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Deseo y modernización: el

modernismo canónico esteticista en


el fin de siglo uruguayo 1

Carla Giaudrone

El modernismo latinoamericano surge dentro del contexto histórico de


los grandes cambios económicos (fin del pacto colonial, industrialización,
surgimiento de nuevas estructuras económicas) y sociales (fenómeno de la
inmigración, democratización) ocurridos al final del siglo XIX. Ante el
avance de los nuevos productos de la ciencia y la industria y la entrada de
tecnologías masivas como la prensa, los modernistas adoptan una actitud
que vacila entre la búsqueda de universalidad, encarnada en el ansia de
participar en un mundo cosmopolita y moderno, y el recelo a una
modernidad cuyo rasgo más sobresaliente en Hispanoamérica reside en la
propia conciencia de su fragilidad o, como señala Roberto González
Echeverría, de su falsedad. Principalmente, la producción modernista debe
ser leída como la clave de un cambio en la conciencia cultural, como la
primera reflexión literaria autoconsciente del continente. Con ella se inicia
la modernización literaria latinoamericana y su relativa autonomización
con respecto al poder político estatal2. En esta puesta al día con los sistemas
literarios y filosóficos europeos y norteamericanos, la tradición occidental,
matizada por la conciencia moderna, se conjuga con la tradición cultural
interna de la América hispana.
A fines del XIX Latinoamérica encuentra su modelo de modernidad en
Europa occidental. Lo «moderno» se asocia con la industria y lo urbano,
con la expansión de la educación, los servicios de salud y las
comunicaciones, con la estabilidad monetaria y la ciudadanía política, con
la cultura «científica» y el «progreso». Si el inicio de esta serie de cambios
identificados con la modernización implica por un lado la disolución de
grupos sociales tradicionales, por otro, propicia el surgimiento de
identidades y subjetividades nuevas. Algunos de estos recientes sujetos,
como es el caso de los «nuevos ricos» que aspiran a verse representados en
el orden político, toman ventaja de una época que ofrece la posibilidad del
ascenso social y consiguen desplazarse a una posición central. La
contrapartida la conforman aquellas identidades excluidas de la
modernidad latinoamericana, aquellas que se encuentran fuera de las
categorías de sexo, espacio y cultura reconocidas por un sujeto masculino
que despliega su discurso desde el centro cultural (Todorov). Se trata del
conjunto de las «razas híbridas» que, de acuerdo al sociólogo argentino
Carlos Octavio Bunge (1875-1918), se caracterizan por poseer un elemento
«regresivo» o «degenerado» resistente a los cambios «civilizados» que el
proceso de modernización pretendía imponer3. En este grupo quedan
integrados negros, mulatos, indígenas y mestizos, pero también blancos
pertenecientes a estratos sociales inferiores, mujeres, niños, homosexuales
e inmigrantes pobres. La obsesión estatal por categorizar al otro evidencia,
como indica Sander Gilman, el miedo a que el otro acceda al poder, la
paranoia del alzamiento del esclavo inherente en todas las imágenes de
otredad.
El otro, percibido como una amenaza al poder hegemónico, debe ser
necesariamente controlado, anulado. Con tal fin son creados a partir de la
segunda mitad del siglo XIX, con el auxilio de la ciencia y la religión,
modelos culturales de mujer y ciudadano. La sexualidad pasa a
considerarse un poder que escapa a la cultura racionalista; su descontrol, un
factor que conduce a la enfermedad, al gasto ocioso de energías y al
deshonor familiar. De ahí el apremio por vigilar y regular algunos de esos
«excesos». A la mujer, personificación de los pecados de la carne, se la
identifica con la tentación sexual; al inmigrante se le atribuye el impulso de
subterráneos cambios en la sensibilidad y en los valores morales que
conlleva a la anarquía social y sexual; al homosexual se lo condena por
marcar el carácter ambiguo de la virilidad en una época donde la
sexualidad y los roles sexuales habían abandonado los dominios de las
cómodas categorías de género. Ya a fines del XIX la masculinidad había
comenzado a dejar de parecer natural, transparente o menos conflictiva que
la feminidad, aun cuando tanto una como la otra, como roles socialmente
construidos, definidos dentro de circunstancias culturales e históricas
concretas, nunca habían sido conceptos coherentes y fijos. El conjunto de
estas identidades marginales contribuyó a desvigorizar la supremacía
masculina en el aparato de poder y la virilidad como una de las causas
esenciales de su dominio. La institución estatal de los «tiempos modernos»
no estaba dispuesta a dejar lugar para otro deseo que no fuera el masculino.
El modernismo, en cambio, desde una postura que se expresa en contra
del filisteísmo burgués encaramado en el poder, vuelve visible al otro, le
ofrece, aunque condicionado, un espacio. La modernidad, a su vez, sólo
puede ser criticada desde ese otro que se encuentra fuera del orden
simbólico y del sistema de normas de la cultura patriarcal occidental.
Asimismo, el carácter sexualizado que presenta la escritura modernista,
especialmente en Uruguay, invita a todos por igual a mirar y participar en
los tan atrayentes márgenes. Contra la corriente de prejuicios existentes en
una sociedad que niega la sexualidad, surge una escritura de intenso
contenido erótico que abre una vía de expresión artística a la mujer y al
homosexual, dos «sexualidades periféricas» (Foucault). Mediante esta
escritura, estos artistas alcanzan a construir las bases de un discurso propio
esencialmente diferente al que el sujeto masculino irradia desde el centro
cultural.
No obstante, el enfrentamiento entre el escritor modernista y la cultura
hegemónica de la cual se considera adversario, no va más allá del plano
alegórico en una realidad mucho más compleja. Ni la cultura oficial es un
bloque homogéneo, como señala Julio Ramos, ni el modernismo consiste
en un movimiento intelectual abarcador de tendencias, corrientes estéticas
y doctrinas todas coherentes entre sí. Como bien lo indica este mismo
crítico, si por un lado el escritor modernista en su nuevo puesto de
trabajador asalariado establece, «a raíz de su lugar descentrado, alianzas,
afiliaciones, en los márgenes de la cultura dominante» (74), por otro, esta
«marginalidad» del escritor, «su crítica a veces abstracta y esencialista de la
modernidad y el capitalismo (extranjero), le garantiza una notable
autoridad social, atractiva, incluso, para zonas de las clases dirigentes
latinoamericanas, amenazadas por una modernización que acarreaba su
dependencia política y económica» (11). Ambigua es la marginalidad de los
modernistas con respecto a la moral burguesa imperante en la época, hecho
que se revela, por ejemplo, en la paradójica lectura que estos escritores
hacen de la decadencia europea, cuyo factor transgresor es al mismo
tiempo exaltado y condenado.
El presente trabajo parte de la reflexión de la singularidad de algunas
identidades modernistas en el contexto del «repertorio cultural de ideas y
creencias» (Real de Azúa, «El ambiente» 145) del Novecientos uruguayo,
enfatizando el aspecto del género sexual y la sexualidad como detonantes
de construcciones culturales en el grupo generacional de escritores
considerados dentro de los cánones del modernismo esteticista 4. El estudio
se concentra en integrantes representativos del grupo de intelectuales
vinculados al viejo patriciado letrado (Delmira Agustini, Roberto de las
Carreras, Julio Herrera y Reissig, Alberto Nin Frías, José Enrique Rodó,
María Eugenia Vaz Ferreira) cuya respuesta a nivel estético-ideológico al
proceso que vivía la sociedad se expresa en el modernismo canónico
esteticista. Queda a un lado, pues, la respuesta del sector pequeño burgués,
encarnada en lo lírico por nombres como los de Álvaro Armando Vasseur,
Ángel Falco y Florencio Sánchez, respuesta literaria de tipo «libertario»
que aun cuando maneja un asunto y una formulación artística diferente a la
modernista, se encuentra ineludiblemente contaminada por ésta 5. Por su
parte, el uso del término «género» en el presente estudio -esto es, como una
forma de referirse exclusivamente a los orígenes sociales de las identidades
subjetivas de hombres y mujeres, como una categoría social impuesta en un
cuerpo sexuado-, enfatiza un sistema de relaciones que puede o no incluir
al sexo, pero que no está directamente determinado ni por éste ni por la
sexualidad6. Finalmente, el trabajo se propone seguir la línea de los más
recientes estudios sobre el modernismo y su época, línea que explora
realidades culturales que habían sido desechadas por «insignificantes» y
que sin embargo conforman una parte decisiva del proceso cultural
finisecular. Me refiero a estudios que se concentran en espacios culturales
ocupados por identidades que se encuentran fuera de la categoría
hegemónica de género, que exploran sus historias (en oposición a la
Historia) dentro del marco social, así como también los trabajos que
exponen la construcción paranoica del género y la norma sexual, y del
género y la diferencia sexual en la literatura latinoamericana de fin de
siglo7.
En los escritores pertenecientes al canon modernista previo, como el
cubano Julián del Casal (1863-1893) y el nicaragüense Rubén Darío (1867-
1916), por sólo nombrar a los más influyentes y admirados por los literatos
uruguayos, se advierte una clara exaltación del impulso sexual como una
forma de responder creativamente al vacío de la vida y como un desafío al
moralismo conservador. No obstante, una lectura atenta de sus respectivas
obras revela las variadas tácticas a las que estos autores recurren para
disfrazar un cuerpo erótico que debía ser estéticamente transformado,
transferido a otro registro. En cambio, el modernismo practicado entre los
integrantes de la generación del Novecientos en Uruguay presenta la
singularidad de situar el cuerpo en el centro de su poética, sexualizando la
escritura. La exaltación del impulso erótico que se advierte en estos
escritores, impulso singularizado por «un sesgo político-social de protesta
contra la regla burguesa y de desafío a las convenciones de la
generalidad» (Real de Azúa, «El ambiente» 162), choca con el proceso de
«disciplinamiento» de la sensibilidad «bárbara» que se viene operando en
la sociedad uruguaya finisecular8. Este proceso que conduce a una sociedad
«civilizada» aparece como producto del cambio en las valoraciones
colectivas que se advierte tanto en el sector conservador como en el liberal
y en lo fundamental implica el control, la legislación e institucionalización
de los «excesos» de la sexualidad, la gran enemiga del ascetismo y el orden
que la modernidad pretende imponer. La obra literaria de Roberto de las
Carreras, en especial Amor libre (1902), volcada a la defensa de la
liberación sexual de hombres y mujeres, y los escandalosos capítulos
del Tratado de la imbecilidad del país según el sistema de Herbert
Spencer (1901-1902) de Julio Herrera y Reissig, que refieren a la
sexualidad de sus compatriotas, convienen con una propuesta estética de
ataque a lo burgués y lo mesocrático, a la vez que evidencian la
concientización de una crisis de la masculinidad. Asimismo, en este
ambiente caracterizado por una gran inseguridad cultural, política y
económica como consecuencia del proceso de inmigración y
modernización que el país atravesaba, comienzan a surgir las primeras
voces que hablan el «lenguaje nuevo de una realidad hasta ahora
muda» (Zum Felde, Proceso intelectual). Estas nuevas voces eróticas, la
femenina (María Eugenia Vaz Ferreira y Delmira Agustini) y la
homosexual masculina (Alberto Nin Frías), se exhiben a un público
desconcertado. La posición de estos escritores reviste un carácter más
complejo que el de sus colegas masculinos heterosexuales: mientras que a
nivel estético optan por mostrarse «tal como son» (Nin Frías), ante la
sociedad, por el hecho de pertenecer a una facción marginalizada, se ven en
la necesidad de amoldarse al modelo burgués. Así es que para moverse
dentro de las normas morales establecidas por la sociedad, paralelamente al
desarrollo de una escritura poderosamente transgresora, Delmira se coloca
la máscara de la «Nena», María Eugenia la de la «Invicta» y Nin Frías la
del «Europeo».
En 1900 Ariel de José Enrique Rodó, una obra defensora de la
«espiritualidad» latinoamericana opuesta a la «materialidad» del
mercantilismo representado en la gran potencia del Norte, alertaba sobre
ciertos peligros y «concesiones» del esteticismo. Con la misma cautela con
que maneja la noción de democracia, el sujeto de Ariel previene sobre un
posible exceso de artificialidad en la Belleza que la vuelve una amenaza en
el sentido que puede contribuir a la formación de sujetos ambiguos.
Casi medio siglo debió transcurrir entre una primera lectura parcial del
modernismo canónico esteticista (una que, con excepción de la obra de
José Martí y José Enrique Rodó, redujo su producción a una estética de
espacios cerrados, de escapismo, exotismo y torremarfilismo) y las
innovadoras lecturas críticas que hoy conciben el carácter «impuro» y
contradictorio de la estética modernista9. A fines de la década del sesenta
surgen varios trabajos críticos que abren la discusión al estudio del
modernismo dentro de su sistema de producción social. Entre estos últimos,
algunos se centran en el aspecto socioeconómico de una cultura que
comienza a ser determinada por las reglas del liberalismo y las
oportunidades de mercado, mientras que otros trasladan la discusión del
modernismo a su inserción en la tradición poética occidental10.
La crítica más reciente ha venido enfatizando el carácter heterogéneo
del modernismo, espacio cultural en el cual estaría contenida no sólo la
lírica sino toda la producción escrita de un período que por lo general se ha
situado entre 1880 y 1915. Esta producción, pese a incluir discursos tan
diferentes como el literario, el científico-médico y el jurídico-legal, se
revela como un programa estético coherente entre cuyos propósitos
comunes se destacan una actitud de rebeldía, de ataque a la norma pública,
y un énfasis en la virtuosidad y la expresión individual.
Para comprender el estrato dominante de la época, las fórmulas
estéticas de lo que Ángel Rama («Sistema literario») denomina la
«secuencia modernista» son apropiadas y aplicadas a distintos contenidos,
resultando en esas aparentemente «extrañas contradicciones» que surgen
dentro de la organicidad del discurso. De esta manera, las fórmulas del
modernismo canónico esteticista pueden llegar a ser aplicadas a opciones
estético-ideológicas diferentes a la poética modernista, así como también
ésta en ocasiones recurre a códigos literarios conceptuados como ajenos.
El carácter ambivalente del modernismo se hace aún más patente
cuando se encara su estudio por el lado de la construcción de géneros
sexuales y de las sexualidades. La contradicción básica radica en el hecho
de que el modernismo hispanoamericano coincide, por un lado, con el
desarrollo de las culturas nacionales cimentadas sobre una tradición de
amor «naturalmente» heterosexual, tal como lo señala Doris Sommer
en Foundational Fictions. Simultáneamente, a nivel literario, el
modernismo puede señalarse como el momento fundacional en
Hispanoamérica de una literary queerness (Oscar Montero, «Julián del
Casal and») que premeditadamente coloca lo marginal en el centro,
insistiendo en exaltar lo raro, lo mórbido, es decir, todo aquello que se
desvía del canon entendido como «normal». Esta atracción que los
modernistas experimentaron por lo «anormal» y lo «patológico», se
relaciona directamente con la fascinación que, a un nivel más general, se
desarrolla por el desvío a lo largo de todo el siglo XIX y principios del XX.
Aquello que se aparta de la norma pasa a constituirse en la propia norma y
la ciencia médica, focalizada en los aspectos patológicos de la sexualidad
humana, se convierte en la autoridad encargada de determinar los límites
que separan las conductas «normales» de las «anormales»11.
El fin del siglo XIX está marcado por una crisis de género que afecta a
todos, hombres como mujeres, por igual. Las identidades sexuales
repentinamente se ven enfrentadas a serios cambios, en un período de
fronteras movedizas, de reacomodamientos económicos y sociales que
traen consigo una sensación de caos y apocalipsis. Como nunca antes, se
aguarda con certeza el «Ocaso de las Naciones» pronosticado por Max
Nordau en Degeneration, ensayo que se concentra en el ataque a la cultura
moderna por entender que en ella se expresan tendencias morales y sociales
que son el mismo síntoma de la degeneración. Es en épocas de inseguridad
cultural, donde se teme la regresión, que se intensifica el anhelo por el
estricto control de límites sobre las definiciones de género, raza, clase y
nacionalidad. Definir, clasificar y medicalizar al otro patologizado es el
primer paso para controlarlo.
Ambigua es la actitud de los modernistas ante un saber con tanta
autoridad como el de la Ciencia, que condena la estética moderna por
considerar que su exceso la convierte en algo peligroso. Si por un lado los
escritores reconocen y respetan este saber -Real de Azúa («El ambiente»)
habla de la caricaturesca idolatría de la Ciencia-, un saber entendido como
el dominio progresivo de la naturaleza y como explicación exhaustiva del
universo, por otro, y sin dejar los prejuicios morales de lado, los
modernistas se muestran incapaces de resistir la poderosa atracción que en
ellos provoca lo prohibido, lo oculto.
Sylvia Molloy («Too Wild») ha señalado la paradójica influencia en los
modernistas de dos corpus disímiles que en Latinoamérica se incorporan
simultáneamente como formas de la modernidad. Por un lado, los textos
decadentes de Joris-Karl Huysmans (1848-1907), Gustave Moreau (1826-
1898), Edgard Allan Poe (1809-1849) o Charles Baudelaire (1821-1867),
entre los principales, y, por otro, los textos científicos o seudocientíficos
que denuncian la «insalubridad» de la estética moderna, con los nombres
de Cesare Lombroso (1835-1909) y Max Nordau (1849-1923) a la cabeza.
De esta contradictoria integración deviene, como señala Molloy, el doble
discurso del modernismo, donde la estética decadente aparece al mismo
tiempo como un elemento progresivo y regresivo, regenerador y
degenerador, saludable y enfermo, celebrada tanto por sus efectos
sensacionalistas, por su sensualidad y su insistencia fetichista en las formas
corporales, como condenada y frenada por su factor transgresor.
Como señala Real de Azúa, el ambiente cultural
del Novecientos uruguayo no escapa en modo alguno a la mezcla de
diversas posturas y corrientes que confluyen y antagonizan en este período.
De ahí que este crítico proponga hablar, más que de una «ideología»
del Novecientos, «de un ambiente intelectual caracterizado, como pocos, en
la vida de la cultura, por el signo de lo controversial y lo caótico» («El
ambiente» 145)12. Industrialización, positivismo ideológico y práctico,
marxismo, militarismo, ciencia experimental, capitalismo, burguesía y
neoidealismo son algunos de los sistemas que confluyen en esta época. Un
testigo latinoamericano de la época, el peruano José de la Riva-Agüero,
describe lo que recuerda como una atmósfera envenenada por lecturas
«imprudentes y atropelladas»:
Nietzsche, con sus malsanas obras y especialmente
su Genealogía de la Moral, me contagió su virus
anticristiano y antiascético. Poco después, el confuso
ambiente universitario, la indigestión de los más
opuestos y difíciles sistemas filosóficos, la
incoherente zarabanda de las proyecciones
históricas, pautada apenas por el tímido eclecticismo
espiritualista de Fouilée, o tiranizada y rebajada por
el estrecho evolucionismo positivista, me
infundieron el vértigo de la razón infatuada,
engreída de su misma perplejidad y ansiosa
trepidación. ¡Cuántos ingredientes tóxicos se
combinaron en aquella orgía de pensamiento! Al
rojo frenesí de Nietzsche el demente, se sumaron el
negro y letal sopor del budista Schopenhauer, las
recónditas tenebrosidades del neokantismo, la
monótona y grisácea superficialidad disciplinada de
Spencer, y la plúmbea pedantería de sus mediocres
acólitos, los sociólogos franceses de la Biblioteca
Alcan. Espolvoreando la ponzoña, disfrazaban la
acidez de estos manjares intelectuales las falaces
mieles del diletantismo renaniano, la blanda
progenie de Sainte-Beuve, el escéptico, la elegante
sorna de Anatole France y las muecas de Remy de
Gourmont.

(Citado por Real de Azúa, «El ambiente» 150-151)

Max Nordau en su muy difundido tratado Degeneration, al referirse a


los síntomas de la enfermedad de fin de siècle, advierte sobre los efectos
nocivos que la decoración recargada e «irreal» del art nouveau provoca en
el sistema nervioso de los sujetos que habitan los interiores decorados en
ese estilo. Al igual que los desconectados y antitéticos arreglos
finiseculares, la lectura desordenada de los «más opuestos y difíciles
sistemas filosóficos»enumerados por De la Riva-Agüero, enferma los
espíritus sensibles. Paradójicamente, estas mismas ideas patologizadas, al
igual que la literatura decadente, eran consumidas vorazmente y buscadas
en un afán de novedad rara y exquisita, y, algunas veces, hasta eran
reconocidas como cura, como un antiséptico para la vulgaridad del
ambiente burgués.
En el plano estético, un nuevo universo iconográfico, revelado a través
de revistas y folletines, principalmente venidos de Londres o París, invade
la sensibilidad de los uruguayos: los cuadros de Burne-Jones y Gustave
Moreau, las ambiguas figuras humanas de los dibujos de Aubrey Beardsley,
los diseños de los tapices y las telas de flora hierática de William Morris
que lucían los lujosos objetos traídos de Europa por las familias
acomodadas. En materia literaria, además de los ya mencionados
«malditos» Huysmans, Poe y Baudelaire, otras lecturas moralmente
«aberrantes» como las de Maurice Barrés, Oscar Wilde, Gabriel
D'Annunzio y Anatole France circulaban y eran discutidas en los cafés, los
cenáculos y los centros político-culturales, como el «anarquista
científico» Centro Internacional de Estudios Sociales13. En un ambiente
donde la Universidad se halló relativamente ausente del proceso creador de
cultura, los mencionados centros culturales pasan a convertirse en los
nuevos espacios de intercambio de ideas del sujeto autodidacta, quien
asume un papel protagónico en la renovación intelectual.
Hacia la década de 1890 el Uruguay se encuentra en una fase de
reajustes y reorientaciones de un proceso modernizador, comenzado unos
veinte años atrás, que había sido incapaz de evitar la crisis económica y
financiera. Esta primera etapa de modernización culmina con una reflexión
sobre el destino del país y nuevas pautas modernizadoras de tipo más bien
urbano y de rasgos democráticos y reformistas, encarnadas en la política de
José Batlle y Ordóñez14. El año 1896, año de aparición de Los
raros y Prosas profanas de Rubén Darío, ha sido señalado como el
momento en que se produce la invasión modernista en Uruguay con la
publicación de «El que vendrá» de José Enrique Rodó, libro en donde se
advierte el «síntoma insoslayable de una inquietud histórica y de una
inminente revisión» (Real de Azúa, «El ambiente» 146). Sin embargo, la
expresión de esa nueva «sensibilidad de fin de siglo, refinada y
complejísima», como dice Carlos Reyles en el prólogo de Primitivo de
1896, ya puede advertirse un par de años antes. En 1894 María Eugenia
Vaz Ferreira recita su «Monólogo» en el Club Católico de Montevideo y
Roberto de las Carreras publica en el primer diario de venta masiva del
país, El Día, su poema Al lector. En ambas composiciones el yo lírico se
ofrece a una mirada pública que percibe hostil. En el caso de Roberto de las
Carreras porque el sujeto entiende que el ser poeta entra en conflicto con el
pragmatismo de una época que alentaba la economía regida por la
eficiencia y la utilidad, tal como explicita en «Mi herencia», otro poema de
la misma época. En el caso de María Eugenia Vaz Ferreira, porque la mujer
haciendo poesía erótica contradice el modelo burgués femenino (de mujer
sumisa, abnegada, económica y trabajadora en la casa, modesta, virtuosa y
pudorosa con su cuerpo) institucionalizado en los textos escolares. Los dos
poemas se organizan en torno a un sujeto lírico que, desde una posición
excéntrica, se permite la crítica a un discurso hegemónico que considera
producto de una tradición represiva.
El aspecto erótico, tan presente en la obra de los principales escritores
pertenecientes al canon modernista uruguayo, permaneció largamente
relegado por un importante sector de la crítica, que atribuyó el carácter
sensual de esta poética a una manía poco seria de los escritores de seguir
los caprichos de una moda que exigía «posar» de sensualista. No obstante,
es en la particular concepción del amor que se observa en estos escritores
dónde se encuentra el elemento innovador, el gesto desestabilizador de su
poética. Se ha pretendido ocultar el erotismo de la poesía de Delmira
Agustini bajo una capa de trascendencia mística (Zum Felde, Proceso); se
ha apresurado a desvalorizar o a señalar el carácter «riesgoso» de un
tratado de Julio Herrera y Reissig sobre las costumbres sexuales de los
uruguayos al cual el escritor le dedicó casi dos años de un período crucial
en su carrera literaria (1900-1902); se ha rodeado con un «cordón
sanitario» (Cortazo) la obra completa de Roberto de las Carreras o
suprimido enteramente otras que no pudieron comprenderse en el canon,
como ha ocurrido con la obra de Alberto Nin Frías15.

La moda de la aldea: Julio Herrera


y Reissig y Roberto de las
Carreras
En lo que respecta a su actitud frente a la moral de la época, Julio
Herrera y Reissig ha sido considerado un tímido seguidor de su maestro en
dandismo, Roberto de las Carreras16. Como apunta Idea Vilariño, las
esquemáticas biografías realizadas por parientes y amigos y el carácter
poco confesional de su poesía, contribuyeron a la fabricación de una
imagen edulcorada del autor de «Tertulia lunática». Su obra, sin embargo,
refleja el sitial privilegiado que ocupa el deseo en su poética, deseo
omnipresente incluso en la etapa de mayor acercamiento a la metafísica,
marcada por La vida(1903), poema síntesis, como señala Arturo Ardao, de
su concepción filosófica en la fase definitiva de su existencia.
Por su parte, el componente explícitamente erótico en la escritura de
Roberto de las Carreras ha eclipsado el papel fundamental de este autor en
el nuevo rumbo que tomó el modernismo finisecular uruguayo 17. A partir
de Al lector y de la exaltación de su origen bastardo que hace en «Mi
herencia» (subtitulado «Cuestiones jurídicas. Comentario al artículo 222
del Código Civil»), de las Carreras construye un yo ilegítimo que, desde
una posición crítica a los códigos y a la ley misma, redefine la posición del
escritor ante la ley como un desplazado de la institución paterna18. Sus
provocadoras actitudes de inspiración ácrata, se sincronizan con la
sensibilidad finisecular en el ámbito de la cultura occidental. Su fantochería
representa la esencia misma del movimiento literario de la época,
caracterizado en lo fundamental por el espíritu burlón e informal y por la
subversión de modelos que hasta entonces se tenían como intocables. Con
la irrupción de Roberto de las Carreras en el escenario cultural
del Novecientos, la producción literaria tomará un camino renovador. La
dimensión irreverente y paródica que adquirirán los versos de un Julio
Herrera y Reissig, un Pablo Minelli o un César Miranda, entre otros, se
encuentra directamente relacionada con la amistad que estos escritores
mantuvieron con el «esteta» de las Carreras.
Las respectivas escrituras de Herrera y Reissig y de las Carreras van a
coincidir en la insistencia fetichista en las formas corporales y en la
exaltación de una moda «afeminada» y exhibicionista reflejo de los nuevos
rumbos estéticos. En franco contraste con la morosidad sexual que algunos
críticos han querido ver en Herrera (Rodríguez Monegal, Sexo y Poesía), el
erotismo en su poética, lo netamente sensual y lascivo, desafiante de los
valores morales de su época, aparece como un componente esencial de su
escritura. Tanto en sus poesías como en su prosa, el amor se revela como un
goce libre y casual a través de una escritura que mueve al juego hedonista y
concupiscente. La desacralización del acto sexual es exigida por medio de
un discurso que ironiza permanentemente aspectos del código que le
precede. Por el dinamismo de la actividad lúbrica y el cuestionamiento de
las escenas fijas, el erotismo en su escritura va mucho más lejos que el de
los modernistas anteriores, sobrepasando en audacia, incluso, los estáticos
«sueños» sensuales del maestro Roberto de las Carreras, tal como lo revela
este fragmento inédito del Tratado de la imbecilidad del país:
Durante la noche un temporal afrodisíaco, un vórtice
caliente sacude la nerviosidad del tálamo; los
elásticos excitantes se estiran, ondulan y se contraen
siguiendo los movimientos de una danza etiópica,
restregones salvajes de una farándula grotesca llena
de brusquedades y desmayos. Amor ha tenido un
ataque de epilepsia suspirante. Los azahares yacen
marchitos por la alfombra. La cortesía cucosista del
lecho se ha desgarrado como si fuera un tabernáculo.
Pero esta vez anunciando una gran felicidad.

En la poética herreriana el erotismo como fuerza disolvente y


dislocadora (Bataille), como energía destructiva, acomete la imagen
femenina. Del prevanguardista poema La Torre de las Esfinges (1909),
emerge un sujeto femenino que Desolación absurda (1903) ya prefiguraba;
uno monstruoso, devorador insaciable, que es a un tiempo todos los
monstruos y ninguno, y al que posteriormente Delmira Agustini dará voz.
En un arrebato iconoclasta -como el que se aprecia en el poema «Eres
todo» (78), donde en el tú lírico convergen a un tiempo la delgada espira, la
Sirena, la Esfinge, la Catedral hermética- a la «Monstrua» de Herrera le es
imposible sostenerse por el propio peso de su monstruosidad.
La fetichización del cuerpo y de objetos triviales del adorno femenino
que se advierte en su obra, nos conduce a la importancia que la moda como
perpetuo cambio comienza a tener en ese período y su relación estrecha con
la modernización, el modernismo y la mujer 19. Al respecto es importante
señalar nuevamente la coincidencia de Herrera y Reissig con Roberto de las
Carreras. En un sentido similar al de Baudelaire, para estos escritores la
moda se convierte en un texto donde se lee la moral y la estética de una
época. En el capítulo «Pudor indumentario o etiquetado» de El pudor y la
cachondez, que tantos puntos en común posee con Sueño de Oriente de
Roberto de las Carreras, Herrera se refiere concretamente a las modistas y
las modas en su país. Allí critica la ausencia de novedad y la resistencia de
los uruguayos a abandonar las costumbres recatadas y prejuiciosas,
obstinación al cambio que se refleja hasta en los detalles más
insignificantes de su forma de vestir:
Las modistas de Montevideo ofrecen la pudorosa
particularidad de ser anti modistas, es decir,
enemigas de la moda [...] Una, la más eximia, hace
propaganda por lo que llama con énfasis sacerdotal,
traje señor, «toilette monsieur». Colores oscuros,
pocos pliegues, nada de escote [...].

(89)

Según Herrera, el traje de hombre oculta la forma femenina al gusto


del modelo burgués de mujer recatada y púdica con su cuerpo. Ser
moderno, de acuerdo a estos escritores, exige un cambio de actitud frente al
deseo que choca con los estándares morales del entorno aldeano en que
viven. En sus respectivas obras, la moda aparece estrechamente vinculada a
lo femenino, a lo moderno y a la necesidad de ponerse al día con las nuevas
corrientes estéticas. De ahí que el sujeto masculino también sufra las
consecuencias de ese «estar a la moda». En un medio donde predomina
el «horror a lo nuevo» como dice Herrera en el «Pudor anti-estético» (33),
el «Elegante» es tildado de «marica» por su exquisitez en el vestir y su
refinada conducta.
La Lisette d'Armanville soñada por Roberto, la «musa del amor libre»
Berta Bandinelli y el sujeto femenino que emerge de Los parques
abandonados de Herrera, son manifestaciones diferentes de un mismo
sujeto, la Elegante, en el cual se reflejan como en un espejo los cambios
que la modernización trae consigo a nivel de la sensibilidad. Cambios que
por otra parte ya venían repercutiendo paulatinamente en las costumbres y
hábitos de toda la población. La mujer, a través de una moda que comienza
a hacer público lo privado, como apunta Peter Gay, se sexualiza en una
poética que lejos de enmascarar el deseo, lo expone -«surgiendo entre la
gasa cristalina, / tu seno apareció como la luna» («Fiat Lux» 41)-,
enfrentándose a la «hipócrita moral» de su época.
El blanco principal de El pudor y la cachondez de Herrera y Reissig es
la mujer uruguaya contrapuesta a la Elegante. El autor separa a sus
compatriotas mujeres en dos tipos femeninos apenas diferenciados: las que
quedan reducidas a meros «aparatos para hacer hijos» y las «burdamente
sensuales». Como anteriormente de las Carreras en Sueño de Oriente había
distinguido a Lisette del resto de las «torpes uruguayas», en la «Cachondez
reflexiva» Herrera descubre en las mujeres de su país una personalidad
tosca y carente de refinamiento que manifiesta la ausencia de «ese tacto
electivo, sutilmente culto que se educa en las mujeres europeas a efecto del
intercambio sexual con gentes civilizadas en el placer» (128).
En Los éxtasis de la montaña y los Sonetos vascos (1904-1907)
Herrera parodia el comportamiento burdo de seres simples en un mundo
impermeable a la modernización. Se trata de un ambiente doméstico,
rutinario y aburrido, de «éxtasis bobo» («La cena» 68) donde los
aldeanos «apenas se deslizan» («La vuelta de los campos» 12), en un
paisaje de «celestiales rutinas» («El despertar» 9) y «hastíos
dichosos» («La siesta» 10). En ese lugar el tiempo se ha detenido, las horas
pasan sonámbulas y «no llega un solo eco de lo que al mundo
asombra» («La huerta» 12). Son escenografías de cartón pintado, donde se
parodia la poesía pastoril y galante, a través de escenas harto frecuentadas y
el abuso de un lenguaje que por momentos se vuelve empalagoso. A
excepción de las adolescentes, los sujetos femeninos en estos poemas
aparecen como figuras pesadas y torpes que apenas pueden desplazarse en
el «narcótico gran silencio del campo» («Meridiano durmiente» 67). Sin
duda se trata de las mismas mujeres que tanto criticara Roberto de las
Carreras en Amor libre, aquellas que «son pacíficas y se destacan por un
aire doméstico, por una expresión desesperante de monótona tontería» (67).
Algunas, como el personaje de «La llavera» en su «toilette monsieur», han
perdido la forma y la designación genérica femeninas:

Viste el hábito rancio y habla ronco en voz densa;


sigue un perro la angustia de su sombra benigna;
mascullando sus votos, reverente, consigna
un espectro achacoso de rutina suspensa.

(14)
En el soneto «Las madres» (18) vemos avanzar hacia las últimas
estrofas a unas «mujeres matronales de perfiles oscuros» que se
corresponden con los delfines musgosos que adornan la decrépita fuente
descrita en el primer cuarteto. Aquello que una vez tuvo gracia y agilidad,
ahora no es más que una ruina, como dice el mismo escritor en «El pudor
exofagal o elefantiásico», un conjunto de carne desbordada que «acorta el
paso a las matronas y pone en sus monumentos una pesadez arqueológica
de escombro documental, un ritmo de buey solemne» (85-86). Es una
maternidad que deforma el cuerpo y convierte a las jóvenes mujeres
en «espesas comadres» («El dintel de la vida» 59) que gustan ostentar
un «pletórico seno de donde penden sonrosados infantes, como frutos
maduros» («Las madres» 18). De manera casi idéntica, hecho que
corrobora una vez más la estrecha relación entre estos dos escritores,
Roberto de las Carreras describe en Sueño de Oriente a unas
uruguayas «forzadas a una preñez constante», cuyo modelo «es la villana
de aldea que, con un hijo en brazos, otro bajo el diafragma, otro en una
cuna, otro revolcándose en el suelo, exhibe cínicamente la maternidad en su
forma repulsiva y grotesca» (48). Con esta actitud Herrera y de las Carreras
atacan directamente no a la mujer sino al modelo femenino liberal-católico
que procuraba el debilitamiento, o la supresión, de la sensualidad de la
mujer real y concreta mediante el endiosamiento de la mujer madre. Por
medio del culto a la imagen y a la moda, promoviendo una belleza en
conflicto con el modelo burgués, estos escritores manifestaban la urgente
necesidad de ponerse al día en materia estética.

Nuevas voces del modernismo:


María Eugenia Vaz Ferreira y
Delmira Agustini
Por largo tiempo, la crítica tradicional ha considerado a las dos más
destacadas figuras femeninas del modernismo uruguayo como sujetos
antagónicos20. De acuerdo a esta crítica, mientras la obra de Delmira
Agustini refleja su condición «ultrafemenina», intuitiva e irracional, la de
María Eugenia Vaz Ferreira pone de manifiesto un ser racional, carente de
intuición y «masculinamente dotado para la nada que acecha en el fondo de
la vida» (Cabrera 162). Biógrafos y cronistas han retratado una Delmira
deliberadamente aniñada, carnal y angelical a la vez. María Eugenia, por el
contrario, aparece como la desaliñada, la descuidada y ligera. La gracia de
una se opone a la aspereza de la otra (véase el «Estudio preliminar» de
Arturo S. Visca a Poesías). El análisis de la recepción inmediata de sus
respectivas obras igualmente muestra cómo la escritura de Agustini es
considerada incompleta, en proceso de aprendizaje (véase Rubén Darío en
el «Pórtico» a Los cálices vacíos), en tanto que la de Vaz Ferreira, ya desde
los inicios literarios, y sin haber publicado un solo libro, es equiparada con
la del poeta de la Patria, Zorrilla de San Martín (Montero Bustamante).
En algo sí coinciden estos críticos: en percibir ambas figuras como
conflictivas. Delmira es la «inadecuada» y María Eugenia
la «inadaptada»(Cabrera). Igualmente, las dos comparten el fracaso e
interpretan el modernismo por medio de lo que ha sido visto como una vía
propia y personal. Concentrada en el erotismo y el amor, la mayor parte de
la obra poética de Agustini está dirigida a un tú masculino que se
caracteriza por su inestabilidad y desequilibrio, derivando en lo que Sylvia
Molloy («Dos lecturas») ha denominado un «erotismo de lo móvil», que se
opone a la naturaleza fija del erotismo dariano. Por su parte, en María
Eugenia es el hombre «vencedor de toda cosa», un tú indefinido y
distanciado en tiempo y/o espacio, el que se transforma en la imagen
referencial de los vínculos eróticos. En ambas escritoras la posibilidad de
unión con ese sujeto se vuelve muy remota o imposible.
«Contradictoria» y «conflictiva» son los adjetivos que más acompañan
tanto a la persona como a la obra poética de María Eugenia Vaz Ferreira.
Personaje extravagante del ambiente cultural finisecular, cuya altivez y
bohemia provocó en su momento un gran número de testimonios de
admiración, el sujeto literario que la propia escritora ayuda a construir es el
de una mujer independiente, frívola, estatuaria, que busca el amor ideal y
que está condenada al fracaso. Esta actitud de desafío y altivez frente a la
incomprensión del ambiente está reflejada en poemas como «Heroica»,
«Invicta», «Triunfal», «La amazona y su corcel» y «Rendición»21.
El hecho de que una mujer fuera capaz de expresarse con tanta autoridad, imponiendo
condiciones a un tú masculino que hasta el momento sólo se había limitado a exigir su propia
satisfacción, resultaba algo insólito para sus contemporáneos. La autora toma la voz de ese tú
pasivo de la poesía dariana y al yo modernista -ese mismo que exige una amante «fatal
cosmopolita / universal, inmensa, única, sola / y todas; misteriosa y erudita»(«Divagación»)- le
reclama reciprocidad. «Si tienes la grandeza de un templo soberano / ofrendaré mi sangre para
tu idolatría», dice el sujeto lírico en «Holocausto», poema en el cual el yo femenino, mediante
el uso del condicional, constantemente demanda al tú ponerse a su altura:

si sabes ser fecundo seré tu floración,


y brotaré una selva de cósmicas entrañas,
cuyas salvajes frondas románticas y hurañas
conquistará tu imperio si sabes ser león.
(131)

Puedo ser como tú quieras, está diciendo el yo-mujer en la lírica de


María Eugenia, universal, inmensa, única, pero yo también exijo «un
vencedor de toda cosa, / invulnerable, universal, sapiente, / inaccesible y
único» («Heroica» 127). Será ésta la misma actitud que más tarde tomará la
musa de Delmira, la cual reclamará para sí rosas, diamantes, estrellas o
espinas («Mi musa»).
Demás está decir que estos atrevidos reclamos no encuentran como
respuesta más que el silencio. Ante este vacío, sin embargo, el yo en la
poesía de Vaz Ferreira declara su indiferencia: «Por mí, rey de mis cantos,
puedes quedarte ausente» (270). La voz lírica se autoproclama como la
única solución a un tú masculino en permanente insatisfacción. «Te soy
precisa como el barco a la vela», dice en el mismo poema, reconociendo
que, a diferencia de Ella («yo soy de los hastíos y de la
soledad»), Él necesita de su compañía y su dirección, sin las cuales ha «de
seguir andando tedioso e incompleto / peregrino y nostálgico de un destino
mejor» (271).
El sujeto femenino de naturaleza estática que tradicionalmente se
encontraba en el modernismo canónico cede paso a un ser más complejo,
más indefinido y por ello mucho más real. Ya en 1903, Delmira Agustini
reconocía una voz diferente en Vaz Ferreira. Bajo el seudónimo «Joujou»,
escribe que en el alma de la poeta las pasiones adquieren «no esa deliciosa
inconsistencia, esa ligereza quebradiza de sentimientos, ese sonar de
cristales que parece que se rompen, de la lira vibrada por las manos de una
mujer, sino la rica vida de sabia atleta que junta el llanto de un dolor, como
la exaltación insofocable de un amor inmenso que es, grande, vigoroso,
como no se sueña en una mujer, como quizá no se espera de un hombre
mismo» (Agustini, Poesías completas, La Alborada, 2 de agosto de 1903).
Vaz Ferreira no escribe como una mujer o, mejor dicho, no escribe como
hasta el momento lo habían hecho otras mujeres que Agustini había leído,
revelándose como la primera «con voz lírica inconfundible, la primera
mujer hispánica moderna que poetizó las ansias de su sexo y planteó el
amor como tema literario, rebeldía (social, sexual) que muy pronto
desembocará en el lirismo sensual y confesional de Delmira y Juana de
Ibarbourou» (Verani 9).
Es con estas escritoras que se inaugura una nueva versión de la Eulalia de «Era un aire
suave» de Darío cuya eterna y cruel «risa de oro» para Agustini no es más que una máscara:

Ríe, ríe mujer!... La eterna historia


Del alma en triza y los labios riendo...
No puedes ser feliz!... En ti la pena
Cáncer del alma se vuelve adentro.

(320)

Aquí se revela el mismo «dolor subcorpóreo, el dolor


íntimo» («Átomos» 315) que el sujeto lírico experimenta en tantos otros
poemas de Agustini y Vaz Ferreira. El sujeto (yo, tú o nosotras) femenino
en la escritura de estas poetas, inestable y por ello impredecible, es uno
auténtico en cuanto no aparece divinizado ni diabolizado como en la
tradición masculina (Dijsktra) y, en este sentido, es percibido como una
figura mucho más desafiante que la de la bella y maligna Eulalia
destrozando flores entre sus dedos. Más desafiante y más amenazadora
también, porque este sujeto se manifiesta como una declaración poética de
provocación a los cánones del dominio masculino.
El tratamiento que reciben los interiores modernistas por parte de estas escritoras
también marca una ruptura respecto a la tradición anterior. En «Oro interior», María Eugenia
Vaz Ferreira describe el ambiente íntimo femenino a través de la relación con sus amigas más
allegadas. A diferencia de los interiores presentados por escritores modernistas, donde el
espacio femenino es introducido por un yo que se encuentra afuera, como espiando la escena
(el poema «De invierno» de Darío es un buen ejemplo del carácter voyeurístico de esta
escritura), aquí es la mujer la que presenta su propio espacio. El de Vaz Ferreira es un interior
con un decorado borrado, despojado de tesoros culturales, siendo el único oro que reluce el
del interior de las personas descritas en el poema. En este recinto dominado por la mujer, el
sujeto femenino no siente la intimidación que constantemente pesa sobre éste en otros
espacios. «El centinela», en cambio, describe a un grupo de amigas que regresa a sus hogares a
la medianoche, alegremente, cuando inesperadamente algo las paraliza:

Y riendo y cantando a la ventura


nos cruzamos con una mancha oscura
que azota sin cesar el crudo viento;
es la silueta del guardián nocturno
que nos mira con ojo taciturno
como la sombra del remordimiento.

(210)
El masculino dirige su mirada de reproche y sanción a «nosotras»,
sujeto pronominal de uso bastante común en la escritora, particularmente
en sus primeros poemas. En la forma o, mejor, amorfia de una mancha
oscura, la presencia masculina impone el «orden», acallando las risas de las
compañeras en una escena callejera. Se trata del exterior, del espacio
público, terreno en el cual la mujer es considerada un factor inquietante y
turbador que necesariamente debe ser vigilado, reprimido y obligado a
identificarse con los roles que el hombre le impone.
No obstante ambas escritoras se mantienen estrechamente vinculadas a
los principales elementos formales del modernismo, sus poéticas comparten
una nueva perspectiva sobre el arte, el amor y la sexualidad femenina que
las distancia esencialmente de los poetas modernistas hombres. Si bien aún
subsisten en sus escrituras, aunque subvertidas, aquellas representaciones
iconográficas de la mujer correspondientes al ámbito moral y cultural al
que la tradición la había relegado, en sus respectivas producciones se
inaugura el nuevo estereotipo femenino, la femme nouvelle, una mujer
ligeramente asexuada pero libidinosa a la vez, infantil y precoz, fría y
apasionada que plantea, por primera vez y de forma más o menos explícita,
el asunto de su sexualidad dentro de la órbita de un mundo social
«respetable».

La disección de los cantos:


Roberto de las Carreras lee a
Delmira Agustini
La gran inseguridad cultural, política y económica producto del
proceso de modernización e inmigración que el país atraviesa en ese
periodo, esfuma las que alguna vez parecieron inamovibles fronteras que
separaban lo femenino de lo masculino. El sistema patriarcal comienza a
ser atacado no sólo por las primeras feministas, como María Abella de
Ramírez y Paulina Luisi (primera mujer en alcanzar el título de médica-
cirujana en Uruguay), sino también por hombres como Roberto de las
Carreras que se definen como feministas masculinos, entre quienes figuran,
además de partidarios del amor libre, educadores y reformistas sociales.
Paradójicamente, en este período igualmente es común la coexistencia de
sentimientos antipatriarcales con misoginia, homofobia y racismo. En este
sentido, la actitud de Roberto de las Carreras hacia la escritura de Delmira
Agustini es paradigmática. El «activista» de la liberación sexual de la
mujer, como él mismo se autodefinía, frente a la creación literaria de
Agustini, toma una actitud autoritaria y censora hacia una feminidad que
entiende ripiosa, excesiva, descontrolada.
En el Tratado de la imbecilidad del país según el sistema de Herbert
Spencer, Julio Herrera y Reissig diagnostica las enfermedades
psicofisiológicas de la «raza» uruguaya, identificándose con el médico que
expone la cruda verdad al paciente moribundo: «Vosotros, oh, indulgentes
lectores, escucharéis serenamente mis palabras de verdad, como el valeroso
enfermo que en el momento aciago, oye de labios de su médico la
revelación desnuda de su crisis, y estudia una actitud hermosa para
morir» (citado por Abril Trigo 9). Siguiendo la tradición de Domingo F.
Sarmiento (1811-1888) y otros pensadores, Herrera plantea los problemas
del país en términos de enfermedad. En su ensayo el escritor se propone
examinar y diagnosticar al enfermo organismo uruguayo con «la helada
serenidad de un escalpelo en manos de un autopsista», parodiando el
discurso sociológico positivista. Herrera, escalpelo en mano, aparece
nuevamente en la famosa «Carta a Julio Herrera y Hobbes (Ex Reissig)»
(1901) que le dirige Roberto de las Carreras, donde éste lo
llama «autopsista de una raza de charrúas disfrazados de Europeos
[sic]» (Psalmo a Venus 64), aludiendo a su capacidad de analizar las
costumbres políticas de sus compatriotas. Asimismo, en el Epílogo
wagneriano a «La política de fusión», Herrera recomienda a Carlos Oneto
y Viana hacerse «buzo desapasionado de la observación», internarse en
los «laberintos de nuestra raza» y proceder «serenamente a la autopsia de
los sucesos y de los contrincantes» (47).
La escena de la autopsia -el médico reclinado sobre un cadáver
hurgando con el bisturí en busca de anomalías-, se reitera a lo largo de todo
el período finisecular. La disección no sólo es recomendable sino también
necesaria, porque al señalarse el lugar de la enfermedad a la vez se está
señalando el comienzo del proceso de curación. Los especímenes a
diseccionar son aquellos organismos considerados enfermos o que
presentan algún tipo de anomalía que los convierte en una amenaza.
En Sexual Anarchy, Elaine Showalter recuerda las sugerencias del escritor
francés Jules Michelet a los lectores masculinos de su tratado La Femme: la
disección de la mujer es la única alternativa para comprenderla por
completo. La mujer es, al igual que el inmigrante y el homosexual, un
«caso» a ser estudiado.
Como el héroe científico de Padres e hijos de Iván Turgueniev, que al
mismo tiempo que experimenta una gran admiración por un magnífico
cuerpo femenino, inmediatamente piensa en su disección, Roberto de las
Carreras alaba, a la vez que procede a abrir, hurgar y extirpar piezas del
corpus literario de Delmira Agustini. En una carta que en 1910 el escritor le
dirige a la poeta, De las Carreras se siente con la autoridad de «aplicar mi
cincel allí donde habéis arrojado el vuestro» («Cartas a Delmira» 151) y
reescribir algunos de los poemas más representativos de Los cantos de la
mañana. Con su «lanza de gentil caballero», de las Carreras procede a
extirpar el ripio, aquello que él entiende excesivo y desbordado. La imagen
del escritor esgrimiendo la lanza del mismo modo que el médico manipula
el bisturí con el fin de desentrañar o «desenredar» el misterio de lo
femenino, se repite a lo largo de la carta. Según De las Carreras, la poesía
de Delmira no sólo es exceso, sino exceso inútil: «Rellenáis vuestras
estrofas al extremo de que no sería extraño contemplar a la aparición de un
nuevo vuestro libro a vuestro ideal impíamente sospechado de algodón
vuestras formas [sic]; pecáis sobre este punto en tan inconsiderada manera
que llamáis a una fuente fresca; es como si dijerais agua fresca» («Cartas a
Delmira» 155). A esta observación le siguen tres párrafos de imperativos
negativos -«no hagáis», «no digáis», «no pongáis»- como lo ejemplifica el
siguiente fragmento de la carta:
No abusaréis de las flores hasta convertirlas en
fl[o]res de tela, de fuego o de cera; o lo que es peor
de fuego y cera al mismo tiemp[o]; no se os ocurran
estrellitas de papel de plata; no abusaréis tampoco de
lo dulce y de lo bello que en tal caso dejan de ser lo
dulce y lo bello; que vuestro pensamiento no se
contradiga en el breve espacio de dos versos en los
cuales un vuelo que es eterno ha durado largo
tiempo... En esta forma convertís en baratija vuestro
admirable don, la potente belleza de que disponéis;
vuestros versos acusan un sensible despeñarse en la
negligencia aparecida con vuestro primer libro
preclaro.

(«Cartas a Delmira» 155)

Esta lectura de Roberto de las Carreras no deja de ser en cierta forma


acertada, en el sentido de que es precisamente por medio del abuso de la
utilería modernista que Agustini logra su efecto. La materialidad de las
imágenes (las flores a un tiempo de cera, fuego y tela), la fisicalidad de lo
etéreo (las estrellas de papel, la pasta de estrellas) convierten en baratija,
subvirtiéndolo, un reino interior dariano que deja de ser «dulce y bello».
Mediante la fragmentación, la recurrencia a la elipsis, Delmira desestabiliza
la imaginería modernista logrando liberar el estilo de las estructuras
recibidas. No obstante, para muchos críticos el aparente descuido de su
estilo es leído como una prueba del abandono de la escritora, del carácter
inconcluso de su obra22. Pese a la posterior marginalización llevada a cabo
por la crítica, que quiso ver en el erotismo de su poesía una búsqueda de
trascendencia, un modo de misticismo (Zum Felde, Proceso intelectual del
Uruguay), el valor transgresor de un discurso explícitamente erótico de la
sexualidad femenina no pasó desapercibido a los lectores iniciales.
El sujeto lírico toma el lugar de la «mujer salvaje» descrita por
Lombroso y Ferrero en The Female Offender, cuya «inteligencia superior
para concebir y ejecutar la maldad» evidencia la sustitución de los
sentimientos maternales por «fuertes pasiones y tendencias eróticas
intensas» (151). A la vez, la poeta parece responder a la sentencia de Max
Nordau en Paradoxes sobre la incapacidad de la mujer, la «autómata
mental», de experimentar de la misma forma que el nombre «el fuerte
deseo de separarse de la raza y fundar una nueva especie de la cual ella
sería el eslabón primario» (53). Agustini se reapropia de estas imágenes
autocreándose como la femme fatale con voz propia («En mis sueños de
amor ¡yo soy serpiente!» 294), construye una voz femenina que
gradualmente se libera para expresar el deseo sexual femenino. En ella se
encarnan todas las fantasías masculinas; asume su papel de mujer fatal pero
no como la creación del deseo y el miedo masculino, sino como la del
deseo femenino que se autoriza a sí misma. Así, por ejemplo, Agustini se
apropia de la imagen de la mujer hiedra («Perenne mi deseo, en el tronco
de piedra / Ha quedado prendido como sangrienta hiedra» 248), parásito
del hombre, para parodiarla -en el sentido de parodia que plantea
Hutcheon: una prolongada repetición que hace una diferencia crítica e
irónica- y rehacerla. Al leer sus versos se hace imposible no percibir cierto
regocijo en la condición parasitaria («y exprimí más, traidora,
dulcemente» 186), en el morder un cuerpo que, lejos de poseer la nobleza
del mármol o la carne, aparece, como en «Fiera de amor», como un
material ordinario, una pasta, una baratija. El yo autorial femenino, en
posesión de su discurso, se adueña del lenguaje recuperando el placer
primario de lo erótico.

Entre la luz y las tinieblas: José


Enrique Rodó y la depuración del
esteticismo
En el contexto cultural local y regional, la obra de José Enrique Rodó,
el miembro más prestigioso de su generación, es la que mejor expone las
tensiones entre los ambivalentes sistemas ideológicos que confluyen en este
período23. Al mismo tiempo que en su ensayo titulado «Rubén Darío»
(1899) declara su filiación modernista, Rodó se convierte en el principal
(auto)regulador de los juegos y excesos de esta estética, en el encargado de
terminar, como señala Oscar Montero («Modernismo and»), la tarea
empezada por Darío de limpiar al modernismo de los problemáticos signos
de desviación sexual asociados con la llamada escuela decadente (102). A
partir de Ariel (1900), donde insiste en la defensa de la espiritualidad latina
ante la acometida utilitarista anglosajona, Rodó previene contra una
estética que, si bien considera necesaria para formar un sujeto de ley
latinoamericano, potencialmente posee la capacidad de feminizar a ese
sujeto, invalidándolo como modelo ideal. Sin la guía de una minoría selecta
de intelectuales, la Belleza y la Democracia pueden acarrear el mismo
número de posibilidades y peligros. De ahí que Rodó proponga la utopía de
una clase dirigente intelectual, «una aristocracia del mérito», capaz de
regular los excesos y proyectarse como la intermediaria entre el poder
político y la sociedad.
El ensayo «Rubén Darío. Su personalidad literaria. Su última obra»
pone en evidencia la posición dual de Rodó con respecto al modernismo
canónico esteticista. El crítico caracteriza a esta estética como superficial y
trivial («no cabe imaginar una individualidad literaria más ajena que
[Darío] a todo sentimiento de solidaridad social y a todo interés por lo que
pasa en torno suyo» 171), a la vez que su escritura no es capaz de ocultar el
disfrute que la estética dariana le produce. En «Rubén Darío» el sujeto se
deja llevar por el placer que le provocan esos versos que considera
preciosos y que tanto se deleita describiendo: «versos de una distinción
impecable y gentilicia; de un incomparable refinamiento de expresión;
versos que parecen brindados, a quien los lee, sobre la espuma que rebosa
de un vino de oro en un cristal de baccarat, o en la perfumada cavidad de
un guante cuando apenas se lo ha quitado una mano principesca» (172). De
la mano del reproche -«no es el poeta de América» (169); «no será nunca
un poeta popular, aclamado» (173); «poesía enteramente antiamericana de
Darío» (179); «[su poética] no sería encomiable como modelo de una
escuela» (191)-, camina la exaltación de una escritura que el propio Rodó
practica y que, por momentos, amplifica para los lectores el
«amaneramiento» de la composición de Darío (Molloy, «Ser/Decir»). De
esta doble postura parte la ambigüedad de un ensayo que el poeta
nicaragüense utilizará hábilmente como prólogo a la segunda edición
de Prosas profanas.
Las reservas de Rodó no parten únicamente del carácter idiosincrásico
y profundamente antiamericano que el crítico uruguayo le atribuye a la
poesía de Darío, sino también de un elemento insalubre que advierte en esa
estética y de la cual previene al lector de «Rubén Darío»:
¿No crees tú que tal concepción de la poesía encierra
un grave peligro, un peligro mortal, para esa arte
divina, puesto que, a fin de hacerla enfermar de
selección, le limita la luz, el aire, el jugo de la tierra?
Seguramente, si todos los poetas fueran así.

(El énfasis pertenece a Rodó, Obras


Completas 174 )
De acuerdo a Rodó, hay algo enfermizo, una preferencia por lo
clausurado y oscuro que sofoca, en esta poética dariana, que la vuelve una
«mala sugestión». Ese «grave peligro» concretamente está relacionado con
la índole homotextual y amanerada de los versos de Darío. «Artista que se
amanera», dice Rodó en Motivos de Proteo (1909), «es Narciso encantado
con la contemplación de su imagen. La onda que lo lisonjea y paraliza, al
cabo lo devora» (Obras 379). El ensayista previene contra este tipo de
creación que consume la energía creadora del organismo de la misma
manera que los médicos anunciaban los serios riesgos de la masturbación
en la creencia de su capacidad de absorber la potencia viril. Los de Darío,
dice Rodó, son versos autocomplacientes que desvirilizan, «versos golosos,
versos tentadores y finos, versos capaces de hacer languidecer a una legión
de Esparta...» (Obras 172).
De ningún modo ésta será la estética que el escritor proponga a la
juventud de América. En «Rubén Darío» Rodó exhorta al nicaragüense a
dirigirse a otra juventud, a «aquella juventud incierta y
aterida» (Obras 191), a la europea. A la juventud americana el ensayista
dedica su Ariel, en el cual Calibán estaría representando, más que la cultura
de los Estados Unidos, la cultura de la pequeña burguesía por cuyo modelo
Rodó teme que la juventud sea seducida 24. En su programa ético-estético la
Belleza es un componente necesario en función de la creación de hombres
de ley, es decir, de sujetos justos y con sentido de orden. Rodó reclama la
legitimación de la estética que a los ojos del escritor se manifiesta como
una forma de recuperar la armonía que la modernidad estaba dejando atrás.
Porque para Rodó el pensamiento estético expresa una teoría de la
identidad, es que estudiar la estética emerge como un modo de pensar la
identidad misma. Mediante la estetización de lo político, la estética se
legitima y la Belleza pasa a ser la condición misma de la cultura25.
A la vez que Ariel se manifiesta como una defensa de la Belleza y del
ser mismo latinoamericano, en cuanto su autor afirma que para ser buen
ciudadano es imperioso aprender la estética, es importante advertir que
Rodó no abandona la sospecha de que subsiste algo en ella -concretamente
en ciertas prácticas modernistas comprendidas dentro de una zona que se
percibe excesiva- que la hace potencialmente corruptora. Reaparece aquí la
ambigua aversión al modelo de «refinada perversidad» de Darío que, según
el crítico, tan fácilmente puede conducir a la insania y al extravío, tal como
lo indica el siguiente pasaje de Ariel:
En efecto, todo lo que tienda a suavizar los
contornos del carácter social y las costumbres; a
aguzar el sentido de la belleza; a hacer del gusto una
delicada impresionabilidad del espíritu y de la gracia
una forma universal de la actividad, equivale, para el
criterio de muchos devotos de lo severo o de lo útil,
a menoscabar el temple varonil y heroico de las
sociedades, por una parte, su capacidad utilitaria y
positiva, por la otra.

(Obras 222)

En su dualidad, la experiencia estética se hace indispensable para


obtener la moral combatiente del utilitarismo, a la vez que se vuelve
riesgosa por su tendencia a «suavizar contornos», a esfumar fronteras
nítidas. Es importante, según el orador, no descartar la posibilidad de que la
estética sea una experiencia con la propiedad de formar sujetos «blandos»
que ponen en riesgo ese «temple varonil» tan exaltado.
Al antimodelo de Darío, el sujeto de Ariel contrapone el paradigma
grecolatino. Próspero determina un modelo latinoamericano de la
educación basado en la cultura griega, la cual, además de gozar de gran
legitimidad universal -en el siglo XIX la imagen de la Antigüedad es el
discurso de la nacionalidad en Europa (Anderson)- es, al mismo tiempo,
una defensa indirecta de la espiritualidad hispana26.
El uso del modelo helénico conlleva inmediatamente a una
diferenciación de los géneros sexuales. Sólo hay hombres en el salón de
clase de Próspero y se hace obvio, por las constantes identificaciones de lo
alto con la masculinidad y la razón y de lo bajo con la feminidad y el
instinto, que la mujer no sólo es irrelevante a cualquier noción de política o
vida pública, sino que además el contacto con ella quita poder a esa fuerza
vital propia de la virilidad. Calibán, entonces, no sólo aparece como la
representación del utilitarismo; también se manifiesta como el conjunto de
grupos marginales entre los cuales la mujer -y esto estaba probado y
aceptado «científicamente» en la época- ocupa un puesto equivalente al del
indio, el negro, el mestizo, el gaucho, el niño o el inmigrante.
La misma corrosiva dualidad que Rodó observa en el esteticismo se
repite en el sujeto femenino. En «Maris Stella» (1912) el escritor condensa
sus ideas respecto a la mujer, a quien dice preferir «en la actitud serena de
la contemplación, en la dulce dignidad de su recogimiento» (Obras 1191).
Las contadas veces que la mujer aparece en sus escritos, ésta emerge como
la personificación de los pecados de la carne, dispuesta al engaño y a
mucho más para arrastrar al hombre a su reinado erótico, interfiriendo
negativamente con su desarrollo intelectual. Desde un juvenil poema
(1897) inspirado por una bailarina española (Obras 886), hasta la
ambivalente Lucrecia del capítulo CXL de Motivos de Proteo, cuyo
exterior candido se contrapone a un alma representada irónicamente por
una voluptuosa cortesana, la mujer en sus escritos goza de una esencia dual
que ella no es consciente de poseer y, por lo tanto, es incapaz de controlar.
De acuerdo al discurso evolucionista de la época (Darwin, Spencer), el
hombre era capaz de subsistir sin la mujer pues él originalmente reunía
ambos aspectos, el femenino y el masculino. En esta línea Rodó sostiene
que es únicamente en un ambiente de relaciones masculinas, tal como el
que ejemplifica en el capítulo LXV de Motivos de Proteo, donde se logra
progresar:
Explícase así los casos de indisoluble sociedad
literaria o artística, que reúne dos personas, en una
sola fama, en una única personalidad, para la
historia del arte y la literatura; verdadera harmonía
preestabilita; fraternidad comparable a la de los
nombres inmortales enlazados por la tradición en las
leyendas del compañerismo heroico: Hércules y
Yolaos, Patroclo y Aquiles, Teseo y Piritoo, Pílades
y Orestes, Diomedes y Estenios.

(El énfasis le pertenece a


Rodó, Obras 383)
No obstante lo fructífero que una colaboración de esta índole aparenta
ser, párrafo seguido en el mismo texto, al referirse concretamente a los
casos en que «la hermandad espiritual de los colaboradores se funda en real
y positiva hermandad» (Obras 383), el autor parece estar sugiriendo que la
fusión descrita anteriormente es negativa o, por lo menos, no tan positiva
como las que se dan entre individuos con vínculos sanguíneos (los
hermanos Goncourt, Erckmanny Chatrian)27. En este sentido, Rodó es
consciente de que al excluir a la mujer se corren ciertos riesgos en cuanto a
que se podría confundir esta atmósfera de interacción masculina, con su
énfasis en lo viril, intelectual e ideal del vínculo masculino, con el mismo
tipo de interacción impulsada por intelectuales homosexuales como André
Gide28.
Con el fin de que cumpla correctamente con su papel estabilizador de
un orden social jerárquico, la disciplina estética debe ser depurada de
ciertas prácticas modernistas que pervierten, afeminan o suavizan el
«temple varonil» necesario para combatir el utilitarismo. De ahí su condena
a una estética que amanera los versos de Darío o que lleva a decir a Herrera
y Reissig que reconoce en Nin Frías «al alma de mis libros».

Alberto Nin Frías y el uranismo


creador
Miguel de Unamuno (1864-1936) considera a Alberto Nin Frías «un
caso único por su sentido religioso y cierta orientación espiritual que [en
Latinoamérica] falta de ordinario» (15)29. Su singularidad no radica
únicamente en su particular interés por la religión anglicana. La fuente
envenenada, presentada por su autor como una «novela psíquica dentro de
las ideas 'New Thoughf'», tiene el raro privilegio de ser la primera ficción
abiertamente homoerótica publicada en Uruguay y tal vez en
Hispanoamérica. En su tratado El homosexualismo creador, como lo
sugiere el título, el autor estudia una homosexualidad que deja de aparecer
como una patología para convertirse casi en un atributo, siempre y cuando
se manifieste en casos «puros». Cuando la condición uránica se da en tipos
superiores puede sublimarse, cuando se da en inferiores puede degenerar y
degradar al individuo. Este tratado, como otras obras suyas, se ocupa
preferentemente de la sublimación del «instinto», si bien su insistencia en
distinguir al «uránico genuino» del sujeto afeminado sugiere un femenino
marcado de negatividad. Como claramente se ve en La fuente envenenada,
la mujer sigue apareciendo como el gran demonio. El autor exalta un tipo
de virilidad que excluye completamente lo femenino, una forma de
virilidad que, según cree, a su vez es excluida de Hispanoamérica. De
acuerdo a Nin Frías en El homosexualismo creador, en el mundo hispánico
la «falta de vida interior e íntima contribuye a que el uránico se reconcentre
intensamente en sí mismo y finja pasiones que está lejos de
compartir» (19), revirtiendo de alguna forma las ideas de Rodó
en Ariel sobre la idiosincrasia espiritual latina opuesta a la utilitaria
anglosajona.
Considerada una de las tantas inversiones sexuales en el fin de siglo, la
homosexualidad tanto en el hombre como en la mujer se vuelve un
problema médico, una patología a la cual, como a la feminidad, se intenta
definir, controlar y erradicar de una vez por todas de los dominios de la
masculinidad30. Llama la atención, sin embargo, el trato relativamente más
tolerante que recibe la homosexualidad femenina en la ficción producida
por hombres. El «pánico homoerótico» (Sedgwick), por ejemplo, permite a
Julio Herrera y Reissig en la «Cachondez tortillera» estudiar con relativa
soltura a las «selváticas», a quienes mucho agradan «los frotamientos de
clítoris» (El pudor y 143), pero hacer sólo una vaga referencia a los
«pederastas» en un tratado cuyo propósito es retratar con crudeza los
«primitivos» comportamientos sexuales de hombres y mujeres del
Uruguay.
Paradójicamente a los tratados y leyes criminales que intentan definir,
controlar y marginalizar la homosexualidad, surge en este período lo que
Foucault denomina un «discurso reverso», una identidad alrededor de la
cual esta subcultura comenzaría a organizarse y protestar. Así, la
homosexualidad, al mismo tiempo que es definida negativamente por la
institución, comienza a hablar a su favor, a forjar su propia identidad y
cultura, generalmente utilizando la misma terminología que había sido
empleada para su exclusión.
Hasta la aparición de la novela «de costumbres cosmopolitas» La
fuente envenenada, la homosexualidad había sido mantenida fuera de todo
texto que no se clasificara como legal o médico, es decir, fuera de la
literatura. Los personajes, el cubano Jorge de la Torre, hombre de mundo, y
el artista griego Sordello Andrea (seudónimo que utiliza Nin Frías en otras
ficciones), son dos «almas gemelas» que comparten el amor a «lo bello», el
desprecio a las mujeres (al principio por motivos diferentes) y una relación
que es descrita en términos de una amorosa amistad 31. La primera parte de
la novela se desarrolla en un París donde «sólo impera el ídolo eterno y
devorador de energías», la mujer. Mientras que De la Torre es descrito
como un «ser extraño» que «sufre haciendo sufrir a las mujeres», Sordello
Andrea llega a descubrir que con un amigo «caminaba mejor por la vida»,
pues «la vibración de un afecto viril, calmaba su sed de ensueños
irrealizables» (La fuente 10). Este personaje posee las mismas
características del sujeto que Jorge Salessi tipifica como un homosexual
pasivo atrapado en un disfraz heterosexual. En La fuente envenenada,
Andrea comenta a su amigo:
En la soledad debemos ser nosotros mismos,
completos y sugestivos cual salimos de la mano de
Dios; en sociedad, impera el amoldarnos al
promedio vulgar. El gran hombre es actor; su alma,
múltiple, como las variaciones del ser.

(37)

Por medio de su novela, Nin Frías se resiste a amoldarse al promedio


vulgar, si bien es cierto que recurre en algunas ocasiones a «estrategias de
supervivencia» (Montero, O., Julián del Casal and). La enfermera que
aparece súbitamente en el capítulo «La carne», con la cual Sordello tiene
una relación sexual, y el final en que Jorge se casa con la hermana de
Sordello, son dos ejemplos de encubrimiento homoerótico.
Entre el lujurioso «tumulto mujeriego» de París aparece Andrée,
la demi-vierge, última conquista de Jorge, quien decide vengarse de su
amante por el trivial motivo de que este sujeto la «inoportuna». Una bruja
contratada por Andrée será la encargada de conjurar un fatal maleficio
contra el autor de una carta firmada por Jorge. Ambas mujeres ignoran que
tal carta, una disculpa por un incidente que culminó con el distanciamiento
de los amantes, ha sido escrita en realidad por Sordello. Víctima de la
maldición, Sordello Andrea enferma de tisis y muere en Suiza, donde pasa
los últimos momentos de su vida con su amigo Jorge, quien, a partir de ese
momento, decide no ocuparse más de las mujeres y vivir «para la amistad
fraterna» (La fuente 26). Como toda ficción donde se exterioriza el
conflicto homosexual, el sujeto «desviado» debe morir necesariamente para
convertirse en una víctima de sacrificio (Molloy, «Of Queens and»).
Andrée mata a Andrea; el lado femenino se revela como un poder
indescifrable, maléfico y aniquilador. Es la mujer que, aun en un escritor
homosexual, «todavía conservaba mucho de la bruja y la hechicera de los
siglos XVI y XVII, recordaba lo diabólico por encamar el poder de la
tentación sexual» (Barran 157). La actitud misógina, generalizada entre la
intelectualidad, se observa igualmente en las opiniones que vierte el autor
en El homosexualismo creador contra el sujeto afeminado, de quien «el
uránico genuino» huye por parecerle este tipo «un torpe remedo de la
mujer» (19).
En Grecia, ante la tumba de Sordello Andrea, Jorge de la Torre resurge
como un hombre nuevo comprendiendo «que ya el sacrificio del Hijo del
Hombre se había vuelto a consumar en su favor» (La fuente 59)32. En un
ambiguo párrafo hacia el final de la novela, el narrador cuenta cómo Jorge,
por medio de Sordello, la «blanca víctima», «había pasado sin
estremecerse, a la amistad de otro amigo, mayor que aquel joven artista,
mero discípulo suyo» (La fuente 58). Asumida su condición homosexual,
esta vez su nueva relación no lo conmueve, la acepta sin estremecimiento.
Mientras que otros modernistas recurren a estrategias de
enmascaramiento para expresar el deseo homoerótico -el caso de Julián del
Casal estudiado por Oscar Montero es paradigmático-, en Nin Frías este
deseo aparece en forma evidente y sin condena moral, aun cuando en
ningún momento la homosexualidad sea directamente mencionada. Sí, en
cambio, el autor hace referencia a las sanciones sociales que implica
el coming out el anunciar al mundo su homosexualidad, en lo que Diana
Fuss ha llamado el «espectro de la abyección» (3). Para el narrador de La
fuente envenenada, el mito de Narciso representa la moraleja de la vida de
Sordello. En El homosexualismo creador, Nin Frías considera este
mito «altamente revelador como un posible origen psíquico del
homogenismo a la par que un aleccionamiento de sus consecuencias
extremas» (36). Conjuntamente con André Gide, Nin Frías entiende que el
peligro no radica ya en la índole homosexual o heterosexual del individuo,
sino en la práctica excesiva:
[l]a anormalidad del uránico no está en él, sino en
quienes no participan de su modalidad sui generis.
Su caso está en minoría. La Historia nos enseña
cómo se comporta la sociedad con las minorías. La
intolerancia, el fanatismo, la incomprensión de sus
derechos se ceban en ellas, pero no logran destruirlas
porque a ello se opone el plan cósmico.

(El homosexualismo creador 17)

No obstante el tono reivindicativo de este párrafo, en las casi


cuatrocientas páginas del tratado donde analiza a los «representantes más
destacados del temperamento urano» de la historia occidental, el escritor se
restringe, salvo la excepción de Safo y un par de aristócratas inglesas, al
estudio de sujetos masculinos europeos y norteamericanos. Nin Frías teme
la recepción de su libro en Hispanoamérica, donde «el culto de la mujer es
más ardiente» (El Homosexualismo 19). Al igual que en La fuente
envenenada la mujer continúa figurando como la minoría de la cual es
necesario distinguirse. Si bien el tratado funciona como una especie de
celebración de la manifestación de la homosexualidad de su autor, una
especie de coming out party, se advierte una preocupación constante por
evitar la confusión entre sujeto uránico viril y sujeto afeminado que, según
el escritor, subyace en la mente de todo latino.

Conclusiones
Los grandes cambios económicos y sociales, la saturación de nuevos y
encontrados sistemas filosóficos y la explosión del modernismo hacen que
el Novecientos surja como uno de los períodos de mayor ambigüedad y, por
eso mismo, de mayor riqueza cultural que haya dado el Uruguay a lo largo
de su historia.
El prestigioso aparato científico-legal -mediante una presencia
constante, entrometida y casi siempre represora- intenta controlar una
sexualidad que se vuelve un aspecto central de la sociedad montevideana
de la belle époque. El horror que esta sexualidad en su aspecto excesivo o
diferente le provoca, deja traslucir la obsesión que hay detrás de cada
prohibición. Sin embargo, como apunta Foucault, en términos de represión
las cosas son ambiguas en el fin de siglo. El afán de conocer y controlar
toda una serie de sexualidades periféricas exige sacarlas a la luz y
permitirles hablar para decir cosas que nunca se habían dicho antes.
Los modernistas uruguayos convierten al cuerpo sexualizado, tanto en
su presencia obsesiva (De las Carreras y Herrera y Reissig) como en su
total omisión (Rodó), en un elemento central de su poética. Asimismo, esta
estética brinda un espacio de expresión artística a sujetos que antes se
encontraban al margen de la institución. Por primera vez vemos aparecer
una escritura extraordinariamente intensa de explícito deseo femenino (Vaz
Ferreira y Agustini) u homosexual (Nin Frías). Estos nuevos sujetos
encuentran la forma de hablar su propio lenguaje, apropiándose de
elementos heredados de la tradición masculina heterosexual, logrando que
sus voces, antes mudas, sean oídas.

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