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Mito 1 a: Los cadáveres causan epidemias. Por lo tanto, hay que enterrarlos rápidamente
en fosas comunes, o bien cremarlos en piras colectivas.
Realidad: Los cadáveres no causan en sí mismos enfermedades. Si los que murieron no
padecían una enfermedad infectocontagiosa, tampoco podrán trasmitirla después de
muertos. Los microorganismos que causan la descomposición, no son del mismo tipo de
los que generan enfermedades. Por lo tanto, no es necesario agravar el trauma colectivo
de una catástrofe con la violencia de no poder velar y despedirse de los muertos. (Se
recomienda el libro Manejo de cadáveres en situaciones de desastre, publicado por la
Oficina Panamericana de la Salud, en Internet en el sitio www.paho.org).
o revacunación masivas están indicadas en muy pocos casos, cuando se detecta una
concentración peligrosa de determinados gérmenes en las fuentes de agua para consumo
humano. Aún así, la inmunización no es indiscriminada, sino que debe abarcar sólo a
franjas precisas de la población, en determinadas edades y/o en función del riesgo de
infección o de contagio. Además, las vacunas para ciertas enfermedades no suministran
un porcentaje total o casi total de inmunización, por lo que siempre es fundamental el
poner el acento en mejorar las condiciones de higiene y, sobre todo, de potabilización del
agua. La ignorancia o la presión sobre las autoridades sanitarias para que realicen una
vacunación masiva puede implicar enormes e innecesarios gastos de dinero, esfuerzos y
tiempo; y, al mismo tiempo, descuidar las prevenciones en materia de higiene y salubridad.
Mito 3: Hay más muertos de los que se reconoce oficialmente. El gobierno oculta la cifra
real.
Realidad: Este mito puede tener cuatro orígenes, no necesariamente excluyentes:
La desconfianza hacia las autoridades, que se acrecienta
cuando la catástrofe era evitable o prevenible, y las autoridades hicieron poco o nada
para que no ocurriera o para reducir los riesgos o los efectos. Se basa en un
mecanismo psicológico llamado desmentida de la percepción: cuando a uno le dicen
que lo que está percibiendo no es verdad, le modifican el registro de la realidad.
A muchos sobrevivientes les fue tan difícil salvarse, que creen
que otras personas que estaban en su misma situación o peor, seguramente deben de
haber muerto. Otros creen que el número de víctimas es mayor porque, cuando
rescataban a algunas personas, sentían llorar y gritar a muchas más, y no les
alcanzaban los brazos para ayudarlos.
La sensación de pérdida individual es tan grande, que sólo
puede equipararse con un duelo igual a nivel colectivo.
En cierto tipo de desastres, cuando la evacuación o
autoevacuación masiva no han sido preparadas ni se realizan en forma organizada,
sino que se producen como una desbandada o en medio del pánico, es frecuente que
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los integrantes de los hogares se dispersen y puedan volver a reunirse recién después
de algunos días. Tanto las autoridades como los medios suelen hablar de
desaparecidos, una palabra que, inmediatamente después de la tragedia, suele tener el
significado de casi seguro que han muerto. Después de la inundación que arrasó con
un tercio de la población de la ciudad argentina de Santa Fe, el 29 de abril de 2003
(135.000 evacuados y autoevacuados), cuando los “desaparecidos” sumaban miles, los
medios locales adoptaron el término desencontrados, para diferenciarlos de los miles
de desaparecidos de la última dictadura militar (1976-1983), personas asesinadas por el
terrorismo de Estado cuyos cadáveres en su mayoría nunca fueron hallados. A las tres
semanas de ocurrida la inundación, sólo una persona no había sido localizada y
continúa desaparecida.
En un primer momento puede ocurrir que las autoridades den una cifra más baja de
muertos, sobre todo debido al caos originado por la catástrofe. Aún cuando, en casos muy
especiales, tuvieran interés en minimizar los efectos, es técnicamente imposible ocultar y/o
trasladar cadáveres en una situación de tanta perturbación como ésta, sin que nadie se
entere. Por el contrario, pronto comprenden que sólo la admisión pública de la magnitud
del desastre les permitirá recibir ayuda para asistir a los sobrevivientes y reparar la
infraestructura destruida o dañada.
En el caso de catástrofes que ocurren de improviso y tienen una duración limitada –un
terremoto, un alud, un atentado terrorista–, también es frecuente que algunos
sobrevivientes en estado de shock sufran de amnesia y se pierdan.
Mito 5: Las catástrofes ponen al descubierto los peores rasgos del comportamiento
humano.
Realidad: Pueden producirse casos aislados de comportamiento antisocial, pero la
inmensa mayoría de las personas responde espontáneamente con gran generosidad y
solidaridad, y abundan los héroes anónimos.
Mito 5 a: Después de las catástrofes vienen los saqueos. Por lo tanto, alguien tiene que
quedarse a cuidar lo que queda.
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Realidad: Si bien puede haber algunos casos de saqueos, los índices delictivos bajan
siempre abruptamente después de una catástrofe. Resulta tan difícil como peligroso el
robar en una casa inundada o derrumbada tras un terremoto. Pero la sensación de pérdida
total hace pensar en proteger lo irrecuperable; esta actitud de quedarse a cuidarlo entraña
riesgos concretos y un rápido deterioro de la salud física y mental.
Mito 5 b: Las autoridades y/o las fuerzas de seguridad están aprovechando la catástrofe
para hacer “limpieza” de delincuentes.
Realidad: Son imágenes culturales anteriores al desastre, que se reactualizan y potencian
por la crisis. Esto se acentúa cuando la población más afectada pertenece a la clase baja,
debido a la espacialización de la violencia y del delito, identificados con los lugares donde
se producen o de donde provienen supuestamente sus autores. En los hechos, tanto las
autoridades como las fuerzas de seguridad están demasiado ocupadas –y a menudo,
también desbordadas– en la atención de la emergencia.
Mito 5 c: Todas las noches hay tiros. Vieron un cadáver con un cartelito que decía “por
robar”.
Realidad: Se pone al descubierto la fuerte desconfianza previa en las instituciones
responsables de la seguridad. En las inundaciones, cuando algunos jefes de familia
deciden quedarse en los techos de sus viviendas a cuidar lo que pudieron salvar o
suponen que queda, por la noche, debido a la oscuridad (la electricidad permanece
cortada), a veces se comunican entre sí con disparos, para hacerse saber que se
encuentran bien.
Realidad: Esta debe ser la última alternativa, ya que provoca muchos inconvenientes:
desarraigo, hacinamiento, problemas sanitarios, problemas de convivencia, dificultades
para trasladarse a los lugares donde realizan las tareas habituales (estudio, trabajo,
atención médica, etc.), marginación. Por el contrario, lo más adecuado es ayudar a las
familias para que puedan reconstruir sus viviendas y volver cuanto antes a sus hogares.
Muchas organizaciones utilizan los fondos normalmente destinados a la adquisición de
tiendas de campaña para comprar, en el propio país afectado, materiales, herramientas y
otros artículos relacionados con la construcción; esto, además, ayuda a reactivar la
economía local.
Mito 9: Llegó muchísima ayuda solidaria y/o del gobierno nacional, pero las autoridades
locales se quedan con buena parte, para repartírselo entre ellos o para revenderlo.
Realidad: El desvío de donaciones o de ayuda oficial ocurren en mínima medida. El mito
se explica porque inconscientemente se magnifica la cantidad de lo enviado y se minimiza
lo que le toca a cada uno. Frente a las dimensiones de las pérdidas –no sólo en lo material
sino también en lo simbólico y lo afectivo–, todo lo que se recibe resulta poco.
Fuentes consultadas:
OPS, Área de Preparativos para Casos de Desastre
Escuela de Psicología Social de la ciudad de Santa Fe, Argentina
Médicos Sin Fronteras
Red Solidaria, Buenos Aires, Argentina