husmeo,
no las palabras disecadas, sino
el tufo de la guerra y del saqueo.
Por gracia o maldición -otro lo acierte-,
un patrimonio traigo en la memona
de valentía, de dolor y muerte.
Gritos y llantos, pánico y victoria,
\
todo lo tuve junto a mí, de suerte
que todo es sentimiento, más que historia.

Tal aplicación de la propia experiencia, al recrear


o traducir una obra cl$sica, no es enteramente nueva en
Reyes; los lectores de sus libros se acordarán de Ifigenia
y del precioso comentario que la sigue. También para de-
finirse a sí mismo, como indicamos antes, le ha servido
"la verdad de- Aquiles", esto es, "el no pensar y hablar
dos cosas diferentes". Y no sólo a l verter la Ilíada se con-
centran sus recuerdos personales, sino también los litera-
nos; y así evoca, en dos ocasiones por lo menos, a don
Juan Ruiz de Alarcón, a cuyo conocimiento amoroso nos
ha conducido el propio Reyes, merced a sus estudios ad-
mirables. Muchas y variadas, en verdad, han sido sus ex-
periencias: "pero mis amores son mexicanos", nos dice
insistentemente en uno de sus poemas; y toda su obra lo
confirma. Por eso no nos pasma que haya sido evocado
Alarcón en la serie de sonetos escritos al margen de la
flíada. Poesía y existencia, repetimos, aparecen vinculadas
en Alfonso Reyes. No hay dos Reyes como sí hay dos
Whitman: el Whitman de las vastas experiencias y el Whit-
man que las inventó lo.
Claro está que los lectores ignoran muchas veces el
trasfondo vital de los poemas de Reyes; pero la existencia
de ese trasfondo nunca deja de ser visible. No sabemos a
qué circunstancia responde exactamente el soneto Alma
vencida (México, 1946); y acaso veamos en él, como en
cifra, la queja de Reyes por el vertiginoso adelanto de la
materia en comparación con el del espíritu. ¿Se referir6
el poeta a las sensaciones que provoca el viaje aéreo? Hay
un curioso texto de Reyes en el que, hablando incidental-
mente d d viaje en avión, comenta: "Es viaje de fardo pos-
tal. El cuerpo llega antes que el alma, y hay que dormir
o vivir en estado de larva un par de horas, antes de que el

10 Jorge Luis Borges: "Nota sobre Walt Whitman", en su libro


Discusión, Emecé. Buenos Aires, 1957.
doble se nos junte y entre nuevamente en nosotros" 'l. Pe-
ro si el poema alude a un desequilibrio más fundamental
(y esto es menos hipotético), digamos que el alma de Re-
yes ha ido siempre a par del cuerpo, y aun se le ha adelan-
tado con notable ventaja, como revelan las obras juveniles
donde se hallan implícitos los temas posteriores. Pues el
tiempo no ha hecho sino prolongar y enriquecer sabiamen-
te ciertas tendencias esenciales en aquella alma recién na-
cida al pensamiento. Siendo fiel a unos temas y a unas
actitudes determinados, conservando siempre la calidad
y el timbre de su voz, el poeta ha sufrido todas las meta-
morfosis. "Muchas sendas hollé, muchos caminos / solici-
taron el afán creciente / de contrastar los usos de la gen-
te / y confundirme con los peregrinos'), afirma en un tierno
soneto consagrado a los ochenta años de Enrique González
Martínez (México, 1951).

DELSILENCIO Y EL SENSUALISMC

¿Cómo se explica, por otra parte, que siendo Reyes


no sólo un espíritu henchido de sentimientos y experien-
cias, sino dotado -además- de una alta cualidad expre-
siva, se refiera frecuentemente, 'a lo largo de su obra, al
silencio entendido como necesaria virtud poética? Quizá
porque a veces tema Reyes que la palabra no sea capaz de

11 "Carta de Alfonso Reyes", en la revista "Telde", Gran Cana-


ria, número-homenaje a Alfonso Reyes, diciembre de 1957.
traducir con eficacia el inmenso tesoro interior. No obs-
tante la extensión de su obra lírica, el poeta sabe que pu-
do comunicarnos mucho más. "Y a la barahúnda opongo /
el escogido silencio" (México, 1943), declara en un poe-
ma que lleva como título la última palabra de los versos
que hemos citado. Nótese que lo singular de ese silencio
es que sea escogido. No corresponde esa voluntaria mudez
a un vacío, "que hay un azoro, un espanto / en la mitad
del silencio", como canta el poeta refiriéndose a una me-
dianoche (México, 1913). Y en la inolvidable Glosa d e mi
tierra (Madrid, 1917) se encuentran estas palabras: " :NO
vale un canto sonoro / el silencio que te oí! / Apih-ando
estoy en ti / cuanto la música yerra". Advirtamos que, en
tales instantes de plenitud interior, el silencio ostenta un
valor positivo; sirve para matizar -más todavía- lo que el
poeta ha manifestado. Y así como nos sorprendía y estre-
mecía que Reyes, gran defensor de la memoria, pidiera en
alguna ocasión que se la borrasen, así también nos pasma
y angustia cuando a sí mismo se susurra: "Quédate callado
y solo: / casi todo sobra y huelga" (México, 1943); e in-
cluso, en el poema a que estos versos pertenecen, el cam-
peón de la sensible lucidez, el que nos ha comunicado
cuánto se vislumbra en las fronteras del misterio, ha escrito
casi inexplicablemente: "Y lo que cantas dormido / es tu
canción verdadera." En La canción secreta ya nos había
advertido que hay un "lenguaje sollozado / que nadie or-
dena y vigila".
Sospechamos que bastarán estos mínimos ejemplos
para demostrar que Alfonso Reyes no es siempre el poeta
de la lucidez tensa, sino también del alma entregada a sus
hondos movimientos libres. Se ejerce evidentemente la
lucidez cuando el poeta trabaja para comunicarnos esas
indefinibles experiencias; pero el latido de lo misterioso
alienta en cada uno de los versos.
Quien haya recorrido la obra poética de Alfonso Re-
yes habrá observado y degustado el sensualismo que en
muchas composiciones se manifiesta. Dejemos ahora a un
lado los goces que deparan las artes culinarias y que en-
cuentran su cifra cabal en Minuta, ese prodigioso y encan-
tador juego poético del que no están asusentes las mejores
cualidades líricas de Reyes; tráigase de nuevo a la memoria
el poema titulado El pan en la servilleta, que citamos en
otro momento de este estudio. También el arte culinario
ha suministrado al gran prosista imágenes, metáforas
y otros recursos estilísticos, aspecto que ha estudiado ex-
celentemente el profesor James Wills Robb 12. Por lo que
toca al amor, el sensualismo de Reyes es tan vivo como
delicado; todavía en uno de los sonetos escritos al margen
de la Ilíada, en Entreacto, al contemplar a una Afrodita
núbil, el poeta ruega en palabras de insuperable belleza:
A quien ya no presume de galano
y empieza a descender el precipicio,
otórgale la prez del veterano
que con razón rehúsas al novicio:
déjame que te tome de Ea mano
mientras con la mirada te acaricio.

12 James Wih Robb: "El modo culinario: un aspecto estilístico.


en el ensayo de Alfonso Reyes", en la revista "Telde", número cit.
A través de toda la obra poética de Reyes, la pasión
amorosa aparece con encendida constancia y hondura.
Pero junto-al vivo sensualismo inmediato, hay también el
noble sentimiento hacia la mujer. Eugenio Florit, con sin-
gular perspicacia, ha notado que a veces el poeta gusta de
confundir a la amada -delicadamente- con una flor. En
los ensayos de Alfonso Reyes hay alusiones a la escala de
Diótima de Mantinea. Pues bien: en presencia de la mu-
jer, Reyes se conforma muchas~vecescon una contempla-
ción superior, muy diversa de la que desea ejercer junto
a aquella Afrodita núbil.
Como ejemplo de sensualismo encendido, recuérden-
se ciertas palabras del romance Morena, perteneciente a los
del Río de Enero. Dicen así:

Mirra y benjuipor los brazos,


gusto de clavo el pezón:
quien hace la ruta de Indias
corta la especia mejor.

Como ejemplo del sensualismo que llega a convertirse


en pura e incitante contemplación, citaremos, sin salir de
los Romances del Río de Enero, las últimas cuartetas del
titulado Castidad:

Que también la audacia roja


para en rojo rubor,
y que en la naturaleza
es casta la tentación.
-Hallo que ahora la gozo
y la rodeo mejor;
la miro y la dejo hablar,
sin prisa, y sin dilación.

Si ahora queremos valernos del juego mujer-flor,


y como último ejemplo de cuánto vale para Reyes la pura
contemplación de la belleza, transcribamos un terceto de
Era un jardín ... (México, 1943):

Hora exquisita para poseerte.


¿Qué mano se alargó, codicia osada,
si para ser feliz bastaba verte?

Verdad, sin embargo, que casi nunca el poeta (horno


sum) se conforma con la contemplación extremadamente
exquisita; pero hemos tratado de subrayar este aspecto en
la obra de Reyes porque más se ha solido insistir en lo pu-
ramente sensual de su poesía.

Hablando -por un momento- de los Romances del


R í o de Enero, notemos que, como el mismo Alfonso Re-
yes declara, la undécima estrofa de cada uno de los poe-
mas (un alarde al cabo de otro alarde) pende a manera de
"arete o broche". Esa estrofa última viene a ser, sin em-
bargo, un resumen del entero romance. En el primero de
ellos se canta maravillosamente la dulzura de la ciudad, la
sensación de que el tiempo, en ella, se prolonga:

Madura tu seno el día


con calmas de eternidad:
cada hora que descuelgas
se vuelve una hora y más.

La undécima estrofa de este romance, que ha sido


justamente celebrada, dice de este modo:

-La mano acudió a la frente


queriéndola sosegar.
No era la mano, era el viento.
No era el viento, era tu paz.

Con lo que se resume bellamente, y con imágenes dis-


tintas, lo que se canta en las diez estrofa5 anteriores. Cree-
mos que en todo el libro -Romances del Río de Enero-
se sigue con fidelidad el procedimiento. Pero hay un poe-
ma, uno solo, donde parece quebrarse el propósito general
que encerraba la estrofa undécima. Habla el poeta, con
nostalgia, de sus amores y de las ciudades en que esos amo-
res han acontecido. Por eso añade:

Aquí se ha perdido un hombre:


dígalo quien lo encontrare.

Lo curioso es que la última cuarteta, lejos de resu-


mir el sentido de los versos anteriores, lo contradice en
absoluto; pues el poeta exclama:
-Ironía del recuerdo,
que entra por donde sale:
;lloraba sus horas muertas,
y las tenía cabales!

Se nos figura que estos cuatro versos son un a modo


del vuelco con que terminabar los poemas a Venecia
y a Florencia. El vuelco es, en nuestro sentir, una luminosa
visión que, en pocas líneas, esfuma o anula lo que ante-
riormente se ha cantado, contrastándolo con otra realidad
o contemplando la misma desde otro ángulo. Así, tras re-
ferirse con alguna minuciosidad a las dos ciudades italianas,
Reyes opone a la primera el Toledo español; a la segunda,
la esbelta Sevilla. Escúchese el vuelco en que se evoca a es-
ta última:

Sevilla. Jardín. La tarde.


Murillo seca el pincel.
Las yemas d e San Leandro.
;Cristo!
jDon Juan!
( ; D o ñ a Inés!)

Y si ahora se nos permite un vuelco (relativo) en el


curso de nuestro análisis, hablaremos, con suma brevedad,
de la Ifigenia cruel, el poema dramático en que se concen-
tran las mejores virtudes de Reyes. Respecto de su poesía,
ese libro viene a ser lo que la Visión de Anáhuac es respec-
t o de su prosa. Ya se sabe que Ifigenia es una recreación
retórica del antiguo mito helénico. Alfonso Reyes no sólo
lo ha elaborado fundamentalmente, sino que se ha servido
de él para expresar "una experiencia propia". Sobre cuál
sea esa experiencia hay indicaciones en el mismo Reyes
y en sus comentaristas. "Cuando Ifigenia opta por su liber-
tad -aclara el poeta en una Breve noticia-, y, digámoslo
así, se resuelve a rehacer su vida humildemente, oponiendo
un 'hasta aquí' a las persecuciones y rencores políticos de
su tierra, opera en cierto modo la redención de su raza".
Dejemos este punto. Aun prescindiendo del revés vital
que en los versos alienta, esa obra de Reyes tiene un valor
lírico, independiente en absoluto. Está el poeta en ella,
aunque no conozcamos las minucia de su historia per-
sonal. Podemos, sin embargo, relacionar algunos de sus
versos con otros anteriores del mismo Alfonso Reyes; y ello
nos revelará, una vez más, la esencial continuidad que,
a pesar de los cambios, subyace en la poesía de este huma-
nista.
Ifigenia ha perdido la memoria, y, según palabras del
Coro, "brotó como un hongo en las rocas del templo".
Lleva una vida elemental, gozando con la sangre de las víc-
timas, y no sabe, no puede saber quién es. Participamos
del dolor de Ifigenia, pero no se nos oculta que ese dolor
es oscuro y que su intensidad subirá de punto el día en
que Ifigenia recobre la memoria y pueda confrontar su si-
tuación de antaño con su situación actual. La conciencia
de la sacerdotisa es una conciencia pavorosamente muti-
lada. Para ella no existen sino el "aquí" y el "ahora". Pa-
ra que Ifigenia sea persona le f ' t a n cabalmente "los vir-
tuosos hilos del recuerdo", que permiten el diálogo consigo
misma y la evocación del pasado. Pero, por muy horrible
que sea el destino de Ifigenia, ella lo obedece ciegamente;
y esto resta intensidad al verdadero pavor de su situación.
Por eso el coro le dice: "Y te envidio, señora, / el agrio
gusto de ignorar tu historia". Ifigenia, por su parte, cla-
ma:

Es que reclamo mi embriaguez,


mi patrimonio de alegría y dolor mortales.
;Me son extrañas tantasqfiestas humanas
que recorréis vosotras con el mirar del alma!

Decíamos que algunos versos de Ifigenia pueden re-


lacionarse con otros anteriores del mismo Reyes. Los dos
últimos que acabamos de citar nos recuerdan esta estrofa
de La mandolina del otoño (Madrid, 1917):
Pero -;memorias que el otoño dora
ácidamente con punzante júbilo!-
si a nuevas fiestas amanezco ahora,
otras recuerdo con un llanto súbito.
La sacerdotisa -por fortuna para ella- no recuerda
todavía las antiguas fiestas y no puede contrastarlas con
las sangrientas que ahora está viviendo. Lo verdaderamen-
te trágico se produce cuando la memoria vuelve a su espí-
ritu. Cierto que, privada del recuerdo, no disfruta de li-
bertad y es un instrumento ciego en manos de Artemisa;
cierto también que su única obsesión actual no le permite
consagrarse a otros pensamientos y que el mismo canto le
está vedado. Como las mujeres que componen el Coro es-
tán henchidas de recuerdos, pueden entregarse a ellos
mientras cantan; las canciones -según dice Ifigenia- "dan
libertad para otros pensamientos". La sacerdotisa, pues,
está vinculada oscuramente a lo divino. Y Orestes, antes
de iniciarse la anagnórisis, discute esa vinculación oscura.
Son palabras de humanista las que profiere el hasta en-
tonces remoto hermano de Ifigenia:

Frentes hacia abajo, [ q u é sabéis


d e levantar c o n piedras y palabras
u n sueño que reviente los ojos de los dioses,
otra simiente d e naturaleza,
hija pura y radiosa del h u m a n o deseo,
oro d e eternidad, diamante pleno
labrado e n los martillos
impecables del corazón!

Cuando Ifigenia recobra la memoria, se rebela contra


la ley -"ley que un hombre trazó y que otro quebrantaw-
y se niega a sacrificar a los náufragos. Con esta rebelión
comienza el disfrute de su libertad; pero sólo gozará de
ella plenamente cuando, reintegrada a s í misma, rehúse
seguir a Orestes. ¿Cómo podrá ahora, colmada de recuer-
dos, conciencia viva, continuar a los pies de la diosa? Des-
de entonces el dolor de Ifigenia será todavía más insopor-
table; pero sabe ya quién es; y el uso de la libertad ,le
permitirá redimir conscientemente la maldición de su raza.
-Y los recuerdos, ya despiertos, contribuirán a aumentar
la enormidad de su sacrificio. Ya no es una sombra: ya es
un alma. Ifigenia ha podido escoger: esencia de la libertad.
Si Ea imaginación, henchida de fantasmas,
no sabrá ya volver del barco en que t ú partas,
la lealtad del cuerpo m e retendrá plantada
a los pies de Artemisa, donde renazco esclava.

Pero, en realidad, Ifigenia renace libre; sus últimas


palabras, antes de refugiarse en el templo, son éstas: " ;No
quiero!" Con razón el Coro, en unos versos admirables
(y lo son todos los del poema), canta de esta forma:

Escoge el nombre que te guste


y llámate a t i misma como quieras:
ya abriste pausa en los destinos, donde
brinca la fuente de t u libertad.
Por eso decimos que Ifigenia cruel es obra capital
dentro de la importante poesía de Alfonso Reyes. En sus
versos se nos da la clave de la trayectoria poética y vital
del autor, quien, a pesar de las aparentes metamorfosis, ha
sabido siempre ser fiel a su propio nombre. En esto radi-
ca la fuente de su libertad; es decir, su esencial humanismo.

PALABRAS
FINALES

Pero nuestro estudio sobre la poesía de Alfonso Re-


yes se ha prolongado ya de un modo excesivo, aunque no
hemos hecho sino indicar algunos aspectos de su obra. Que-
dan, en nuestros cuadernos de apuntes, varias observacio-
nes que precisan ulterior desarrollo, y a las cuales no he-
mos aludido en nuestro estudio de hoy. Quisimos subrayar
la importancia de la poesía de Reyes, que no desmerece
-volvemos a declararlo- junto a su obra de ensayista. Tal
vez nuestro examen haya sugerido las relaciones que exis-
ten entre la obra poética y la vida misma de Alfonso Re-
yes; su propósito de depuración; la voluntad de lucidez
que no excluye algunas fructuosas excursiones por la re-
gión del misterio; el valor de la memoria; sus alusiones al
silencio, entendido como una virtud positiva; la existencia
de lo puramente sensual en sus poemas, sin que ello deje
de implicar una actitud contemplativa, platónica, ante la
belleza; y, entre otros aspectos, el que consideramos cen-
tral en Ifigenia cruel: la superación del destino por medio
de la libertad. Si Alfonso Reyes pudo titular exactamente
Verdad y mentira una seleccion de sus páginas en prosa,
toda su poesía debiera llevar este epígrafe genérico: Ver-
dad y verdad.
GOETHE Y ALFONSO REYES

EL título del presente ensayo es, sin duda, excesivo;


ni la brevedad de estas páginas ni el tiempo de que dispo-
nemos nos consienten tratar de cuanto Alfonso Reyes di-
jo acerca de Goethe. Na ignoran los lectores de Reyes que
ya en Cuestiones estéticas, libro publicado en 1911, figura
un buen estudio sobre la simetría en el gran alemán. A lo
largo de su obra, Alfonso Reyes glosó a Goethe y, en los
últimos años, hubo de consagrarle extensos capítulos, sin
contar un excelente volumen biográfico. En 1932, por no
faltar a la cita del centenario, Reyes dio a la estampa un
estudio, si bien acudió -como él explica- "con el dormán
todavía desabrochado y el lazo suelto". Desde 1949 se in-
tensifican los trabajos de Reyes sobre Goethe y su obra;
y, a la vez que iba realizándolos, trazaba una vida del poeta,
que es la que ofreció en 1954 bajo el titulo de Trayecto-
ria de Goethe, prometiéndonos, al mismo tiempo, una se-
rie de ensayos goethianos. En varios lugares se han publi-
cado algunos de estos ensayos, reveladores del amor y la
atención fundamentales que Reyes consagraba al tema.
Citemos, entre esas páginas de primer orden, el articulo
intitulado El supuesto olimpismo de Goethe, en el cual
Alfonso Reyes, separándose de quienes sólo ven en Goethe
un poeta distante y hasta un hombre impasible, descubre
cuánto dolor y renunciamiento hay en su vida. Pero no
acudamos ahora a esos diversos ensayos y limitemos nues-
tro análisis a un aspecto de la Trayectoria de Goethe. ¿Qué.
revela esta biografía sobre el mismo Alfonso Reyes?
Ciertamente, al exponer la vida de Goethe, en estilo
desnudo y apretado, diáfano y bello, Alfonso Reyes había
de reducir al mínimo su propio pensamiento, el cual se
halla cabalmente expresado en los dispersos estudios sobre
el tema. Sin embargo, no es difícil advertir la voz personal
de Reyes en cuantas páginas escribió, incluso en las diser-
taciones puramente eruditas. Y en este caso, no se trata
siquiera de una estricta biografía, porque el crítico acom-
paña siempre al historiador. Al referirse a las sucesivas
obras goethianas y a los estados de ánimo y circunstancias
que las produjeron, Alfonso Reyes toma la palabra y emi-
te juicios, cosa que declara en la Introducción. "No pre-
sento, pues -nos dice-, una obra de crítica literaria, ni
tampoco una biografía más de Goethe, sino que recorro
las fronteras entre las dos zonas, recogiendo los principa-
les hechos de aquella vida, hasta donde ayudan a apreciar
la evolución de aquella mente, y alterno la narración de
los episodios esenciales con breves reflexiones que marquen
las sucesivas etapas". Esos pensamientos de Reyes y el gra-
do de interés por las etapas nos pondrán de manifiesto su
esencial afinidad con Goethe. Si las circunstancias exter-
nas de la vida de éste adquieren un sentido moral, también
hallaremos en el libro de Reyes trascendencia semejante.
Claro está que el propósito es notablemente arduo, porque
Reyes adopta, por lo general, un tono objetivo, si bien de-
ja ,oír a veces su propia voz. En cierto ensayo de La expe-
riencia literaria, él mismo nos advierte el peligro de querer
buscar rasgos biográficos en las obras de los escritores. "En
el campo de la investigación literaria, nada requiere un
pulso más delicado y una experiencia mayor del método
crítico que el averiguar lo que de biografía personal del
autor llega hasta sus obras." Cierto que es muy difícil, en
esta exposición de la vida de Goethe, adivinar qué hay del
mismo Reyes tras la nitidez de sus párrafos. Por otra par-
te, no intentamos revelar detalles biográficos, sino coinci-
dencias de dos espíritus. Ya la larga dedicación al estudio
de Goethe descubre la fundamental simpatia que por éste
hubo de sentir Alfonso Reyes; de aquí que nos parezca 1í-
cito observar qué rasgos espirituales de Goethe pueden
aplicarse al humanista mexicano.
Si Goethe fue educándose a lo largo de la vida y para
provecho de la obra, otro tanto puede decirse de Alfonso
Reyes. Pues así su poesía como su prosa evidencian que
dondequiera que estuviese -Madrid, París, Buenos Aires,
Río, México- las inmediatas experiencias eran aprovecha-
das por su espíritu para fines de creación literaria. Los Ro-
mances del Río de Enero constituyen una biografía de
Reyes hasta aquellos tiempos y en aquella geografía; y an-
tes aún, la Ifigenia es hija de una crisis de Reyes, admira-
blemente superada merced a la actividad poética. Al elegir
su tremendo destino, a la luz de la conciencia recobrada,
se salva la sacerdotisa Ifigenia, fijando ya la orientación
fundamental de todo humanista. En ello vemos un parale-
lismo con Goethe, y no en vano Alfonso Reyes declara
que de éste le interesan "las conquistas voluntarias que él
impuso a su medio". De ahí que Reyes discuta en su IR-
troducción la tesis de Ortega formulada en Goethe desde
dentro; pero, a nuestro juicio, el gran pensador hispano
no se propuso señaladamente hablar de Goethe, sino de
una filosofía. Lo que importa, en efecto, es conocer al
poeta que fue, no al poeta que pudo haber sido. "Para es-
timar con justicia a Goethe -escribe Reyes- no hay más
medio que ver acontecer a Goethe, aplicando aquí la re-
gla que él mismo daba sobre el encaminamiento de los es-
tudios naturales, regla inspirada en una sentencia de Tur-
pin, botánico normando: 'Ver acontecer las cosas es el
mejor modo de explicárselas' ". No otro debe ser el méto-
do de la crítica; no otra norma propone la famosa frase
de Mateo Arnold: ver el objeto cómo es en sí. Goethe y Al-
fonso Reyes han facilitado a la posteridad esa contempla-
ción.
Como en Goethe, en el mismo Reyes los poemas so-
lían responder a emociones cotidianas, e,incluso, no pocos
libros de prosa: en Calendario, en Cartones de Madrid,
observamos cómo Reyes traslada la anécdota o la expe-
riencia inmediata al plano de la pura creación. Pero el
Goethe que se domina a s í mismo. tal vez sea el que más
atraiga a Reyes. Nos inclinamos a considerarlo así cuando,
tras narrar el torbellino en que vivía sumido el Goethe de
la primera juventud, el biógrafo comenta: "Bien quisiéra-
mos matizar este cuadro con otras tintas más apacibles";
porque, sin duda, aquel ímpetu desatado no le place del
todo. Y de ahí que imagine que "la disciplina de los es-
tudios, por fuerza, sería contrapeso de la conducta". Pei
ro no creamos que Reyes, en 1954, condene los excesos
de la juventud. En 1923, apenas rebasada la treintena, en
carta a Alfonso Junco, decía que le inspiraban el mismo.
respeto así los jóvenes rebeldes como los jóvenes mesura-
dos.
Lo importante es decantar el ímpetu, encauzarlo ha-
cia metas altas. Tal fue, como se sabe, la suprema lección
d e Goethe; y ya hemos dicho que Alfonso Reyes, siguien-
do aquella noima, transfigura también sus dolores en obra
literaria. Una intención de belleza y de bien movía siempre
la pluma de Reyes, y sobre esto hay confesiones en algu-
nos lugares de su obra. Lo que más llegó a permitirse fue
la virtud de la ironía, virtud que no desmiente, antes al
contrario, la intención esencial. "Hoy es moda -leemos
en un pasaje del volumen que suscita este artículo- delei-
tarse ante el espectáculo de la propia disolución, y hasta
el 'feísmo' se cotiza en estética." Pero tal hecho no provo-
ca la indignación de Reyes, como hubiera provocado la de
Leopoldo Lugones. Y -perfecto humanista- añade: "Do-
lencias son de épocas arrebatadas y excesivamente muda-
bles, y duran mientras se define un nuevo ideal de la es-
pecie." Con lo que prueba, una vez más, que ver acontecer
las cosas es el mejor modo de explicárselas.
¿Se fundamentaría en esta norma la censurada impa-
sibilidad de Goethe? A combatir el aparente olimpismo
del poeta ha dedicado Reyes algunos de sus estudios goe-
thianos: y así alhierte que esa serenidad es "una inquietud
de orden todavía superior". Halla que en la Ifigenia y en
el Tasso, obras de marmóreos versos, se manifiesta "una
fuerza trepidante y perturbadora". Hasta aquí el comenta-
rio que se refiere estrictamente a Goethe; pero hemos ase-
gurado que la voz de Reyes se escucha en esta biografía,
como lo denotan las siguientes palabras: "Consecuencia
del bien pensar y el bien escribir, el dolor como que se re-
gocija en la expresión cumplida y logra hacerse soportable.
El dolor, por magia del arte, aprende a participar del gozo".
Es decir, que Alfonso Reyes, en 1954, viene a repetir lo
que en otra ocasión hubo de afirmar, aludiendo a sus pro-
pios.libros (véase Reloj de sol; Madrid, 1926, p. 151). Y si
Goethe dejaba que la obra se desprendiese de su ser entero,
también cree Reyes que la creación literaria no es ajena
a la vida. "Escribo porque vivo -dice en Reloj de sol-.
Y nunca he creído que escribir sea otra cosa que discipli-
nar todos los órdenes de la actividad'espiritual, y, por
consecuencia, depurar de paso todos los motivos de la
conducta." Palabras que definen el mismo "equilibrio éti-
co" de Goethe. Y aplicamos a Reyes lo que éste dice del
poeta alemán: "el sentimiento de humanidad domina en
él sobre toda pasión de bando". Se ha referido Alfonso
Reyes, con minuciosidad y aun ternura, a cierto aipecto
de la vida de Goethe: a la atención y ayuda que el poeta
prestaba a los humildes, a sus preocupaciones por repartir
justamente la propiedad territorial, a sus esfuerzos para
fundar y extender museos y bibliotecas. No, no era Goethe
un poeta olímpico; de ahí que Reyes -hombre afín- le
pueda calificar de "último humanista". Además, jno iba
a serlo quien prefería el Código liberal de Francia a los
Reglamentos militares de Prusia? ¿No desdeñaba Goethe
la guerra y "las bravatas" de los soldados? Alfonso Reyes,
hombre civil por excelencia, tiene ideas y cualidades simi-
lares a las del poeta alemán. En uno y en otro hallamos la
curiosidad universal, la permanente actividad del pensa-
miento sobre la cultura y la vida.
En las últimas páginas del volumen, Alfonso Reyes
declara que Goethe siempre estuvo acompañado de amigos
y de alguna mujer; pero a lo largo de la biografía ha insisti-
do en la soledad mental del poeta; y la sensación de so-
ledad es la que predomina al estudiar la trayectoria de
Goethe, no obstante la asidua compañía de los otros. Goe-
the, como confesó Eugenio d'Ors, provoca la envidia; la
provocaba ya en su tiempo. Recordemos el caso de Herder,
hombre murmurador, a quien Goethe, sin embargo, nun-
ca dejó de prestar ayuda. Esa misma pasión surgió también
frente a la vida y la obra de Reyes: se le reprochaba su
escaso interés por México (cosa inexacta, porque a su país
consagró largas páginas); se censuraban sus aficiones helé-
nicas; se veía con malos ojos que diese a la estampa cier-
tos papeles casi íntimos, etcétera. Pero, como a Goethe,
también la veneración oficial le había alcanzado. Como
Goethe, Reyes descuella por su sentido humanista.
Una de las páginas más interesantes del volumen que
comentamos, es aquella en la que Reyes traza un paralelo
entre el modo de componer Goethe y el modo de compo-
ner Schiller. El primero creaba con fluidez y sólo cuando
se sentía propicio; "Schiller se daba a la creación como
a una tarea, a u n oficio de letras con fatiga, esfuerzo y su-
dor, según decía Goethe." Aceptemos que Goethe, natu-
raleza privilegiada, produjera de aquella suerte, aunque
algunas de sus obras, como observa Reyes, tal vez respon-
dan al método contrario. No era muy sano, pero su pode-
roso equilibrio interior, el crecido embalse de las emocio-
nes, le permitían componer fácilmente. En cambio, la vida
agitada de Schiller, la pobreza, la fragilidad de la salud
(aparte de que era un temperamento distinto), le obligaban
a crear con notable esfuerzo. Sospechamos que la verdad
está en el medio: hay que aprovechar, ciertamente, los
instantes propicios; pero la inspiración ayuda, como decía
Baudelaire, al que trabaja; aunque no es bueno escribir
contra la voluntad de las musas, según refiere Erasmo que
le aconteció al producir cierto poema. Por lo que toca
a Reyes, ignoramos su método de componer: la vastedad
de la obra parece indicar que creaba sin esfuerzo; él mis-
mo, en una ocasión, llegó a decir que padecía de "tintofi-
lia"; pero, con todo, su obra -siempre meditada- dista
de la improvisación y la ligereza. Recordemos que en un
breve ensayo pudo afirmar: "Amigo José Vasconcelos:
educar es preparar improvisadores. Toda educación tiende
a incorporar en hábito subconsciente las lentas adquisicio-
nes de una disciplina hereditaria." En todo caso, la larga
experiencia contribuiría a que la escritura de Reyes fuera
fácil; el hábito reflexivo, el dominio de la lengua, la insóli-
ta cultura podían consentirle esos alardes. Volvamos a
Goethe. En éste hallamos el torbellino sometido, el saber
extenso, la serenidad maestra o las emociones casi domes-
ticadas, aparte de aquella felicidad de expresión que le
acompañó desde sus primeros versos. Para creadores de
este linaje, todo está presente en el espíritu; nada se pier-
de para la memoria poética. Alguna vez dijo Goethe que
el recuerdo "es sustancia que se incorpora a nuestro ser".
Piénsese en la defensa que de la facultad mnemotécnica
ha hecho Reyes en muchos lugares de su obra; y si acudi-
mos a su prosay a su verso -Pasado inmediato, Parentalia,
Obra poética-, veremos que Reyes incorporaba el recuerdo
a su vida presente, creadora.
Ese sentido del pasado y el real conocimiento de los
hombres llevan a comprender ciertos desvíos de la conduc-
ta, sin condenarlos severamente. En Goethe, por ejemplo,
la constante protección a Herder. En cuanto a Alfonso.
Reyes, sin abandonar la Trayectoria, hemos advertido que
al hablar de Cristiana Vulpius, ya moribunda, consigna es-
te comentario: "No incurramos en malicias fáciles sobre
las imprudencias con que la humilde mujer adelantó su
fin. La vecindad de la muerte pone en limpio el borrador
de la vida". Pareja actitud adopta cuando refiere los amo-
res de la Stein con Goethe; no le interesa, no, averiguar
si hubo contactos carnales. Fiel a su norma, Reyes inten-
ta siempre ver acontecer a Goethe; y en esa larga etapa de
la vida goethiana es lo decisivo el influjo que la señora de
Stein ejerció sobre el poeta. Cortesía tituló Reyes uno de
sus libros secundarios; las maneras corteses predominan,
incluso, en sus volúmenes críticos. ¿Y cómo, sino fina-
mente, puede hablarnos de los otros amores de Goethe?
En los últimos años el poeta es feliz junto a la pianista
María Szymanowska, la cual -dice Alfonso Reyes- "era
por s í sola una fiesta para los ojos insaciables del juvenil
anciano". Ya conocemos el predominio de lo visual en
Goethe. Aportemos ahora otro pasaje. En sus horas de de-
lirio -marzo de 1832- el poeta cree ver una hermosa mu-
jer cerca de su lecho. Reyes insinúa: ''¿Será un recuerdo de
la Condesa de Vaudreuil, esposa del Ministro de Francia,
último arrobo de sus ojos?" Estas dos citas revelan un
nuevo paralelo entre Goethe y Alfonso Reyes. En la Obra
poética de éste (México, 1952; p. 351) figura un soneto
titulado Entreacto: a una Afrodita núbil, cuyos tercetos
dicen así:
A quien ya no presume de galano
y empieza a descender el precipicio,
otórgale la prez del veterano
que con razón rehúsas al novicio:
déjame que te tome de la mano
mientras con la mirada te acaricio.
EL HUMANISMO DE ALFONSO REY ES

Q u m m Alfonso Armas: Cuando hace ya bastantes


años, teniendo yo quizá veinte, hube de citar a Alfonso
Reyes en cierto ensayo sobre la caricatura, usé junto al
nombre ilustre el sustancial vocablo "humanista". Por en-
tonces, yo casi nada había leído acerca de Alfonso Reyes y
sólo tenía para mí, como quien ha descubierto desde cin-
co años atrás un continente inimaginable, varios libros del
gran escritor mexicano (entre ellos, las siempre releídas
Cuestiones gongorinas) y una preciosa cosecha de artícu-
los y versos suyos hallados en tal o cual revista. Se trataba
de un autor descubierto por m í mismo, sin ajena colabora-
.ción y era un placer comunicar el maravilloso hallazgo
a los compañeros. Ifigenia cruel, en primera edición, y
siempre bajo mis vigilantes ojos de dueño, estuvo en no
pocas manos: yo media la sensibilidad de mis amigos,
y continúo midiéndola, según reaccionen ante las páginas
del formidable maestro. Con posterioridad comprobé que
la mayor parte de los críticos también califica de huma-
nista a don Alfonso Reyes. ¿Qué entiendo yo por huma-
nista, en el cabal sentido del término? Veamos si puedo
explicarlo breve y claramente; cierto que no es muy dila-
tado el espacio que la revista me otorga, pero tampoco mi
idiosincrasia me conduce a los trabajos muy extensos.
Ello es que en Alfonso Reyes tenemos al primer hu-
manista de habla hispánica, no sólo por el inmenso y bien
articulado caudal de su erudición, por sus investigaciones
sobre las letras helénicas, latinas, españolas o mexicanas,
por sus estudios sobre Mallarmé o Juan Lope de Goethe,
ni por la exactitud de sus ideas en general o la finura de
sus análisis, ni siquiera por el extraordinario dominio crea-
dor con que maneja el lenguaje, ya en prosa, ya en verso.
Conservando en todo instante la esencial unidad de su es-
.píritu, Alfonso Reyes se expresa en inimitable prosa de
ensayista libre, u ofrece estudios de riguroso erudito, o de-
liciosas páginas evocativas, o cuentos muy personales. Por
lo demás, ninguna materia le es del todo extraña. Recor-
demos que Anatole France, en una serie de conferencias
sobre Rabelais y su obra, ha dicho lo que sigue: "Es admi-
rable advertir que las curiosidades enciclopédicas de los
humanistas abarcaron hasta la gastronomía latina y las an-
tigüedades culinarias". También don Alfonso Reyes ha
consagrado s u atención y su gusto a tales temas, aunque
4ertamente sin necesidad de remontarse a tiempos idos:
En buen romance casero
de verdura y de calor
con los brazos remangados
me siento a la mesa yo,
leemos en el delicioso juego poético titulado Minuta. Con
,.razón, pues, Ribeiro Couto hubo de dedicar a Reyes un
sutil poema, del cual entresaco los versos siguientes:
Sábio e bruxo, sol e h a ,
Lexicógrafo e poeta,
Qual o segredo de tua
Enciclopédia completa?
Quando analisas u m verso
Ou um prato de cozinha,
A poesia do universo
Na tua arte se aninha.
No sólo es el primer humanista por las virtudes ante-
riormente enumeradas; sino, sobre todo, por su fe en los
destinos del hombre, por su actitud general -de compren-
sión y amor- ante el universo: por su concepto esencial
de la historia. Se opone Alfonso Reyes a "los que piensan
que la capacidad humana tiene un estrecho límite, y que
ese limite ha sido ya alcanzado". Acabo de tomar esta ci-
ta de un ensayo suyo sobre Virgin Spain, del admirable
Waldo Frank; pero a lo largo de su obra múltiple se reve-
lan continuamente ideas similares: la confianza en la per-
fección última del hombre es el fluido perenne de todos
sus escritos. No es Alfonso Reyes el humanista que se re-
fugia en los libros, que tras ellos se parapeta y esconde.
"Negarse a bajar con la verdad a la calle -declara en el en-
sayo antes citado- es tanto como desconfiar de la verdad".
Nótese que el humanista auténtico no desconfía jamás de
la humana especie. Hay falsos humanistas que condenan
al hombre porque en apariencia no ha avanzado un punto,
y creen que las acciones malvadas se repetirán constante-
mente. No es tampoco humanista cabal el que sostiene que
la humana naturaleza es buena y que basta, para llegar a la
concordia y felicidad sumas, con dejar que el instinto
obre a su guisa. Somos humanos gracias a un equilibrio de
las facultades todas, y entre ellas la razón habrá de empu-
ñar el gobernalle. La pasión es el viento poderoso que im-
pizlsa la nave, pero el dominio de ésta es necesario. Podemos
recordar la famosa imagen platónica: dos corceles de
opuestas tendencias arrastran el alma, y la divina razón
debe concertarlos. Creemos, con Alfonso Reyes, que el
límite de la naturaleza humana todavía no ha sido alcan-
zado; el humanista entiende que el hombre es capaz de
perfección, y a ese logro encamina todos sus estudios, to-
dos sus esfuerzos.
En el ensayo Urna de Alarcón, don Alfonso Reyes ha
escrito: "En cuanto los hombres son malos, son fantas-
mas, son pesadillas. No nos engañe el mal sueño. Sonría-
mos. Tú no me engañas, pesadilla ... En La Escuela de Ate-
nas, Platón contempla la idea y no las cosas". Pues bien:
siempre los hombres de pluma, y singularmente en estos
días, han de contemplar la Idea o arquetipo de la humana
naturdleza. Por eso debemos acudir a los libros, a la perso-
na de don Alfonso Reyes, también maestro sumo de hu-
manistas en el superior sentido que hemos tratado de ex-
plicar. El gran escritor mexicano evoca hoy las figuras de
Menéndez Pelayo y de José Enrique Rodó; pero yo sos-
tendría que su saber es más jugoso, vivo y eficaz que el
del enorme don Marcelino; y si comparásemos a Alfonso
Reyes con Rodó, tendríamos que afirmar que el pensa-
miento del primero es más sustancioso, exacto y perdura-
ble que el del segundo: Alfonso Reyes no predica, sino
que entiende, persuade y estimula armoniosamente.
Es sabido que el goce y estudio de toda poesía debe
realizarse con amorosa y sostenida atención. Cuando nos
acercamos a los libros de Luis Palés Matos, la actitud de
goce y estudio se halla doblemente justificada. Y ello, cla-
ro está, no porque Palés Matos sea un poeta difícil; antes
acontece lo inverso: nunca la voluntaria exquisitez desdo-
ra la claridad de sus poemas. No obstante, es menester re-
doblar la atención, porque una lectura algo superficial evi-
tará que descubramos los más altos dones del poeta y que
gocemos de ellos. Si se llega a leer de esa suerte, Palés Ma-
tos aparecerá como un epígono, alquitarado y bastante
fiel, de las tendencias modernistas; y la estimación del lec-
tor se cifrará únicamente en la serie de los poemas negros.
Se explica sin mayor dificultad que, hace años, los críticos
de Palés menospreciaran sus versos casi modernistas y ejer-
cieran el análisis entusiasta sobre los que representaban
una evidente innovación. El modernismo -entonces toda-
vía próximo- los había abrumado con sus princesas, cis-
nes, palacios y otras decoraciones. Uno de los primeros
críticos de Palés, Robles Pazos (de quien se acuerda el
ponderado Federico de Onís al hablar del poeta puertorri-
queño), desprecia su obra de mocedad y añade estas pala-
bras: "Son los versos que escribía Palés antes de encontrar
la mina de los poemas negros". Sin negar a estos últimos
un alto y perdurable valor, nos inclinamos a integrarlos en
el conjunto de la obra palesiana, considerándolos como
una etapa excelente, pero no fundamental por sí misma.
A nuestro juicio, en Palés no importan estos o aquellos
poemas aislados, ni tan siquiera una determinada serie'de
composiciones, sino la significación total de su obra. Hay
versos de Palés que deben permanecer para siempre en las
antologías, y a los cuales acudirán una y otra vez los bue-
nos aficionados. Esos poemas sorprenden no sólo por el
primor y rigor de orive con que están trabajados, sino so-
bre todo por el alcance lírico que en ellos infundió Palés.
Nos interesa y conmueve más Palés cuando nos adentra-
mos en el conjunto de su obra, sin tener primordialmente
en cuenta su incansable perfección. Al publicar casi todas
las composiciones palesianas en un bello tomo (Poesía,
1915-1956), la Universidad de Puerto Rico ha hecho mu-
cho por la gloria del poeta. Gracias a ese volumen, quk lle-
va una preciosa introducción de Federico de Onís, pode-
mos estudiar la trayectoria de Palés Matos y los temas
esenciales que en sus versos se manifiestan. En el presente
artículo sólo expondremos algunas observaciones e ideas
acerca de su obra.
Si en alguna rara ocasión Palés casi nos defrauda, por
su sometimiento extremado a los asuntos y normas del
modernismo, siempre habremos de admirar en él la técni-
ca minuciosa y exquisita. Hay ya estudios fundamentales
sobre la estilística de los poemas negros palesianos, y tal
vez no sea ahora oportuno ejercer un examen de ese linaje
a propósito de los otros versos de Palés.
Lo que nos importa es advertir, tras la diamantina
perfección de su verso, la existencia de un alma atormen-
tada. La ironía, no exenta de ternura, que aparece en mu-
chos poemas, no viene a ser sino la delicada defensa que
Palés opone a lo circundante y aun a lo cósmico. Digamos,
sin embargo, que si Palés se siente a disgusto en su circuns-
tancia, se halla identificado consigo mismo cuando perma-
nece en la soledad y establece contacto con el misterio del
mundo. Cierto que el poeta, aquí y allá, se interesa por
los otros y que su amor casi platónico se transforma algu-
na vez en amor sensual. Pero esencialmente Palés es un so-
litario, un ensimismado que únicamente experimenta sus
goces mayores cuando se halla a solas en la alta noche.
También es cierto que muchas veces en un mismo poema
lo que empieza siendo amor sensual se muda en platónico
amor.
¿Cuál es la actitud general de Palés ante el mundo?
Bien dice Federico de Onís que la poesía de Paiés "ha si-
do difícil apreciarla en conjunto porque se mueve entre
extremos: entre el barroquismo y el prosaísmo, la emoción
y la ironía, lo espiritual y lo físico, lo soñado y lo real, lo
exótico y lo local, todo lo cual es en él uno y lo mismo".
Leyendo la obra del poeta, observamos, en efecto, que
Palés frecuentemente muda de tono, de métodos y de te-
mas; y hay, desde luego, una evolución en el sentido gene-
ral de su poesía. Las composiciones iniciales tienden a lo
descriptivo y son esencialmente modernistas; pero hay un
instante en que Palés Matos parece arrepentirse del'cultivo
de la pompa y de la musicalidad extremas; aproximada-
mente hacia la mitad del libro se hallan las Canciones de
la vida media, que empiezan de esta forma:
Ahora vamos de nuevo a cantar, alma mía;
a cantar sin palabras.
Desnúdate de i d g e n e s y p o d a extensamente
tus viñas de hojarasca.
No se cumple del todo, sin embargo, este propósito'
de depuración o desnudez. El amor excesivo a la palabra
y a la música demasiado audible persistirá a través de to-
da la obra palesiana; pero cuando lleguemos a sus últimos
poemas nos sorprenderá advertir que se lleva a cabo aquel
afán expuesto en las Canciones de la vida media. Sean
ejemplo los poemas consagrados a Filí-Melé o el que se ti-
tula Boceto; en este último encontramos el admirable ter-
ceto final:
Pienso, al mirar lo que tu ser despide,
que en la cadencia de tu andar reside
el don creador de luz y movimiento.

A pesar de la multiplicidad casi proteica que en la


obra de Palés Matos es evidente, quizá Sea posible descu-
brir en ella una esencial unidad. Más arriba hemos dicho
que el poeta es un solitario; acaso el amor hacia la mujer
no le dé tampoco la sensación de compañía. Se nos figura
que Palés es un desterrado en este mundo. Puede y sabe,
desde luego, gozar de lo ciicundante, del paisaje, de la mu-
-lata sensual, del amor trascendido; siente de modo entra-
ñable el destino de sus Antillas y el dolor de los negros que
se encuentran -también- desterrados de su Africa lejana.
Sin embargo, la compenetración de Palés no es absoluta;
le vemos siempre en actitud de espectador: todo lo sensi-
ble y admirable que se quiera, pero contemplador al fin.
Si otros poetas, Whitman, por ejemplo, nos dan la sensa-
ción del máximo entusiasmo vital y nos infunden arreba-
tadamente ese entusiasmo, Palés, contrariamente, parece
hallarse distante (en ocasiones de un modo casi impercep-
tible), alejado de todo cuanto canta. Es un poeta decep-
cionado, y su único y mejor refugio es la misma poesía,
de la cual a veces hasta se atreve a dudar; véase el poema
titulado Humus:
i Y para qué seguir? Ya ni siquiera
siento deseos de escribir...
escribir, escribir, sería la manera
de salir
a la luz de una inútil primavera.
¿Será mejor morir?
Pero, a pesar de este momento de desánimo, en la
poesía reside la salvación de Palés Matos; el ejercicio del
don poético le sirve para reconocerse, para afirmarse ante
el mundo. Incluso, cuando Palés canta un amor sutil y aca-
so inventado -el amor que siente por Filí-Melé-, más que
la propia y pura pasión, le importa que ésta sea suscitado-
ra del ejercicio poético: su única razón de vida. Leed esta
estrofa:
Eras en mí, dentro de rní,presencia
iital de amor que el alma sostenía,
y para mí, fuera de mí, e n ausencia,
razón del ser y el existir: poesía.
Cuando el poeta canta a los demás, notamos también
la desnuda emoción lírica (Mujer encinta), pero quizá con
mayor frecuencia lata en sus versos el sentido irónico. Ya
.sabemos que Palés se siente desplazado en su mundo y que
sólo es perfectamente feliz cuando se halla en la noche,
mirando hacia el cielo y las estrellas, cuando las formas
y los ruidos del mundo diario se arnenguan y borran:
¿Qué oscura correspondencia?,
qué acorde molecular
da la clave a mi conciencia
del teorema sideral?
La contemplación del cielo nocturno provoca en Pa-
lés el puro sentimiento cósmico. Cierto que durante el día
el poeta observa las formas, oye los sonidos de su tierra
tropical, percibe los olores, palpa los cuerpos; pero siem-
pre -repetimos- se halla un tanto distante. Guarda en su
alma una aspiración noble: el llegar a la comunión con algo
superior, pero la realidad inmediata anula casi siempre la
prístina intención de Palés Matos. En el primero de los So-
netos del campo (que volveremos a citar más adelante) nos
pinta el poeta un hermoso paisaje:
Con estatismo unánime y en inmóvil galope
los árboles se obstinan en alcanzar el tope
de una cumbre en que el oro del crepúsculo arde ...
Va el poeta galopando, mientre goza del paisaje y sus
oros. Nos figuramos que la pura emoción de la naturaleza
seguirá predominando en el último terceto del poema; va-
mos como de vuelo, entregados plenamente al hechizo de
la X al abra. Pero he aquí que el poeta deshace la emoción
tensa y tersa que veníamos sintiendo al concluir el poema
de esta suerte:
jPorfin! Y mientras bocas a mi entusiasmo abro,
me saluda Ea firme tranquilidad de un cabro
que forma el aderezo más noble de la tarde.
La tranquila presencia de este animal introduce, de
súbito y bellamente, el sutil elemento irónico que late en
casi toda la obra de Palés. Por otro lado, se nos figura que
el poeta siente pudor ante la manifestación del entusiasmo
lírico. Ya se ha notado que, al referirse a sus poemas ne-
gros, Palés Matos aclara que contienen, junto a lo obser-
vado, "mucho de embuste y de cuento". Alma esencial-
mente tímida y escéptica, Palés desea situarse al margen,
siempre que no se trate de la cósmica emoción ante el
misterio nocturno, o tal vez de un amor determinado. Pe-
ro recuérdese que, incluso, el amor a Filí-Melé tiene visos
de ser pura fantasía, si atendemos a las insinuaciones del
mismo poeta. Esa timidez impide que en Palés Matos pre-
domine el cabal entusiasmo, la alta exaltación espiritual.
El íntimo distanciamiento de todo le lleva, quizá y alguna
vez, a los frenesíes sensuales. Pero nunca se olvida Palés
Matos de sí mismo ni del ideal que en su alma se encuen-
tra, como si fuera "el eje diamantino" de que hablaba An-
gel Ganivet. Inadaptado a la torva realidad de su mundo
(donde lo idiomático, lo económico, la falta de aspiracio-
nes espirituales, "la peste anglosajona del turismo" son
problemas angustiosos), Palés se da a soñar en la pureza
y en la independencia. Contemplando a una mulata -com-
pendio de la naturaleza antillana-, cantando sus dones,
.Palés recuerda de pronto el esencial problema de todos
y lanza este grito: " ;Antillas, mis Antillas! " Si en esa mula-
ta residen todas las cualidades de aquella geografía, ve en
ella también "la libertad cantando en mis Antillas", la
promesa de una inmensidad sin límites.
Como Palés experimenta intensamente el dolor,como
advierte que su ideal dista de la realidad. por eso pretende
situarse al margen e inventar tal vez un amor. No nos ex-
plicamos bien por qué Robles Pazos. en el artículo que
dedicó al poeta, pudo escribir lo que sigue: "Y sospecho
que el panorama espiritual reflejado en composiciones de
otro género (El dolor desconocido, El pozo, Proyección)
es tan ficticio, tan poco sincero como estos paisajes. El
poeta acata las fórmulas de la vieja literatura y mide en
endecasílabos la supuesta tragedia de su alma". Cierto que
Robles Pazos, por acatar a su vez las fórmulas vigentes en
su tiempo, sólo elogiaba los poemas negros de Palés Matos.
Preciso es contemplar toda la obra palesiana para medir lo
que efectivamente hubo de tragedia en su vida. Todo poe-
ta, según la conocida afirmación lírica de Aleixandre, es
un ángel desterrado; y Palés lo era en doble sentido. Al
examinar dos de los poemas citados por Robles Pazos, nos
permitimos disentir de éste. A pesar de las huellas que en
aquéllos se perciben, hay una singular novedad en Palés
Matos. En El pozo aparece lo que se ha llamado con exac-
titud zoofilia de Pa1és;el alma del poeta es como un pozo;
su conciencia, ante la inmensidad cósmica, es una "rana
misántropa y agazapada" que sueña. Esta imagen confirma
el hecho de que Palés no expresara ni el entusiasmo ni la
exaltación; el poeta se siente minimizado en el mundo; sin
embargo, como hemos dicho en otros lugares de este artí-
culo, el poeta sólo es capaz de cantar cuando se halla con-
sigo mismo, sin nadie a su vera y en la alta noche. Ved có-
mo lo declara expresamente en la $tima estrofa:
A veces al influjo lejano de la luna
el p o z o adquiere un vago prestigio de leyenda;
se o y e el cro-cró profundo d e la rana en el agua,
y un remoto sentido de eternidad lo llena.
"Y un remoto sentido de eternidad lo llena". Tal sen-
tido desaparece cuando el poeta observa la tristeza y mez-
quindad de la circunstancia en que vive, que no es ti4 v y
la determinada circunstancia puertorriqueña, que tal vez
no lo sea siempre. ¿No preocupa a Palés su destino en el
universo? Porque un poeta, un esencial poeta, aun cuando
esté en un mundo limitado, hic et nunc, se hace eco de la
vastedad universal y lleva implícita en sus versos, y hasta
expresa, toda una concepción metafísica. En algún sitio
insinúa Pedro Salinas -si la memoria no me es infiel- que
cada gran poeta porta una individual visión de1,universo.
Bien están los estudios estilísticos, que hoy constituyen
una extensa provincia de la crítica y eficazmente ayudan
al conocimiento de la obra poética; pero no hay que
ohidar cuál ha de ser el fin o último sentido de toda exé-
gesis.
Hemos hablado de la singular novedad que presentan,
entre otros, dos poemas determinados de Palés. Queda por
examinar sumariamente la que existe en El dolor desco-
nocido. Apenas hay aquí una muy leve concesión a las es-
cuelas en que Palés hubo de formarse. No se habla en este
poema de un dolor cognoscible, de un dolor que se pueda
limitar y manifestar; no es el amor, ni la nostalgia, ni la
indignación, ni.el goce sensual el tema de El dolor desco-
nocido. Se refiere Palés a un dolor que en s í mismo no
siente, pero que piensa. Y nos inclinamos a sospechar que,
aun cuando el poeta aluda al dolor "que sentirá mi carne,
allá en sus aposentos / y arrabales remotos que se quedan
a oscuras / en su mundo de sombras y de instintos espe-
sos", en realidad lo que canta no es el intracuerpo, sino el
misterio del subconsciente, esa región que se encuentra
fuera del poder de la voluntad y el lúcido conocimiento.
Las últimas estrofas del poema lo aclaran sin duda; elija-
mos estos versos:
jOh esos limbos hundidos en,tinieblas cerradas;
esos desconocidos horizontes internos
que subterráneamente se alargan en nosotros
distantes de las zonas de luz del pensamiento!
Precisamente la luz del pensamiento, sin negar la pre-
sencia de otras facultades y virtudes en la poesía de Palés
Matos, predomina a través de toda la obra. El pensamien-
to convierte en espectador a quien lo ejerce; le aísla del
mundo, evita que se suma y anegue en lo estrictamente
primario. Hemos visto a Palés contemplando a una mulata
arquetípica y ascendiendo desde esta contemplación inme-
diata a la visión trascendente de la libertad antillana; he-
mos visto también su poema Boceto, donde describe un
andar femenino como suscitador de toda luz y movimien-
to. En una de las composiciones menos afortunadas de Pa-
, El pecado virtuoso, topamos con la contemplación
l é ~ en
de un desnudo femenino; merced a la presencia del pensa-
miento, que establece distancias, el inicial erotismo de este
poema queda superado en las últimas estrofas.
No creemos, sin embargo, que juegue aquí la ironía;
apunta el entusiasmo, sin llegar a plenitud, mientras se
nos va mostrando el objeto; y de súbito, la exaltación de-
crece, el cántico casi se convierte en nana y el mismo ob-
jeto amoroso cambia de signo. Recordemos el poema Tú
tienes, en el que se manifiesta una vez más la nítida pasión
ordenada que juzgamos virtud esencial en la obra de Palés
Matos. A nuestro juicio, esta cualidad del poeta se explica
claramente. Quien se sienta arrebatado por el cosmos, en
absoluta identificación con él, será un lírico exaltado; y el
irreprimible y contagioso entusiasmo se revelará como la
cualidad suprema de su obra. Pero sucede en Valéry, en
Palés Matos (y uno ahora estos dos nombres tan disímiles
para establecer una característica),que el poeta se halla
contemplativamente ante el universo, y sin duda cree en el
poder de la razón. Si Palés se figura que su conciencia es
como una rana solitaria, deseará encontrar un orden, un
sentido en el universo. Poetas de este linaje se inclinarán
siempre al cultivo esmerado de la forma; no otra fue la ac-
titud del propio Leopardi. Comparando a éste con Byron,
Matthew Arnold reconoce los defectos del poeta inglés
y proclama que Leopardi es más artista. Bien es cierto que
Arnold cree'que Byron, por su exaltación (acaso por su
"crítica de la vida"), es algo superior al poeta italiano. Pe-
ro en un poeta fundamentalmente artista -si queremos
seguir esa distinción- suele tener capital importancia cada
uno de sus poemas, aisladamente considerados. En cambio,
al estudiar a Palés Matos, nos interesa más que nada la to-
talidad de su obra, porque ella nos revela el sentido gene-
ral de su poesía.
También los poemas negros pertenecen a ese conjun-
to; están ligados al resto de la obra palesiana; iluminan
y son iluminados. Con singular maestría se han esclarecido
esos poemas; nos limitaremos a decir que ellos confirman
la actitud de Palés ante el mundo. Palés ve a los negros
como simple espectáculo; los ve desterrados de su país,
practicando sus ritos, tratando de establecer, por medio
de los dioses y la magia, una oscura comunicación con los
muertos y con el Africa lejana; se burla Palés cuando los
negros pretenden olvidarse de sí mismos y se disfrazan
con los arreos de la civilización. A pesar de esa burla y de
ese distante interés, la mulata sensual es una como cifra
del mundo antillano. Pero, por lo general, Palés, especta-
dor, describe el negro que tiene ante los ojos. La situación
inversa se da en la poesía negra, precisamente. Recuérdese
el espléndido ensayo de Sartre titulado Orphée noir (Si-
tuations, III); aquí el blanco aparece en la linterna mágica
del poeta negro; y éste descubre que aquél es un ser.ridí-
culo. Pero todavía en los poemas de Palés se da la antigua
situación. Repasemos uno de los más originales poemas
palesianos, Ñáñigo al cielo; aquí reaparece la amable iro-
nía del poeta.'Cuando el ñáñigo llega a las alturas celestia-
les, introduce en ellas su ritmo, su burla, su alegría:
El ñáñigo asciende por
la escalinata de mármol
con meneo contagioso
de caderas y omoplatos.
-Las órdenes celestiales
lo acogen culipandeando-.
Y aunque el poema nos estremece un momento
-momento trascendental-:
Rueda el trueno y quedan solos
frente afrente Dios y el ñáñigo,
el poeta nada puede comunicarnos, según confiesa, acerca
de la conversación que ambos sostuvieron; y en el poema
persisten la burla y la alegría. Desde su punto de vista, li-
teralmente, Palés no puede expresar, como un auténtico
Orfeo negro, el inmenso dolor de la otra raza, porque es,
precisamente, otra. Dentro de unos instantes nos permiti-
remos insistir sobre esta cuestión.
Quedamos en que Palés siente con libre intensidad la
naturaleza, la existencia entera, en determinadas circuns-
tancias. Por lo común, cuando describe un paisaje, pone
en juego el elemento irónico. Acudamos ahora al quinto
de los Sonetos del campo, en el cual pinta Palés, con vigo-
rosa pulcritud, la presencia de un toro en el encendido cre-
púsculo; ese toro es como un dios que en el poniente se
basta a sí mismo; pero de pronto muge una vaca joven,
y corre el toro hacia ella "como lujosa cobardía". (Nótese
la exactitud -que es todo un juicio- del epíteto usado
por Palés.) La belleza del toro en la tarde queda desvane-
.~ .

cida, y el poeta termina con este verso, pudorosamente


colocado entre paréntesis: "(Antes que para dios, él nació
para macho.)" Si la divinidad del toro se deshace ante el
inugido de la vaca, si sentimos di.sminuida la belleza de un
paisaje por la presencia de un cabro, también los ciclones
y tormentas del Caribe son irónicamente vistos por Palés
Matos. Hay un poema, Canción de mar, en cuyos comien-
zos aparece el humor de Palés ("el mar en overol azul / abo-
tonado de islas") y donde se minimizan las furias eólicas
hasta la caricatura. Citemos estos versos:
Sobre su pata única, vertiginosamente,
gira y gira el tornado mordiéndose la cola
en trance de San Vito hasta caer redondo.
Le sigue el huracán, loco del trópico
recién fugado de su celda de islas,
rasgándose con uñas de ráfagas cortantes
las camisas de fuerza que le ponen las nubes.
Si lo que puede observar con sus ojos -los hombres,
los paisajes, los tornados- suele provocar en Palés la burla
y la ironía, lo que es pura invención o presentimiento le
lleva, en cambio, a la mayor delicadeza poética: el amor
a Filí-Melé, la noche cósmica o el nunca visto fondo abisal
de los mares. Por eso, tras aquella burlesca descripción de
tornados y huracanes, Palés canta en el mismo poema, casi
al modo de Rimbaud:
Abajo es el imperio fabuloso:
la sombra de galeones sumergidos
desangrando monedas de oro pálido y viejo;
Eas conchas entreabiertas como párpados
mostrando el ojo ciego y lunar de las perlas.
Hallazgos poéticos hay siempre en Palés: lo mismo
cuando se burla de lo observado que cuando canta lo pre-
sentido; lo mismo cuando expresa la indignación que
cuando advierte un orden platónico. Bien sé que en Palés
se echa de ver con alguna frecuencia un exceso verbal; no
hay más que recordar Las torres blancas o Fantasía de la .
tarde o Las visiones. Una cualidad negativa, ciertamente: la
desorbitada tendencia al adorno y a la imagen suntuosa o
inesencial; una hiperfunción de la palabra que obra en
detrimento de lo puramente lírico; pero, a medida que es-
tudiamos su producción, advertimos que el poeta fue adel-
gazando y alquitarando sus temas y procedimientos,
permaneciendo siempre fiel al sentido general de toda su
lírica. Por lo demás, no hay poeta absolutamente perfecto.
Aun las composiciones menos fundamentales de Palés, aun
las menos afortunadas, deben ser objeto de estudio, por-
que ellas contribuyen al definitivo perfil de su obra.
Lo imaginado ostenta, para Palés, una sobresaliente
ventaja: se halla fuera del tiempo y de su inevitable co-
rrupción. Solo en la noche, sintiendo el latido cósmico, en
comunión con la eternidad, Palés se sabe fuera del tiempo
y del espacio; la aparición del día o de los hombres, con
sus ruidos y afanes, esfuma la plenitud que inunda al poe-
ta. Los ojos dan noticia y gozo de la belleza visible y de su
irremediable fugacidad; pero también en ellos se funda-
menta el conocimiento. Ahí está la realidad y aquí el poe-
ta interpretándola. Acaso Palés, sensible a todo, hubiera
preferido que no existieran los demás, cuyas fallas y limi-
taciones advierte. Volvamos ahora al primero de los Sone-
tos del campo. Cabalga el poeta en medio del paisaje; del
que le acompaña sólo dice, en los versos iniciales, que
es el otro. No se olvide que uno de los más agudos capítu-
los de El hombre y la gente, de Ortega, se titula La apari-
ción del "Otro"; el prójimo es un elemento de discordia
en nuestro mundo individual, nos obliga a determinados
actos, nos compele a determinadas relaciones, tal vez nos
presta ayuda. Pero también, a veces, nos saca de quicio,
reclama nuestra atención, ejecuta actos que nos perjudican.
En este sentido, me atrevo a decir que a Palés Matos, en
cuanto poeta, le importaba sobre todo su propia soledad;
y aun la misma naturaleza visible le impedía la comunión
con la noche, que es refugio de eternidad. En uno de los
poemas de Palés, Nerón contempla, a través de una esme-
ralda, una mujer desnuda. No de otra suerte el poeta ha
observado el mundo a través de la límpida joya de su verso.
NOTA SOBRE ANTONIO MACHADO

E R A los actuales poetas espafioles, Antonio Machado


es un clásico vivo. Tras la experiencia de un retorno a Gar-
cilaso, que fue solamente eficaz en dos o tres espíritus,
varios jóvenes vuelven los ojos y la atención a la obra de
Antonio Machado, el cual aparece como uno de nuestros
más altos y entrañables poetas. Con una asombrosa simpli-
cidad, con un lenguaje sobrio, Antonio Machado manifies-
ta una extraordinaria riqueza interior. En él no será posi-
ble encontrar una infinitud de motivos ni una osadía de
formas. En su primer volumen ya dio el poeta la medida
de su voz; y en lo sucesivo ahondará en sus temas funda-
mentales: el amor, el paisaje, el recuerdo, el yo esencial.
Pues Antonio Machado es sobre todo un poeta lírico; esto
es, un espíritu que canta su temblorosa visión sentimental
del universo. Raras veces el poeta ha querido contarnos
puramente alguna historia -y él dice que la lírica cuenta
y canta-, como el bello y estremecedor romance de Alvar-
gonzález, o el repetido mito de Demeter y Demofón.
"Y pensé -escribe- que la misión del poeta era inventar
nuevos poemas de lo eterno humano, historias animadas
que, siendo suyas, viviesen, no obstante, por sí mismas".
En este propósito no perseveró el maravilloso poeta.
Antonio Machado, para quien la poesía es palabra en
el tiempo, casi siempre opta por contamos o cantamos lo
que sucede en su propia alma. No ciertamente sentimien-
tos puros, conceptuales imágenes, sino todo lo que se en-
raíza en su corazón, todo lo que arrastra limo del recuerdo
o del ensueño. Y es curioso que Machado, si nos fijamos
en esta tendencia de su espíritu, no sea un vate, un cantor
de lo colectivo o de lo futuro, sino un lírico de lo perma-
nente individual, de lo más entrañable e íntimo. En esto
reside su poder de comunicación (la principal virtud de la
poesía, como nos recordaba, hace unas semanas, Vicente
Aleixandre), es decir, su fuerza para conmover a cada
hombre. En un breve poema declaró Machado que el poe-
ta no busca el yo fundamental, sino el tú esencial. Tal es la
virtud máxima de la lírica: que cada lector se sienta herido
en lo más hondo de sí mismo. Y llegar a la esencialidad
del tú es conseguir esa comunicación de que nos hablaba
Aleixandre. Mas el poeta cuida de señalar que toda su ex-
periencia comunicada brota de su venero interior, no de
la observación extraña. En uno de sus Proverbios y canta-
res lo expresó de esta suerte:
Con el tú de mi canción
no te aludo, compañero; '

ese tú soy yo.


Posición lírica absoluta. Pero ahondando en sí mis-
mo se llega a los demás. En ocasiones Machado aludía a un
compañero, con el eficaz tú de sus versos. Por añadidura, ,
se dirigía a los otros cuando abandonaba la pura actitud
lírica y se vertía en apretados y sentenciosos decires mo-
ralizante~.Porque el moralista se refiere de continuo a l tú
, extraño, a la otredad del prójimo. Con lo cual Machado

no hacía sino seguir una antigua y auténtica tendencia es-


pañqa. En este poeta, tan enraizado en lo castellano, se
dan virtudes de hondura y transparencia. Y sus mejores
poemas son aquellos que revelan esas dos cualidades.

Absorbido por Castilia, Andalucía le ofrece una visión


no muy profunda de sí misma. Por lo pronto, no se hallan
en sus versos la gracia alígera de lo andaluz, sino la austeri-
dad castellana. Pero es tal la estremecida vibración de su
espíritu, que cada línea rezuma un prodigioso temblor 1í-
rico. Antonio Machado, que gusta describir paisajes, no es
propiamente un poeta descriptivo. Presenta la realidad de-
purada, sin acudir a una morosa acumulación de detalles.
A lo sumo, un adjetivo definidor precisa más las cosas re-
cordadas por el poeta. Basta abrir al azar una página:
Está la tierra mojada
por las gotas del rocío
y la alameda dorada
hacia la curva del río

Otro lírico, tan castellano como Antonio Machado


(si bien no tan hondo), Enrique de Mesa, utiliza un mismo
procedimiento expresivo: la enumeración escueta de las
cosas. Un paisaje transparente se depura más en el recuer-
do y en el lenguaje del poeta. La distancia, el trato sobrio
-de eficacia estética- agregan calidades a lo que se recuer-
da. Despojado de lo superfluo, el paisaje castellano es so-
bre todo paisaje del alma. El ensueño de Machado no
aparece envuelto en vaguedades, sino límpido, teñido de
melancolía. Conforme avanza el tiempo, en Antonio Ma-
chado se va acentuando la tendencia reflexiva. Para la
comprensión justa de su espíritu no es posible estudiar
solamente la obra lírica, mas también los apuntes filosó-
ficos. En él coexistían un cantor puro, epifánico o invoca-
tivo, y un pensador acerado y seguro. Si su obra en prosa
contiene una concepción intelectual del universo, su obra
poética presenta a veces una visión cándida, exclamativa,
alejada de concepto alguno:
... ;El limonar florido,
el cipresal del huerto,
el prado verde, el Sol, el agua, el iris!...
;El agua en tus cabellos! ...
Guillermo de Torre ha escrito: "Todo gran poeta
tiende a fijar su interpretación del mundo en un modo úni-
co o unificado". En rigor, la obra lírica de Machado exte-
rioriza sus sentimientos íntimosJ sus emociones ante el
paisaje (o sus visiones) y sus pensamientos de moralista.
Como .la poesía es palabra en el tiempo, de sus versos no
nace una cerrada, conclusa interpretación del mundo. En
cambio, sus escritos filosóficos esbozan un sistema, que el
poeta transfiere a dos personajes: Abel Martín y Juan de
Mairena. No parece sino que Antonio Machado desea elu-
dir la responsabilidad directa de la visión discursiva. Real-
mente, esa tendencia al pensamiento puro asoma en los
primeros poemas. Ya dijo Machado que la verdad tambisn
se inventa, y que se miente por falta de fantasía. Consagra-
do al ensueño -que es lírico recuerdo, no inconexas imá-
genes-, canta su anterior vida o los paisajes por donde
ésta discurrió. El trabajo de la fantasía consiste en despo-
jar al recuerdo de lo accesorio: en dejar tan sólo lo esencial
en lo mudable. En la obra de Machado predomina -sobre
cualquier otro linaje de elementos- la visualidad, el nítido
contorno que dibuja la estremecida memoria. ¿Y qué es
la memoria poética sino un mirar hacia dentro? Lo que
ella ha conservado es justamente lo que constituye el al-
ma del poema, desasida ya de lo cotidiano y transitorio.
Aunque de lo transitorio y cotidiano se nutra.
Esa depuración, en cuanto a la materia -paralela a la
sobriedad en cuanto a lo idiomático-, otorga a Antonio
Machado un puesto preeminente entre los líricos españo-
les. "Andrenio" le llamó príncipe. De los clásicos tiene el
sentido de lo permanente, el amor al enjuto lenguaje ex-
presivo. Y de los románticos posee la ternura, el temblor,
el fijar la conmovida mirada en las vertiginosas aguas del
tiempo :
Bajo los ojos del puente pasaba el agua sombría.
( Y o pensaba: jel alma mía!)

Entre la tendencia puramente lírica y la tendencia


especulativa, otras notas se distinguen en la admirable pro-
ducción de Machado. Señalemos la ironía, el tierno humo-
rismo melancólico y -lo que más sorprende- una visión
caricaturizada, pero no frecuente, de la vida en torno. El
procedimiento recuerda al de don Ramón del Valle Inclán.
En Nuevas Canciones hay un poema titulado La luna, la
sombra y el bufón, en el que se lee:
Ahorremos la serenata
de una cenestesia ingrata,
y de una vejez tranquila,
y una luna de hojaiata.
Ya se sabe: Antonio Machado no aspira a una poesía
intemporal. El enigma del ser y del tiempo alienta en su
obra lírica y en sus escritos filosóficos. El poeta, como
Quevedo, no ignora que sólo lo fugitivo permanece y dura.
Es un clásico que canta la eternidad de lo mudable, con
dolorido sentir comunicativo. En él se advierten bellezas
del lenguaje, pero la palabra no vale sino como expresión
del espíritu, como signo en el tiempo. Alguna vez Antonio
Machado defrauda un poco, mas sus incomparables hallaz-
gos compensan con creces cualquier momentáneo fallo.
Fiel a sí misma, su lírica ha seguido aquel pensamiento de
Juan Ramón Jiménez: ni antigua ni moderna, sino más
honda siempre. Es decir, transcurre en el tiempo, hacia la
eternidad. El tú esencial, lo esencial humano, nace del yo
que canta, del sujeto fundamental. Y no otro es el miste-
rio de la lírica auténtica.
RRiI escribir de Alfonso Reyes, necesitó Enrique
Díez~Canedoque el gran humanista mexicano se hallase en
París porque la proximidad casi fraterna le impedía el li-
bre juicio sobre la obra de Reyes. Una dificultad semejante
encuentro y o cadavez que deseo hablar deun espíritumáxi-
mo, cuya lectura ha sido esencial para mi formación. De
ahí que no haya escrito y o todavía sobre Unamuno, Orte-
ga, Ayala o el mismo Alfonso Reyes, a quienes debo en
gran medida lo poco que soy. De ahí que no haya estudia-
do aún a los altos poetas que son permanente alimento de
mi alma. y entre éstos se cuenta Juan Ramón Jiménez. No
hay lejanía, no hay París que valga, porque la presencia
de unos y otros es siempre evidente y porque su influjo va
aumentando con el tiempo, aunque no se quisiera. Podrá
haber un alejamiento imaginario, pero las palabras de ellos
están nutriendo sin cesar el fondo de nosotros mismos;
y un nuevo contacto con sus obras basta para que en se-
guida caigamos otra vez bajo su hechizo. Si primeramente
fueron para nosotros como una total atmósfera, como un
mundo de magia y exaltación, más tarde acontece que, sir
perder ese inicial encanto, nos permiten todos los placeres
e insistencias de la más rigurosa actividad crítica.
Acabo de recorrer despaciosamente casi toda la obra
publicada por Juan Ramón Jiménez; y he advertido que
muchos versos que creía olvidados, han vuelto a resonar
y latir con igual eficacia lírica dentro de mi alma. Pocos
ejemplos.habrá, en la universal poesía, similares al que ofre-
ce Juan Ramón Jiménez, no ya por lo que respecta a sus
poemas cimeros, sino por lo que atañe al tono o a la tem-
peratura general de su obra magna. Sí; este poeta resiste
una lectura continua y sostenida, y casi nunca disminuye
un punto la exaltación de quien le lea; antes al contrario:
son abundantes los poemas en que se ha logrado la pleni-
tud lírica. Es costumbre distinguir varias etapas o épocas
en la producción juanramoniana; pero tales divisiones no
implican un acercamiento gradual a la poesía; porque Juan
Ramón llegaba a ella desde sus primeros versos: implican
algunos cambios de método para ascender hasta la cúspi-
de más desnudamente. Quien repase la obra de Juan Ra-
món fiménez, desde los comienzos hasta las últimas pági-
nas publicadas, echará de ver que unos mismos temas
esenciales aparecen con frecuencia extrema. En esta poesía
importan siempre los sentidos; y gracias a ellos el poeta
ha gozado de las cosas: del árbol, del agua, de la luz. Cier-
t o que se le ha llamado poeta de lo inefable; cierto que
podemos leer versos suyos que sólo expresan sutiles esta-
dos de alma, leves cambios atmosféricos del espíritu, im-
perceptibles para el común de los hombres. Pero adviérta-
se que Juan Ramón Jiménez es un poeta integral. Junto
a esos poemas podemos ver también aquellos que comu-
nican la emoción de un paisaje, si bien tales cuadros suelen
estar íntimamente ligados a su alma. Apenas hay línea
de Juan Kamón Jiménez que no exprese un sentimiento
suyo; toda su obra se produce en función de él mismo; to-
do el universo en torno se refleja en el poeta, o el poeta
en él se refleja. Se diría que, líricamente, los otros no exis-
ten para Juan Ramón; y así, cuando el poeta envía unos
versos amistosos a Antonio Machado, está en realidad ha-
blando de sí mismo. Esto por lo que concierne a la obra
lírica pura, en verso, y a Platero y yo; porque el poeta, sí,
siente desmesurado interés hacia los demás, y entonces,
para hablar de ellos, acude a la prosa, y nos ofrece retra-
tos o caricaturas líricos, apuntes de recuerdos o notas crí-
ticas. Esta porción de su obra pone de relieve que el poeta,
aunque altamente solitario en su universo poético, experi-
menta simpatía o admiración por sus prójimos, singular-
mente por los demás obreros de las letras, a los cuales ha
denominado alguna vez héroes españoles, porque en medio
de hostilidad e indiferencia se consagran a disciplinas des-
interesadas.
Importan en Juan Ramón los sentidos; le vemos oler
una flor, gozar de unos colores, ordenar armoniosamente
unas palabras. La mujer no se desliza, a través de sus ver-
sos, como un símbolo descarnado, sino como una presen-
cia real. Y no obstante, la delgadez expresiva del poeta, su
anhelo de poesía pura, su perfección espiritual, nos hacen
pensar muchas veces en los místicos. Observemos que Juan '
Ramón Jiménez muestra también un sensualismo delica-
do: pero lo sensual en los místicos tiene un valor pura-
mente metafórico; las delicias y esperanzas del amor hu-
mano, sus sinsabores y anhelos, les sirven para transmitir
una idea o mero trasunto de sus vuelos inefables y excep-
cionales. En Juan Ramón Jiménez tal sensualismo no tiene
- igual sentido metafórico, porque el poeta en verdad goza
con la presencia de la flor, la mujer o la estrella. Sólo que
el goce de estos objetos bellos no agota la suprema aspira-
ción del lírico, y así resulta que también es el suyo un
sensualismo de orden superior. No desdeña el mundo real,
pero tampoco se queda en él. A través de su obra adverti-
mos que el poeta, aun gozando de todo, va de vuelo, como
el místico. Inexorablemente, un poeta de tal linaje y sen-
tido había de arribar a las zonas metafísicas que ponen de
manifiesto sus últimas obras. En las notas que acompañan
a Animal de fondo, ha escrito Juan Ramón las siguientes
palabras: "Y pensé entonces que el camino hacia un dios
era el mismo que cualquier camino vocativo, el mío de es-
critor poético. en este caso; que todo mi avance poético
en la poesía era avance hacia dios, porque estaba creando
un mundo del cual había de ser el fin un dios". En relación
1 con estos conceptos de Juan Ramón Jiménez, permitidme
citar estos otros, de Jacques y Raisa Maritain: "Dieu. La
Poésie. Une activité inténeure absolument droite et pure,
va a E'un et a l'autre, va,parfois, de l'un a l'autre". Por eso
me parece justo comparar a Juan Ramón Jiménez con los
místicos; porque no sólo hay la similitud que apunté más
arriba -sensualismo que se dirige a la pureza última-, si-
no porque, en efecto, el poeta declara haber alcanzado
una esfera no distante de la mística. Bien es verdad que,
en tal etapa, el verso de Juan Ramón Jiménez parece haber
perdido algunas de sus anteriores calidades, pero ello ha
sido para adquirir otras, precisamente. El poeta está ya
junto a su dios deseante y deseado:
En la mañana oscura,
una luz que no sé de dónde viene,
que no se ve venir, que se ve ser
fuente total, invade lo completo.
Lejanos se hallan sus primeros poemas. El camino de
toda verdadera poesía se ha cumplido ya, pero podríamos,
si quisiéramos, repasar las etapas anteriores. A pesar del
interés que en ellas muestra por la mujer o el paisaje, una
tristeza enorme se difunde, impregnando todo; pero contra
ella, y contra la desesperanza, ha luchado siempre Juan
Ramón Jiménez. Y ésta es otra de las mayores virtudes de
su poesía: que el poeta no se ha dejado anegar o aniquilar
por ninguna clase de angustia; un optimismo último, in-
vencible, una confianza en el poder del espíritu (y de la
propia obra) se advierte en no pocos poemas. Si al llegar
el otoño no queda sobre la tierra sino un confuso montón
de secas apariencias, el poeta entonces exclama:
jSaca, como una espada, alegre y pura,
la luz de tu serena inteligencia!
Y en otro lugar:
Estoy triste de hoy, pero
contento para mañana.
No seguiré trasladando los versos que tengo anotados
y que, ami juicio, ilustran tal cualidad. Pero repito que ese
poder de superación es, para mí, esencial en Juan Ramón
Jiménez. Poeta de lo espiritual luciente, como he declara-
do en el epígrafe de este artículo; y el mismo poeta me
autoriza a escribirlo. Pues al frente de Poesía en prosa
y verso de Juan Ramón Jirnénez, escogida para los niños
pór Zenobia Camprubí Aymar, hay una advertencia ilumi-
nadora: "En esta selección, como en la obra poética ge-
neral de J.R. J., se ha graduado: lo ., lo descriptivo senti-
mental; 20., lo'espiritual luciente; 30., lo ideal libre". La
clasificación es justa, y quien lea los poemas de Juan Ra-
món Jiménez los irá adscribiendo ya a uno, ya a otro
apartado. Para caracterizar de un modo sucinto al poeta,
yo he escogido lo espiritual que luce. Porque aun en la
mera descripción del paisaje importa el espíritu iluminan-
te; y, sobre todo, por la razón antes señalada: porque Juan
Ramón hace que luzca la esperanza o la inteligencia serena
en medio de la confusión o del dolor, y porque él convier-
te la vida íntegra en una asunción de oro y de libertad, su-
perando lo transitorio o transfigurando lo que carece de
belleza. En una ocasión quiere quedarse con
el diamante puro, para
incorporarlo al recuerdo,
al sol de hoy, al tesoro.
de los mirtos venideros.
O bien, otra vez exclama:
. .
jEsta es mi vida, la de arriba,
la de la pura brisa,
la del pájaro último,
la de las'cimas de oro de lo oscuro!
No otra es la misián suprema de un poeta. No ir seña-
lando en la vida lo que es feo, perverso o simplemente in-
soportable; sino, al contrario, exaltar el corazón del lector,
para acostumbrarlo a las cosas más bellas. No era otra la
tarea que pretendía Miguel Hernández. Sobre las aparien-
cias debe reinar siempre el espíritu; sobre lo falso e injusto
debe lucir su imperio. No se trata de una especie de enga-
ño o de una simple ficción poética; porque el espíritu de
la poesía, si existe, lucirá en todas las cosas, transformán-
dolas y exaltándolas hacia el bien. Bastará asimismo darles
su nombre verdadero para que asciendan al auténtico pla-
no poético, para que recojan y emanen luz. En un poema
muchas veces citado, Juan Ramón pide a la inteligencia
que le dé el nombre exacto de las cosas, a fin de que
palabra y cosa se unirnismen, recreadas por el alma del
poeta. En otro poema, menos repetido, habla Juan Ramón
Jiménez de la creación -de los nombres, de los que deriva-
rán hombres y cosas. No olvidemos que en cierto retrato,
l
en el de don Francisco Giner, tras pintar al noble maestro
como "un fuego con viento", como "chispeante enreda-
dera de ascuas", el poeta se indigna a causa de unas deno-
minaciones inexactas y escribe:
(¿Qué nombres eran, entonces; los que le pusie-
ron, vivo y muerto, a este incendio agudo, esos
que tan bien lo desconocieron? Qué fue aque-
llo de "San Francisquito", de "don Francisqui-
to", de "don Paco", de "Asís", de "Santito",
de "Paco"? ;No, no; nada de eso! De ponerle
algo más que su nombre, y como él se lo ponía,
Francisco Giner, o como se lo ponían los más
suyos, don Francisco. más bien algo de un in-
fierno espiritualizado).
Es decir: que al hombre debe corresponder el nombre
exacto; es decir: que la cosa debe ser justamente nombrada,
¿cómo, entonces, ha ~ o d i d Juan
o Ramón Jiménez oponer
poesía a literatura? Si la primera -dice Juan Ramón- es
expresión de lo inefable, de lo que no se puede decir, la
segunda, contrariamente, es la expresión de lo fable, de lo
que sí se pueae expresar; esta última no crea, sino que está
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comparando, comentando o. copiando". El poeta -con-
cluye Juan Ramón Jiménez- no debiera escribir; sí, en
cambio, el literato. Mi admirado amigo Guillermo de To-
rre, con excelente vigor polémico y buen golpe de razones,
examina estas ideas del gran poeta, y, entre otras, cita al-
gunas de Enrique Díez-Canedo, el cual hubo de exponer-
las en su libro Juan Ramón Jiménez en su obra. Dicen así:
"Ese algo inefable ... no es literatura ni es nada inefable,
puesto que se expresa, aunque sea torpemente, y desde
que se expresa con letras viene a entrar en el reino de la li-
teraiiira".' Recuérdese ahora que para Jacques y Rai'sa
Maritain la poesía viene a ser "como el fruto de un contac-
t o del espíritu con la realidad en sí misma inefable"; pero
la experiencia de ese contacto supremo -supongo yo-
habrá de expresarse con palabras; por consiguiente, la
poesía, en cuanto tal, es tan fable como la despreciada li-
1 No he podido obtener, a pesar de mis esfuerzos: la conferencia
Poesúi y literatura de J. R. J.: ni tampoco el libro de Enrique Díez-
Canedo sobre el poeta y su obra. Cito las palabras de Juan Ramón
Jiménez con arreglo al resumen y comento de Guillermo de Torre
en su Problemática de la literatura (Buenos Aires: 1951). De este
mismo volumen, como en el texto se insinúa, he copiado las pala-
bras de Díez-Canedo.
(Vid. ahora la conferencia de Juan Ramón Jiménez, El trabajo gus-
toso. Edit. Aguiiar, Madrid, 1961. Pp. 35 y SS.)
teratura. Y por lo que toca a las ideas de Juan Ramón
-que tan perspicaz ha sido en casi todos sus aforismos es-
téticos-, no habrá que tomarlas literalmente: la poesía es
inefable en cuanto a su aspiración, en cuanto a su origen
y sentido, pero usa del vehículo verbal para que la esencia
última llegue a las almas de todos los hombres. Si la poesía
no se escribiera, se nos privaría de un don maravilloso;
y todo poeta que llevara su tesoro, sin comunicarlo, debe-
ría entonces ser considerado como ,un avaro monstruoso,
como un enemigo imperdonable. Pero la poesía es poesía,
es poema, porque se escribe o comunica. En el alma podrá
haber sensaciones vagas, silencios llenos de luz, gérmenes
de altísima poesía; pero casi, siempre el poeta, para llegar
a la poesía misma, para ser por ella herido, necesita incli-
narse sobre el papel, captar esas llamadas y construir su
poema. Cierta vez confesó Juan Ramón Jiménez que lo
que intenta expresar queda siempre lejos de lo que expre-
.sa; y esta confesión, que suscribirán todos los grandes
poetas, puede justificar también cuanto él dice acerca de
la poesía y la literatura.
Pero la verdad es que tenemos los poemas de Juan
Ramón Jiménez; para gozo nuestro y para gozo de los
que vendrán:
Canción, tú eres vida mía,
y vivirás, vivirás;
y las bocas que te canten
cantarán eternidad.
Si la canción es vida suya, expresión de su íntima y al-
ta corriente poética, debe Juan Ramón esforzarse por ha-
cer cada vez más fable esa riquísima intimidad con lo en
sí mismo inefable. De ahí su afán de infinitas correcciones,
su frecuente regreso a los poemas antiguos. Ya sabemos
que al poeta no le satisface su obra, porque sólo ha podido
dar a luz una parte mínima de sus intenciones y experien-
cias; ya sabemos cuán difícil le es, por todo esto, seleccio-
nar o antologizar su obra. Y él mismo -dios de su univer-
so- puede medir la distancia enorme que media entre la
pura fuerza poética y cada una de las creaciones logradas;
a él se le antoja distancia estelar, y por eso concluye que
la poesía no debiera escribirse; pero, para sus lectores,
esos versos son ya la cima insuperable. Si los místicos, de
quienes antes hablábamos, nos trasladan o declaran, por
vía metafórica, sus experiencias, piénsese en que a ellos
los tocó o señaló la gracia, transformándolos y permitién-
doles el acceso directo a la realidad divina. Pero, en el caso
de Juan Ramón Jiménez, esa ascensión se debe al puro
ejercicio poético, a una continua y fecunda ascesis perso-
nal. Su dios deseante y deseado latía ya en sus primeros
poemas, se manifestó más claramente en la segunda etapa
de su obra, y con más amplitud y plenitud en la tercera;
o sea, para emplear las mismas palabras del poeta, primero
fue "éstasis de amor", luego "avidez de eternidad" y fi-
nalmente "necesidad de conciencia interior y ambiente en
lo limitado de nuestro moderado nombre". "Hoy concre-
to yo lo divino -explica el poeta- como una conciencia
única, justa, universal de la belleza que está deiitro de nos-
otros y fuera también y al mismo tiempo". Las tres eta-
pas se hailan perfectamente enlazadas. Sumido en éxtasis
de amor, el poeta contempla las bellezas del mundo -mu-
jer, flor, estrella, colores del poniente- y las nostalgias
imposibles de su propia alma; más tarde, quiere el poeta
prolongar esos hallazgos y esos goces, y de ahí nace su avi-
dez de eternidad de lo bello: el quemante deseo de que su
Obra quede, puesto que es testimonio de la belleza; y por
último -escalón necesario- divinidad y belleza se confun-
den: aquélla es conciencia de ésta. Ese final no se le ha
dado como un regalo, sino que ha sido fruto -digámoslo
otra vez- de una ascesis continua, exaltada y agridulce.
¿Cómo no iba el poeta a corregir incesantemente su propia
obra? Volviendo sobre lo antiguo, Juan Ramón Jiménez
se acercaba más a la belleza última, a lo sumo espiritual
luciente; si cada poema es como un espejo del dios desean-
te y deseado. habla que aclarar cada vez más la imagen
que en los versos se reflejaba. Para un poeta. que acumula
su esperanza en "lengua, en nombre hablado. en nombre
escrito", el pasado ;puede desvanecerse, desdibujarse o
morir del todo? Lo ido revive con igual frescura que lo ac-
tual, y ello explica también la obstinada reelaboración
a que somete el poeta sus composi'ciones antiguas. Creo
que pueden iluminar cuanto estoy afirmando los siguien-
tes ,versos:
;Radiante flor tardía,
que, al removerme la ceniza del pasado,
surjes fresca de pronto,
tan de hoy como la aurora de hoy!
;Qué abrazo
más infinito el que le das al alma,
que volvió a sus escombros olvidados,
por ti, y te abrió, con la belleza
agudizada por tu reconocimiento alegre,
al sol esterno de su día claro!
Salvación del pasado es también Platero y yo. Se salva
el inmediato pasado del poeta -su estancia en Moguer, su
amistad lírica con Platero- y, al mismo tiempo, se salva
el pasado remoto, el de su propia niñez, cuyos recuerdos
se entrelazan maravillosamente con los más próximos. Un
libro -todos lo conocéis- escrito en purísima prosa poé-
tica; poesía ya fable, poesía expresada como es difícil que
se vuelva a expresar en lengua castellana. Con esa misma
alta simplicidad ha trazado Juan Ramón Jiménez otras
páginas de insuperable prosa; las que constituyen, por
ejemplo, retratos de niños: Marilín Santullano, Solita Sa-
linas, Teresa y Claudio Guillén. iOlvidaremos aquella ad-
mirable página que se titula El periodista? Un niño, tan
menudo que apenas es visible en "la noche de la calle mal
alumbrada", está vendiendo La Correspondencia. Describe
Juan Ramón una deliciosa escena entre el niño y su her-
manita mayor; ambos discuten sobre métodos de propa-
ganda. El poeta escribe luego que el niño
da media vuelta, y con un lastimoso contoneo
torero militar de sus poquedades y miserias, mi-
rándose la sombra que le saca una farola de gas
(verdelimón en la maraña cobriza de un arbolu-
cho aún seco, que hospeda a la media luna), se
dice, oyéndose él solo: ";Soy má chulo yo!"
Porque Juan Ramón Jiménez ha sentido siempre una
ternura extrema por los niños; y no sólo se ha consagrado
a ellos, en determinadas épocas de su propia vida, sino que
los hace figurar con frecuencia en su obra. Para ellos ha
seleccionado también sus poemas;recuérdese, por ejemplo,
el volumen que he citado antes y que se debe a las mano?
de Zenobia Campmbí Aymar, esposa y musa del poeta.
En la infancia, muchos españoles tuvimos la' fortuna de
acercarnos, deslumbrados, trémulos, a la poesía esencial,
y ello merced a estas selecciones de la obra juanramonia-
na y a la lectura de Platero y yo. Más que la naturaleza de
Moguer o que los sentimientos admirables del poeta, en
este libro nos preocupaban y punzaban hasta la angustia
los dolores de Platero: la espina, el tábano, la fracasada
excursión; y nos alegraban los triunfos y delicadezas del
blando asnillo. (En 1933 y 1934, un catedrático de literatu-
ra, Agustín Espinosa, no nos dictaba páginas del Quijote,
sino poemas y prosas de Juan Ramón Jiménez, de Anto-
nio Machado, de Rafael' Alberti; los niños de diez a doce
años comenzábamos el bachillerato con una orientación
justa hacia la poesía y con un sentido de lo que importa-
ban la belleza y la dignidad del idioma). Juan Ramón y los
niños. En la memoria de todos sus lectores estáin los si-
guientes poemas: "El niño pobre", "La carbonerilla que-
mada" o "La cojita". La infancia le ha servido al poeta
para ascender también a lo espiritual luciente, y los niños
lo saben apenas leen o escuchan a Juan Ramón. Uno de
los amigos del poeta, Antonio Castro Leal, refiere una
anécdota que es iluminativa. Al terminar Juan Ramón una
recitación para niños, uno de éstos se le aproxima, le tira
del pantalón y le murmura al oído: "Yo quiero morirme
para ir al cielo contigo". Es decir, que la infancia siente
y sabe que el poeta es un ser sobrenatural, un alma que
percibe mensajes de la realidad inefable; un vencedor del
tiempo, un dispensador de la luz.
¿Queremos declarar que el poeta sólo ha percibido
y comunicado la belleza del universo? En casi toda su obra,
sí; pero hay una mínima porción reveladora del sentido
satírico juanramoniano, y no ya en prosa, sino en verso.
De un capellán el poeta dice: .
Acento de Jaén; sombrero de Villasante;
vueltas de ormesí, enteritis y querida.
Canta misa y rosario a un compás rasgueante
de guitarra. Su ;Gloria! suena a j01é mi vida!
Pero el poeta, buscador de lo espiritual luciente,
apenas ha insistido en tal linaje de poesía; sus caricaturas
líricas, en prosa sinuosa, ardiente, afilada, silbadora o can-
tante, zigzagueante o directísima, expresan una múltiple
realidad -persona mayor, niño o paisaje-, sin perder ja-
más el sentido esencial de la belleza. Don Ramón Menén-
dez Pidal desciende de Ventura Rodríguez a Almagro, a las
tres y cuarto de la tarde. Así lo describe Juan Ramón Ji-
ménez: "Su venir lo recortaba cúbicamente, mayor cada
vez, más tostado y negro, sobre el claro momento agudo
en que la sombra y el sol de noviembre se dividen del todo,
dos espirituales líquidos de densidad distinta o dos sólidos
finísimos de una física estática". Allí donde el ojo común
nada ve, sino una realidad sencilla y cotidika -un sabio
español que va de una a otra calle madrileña-, el ojo y la
sensibilidad líricos perciben y expresan una realidad com-
pleja. Repárese también en otras palabras del mismo re-
trato. Don Ramón no habla, sino fabla; "voz de armonio
y miel, de dulce fablistán heroico, inflecsible para la esen-
cia, tierno para la historia".
El dios del poeta, la belleza universal, es multiforme
en sus manifestaciones; y la prosa, que compara o comen- .\
ta, resume o refiere, ha de procurar la expresión de esa
deslumbrante diversidad, pero nunca abandona, antes la
conlleva, la expresión divina de lo poético. El verso, len-
guaje más alto, conciencia misma del dios, tiende a expre-
sar la unidad última o la esencia de las cosas: de ahí que
el poeta haya perseguido siempre la pureza máxima de su
poesía.' Insistamos, sin embargo, en que no es posible as-
cender a ella sin la intervención de los sentidos, que per-
miten el goce de lo bella existente. Escuchad estos versos
que se hallan en La estación total:
Y se mece la flor, con el olor
más rico de la carne,
olor que se entra por el ser y llega al fin
de su sinfín, y allí se pierde
haciéndonos jardín.
"Haciéndonos jardín". El lector puede enlazar esta
expresión juanramoniana con lo que más arriba hemos
afirmado respecto del sensualismo casi místico que se en-
cuentra en la mayor parte de esta obra excepcional. Hacién-
dose jardín, el poeta ha alcanzado la plenitud consciente
de la belleza última. Todo no ha sido, pues, obra del alma
sola, que el cuerpo ha tenido su parte en ello. En no pocos
fragmentos de Juan Ramón hallamos la esencial identidad
entre alma y cuerpo. " iQué me importa nada 1 teniendo
mi cuerpo y mi alma!" Si en cierto poema siente que son
distintos ambos elementos y desea que llegue "la luna de
miel eterna 1 de los dos enamorados", en otro lugar excla- i
ma:
Jardín grato - jalma mía!-
d e mi casa de carne;
y poco después:
Sé que en ti siempre están,
por si y o los buscase,
el ala y el olor,
la luz, el agua, el aire.
Basta recorrer la obra de'Juan Ramón Jiménez para
advertir, temblorosamente, que se trata de un poeta inte-
gral, inmortal. Alguien pudo descubrir en él un tipo de
narcisismo; el más estéril, el narcisismo del espíritu, y es
cierto que algunos fragmentos de su obra parecen justifi-
carlo. Pero, según creo haber declarado a lo largo de este
artículo, tal dedicación a sí mismo y a su propia palabra,
su afán de perfeccionamiento, se hallan más justificados
todavía; porque el poeta siempre ha salvado lo espiritual
luciente, permitiéndonos conocer y gozar la eternidad de
lo bello. Dándose a sí mismo, el poeta se ha dado a los
demás; y en él tienen los hombres, para siempre, el perdu-
rable y supremo testimonio del poder de la palabra.
CLARIDAD Y RIGOR DE PEDRO SALINAS

Juma a la obra poética de Pedro Salinas se alinea una


importante obra crítica. Ambas son hijas de una vocación
excepcional y profunda. Si la primera se encuentra, en ge-
neral, bajo el signo del sentimiento amoroso, si es una poe-
sía referida a una amada concreta -a esa tú a quien se
dirigen casi todos los versos-, la segunda, la obra crítica,
se debe a un amor no menos intenso: España y su lengua
se hallan en las páginas de Pedro Salinas. Los años de ale-
jamiento han sido fecundos para la doble tarea espiritual
del poeta: él ha contemplado la presencia múltiple del mar,
desde las costas americanas, y también la desolada exis-
tencia contemporánea; él ha vuelto amorosamente sobre
autores españoles o sobre espíritus, como el de Rubén Da-
río, que unen lo hispánico y lo americano. A medida que
transcurra el tiempo, será posible aquilatar la labor de
quienes, si geográficamente distantes, trabajan por la ma-
yor gloria de las letras españolas. En cuanto a Pedro Sali-
nas, confiesa que escribe en los Estados Unidos, y añade:
"abrazado a mi idioma como a incomparable bien". Si an-
tes, en trance de explicar su poética, declaraba que la poe-
sía es una aventura hacia lo absoluto, en estos últimos
tiempos, precisando aún más, ha dejado escrito que ella
es siempre obra de caridad y de claridad. De amor y de
esclarecimiento. Toda su obra lírica viene a confirmar jus-
tamente esos juicios del poeta, en especial los postreros
poemas, donde Salinas, desesperanzado casi, se refiere a los
males de la civilización actual. Para la sensibilidad de un
poeta, señaladamente de un poeta como Salinas, en quien
las palabras son
los cristales sutiles
de distancia y ensueño,
la vida de hoy ofrece una experiencia dolorosa. Mas antes
de examinar los poemas últimos, vayamos a la obra prece-
dente de Pedro Salinas.
Los dispersos volúmenes -publicados hasta 1936-
fueron reunidos hace años, por una editorial sudameri-
cana, bajo este título: Poesía junta. De Presagios a Ra-
zón de amor el camino de Salinas ha sido ascendente. La
primera colección (el poeta dice que ha ido uniendo esla-
bones) es quizá un poco aleatoria y contiene algunos poe-
mas descriptivos en los que predomina la estricta anécdota.
Esa atención a la vida inmediata se traduce en una suerte
de ironía, que, unas veces, como en Un viejo chulo la di-
jo, es ironía amarga, y, otras, como en La niña llama
, a su padre, se eleva a un plano deliciosamente tierno. Se
ha dicho que, en este primer libro sobre todo, Pedro Sali-
nas es tributario de voces mayores; pero la personalidad
del poeta -el tono de su voz y sus temas esenciales- se
escucha en las páginas juveniles. Uno de sus más bellos
poemas, Agua en la noche, aparece ya en Presagios. Aun-
que Salinas procede del duro paisaje castellano y confiesa
que las palabras del paisaje risueño no son las suyas, lo
cierto es que la gracia del sur acaba por ganarle, sin vencer-
le del todo. Al comentar la publicación de Seguro azar,
José Bergamín observaba en Salinas la existencia de lo an-
daluz. Pero en muchos poetas esa virtud andaluza era fi-
nura de percepción, ángel verbal, halagos del oído. La de-
licadeza de Salinas deja transparentar, en tales o cuales
versos, esa adusta melancolía de lo castellano. Imposible
que el poeta cante, con honda desesperación, el alejamien-
t o de la amada, porque un fondo resignado o una concien-
cia de lo fugitivo late siempre en sus poemas. En Presagios
no es todavía el amor el tema fundamental de Pedro Sali-
nas, sino que esas páginas constituyen más bien una serie
de meditaciones líricas. Anotemos, por lo pronto, que en
Pedro Salinas existe un goce de lo presente, pero expresa-
do con sobria y sutil ternura, con voz acordada. Es el suyo
un júbilo interior, que no se exterioriza de un modo excla-
mativo, encendido, en perpetuo asombro. Nada más aleja-
do de Salinas que la tesitura del cántico. Si entre sus manos
se desliza la arena, advierte en ella la cualidad de lo inasi-
ble y fugitivo. Inasible y fugitivo será el objeto de todo
amor. Es curioso notar cómo Salinas, a través de su obra,
aun cantando las delicias del inmediato amor, se duele de
'
que exista en la amada un más ailá, un trasfondo o una
traspresencia que huyen irremisiblemente. (Señalemos que
en los poemas de Salinas abundan las palabras qbe osten-
tan el prefijo tras.) En Presagios aparece ya la preocupa-
ción por el nombre y el pronombre: dos notas constantes
en la obra poética de Salinas. Poseer el nombre es, para el
lírico, poseer mágicamente la cosa misma:
Felicidad, alma sin cuerpo.
Dentro de m i te lleao
porque digo tu nombre.
felicidad. dentro del pecho.
En Seguro azar Pedro Salinas comienza a liberarse de
los influjos antes aludidos; pero no del todo. Una purifica-
ción poética. en ese sentido -y en sentido estricto- se ha .
verificado. Por una parte, la liberación parcial de influen-
cias mayores; por otra, una depuración en los mismos te-
mas. La primera composición introduce mármoles y blan-
cura:
mármoles, nieves, plumas
blancos llueve, erigen
blancura, a blanco juegan.
Es decir, aquella tendencia a lo inmediatamente anec-
dótico, que observamos en el libro inicial de Salinas, es
superada en las páginas del segundo. Una levedad misterio-
sa se muestra en casi todos los poemas; poesía insinuante,
angélica, transparente, por lo general referida, casi susurra-
da. Ese tono de media voz, de susurro cordial, de confi-
dencia amorosa, predominará en la restante obra de Pedro
Salinas. Un poema como Vocación puede darnos la c1,ave
, del proceso creador (en cuyo fondo misterioso luchan fie-
les ángeles y ángeles rebeldes). A un lado se encuentra el
mundo perfecto, exterior; a otro, el mundoatormentado
e incompleto, en espera de que alguien le dé la necesaria
perfección. Salinas ha escogido este último. Y, en efecto,
la obra poética consiste, no en la repetición de un mundo
exterior, nítido, ni en la pintura romántica de un caos, si-
no en la clara, amorosa y profunda disposición de los ais-
lados elementos. De las 'masas torpes' o los 'planos sordos'
extrae el poeta la luminosidad y equilibrio de su poesía.
Salinas alcanza la belleza y, a menudo, la perfección. En
Seguro azar hay un breve poema titulado Orilla, cuya per-
fección reside en la totalidad, no en los versos indepen-
dientes. Julián Marías, uno de los espíritus más agudos de
nuestro tiempo, ha escrito: "En Salinas -y en esto se opo-
ne estrictamente a Guiilén- es esencial la elocución, lo
dicho, que sigue su curso a lo largo de los versos, levemen-
te matizado por los elementos formales de éstos". Ya diji-
mos que no se trata de una poesía exclamativa, de un jú-
bilo continuo, sino de un gozo escondido. Es menester
llegar a los últimos versos 'de Salinas para topar con un
dolor manifiesto, pero contenido siempre. En La voz a ti
debida no es aún punzante el dolor:
No quiero que te vayas,
dolor, última forma
de amar. Me estoy sintiendo
vivir cuando me dueles ...
Pedro Salinas canta lúcidamente el flujo de la con-
ciencia, el trato del hombre con las cosas: un reloj pinta-
do, el secreto calor de los radiadores, la voz amada que
llega a través del teléfono. Curiosamente inmersos esos
poemas de la anteguerra en los productos de la civilización,
la obra posterior parece añorar una pureza de mar y cielo.
El contemplado es una serie de poemas publicada en 1946,
donde el poeta conversa con el mar portorriqueño y con-
sigo mismo. Se trata, con Razón de amor, de una de las
más altas obras de Pedro Salinas. Con La voz a ti debida
el poeta llega ya a la plenitud lírica. Como corresponde
a un delicado amor de estos días, los poemas no revelan
un sentimiento apasionado, sino un afecto dulcemente sen-
tido. Poeta de nuestro tiempo, Salinas elude los tópicos
de todos los amantes anteriores: ni la actitud platónica ni
la romántica proporcionan recursos literarios a Salinas. Es
cierto que Razón de amor prolonga los hallazgos de La voz
a ti debida, pero superándolos. Un crítico sostiene que
aquel libro es inferior a éste, y observa que el subsiguiente
'volumen amoroso aparece "con pérdida de la unidad aca-
bada del poema y aun de su frescura y espontaneidad".
Repitamos que, en nuestro sentir, Razón de amor denota
la plena maestría de Pedro Salinas.
Cuando el poeta comienza a cantar, las cosas en torno
le solicitan: el hijo aventurero y díscolo, las primeras pa-
labras de la niña, el despojado naranjo o el limón escondi-
do. Más adelante, si el poeta se vuelve hacia las cosas, es
precisamente porque ellas reflejan o atestiguan la existen-
cia de la amada. He aquí que de pronto piensa en todos
los vestidos que ésta usó, y cuyos colores el amoroso re-
cuerdo conserva tiernamente. No advertimos la tangible,
sensual presencia física de la amada, sino su huella en las
cosas, el diálogo íntimo de Salinas o su afán por aprehen-
derla más allá de sí misma: "Por detrás de ti te busco",
o bien: "Pero tú eres / tu propio más allá". Leve y delica-
damente, Salinas insistirá en lo corporal, como amorosa
condición, y, en cierto poema, revela el ansia de todo por
ser cuerpo. Mas la angustia por apresar lo inasible -eviden-
te ya en su primer libro- es tema constante en su poesía
erótica. Un nombre repetido, su mágica posesión, le apro-
ximan a la amada; y no la palabra antigua, envejecida, sino
el nombre nuevo, flamante, que, como en el caso de Adán,
vale tanto como la misma invención de la persona o de la
cosa. Nombrar es -ya- recrear el universo. Sugerir, según
la enseñanza mallarmeana, es poetizar simbólicamente.
Y este pensamiento me lleva a unas palabras de Pedro Sa-
linas: "Al fin y al cabo, cuando Mallarmé sintió que nece-
sitaba añadir un poco de oscuridad a cierto poema, es que
quería poner algo mucho más en claro". De ese mundo
oscuro y atormentado que es la materia prima de toda
creación auténtica (en la humana esfera), el lírico extrae
' su obra luminosa. Aunque al lector parezca en ocasiones
que el poema es harto oscuro, lo cierto es que viene siem-
pre a constituir un claro y conseguido universo. Para llegar
al mundo de la poesía clásica o romántica, el lector preci-
sa un tiempo determinado. Para percibir la calidez de la
llamada poesía pura, necesita el lector una suerte de adies-
tramiento; una cabal iniciación. Es una poesía dada, evi-
dente, absoluta, diríamos; pero los sentidos exigen una
cierta flexibilidad para captarla. La de Salinas no'puede
ser considerada, con exactitud, como poesía pura, según
se entendió ésta hace veinticinco años. De La voz a ti
debida se afirmó que era un poema de amor intelectual,
sutilísimo. Yo me atrevería a insinuar que se trata, preci-
samente, de un cordial amor, de un amor humano. Pues
sucede que los anteriores poetas -aquellos de que más ha
gustado el público vulgar- acuden a una escenografía
acostumbrada, a una tradicional pirotecnia del sentimiento
amoroso. Para un poeta como Dante, el amor, maravillosa-
mente sublimado, rige todo el universo, y éste sigue exis-
tiendo, mas el poeta condiciona la vida a la existencia de
ese amor desaparecido en cuanto presencia humana. Para
un romántico, si el objeto del amor desaparece, ya el mun-
do no tiene sentido, y propende a la aniquilación, al caos.
Dante, por el contrario, ofrece siempre un mundo en es-
pléndido equilibrio: un mundo regido. El amor, en Pedro
Salinas, es, claro está, una pasión esencial; pero el poeta
no la exalta ni magnifica verbalmente, sino que va mos-
trando cómo se halla inserta en la generalidad del vivir. La
amada despierta la conciencia de Salinas, otorga una sin-
gular fisonomía y presencia a las cosas, o individualiza
cualquier fecha en el calendario del recuerdo. En Fábula
y signo hay un poema en el cual Salinas declara que amará
más cuando la amada se torne memoria: "sombra esquiva
entre los brazos". Amor el suyo que se dirige a una amada
concreta, pero, si el objeto desaparece, el sentimiento gana
en profundidad y madurez. Hemos notado que Salinas
pretende captar siempre el trasfondó, la traspresencia de
la amada. Delicia del tacto, delicia de un cuerpo que halla
su pareja en otro cuerpo; mas Salinas no se detiene en este
placer inmediato. Citemos un significativo poema de Fá-
bula y signo:
Para cristal te quiero,
nítida y clara eres.
Para mirar al mundo,
a través de ti, puro,
de hollín o de belleza,
como lo invente el día.
Tu presencia aquí, sí,
delante de m í siempre,
sin verte y verdadera.
Cristal. ;Espejo nunca!
Y, por esta razón, si la amada desaparece, el poeta no
se quejará con trenos impetuosos: el amor sentido, comu-
nicado, le sirve para contemplar el mundo, no directamen-
'te, sino a través del objeto inmediato; y el amor puede ser
más intenso cuando se haya convertido tan sólo en puro
recuerdo. Sin embargo, en Salinas hay una delicada sensua-
lidad. Si otros poetas aspiran a la misteriosa unidad amo-
rosa de espíritu y materia, Salinas parece contentarse con
la unión de dos cuerpos ("un cuerpo es el destino de otro
cuerpo"). Y las almas, lejos de identificarse platónicamen-
te, se atraen gracias a sus diferencias, las cuales alimentan
el dinámico juego del amor ("Gloria a las diferencias",
"Pasmo de lo distinto"). La unidad radiante de la vida
consiste en esta dualidad corporal que aspira a lograrse,
pero manteniendo siempre la dinámica, latente distinción
de las almas. De suerte que en Salinas el amor puede satis-
facerse cuando el amante y la amada se hallan juntos, car-
nalmente unimismados, combatiendo en espíritu y recon-
ciliándose. Pero la amada se escapa siempre a la total
apetencia del amante. El amor nunca se logra plenamente,
porque ese logro sería su propia aniquilación; y así, los
amantes, dualmente unidos, viven en un puro anhelo:
flotando en el paraíso
de lo que anhelamos ser.
O bien:
lo que canta
es el proyecto del alma.
Hemos visto que Salinas halla a su amada entre las
cosas urbanas: es el suyo un amor nacido en la ciudad, en
tiempos civilizados. Pero el poeta ha perseguido al objeto
de su amor en su trasfondo inaprehensible; y las cosas le
han servido como referencia. En uno de los últimos poe-
mas de Razón de amor se canta la dicha ("felicidad, alma
sin cuerpo") de permanecer con la amada lejos de las in-
venciones o estorbos materiales: desnudamente; en la mis-
ma naturaleza:
Nada. Todo lo que hizo el hombre
suprimido.
Actitud que va afirmándose en la restante obra de
Salinas. El contemplado constituye un diálogo del autor
con el marino elemento; un cántico puro. Las cosas de la
civilización, y el hombre entre ellas, han suscitado la deses-
peranza de Salinas. Para estudi& esa angustia del poeta es
preciso acudir al último volumen lírico que ha llegado
a mis manos: Todo más claro y otros poemas (Editorial
Sudamericana, Buenos Aires, 1949). "Poesía es e1,mundo
de lo permanente", ha dicho Joaquín Casalduero, a propó-
sito de Guillén. Pero lo permanente, entre los hombres, se
manifiesta en cosas perecederas, y la destrucción de éstas
entristece a los más responsables espíritus de los días ac-
tuales. No otro viene a ser el tema primordial del último
libro poético de Pedro Salinas: el amenazante regreso a la
barbarie metódicamente organizada, la vuelta del ser al no
ser. Desaparece aquel antiguo gozo del poeta: la vida lumi-
nosa estaba ahí, y Pedro Salinas acudía a ella, escuchando
tal vez a una invisible cigarra canora o disfrutando, con la
amada, del feliz nadar en un océano sin hombres y sin bar-
cas. Lejos de toda humana invención. Paul Valéry, desde
hacía años, venía hablando de la crisis del espíritu. Nues-
tro Salinas declara, en el pórtico de su reciente libro: "So-
bre-mi alma llevo de todo esto, la parte que me toca; como
hombre que soy, como europeo que me siento, como ame-
ricano de vivienda, como español que nací y me afirmo".
Las circunstancias de la civilización material le hacen vol-
verse hacia las puras cosas del espíritu: "todo poema digno
acaba en iluminaciones". Y la distancia de España le hace
amar doblemente su propio idioma. Si en El contemplado
se encuentran algunas reminiscencias clásicas, ellas se ad-
vierten asimismo en no pocos de los poemas que integran
Todo más claro. La conciencia de lo fugitivo y precario
se acentúa en este libro, donde no figura el amor gozoso.
Un hombre tiembla, pero tiembla no porque le pase algo,
sino, simplemente, porque está viviendo; porque se en-
cuentra en la sobrecogedora orilla de la existencia. En es-
tos versos resuena el eco, profundo y sobrio, de la tradi-
cional voz española ante la muerte. El más admirable
poema de los contenidos en este libro es el titulado Cero.
Pedro Salinas canta, con angustia indecible, los estragos
causados por una bomba al caer en una ciudad. El largo
poema, cuidadosamente construido, va ascendiendo hasta
componer un estremecedor lamento:
;Qué de esparcidas ruinas de futuro .
por todo alrededor, sin que se vean!
Y no sólo yace el futuro asesinado, sino -sobre todo-
el tiempo pasado, el tiempo lento de la cultura que se ma-
nifestó en estatuas, libros, sinfonías, sueños humanos y ciu-
dades. "Tiempo, fila de gracias que no cesa". No es que el
ser quede detenido en su devenir, sino que retorna, por
ensalmo, a la oscuridad primera. Al cero inicial. A la nada.
Pedro Salinas es un poeta claro y difícil, un poeta
riguroso. Mala novia es la facilidad, decía Salinas hace mu-
chos años. Advertimos que el autor se consagra amorosa
y constantemente a su idioma, para entregarnos una crea-
ción clara, exacta, rigurosa y perdurable. Repitamos que
Salinas es un lírico difícil, no porque su obra presente mis-
terios, tenebrosidades, sino porque en ella se transparenta
la minuciosa tarea de quien ama su vocación: la poesía mis-
ma y su lenguaje. La clave o cifra del amor puede residir
en un nombre, y puede expresarse tal sentimiento me-
diante el juego -próximo, confidencial- de los pronom-
bres: de aquellos que revelan la esencial dualidad amorosa:
tú y yo. Luis Cernuda dijo: "Cuán difícil esta poesía sin
dificultad aparente. En ella una sola palabra guarda mara-
, villosas virtudes poéticas. Se camina por un mundo donde
las formas más sencillas celan un dios invisible". Ese rigor, .
,
exactitud y dificultad se hallan en toda la obra de Pedro
Salinas, no sólo en su radiante poesía. Un breve libro de
relatos, Víspera del gozo, que editó Revista de Occidenbe,
podría servirnos para analizar algunos temas principales
en la producción de Salinas. Ya el título mismo da a en-
tender lo que en sus versos ha dicho el poeta con insisten-
cia: que la felicidad es siempre víspera, que todo gozo es
antesala, cosa resbaladiza y huidera. A propósito de tales
narraciones se ha hablado de Marcel Proust, a quien Pedro
Salinas ha traducido felizmente. Pero los breves relatos
españoles muestran virtudes distintas, y en ellos el idioma
es siempre transparente y castigado. En Marcel Proust el
contacto con una realidad -multiplicada hasta el infinito-
suscita una antigua experiencia psíquica, y nace una ca-
dena de recuerdos. En Salinas, cuando ese procedimiento
se da, no parece responder efectivamente a unas vivencias,
sino a un propósito metafórico. Por lo demás, la realidad
y la experiencia de esos relatos no horadan las profundas
zonas proustianas. Pero el examen de Pedro Salinas, narra-
dor, sobrepasa ya el objeto del presente artículo. Impor-
taba insistir en la personalidad del poeta: en su modo de
entender, sentir y expresar el amor; importaba, en suma,
referirse a su obra lírica, clara y difícil, española y perma-
nente.
SOBRE EL TEATRO DE ALBERTI

S U E L E decirse que en la obra de Rafael Alberti son más


relevantes las virtudes líricas que las propiamente dramá-
ticas. Y aunque ello es cierto, creemos que el teatro del
gran poeta merece, por su valer y características, un amplio
estudio dentro de la historia particular del género. En al-
gún importante manual contemporáneo sólo se le cita de
paso, si bien se reconoce tal o cual acierto de Alberti. Pero
a nadie se ocultará que las obras dramáticas de este excep-
cional lírico se sitúan en un nivel superior respecto de no
pocas piezas actuales que gozan de los beneplácitos de la
crítica y el público. La trama y el vigor poético, la belleza
que en los diálogos y en el juego de los personajes se advier-
te, bastarían para otorgar a cualquier autor un extenso
y constante auditorio. Bien es verdad que muchos de los
caracteres, a causa de la carga lírica, no cobran el relieve
máximo que es sólito en las grandes producciones teatra-
les; pero, con todo, disfrutan de suficiente entidad para
suscitar la emoción e interés de espectadores y lectores.
En realidad la enorme vena lírica que en cada personaje se
manifiesta impide que sea cada cual incorporación autén-
tica de humanidad, como suelen serlo los caracteres en el
teatro clásico. Cuando lo estrictamente teatral parece des-
vanecerse, el don lírico del autor lo sustituye con su tensa
hermosura, mientras que otros afamados dramaturgos sólo
pueden ofrecer en tales momentos pura vaciedad verbal.
Cada una de las piezas de Alberti aporta siempre al espec-
tador o lector una visión nueva de la realidad espiritual,
un verdadero goce estético. De ahí que nos seduzca, en la
presente ocasión, juntar unas ligeras notas sobre el teatro
albertiano, a sabiendas de que esta parte de su obra exige
un análisis más demorado.
Quien desee conocer la producción dramática de Ra-
fael Alberti hallará una muestra esencial de ella en el tomo
editado por Losada, de Buenos Aires. Alguna pieza no ha
sido recogida en ese volumen; pero en sus páginas se en-
contrarán las cuatro siguientes: El hombre deshabitado, El
trébol florido, El Adefesio y La Gallarda. Es la primera
un auto; la segunda, una tragicomedia; Fábula del Amor
y las Viejas subtitula el autor, quizá tímidamente, la obra
llamada El Adefesio; la cuarta es una "tragedia de vaque-
ros y toros bravos".
En las cuatro (pero de modo imperceptible en La
Gallarda) hay una mezcla de lo puramente lírico y de lo
grotesco; es decir, de la concentrada expresión personal
y de una deformante visión objetiva, escasamente humana.
En tal grado se da esta última (recuérdense algunas esce-
nas de El Adefesio) que la conducta y palabras de los per-
sonajes frisan con lo esperpéntico, casi a la manera de un
Valle-Inclán. Pero no nos sorprenderá hallar eswasgo en
la producción dramática de Rafael Alberti, porque sus
mismas poesías líricas adoptan a veces el tono burlesco
y deformante. Diríamos que ello está justificado en las
piezas teatrales cuando la tensión sube de punto; la opor-
tuna ingerencia de lo grotesco origina en el espectador una
especie de descarga o alivio, no de otro modo que en Mac-
beth, según observó Thomas De Quincey en ensayo ejem-
plar, la llamada a la puerta'que sigue al asesinato de Dun-
can significa el "reflujo de lo humano sobre lo diabólico:
empiezan a vibrar de nuevo las pulsaciones de la vida y la
restauración de lo&sucesos del mundo en que vivimos es
' 18 que primero nos hace percibir profundamente el horrible
paréntesis que los había suspendido". Pero en Alberti lo
grotesco significa cosa diversa: no la vuelta a la vida nor-
mal, sino el revés absurdo de los hechos que contempla-
mos. Cuando Gorgo y las otras organizan una suerte de
grotesco aquelarre, mientras torturan a la delicada Altea,
nos inclinamos a no tomar demasiado en serio cuanto di-
cen y ejecutan las viejas: y lo trágico parece alejarse defi-
nitivamente. Pero no estamos ante una acción burlesca,
como quisiéramos, sino ante una fabulosa tragedia cabal.
Gorgo y las otras pueden actuar como sombras dramáti-
cas o grotescas, pero en sustancia son verdaderas encar-
naciones del Destino.
En ésta y en las demás obras de Alberti, los persona-
jes están sometidos a la fatalidad. La sonrisa o la burla, el
flujo lírico o la gracia verbal pueden hacernos olvidar la
presencia de lo inexorable, pero, al cabo, el nefasto influjo
conduce la acción. Ni el Hombre ni Aitana, ni Gallarda
ni Altea se mueven con libertad, como tampoco sus opo-
n e n t e ~dramáticos. Sileno ahoga a Aitana (El trébol Pon-
do) a pesar de su amor paterno o a causa de su ceguera
amorosa. No en vano ha querido el poeta que Sileno sea
un invidente: lo es en lo físico y en lo espiritual. Un sino
adverso preside también los amores de Cástor y Altea, en
El Adefesio; o de Gallarda en la tragedia de vaqueros y to-
ros bravos. Como en el teatro de los antiguos, la criatura
humana se siente impotente en medio de fuerzas superio-
res. Veamos lo que acontece en cada una de las piezas dra-
máticas, y sea la primera El Hombre deshabitado. Aquí,
al protagonista le auxilian los Cinco Sentidos -cuya misión
canta el poeta bellamente-; pero estos auxiliares, como
había observado el Vigilante Nocturno (dios nada ortodo-
xo), perderán al mismo Hombre. Éste, una vez tentado,
será capaz de alevosía y crimen; no ha podido oponerse
a las seducciones de la Tentación ni al halago de sus inte-
resados, sensuales servidores: gusto, vista, oído, tacto y ol-
fato. En el auto de Alberti, el Hombre carece de claridad
espiritual y, por consiguiente, de albedrío. Comparemos
esta pieza con una obra clásica del teatro español: Los en-
cantos de la culpa, de don Pedro Calderón de la Barca. En
la obra calderoniana -verdadero auto sacramental- acom-
paña al Hombre el Entendimiento, facultad que le permite,
en el instante oportuno, rechazar con energía los hechizos
de la Culpa -deliciosa Circe- y las turbaciones de los Sen-
tidos desatados. Alberti priva del Entendimiento a su
Hombre, a quien si algo le hace vacilar y resistirse es la
propia inocencia; pero ia herza de ésta resulta tenue. La
Tentación, en la obra de Alberti, ha dicho: "Lo que más
me asesina en el mundo es la inocencia"; sin embargo, tal
estado se esfuma ante el acoso de los sentidos voraces.
De modo que el Hombre se encuentra solo frente a la
Tentación, sin que el Entendimiento le gobierne, sin que
lo Divino le ayude. El Vigilante Nocturno -dios de menor
cuantía- está desprovisto de todo amor, es una deidad
subalterna. Y así exclama enfáticamente al terminar la
obra: "Mis juicios son un abismo profundo."
Los personajes de las restantes piezas de Alberti se
hallan en situación pareja a la del Hombre deshabitado:
sienten el amor, aspiran al equilibrio, juegan y luchan. To-
do en vano. Concluyen por caer en el abismo profundo,
a pesar del ímpetu vital que los anima. Si no los propios
sentidos, sí otras incorporaciones nefastas se encargarán
de sumir a los personajes en las mayores tinieblas. Doble-
mente ciego, Sileno (El trébolflorido) no puede compren-
der el sentimiento del amor en su hija Aitana. Este anciano
y Umbrosa, es decir, el molinero y la pescadora, no acce-
den a los amores de sus respectivos hijos, porque entien-
den que la tierra y el mar se oponen fatalmente. No ven-
cerán los amantes la adversidad. Los hermanos Martín
y Alción, ambos prendados de Aitana, se esfuerzan por
doblegar las voluntades (concordes en lo negativo) de Sile-
no y de Umbrosa. Martín quiere trocar 13 mar por el mo-
lino, traicionando a sus antecesores; Alción, tímido, soli-
cita el consejo de unos ancianos. ''¿Qué hacer?", pregunta
el mozo; y le responden: "Que el viento sople de tu lado."
También al viento acude Aitana, vacilante entre los dos
jóvenes pescadores:
Las hojas se me consumen
en un fuego y otro fuego.
Sopla, viento, a la derecha;
a la izquierda, viento.
Apaga, viento este hervor.
Vengo bhscando uno mota de trébol,
vengo buscando una mata de amor.
Y dos figuras, disfrazadas de árboles, contestan a la
hija del molinero:
Si no lo encuentras al borde del agua,
es.que lo tienes en el corazón.
Cuando el viento llega a ser favorable al mozo, cuan-
do Aitana toma de su propio corazón el ansiado trébol,
ya es difícil que el destino vuelva sobre sí. El ciego Sileno
ahoga a su hija antes de que ésta pueda reunirse con el
enamorado.
Más justificación que el de Sileno tiene el proceder
de Gorgo (El Adefesio) al torturar y encerrar a Altea, a fin
de que no se comunique con su novio Cástor. Pero tal jus-
tificación no aparece sino al final de la tragedia. Mientras
se va desarrollando la acción, la actitud de Gorgo nos pa-
rece repugnante y motivada por el odio a la bella Altea,
y quizá también por la locura. Grotescamente Gorgo invo-
ca a su difunto hermano (a quien a veces confunde con el
mismo Cristo) y, para asumir la autoridad del muerto, se
coloca con frecuencia las barbas que éste dejó en la tierra.
El falso evangelismo de Gorgo (sobre todo en la escena en
que lava las manos a las demás viejas, a la criada Ánimas,
a los mendigos) nos hace oscilar entre la burla y la indig-
nación. Pero hemos dicho que su extraño proceder está
más justificado que el de Sileno, pues con tales expedien-
tes absurdos ha pretendido Gorgo oponerse a la fatalidad.
Altea y Cástor, el niño de misterioso origen, se han ena-
morado hondarnente;pero ese amor no es lícito. Gorgo lo
sabe, y actúa sin confesarlo. Cástor es, como la delicada
Altea, hijo de su hermano difunto. De su hermano y de
cierta campesina. Altea y Cástor son, pues, hijos del mismo
padre: tal es el secreto que guarda Gorgo hasta que la tra-
gedia se ha consumado. Altea, creyendo que Cástor ha
muerto, se suicida como Melibea, sin llegar a conocer el
impedimento de sus amores.
Es curioso observar que estos truchimanes del Hado
-Sileno en El trébol florido, Gorgo en El Adefesio- son
aficionados al alcohol; no parece sino que necesitan ese
excitante para cumplir su misión funesta. Gorgo y el viejo
son como instrumentos de instancias superiores; carecen
de albedrío, como de él carece el Hombre en el auto ini-
cial. Quizá por eso haya en las piezas de Rafael Alberti
una llamada a las fuerzas sobrenaturales: no a las divinas,
sino a las diabólicas. Gorgo, por ejemplo, actúa a veces al
modo de una verdadera bruja; y en las escenas finales de
El trébol florido, cuando aparece un toro de paja que va
a ser quemado, advertimos que éste puede anunciar por
boca de una vieja el inmediato porvenir. Casi todos los
personajes se sienten arrastrados por un viento incoercible,
y el recurrir a lo diabólico es un desesperado intento de
salvación. Cuando el hombre sabe que no se basta a sí mis-
mo y que de nada le valen las fuerzas lúcidas, pretende
pactar con lo oscuro y caprichoso.
Así, al examinar las bellas y punzantes obras dramá-
ticas de Rafael Alberti, echamos de ver que, no obstante
la poderosa carga lírica y los escapes hacia lo grotesco, hay
en ellas una sustancial corriente trágica.
Lo lírico se manifiesta todavía con más vigor y persis-
tencia en La Gallarda, pieza que el autor ha escrito ente-
ramente en verso. Todos los personajes hablan y actúan
en plena tensión lírica; pero el esforzado idioma y los rít-
micos movimientos e intervenciones -que infunden una
tremenda beileza- quizá disminuyan el ímpetu dramático. .
Diríamos que la protagonista ostenta un erotismo desvia-
do, porque pospone su normal amor a Manuel Sánchez, el
marido. al extraño amor que siente por un toro casi sim-
bólico. El animal no aparece en la escena, pero acaba por
gravitar sobre todos los personajes. Se nos figura que la
bestia representa para la protagonista no sólo el amor fi-
lial, sino además el propio amor viril. Cuando Manuel Sán-
chez va a combatir con el toro, recibe la maldición de Ga-
llarda. Muerto Manuel en el trance, su recuerdo casi des-
aparece del ánimo de Gallarda, que sólo tiene alientos pa-
ra salvar al toro escapado a los montes. La muerte del ma-
rido no abate totalmente a Gdarda, pero sí la del toro.
No hay en esta obra los fragmentos burlescos que se
encuentran en E2 Adefesio y en El trébol florido; acaso
tan sólo aparecen como levemente insinuados. En realidad,
no es menester que en la tensa tragedia lírica figure lo
grotesco como alivio de la acción, porque la constante be-
lleza del verso amortigua la fuerza heridora de lo inexora-
ble.
En La Gallarda, apoteosis del amor y el toro, obra '

de nostalgia hispánica, hay un curioso personaje, Babú,


que es versión moderna del antiguo Coro. Asiste Babú al
desarrollo de la acción y la va comentando y prediciendo.
Es esencial su intervención cuando describe a los especta-
dores de la pieza las vicisitudes de la corrida, mientras en
la escena sólo aparece Gallarda con sus sueños. Ya en el
prólogo de la obra, Babú nos anuncia quién es él:
Soy los desesperados paréntesis de sombra,
los apartes crueles en la escena sencilla,
el temblor subterráneo que va por la tragedia...
Y prefigura el desenlace al aconsejarnos, resignada-
mente:
... Pero no lloréis
porque no pueda nunca nada contra el destino.
Sí; sabemos que nada se puede contra él. Para conju-
rarlo, los personajes de Rafael Alberti acuden a la maldi-
ción, a la imprecación, en terribles pasajes que deseamos
situar, por contraste, junto a los requiebros amorosos o las
puras explosiones líricas. Imprecación y maldición son re-
cursos paralelos al de las coplas diabólicas o brujeriles; si
éstas nos parecen grotescas es por la razón que indicamos
al comienzo de las presentes notas. Pero, en suma, no ig-
noramos que los personajes usan tales recursos como quie-
nes se hallan sumidos en la total impotencia. Ellos esperan
o sueñan que la intervención de lo diabólico los pueda sal-
var de su inexorable destino.
Smia de desear que Dámaso Alonso, que ha consa-
grado tres excelentes capítulos al estudio de Aleixandre,
considerase con detenimiento el libro inicial del poeta,
Ámbito, en el cual ciertamente se hallan atisbos del lírico
posterior. El propio Aleixandre ha declarado que Sombra
del Paraíso se enlaza con su obra primera. He querido es-
tudiar ese librito, editado en 1928 (Litoral, Málaga), y no
me ha sido posible encontrarlo en las librerías. A la perso-
nal gentileza del poeta debo la oportunidad de haber teni-
do en mis manos un ejemplar de Ámbito. Sorpresa casi
inesperada. Porque toda la poesía posterior de Aleixandre
se contiene, como en germen, en la obra publicada duran-
te la primera juventud. Dice Dámaso Alonso que la obra
del poeta comienza verdaderamente con Pasión de la tie-
rra. En cuanto a mí, he creído ver al futuro y granado
Aleixandre en los deliciosas, conmovedores y cristalinos
poemas que Ámbito recoge. Es posible que y o me equivo-
que. Ortega escribe que el buen ideólogo no debe temer el
error como el buen guerrero no debe temer la herida. Cier-
t o que, comparado con Espadas como labios (y no diga-
mos con Pasión de la tierra, libro segundo, publicado mu-
cho tiempo después), Ámbito resulta de una contención,
de un dominio realmente admirables. Pero la mirada crítica
descubre anticipos de los libros superrealistas; anticipos
-también- de Sombra del Paraíso. .Algunos poemas, de
envidiable ciasicidad, pueden figurar entre las mgores pie-
zas del poeta:
El gesto blando que
mi mano opone al viento
es molde que yo al breve,
huidizo pie le ofrezco.
Aleixandre revela en este libro el mundo que sus sen-
tidos perciben. Es un mundo dado, un mundo dispuesto,
del cual el poeta viene a ser el intérprete. Pero Aleixandre
es un demiurgo, un creador; y necesita transmutar violen-
tamente los materiales del universo, acudir a las fuerzas
oscuras, tocar las raíces primeras de todo. De este frenéti-
co combate con la sombra, con el sueño, van a nacer sus
libros posteriores, hasta que el poeta alcance el límite lu-
minoso del Paraíso, y a la turbiedad del sueño va a sustituir
' la radiante visión, el universo que un ángel desterrado, un

poeta, maravillosamente recrea. Entre el primero y el últi-


mo libro late una continuidad, una misma poderosa apti-
tud demiúrgica. Esa continuidad puede advertirse no ya
en los temas, sino incluso en el vocabulario. La.palabra
bulto, por ejempl~,aparecerá en Ambito y en la restante
obra de ~leixandre.Sólo que el poeta va a henchir, tras
una impetuosa fusión, ese universo primero de su libro ini-
cial. Desencadena los elementos y vuelve a disponerlos,
bajo el reinado de la luz. Ya se nota que Aleixandre es un
poeta elemental; su tema es la Creación, afirma Dámaso
Alonso. Vemos al poeta dándose pura y vehementemente
a la Naturaleza. "Conservo la dignidad de la aurora y alar-
deb 'de desnudeces", exclamará en Espadas como labios.
Y esto, precisamente, distinguirá su poesía: la elementali-
dad, la desnudez. Se le achaca cierto ímpetu oratorio, pero
ese recurso -que se advierte en algunos libros- es necesa-
rio; porque sin un violento dominio de la palabra no ~ o d r á
recrearse el universo, crear el mundo poético que es expre-
sión de su espíritu. La poesía absolutamente desnuda, pu-
lida -cuyos elementos musicales se hallan reducidos al
mínimo-, podrá darnos momentos líricos, emotivos ins-
tantes, como en Ámbito, o sutiles estados intelectuales,
como en Valéry o en Guillén; pero los cantores demiúrgi-
cos -y repito que Aleixandre es uno de ellos, tal Whit-
man-, perciben, no la remansada y significativa fuerza del
mundus, sino el ímpetu, el ardor de la Creación fraguán-
dose o en reposo aparente. No la cristalización en concep-
tos, sino la música de la sangre cósmica. De donde se
infiere que Aleixandre es un poeta sensual, y esta nota
aparecerá a lo largo de toda su obra. Es un neorromántico,
se dice. No quiero aceptar esa fórmula si con ella se pre-
tende afirmar solamente que Aleixandre es un inspirado;
porque él es, por añadidura, un maestro del lenguaje. La
filiación clásica de Ámbito amenaza, aquí y allá, con de-,.
rramarse en abundante vena oscura, cálida.
Raras veces el poeta es simplemente descriptivo,
como en Cerrada, composición que abre su libro primero.
Ahora bien: Aleixandre no describe la noche de un modo
sereno. como si fuera la noche un cósmico acontecimiento
exterior: no la describe como Fray Luis, sino que la hu-
niza vivamente. No es posible a Aleixandre el recrear un
mundo frígido. Advierte el poeta latidos, corales de sangre
o luz o fuego. Y en seguida:
o carne o luz de carne
profunda ...

Sí. Ámbito es un libro contenido, pero en casi todos


sus versos se está anunciando laignición que siempre define
la poesía total de Vicente Aleixandre. Cuando la idea na-
ce, no brota con suavidad: si primeramente hay un tem-
blor de aguas en la frente y emerge limpia, pronto rasga
con violencia los hilos de los vientos. Así, Vicente Alei-
xandre no ve cómo se suceden, inexorables y apacibles, el
día y la noche, sino que, embelleciendo una imagen tradi-
cional, canta el combate de la noche y la luna. Y, poeta
sensual, exclama:
La noche tiene sentidos.
Un poema, Pájaro de la noche, anuncia, en mi opinión,
a fragmentos de Sombra del Paraíso. Oíd:
Si surges tú, pájaro de la noche,
trasvaso a ti la comprobacion de la noche.
Tu c o k larga y plumada
resbala sobre el hielo del aire sólida ...
gotas heladas para los suelos nocturnos
inhalhbles sin ondas y sin destello ...
Te miro así, casi en vacío,
nudo de sombra, ruiseñor,
mudo bloque de ébano.
Para el poeta de Sombra del Paraíso, el tacto es pri-
mordial. En Mar y aurora, de Ámbito, dice también:
Las largas lenguas palpan
las pesadas aguas ...
Y los elementos, los inmortales, cantados en el libro
publicado en 1944,lo fueron también en 1928. En Ámbi-
to llamará a la luz desparramada, blanquísima. Mas la ob-
sesión de la noche, rondadora, inefable, advierte ya la
proximidad de Espadas como labios, de La destrucción
o el amor, de Pasión de la tierra. ;Con qué punzante equi-
librio describe Aleixandre las horas: la una, las seis, las
ocho, las tres! Noto a veces un ligero recuerdo de Pedro
Salinas, y no resisto a la tentación de citar un evocativo
pasaje:
Sería como si hermanas
así, corriendo locas
-que llego yo, que tú-
se dieran sóio sombra.
El último poema de Ámbito es significativo. Casi to-
dos los temas anteriores aparecen en esa breve composi-
ción. He aquí la noche, la luna, el día ya presentido, la
aurora. He aquí la noche madura y la Naturaleza, ofrecién-
dose, y la mano (el tacto) añorando zumos densos. Cierto
que el primer libro de Aleixandre es un libro contenido,
como ha observado Dámaso Alonso. En este rápido exa-
men de Ámbito hemos advertido que Aleixandre canta,
en cierto modo, contenidamente, obedeciendo, eso sí,
a una línea de la poesía española que se hallaba en vigencia
por aquel tiempo. Pero hay también frecuentes vislumbres
del autor de los libros posteriores; hay unos mismos te-
mas, una idéntica insistencia en determinadas imágenes:
Todo el ámbito se recorre, se llena
de crecientes tentáculos ...
Tumultos, cataclismos de volúmenes
irrumpen de lo alto a la ancha base...
Esto es: Vicente Aleixandre llega a un universo poé-
tico. y llega con su espíritu original. En ese cántico prime-
rizo se advierte su personal, hondo, entrañable modo de
entender la poesía. Y tiene que enfrentarse con todo: con
la poesía, con el universo exterior, con la palabra. Un paso
más y estamos en Pasión de la tierra. Pues en Ambito el
poeta bascula entre la inmediata tradición -viva-, sus
tendencias al universo luminoso -como aparecerá en Som-
bra del Paraíso- y la atracción inevitable hacia el caos,
hacia la turbadora pasión terrena, hacia la ambivalente
destrucción amorosa. Si el mar aspira a tragarse -boca in-
mensa- a la noche, el caos va a producirse; y de ese cós-
e - .,
mico estallido prolongado nacerá la radiante hermosura
de Sombra del Paraíso, l i h o que irrumpe maravillosamen-
te en la vida literaria española de 1944. Su vasto aliento
poético influye en no pocos líricos contemporános. En
fin Malherbe llegó...

Nota.- Con generosidad cita este artículp mío, y corrobora su


tesis, Alejandro Amusco, en su excelente "Ambito: 'Vetas distin-
tas' " ( H o o de poesia, núm. 32, Barcelona, a.m., marzo-abril?
1984.)
ALEIXANDRE, DIOS Y HUMANO.

C u a m o hace unos anos publicó Vicente Aleixandre


Sombra del Paraíso -volumen capital en la lírica españo-
la-, muchos hubimos de creer que tan insólita perfección
no podría ser emulada en obras diversas y sucesivas, a me-
nos que el poeta se mantuviese en aquella misma alta línea.
Hasta 1936, Vicente Aleixandre era un poeta muy perso-
nal y destacado; se le había concedido el Premio Nacional
de Literatura por una de sus obras. Al aparecer en 1944
Sombra del Paraíso, libro radiante y único, pudo advertir-
se entonces que la personalidad del poeta se elevaba hasta
situarse junto a las mayores en lengua española. En primer
lugar, Aleixandre ofrecía un universo propio, dádiva que
no se halla al alcance de todos los líricos, por muy ilus-
tres que éstos sean. Unos se limitan a cantar el universo
en torno, sin obtener jamás un perfil inalienable; otros,
a lo sumo, edifican un falso universo, cuya fisonomía pa-
rece reconocible por el empleo frecuente de algunas con-
venciones y de algunos objetos siempre reiterados, que
suelen caer en manos de los seguidores. Pero levantar un
universo poético es empresa rara y dificultosa. Se trata,
nada menos, que de crear un ámbito con sus leyes propias
y sus propios misterios; un ámbito -diríamos con exacti-
tud- que fuese limitado, pero infinito. Carlos Bousoño,
que ha estudiado admirablemente el aspecto estilística
de Aleixandre, dice, en los capítulos últimos de su libro,
que "quizá sea Aleixandre (junto al chileno Pablo Neru-
da) el poeta de nuestra lengua que ha lanzado una mirada
más vasta y coherente sobre el universo, entregándonos
una concepción tan trabada de él que los lectores menos
preparados suelen percibirla en seguida"'.
Tal observación es de extraordinaria justeza. Grandes
líricos, como Unamuno, no crean ese universo de un mo-
do exterior a ellos mismos, sino que su visión o concep-
ción se arraiga perpetuamente en.su propio espíritu ;viven
dentro del orbe que definen sus poemas. No sé si mis pa-
labras sobre este asunto resultarán harto imprecisas. Gui-
llermo de Torre ha podido escribir, a propósito de Jorge
Guillén: "Todo gran poeta tiende a dar su interpretación
del mundo en un modo único o unificado". Cierto; mas
aquí se trata de que ese modo parezca independizarse de
su creador. Me atrevo a opinar -y esta idea es necesaria
para el enfoque del presente artículo- que Aleixandre ha
lanzado un universo podigioso exterior a él; pero en el
que se advierte, claro está, su aliento continuo. Si Unamu-
no, pongamos por caso, se encuentra en una relación pan-
teísta con su orbe, si es un dios que vive en cada una de
sus líneas, Vicente Aleixandre, como un demiurgo, entre- -
ga un universo aislado que parece alentar sin el creador,

1 Carlos Bousofio: La poesía de Vicente Aleixandre. Imagen.


Estilo. Mundo poético. Ediciones Insula. Madrid, 1950. Pág. 225.
pero que el creador continúa sosteniendo. Con sus libros
de poesía, Aleixandre repite las etapas de un Génesis pro-
pio. Acepta primeramente el mundo -el rnundus- que le
ofrece su tiempo lírico; y ello es revelado por Ámbito, dia-
mantina obra inicial (pero en la que, sin embargo, hay
gérmenes del futuro camino de Aleixandre; no otra cosa
ha querido sostener un artículo mío, el cual, según sospe-
cho no fue muy convincente2 ); opera luego Aleixandre
con la materia de un universo destruido; destruido por
amado, precisamente: la destrucción o el amor. Más tar-
de, aquel poeta que se identificaba con fuerzas extrañas
y ciegas, con animales poderosos y elementos telúricos,
llega al alto plano que revela Sombra del Paraíso. Imperan
aquí el amor, la luz, la plenitud, el desnudo, puros y ar-
quetípicos: apenas el poeta se dejaba ver personalmente
en este o aquel fragmento de su obra. En medio de tanto
júbilo y luminosidad, algunas veces se insinúan la muerte
o la tristeza. Sí, el amor y el dolor -declara Aleixandre-
constituyen el dominio del poeta verdadero. Pero, aunque
amor y dolor estén por el poeta expresados con hondura
singular -recuérdese que Dámaso Alonso ha dicho: "To-
da la poesía de Aleixandre procede de auténtica emoción,
y está agitada por una auténtica emoción" -, ambos
(amor y dolor) son sentidos y utilizados por un maravillo-
so demiurgo para alzar ese universo de que venimos ha-

2 Ventura Doreste. "La unidad ~ o é t i c aen Aleixandre". "Insula",


50. Madrid, 15 de febrero de 1950. (Véase en este libro).
3 Aleixandre y Dámaso Alonso: "Vida del poeta: el amor y la
poesía". Discursos académicos. Madrid, 1950.
blando, y en el cual no parece él sumergirse personalmente.
Creador absoluto, por lo tanto. El hombre Vicente
Aleixandre no había intervenido aún en su propio univer-
so; no había aun descendido, convivido, participado; aun-
que tal universo sólo había sido posible merced a su amor
.. y dolor personales. Esa convivencia habrá de verse en un
libro posterior: en Historia del Corazón, que pretendo
analizar en este artículo. Publicada hace justamente un
año, la obra4 nos entrega a un Aleixandre pasmoso; uno
y vario: el poeta conocido y admirado nos brinda una
perspectiva nueva en su espíritu.
Recientemente, en un estudio sobre el escultor Julio
González, Juan Eduardo Cirlot trasladaba un juicio de Jean
Cassou; escojo las siguientes palabras, que convienen a mi
propósito: "Las criaturas de González -dice el escritor
francés- son los frutos de ese sentimiento demiúrgico
que reina tan frecuentemente en los españoles y los com-
pele a convertirse en inventores" '. No se trata, pues, de
la aportación de un matiz o, a lo sumo, de un sesgo nue-
vo; sino de una radical invención, de un prodigioso descu-
brimiento. Privadamente, ya de palabra, ya en epístolas,
me había referido yo, hace años, al enorme poder demiúr-
gico de Aleixandre; y esa cualidad -no obstante la afirma-
ción del gran Cassou- no es demasiado frecuente. Si mi-
ramos a lo universal, puede hallarse más en los novelistas
-Cervantes, Balzac, Galdós, acaso Kafka-, que no en los

4 Vicente Aleixandre: Historia del Corazón, Espasa Calpe, S.A.


,

Madrid, 1954.
5 Juan Eduardo Cirlot: ' El escultor Julio González". '.Gaya".
Revista de Arte. Num. 4. Madtid, 1955.
poetas, y más en los poetas dramáticos, que no en los líri-
cos. De ahí la asombrosa singularidad de Aleixandre. Es él
un creador en sentido estricto y en amplio sentido; no or-
ganiza una materia y le infunde luego su extraordinario
aliento; sino que, al revés, parece que ese aliento, al brotar,
va articulando un determinado cosmos. Una vez construi-
do ese cosmos, el poeta descenderá hasta él, y participará
de un humano amor. Y junto a la amada, Aleixandre sen-
tirá una plenitud divina, temerá una interrupción del amor,
soñará la nada y descubrirá en qué consiste la fluyente
permanencia del mundo.
En su discurso académico -cuyas páginas piden un
detenido comentario- había dicho Aleixandre: "No en el
soporte. tan misteriosamente indeterminable, del amor,
sino en la actividad misma que en el objeto va a apoyarse,
en su modo delicadísimo de función, es donde quizá el
hombre entrega al cabo descubierta e iluminada la íntima
estofa de su espíritu" . ¿Qué importa, en definitiva, la
diosa que haya suscitado esa admirable actividad? Jorge
Luis Borges, en su estudio sobre la Divina Comedia, tiene
estas palabras: "Enamorarse es crear una religión cuyo
dios es falible"' . Falible el dios, la diosa falible, pero in-
mortal la religión. La poesía, justamente, pone de mani-
fiesto, expresa, como ningún otro quehacer del hombre,
el poder de esa actividad a que alude Aleixandre; y su li-
bro Historia del Corazón responde admirablemente a sus
palabras académicas. Maravillosa es la virtud del amor, y la

6 Aleixandre y Dámaso Alonso: op. cit.


7 Jorge Luis Borges: "Estudip preliminar" a La Divina Come-
dia. Clásicos Jackson. Ediciones Exito.Barcelona, 1951.
de la poesía, que lo absorbe y lo recrea. Confiaba tanto
en esa actividad Mateo Arnold, que hubo de escribir, en
pasaje famoso: "El futuro de la poesía es inmenso, porque
en la poesía. cuando ésta es digna de sus altos destinos,
hallará nuestra especie, a medida que el tiempo pase, un
apoyo cada vez más seguro" '.
Acerquémonos a Historia del Corazón, cuyos poemas
abren un nuevo panorama en la lírica de Aleixandre. Alei-
xandre humano, no demiurgo. Una concreta mujer, de
carne y hueso. suscitará ahora el poderoso canto del poeta;
he aquí al dios junto a una mortal; mortal él mismo. Pero
de la coparticipación de este amor, desde esta humanísi-
ma pasión, Aleixandre ascenderá a la visión del amor co-
mo fuerza pura. como suma actividad del universo. Se ha
observado que, en libro antecedente, la mujer desnuda se
confundía casi con el mismo paisaje; era luz primaveral,
río, frescura derramada. Tenemos aquí, en cambio, a una
mujer tangible, cuyo nombre sueña y retiene el poeta. Pe-
ro el amor, aunque carnal, aparece trascendido por un
sentimiento de pureza única. Advirtamos que tal senti-
miento se distingue del simplemente platónico. Para Dan-
te o para Petrarca -delicados amadores-, la intangible
amada era símbolo de la ciencia o una mera figura que
emanaba un poder de serenidad, una fuerza reguladora de
las estrellas interiores del poeta. No creo incurrir en here-
jía si afirmo que la pasión amorosa, en Historia del Cora-
zón, es esencialmente cristiana; expondré, con brevedad,

8 Matthew Arnold: Poesía y poetas ingleses (Cap. "El estudio


de la poesía") Colección Austral. Buenos Aires: 1950.
las razones de ello. (Prescindamos ahora, para el objeto de
nuestro examen, de ciertas alusiones del poeta, de ciertas
señales que revelan la condición forzosamente secreta del
amor "real" de Aleixandre.) Un amor cristiano, decimos,
porque hay en él una pasión del espíritu unimismada con
una pasión de la carne; y esa fuerza, en verdad, no puede
entenderse de otro modo. Cierto que el alma del poeta
trasciende de continuo el inmediato gozo de los sentidos,
pero ese gozo es necesario; cierto que el poeta descubre
que el amor es aroma, luz, llama y por eso, cuando se
unen los amantes, ambos llegan a "su corporal unidad, he-
cha luz trastornada".
Pocos libros poéticos se presentan tan articulados
como Historia del Corazón. He aquí los temas generales
que constituyen esa historia: la amada, los demás y la in-
fancia. Aleixandre canta primeramente su impetuoso amor
humano; luego se vuelve hacia los otros hombres y revela
su misión poética, su unimismamiento con ellos ;después,
la mirada o la memoria del poeta se sumerge en su perso-
nal paraíso perdido, donde apenas hay sombras, es decir,
en su infancia lejana; finalmente,retorna a cantar su amor,
cumpliendo un ciclo, y extiende una mirada suma, ofrece
un latido total, sobre la historia recorrida: la de su cora-
zón, exactamente. Es tal la calidad y fuerza del amor -uni-
versal- de Aleixandre, que el poeta ha debido cantarlo en
este libro singular: historia o eternidad de su corazón. Lo-
pe de Vega, el impetuoso y virtuoso del amor, hace decir
a uno de sus personajes, en El Caballero de Olmedo:

Que un amante suele hablar


con las piedras, con el viento.
Al viento de la eternidad ha lanzado Aleixandre las
voces de su humano amor. Porque el poeta ha sufrido to-
das las vicisitudes, todos los dolores y todos los gozos:

'Y mientras ese cuerpo duerme o gime de amor


en los brazos amados,
el amante sabe que pasa,
que el amor mismo pasa,
y que en este fuego generoso que en él no pasa,
presencia puro el tránsito dulcísimo de lo que
eternamente pasa.

Y ha escuchado, lleno de temor, estas palabras:


6L
Tuyo soy -dice el cuerpo armonioso-,
pero solo un instante. .
Mañana,
ahora mismo,
despierto de este beso y contemplo
el país, este río, esa rama, aquel' pájaro ... 9,

¿Y quién no sufre al ver el pasajero alejamiento de la


amada? Pero el poeta descubre que la pasión infunde un
sentido al universo. ¿Y esta frontera que alguna vez de la
amada le separa? Pero de la simple confusión de los cuerpos
puede ascender a la pura comprensión del amor, que no es
sino: "Momentánea destrucción, combustión que amenaza
/al puro ser que amamos, al que nuestro fuego vulnera ..."
En lo secreto de tanta plenitud reside siempre un fondo de
tristeza; si algo ilumina el universo, es precisamente el
amor.. Al ascender en el vivir, la pasión, sin perder ímpetu,
concede una singular placidez a los amantes. Así puede
decir el poeta:
Todo es serenidad en la cumbre. Sopla
un viento sensible, desnudo de olor, trans-
parente.
Uno de los poemas esenciales'del libroes el que se ti-
tula Comemos sombra, en el cual invoca el poeta a la fuer-
za desconocida que jamás se explica, y que tan sólo dguna
vez podemos palpar "por un cabo del amor"; palpar un
cuerpo, tocar un alma. Con qué vigor trasciendeel poeta
lo inmediato, su propia condición de amante en un tiem-
po determiñado, y se pregunta, con luciente angustia:
¿Dónde la fuerza entonces del amor? ¿Dónde la
réplica que nos diese un Dios 'respondiente,
un Dios que no se nos negase y que no se limitase
a arrojarnos un cuerpo, un alma que por él
nos acallase?
'
Lo mismo que un perro con el mendrugo en la boca
calla y se obstina,
así nosotros, encarnizados con el duro resplandor,
absorbidos,
estrechamos aquello que una mano arrojara.
Es decir, Aleixandre -dios' humanizado- .siente la
angustia, el terror; porque la sola luz que le llega es la que
difunde un cuerpo amado, y el alma que lo enciende. Nada
más. Pero ¿qué es un cuerpo, ese vaso prodigioso donde
puede residir la luz, la llama del amor? En su poema últi-
mo, que resume el apasionado pensamiento del libro,
Aleixandre no puede concebir a la amada como una tierra
que ha de acabar, no como materia:
No: alma más bien en que todo y o he vivido, alma
por la que me fue la vida posible,
y desde la que también alzaré mis ojos finales
cuando con estos mismos ojos que son los tuyos,
con los que mi alma contigo todo lo mira,
contemple con tus pupilas, con las solas pupilas
que siento bajo los párpados,
en el fin el cielo piadosamente brillar.
Hasta tal altura infrecuente la órbita del amor alei-
xandrino, si bien la hemos trazado en esquema harto su-
cinto. Órbita del amor hacia la mujer, se entiende: pues
en el resto del libro tórnase el poeta, como hemos ya ase-
verado, hacia los demás, cantándolos hic et nunc, y con-
fundiéndose con ellos, comunicándose totalmente. Bien
sabe él que "el poeta canta por todos" y que un corazón
único lo lleva; en la voz de los otros el poeta se reconoce:
Y es tu voz la que los expresa. Tu voz colectiva
y alzada.
Y un cielo de poderío, completamente existente,
hace ahora con majestad el eco entero del hombre.
Con qué ternura, con qué punzante nostalgia mira
o recuerda el poeta aquel perdido paraíso de luz que fue
su infancia, reino que en verdad nunca se pierde. Aquel ir
y venir por la ciudad; aquel soñar perpetuo ;aquellos con-
tactos primeros con la mujer, siempre al alcance del sueño
y del deseo infantiles, y siempre tan lejana. Hay un poema
paralelo, por el asunto y la ternura, a un poema famoso
de Chénier, pero en Aleixandre el poeta, niño candoroso,
sólo ve cruzar a una muchacha de pareja edad: eso es to-
do. También, en Historia del Corazón, puede notarse al-
guna vez un toque de humor exquisito. Traslado un poema
que se encuentra en la sección "La mirada infantil"; su
título, "El niño raro":

Aquel niño tenía extrañas manías.


Siempre jugábamos a que él era un general
que fusilaba a todos sus prisioneros.
Recuerdo aquella vez que me echó al estanque
porque jugábamos a que yo era un pez colorado.
Qué viva fantasía la de sus juegos.
El era el lobo, el padre que pega, el león,
el hombre del largo cuchillo.
Inventó el juego de los tranvías,
y yo era el niño a quien pasaban por encima las ruedas.
Mucho tiempo después supimos que, detrás de unas
tapias lejanas,
miraba a todos con ojos extraños.
Detengamos aquí nuestro análisis. Pienso que las pá-
ginas antecedentes han insinuado en lo posible (para cla-
ridad de algun lector) la vívida riqueza del nuevo libro de
Aleixandre. La potencia lírica de éste no es usadera en las
letras españolas, y acaso podamos hallarle parentesco en
la poesía inglesa y en la germánica, singularmente por lo
que atañe a obras anteriores a Historia del Corazón;por-
que en ellas predominan las vislumbres de un cosmos so-
brenahiral (cuando no aparece éste: tal en Sombra del Pa-
raíso); en esas obras el sentido poético se apoya sobre todo
en la imaginación; recordemos los nombres de Shelley y de
Holderlin. Hablo de un aire común, no de un entronque:
Aleixandre es profundamente original, y alguien ha seña-
lado sus relaciones con la poesía española de otros tiempos.
En el libro reciente, el poeta abandona la serenidad con
que presidía aquel universo -que sigue girando armonio-
so, luminoso y triste-, a fin de contarnos un humano
amor, situado en un tiempo y un espacio concretos. Con
todo, no puede olvidarse que es también la voz misma de
la humanidad; que gracias a ésta y a la mujer ha conocido
la fuerza del amor: la calidad y el sabor y el tacto de la
llama que confiere sentido y permanencia al universo. Co-
mo Walt Whitman -pero más puro, si cabe-, Aleixandre
es un poeta fuertemente unimismado con su tiempo y sus
contemporáneos; con su país y con su idioma. Por eso su
historia cordial trasciende todo acabamiento y accede a la
eternidad misma. Quisiera transcribir, para terminar este
examen, unas palabras del siempre fértil Alain: "Le mou-
b
vement poétique nous emporte; il nous fait entendre les
pas du temps qui jamais ne s'arrete, et qui meme, chose
6 remarquer, jamais ne se hate. Nous sommes remis au
train de toutes les hommes et de toutes les 'choses; nous
rentrons dans la loi universelleWg. La poesía nos hace, pues, .
convivir con todos los demás, y con todas las cosas; multi-
plica nuestra conciencia y nos hace'solidarios, comunica-

9 'Alain: Vingt lecons sur les Beaux Ark (Cap. "La poésieY>.
N.R.F. 1931. París,
tivos y comunicantes. "Le theme de la poésie est toujours
-dice en el mismo lugar Alain- le temps et l'irréparable".
Pero jno vencerá a ambos, en definitiva, el amor, la llama
que los va iluminando, la pasión de un poeta o de unos
amantes? Libros como Historia del Corazón, tan excep-
cionalmente, tan hermosamente humano, compelen a so-
ñar que sí.
EN la colección Antología Hispónica, de la Editorial
Gredos, y en la serie que incluye las páginas selectas de au-
tores de nuestros días, se acaba de publicar el volumen
correspondiente al poeta Aleixandre. Tiene esta sección
antológica un interés muy subido, porque, como se ha de-
clarado, se refiere exclusivamente a obras de la literatura
actual, y porque esa selección es siempre efectuada por los
mismos autores. ¿Con qué frecuencia suelen éstos enga-
ñarse? La historia literaria, ya es sabido, puede suministrar
muchos ejemplos de grandes creadores que preferían con
obstinación a sus hijos'más endebles. Pero creo que en el
caso de Aleixandre no ha habido error alguno, n o sólo por
la seguridad de su gusto, sino porque, además: su obra sue-
le ofrecer una continua perfección. Piénsese en que cada
creador estima con desmesura cuanto haya aportado a las
letras de su país, y no se olvida de advertirlo una y otra
vez. Tal no sucede tampoco en el caso de Aleixandre, por-
que él tiene clara conciencia de lo que significa su obra en
la poesía española contemporánea, y porque no se cuida
de subrayarlo. Empleo, pues, la palabra ponderación en
dos de sus sentidos. Por un lado, deseo referirme a la equi-
librada actitud de Vicente Aleixandre al seleccionar y co-
mentar, en este breve volumen, diversos poemas de cada
uno de sus libros; y, por otro, quisiera aludir a la intención
general de este artículo, en que de nuevo se examinan al-
gunos aspectos de la obra del poeta.
Ponderación de Aleixandre. En un prólogo no dema-
siado extenso, iluminador en todas sus páginas, define
Aleixandre sil personal postura ante su obra publicada
y declara algunos conceptos acerca de la poesía misma.
La p&era dificultad se halla en que el autor regrese a sus
poemas antiguos, porque el tiempo ha puesto distancias
inevitables. Con todo, el poeta se reconoce en su obra an-
terior; máxime si se tiene en cuenta que, para Aleixandre,
la poesía no ha consistido en la sola búsqueda de la belle-
za; antes bien, ella estriba en la profunda comunicación
espiritual con los hombres; el poeta establece -dice Alei-
xandre- "una comunidad humana". Recuérdese la reite-
rada definición (si puede así decirse) que de la poesía el
mismo Aleixandre ha dado. En este prólogo, con claridad
y exactitud sumas, el poeta afirma que no cree en la exis-
tencia de un estilo estático, por cuanto el estilo correspon-
de siempre al "transcurrir anímico". Y aún añade: "Pero
hay estilos que denuncian más categóricamente la crono-
logía sucesiva de la representacion interior o de los ámbi-
tos de ella donde el lírico va sucesivamente indagandov.
Si en Antonio Machado o en Jorge Guillén la evolu-
ción es de tipo concéntrico, en poetas como Aleixandre
constituye un proceso lineal hacia lo más alto. Cuando el
poeta publicó Sombra del Paraíso, sospechamos muchos
(como dije en cierto ensayo) que aquella vibrante e impo-
sible perfección era ya definitiva y que el creador, en obras
posteriores, sin duda tendría que mantenerse en la misma
línea, en idéntica altura y procedimiento; mas el volumen
siguiente. Historia del Corazón, reveló que Aleixandre se-
guía descubriendo nuevos mundos de poesía. Yo he expli-
cado la novedad de esta última obra valiéndome de una
ficción; dije -lo que es casi cierto- que el poeta había
creado en Sombra del Paraíso un mundo nítido y esplen-
doroso, del cual la persona misma del poeta se hallaba au-
sente, y añadí que el libro posterior manifestaba que Alei-
xandre, como un d i a humanizado. descendía a aquel
universo radiante y se deslizaba a través de sus selvas y
ríos, conviviendo con la mujer amada y con los demás
hombres efímeros.
Otra vez. al llegar a Historia del Corazón, el ciclo de
la poesía aleixandrina parece ya cumplido. Sin embargo,
¿qué nuevas zonas no inventará todavía este impetuoso
creador o demiurgo? El hecho es que ahora tenemos, en
un volumen de unas doscientas páginas, una representación
breve, pero muy eficaz, de la evolución de su poesía. Y
aunque el autor declare que le ha sido sumamente difícil
la elección, puesto que "cuando el lírico escoge lo hace
desde su propia fluidez en curso", lo cierto es -supongo
yo- que muchos lectores elegirían casi los mismos poemas
para obtener un justo y jugoso perfil de esa obra total. La
elección es difícil, no sólo por las razones de orden diná-
mico a que el poeta alude (pues toda poesía mientras el
autor viva produciendo es sucesión de instantes), sino tam-
bién porque Aleixandre ha publicado siempre volúmenes
de tan cerrada unidad, que suprimir alguna composición
parece de todo punto imposible. Otros poemas tal vez, es-
cogidos de cada uno de esos volúmenes, nos darían una
imagen similar a la que ofrece el reciente libro antológico.
Pues cada uno de los poemas aleixandrinos, repitámoslo,
aparece indisolublemente trabado al conjunto de que for-
ma parte, como también los diversos libros entre sí; y cada
poema suele ser, además, pieza de antología. Adviértase
que ni último puede considerarse mera agre-
gación de composiciones varias. Hay evidentemente una
parte que, como el poeta mismo reconoce, es en absoluto
orgánica y da su título al volumen; pero los Retratos y de-
dicatorias, por ejemplo, se hallan insertos sin artificiosidad
'
en el conjunto sucesivo de la obra de Aleixandre; como
que tales poemas revelan la cordial y sostenida atención
del poeta hacia los otros hombres: su afan de convivencia,
su amor de compañía. No es posible escoger entre ellos,
pero declaro que mi hasta ahora secreta preferencia siem-
pre se ha detenido en la elegía a Pedro Sa1inas;canto po-
tente, tierno y conmovedor. Leyéndolo una vez más re-
cuerdo que Salinas hubo de escribir estas agudas palabras
sobre uno de los dones de Aleixandre, al publicar éste La
destrucción o el amor: "Uno de los valores de Aleixandre
en este libro será, a nuestro juicio, el haber dado a la poe-
sía española ejemplo de un instrumento de expresión líri-
ca, de magnífica altura verbal, movido, rico, de fuerza
plástica certera y de sutileza bastante para llegar a las más
finas capas de los estados poéticos".
Y sin embargo, Aleixandre, a cuyo esplendor formal
!
, con frecuencia se alude, dice en su prefacio de ahora,: "La
forma en poesía no es cárcel ni ornamento: es sencillamen-
te la justa y coloreada apariencia visible". Desde luego,
podemos aceptar este juicio de Aleixandre, juicio obedien-
te a una distinción convencional, didáctica ;pero sospecho
que, al hablar de la verdadera poesía, no es posible referir-
se a la forma en tal sentido. Si, como poco antes afirmó el
poeta en esa introducción, no hay en poesía palabras feas
ni palabras bonitas, sino palabras vivas y palabras muertas,
añadamos, por nuestra parte, que esas palabras muertas
ya no son poesía. aunque sean "justa y coloreada aparien-
cia visible". Cierto que la poesía no consiste -como quie-
re la definición académica- en la expresión artística de lo
bello por medio del lenguaje sometido a medida y caden-
cia, pero sí debe expresar y comunicar la vibración de un
alma, individual o colectiva, usando del verbo; y si esto se
logra, la belleza aparece unimismada y para siempre. Pen-
sar que la poesía puede ser algo inefable, independiente
de su expresión. nunca me ha parecido exacto. En otro
artículo he tratado de este asunto un poco más extensa-
mente; ahora sólo diré que, en los poderosos cantos de
Aleixandre, cada palabra tiene una estricta función expre-
siva, poética, e irradia su partícula de poesía contribuyen-
do a l conjunto. Este conjunto irradiante, en contacto con
un alma, no es, en modo alguno, apariencia visible. "A tra-
vés de la poesía -dice Aleixandre- pasa prístjno el latido
vital que la ha hecho posible", pues que en todo poeta ver-
dadero se identifican vital latido y poesía. Y latir poética-
mente significa crear un universo propio. " ;Cuántas veces
el que aquí escribe -confiesa Aleixandre- ha venido a pen-
sar: 'el universo del poeta es infinito, pero limitado'!' "
Limitado en cuanto a su espacialidad, infinito en cuanto
a sus efectos y duración. La poesía es "multitudinaria en
potencia" porque ya conmueve a muchos sucesivos cora-
zones, a través del tiempo, o ya hiere a corazones simultá-
neos en el espacio. La primera es la poesía lírica propia-
mente dicha; la segunda, siéndolo también (porque aun
expresando a los demás, el poeta a sí mismo se expresa),
tiende sobre todo a la resonancia colectiva. Recordad estos
versos de Aleixandre:
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
Hemos dicho antes que la producción aleixandrina
se ha ido manifestando según un proceso lineal, pero se
observa también que los temas se entrecruzan algunas ve-
ces y que en los libros hay vislumbres, atisbos, anuncios
o expresiones de las etapas subsiguientes. Hay en Aleixan-
dre una profunda unidad poética. Si Ámbito prefigura, en
tal o cual fragmento, lo que habrá de ser La destrucción
o el amor, tiene a la vez ciertos versos que anticipan la at-
mósfera de Sombra del Paraíso. Citemos, sin abandonar el

1 Comp.: "Pero levantar un universo poético es empresa rara


y dificultosa Se trata, nada menos, que de crear un ámbito con sus
leyes propias y sus propios misterios; un ámbito Idiríamos con
exactitud- que fuese limitado, pero infinito" (Ventura Doreste:
"Aleixandre, dios y humano", "Asomante", número 3-55. Puerto
Rico). (Véase en este libro.)
volumen antológico que motiva el presente comentario,
este pasaje:

Hialina,
d e la luz, risa creciente,
e n abanico, sin prisas,
desde los montes tardíos,
desparramada, blanquísima.

Adivinamos aquí el tono general de Sombra del Pa-


raíso; se canta un elemento esencial en esta obra y se uti-
lizan, además, adjetivos que recuerdan a los de los poemas
paradisíacos: desparramada, blanqu ísima.
En la nota introductoria a Espadas c o m o h b i o s Alei-
xandre apunta que, cuando este volumen apareció, fueron
más celebrados por la crítica los poemas extensos, quizá
rebasados en la obra posterior, y que, en cambio, los bre-
ves de este mismo libro difieren de lo intentado después.
Y todavía insiste al insinuar que estos últimos se hallan
"operantes tal vez aún desde su punzante economía". Pero
se explica que los lectores de entonces fueran mayormente
conmovidos por los poemas largos y no por los otros; y es
que en ese libro se inicia la poderosa disgregación que
Aleixandre lleva al universo poético. Ese viento destructor
muestra más su poder en las composiciones extensas, aun-
que las breves no queden exentas de un impulso de pari-
gual sentido. También en este libro hay zonas que nos
conducen al posterior Sombra del Paraíso; reléase, si no,
el poema T o r o , donde, al lado de versos propios de la
etapa, podemos encontrar los siguientes:
Oh tú, toro hermosísimo, piel sorprendida,
ciega suavid&. como un mar hacia dentro,
- quietud, caricia, toro, toro de cien poderes,
frente a un bosque parado de espanto al borde.

Es evidente que, si tales versos prefiguran Sombra del


Paraíso, carecen del enorme ímpetu verbal, luminoso y sos-
tenido, que ostenta este último volumen; corresponden, en
efecto, al tono predominante en Espadas como labios. Sí;
cada libro de Aleixandre compone una cerrada unidad,
pero repitamos que se atisban caminos entrecruzados, ve-
redas y puentes hacia los otros libros. En Espadas como
labios, de tan penetrante emoción humana (pero original-
mente expresada), hallamos con sorpresa un verso que pa-
rece hijo de la más pura técnica modernista. Dice así: Esta
lírica mano azul sin sueño (en el poema titulado Silencio),
pero lo cierto es que no desentona en una composición
esencialmente aleixandrina.
En La destrucción o el amor, el poema Sin luz puede
ejemplificar someramente cuál es el procedimiento o la
raíz creadora de Aleixandre. Ya sabemos que el amor y el
dolor son el reino del poeta y que sólo merced a ambos es
posible la poesía. Hay un latido vital, humanísimo, en to-
da la obra aleixandrina, pero diríamos que el poeta, en
cuanto individuo concreto, particular, no había interveni-
do en su universo hasta que apareció Historia del Corazón.
Tal hemos afirmado en los comienzos de este artículo.
Volvamos ahora al poema Sin luz, el cual va a servirnos
para ilustrar una explicación nuestra. En Aleixandre pre-
domina el ejercicio de la imaginación, sobre todo en los
libros centrales de su obra, incluso en Sombra del Paraíso.
Pues bien: en él la intuición poética toma casi siempre la
forma de una visión imaginativa; en ese poema, por ejem-
plo, Aleixandre ve imaginativamente al pez espada y
el fondo de ese mar donde el inmóvil pez respira con
sus branquias un barro,
ese agua como un aire,
ese polvillo fino
que se alborota mintiendo la fantasía de un sueño.
Y arriba las espumas, frente al pez opreso, significan
la extrema libertad, afanándose

por elevar su voz al aire joven,


donde un sol fulgurante
hace plata el amor y oro los abrazos.

Es decir, que para expresar una original intuición


poética Aleixandre ha imaginado un cosmos marino don-
de reinan fatalidad y limitación, afán de libertad y poder
del cántico. Para nada ha intervenido aquí la determinada
humanidad del poeta. Pero esa aspiración hacia el aire y la
luz (que se oponen al limitado fondo tenebroso) es hija
del amor, Si con la destrucción se identificó esta fuerza
en alguna etapa de la obra de Aleixandre, esencialmente
aparece como la única dinámica creadora. Sabido es que
los platónicos definen el amor como un deseo de engen-
drar en la belleza. Pero ¿quién puede adivinar, en prin-
cipio, si el poderoso ímpetu quiere engendrar o propia-
mente destruir? Fuerza ciega, irrestañable la del amor
primero. Para engendrar en la belleza que Ámbito revela,
fue menester destruir antes, dispersar los elementos cono-
cidos, arrancar las raíces de todo y que el poeta sintiera
en su frente "el soplo vivo de los astros". La destrucción
amorosa en Aleixandre es deseo de vida; aun en el libro
en que de ella especialmente se trata, el poeta manifiesta
una huracanada apetencia vital. Si en visión limitada del
amor puede Aleixandre creer que "amar es sólo olvidar la
vida / cerrar los ojos a lo oscuro presente / para abrirlos
a los radiantes límites de un cuerpo", pronto superará ese ,

plano y dirá:
Quiero vivir. vivir como la yerba dura,
como el cierzo o la nieve, como el carbón vigilante,
como el futuro de un niño que todavía no nace,
como el contacto de los amantes cuando la luna los ignora.
Y si esa universal apetencia amorosa se cifra en una
concreta amada, .nótese que el original ímpetu de Aleixan-
dre no se conforma con acudir, para describirla, a los con-
vencionalismo~externos de la poesía erótica tradicional;
antes bien, si habla de la frente querida, exclama:
Qué dura frente dulce, qué piedra hermosa y viva,
encendida de besos bajo el sol melodioso.
Y si ve que la amada se acerca, con sentido escasa-
mente platónico afirma que llega
sobre el azul, sin beso,
pero con dientes claros, con impaciente amor.
Así también se vio llegar, en su momento, a la poesía
de Aleixandre: con dientes claros, con impaciente fuerza;
de ahí que la ensalzaran críticos tan exactos e iluminado-
res como Pedro Salinas y Dámaso Alonso. Hasta Juan
Chabás, en su Literatura Española Contemporánea (La
. Habana, 1952), escribe: "La poesía de Aleixandre, tierna-
mente elegíaca o violentamente imprecativa, resuena entre
el vuelo de sus metáforas con elocuencia de enumeracio-
nes, de repeticiones, de imágenes centelleantes que van
creando un luminoso mundo de hechizos poéticos". Por-
que una esencial libertad y altura han traído los libros de
Aleixandre a la poesía de lengua española; él se cuenta ya
entre los que innovan y permanecen.
ASPECTOS DE ALEIXANDRE

LA EDICION DE LAS "POESÍAS COMPLETAS"

AL tomar entre las manos las Poesías completas de Vi-


cente Aleixandre' , en el espíritu se originan dos emocio-
nes contrarias. La primera, de melancolía o de suave pesar,
porque cada vez que se edita un volumen de obras comple-
tas, en vida del autor, nos parece que éste desea despedirse
ya de la actividad literaria, o que, por lo menos, considera
que lo publicado bajo tal título es el núcleo esencial de su
producción. Por fortuna, nada de esto sucede en el caso
de Vicente Aleixandre, porque el poeta, al mismo tiempo
que anunciaba a sus amigos este volumen conjunto, les
hablaba de la nueva obra en que se halla trabajando. De
suerte que debe entenderse que las Poesías completas sólo
lo están hasta el momento de la publicación del libro, y que
ello no significa que el autor dé por casi conclusa su acti-
vidad creadora. Son éstas las razones que alegamos para
atenuar esa primera emoción melancólica que nos asalta

1 Vicente Aleixandre: Poesías completos. Prólogo de Carlos


Bousoño. Aguilar. Madrid, 1960. 865 pp.
al recibir el último libro del poeta. En cuanto a la segunda
emoción, no ya atenúa, sino que esfuma la emoción an-
terior. Pues, en efecto, causa gozo a todo admirador de
Aleixandre el poseer un volumen en que se encuentre com-
pilada la obra del poeta hasta el instante actual. Ciertos
bibliófilos estimarán las primeras ediciones del autor; mas,
para la lectura continuada y estudiosa, un volumen de
poesías completas (cuidado por el propio Aleixandre) viene
a ser, sin duda, mucho más útil. Teniendo a la vista las fe-
chas de c$mposición, pasamos de unos poemas a otros, de
un libro a otro libro (y aquí se incluye uno inédito, Poe-
mas varios, que contribuye a la iluminación de la obra to-
tal). El volumen lleva una extensa y justa introducción de
Carlos Bousoño. Es sabido que Bousoño dio a la estampa,
diez años ha, todo un libro consagrado al poeta, y cuya
novedad y valor estriba en el insuperable análisis estilísti-
co. En este prólogo a las Poesias completas, que constitu-
ye un ensayo independiente, Bousoño traza una visión
general de la obra aleixandrina, relacionándola con los
grandes movimientos o tendencias de la época en que ha
sido escrita: el irracionalismo y el individualismo; sobre
todo aquella enorme porción de la obra de Aleixandre
que va desde Ámbito hasta Nacimiento último. Y agrega
Bousoño que la etapa que se inicia con Historia del Cora-
zón es la etapa de la integración en la colectividad *. Am-
bas secciones de la obra aleixandrina se hallan minuciosa-
mente estudiadas por el crítico. Si la primera sección

2 Véase mi estudio, "Aleixandre,dios y humano". "Asomante",


núm. 3. San Juan de Puerto Rico, 1955. (Véase en este libro).
responde a la concepción de lo elemental como única
realidad afectiva del mundo, la última sección (más breve
hasta la fecha, pero no menos importante) entiende la vida
humana como historia. Y la base o fundamento común de
ambas secciones -subraya Bousoño- es el sentimiento de
amorosa solidaridad del poeta con todo lo creado. De don-
de infiere el crítico la existencia de cierto carácter ético
en la obra de Aleixandre. La introducción es minuciosa
y exacta; pero ni la minuciosidad ni la exactitud perjudi-
can ni aun desdoran la visión de conjunto que el crítico se
ha propuesto ofrecer. Gobernado Bousoño por los hábitos
de la cátedra, efectúa una exposición lenta, reiterativa
a veces, y siempre sumamente clara: todo lo cual va, desde
luego, en beneficio del lector.

Muchos y excelentes críticos han estudiado la obra


de Aleixandre. Sin embargo, cada vez que volvemos a pe-
netrar en la obra aleixandrina, sentimos deseos de que el
puro goce lírico que los versos nos producen quede funda-
mentado en una personal reflexión crítica. Dante o Gón-
gora, Browning o Mallarmé pueden encantarnos o conmo-
vernos con sus respectivas obras, pero necesitamos, además.
que el pensamiento ejerza sus funciones en presencia de
tan ilustres mundos poéticos. Pues, en algunos espíritus,
el moroso conocimiento no hace sino reforzar y aun pro-
longar el goce primario que la lectura de un poeta provoca.
Tal sucede también al penetrar en el orbe lírico de Vicen-
te Aleixandre. Lo hemos explorado con insistencia, dis-
frutando de sus hallazgos; hemos leído los estudios que el
contacto con ese orbe ha originado; y aun nosotros mis-
mos hemos publicado algunas indagaciones. No obstante,
cada vez que por un azar cualquiera volvemos a sumirnos
en un volumen de Aleixandre, renace el deseo de analizar
nuevamente esa obra, pero desde otros puntos de vista.
Claro está que las dimensiones de este ensayo no permiten
el examen de toda la poesía aleixandrina. Los estudios
que otras veces he dado a la estampa constituyen también
parciales incursiones a través de la obra de Aleixandre. En
la presente ocasión quiero referirme a algunos aspectos
sobre los cuales nada he dicho en aquellos estudios.
Elijamos Mundo a solas, libro que no ha gozado de
tanta difusión como otros del poeta. Es un volumen más
bien breve. Escrito después de La Destrucción o el Amor
y antes de Sombra del Paraíso, es decir, en el período
1934-36,representa un estadio intermedio en la evolución
de la poesía aleixandrina. No alcanza todavía cada poema
el orden lógico (relativo siempre en la alta y exaltada líri-
ca), el luminoso orden que ostentan las composiciones de
Sombra del Paraíso; pero la expresión ha cedido un punto
en cuanto al ímpetu destructivo y hay ya un principio de
decantación. El libro lleva un epígrafe tomado de Quevedo
y que, en mi sentir-, es absolutamente revelador. Ese epí-
grafe dice de este modo: Yace la vida envuelta en alto ol-
vido. Y aquí se trata, justamente (si no me equivoco), de
un primer y poderoso acercamiento del poeta a la vida
humana, acercamiento que no llega a cumplirse del todo.
Ya han señalado los críticos que Aleixandre, en la
primera sección de su obra, rechaza la vida civilizada -las
ciudades, los vestidos y aun al hombre-, porque sólo bus-
ca la unión con lo elemental cósmico, con los potentes
o los insignificantes animales, con las selvas o con los ríos,
olvidado del hombre cuya presencia es un error en la pu-
reza del mundo; pero observemos que, sin el humano tes-
tigo, la vida transcurre sin memoria, tal como lo da a en-
tender aquel endecasílabo de Quevedo. Nos inclinamos
a pensar que ese gran desprecio de Aleixandre hacia el hom
bre (en la inicial etapa de su poesía) no es sino el resultado
de un amor excesivo; y ocurre que el hombre, ciego, des-
amparado y fugaz, no responde a ese amor cuya polariza-
ción es exclusivamente cósmica. Un libro como Mundo
a solas viene -en mi sentir- a demostrarlo cabalmente. El
poeta, hasta entonces, había recorrido buena porción del
mundo elemental y no había topado aún con la efectiva
presencia del hombre: ser negativo en el cosmos. Por eso
afirma, en el primer poema del volumen, que "sólo la luna
sospecha la verdad. 1 Y es que no existe el hombre." La
luna lo sospecha, la luna que, para Aleixandre, significa lo
opuesto a lo puro y a lo vital. Como el hombre no existe,
ese primer poema nos da la visión de un mundo helado,
lunático, aunque haya "tibias montañas" y "el calor de
las ciudades erguidas". En el resto del libro, las puras fuer- ,
zas elementales, positivas, tratarán de dominar el influjo
adverso que la luna asume. El poeta se entrega al juego de ,
esas fuerzas, pero -secretamente- busca al hombre. Así '
le vemos atravesar ciclos cósmicos o telúricos, y le oímos
cantar esas bellezas, ante las cuales el hombre permanece
indiferente o dormido, es decir. que no existe; y observa-
mos cómo el poeta identifica la vida humana con la maldad,
con la crueldad. Tal actitud no es hija sino de un amor ex-
cesivo. Pues aquí está la belleza del mundo, y el hombre
nada sabe de ella: el hombre, para quien el poeta la canta
y a quien le ofrece su pasión solidaria. Si a lo largo del li-
bro el poeta ha rechazado sangre o corazones, en el poema
Nadie no opone ya lo humano a la naturaleza elemental,
pues declara:
Pero y o sé que pueden confundirse
un pecho y una música, un corazón o un árbol en invierno.
Esto es: que en el mundo a solas ha aparecido ya el
ser humano, recorriendo mares, "divisando barcas perezo-
sas o besos", "atravesando los bosques, las ciudades, las
penas"; y al ser capaz de acción y de contemplación, de
pasos y de miradas, el hombre se redime de la anterior
pagos y de. - .ryiradas,
.
el hombre se redime de-la anterior
condenación del poeta. Sin embargo, todavía no encuentra
eco más allii.de este mundo. Nadie le responde. nadie le
ampara, y tiene que bastarse a s í mismo. Pero lo esencial
estriba en que el mundo no está ya a solas; la vida elemen-
tal no yace envuelta en alto olvido, sino que se desarrolla
ante la turbada y turbadora alma humana. Tal es la exége-
sis que fundamentamos en los poemas primero y penúlti-
mo del libro. En el ancho intervalo, los elementos giran,
fulguran. arden o se transmutan; y el poeta se confunde
con ellos, cantándolos.
-
¿Por qué el poeta identifica la sangre con la crueldad,
la luna con la sangre? Entendemos que esta identificación
nace de la misma experiencia amorosa en el humano nivel.
El fracase de ese amor le hace preferir el contacto con lo
cósmico o lo telúrico, sin tener en cuenta la presencia hu-
mana. Si examinamos el poema Bulto sin a m o r , observa-
remos que Aleixandre, sumido en la tristeza, se dirige
a ésta, pidiéndole su cesación.Y en una de las estrofas nos
revela la calidad y la fuerza de su sentimiento:
T e a m é ... .\;o sé. .Yo sé q u e es el amor.
T e padecígloriosamente c o m o a lii sangre misma.
A esta imagen -pasión amorosa entendida como
fuerza de la misma sangre- acude el poeta en varios luga-
res del libro que analizamos. Por eso, cuando el amor cesa,
la sangre viene a significar la presencia de la humana cria-
tura que se ha vuelto opaca y cruel para el amante; viene
a significar, en suma, lo negativo y perverso. Así, en El
a m o r iracundo, puede leerse:
La luz eras t ú ; la ira, la sangre. la crueldad, la mentira
eras t ú .
O bien, en Pájaros sin descenso, al contemplar la pu-
reza de la playa, el esplendor azul, aconseja de este modo:
-\'o mezcléis nunca sangre c o n espumas tan libres.
El color blanco es ala, es agua, es n u b e , es vela;.
pero n o es nunca rostro.
A tales versos podemos añadir otros muchos de Mun-
do a solas; pero los aducidos bastan para ilustrar nuestra
observación. Por otra parte, aunque el poeta parece prefe-
rir la vida mineral a la vegetal, y ésta a la humana, opone
en ciertos versos el mundo cálido de las fuerzas vitales al
mundo frío que la luna ilumina. ¿Qué significación tiene
este astro en los poemas de Vicente Aleixandre? Una sig-
nificación negativa como la que la sangre asume, pues
representa lo ineficaz o lo yerto. En Guitarra o luna el
poeta interroga: "¿Es la luna o su sangre?"; lo que nos
lleva a recordar que la sangre ha sido nefasta para el poe-
ta. La luna, en esa composición, es comparada con una
mano: mano que palpa, que toca fríamente. Se trata de
un mero contacto; nos hallamos lejos de la confusión en-
trañable que nos ofrecen los demás elementos.
Si deseamos seguir mostrando pasajes en que se iden-
tifican luna con sangre, sangre con crueldad, acudiremos
a Tormento del amor donde se encuentra este verso: "Pero
te amé como la luna ama la sangre"; donde se individuali-
za a la amada: "tenías tu forma, tu frontera preciosa, tu
dulce margen de carne estremecida". Es decir, el poeta
ama los límites que se le ofrecen, pero nada más; puesto
que identifica lo otro, según sus correspondencias, con la
crueldad y el dolor. Por eso, tras cantar el cuerpo indivi-
dualizado, exclama:
;Pero tu sangre no, tu vida no, tu maldad no!
i Quién soy yo que suplica a Ea luna mi muerte?
Si hemos justificado la identificación o correspon-
dencia 'de sangre con crueldad por los graves efectos que
la huida de la amada, o su tibio amor, o su mineral indife-
rencia, provocan en el amante, creemos también que qui-
zá el otro aspecto de este simbolismo tenga un origen
tradicional y muy difundido, al cual no es necesario refe-
rirse ahora. Por lo demás, su declaración nada añadiría a la
claridad única de estos versos.

En los anteriores libros de Aleixandre. anteriores


a Mundo a solas, la pasión del amor era un ímpetu destruc-
tivo; en este breve volumen todavía se equipara cl amar al
morir; pero la novedad de Mundo a solas coiiciste en que
el amor individualiza a la amada, en que el mismo amor es
expresión. Varios son los poemas que ilustran este singular
aspecto de la obra aleixandrina, no ya en las páginas de
Mundo a solas, sino también en las de libros posteriores.
En ese volumen hay una pieza titulada Humano ardor, en
la que encontramos estos versos:
Besarte es pronunciarte, oh dicha, oh dulce.fuego dicho.
Besarte es pronunciarte como un calor que del pecho
surtiera,
una dulce palabra que en la noche relumbra.
Porque ese acto de amor que es el besar tiene una
misión expresiva, creadora; es pronunciar o limitar a la
persona amada. En otros lugares de la obra de Aleixandre
observaremos la importancia decisiva del nombre. (Véase
el poema Nombre, perteneciente a Historia del Corazón;
el nombre secreto, nunca dicho, recorre la sangre del aman-
te y constituye la presencia misma o fe del amor.) Si besar
es pronunciar, si el amor es cabal expresión, no es posible
decir el nombre oscuramente:
Xo digas tu nombre emitiendo tu música
como una yerta lumbre que se derrama,
como esa luna que en invierno reparte
su polvo pensativo sobre el hueso;
versos que pertenecen a Ya no es posible, donde: encontra-
mos a la luna como símbolo de lo inexpresivo y de lo yer-
to, símbolo frecuente en la poesía de Aleixandre. Citemos
dos estrofas de El sol victorioso; la primera dice así:
,Yo pronuncies mi nombre
imitando a los árboles que sacuden su triste cabellera,
empapada de luna en las noches de agosto
bajo un cielo morado donde nadie ha vivido.
La segunda estrofa que deseo citar es la siguiente:
No, no digas mi nombre como luna encerrada,
como luna que entre los barrotes de una jaula nocturna
bate como los pájaros, como quizá los ángeles,
como los verdes ángeles que en un agua han vivido;
donde, aunque hay una concepción más alta de la luna,
predomina el sentido de lo encerrado e impotente, de
acuerdo con mi anterior interpretación. Pero no es posible
-claro está- que Aleixandre conserve siempre el simbo-
lismo nefasto de la luna, porque no puede olvidar del todo
que ella es un cuerpo celeste, un elemento cósmico.
Mas dejemos aquí el exclusivo estudio de Mundo
a solas. Si nos propusiéramos desarrollar los apuntes toma-
dos sobre este tema, el presente artículó resultaría dema-
siado extenso. Examinemos, con brevedad, otros sectores.
de la obra aleixandrina.

Al recorrer las Poesías completas hemos observado


que algunas composiciones tienen comunidad de títulos
y aun de temas. Comparar los diversos tratamientos que
el autor ha dado a un mismo asunto, en ocasiones distin-
tas, es, sin duda, labor muy incitante, pero que rebasa ya
los límites de este ensayo. C6n todo, quisiéramos o'frecer
algunas notas sobre esa cuestión. Si en Humano ardor
(Mas, p. 433)3 , la amada, con su presencia, esfuma las cir-
cunstancias y brinda un desnudo de fuego b"...Te vi, te vi
pasar arrebatando la realidad constante, 1 desnuda como
la piedra ardientew-, la muchacha desnuda, junto al río
(SdelP, p. 543),no es llama, sino aquietadora belleza; gra-
cia difundida. Se funden aquí dos temas aleixandrinos: de
una parte, la mujer desnuda (tema frecuente), y, de otra,
la mujer que mira al poeta, asunto de dos poemas que se

3 Empleo las siguientes abreviaturas para referirme a los libros


de Aleixandre: Mas (Mundo a solas); SdelP (Sombra del Paraíso);
DoA (La Destrucción o el Amor); NU (Nacimiento último) y PV
(Poemas varios). La numeración de las páginas corresponde a l a de
Poesías completas.
-

titulan Primera aparición. Hay también, en la obra de Alei-


xandre, el desnudo que se contempla como participando
del paisaje, realzándolo a veces, y el desnudo amoroso que
atrae fuertemente al poeta, impidiéndole gozar de las co-
sas en torno, puesto que su presencia súbita arrebata la
presencia de lo demás. En El desnudo (SdelP, p. 491), la
desnudez comunica su virtud mágica a todo el paisaje, y el
poeta amante quiere hundir el labio en el agua donde se
han sumergido los pies de la muchacha. Sí; comunica su
virtud mágica al mundo entero, como lo advierte el poeta:
"Tu desnudo mojado no teme a la luz. / Todo el verde
paisaje se hace más tierno 1 en presencia de tu cuerpo ex-
tendido". En cuanto a otro poema de igual título (El des-
nudo; DoA, p. 410), no describe a una mujer desnuda, sino
que se refiere a otro orden de pedidades, de ultrarrealida-
des, de que es la desnudez el símbolo más exacto. Primera
aparición ( N I , p. 652), poema paradisíaco, y Primera apa-
rición (PV, p. 807) cantan, como lo revela el título común,
la presencia primera de una criatura que mira al poeta lar-
gamente. Si en uno surge como diosa recobrada y en otro
como un viento, en ambos, fundiendo su mirada con la
del poeta (mirada lentísima, penetrante), esa criatura in-
gresa, para perdurar, en el alma y el orbe lírico del cantor.
Otros dos poemas que coinciden en el título -El enterra-
do-, aunque parecen referirse a temas distintos, cantan
. idéntico objeto y expresan idéntica idea. El primero de
esos poemas (-VU, p. 593) muestra la concepción predomi-
nante en la etapa inicial de la obra aleixandrina, porque,
según se nos dice, la resurrección se produce cuando se
quebrantan los límites propios, cuando se es "tierra her-
mosa". Y en esta transmutación reside la gloria, es decir,
la vida misma. "Hombre: tierra perenne, gloria, vida". Es-
pléndida concepción, verso afirmativo que se opone a los
tradicionales, a los famosos de nuestra poesía española.
En el otro poema (PV, p. 829; A Federico) se advierte
idéntica concepción vital; el muerto se transforma en vida.
"Siento todas las flores que de tu boca surten", y los hom.
bres indiferentes marchan "pisando un pecho". Pues la
muerte es vida, amar es morir a diario, el amor es un es-
fuerzo; y ese ciclo -tierra perenne o vida- constituye la
verdadera inmortalidad.
Imposible considerar ya el nuevo tratamiento que al
amor da el poeta en Historia del Corazón y en ciertas com.
posiciones del libro inédito que se incluye en las Poesías
completas. Digamos únicamente que al amor cósmico, te-
lúrico, opone ahora un amor a1.a medida humana, un amor
en penumbra como suele ser el de casi todos los mortales;
pero el poeta añora ( L a espera; P V , p. 817) su antiguo
modo de amar "en la gloria otorgada, en la luz clara. / Nun-
ca en la luz vencida". En estos poemas encontramos la
concepción del amor que advertíamos en M u n d o a solas;
por ejemplo, en Vivirnos ( P V , p. 819), Aleixandre insiste:
Clara tú, clara siempre, que a mi dadivosamente has sido
pronuncia ble.
Pronunciarte? decirte, c o n t u bulto adorarte,
m o n t ó n real, continuadamente vivido c o m o una verdad
confesada.
Mi confesión, mi dulce ser, m i dulce estar, mi vida sola,
tú, m i perpetua manifestación hasta el fin d e m i vida.
Y estos versos constituyen, además, una definición
de la poesía de Vicente Aleixandre. Destructora o lumino-
sa. caótica o equilibrada, cósmica o intima, la poesía, para
Aleixandre, ha sido ardiente confesión, manifestación co-
tidiana, plenitud del ser: gloria o vida.
LA PROSA DE VICENTE ALEIXANDRE

ENCUENTRO
O HALLAZGO

N m G ú N libro de Vicente Aleixandre resulta marginal


dentro de su vasta producción. Autores hay que suelen
darnos, entre sus obras esenciales, algunas meramente epi-
sódicas. En un artículo anterior, he tratado' de indicar que
ni aun Xacimiento último (1953) puede considerarse como
agregación mecánica de poemas diversos: es éste un libro
cabal donde se manifiestan sustanciales aspectos de la poe-
sía aleixandrina. Cada libro de Aleixandre revela al lector
nuevas y altas porciones de su universo poético. Pero Alei-
xandre es también un prosista eximio. Para estudiar su
prosa sería menester acudir a algunos discursos, prólogos,
páginas varias y al libro Pasión de la tierra. Podrá bastar-
nos ahora Los encuentros, el bello y fundamental volumen
donde Aleixandre ha compilado una serie de semblanzas
de escritores y poetas, con los cuales ha mantenido (a lo
largo de su vida o en determinados momentos) un fértil
contacto personal. En 1954 el poeta dio a la estampa
Historia del Corazón, y con este libro parecía cerrarse ya
el poderoso ciclo de la poesía aleixandrina. Los encuen-
tros' , aunque escritos en prosa, pertenecen también a su
universo poético, y lo ensanchan. En la nota liminar el
autor advierte que no ha pretendido hacer "crítica lite-
raria". Pero, aunque las semblanzas penetren en la esfera
de la poesía, se echará de ver que, aquí y allá, hay implí-
cita una interpretación de la obra de cada figura evocada.
Lo esencial, sin embargo, es el procedimiento poético: en
.cada semblanza es evidente el método creador de Aleixan-
dre, aunque siempre apoyado en hechos reales. La experien-
cia, el recuerdo y la imaginación colaboran para obtener
estas bellas y exactas páginas, las cuales están trabajadas,
independientemente, como cada uno de los poemas de
Aleixandre. Es de advertir que la invención o la fuerza
creadora no se separa nunca de lo real; las semblanzas no
sólo describen el instante del encuentro y la externa apa-
riencia de las figuras, sino que nos suelen ofrecer, además,
un precioso retrato psicológico. ¿Cómo ha obtenido esto
Vicente Aleixandre? En el breve prefacio declara el autor
que "las evocaciones, de tratamiento vario, están todas
intentadas a una luz temporal, arraigadas precisamente en
un 'aquí' y un 'ahora', cruce del encuentro, noble palabra
que, con su rico sentido, también significa hallazgo".

Doble hallazgo, diríamos por nuestra parte. Pues


bien: aunque vistos a una luz temporal, cada uno de los
personajes parece haber ascendido hasta un plano defini-

1 Vicente Aleixandre: Los encuentros. Ldiciones Guadarrama.


Madrid, 1958. 301 páginas.
tivo. No son protagonistas de una anécdota determinada
y efímera: lo fugaz queda fijado en prodigiosas palabras;
se describe la figura usando esenciales trazos; y el poeta
va acumulando recuerdos, intuiciones e interpretaciones
que dibujan, delimitan, realzan y hacen trascender a cada
personaje. No son retratos de un 'aquí' y un 'ahora'; las
limitaciones de tiempo y espacio quedan maravillosamente
anuladas. Si se ha dicho que los mejores retratos del Re-
nacimiento (y de siempre) aprehendían a alguien, ofrecien-
do a la posteridad toda una vida en epítome, lo mismo
puede afirmarse de las semblanzas aleixandrinas. A ello
contribuye uno de los procedimientos del autor: aquel
que consiste, precisamente, en mostrar a una figura en
tiempos distintos. Tal efectúa Aleixandre (para no citar
a todos) con Baroja, Azorín, Ortega, Moreno Villa o Jor-
ge Guillén. El procedimiento se complica casi infinita-
mente cuando Aleixandre habla de José María de Sagarra,
a quien ve en tres tiempos: en una reunión barcelonesa,
en la casa madrileña del mismo Aleixandre, después en
una rambla también barcelonesa; y superponiendo siempre
al actual Sagarra, enlazando siempre con él, los rostros
y actividades de otros Sagarras, antepasados del poeta ca-
talán. Nótese que la interpretación aleixandrina es tan
simbólica como exacta. Por ejemplo, a Pío Baroja le visita
estando ya el gran novelista sumido en la final inconscien-
cia. Junto a este rostro, Aleixandre, silenciosamente, re-
cuerda al Baroja de otros tiempos. En otra ocasión, Baroja
pasó al lado de Aleixandre, paseando ambos por el Retiro.
Como ahora, entonces el poeta contempló al novelista;
como ahora, tampoco pudo entonces hablarle. ¿No revelan
ambas visiones que Baroja estuvo solitario en la vida es-
pañola? Sospecho que en estas páginas aleixandrinas hay
todo un símbolo conmovedor. Lo hay asimismo en la
semblanza de Ortega, con quien Aleixandre convivió unos
momentos en la casa de Lope, en Madrid. Se nos revive
o recrea a Ortega sumido en un casi silencio, gozando de
la luz y del instante, tal vez demasiado absorto; en suma,
en una situación dolorosamente marginal. Y en seguida,
antes de volver a Ortega y sus amigos en el jardín de Lope,
rememora ~ l e i x a n d r eal' gran pensador de muchos años
atrás, al que contemplo y escuchó una tarde (siete lustros
hacía), frente a unos cuadros, explicando a un número de
personas atentas la diferencia fundamental entre la psico-
logía del hombre y la de la mujer. ¿Dónde radica el sím-
bolo? En unas líneas no muy extensas, en una semblanza
que es justamente un poema espléndido, capta Aleixandre
la figura y el alma de Ortega, y, sobre todo, la doble acti-
tud sucesiva del pensador ante la vida española. En sus
tiempos últimos se halla Ortega como ausente, recluido
en sí mismo, oyendo únicamente sus propias voces ínti-
mas; en el otro tiempo recordado, Ortega está intervinien-
do en la vida hispánica: medita públicamente, explica,
incita; y le siguen grupos ávidos y expectantes. Luego, los
libros, sin la intervención directa del escritor en la existen-
cia española, prolongarán aquel influjo. Pero Ortega se si-
túa marginalmente. Y para realzar estas páginas insupera-
bles, hay una evocación del mismo Lope, el cual parece
presidir, invisible y activo, la reunión que se celebra en su
diminuto jardín madrileño. En el caso de Baroja y en el
de Ortega, por ejemplo, como hemos visto, Aleixandre
L .
acude, mientras en la actualidad los contempla, a imágenes
de otros días. En cambio, al hablar de Jorge Guillén, ve
a este poeta en dos tiempos sucesivos, pero secreta y fun-
damentalmente enlazados: en la juventud y ya en la pro-
longada madurez. No son dos tiempos distintos; sino un
mismo instante maduramente crecido, como lo es la pro-
pia obra de Jorge Guillén. Muchas circunstancias podrán
haber mudado; muchos amigos entrañables han muerto;
pero Guillén sigue siendo fiel a sí mismo, el jubiloso aten-
to al mundo que le rodea o que dentro de sí lleva. Veo el
símbolo correspondiente a Jorge Guillén expresado en las
palabras que ahora transcribo:
Descendimos al jardincillo d e la casa. El ce-
dro q u e l o presidía p o d í a más, e n su verdor pe-
renne, q u e la tarde inverniza. T o d o eljardincillo,
avanzado ya noviembre, estaba desprovisto del
fragor del estío. Pero el árbol ilustre, e n su ma-
durez, tenía esplendor contra el cierzo; poseía
fe, daba señal y desplegaba sus ramas frondosas,
c o n majestad, sobre la helada del atardecer.
Así aparece, en efecto, dentro de la total historia de
la poesía de su tiempo, la obra del poeta evocado por Alei-
xandre. Y esa dura y gozosa soledad jsignifica tal vez
desatención para los otros, para cuanto hay en el mundo?
Claro que no. De pronto, Jorge Guillén, "con el brazo que
se levantaba sobre los ritmos bajos del color final, señala-
ba una increíble flor silvestre, tranquila, serena, que en
medio del invierno total abría su confianza." No puede
resumirse mejor, simbólicamente, la exacta significación
de una obra lírica.
Por supuesto, no ha querido hacer Aleixandre "críti-
ca literaria": pero sucede que, con frecuencia, sus semblan-
zas la llevan implícita. Sólo que el género pide el detenido
y atento análisis, cosa que. desde luego, no se advierte en
estas páginas de Aleixandre. Hemos dicho que cada sem-
blanza es un poema, y, siendo tal, lo que importa es la po-
tente síntesis recreadora, creadora;el juicio queda siempre
subordinado a la intuición poética: es parte o hijo de ella.
Lo que atrae a Aleixandre es la persona, sí: pero es difícil
que en un gran creador aparezcan persona y obra radical-
mente escindidas. Ya se sabe. Ello puede observarse en el
retrato de Carles Riba. el denso y alado poeta catalán.
Aleixandre lo aprehende y expresa en dos momentos. De
súbito (lo que es muy raro en un libro estrictamente poé-
tico) dice Aleixandre, a propósito de Riba: "Ofrecer el
pensamiento con concisión es una forma del respeto". Con-
tenidamente se nos va brindando la figura de Riba -un
fuego dominado-, en quien el ímpetu lírico se unimisma
con la fuerza del pensamiento. De ahí que Aleixandre em-
lee las palabras sapientemente, sabio o sabia, que no otras
parece reclamar la semblanza justa del poeta ahora evoca-
do. Kos queda quizá la impresión de que en Riba predomi-
na la lucidez la conciencia máxima. "La frente, surcada
-escribe Aleixandre-, parecía conciencia." No está visto
Riba en dos tiempos muy distantes, que correspondan a la
juventud y avanzada madurez de Vicente Aleixandre, co-
mo sucede en las evocaciones de Ortega, Baroja, Azorín
o Jorge Guillén. Riba es presentado en dos tiempos próxi-
mos, ambos pertenecientes al ahora de Aleixandre. Si en
ciertas palabras primeras de la semblanza el evocador tal
vez insistía en la cualidad lúcidamente espiritual de Carles
Riba, en la última parte del retrato el poeta aparece fundi-
do con la naturaleza misma. (También, en otras páginas
de su libro, Aleixandre pone a sus figuras en contacto con
la tierra, los árboles o el agua.) "Un momento, entre las
ramas y los troncos, Riba se emboscó. Entre la fronda ca-
minaba abstraído; crujían las ramillas tiernas, los impetuo-
sos verdores sucesivos. Le coronaban ramos de olores
y golpes de hojas espesas." Se observa, pues, cómo la intui-
ción poética lleva a Aleixandre a presentar en total síntesis
valiosa a cada creador evocado. Tal procedimiento n o di-
fiere -diríamos- del que Aleixandre sigue en su Elegía
a Pedro Salinas, un admirable poema que se halla en el li-
bro titulado Yacimiento último. Por otra parte, la semblan-
za que al propio Salinas consagra (y en ella le sorprende
en humano y divino momento) viene a completar magní-
ficamente aquella Elegía.
Todo poeta (a pesar de su intención temporal) inevi-
tablemente hace trascender, más allá del tiempo y del es-
pacio, cada objeto cantado. As1 ocurre en todos los versos
de Aleixandre; así, también, en las semblanzas contenidas
en Los encuentros. Volvamos, por un instante, a la sem-
blanza de Ortega. Dos tiempos distintos evidenciaban la
doble actitud española del gran pensador evocado; tales
tiempos o etapas no aparecían en su fugacidad irreversible,
sino en presente, actuales, encendidamente fundidos
en la historia hispánica. Lope, invisible, estaba también
d i . Y en la casa de Lope todo permanecía y permanece:
el poeta del siglo XVII, Ortega y sus amigos, y el pozo de
Lope, con Madrid apresado. (Pues el cielo es el espejo
y quizá el alma de una ciudad.) "El granito venerable gas-
tado por los tiempos, el balde, la maroma'usadera y, en el
fondo, el agua. la misma, inmutable y bella del fino cielo
de Madrid." Los tiempos (empleemos el plural del poeta)
percuden y desbaratan los objetos materiales; no los espi-
rituales, que el tiempo (ahora en singular) conserva y clari-
fica. En la casa de Lope, con Ortega y con el poeta que al
pensador evoca en dos etapas diversas, hay, efectivamente,
un momento nítido y eterno de la vida espiritual española.

Ese momento aparece y permanece (hemos dicho que


es eterno) en la preciosa y emocionada evocación de Fede-
rico García Lorca. Aleixandre contempla a Lorca en un
instante determinado y, al mismo tiempo, en su total sig-
nificación poética. "Su silencio repentino y largo -escribe
Aleixandre- tenía algo de silencio de río, y en la alta ho-
ra, oscuro como un río ancho, se le sentía fluir, fluir., pa-
sándole por su cuerpo y su alma sangres, remembranzas ,
dolor, latidos de otros corazones y otros seres que eran él
mismo en aquel instante, como el río es todas las aguas
que le dan el cuerpo, pero no el límite." Esta espléndida
evocación de Lorca, si bien responde al general procedi-
miento y tono del libro (pues en él, como en toda obra de
Aleixandre, se revela la unidad de sus diversas partes, poé-
ticamente trabadas), difiere, en cierto modo, de las sem-
blanzas restantes. Aquí el lenguaje, sin perder nunca la
altura lírica, es quizá más conciso y lineal que en las evo-
caciones de los demás poetas. La acumulación de intuicio-
nes e imágenes, en la semblanza de Lorca, sigue, si cabe, un
orden más lógico; se me figura que el dibujo es más preci-
so y desnudo. Si comparamos e ~ t apágina con otras del
mismo volumen, observaremos que en las ultimas la acu-
mulación de intuiciones obedece más a la alta y definitiva
unidad poética, no a la unidad que la razón imparte. La luz
resulta ya un elemento esencial en tales semblanzas, y su
participación contribuye a la altura lírica.

LUZ,PIEDRA. CABELLO

Apenas hay poeta que no sea evocado en medio de


gradaciones lumínicas. Apenas, por otra parte, oímos ha-
blar a las personas evocadas. Ni tampoco suele oírlas el
propio Vicente Aleixandre. Cuando Guillén le señala la
flor, no percibe las palabras: sólo capta el gesto simbólico.
Cuando una muchedumbre dominical (y el episodio escla-
rece las tendencias de los dos poetas protagonistas) envuel-
ve y arrastra a Aleixandre y a Celaya, el primero no oye
las palabras del segundo, que acaso éste no profirió. "Aquel
clamor a lo lejos se había extinguido ;un gran silencio co-
municador parecía haberle heredado, habernos rodeado".
La luz, el silencio: dos elementos esenciales en esta bella
obra de Vicente Aleixandre. Sobre Emilio Prados, a quien
evoca como niño bullicioso. tiene que añadir: "He dicho
canción fresca, pero le veo también mudo, como si él fue-
se su propia voz extinguida, aterido (¿qué es lo que le ha-
bía rozado?) en medio de los gritadores." Leyendo el
libro, ciertas reiteraciones nos confirman materialmente
la unidad poética de las semblanzas aleixandrinas. Es cu-
rioso que, al hablar de dos poetisas -Carmen Conde, Con-
cha Zardoya-, Aleixandre evoque la calidad mineral de
sus rostros. Hemos dicho que no suele Aleixandre, en este
libro, escuchár a los demás. Carmen Conde habla. "Yo no
la escuchaba, precisamente. Veía el rayo de sol caer sobre
el rostro e ir encendiéndolo, centímetro a centímetro, co-
mo endureciéndolo, hasta darle calidad de piedra trabaja-
da." Similar, pero más poderosa, evocación cuando se
trata de Concha Zardoya. Y en cuanto al cabello, si el de
Azorín "parecía tranquilo después de un viento que le
hubiese inquietado tenuemente", el de José Luis Hidalgo
era "un ramalazo de pelo que la llama hubiese todavía de-
jado después de su paso." Viento, llama. ¿No correspon-
den uno y otra a la interna tesitura de ambos creadores?

¿En qué otros elementos c o r p o k e s ha fijado su


atención el poeta de Los encuentros? En unas y otras sem-
blanzas aparece con insistencia la mano. La de Baroja,
inerte, da la impresión de que está empuñando todavía la
pluma; la de Azorín, mientras éste habla, tal vez dibuje el
contorno de sus propias palabras. Al hablarnos de la mano
de Guillén la prosa de Aleixandre alcanza -diríamos-
"la temperatura del verso". El pasaje n o ya alude a la figu-
ra de Jorge Guillén, sino que, implícitamente, está defi-
niendo también su poesía. "Mirando esa mano, alerta en
el aire, se tenía la impresión de una acumulación de hechos
ofrecida sólo por alusión, con una apurada y suprema vir-
tud de síntesis." Y en seguida, subiendo aún más, el poeta
dice: "Agitándose, aunque fuese con lentitud, zigzagueaba
allí una electricidad positiva, en rasgueos de luz que signa-
ban un cielo hecho más que nunca de proximidad, a la
medida humana. " No quiero transcribir los pasajes en que
el poeta insisfe en el valor de la mano como signo psicoló-
gico. Pero sí me permitiré señalar que en la semblanza de
Cernuda aparecen contrapuestos y hasta dinámicamente
unidos afán de acercamiento e irresistible tendencia a la
huida. ¿ Y qué cosa sino la mano, con el auxilio del rostro,
podrá ejemplificar esa dolorosa contraposición y unimis-
mamiento? "Un cierto impulso separador de la mano, que
al estrecharos la vuestra la alzaba y levísimamente la retra-
saba (sin que esto tuviese el menor valor personal), estaba
simultáneamente corregido o templado por la mirada o la
sonrisa y su destello amistoso." El impulso poético de
Aleixandre n o se olvida de expresar también la leve calidad
de un alma; y esta doble atención n o excluye, muchas ve-
ces, la implícita y exacta interpretación de una obra.
Pensamos que desde la admirable evocación de Fede-
rico García Lorca hasta las últimas semblanzas, el proce-
dimiento de Aleixandre se ha ido enriqueciendo, tal vez
a costa de los puros elementos lógicos. Las frases opulen-
tas (aunque nítidas, transparentes) se acumulan para ofre-
cer la justa visión poética, jamás infiel, de cada figura evo-
cada. Hay algunos pasajes, desde luego, confinantes con el
verso aleixandrino, en los cuales la trabazón lógica, la sig-
nificación estrictamente inmediata, acaso se pierda o des-
vanezca; pero tales pasajes, a semejanza de los versos de
un poema, contribuyen eficazmente a la total atmósfera
que Aleixandre está levantando. Al advenir a la prosa,
Aleixandre tenía que ejercer su poderoso ímpetu creador.
Recordemos unas palabras de Amado Alonso; éste, tras
haber estudiado agudamente a Paul Groussac, concluye :
"El poeta fragua su prosa a puro invento. Se planta ante
la lengua como ante un intacto sistema de posibilidades.
Para Groussac la lengua fue fundamentalmente un reper-
torio de hechos". De ahí que Groussac (ensalzado con ex-
ceso, para nuestro gusto, en su país de adopción) nada
pueda interesarnos; su prosa no ofrece sino el cuidadoso
pulimento de los mayores lugares comunes. En Aleixandre,
siempre fiel a unos datos determinados, lo que importa
y predomina es la pura invención verbal, nunca arbitraria,
sino obediente a las más altas leyes de su personal método
creador. Y esta máxima exigencia ante la prosa (como en
Azorín, como en Ortega, como en Alfonso Reyes) debe
ser constante paradigma para cuantos intentamos hoy es-
cribir en lengua castellana.
LORCA, REDIVIVO

CoMo es sabido, sobre la singular poesía de Lorca hay


ya numerosos y excelentes estudios; pueden también ser
consultadas, con provecho y emoción, no pocas páginas
de recuerdos personales, escritas por quienes tuvieron la'
fortuna de conocer al poeta. Mas lo cierto r- i ~ i c aún
' no
se había publicado una íntegra biografía de Lorca: Por
suerte, acaba de realizar esa tarea, con amor y conocimien-
to, el minucioso y sensitivo José Luis cano'; su volumen
será leído por todos los aficionados a la poesía española
y señaladamente por los innúmeros admiradores de Lorca.
Se trata de una biografía ejemplar, pese a las tentaciones
diversas que el tema insinúa. Dice el autor que su texto
debe ser tomado únicamente como el continuo pie anóni-
mo de las abundantes fotografías que ilustran la obra; tal
modestia es explicable, pero no la justifica la lectura del
libro. A pesar de ese sentimiento de impotencia que, se-
gún Cano, le perseguía durante la elaboración del volumen

1 José Luis Cano: García Lorca Biografía ilustrada. Ediciones


Destino. Barcelona, 1962.
-porque para el autor era imposible dar vida en unas pá-
ginas a la vida luminosa de Lorca-, el hecho es que su li-
bro está perfectamente logrado; se halla escrito con fervor
y sentido poéticos y, a la vez, con rigor histórico; propor-
ciona, en suma, idea cabal de lo que fue la existencia de
Federico García Lorca. De modo que, en lugar de ser el
suyo un texto consagrado a la ilustración de unas fotogra-
fías, éstas vienen a ilustrar y completar la vívida semblan-
za trazada por José Luis Cano. Lorca aparece, no como la
posteridad quisiera cambiarle, sino como realmente vivió
y escribió.
Mucho de mágica y resplandeciente tuvo la vida de
Lorca; sin embargo, se nos figura vislumbrar a veces en su
trayectoria extraños fondos de oscuridad, presentimiento
y misterio. Es de recordar que Pedro Salinas y otros críti-
cos señalaron en la poesía lorquiana augurios y presagios
de tragedia y muerte. Pero n o sólo en la obra lírica y
dramática; también los hay en la vida misma de Federi-
co, como lo puso de manifiesto Juan Ramón Jiménez en
2 .
Las tres diosas brujas de La Vega y como se presiente en
tal o cual pasaje del libro de José Luis Cano. Desde la in-
fancia, en contacto con su tierra y las criadas -a estas ú1-
timas el poeta siempre se mostró reconocido-, penetra
Lorca en el folklore y en los misterios de la vida: aparicio-
nes, combates, amor y muerte. A través de la obra de Cano
le vemos disfrutar con sus amigos, cantar canciones, orga-
nizar fiestas, tocar el piano, escribir y recitar sus poemas;
2 Juan Ramón Jiménez: Olvidos de Granada Ediciones de La
Torre. Universidad de Puerto Rico, 1960.
pero no dejamos de observar a la vez que ese andaluz tan
claro y tan rico de aventura -para citar sus famosas pala-
bras- atraviesa algunos períodos de crisis. De una depre-
sión sentimental habla en carta a Jorge Guillén. Parece
también estar seguro de su gran destino de poeta -sólo
poeta- y, no obstante, en cierta ocasión desea ser profe-
sor, para lo cual solicita la ayuda de Guillén, que éste se
apresura a darle. Superada la crisis, ya no vuelve a acordar-
se del proyecto. ¿Quién se imagina a Lorca en una cátedra?
Dos tipos de dificultades hay, naturalmente, en la vida de
Federico: las que halla en el contorno y las que brotan de
la textura de su alma. Pero si en él había tristeza -yo creo
que la había-, Federico se afana por convertirla en un
don positivo. Obsérvese cómo Lorca acepta alegremente,
con esa risa de que nos habla su biógrafo, un juvenil fraca-
so dramático, y cómo, aludiendo a su primer libro -que
no fue comentado-, quiere consolar al entonces distante
Miguel Hernández, que le había escrito desde su pueblo.
Ni algún fracaso ni las envidias parecen doblegar el sentido
que de sí propio y de su vocación tenía Lorca. Tampoco
el éxito sonado tendía a confundirle y envanecerle, por-
que sabía cuáI era su destino. De ahí que no se apresurara
a dar su obra inédita; de ahí que no insistiera en la repeti-
ción fácil de módulos anteriores. Ello es tanto más sor-
prendente cuando que, según dice Luis Cernuda, "se le
jaleaba como a un torero, y había efectivamente algo de
matador presumido en su actitud". Comentando estas
palabras, Cano escribe en su biografía: "Pero en esa mis-
ma presunción había algo de infantil, algo inseparable de
su bondad innata, de su sencillez y espontaneidad en el
trato con los amigos y con las gentes". Añadamos que esa
presunción no se mantenía en la soledad, frente a la propia
obra, como acabamos de explicarlo. De Canciones pasa
Lorca al Romancero gitano -libro también de elaboración
lenta, como ya advertía Andrenio en un artículo-; pero
el éxito del breve volumen (el más difundido de Lorca,
aún entre gentes extrañas a las letras) no le mueve a reite-
rar los hallazgos. Ya se sabe que el mito de lo gitano irrita-
ba a Lorca, como se desprende de juicios personales que
José Luis Cano traslada en su biografía de Federico. Un
crítico tan exigente como Luis Cernuda se refiere a la rara
cualidad que Lorca poseía: la de no estar jamás satisfecho
con lo ya logrado. "No le deslumbró el éxito del Roman-
cero -afirma Cernuda- ni quiso asegurarlo siguiendo el
rumbo que le marcaba dicho tipo de verso, docilidad al
éxito- que sin duda sus lectores esperaban de él; porque
luego empende rumbo bien diferente".
Cierto que la vida de Federico fue luminosa, pero la
ancha luz combatía con la sombra replegada. Hay en Lor-
ca una voluntad de estilo y un como sentimiento último
de la escencial soledad del hombre, aunque esté en compa-
ñía. Yo pienso que ese afán de Lorca por la compañía de
los otros venía a ser -consuelo de niños- deseo de apagar
con su voz y las de los demás el rumor y sentimiento más
recónditos de su propia alma. Me aventuro a decir que la
misma luminosa vida de Federico tenía el fondo dramáti-
co que tan maravillosamente expresa en su obra. Mientras
Emilio Prados y unos jóvenes poetas -narra el biógrafo,
que asistió a la escena- se meten en el mar, Federico per-
manece sentado en la playa. Tampoco, en unión de los
hermanos Dalí, quiere Federico seguir tras ellos adentrán-
dose en las aguas. Temores de niño, temores de quien se
encuentra en la vida y con el éxito, aceptándolos, pero al
mismo tiempo rehuyéndolos oscuramente. Y sin embargo,
"Sea lo que Dios quiera" dice asus amigos antes de partir,
en julio de 1936, hacia Granada. Secreta resignación fren-
te al hado. Diríamos, leyendo el libro de Cano, que toda
la vida de Lorca se compone y desarrolla, literalmente,
como un drama. El volumen expresa el alegro, el movi-
miento musical y luminoso que tuvo el vivir de Federico;
sin olvidar las extrañas vislumbres de misterio y presagio
que forman un continuo trasfondo.
Hemos hablado de cierta depresión sentimental, que
no creemos única en la vida de Lorca; tal vez otros instan-
tes similares no hayan sido documentados. Recordemos
ahora la estancia del poeta en Norteamérica, país que le
abruma y acaso le entristece. En la isla cubana Lorca en-
contrará un ambiente casi español y todavía no mecaniza-
do. Poeta esencial, Lorca no sólo presta atención a la na-
turaleza, los amigos y las manifestaciones de arte; también
siente la angustia de ser hombre y la condición extranjera
de otros hombres. Por eso le atraen los negros de Harlem,
de quienes se acuerda al comentar su estancia norteameri-
cana; ellos son "lo más espiritual y lo más delicado de
aquel mundo". Y agrega: "Fuera del arte negro no queda
en los Estados Unidos más que mecánica y automatismo".
Al leer la poesía de Lorca, al tropezar con declaraciones
como las antecedentes, nos pasma que se haya podido ha-
blar del mero juglarismo de ese hondo andaluz. Verdad
que el severo Cernuda escribe: "La poesía de Lorca, como
la de Aleixandre, me parece a veces consecuencia de un
impulso sexual sublimado, doloroso a fuerza de intensidad;
y esa sensualidad dominante en ellos, aquel impulso amo-
roso que determina la existencia de su poesía; se enlaza
para ambos con la presencia de la muerte en sus versos".
Quizá sea así, pero sólo en parte; creo más bien que en
Lorca predominaba la conciencia de que el destino huma-
no es injusto y ciego; y casi toda su poesía responde a ese
sentimiento, incluso -como para burlarlo- la poesía in-
trascendente y humorística que puede hdlarse en su obra.
Volvamos a Luis Cernuda -a quien cito hoy por tratarse
de uno de los comentadores más estrictos de Lorca-; Cer-
nuda, refiriéndose a la poesía demasiado feliz que aflora
en ciertas páginas de Canciones, habla de la "vena, pasajera
en Lorca pero persistente en Alberti, de bromear y hacer
travesuras; actitud, más que de poeta, propia del hijo de
familia acomodada que, con las espaldas protegidas por su
propio medio burgués, se permite burlarse del mismo' .
Por mi parte -y no sé si exagero-, doy esta explicación
a los poemas traviesos de Lorca: son -me digo- como
conjuros para disolver el personal sentimiento dramático,
como fórmulas contra la fuerza tenebrosa del universo.
Al llegar aquí me interesa hacer unas observaciones.
- - -
Narra Cano la estancia de LO& en Cuba, donde el poeta
fue huésped de la ~ o e t i s aDulce María Loynaz. Y dice Ca-
no: "En broma, Federico gustaba entonces de hacer esa
especie de poesía burlesca que los poetas de1 27 llamaban
gitanjáfora, y en la que lo importante era el valor eufónico
y sorprendente de las palabras, sin que éstas expresaran el
menor contenido con sentido lógico". Dudo que el voca-
blo jitanjáfora (con jota, no con ge) fuera invención de
los poetas del 27, aunque el género que designa tiene una
larga tradición. El descubridor y teorizador de esa antigua
y constante modalidad poética fue Alfonso Reyes, quien,
en su ensayo Las jitanjaforas, explica por qué usó tal pala-
bra para referirse a los meros poemas eufónicos3. Mariano
Brull -dice Reyes- compuso "este verdadero trino de
ave":
Filiflama alabe cundre
ala olalúnea alífera
alveolea jitanjáfora
liris salumba salífera,
y la estrofa que sigue. Reyes agrega: "Escogiendo lapala-
bra más fragante de aquel racimo, di desde entonces en Ila-
mar las Jitanjáforas a las niñas de Mariano Bmll. Y ahora
se me ocurre extender el término a todo este género de
poema o fórmula verbal". El ensayo de Reyes es refundi-
ción de anteriores artículos sobre tan curioso tema; el se-
gundo de esos artículos, Alcance a las Jitanjaforas, se publi-
có (declara una nota) en la Revista d e Avance (La Habana,
15 de mayo de 1930). Y quizá Lorca y los demás poetas
del 27 aprendieran allí el nuevo término; quizá esa lectura
los empujara al cultivo consciente de la jitanjáfora.
Esmdiando en el libro de Cano la actitud de Lorca,
se comprende muy bien por qué, en su última etapa, pudo

3 Alfonso Reyes: La eqLriencia literaria. Editorial Losada,


S.A., Buenos Aires 1942.
decir Federico que él nunca sería político. "Yo soy revo-
luconario, porque no hay verdadero poeta que no sea re-
volucionario". Y es cierto: la auténtica poesía entraña
una revolución radical, busca una comunión trascendente;
mientras que la común política se reduce a la acción su-
perficial o externa, cuando no a una mínima tarea buro-
crática. Lorca, con su poesía y su teatro, venía a revolu-
cionar el teatro y la poesía españoles, la esencial vida
hispánica.
El libro de Cano, como la existencia de Lorca, ter-
mina bruscamente pero con belleza. En la madrugada del
19 de agosto de 1936 cae el poeta en el campo andaluz,
y desde entonces va creciendo su figura y obra. El biógra-
fo afirma que no ha sido su objeto el de componer un li-
bro exhaustivo, de minucioso aparato bibliográfico. Tal
volumen será preciso redactarlo algún día, y en él se trata-
rá de pormenores en que José Luis Cano no ha insistido.
Su biografía lorquiana, preciosa y concisa, completa en lo
fundamental, abundante en rasgos y anécdotas, posee
aliento y estructura de poema. La prosa de Cano es siem-
pre transparente y noble. Aunque José Luis Cano se ha
ceñido a contar la vida de Lorca, no olvida -al referirse
a cada una de las obras del poeta- el formular un juicio
tan sumario como penetrante. De ahí que el fervor, las
virtudes y el método de José Luis Cano hagan revivir ante
nosotros, magníficamente, la admirable figura de Federico
García Lorca.
LA muerie de Benjamín Jarnés deja el espíritu per-
sistentemente desolado. Pues acaece que con todo autor
preferido se mantiene siempre una entrañable relación hu-
mana. Y si el autor es ya inmortal (como en el caso de
Virgilio, de Montaigne. de Cervantes), los altibajos de esa
relación pertenecen, sobre todo, a-la esfera del espíritu.
Pero si el escritor es contemporáneo, se sufren todas las
variaciones de uria amistad enteramente próxima. No sé si
me explico. Con honda atención humana he seguido siem-
pre la vida y la obra de Benjamín Jarnés, artista auténtico,
claro espejo para los jóvenes autores. La vida, siempre, al
servicio de su obra; la obra, siempre, hija de la belleza.
Apenas pone pie en España, tras larga ausencia, Jarnés, ya
enfermo. entrega dos volúmenes suyos (ambos editados
por Janés): una segunda edición de su Libro de Esther
y un tratado, alígero y preciso. sobre la gracia, tema que,
desde sus comienzos, había cautivado al primoroso autor.
Eufrosina o la gracia. ¿ Y qué ha sido toda la producción
de Jarnés sino una graciosa arquitectura? Al tiempo que
iba publicando sus novelas y sus biografías -llenas de pu-
ra, depurada gracia estética-, Benjamín Jarnés meditaba
sobre los temas esenciales del oficio literario. Ahí están
los primeros Ejercicios, y los posteriores. A Jarnés, escri-
tor, le interesa el lenguaje como materia estética; él es, ante
todo, un artista que conoce el valor de lo espontáneo, del
don gratuito, pero que no olvida nunca lo que la exigen-
cia importa.
En Eufrosina o la gracia encontramos, refiriéndose al
tema, esta casi definición: una espontaneidad largamente
cultivada. Lo'cual constituye. en rigor, todo el arte de Ben-
jamín Jarnés. Poseía el don gracioso -gratuito- del idio-
ma, y lo cultivó largamente, como pocos autores de su
tiempo. A un saber hondo, que naturalmente se trasluce,
unió Jarnés una singular agilidad expresiva. E l arte -nos
advirtió- es todo amorosa vigilia. Y ése fue iino de sus se-
cretos: casi nunca olvida el cuidado amoroso del idioma.
Para Jarnés la palabra era también cosa viva, permanente.
"El idioma es, para el escritor -declaraba Juan José Do-
menchina-, su bien único. Y el escritor no puede consen-
tir sin protesta que este bien único, que constituye su
gloria, se lo manoseen y percudan, con regodeo y saña, los
iletrados mercaderes de las letras." Con amoroso, con en-
trañable y envidiable tiento, llegaba al lenguaje Benjamín
Jarnés. Quienes escriban, quienes amen la lengua castella-
na, su nitidez, su precisión, su delgadez expresiva, tendrán
sin duda, en su mesa, la obra delicada y perdurable de Jar-
nés, junto a las de Gracián o Fray Luis, Valera, Ortega,
Ayala o Miró ... (Y junto, también, a un buen diccionario
de la lengua. Nada de galicismos innecesarios. Nada de im-
precisos vocablos. Y sin olvidar, para frecuente consulta,
el Curso Superior de Sintaxis Española, de Samuel Gili
Gaya.) Porque Jarnés aporta un tono nuevo. Del acento
de una lengua ha hablado Rafael Sánchez Mazas. "Un acen-
to -dice- es como el latido íntimo, como la pulsación
radiante de un idioma." ¿ Y qué calidades no ha logrado
el acento de la lengua castellana en la prosa pura, simple
y noble, de Benjamín Jarnés?
Jarnés es algo más que un estilista. Cierto que, desde
El Profesor inútil a su libro último, Jarnés,.en superación
constante, iba adelgazando y quintaesenciando su ya del-
gada forma de escribir, su estilo. Pero Jarnés no se queda
solamente en la estética pura. Aspira a ensanchar los senti-
dos (ahí, en Eufrosina, hay unas bellas páginas sobre el
tacto. goce desconocido), a conseguir una plenitud armo-
niosa de la vida humana. Predica siempre Jarnés la alegría
esencial -por encima del .dolor-, habla del júbilo, emplea
con frecuencia el adjetivo risueño y dice de la gracia que
es la sonrisa del espíritu. Y, en efecto, los hados vertieron
sobre Jarnés un amplio caudal de gracia. Tema antiguo en
el escritor aragonés. Y, paralelamente a esos estudios esté-
ticos, van surgiendo las novelas y alguna obra de moralista,
como Fauna contemporánea, curioso desfile de caracteres
actuales, al que -de vivir Jarnés- debió añadir otros pos-
teriores. Y es singular que el moralista no contemple amar-
gado el lamentable desfile, sino que, siguiendo sus propias
normas, lo vaya mostrando risueñamente. Con cierta fina
y alegre ironía; porque la ironía era, para él, una virtud
menor. Apenas ésta se trasparece en Eufrosina o la gracia,
jovial diálogo -más bien monólogo- donde se resumen
maduramente las características esenciales de Benjamín
Jarnés. He aquí al novelista y al crítico, ambos en una obra
de pura belleza.
Toda la producción de Jarnés aparece ahora absoluta-
mente desprendida del autor, ofreciéndose perfecta y cerra-
da. Nada ya entre el creador y ella. Si la repasamos, adver-
tiremos que Jarnés suele insistir en unos temas. Es refinado
artista, pero habla de la plenitud vital, de lo espontáneo
(siempre sometido a lo consciefite, según la enseñanza de
Juan Ramón). Este libro, Eufrosina, venía en rigor fra-
guándose desde los comienzos de la obra jarnesiana. Misión
de la gracia es infundir en todo un maravilloso, inaprehen-
sible ímpetu. Y no otra ha sido la misión de Viviana, la
bella embaucadora. Acaba por vencer a la violencia, su peor
enemiga. Se acerca Viviana blandiendo un lirio. De suerte
que Viviana y Merlín es la ejemplificación de la teoría
apuntada en lugares diversos y, al fin, resumida y comple-
tada en Eufrosina. Por lo demás, hay páginas de este libro
que se encuentran, convenientemente transpuestas, en
otros del autor, como las relativas a la sonrisa y Heine que
pertenecen asimismo al Libro de Esther.
Comparemos, brevemente, El Profesor inútil con la
utilísima Eufrosina. Si el primer personaje no pasaba de
ser un irresoluto, un hombre vacilante entre tentaciones
diversas, excesivamente propenso a la creación de metáfo-
ras, Julio. personaje del último libro, aparece maduro, pe-
netrante y decidido. Elige a una sola y deliciosa mujer.
¿No está poniendo estético cerco a la total apetencia de
Eubosina, viva encarnación de la gracia? Ha intentado de-
finir ese don -don que aparentemente burla la ley- ante
la gracia irresistible de una mujer. El citado personaje de
Jarnés -que también propende a las metáforas, pero con
excelente economía, con exquisita sobriedad- es de una
agudeza extraordinaria. En definitiva, Eufrosina no es con-
trincante suya, sino admirable compañera que va subrayan-
do el pensamiento de Julio, o abriéndole nuevas perspec-
tivas.
Ni aún, como mujer, resulta Eufrosina una conquista
difícil: Julio, con su palabra, la había subyugado. Y con
tal arte, que -lograda la confusión de límites- ya no es
~ o s i b l eseguir las disquisiciones agudas del exégeta, el cual
se aleja con la gracia viva, privándonos de nuevas, pero
aproximadas, definiciones. Demasiado seductora, cierta-
mente, la gentil Eufrosina..
A Benjamín Jarnés se le ha reprochado su excesivo
amor a las metáforas. "Las de Jarnés -observó Domenchi-
na- se caracterizan por su absoluta carencia de espontanei-
dad." Pero el autor fue liberándose de esta tendencia, y en
Eufrosina le asiste la suficiente gracia -nunca le faltó la
original- para no incurrir en la citada y justa censura. A
veces, sus metáforas son en extremo elaboradas, artifi-
ciosas; pero la graciosa calidad de su idioma suele salvarlas.
He dicho que Jarnés va adelgazando su ya delicado lengua-
je. No sin razón, escribe: "Todos los conflictos humanos
arrancan de una falta de expresión, de comprensión mu-
tua." En su libro sobre la gracia, Benjamín Jarnés repite
que esa virtud es, sobre todo, un valor social. Él ha perse-
guido siempre la bella claridad precisa. Por eso, a Samuel
Putnam se le antoja, en ocasiones, que Jarnés "es un ma-
temástico extraviado entre novelas." Pudiera serlo -tal es
su afán geométrico, diamantino- si no gozase de una ex-
cepcional gracia estética, vibración simpática, inasible su-
ma de valores.
Dotado de ese misterioso don, Benjamín Jarnés trata
de definirlo, por acosos parciales, en los diálogos que sos-
tienen Eufrosina y Julio; pero la mejor definición la cons-
tituye el propio libro, de inimitable prosa. He aquí todas
las virtudes de Jarnés: sus puras facultades novelescas -tan
distantes de las tradicionales. e, incluso, de las que hoy se
estilan-; su agudeza;la hermosa y radiante simplicidad de
su lenguaje; la ironía que jamás hiere a la gracia;el saber
sabiamente oculto, aligerado; la recreación de los mitos
-siempre permanentes-: el depurado sensualismo. En su
obra Benjamín Jarnés revela justamente aquellos signos
de la gracia que ya señalaba Goethe: nobleza, pureza, li-
bertad y alegría. Y con ellos acaba de entrar en la eterni-
dad: él, que, en cuanto escritor -véase su prólogo a Fauna
contemporánea-, sólo pudo ejercer poderes espirituales.
Como todo hijo del ingrávido Ariel.
LAS METAMORFOSIS DE GUILLERMO DE TORRE

MRHS
manerashay de entender la crítica, y c&i todis
son de parigual nobleza. No enumeremos ahora esas mane-
ras, y digamos tan sólo que el no fácilmente olvidable An-
drenio hacía funcionar un juicio delicado a través de una
diáfana prosa. O también que la estilística, a pesar de cier:
tos discípulos obstinados, proporciona incontables preci-
siones, asombros y gustos. Escritor caudaloso y universal,
Guillerrno de Torre ha seguido siempre otro método, cuyo
símbolo viene a ser el del aparentemente versátil Proteo.
De ahí el título de su libro último', donde figuran cinco
series de admirables ensayos. En el breve prólogo recuer-
da el autor que poseía Proteo el don de vaticinio y el de
adoptar formas innúmeras. Por eso -agregamos, por nues-
tra parte- hubo también de tomarlo como símbolo José
Enrique Rodó. Muchas son las faces del mundo intelectual,
y el crítico debe examinarlas no desde excelsa atalaya, si-
no acercándose a cada una de ellas. "Sin cierto desdobla-

1 Guillermo de Torre: Las metamorfosis de Proteo. Editorial


Losada, S. A., Buenos Aires, 1956.
miento y simbiosis espiritual -declara Guillermo de To-
rre- no hay penetración ni comprensión valederas". Esto
justamente, es decir, compenetrarse y comprender, ha
efectuado Guillermo de Torre en todos los ensayos de es-
te libro: Las metamorfosis de Proteo. En la primera parte
se estudian las cuestiones relativas al escritor en el mundo
d e hoy; en el siguiente apartado se examinan autores con-
temporáneos de habla hispana; a continuación se revisan
escritores de lengua francesa, desde Rimbaud a Cocteau;
varios capítulos, en la parte cuarta, se.consagran a los
clásicos, entre los cuales, con muy buen acuerdo, sitúa
Guillermo de Torre a Eca de Queiroz ;y, finalmente, en el
quinto apartado se consideran cuestiones generales: los
nacionalismos literarios, los avatares últimos del teatro
y el medio siglo europeo; se incluye aquí también un exce-
lente ensayo titulado La unidad de nuestro idioma, y sobre
él volveremos en otro lugar de este artículo. En todos los
estudios -hemos dicho ahora mismo- se ponen de mani-
fiesto esas dos primordiales cualidades del crítico que De
Torre señala: compenetración y comprensión. Pero ellas
no bastan para otorgar a un crítico jerarquía eminente;
ambas son cualidades elementales, primarias. Para ser gran
escritor, en ese genero, es menester además estar agraciado
con el don de la expresión estética y con la facultad de
emitir ideas personales. Todavía se ha de agregar que
Guillermo de Torre posee una excepcional información
y una curiosidad permanentemente alerta; de suerte que
no hay problema, autor ni obra que no considere con
amor, delicadeza y profundidad. Y en los tiempos presen-
tes, cuando la misión del escritor parece perder su auten-
ticidad, Guillermo de Torre se ocupa en establecer cuál es
el destino, los límites y alcances del hombre de pluma.
Por fuerza -explica en algún lugar de su libro- el escritor
ha de producir en el aislamiento, pero no en la soledad;
aislarse, para la creación, no implica el corte absoluto con
el mundo; 10s problemas de la sociedad deben ser conside-
rados por cada espíritu; pero la sociedad o el Estado no
habrán de conformar o apagar la independiente obra lite-
raria. Alguien ha afirmado (y Yo gusto de repetirlo) que
un escritor es la conciencia de su tiempo. Para ser una con-
ciencia veraz tendrá que conservar siempre la libertad de
juicio y de expresión. El desengañado André Gide formuló
una espléndida esperanza que Guillermo de Torre ha con-
signado en su estudio sobre el gran maestro francés. "El
motivo determinante de nuestra razón de vivir -dijo Gi-
de- es precisamente éste: saber que entre los jóvenes hay
algunos -aunque estén en minoría y sean de uno u otro
país- que no se dan tregua, que mantienen intacta su inte-
gridad moral e intelectual ..."
De ser posible, tales espíritus no deberían hallarse en
minoría; la totalidad de los hombres de pluma ha de tener
por objeto el ser libres y veraces. Si repasamos los ensayos
coleccionados en este volumen, y los aparecidos en diver-
sas revistas y aún dispersos, notaremos en seguida que Gui-
ilermo de Torre, por su parte, cumple siempre con ese
noble propósito. Así, estudiando a Thomas Mann o a José
Ortega y Gasset, mantiene alerta la sensibilidad y libre el
juicio. Proteo adopta formas distintas, ciertamente, pero
continúa siendo Proteo. En el capítulo sobre Mann, De To-
rre analiza la evolución de este autor, que desde el más ce-
rrado germanismo hubo de llegar a un sentimiento y con-
cepto excepcionales de la universal libertad humana. Si en
épocas anteriores sucedía que a ciertas creencias generales
debía someterse todo, hoy acontece que lo político y lo
social tratan de absorber las actividades completas del
hombre. Guillermo de Torre cita estas palabras de Thomas
Mann, quien reconocía que un hombre culto no podía se-
guir siendo apolítico: "Lo político y lo social -afirmaba
Mann- son partes de lo humano; pertenecen a la totalidad
de los problemas humanos y deben ser incluidos en el to-
do". Estamos concordes, pero hemos de tener en cuenta
la exacta distinción que establece Guillermo 'de Torre; éste
comenta en seguida: "El reconocimiento, la aceptación
de esta totalidad no supone que deban dejar de existir en
el escritor ciertas pulcras delimitaciones entre la acción
y el espíritu, precisamente con el fin de dar mayor predi-
camento a este último". En efecto, lo político y lo social
son ingredientes de la cultura humana; pero han crecido
tanto, y tan monstruosamente se han desorbitado, que
amenazan ya con deglutir y digerir el organismo de que
normalmente son partes. Sin sociedad no hay cultura, y vi-
ceversa; la una depende de la otra, y ambas se complemen-
tan: una vez maduro lo cultural, éste debe pasar sin duda
al primer plano, es decir, debe ostentar la primacía. Reite-
remos que lo político y lo social son esenciales en todo lo
humano, pero han de mantenerse las jerarquías. Ha de evi-
tarse -digamos, tomando pie en unos juicios de Guillermo
de Torre- que el mundo público invada el mundo priva-
do; el primero podrá ser norma y defensa del segundo,
mas éste habrá de inyectar su vitalidad en aquél. Mal sín-
--

toma será siempre que se rompa el equilibrio entre los dos


mundos, y señaladamente que lo público impere sobre lo
privado, vaciando al hombre individual y convirtiéndolo
en un .robot que ejecuta insensatas funciones políticas
o sociales. Ejemplo pavoroso de esto se hallará en la cono-
cida novela de George Orwell denominada 1984. Más
bondadosos y optimistas, nuestros antepasados imagina-
ban mundos felices y utopías deliciosas. Hasta Bertrand
Rusell supone que. en una sociedad bien organizada, que-
darán amplios márgenes de ocio que se destinarán al per-
feccionamiento individual. Temo, por mi parte, que los
excesos de ocio, en el hombre común, conduzcan sin re-
medio a la involucih y subsecuente aniquilamiento del
espíritu.
Hablo de la humana libertad, pero han de cumplirse
sin duda unas mínimas obligaciones sociales; ellas justi-
ficarán la definición de Aristóteles. Stephen Spender
-a quien dedica un capítulo Guillermo de Torre- puede
ahora servir de ejemplo: acabó eligiéndose a sí mismo, ,pe-
ro durante buena parte de su vida quiso intervenir activa-
mente en la sociedad. Nadie, en última instancia, puede
elegirse a sí mismo olvidándose en absoluto de los demás
hombres. Si deseamos construir un humanismo nuevo, no
habremos de ahondar únicamente en nosotros mismos,
con menosprecio de los restantes. Tampoco será posible
ese humanismo si acontece lo inverso pavoroso. Para usar
otra vez los términos de antes, humanista cabal es quien
hace que lo privado, sin menoscabo de las fuentes íntimas,
tenga casi siempre un valor público, universal. De ahí que'
quienes se limiten a la antigüedad, sin aplicarla eficazmen-
te a la vida de hoy, apenas merezcan el honroso calificativo
de humanistas. Goethe puede ostentarlo sin duda porque
no sólo se interesó en sí mismo, sino en lo antiguo y en lo
nuevo, vitalizándolo todo. Humanista perfecto, Goethe
aspiró también a una literatura universal, como bien exa-
mina, en uno de sus ensayos, Guillermo de Torre. Se ad-
vertirá que. al referirnos a los estudios de este crítico, más
de una vez los hemos calificado de ensayos, género que no
ha sido todavía satisfactoriamente definido. Pero ¿qué gé-
nero tiene ya su cabal definición? Guillermo de*Torre . in-
tenta delimitar el ensayo en uno de los capítulos que con-
sagra a Ortega y Gasset ; precisamente, en el titulado El
ensayista literario.
Insuficiente es la definición de la Academia Españo-
la: la muy conocida de Ortega aparece como demasiado
parcial: "El ensayo es la ciencia, menos la prueba explíci-
ta"; porque, al escribirla, Ortega sólo se acordaba de las
simples anticipaciones de un sistema filosófico. Y en esa
delimitación de Ortega se basa, justamente, la que halla-
mos en el Diccionario de Literatura Españoh, editado por
la Revista de Occidente. El admirable Julián Marías define
así el género : "Escrito en que se trata de un tema, por lo
general brevemente, sin pretensión de agotarlo ni de adu-
cir en su integridad las fuentes y justificaciones". Se ob-
servará que otra vez el recuerdo de un sistema~filosófico
y sobre todo la definición de Ortega, que en seguida se cita,
pesaron en el redactor del artículo. En España se ha culti-
vado copiosamente el ensayo, añade Marías; "muchas ve-
ces con altas calidades desde hace medio siglo", y destaca
los nombres de Unamuno, Ganivet, Maeztu y Ortega, que
son los ensayistas más filosóficos. Pero ni Azorín ni Ra-
món Pérez de Ayala (ni antes Valera o Pi y Margall) pre-
tendieron anticipar en sus excelentes ensayos verdades
necesitadas de ulterior justificación. Si nos atuviésemos al
concepto de Julián Marías, podríamos decir también, exa-
gerando, que el cuento es un "instrumento intelectual de
urgencia" para adelantar el contenido general de una nove-
la. No siempre hay que referir el ensayo a la filosofía, a la
ciencia. Bastante más exacto me parece lo que dice Gui-
llermo de Torre: "El ensayo es el arte más la intención re-
flexiva". El arte: porque el género es, ante todo, literario,
cosa que indica también Julián Marías. La definición de
Ortega deja extramuros casi todos los ensayos normativos
de Montaigne y la variedad infinita de los ensayos británi-
cos. Más generoso que la Academia, el argentino y quizá
demasiado borgiano Adolfo Bioy Casares, subrayando,
como De Torre, la subjetividad esencial del ensayista, es-
cribe en alguna página: "Las verdades que encuentra (el
ensayista) son las que salió a buscar; todo el mérito de sus
escritos le corresponde; es el artista más digno". Poco des-
pués, hablando de los perennes géneros literarios, Bioy
afirma: "Porque no depende de formas y porque se parece
al fluir normal del pensamiento, el ensayo es, tal vez, uno
de ellos". Por su parte, Guillermo de Torre declara que el
ensayo procede con más libertad de movimientos que otros
géneros próximos. Pero lo esencial en el género -insisto-
es la creación literaria; en él caben perfectamente las re-
flexiones de todo orden, las meras observaciones y las
múltiples noticias. Según predominen unos u otros de es-
tos ingredientes, así será el ensayo: filosofico o crítico, de
costumbres o de gustosa erudición. Ha de entenderse, na-
turalmente, que los tres elementos suelen participar en to-
do ensayo. Yo me permito disentir de Guillermo de Torre
cuando afirma que en los de Unamuno la intención polé-
mica o la demostrativa merman las calidades estéticas;
cierto que Unamuno, en cuanto escritor, se fue depurando
maravillosamente con el paso del tiempo. Larra es también
un ensayista a la española; no quedan sus páginas en me-
ro costumbrismo, pues aspiran a describir al hombre en
general. De acuerdo con mis anteriores notas, el ensayo
podrá ser polémico, costumbrista, como en los precitados
autores; o de tesis, como en Ganivet, o combativo y noti-
cioso como en Feijoo. En los ensayos del argentino Bor-
ges las especies se hallan perfectamente articuladas y obe-
decen siempre al pensamiento central del autor. Ortega
estaba genialmente dotado para inventar y crear de con-
tinuo el lenguaje; de ahí la admiración y el pasmo casi
constantes que provocan sus escritos. En un capítulo cla-
ro y acerado, no exento de una delicada emoción, Guiller-
mo de Torre -dijimos- estudia a Ortega y Gasset como
ensayista ;no resumamos ese penetrante análisis.
Al lado de breves ensayos o de hermosas sehes de re-
cuerdos (entre éstas citemos las consagradas a Valéry Lar-
baud o a Salinas) encontraremos en el libro de Guillermo
de Torre extensos y agudos estudios sobre ciertas figuras
y obras. Para mi gusto, el mejor de ellos es el que se titula
Mariana Alcoforado, la enamorada del amor, en el cual,
partiendo del extraordinario caso de la monja portuguesa,
Guillermo de Torre asciende a personales y muy justas teo-
rías. Ejemplar es también el largo capítulo dedicado a Ra-
món Gómez de la Serna, escritor que, según él mismo dice,
no pertenece a generación alguna. Pero Guillermo de To-
rre observa que, si bien no guarda semejanza con los pro-
sista~nacidos en su misma década, la de 1880(Miró, Ayala,
D'Ors), con los que pudo constituir generación, sí mues-
tra afinidades con algunas figuras del 98. Y en seguida De
Torre, muy fina y certeramente, añade: "Sin embargo,
Ramón no siente a España como problema, sino como es-
pectáculo, mas no en lo superficial, sino en sus vetas pro-
fundas, transidas de una realidad tan densa que se basta
a sí misma y no reclama ninguna fantasmagoría". No sólo
a España, sino también a sí propio, se ha visto Ramón co-
mo espectáculo; por eso, en mi sentir, es su obra maestra
el libro en que cuenta su vida, su desvivirse, y que muy
exactamente se titula Automoribundia.
En el imparcial y cálido estudio sobre Gide. Guiller-
mo de Torre advierte que en el escritor francés importa
más el memorialista que el novelista y aun que el crítico.
Trasladaré esas palabras: "Gide ha nacido para contarse
a sí mismo, para narrar las peripecias.de su espíritu, antes
que para contar vidas ajenas. Le'falta el don ciego de crea-
ción cabal tanto cuanto es rico en antenas luminosas rever-
tidas sobre su interior". Repárese en esto: don ciego de
creación cabal. Ciertamente, lo que asombra en Gide (sin
olvidar La puerta estrecha y otros relatos) es también el
don lúcido, el poder crítico, expresado en un estilo sobrio
y transparente. Quisiera recordar con el lector, para no ci-
tar Pretextos y otros libros, la admirable introducción al
pensamiento de Montaigne o el genial volumen sobre Dos-
toiewsky. Pues la lucidez ejercida sobre sí mismo no ha
impedido a Gide el estudio luminoso de las obras ajenas.
"Supo gobernar siempre las palabras -escribe Guillermo
de Torre- en vez de dejarse gobernar por ellas". Y esta
cualidad y la justeza y penetración de sus ideas harán que
siempre admiremos buena parte de los ensayos de André
Gide. Gran memorialista, sí; pero crítico excepcional tam-
bién. Por otro lado, a Gide nos acercan sus esperanzas en
la verdadera misión del escritor. Recuérdese que el mismo
Ramón Gómez de la Serna, según apunta Guillermo de
Torre, es hostil al fanático y al violento, y exige la inde-
pendencia de la literatura. Pedro Salinas, tan excelente
poeta como ensayista, quería que el escritor ejerciese el
poder hacia dentro de su espíritu, olvidándose del dinero,
la política y el éxito mundano. Testamentario es, a juicio
de Guillermo de Torre, el ensayo en que Salinas expone
esas ideas.
En La unidad de nuestro idioma, uno de los estudios
más importantes del volumen, proporciona el autor un
buen informe sobre el estado de la cuestión y adopta un
criterio penetrante y equilibrado. Así, por ejemplo, si
concede que en una novela típica de un país americano
pueden y deben entrar expresiones y giros vernáculos, en
la obra de pensamiento, por el contrario, el escritor habrá
de suprimir los localismos buscando la corrección y efica-
cia del español general. La lengua, como viva, se halla en
perpetua evolución; si se deben admitir los neologismos
u otras voces que el idioma precise, también se han de ex-
cluir las palabras extrañas o mal formadas que tienen su
cabal correspondencia en nuestra lengua. Un escritor vene-
zolano, a quien Guillermo de Torre cita, Mariano Picón
Salas, opone los conceptos de pureza y propiedad; sin em-
bargo. yo diría que la oposición yace más bien entre los
conceptos de propiedad y purismo; éste consiste -ya se
sabe- en el afán de pureza llevado a límites extremos y ri-
dículos que coartan la natural y viva expresividad de un
idioma. De suerte que la exigencia de propiedad no debie-
a
ra perder de vista el ideal de pureza. Ese castellano general
sería necesario también en las traducciones que de libros
extranjeros se hacen en España y países americanos, co-
mo pretendía Amado Alonso. Mas confesemos que tan
fundamental cuidado no suele tenerse actualmente; basta-
rá hojear algunas novelas extranjeras vertidas en la América
hispana. Se me argüirá que el lector común, en cada uno
de esos países, tenderá a rechazar libros traducidos en la
lengua unitariz , general, porque, sobre todo si se trata de
novelas, no percibe el p s t o de las conversaciones cotidia-
nas: sin advertir que los franceses de Juan Pablo Sartre no
pueden emplear los modismos de un orillero. Es, pues, un
problema de edilcación: es decir, de imaginación y sensi-
bilidad.
Quien haya seguido con atención la obra de Guiller-
rno de Torre habrá echado de ver que su estilo, vacilante
aún en Literaturas europeas de vanguardia, por ejemplo,
ha ido perfeccionándose hasta ser uno de los más diáfanos
y expresivos de la literatura española contemporánea. Por
fortuna, la extremada información se organiza de tal ma-
nera que siempre realza el juicio o la visión personal de
Guillermo de Torre. Son los suyos ensayos cabales: el au-
tor, como diría Bioy, :no se oculta nunca; y, sin embargo,
en todas las páginas hay un esfuerzo constante hacia la
objetividad, cuyo logro es evidente. Podría ser ésta otra
de las cualidades del ensayista perfecto: que, aun predo-
minando la subjetividad en sus escritos, las verdades que
encuentre suelan tener un valor universal, como sucede en
el libro de Montaigne, paradigma del género. No menos
valioso es que las verdades insatisfactorias del ensayista
nos muevan a inquirir otras, por nuestra cuenta y riesgo.
El asentimiento a casi todos los juicios de Guillermo de
Torre no significa que no hayamos indagado sobre los mis-
mos temas y que a veces nuestras conclusiones no hayan
sido distintas. Montaigne no provoca siempre nuestra ad-
hesión contemporánea, y ésta quizá sea una de sus glorias
indeclinables.
DE TORRE Y LAS VANGUARDIAS LITERARIAS(1)

EN la amplia obra de Guillermo de Torre, junto a co-


lecciones de ensayos densos, reflexivos y perfectamente
articulados, se encontrarán algunos libros de orgánica
construcción. A este último linaje pertenecen, entre otros,
Problemática d e la literatura (1951), y el muy anterior Li-
teraturas europeas d e vanguardia (1925), único panorama
que sobre esos movimientos y tendencias existía en la cul-
tura occidental. Del volumen no se hallaban ejemplares,
pero -como dice el autor- había sido continuamente con-
sultado y aun saqueado. José Luis Cano declara que jamás
pudo adquirirlo y que sólo le fue dable leerlo en la bibliote-
cti del Ateneo. Yo he tenido la fortuna de manejarlo con
frecuencia, puesto que el precioso libro figuraba en la ex-
tensa biblioteca paterna donde he pasado mi niñez y ju-
ventud. Cuarenta años más tarde, Guillermo de Torre se
ha decidido a la reimpresión, no sin vencer escrúpulos por-
que aquella obra no le satisfacía ya plenamente. Por eso

1 Guillermo de Torre: Historia de las literaturas de vanguardia


'

Ediciones Guadarrama. Madrid, 1965.


comenzó a reelaborarla con lentitud, y el resultado ha si-
do un libro nuevo que lleva también nuevo título: Histo-
ria d e las literaturas d e vanguardia. El importante libro
juvenil se ha convertido en una obra madura, en una pieza
maestra no solo dentro*de la producción de Guillermo de
Torre, sino además dentro de la historia literaria española
y aun universal. Pues -como.anota el propio autor- los
libros extranjeros que versan sobre el mismo tema son es-
tudios parciales o nacionales, en tanto que la reciente His-
toria examina los movimientos de vanguardia surgidos en
Europa y en América. Si la obra primeriza estudia esos
movimientos hasta 1925, fecha de su publicación, la ver-
sión definitiva los abarca desde 1908 ó 1910 hasta 1960,
es decir, medio siglo de innovadora literatura. Al comparar
l
ambas versiones, puede observarse (con el autor) que sus-
tancialmente se trata de la misma obra, pero ha habido
cambio de estilo, de enfoque en ciertos temas, de estruc-
tura en los capítulos y se han actualizado o completado las
noticias y los juicios. En suma, diverso es el tono y diversas
las metas, Afirma Guillermo de Torre que su libro anterior
era apologético, mientras que el reciente es histórico. Cier-
t o que el panorama de 1925, aprovechando una pausa en
la actividad combativa de las vanguardias, pretendía ofre-
cer una visión exaltada, pero esencialmente crítica, de ta-
les movimientos. Pues Guillermo de Torre, como lo revela
el prólogo a Literaturas europeas (prólogo que con fines
documentales se reproduce en la nueva versión), siempre
hubo de distinguirse por la amplitud y exactitud informa-
tivas y por su cabal espíritu crítico. Realmente, el prólogo
juvenil no constituye un simple documento, sino página
+,

--

l
- fundamental en la obra de Guillermo de Torre. La actitu
que en él se manifiesta era ya reflexiva, aunque el ton
fuese demasiado tajante y, a las veces, despectivo. En
posterior prosa de Guillermo de Torre trasparece en oc
siones un tono irónico, y el vigor polémico no se ha perd-
do.
Por lo demás, era imposible que, combatiendo enton-
ces el autor en la vanguardia, adoptara ante ésta una vo-
luntaria posición de historiador. Si ahora predomina la
visión histórica y crítica frente a tales movimie-ntos, no
por eso Guillermo de Torre deja de manifestar simpatía
extrema (qce se traduce en subyacente defensa) por los
afanes innovadores. Sin el doble juego de la distancia y la
simpatía no hay propiamente crítica literaria. Veamos lo
que dice el autor: "Al~señalarel carácter fundamentalmen-
te histórico que estas páginas ofrecen ahora, en su versión
definitiva, no quiero significar, sin embargo, que me haya
atenido ' a un criterio impersonal, objetivo. Mi esfuerzo
tiende, por el contrario, a conciliar una doble perspectiva:
la de ayer: vital, subjetiva, ardorosa; la de hoy, expositiva,
historicista, crítica."
Pero esta reciente historia no obedece sólo a una tra-
bajosa acumulación de datos que se clasifican según las
distintas tendencias, ni nacen únicamente los juicios del
contacto inmediato con cada uno de los movimientos,
obras y personalidades, sino que Guillermo de Torre ha
construido el vasto volumen de acuerdo con una profun-
da y amplia base teórica, que el autor expone en una larga
"Introducción". En ella encontramos qué entiende por
vanguardia el historiador: en ella se examinan los concep-
---
tos de novedad, calidad y originalidad. Fórmula suya es la
siguiente: "El estilo es el cuño del tiempo." A ese aire del
tiempo -del cual hablaba ya en su prólogo a Literaturas
europeas de vanguardia- están sometidas todas las obras
que en una época se producen, aun aquellas que parecen
constituir una reacción contra el citado aire. En efecto,
en cada obra perteneciente a un determinado período hay
unas como sutiles líneas directoras que quizá no sean evi-
dentes a los contemporáneos, pero que el paso del tiempo
va revelando y afirmando. Por eso puede hablarse de esti-
los, movimientos ,tendencias y escuelas.
Guiliermo de Torre cita un juicio de Malraux: "La
cultura no se hereda: se conquista." Pero en todo escritor
se cumplen ambas cosas; por una parte se hereda el aire
del tiempo; por otra, se conquista la cultura o ciertas zo-
nas de la cultura. Cuando la cultura se hereda -caso de
no pocos universitarios: meros administradores- se repi-
ten fórmulas y conceptos que casi siempre poseen un valor
de transmisión y comunicación esquemática, un valor di-
dáctico, a fin de que el hombre "s.epa a qué atenerse" res-
pecto de sí mismo y su presente, pero a condición de que
obre por cuenta propia, haciéndose cuestión de todo lo
adquirido por herencia. Dijo Ortega que la cultura es un
movimiento natatorio; en este sentido es ya una conquis-
ta. Frente al caso que he descrito, se encuentra el del auto-
didacto, que no hereda una cultura, sino que va colonizan-
do con aire de asombro, penosa yparcialmente, zonas de
la cultura que desde hacía tiempo se hallaban en el ámbi-
t o del mundo conocido y civilizado. Tales autodidactos
manejan selváticamente lo que en realidad es una conquis-
ta como si se tratara de una herencia, cuyo valor desco-
nocen.
Quedamos en que la cultura es, a la par, herencia
y conquista, como ha demostrado Ortega, por lo que toca
al pensamiento, en su Origen y epdogo de la filosofia. Co-
mo subraya Torre en su referencia al juicio de Malraux:
"Hay ur.a interacción constante entre pasado y presente
-cuando ambos están vivos-. Y el presente obra sobre el
pretérito quizá con más fuerza que la influencia contraria."
Es decir --para continuar en la línea orteguiana- que la
actual situación en que nos hallamos cambia nuestra pers-
pectiva de lo que ha sido. Y esta nueva perspectiva consti-
tuye la verdadera cultura. .
Pero volvamos al libro de Guillermo de Torre. ~ C u á -
les son, entre otras. las características de la vanguardia? El
autor de la reciente Historia escribe: "En cualquier caso,
primacía de la originalidad, entendida como inventiva
-susceptible de encajar en la tradición histórica o bien
abrir los caminos a otra nueva- y fidelidad a la época, al
Zeitgeist. al espíritu del tiempo, son fundamentales en la
formación valoración de la literatura europea que media
entre las dos guerras y que constituyen la llamada literatu-
ra de vanguardia."
Esta definición literaria pesa en el análisis que del
concepto de las generaciones efectúa el autor. En sus pá-
ginas surgen los nombres de Dilthey, Ortega, Petersen, Sa-
linas o Marías. Guillermo de Torre no cree en la sucesión
inexorable de las generaciones históricas (esto es, con con-
ciencia de ser tales), sino en la sucesión de las generaciones
meramente biológicas. Se apoya además el juicio en la ob-
servación de que existen "épocas tupidas" (en las que apa-
recen generaciones verdaderamente actuantes, con obras
innovadoras y significativas) y "épocas ralas" (en las cua-
les predomina la herencia y conformidad). "En rigor -nos
dice Guillermo de Torre-, no existen más generaciones
válidas que aquellas que comenzaron por tener conciencia
de tales; es decir. las que podemos considerar bajo el nom-
bre de movimientos. Y ello sucede sólo modernamente en
todas las literaturas europeas y americanas a partir del ro-
manticismo, cuando aparece el espíritu de grupo y la lite-
ratura cobra autonomía y se socializa al mismo tiempo."
Para Guillermo de Torre no hay generación sin con-
ciencia de tal y sin fuerte sentido polémico. ¿Cómo se ex-
plicaría entonces la existencia de generaciones formadas
por epígonos y seguidores? ¿Cómo ibana tener los antiguos
conciencia de que constituían un g u p o dinámico, si el
concepto de generación todavía no había sido forjado?
Verdad es que muchos historiadores literarios fuerzan las
semejanzas a efectos de exposición didáctica. Pero es in-
dudable que si estudiamos autores remotos advertimos en
ellos el espíritu de su época, y cierta comunidad de temas,
y el enfoque temporal en que éstos fueron tratados. En
las épocas tupidas las generaciones actúan con mayor re-
lieve y eficacia: en las épocas hueras. la misma flojedad
e irrelevancia puede definir a una generación, la cual con-
tribuye, por contraste, al mayor realce de la precedente.
Sin ánimo polémico escribo las anteriores observaciones:
sólo me mueve el afán de claridad; e invito al lector a que,
al tomar entre manos el volumen de Guillermo de Torre,
se detenga en el ponderado análisis que del concepto de
generación realiza el crítico. Para éste no es decisiva la fe-
cha de nacimiento de cada uno de los componentes de las
generaciones, la edad biológica, sino la edad espiritual. Pa-
ra Guillermo de Torre, de acuerdo con sus primordiales
ideas, la generación no nace, sino que se hace. Diríamos,
por tanto, que la pertenencia a una generación se conquis-
ta, como, según Malraux, se conquista la misma cultura.
Por eso declara el autor de esta Historia que las generacio-
nes son accidentes, y no constantes. "Si las generaciones
fueran meras sucesiones, continuaciones -afirma Torre-,
éstas se producirían automáticamente por el hecho de lle-
gar a la adultez mental todos los años equipos de jóvenes
entre veinte y veinticinco años. Mas sucede -en el arte
como en la vida- que buen número de ellas son sucesoras,
no fundadoras. Lvs falta ese fermento de disconformidad
o rebelión, y también el apetito de lo radicalmente nuevo
y presuntamente distinto; en suma, la actitud polémica;
condiciones sine qua non para su efectiva existencia."
Yo no condicionaría fundamentalmente la existen-
cia de una generación a ,ia explícita actitud rebelde o po-
lémica, sino a la fidelidad al aire del tiempo, al Zeitgeist,
de que con tanta hondura nos habla el mismo Guillermo
de Torre. Una generación sucesora puede ser fiel a aquella
de la cual es discípula, y puede rechazar los supuestos que
la primera rechazó. Por ejemplo, la continuidad que pide
Paulino Garagorri (Del pasado al porvenir) entraña hoy
una actitud polémica.
Otro de los capítulos de la "Introducción" (todos
importantes) versa sobre "Función de una crítica literaria".
Para el juvenil Guillermo de Torre (prólogo a Literaturas
europeas de vanguardia), la crítica debía ser constructiva,
afirmativa, y -de acuerdo con Ortega- debía potenciar
la obra elegida. Nada de esto se opone radicalmente a lo
que Guillermo de Torre sostiene en la nueva "Introduc-
ción": contra la crítica de contenido, contra la simple crí-
tica erudita, o la impresionista (bien que la "impresión"
-dice Torre recordando a Reyes- sea la base de todo jui-
cio), la puramente estética o la estilística (salvo, por lo
que respecta a ésta, el caso de Dámaso k o n s o ) ; contra la
crítica formal, el autor de este libro propugna una crítica
de signo historicista. Y es su objeto el situar y valorar. La
situación se obtiene cuando el autor engloba la obra en
un movimiento determinado, y en relación con la total
cultura. Hemos anotado antes que el presente reobra so-
bre el pasado, modificando la perspectiva; y esto acontece
cuando. por ejemplo, se descubre una obra innovadora,
que acaso tiene puntos de contacto con otras del mismo
tiempo, que acaso es producto de una reacción contra
otras anteriores, o bien, que surge como fruto evoluciona-
do.de obras o movimientos lejanos. Así, el Ulises de Joyce
se enlaza con ciertos precedentes; así, la novela de Proust
prolonga e ilumina las teorías de Bergson.
La crítica de Guillermo de Torre es historicista; o, pa-
ra decirlo con fórmula del autor, se trata de una crítica
prospectiva, no retrospectiva. Incluso cuando estudia a los
autores clásicos, Lope o Gracián (véase su otro volumen
reciente, La difícil universalidad española), los datos no
aparecen expuestos estáticamente, sino de modo dinámi-
co, a fin de ofrecernos el actual carácter de un escritor
y su obra.
Vinculado por vocación y situación histórica a las
vanguardias de la primera posguerra, Guillermo de Torre
amplía perspicuamente su panorama hasta los movimien-
tos últimos, algunos de los cuales no son en realidad lite-
rios, pero sí han utilizado la literatura o han influido en
ella. Observa el autor que los iniciales movimientos tenían
sobre todo una significación estética y estaban como apar-
tados de la vida; pero hacia 1930 se origina un cambio de
rumbo, al que contribuyeron determinados acontecimien-
tos: la crisis económica de 1929, las guerras de Etiopía
y de España, el advenimiento de Hitler, etc. Aparecen en-
tonces "las ortodoxias"; el escritor, hasta la fecha indivi-
dualista, se adscribe a unos partidos políticos; sobreestima
lo colectivo, lo social; la literatura es también un medio
de acción y de propaganda. "Se produjo, por lo tanto, al-
go más que un viraje e n e l objeto de las preocupaciones.
Hubo toda una traslación de plano." El mismo concepto
de literatura entra en crisis. Se habla de literatura compro-
metida, expresión que Guillermo de Torre prefiere susti-
tuir por la de literatura responsable.
No hay en otra lengua un tan completo estudio his-
tórico y crítico sobre las vanguardias: desde el futurismo
hasta la nueva escuela objetiva, asando por el personalis-
mo y el existencialismo. La abundancia y minuciosidad de
datos es casi fabulosa; la penetración crítica es continua
en el libro. ~ é a n i e por
, citar ejemplos, los estudios sobre
Drieu o sobre Moravia, sobre Sartre o sobre Camus. A pro-
pósito de estos dos últimos, nos parecen esenciales las di-
ferencias que entre ambos espíritus señala Guillermo de
Torre. Es el suyo un libro denso, articulado, en el que his-
toria y crítica se complementan, y en el que hay una explí-
cita base teórica. Guillermo de Torre ha situado y valorado
los movimientos, autores y obras de vanguardia, sirviéndo-
se de una prosa personal, matizada, en ocasiones sinuosa
(a fin de plegarse al objeto mismo), y siempre de gran ca-
lidad literaria.
GUILLERMO DE TORRE Y EL SUPERREALISMO

A t C ú N día habrá que hacer un amplio y prieto estudio


sobre la personalidad y la obra de Guillermo de Torre, so-
brepasando la forzada brevedad de los artículos y reseñas
bibliográficos". No se olvide que le debemos ensayos muy
agudos y minuciosos, sin contar ahora un libro esencial,
Problemática de la literatura (1951), donde el examen de
ciertas teorías y el propio juicio de Guillermo de Torre al-
canzan límites insuperables. No sin razón ha escrito Ba-
quero Goyanes ' que ese libro viene a ser, en su plano, lo
que La rebelión de las masas en el suyo. Un libro esclare-
cedor y fundamental, muy necesario para la comprensión
de una época y aun para el propio nutrimento espiritual.
Pocas mentes habrá como la de Guillermo de Torre, tan
- ávidas de aprehender las manifestaciones de su tiempo,
a fin de encararlas bajo una luz serena y someter1as.a un
juicio penetrante y exacto. Agréguese que esa información
y esa crítica se expresan siempre en un estilo claro, preci-
so y sumamente personal.

* Véase Emilia de Zuleta: Guillermo de Torre, Ediciones Cul-


turales Argentinas, Buenos Aires, 1962.
1 Mariano Baquero Goyanes: "Problemática de la literatura".
Reseña. En "Revista Nacional de Cultura", Enero-Febrero, 1955.
Pág. 266. Caracas.
Tales cualidades se observan a maravilla en el enjun-
dioso volumen reciente de Guillermo de Torre: Qué es el
superrealismo . El admirable crítico español, que hubo
de seguir muy de cerca -y vívidamente- el nacimiento.
desarrollo y mudanzas de la doctrina, pretende limitarse
a exponerla de un modo objetivo y usando con modera-
ción la copiosa bibliografía apologética. Así, del conocido
volumen de Maurice Nadeau dice Guillermo de Torre que
es una "crónica apresurada y exterior, antes que historia
crítica" (pág. 8). Y aunque el propósito fundamental de
Torre sea el expositivo, según confiesa en páginas iniciales,
lo cierto es que somete el superrealismo a un juicio revela-
dor. Por lo demás, a lo largo del volumen, trasparece la po-
sición de Guillermo de Torre frente a algunas tendencias
del arte actual o de la política predominante en ciertos
países y etapas. Pues acontece que, superando la simple
misión del crítico literario, Guillermo de Torre puede ser
hoy considerado como un pensador de finura y justeza
excepcionales. No se ocultará que, en sus varios escritos
y preocupado por el cariz de ciertas escuelas artísticas y de
no pocas pretensiones estatales, viene esforzándose Torre
por aclarar cuán necesariamente vital es la libertad del es-
critor y -aún más- la de la condición humana. Me basta-
rá citar (aparte de su Problemática) tres espléndidos ensa-
yos, publicados por él en revistas diversas: El arte d e un
futuro indeseable: !Vinorías y masas, Lo puro y lo tenden-
cioso en el arte o Hacia una reconquista de la libertad

2 Guillermo de Torre: Que es cl superrealismo. Colección Es-


quemas, 18. Editorial Colriniba. Buenos Aires, 19\55.
intelectual. Pero tales aspectos deberán ser considerados
en un extenso estudio sobre Guillermo de Torre; ahora
conviene volver la atención al sucinto volumen de la Co-
lección Esquemas.
Antes de exponer lo que el superrealismo sea, Gui-
llermo de Torre dedica un capítulo al dadaísmo. De esta
doctrina de protesta y rebelión yo particularmente extrai-
go --porque se aviene con mis propias ideas- aquella deli-
ciosa afirmación: "Todos los miembros del movimiento
Dadá son presidentes y presidentas". Claro está que tan
enorme sentido anárquico no se compadece con la estricta
ortodoxia que exigía André Breton, el Papa del superrea-
lismo.' La doctrina de este último, que aspiraba a fundar
un método de conocimiento, iba presentándose como una
religión; y así no sorprende que, en estos tiempos, se haya
ligado a los misterios del ocultismo. Con todo, del libro
de Guillermo de Torre quiero destacar dos conclusiones
importantes: que del superrealismo sólo subsiste la extra-
ordinaria personalidad de André Breton y que lo fecundo
de la tendencia no se ha logrado más que en el terreno de
las artes plásticas. Por lo que toca a la primera conclusión,
Guillermo de Torre señala que André Breton es más pro-
sista que poeta (pág. 46); y respecto de sus seminovelas
Nadja, L'amour fou y Les vases communicants declara:
"Libros extraños y preciosos, libros bañados en una at-
mósfera ultrarreal e inmensamente turbadora por su pro-
yección última y cuya belleza poética reside en su aura"
(pág. 38). También pone de relieve la desacostumbrada
pureza moral de André Breton, paradigma que debieran
seguir no pocos autores de hoy, afanosos de premios co-
mo ciertas marcas de vino. ¿ Y cómo defiende Breton su
propia doctrina, preconizadora de lo irracional liberado?
Pues de un modo extremadamente lógico. "Se da así el
extraño espectáculo -asegura Guillermo de Torre- de que
leveamos defender la utopía, lo maravilloso, lo incongruen-
te, con los términos, la coherencia y la sintaxis más rigu-
sas -nunca ocultas bajo su envoltura poética-." (pág. 66).
Fascinadora personalidad la de André Breton, ya la consi-
deremos desde el estricto punto de vista literario, ya desde
el punto de vista humano. Por esa doble causa nos veremos
siempre constreñidos a transigir con sus intransigencias
y avatares. Por eso, también, comprendemos la fracasada
aproximación del superrealismo a la doctrina comunista,
así como aquella iluminadora diferenciación de Breton
que hallamos en el volumen de Guillermo de Torre. Ha-
blando del superrealismo. aquél dice: "Está claro que el
verdadero objeto de su tormento es la condición humana
más allá de la condición social de los individuos" (pág.
29). En mi modesto dictamen, la evolución del superrea-
lismo, según se expone en este estudio, es perfectamente
normal. Tenía Bretón que buscar un ligamiento con los
misterios iniciáticos, y, al llegar a ese punto, el superrealis-
mo, como doctrina literaria, ha cesado de obrar.
¿Por qué el superrealismo ha manifestado mayor fe-
cundidad en las artes plásticas que en las literarias? Muy
certeras me parecen las razones que anota Guillermo de
Torre: "Es un hecho sabido, muy de antiguo, que el otro
mundo inconquistado, el de los sueños y las visiones im-
previstas, en una palabra, el universo fantástico, tiene un
carácter esencialmente visual antes que verbal, y que por
consiguiente su traslado plástico será siempre más fácil
y presentará más clara y a la vez más sorprendente legibi-
lidad expresado con imágenes que mediante palabras. Por
lo tanto, cuenta también con mayores precedentes, se
apoya, según apunté, en una larga tradición" (pág. 52).
Por lo demás, si ya el superrealismo no suele manifestarse
puramente en poesía, sí ha sido absorbido por ésta. No le
faltan motivos a Germán Bleiberg para decir estas palabras:
"Hay actualmente resurgimientos de notas superrealistas
de notable significación en la lírica españolaw3.
Cierto que nos seducen las zonas conquistadas por el
superrealismo, pero hemos de disentir radicalmente de su
enemistad respecto de la razón. Y aquí convendría hablar
de la diferencia que establece Herbert Read y que Guiller-
mo de Torre traslada en su precioso manual. Suele identi-
ficarse con el clasicismo la razón, y el sentido de libertad
con el romanticismo. Pues bien: "Al considerar (Read)
-escribe Guillermo de Torre- que 'el superrealismo en
general es el principio romántico en el arte', oponía éste
al principio clásico. Simplificando quizás excesivamente
los términos, veía en el clasicismo 'las fuerzas de opresión',
'el correlato de la tiranía política', mientras que contraria-
mente advertía en el romanticismo 'un principio de vida,
de creación, de liberación' " (pág. 61). Ello se funda en el
viejo y persistente error de creer que la razón es opresiva,
cuando la verdad es que se trata de una facultad compren-
siva, liberadora, y que la tiranía se basa con frecuencia en

3 G ; B.: Diccionario de Literatura Española. Revista de Occi-


dente, Madrid. 1949. (Art. "Superrealismo".)
instintos desatados o en libres resentimientos. No hay co-
rrelación forzosa entre racionalismo y opresión, instinto
y libertad. Ya se sabe que la razón vital (o el racionalismo
abierto de que habla Guillermo de Torre) dista de ser una
facultad torpemente mecánica. Por otra parte, es verdad
que los gobiernos de tipo totalitario emiten reglas muy se-
veras, a las cuales deben plegarse artistas y pensadores. Sin'
embargo, el clasicismo no es un conjunto de rígidas nor-
mas, sino un hondo sentido vital, cuya ponderación preci-
sa no excluye la fecundidad, y que fundamentalmente se
apoya, además, en lo humano libre; es un sentido, y no
una limitación. No se trataría, por ejemplo, de fabricar
poemas al modo de Quevedo, como hizo tanto barroco
menor de nuestro siglo XVII, sino de nutrirse de Quevedo
y arrancar de su poesía (es decir, de su actitud vital), co-
mo lo efectuó don Miguel de Unamuno; o bien. en el caso
de Gil Vicente, el clasicismo estriba en nutrirse también
de el, y partir de su obra, como lo realizaron dos grandes
poetas españoles hacia 1925.
En relación con las palabras de Herbert Read, puede
consultarse con fruto otro texto de Guillermo de Torre.
André Breton, el lógico predicador de lo irracional, abo-
gaba por un mito colectivo. A propósito de lo cual comen-
ta el propio Torre: "No podemos olvidar que los únicos
mitos o pseudomitos colectivos aparecidos en los últimos
años, al encarnar en monstruos político-sociales -el Estado
Leviatán, el hombre-masa, la fuerza como 'ultima ratio'-,
sólo originaron fatalmente servidumbres y no liberaciones,
fanatismo y no lucideces" (pág. 42). El peligro -creo por
mi parte- no se halla en lo racional estricto, sino que, al
revés, éste -entendido humanísticamente- puede ofrecer
la única salvación. Michel Carrouges, refiriéndose al supe-
rrealismo (véase la pág. 34 del libro de Torre), afirma que
"nació de una inmensa desesperación ante el estado en
que el hombre ha quedado reducido sobre la tierra, y de
una esperanza sin límites en la metamorfosis humana".
Pero, si bien se mira, tal esperanza, como he escrito en cier-
t o ensayo, justifica precisamentt: la doctrina del humanis-
mo. Con claridad vio don Francisco de Goya que el sueño
de la razón engendra monstruos; en el caso de los superrea-
listas. éstos pretenden, por lo común, que, además de so-
ñar, el hombre se comporte de un modo sonambúlico. De
aquí que el superrealismo, en muchos de sus cultivadores.
parezca un mero estado de anormalidad: y. como el ro-
manticismo, haya llevado al suicidio.
En el capítulo último, Guillermo de Torre indica la
ambivalencia del superrealismo, su grandeza y límites. la
diferencia entre la alta concepción y la inevitable praxis.
Tan ordenado. claro y completo estudio sobre el superrea-
lismo ha de quedar como necesaria obra de consulta. Es-
clarece la doctrina y esclarece la propia personalidad de
Guillermo de Torre, quien seguramente gustará de repetir-
se, como nosotros mismos, aquellas magníficas palabras
de André Breton: "Le seul mot de liberté est tout ce qui
m'éxalte encore". Ahora y siempre; porque tal exaltación
corresponde a todo destino de escritor.
GUILLAUME APOLLINAIRE

A pesar del dilatado renombre del autor, las obras inédi-


tas de Apollinaire han permanecido sin publicarse durante
mucho tiempo. André Rouveyre, que ha consagrado nu-
merosas páginas al poeta, se refirió -en 1941- a las razo-
nes misteriosas que han estorbado la necesaria edición.
Cuando esos poemas se publican al fin, Rouveyre y Mosca
denuncian las abominables deficiencias de los textos reco-
gidos bajo el titulo Ombre de mon amour (Pierre Caillier,
Vésenaz, Geneve). Sin embargo, la estrella poética de Gui-
llaume Apollinaire vence heroicamente tamañas vicisitudes
póstumas. Pero dejemos ahora estas cuestiones bibliográ-
ficas y hablemos de su poesía.
En 1945 se editó, en Inglaterra, una cuidada antolo-
gía de los poemas que Apollinaire había publicado en
Alcools y Calligrammes ' . Los versos se imprimen en len-
gua original; un esclarecedor prefacio de C.M. Bowra -en
el cual certeramente se analiza la obra de Guillaume Apo-

1 Guillaume Apollinaire: Choix de poésies. Introduction by


C.M. Bowra. London, Horizon, 1945.
llinaire- se estampa en lengua inglesa. Esa antología con-
tiene las piezas más significativas del famoso poeta francés.
Estudiando el volumen puede el lector atento asir una
imagen casi completa de la obra de Guillaume. Por mi par-
te, en este artículo, prescindo de la bibliografía española
en torno del poeta; bibliografía que no es ni demasiado
escasa ni con justicia soslayable. Básteme citar a Guillermo
de Torre y a Jorge Luis Borges, quienes han escrito pági-
nas excelentes sobre el tema.
Por la edad, Apollinaire es abuelo de mi generación
literaria; por la obra, un eficiente contemporáneo de su
espíritu, es decir, un clásico verdadero. Pocos poetas exal-
tan, como él, el ánimo del leyente. El mismo Apollinaire
dijo alguna vez que escribía para exaltar a sus lectores. Si
la vida poética de Apollinaire es un ejemplo, sus logros
son en absoluto inimitables. Los clásicos como Apollinaire
no son modelos para imitar con fidelidad, sino que son
impulsores de las generaciones sucesivas. Por lo demás,
Apollinaire no creyó que hubiese muchos poetas semejan-
tes a él. Alguna vez dice que nada tiene de común con nadie.
Nous ne sommes que deux ou trois hommes, confesó en
uno de sus poemas. Y ya es sabido que, en cierto momento
profético, señaló cuál era su misión diciendo que se halla-
ba del lado de la aventura y no del lado del orden. En un
poeta de la talla de Apollinaire, las maravillas excepciona-
les son bastante frecuentes.
Es indudable que Apollinaire ejerció conscientemen-
te su espíritu travieso: mas en su obra abundan poemas
que son definitivos en lengua francesa. Para Apollinaire,
la poesía vuelve a ser magia. Defiende, con Marinetti, las
palabras en libertad; aunque casi nunca esa libertad pro-
duce el poema insignificante. En Apollinaire se observan
dos actitudes coexistentes: de un lado, pide indulgencia
porque es ignorante, porque desconoce el juego de hacer
versos; y, de otro,, dice que escribe versos divinos y asegu-
ra que puede predecir el futuro:
Tu vois que flanbe lavenir
Suche queje parle aujourd'hui
Pour annoncer au. monde entier
Qu'enfin est né l'art de prédire
Apollinaire afirma irónicamente su impericia, y no
hay duda que confiaba en el poder vatídico de la poesía.
Para él, la poesía es magia, facultad que lleva a descubrir
nuevos continentes, a saber del futuro con tanta netitud
como del pasado.
Si los antiguos adivinadores extraían sus conclusiones
al observar las entrañas de las víctimas o los fenómenos
naturales, Guillaume Apollinaire percibe todo el encanto
(presente y futuro) del universo por medio de sus agudos
sentidos. Sensualismo y sensibilidad son primordiales en
sus poemas. Todo lo que ve y todo lo que oye aparece cla-
rificado en su obra. (Si habla de la razón, la llama Raison
ardente). Ese conocimiento poético del mundo no puede
venir sólo de divina insuflación, sino de la memoria del
poeta. No sé si alguien habrá indicado ya qué esenciales
elementos son en su obra (además de los sentidos inmedia-
tos) la memoria, el danzar y la imagen del fuego. Todo lo
que los sentidos han notado se deposita en la memoria del
poeta, a la cual cierta vez llama llon beau navire. Y en otra
ocasión escribe este verso: Dans le jardin de ma mémoire.
Pues, como todo lírico, no sólo ha de cantar el universo
exteriot', sino también las impresiones antiguas de su espí-
ritu: es decir, sus recuerdos. Así, todo aparece en sus poe-
mas vivamente lleno de sentido, sin elaboraciones de orden
intelectual. En unos versos habla de la fatal salpicadura de
su sangre que dará al sol una claridad más viva: Aux fleurs
plus de couleur plus de vitesse a l'onde. Esa cálida sangre
se advierte en toda su obra; por eso quiere experimentar
un ardor infinito. Nada más curioso que cotejar los poe-
mas de Mallarmé y Valéry con los de Guillaume Apolli-
naire. Cierto que, como declara Albert Béguin, la poesía
tiene mil rostros diversos. Si en los poetas precitados el
orbe ostenta una lejana belleza frígida (Mallarmé propen-
día a la nada absoluta), en Apollinaire todo es vivo, y los
cielos son móviles. He señalado antes que en muchas com-
posiciones de Guillaume figuran el verbo danzar, el sustan-
tivo danza. Todo es movimiento rítmico. La llama -baila-
rina que permanece transformándose- es también imagen
frecuentemente usada por el poeta:
Tout n'est qu'une flamme rapide
Jamás una melancolía profunda enturbia la obra de
Apollinaire. Puede rondar cercana la muerte, pero él escri-
birá vívidamente todos los días a Magdalena. La guerra de
1914 significó una nueva experiencia vital para el poeta.
Si otros cantores suelen denostar a los enemigos, Apolli-
naire canta la guerra por la guerra misma, como ocasión
en que el hombre despliega sus potencias vitales. Todo era
para Apollinaire digno de ser exaltado. Ni la misma muer-
te es cosa temible. Y era tan grande esa fuerza vital, que,
cuando se aproxima a la casa de los difuntos, éstos le siguen
fielmente. Y hasta una muerta es capaz de amar:
Je vous attendrai
Toute votre vie
Répondait la morte
Cuando Apoilinaire se acerca al abismo de la muerte.
no siente el lector que se halla en la orilla misma de la fa-
tídica sombra; pues lallama de Apollinaire acierta a ilumi-
nar graciosamente el misterio. De modo que La Maison des
morts no es una .pavorosa danza de la muerte al estilo es-
pañol. No se arrepienten los difuntos de sus pasadas accio-
nes, sino que, gracias al verbo mágico del poeta, se incor-
poran otra vez a la vida fugitiva.
Quiero advertir que, aun cuando Apollinaire se ads-
cribió a las teorías de Marinetti, no cantó exclusivamente
el reinado de la máquina. En ~ o n describe,
e de modo M-
sionario (pues la visión es frecuente en su obra), un cielo
lleno de aviones y de pájaros. Los seres de la naturaleza
no serán suplantados por la máquina. Dice el poeta:
Et tous aigle phénix et pihis de la Chine
Fraternisent avec la volante machine
No habrá conflicto entre el maquinismo y la libertad
del hombre. El poema titulado Les Collines (que es una
magnífica pieza) evidencia el poder vatídico de Apollinaire.
Una nueva fuerza nacerá de la voluntad humana:
iMoins haut que l'homme vont les aigles
Sobre la espontaneidad de Apollinaire se ha hablado
insistentemente. Mas lo cierto es que el poeta dominaba
la lengua francesa. Sus versos son, por lo general, de un
gran virtuosismo. Según dice Aragon. Apollinaire poseía
un cuaderno donde transcribia los versos ajenos que pen-
saba imitar. Un arte como el de Apollinaire es hijo de un
prodigioso don literario. He podido comprobar cómo re-
suenan los versos de Guillaume en una sensibilidad virgen.
En cierta ocasión yo salmodiaba. en mi francés deficiente,
el poema Salomé (En robe de comtesse au c d é du Dau-
phin). Al oirme. un pequeño servidor de mi casa (de inte-
ligencia viva y casi analfabeto) quedó encantado con el
mágico sonido de las palabras francesas.
Termino anotando que Apollinaire utilizó antiguos
procedimientos poéticos: la enumeración y la aliteración.
por ejemplo. Bowra señala que el poeta, al prescindir de
la puntuación, quiso imitar viejos textos religiosos; y que,
al trazar los calligrammes, imitaba a los poetas alejandri-
nos. En la osadía de las metáforas fueron muchos sus pre-
decesores. -4 Saint-Pol-Roux la crítica de su tiempo le
reprochaba la impropiedad de las imágenes. Y yo he halla-
do en Apollinaire cierta obsesión por los ahogados. ¿No
la habrá recibido directamente de las manos casi angélicas
del fugitivo Rimbaud? Apollinaire compuso breves, aladas
canciones, y también hermosos poemas de sostenido alien-
to. La gracia y la ironía, el vigor y la embriaguez verbal
son virtudes suyas. A los treinta y ocho años, el poeta que
habla cantado la guerra (y que últimamente vivió corona-
do con una estrella de sangre) murió de una enfermedad
civil. En este noviembre se cumple el trigésimo aniversario
de su muerte. En un tiempo él nos dijo, contándonos o can-
tándonos una arrebatada visión:
Tous les mots que javais a dire sé sont changés en étoiles '

Y es verdad. Todas las palabras que él había de decir-


nos, todas las cosas que nos iba a predecir, se han mudado
en estrellas permanentes. Para escucharle, podemos acudir
a sus poemas luminosos:
Emanations et splendeurs
Unique douceur harmonies
SOBRE UNAS CARTAS DE MAUPASSANT

Mi deseo de escribir unas páginas acerca de Maupassant


es ya antiguo; pero causas varias -no siendo la menor la
pereza- lo habían estorbado. Sucesivamente, fomentaban
ese deseo la lectura de las obras del novelista y el conoci-
miento de su correspondencia y de unas cuantas biografías
o memorias. No olvidemos tampoco algunos artículos, co-
mo el de Anatole France, recopilado en La vie littéraire, ni
las páginas de Marcel Prévost. Mas también al deseo se
oponía ---sinduda- el estado de ánimo;porque Maupassant
es autor deprimente, para quien las acciones humanas rara
vez tienen una motivación noble. Recuérdese su actitud
frente al amor. Por lo demás, hay ciertos nombres, en la
- literatura francesa de aquella época, para los cuales la vida
es un menester sórdido y antipático. Añádase que a tal
consideración no se contraponen, por lo común, unos es-
quemas ideales, un conjunto 'de límpidas aspiraciones. En
el fondo, las prédicas de Anatole France no difieren de las
de Maupassant ;si bien -por lo que toca al primero- están
expresadas en estilo inimitable y con un suave sesgo iróni-
co.
Bastaría recordar a cualquier personaje de France,
portavoz de las ideas del novelista. En Les dieux ont soif,
verbigracia, el agudo Maurice Brotteaux -lector de Lucre-
cio y, parejamente, espíritu alejado de todo fanatismo,
sea intelectual, sea político-, en circunstancias nada favo-
rables se atrevía a decir: "La naturaleza nos enseña a devo-
ramos mutuamente, y nos da el ejemplo de todos los crí-
menes y de todos los vicios, que el estado social corrige
y disimula. Se debe amar la virtud; pero es bueno saber
que se trata de un simple expediente imaginado por los
hombres para convivir cómodamente". (Y en otro lugar
declara Brotteaux que él experimenta el amor de la razón,
no su fanatismo.)
Maupassant, por el contrario, es más violento en sus
opiniones. No al fin de su vida, exasperado por la enferme-
dad, sino ya en los comienzos de su carrera literaria, expre-
sa Maupassant juicios poco amables acerca de sus compa-
ñeros de especie. Acerquémonos a unas cuantas cartas
dirigidas por Guy a su maestro Gustave Flaubert. De esta
suerte, el proyectado estudio sobre Maupassant sólo será
en parte escrito. En otra ocasión examinaremoi la obra,
pues, a pesar del tiempo transcurrido, sus libros son im-
portantes en las letras francesas: más importantes de lo
que sospechaba Catulle Mendés, a quien, apenas muerto,
atacaba sin piedad alguna Luis Bonafoux. (Digamos, de
paso. que ingenios como el de Bonafoux son necesarios
siempre, y ahora más que nunca.) Pues bien: Catulle Men-
dés, en leyendo Boule de Suif, augura a esas páginas una
inmortalidad de veinte o treinta años. Y Maupassant se
conforma con tal opinión cicatera, equivocada: "Esto me
ha producido un placer grande -escribe a su maestro-,
porque Catulle es un verdadero lettré."
Las anteriores palabras están contenidas en un libro
de Pierre Borel: Lettres de G u y de Maupassant a Gustave
Flaubert ' . A través de las epístolas conocemos a un Mau-
passant inquieto, amenazado ya por la enfermedad, com-
pelido a una odiosa labor burocrática, triste casi siempre.
Juzgo que estas cartas son esenciales porque en ellas se en-
cuentra un Maupassant de cuerpo entero. Pierre Borel, que
le ha estudiado detenidamente en varios libros * , apunta
en otro lugar que los síntomas de su enfermedad databan
desde la juventud. Lejos de haberse aquéllos manifestado
súbitamente, como pretendía la madre, Mme. Laure de
Maupassant, ya aparecían en 21 de agosto de 1878 -con-
tadas por el novelista- algunas señales temibles. Maupa-
ssant cree padecer un reumatismo constitucional que, pri-
meramente, ha atacado el corazón y el estómago, y. más
tarde, la piel. (Esta carta, parcialmente inserta en un artí-
culo de Pierre Borel, se halla íntegra en el volumen que
estudiamos.) Leyendo la correspondencia, advertimos có-
mo el mal avanza. Por los días en que se intenta procesarle
a causa de ultraje a las costumbres, Maupassant confiesa
a Flaubert: "Ahora tengo otro fastidio más grave que mi
proceso. Casi no veo por el ojo derecho. Mi médico se halla
algo inquieto y cree en una congestión de no sé qué parte

1 Edouard Aubanel, Editeur. Avignon, 1941.


2 En el momento de redactar este artículo, no tengo a mano la
bibliografía de Pierre Borel.
3 "Guy de Maupassant sur le chemin de la folie". Documents
inédits recueillis par Pierre Borel. "Candide", 17-XII-41.
del órgano. En suma, apenas puedo escribir a usted cerran-
do este ojo." Ya sabemos cuál fue el fin. Pierre Borel ha
publicado unas cartas dirigidas por Maupassant a uno de
sus amores: una misteriosa Gisde 4 . Extinguida la pasión,
el tono del novelista es extremadamente duro; pero yo no
quisiera atribuir todo a la enfermedad. No ha hecho ésta
sino exacerbar la congénita actitud de Guy frente a las
mujeres. Por lo demás, en ciertas novelas del siglo pasado
(singularmente novelas francesas) la situación de la mujer
no es envidiable: Maupassant, pues, estaba de acuerdo con
su época.
A Gisde, por ejemplo, le atribuye la autoría de un
anónimo. "Tengo muchos defectos -dice Guy-. Tengo,
entre otros, el de obrar siempre a cara descubierta. De aquí
una instintiva repulsión por las cartas anónimas." Hay un
,pasaje en el que Maupassant alude a sus desapariciones sú-
bitas: "No puedo cambiar mi naturaleza. Aquellos que se
irritan prueban, de este modo, que nuestros caracteres no
pueden coincidir en nada. Tal es el caso. No comprendo
las relaciones sino con gran indulgencia, gran amenidad
y gran amplitud de ideas, por uno y otro lado. Toda cade-
na me es insoportable." Pero la correspondencia con Gi-
&le no mantiene siempre este tono. No transcribamos los
fragmentos más duros y retornemos al libro de Pierre Borel.
Quien ha facilitado las cartas al erudito es Mme. Ca-
roline Franklin-Grout, sobrina de ~ u s t a v eFlaubert, la
cual fue, primeramente, Mme. Caroline de Commanville,
y bajo este nombre aparece en la correspondencia publica-

4 Art. cit.
da. Compañera de juegos, describe a Guy como un niño
vigoroso, amigo de los entretenimientos esforzados. Todo
se ejecutaba en medio de grandes risas. Pero, a veces -de-
clara Mme. Caroline Franklin-Grout-, "Guy caía en inex-
plicable tristeza. No experimentaba entonces ningún pla-
S
cer en nuestras diversiones. e incluso llegaba a dejar de
comer. Me era preciso inventar toda clase de subterfugios
para decidirle a que se sentase a 1s mesa."
Maupassant está en París. A Flaubert debe no sólo
los consejos literarios, sino también una eficaz ayuda en
el desenvolvimiento de su vida. A través de las cartas puede
verse cómo acude al maestro repetidamente. Y, desde lue-
go. le cuenta todos sus pasos en busca de la gloria. Al prin-
cipio, Maupassant se orienta hacia el periodismo y da a la
estampa algunos estudios. Espera ser el crítico literario de
La %ation; pero las esperanzas le abandonan. Así escribe
a Flaubert: "...he comprendido que no seré el titular de la
crítica literaria: la plaza ha sido tomada probablemente
por M. Filon. Creo que voy a reemplazar a un cronista li-
gero, a quien se considera demasiado bruto y se me dejará
en libertad sobre la elección de mis artículos". Y a Flau-
bert, como siempre, agradece las gestiones.
Hemos aludido a las cartas en que se habla de su en-
fermedad. En otras, Maupassant pide insistentemente al
maestro que le libere del Ministerio de Marina, donde sus
jefes apenas pueden verle. Es lógico. Rara vez la burocracia
ha soportado la agilidad intelectual. Le vigilan tanto, que
no puede disfrutar de media hora para sí mismo. Recor-
demos a Whitman, furiosamente perseguido porque, en la
oficina, repasaba las páginas de su obra. No ha sido Mau-
passant una excepción. Gracias a Flaubert y tras muchas
antesalas ("la jerarquía, en la tierra y en el cielo, se mide
por el número de antesalas", afirmaba Benjamín Jarnés
en. su San Alejo), consigue Maupassant ser trasladado al
Ministerio de Instrucción Pública. En el de Marina se veía
constreñido a operar con números. "Cifras, nada más que
cifras", se quejaba al maestro. Y las referencias a sus esca-
sos recursos son frecuentes: tan escasos, que no se puede
permitir un viaje para visitar a Flaubert. También se la-
menta -reiteradamente- del tiempo que la oficina le ab-
sorbe: de nueve de la mañana a seis y media de la tarde.
Apenas puede escribir. Y tres o cuatro horas al día no son
suficientes para la labor literaria. Maupassant se halla for-
zado a no hacer visitas, a quedar mal con sus amigos. No
importa, porque es preciso escribir. Todos los autores co-
nocen -además- a los importunos: citemos a Goethe, que
-
se ocultaba largos períodos. Justificando la conducta del
poeta alemán, Alfonso Reyes ha dicho: "Cada uno debie-
ra estudiar su resistencia y hacer otro tanto, si de veras está
empeñado en una obra de provecho".5
Más arriba hubimos de insinuar que los juicios de Guy
acerca de los hombres no son nada benévolos. .En unas
y otras cartas se trasparece su acritud. Así, en 10 de di-
ciembre de 1877, exclama: "Pido la supresión de las clases
dirigentes: de ese montón de hermosos señores estúpidos
que juguetean en las faldas de esa vieja arrastrada, devota
y tonta, que se llama la buena Sociedad". Y agrega: "En-

5 "El supuesto olirnpismo de Goethe". Revista "Asomante", 4,


1949. San Juan, Puerto Rico.

266
cuentro que el 93 ha sido dulce". Parecidas opiniones
abundan en la correspondencia que estamos comentando.
No copiaré la referente a los generales, quienes, tras la gue-
rra francoprusiana, no suscitaban las simpatías de Maupa-
ssant. Mi propósito se ha limitado a apuntar que la angus-
tia y la desazón del novelista (angustia espiritual, desazón
física) se insinuaban en él antes de los cuentos famosos,
antes de la fecunda treintena. Pues, quizá, no todo fue
obra del padecimiento.
Siempre resultará ejemplar la afección de estos dos
escritores. Antes que en la política internacional, la guerra
fría se ha dado en las letras. Por eso, una amistad semejan-
te exige una atención doble, cordialísima. En las últimas
páginas de este libro, muerto ya Flaubert, 4laiipassant di-
rige unas líneas conmovedoras a Mme. Caroli I I I de Comma-
ville: "Siento en este instante, agudamente --confiesa-, la
I inutilidad del vivir, la esterilidad de todo esfuerzo, la mal-
oliente monotonía de los sucesos y de las cosas y este ais-
lamiento moral en que vivimos todos, pero que yo padecía
menos cuando podía charlar con él; porque él poseía, co-
mo nadie, ese sentido de las filosofías que abre horizontes
sobre todo, que conduce el espíritu a las grandes alturas,
en donde se contempla la humanidad entera y se compren-
de la eterna miseria de todo".
Considero que el pasaje transcrito es doblemente
revelador. Por un lado, reitera los constantes y hondos sen-
timientos de Maupassant hacia Gustave Flaubert, resu-
miendo, simultáneamente, el espiritual influjo del maestro
sobre el discípulo; y, por otro, expone tal vez la general
actitud de Guy frente a la vida. Me parecen primordiales
eitas palabras: aislamiento moral. He querido subrayarlas
porque acaso ellas definan -como podría confirmarlo un
estudio- toda la obra de Maupassant.
RIVAROL Y LAS LENGUAS

LAEnciclopedia Británica (sólo manejo una edición


norteamericana de 1911) apenas dedica a Antonio Rivarol
(1753-1801) una mera noticia, en tanto que a Ernesto
Renán, en el mismo volumen, le consagra un amplio y agu-
do artículo. Tal vez Rivarol no merezca una atención más
ahincada. La obra que ha contribuido más a su gloria, el
Discurso sobre la universalidad de la lengua francesa, es
un escrito parvo, brillante y superficial. Aun los eruditos
enamorados de Rivarol reconocen que el ingenioso ítalo-
francés no hizo más que agrupar y pulir algunas ideas que
eran muy bien recibidas entre los autores de su tiempo.
En las notas que tales eruditos ponen al Discurso se echa
de ver cuánto debía Rivarol a sus mayores, señaladamente
a Voltaire, muchas de cuyas ideas resume. transforma o pre-
senta en nuevo escorzo. No obstante, el trabajo de Rivarol
es una bella pieza que siempre se leerá con sumo deleite
y provecho. Militan contra ella la acusación de plagio, la
ligereza de algunos juicios y las erróneas opiniones de Ri-
varo1 en materia estrictamente lingüística. No era históri-
camente posible que Rivarol superase el tono académico
de su disertación, tono que con frecuencia quisiéramos
ver sustihiido por la pura libertad del ensayo. No, no era
factible, en tal trance, acomodarse a las normas libres de
Miguel de Montaigne, sino que era preciso plegarse a las
cuestiones propuestas por la Academia de Berlín. Y sin
embargo, Rivarol se permitió introducir su personal mo-
vimiento y orden en tan espinoso tema.
La obra total de -Rivarol es muy breve. A las delicias
dolorosas del escribir prefería las puras delicias de la con-
versación. Dentro del siglo XVIII francés, ocupa, no obs-
tante, un lugar muy distinguido; y cuando se considera su
obra n o es posible olvidar que permanece por fuerza den-
tro de los límites de su época. De ahí las particularida-
des de su Discurso, con el cual obtuvo el premio ofrecido
por la Academia de Berlín, si bien se vio obligado a com-
partirlo con el alemán Schwab, autor de una disertación
más extensa y fundamentada, pero de menor brillantez.
Algunas de las críticas que los contemporáneos formula-
ron contra Rivarol y su obra san de una exactitud extra-
ordinaria. Por ejemplo, según Rivarol, uno de los motivos
de corrupción en una lengua no es otro que el abuso de
metáforas y figuras, en lo cual no le falta acaso razón; re-
cordemos ahora que, en dictamen de Paul Valéry, el estilo
seco atraviesa el tiempo como una momia incorruptible.
Pues bien, La Harpe hallaba en la disertación de Rivarol
un condenable exceso de metáforas y figuras. Bien es ver-
dad que unas y otras eran necesarias; porque, para hablar
del esplendor de Francia, Rivarol debía alzarse al tono
cuasi oratorio; Luis XIV, Voltaire, ~ u f f o n ;las conquistas
bélicas, la general y servil imitación de Francia, la propa-
gación de su lengua, todo contribuía a suscitar entusiamo.
Quedamos en que el asunto lo exigía, desde luego: pero
se me antoja que el nacionalismo a ultranza de Rivarol
(minuciosamente exhibido) se basaba, además, en que el
origen del disertante era italiano y en que, por consiguien-
te, Rivarol se movía como un repentino heredero entre
los millones de sus antepasados.
Un especialista, Marcel Hervier, dice queera inevitable
la comparación entre las varias lenguas modernas. desde
que éstas entraron en competencia con el latín. Opone
Rivarol la famosa claridad francesa a las desventajas que
presentan los otros idiomas. Cuando habla del alemán, del
español, del italiano o del ingles, tiene en cuenta Rivarol
la potencia política de cada una de las naciones, y exa- .
mina después el genio de cada idioma, mostrando que sus
respectivas características cercenan la ascensión a la uni-
versalidad. A su situación privilegiada, entre el norte y el
sur, al poder político y a otras diversas causas, se debe el
que Francia haya exportado su lengua, sus ideas, sus gra-
cias y su frivolidad. (No deja de ser curioso que. en cierto
pasaje, hable Rivarol de que el francés es "razonable y frí-
volo": dos cualidades que parecen contraponerse.) Del
cotejo con cada lengua salen robustecidas y esplendentes
las virtudes de la francesa. Mas como el propósito de este
estudio no consiste en el resumen y comento minucioso
de las ideas globales de Rivarol, digamos tan sólo que. al
cotejar el francés con el latin, reprocha Rivarol a éste
sus inversiones, que lo tornan oscuro, y pone de relieve
el orden directo de su lengua, orden que se corresponde
con el del mismo pensamiento. Tiene Rivarol la ligereza
de afirmar que, ante un párrafo latino, debe el lector de-
tenerse, para estudiar las desinencias, ordenar los vocablos
y penetrar el sentido. Confesemos que este juicio de Riva-
rol induce a perplejidad; no sabe uno cómo pudo ocurrír-
sele. Pues Rivarol habla de la lengua latina "desde fuera",
como un extraño que ha aprendido una lengua muerta. Es
inverosímil que los oyentes de Marco Tulio Cicerón verifi-
casen, para entenderle, las lentas operaciones que enumera
Rivarol. Se vivía "dentro" de aquella lengua; las desinen-
c i a ~eran cosa natural para el latino, y el orden del pensa-
miento podía ser seguido con suma facilidad. Esto es obvio.
Para el romano, en cambio, la lengua francesa hubiera
constituido un enigma, a pesar de su orden directo. Por lo
demás, tal orden, que es normal en las lenguas modernas,
no es en éstas demasiado rígido, con lo que se facilita a ca-
da escritor el uso de una necesaria flexibilidad. La lengua
española, por ejemplo. no tiene las libertades de la inglesa
ni las coerciones de la francesa.
Para realzar el valor de esta última, Rivarol va desde-
ñando las lenguas rivales. Sin embargo, quien lea con aten-
ción el opúsculo de Rivarol verá con claridad su secreto
miedo ante el posible predominio de la lengua inglesa. El
paralelo entre Francia e Inglaterra ocupa algunas páginas
del discurso; ante la inevitable propagación del idioma
inglés, Rivarol consigna que éste no podrá competir con
el de Francia, porque el segundo había adquirido ya la
universal supremacía. Argumento no muy bien fundamen-
tado. Pues Rivarol liga extremadamente el esplendor polí-
tico al de una lengua. Si el predominio de Francia declina-
se y la nación británica adquiriese auge -debió
Rivarol, de acuerdo con sus premisas-, el francés debería
ceder el paso, quiérase o no, al inglés pujante. En efecto,
la premisa es falsa, porque después de un dilatado predo-
minio político (el de España no fue tan efímero como Ri-
varo1 considera) puede permanecer el influjo espiritual de
un pueblo. Tal es el caso presente de Francia; la espléndi-
da tradición de su literatura hará que siempre se estudie
su lengua, sin contar que en ella se hallan vertidos libros
y manuales imprescindibles para el conocimiento humano.
Si se me permite exhibir una experiencia muy personal,
confesaré que yo sólo entendí los máximos y los mínimos
cuando hube de abordarlos en un texto matemático han-
cés.
Pero jes tal claridad exclusiva virtud de la lengua
francesa? Pienso que se trata también del empeño con
que se ha pulido, para fines de netitud pedagógica, el
dúctil instrumento idiomático; y que esa netitud no se ha-
lla ausente de otras lenguas. Ya un crítico de Rivarol se
acordaba de la claridad estilística que presentaba David
Hume ;y los españoles podemos citar a muchos de nues-
tros autores, aun a aquellos que usaban períodos amplísi-
mos. Pero no sé si Rivarol admitiría esta réplica. Porque
en un curioso pasaje de su discurso declara: "La forma
y el fondo de que cada pueblo se jacta, nada significa. Es
preciso pronunciarse según el carácter y el genio de su
lengua; porque casi todos los' escritoresSiguen reglas y mo-
delos, pero una nación entera habla conforme a su genio".
Digo que Rivarol no admitiría mi réplica, según deja
presentir el párrafo transmito. Párrafo incongruente, dig-
no de un espíritu que cree demasiado en modelos y reglas.
Pues más que nadie, españoles e ingleses han creado sus
obras de acuerdo con el genio de su propia lengua, sin
- acordarse para nada de normas ni paradigmas. El famoso
orden francés no tiene ciertamente un valor universal;
y nada se corresponde con las formas de vida españolas,
las cuales son forzosamente distintas de las francesas. Ni
ese orden ni la facticia unidad muestran relación alguna
con el modo español, según ha dicho más de una vez Amé-
rico Castro. Pero hay naciones que se empeñan en aco-
modar lo español a sus respectivas particularidades. De ahí
que Rivarol, al encararse con la historia y la lengua espa-
ñolas, no sepa ver con mediana claridad. Es cosa de prestar
alguna atención a sus juicios apresurados. Claro que Riva-
rol no podía sentir afinidades con la pasión española (la
cual no rehúye siempre el orden ni la claridad); porque
en nombre del "buen gusto", frase que reitera una y otra
vez, no se identifica sino con lo superficial, lo artificiosa-
mente dispuesto y recortado. Pero la vida rebasa tales nor-
mas insuficientes. Veamos, pues, esas opiniones de Rivarol.
Pudo la monarquía española ofrecer una lengua uni-
versal, pero su esplendor no fue sino un relámpago. La
expulsión de los moriscos y las emigraciones a Améri-
ca ' contribuyeron al decaimiento de la nación española.
Después de Rocroy, los ejércitos se replegaron y se eclipsó

1 En los últimos decenios del siglo XVIII, un regidor de Teneri-


fe, don Lope Antonio de la Guerra, se queja de que las emigraciones
a América e s t h despoblando la isla. No hay obreros agrícolas. Los
que saben algun oficio se embarcan en seguida a lejanas tierras.
Véanse las curiosas Memorias de ese regidor ilustrado, las cuales
han sido publicadas por El Museo Canario.
la gloria. Añade Rivarol que esa decadencia hubiera sido
menos rápida si la literatura española hubiese colmado la
curiosidad que mostraban en todas partes los espíritus;
"pero el genio nacional se había vuelto más sombrío". Ni
Cervantes ni Lope satisfacían las necesidades de Europa.
El primero no perdió nada al ser traducido; el segundo fue
pronto sobrepasado. (Rivarol olvida cuánto debían las le-
tras francesas a las españolas; pero el dato no le interesaba
para su objeto: el elogio de la lengua .francesa.)
- Antes de
transcribir otro párrafo de Rivarol, concedamos que Espa-
ña se replegó dentro de sí misma, a despecho de tales o cua-
les espíritus que mostraban una curiosidad universal. Me-
dítese en estas palabras, un tanto crueles: "Grave, peu
communicative, subjugée par depretres, elle fut pour l'Eu-
rope ce qu'était autrefois la mystérieuse Egypte, dédaig-
nant des voz& qu'elle enrichissait et s'enveloppant du
manteau de cet orgueilpolitique qui a fait tous ses maux".
Agréguese la posición extrema de nuestro país en el conti-
nente europeo; pues Rivarol insiste en que a Francia le ha
sido muy beneficioso el hallarse en lugar equidistante del
norte y del sur, con lo que pudo ser una gran catalizadora
de corrientes e influjos diversos.
Expuesto el decaimiento político de España, Rivarol
pasa a considerar nuestra lengua. "La majestad de su pro-
nunciación -dice- invita a la hinchazón, y la simplicidad
del pensamiento se pierde en la amplitud de las frases
y bajo la nobleza de las terminaciones". La simplicidad
del pensamiento ... Sin embargo, :cuántos escritos france-
ses no se nos antojan demasiado superficiales, demasiado
obvios! Sin buscar ejemplos lejanos, no pocos párrafos del
orgulloso Rivarol incurren en esa excesiva obviedad. Para
Rivarol, la lengua española no admite familiaridades en la
conversación; "allí es siempre el amor un culto". ¿Un cul-
to siempre el amor? Si atendemos al teatro hispano, no
había quizá demasiada separación entre ambos sexos o, más
bien, los amantes podían anularla. No concedamos que las
damas acostumbraban vestirse de hombres para seguir a los
caballeros; mas de la comedia espaíiola se desprende que las
mujeres no se recataban de expresar su amor, ya abier-
tamente, ya por insinuaciones. Bastará citar La dama
boba o El Caballero de Olmedo, ambas del inimagina-
ble Lope de Vega. Nadie acusará a las damas españo-
las de falta de ímpetu pasional. Acaso un concepto que
no pudo digerir Europa, a través de Francia, fuese el
del honor, precisamente. No es mi propósito insistir ahora
en este punto. Digamos que Rivarol, siguiendo un dicho
de Carlos V, escribe que nuestra lengua sólo es adecuada
para hablar con Dios; de ahí que nuestros libros ascéticos
sean "admirables". Pero no creo que en la mayoría de
ellos encontrase Rivarol esa hinchazón que se achaca a
los españoles. Por lo demás, en ese nivel retórico no resi-
de todo linaje de énfasis. Énfasis hay -y no escaso- en la
célebre simplicidad francesa, en el orden directo y en la
claridad. Repárese, sin embargo, en que no deseo escribir
una apología de nuestra lengua; remito al agudo ensayo
de Rafael Sánchez Mazas intitulado Fortuna de la lengua
castellana, que hubo de aparecer, hace años, en cierto
Boletín Informativo. Profesores extranjeros me han ha-
blado de la belleza de nuestro idioma. Esto no invalida
el hecho de que nuestra prosa, a fines del siglo XIX, antes
de surgir la generación del 98, no estuviese momificada
o exangüe, salvo en Valera y en Galdós. (Véase el estudio
de Amado Alonso sobre Paul Groussac, en Materia y for-
ma en poesía, Madrid, 1955.) Pero sospecho que todos los
idiomas han pasado por semejantes vicisitudes, y que de
ellas se han recuperado. Tampoco mis palabras implican
una defensa del énfasis español. El señor Pemán, en un es-
tudio acerca del teatro de Calderón (Clásicos Jackson), ha
podido opinar: "Lo recargado es lo que más buscó en Espa-
ña una Europa cansada de racionalismos y clasicismos': De-
be entenderse, sin duda, racionalismos y clasicismos al mo-
do francés. También en Esquilo y en Sófocles hallamos una
pasión recargada; y los transparentes tornos y meandros de
Platón se hallan muy distantes de un orden menguado.
No todo ha sido exceso verbal en nuestra literatura.
Al defender a Larra de ciertas imputaciones formuladas
por Xenius. el hispanista Arturo Farinelli pone de mani-
fiesto la agilidad mental y el buido estilo de aquel'perio-
dista inigualado. Virtudes que éste debe a Quevedo; pues
hay en España -viene a decir Farinellí- una tradición de
escritores "densos y concisos". Para Francisco Grandmon-
tagne hay dos linajes de autores hispanos: los que siguen
la línea cervantina y los que siguen la quevedesca. Ni en
una ni en otra, en su pureza, se advierte esa hinchazón
que los extraños nos achacan. Énfasis, quizá sí: porque
todo estilo trabajado es un poco enfático; no, desde luego,
en los más llanos pasajes de Cervantes. Destino de la len-
gua castellana ha sido el padecer siempre ese reproche.
Hasta el malhumorado Leopoldo Lugones, comparando el
castellano de España con el de la Argentina, dejó estampar
a su pluma los siguientes pensamientos: "La distinción
más sensible y más importante que entre uno y otro puede
hacerse es que el nuestro prefiere la eficacia, y con ello la
claridad y la concisión. mientras en el de España predomi-
na la complacencia eufónica o el encanto de la construc-
ción como obra de arte. La norma estética del uno sería
la elegancia, y la del otro la elocuencia". Pero no refute-
mos siquiera a Leopoldo Lugones; bastará decir que efica-
cia y eufonía no se contraponen.
Volvamos a Antonio Rivarol. Su propósito estribaba
en el realce de la lengua francesa y en el menoscabo de las
otras. Como él vinculaba la universalidad de una lengua,
sobre todo, al esplendor político de la nación que la habla.
no dejó de adivinar que el inglés iba a adquirir próuiina-
mente una preeminencia casi única, pero q u i ~ odisimular
esa adivinación. No contó Rivarol con el auge magnífico
de las dos Américas. Merced a ambas, siguen floreciendo
maravillosamente las lenguas inglesa y castellana, sin me-
noscabo del honor que la francesa merece.
SOBRE BELARMIATO Y APOLONIO

Para Gregono Salvador,


maes'tro mío.
11

B E u m w i v o Y APOLONIO se desarrolla en Asturias y se


escribió en Valdenebro de los Valles, Valladolid, por agos-
t o y septiembre de 1920. Apuntamos estos datos porque,
según confesó Ramón Pérez de Ayala, un joven novelista
de Tierra de Campos hubo de publicar en Santander una
suerte de protesta contra el hecho de que, habiéndose
asentado el autor de Belarmino en dicha región castellana,
no tratase la obra de ésta, pero sí de lo que había aconte-
cido en Asturias a dos zapateros chiflados. Lo curioso es
que Ayala se defiende aduciendo que, a la vez que escri-
bía la novela, iba "trazando la silueta, la historia, la psico-
logía y la biografía de aquel pueblecillo (y de otros sus
mellizos), en crónicas, estampas literarias. poesías y roman-
ces, y hasta una novelilla", todo lo cual había aparecido
en la prensa de entonces (Divagaciones literarias, 1958).
Es curioso y sorprendente ese linaje de chauvinismo. No
dudamos de que haya contribuido a la conformación de
la novela el que casi toda la acción se desenvuelva en Pila-
res, la ciudad asturiana de Ayala, como Vetusta lo fue de
Clarín. Pero aquí puede repetirse lo que hemos dicho so-
bre el valor de los posibles elementos autobiográficos en
el primer ciclo narrativo que va desde Tinieblas en las
cumbres hasta Trote ras y danzaderas. Bien señaló Curtius
que, aunque para el lector superficial las obras de Ayala
puedan parecer hijas de un regionalismo literario, lo cier-
to es que Pilares no es sino una "localización casual",
y viene a ser lo que Dublín para James Joyce' . Los dos
personajes, Belarmíno y Apolonio, han sido comparados
con Bouvard y Pécuchet, esto es, con personajes arquetí-
picos; y aun, al tratar de la novela ayalina, alguien ha po-
dido introducir el recuerdo del Quijote. Por lo menos para
Ramón Pérez de Ayala, el zapatero filósofo era un ente
literario citable como Hamlet o como Fausto, pues en al-
guno que otro artículo -que sepamos- lo nombra sin
añadir la filiación novelesca. Uno de sus ensayos, "Desde
el Edén hasta Herodoto", comienza así: "Un atlas y un
diccionario (singularmente un diccionario etimológico)
son los libros más poemáticos y universales. Belarmino
llamaba al diccionario cosmos; y al cosmos, diccionario."
Y en "Militarismo y jesuitismo", meditando sobre e1 posi-
ble desdoblamiento que se da en ciertas formas de activi-
dad mecánica. las cuales dejan libre al espíritu, ejemplifica
de nuevo: "Belarmino podía machacar suela de modo.in-
superable, sin pensar en lo que hacía, antes bien conci-
biendo de consuno un ambicioso sistema metafísico." El
primer pasaje se encuentra en Nuestro Séneca y otros en-
sayos (Barcelona, 1966);el segundo, en Escritos políticos

1 E. Curtius: Ensayos críticos acerca de literatura europea To-


mo Segundo. Seix Barral, 1959.

280
(Madrid, 1967). Con todo, Belarmino no constituye toda-
vía un personaje arquetípico, biedque el autor lo constru-
yera siguiendo en parte el modelo de Don Quijote. En la
página 81 de la edición que manejamos*, a poco de haber,
empezado el capítulo V, doña Basilisa declara al padre
Alesón:
Veo a Belarmino leyendo librotes y escriba-
jeando papelorios lo mas del día, y creía que
esto no podía por menos de martirizarle los se-
sos y volverle más loco de lo que está. Y o juz-
gaba por mí, que no leo más que el libro de
misa... Pero acaba usted de decirnos que a Be-
larnzino no le perjudica tanta lectura porque
es de libros que no entiende ... Lo más natural
parece lo contrario.
Para la buena de doña Basilisa, alma angosta que sólo
pasta en su misal, la lectura produce la demencia belarmi-
niana; y menos mal que el Padre Alesón, versado en mu-
chos idiomas pero no en el del zapatero filósofo -porque
no se tomó el trabajo de desentrañarlo-, dictamina que
esa lectura, por incapacidad de Belarmino, no es en modo
alguno dañosa. Pero Belarmino sí entendía los libros, a su
manera. Filósofo autodidacto, anhelaba levantar un orbe
sistemático sin conexión paralela u opositiva con los de
los demás filósofos; es decir, que Belarmino prescindía de
la historia y aun de la experiencia. En las páginas 86 y si-

* Ramón Pérez de Ayala: Belarmino y Apolonio. Bibl. Contern-


poránea. Editorial Losada. Tercera edición. Buenos Aires, 1956.
guientes, Ayala describe con minuciosidad el método de
su protagonista. No vamos ahora a resumirlo, porque sólo
nos interesa subrayar la función que la lectura ejerce en el
espíritu belarminiano, como la ejerció en el espíritu qui-
jotesco. Veamos:
Leía las palabras del cosmos -es decir, del
diccionario-, evitando, con el mayor escrúpulo,
que rozase sus ojos la definición de que iban
acompañadas. Leía una; e n rigor, n o es que la
leyese; la veía, materialmente, escapándose de
los pajizos folios, caminar sobre el pavimento,
o volar e n el aire, o diluirse nebulosamente e n
el techo. Unas veces eran seres; otras eran cosas;
otras, delicadas emociones. Tal vez se producían
resultados que, para u n espíritu superficial, pu-
dieran parecer cómicos; pero e n el fondo t o d o
era m u y serio.
Exactamente, lo que ocurre a Don Quijote con la
lectura de los libros de caballerías; y si de Don Alonso
Quijano se dijo que era bondadoso, de Belarmino se afir-
ma que es un santo. Si Don Quijote era un ser risible en
su mundo, el zapatero filósofo lo es en Pilares, y muy po-
cos, tal vez sólo el Estudiantón, se esforzaron por penetrar
y aclarar el sistema metafísico que estaba erigiendo solita-
riamente.
Ayala trae a la memoria la obra cervantina cuando,
describiendo los escasos utensilios o herramientas de la
zapatería, dice (página 83):
El torno era remedo y trasunto jiel de un ca-
ballejo; recordaba a Clavileño, si bien- de corres-
pondencia equina más semejante que la volátil
cabalgadura del manchego. El tronco era real-
mente un tronco, un leño robusto, asentado so-
bre cuatro patas, más ancho por la grupa que
por los pechos; y sobre ellos se levantaba una
tabla ancha y delgada, a manera de cuello, en
donde encajaba, con juego articulado y la planta
hacia arriba, una horma de hierro, que vista de
perfil era enteramente una cabeza de caballo.
Montado sobre este diminuto caballete, Belar-
mino se pasaba la vida. .
Este recuerdo voluntario y casi frecuente de otras
obras literarias, este afán por la construcción cerrada, con
simetrías, contrastes y antítesis, y, sobre todo esta determi-.
nación de que el pensamiento conforme también al objeto
artístico, han dado origen a que los estudiosos -críticos,
historiadores- vean en Ayala más al ensayista que al no-
velista, singularmente en una época de su obra creadora.
Repásese, verbigracia, el juicio de Martínez Cachero ,
quien. por otra parte, observa con acuidad que algunos
personajes de Ayala son "paradigmas de lo i n ~ o & ~ l edelto
ser humano", el cual busca "complementarse por la adqui-
sición de lo que efectivamente no posee". En cambio, José
María Valverde juzga que las disquisiciones de Belarmino
"sirven de diversión filológica, como pasatiempo intelec-

2 En Historia de las literaturas hispánicas. Tomo VI. Barcelona,


1967.
tual, pero no como lectura nov6lística sin más". (Esta ex-
presión, lectura novelística sin más, es de todo punto
deliciosa.) Y agrega Valverde: "siempre le acecha (a Ayala)
el peligro del acartonamiento expresivo y la involucración
de concepto^"^ . Es verdad que en las últimas novelas de
Ramón Pérez de Ayala el lector no percibe una reproduc-
ción verosímil y fluida de los acontecimientos de la vida,
pero tampoco la percibirá en Joyce, ni en Huxley, ni en
los especímenes del nouveau roman. La intención artísti-
ca de Ayala era diversa de la común en el primer tercio de
este siglo. En "Migófilos y cortezófilos" (Pequeños ensa-
yos, 1963) decía, a poco de componer Belarmino y Apo-
lonio :
Una novela, por ejemplo, es alimento del es-
píritu. Ahora que cierta clase de lectores, antes
de apercibirse a devorar el libro, exigen que to-
do él sea corteza, y otros que sea miga del todo.
Unos piden exclusivamente alimento de la cu-
riosidad, de la imaginación, de la sensibilidad.
más o menos adecuadas y exquisitas, y aquello
que no cumple en este fin lo reputan superflui-
dad e inútil relleno. Otros no desean sino ali-
mento para el entendimiento, y el resto lo re-
chazan como excrecencia enojosa.
Y -añadía- "una novela es una obra de totalidad,
en cuanto debe reflejar la totalidad de la vida: la superfi-

3 En Historia de la literatura universal. 111. Ed. Noguer, S. A.


Barcelona, MCMLIX.
cie y el contenido". Quienes se inclinen, únicamente, por
uno u otro aspecto son seres limitados. De donde se infiere
que a Ramón Pérez de Ayala no le interesaba producir
una obra que sirviera para la "lectura novelística sin más",
sino que fuese -según sus términos- articulación total de
la superficie y e1 contenido. Hoy vemos que el pensamien-
to forma parte esencial de la novela ayalina. Si quitamos
a Belarmino su sistema metafísico in fieri, su peculiar len-
p a j e , el personaje desaparece y aun Ia misma obra. Si arre-
batamos a Apolonio su concepto del drama y sus expre-
siones opulentas y vacuas, no habrá Apolonio, ni novela.
Además, ambos personajes, tal como están constituidos,
se oponen entre si y son cabales ingredientes de la obra
artística. Ri a don Guillén p~demos'im~edirle su preciso
razonar, ni a la di~quesade Somavia su lenguaje y opinio-
nes osadas. Estos dos se contraponen y, a la vez, se articu-
lan con Belarmino y Apolonio. Calificar de pasatiempo
intelectual las disquisiciones de Belarmino es -en nuestro
sentir- no haber entendido la novela como una estructura
de relaciones internas. Pasatiempo intelectual pudo pare-
cer también al critico el versificado hablar de Apolonio
Caramanzana, pero nada dice sobre ello, porque sin duda
entendió -como todos los lectores- que ese lenguaje su-
perficial define al zapatero dramático y , al mismo tiempo,
lo enfrenta con el hermético de Belarmino, contribuyendo
a configurar a este personaje.
La preocupación técnica es fundamental en Pérez de
Ayala: lo es en Belarmino y Apolonio. Ahora bien: no se
trata de una técnica externa o mecánica, no se tra$a de
trucos o procedimientos que se aplican sin ton ni son. En
Ayala. sobre todo en Belarmino y Apolonio, la forma de
contenido y la forma de expresión interdependen con jus-
teza. En Ante Azorin (1964), donde se recogen artículos
no posteriores a la guerra civil, estampó Ayala la siguiente
reflexión: "Cada nueva novela que se escribe (aludo a las
novelas genuinas y perduraderas) 'se diferencia de todas
las anteriores, y de aquí que la mayoría de los críticos co-
menten con unanimidad: 'Esto no es una novela' ". Que
es, precisamente, lo que suele decir el lector vulgar de Be-
larmino y Apolonio.
Pero un lector especializado, novelista que hasta cier-
to punto se aproxima al módulo de La Regenta, Gonzalo
Torrente Ballester, ha escrito: "Belarmino y Apolonio se
construye de un modo complicado, con tres comienzos
distintos, y una acción actual referida a otra pasada de la
que es consecuencia: hay dos narraciones y dos narrado-
res." Y en seguida: "Estos primores técnicos no son nece-
sarios, no los exige el desarrollo del tema: son puro lujo
técnico, regusto de resolver un problema difícil que el es-
critor se plantea por su propia voluntadw4.
Analicemos estos juicios. Siguiendo los principios
teóricos de Gregorio Salvador, digamos que la sustancia
de contenido -lo que suele llamarse por ahí tema- no
puede ser manifestada o captada sino merced a una forma
de contenido -lo que, por parcialidad, se denomina por
algunos estructura-: y esa forma de contenido es lo que,
en la novela de Ayala, interdepende de la forma de expre-

4 G. Torrentv Ballester: Panorama de la literatura española con-


trniporán~a.Guadarraina. Madrid, 1956.
sión. Si la forma de contenido n o fuese tal. si no existiese
una doble (pero única) configuración global, no tendría-
mos Belarmino y Apolonio, sino otro objeto artístico. Los
que Torrente considera primores técnicos, no lo son en el
sentido de lujo u ornato, de superfluo refinamiento no
exigido por el tema; antes bien: conforman por entero la
novela ayalina. Sin contar que. por otra parte -como ve-
remos-, el propio autor da razón de la técnica empleada.
Más en lo cierto esta Mariano Baquero Goyanes, que estu-
dia y valora los procedimientos de Ramón Pérez de Ayala:
su radical perspectivismo, simetrías, antítesis y contrastes.
No hay perspectiva sin aplicación de una técnica, y esto
lo ha percibido agudamente Baquero.
En cuanto al primer juicio que de Torrente Ballester
hemos consignado, anotemos que no hay dos narraciones
y dos narradores; éstos son, por lo menos, tres: el que
cuenta en primera persona, el que escucha las disquisicio-
nes de don Amaranto de Fraile, el que recibe las confiden-
cias de don Guillén Caramanzana, hijo de Apolonio, y es
deus ex machina del encuentro de Angustias y don Gui-
llén: narrador número uno ; el que escribe algunos capítulos
desde un punto de vista omnisciente, en tercera persona:
narrador número dos; y el narrador número tres no es
otro sino don Guillén, que facilita parte de la historia a l
narrador número uno. Con ello tenemos varias perspecti-
vas de los sucesos y personajes. La de Belarmino se com-
plica si reparamos en que de él también sabemos a través
del Padre Alesón, por ejemplo, y, sobre todo, gracias a los
papeles que a su muerte dejó el perpetuo estudiante Esco-
bar. Por lo que respecta a las dos narraciones#, en realidad
ambas están indentadas; y la que corresponde a la rivali-
dad entre Belarmino y Apolonio, no habría llegado a su
culmen y solucion si no hubiese sido por la segunda, la de
los amores entre don Guillén Caramanzana y Angustias,
hija de Belarmino. Es decir, que tal narración segunda pa-
rece oponerse a la primera, o parece que discurre paralela-
mente; pero, en rigor, se relaciona con ésta, y, si bien se
mira, es otro aspecto de Ea rivalidad que existe entre los
dos extraños zapateros. Si ambos pueden ser amigos al fi-
nal de la novela, ello se debe, precisamente, a la segunda
(en apariencia) serie de hechos narrados. Esto lo pone de
manifiesto, como lo acabamos de realizar, la consideración
estructural de Belarmino y Apolonio. O sea: que no hay
dos narraciones, sino una; y lo que ocurre es que términos
de la primera, en un buen trecho de la obra, parecen fun-
cionar en serie aparte. No olvidemos lo que el autor decla-
ra acerca de la visión diafenomenal.
La que llamamos "segunda narración" no ha sido bien
entendida por algunos críticos. Salvador de Madariaga, en
Semblanzas literarias (Barcelona, 1924), obra que no te-
nemos a nuestro alcance mientras discurrimos el presente
ensayo, escribió que la aventura de don Guillén y de An-
* Hay, desde luego, dos narraciones de la misma historia; ambas
son parciales y en realidad se integran: la narración de don Guillén,
la del novelista omnisciente. Pero, por nuestra parte, consideramos
q i ~ esc dan fin la novela dos historias: la de la rivalidad entre ambos
zapateros y la de los amores entre don Guillén y la hija de Belarmi-
no. A esta la liemos Ilainado "segunda narración", y nos hemos es-
forzado por cxplicar cómo se engrana, estructuralmente, con la na-
rracibn principal.
gustias poseía todos los elementos de un folletín. Y es
claro que hay el seminarista que seduce (utilicemos, con-
vencional, inexactamente, el verbo) a la hija de Belarmino,
y hay la seducida que más tarde se consagra a la prostitu-
ción. ~a~ rapto, no de Angustias, sino de don Guillén
-estudiante de cura-, por orden de la imperativa duquesa
de Somavia, a fin de internarlo de nuevo en el angustioso
Seminario; hay rapto del muy mozo y no del todo inocen-
te varón, lo que introduce otro elemento tragicómico en
la novela de Ayala. Esta tragicomicidad (y Baquero ha es-
tudiado certeramente la función de lo dramático en la
obra ayalina) destruye o, al menos, diluye -por su misma
naturaleza y signo- lo que de folletinesco pudiera haber
en la historia. Fuera de que este paso tragicómico no se
da aisladamente en la novela, sino que se halla en relación
con la tesitura general. Por otro lado, Belarmino y Apolo-
nio, Felicita Quemada y Anselmo Novillo, los Neira y Co-
lignon, son personajes tan semiburlescos, tan semipatéti-
cos, y, si se quiere, tan conceptuales, que al novelista le
era preciso insistir en el aspecto sentimental de las relacio-
nes entre don Guillén y Angustias: no falta la tercera, que
aquí viene a ser la amojamada Felicita, siempre trémula
de amor. Es menester, por tanto, considerar la novela co-
mo una entidad autónoma y descubrir qué relación guar-
dan sus diversos elementos. Ayala, minucioso escritor, no
redactaba sin disponer la función de los varios ingredien-
tes. Madariaga, sin duda, no podía enfocar desde este punto
de vista la estructura de Belarmino y Apolonio, como tam-
poco Andrenio podía explicarse -y eso que le eran asequi-
bles razones psicológicas- el que los personajes del primer
ciclo narrativo de Ayala pasasen de altas elucubraciones
a escenas de lupanar. (No reprochamos a Madariaga su jui-
cio, porque tenía fundamentación distinta de la nuestra;
pero sí reputamos erróneo que, en su tiempo, obedeciese
en parte a las normas críticas de Hipólito Taine, y así des-
cribe el país y carácter vascos antes de hablar de Baroja,
o la región de Asturias y psicología de sus habitadores an-
tes de referirse a Ramón Pérez de Ayala. No obstante, el
libro de Madariaga es útil.)
Hemos visto ya cómo se relacionan recíprocamente
algunos elementos fundamentales de la obra ayalina, y
cuál es la función que cumplen dentro de la total estruc-
tura. Sin perjuicio de aplicar el mismo método más ade-
lante. estudiaremos ahora la conformación de la novela
y la técnica que preconiza y emplea el autor.
Consta Belarmino y Apolonio de un prólogo, ocho
capítulos y un epílogo: hay también un apéndice, donde
se definen algunas voces del léxico belarminiano. Así el
prólogo como el capítulo 11 tratan de la técnica que ha de
usar el novelista. En el prólogo aparece un curioso perso-
naje, don Amaranto de Fraile -a quien es preciso poner
en relación con Escobar, que figura en el epílogo-; y este
señor de Fraile, de diserta y humorística pedantería, re-
flexiona sobre lo divino y lo humano. Es una especie de
Sócrates de menor cuantía, como lo es, en otro aspecto,
el seráfico Belarmino. Belarmino, al igual que su antecesor
griego, tiene por esposa y opositora a Xuantipa, domina-
dora asturiana. Pero estos dos últimos personajes no figu-
rarán todavía en el prólogo. Don Amaranto, fraile profeso
de fementidas casas de huéspedes, ha aprendido y sorbido
de éstas un buen caudal de sabiduría. Por eso alaba tal ins-
titución española, quekdifiere del boarding house, de la
pension de famille y de la pensionshaus, instituciones de
índole diversa. Mas lo que nos interesa es lo siguiente: el
enfoque que al novelista proporciona don Amaranto. "El
universo -dice el filósofo de las casas de huéspedes- es
coordinación d e infinitos fenómenos heterogéneos", pero
cada ciencia lo estudia parcialmente. Hay que integrar las
distintas visiones individuales; y acude al ejemplo vivo de
una linda comensal. Para conocerla hay que girar en re-
dondo; primero es menester observar el aspecto fisiológico:
cómo deglute y qué deglute la linda muchacha; luego,
desde otra perspectiva, la filológica, se advierte que dicha
comensal es gallega, y, puesto que se le oye confesar que
es de Mondoñedo y nacida en agosto, don Amaranto
adopta el ángulo astrológico y deduce que la dama es apa
sionada, ardiente, "muy proclive a gratificar a Venus",
etc. Si don Amaranto, a través del tabique de la habita-
ción, percibe que suspira o ríe; si otro día escucha una
frase, un diálogo, o bien habla con ella, he aquí que el fi-
lósofo ha llegado a conocerla: "en puridad, porque he en-
trado en su drama. Cada vida es un drama de más o menos
intensidad". (Esta teoría de lo dramático se contradice
con la que en el epílogo sustenta Escobar.) Por otro lado,
como declara el narrador, en la casa de huéspedes se traba
conocimiento con gente de condición entreverada y de tal
o cual edad. Véase cómo la enumeración de esa gente, en
cierto pasaje, no atiende a jerarquías, pero el orden es iró-
nico o burlesco:
Sacerdotes, toreros, políticos, tahúres, comer-
ciantes, covachuelistas, militares, estudiantes,
labriegos, inventores, pretendientes, petardistas;
ingredientes y rebabas del revoltiño social, que
allí se mezclaban de todos los rincones de Zbe-
ria. (Página 15.) '

"Pretendientes, petardistas": entre los dos últimos


términos de la enumeración no se ha colocado la copulati-
va "y", con lo que se da a entender que de los empleos
y condiciones sólo se ha citado una parte. Obsérvese, ade-
más, que el orden no es caprichoso, sino intencional. A ello
siempre obedece el lenguaje de Ayala, vigilante escritor,
especie algo rara en nuestro país donde predomina la in-
contenible facundia. Con razón ha dicho Domingo Pérez
Minik, al tratar de Ayala, que
uno de los primeros cuidados de la crítica sería
estudiar su lenguaje, hecho deliberadamente
y con el mayor tino para expresar una realidad
humorística que, aun siendo tradicional, rebasa
todo lo andado hasta llegar a conseguir un soni-
do extraordinariamente personal 5.
Pero esa tarea sobrepasa el propósito de este ensayo.
Habrá que analizar cómo la forma de expresión interde-
pende de la forma de contenido, y viceyersa. Algo de es-
to hemos realizado con suma levedad, al examinar con

5 D. Pérez Minik: Novelistas españoles de los siglos XTXy XX.


Guadarrama. Madrid, 1957.
rapidez La c a í d a d e los Limones, una de las novelas poe-
máticas de Pérez de Ayala.
Pues bien: la técnica circular o de las varias pers-
pectivas -que aconsejaba don Amaranto"- es la que va
a ejercer el novelista de Belarmino y A p o l o n i o : hay tantos
Belarminos y Apolonios como narradores, y como perso-
najes que a ellos se refieren. No es la misma, por ejemplo,
la visión que de ambos tiene don Guillén que la que pro-
porciona el narrador omnisciente; no es igual la del Padre
Alesón o la de Colignon que la que sugieren Xuantipa o el
estudiante Escobar. Por otra parte, al enumerar a aquella
gente mezclada, a aquellos transeúntes, ya el narrador está
justificando por qué pudo conocer la historia de Belarmi-
no y Apolonio, de la misma manera que en otros tiempos
hubo de saber la historia de Arias Limón.
Este prólogo se halla escrito en primera persona. Pe-
ro buena porción de sus diez páginas -en la edición que
manejamos- la ocupan las palabras disertas de don Ama-
ranto de Fraile.
Perspectivismo, razón de por qué en la casa de hués-

" "Yo cabalgo un paquidermo del tíovivo imaginario y científi-


co -dice don Amaranto de Fraile-, y me lanzo a observar la hermo-
sa criatura, girando en torno de ella." (Vid. página 13 de la edición
que manejamos. Cf. además: María del Carmen Bobes. "Notas a Be-
larmino y Apolonio de Pérez de Ayala"; "Boletín del Instituto de
Estudios Asturianos", Año XII, núm. XXXIV, pp. 305-320. En es-
te trabajo se afirma que la técnica (circular) que emplea Ayala, para
mantenerse fuera de la narración pero no de la novela, se "basa en
algunos recursos de tipo formal, que de una manera consciente apa-
recen desde el comienzo de la novela". En nuestro ensayo, como
habrá observado el lector, se examina sobre todo la forma de conte-
nido.)
pedes supo el narrador la historia. Ahora sólo falta que
quien cuenta nos comunique el tono y calidad de lo que
va a seguir. Por eso dice: "Pero hoy me siento en humor
de salvar del olvido un drama semipatético, semiburlesco,
de cuyos interesantes elementos una parte me la ofreció
el acaso, otra la fui acopiando en años de investigación
y perseverante rebusca. " Nótese que este prólogo es, natu-
ralmente, posterior a la historia. Importa sobremanera ver
de qué preciso modo se articula el tiempo en Belarmino
y Apolonio, porque de ello dependen el conocimiento de
los personajes varios y la misma andadura del relato. La
técnica es circular, las perspectivas distintas; y además hay
un movimiento de vaivén, como hemos ya notado que se
da en la anterior novela ayalina: es decir, aproximación al
personaje y distanciamiento de él; retrato en simpatía y vi-
sión caricaturesca. Y no sólo está el tiempo que transcurre,
el tiempo de los relojes -pasado. presente, mañana, me-
diodía, tarde o noche-, sino el de los termómetros y ba-
rómetros -la lluvia, la sequedad-, así como el de las esta-
ciones. Todo ello juega en la estructura de la obra de arte,
es decir, está en íntima conexión con el personaje, el es-
pacio y el acontecimiento.
También se narra en primera persona el capítulo 1; el
novelista conoce a don Guillén, sacerdote prebendado,
que aparece en la casa de huéspedes; y sabrá déspués, con
independencia del primer conocimiento, qué hace la Pinta,
esto es, Angustias. Anotemos que la aparición de don Gui-
llén acaece un Martes Santo; el sacerdote permanece en la
casa de huéspedes hasta el Sábado de Gloria; en el interva-
lo el narrador se ha enterado, por boca de don Guillén, de
parte de la historia. Ahora bien, la acción no se desarrolla
linealmente entre Martes.y Sábado; sino que, en el curso
de la misma, se intercalan otros capítulos, correspondien-
tes al tiempo ido, a las investigaciones que había empren-
dido el narrador. Y uno, el 11, contiene una minuciosa
exposición de la tecnica narrativa empleada en Belarmino
y Apolonio, o sea, de la visión diafenomenal. Veamos este
capítulo.
Es posterior al conocimiento total de la historia, y co-
mienza en primera persona, pues que el narrador e investi-
gador se dispone a describir la Rúa Ruera, donde vivía el
zapatero filósofo Belarmino Pinto. Adviértase que, a lo
largo de la novela, los principales personajes van figuran-
do por modo indirecto o alusivo, por referencias, hasta
que ingresan en la acción. Técnica circular, de conocimien-
to progresiv'o y mhltiple. En ese trance al narrador se lc
antoja que surge de lo oscuro el espectro de don Amaran-
t o de Fraile, quien -como era de esperar- inicia uno de
sus discursos; esta vez, para adoctrinar al novelista acerca
del procedimiento que ha de seguir en la descripción. Este
capítulo significa mucho por lo que toca a la técnica;
y aunque el autor advierte que "el lector impaciente de
acontecimientos" debe recorrer ligeramente tal capítulo,
"que no es sino el escenario donde se va a desarrollar la
acción", lo cierto es que en él no se trata sólo de eso, pe-
ro sobre todo de la multiplicidad de pespectivas. Quien se
adentre en la novela de Ayala, quien no se limite a la "lec-
tura novelística sin más", habrá de leer con detenimiento
este capítulo. Según don Amaranto -no sombra que fue,
sino sombra que sigue siendo-, en todo describir las imá-
genes son sucesivas, "y no se funden, ni superponen, ni,
por lo tanto, adquieren profundidad. En cambio, la visión
propia del hombre, que es la visión diafenomenal, como
quiera que, por enfocar el objeto con cada ojo desde un
lado, lo penetra en ángulos y recibe dos imágenes laterales
que se confunden en una imagen central, es una visión en
profundidad" (página 28). Por consiguiente, estima que el
narrador no debe describir la Rúa Ruera. "Inhíbete en tu
persona de novelista. Haz que otras dos personas la vean
al propio tiempo, desde ángulos laterales contrapuestos"
(página 29). Y el narrador transcribe la sustanciosa conver-
sación que sobre el doble aspecto de la calle mantuvieron
Lirio y Lario (repárese en ambos apellidos: LarioILirio);
y en el transcurso de este diálogo irán apareciendo, ante
l o s ojos de los interlocutores, las diversas casas de los prin-
cipales personajes que intervendrán en la novela. Las fa-
chadas o disposición exterior de dichas casas anuncian ya
el mester y hasta el carácter de sus respectivos habitantes.
A éstos -como hemos observado- los iremos descubrien-
do en la lectura de la obra, paulatinamente y desde distin-
tos puntos de vista. Pero ha de notarse que el narrador
o investigador no se pliega con exactitud a los consejos de
don Amaranto, es decir, no se inhibe del todol\en su per-
sona de novelista tradicional, porque en varios capítulos
se alza a la omnisciencia y describe, verbigracia, las sutiles
ondulaciones anímicas de Belarmino.
Esta visión omnisciente es la que gobierna y confor-
ma el capítulo 111, " ~ e l a i f i X oy su hija". El autor resume
ciertas meditaciodes íntimas del filósofo, y luego añade:
"Así pensaba el zapatero" (página 43). El capítulo está
en pasado, un pasado anterior al del capítulo 1, donde
1
aparecen don Guillén y Angustias. En este 111 trabamos
conocimiento directo con Belarmino, con su lenguaje,
ambiente, oficio y situación familiar. La actitud introspec-
tiva y modesta del zapatero contrastará, a través de la no-
vela, con la actitud extrovertida y vanidosa de su rival
Apolonio, zapatero de lujo, autor dramático, versificador
empedernido. ,,

El capítulo IV nos lleva de nuevo a la casa de huéspe-


des, a un pasado posterior al del capítulo precedente. Se
desarrolla en la noche de un Jueves Santo, y don Guillén,
inclinado por fortuna a las confesiones, narra al autor par-
te de la historia, la que atañe singularmente a él mismo
y a su padre. La visión que de Apolonio Expresa don Gui-
llén es diversa de la que, más tarde, proporcionará el no-
velista omnisciente; no se le oculta al hijo la traza y carác-
ter de Apolonio, pero hay en esta descripción filial un
matiz de ternura, de simpatía que no se hallará en la pos-
terior decripción objetiva del novelista, en tercera persona.
Se trata, pues, de ese procedimiento de vaivén, de aproxi-
mación y alejamiento, propio de la técnica ayalina, y al
cual nos hemos referido en este ensayo. Si hasta la fecha
se había a re sentado en la novela, por una parte, a don
Guillén y la Pinta, o a Belarmino y su hija, y, por otra,
a Apolonio y su hijo, ahora en el capítulo V -de exposi-
ción en tercera persona, correspondiente al pasado remo-
to- figuran, de modo paralelo, el filósofo y el dramaturgo
en cuanto hombres de carne y hueso. Y si se había tenido
noticia del enjuto, preñado y revolucionario lenguaje de
Belarmino -disímil del habitual-, en este capítulo V se
conocerá el hablar facundo de Apolonio. Incluso el nove-
lista emplea lugares comunes para describir el estado de
ánimo del opulento zapatero dramático. Véase, si no:
Apolonio se hubiera despeñado* en la negra
desesperación, a no estorbárselo, de una parte,
la compañía habitual del señor Novillo, con lo
que se distraía de los sombríos pensamientos
y se le deparaba coyuntura de explayar la exu-
berancia del lastimado pecho, y de otra parte,
más principalmente, el amora la duquesa de So-
mavia, un amor cada día más exaltado, más pu-
ro, más imposible, más delicioso y novelesco.
"Con estas dos vejigas -decíase Apolonio- me
mantengo a flote sobre las borrascas de mi espí-
ritu. (Página 96).
Hasta aquí los sucesivos capítulos se han limitado a
dibujar y exponer personajes: así como la rivalidad entre
Apolonio y Belarmino; pero en el VI, también de narración
objetiva y de acción posterior a la del precedente, se pro-
duce el conflicto espantoso: el seminarista y Angustias se
han fugado. El capítulo se titula "El drama y la filosofía".
El conflicto es un drama, y Apolonio representa su papel
de actor (sobre su condición y naturaleza superficial de
actor hay muchos pasajes en la novela), mirándose a sí
mismo, como si estuviera en escena. La lluvia pertinaz, in-
cesante, condice con el drama y con los sentimientos de
Apolonio. En cambio, el introspectivo y estoico Belarmi-
no no acude a los gestos y acciones teatrales, y, como su do-
* Desempeñado, por errata, en la ed. de 1956; despeñado, en
la piimera edición (1921).
lor es más profundo, lo acepta y padece mesurada y filo-
sóficamente. En ambos personajes -merced a la fuga del
seminarista y de Angustias- se encarna ahora la oposición
entre la filosofía y el drama. Si en anteriores capítulos uno
y otro personaje aparecían como distantes al lector, en el
VI se provoca un acercamiento cordial hacia quien lee, y és-
te escudriña los entresijos de Belarmino y de Apolonio,
rivales siempre. Nótese, pues, cuál es la función primordial
de la historia que Madariaga consideró casi folletinesca.
La lluvia no sólo afecta a los personajes principales,
sino también a los secundarios; por ejemplo, a Felicita
Quemada, deus ex machina de la fugá, Solterona inhibida:
Y llovía sin .cesar en la vieja ciudad d e grani-
to, y había pesadumbre, lágrimas y duelo hasta
en las almas empedernidas. Conque ¿qué sería
en las almas tiernas y sensibles?
Felicita llevaba y a tres días sin ver a suyado-
rudo Novillo; los tres únicos días seguidos de
ausencia en muchos años. (Página 133).
Hemos dicho que la lluvia pertinaz acompaña a la ac-
ción conflictiva, dolorosa, incidiendo en las almas acongo-
jadas de los personajes; pero asimismo la lluvia interviene
en el tiempo subjetivo, modificando su duración. Lo echa-
mos de ver en el pasaje que narra la partida de Novillo y de
Apolonio, los cuales, por orden de la duquesa de Somavia,
se disponen a raptar al seminarista, sin cuidarse de Angvs-
tias. Lluvia lenta, tiempo lento, lenthimo sonido d e casca-
beles. No falta la visión caricaturesca de Apolonio y de
Novillo :
Partió la cuadrilla, como dispuso la duquesa.
Llovía, llovía. En el pescante iban el cochero
y Patón. Dentro, Novillo y Apolonio, tiesos, sin
cambiar palabra, como dos fetiches llevados a ex-
tender el culto a nuevos territorios. Así transcu-
rrió una hora; una hora prolongada, estirada,
adelgazada en una hebra interminable y perezo-
sa, como si estuviese hilada con ritmo lentísimo
por las yemas de unos dedos rkidos y entume-
cidos los cascabeles, con lento giro, consumien-
do en forma de hilo moroso la abultada y sucia
madeja de las horas nocturnas, que forzosamen-
te había de hilar y devanar. (Página 123).
El tiempo se serena cuando, más tarde, en Belarmino
se produce una especie de tensa y esperanzada resignación;
cuando Apolonio, de inconsciencia admirable, tiene de
nuevo a su hijo en el Seminario. Belarmino abandona sus
filosofías, su lenguaje de aparente hermetismo, y se sume
en el silencio absoluto: cima del dolor, sima del saber.
Con el capítulo VI1 se torna a la casa de huéspedes
madrileña. Noche del Viernes Santo. "Pednto y Angustias"
se titula el capítulo, y ello posee no poca importancia. Se
ha hablado de lo que significa la onomástica en la obra
novelesca de Pérez de Ayala: antítesis, como en el nombre
de Tigre Juan y Juan Guerra; definición, como en los
nombres de Felicita Quemada o de su enamorado (e inane)
Anselmo Novillo. Pues bien: en Belarmino y Apolonio las
denominaciones cumplen una determinada función pers-
pectivística, de aproximación o de alejamiento. Hemos ya
explicado por qué el capítulo VI lleva el rótulo de "El dra-
ma y la filosofía"; el V se llama "El filósofo y el dramatur-
go". Es decir, que los títulos corresponden exactamente
a la perspectiva adoptada: "Belarmino y su hija",."Apolo-
nio y su hijo". En el capítulo 1sólo se manifiesta un cono-
cimiento distante del sacerdote y de la prostituta, y de ahí
su título: "Don Guillén y la Pinta". Don Guillén, familiar-
mente, ha sido don Pedrito; la Pinta -ya se sabe- es An-
gustias. En el capítulo VI1 acontece el encuentro de los
antiguos amantes, gracias a la intercesión del narrador,
y por eso tal capítulo se denomina "Pedrito y Angustias",
con lo que se anuncia la proximidad humana a los perso-
najes. Sábado de Gloria. Y, naturalmente, la acción es pos-
terior a la de los capítulos 1, 111, IV, V y VI, pero aún se
narra en pasado. En cambio, la del VI11 exhibe el verbo
en presente, y eiio obedece a la conformación dramática
-tragicómica- de ese capítulo. Los dos zapateros rivales
están en un asilo, siempre distanciados: Belarmino, silen-
cioso; ostentoso, el dramaturgo-autor. Como van a llegar
excelentes noticias, como se producira -por fin- el abra-
zo entre Apolonio y Belarmino, el tiempo será bueno, la
estación primaveral. Así comienza el capítulo VIII:
Es domingo d e Pascua d e Resurrección. Hora:
poco antes d e mediodía. Lugar: e n los aledaños
d e la ciudad d e Pilares. Es un d í a d e primavera
septentrional. Tierra y cielo, dos gracias femeni-
nas. La tierra, d e verdor perenne y tupido, está
acicalada y alindada prodigiosamente, y n o ha
usado d e otro afeite ni compostura q u e Eas aguas
y nieves invernizas. Sobre la bayeta verdegay,
d e pliegues y lóbulos graciosos, c o n q u e se viste
la madre tierra, siempre doncella, se ha puesto,
aquí y acullá, unos pomares enflorados, cándi-
d o ornamento. El cielo es tan gentil, puro y ale-
gre, como colegiala impúber, vestida con atavío
de mayo
.
y. de domingo: leves crinolinas nevadas,
que traslucen un fondo de seda azul. (Página
174).
Parece, pues, una acotación escénica. La conforma-
ción dramática se advierte en el uso del presente, en el jue-
go y movimiento de los personajes, en el corro rumoroso
(y casi valleinclanesco) que los viejos componen en torno
de monsieur Colignon.' (p. 183 y sig.) Ya tenemos una vi-
sión directa de Belarmino, Apolonio, el francés, Bellido
o Felicita Quemada. Pero aún puede percibirse otro juicio,
desde otra perspectiva, de ambos zapateros. Al iniciarse el
capítulo, Colignon se dirige al asilo, para visitar a sus ami-
gos, especialmente al hermético filósofo, a quien estima
sobremanera; le acompaña Nolo. Hablan. Para Colignon,
Belarmino "es la .más dulce de las almas" y "una gran in-
teligencia". Nolo replica: "Un calzonazos, un estúpido,
como el otro Apolonio ..."
En las páginas epilogales, el novelista transcribe unos
papeles póstumos de Escobar, el cual, estudioso más que
estudiante, se había acercado con interés y humildad a Be-
larmino, a fin de desentrañar el sistema filosófico que el

" Un recurso teatral se usa en este último capítulo de la novela:


la llegada de dos telegramas. Al mismo expediente había acudido
Ayala en la página 119 (capítulo VI); allí el actor Apolonio recibe
una carta. Véase lo que, poco más adelante, decimos sobre esto.
zapatero sibilinamente exponía. Su visión de Belarmino
es diversa de la que tenían la mayor parte de los pilarenses;
opone el filósofo al dramaturgo, con menoscabo de éste,
oposición de signo. contrario a la que mantuvo don Ama-
ranto de Fraile. Con lo cual resulta que la novela ofrece
distintas perspectivas de los personajes, y distintas opinio-
nes (autorizadas) sobre la vocación de uno y otro. Técnica
circular, hemos dicho. Como sostenía en el prólogo don
Amaranto, para conocer el universo es menester integrar
y articular las múltiples visiones que de él se tienen. Belar-
mino y Apolonio, obra perfectamente estructurada, es un
ejemplo egregio de esta teoría.

Hemos intentado analizar, en las precedentes páginas,


la general conformación de Belarmino y Apolonio, esto es,
cómo se ha construido -de acuerd'o con las normas teóri-
cas del propio Ayala, explícitas en la novela- y qué rela-
ciones se establecen entre sus primordiales elementos.
Acaso no haya sido del todo inútil nuestro acoso; y aun-
que en el método empleado hay una manifiesta pretensión
de rigor, bien sabemos que no hemos logrado un cabal es-
tudio científico. porque para alcanzar éste -hoy- es me-
nester aplicar la moderna disciplina lingüística. Por eso se
consideran como ensayo, una y otra vez, las presentes pá-
ginas de acercamiento a la obra de Ramón Pérez de Ayala.
Charles Du Bos, en sus Notes sur Mérimée -precioso libro
editado por la Société des Trente, París, 1920-, se justifi-
caba de este modo: "De telles ombres peuvent certes se
passer de nos soins, mais nous avons, nous, trop besoin de
leurs, pour ne pas vouloir, ne fut-ce que vis-i-vis de nous
memes, leur apporter notre témoignage." Pero entiéndase
que el homenaje no excluye la actitud censoria, como se
habrá notado en algún pasaje anterior; por ejemplo, cuan-
do hubimos de aludir a la conducta política de Ayala,
o cuando revelamos que en Belarmino y Apolonio el autor
no siguió el consejo de don Amaranto de Fraile sobre la
visión diafenomenal y adoptó, en determinados capítulos
de la novela, la postura omnisciente, bien que ésta haya
sido completada por las visiones de otros personajes y aún
corregida por ese procedimiento de aproximación y lejanía
que hemos señalado. Se trata de una tension dinámica,
como la que mantienen entre sí los diversos ingredientes
de la obra.
Hemos hablado, de manera esquemática, acerca de
los personajes, el tiempo y el acontecimiento; mas no de
cómo se articulan éstos en tales o cuales espacios. Esta in-
vestigación -que es de todo punto necesaria- exigiría
prolongar el análisis antecedente; bástenos recordar que
casi toda la novela se desarrolla en Pilares, la ciudad astu-
riana, ya de un modo directo -en la narración objetiva-,
ya de un modo referido -en la narración que dice don
Guillén- ;pero el encuentro entre Pedrito y Angustias tie-
ne lugar en Madrid. Con todo, muy interesante sería estu-
diar la función del espacio en Belarmino y Apolonio, espe-
cialmente en lo que concierne al mismo Apolonio, actor
que necesita -a toda costa- un lugar acotado y un público
cierto o irreal. Por lo que a esto atañe, reléase el principio
del capítulo VI; "El drama y la filosofía", cuando Apolo-
nio está a punto de recibir la carta en que don Pedrito le
anuncia la fuga:
Era un domingo, noche ya. Apolonio mensu-
raba la longitud y la htitud del comedor, pa-
seando y sollozando el "Spirto gentil" de La
Favorita. Con el ímpetu ascendente de musical
deliquio, las pupilas habían subido a escondér-
sele detrás de las bambalinas de los párpados
superiores; mostraba unos ojos blancos como los
de las estatuas antiguas, y el alma en blanco
también. (Página 118).
O sea, como decíamos, que Apolonio precisa un lugar
acotado, una escena, y trabaja siempre para un público,
exista éste o no. De tal deliquio le saca la asistenta, como
en una obra de astracán: "Señorito, que las alubias se pa-
san". Pero el tono vuelve a elevarse cuando se introduce
un recurso teatral: la entrega de la carta. Apolonio es, en
todo momento y espacio, un actor tragicómico, de acuer-
do con la configuración de la novela. Se dirige a casa de la
de Somavia, y "llevaba la carta en la mano, sin protegerla
de la lluvia". Nueva representación en nuevo espacio; pe-
ro ya hemos dicho que ahora no nos interesa ese indispen-
sable elemento de la "estructura novelesca y dramática.
Consideremos otros elementos que se halian en relación
interna.
Por ejemplo: el razonar preciso, ponderado y agudo
de don Guillén se opone a la pedantería diserta de don
Amaranto' de Fraile; el hablar casi hermético de Belarmi-
no, a la facuadia de Apolonio; los rotundos períodos de
éste, al coloquio antimusical de aquél. Y los cuatro lengua-
jes se oponen, a su vez, entre sí. Belarmino, como Escobar,
es hombre de notas, de papeles, mientras que los otros son
puros oradores. Recuérdese que don Guillén fue a Madrid
para predicar en la Corte: fue actor por unas horas. Don
Amaranto tiene necesidad de interlocutores; Apolonio, de
público. Don Amaranto, don Guillén, Belarmino y Esco-
bar, poseen estimable curiosidad intelectual, al paso que
Apolonio se satisface con una vaga educación académica.
Y por esa razón don Amaranto atrae al investigador o no-
velista, como también don Guillén; y Escobar se acerca
a Belarmino, para de él aprender un revolucionario siste-
ma metafísico. Hay, pues, relaciones entre preocupados
o ilustrados; no se trata de uno solo, en torno del cual gi-
ran los demás personajes, sino que se establecen o consti-
tuyen unas constelaciones dentro de la obra novelesca.
Un diagramalas aclararía y definiría con exactitud.
Pasemos a otra relación interna, que reputamos im-
portante. Belarmino, en el capítulo V, teme que, a causa
de su pensamiento y consecuente expresión hermética, va
a quedar aislado o incomunicado, y sobre todo le acongo-
ja que llegue un tiempo en que no pueda hablar con su hi-
ja. Discurre que la solución consiste en adquirir un ave
parlante; y aun cuando prefiere un loro, se ha de confor-
mar con una urraca, punto de unión con el mundo usadero.
Para enseñarle el vulgar idioma, acude a una obra de Selgas
)-. a ciertos discursos de don Alejandro Pida1 y Mon. El
intento parece que fracasó; pero este pájaro, que no arti-
culaba, figura como un símbolo del afán y empeño de
Belarmino por asir en palabras el secreto del universo. La
urraca corresponde, en su voluntad de mutismo ante el
habla vulgar, al propio Belarmino. Ésta podría ser la signi-
ficación si la urraca fuese un elemento inconexo, pasajero,
en la novela ayalina. Pero esa significación se confirma
como la verdadera, no como posible, cuando -páginas
más adelante- nos enteramos de que Apolonio se prolon-
ga asimismo en otra ave, que condice con su dueño. Ave
ruidosa y fachendosa, de brillantes colores y escaso-seso.
Apolonio se consagra a la cría de gallos de pelea, para li-
berarse de ansias agresivas. Compárese el propósito de Be-
larmino con el de su rival zapateril. Nombres pomposos
pone el dramaturgo a sus aves. En la novela se dice:
i Y cómo se parecía Apolonio a sus gallos!
Se les parecía en la silueta, en el aire de prestan-
cia, en el énfasis, en la cresta, pero no en los
espolones; se les parecía por fuera. f...) Eran
encarnación de su personalidad frustrada, por-
que el dramaturgo es el hombre de acción frus-
trado. (Página 105).
Belarmino = urraca. Apolonio = gallo. Véase, pues,
cómo el novelista no emplea un elemento aislado -pues si
estuviera aislado, su significación podría ser tal vez dudo-
sa-, 'sino en conexión con otros elementos; en conexión
compleja, desde luego. La urraca funciona en el ámbito li-
mitado de Belarmino y es una esperanza para éste; simbo-
liza, además, físicamente a Belarmino. Los gallos juegan
dentro del mundo angosto de Apolonio, y son también
para él una esperanza; simbolizan, en más de un aspecto,
a Apolonio mismo. Ahora hay que relacionar los dos sím-
bolos entre sí, como están relacionados los dos personajes.
En el asilo, al recibir la buena noticia, el contento de Be-
larmino se manifestará de mesurado modo; lo expresará
pomposamente el extrospectivo Apolonio. La urraca y el
gallo.
Novillo -distante y constante enamorado de Felicita
Quemada- está al servicio político de los Somavia, y vive
pendiente de su propio atuendo y apariencia. No tiene ca-
rácter; es un fantasma, un muñidor: uno de esos tantos
personajes españoles que vegetan al amparo de la nobleza.
Lo vemos perseguir a Felicita, conversar con Apolonio,
colaborar en el rapto de Pedrito. En cambio, la figura de
la duquesa de Somavia -mujer acostumbrada a hacer su
voluntad, imperativa- cobra mayor relieve si la contrasta-
mos con la de Anselmo Novillo. Hasta en la manera de
morir difieren. El subordinado (páginas 137 y siguientes)
yace en la cama, sin peluquín ni dentadura. Pocas palabras
profiere en la agonía, y está como despojado de todo. Por
el contrario, la duquesa de Somavia (lo refiere don Guillén
a partir de la página 166) se acicalaba todas las noches,
aun en las de su última enfermedad. Dice don Guillén:
Todas las noches, en su lecho de muerte, ha-
cía que la doncella le aderezase el cabello, po-
niéndole aquella especie de mariposas, que al día
siguiente conservaba durante todo el día. Hacía
un efecto muy chusco. Pues así se murió; con
la cabeza cubierta de mariposas de papel.
Y esta dama, dominadora, proferidora de tacos, no
exenta de sentido de la justicia, fallece no sin antes dirigir
a todos los presentes un lúcido discurso; no deja de dispo-
ner esto y lo otro, y de opinar con firmeza y claridad su-
mas, como lo había hecho toda su vida. Señala la duquesa
que el botarate de Apolonio -actor perpetuo, enamoradi-
zo y superficial- debe ser internado en un asilo, donde lo
encontraremos, en efecto, al llegar al capítulo VIII, último
de la novela. Es decir, que en el trance de la muerte ,'la
Somavia se conduce igual que se había conducido en toda
su existencia, durante la cual estuvo modificando el curso
de los acontecimientos y moviendo personas como si éstas
fuesen inertes piezas de ajedrez. Relaciónese, pues, tal vi-
da y tránsito con los del pobre Anselmo Novillo, cuya in-
dependencia política y cuya decisión amorosa tendían
a cero. Ayala, por consiguiente, utiliza en su novela los
procedimientos del paralelismo y el contraste.
Podríamos hablar también de la té~nica~pictórica en
Belarmino y Apolonio,, y de la esperpéntica ol' quevedesca,
ya que ambas contribuyen a relacionar internamente cier-
tos elementos de la obra, pero ese estudio prolongaría
bastante estas páginas. Digamos que Pérez de Ayala presta
atención al timbre y calidad de las voces, en unas ocasio-
nes para potenciar al personaje, en otras para rebajarlo.
Por ejemplo, en el capítulo 11 aparece la sombra de don
Amaranto. de Fraile, para pronunciar una disertación pro-
funda en su habitual tono pedant&co, "enarbolando un
tenedor de peltre que a mí -confiesa el novelista- se me
ha figurado tridente de Caronte". La sombra debiera im-
poner, pero ese adminícul'o de la antigua casa de huéspe-
des revela la intención humorística. Y ésta se subraya
cuando el autor se dirige a don Amaranto empleando una
locución shakesperiana: " jSpeak! ;Speak!" El fantasma
inicia su disertación, pero la voz "suena como la de un eu-
nuco". El señor Colignon -capítulo 111-- habla "con mo-
dulaciones y altibajos en la voz, que sonaban como las
gárgaras de un pavo". En el primer ejemplo, la referencia
a la voz tiene por finalidad atenuar irónicamente la inevi-
, table pedantería de donAmaranto; en el segundo, definir
le exuberancia y ruidosidad del casi cándido francés. ver-
dadero amigo de Belarmino y hasta de Apolonio.
En la "Introducción" de este ensayo hubimos de
indicar que Ayala suele acudir al procedimiento del con-
traste -acostumbrado en su técnica- sobre todo cuando
describe representantes de la Iglesia: el sabio don Her-
mógenes, en las novelas de Urbano y Simona, tiene un
acordeón en un aposento. En Belarmino y Apolonio. el
contraste reside en la voz y en la apariencia del personaje.
Recuérdese al Padre Alesón; la entrada de éste en el taller
del zapatero filósofo -capítulo 111- es de traza bíblica:
y bíblicas son las imágenes que emplea Ayala. Véase el si-
guiente fragmento :
-Buenas tardes nos dé Dios. Hay alguien en
la casa? -dijo una voz flaca y aguda, como de
flautín. que caía de lo alto.
Belarmino creyó estar soñando. ¿Era aquélla
la voz de un ángel acatarrado?
-2 \;O hay cristiano o alma humana en este
recinto? -volvió a hablar la voz de flautín. so-
nando siempre al nivel del cielo raso. Oyéronse
a continuación unas palmadas retumbantes, co-
mo el tableteo de' un trueno. (Páginas 54 y 55).
Voz que cae de lo alto, ángel acatarrado, cielo raso:
tableteo de trueno. El Padre Alesón es un gigante, "torre
de Babel por la estatura y porque sabía veinte idiomas:
unos vivos, otros muertos y otros putrefactos". Pues este
sabio descomunal posee una voz de flautín y, a pesar de
su ciencia, no desentrañará nunca el lenguaje de Belarmi-
no. Acompañarán al Padre Alesón las imágenes bíblicas:
y así -en el capítulo VI, página 133- dice el autor:
Al Padre Alesón, para ser todo lo imponente
que él pretendía, le faltaba la voz tonante. Pero
como la Xuantipa tenía tanto miedo al infierno,
oía la voz de flautín del fraile como si fuese
una trompeta del juicio final.
Y cuando don Guillén -en el capítulo VII-, refirién-
dose a sus experiencias en el Seminario, alude al Padre
Caicoyas, exclama:
- ;Hombre más ignorante, soberbio yposeido
de s í ...! Llevaba el manteo terciado, la teja al
bies, y tenía todo el empaque de un majo. En
el Seminario se murmuraba que era muy galan-
teador y que se introducía siempre entre la mu-
chedumbre y en lugares muy concurridos, por
disfrutar de apreturas con las mujeres. Su voz
era como el estridor de un cuchillo contra un
plato. (Página 160).
De modo que la enorme mole y la salomónica sabi-
duría del Padre Alesón quedan irónicamente contrastadas
por la voz de flautín; y un tanto ridícula en su aparición
tonitronante, como de Antiguo Testamento. A Xuantipa
esa voz le suena como de juicio final merced a sus temo-
res infernales. Y la apostura del galanteador Caicoyas se
opone a su voz estridente, con lo que se acentúa la comi-
cidad del personaje. O sea, que en Ayala no suele figurar
esta o aquella nota aislada, sino que el novelista usa los in-
gredientes con sentido de continuidad y con voluntario~
fines expresivos.
No proseguiremos nuestro análisis de Belarmino
y Apolonio. Se habrá observado que del argumento de la
novela ni tampoco de la psicología de los personajes. casi
nada hemos dicho en este ensayo. Nuestro propósito -co-
mo insinuábamos en las primeras líneas- ha consistido
únicamente en ofrecer una consideración morfológica de
esta obra ayalina. esto es. en averiguar cómo se han estruc-
turado los elementos que la componen. Y aunque es ver-
dad que nuestro examen ha sido insuficiente, este esquema
ha presentado -creemos- una no usual visión de la novela.
Nos falta ahora ver cómo funcionaba el lenguaje de Be-
larmino, filósofo bilateral.

En varios pasajes del presente ensayo hemos sostenido


que el pensamiento de este o aquel personaje, o, si se quie-
re aún, el pensamiento del mismo Ramón Pérez de Ayala,
contribuye a la conformación del objeto artístico: es un
ingrediente muy importante de la estructura autónoma;
y ello con independencia de que, como en el caso de El li-
bro de Ruth, las disquisiciones de las novelas sean reunidas
y editadas aparte. Así se ha hecho también con poemas
que pertenecen a otras narrativqs; y explicabamos el fenó-
meno señalando que el "yo" discursivo y el "yo" lírico se
complicaban articuladamente dentro de esta u otra pro-
ducción; pero ensayos dialogados o poemas del ámbito
novelesco pueden extraerse de la totalidad en que se ha-
llan, no de otro modo que fragmentos narrativos de un
conjunto suelen pasar a las páginas de las antologías. Pero
lo cierto es que, sin su particular discurrir, el sobrino Co-
l& -en Tigre Juan y El curandero de su honra- no sería
Colás, ni esa novela en dos partes sería lo que es. El pensa-
miento configura siempre al personaje y, a la vez, reobra
sobre el entero objeto artístico. Ya nos hemos referido
a lo que significaban, en Belarmino y Apolonio, los con-
ceptos y hablas del zapatero filósofo y del zapatero dra-
maturgo. de don Guillén y de 1; duquesa de Somavia. El
primer ciclo de la novela ayalina sería diverso, y sin duda
de alcance más menguado, si en él fuesen suprimidas las
disquisiciones y los poemas de Alberto Díaz de Guzmán.
Belarmino es, sobre todo, su sistema metafísico y peculiar
lenguaje, y se define frente a Apolonio facundo y dramáti-
co. También acontece lo inverso.
En otro linaje de novelas, más asequibles a la genera-
lidad de los lectores, no se da -desde luego- esa oposición
de elementos que llamaríamos, sensu stricto, conceptua-
les. Ahora bien: en la novela de Ayala no interesa la validez
objetiva del pensamiento de Belarmino y del pensamiento
de Apolonio, ni las teorías que sobre el papel del filósofo
y el del dramaturgo sostienen, desde puntos de vista cbn-
trapuestos, don Amaranto de Fraile y Froilán Escobar.
Bien que Pérez de Ayala afirme que él, en cuanto novelis-
ta, no toma partido, la verdad es que en un capítulo im-
personal sentencia en contra del autor dramático. Esta
opinión, evidentemente, es un elemento más de la obra
narrativa; y sólo podríamos tenerla en cuenta si hubiese
figurado, con acopio de razones, en un artículo crítico o
teórico.
Se comprenderá, por lo expuesto, que no hayamos
analizado en ~áginasprecedentes, donde se examina la
novela según criterios morfológicos, en qué consiste el
pensamiento de Belarmino o cómo funciona en tanto pen-
samiento y lenguaje. Por otro lado, esta tarea corresponde,
en realidad, a lingüistas y filósofos de profesión, no al
simple crítico 1iterario:saunque la moderna crítica -como
hemos ya reconocido- ha de basarse y se basa en la Lin-
güística Estructural. Con todo, nos esforzaremos en tratar
ahora del lenguaje de Belarmino, pero apoyándonos casi
fundamentalmente en trabajos de Carlos clavería6 ;y de
María del Carmen Bobes7, si bien quisiéramos asimismo

6 Carlos Clavería: Cinco estudios de literatura española moder-


na. Salamanca; 1945, y Notas adicionales al lenguaje de Belarmi-
no, Hispanic Review , XVI, 1948.
7 María del Carmen Bobes: "Notas a Belarmino y Apolonio de
Pérez de Ayala". "Boletín del Instituto de Estudios Asturianos".
Año XII. núm. XXXIV.
reflexionar -hasta donde nos sea posible- sobre el pelia-
gudo, formidable problema.
A Carlos Clavería le interesa el drama de la incom-
prensión y estudia, desde el punto de vista técnico: cómo
se ha ido formando el lenguaje de Belarmino. Guiado por
una de las notas póstumas de Escobar, en la cual se cita
a Max Müller, señala qué relación existe entre .las teorías
de éste y las que Ayala expresa al construir el pensamien-
to e idioma particulares de su protagonista; y descubre
Clavería, además, los antecedentes de la cuestión en las
restantes novelas de Ayala mismo. El zapatero filósofo
procede -nos dice- por combinaciones asociativas de
imágenes e ideas. Hay en este lenguaje curiosas sinonimias.
"Lo metafórico, que es evidencia y claridad meridiana
para él, constituye en el lenguaje de Belarmino la base
esencial de su oscuridad." Y se encuentran también susti-
tuciones ,de unas palabras por otras, "que suponen una
encarnación simbólica, a veces próxima, a veces remota,
del concepto ..." Así, Grecia = sabiduría; inquisición = do-
lor. Pero se hallan sinonimias que "revelan, por otra parte,
una profunda interpretación del auténtico significado de
la palabra". Puerperal = fecundo con dolor; ecuménico =
conciliación, síntesis. Examinando el lenguaje de Belarmi-
no, Clavería observa que se da el fenómeno lingüístico lla-
mado etimología popular; e indica ejemplos de asimilación
inconsciente de sonidos y significaciones. Si, por nuestra
cuenta, acudimos al apéndice donde se reúnen algunas vo-
ces del léxico belarminiano, veremos que "llamativo"
equivale a "ardiente, llameante" y "macilento" a "violen-
to y contundente, como quien acomete con una maza".
Claveria entiende que la geminación de ciertas onomato-
peyas no dista de las repeticiones que se ofrecen en el es-
tilo de Pérez de Ayala, escritor de expresión matizada.
Con infiel torpeza hemos resumido el primer estudio
de Carlos Clavería; éste, en las Apostillas adicionales, tras
ampliar aquel trabajo, escribe:
Porque el lenguaje de Belarmino sigue siendo
dentro de la obra ayalina el mejor producto
y resultado único de una libre fantasía literaria
fecundada por una 1ectura:'un lenguaje artificial
en el que se combinan la interpretación simbó-
lica del son y el oculto sentido de las raíces de
las palabras, un intento más que añadir a una
larga lista de intentos de ordenar "racionalmen-
te" lo 'arbitrario" en el lenguaje, de hacer coin-
cidir idea y nombre, sonido y pensamiento.
Imagen acústica y concepto -según nos enseña Sau-
ssure- constituyen, en íntima unión, el signo lingüístico.
No otro fue, en su raíz, el intento belarminiano; pero su
tragedia consistió, a nuestro modesto juicio, en que quiso
modificar el código, individualmente y sin conexión con
la historia y con la experiencia. Pues, como bien hubo de
observar Galvano della Volpe, el objeto filosófico es siem-
pre omnicontextual, esto es, no posee valor autónomo, si-
no que se refiere a textos anteriores. Un verdadero filósofo
, -nos decimos- inventa un sistema y su condigno lengua-

je: una forma de contenido y una forma de expresión;


y aunque los términos propios se definen oposicionalmen-
te dentro de tal sistema, también se definen por oposición
a los términos de ajenas construcciones filosóficas. Y en
esto -creemos- reside el fallo esencial del intento belar-
miniano. Por otra parte, como luego veremos, interpreta-
do el código de Belarmino, resulta que el mensaje tampoco
suele tener sustancial validez.
En el Curso de Saussure se lee: "Ya sea que busque-
mos el sentido de la palabra latina arbor o la palabra con
que el latín designa el concepto de 'arbor' es evidente que
las vinculaciones consagradas por la lengua son las únicas
que nos aparecen conformes con la realidad, y descarta-
mos cualquier otra que se pudiera imaginarw8. Curiosa-
mente, cuando don Amaranto de Fraile desea ejemplificar
la extremada particularización de las ciencias -visiones
mutiladas del universo-, echa mano de un árbol, que es
una cosa para el botánico, otra para el arquitecto, otra
para el leñador, etc. Pero, claro está, esa diversidad de
concepciones prácticas nada tiene que ver con la lengua
misma. Mas acaso para Belarmino el problema estribaría
en inventar una palabra que encerrase y expresase tal mul-
tiplicidad de concepciones prácticas parciales.
Veamos ahora lo que dice María del Carmen Bobes.
Para ésta, Belarmino no inventa palabras nuevas, sino que
emplea las que ya existen, pero infundiéndoles nuevos sig-
nificados: se basa Belarmino enuna asociación que puede
ser:
a) Fonética, como cuando f o j a la expresión "zapa-
tero boscoso y equitativo";

8 F. de Saussure: Cuno de Lingüística General. Losada. Buenos


Aires, 1967. Sexta edición.
b) Ideológica: una palabra sugiere, por asociación de
conceptos e imágenes, otra, cuyo tér-
mino sustituye: aluda por adule; y por
c) Igualdad: diccionario es igual a cosmos.
Y hacia el final de su trabajo, María del Carmen Bo-
bes, tras explicar que el uso de una lengua cerrada obliga
a Ayala a un "continuo balanceo de significados, entre el
contenido propio del término y el nuevo que adquiere",.
añade :
Lo inesperado de las asociaciones que llevan
a Belarmino a sustituir un término-por otro,
tiene un efecto inmediato, la comicidad, pero
tiene otro más especial: demostrar un desdobla-
miento, una posibilidad de situarse en ángulos
distintos para apreciar cualquier argumento hu-
mano.
Este punto de vista es sumamente fértil, porque arti-
cula el lenguaje de Belarmino -como elemento- en la
estructura total de la obra; y así dice,María del Carmen
Bobes:
Está buscado con la misma finalidad con
que se desdobla la acción, presenta los hechos
en doble visión dejando al lector que elija.
Pero por eso, precisamente, entendemos que para el
buen lector de la obra ayalina no hay comicidad pura, sino
tragicomicidad. Póngase ello en relación con los estudios
de Mariano Baquero Goyanes, tal vez el primero en descu-
brir lo que de tragicomedia existe en las obras de Ramón
Pérez de Ayala. Con todo, diríamos que, mientras en Apo-
lonio predomina lo bufo mezclado con menor dosis de
patetismo, en el caso del filósofo zapatero lo burlesco es
casi nulo; en él se da, sobre todo, lo patético, lo mismo
cuando sufre las acometidas de Xuantipa que cuando lo
vemos esforzarse -ante el diccionario o cosmos- por le-
vantar todo un sistema ex nihilo. P& lo demás, si tenemos
esto en cuenta, advertiremos un rasgo más de su oposición
a Apolonio; a éste le-bastaba, para sus dramas y aleluyas,
con el lenguaje usadero y aun degradado.
La primera vez que oímos a Belarmino es en el Cir-
culo Republicano de Pilares; inicia un discurso político:
-¿Qué es la república? Un maremágnum, el
ecuménico de los beligerantes, el leal de la ro-
mana de Sastrea. Pero sobre todo abundo en lo
de ecuménico. (Pág. 36).
-Al pronto nos sorprende el vocabulario, que corres-
ponde quizá a nuevas ideas. Pero si, con ayuda del mismo
Belarmino, nos aplicamos a la traducción, advertiremos
que el filósofo autodidacto no ha dicho nada profundo:
-¿Qué es la república? El non plus ultra, lo
mejor de lo mejor, la conciliación de los contra-
rios, el fiel de la balanza de la Justicia.
Podemos aceptarlo como discurso político de cir-
cunstancias, dirigido a unos correligionarios; mas no como
muestra del auténtico pensamiento del filósofo zapatero,
aunque advirtamos que, de alguna manera, ha variado la
forma de contenido. Pues en esta operación consiste el
esfuerzo primordial de Belarmino, como se pone de ma-
nifiesto al averiguarse que lo que él desea es ensanchar las
palabras, a su modo. Para explicarnos esto, repasemos la
Gramática estructural del profesor Emilio Alarcos. "Com-
paremos también -dice éste- cómo el español, el francés
y el alemán distribuyen (conforman) diferentemente la
zona de sentido siguiente:

leña -.
Holz
b ois
bosque -
selva fbr,et Wald

"En español hay cuatro formas distintas para desig-


nar la zona de sentido designada en francés y en alemán
con dos formas (aunque con distinto valor)." (Obra cita-
da, página 20 de la primera edición.)
Diríamos que Belarmino, con su teoría del ensancha-
miento de las palabras, del hablar bien y el pensar de doble
fondo, coincide con la distribución correspondiente al
francés. En efecto, para éste, ante el continuum indicado,
sólo existe 'bois', mientras que el español distingue 'leña',
'madera', 'bosque'. Este mismo hecho se da, se&n enten-
demos, en el espíritu de Belarmino. Veamos ahora un caso,
que quizá ilumine lo que afirmamos:
El Padre Alesón visita al zapatero filósofo, en su ta-
ller, para encargarle calzado con destino a los hermanos
en religión, "Le causará maravilla vernos en su tienda, da-
das las ideas que usted profesa ..." Belarmino responde; en
su lenguaje, que la ciencia zapateresca es imparcial y que
él ha confeccionado zapatos para otros sacerdotes. "Quie-
re decirse' que usted -sentencia el Padre Alesón. con mu-
cha cortesía-, a pesar de sus ideas contrarias a la Iglesia,
no tiene inconveniente en calzar a las personas religiosas.
Pero pudiera ocurrir que las personas religiosas tengan in-
conveniente en dejarse calzar por usted." El zapatero filó-
sofo, con serenidad justa, formula entonces este juicio
analítico: "El fanatismo es reincidente."
-¿ Cómo reincidente?- preguntó el padre
Alesón.
- Vamos, que abunda... y daña. Se lo encuen
tra uno a cada paso.
-Ya; ha querido decir frecuente ...
-Il;o, señor; he querido decir, y he dicho, fre-
cuente, y abundante, y dañoso, y que se choca
con é l ; en autonomasia, reincidente.
(Repárese en cómo antonomasia es, para Belarmino.
autonomasia, lo que ilustra el análisis de Carlos Clavería
y el de María del Carmen Bobes.)
Pues bien: si la forma de contenido 'bois' -repeti-
mos- comprende 'leña', 'madera' y 'bosque', ocurre que
en el lenguaje belarminiano la forma de contenido 'reinci-
dente' abarca también diversos aspectos del continuum:
lo frecuente, lo abundante, lo dañoso y lo que hiere sin
remedio. Estos aspectos diversos se compendian en la for-
ma de expresión reincidente. No se trata sólo de ensanchar
las palabras, para meter en ellas distintos significados, o pa-
ra llegar a una polisemia de tipo conceptista, hasta conse-
guir una palabra clave, como el Om de la filosofía india.
Si esta fórmula mágica no se obtiene, el pensador se sume
en el silencio. Y acaso todos los sistemas filosóficos, ante
la inasible sustancia de contenido que es el universo, no
pretendan otra cosa sino hallar formas de contenido y ade-
cuadas formas de expresión. Dicho de otra manera: adop-
tar puntos de vista respecto de la realidad, que es precisa-
mente lo que intentó -sin conexión con la historia y con
la experiencia- Belarmino Pinto, patética figura humana,
filósofo bilateral o multilateral. Con lo cual se demuestra
lo que hemos declarado en páginas anteriores: que el pen-
samiento de Belarmino -y gran parte de la crítica no ha
podido darse cuenta de ello- se articula, de modo mate-
mático, en la estructura también multilateral de la novela
ayalina. Creemos, en fin, que nuestro largo ensayo -no
exhaustivo- ha cumplido el propósito de ofrecer una pu-
ra consideración morfológica de Belarmino y Apolonio.
LAS FICCIONES DE VALBUENA PRAT

A Fernando Lázaro Carreter,


por su magisterio insuperable,
por su clam amistad.

Dos importantes entidades, la Facultad de Filosofía


y Letras de la Universidad de La Laguna y la Casa de Co-
lón de Las Palmas, han deseado organizar casi simultánea-
mente -y por un deber inexcusable- una serie de actos en
memoria de don Ángel Valbuena Prat, el gran historiador
e investigador no hace mucho fallecido. Por su profundi-
dad y calidad, por las dotes que evidenció al estudiar nues-
tro teatro del siglo XVII y nuestra total historia literaria,
Valbuena Prat exige la cordial y crítica atención de cuan-
tos hablamos la lengua española. No sólo se han de leer
y consultar constantemente los volúmenes de su monu-
mental panorama histórico, sino también sus precisos tra-
bajos monográficos y sus prólogos a tales o cuales ediciones
clásicas. La Universidad de La Laguna y las islas Canarias
han de recordarle siempre -como ya han indicado María
Rosa Alonso y Sebastián de la Nuez- por dos básicos
motivos. Ángel Valbuena fue el primer catedrático de Li-
teratura que arribó a nuestro flamante centro universita-
rio. Era el 2 de enero de 1926. Y en seguida Valbuena (no
lo ignoran ustedes) se incorporó a las tareas culturales que ,

en esta región insular se desarrollaban. Innecesariamente


repetiré que la lección inaugural del curso 1926-1927,
pronunciada por el joven recién llegado, verso sobre Algu-
nos aspectos de la moderna poesia canaria. A Valbuena le
interesó, desde el primer instante, cuanto se hacía aquí en
pro de la cultura, isleña y universal al mismo tiempo. Pero,
sin duda -como se ha sugerido-, antes de su llegada a las
islas ya había acumulado esencial información. No dejó
nunca de aumentarla. En 1937 (seis años después de su
traslado a la Península) apareció en Barcelona el tomo 1
de su Historia de la Poesía Canaria; nada fue favorable pa-
ra que esa labor se prosiguiera en nuevos volúmenes. Es
sabido que la edición no se difundió a causa de una nota
que figura a l pie de la página 114. El ejemplar de la Histo-
ria de la Poesía Canaria que yo leí en cierta biblioteca pú-
blica, tenía cortado, por inquisidoras tijeras, ese pie de
página. Yo no pude saber, durante mis años de bachillera-
to, qué decía tal nota, ni cuáles eran los juicios que Val-
buena formulaba sobre Manuel Verdugo al final de la
página 113; tampoco pude entonces enterarme de que
Agustín Espinosa había ofrecido, en La Gaceta Literaria
del 15 de junio de 1931, un Elogio de la burbuja. Al su-
primir la noticia sobre la muerte de Luis Rodríguez Figue-
roa, el tenebroso censor me obligaba también a desconocer
el comentario de Espinosa y ciertos matices del pensa-
miento de Valbuena. La breve anécdota sume a uno en la
melancolía. Y es que tales inquisidores de trabuco y tijeras
están persuadidos de que al cercenar los datos esfuman
demiúrgicamente los hechos de la historia y las obras de
la cultura. En muchos lugares de este planeta hay todavía
censores torvos. Aduciré un ejemplo último. En 1975,
una casa alemana y otra española publicaron conjunta-
mente una edición facsímil de la famosa revista Litoral.
Esa edición consta de 500 ejemplares numerados; el mío
es el 418. En septiembre de 1944, la revista insertó -co-
mo suplemento- un artículo que se titula "Duende espa-
,ñol", donde el poeta Juan Rejano habla de Pablo Picasso.
En la segunda página del artículo, el implacable censor ha
tachado, con oscuro y gordo trazo de filisteo -es decir,
de enemigo de la luz-, unas cuantas palabras del poeta. El
párrafo, en mi ejemplar 418, figura así:
Cuando Francia -"París de Franciay'- llega-
ba al climax de su descomposición moral, Pica-
sso volvía n España. Pintaba Guernica
cumbres de su obra. ¿Es que
también esta vuelta a España era u n simple ac-
cidente, un simple accidente politico? ¿Dónde
quedaba lo francés de Picasso? ¿Dónde París,
el París que algunos quieren hallar detrás de su
gesto de gitano español?

El terrible censor quebranta momentáneamente el


pensamiento y la sintaxis del poeta Juan Rejano. "Pintaba
Guernica ... cumbres de su obra." Yo quisiera restablecer
algún día el texto completo, de la misma manera que, años
después de haber leído en El Museo Canario aquel ejem-
plar de la Historia de la Poesía, de Ángel Valbuena Rat,
pude obtener uno intocado, merced al admirable Antonio
Rumeu de Armas. Ni las tijeras aleves, ni el tenebroso 1á-
piz, ni el doblegado impresor, destruyen los giros y vuelos
del espíritu. Ni sus afirmaciones, ni sus negaciones. Val-
buena prosiguió trabajando. Al publicar Valbuena el libro
de poemas Dios sobre la muerte (1939), alguien celebró
que el autor hubiese retornado a la fe católica, de la que
al parecer se había alejado mucho antes de la guerra
--
civil,
esto es, en su juventud extrema. El reseñador redactó lo
que sigue:
Pero llega la guerra con todos sus horrores
y Valbuena, que al comienzo de su juventud
contemporizó con el intelectualismo izquierdis-
ta, asiste asombrado, con terror, a la transfor-
mución del frente popular en una horda de
asesinos cobardes que siembra la muerte en la
zona no liberada, donde tiene que vivir hasta la
llegada de huestras tropas, y, entonces, eleva su
alma contrita, arrepentida, hacia Dios, al que
contempla como antaño en su supremo poder,
sobre la vida humana y sobre la muerte misma,
y recobra intacta la fe de su niñez, amarrándose
a ella con ataduras de dolor y gozo que el 'tiem-
po ya no romperá..!

1 Joaquín de Entrambasaguas: La determinación del Romanticis-


mo español y otras cosas. Colección de ensayistas españoles, 2.
Editorial ApoIo. Barcelona (1939). Pág. 190.
No reparen ustedes en la galanura, en la tersura de
esta prosa. Lo que deseo subrayar es que estos poemas de
Valbuena están compuestos entre 1914 y 1939, esto es,
a desde la casi niñez hasta la época madura. En buena parte
de ellos se pone de relieve que el autor era un espíritu '
atormentado religiosamente, como don Miguel de Unamu-
no, y que tal vez había obtenido al fin una fe estable, la-
cerante e intensa, sin aquellos vaivenes angustiosos que en
Unamuno se dieron. Estas dudas de Valbuena, estas ten-
siones entre lo católico y lo pagano, lo místico y lo sensual,
se alzaron siempre en su alma exquisita. No sólo lo adver-
timos en la serie de poemas, pero también en dos obras de
juventud, en dos narraciones que -según mis noticias- ,
suele desconocer la generalidad de los lectores coetáneos, j
los lectores de hoy. En torno a esas dos novelas me pro-
pongo discurrir en la presente charla. Pero, antes de aden-
trarme en tal examen, deseo recordar que Valbuena, como
historiador e investigador, fue objeto de un juicio elogioso
por parte de uno de los autores que más hubieron de in-
fluir en Valbuena novelista. Acabo de referirme a Ramón
Pérez de Ayala; éste dice -y compárese la prosa de Ayala
con la del reseñador que he citado hace unos momentos-,
éste dice las siguientes palabras:

Hace años salió de los tórculos barceloneses


una gran historia de la literatura española por
'valbuena Prat. hrande, cuantitativa y cualitati-
vamente, por' sus dimensiones y afluencia de
contenido, tanto por la depuración y elevación
del ángulo visual critico 2.

Hasta aquí Ayala. A mi entender. Ángel Valbuena


Prat -diferenciándose de otros sedicentes historiadores li-
terarios- no se limitó a brindar un cúmulo de noticias por
lo común inanes, sino que supo utilizar y organizar datos
innúmeros para fundamenta* sus opiniones. Y estas opi-
niones aspiraban a la objetividad. Si se leen de nuevo sus
páginas sobre Felipe Trigo, se echará de ver que Valbuena
hubo de anticiparse al intento de revalorización a que ha
sido sometido recientemente aquel novelista olvidado.
Acúdase, por ejemplo, a ciertas notas prologales redactadas
-no hace mucho- por el buido José Bergarnín. La obra
de Trigo nos resulta hoy cándidamente pornográfica.
De- todos
-
modos,
-- -
Valbuena no desdeñó esa obra narrativa.
Y cuando bastantes historiadores y críticos acostum-
braban minusvalorar la producción novelesca de Ra-
món Pérez de Ayala, Valbuena Prat descubrió y puso de
manifiesto las virtudes cardinales del autor de Belarmino
y Apolonio. Pero no voy a insistir en Valbuena como his-
toriador literario, oficio en el que fue excelente. Sus apor-
taciones, en ese campo, siguen manteniendo vigencia,
a pesar de que los actuales métodos de investigación -co-
mo es sabido- difieren de los que él empleó.
La inicial narración de Valbuena se titula Teófilo.

2 Ramón Pérez de Ayala: Lac terceras de ABC. Selección y pró-


logo de José Luis Vázquez-Dodero. Editorial Prensa Española.
Madrid, 1976. Pág. 194.
Esbozo de una vida (1898-1925) y fue publicada en 1926 3.
Todos los lectores podrán advertir que esta novela prime-
riza exhibe una curiosa singularidad. Repárese de nuevo
en la fecha de publicación: 1926. En esa época había algún
postgaldosiano, predominaban aún los novelistas llamados
galantes, la vanguardia literaria tendía a la deshumaniza-
ción de la novela. En tal año aparece un libro de narracio-
nes que produjo sorpresa y pasmo, por el tratamiento de
los temas y por la estudiada cohetería metafórica. Aludo
a El profesor inútil, de Benjamín Jarnés. Por otro lado, ya
se insinuaban las tendencias opuestas de la narración rea-
lista o social. Pío Baroja estaba aún en auge. Para los pro-
blemas, para las íntimas tensiones de linaje religioso que
alentaban en Valbuena Prat, acaso el modelo inmediato
de éste pudo ser don- Miguel de Unamuno. Pero los separa
- .

la calidad de espíritu. Por otra parte, la novela de Valbue-


na eslá mejor construida -en estricto sentido técnico-
que la unamuniana; mas los distingue (repito) la espiritual
calidad. Para mi gusto, el novelista entonces joven no ex-
presa con honda angustia el esencial problema religioso, la
oposición místico/sensual que se encarna en el desdibuja-
do Teófilo Rodríguez. Pero la novela de Valbuena respon-
de a los módulos o normas del género. Si la examinamos

3 J. Pérez, Impresor. Madrid, 1926. La segunda obra narrativa de


Ángel VaIbuena Prat se intitula 2+4 (Relatos de misticismo y
ensueño). Nuevos novelistas españoles. Imprenta de G. Hernández
y Galo Sáee. Madrid, 1927. (Conviene agregar que el volumen no
contiene. sólo esa novela, sino -además- otras interesantes pági-
nas creativas de Valbuena. En la parte final del presente estudio
no hablaré de estas últimas; me limitaré al examen de 2t4.)
con atención, podremos notar que ciertos rasgos de otros
noveladores se traslucen, perfectamente asimilados, en las
dos obras narrativas de Valbuena Prat. Tales rasgos funcio-
nan con pertinencia. Por añadidura, Valbuena, que perte-
nece a la generación de 1927, no se identifica con la gene-
ración del 98. Para ésta, salvo el caso de Unamuno, el tema
de la fe íntima no es tema primordial. En los personajes
novelescos de Valbuena, lo religioso -en contraste con el
sensualismo- constituye un permanente torcedor. La dé-
bil fe de Teófilo parece afirmarse en algunas ocasiones, se
esfuma en otras; pero Teófilo no desconoce cuáles son las
vías -católicas- por las que se ha de encaminar y elevar
su alma. Lo que ocurre es que su temperamento no se in-
clina a la comunión interior, sino que se siente atraído por
el aspecto externo del culto, por los encantos de la liturgia,
por los plásticos valores, por lo olfativo, por la música mis-
ma. Antítesis y contrastes, como ha indicado Eugenio G. de
Nora, son frecuentes en toda la obra narrativa de Ángel
Valbuena Prat; y merced a contrastes y antítesis Valbuena
coincide también con Pérez de ala. Aun sabiendo que
ello es inexacto. me atrevo a decir lo que sigue: si Teófilo
hubiese sido un hombre del Mediterráneo, esto es, un sen-
sual, no habría asombrado mucho su alejamiento.de la fe
íntima, austera. Pero Teófilo nace en Ávila, ciudad caste-
llana. En Avila se producen sus atracciones y rechazos.
Nótese que Valbuena da a su protagonista un nombre sim-
bólico : Teófilo , "el amigo de Dios". Pero Teófilo no puede
confirmar esa amistad con la aceptación ciega de la reli-
gión recibida. De ahí sus constantes luchas; de ahí que
necesite el conocimiento del mundo para hallar -finalmen-
te- el equilibrio interior. A lo largo de la novela insiste
Teófilo en que su camarada Aurelio -que no comparte
los religiosos anhelos del mismo Teófilo- es quien lo com-
pleta o complementa. Es el otro; he aquí una resonancia
unamuniana. Aurelio representa al mundo; trata de refor-
mar radicalmente a Teófilo, de transformar su intimidad
y su conducta. No ya en lo religioso; también en la esfera
del amor humano quiere Aurelio influir (e influye) para
mudar los sentimientos del protagonista. He dicho que Teó-
filo es un nombre simbólico, y ello nos lo hace advertir
Valbuena. He dicho que Aurelio es el contrario, la otredad
del principal personaje, y que a la vez completa y equilibra
a éste último. Pues bien: sobre la significación del nombre
de Aurelio, el materialista, el médico, nada dice Valbuena
Prat. Puesto que Teófilo no puede hallar su total equilibrio
ejerciendo sus propias fuerzas interiores, ni merced a su
particular experiencia, pero sí mediante el influjo de Au-
relio, yo me he permitido investigar acerca del significado
del nombre que ostenta el contrapersonaje. Éste -10 reite-
ro- esclarece la penumbra espiritud y vital del protago-
nista. ¿Por qué se llama Aurelio quien actúa de tal modo
en la novela? El Diccionario etimológico de la lengua lati-
na: Historia de las palabras, obra de Ernout y de Meillet,
en el artículo correspondiente a la voz aurora, accede
a proporcionarme el dato que yo buscaba hacía algún
tiempo, con intuición oscura de lingüista menor. Si tal pál-
pito no me ha hecho ver gigantes, el nombre Aurelio está
relacionado con eos, 'aurora'. Es cierto que ese Dicciona-
rio etimológico se conduce con cautela extremada. Tras
unas (para mí) difíciles explicaciones sobre el diptongo
inicial au-, los autores me enseñan lo siguiente: Une trace'
de la. forme n o n élargie apparait peut etre dans le n o m pro-
pre Aurelia (gens) e x Sabinis oriunda a Sole dicta4. Por lo
que temerariamente adivino que Aurelio, en la obra de
Valbuena, viene a ser la luz matinal, la claridad niña que
va borrando la calígine reinante en el alma de Teófilo.

4 a u r ó r a, - a e f.: aurore. Les ancients dérivent le mot de


ab aurc cf. Varr. L.L. 7,83 aurora dicitur ante solis ortum, ab eo
quod solis tum aureo aer aurescit. Ancien, poétique: 1'Aurore est
souvent personnifié et déifiée.- Les représentans romans sont sans
doute de la 1. savante; M.L. 799.
Dérivés: aurEr5, (Varr.); auErFsc5 (Ruf., Ps. Arn.).
Nom indo-européen, thkme en ++ -es-, de genre animé
(féminin), a valeur religiese, conservé en indo-iranien: skr. usah
(gén. sg. usásah). et avec diphtongue initiale * au-, en gr.. éol.
, &<(de * hü6s). En latin, ce thkme apparait
a h g , hom. q v ~ b att.
élargi par * -a, d'oú aurora, comme Flora surfl¿%, cf. W . Schulze,
Berlin. Sitzb. 1916, 1329 (on n'a pas le moyen de décider si I'au-
initial repose sur Tu ou sur au-). Une trace de la forme no élargie
apparait peut-etre dans le nom propre Aurelia (gens) e x Sabinis
oriunda a Sole dicta, P.F. 22,5, dérivé de * ausel- contamiriation
de * auscs et de * s¿iuel, v. sol? - Le latin n'a rien conservé du dé-
rivé en -r- qu'on a dans véd. usar-bhút "qui s'éveille a l'aurore",
usráh "du matin" - lit. ausra "aurore" (avec le meme type en -Ü
qu'offre lat. aurGra) - gr. " ÜYX-aupóc " qui est pres du matin",
otu"p~ov"demain" (iitt. "le matin": cf. mane) - v.h.a. ostür "au
levant". Ii n'est conservé de formes verbales que dans les dialectes
orientaux, ainsi skr. uccháti "le jour vient, la lumiere vient" et lit.
austa "le kour vient". Dictionnaire étymologique de la langue la-
tine. Histoire des mots. Par A. Ernout et A. hleillet. Troisikme édi-
tion, revue, corrigée et augmentée d'un index. - Paris. Librairie
C. Klincksieck. 1951.
Pero desde el punto de vista de un lector exigente, la
victoria de Aurelio no es estimable; porque lo que ocurre
es que Teófilo sólo halla un equilibrio material, y éste no
engendra frutos del espíritu. La novela abarca desde 1898,
año del nacimiento de Teófilo, hasta 1925, fecha en que,
por obra primordial de Aurelio, llega el protagonista al clí-
max de una falsa serenidad. Es decir, que los dos guaris-
mos limitan la historia de una evolución interior. El tiem-
po, en la novela, se desarrolla linealmente; no hay tiempos
yuxtapuestos, tiempos imbricados, acciones simultáneas,
retrocesos en la acción, juegos de la memoria. Lo que sí
convendría estudiar, en otro trabajo, es cómo se ofrece el
tempo en la inicial novela de Valbuena 5 . Anotaré un he-
cho curioso: y es que el autor data los diversos pasos : 1898,
1912, 1919, 1923, 1925, sin referirse jamás a fundamen-
tales sucesos. Como sólo le interesa la evolución íntima
de Teófilo, el novelista no alude al desastre colonial, ni a la
guerra que duró de 1914 a 1918, ni a las Juntas Militares
l
de 1917, ni a la dictadura de Primo de Rivera, etc. La na-
nación se constriñe, pues, a exponer un desenvolvimiento
de índole espiritual. Con técnica cuidada, sí, pero sin la
quemante pasión unamuniana.
Juzgando las ficciones de Ángel Valbuena Prat, Euge-
nio G. de Nora afirma: "El lenguaje de Valbuena Prat es
- -

5 "El tempo es una noción musical; se refiere a la mayor o menor


cantidad de 'tiempo' narrado en el tiempo real en que se produce la
narración". Vease Emilio Alarcos Llorach: Ensayos y estudios li-
terarios. Ediciones Júcar. Madrid, 1976. Pág. 102.
_/--
en estos libros, pese al carácter ensayístico que imponen
los temas abordados, de una expresividad y concentración
notables" 6 . A mi entender, la opinión de Nora es exacta.
Pero ignoro por qué emplea Nora la locución concesiva
66
pese a". Obsérvese que este combate entre lo místico y lo
sensual, entre lo ascético y el hedonismo, no constituye,
de suyo, un tema propio del género ensayo; un cabal no-
velista puede perfectamente encarnar el conflicto en au-
ténticos personajes, no siempre simbólicos. No otra cosa
hizo Galdós al componer Ángel Guerra. Para Nora, las no-
velas de Valbuena son líricas e intelectuales. Para Nora,
en Teófilo no hay sino un personaje único. Ambas adver-
tencias se me figuran exactas. Como antes he anotado,
Aurelio es, simplemente, un alter ego del protagonista. Con
todo, en las ficciones de Valbuena hay un adecuado ímpe-
tu novelesco, y a él contribuyen la sobriedad y agilidad
del lenguaje, el preciso ajuste de los episodios, la materia
tratáda en tempos diversos, el uso de las evidentes antíte-
sis, la economía sustancial de los diálogos, los matices sen-
timentales, o bien -como en Galdós- el empleo de los
sueños (en vez del monólogo interior) para revelar lo que
sucede en la conciencia de los personajes , O todavía

6 Eugenio G. de Nqra: La novela española contemporánea


(1927 - 1939). 11. Segunda edición corregida. Editorial Gredos.
Madrid, 1968. Pág. 241.
7 Véase Joseph Schraibman: Dreams in the novel of Galdós.
Hispanic Institute in The United States. New York, 1960. (Este
autor estudia las diversas funciones que los sueños cumplen en la
obra galdosiana)
-y no quiero agotar la enumeración- el dosificado papel
de la música para expresar ciertos trances psicológicos.
Por otro lado, en ambas novelas hay pasajes que se desta-
can merced al procedimiento caricaturesco; en las dos fic-
ciones de Valbuena existe 'un predominio de la ironía.
Teófilo, como otros protagonistas de narraciones preceden-
tes, viene a ser un abúlico, mas el fermento religioso, de
raíz estética, le distingue de aquellos colegas. Pero no se
compare a Teófilo con algunos personajes novelescos de
la generación del 98. A ésta la ve el primer Valbuena -el
Valbuena narrador- a través de un curioso humor contras-
tante, como en seguida mostraremos.
La novela comienza de este modo: "Teófilo Rodrí-
guez nació en Ávila, la ciudad ascética de piedra, el año
1898, año de la generación de los ensayistas y de la acuña-
ción de los duros sevillanos. Por eso no es de extrañar que
el pesimismo y la falsedad acompañaran a nuestro héroe."
Es decir: antes de exponer la evolución espiritual de Teó-
filo, ya el novelista declara cuáles son los rasgos esenciales
de aquél. Véase la ironía: 1898, pesimismo, duros sevilla-
nos. Valbuena ofrece una visión superficial del combate
íntimo que sostiene Teófilo. Y ya se puede observar, en
virtud de ese juicio anticipado en las primeras líneas de la
novela, en virtud de ese pre-juicio, que el narrador no se
identifica con las vicisitudes anímicas del personaje. Por
añadidura, Teófilo es más un espectador que un verdade-
ro agonista; y como tal espectador, no quiere o no puede
fundirse con lo que acontece en la escena. Si asiste a un bai-
le, cuando ya vive en Madrid, "asiste más como ironista que
como virtuoso", según declara el narrador en la página 37.
La falsedad o la liviandad de Teófilo (en cuanto a la pasión
religiosa o el amor-pasión) se va revelando paulatinamente
a lo largo de la novela; el expresivo sintagma "duro sevilla-
no" figura más de una vez en tal o cual capítulo. Si, por
ejemplo. en algún pasaje se habla de la identificación de
Teófilo con la naturaleza (y estos dos términos -naturale-
zafTeófilo- son uno de los temas-motivo de la obra), tal
comunión podrá hacerle-variar hasta cierto punto, y nun-
ca de mado definitivo. He insistido en que el protagonista
es un temperamento sensual; lo táctil, lo olfativo, lo plás-
tico, los sones, le dominan y gobiernan, e incluso le hacen
olvidarse de su propio ser. Véase el pasaje que se halla en
la página 38:
Se dirigió al Prado. Olor a acacias; sensación
táctil d e misteriosos perfumes y vagas sedas e n
el ambzente. La primavera le acariciaba. E n ese
m o m e n t o el pesimismo del h o m b r e del 98 ha-
bía desaparecido. Sentía el placer d e vivir. Se
quitaba la máscara del hombre adusto -y c o n
ella su falsedad d e duro sevillano-. ¿Era él, e n
ese m o m e n t o , el m i s m o Aurelio? Aurelio n o le
acompañaba. ¿Realmente existiría su amigo
o sería e n realidad u n a d e las facetas de su per-
sona, la más íntima, la q u e él quería ahogar
y esconder? ¿Sería Aurelio su alma desnuda,
y Teófilo el vestido? Pensaba el "amigo d e Dios"
estas cosas sin inquietud, mansamente, c o n la
sonrisa -griega- d e una fina, comprensora
y compasiva actitud irónica.
He citado este fragmento para que sea factible confir-
mar algunos de los juicios que hube de formular en otros
lugares de este trabajo. Repárese en la cualidad sensual,
que el narrador expresa o declara mediante el uso de ade-
cuadas sinestesias; repárese en que el súbito brote de sen-
sualismo le arrebata (momentáneamente) el pesimismo
propio de 1898 y le quita la máscara de adustez y falsedad.
Pero no se trata, en verdad, de máscara sobrepuesta, por-
que falsedad y adustez son cualidades constitutivas de Teó-
filo. Por otro lado, nótese cómo, al sentirse vivir en plena
primavera, al gozar de olores, y de tactos, de perfumes
y sedas, Teófilo vuelve a acordarse de Aurelio, a quien
considera no ya el otro, sino su misma intimidad desnuda.
No obstante, ese pensamiento no abruma angustiosamente
el alma de Teófilo; antes al contrario, recibe con manse-
dumbre tales ideas, y su sonrisa es irónica, compasiva.
¿Compadeciéndose de sí mismo? En modo alguno. Aquí,
como en toda la novela, Teófilo es un frío, un impasible
espectador. No le calma -con encendida fe- el descubri-
miento de lo divino, de la naturaleza, o de su oculto yo,
sino que se transfiere irónicamente a otro espíritu, el de
Aurelio. Además, esa constante ironía de Teófilo es de or-
den inferior; indica sobre todo una esquivez, una actitud
casi imparcial; mientras que la ironía de orden superior
implica doloroso distanciamiento voluntario. Pues el iró-
nico de mayor jerarquía -aparentemente apartado de to-
do- compadece con el mundo y advierte la enorme fisura
que existe entre lo que realmente son las cosas y lo que él
quisiera que fuesen. A este linaje supremo corresponden
la ironía de un Cervantes e, incluso, la de un Enrique Hei-
ne. Teófilo es -lo vemos en sus relaciones amorosas con
Marcela- no ya un solemne egoísta, sino singularmente
un egotista. Es interesante subrayar que el narrador, tan
aficionado a ofrecer retratos físicos de estos y aquellos
personajes, no nos dé una pintura cabal del mismo Teófi-
lo. Ello no le es necesario. La de Valbuena es una novela
I psicológica, de desarrollo lineal, y la sobriedad técnica es
suma, apurada. Para exponer la evolución anímica del sim-
bólico personaje, no es menester trazar los rasgos externos
que le configuran. Un tratadista ha dictaminado: "En la
novela tradicional, cuyo representante por excelencia es
la novela balzaquiana, el retrato constituye un elemento
importante para la caracterización de un personaje: en
uno de los capítulos iniciales, el novelista fija su retrato
físico. psicológico y moral, ofreciendo así al lector un ser
bien definido, con quien se familiariza y al que recuerda
fácilmente"' . Considero que esa técnica obedece, entre
otras razones, a que en esa novela tradicional suele haber
una pululación de personajes, y el novelista se ve forzado
a distinguir con claridad a cada uno de ellos, no ya por
motivos puramente artísticos, sino además para que el lec-
tor conserve en la memoria a cada ficticio ser. Ahora bien:
en la novela de Valbuena no hay sino un solo personaje
esencial: Teófilo Rod~íguez.No se corre, por tanto, el -es-
go del olvido; y para mostrar la evolución espiritual de
Teófilo, no es indispensable la semblanza física. Pero,

8 Vítor Manuel de Aguar e Silva: Teoría de la Literatura. Ver-


sión. española de V. García Yebra. Editorial Gredos. Madrid, 1972.
Pág. 211.
cuando se trata de alguien secundario, el narrador levanta
un dibujo caricaturesco. Asi, en la página 17, nos comuni-
ca:
Y en efecto, en una sala adobada al estilo de
la magna Restauración hispana, un obispo gor-
dinflón -morado, joyas. grasa- había entrega-
do un diploma con miniaturas a Teófilo, entre
el estruendo de los aplausos de la buena sacie-
dad avilesa.
Este fue un procedimiento usado por Eqa de Queiroz,
por Valle Inclán o por Ramón Pérez de Ayala. Quiero aña-
dir que esos personajes caricaturizados por Valbuena no
suelen pertenecer a la esfera de los personajes meramente
decorativos, quienes -se@n otros tratadistas- no "apor-
tan nada a la acción ni poseen significado particular algu-
no " 9 . . Con candor, tales tratadistas insisten en que "en
novelas como las de Zola, Flaubert o Balzac" esos efíme-
ros personajes "añaden una nota de color local, o, con gran
frecuencia, hacen bulto cuando el novelista presenta una
escena de grupo". Al expresarse de dicho modo, estos teó-
ricos parecen sostener que en la novela el personaje no
tiene más que una misión fundamental: la de contribuir al
desarrollo mismo de la acción; imaginan que la acción es
consustancial con el personaje; en caso contrario, estamos

9 R. Boumeff - R. Ouellet: La novela. Traducción castellana y


notas complementarias de E. S&. Col. Letras e Ideas. Edit. Ariel.
N Esplugues de Llobregat, Barcelona, 1975. Pág. 181.
ante una figura casi superf1ua;pero lo cierto consiste en que
la nota local o el individuo que hace bulto forman parte
indisoluble del conjunto novelesco, si -claro está- la obra
se halla bien construida. He aquí el pasaje de Madame Bo-
vary que los citados teóricos proporcionan como ejemplo
de decorativa escena. En el pasaje se pinta la llegada de
unos invitados a una boda, "recién rapados e incómodos en
su vestido de las fiestas", según resumen los tratadistas.
Estas son las palabras de Flaubert:
;Y las camisas abombadas sobre el pecho co-
m o corazas! Todos estaban recién trasquilados,
bien afeitados, las orejas separadas d e lás cabe-
zas. Y aun algunos q u e se habían levantado un-
tes del alba y n o veían claro para afeitarse tenian
rasguños e n diagonal debajo d e la nariz o, a lo
largo d e las mandíbulas, rasponazos d e la piel
c o m o escudos de tres francos, hinchados por el
aire del camino, l o q u e jaspeaba u n poco d e pla-
cas rosadas todas aquellas caras gruesas, blancas,
'satisfechas.
Se sabrá que este bellísimo pasaje flaubertiano no su-
ministra una vacua nota de color local, sino que se adecua
funcionalmente al conjunto novelesco. Pero lo más curio-
so es lo que afirman -al pie de página- los señores Bour-
neff y Ouellet; a fuer de teóricos literarios (esa especie hoy
tan abundante), advierten:
Esta descripción tan variopinta e n nada &o-
rresponde a la "realidad". ¿De d ó n d e les vienen
a esos campesinos, curtidos p o r el viento y el sol
a lo largo d e t o d a la jornada, los tintes pálidos
que les atribuye Flaubert?
Acaso yo no sepa leer -todo es posible- o bien los
teóricos literarios Bourneff y Ouellet han interpretado mal
el pasaje de Madame Bovary. De la lectura no se infiere
que los campesinos ostentaran tintes pálidos en sus rostros:
sí se ha dicho. poco antes, que a causa de haberse afeitado
casi en la oscuridad se habían producido rasguños, raspo-
nazos "como escudos de tres francos", y tales leves heridas
no pudieron sino dejar en sus caras unas placas rosáceas.
Que los rostros fueran blancos o morenos no se opone
a que estuviesen curtidos. Augusto Díaz Carvajal, en su
versión española de la novela, dice así.
Algunos, q u e se levan'taron antes del amane-
cer, al afeitarse, debido a la escasa luz, hiciéron-
se cortaduras diagonales bajo la nariz, o bien e n
las mejillas desolladuras c o m o escudos d e tres
francos, desolladuras q u e se inflamaron c o n el
aire del camino y q u e salpicaban d e placas ro-
jizas aquellos radiantes rostros, blancos y m o -
fletudos 'O.
Pero abandono esta divagación y vuelvo con docilidad
al examen de las ficciones de Ángel Valbuena. Presenta
Valbuena con objetividad casi frecuente, con desasimiento
bastante visible, el caso espiritual de Teófilo. Sin embargo,

10 Gustave Flaubert: Madame Bovary Trad. de A. Díaz Carvajal.


Biblioteca Contemporánea. Edit. Losada. Segunda edición. Buenos
Aires, 1958. Pág. 28.
ciertos rasgos, ciertos matices esporádicamente aparecidos
en la novela, nos hacen pensar que la actitud del narrador
no es del todo impasible, como de demiurgo. Por ejemplo,
ya en el primer capítulo se dice de Teófilo que es pesimis-
ta y falso, y poco después se añade esta expresión: "nues-
tro héroe". Es evidente que la ironía no se da sólo en el
protagonista, el "amigo de Dios"; también se echa de ver en
el propio autor de la novela. Imposible me sería el aducir
pasajes varios como mostración inconcusa. Ya se ha visto
que Valbuena se burla moderadamente de la generación del
98; ahora citaré un par de fragmentos en los cuales el autor
se mofa de las maneras y los amaneramientos del Modernis-
mo: no de los modos magistrales de Rubén Darío, pero sí
de los que emplearon los epígonos. En la página 120 -ca-
pítulo XIX- se cuentan los transportes amorosos de Mar-
cela y de Teófilo, y allí hallamos estas frases:
Brillaron las estrellas, y la luna llena, redonda
c o m o u n pandero, se vio obligada a salir. Sin
ella, la escena hubiera sido incompleta.
Y en la 121 -todavía capítulo XIX-:
Y la luna, guiñando el ojo derecho, c o n su
aspecto d e filósofo bonachón que conoce d e so-
bra el corazón humano, y a la vez d e abate q u e
se frota las manos d e gusto al ver una.amorosa
pareja c'uyas expansiones le están vedadas, son-
reía y parecía decir: jQué felices son los mor-
"

tales!"
Quiero subrayar de nuevo que aunque Valbuena no
adopta en Teófilo los módulos narrativos de la vanguardia
entonces vigente, tampoco sigue con fidelidad los módu-
los de la generación anterior; pero asimila algunos proce-
dimientos y técnicas galdosianos en esa su iniciál novela.
No obstante, se halla tan lejos de Galdós como de Baroja.
Sí hay -en sus dos ficciones- ciertas similitudes con Ra-
món Pérez de Ayala. Eugenio G. de Nora ha podido ob-
servar :

Finalmente, una breve, poco más que alusiva


pigmentación de costumbrismo pintoresquista
provinciano -en las figuras femeninas de Teófi-
lo, en los perfiles eclesiásticos y bohemios de
2 t 4, y en la 'Ysociación de los poliédricos"
que integran dichos personajes, a imagen de las
peñas literarias locales-, colorea de realidad,
y sitúa cronológica y espacialmente en un clima
postnoventayochista e hispánico, paralelo a los
fondos novelescos de Ayala, estas difusas enso-
ñaciones de un intelecto preocupado".
Por mi parte, considero que 1as.ensoñaciones de los
personajes de Valbuena no poseen la calidad ideológica
que muestran los soñadores personajes ayalinos. Hay una
enorme distancia entre las divagaciones del egoísta Teófi-
lo y los verdaderos ensayos que nacen del magín.de Alber-
to Díaz de Guzmán, por ejemplo. Es tal la diferencia, que
Ayala pudo formar y publicar un libro de ensayos, El libro
de Ruth, con los diálogos y disertaciones que mantuvieron

11 Nora: Op. cit.


algunos personajes de sus anteriores novelas. El lenguaje
de Ayala es mucho más rico, armónico y elaborado. Pero
Valbuena se aproxima a Pérez de Ayala por la unión de lo
lírico y de lo intelectual, por el uso de nombres simbóli-
cos, por el empleo de la ironía y de la caricatura. Esta ú1-
tima similitud puede descubrirse en muchos lugares de las
ficciones de Valbuena. Voy a elegir una escena de prostí-
bulo, escena que recuerda algunas de las descritas en Tinie-
blas en las cumbres, narración lupanaria. Ese fragmento de
Teófilo corresponde al capítulo 11: en donde se narra có-
mo el protagonista se inicia en los misterios y en las clari-
dades del amor carnal. Las páginas uw la 65 y la 66:
Charo estaba deslumbrante de sedas y de jo-
yas. Abrazó melosamente a Teófilo. Éste, en
medio de aquel extraño ambiente -preparado
a fuerza de billetes de banco, pero idealizado en
aquel instante por su alma de poeta- creía so-
ñar. Aurelio. en voz baja, insistió en sus consejos
medicales. pero Teófilo le increpó indignado.
La abadesa, ninfas, amigos y el propio Aurelio,
fueron retirándose entre risas: cantos litúrgicos
y felicitaciones.
Teófilo y Charo quedaron solos. Él habló de
la Primavera, de Pan y de Rubens y moduló ar-
monías wagnerianas. La besó como se aspira el
olor de la rosa. Charo no entendía nada de aque-
llo, y como todas las compañeras, en su sensibi-
lidad de hetaira, consideró a Teófilo y los suyos
como locos o poetas demasiado originales y ex-
travagantes. Al fin -ambiente de misterio y de
1
recogimiento- la fuerza suprema del cosmos se
impuso. Y Teófilo conoció varias veces a Charo.
Como Alberto Díaz de Guzmán, Teófilo es un esteta
y se siente atraído por la música, la pintura y la poesía.
Como Alberto Díaz de Guzmán desdeña a Fina -en La
pata de la raposa-, Teófilo termina por rechazar a la espi-
ritual Marcela.
La segunda narración de Valbuena Prat, titulada
2 + 4, apareció en 1927. As1 en Teófilo como en 2 + 4 se
expone el mismo tema esencial: la oposición o comple-
mento de sensualidad y misticismo. Pero la técnica es di-
versa en una y otra obra. Si en la publicada en 1926 la
narración transcurre sin mayores sobresaltos, con manse-
dumbre predominante, a pesar de la lucha que sostiene el
protagonista, y a pesar del uso frecuente de la ironía y del
humorismo. en 2 + 4 se acentúa lo caricaturesco y figuran
ya algunos procedimientos de la vanguardia. Es verdad que
aquí hay también uno como subyacente influjo de Pérez
de Ayala, pero el relato participa del cuento drolático
y -de atenuado modo- revela la estética deformación del
esperpento. Junto al realismo que se da en esta obra segun-
da, hay una manifestación de la fantasía, la cual tiene por
objeto introducir en la corrosiva y jocunda novela las se-
ducciones de lo enigmático. Si Teófilo halia al final el equi-
librio -un equilibrio deficiente, a mi entender-, ocurre
que los principales personajes de 2 + 4, el sacerdote Do-
minico y Alvaro el artista, desaparecen de misteriosa ma-
nera: se esfuman como trasgos o como brujos. Y si en
Teóflo había un solo personaje, en 2 + 4 no hay seis au-
ténticos; cuatro son meros comparsas, aunque alguno que
otro desencadene el destino de los dos primordiales. Do-
minico y Alvaro vienen también a ser dos hombres que se
oponen y complementan. Pese a sus respectivas luchas
y fracasos, así Alvaro como Dominico son fieles a sus fi-
guraciones ideales. El del cura -místico a su modo- es
únicamente Dios; el del artista, un arquetipo de mujer,
que' puede encarnarse o incorporarse -de fugaz forma-
en la llamada Estrella. Estos dos personajes antitéticos,
por serlo, por tener una ideal aspiración común, llegan
a completarse y establecen singulares lazos de amistad uni-
mismada. En 2 t 4 Valbuena dibuja en dos protagonistas
la antítesis que dividía el alma del único Teófilo. Al escin-
.dir el drama, al poner lo místico en un sujeto y lo sensual
idealizado en otro, Valbuena usa una técnica expresionista.
Ambos personajes se manifiestan con relieve, sin difumi-
nados matices. En realidad, no 2 t 4, sino 112 t 112, esto
es, la unidad buscada. En ocasiones, esta segunda obra de
Valbuena adquiere un ritmo, un aire humorístico e iróni-
co, tal como los hallamos en las novelas de Jean Giraudoux
o de Benjamín Jarnés. Al estilo de este último recuerdan
el Prólogo y la ~ ~ o t e o s-uno
i s y otra impresos en cursi-
va-, el uso burlesco de la mitología y ciertos diálogos
fantásticos. En la segunda novela se marca la distancia del
autor con respecto a la ficción misma: actúa como un tru-
chimán, como un Maese Pedro. Véase, si no: .
Tenemos ante nosotros seis pers.onajes. Al
parecer, seis hombres; acaso seis sombras. Dos
llevan hábitos de sacerdotes; otro no lo lleva,
pero si un largo y negro gabán con dejos de aba-
t e antiguo. Total: tres figuras negras. Otro lleva
u n traje gris; acaso también sea gris su carácter.
El o t r o es alto, oscilante, y lleva Úna corbata
roja y traje marrón; es u n estampido d e fulgo-
res. El ú l t i m o es una apoteosis d e policromía
e n la corbata verde y amarilla, e n el chaleco d e
fantasía azul pálido, el dorado d e su pelo y el
vibrante azul marino del gabán. Pero estos seis
-2 m u ñ e c o s acaso?- tienen otras características.
Obsérvese que Valbuena insiste en la descripción de
lo externo; en estas primeras líneas no alude a lo íntimo
de los personajes; obsérvese que tal externidad se subraya
mediante el reiterado empleo del verbo llevar. Valbuena
insiste en los colores, como insistirá luego en los olores
y en los sonidos. Valbuena no está seguro de haber inven-
tado personajes novelescos, y repite el adverbio de duda
acaso. Pero su interés se fija en Alvaro y en Dominico; por
tal razón nos dice en la página 9:
T o m e m o s a Dominico y Alvaro e n su recogida
vida espiritual, reflejándose sobre las minucias
de la circunstancia. Dejemos a los otros cuatro,
p o r ahora, c o m o comparsas d e la sociedad. N o
es q u e ellos carezcan d e problemas í n t i m o s d e
vida espiritual. Ésta se halla más o m e n o s e n to-
d o s los hombres.
Es posible que los comparsas p o d a 6 intimidad, pero
en esta narración casi drolática y casi esperpéntica ese
don esencial no se trasluce. El autor, obrando de drago-
mán o de Maese Pedro, hace notar un lugar común, si bien
matiza finamente. En la página 8 nos había comunicado
que en todo hombre se dan un aspecto externo, anecdó-
tico. y el de la vida interior, "trágico, de espíritu, que
busca el espacio sin límites". Advertí, al tratar de Teófilo,
que el narrador prefigura a su hérbe en las primeras líneas
de la obra; dice allí que el personaje es pesimista y falso,
cuando lo justo hubiera sido que el propio Teófilo se fue-
ra conformando como tal hombre defectuoso a través de
la novela misma. No acontece esto en 2 + 4: la alusión
a la búsqueda del espacio sin límites constituye una rela-
ción interna, porque, en efecto, esa libertad es la que per-
siguen Dominico y Alvaro, quienes han de desaparecer
misteriosamente, tal vez en la noche infinita. Este prólogo
interesa, además, porque el truchimán al exponer ciertos
conceptos literarios define realmente lo que es su novela.
En ella hay humorismo, ironía, comedia y tragedia. En la
citada página 8 el autor puntualiza:
Cuando la vida íntima choca con la anecdóti-
ca, y triunfa ésta con queja y dolor de la prime-
ra, nos hallamos ante el humorismo. Cuando es
la vida de relación un velo consciente en que
ocultamos como en una gasa el relicario del es-
píritu; y sabemos que nosotros leemos en él
y nos reímos de los que sólo ven el velo, posee-
mos Ea ironía. Cuando triunfa lo íntimo matan-
do lo anecdótico, Ea vida es tragedia. Cuando lo
externo atrofia a lo interior, es comedia. Cuando
hay un perfecto equilibrio entre los dos, una
cEásica y fina comedia de salón, una delicada
farsa, en que levantan el telón Dios con una ma-
no y el diablo con otra 12.
Esos conceptos se encarnan en los personajes de la
novela. El místico Dominico es víctima de la persecución;
Alvaro, el sensual idealista, del fraude y del desencanto.
Con todo, hay que confesar paladinamente que no
fue Valbuena un novelista de primer orden. Es menester
considerar estas dos ficciones suyas como muy estimables
ejercicios de un investigador e historiador literario, a quien
mucho deben las letras españolas y, singularmente, las
letras canarias. Pero hay que destacar también su lírica
sensibilidad y su aceptable dominio de la prosa novelesca.
Esto último es lo que he deseado mostrar -si bien de mo-
do somero- al ofrecerles el presente ensayo13.

12 Sobre los conceptos de "tragedia", "farsa", "drama poético"


y "comedia infantil" consdtese e1 excelente ensayo " V d e Inclán,
dramaturgo", que Pérez de Ayala ha recogido en Las máscaras, ter-
cera edición en Colecc. Austral, Buenos Aires, 1948. Págs. 138 y SS.

13 No he podido tratar ahora otros aspectos de la obra narrativa


de Vaibuena Me habría gustado ampliar los ejemplos que acredi-
tan el influjo de P. de Ayala (y aun de Clarín) sobre Teófilo y sobre
2t8; también me hubiera seducido explicar la configuración de
entrambas novelas. En mis notas preparatorias yacen, esbozadas,
todas estas cuestiones.
Para Manuel Alvar,
también maestro en amistad.
N,OTAPRELIMINAR

L A S páginas que siguen fueron compuestas, hace unos


meses, para presentar una exposición de libros, rnanuscri-
tos, recortes y fotografías del poeta Saulo Torón. ~k ha-
llaba en Madrid cuando Alfonso Armas Ayala hubo de
telefonearme para que interviniera y o en el p o y e c d d o
acto. No me era posible entonces consagrar al poeta un
estudio extenso y detenido, que rectificase o confirmase
los dos artículos publicados por m í en los anhelosos y di-
fíciles tiempos de la adolescencia. Tampoco habría sido
cortés ocupar largamente la atención de quienes se apres-
taban a visitar una emotiva muestra de recuerdos, celebra-
da en la Casa de Colón al cumplirse el cuarto aniversario
de la muerte del gran lírico insular. De ahí que, en. vez de
un ajustado análisis, me permitiera ofrecer una evocación
sucinta. ~ u i s epues,
, trazar ante el auditorio la figura hu-
mana de Saulo, según mi.persona1 y limitada experiencia.
Quizá notasen los que tuvieron la amabilidad de oír-
me, y notarán los lectores de las siguientes páginas, que
hay en éstas un melancólico leit-motiv: a pesar de mi
amistad remota, y de mis tempranos artículos acerca de
la obra toroniana, y de haber cuidado la edición de las
Poesías completas, jamás Saulo hubo de dedicarme uno
de sus libros. Ello -me decía y o siempre- se debió, sin
duda, a la enorme humildad, no al desdén, delpoetay tam-
bién a mi propia timidez orgullosa. Pero he aquí que,
pocos días después de haber sido pronunciada mi breve
disertación evocadora, recibo una carta de María Isabel, la
gentil hija de Saulo. No minúsculas fueron mi sorpresa
y mi emoción. Examinando los papeles de su padre María
Isabel había descubierto dos borradores de dedicatoria,
y en ambos el poeta aludía a dos circunstancias referidas
en mi trabajo. Se me consentirá transcribir literalmente el
segundo y más nítido borrador, que representa -según
creo- la versión definitiva: A Ventura Doreste Velázquez,
agradeciéndole su valiosa cooperación en la edición de este
libro, admirándole por su labor literaria y queriéndole por
su bondad y méritos propios, y por ser hijo de unos padres
que me dieron su amistad y afecto casi desde que eran ni-
ños. Lamento sobremanera -y como nunca- que Saulo
no me hubiera enviado, con tan generosa dedicatoria, un
ejemplar de sus Poesías, el cual habría figurado en lugar
relevante de mi biblioteca. Al leery releer el bello autógra-
fo, se me agolpan turbadoramente los vívidos recuerdos.
Si en esta nota he copiado tales líneas, no ha sido a causa
de mi vanidad, sino para paliar -cono es de absoluto ri-
gor- lo que se afirma en mi conferencia. Subsiste el hecho
de que yo no poseo ningún libro de Saulo con su autógra-
fo; mas el poeta tuvo la intención de enviarme las Poesías
con su firma. ¿Cuál fue el motivo de que el ejemplar no
llegase a mis manos? "Misterio", dice María Isabel en su
amable carta. Por otro lado, esas líneas justifican docu-
mentalmente lo que sobre la viejísima amistad de mis pa-
dres con Saulo se declara en mi corto trabajo.
Finalmente, deseo confesar que existe en mi evoca-
. ción cierto voluntario anacronismo. Confío en que, por
puras razones estéticas, los lectores sabrán perdonármelo.
Ello es que, al rememorar los viajes de Alonso Quesada
y de Araus, hablo del "traqueteante y humoso tranvía",
cuando (según mis informes) hacia 191 9 ó 1916 no era
ya tal vehículo de vapor, sino limpiamente eléctrico;pero
sí había enojoso barro en las épocas de lluvia, y altas pol-
varedas en el estío luminoso. Aquellos dos epítetos pre-
tenden subrayar la dificultad del cotidiano traslado, en
contraste con la brillantez de las gustosas conversaciones
que sostenían Araus y Alonso Quesada.

Addenda.- Dos de los puntos que se tratan en esta evocación requie-


ren respectivas indicaciones bibliográficas. Sobre la fecha en que
comenzó a funcionar el tranvía eléctrico (1910) véase: José Miguel
Alzola, L a rueda en Gran Canaria, Ed. El Museo Canario, Las Pal-
mas, 1968; p. 156 y SS. Sobre las relaciones entre Villaespesa y Juan
Ramón Jiménez, véase, de este último: La corn'ente infinita, Ed.
'Aguilar? Madrid, 1961; p. 63 y ss.
NOS hemos juntado aquí, esta tarde de febrero, para
recordar a Saulo Torón, de cuya muerte acaban de cum-
plirse cuatro años, durante los cuales la historia española
parece haber iniciado un nuevo giro que quizá hubiera sa-
tisfecho muy parcialmente al poeta desaparecido. Estamos
aquí para evocar al hombre liberal o generoso y al sutil
lírico intimista, cantor de lo cotidiano y de los sentimien-
tos fundamentales, espíritu poético que supo contemplar
y soñar -fundiéndose con ellos- el irisado mar cambiante
de la isla y el oscuro mar de los misterios casi cósmicos.
Por razones de mi particular naturaleza y por el ejercicio
de un largo hábito mental, yo habría preferido estudiar
hoy la poesía de Saulo Torón, poniendo de relieve sus
valores intrínsecos, los que debe inexorablemente a su
época y formación, y también aquellos que -en la actua-
lidad- se nos figuran pasajeros o caducos. Pero no es ésta
la ocasión propicia. Además, la poesía de Saulo ha sido
muy bien estudiada, en los tiempos últimos, por dos espe-
cialistas irreprochables: Joaquín Artiles, cuyo saber estilís-
tic0 exhibe siempre los rasgos rigurosos y asépticos de la
más apurada ciencia, y Sebastián de la Nuez, quien suele
unir en sus trabajos el temblor de las finas intuiciones y el
conocimiento de las más modernas técnicas literarias. Añá-
Base que los recientes avatares de mi vivir -funciones di-
rectivas, charlas o conferencias, lecturas necesariamente
apasionadas, revisión de académicas memorlas, multitud
de apuntes sobre el problema del lengi aje literario- no m
permiten emprender un detenido análisis como la ilustre
obra de Saulo reclama. No sólo habría que acometer, usan-
do métodos exigentes, el examen de la pura obra poética,
de la producción satírica -una y otra ya analizadas de mo-
do admirable por Joaquín Artiles-, sino que sería también
menester adentrarse en las páginas dramáticas de Saulo
Torón e historiar las actividades de éste en relación con
ciertos núcleos de aficionados al teatro. Las poesías satíri-
cas nos descubrieron a un Saulo Torón que, en nombre de
la esencial bondad, se mostraba alerta ante las estupideces,
equivocaciones e injusticias de los prójimos insulares y na-
cionales. El estudio de la obra dramática nos evidenciaría
hasta qué punto Saulo, hombre humilde, hubo de compe-
netrarse con las virtudes, defectos o costumbres de nues-
tro pueblo.

Merced a los artículos y prólogos de los autoresque


he citado no hace mucho, conocemos ya cuáles fueron los
temas predominantes en la poesía de Saulo Torón, y cómo
empleó el poeta la lengua común, alzándola por lo general
hasta el nivel de lo sustancial lírico, sin merma de ciertos
rasgos coloquiales y sin abundancia frecuente de prosaís-
mos y otras deficiencias. Pero, claro está, el estudio de la
poesía de Saulo es inagotable y proporcionará siempre sin-
gular placer a lectores y analistas del porvenir. Buena par-
te de nuestros colegas coetáneos insisten -incurriendo en
repetición casi escolástica- en expresar una verdad eviden- +

te: que sin leiigua no hay poema. De ahí que sea preciso
estudiar ésta al enfrentarse con cada obra poética. Como
si descubriese el Mediterráneo, Josse de Kock afirma, ver-
bigracia, lo que sigue: "El hecho poético es independiente
de los temas tratados, de los sentimientos que en él se ex-
'
presan y que suscita, y más aún de las circunstancias que
lo rodean". Y poco después: "El mensaje poético se dis-
tingue de todos los demás por la forma en que se le mol-
dea". Podemos añadir que esa forma -leve, conversacional
en ocasiones, y en otras delicada y sugerente como una
música cuasi inefable- es lo que primordialmente en Saulo
Torón nos interesa. Con todo, al igual que Machado, Sau-
lo debió sostener que "el elemento poético no era la pa-
labra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un
complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del
espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que
dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta ani-
mada al contacto del mundo". Saulo, como Antonio Ma-
chado, también distinguía entre la voz viva y los ecos
inertes. Pero, como saben cuantos me están escuchando;
nada de esto es posible sin el adecuado dominio de la pa-
labra. Porque no hay poesía inefable; toda poesía es fable,
y reside sustancialmente en el verbo mismo. "El papel del
poeta estriba -declaró Ortega- en que es capaz de crearse
ese idioma íntimo, ese prodigioso argot hecho sólo de
,nombres auténticos. Y resulta que al leerlo notamos que
en gran parte la intimidad del poeta, trasmitida en sus poe-
sías -sean versos o prosas- es idéntica a la nuestra. Por
eso le entendemos: porque él, por fin, da una lengua a
nuestra intimidad y logramos entendernos a nosotros mis-
mos. De aquí el estupendo hecho de que el placer suscita-
do en nosotros por la poesía y la admiración que el poeta
nos suscita proviene, paradójicamente, de parecernos que
nos plagia". Pues la poesía otorga nombre verdadero a lo
que carece de él; descubre y fabrica una realidad que has-
ta entonces no tenía existencia alguna y por eso puede
decirse que la fundamental operación p.oética consiste
simplemente en la catacresis, esto es, en nombrar con
exactitud lo innominado recién descubierto. Ello exige
que se estudie la lengua de Saulo Torón. Pero, para enten-
der de modo pleno su poesía, debemos también captar sus
temas, participar de los sentimientos manifestados y co-
nocer -si fuera posible- las circunstancias en que vivió el
autor. El fluido lírico de que hablaba el abate Brémond.
aquel obstinado defensor de la poesía pura en la época de
entreguerras, proporciona al lector sensible un goce extre-
mado; pero ese goce se multiplica conscientemente si co-
nocemos además temas, sentimientos y circunstancias. Si
al goce primario se añade -de unimismada manera- el
goce intelectual, el poema leído o escuchado cobra y reve-
la valores todavía más altos, e imperecederos. Quizá, por
fortuna, nosotros los insulares podamos comprender y sen-
tir mejor que otros hispanohablantes la poesía de Saulo
Torón. Ella llegará -como sin duda llega- a muchos lec-
tores de distintas y alejadas regiones de nuestro idioma;
pero acaso nosotros penetremos más íntimamente en ella.
sobre todo si hemos mantenido alguna amistad con el au-
tor de los poemas. De mí sé decir que en los cinco libros
de Saulo -Las monedas d e cobre, El caracol encantado,
Canciones d e la orilla, Frente al muro, Poesías satíricas-
hallo siempre al hombre que conocí, cuya conducta admi-
ré, cuyas. reacciones generosas (ya movido por la fraterni-
dad, ya por la indignación justa) hube de presenciar en
algunas ocasiones memorables, y cuyas ideas estéticas -tal
vez distantes de las mías- pude escuchar de sus mismos
labios. En otro momento procuraré trazar una semblanza
o una etopeya de Saulo Torón. Hoy sólo quiero evocar
ante ustedes una serie de rasgos dispersos, de menudas
anécdotas, si bien de insuficiente modo. Porque ni el tiem-
po ni el espacio me consienten realizar otra cosa.

LA FIGIJRA DEL POETA

Ello es que mi familia -por la rama paterna y por la


rama materna- mantuvo amistad con Saulo desde edades
casi inmemoriales. Saulo era -y nótese que la palabra apa-
rece con frecuencia en las composiciones de los líricos
intimistas-, Saulo era, digo, como el hermano mayor de
mis progenitores. Siendo muy niña hubo de conocerle mi
madre, cuando el poeta se hallaba en la juventud. A través
de Alonso Quesada, mi padre, que no tenía entonces diez
y ocho años, pudo trabar amistad perdurable con Saulo To-
rón. Vivía Saulo en compañía de una hermana casada con
un fino farmacéutico catalán, cuyo hogar y apoteca estaban
enclavados en el Puerto de la Luz. Imagino que para Alon-
so Quesada y para mi padre, Araus, el trayecto tranviario
desde el núcleo de Las Palmas hasta el final de la calle .
Albareda debía constituir una suerte de aventura casi co-
tidiana. Traqueteante y humoso tranvía, altos y lentos ca-
rros que transportaban frutos. ligeras tartanas cimbreantes,
pomposos carruajes de médicos, berlinas de caballeros pu-
dientes, y barro y polvaredas, y conversaciones gustosas
a lo largo del interminable viaje. En las tertulias que se ce-
lebraban en el hogar de Saulo y de Micaela, su hermana,
hubieron de conocerse mis padres. Yo diría que mi amis-
tad con el poeta fue anterior a mi nacimiento. La de mis
padres con él perduró inalterable a través de los años. Yo
recuerdo vagamente que, siendo todavía Saulo soltero (por-
que el poeta contrajo matrimonio cuando ya había cum-
plido la edad de Don Quijote), yo recuerdo vagamente
que en su habitación -colmada de libros- había un pri-
mitivo aparato de radio; el poeta, provisto de unos pasmo-
sos auriculares, escuchaba abstraído las emisiones. A veces
Araus, con el niño que era yo, visitaba a Saulo en su ofici-
na de la casa Miller, en pleno muelle, o le iba a ver a una
caseta de madera donde el poeta llevaba a cabo no sé qué,
mágicas operaciones en extensos papeles marítimos. Poco
más tarde, en los comienzos mismos de nuestra guerra,
Saulo -casado ya- y mi familia vivieron en la entonces
paradisíaca Ciudad Jardín; las casas estaban muy próximas
y las visitas se realizaban casi a diario. En el hogar de Saulo
se cantaba todos los días, bajo la rlireccion de Isabel Ma-
cario, esposa del poeta. Al atardecer, Saulo retornaba de
su trabajo. Llevaba una existencia íntima, recoleta; y aun-
que no desconocía, no, la produccion intelectual de aque-
llos años, lo cierto es que se negaba a leer las obras que
durante la guerra y la postguerra se venían publicando.
Para el Saulo Torón de la época que rememoro, España
había muerto -política y espiritualmente- en el fatídico
1936. Hombre generoso, hombre liberal, nunca se consoló
Saulo de que las democráticas naciones europeas no hu-
biesen prestado el máximo apoyo a la causa de la Repúbli-
ca española. Sólo así se explica que, al estallar la segunda
guerra mundial, mostrara momentáneamente Saulo su in-
dignación contra el Imperio británico. Revivo la anécdota.
No hay que insistir en que Saulo no fue jamás partidario
de Alemania. Pero le irritaba con frecuencia el desmedido
poderío de los ingleses. Estaba Araus enfermo, en cama.
Saulo ocupaba un sillón cercano. No sé por qué rumbos
iba la conversación entre uno y otro amigo. Pero sí sé que
Saulo -hombre por lo común pacífico- de pronto se alzó
del sillón y con verbo colérico, temblando, arremetió con-
tra el Imperio. Juntando índice con índice y pulgar con
pulgar para constituir un pequeño círculo, Saulo exclamó.:
" i Es injusto que Inglaterra, que no ocupa sino un espacio
como éste, haya dominado, y esté aún dominando, al mun-
do entero!" Saulo tardó en calmarse. Esta impensada sali-
da del poeta contristó y enojó a Araus, anglófilo desde la
infancia; y lo fue hasta su muerte, acontecida en diciembre
último. Pero no había advertido entonces Araus -en quien
lo pasional oscurecía a veces sus no corrientes dotes de lu-
cidez- las razones que movieron a Saulo a proferir aquel
exabrupto: una herejía para un liberal de 1939. Yo pre-
sencié la escena. Aquel desasimiento de Inglaterra era tan- ,
to mayor y doloroso cuanto que Saulo no era parci. de'
los alemanes. Reitero que el poeta había sentido mucho
que Inglaterra hubiese desamparado a la República espa-
ñola. De modo que, probablemente, años después Saulo
pudo compartir la indignación, los trenos de León Felipe
contra la atlántica raposa. Digo probablemente, porque
sobre el sentido y cptenido del poema de León Felipe
no tuve yo ocasión de hablar con Saulo. Saulo comulgaba
con la humanidad entera, con el paisaje, con el mar, con
los animales. Venía a ser una especie de San Francisco de
Asís laico. No aceptaba la injusticia. Aquel hombre de
conversación mesurada, pronto al sollozo cuando recorda-
ba a sus amigos muertos -yo le vi llorar más de una vez al
aludir al roto matrimonio de dos íntimos suyos, la recita-
dora Dalia Iñiguez y el cantante Juan Pulido, o al contar
la enfermedad y fallecimiento de Tomás Morales, o al en-
terarse de la trágica desaparición de una gentil francesa,
Solange Baudens, amiga de la casa-, aquel espíritu delica-
do, pacífico, bondadoso, se arrebataba como un profeta
antiguo no bien advertía la existencia de una injusticia.
Todo le afectaba; tenía la sensibilidad a flor de piel. Y sus
lecturas preferidas, la mayor parte de sus libros, correspon.
dían a esa fina naturaleza espiritual.

LA BIBLIOTECA DE SAULO

Por eso no hallarían ustedes en su biblioteca las obras


más difíciles de Bertrand Russell, ni los estudios estilísti-
cos de Dámaso Alonso, ni tal vez el Contrapunto de,&-
dous Huxley, ni iibros de temas médicos, ni un tratado de
álgebra, ni especializados estudios sobre el idioma español.
Poesía, teatro, novela, algunas obras de historia se encon-
traban en los nutridos anaqueles de Saulo. Sobre este pun-
to voy a detenerme unos instantes, porque soy parte inte-
resada. Ello es que en ciertas notas editoriales acerca de
mi personal formación, en cierto trabajo de Alfonso Ar-
mas sobre un libro mío, se afirma -con razón absoluta-
que desde la niñez comencé a leer, sin descanso y metódi-
camente, en la vasta biblioteca paterna. Pero he de añadir
-si me lo permiten ustedes- que también frecuenté otras
bibliotecas excelentes; entre eilas, la de Juan Manuel Tru-
jillo (ese prosista singular a cuyo superior juicio y actividad
debe no poco el desarrollo del espíritu en Canarias) y la
del Museo fundado por el doctor Chil. Además, otros ami-
gos nos intercambiábamos obras y revistas. Así, Pedro
Lezcano, por ejemplo. ¿Recordará este fugitivo poeta
nuestro deslumbrado placer cuando leíamos las Soledades
juntas (Madrid, 1931) de Manuel Altolaguirre, o El tacto
fervoroso (Madrid, 1930) de Juan José Domenchina? Es-
tudiábamos por aquella época en el Instituto Pérez Galdós;
estáhamos en cursos distintos, pero entonces nació nues-
tra perdurable amistad, nuestra espiritual identificación
basada inicialmente en la comunidad literaria, mas con
raíces y ramas en lo total humano. He querido consignar
estas noticias muy personales, que quizá no interesen a us-
tedes, para decir que la biblioteca de Saulo Torón fue
otra de las que cayeron bajo mis adolescentes manos y ba-
jo mis ojos anhelantes. La de Araus era más vasta y -lo
afirmaré si ello no les parece una pedantería- bastante
más selecta, más rigurosa. E n ella se encontraban, y en sus
respectivas lenguas, los clásicos franceses, ingleses y latinos.
Shakespeare, Addison, Steele, Coleridge, Arnold, Huxley,
el volumen titulado Anatomía de la Melancolía, los Essais
de Montaigne, Ambrosio Bierce, etc., sin contar toda la li-
teratura española, y manuales de la Real Academia, de
Benot, de Martínez de la Vega, innumerables diccionarios
hispánicos, oxonianos o franceses... Pero interrumpo aquí
la deficiente enumeración. En los anaqueles de Saulo se
contenían no pocos libros: Unamuno, Baroja. Claudio de
la Torre, Juan Ramón Jiménez, Jacinto Grau, Jacinto Be-
navente, algunos de los llamados novelistas eróticos, la re-
vista Cenlantes -donde hallé desconocidos ensayos de
Alfonso Reyes-, Emilio Carrere, Francisco Villaespesa...
Viiiaespesa: conviene que hable un momento sobre este
lírico hoy olvidado. Pues en la biblioteca de Araus no exis-
tían sino dos tomos de Villaespesa. No gustaba este poeta
a Araus, quien acostumbraba recordar los tremendos ver-
sos que Ramón Pérez de Ayala compuso a propósito de
La maja de Goya:
Dicen que exquisita joya
que ha fundido en su turquesa
el señor de Villaespesa
es Ea tal maja de Goya.
Este juicio alguien rebate,
y truena, con voz traumática,
que eso no es obra dramática,
sino un puro disparate.
Pero Saulo -aunque mucho más depurado en su obra
personal- bastante debía a Francisco Villaespesa, en quien
incluso confió inicialmente el exquisito Juan Ramón Ji-
ménez. Mis quince años se aventuraron cierta vez -con
imperdonable osadía- a denostar a aquel poeta en presen-
cia de Saulo Torón. Esto constituyó para Saulo una enor-
me injusticia, y hubo de responderme un si es no es airado:
" ;Villaespesa! ¿Qué tienes t ú contra Villaespesa? Fue un

poeta admirable, y todos estamos en deuda con él". No le


faltaba alguna razón a Saulo, el cual se había formado
también en las obras del lírico almeriense. Pero las lecturas
de Antonio Machado y de Juan ~ a m o n Jiménez le habían
obligado a alquitarar su propia poesía. Si Machado es evi-
dente en Las monedas de cobre y en otros lugares de la
obra de Torón, Juan Ramón subyace en los poemas de El
caracol encantado. Y es curioso notar que ni la faceta po-
lifónica de Tomás Morales (a quien tanto quería y admi-
raba), ni la palabra áspera y escueta de Alonso Quesada,
suscitasen ecos perceptibles en la poesía de Saulo Torón,
poesía que desde el primer libro se había revelado original.
Muchos volúmenes de la biblioteca de Saulo fueron por
m í leídos. Yo había descubierto en la de Araus varias obras
de Alfonso Reyes; yahe contado, en reciente prólogo a un
libro de Gregorio Salvador, cómo influyeron en m í las
Cuestiones gongorinas (Madrid, 1927); pero la biblioteca
de Saulo contenía dos obras de Reyes que no se hallaban
entonces en la de Araus: un tomo de Simpatías y diferen.
cias y la colección de versos intitulada Pausa. Pausa mos-
traba una dedicatoria a Saulo, fechada en París y en 1926.
Alfonso Reyes agradecía a Saulo "su encantado caracol".
Sé que la obra lírica de Reyes no era del gusto de Saulo
Torón; le parecía demasiado intelectual, a las veces cuasi
gongorina, en ocasiones insonora, y con frecuencia foja-
da según las pautas de los poetas clásicos españoles.

Yo no mantenía, desde luego, conversaciones amplias


con Saulo. Era enorme la diferencia de edad y de gustos
estéticos. Iba a su casa, sobre todo, para leer volúmenes
y periódicos literarios a un hermano político de Saulo, es
decir, a Juan Macario, hombre de profunda formación fi-
losófica y científica. Afectado de invidencia, Juan bebía
literalmente mi voz juvenil; y retenía, con fidelidad asom-
brosa, conceptos y hasta frases y párrafos completos. Sus
cualidades humanas eran semejantes a las de Saulo, pero
en materia política y en materia religiosa ambos diferían
de modo extraordinario. Mas el acuerdo entre ambos siem-
pre fue perfecto. Juan no sólo admiraba a Ortega, sino
también a Ramiro de Maeztu y a Menéndez Pelayo. Ni Me-
néndez ni Maeztu eran entonces santos de mi devoción.
Porque en el Instituto nos saturaban con obligadas lecturas
de uno y otro personaje. Y yo prefería a Rousseau y a Di-
derot, a Azorín y a Ortega. Mucho tardé en descubrir el
singular valer de Menéndez Pelayo, erudito más inteligen-
te que lo que daban a entender amañadas antologías y apo-
logético~estudios cerriles. Recuerdo que por aquellos años
el preboste de determinada organización moza -a la cual
yo no pertenecía- me reprochaba mi afición a los libros
de Azorín. Una mañana, entre clase y clase, empujándo-
me contra una balaustrada y abusando de su cuerpo de
jayán, pegando su rostro de miope al mío, me espetó lo
siguiente: "Pero dime, dime ... ¿Qué ideas económicas hay
en las obras de Azorin?" Aquel energúmeno de la fogosa
oratoria política, aquel ortodoxo hitleriano, hubo -por
fortuna- de abandonar las letras, y, según mis noticias,
hoy fabrica géneros textiles en Sabadell.
Dieciséis años tendría y o cuando me publicaron, en
la primera página de un periódico mesista y en días suce-
sivos, dos artículos sobre la poesía de Saulo Torón. Ape-
nas Saulo los leyó, vino a casa para agradecérmelo y para
darme palabras de aliento. Saulo estaba emocionado, tré-
mulo, sentimental. Yo esperé vanamente ilusionado que
Saulo me dedicara un ejemplar de Canciones de la orilla.
No tuve suerte. 4 pesar de la amistad familiar y de mi
devoción por la poesía toroniana, no poseo ningún libro
suyo dedicado. Cuando muchísimo tiempo después el ex-
celente poeta Lázaro Santana me pidió unas líneas para
que figurasen en la solapa de la primera edición de Frente
al muro (Las Palmas, 1963), y o esperé también que Saulo
me enviara un ejemplar del cuaderno con su dedicatoria.
Pero tampoco lo recibí. Por cierto, como acabo de con-
signar, esas líneas fueron redactadas para que constasen ,
en la solapa; pero Lázaro, sin mi autorización, las colocó
a manera de nota preliminar. Confieso que, ni por su sen-
tido ni por su tono, el breve trabajo estaba compuesto pa-
ra servir de prólogo, por lo que debió figurar en la solapa
en calidad de anónimo fragmento. Ni el joven editor ni el
viejo poeta me remitieron el librito; y yo hube de adquirir'
un ejemplar, dos meses más tarde, en la Librería Hispania.
No tuve la suerte de que Saulo me dedicara alguno de sus
libros. Extremadamente trabajé para que apareciesen, en
las ediciones del Cabildo Insular, las Poesías completas de
Saulo. La aparición misteriosamente se demoraba, y no
por culpa mía. Recados apremiantes, avisos dolidos por
parte del poeta. Me decía Saulo que su muerte no se halla-
ba lejos y que, a causa de la demora, no iba a ver publica-
do su libro total. Redoblé los esfuerzos, multipliqué las
gestiones, dispuse el material, corregí las pruebas y -al
fin- en brazos de la estampa salió el grueso volumen. Ya
había abandonado yo la isla natal. Tampoco recibí, con
dedicatoria, ese magno libro de Saulo Torón. Estoy segu-
ro de que esto se debe a inadvertencia o descuido del poe-
ta; estoy seguro de que hubiese bastado una indicación,
un ruego míos, y Saulo habría estampado su autógrafo en
uno de mis ejemplares. Por malaventura, ya no volví a ver
a Saulo, y no me consolaré de no haberle formulado la in-
dispensable petición. No tuve suerte.

Escuetamente voy a terminar estas notas con uno de


los últimos y más emotivos recuerdos que del poeta guar-
do en repliegues fundamentale's. Habíamos coincidido en
Las Palmas,Fernando Gonzdez, Francisco Yndurain, Ma-
nuel Alvar, Alfonso Armas y yo. Se estaba ya preparando
la edición de las Poesías completas, cuyo prefacio alguien
había encomendado a Yndurain; y éste quiso -en las pos-
treras horas de una tarde- saludar a Saulo Torón. Fuimos
los cinco a la calle Hermanos García de la Torre, en Ciudad
Jardín, donde vivía el viejo poeta, siempre recoleto, lúci-
do y, cortés. Hacía años que Saulo y Fernando no se ha-
bían visto. Fue tal la emoción del encuentro, que Saulo
accedió a leer -y era cierto que rehusaba mostrar y recitar
sus composiciones inéditas- algunas de las piezas que ha-
bían de formar parte de Frente al muro, Resurrección
y otros poemas. Era preciso escuchar a Saulo: advertir su
peculiar dicción,'el contenido trémolo, el valor que daba
a los acentos y a las pausas. Los dos ancianos poetas se ha-
llaban conmovidos, y no lo estábamos menos Yndurain,
Alvar, Alfonso y yo. Saulo y Fernando hubieron de evocar
su remota juventud. Ya no existen ni uno ni otro. Pero no
nos dejemos vencer ahora por la melancolía; aquí están sus
libros y su común ejemplo. El mismo Saulo, dondequiera
que se halle, puede repetirnos uno de sus últimos acordes:

Marinero canta,
que ya viene el día
con otra esperanza.
Dos -como se sabe- son los libros que debemos a Al-
fonso de Valdés: el Diálogo de Mercurio y Carón y el Diá-
logo de las cosas ocurridas en Roma. Ambos libros poseen
una fundamental intención política y estánvinculados
--- -
a los
--
universales problemas de entonces; pero e; fácil advertir
que uno y otro trascienden su inmediata condición de ale-
gatos pro domo sua, para acceder -por el vigor del pensa-
miento y la novedad de la lengua- a la zona de las creacio-
. nes literarias perdurables. Si comparásemos estos diálogos
de Valdés con los escritos políticos de Quevedo, echaría-
mos de ver la enorme diferencia que existe entre una doc-
trina europeizante, racional, moderna en su época (siglo
XVI) y casi revolucionaria, y una doctrina de carácter
escolástico, procedente de viejos autores y comentadores,
y ya (en el siglo XVII) bastante ineficaz. La muy sutil de
Alfonso de Valdés se deriva -es cierto- de las obras eras-
mianas; pero Erasmo venía a ser pensador acorde con su
edad, y el discípulo español supo asimilarse aquellas ideas
básicas del humanista nórdico, y supo además expresarlas
en lenguaje castellano de gran valor artístico. Aun el diálo-
go que los especialistas consideran inferior, el que trata de
los acontecimientos ocurridos en Roma, se ha salvado por
esa acuidad y actualidad de pensamiento y por esa esplén-
dida realización idiomática. Sería interesante estudiar có-
mo interdependen formas en las páginas de Valdés; pero el
propósito de este artículo es diverso, porque sólo se desea
examinar sumariamente, desde el punto de vista histórico
(y no desde el literario), el breve libro que versa sobre la
invasión y saqueo de Roma. ¿Qué fin se propuso el huma-
nista español al componer su reflexivo y ágd diálogo? Na-
die desconoce que Valdés quería esclarecer hechos y justi-
ficar la humillación y prisión del Papa.

No es el diálogo de Valdés obra de un testigo presen-


cial, mas como tuvo acceso a los documentos oficiales, en
su caiidad de secretario imperial, sin duda conoció los mó-
viles de aquella política. Cuando el Emperador hubo de
responder a Clemente VI1 sobre la causa del saco de Ro-
ma, se encomendó la redacción de tales páginas a Alfonso
de Valdés' . Más tarde, el conocimiento de los sucesos, la
fidelidad apasionada que por Carlos V sentía, el afán por
difundir las ideas de Erasmo -también quizá la pretensión
de complacer a unos amigos-, le llevaron a escribir un

1 R. Menéndez Pidal: Idea imperial de Carlos V. Cuarta edición.


Col. Austral. Madrid, 1955. Pp. 21-22.
diálogo sobre el difícil asunto. Dos son las razones primor-
diales que observará todo lector de la obra2; por un lado,
Valdés acomete la defensa y apología de Carlos, a quien
no mueve sino el bien de los súbditos y servicio de Dios,
y, por otro, Valdés intenta colaborar para que la. religión
católica, entonces desvirtuada, alcance mayor pureza, so-
briedad e intimidad. Ciertamente, es Alfonso de Valdés
un idealista; su Carlos constituye un arquetipo, y la alqui-
tarada religión que en su diálogo dibuja será siempre irrea-
lizable: una religión interior, ajena a las pompas y ceremo-
nias. No era Valdés -ni podía serlo- un protestante a la
manera luterana. Como su maestro Erasmo, él veía barba-
rie y agresividad en Lutero, mas no le negaba la razón pri-
mera 3. Urgente era la reforma de la Iglesia, y para llevarla
a cabo pedía Valdés un Concilio general, concordando
con otros espíritus de su tiempo. Verdad que todo depen-
de de Carlos. "El diálogo en que Alfonso de Valdés expre-
sa tan vigorosamente su fe en la misión de su señor es una
obra de circunstancias, con todas las limitaciones, con to-
da la fuerza también, que esta calidad le confiere", ha opi-
nado Marcel Bataillon4 . Pero ya hemos afirmado que la
obra no está circunscrita a su época, y aun añadiríamos
que tiene desmesurada vigencia en la nuestra. Lo que nos

2 Alfonso de Valdés: Diálogo de las cosas ocum'das en Roma.


Clásicos castellanos. Espasa-Calpe, S. A. Madrid, 1946. (No se indi-
ca que la "Introdncción" es de José F. Montesinos.)
3 Op. cit. P. 64.
4 Marcel Bataillon: Erasmo y España Trad. de Antonio Alato-
me. Fondo de Cultura Económica. México, 1950. Pp. 446-447.
gustaría, por el momento, es subrayar cómo Valdés de-
fiende a Carlos V, no ya por esta acción determinada, si-
no por su entera línea política. En el D i á l o g o de M e r c u r i o
y C a r ó n hubo de decir Alfonso: "La causa principal que
me movió a scrivir este diálogo fué desseo de manifestar
la justicia del Emperador y la iniquidad de aquellos que lo
desafiaron" 5. En el D i á l o g o de las cosas ocurridas en Ro-
ma, el Arcediano, al escuchar las razones de Lactancio,
exclama: "Vos querríades, según esso, hazer un mundo de
nuevo". Y Lactancio responde que desearía dejar en él lo
bueno y quitar de él todo lo malo. Tarea descabellada an-
te los ojos del clérigo que viene huyendo de Roma: "Pero
no podréis salir con tan gran empresa", replica al mozo;
y éste, Lactancio, portavoz de Valdés, profiere estas inge-
nuas palabras: "Vívame a mí el Emperador don Carlos
y veréis vos si saldré con ello" 6.
A lo largo del diálogo insiste Lactancio en los moti-
vos que tuvo Carlos combatir a los ejércitos papistas.
Francisco 1 de Francia, tras la derrota de Pavía (en 1525),
participó en la liga clementina, formada por Clemente VII,
que no era nada amigo de Carlos y los españoles, y por
Francisco Sforza, Enrique VIII, y los venecianos, florenti-
nos y genoveses. Borbón dirige la guerra en Italia. Al llegar
a las cercanías de Roma, la gente imperial se amotina y
-muerto Borbón- penetra en la ciudad y la saquea. No

5 Alfonso de Valdés: Diálogo de Mercurio y Carón. Clásicos cas-


tellanos. Espasa-Calpe S. A. Madrid, 1947. Edición y notas de José
F. Montesinos. P. 1.
6 Alfonso de Valdés: Diálogo de las Cosas ocurridas en Roma.
Ed. cit. Pp. 115-116.
debió lamentarlo el Emperador '.
En su conversación con Lactancio, el Arcediano se
queja de los desmanes y sacrilegios cometidos por las tro-
pas imperiales. Para Lactancio, tal acción fue un castigo
del cielo, porque era Roma sede de todos los males y abo-
minaciones; y una y otra vez pondera la buena intención
de Carlos, deseoso de paz, y obligado a la guerra por la
deslealtad de Clemente. Valdés distingue entre el poder
espiritual y el poder temporal; en éste no ha de intervenir
el Papa. "Si un príncipe quiere castigar su vassallo, ihase
él de entrometer en ello?"' ; y, páginas más adelante, se
dicen las siguientes razones, osadas en aquel tiempo:
ARCIDIANO.- Si se hiziesse lo que se debría
hazer, spiritual y temporal, todo habría de ser
del Papa.
LATANCIO .- Del Papa? ¿Por qué?
ARCID IANO .- Porque io governaría mejor
y más sanctamente que ningún otro.
LATANCI0.- ¿ VOSno tenéis mala vergüenp
de decir esso? ¿No sabéis que en toda la cristian-
dad no ay tierras peor governadas que las de la
Iglesia?
ARCID IANO .- Y o bien lo sé, mas no pensé que
lo sabíades vosg.
Habiendo distinguido escrupulosamente cuál es la mi-
sión del Papa y cuál la del Emperador, ambos interlocuto-

7 Ballesteros Beretta: Síntesis de Historia de España Tercera


edición. Salvat Editores, S. A. Barcelona, 1936. Pp. 244245.
8 Alfonso de Valdés: Diálogo de las cosas ocum'das en R o m a
Ed. cit. P. 37.
9 Op. cit P. 41. .
375
res prosiguen un diálogo vivo y matizado, en el que se ad-
vierte que el Arcediano va cediendo terreno poco a poco.
Y el fugitivo se asombra de que, no obstante la mocedad
de ~actancio,sea éste buen razonador.

Censura Lactancio la venta de beneficios, las ostento-


sas riquezas y el culto externo, en lo cual repite ideas de
Erasmo. Combate las "infinitas reliquias" que se encuen-
tran dispersas por el mundo; "se perdería muy poco en
que no las oviesse. Pluguiesse a Dios que en ello se pusiese
remedio. El prepucio de Nuestro Señor yo lo he visto en.
Roma y en Burgos, y también en Nuestra Señora de An-
versia"lO. Pero, t a l vez, una de las cuestiones de mayor ac-
tualidad sea la referente al casamiento de los sacerdotes.
Lactancio lo defiende, pues que hay clérigos amancebados
y con hijos; mas el Arcediano sostiene que los clérigos, si
se casaran, perderían mucha autoridad. Estos pasajes del
diálogo poseen un sabor jugoso, picante, y descubren el
cinismo del interlocutor de Lactancio. Oigamos unos frag-
mentos:
ARCIDIANO .- S i y o m e casasse, sería menester
que viviesse c o n m i muje- mala o buena, fea
o hermosa, todos los días d e m i vida o d e la su-

10 Op. cit. P. 122.


ya; agora, si la que tengo no me contenta esta
noche, déxoh mañana y tomo otra. Allende
desto, si no quiero tener mujer propia, quantas
mujeres ay en el mundo hermosas son mías,
o, por mejor dezir, en el lugar donde estoy. Man-
tenéislas vosotros y gozamos nosotros dellas.
LATANCIO .- Y el anima?
ARCIDIANO .- Dexáos desso. que Dios es mise-
ricordioso. Yo rezo mis Oras y me confiesso
a Dios quando me acuesto y quando me Eevan-
to; no tomo a nadi lo suyo, no doy a logro, no
salteo camino, no mato a ninguno, ayuno todos
los días que me manda la Iglesia, no se me passa
día que no oigo misa. ¿No os parcxe que basta
esto para ser cristiano? Essotro de las mujeres...,
a la fin nosotros somos hombres, y Dios es mi-
sericordioso.
LATANCIO .- Dezís verdad; pero en esso, a mi
parecer, sois mucho menos que hombres, y no
sé yo si sera misericordioso perdonar tantas ve-
llaquerías si queréis perseverar en ellas.
ARCID IANO .- Dexarlas hemos quando seamos
más viejos".
Mucho menos que hombres: es ésta una fórmula clave
en la argumentación de Lactancio. Para Valdés, la religión
ha de ser mesurada e intensamente humana; un cristianis-
mo interior -de acuerdo con las doctrinas de Erasmo-,

11 Op. cit. Pp. 72-73.


ayuno de pompas, despojado de supersticiones. No es k-
tancio partidario de la erección de templos suntuosos ni
de la profusión de imágenes inútiles. "Mirad, hermano,
pues Dios es invisible, con cosas invisibles se quiere princi-
palmente honrar" 12. A la Roma condenable en su esplen-
dor -de la que habla Lactancis- se opone la Roma saquea-
da y destruida, no sólo por soldados alemanes, como
habían supuesto gentes piadosas, sino. también por solda-
dos españoles y aun italianos. Todo esto lo ha vivido el
Arcediano, y todavía le tiemblan las carnes.

De suerte que la famosa ciudad presentaba un aspecto


muy distinto del que había mostrado poco antes. No era
la Roma parlanchina, azacaneada jubilosamente, que se
retrataba en un libro publicado por entonces, esto es, por
los mismos años de la invasión y saqueo. Aludimos a La
Lozana Andaluza, del clérigo Francisco Delgado, sabidor
de cortesanas. De este libro casi neorrealista avant la Ee-
ttre ha opinado Serrano Poncela: "Digo que es, sobre todo,
un libro escrito con alegría, y así es; una alegría renacen-
tista y a medias española y romana, con sus ribetes sarcás-
ticos; desvergdnzada y refrescante brisa primaveral en
ocasioned primaverales del vivir español. No fue escrito en

12 Op. cit. P. 103.

3 78
la Península, donde nunca se escribió ni se escribiría cosa
ta1,,13
Y, en efecto, los españoles fueron incapaces de ofre-
cer obras ,de tarnaña frescura, sensualidad y vivacidad.
Acaso no lo permitía la existencia hispana, y por eso Fran-
cisco Delgado tuvo que sacar sus retratos del ambiente
romano. Si, por ejemplo, el Arcipreste de Talavera nos ha-
bla de una mujer adúltera que retoza con su amante, rehú-
ye en sus páginas lo sensual y jocundo para pintarnos la
fealdad del pecado y los males que siguen. En los españo-
les la carne suele ser triste, como en el verso de Mallarmé.
Nada de la sana alegría, de la jugosa y provechosa travesu-
ra que se manifiestan en Boccaccio. Por influjo de Italia,
Miguel de Cervantes -sin llegar al magnífico desenfreno
de aquellos narradores- invierte en sus ejemplares novelas
tal tendencia castellana. Recordemos que Cervantes añora-
ba la vida libre de Italia. Precisamente, al trazar la sem-
blanza de una de las.mujeres que aparecen en La Lozana
Andaluza, Alfonso Reyes puntualiza: "Antes y después
de Delgado, otros escritores peninsulares se habían puesto
en contacto con la misma vida romana; y por ellos ha tras-
cendido a la literatura española aquel estremecimiento so-
cial, aquel beso sensual de la Italia renacentista" 14. Como
que hacia 1490 había en los prostíbulos de Roma 6.800
mujeres. Muchas eran españolas: Stazio Gadio pudo refe-

1 3 Segundo Serrano Poncela: Del Romancero a Machado. Ensa-


yos sobre literatura española. Universidad Central de Venezuela.
Ediciones de la Biblioteca Caracas, 1962. P. 31.
1 4 Alfonso Reyes: Capítulos de Literatura Española. Segunda
serie. El Colegio de México, 1945. P. 93.
i r : "E piú puttane spagnuole vi erano che homini italia-
ni" ' 5 .
Imaginamos que Valdés no se oponía demasiado a es-
ta espléndida sensualidad vital, hija de los aires de Italia;
pues que en su diálogo combate, sobre todo, la hipocresía,
codicia y otros vicios de los clérigos, sin acordarse mucho
de las velívolas cortesanas. Si tantas españolas había, de-
bieron confraternizar en seguida con sus paisanos saquea-
dores.

La de Roma no era una religión depurada; allí no so-


lía haber cristianos auténticos. No lo era el Papa, afanoso
de bienes temporales y de poder político. Para Valdés,
Carlos simboliza la monarquía universal en paz y la unidad
de las creencias reformadas. Acaso el Emperador pudiera
convocar el Concilio que Valdés y otros proponían, para
delimitar e intensificar el cristianismo interior. El adusto
Austria -no lo sería tanto como su heredero- representa
la ponderación o mesura de que era partidario Valdés:
El Emperador es muy de veras buen cristiano
y tiene todas sus cosas tan encomendadas y pues-
tas e n las manos de Dios, que todo lo toma por
lo mejor, y de aquí procede que ni en la pros-

15 Op. cit. Pp. 91 y 93.


peridad le veemos alegrarse demasiadamente ni
en. la adversidad entristecerse, de manera que
en el semblante no se puede bien juzgar dé1 co-
sa ninguna; mas, a lo que y o creo, tampoco de-
xará de conformarse con la voluntad de Dios en
esto c o m o en todas las otras cosas 16.
Tal ponderación persistente contrasta con la doble
semblanza que del Papa se realiza en el diálogo; por una
parte vemos a Clemente en medio del boato romano, como
poderoso padre espiritual, y, por otra, ya derrotado y de-
solado, fluctuando entre Carlos y los enemigos de Carlos.
La situación del Papa entristece al Arcediano, a quien no
han convencido todavía los argumentos de Lactancio.
Valdés, por consiguiente, ha querido justificar en su
diálogo la política del Emperador; y es cierto que las ac-
ciones de éste necesitaban justificación ante los ojos de
Europa. Pocos años después del saco de Roma y de la re-
dacción del diálogo, el mismo Erasmo escribía a Valdés,
desde Friburgo de Brisgovia, las siguientes palabras: "La
llegada del César sufre diversas interpretaciones y origina
impresiones diversas" " . Esto se decía en 1530. Valdés
moriría en 1532, tras haber intentado (merced a su doble

16 Alfonso de Valdés: Diálogo de lap cosas ocum'das en Roma


Ed. cit. P. 154.
1 7 -~rasmo:Obras escogidas. Traslación castellana directa, co-
mentarios notas y un ensayo bibliográfico por Lorenzo Riber, de
la Real Academia Espaiiola. Aguilar. Madrid, 1956. Página 1707.
(La carta está fechada en 27 de marzo de 1530.)
devoción) conciliar la defensa de Carlos con la de las doc-
trinas de su maestro Erasmo.

En este artículo hemos aludido someramente al as-


pecto histórico que ofrece el Diálogo d e las cosas ocurri-
das e n R o m a ; pero debiéramos consagrar un segundo estu-
dio al aspecto literario, a la articulación del pensamiento
valdesiano en un lenguaje eficaz. Selección, no invención,
es la suprema norma lingüística para Juan de Valdés, según
el comentario de Menéndez Pidal18. Pero la verdad es que
ambos hermanos inventaban o descubrían, en sus respec-
tivas obras, nuevos caminos de la lengua. Alfonso, aunque
resumiendo ideas de Erasmo, sabe perfilar una matizada,
aguda argumentación. Pasajes elocuentes hay en su diálo-
go sobre los sucesos de Italia; pasajes irónicos; pasajes de
fuerte dialéctica. Encontramos reiteraciones y paralelis-
mos, contrastes y apóstrofes. Alfonso maneja sabiamente
el castellano. Veamos ahora, para terminar, un solo ejem-
plo de esta sabiduría:
Los labradores cogían sus panes, apacenta-
van sus ganados, labravan sus casas; los ciudada-
' n o s y caballeros, cada u n o e n su estado, gozavan

18 Ramón Menéndez Pidal: La lengua de Cristóbal Colón. Col. ,


Austral. Cuarta ed. Madrid, 1958. P. 72:
libremente de sus bienes. gozavan d e sus
heredades, acrecentavan sus rentas, y muchos
dellos las repartían entre los pobres'g.
Obsérvese que la eliminación de copulativas acentúa
la continuidad de estas acciones y goces idílicos, salvo en
la última frase transcrita, cuyo sujeto es el anterior plural
ciudadanos y caballeros; en esa frase la conjunción "y"
-esto es: "y muchos dellos las repartían entre los po-
bres"- señala al menos una finalidad de las continuadas
acciones; aquí aparece la caridad, el propósito realizado
de quienes poseen fortuna. En cambio, cuando se trata de
los labradores, no hay conjunción: "cogían sus panes,
apacentavan sus ganados, labravan sus casas.;." Con este
sutil artificio -casi nada- Valdés pone de manifiesto que
el durísimo trabajo cotidiano de los labradores no alcanza
pingües logros materiales ni espirituales: no tiene una os-
tensible finalidad provechosa para el más allá. Se cumple
un melancólico ciclo indefinido: coger, apacentar, labrar.
No hay disfrute de heredades, ni acrecentamiento de ren-
tas. Y repárese en que Alfonso de Valdés quiere en ese pa-
saje describir la vida pacífica, que la guerra convulsiona
y anonada.

19 Alfonso de Valdés: Diálogo de las cosas ocum'das en Roma


Ed. cit. P. 26.
NO ya los rigurosos especialistas, sino también los afi-
cionados exigentes, pueden disponer ahora de una edición
realmente admirable de las comedias de don Juan Ruiz de
Alarcón. Se ha encargado de ella el profesor de la Universi-
dad de México Agustín Millares Carloj cuya excepcional
competencia es conocida de todos los estudiosos. A juzgar
por el primer volumen' , que acaba de salir en brazos de la
estampa, esta edición será difícilmente superada. Ya es sa-
bido que, dentro de esta centuria, se habían publicado al-
gunas comedias alarconianas precedidas de estudios muy
penetrantes y fértiles; recordemos, por ejemplo, en Clási-
cos Castellanos, la edición de La verdad sospechosa y de
Las paredes oyen, que fue-realizada y prologada por el ilus-
tre Alfonso Reyes, a quien su paisano Alarcón debe no

1 Obras completas de Juan Ruiz de Alarcón. 1. Teatro. Los fa-


uores del munda La industria y la suerte. Las paredes oyen. El Se-
mejante a sí mismo. La Cueva de Salamanca Mudarse por mejorarse.
Todo es uentum El Desdichado en fingir. Los Empeños de un enga-
ño. Edición, prólogo y notas de Agustín Miiiaree Carlo. Introducción
de Alfonso Reyes. Fondo de Cultura Económica, México-Buenos
Aires, 1957. Biblioteca Americana.
poco de su gloria actual. Si Pedro Henríquez Ureña movió
a muchos al estudio de la obra alarconiana, ha sido Alfonso
Reyes, dotado de un genial poder crítico, quien, con sus
varios ensayos, ha conformado la visión general que casi
todos tenemos hoy de don Juan Ruiz de Alarcón. Pero no
había aparecido, después de la de Hartzenbusch, ninguna
edición completa de las comedias. "Por vez primera, que
sepamos -dice Millares-, se intenta llevar a cabo la em-
presa de dar al público la edición anotada de las obras com-
pletas del gran dramaturgo mexicano". Es, desde luego,
una tarea magna. El primer tomo contiene nueve produc-
ciones, al frente de las cuales el editor actual ha puesto
unas eruditas y aclaratorias noticias, indispensables para
el conocimiento de cada comedia. La muchedumbre de
notas.no ha sido colocada al pie de las páginas, estorbando
la lectura e hiriendo el sentido estético, sino que ha sido
situada en los finales del tomo. En su prólogo atinado
Agustín Millares traza una biografía.de don Juan Ruiz de
Alarcón, hace unas Consideraciones acerca de su produc-
ción genuina, estudia con singular detenimiento la versifi-
cación de las comedias (lo que contribuye a realzar el valor
del prólogo) y, finalmente, expone los criterios que ha se-
guido para llevar a cabo esta edición anotada. Seguramen-
te, la mayor parte de los especialistas suscribirá esos crite-
rios de Agustín Millares Carlo.
Refiriéndose a don Juan Eugenio Hartzenbusch, de-
clara el editor actual: "Enmendó erratas e introdujo co-
rrecciones, acertadas en muchos casos; pero procedió con
poca fijeza en la conservación de ciertas formas típicas o en
su sustitución por las modernas, y se tomó libertades inne-
cesarias, no ya en la lectura de palabras aisladas, sino en la ,

de algunos pasajes". Y agrega Agustín Millares que esto


podrá advertirse, así en la relación de variantes y erratas
como en las notas mismas que se refieren a los lugares en
cuestión. En lo posible, Millares Carlo ha conservado (se-
gún dice) el texto de las ediciones alqconianas de 1628
y 1634. También ha mantenido la división en escenas que
introdujo Hartzenbusch, porque "tiene utilidad para el
lector moderno"; y aunque el erudito del siglo pasado no
practicó esa división útil en tres comedias (cuyos títulos
se enumeran), Millares la ha extendido a dichas tres piezas.
En cuanto a los diversos criterios por lo que concierne a la
reproducción de textos antiguos, Millares se inclina al de
Bonilla y San Martín, aun cuando (pues ha debido ajustar-
se a las normas de la Biblioteca Americana) haya adoptado
en este caso un criterio intermedio. "Nuestro texto se pre-
senta puntuado a la manera actual, regularizado en lo to-
cante al uso de las mayúsculas; separadas las palabras mal
unidas, y unidas las indebidamente separadas; corregidas
las erratas evidentes, y modernizada la ortografía, excepto
en los casos en que la modernización implicaría cambiar
la forma de las palabras ". Y en seguida enumera Millares
Carlo las que, entre éstas, ha considerado más importantes.
Hasta aquí, en vertiginoso y mutilado resumen, las
características de la edición llevada a cabo por el profesor
Millares. ¿Se nos permitirá ahora comentar la obra de don
Juan Ruiz de Alarcón?

Hemos descrito someramente la espléndida edición


alarconiana realizada por Agustín Millares Carlo. De inten-
to no nos habíamos referido aún a ciertas páginas que con-
tribuyen a realzar todavía más el valor de la edición recien-
te. Esas páginas, una admirable Introducción, se deben
ala pluma de Alfonso Reyes, quien se cuenta entre los pri-
meros escritores actuales de habla hispánica. Reyes, como
se sabe, ha dedicado muchas vigilias al estudio amoroso
de Alarcón. Pues bien: ahora nos ofrece, en una lengua
cada vez más sorprendente por su claridad, condensación
y armonía, la quintaesencia de sus reflexiones sobre la fi-
gura y obra de su paisano. No es de extrañar que algunos
fragmentos de estas páginas coincidan con otros escritos
(sobre idéntico tema) hace muchos años: porque Alfonso
Reyes, desde su extrema juventud, poseía la madurez de
juicio y el sentido del idioma que hoy ha llevado a alturas
insuperables.
Ha conformado Alfonso Reyes nuestro juicio sobre
don Juan Ruiz de Alarcón. Si comparamos con otros de
su tiempo a este autor teatral, siempre nos parecerá que
del bullicio, la vertiginosidad, el color, la catarata lírica
(que son cualidades, por ejemplo, de un Lope de Vega),
pasamos de pronto a un jardín apacible, donde es grata la
conversación, donde las peores acciones quedan como
amortiguadas y anuladas antes de llegar a sus fines nefas-
tos. Si los personajes de Lope se arrojan impetuosamente
a la acción, ciegos y poderosos, los de don Juan parece que
van regidos por una ley superior; y no faltan quienes, a me-
dida que la obra va desarrollándose, hagan cristalizar en
excelentes sentencias morales las normas de aquella ley.
Para nuestros gustos de hoy, el teatro español de entonces
se nos figura demasiado esquemático; le pedimos, anacró-
nicamente, una morosidad mayor. Si examinamos una co-
media de Alarcón, La industria y la suerte, por ejemplo,
nos+causarápasmo advertir que Sol (quien deseando enga-
ñar ha sido engañada por quien no pretendía hacerlo)
acepte en seguida casar con persona que nunca le había
atraído. Pero acaso somos injustos al opinar de tal suerte.
No tenía Sol más remedio que aceptar la mano del inopor-
tuno galán. No olvidemos que Alarcón persigue un fin éti-
co; y, de acuerdo con éste, la dama debe recibir su castigo.
Por otra parte (y esto lo ha hecho notar Alfonso Reyes),
en Alarcón no hay ni puede haber estridencia. ¿Cómo,
pues, iba Sol a entregarse al planto? Estudiando a don
Juan, dice Alfonso Reyes: "Un claro sentimiento de la
dignidad humana parece ser su último fondo". La cortesía,
la mesura, la confianza en la razón: esto se descubre en él.
Si no posee don Juan el tremendo poder creador de un
Lope de Vega, sí le supera en los puros dones de la inteli-
gencia, nada comunes tampoco. Por eso no es en la lírica
donde puede descollar Alarcón, sino en la comedia de cos-
tumbres, género que exige la estructura casi perfecta, el
intercambio de las ideas, las mejores virtudes de la conver-
sación. Alfonso Reyes ha escrito: "Sus personajes son
unos vecinos amables, con quienes daría gusto charlar un
rato por la noche, en el interior reposado, o a la puesta del
sol, desde una galería abierta sobre el Manzanares".

Cuando don Juan Ruiz de Alarcón obtiene un buen


pasar, deja de escribir comedias. ¿Quien lo diría? Miste-
rios de la creación literaria. La necesidad económica le
condujo por los agitados caminos de la escena hispánica;
su necesidad de conversación, de compañía, de inteligen-
cia, se vertió en sus propias obras. Cuando ya no le mueve
la necesidad económica, don Juan sólo conversa con los
amigos en su casa de la calle de las Urosas. Nos lo imagina-
mos entregado a la lectura y a la meditación. Debió ser un
espíritu excepcional. Cuando era literato en activo no res-
pondía con sátiras virulentas a los ataques de susenemigos:
.
virtud grande del hombre es la de saber dominarse, dicen
una y otra vez los personajes de sus comedias; y en la vida
don Juan cumplía esa norma, con frecuencia ( j ay!) de tan
difícil cumplimiento. Citamos antes La industria y Ea suer-
te; elijamos de nuevo esta comedia para ver cómo realiza
Alarcón un ataque literario. Dice Jimeno a don Juan (Ac-
to 11, escena VI):
No como algún presumido,
en cuyos humildes versos
hay cismas de alegorías
y confusión de concetos,
retruécanos de palabras,
tiquimiqui y embeleco,
patarata del oído
y engañifa del ingenio,
que bien mirado, señor,
es música de instrumentos
que suena y no dice nada.
No, no es un ataque personal; Alarcón se mantiene
en los ámbitos de la ponderada crítica literaria. "Patarata
del oído y engañifa del ingenio". Me imagino que él y Bal-
tasar Gracián, por coincidencias de gusto, mantendrán en
los Campos Elíseos excelentes relaciones amistosas; aun-
que don Juan no acepte-del todo, dado su afán por la me-
sura, el conceptismo extremado. Pero le complacían las
sentencias morales, condensación de toda una doctrina
y de toda una actitud ante la existencia. En la comedia
que hemos elegido para entresacar ejemplos, es decir, en
La industria y la suerte, trata Alarcón de un tema bastan-
te moderno: el de la oposición de la nobleza y el dinero.
Le irrita (siempre sin propasarse) que éste pretenda vencer
y venza a aquella; pero sabe perfectamente que en la vida
nada eficaz puede hacerse sin gozar al menos de una pasade-
ra situación económica. Y sin embargo, sus comedias son
hijas de la necesidad. Dejadnos pensar que sus obras no sólo
perseguían un fin material (hoy el teatro sigue siendo lp
mejor fuente de ingresos para el hombre de pluma), sino
que eran además una gallarda respuesta al mundo que le
atacaba y vilipendiaba: una suerte de desafío, una afirma-
ción de sí mismo. Los personajes que tienen sus propias
virtudes son los que al fin triunfan; para ellos, el reconoci-
miento de su superioridad, y para ellos -también- el amor.
Alfonso Reyes -creemos que con cierta ternura apenas
disimulada- confiesa: "Dudamos de que haya sido un
hombre feliz". De la existencia íntima de Alarcón nada se
sabe. Tuvo, sí, una hija natural. ¿Fue capaz de suscitar
una pasión amorosa? No lo creemos: acaso aquí, al revés
de lo que sucede en su comedia, venció la industria a la
suerte. Estamos seguros de que no fue feliz. Y no ya a cau-
sa de su apariencia contrahecha (pues al fin y al cabo él
oponía enérgicamente al físico desgraciado las grandes vir-
tudes del ánimo, y sin duda había obtenido ya una nece-
saria compensación para mantener su interno equilibrio
por lo que toca a este asunto), sino, sobre todo, por care-
cer de una familia. Ella le faltaba en su casa de la calle de
las Urosas. Los amigos, la tertulia, los libros gustosos. Sí:
todo esto está muy bien. Pero don Juan necesitaba a su
lado una figura femenina. Tenía que consolarse (lo supo-
nemos) recordando las mujeres que él había imaginado en
sus comedias: Anarda o Blanca dominarían sus ensueños.
Esto faltaba, repitámoslo, a don Juan Ruiz de Alar-
cón. Todo era en él medido, correcto y excelente. Hasta
en los asuntos económicos debió ser Alarcón la mesura
misma. Hablando del mercader Arnesto, Blanca responde
a don Beltrán (La industria y Ea suerte, Acto 11, escena
XIII):
Sin medida es su crédito, mas eso
es la misma ocasión de su rüina,
pues a gastar le obliga con exceso.
La lectura, la charla, la discreta administración de sus
caudales. Sí: perfectamente. Pero don Juan ~ i i de z Alar-
cón, cuando se quedaba a solas con sus recuerdos, tenía
que pensar en Anarda o en Blanca, es decir, no en una
amante apasionada y frívola, sino en una niujer bella, jui-
ciosa y firme. No fue sin duda feliz.

Pero como hombre de letras, para los escritores de


hoy, la figura de Alarcón puede constituir un ideal. "Un
claro sentimiento de la dignidad humana parece ser su ú1-
timo fondo". Y la verdad es que a todos, en nuestro deso-
lado hoy, nos hacen falta las virtudes y convicciones de
don Juan Ruiz de Alarcón; tal vez sólo hiciéramos caso
'
omiso de su "orgullo caballeresco del nombre y la prosa-
pia", e insistiríamos, si ello fuese posible, en el valor de la
dignidad interna y de la conducta. Ahora, precisamente,
es menester coincidir con él; es menester confiar en la na-
turaleza humana y creer con firmeza que los desvaríos del
hombre son pasajeros. Hay en el espíritu alarconiano (dice
Alfonso Reyes) "una apelación a todas las fuerzas organi-
zadoras de que el hombre dispone, una fe perenne en la
armonía, un ansia de mayor cordialidad humana". Nos se-
duce en él, además, su inteligencia, su extremada capacidad
de comprensión. ¿ Y es otra, acaso, la profunda actitud del
auténtico humanista? Esto le condujo a producir come-
dias de costumbres.
Sobre el mexicanismo de Alarcón nos atrevemos ape-
nas a opinar; sí aceptamos las finas razones que, para apo-
yar en cierto modo tal mexicanismo, aduce Alfonso Reyes.
Dejemos ahora la Introducción de este maestro y leamos
el prólogo que hubo de poner a La verdad sospechosa
y Las paredes oyen . Aquí cita Reyes unas palabras de
Menéndez Pelayo; se sorprendía el gran polígrafo español
de "la total ausencia de color americano" que se echa de
ver en las obras alarconianas. Cabalmente responde Alfon-
so Reyes a don Marcelino y a don Adolfo Bonilla y San
Martín. Sobre este tema vuelve Reyes en las páginas intro-
ductorias de la edición magna de Millares. Deseo transcri-
bir uno de sus párrafos: "En la obra de Alarcón apenas hay
evocaciones de ambiente mexicano y americano en general,
como el recuerdo del desagüe de México o la alusión a la
fastuosidad de los indianos. Pero es, en cambio, constante
la penetración de cierta atmósfera moral y sentimental.
Tal atmósfera es ya mexicana; y ello fácilmente se com-
prueba por la impresión de 'extrañeza' que nunca disimu-
laron ante el teatro alarconiano los literatos de Madrid".
Esa extrañeza -diríamos, por nuestra parte- se originaba
también porque el teatro de Alarcón se oponía admirable-
mente al teatro entonces usadero. Traigamos a la memoria

2 Ruiz de Alarcón: Teatro. Edición y notas de Alfonso Reyes.


Tercera edición. Espaea..Calpe, S.A. Madrid, 1937. (Pág. XL).
aquellas antiguas y definitivas palabras del mismo Alfonso
Reyes: "Representa la obra de Alarcón una mesurada pro-
testa contra Lope, dentro, sin embargo, de las grandes 1í-
neas que éste impuso al teatro españolw3.Ahora bien: que
no haya color americano (como decía.Menéndez Pelayo)
ni que haya apenas alusiones a las cosas mexicanas, creo
que se explica sin mayores dificultades. (Aparte, claro, la
cuestión de atmósfera.) Intentó y consiguió Alarcón crear
la moderna comedia de costumbres; tenía que constreñir-
se a ambientes y personajes que produjeran en los espec-
tadores la ilusión de cotidianidad. Pues si Alarcón hubiese
presentado en los corrales de Madrid obras de estricto am-
biente mexicano, nunca hubiera conseguido la comedia
de costumbres. La lejanía, lo exótico, el cariz de leyenda,
habría echado a perder el secreto fin moral de cada una
de sus obras.

Tal vez se correspondan ese fin moral y el modo en


que suelen estar escritas las comedias de Alarcón. No tie-
ne ciertamente la potencia ni la frescura lírica de Lope:
son distintos; no encontramos en su obra, por ejemplo,
versos como los que Casilda endereza a Peribáñez:
Pareces en verde prado
toro bravo y rojo echado;

3 Op. cit. (pág. XXXI).


pareces camisa nueva,
q u e entre jazmines se lleva
e n azafate dorado;
los cuales tal vez anuncien ya los versos de Federico Gar-
cía Lorca y los de Miguel Hernández. Pero es otra la mo-
dernidad de Alarcón: es un humanista, y por eso tiene
permanente vigencia. En la comedia de costumbres el ex-
tr>ernolirismo quizá no concuerde con la general estructura
de la obra y con el desarrollo de la acción; hemos dicho
que en la obra alarconiana importa sobre todo el manso
discurrir de la charla. Ni aun estando airados suben los
personajes el tono de su voz. En Los favores del m u n d o
(Acto 11, escena XV), el ponderado Garci Ruiz de Alarcón
cuenta a Anarda el sorprendente desplante que hubo de
hacerle el Príncipe, tras haberle cobrado afición y enalte-
cido. No se irrita Garci Ruiz: narra. Y así dice:
N o sé cuál medio en tal e x t r e m o t o m e :
a entrar o a estarme e n vano m e apercibo,
c o m o al que sueña toros, hace el miedo
que ni pueda correr ni estarse quedo.
Rara virtud, en la literatura española, la de don Juan
Ruiz de Alarcón. Ya dijo Menéndez Pelayo que en él la
emoción moral se convierte en emoción estética4 ; de ahí
la fortuna que Alarcón obtiene en el teatro francés. Vien-
do y estudiando la evolución del arte dramático en nues-

4 Op. cit. (pág. XXXII).


tros días, a veces he dado en pensar cuánto no nos haría
falta un Alarcón moderno que volviese en sus obras (per-
mitidme la frase) por los fueros de la humanidad. La actual
comedia de costumbres suele ser frívola o mecánica, o am-
bas cosas; los ensayos de un teatro nuevo no nos satisfacen
del todo. Lo que Alarcón hizo en su tiempo, podría hacer-
lo ahora un autor de genio; el mexicano pone de relieve
que la emoción moral no está reñida con la emoción esté-
tica. El teatro será siempre literatura, noble literatura. Re-
leed a don Juan en la preciosa edición de Agustín Millares
Carlo. Veréis entonces cuántas lecciones de modernidad
hay en su obra.
Nota preliminar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Análisis de Borges . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
Borges y la zoología fantástica . . . . . . . . . . . . . . . 35
Lapoesia de Alfonso Reyes . . . . . . . . . . . . . . . . . 41
Goetlie y Alfonso Reyes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71
El humanismo de Alfonso Reyes . . . . . . . . . . . . . 81
El mundo poético de Palés Matos . . . . . . . . . . . . . 85
Nota sobre Antonio Machado . . . . . . . . . . . . . . . 101
Juan Ramón o lo espiritual luciente . . . . . . . . . . 109
Claridad y rigor de Pedro Salinas . . . . . . . . . . . . 125
Sobre el teatro de AlLerti . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
La unidad poética de Aleixandre . . . . . . . . . . . . 149
Aleixandre. dios y humano . . . . . . . . . . . . . . . . . 155
Ponderación de Aleixaridre . . . . . . . . . . . . . . . . . 169
Aspectos de Aieixandre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181
La prosa de Vicente Aleixandre . . . . . . . . . . . . . 195
Lorca. redivivo . . . . . . ;. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 209
Jamés o la gracia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217
Las metamorfosis de Guillermo de Torre . . . . . . 223
De Torre y las vanguardias literarias . . . . . . . . . . 235
Guillermo de Torre y e1 superrealismo . . . . . . . . 245
Guillaume Apollinaire . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 253
Sobre unas cartas de Maupassant . . . . . . . . . . . . 261
Rivarol y las lenguas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 269
Sobre Belarmino y Apolonio . . . . . . . . . . . . . . . 279
Las ficciones de Valbuena Prat . . . . . . . . . . . . . . 323
Recordando a Saulo Torón . . . . . . . . . . . . . . . . . 351
Valdés y el saco de Roma . . . . . . . . . . . . . . . . . . 371
Sobre Ruiz de Aiarcón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 385
ESTA EDICIÓN SE TERMINÓ DE IMPRIMIR
EL D ~ A
30 DE ABRIL DE 1985, EN LOS
TALLERES DE LA LITOGRAFÍA
LEZCANO, EN LAS PALMAS
DE GRAN CANARIA.
Publica Ventura Doreste su primer artículo a los
14 años. Metódicas y largas lecturas en la gran biblio
teca paterna. Bac!iillérato universitario. Estudios de
Derecho, Magisterio y Filosofía y Letras. Premio Ex
traordinario de Licenciatura (Filología• Románica).
Director de ediciones, conservador de museos, fun
cionario técnico, profesor universitario. Viajes por
España y por América. Colaborador de importantes
revistas nacionales y extranjeras. Ha dado a la estam
pa Ifigenia, Dido y Eneas, Sonetos a Josefina, etc.; y
con otros autores, Antología cercada. Algunos de sus
estudios han aparecido en forma de folletos. En 1977
ofrece el volumen Ensayos Insulares y en 1984 el li
brito Veintiún poemas. Tiene en preparación nuevas
obras. Prosa trabajada y rica la de Ventura Doreste se
gun afirma Ricardo Gullón, quien añade que en los
textos de este ensayista “la idea tiene relieve de me
dalia, está acuñada en fórmulas que se graban en la
memoria”. Para el académico Lázaro Carreter es Do
reste “uno de los más diestros artífices del idioma
común”, “una de las voces más nobles y claras en que
nuestra lengua, tan humillada, contempla hoy su siem
pre posible hermosura”.

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