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HEMETHERII VALVERDE TELLEZ
Episcopi Leonensis
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DMITRI DE MEREJKOWSKY
TRADUCCIÓN
de
TOMÁS DE M. GEAELLS
TOMO PRIMERO
Biblioteca Universi
BARCELONA
C a s a Editorial Mauoci.— Mallorca., 226 y 228
PRIMERA PARTE
010800
Bonificación de los santos cristianos Cosme y Da- sido doradas, pero en la actualidad estaban descon-
mián. chadas y en estado deplorable.
En la otra parte de la carretera, frente á la fuen- La tela de la clámide había perdido el color vio-
te sagrada, se elevaba una tabernucha, cubierta de leta vivo que de nueva tuvo, para tomar un tono
rastrojo, contigua á un establo sucio, y á un cober- azulado sucio sobre el que destacaban numerosos -
tizo donde picoteaban gallinas y ánades. remiendos é innumerables manchas, procedentes
En esta taberna, de la que era dueño el mal fa de todos los desayunos, comidas y cenas, que re-
mado armenio Syrax, podían encontrar los parro- cordaban á la laboriosa Fortunata sus dos lustros
quianos, queso de cabra, pan moreno, miel, aceite de vida conyugal.
de oliva, y un vinillo áspero, producto de los viñe- En la parte aseada de la taberna, sobre el único
dos de la comarca. y angosto lecho, ante una mesa, sobre la cual esta-
Un tabique separaba la taberna en dos partes: ban servidas algunas copas, se arrellenaba Marco
una destinada á los plebeyos; la otra á los concu- Escuda, tribuno romano de la 9.a cohorte de la
rrentes de clase más elevada. Del negruzco techo 16.a legión. Provinciano con ínfulas de elegante, te-
pendían trozos de carne ahumada y olorosos mano- nía uno de esos rostros ante los cuales los esclavos
jos de hierbas de montaña, atestiguando que For- y las cortesanas de segundo orden exclamaban con
tunata, la mujer de Syrax, era una excelente dueña admiración sincera: «¡Hermoso hombre!»
de casa, lo que no paliaba en un punto la mala re- A sus pies, en una posición incomodada y respe-
putación de la taberna. tuosa estaba sentado un hombre rechoncho y colo-
Los viajeros que por aquel sitio pasaban de no- radote, de cráneo reluciente, en el cual, los escasos
che no se atrevían á detenerse, recordando los re- cabellos grises caían hacia las sienes: era Publio
latos que habían oído referentes á los tenebrosos Aquila, centurión de la 8.a centuria.
planes urdidos en aquel antro, sin que Syrax hu- Más allá, echados en el suelo, doce legionarios
biese sido nunca molestado por la justicia, gracias jugaban á las tabas.
á la largueza y habilidad con que repartía el di- —¡Por Hércules!—dijo Escuda,—que preferiría
nero. ser el último en Constantinopla que el primero en
La separación de los dos compartimientos de la este nido de ratones. ¿Es esto vivir Publio? ¡Res-
taberna, se había hecho con dos delgadas colum- ponde sinceramente! ¿Es vivir esto? Pensar que fue-
nas, sobre las cuales, se había colgado, á modo de ra de las legiones y de los campos el porvenir no
cortina, una raída y descolorida clámide de Fortu- nos reserva nada, ¿Estaremos destinados á asfixiar-
nata. Las columnas tenían ligera aproximación al nos en este charco nauseabundo sin poder conocer
estilo dórico y eran el orgullo de Syrax, que no te- el mundo?
nía otro lujo en la taberna. En otro tiempo habían —Cierto,—respondió Publio.—Hay que reconocer
que aquí no es la vida muy alegre; pero en cambio, rea, quiere y teme al mismo tiempo, adivinar la vo-
¡qué tranquila! luntad de su señor.
El centurión estaba atento al animado juego de El hábil tribuno Escuda, soñando en la posibili-
los legionarios. Simulando que escuchaba á su su- dad de prosperar en la corte, ha deducido de las
perior, aprobando cuanto decía, seguía con la vista palabras de su superior que éste no se atrevía á to-
el juego de los soldados y pensaba: «Si el rojo da mar sobre sí la pesada responsabilidad de un cri-
bien la vuelta ganará seguramente.» men, mas á la vez temblaba á la idea de que el ru-
Por cortesía, Publio, preguntó á Escuda, aparen- mor que circulaba sobre el proyecto de fuga de los
tando que la conversación le interesaba: herederos de Constantino se trocara en realidad.
—¿Por qué has despertado la cólera del prefecto Escuda se había decidido á trasladarse á Macelo
Helvidio? para apoderarse de los prisioneros y llevarlos á
—La causa es una mujer; sí, una mujer... Cesárea custodiados por sus legionarios, proyecto
Y Marco Escuda en un acceso de locuaz sinceri- factible, porque nada había que temer de dos huér-
dad confió misteriosamente al oído del centurión fanos de corta edad, abandonados de todos y odia-
que el prefecto, «ese viejo cabrón de Helvidio» es- dos del emperador.
taba celoso, á causa de los favores especiales que Escuda contaba reconquistar por esta acción va-
le otorgaba una cortesana de Libia. lerosa los favores del prefecto Helvidio, perdidos
Escuda desea volver á la gracia del prefecto por culpa de la hermosa libia.
prestándole algún servicio importante. Tiene for- No obstante, desconfiado, sólo comunicó á Publio
mado su plan. una parte de sus planes.
No lejos de Cesárea, en la fortaleza de Macelo, —¿Qué harás después, Escuda? ¿Has recibido
habitan Juliano y Galo, los primos de Constancio, instrucciones de Constantinopla?
el emperador reinante, sobrinos de Constantino el —Nada se me ha dicho, ni nadie sabe nada de lo
Grande y los últimos vástagos de la desventurada que intento; pero los rumores que circulan, las fra-
familia de los Flavios. ses cogidas al vuelo, las amenazas, las alusiones,
Temeroso de sus rivales, Constancio, ha asesina- los secretos, los misterios sin fin... ¿comprendes?...
do al subir al trono, á su tío Juliano Constancio pa- cualquier imbécil que tuviera decisión acertaría á
dre del Juliano y Galo y hermano de Constantino. ejecutar lo que está seguramente pensando. No se
Juliano y Galo han sido encerrados en el solitario trata más que de adivinar los deseos tácitos del se-
castillo de Macelo, donde viven dominados por el ñor. La recompensa no se haría esperar. Probemos
temor incesante de la muerte. Sabedor de que el nosotros. Lo principal es ser audaz y caminar so-
nuevo emperador detesta á los dos huérfanos, que bre seguro poniéndose al amparo del santo signo de
le recuerdan su crimen, Helvidio, prefecto de Cesá- la cruz... Publio, me fío de tí. Posible es que muy
pronto bebamos tú y yo en la corte un vino mejor lía decir Fortunata en accesos de ternura conyugal
que éste. que la barba de Syrax se podía comparar á un ra-
A través de una ventanita con reja, filtraba la cimo de uvas de Samos. Sus ojos eran también ne-
luz mortecina y pálida de un triste crepúsculo. La gros y extraordinariamente brillantes, y de sus la-
lluvia caía monótona. Un débil muro de arcilla bios de púrpura no desaparecía jamás una sonrisa
agrietado, separaba la taberna del establo. Se sen- falaz. Parecía una caricatura de Baco, y de cual-
tía el penetrante olor del estiércol y se oía el caca- quier modo que se le mirara se le veía agradable
reo de las gallinas, el piar agudo de los pollos y los en apariencia, malo por dentro.
gruñidos de los cerdos. El ruido regular de un lí- Ante la cólera de Escuda, el tabernero tomó por
quido que caía en su vaso sonoro bacía presumir testigo á Moisés y Deidamio, Cristo y Hércules, de
que la tabernera ordeñaba la vaca. Los soldados que su vino era excelente; pero el tribuno insistió
discutían las jugadas y se querellaban en voz baja. declarando que él sabía en qué casa había sido
Arrastrándose por el suelo, un cerdo forcejeaba pa- asesinado pocos días antes, Glabión, rico mercader
ra sacar el hocico por entre los juncos entrelazados de Pamfilo, y que estaba resuelto á denunciar á
que cerraban la pocilga mal oliente; aprisionado en Syrax.
la estrecha trabazón, no acertaba á retirar la cabe- Asustado el armenio corrió á la cueva de donde
za y gruñía dolorosamente. volvió llevando triunfalmente una botella extraña,
Publio exclamó: ancha, aplastada en la base y delgada de cuello,
—¡Por Júpiter! estamos más cerca del corral que enteramente recubierta de polvo que atestiguaba
de la corte. su vejez. A través de la capa formada por los años,
Su inquietud se había disipado. El tribuno, des- se veía en algunos sitios el vidrio no muy transpa-
rente, y sobre el marbete de ciprés atado al cuello
pués de su excesiva charla, se sentía también tris-
se podía descifrar las letras iniciales de Anthos-
te. Miró alternativamente al cielo gris que se des-
mium y debajo Annorum centum.
hacía en agua, al hocico aprisionado del cerdo, el
espeso poso que el vino había dejado en las copas, Pero Syrax aseguraba que ya en el reinado del
á los legionarios sucios, y se encolerizó de repente. emperador Diocleciano, era centenario, el vino
aquel.
Dió un puntapié á la mesa que se balanceó sobre
sus pies desiguales. —¿Vino negro?—preguntó Publio con respeto.
—¡Ah! ¡canalla! ¡bandido Syrax!... ¡Ven aquí!... —Como la brea y perfumado como la ambrosía...
¡Eh! Fortunata. Para este vino son necesarias co-
¿Qué vino es ese? ¡maldito!
pas de cristal. ¡Y tráete de la nevera nieve bien
El tabernero acudió al llamamiento. Tenía el ca-
blanca!
bello y la barba rizadas en finas sortijas, negros
como el ébano, con reflejos azulados, por lo que so- Fortunata sirvió dos copas. Su rostro respiraba
salud; tenía una blancura de manteca y respiraba Cuándo entraron en la primera sala, los pastores
todo el frescor de los campos. icarios, (más bandidos que pastores) que estaban
El tabernero contempló la botella con amor, y sentados cerca del fuego, se levantaron respetuo-
hasta llegó á darla un beso. Después, quitó con pre- samente ante el tribuno romano. Escuda engreído
caución la capa de cera que cubría el tapón. El vi- de su propio valer, satisfecho de sí mismo, sentía
no negro, espeso y oloroso, caía derritiendo la nie- arder la sangre en las venas, y la cabeza le roda-
ve, mientras el cristal de las copas se empañaba á ba, bajo el efecto de la bebida maravillosa.
la acción del frío. En el umbral se le acercó un hombre. Vestía ex-
Entonces Escuda, que estaba tocado de la manía traño traje oriental, compuesto de una túnica blan-
de aparecer erudito, (era capaz de confundir á Hé- ca con anchas bandas rojas y sobre la cabeza un
cube con Hécate) pronunció con énfasis el único descomunal casquete de piel de camello, especie de
verso de Marcial que sabía de memoria: tiara persa, con apariencias de torre.
Escuda se detuvo.
El rostro del recién llegado era fino, largo y del-
gado; su color amarillento aceitoso; los ojos dimi-
Cándida nìgrescant vetulo crystalla Falerno! nutos y penetrantes, brillaban maliciosamente y
todos sus movimientos estaban llenos de calma ma-
jestuosa. Era uno de esos nigromantes nómadas, que
—Espera. Ahora os parecerá aún mejor. osadamente se hacían pasar por caldeos, magos y
Y Syrax metió la mano en el bolsillo, sacó un di- matemáticos.
minuto frasco, y con sensual sonrisa vertió en el Manifestó sin ambajes al tribuno que se llamaba
vino una gota de valioso cinamomo árabe. Cayó la Nogodarés. Estaba de tránsito en casa de Syrax y
gota y se disolvió en el líquido negro. Un perfume se dirigía desde la remota Hircania á las costas del
singular y capitoso llenó la estancia. mar Jónico para ver al célebre filósofo-teurgo Má-
Mientras él tribuno bebía lentamente, Syrax ha- ximo de Efeso. El mago solicitó autorización para
cía chasquear la lengua murmurando: probar su arte, adivinando el porvenir dichoso del
—¡Los vinos de Biblos, de Marotea en Tracia, tribuno.
de Latea en Qíos, de Icaria... no valen nada junto Se cerraron las puertas y los postigos de las ven-
á éste! tanas. El medo manipuló en cuclillas y de pronto
La noche cerraba, y Escuda dió la orden de mar- se produjo un estallido ligero.
char. Los legionarios se pusieron la armadura, su- Todos guardaron silencio. Una llama se elevó en
jetaron la greba que protegía la pierna derecha y una larga lengüeta roja entre las nubecillas de blan-
co humo que llenaban la estancia. Nogadarés apro-
tomaron el escudo y la lanza.
UNIVEÜSÍBÁIÍ M 3 IW*,
Bisases Velvsíde y T«!tei
ximó á sus labios una flauta doble que gimió dulce —¡Alégrate! un gran é inmediato favor te espera
y lánguida, evocando los cantos fúnebres de Lidia. del gran señor Augusto Constancio.
La llama tomó un tono amarillento y se apagó mo- - Durante algunos instantes examinó con obstina-
mentáneamente para renacer de nuevo con reflejo ción la mano de Escuda é inclinándose hasta rozar-
pálido. le con los labios la oreja, murmuró en forma que
El mago arrojó al fuego un puñado de hierba se- sólo el tribuno podía oirle:
ca, que se evaporó en aroma penetrante. Obediente —Esta mano está tinta en sangre... ¡en sangre de
ai sonido plañidero de la flauta, una enorme ser- un gran príncipe!
piente salió de un cofre negro que el mago tenía á Escuda se estremeció.
los pies; se desenroscó lentamente con sonido igual —¡Cómo te atreves, maldito perro caldeo!... Soy
al de un pergamino que se despliega, agitando sus un fiel servidor.
anillos de los que la vacilante llama avivaba el El mago clavó en Escuda sus ojos escrutadores y
brillo metálico. respondió con ironía:
El mago comenzó á cantar con voz quejumbrosa —¿Qué temes? Dentro de algunos años... ¿Acaso
que parecía llegar de muy lejos, repitiendo muchas la gloria puede alcanzarse sin efusión de sangre?
veces la misma palabra: «jMara, mara, mara!» El orgullo y la alegría llenaban el corazón de
La serpiente se enroscó en el cuerpo delgado del Escuda cuando á la cabecera de sus soldados salió
medo y acariciante, acercó su cabeza aplastada y de la taberna. Se aproximó á la fuente sagrada, se
verde, en la que brillaban los ojos, al oído del ni- santiguó mojando los dedos 'en el agua salutífera,
invocando en fervorosa acción á los santos Cosme
gromante: se oyó un débil silbido como si el reptil
y Damián, y con la esperanza de que no quedara
hubiera murmurado su secreto al mago, quien arro-
sin cumplimiento la predicción de Nogadarés.
jó al suelo la flauta.
Nuevamente la llama iluminó la habitación, que Después montó sobre su soberbio corcel de Capa-
se llenó de espeso humo, mal oliente y asfixiante docia y dió á sus legionarios la orden de marcha.
como una emanación sepulcral. Después se apagó. El draconario levantó la oriflama sobre su cabeza
La obscuridad y el pánico reinaban; todos los asis- desnuda, dragón de tela púrpura y oro.
tentes estaban impresionados. Cediendo al deseo de causar admiración á la mul-
titud reunida á la puerta de la taberna, y aunque
Cuando momentos después se abrieron las puer-
tenía conciencia del peligro que iba á correr, enva-
tas y los postigos, dando paso á la luz plomiza del
lentonado por el vino y el orgullo, señaló con su
crepúsculo, no quedaban ni rastros de la • serpiente
espada la carretera brumosa y gritó á sus hom-
ni de la caja negra. Todos los rostros estaban lívi-
bres:
dos.
Nogadarés se aproximó al tribuno: —¡A Macelo!
Una exclamación se escapó de todos los labios;
los nombres de Juliano y Galo fueron pronuncia-
dos.
El legionario, que marchaba á la cabeza de la co-
lumna, sopló en el romano cuerno retorcido, y el
toque guerrero vibró en las montañas repetido por
el eco. y
II
II
fancia se fundía en su cerebro en horrible pesadi- en un baño de agua hirviente. Cadáver sobre cadá-
lla. ver y víctima sobre víctima.
Veía el cadáver del gran emperador, sobre sun- Al fin, atormentado por su conciencia, el monar-
tuoso catafalco. El muerto está rasurado: su cabeza ca suplicó á los hierofantes que le absolvieran de
sus crímenes, gracia que le fué negada. Entonces
está adornada con un ingenioso tocado de cabellos
el obispo Ozio le convenció de que sólo una religión
postizos, ejecutado por los más diestros peluqueros.
tema poder para purificarle... Y el suntuoso lábaro
Juliano, que ha sido llevado junto al muerto para el estandarte bordado de piedras preciosas, el mos-
que bese por vez postrera la mano de su tío, tiene nograma de Cristo brilla sobre el catafalco del pa-
miedo; la purpura, la diadema, á cuyas piedras rricida... ^
arrancan variados reflejos las luces de los cirios fu-
Juliano quería inútilmente despertarse, abrir los
nerarios, le dañan la vista hasta cegarle. A través ojos y apartar lejos de sí aquella triste visión.
de los perfumes penetrantes de la Arabia percibe
por vez primera en su vida olor de cadáver. Las sonoras gotas seguían cayendo como lágri-
mas pesadas y el viento aullaba con creciente "'fu-
Los obispos, los eunucos, los jefes del ejército
ria; pero el joven seguía creyendo que era Labda
aclaman al emperador como si aun viviese; los em- la vieja Parca que murmuraba á su lado la sombría
bajadores se inclinan ante él respetuosos, guardan- historia de los Flavios.
do escrupulosos las leyes de la etiqueta severa y Después soñó Juliano que se encontraba en el
aparatosa; los escribas pregonan los edictos, las le- encierro subterráneo de Constancio Cloro, rodeado
yes, los decretos del Senado, solicitando la aproba- de sarcófagos de pórfido que guardaban las cenizas
ción de la conducta del muerto como si él pudiera de los reyes. Labda, oculta con sus vestidos en el
oir todavía, y un murmullo adulador y servil sube rincón más sombrío á Galo enfermo, devorada por
de la muchedumbre: el pueblo asegura que Cons- la fiebre. Súbitamente se oyen en la puerta alta del
tantino es tan grande que por especial misericordia palacio desgarradores gemidos que corren de apar-
de la Providencia reina después de la muerte. tamiento en apartamiento.
El niño sabe que aquel á quien se glorifica ha da- Juliano reconoce la voz de su padre y quiere
do muerte á su hijo, joven heroico cuyo único deli- responderle, correr hacia él, pero Labda le detiene
to había sido hacerse amar del pueblo con exceso. murmurando: «¡Calla, calla ó vendrán aquí!» y la
El hijo había sido calumniado por la madrastra, que vieja le cobija temerosa con su clámide. En la es-
le amaba con amor criminal, y se había vengado calera se oye ruido creciente de pasos que se apro-
de él como Fedra de Hipólito. ximan. Labda bendice á los niños y murmura in-
Después la mujer de Constantino había sido sor- vocaciones. La puerta cae destrozada y los sóida-
prendida en relaciones adúlteras con un esclavo de
las cuadras imperiales, y se la había dado muerte
dos de César disfrazados de monjes invaden el sub- Macelo, como en otro tiempo en el encierro subte-
terráneo. rráneo de los Flavios.
Les guía el obispo Eusebio de Nicomedia. Las Juliano tiembla; le parece que continua la pesa-
dilla.
cotas de acero brillan bajo los hábitos negros. «¡En
el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu-Santo! Los pasos se aproximan, las voces se perciben
claramente.
¿Quién vá?» Con la ¿tajante espada en la mano, los
legionarios exploran todos los rincones. Labda se Juliano grita:
arroja á sus pies mostrándoles á Galo enfermo y á —¡Hermano, hermano! ¿estás dormido? Mardo- '
Juliano sin defensa: «¡Temed á Dios! ¿Qué daño nio ¿no oyes?
puede hacer al emperador una inocente criatura de Galo despierta.
seis años?» Los legionarios fuerzan á los tres des- Con los pies descalzos, los cabellos grises en des-
venturados á besar la cruz que Eusebio lleva y les orden, vestido con una túnica corta, Mardonio, pár
obligan á prestar juramento de fidelidad al nuevo lido y atemorizado, corre á la puerta secreta.
emperador. —¡Los soldados del prefecto!... Vestios... ¡Es
preciso huir!
Juliano se acuerda de la enorme cruz de ciprés
sobre la cual se ve en esmalte el cuerpo del Salva- Era demasiado tarde. El chirrido del hierro le
dor; debajo, sobre la negruzca madera se ven toda- advierte que se cierra la puerta por fuera. Las co-
vía manchas de sangre fresca, huellas de los dedos lumnas de piedra de la escalera de honor quedan
iluminadas por las antorchas, que arranca cegado-
del asesino que lleva la cruz.
res brillos al estandarte de púrpura y á la cruz de
Tal vez sea la sangre del padre de Juliano ó de
la coraza de los soldados.
uno de sus seis primos: ¿de Dalmasio, Anníbal, Ne-
pociano,Constantino el Joven ó de los otros? El ase- —En nombre del muy ortodoxo y bienhechor,
sino ha juntado siete cadáveres para sentarse sobre Augusto, emperador Constancio! yo, Marco Es-
el trono, y sus crímenes los ha cometido en nombre cuda, tribuno de la legión de los Fretensis tomo ba-
jo mi custodia á Juliano y Galo, hijos del patricio
del Crucificado... Y todavía habrá] más víctimas
Julio Fia vio.
¿quién sabe cuántas?
Juliano despierta lleno de espanto. La lluvia ha- Mardonio, con la espada en la diestra, se mante-
bía cesado, el viento no sopla ya; la lámpara arde nía en actitud guerrera ante la puerta cerrada del
en el nicho. El joven se sienta en el lecho y escu- dormitorio dispuesto á impedir el paso á los solda-
dados. La espada estaba enmohecida é inservible
cha los latidos de su corazón en el silencio profun-
para la lucha. El viejo pedagogo sólo se servía de
do y amedrentador de la noche.
ella para demostrar á lo vivo cuando explicaba la
De pronto voces y pasos resuenan de estancia
Iliada, como combatía Héctor con Aquiles.
en estancia repercutiendo en las altas arcadas de
Pero en aquella ocasión, Mardonio, que no tenía Publio, que siendo joven había visto con frecuen-
valor para matar una hormiga, esgrimía la espada cia á Constantino el Grande, pensó:
ante Publio con arreglo ;á las más severas reglas —Este muchacho se parecerá á su tío.
del arte militar de los tiempos homéricos. Al verse ante los soldados, Juliano dejó de tener
Publio que estaba ebrio se enfureció: miedo. Se sentía colérico. Con los dientes cerrados
—¡Quítate de mi paso majadero! ¡quítate de mi y mal cubierto con la piel de pantera que había to-
paso si no quieres que te aplaste! mado del lecho, para echársela sobre los hombros,
Asió á Mardonio por la garganta y le arrojó con- miraba con insistencia provocativa á Escuda, él la-
tra el muro. Escuda abrió la puerta del dormi- bio inferior le temblaba de rabia mal contenida.
torio. Con la mano derecha, que la piel tapaba, oprimía
Por vez primera en su vida vió á los dos últimos el mango de un puñal persa (regalo de Labda) cuya
descendientes de Constancio Cloro. punta guardaba un violento veneno.
Galo parecía corpulento y fuerte; pero su cutis —¡Buen lobezno!—dijo un legionario mostrando
era fino y blanco como el de una doncella, sus á Juliano á un compañero.
ojos, de un azul pálido eran lánguidos é indiferen- Escuda iba á penetrar resueltamente en el [dor-
tes. Los cabellos rubios como el oro (signo distinti- mitorio cuando Mardonio tuvo una nueva idea de
vo de la raza de Constantino) caían en bucles sobre salvación.
su robusto cuello. A pesar de su cuerpo hombruno, Arrojó la inservible espada y se asió del manto
del vello que comenzaba á cubrir su barba y de del tribuno gritando con voz penetrante de mujer
sus diez y ocho años, Galo tenía en aquellos mo- atemorizada:
mentos todo el aspecto de un niño. Le temblaban —¿Qué vais á hacer, traidores?... ¿Osaréis atro-
los labios como si estuviera á punto de llorar, ce- pellar á un enviado del emperador Constancio? Yo
rraba los párpados hinchados por el sueño y se tengo el encargo de conducir á la corte á estos dos
santiguaba continuamente murmurando: ¡señor te- príncipes. El augusto emperador les ha otorgado
ned piedad de mí! su perdón... Aquí está la orden de Constantinopla...
Juliano era un niño delgado, enfermizo y pálido, —¿Qué dice este hombre?... ¿De qué orden ha-
de rostro irregular y cabellos fuertes, lacios y ne- bla?
gros; la nariz extremadamente larga y el labio in- Escuda miró á Mardonio. Su rostro afeitado y
ferior muy prominente. Llamaban desde luego la pulcro denunciaba incontestablemente al eunuco, y
atención sus ojos grandes y extraños en los que lu- el tribuno no ignoraba el importante papel que los
cía un brillo singular, impropio de un niño y que eunucos jugaban cerca del emperador.
tenía algo malsano que hacía pensar en la demen- Mardonio buscó en un cajón un rollo de pergami-
cia. no, que presentó resueltamente al tribuno. Este lo
desenrolló y palideció en seguida. Sólo había visto Al rayar el nuevo día Juliano quedó profunda-
las primeras lineas leyendo el nombre del empera- mente dormido.
dor que se denominaba en el edicto nostra ceteml- Despertó tarde, repuesto y alegre, [animoso al
tas. Escuda no se fijó ni en la fecha ni en el año. ver el sol radiante que penetraba por el ventanal
Cuando vió en el pergamino el gran sello impe- del dormitorio.
rial sobre cera verde derretida, sus ojos se obscu-
recieron y sintió que se le doblaban las rodi-
llas.
—¡Perdón!... ha sido un error.
—¡Marcháos, marchaos, sin perder tiempo!... ¡El
emperador lo sabrá todo!... — replicó Mardonio,
arrancando precipitadamente el decreto de las ma-
nos temblorosas del tribuno.
—¡No nos perdáis!... ¡Todos somos hermanos, to-
dos pecadores; os lo ruego en nombre de Cristo!
—Marcháos, marcháos en seguida.
Escuda dió la orden de marcha y no hubo más
que un legionario ebrio que á toda costa quería
arrojarse sobre Mardonio. Se le hizo salir por
fuerza.
Cuando se hubo apagado el ruido de los pasos,
y Mardonio estuvo cierto de que había desapareci-
do todo peligro, tuvo un ataque [de risa convulsiva
que agitó todo su cuerpo. El anciano se olvidó de
su ordinaria gravedad, de la decencia pedagógica,
y se puso á bailar alegremente sin curarse de cu-
brir lo que la escasa túnica no le tapaba. Al propio
tiempo gritaba:
—¡Hijos míos! ¡hijos míos, gloria á Hermes! Les
hemos engañado diestramente. El edicto que han
visto fué anulado hace tres años... ¡Ah, necios! ¡po-
bres imbéciles!
ni
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AI Sur se veían las crestas azuladas de las mon- con poseer la capa superficial de la sabiduría...
tañas de Samos. La brisa era suave, como la respi- Querer ahondar es peligroso.
ración de un niño; las olas transparentes formaban —¡Pues bien! ¡aunque muera! ¡Maestro, descúbre-
pequeños rizos. El sol poniente se había ocultado me el secreto.
tras las nubes, dorando su enorme masa. —¿Tú osarías?
Jamblico se sentó sobre una roca; Juliano se de- —Sí; pero ¡habla! ¡habla!
jó caer á sus pies. El Maestro se puso á acariciar ei —Y, ¿qué puedo decirte?... Nada. Escucha la cal-
cabello negro y recio á su discípulo. ma de la tarde y ella te hablará con más elocuen-
—¿Estás triste? cia...
. gj El divino seguía acariciando la cabeza de Julia-
- L o sé. Buscas y no encuentras. No tienes fuer- no, que pensaba: «He aquí lo que yo esperaba», y
za para decir El es y no te atreves á decir No es. abrazado á las piernas de Jamblico murmuró im-
¡Cómo has podido adivinarlo, Maestro. plorando:
—íPobre niño! Cincuenta años hace que sufro del —¡Maestro!... ten piedad... descúbremelo todo, no
mismo mal... y seguiré sufriendo hasta que muera. me abandones.
; Acaso yo Le conozco mejor que tu? ¿Acaso he po- Con los ojos verdes, singularmente inmóviles, fi-
dido encontrarle? Estas son las continuas torturas jos en las nubes, Jamblico murmuró como si habla-
generativas. Ante ellas, las demás torturas no son ra consigo mismo:
nada. Las gentes piensan que padecen hambre, sed —Sí... todos hemos olvidado la voz de Dios. Como
pobreza, en realidad padecen porque piensat que t al los niños separados desde la cuna de su padre, le
vez El no existe. Este es el único sufrimiento uni- oímos y le reconocemos. Es necesario escuchar Su
versal. ¿Quién osará decir El no existej qué íuer- voz, es preciso que en nuestras almas se apaguen
za humana no es necesario tener para decir E x M todos los ecos terrestres. Mientras la razón arde y
-Y tú tú tampoco te has aproximado a Eli alumbra nuestro espíritu, nos vemos nosotros y per-
- T r e s veces en mi vida he sentido el éxtasis de demos de vista á Dios; pero cuando la razón decli-
encontrarme enteramente unido á£/.Plotino cuatro na, el éxtasis desciende sobre nosotros como bien-
veces, Pórfiros cinco. He tenido tres momentos en hechor solio sobre las plantas. Los malos no pueden
mi existencia que me recompensan de la pena de conocer el éxtasis: sólo los sabios se transforman
en lira vibrante bajo la mano de Dios. ¿De dónde
V1 vienen los rayos que alumbran el alma? Lo ignoro.
- H e discutido con tus discípulos sobre este pun-
Llegan inopinadamente cuando menos los espera-
t0
i ¿ C r e e s a q u e s e atreverían á saber? Les basta mos. Es inútil buscralos. Dios está cerca de nos-
otros. Es preciso prepararse, esperar con calma co-
mo los ojos esperan, según la expresión del poeta,
que el sol salga del sombrío Océano. Dios no viene, espejo. Y el alma ha dicho: «Yo puedo y quiero ser
Dios no se va. Aparece. El es la negación del Uni- libre. Me parezco á El, ¿por qué no he de atrever-
verso, la negación de cuanto existe. El no es nada mn á apartarme de El y encerrarlo todo en mí? El
y El lo es todo. alma, como Narciso en el arroyo, se encantaba
Jamblico se puso en pie y lentamente extendió viendo su propia imagen reflejada en su cuerpo. Y
sus delgados brazos: entonces cayó, quiso caer hasta el fin, separarse de
Dios para siempre y no pudo. Los pies del mortal
—Dulcemente, dulcemente, os digo... ¡Escuchadlo
tocan al suelo, mas su frente está más alta que el
todos! ¡Hele aquí! ¡Que la tierra y el mar se callen;
cielo.
que calle también el cielo! ¡Escuchad!... El llena el
Universo: los átomos están penetrados de su alien- En la escala eterna de los nacimientos y de la
to; El, que como el sol poniente alumbra esa negra muerte, las almas y los seres ascienden y bajan
nube. acercándose y alejándose de El, tratando de aban-
Juliano escuchaba y le parecía que la voz del donar al Padre sin conseguirlo. Cada alma quiere
ser Dios, inútilmente, y al convencerse de que en
Maestro, débil y calmosa, llenaba el mundo, llegan-
la tierra no puede hallarse el reposo deseado, vuel-
do hasta el cielo y hasta los últimos confines del
ven afanosas hacia el Unico. Debemos volver á El
mar. Pero la tristeza de Juliano era tan grande que
y entonces todo será Dios y Dios estará en todo.
se escapó de su pecho un involuntario suspiro. ¿Crees por ventura que eres tú el único que le año-
—Padre mío, perdóname, pero si es lo que dices,. ras? ¿No ves en todos y en todo tu mismo afán? ¡Es-
¿por qué vivir? ¿Por qué este eterno cambio de la cucha!
vida y la muerte? ¿Por qué sufrir? ¿por qué existe
el mal? ¿por qué los cuerpos? ¿por qué la duda? El sol se había ocultado definitivamente. Los
¿Por qué la añoranza de lo imposible? bordes de las nubes doradas, habían tomado tinte
Jamblico le contempló dulcemente, y pasando rojizo, que lentamente se desvanecía. El mar se ha-
cía pálido y ligero como el cielo; el cielo, profundo
nuevamente la mano por la cabellera de Juliano,
y transparente, como el mar.
respondió:
—Ahí reside el misterio, hijo mío. No existen el mal Por el camino pasaban en un carro un joven y
ni los cuerpos, no hay Universo. O El ó el Universo. El una muchacha, dos amantes tal vez. La mujer en-
tonaba una canción melancólica de amor. Después
cuerpo, el mal, el Universo son un engaño de la vida.
todo quedó en silencio y la tristeza aumentaba gra-
Todos hemos reposado juntos en otro tiempo en el
dualmente. La noche de Oriente se extendía sobre
seno de Dios en la luz invisible; pero hemos mirado
la tierra.
desde la altura la materia sombría y muerta y cada
uno ha visto en ella su propia imagen como en un
D.OSBS—TOMO T 6
t y j
— 82 —
— 83 —
Juliano murmuró:
después y otras aparecían como diamantes sem-
—¡Cuántas veces me he preguntado por qué la brados en el firmamento azul.
naturaleza estaba tan triste y por qué esta tristeza
Jamblico se las mostraba á Juliano.
aumentaba á compás de su hermosura. —¿Con qué podré comparar el firmamento, todos
Jamblico respondió sonriendo: esos soles, todas esas estrellas? Las comparo á una
—Sí, sí... mira, ella quisiera decirte la causa, pe- red arrojada por los pescadores al mar. Dios lle-
ro no puede. La naturaleza es muda. Duerme y tra- nará el universo como el agua llenará la red que
ta de acordarse de Dios en sus sueños, pero la ma- flota pero no puede retener el agua. La red se mue-
teria la aplasta, y no logra verle sino vagamente. ve pero Dios es inconmovible. Si el universo no se
Todo lo del Universo, las estrellas, el mar, la tierra renovara Dios no crearía nada, no saldría de su
y los animales, y las plantas y los hombres, son calma, porque ¿dónde y por qué se precipitaría?
sueños de la naturaleza que sueña en Dios. Cuanto Juliano exclamó y su voz resonó en el silencio de
ella contempla nace y muere. Crea por contempla- la naturaleza como un grito de mortal angustia:
ción, como en todos los sueños, fácilmente, sin es- —¿Quién es El? ¿Por qué no nos responde cuan-
fuerzo, sin obstáculos. Esa es la causa de que sus do le llamamos? ¿Cómo se llamará? Yo quiero cono-
obras sean tan bellas y tan libres, sin objeto y tan cerle, escucharle, verle. ¿Por qué se aleja de mí?
divinas. El juego de los sueños de la naturaleza se ¿Dónde está?
asemeja al juego de las nubes, que no tienen comien- —¡Pobre niño! ¿Qué significa el pensamiento ante
zo ni fin. Fuera de la contemplación no existe nada El? No tiene nombre. Es de tal naturaleza que po-
en el mundo. demos decir que El debe de existir pero nos es im-
Cuanto más profundo, tanto mayor es su silen- posible afirmar que existe. ¿Pero, acaso puedes
cio, la voluntad, la acción la lucha, nociones debili- sufrir, amar, maldecir, sin alabarle? Cuando dices:
tadas y falseadas de Dios. La naturaleza en su No existe le alabas tanto como si afirmaras Existe.
indolente grandiosidad, crea formas como el geo • No se puede afirmar nada concerniente á El, por
metras para el cual sólo existe lo que ve. La natura- que está por encima de la existencia, de la reali-
leza, Cibeles adormecida, no a b r e nunca sus párpa- dad, de la vida. He aquí porque te he dicho que El
dos y no encuentra jamás l a s palabras qe el hom- es la negación del universo y del pensamiento.
bre ha sabido encontrar. E l alma humana es la Renuncia á cuanto existe y allá abajo, en el abismo
naturaleza que alza los ojos, despierta y pretende de los abismos en la más profunda obscuridad, le
ver á Dios, no entre sueños, sino en realidad, cara encontraras. Dale tus amigos, la familia, la patria,
á cara. el cielo y la tierra, tu propio ser y tu razón. Enton-
Las primeras estrellas brillaron en el firmamen- ces no verás la luz porque las luz serás tú. No
to; algunas alumbraban un momento para apagarse dirás: yo y El, porque sentirás que El y tu sois uno,
—¡Pobre, hijo mío! ¡qué me pierdes! El milagro
y tu alma se burlara de tu cuerpo como de una vi- que en tu alma puede realizarse es más hermoso
sión. Te rodeara el silencio y no encontraras pala- que el que yo puedo intentar. ¿Acaso no es un asom-
bras. Y si en aquel instante se hundiese el mundo broso y bienhechor milagro el poder á cuyo impulso
serias dichoso, porque estando con El no harías caso osas decir: ¡Existe y si El no existiera! ¿que impor-
del mundo. Tu alma no desearía nada, porque El ta? \Existird\ Y tú piensas: »¡Qué exista, asi lo
no tiene deseos; no viviría, porque El esta sobre la quieroK
vida; no pensaría, porque El es superior al pensa-
miento. El pensamiento es ansiedad de luz y la luz
es El. El penetra en toda el alma y la encierra en
si. Y entonces imparcial y solitaria el alma reposa,
vuelve la razón y el bienestar, sobre el reino de las
colinas y sobre la belleza, en el infinito, en el seno
de Dios, Padre de la Luz. El alma se convierte en
Dios, ó por mejor decir rasgando las tinieblas se
acuerda de que en la noche de los siglos ha sido y
será Dios... Tal es, hijo mió la vida de los que mo-
ran en el Olimpo; tal es la vida de los hombres sa-
bios y heroicos, la renuncia del universo, el despre-
cio de las pasiones terrenas, la huida del alma ha-
cia Dios á quien puede ver frente á frente.
Jamblico calló; Juliano se arrojó á sus pies sin
atreverse á tocarlos y besando el suelo sobre el
que sus rodillas descansaban. Después alzó la ca-
beza y contempló aquellos ojos verdes, extraños, en
los que brillaba: 4a sabiduría de la serpiente».
Parecían más calmados y más profundos que el
cielo, como si de ellos brotara un poder maravi-
lloso.
Juliano murmuró:
—Maestro, tú lo puedes todo. ¡Yo creo! ¡Ordena
á las montañas que se aproximen y te obedecerán!
¡Eres como El! ¡Haz un milagro, oye mis súplicas!
¡Yo creo!
VIII
/
y
«se j
llenaron de lágrimas y volvió á dejar en el plato el sabia reinar. Odiaba á los autores de epigramas, en
suculento pedazo de faisán que se llevaba glotona- los cuales los miserables hacían resaltar sus malos
mente á la boca, modales comparándola á una esclava de cocina dis-
—¿Cómo? ¿No sabes que Constancia murió súbi- frazada, de César. ¡La prisión era la venganza! ¡Y
tamente á consecuencia de una fiebre infecciosa qué ingenio, qué ingenio el suyo! Teniéndola á ella
cuando iba á ver al emperador para disculparme me consideraba seguro como iras un muro de gra-
ante él? Tal fué el pesar que me produjo esta noti- nito. ¡Ah! ¡Hemos hecho grandes locuras! ¡Nos he-
cia que estuve llorando dos noches seguidas... mos divertido en grande!
• Miró á la puerta con desconfianza y acercándose Galo sonreía al evocar aquellos agradables re-
á Juliano murmuró á su oído: cuerdos mientras se relamía gozoso los labios, aun
—Desde entonces todo me importa un bledo. Sólo humedecidos con vino de Chio.
ella podía salvarme... ¡Era una mujer asombrosa!... —No se nos puede negar que nos hemos diverti-
Sin ella estoy perdido... nada puedo ni sé nada!... do,—repitió con manifiesta satisfacción.
Hacen de mí lo que quieren. Cuando Juliano iba á ver á su hermano, creía
Bebió una copa de un solo sorbo. que podría despertar en él sentimientos elevados y
Juliano se acordó de Constancia, hermana de llevaba preparado su discurso contra los tiranos,
Constancio, viuda de edad madura que había sido á modo de los de Libamos.
el ángel malo de Galo, á quien había hecho come- Esperaba encontrar un hombre doblegado bajo el
ter innumerables crímenes, casi siempre por nona- yugo de Nemesis y no el tranquilo y rojizo rostro
das. de un robusto atleta.
Queriendo conocer por medio de qué poder había Las palabras espiraron en los labios de Juliano.
Constancia subyugado á su marido, preguntó Ju- Miraba sin pena á aquel «mísero animal» (así cali-
iiano: ficaba mentalmente á su hermano), y comprendien-
—¿Era hermosa? do que cuanto dijera seria tan perdido como si pre-
—¿No la habías visto?... No, era fea, muy fea. dicara á un pollino, se ¿limitó á murmurar al oído
Chiquitína, bronceada, picada de viruelas; tenía de Galo:
unos dientes horribles, de esos que yo no puedo to- —¿Por qué vas á Medsolan?... ¿No sospechas lo
lerar á las mujeres. Pero conocía su defecto y reía que allí te espera?
pocas veces. Se ha dicho que me engañaba, que —¡Sí! ¡Calla!... Pero es demasiado tarde.
por las noches iba al hipódromo disfrazada como Y señalando á su cuéllo blanco, añadió:
Mesalina, con un joven y hermoso volatinero. ¡Qué —El nudo corredizo de la muerte está ya aquí...
me importa! ¿Acaso no la engañaba yo? Estábamos ¿Comprendes? El lo va estrechando poco á poco...
en paz. También la han acusado de cruel, porque -¡Me destierra de su imperio, Juliano'... Más vale
— 121 —
que no hablemos de esto... Se acabó. Pero [qué dia-
blo! nos hemos divertido. siguiente día se celebrarían en honor del César, ca-
rreras en el hipódromo de Constantinopla, y que en
—Aun tienes dos legiones en Antioquía.
ellas tomaría parte el célebre jinete Bórax. Galo
—Ni un solo hombre. Me ha quitado mis soldados
se alegró al oir á Escuda y ordenó que se prepara-
uno á uno, tomando siempre pretextos y dándome
ra una corona de laurel, para coronar á Bórax con
á entender que lo hacía por mi bien... Cuanto hace
sus propias manos ante el pueblo si alcanzaba la
lo disculpa con su buen intento... ¡Cuánto se ocupa
victoria en las carreras.
de mí!... Juliano, ese hombre es terrible... Aun no
sabes y quiera Dios que jamás lo sepas, de lo que Después comenzó á hablar con entusiasmo de las
es capaz... Lo sabe todo y conoce mis más íntimos carreras, envidiando la destreza de los conductores
pensamientos, aun aquellos que no confío ni á la de carros.
almohada de mi lecho. También sabe cuanto tú ha- Galo bebía mucho, reía como un hombre cuya
ces... ¡Me causa espanto! conciencia está tranquila, sin que en su rostro que-
dara ni el menor rastro del miedo que momentos
—¡Huye! antes le embargaba.
—¡Calla!... Habla más bajo. Sólo cuando se despidió de su hermano, abrazó
El rostro de Galo tomó expresión de infantil te- fuertemente á Juliano y lloró.
rror.
—¡Dios te ayude! ¡Dios te ayude!—balbuceaba
—No; todo ha acabado. Ahora estoy cogido como súbitamente entristecido.—Tú eres el único que en
un pez con el anzuelo. El tira de mí con suavidad mi vida he amado, tú y Constancia.
para que el sedal no se rompa... Un César no deja
Después murmuró al oído de Juliano.
de ser un pescado de peso. Sé que es imposible huir:
—Confío en que tú te salvarás... Tú sabes disimu-
me volvería á coger un día ú otro... Veo el lazo que lar... siempre te he envidiado esa cualidad. ¡Dios te
se me ha tendido y voy hacia él aunque sólo sea proteja!
por miedo. Hace diez años que tiemblo ante él...
Juliano tuvo piedad de Galo, convencido de que
Estoy seguro que me degollará como un cocinero sucumbiría á manos de Constancio.
degüella un pollo; pero antes me martirizará con Al día siguiente Galo salió de Constantinopla. En
mil fingidos halagos... Prefiero acabar cuanto antes. Andinopolis sólo se le dejaron diez coches, por lo
Los ojos de Galo se animaron súbitamente y ex- que se vió obligado á abandonar todos los bagajes
clamó: y gran parte de su escolta. El otoño estaba muy
—¡Ah! si ella estuviera á mi lado me salvaría... avanzado y los caminos se hallaban en pésimo es-
.¡Era una mujer tan asombrosa, tan extraordinaria! tado.
Entró en el triclinio el tribuno Escuda para anun- Durante varios días cayó la lluvia sin interrup-
ciar con servil reverencia que en la mañana del tCión. Se obligaba á caminar á Galo sin darle tiem-
po ni para dormir. Hacia do3 semanas que no había
podido tomar baños. asegurando que prefería morir antes que tolerar
que una vida para él tan cara corriera el menor
Uno de los más grandes sentimientos de Galo era
peligro.
precisamente el contacto de la suciedad. Toda su
El tribuno tenía una mirada singularmente pen-
vida había cuidado con esmero su cuerpo sano, y
sativa cuando con sonrisa apacible contemplaba el
ahora no podía ver sin gran tristeza sus uñas sin
cuello de Galo, blanco y suave como el de una don-
cortar y la púrpura de su clámide salpicada del lo- cella.
do de los caminos.
El César sentía extraño malestar cuando Escuda
Escuda no se apartaba de Galo un solo minuto, le miraba con fijeza, y lamentando no poder abofe-
y el César temía no sin motivo á aquel compañero tear á su compañero, le volvía la espalda de mal
vigilante. El tribuno, que como portador de un men- talante. Pero el pobre prisionero recobraba pronto
saje del emperador, había llegado á Antioquía, ofen- su calma habitual y se limitaba á suplicar con voz
dió á Constancia con una alusión imprudente, atre- llorosa que se hiciera un alto para comer, aunque
vimiento que fué castigado con cierto número de fuera muy frugalmente. En Petobion, en Norica,
latigazos y varios días de encierro. fueron recibidos por dos nuevos enviados del em-
Pero comprendiendo Constancia las consecuen- perador acompañados de una cohorte de legiona-
cias que el castigo por ella impuesto podía tener, rios de Constancio.
hizo poner en libertad al tribuno, que se presentó En aquel punto acabó la farsa. Alrededor del pa-
en el palacio de Galo como si nada hubiese ocurri- lacio de Galo se colocaron centinelas armados que
do, y guardándose la ofensa nada dijo al emperador vigilaban de noche como en una prisión. Por la tar-
temeroso quizás de que tan vergonzoso castigo fue- de el prefecto Barbaciono, entró sin guardar mira-
ra un obstáculo para que avanzara en su carrera miento alguno en la habitación de Galo, le ordenó
de cortesano. que se quitara la clámide cesariana y le vistió una
Durante todo el viaje de Galo desde Antioquía á simple túnica y el paludementum. Escuda se dió tal
Medsolan, Escuda fué en el mismo carro que el Cé- prisa á arrancar la clámide del cuerpo de Galo, que
sar, no abandonándole un sólo instante, provocando rompió la púrpura.
sus confidencias y tratándole como si fuera un niño Al día siguiente por la mañana se hizo subir al
testarudo y enfermo á quien él, Escuda, amaba has- prisionero en una harpenta, vehícido de dos rue-
ta el punto de no poder perderle de vista. das, un toldo, empleado por los bajos funcionarios.
En los pasos peligrosos de los ríos, en I03 puentes Por intervalos soplaba viento frío; la nieve caía en
de madera, en Hiña, Escuda estrechaba cuidadoso menudísimos copos.
coa sus brazos el talle de Galo. Y si éste intentaba Escuda, según su costumbre, estrechó á Galo con
desasirse, el tribuno le abrazaba con mayor fuerza,
su brazo, mientras con la otra mano tocaba la ropa rrogarle, mientras se frotaba las manos amoratadas
nueva del joven.
de frío.
—¡Qué buen vestido! es fino y caliente. Yo creo
Galo, mortalmente fatigado, respondía afirmando
que esto es mucho mejor que la púrpura, que no da
cuanto Eustafo deseaba. Pero al oir las palabras
ningún calor. Esta túnica tiene doble lana,
traición al imperio, se encolerizó y repuso:
Y como para mejor conocer la tela, Escuda desli- —¡No he sido yo! ¡no he sido yo! Ha sido Constan-
zó su mano bajo el paludamentum, y después bajó cia, Constancia la que lo ha hecho todo... Yo solo
la túnica, y súbitamente, con rápido movimiento y no hubiera hecho nada... Ella me exigió que diera
riendo discretamente, sacó la hoja de un puñal que muerte á Teófilo, á Clemente, á Domiciano y á otros.
Galo se había escondido con disimulo. ¡Dios que me ve, sabe que no he sido yo! Ella no
—¡Oh! ¡esto no está bien!—dijo Escuda socarro- me dijo nada... ¡Yo lo ignoraba!
namente.—Es fácil hacerse daño... ¡Vaya un juego
de muchacho. Eustafo le miraba sonriente:
—Está bien,—dijo.—Manifestaré al emperador
Y tiró el puñal al camino. que su propia hermana Constancia, esposa del Cé-
Dejadez infinita se apoderó de Galo; cerró los sar de Oriente, es la única culpable.
ojos y sintió que escuda le enlazaba con dulce cari- Y volviéndose hacia los legionarios les ordenó:
cia. Galo se creía presa de una pesadilla. —Lleváosle. El interrogatorio ha terminado.
Se detuvieron en la fortaleza de Pola, en Istria, Pocos días después llegaba la orden de muerte,
en la orilla del mar Adriático. Algunos años antes, decretada por el emperador Constancio, quien ha-
en esia misma ciudad, había tenido lugar el asesi- bía considerado como una ofensa personal la acu-
nato del joven heroe Prisco, hijo de Constantino el sación dirigida contra su difunta hermana.
grande.
Al oir leer su sentencia de muerte, Galo perdió
La ciudad poblada por soldados era triste. Inter- el conocimiento y cayó en los brazos de los solda-
minables cuarteles á estilo de Diocleciano reempla- dos. El desdichado había confiado hasta el último
zaban á las casas. La nieve cubría los tejados; el momento que sería perdonado. Y ya perdida esta
viento rugía en las desiertas calles y el mar bra- esperanza seguía creyendo que cuando menos se le
maba. concederían algunos días, algunas horas, para pre-
Galo fué conducido á un cuartel. Se le hizo sen- pararse á la muerte. Pero habiendo circulado el
tar ante una ventana de suerte que la luz hiriera rumor de que los soldados de la legión tebana se
directamente su rostro. disponían á salvar á Galo, se le llevó incontinente al
El más hábil jurista del emperador, Eustafo, vie- suplicio.
jecillo apergaminado y amable, de voz penetrante Comenzaba á romper el día. La nieve caída du-
y calmosa como la de un confesor, comenzó á inte rante la noche recubría el lodo negro y espeso. Un
sol, que no calentaba alumbraba la nieve, cuya ce-
soldados de la legión tebana. Déjame que les diga
gadora reverberación llenaba la pieza donde Galo
una palabra y me libertarán. Tengo treinta talen-
estaba encerrado.
tos ocultos en el tesoro del templo de Mycenas. Na-
Se desconfiaba de los soldados porque se sabía die lo sabe. ¡Te los entregaría... y más aún! Los
que casi todos amaban y compadecían al césar caí- soldados me aman. ¡Haré de tí mi hermano, mi co-
do. Se eligió para verdugo á un carnicero que en rregente, césar!
distintas ocasiones se había encargado de dar
Loco de esperanza se abrazó á las piernas del
muerte á los ladrones y á los bandidos de Istria. tribuno y Escuda, estremecido, sintió los labios del
El carnicero no sabía servirse de la espada romana césar, besar sus manos.
y llegó armado con un hacha enorme de doble filo No respondió y sonriendo se libertó lentamente
con la que daba de ordinario muerte á los cerdos y del abrazo del sentenciado. Le ordenó á Galo que
á los carneros. El rostro del verdugo era estúpido, se desnudara. No quiso quitarse las sandalias; te-
de correctas líneas y poco expresivo. nía los pies sucios. Cuando estuvo casi desnudo el
Era un esclavo. Se le había ocultado el nombre carnicero comenzó á sujetarle las manos á la espal-
del condenado y creía firmemente que decapitaba da como acostumbraba á hacerlo con los ladro-
á un ladrón vulgar. nes.
Viendo acercarse la muerte, Galo permaneció Escuda se apresuró á ayudarle. Cuando Galo sin-
sereno y humilde. Permitía que hicieran con él tió el contacto de los dedos del tribuno, se enfure-
cuanto querían. Le parecía que era un niño: tam- ció y forcejeando logró desasirse de las manos del
bién entonces lloraba y se resignaba cuando se le verdugo. Echó ambas manos á la garganta de Es-
metía á la fuerza en el baño, y una vez dentro del cuda y trató de estrangularle.
agua le parecía agradable. Desnudo, corpulento, no parecía un hombre sino
Pero cuando vió al carnicero afilar el hacha una fiera fuerte y terrible.
tembló. Se arrancó al tribuno amoratado de entre las
Se le condujo á una pieza contigua donde el pe- manos de Galo á quien se ató fuertemente de pies
luquero le afeitó los finos cabellos rubios, belleza y y manos. En el mismo momento se oyeron en el
orgullo del joven césar. Cuando salió de la habita- patio del cuartel formidables gritos de los soldados
ción del peluquero, Galo estuvo un momento á so- tebanos:
las con el tribuno Escuda é inopinadamente cayó —¡Largo reinado á César Galo!
de rodillas ante su más cruel enemigo. Los asesinos se dieron prisa. Se llevó un grueso
—¡Sálvame Escuda! Sé que tú puedes hacerlo. tronco de árbol á guisa de tajo. Galo fué arrodilla-
En la pasada noche he recibido un mensaje de los
do ante el tronco. Barbado, Baynobadna y Aoode- No sabía como llevarse aquella cabeza afeitada.
mo le sujetaban por los hombros, las manos V los Empezó por ponérsela bajo el brazo, pero esto le
pies.^ Escuda apretaba la cabeza contra el tajo." Con pareció incómodo, y para lograr su intento intro-
sonrisa voluptuosa apoyaba con todas sus fuerzas dujo un dedo encorvado en la boca y de este modo
aquella cabeza que se resistía en vano. Bajo sus se llevó la cabeza del que tantas cabezas humanas
dedos helados por la emoción sentía la piel rasura- había hecho caer.
da y todavía humedecida por el jabón y contem-
plaba entusiasmado el cuello blanco y delicado • i . . i i
LmJ
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Esto acaecía en una amistosa cena literaria que —No, no es necesario,—contestó con indiferencia
daba el respetable senador romano Hortensio, no el abogado.—¡Pero que absurdo!... ¡una joven y la
lejos del Pireo, en la quinta de su joven y rica pu-
física! ¿Qué puede haber de común entre ellas?
pila Arsinoé.
Aristófanes y Eurípides han censurado ya á las mu-
Mamertin aquel mismo día había pronunciado un jeres sabias. Tú Arsinoé es una caprichosa, Horten-
notable discurso de defensa en favor del banquero sio... Verdaderamente si no fuese tan seductora,
Barnava. Nadie ponía en duda que Barnava fuese parecería con su escultura y sus matematicas...
un canalla; pero dejando á un lado su inmensa elo- No acabó la frase y dirigió una mirada hacia el
cuencia, poseía adémás el abogado una voz tal, que corredor.
una de sus innumerables adoradoras aseguraba: —¿Qué hacer?—replicó Hortensio,—una niña
—Jamás escucho las palabras ^de Mamertino; no mimada, una huérfana de padre y madre Yo no
tengo necesidad de saber lo que dice, ni de lo que soy más que su tutor y no quiero molestarla en
habla. Me embriaga el sonido de su voz, sobre todo nada...
cuando vá muriendo al final de la frase. Es increí- —Sí... si...
ble: aquello no es una voz humana, es un néctar El abogado ya no le escuchaba, ocupado en si
divino, son los suspiros de un harpa eolica. mismo.
— A pesar de que las gentes del pueblo, llamaban á —Amigos míos, yo siento
Barnava, «bebedor de sangre, devorador de los bie- —¿Qué? ¿Qué pasa? — preguntaron muchas
nes de las viudas y los huérfanos,» los jueces de voces ansiosas.
Atenas absolvieron con entusiasmo al cliente de —Siento... me parece... una corriente de aire...
Mamertino. —Cerraremos las ventanas,—indicó el anfitrión.
El abogado había recibido de su defendido cin- —No, nos ahogaríamos. Pero tengo tan cansada
cuenta mil sextercios, y se hallaba animadísimo en la voz hoy... Mañana tengo de hacer otra defensa...
la cena que Hortensio daba en su honor. Pero tenía Qué me pongan una alfombra bajo los pies, y dad-
la costumbre de fingirse enfermo, para que le mima- me mi peto; temo resfriarme con el fresco de la no-
sen más. che.
—¡Ah, que cansado me encuentro hoy, amigo3 Hefestión, el amigo de Publio y el discípulo de
míos, — murmuraba quejumbrosamente. — Estoy Lampridio, corrió veloz en busca del peto de Ma-
realmente enfermo... ¿Dónde está Arsinoé? mertino.
—Vendrá en seguida. Acaba de recibir del museo Era un pedazo de veludillo con guata de lana
de Alejandría un nuevo aparato de física que la blanca, lindamente bordado y del cual jamás se
entretiene mucho. Pero voy á ordenar que la lla- separaba el abogado, á fin de abrigar su preciosa
men,—dijo Hortensio. garganta, á la menor sospecha de resfriado.
Mamertino se cuidaba exquisitamente. Se amaba
con tan ingénua gracia, con una ternura tal, que
obligaba á los que le rodeaban á hacer lo mismo. azafrán es el colmo de la perfección! Os aconsejo
—Ese peto ha sido bordado para mi, por la vene- que lo probéis. ¿Quién lo ha preparado Hortensio?
rable Fabiola,—comunicó sonriendo. —Mi jefe de cocina Dedalle.
—¿La mujer del senador?—preguntó Hortensio. —¡Gloria á él... Es un verdadero poeta.
—Sí. Os contaré respecto de ella una anécdota. —Te dejas sobornar por el higado de pato, mi
Una vez escribí una esquela,—es verdad que muy querido Garguillo. ¿Se puede llamar poeta á un
elegante, pero en realidad una futeza,—cinco líneas cocinero? ¿No ofendes de ese modo á las divinas
en lengua griega, á otra dama, una de mis admira- Musas nuestras protectoras?
doras también, que me había enviado un cesto de —Afirmo y afirmaré siempre que la gastronomía
maravillosas cerezas. Yo le di las gracias en broma es un arte tan elevado como cualquier otro. ¡Ya es
en una imitación de Plinio. Pero imagináos amigos tiempo de desechar los prejuicios, Lampridio!
míos, que á Fabiola le entra tal deseo de leer Garguillo, director de la cancillería romana, era
mi carta y copiarla para su colección que apostó á un hombre enorme, grueso, con tres papadas, escru-
dos esclavos en el camino para sorprender á mi en- pulosamente afeitado y perfumado, y cortados á
viado. Detenido de noche en un lugar desierto, ima- rape sus cabellos grises. Su rostro era inteligente y
ginóse el pobre diablo que tenía que habérselas con noble. Desde hacía largos años estaba considerado
bribones; pero ningún daño le hicieron, diéronle como el convidado indispensable en toda reunión
dinero y se incautaron de mi carta... que Fabiola literaria que en Atenas se celebrase.
ha sido la primera en leer y ha aprendido de me- Garguillo, no apreciaba más que dos cosas en la
moria. existencia: una buena mesa y un buen estilo. La gas-
—¡Cómo! Lo sé, lo sé muy bien. ¡Es una mujer tronomía y la literatura se unían para él en una
notable,—prosiguió Lamfridio.—Lo he visto con idéntica satisfacción.
mis propios ojos, todas tus cartas las tiene guarda- —Supongamos, que tomo una ostra,—dijo con to-
das en una cajita de limón, como verdaderas joyas. no declamatorio, acercando con sus lindos dedos
Las aprende de memoria, y asegura que son supe- cargados de amatistas y de rubíes, el molusco á su
riores á todas las poesías. Fabiola piensa con ra- boca.—Tomo una ostra y la trago
zón: «Puesto que Alejandro Magno guardaba los Y la tragó en efecto, cerrando los ojos, y adelan-
poemas de Homero, en un cofrecillo de cedro, ¿no tando el lábio superior que tenía una expresión es-
he de guardar yo las letras de Mamertino en una pecial, golosa y casi voraz. Proeminente, formando
cajita preciosa?» punta, extrañamente retorcido, asemejábase vaga-
—¡Amigos míos, este hígado de pato con salsa de mente á una pequeña trompa de elefante. Apre-
ciando los versos sonoros de Anacreonte y de Mos-
co, movía ese lábio con tanta sensualidad como
cuando probaba, en la cena, una salsa de lenguas —Admitamos las ostras y los melocotones; ¿pero
de ruiseñores. qué harmonía puede haber ó qué belleza se puede
—La trago y siento iniediatamente,—continuó encontrar en un hígado de pato con salsa de aza-
seriamente Garguillo,—que la ostra viene de las frán?
costas de Bretaña y, no de Austrasia ó de Tarents. —Tú encuentras, Lampridio, sin duda, belleza no
¿Queréis probar? Carraré los ojos y adivinaré de solamente en los idilios de Teocrito, sino también
que mar es el pescado. en las más groseras comedias de Plauto.
—¿Pero qué tiene que ver con eso la poesía?— —Eu efecto.
interrumpió Mamertino impaciente porque le dis- —Pues bien, amigo mío, para mí existe una poe-
gustaba que otro concentrase la atención. sía gastronómica en el hígado de pato. Y te asegu-
—Imaginaos, amigos míos,—continuó impertur- ro que por ella, me hallo dispuesto á coronar de
turbable el gastrónomo,—que desde hace mucho laurel á Dedalle, del mismo modo que coronaría
tiempo, no he estado en las riberas del Océano que una oda olímpica de Pindaro.
tanto amo y tanto echo de menos. Puedo asegura- En el umbral aparecieron dos nuevos invitados,
ros que una ostra tiene tal sabor de mar, salado y Juliano y el poeta Publio. Hortensio cedió el puesto
fresco, que basta con tragarla para figurarse en las de honor á Juliano, mientras que Publio devoraba
costas del mar inmenso. Cierro los ojos y veo las coa los ojos los innumerables platos. A juzgar por
olas, veo las rocas, siento la brisa de la mar bru- su clámide nueva, la rica hacendada había debido
mosa:, como dice Homero... No, decidme con since- morir y los dichosos herederos no habían regatea-
ridad qué verso de la Odisea despierta tan neta- do los honorarios del epitafio.
mente en mí la poesía del mar, como lo hace una Continuó la conversación.
ostra fresca. O cuando parto un melocotón y aspi- Lampridio contaba como una vez por curiosidad
ro su jugo. ¿Por qué, decidme, el perfume de la vio en Roma, había estado oyendo á un predicador cris-
leta ó de la rosa, han de ser más poéticos que el tiano que tronaba contra los «gramáticos» paganos.
sabor del melocotón? Los poetas describen las for- Los gramáticos, aseguraba el predicador, no esti-
mas, los colores y los sonidos, ¿por qué razón el man á la gente por sus virtudes si no por su estilo.
gusto no ha de ser igualmente perfecto? Eso son Opinan que es menos criminal matar á un hombre,
prejuicios, amigos míos. El gusto es un inmenso y que pronunciar la palabra homo con una falsa as-
aún desconocido beneficio de los dioses. La reunión piración. Y Lampridio aseguraba á su vez, que si
de los gustos forma una harmonía tan refinada co- los predicadores cristianos odian hasta ese punto
mo la reunión de los sonidos. Yo afirmo que hay el estilo de los retóricos era porque sabían que no
una décima musa: la musa de la gastronomía. poseían más que un estilo bárbaro, que destruía la
antigua elocuencia y mezclaba la ignorancia y la
— 153 —
virtud, y que para ellos el que hablaba bien se ha-
cía sospechoso. letras, que permitían, hasta á un barbero que igno-
—El día que perecerá la elocuencia, perecerá la rase el griego, notar la belleza del discurso.
Hélade y perecerá Roma. Las gentes se transfor- —Voy á daros un ejemplo en dos versos latinos
man en animales mudos, y sin duda para llegar á de Propercio,—dijo Garguillo.—Veréis el poder de
eso los predicadores cristianos emplean su bárbaro los sonidos y la nulidad del sentido. Oid:
estilo.
—¿Quién sabe?—murmuró Mamertino pensativo.
—Quizás el estilo es más importante que la virtud, Et Veneris dominaos volucres, mea turba, columbee
puesto que los esclavos, los bárbaros y los misera- Tingunt Gorgoneo púnica rostra lacu
bles pueden ser virtuosos.
Hefestión esplicaba á su vecino lo que significaba
con exactitud el Consejo de Cicerón: Causam men —¡Qué encanto! Cada letra canta... ¿Qué me im-
daciunculis adspergere.. porta el sentido? Toda la belleza reside en los soni-
dos, en la reunión de las vocales y consonantes. Por
Mendaclunculís, es decir mentiritas. Cicerónacon- esos sonidos daría yo la virtud cívica de Juvenal y
seja sembrar de pequeñas invenciones los discur-
la filosofía de Lucrecio. No, prestad atención; qué
sos: Admite la mentira si embellece el estilo del
dulzura en este murmullo:
orador.
Entablóse una discusión general sobre si los dis-
cursos debían comenzar por anapestos ó dáctilos.
Et Veneris domince volucres, mea turba, columbee
Juliano se aburría.
Confesó sinceramente que jamás había pensado
en eso, y que según su parecer el orador debía
preocuparse mucho más de la Idea madre de su Estendió el labio con delectación.
discurso que de semejantes naderías de estilo. Recitaron todos versos de Propercio, sin lograr
saciarse de su encanto y excitándose mùtuamente
Mamertino, Lampridio y Hefestión se indigna-
ron. / á una orgía literaria.
—Oid esto solamente,—murmuraba Mamertino
Según ellos, la materia del discurso importaba
con su voz cólica:
poco; debía ser indiferente á un orador hablar en
pró ó en contra. El sentido mismo carecía de inte-
rés, lo priucipal consistía en la reunión de los soni- Tingut Gorgoneo
dos, en la melodía, en la asonancia musical de las
—Fijaos en la suceción de g. Y después:
que nadie los veía. Con un dedo en los labios, escu-
chaba ella lo que los convidados contaban.
...púnica rostra lacu De repente Mamertino, que disputaba con Lam-
pridio sobre las particularidades gramaticales del
primero y segundo aoristo, exclamó:
—Sorprendente, admirable,—balbuceaba Lam- —¡Arsinoé!... ¡Por fin!... ¿Te has decidido á aban-
pridio cerrando los ojos. donar por nosotros la física y las estatuas?
Juliano se sentía avergonzado y gozoso á un mis- Arsinoé entró dirigiendo una sonrisa á todos.
mo tiempo por esa embriaguez de los sonidos. Era la misma jugadora de disco que un mes an-
—Es preciso que las palabras estén ligeramente tes Juliano había visto en la palestra -abandonada.
desligadas del sentido,—afirmó Lampridio grave-
El poeta Publio que lo conocía todo y á todos en
mente.—Es preciso que broten, chispeen, canten
Atenas, se había hecho presentar á Hortensio y á
sin molestar al oído ni al corazón, de ese modo so-
Arsinoé y había introducido á Juliano en la casa.
lamenfe es posible el verdadero goce de su be-
lleza. El padre de Arsinoé, senador romano, Helvidio
Prisco, había muerto en los últimos años del reina-
En el umbral de la puerta del cual no apartaba do de Constantino el Grande, legando las dos hijas
los ojos Juliano, sin ruido, y sin que nadie lo advir- que -había tenido de una prisionera goda, Arsinoé
tiera, apareció como una sombra, una blanca é im- y Mirra á su amigo Hortensio á quien estimaba por
ponente figura. su amor á Roma antigua y su odio al cristianismo.
Las ventanas abiertas dejaban entrar la tenue luz Un pariente lejano de Arsinoé, propietario de
de la luna que se fundía en el reflejo rojo de las grandes fábricas de púrpura en Sidón, había deja-
lámparas sobre el mosaico del piso brillante como do su incalculable fortuna á la joven.
un espejo y en los frescos que representaban á En- Las virtudes cristianas y las costumbres patriar-
dimión dormido bajo las caricias de Febo. cales de Roma parecían igualmente odiosas á Arsi-
La aparición continuaba inmóvil como una esta- noé, y únicamente las figuras de mujeres indepen-
tua. dientes como Aspasia, Cleopatra y Safo cautivaban
El peplo griego, antiguo, de lana blanca, caía en su pensamiento desde la infancia.
largos pliegues, retenidos bajo el pecho por un cin- Un día, con profunda sorpresa de Hortensio, ha-
turón. La luz de la luna iluminaba el peplo, y el bía declarado ingenuamente, que prefería mejor ser
rostro quedaba en la sombra. cortesana, bella y libre, que transformarse en ma-
La recién venida miraba á Juliano y Juliano la dre de familia, esclava de su marido «como todas
miraba á ella. Sonreíanse uno á otro, seguros de las otras». Esas cuatro palabras «como todas las
apesantaba el estómago.—Litterarum intempera-
> tia laboramus, como decía Séneca. ¡He ahí nues-
otras» bastaban para llenarla de tristeza y de dis- tra desgracia! Padecemos de intemperancia litera-
gusto. ria. Nosotros mismos nos envenenamos.
Hubo un momento en que Arsinoé se apasionó Y pensativo, de pronto, sacóse del bolsillo un
por la historia natural, y trabajó con ilustres sabios mondadientes, mientras en su semblante se refleja-
• en el museo de Alejandría. Las teorías atomistas de ba el disgusto y el fastidio.
Epicuro, de Democrito y de Lucrecio la¡ habían se-
ducido: amaba el estudio porque libraba á su alma
del «temor de los dioses.»
Con la mismo pasión casi enfermiza, se había en-
tregado luego á la escultura, y su viaje á Atenas
tenía por objeto estudiar las más bellas obras de
Fidias, Escopas y Praxiteles.
—¿Continuáis discutiendo sobre gramática?—pre-
guntó irónicamente á los convidados la hija de Hel-
vidio Prisco al entrar en la sala del gran festín.—•
No os molestéis, proseguid. No me enfadaré, tengo
mucha hambre después de mi jornada de trabajo.
¡Esclava, échame vino!... Amigos míos,—continuó
Arsinoé al sentarse,—os hacéis desgraciados con
vuestras citas de Demóstenes y vuestras reglas de
Quintiliano. ¡Tened cuidado!... La retórica os per-
derá... Quisiera ver un hombre que no se ocupase
ni de Homero ni de Cicerón, que hablase sin pensar
en las aspiraciones, en la sintaxis y en la conjun-
ción de las letras. Juliano, nos iremos á la orilla del
mar después de la cena; no quiero escuchar hoy las
discusiones sobre los dáctilos y los anapestos.
—Has adivinado mi pensamiento, Arsinoé—bal-
buceó Garguillo, que había abusado del hígado de
pato, y que casi siempre al final de la cena, sentía
una aversión por la literatura á medida que se le
Bajaron por la calle de cipreses que conducía al
mar y que la luna plateaba hasta el horizonte. Las
olas rompían contra los cantiles rumorosos. Había
allí un banco semicircular. En lo alto Artemisia ca-
zadora, con túnica corta, el cárcaj en el hombro y
dos lebreles á sus pies, parecía viva.
Sentáronse.
Arsinoé señaló á Juliano la colina de la Acrópo-
lis con las columnas apenas visibles del Partenon,
y reanudó la conversación de sus entrevistas:
—¡Mira qué bello es eso! ¿Y tú quisieras destruir-
lo, Juliano?
Sin abrir los labios, bajó la cabeza.
—He pensado mucho en lo que me dijiste la últi-
ma vez, respecto á vuestra humildad—continuó di-
ciendo Arsinoé humildemente—¿Alejandro, el hijo
de Filipo, era humilde? ¡Y no obstante es grande y
soberbio!
Juliano callaba.
—¿Y Bruto, Bruto, el asesino de César? Si Bruto
—Dentro de dos días me voy de Atenas—mur-
hubiese presentado la mejilla izquierda cuando le muró Juliano.
pegaban en la derecha, ¿crees tú que hubiera esta-
—¿Por qué?... ¿Dónde vas?
do más sublime? ¿O le consideráis como un malva-
—El emperador me llama á su corte... quizás
do vosotros los galileos? ¿Por qué me parece á ve-
para morir... Me parece que te veo por última
ces que eres hipócrita, Juliano, y que esos negros
vez...
ropajes se despegan de tu cuerpo?
—¿Juliano, tú no crees en El?—exclamó Arsinoé,
Volvió bruscamente su c a r a iluminada por la tratando de leer en los ojos del monje.
luna hacia él, y quedóse mirando á Juliano con —¡Más bajo!... ¡Más bajo!...
obstinación.
Levantóse, y dando algunos pasos con precau-
—¿Qué quieres, Arsinoé?—murmuró Juliano con ción esploró con la mirada el camino plateado por
remor. la luz de la luna, los matorrales, el mismo mar,
—Quiero que seas abiertamente mi enemigo— como si temiese ver surgir algún espía del empe-
exclamó la joven.—No puedes vivir de ese modo dor.
sin revelar lo que eres. A veces pienso que seria
Volvióse después y sentóse tranquilo. Apoyándo-
preferible que Roma y Atenas fuesen ruinas. Es
se con una mano en el mármol, aproximó sus labios
mejor quemar un cadáver que dejarle insepulto, y
al oído de Arsinoé, tan cerca que ella sentía su
todos nuestros amigos, los gramáticos, los retóricos,
aliento tibio, y murmuró rápidamente:
los poetas de panegíricos imperiales, son el cuerpo
putrefacto de Grecia y Roma. Se siente miedo á su —¡Creer en El!... Oye joven, voy á decirte ahora
lado, como al lado de los muertos... Vosotros los ga- lo que jamás me he atrevido á decir á mí mismo.
lileos podéis triunfar... En un tiempo breve, sobre ¡Odio al Galileo!... Pero vengo mintiendo desde que
la tierra sólo quedarán cadáveres y ruinas. Y tú, me reconozco. La mentira ha penetrado en mi al-
Juliano... ¡Pero no!... ¡Es imposible!... ¡Yo no creo ma, se ha apoderado de ella, se ha pegado como
que tú estés con ellos contra la Helade... contra mí! este traje á mi cuerpo. ¿Te acuerdas de la túnica
envenenada de Nesso? Hércules la arrancaba con
Juliano estaba de pie ante ella, pálido y mudo; pedazos de su carne, y lo ahogó de todos modos.
quiso partir, pero Arsinoé le retuvo con la mano. ¡Yo también pereceré ahogado por la mentira gali-
—Dime que eres mi enemigo—dijo ella con voz lea!...
que tenía algo de desafiadora.
Pronunciaba las palabras con un penoso esfuer-
—¡Arsinoé!... ¿Por qué?
zo. Arsinoé le miró. Su rostro alterado por el sufri-
—Dilo todo... Lo quiero saber. ¿No notas lo próxi-
miento y por el odio, le pareció extraño.
mos que estamos?... ¿Tienes acaso miedo?...
Diosas.—TOMO I 11-
—Cálmate, amigo,—le dijo,—dímelo todo, que yo lo que es del César.» Juro por el Dios Sol, que da-
he de comprenderte mejor que nadie. rían al César lo que le es debido.
—Quisiera hablar y no sé. He callado por mucho Levantó lo cabeza, sus ojos brillaron de orgullo
tiempo. Ya ves, Arsinoé, para aquel que ha caído y de rabia, y su rostro iluminado se rejuveneció.
entre sus manos... todo ha acabado... Los humildes Arsinoé le contemplaba sonriendo.. Pero no tardó
sabios lo desfiguran hasta tal punto, le enseñan tan Juliano en inclinar de nuevo la cabeza, cayendo
bien á mentir y á disimular, que ya le es imposible sobre el banco, con los brazos cruzados sobre el
volver á su natural esencia. pecho, como era costumbre en los monjes. Pasado
Toda la sangre afluyó á su frente, hinchándole un segundo, murmuró:
las venas, y con los dientes apretados murmuró: . —•No, ao, ¿para qué hacerse ilusiones? Eso no
—Cobardía, cobardía galilea odiar á su enemigo, ocurrirá jamás. Pereceré. La cólera me ahogará...
como yo odio á Constancio, y perdonarle, inclinar- Oye: por las noches, después de haber pasado el
me y arrastrarme á sus pies como una serpiente, día arrodillado en las iglesias, curvado ante las re-
suplicarle con la humilde costumbre cristiana. «Un liquias, entro en mi casa, quebrantado, rendido; me
año, concede un año todavía á tu esclavo pobre de echo sobre la cama y lloro, muerdo las ropas por
espíritu, Juliano, y después haz de él lo que tu,bien no gritar de dolor. ¡Oh! tú no sabes todavía, Arsi-
amado de Dios, y tus consejeros queráis!...» ¡Qué noé, lo que son el horror y la infección galileas en
bajeza! las que agonizo desde hace veinte años sin poder
—No, Juliano—protestó Arsinoé.—¡Tú vencerás! morir; porque nosotros los cristianos somos vivaces
La mentira es tu fuerza... Acuérdate de la fábula como la serpiente que se une cuando ha sido corta-
de Esopo, el Asno con piel de León. Con respecto á da... He buscado al principio el consuelo en las bue-
tí, ocurre todo lo contrario: el león está cubierto nas obras de los teurgos y los prudentes. En vano;
con la piel del asno, y el heroe en e\ hábito del no he podido ser ni lo uno ni lo otro. Soy malo y
monje... ¡Cómo se espantarán cuando tú enseñes las quisiera serlo aún más. Ser fuerte y terrible como
garras!... ¡Qué alegría y qué terror! Di, ¿quieres el el diablo, mi único hermano... Pero, ¿por qué, por
poder? qué no puedo olvidar que existe la belleza? ¿por
—¡El poder!—exclamó Juliano embriagado al oir qué me apareciste tú, cruel?
el sonido de aquella palabra, y respirando á gran- Sin poderse contener, Arsinoé rodeó con sus bra-
des bocanadas el aire fresco de la noche.—¡El po- zos desnudos el cuello de Juliano, y lo atrajo hacia
der! ¡Oh! Un año solamente, algunos meses, algunos ella con tal fuerza, y tan cerca, que él sintió la fres-
días, y yo les enseñaré á esos reptilps venenosos lo cura de su cuerpo, y murmuró:
que quiere decir la palabra del maestro: «Al César —¿Y si yo te hubiese aparecido como una profé-
- tica Sibila, para anunciarte la gloria? ¡Eres sober-
bio! ¿Qué me importa que tus alas no sean blancas Al día siguiente por la mañana, Basilio de Na-
como las de los cisnes, sino negras; que tus uñas se rianza y Gregorio de Cesárea encontraron á Julia-
asemejen á las de las aves de rapiña? Yo amo á to- no en una basílica de Atenas, rezando arrodillado.
dos los rebeldes y á todos los reprobados, ¿sabes, Los dos amigos le miraron con sorpresa, porque ja-
Juliano? Prefiero las águilas fieras y solitarias, á más habían visto en su semblante una igual expre-
los cisnes blancos. Sólo que... ¡Sé todavía más so- sión de serena humildad.
berbio, más malo! Atrévete á serlo hasta el fin.
—Hermano,—murmuró Basilio á Gregorio,—he-
Miente sin vergüenza; mejor es mentir que humi- mos pecado: al que hemos acusado en nuestro pen-
llarse. No temas el odio, que es la fuerza impetuosa samiento es un justo.
de tus alas. ¿Quieres que concertemos una alianza? Gregorio meneó la cabeza:
Tú me darás el poder, yo te daré la belleza. ¿Quie- —Que el Señor me perdone si me he equivocado,
res, Juliano? —dijo lentamente sin apartar de Juliano su mirada
A través de los ligeros pliegues del peplo antiguo, profunda, penetrante.—Acuérdate únicamente Ba-
de nuevo como en la palestra, veía las líneas puras silio, cuán á menudo, bajo el aspecto de los más
del cuerpo desnudo de Artemisia cazadora, y le puros ángeles, se aparece á los hombres el mismo
parecía que brillaba, suave y dorada, debajo de la diablo, padre del engaño.
flexible túnica.
La cabeza se le iba: en la penumbra lunar que
los envolvía, advirtió que sus labios se acercaban
á otros labios rientes y arrogantes.
Una vez más pensó:
«Es necesario partir. No me ama ni jamás me
amará. Lo único que ella quiere es el poder...»
Pero en seguida añadió con una débil sonrisa:
«¡Y que esto sea un engaño... que lo sea!»
Y el frío del insaciable y extraño beso de Arsi-
noé, le penetró hasta el corazón, como el frío de la
muerte.
Parecióle que la misma Artemisia, en la transpa-
rencia lunar, hubiera descendido hasta él, y le be-
sara engañosamente como un rayo fugitivo.
XV
111
II
51 I
I r
XVII
— 199 —
En la terminación de uno de aquellos corredores
el techo, estaban cubiertos de lápidas de mármol vieron áun sepulturero que, cantando alegremente,
que servían para cerrar las tumbas. cavaba el suelo dando fuertes golpes con el pico.
A cada instante se cruzaban con ellos personas Alrededor del principal inspector de las tumbas, el
que llevaban lámparas. A su trémulo resplandor, «fossor», vestido con elegancia, de cara gorda y as-
Anatolio leyó con curiosidad en una de aquellas tuta, había varios cristianos. El fossor había recibi-
baldosas: «Dorotea, hija de Félix, reposa en estos do en herencia la libre disposición de una galería
lugares frescos, luminosos y tranquilos.» (Requies- de las catacumbas, y tenía el derecho de ceder por
cat in loco refrigü, luminis, pacü.) En otra: «Her dinero los sitios libres de su distrito, más aprecia-
manos, no turbéis mi dulce sueño.» * do porque poseía las reliquias]de San Lorenzo. Aun-
El estilo de las inscripciones era tierno y radian- que ya tenía una buena fortuna, el fossor en aquel
te: «¡Sofronia querida, vive siempre en Dios!» (So- instante regateaba con un rico y avaro curtidor.
phronia dulcís, semper vivís Deo!) Y un poco más Arsinoé se detuvo para oir la conversación.
allá: Sophronia vivis! «Sofronia, vives.» Como si el —¿Y mi tumba estará lejos de las reliquias?—
que hubiera escrito aquellas palabras hubiera com- preguntaba cen desconfianza el curtidor, pensando
prendido que la muerte no existía. en la crecida suma exigida por el fossor.
En ninguna parte se decía: «Está enterrado aquí», —No; á diez codos.
sino únicamente: «¡Está depositado aquí por algún —¿Arriba ó debajo?
tiempo!«(deposüus). Parecía que millones de per- —A la derecha, un poco oblicuamente. El sitio
sonas, generación tras generación, estaban acosta- es excelente; no pido nada de más. Por cargado de
dos en aquel sitio, no muertos, sino dormidos, lle- pecados que estés, todo se te perdonará. Entrarás
nos de misteriosa esperanza. directamente en el reino de los cielos.
En los nichos había colocadas lámparas, ardiendo Con mano experta el fossor tomó las medidas pa-
con llama larga, inmóvil, en aquella atmósfera com- ra la sepultura, como un sastre toma las medidas
primida, y ánforas bonitas exhalando perfumes pe- para un traje. El curtidor insistía para que le die-
netrantes. El olor de los huesos putrefactos que se ran todo el espacio que fuera posible, á fin de que
escapaba á través de las grietas de los féretros era pudiera reposar con comodidad.
lo único que recordaba la muerte. Una mujer anciana se aproximó al sepulturero.
Los corredores en anfiteatro descendían cada —¿Qué quieres abuela?
vez más teniendo de trecho en trecho, arriba, una —Traigo el dinero del suplemento...
ancha abertura del luminarium que daba al campo. —¿De qué suplemento?
De vez en cuando un débil rayo de luna, filtrán- —Para la tumba «derecha».
dose á t r a v é s del luminarium, iluminaba una bal- —¡Ah! sí... ¿no quieres esa que está oblicua?
dosa de mármol cubierta de inscripciones.
—No; mis huesos viejos crujen de antemano.
En las catacumbas, sobre todo cerca de las reli- secreto de Juventino, antiguo sepulcro pagano, «co-
quias, se hacía tanto caso de los sitios, que se ha- lumbarium» apartado de la vía Apia.
bían visto obligados á arreglar tumbas oblicuas que Allí, esperando la llegada del navio que había de
se cedían á los pobres. conducirle á Egipto, país de los anacoretas, se ocul-
taba á las persecuciones de su madre y de los dig-
—¡Dios sabe cuanto tiempo habrá que esperar la natarios del prefecto y vivía con Dídimo, anciano
resurrección!—decía la anciana.—Si tomara una
virtuoso de la Baja Tebaida, al que Juventino de-
tumba oblicua, podría pasar por el pronto; pero
mostraba una obediencia ciega y completa.
cuando me canse, no resultaría ya en manera al-
guna... Dídimo, en cuclillas sobre sus talones, tejía ces-
tos de mimbre, El rayo de la luna que se filtraba
Anatolio escuchaba maravillado.
por una abertura, iluminaba sus cabellos blancos y
—Esto es bastante más curioso que los misterios
su larga barba.
de Mithra,—decía á Arsinoé con sonrisa burlona.
De arriba abajo, los muros del columbarium es-
Es lástima que no lo haya sabido antes. ¡Todavía
taban llenos de pequeños nichos, semejantes á ni-
no había visto nunca un cementerio tan alegre!
dos de palomos, y en cada uno de ellos había colo-
Penetraron en una pieza bastante ancha, llamada cada una urna mortuoria.
la cuUcula soporífera. Multitud de lámparas brilla-
Mirra, á la que el viejo apreciaba, besó respetuo-
ban en los muros; el sacerdote efectuaba el oficio
samente su mano arrugada y le rogó que le conta-
de la noche. La baldosa superior de la tumba de un
se alguna cosa referente á los padres anacoretas.
mártir, colocada bajo una bóveda en arco (arcoso- Nada le agradaba tanto como aquellos maravillo-
lium), servía de altar. Había allí muchos fieles, con sos y terribles relatos de Dídimo.
largos trajes blancos, y todas las caras parecían
radiantes. Mirra, arrodillada y con los ojos llenos Todos se instalaron alrededor del anciano, cuya
sonrisa misteriosa estaba llena de bondad, y cuya
de amor, miraba ai Buen Pastor, representado en el
cabeza venerable estaba rodeada de cabellos blan-
techo de la habitación.
cos, como con una aureola.
En las catacumbas habíase restablecido el uso de
los primeros tiempos del cristianismo: á la termina- Mirra le contemplaba con ojos febricitantes y
ción del oficio divino, los asistentes, considerándo- apretaba con sus delgadas manos su pecho emocio-
se todos como hermanos y hermanas, se daban el nado. Todos estaban callados escuchando los leja-
«beso de paz». Arsinoé, siguiendo el ejemplo gene- nos ruidos de Roma, cuando de pronto llamaron á
ral, besó á Anatolio con una sonrisa. la puerta interior que comunicaba con las cata-
cumbas.
Después los cuatro subieron de nuevo á los pisos
superiores, desde donde podían dirigirse al retiro Juventino se levantó, se aproximó á la puerta y
preguntó sin abrir:
—¿Quién es?
No respondieron, pero llamaron aún más suave- renegaré la fe de mis padres... Creeré en el cruci-
mente, como suplicando. ficado... ¡me haré monja'...
No sin precaución, Juventino entreabrió la puer- —¡No comprendes la ley de Cristo, pagana! Una
ta, se estremeció y retrocedió: una mujer de eleva- madre no puede ser monja; una monja no puede ser
da estatura penetró en el columbarium. madre!
Largos vestidos blancos la envolvían > un velo —Lo he parido con dolor; ¡es mío!
ocultaba su cara. Andaba como una convaleciente —¡No es el alma, sino el cuerpo, lo que tú quie-
ó una mujer muy vieja. Bruscamente se quitó el ve- res!
lo y Juventino exclamó:
La patricia lanzó á Dídimo una mirada llena de
—¡Mi madre!
Dídimo se levantó severo. odio.
La mujer se arrojó á los pies de su hijo y los —Sed, pues, malditos por vuestras palabras men-
abrazó. Mechones de cabellos canosos caían so- tirosas—exclamó.—¡Sed malditos, vosotros que qui-
bre su cara pálida y delgada, que conservaba aún táis los hijos á las madres yque tentáis á los ino-
las señales de una hermosura enteramente patri- centes1... Gentes de hábitos negros que teméis la luz
cia. Juventino había cogido en sus manos la cabeza celeste, ¡servidores del Crucificado!... destructores
de su madre y la besaba. de todo lo hermoso y alegre...
—¡Juventino!—dijo el anciano. Su cara se alteró, se abrazó con más fuerza á su
El joven no respondió. hijo y sofocada exclamó:
Su madre, como si estuvieran solos, murmuraba —Te conozco, hijo mío... no partirás... no pue-
alegre y precipitadamente: des... no puedes...
—¡Creía que no te volvería á ver nunca, hijo El anciano Dídimo, con el cayado en la mano, se
mío!... Quería partir para Alejandría! ¡Oh! ¡Te hu- mantenía cerca de la puerta abierta que conducía
biera descubierto hasta en el desierto!... Pero en á las catacumbas, y dijo solemnemente:
adelante, ¿no es verdad? esto ha terminado... Dime —¡Por última vez, en el nombre de Dios, te orde-
que no'partirás. ¡Espera que me muera!... Después... no que me sigas y la dejes!
haz lo que quieras... Entonces la patricia dejó á Juventino y balbu-
El anciano dijo de nuevo: ceó:
—Juventino, ¿me oyes? —¡Pues bien!... Déjame... parte... si puedes.
—¡Anciano!—respondió la patricia.—,Tú no qui- Las lágrimas no corrían ya de sus ojos amorata-
tarás un hijo á su madre!... Escucha: si es preciso, dos, sus brazos caían inertes en actitud afligida á lo
largo de su cuerpo. Esperaba. Todos callaron.
—¡Señor!... ¡Ayúdame!... ¡Inspírame!—rogó Juven-
tino, poseído de mortal tristeza.
—¡El que quiere seguirme y no aborrece á su pa cuenta codos bajo tierra. Era diíícil respirar allí.
dre y á su madre, á sus hijos, hermanos y herma- Bajo los pies se filtraba un agua cenagosa. La lla-
nas y hasta su vida, ese no puede ser mi discípulo! ma de las lámparas vacilaba. Miasmas pútridos en-
—recitó Dídimo, volviéndose por última vez hacia venenaban el aire. Mirra sintió que se le desvane-
J uventino. cía la cabeza y perdió el conocimiento.
—Sigue en el mundo. Has renegado del Cristo. Anatolio la cogió en sus brazos. A cada instante
Sé maldito en este siglo y en el otro. temían encontrarse de nuevo con los legionarios.
—¡No! ¡No me rechaces, padre! ¡Voy contigo!... Podían tapar las salidas: corrían el riesgo de ser
¡Señor... heme aquí!—exclamó Juventino siguiendo enterrados vivos.
á su maestro. —¡Por aquí!... ¡Por aquí!
Su madre no hizo ningún movimiento para dete- Encorvado llevaba sobre sus espaldas 'al anciano
nerle, ni un músculo de su cara se movió; pero Dídimo.
cuando el ruido de los pasos se hubo extinguido, un Al cabo de algunos minutos llegaron á la salida
sollozo estridente se escapó de su pecho y cayó co- secreta que daba á la Campania.
mo herida por un rayo. De regreso á su casa Arsinoé desnudó y acostó
—¡Abrid!... ¡En nombre del muy piadoso empera- rápidamente á Mirra, pue continuaba desvanecida.
dor Constancio!... Arrodillada la hermana mayor daba besos prolon-
Eran los soldados del prefecto, que por la denun- gados en las manos inertes, delgadas y amarillas de
cia de la patricia, madre de Juventino, veniaa á lp niñita. Un penoso presentimiento oprimía su co-
buscar á los rebeldes «sábeos», enemigos del empe- razón. L a cara de la dormida tenía una expresión
rador, que se ocultaban en las catacumbas. Con extraña. Nunca había reflejado aún un encanto tan
fuertes golpes dados con la palanca, procuraban inmaterial. Todo su cuerpecito parecía diáfano y
forzar la puerta del Qolumbarium. El edificio tem- frágil, como las delgadas paredes de un ánfora de
blaba sobre su base, las urnas de plata vibraban alabastro iluminada por un fuego interior.
lastimosamente. La mitad de la puerta se hundió. Este fuego no debía extinguirse más que con la
Anatolio, Mirra y Arsinoé se precipitaron á las muerte de Mirra.
galerías interiores. Los cristianos corrían por los
estrechos corredores como hormigas interrumpidas
en sus hormigueros, dirigiéndose todos hacia las sa-
lidas secretas que comunicaban con la cantera. Pe-
ro Arsinoé y Mirra no conocían la exacta disposi-
ción de las galerías y se extraviaron en el laberinto,
y llegaron al último piso inferior, situado á cin-
El bárbaro del Norte, voraz y casto, despreciaba al
sirio, tímido, voluptuoso y sobrio en bebida y ali-
mento. Pero á pesar de sus burlas, [compadecíale
como á un niño.
—Primo—lloriqueó Estrombix.
—Y bien, ¿qué? déjame tranquilo.
—¿Hay osos en este bosque?
—Sí—respondió Aragaris con aspereza.
XVIII —¿Y si encontramos uno, qué?
—Lo mataremos, venderemos su piel, é iremos á
beber.
—¿Y si es él, al contrario, quien?...
A las primeras penumbras de la noche, introdu-
cíanse dos guerreros descaminados en un bosque —Cobardón, bien se ve en seguida que eres cris-
húmedo no lejos del Rhin, entre la plaza fuerte tiano.
7 res Tabernace y la villa romana Argentocatum, —¿Por qué un cristiano ha de ser cobarde?—dijo
conquistada hacía poco por los alemanes. El uno, Estrombix con tono de enfado.
Aragaris, desgraciado gigante de rubios cabellos, —Pero tú mismo me has dicho que en vuestro li-
sármata al servicio de Roma; el otro, Estrombix, se- bro se lee: «Al que te hiriere en la mejilla izquier-
co y ceñudo, sirio. da, preséntale también la otra.
El espacio entre los troncos de los árboles estaba —Sí. es cierto.
sumido en la obscuridad. En la atmósfera tibia caía —¡Ya ves! Si es así, según mi modo de ver no es
una fina lluvia. De los abedules se desprendía el preciso guerrear.. Si el enemigo te hiriere en una
olor típico de las hojas mojadas. En la lontananza mejilla, ¿tú le presentarás la otra? Vosotros sois
se oía el canto de un cuco. todos unos mandrias, helo ahí.
A cada chasquido de las ramas, Estrombix, asus- —El César Juliano es cristiano y no es cobarde
tado, se estremecía cogiendo la mano de su compa- —replicó Estrombix.
ñero. —Ya sé yo, primo,—continuó Aragaris,—que
—¡Primo!... eh, primo! vosotros sabéis perdonar á los enemigos cuando se
Llamaba primo á Aragaris, no por parentesco, está en la batalla. ¡Maricas!... Tu estómago no es
sino por amistad. mayor que mi puño; con un diente de ajo estás re-
Ambos habían sido admitidos en el ejército roma- pleto para todo el día. ¡Por eso tu sangre no es
no, siendo de los dos rincones opuestos del mundo. más que agua pantanosa!
—¡Ah! primo, primo,—observó Estrombix con
amargura.—¡Por qué has hablado de alimentos! ¡Aho- favores de una preciosa muchacha franca. Aquella
ra me roe de nuevo en el hueco del estómago! Da- belleza de diez y sei3 años, hija de un bárbaro,
me un poco de ajo; aún te queda en tu saco... muerto en la batalla, habíale administrado dos bo-
—Si te doy lo que me resta, los dos nos morire- fetadas tales, que cayó de espaldas. Después le pi-
mos mañana en este bosque. soteó con sus anchos pies.
—¡Ah! si no me lo das en seguida, me caeré de —¡Esa no es chica, sino un demonio! — refería
debilidad y te verás obligado á llevarme... Estrombix.—¡Apenas la pellizqué y ella casi me ha
—Ten... tragón... perro. roto las costillas.
—Y un poco de pan,—suplicó Esírombix. El sonido de la trompeta se distinguía cada vez
Aragaris le dió con un juramento el postrer cos- más claramente. Aragaris, husmeando el aire como
trón de su galleta. El mismo, la víspera, había co- un sabueso, observó que se notaba olor de humo.
mido para dos días grasa de cerdo y habas coci-
El campamento debía hallarse á corta distancia.
das.
La noche se hizo más obscura; apenas si podían
—¡Cuidado!—exclamó deteniéndose.—¡Se oye la descubrir el camino. El sendero se perdía entre el
trompeta!... No estamos lejos del campamento... Es cieno. Iban saltando de montículo en montículo. La
menester dirigirnos hacia el Norte... Ño temo á los niebla se extendía.
osos,—añadió Aragaris pensativo,—pero el centu-
De repente, de una gran conifera, cuyas ramas
rión...
cubiertas de musgo parecían una larga barba gris,
Los soldados habían apodado á aquel detestable alguna cosa se escapó con un chillido estridente.
centurión «Cedo-Alteram», es decir, «Dame otra»,
Estrombix se agachó de miedo. Era un gallo sal-
porque siempre que la vara con que azotaba á los
vaje.
soldados delincuentes se rompía, gritaba alegre-
mente: Cedo cdteram! Estas dos palabras habían Perdiéronse al fin. Estrombix trepó á un árbol.
llegado á ser su apodo. —Los vivaques están al Norte. No lejos. Allá aba-
jo hay un ancho río.
—Estoy seguro,—dijo el bárbaro,—estoy conven-
cido de'que Cedo Alteram hará con mis espaldas lo —¡El Rhin! ¡El Rhin!—exclamó Aragaris.—Va-
que el curtidor hace con una piel de buey. ¡Esto es mos á prisa.
abominable, primo, abominable! Ambos se deslizaron á través de los abedules y
Ambos habían quedado rezagados porque Araga- los álamos seculares.
ris, según su costumbre, habíase emborrachado has- —¡Primo, yo me anego!—gritó Estrombix.—Al-
ta perder el conocimiento en una aldea saqueada, guien me tira de los pies. ¿En dónde estás?
y Estrombix había sido apaleado. El pequeño sirio Con gran trabajo Aragaris lo desenredó, y, juran-
había hecho una vana tentativa para obtener los do, cargóle sobre sus espaldas.
DIOSES.—TOMO I
El sármata reconoció con sus pies los maderos de
las faginadas puestas por los romanos. Aquella fa- amigos hubieron de dormir en el bosque, cerca de
ginada les condujo al gran camino, cortado hacía las puertas traseras llamadas decurnenes.
poco por el ejército de Severo, general de Juliano. Al alba sonó la trompeta. En el bosque brumoso
Los bárbaros, para cortar el camino, habíanlo obs- el ruiseñor cantaba todavía: espantado por los gue-
truido, según su costumbre, con enormes troncos de rreros sonidos, callóse. Aragaris aspiró el olor de la
árboles. sopa y despertó-á Estrombix; su apetito duplicado
Viéronse obligados á escalarlos. Aquellos árbo- hízoles olvidar las v a r a s de Cedo-Alteram. Pene-
les, á veces podridos, cubiertos de musgo y desha- traron en el campamento y sentáronse cerca de los
calderos. En la tienda principal, próxima á las
ciéndose bajo los pies, á veces firmes y resbaladi-
puertas pretorianas, velaba el César Juliano.
zos por la lluvia, hacían difícil la marcha.
Por aquellos lugares, temiendo siempre un ata- Desde el día en que fué nombrado César, en Me-
que, debía caminar el ejército de Juliano, compues- diolán, gracias á la protección de la emperatriz
to de trece mil hombres, al cual todos los generales Eusebia, Juliano se dedicaba con celo á los bélicos
del emperador, salvo Severo, habían traidoramente ejercicios. No solamente estudiaba bajo la direc-
abandonado. ción de Severo el arte de la guerra, sino que tam-
Estrombix maldecía á su camarada. bién quería conocer el oficio del simple soldado. Al
—¡Yo no iré mucho más lejos, pagano! Prefiero son de los clarines, en los cuarteles, en el campo de
Marte, con los nuevos reclutas, durante días ente-
echarme sobre las hojas secas y morir... ¡Al menos
ros, aprendía á marchar y á tirar el arco y la hon-
no veré más tu cara de condenado!... ¡Uf! ¡Infiel!...
da, á correr con el peso del equipo eomleto, á sal-
¡Ya se conoce en seguida que no llevas ninguna
tar los fosos y á batirse.
cruz! ¿Es asunto de cristianos el arrastrarse así por
los caminos?... ¿Y en dónde nos guareceremos? ¡Ba- Sobrepujando á la hipocresía monacal, despertá-
jo las varas del centurión!... ¡No pasaré de aquí!... base en el joven la sangre de la raza de Constanti-
Aragaris le arrastró á la fuerza, y cuando el no, raza formada por muchas generaciones de aus-
paso hízose más fácil, cargó nuevamente sobre sus teros y obstinados hombres de guerra.
espaldas á su caprichoso compañero que le llenaba —¡Ay, divinnos Jámblico y Platón! ¡Si viérais lo
de invectivas, pellizcándole; después, al cabo de un que ha venido á ser vuestro discípulo!—exclamaba
rato, durmióse profundamente sobre las espaldas á veces, enjugando el sudor que por su frente se
del «pagano.» deslizaba.
A media noche llegaron á las puertas del campo Y señalando su armadura, añadía:
romano. Todo estaba en silencio. El puente levadi- t —¿No es cierto, Severo, que esta armadura me
zo hacía mucho tiempo que estaba levantado. Los sienta tan mal á mí, estudiante filósofo, como una
silla de combate á un buey perezoso?
generales, siguiendo los consejos de los eunucos im-
Severo no respondió y sonrió maliciosamente. periales, hacían traición al joven César.
Sabia que aquellos suspiros y aquellas quejas no Todo esto inflamaba más aún el amor de los le-
eran sinceras, y que, en realidad, Juliano estaba gionarios hacia Juliano.
satisfecho de sus progresos militares. Con insinuación precavida, con el arte de ganar
Habíase de tal manera transformado y virilizado las simpatías contraídas durante su educación mo-
en algunos meses, que muchos reconocían con difi- nacal, Juliano hacía cuanto le era posible para afir-
cultad al «pequeño griego,» como se le nombraba mar el amor de que era objeto y el odio hacia el
en otro tiempo en la corte de Constancio. Unicamen- emperador.
te los ojos no habían cambiado, brillando con fuego Ante los soldados hablaba de su hermano Cons-
extraño, demasiado vivo, casi febril, que los hacía tancio con humildad de doble sentido, bajando los
inolvidables. Sentíase. Juliano cada día má3 fuerte, ojos y afectando el aspecto de una víctima. Erale
no tan sólo física, sino también moralmente. Por la tanto más fácil cautivar á los guerreros por su in-
primera vez en su vida experimentaba la dicha del trepidez en los combates, cuanto que la muerte le
afecto hacia las gentes sencillas. parecía envidiable, en comparación á aquella á
Había gustado al principio á los legionarios ver que había sido sometido Galo, y que tal vez tenia
á un verdadero César, primo del Augusto, apren- le reservada el emperador.
der el oficio del militar en los cuarteles, sin re- Juliano había organizado su vida según el méto-
pugnancia á la vida tosca del soldado. Los ros- do de los antiguos guerreros conquistadores. La
tros austeros de los viejos guerreros se iluminaban educación estoica del pedagogo Mardonio ayudába-
con una tierna .sonrisa cuando admiraban la destre le á soportar la ausencia total del lujo. Dormía me-
za, siempre creciente, del César, y acordándose de nos que un simple soldado, y no ya sobre un col-
su juventud, se extrañaban de sus rápidos pro- chón, sino sobre una tosca alfombra de largo pelo,
gresos. llamado «suburro» por el pueblo. La primera parte
Juliano se acercaba á los soldados, hablaba con de la noche estaba consagrada al sueño; la segunda
ellos, escuchaba sus relatos de pasadas campañas, á los negocios de Estado y de la guerra; la tercera
sus consejos relativos á la atadura de la coraza, de á las Musas.
modo que las correas rocen menos, y cómo debe po- Los libros predilectos de Juliano no le abandona-
nerse el pie para evitar la excesiva fatiga en las ban en las campañas. Inspirábase en Marco Aure-
grandes marchas. lio, en Plutarco, Suetonio y en Catón el Antiguo.
Circulaba el rumor de que el emperador Contan- Durante el día, esforzábase en poner en práctica
d o había enviado al inexperto joven entre los bár- aquello que había pensado en la noche con sus li-
baros de la Galia, á fin de que hallase la muerte, bros. La memorable mañana antes de la batalla de
deshaciéndose así de un rival; y además que los
— 215 -
Argentoratum, al oir la diana, vistióse prontamen-
te .Juliano su armadura completa, ordenando que se trándose en un campo, Juliano los reunió en torno
le trajera su corcel. Esperando, retiróse al rincón suyo, disponiéndolos en círculo, como los especta-
más apartado de su tienda. Allí estaba colocada una dores en un anfiteatro, de modo que fuese el mis-
elegante estátua de Mercurio, alado, llevando el ca- mo el centro de los centuriones y de las cohortes,
duceo: dios del movimiento,del éxito y de la alegría. que se irradiaban, en largas filas circulares. Esta
Juliano se inclinó y arrojó sobre un pequeño trípo- era, por lo demás, la costumbre del ejército roma-
de algunos granos de incienso. no, para que el mayor número posible pudiera oir
Por la dirección del humo, el César, lisonjeándo las palabras del general.
se de conocer el arte de la adivinación, procuraba Juliano explicó á las legiones en frases concisas
adivinar la influencia del día. Durante la noche, y sencillas que la fatiga podía perjudicar el éxito,
había oído tres veces el graznido del cuervo, señal que sería más prudente instalar el campamento en
nefasta. aquel campo, descansar y atacar á los bárbaros al
Estaba Juliano de tal modo convencido de que día siguiente por la mañana con las fuerzas recu-
sus inesperados triunfos militares en Galia eran de- peradas.
bidos á una fuerza sobrenatural, que cada vez vol- En el ejército levantóse un murmullo. Los solda-
víase más supersticioso. dos golpearon los escudos con sus lanzas, lo que era
Al salir de la tienda chocó contra el tronco que señal de impaciencia. Exigían con sus gritos que
servía de umbral. El ro3tro de César se obscureció. Juliano los condujera sin tardanza al lugar del com-
Todos los presagios eran desfavorables. Resolvió, bate. El César miró en torno suyo, y comprendió,
pues, en su ánimo dejar la batalla para el día si- por la expresión de los semblantes, que cometía una
guiente. grave falta si resistía. Sentía en la multitud el es-
El ejército se puso en marcha. El camino, á tra- tremecimiento terrible que tan bien conocía, que
vés de los bosques, era penoso. Montones de árbo- era indispensable para la victoria y que podia, á la
les dificultaban el paso á cada instante. El día pro- menor torpeza, convertirse en furor.
metía ser caluroso. El ejército no había andado sino Saltó sobre su caballo y dió la señal de continuar
la mitad del camino, y hasta eí campamento de los la marcha adelante. Un grito entusiástico le respon-
bárbaros, situado sobre la ribera izquierda del dió y el ejército se puso en movimiento.
Rhin, en una gran llanura cerca de la ciudad de Cuando el sol comenzó á declinar, llegaron á la
Argentoratum, quedaban por recorrer aún, á medio llanura de Argentoratum. Entre las colinas poco
día, más de veintiún mil pasos. elevadas brillaba el Rhin. Al Sur se elevaba la ma-
Los soldados estaban fatigados. sa obscura de los Vosgos. Sobre el grandioso río
Cuando hubieron franqueado el bosque, encon- srermánico flotaban catan ultas
De repente, sobre la colina más próxima, apare- creía con orgullo: «;Ahora me parezco á tal ó cual
cieron tres jinetes. Eran los bárbaros. célebre conquistador!» Y en el fuego mismo de la
Los romanos se detuvieron y se dispusieron en acción se hallaba mentalmente rodeado de sus li-
orden de batalla. bros, y se rogocijaba de que todo sucediera preci-
Juliano, rodeado de seiscientos jinetes cubiertos samente como lo describía Tito Livio, Plutarco y
de hierro, los clibanarios, mandaba la caballería Salustio.
del ala derecha; á la izquierda se extendía la infan-
El experto Severo moderaba su ardor con su san
tería, á las órdenes de Severo, al que por lo demás
gre fría, y aunque dejaba cierta libertad á Juliano,
obedecía el mismo Juliano. Los bárbaros opusie
no abandonaba la dirección general del ejército.
ron su caballería á la de Juliano; á la cabeza mar-
chaba el rey aleman Clodomiro; frente á Severo, el Las fiechas silbaron así como las lanzas bárba-
joven sobrino de aquél, Aganarico, dirigía la in- ras, sujetas por largas tiras, de cuero; las máquinas
fantería. de guerra arrojaron piedras enormes.
Los romanos se hallaron al fin frente á frente con
Las bocinas de guerra, las trompas y las corne- los terribles y misteriosos habitantes del Norte,
tas, resonaron.
acerca de los cuales circulaban leyendas tan in-
Los pabellones, las banderas, que llevaban los creíbles.
nombres de las cohortes, los dragones de púrpura y
Unos llevaban equipos monstruosos; otros la es-
las águilas romanas, se aproximaron á la cabeza de
palda cubierta de pieles de oso, y á manera de cas-
las secciones. Delante, con los semblantes tranqui-
co, sobre sus intonsas cabezas, hocicos de anima-
los y severos, avanzaban á paso firme y regular,
haciendo retemblar la tierra, los portadores de ha- les que enseñaban los colmillos. Otros llevaban
chas y los primiptlarlos habituados á las victo- los cascos adornados con cuernos de ciervo ó de
rias. buey. Los alemanes despreciaban la muerte de tal
manera, que se lanzaban en medio de la pelea com-
De repente la infantería de Severo se detuvo.
pletamente desnudos, no conservando más que la
Los bárbaros, ocultos en un foso, saltaron fuera de
espada y la lanza.
su emboscada y atacaron á los romanos. Juliano,
Sus cabellos rojos estaban atados en lo alto de la
desde lejos, vió la confusión que esto produjo y acu-
dió en su socorro. cabeza y caían hasta la nuca en espesos bucles ó
en forma de trenza que se asemejaba á una melena.
Se esforzaba en calmar á los soldados, dirigién- Sus rubios bigotes resaltaban sobre su quemada
dose ya á una cohorte, ya á otra, imitando el estilo piel y pendían largamente á ambos lados de la
conciso de Julio César. Cuando decía: cExurga- boca.
mus, v'irl fortes» ó bien: «Advenit, sociijustum pug-
Un gran número de ellos eran tan salvajes, que
nandi jarn tempusaquel joven de veinte años
no empleaban el hierro y combatían con lanzas ter-
minadas en punta de hueso, mojadas en un violento corcel cubierto de espuma y comprendió la astucia.
veneno que las hacía aún más peligrosas. Una he- La infantería bárbara, colocada expresamente en-
rida de aquella arma primitiva bastaba para morir tre los jinetes, se deslizaba entre las piernas de los
lentamente en medio de atroces sufrimientos. De caballos romanos, y con la espada les abrían el
la cabeza á los pies, á manera de armadura, iban vientre. Los caballos caían arrastrando en su caída
cubiertos de delgadas láminas de casco de caballo, á los «catafracto3,» que no podían levantarse ago-
cosidas en una tela de lino. Con aquella vestimen- biados bajo el peso de su armadura.
ta, aquellos bárbaros parecían mónstruos extraños Juliano se colocó en mitad del camino. Debía, ó
vestidos con plumas de pájaro y escamas de pes detener á los jinetes que huían, ó bien ser aplasta-
cados. do por el choque. El tribuno de los clibanarios tro
Había también sajones de ojos de color azul páli-' pezó con él, reconoció á Juliano y palideció de
do, que nunca se asustaban del mar, pero que te- vergüenza y de espanto. Toda la sangre afluyó íil
mían la tierra; Sicambros, Edulos de pupilas ver- rostro de Juliano, que olvidó sus libros clásicos, se
des como el agua del Océano, Borgoñones, Batavos inclinó, cogió al fugitivo por el cuello y gritó con
y Sármatas, mitad hombres y mitad fieras, cuyos una voz que le pareció á él mismo desconocida, sal-
terribles rostros no veían los romanos más que en vaje:
el momento de la muerte. —¡Cobarde!
Los primipilarios, reuniendo sus escudos, forma- Después volvió al tribuno de cara al enemigo.
ron una compacta muralla de acero invulnerable á Entonces los catafractos se detuvieron, reconocie-
todos los golpes, avanzando continua y lentamente. ron el dragón de púrpura, el dragón imperial, y se
Los alemanes se precipitaron sobre ella con gritos quedaron confusos. En un minuto toda la masa de
feroces, semejantes á los roncos gruñidos de los hierro volvió grupas y se precipitó de nuevo sobre
osos. El combate principió cuerpo á cuerpo, escudo los bárbaros.
contra escudo. El polvo se elevó tan denso por en- Se produjo una gran confusión y una lanza hirió
cima de la llanura, que interceptó los rayos del á Juliano en mitad del pecho; no debió su salvación
sol. más que á su coraza. Una flecha silbó á su oído, ro-
En aquel momento, en el ala derecha, la caballe- zándole la mejilla con sus plumas. En auxilio de la
ría, con armaduras de hierro, de los clibancirios, se caballería que se debilitaba, envió Severo legiones
estremeció y emprendió la fuga. Podía aplastar á de cornutos y de brakatos, aliados medio salvajes
las legiones de retaguardia. A través de la nube de de los romanos. Tenían costumbre de no cantar su
flechas y de lanzas, brillaba al sol el estandarte co- himno guerrero, el Barritli, más que en el momento
lor de fuego del gigantesco rey Clodomiro. de la embriaguez sanguinaria del combate.
J uliano acudió á tiempo al galope de su negro Entonaron su canto con voz baja y quejumbrosa;
— 221 —
los primeros sonidos eran tranquilos como el mur-
mullo nocturno de las hojas; después, paulatina- los veteranos, encanecidos bajo las banderas, fue-
mente, el Barrith se hacía más fuerte, más solem- ron á la muerte tranquilos y severos.
ne y terrible; por último, se transformaba en un El hálito de la gran Roma se cernió por encima
rugido furioso y ensordecedor, semejante al de la del ejército.
mar alborotada cuando se estrella contra las rocas. Juliano, con los ojos Henos de lágrimas de entu-
Con este cántico se embriagaban hasta olvidarse siasmó, se lanzó hacia los veteranos para morir con
de sí mismos. Juliano terminó por no ver ni com- ellos. De nuevo sintió que la fuerza del amor senci-
prender lo que pasaba á su alrededor. Sentía sola-
llo, la fuerza del pueblo, le levantaba en sus alas y
mente una sed intolerable y un dolor de fatiga en
la mano en que tenía la espada. Perdió hasta la no- le llevaba á la victoria.
cióu del tiempo. Pero Severo conservaba toda su Entonces el terror se apoderó de las masas bár-
presencia de espíritu, y dirigía el combate con pru- baras, que temblaron y huyeron.
dencia incomparable. Perplejo y provocador, Julia- Las águilas de las legiones, con sus picos rapaces,
no distinguió el estandarte amarillo de Clodomiro sus alas desplegadas, brillando al sol, volaron una
en el centro mismo de las legiones. La caballería vez más, anunciando á las tribus derrotadas la vic-
bárbara había penetrado de flanco en medio del toria de la Ciudad Eterna.
ejército romano, y Juliano pensó: «¡Esto ha termi- Los alemanes y los francos exhalaban combatien-
nado; todo está perdido!» Se acordó de los presagios do hasta el último suspiro.
desfavorables de aquella mañana, y dirigió una úl- Arrodillados en un mar de sangre, los bárbaros
tima plegaria á los dioses olímpicos. manejaban con débil mano su espada ó su lanza,
y en sus ojos enturbiados no se l e i a ni el
—¡Venid en mi ayuda! porque ¿quién sino yo res-
miedo ni la desesperación, sino únicamente la
tablecerá vuestro poder en esta tierra?—En el cen-
tro del ejército se hallaban veteranos viejos de la sed de venganza y el desprecio al vencedor. Hasta
legión de los «Petulantes,» llamados así por su va- los que parecían muertos se levantaban medio
lor. Severo confiaba en ellos y no se engañaba. Uno aplastados, se agarraban con los dientes á las pier-
de ellos gritó: nas de los enemigos, y se enganchaban con tal fuer-
za, que los romanos les arrastraban tras sí. Seis mil
—¡Viri fortissimi! ¡Varones valerosísimos! No ha-
gamos traición á Ptoma y á nuestro César. ¡Mura- bárbaros cayeron sobre el campo de batalla ó se
mos por Juliano! ahogaron en el Rhin. Aquella tarde, en el momento
en que César Juliano estaba sobre la colina envuel-
—¡Gloria y prosperidad á César Juliano!... ¡Por
to como de una aureola por los rayos del sol ponien-
Roma, por Roma!...—respondieron voces firmes, y
te, le trajeron al rey Clodomiro, hecho prisionero
en la ribera del rio. Era de enorme talla y respira-
ba fatigosamente, sudando y con la cara lívida. Lle-
vaba las manos atadas á la espalda; se arrodilló de-
lante de su vencedor, y el joven César de veinte
anos puso su manecita sobre la cabeza cabelluda
del rey bárbaro.
XIX
XIX
Elena, en sus oraciones, había hecho voto de cas- —¿Tú... por la mía?
—¡Estamos unidos para siempre!
tidad.
—¿Por qué medio?
Aquella noche una curiosidad malévola impulsó —Por el sacramento del matrimonio.
á Juliano á ir á la torre en que rezaba su mujer. - ¿ E l matrimonio religioso?.. ¡Pero hasta la fe-
Abrió la puerta sin llamar y entró en la celda. La cha somos extraños el uno al otro, Elena!
virgen estaba arrodillada ante un facistol termina- - ¡ T e m o por tu alma, Juliano!-repitió ella, fijan-
do en una gran cruz. do en él sus ojos inocentes.
Juliano se acercó á ella tapando con una mano Poniéndole la mano sobre el hombro, Juliano con-
la llama de su lámpara, y durante algunos minutos templó burlonamente el semblante pálido, del que
la miró con ceño adusto. Elena estaba tan absorta manaba un frío de castidad. Unicamente resalta-
en su oración, que no lo notó, Juliano dijo: ban de un modo extraño los labios sonrosados, la
— ¡Elena! boca muy bonita y muy pequeña, entreabierta con
Ella dió un grito y volvió hacia Juliano su rostro expresión de miedo interrogativo.
pálido y severo.
—¡Como me has asustado! Juliano se inclinó hacia ella y antes que de ella
Juliano contempló de manera extraña la gran hubiera tenido tiempo de evitarlo, la besó en los
labios.
cruz, el Evangelio, el facistol y murmuró:
—¿Rezas aún? Elena dió un salto, se precipitó hacia el rincón
—Sí, y por tí también... César muy amado. opuesto de la habitación y se ocultó el rostro con
las manos. Después, mirando á Juliano con ojos lo-
—¿Por mí? Verdaderamente... Confiesa que me
cos de pavor, se persignó precipitadamente, mur-
crees un gran pecador, Elena. murando:
Ella bajó I03 ojos sin responder. Su rostro se pu-
—Lejos de mí, lejos de mí, impuro... Te conozco...
so aún más ceñudo.
No eres Juliano; eres el demonio... ¡En nombre de
—Nada temas. Habla. ¿No crees que soy culpa-
la muy santa cruz, te conjuro... desaparece!
ble, de algo especialmente, respecto de Dios?
La cólera se apoderó de Juliano. Fué hacia la
Elena raspondió en voz muy baja: puerta y echó el cerrojo; después, aproximándose á
—¿Especialmente?... Sí, me parece... No te inco- Elena, dijo sonriendo:
modes...
—Vuelve en tí, Elena... Soy un hombre, soy tu
—¡Estaba seguro de ello!... ¡Vamos, dilo!... ¡Me marido... ,y no el demonio!... La Iglesia ha bendeci-
arrepentiré! do nuestra unión...
Elena replicó más bajo aún y más gravemente:
—¡No te rías!... Yo responderé de tu alma ante el Cuanto más la odiaba, tanto más deseaba poseer
Eterno...
aquella virgen severa. Elena se pasó las manos Con sus mimos impías le arrancaba los negros
lentamente por los ojos: vestidos. Su corazón estaba lleno de terror; pero
—¡Perdóname!... ¡Me había parecido!... ;Me has nunca en su vida había experimentado tal embria-
asustado de tal manera, Juliano!... Ya sé que no me guez del mal. De repente, á través de la tela des-
deseas mal alguno... Pero yo he tenido visiones... garrada, resplandeció la rosada piel. Entonces, iró-
Ahora he creído también... ¡«El» ronda por aquí, de nicamente, con sonrisa de desafío, el César romano
noche! Le he visto dos veces... me ha dicho cosas miró hacia el rincón opuesto de la celda, donde bri-
malas de tí... Desde entonces tengo miedo... «El» llaba la luz débilmente, iluminando en el muro la
me ha dicho que llevabas en tu rostro la señal de gran cruz negra...
Caín... ¿Por qué me miras así, Juliano?
Elena tembló y apoyóse contra la pared. Juliano
se aproximó á ella y la cogió por la cintura.
—¿Qué haces? ¡Déjame, déjame!
Elena intentó gritar, llamar á la criada.
—¡Eleferia!... ¡Eleferia!
—¿Por qué llamas? ¿No soy tu marido?
Ella se puso á llorar amargamente.
— «¡Hermano mío!...» «Esto» no debe ser... ¡Soy la
desposada de Cristo!... Yo creía que tú...
—¡La desposada del César romano no puede ser
la desposada de Cristo!
—¡Juliano!... Si crees en «El»...
Juliano se echó á reir.
—¡Detesto al Galileo!
Con un supremo esfuerzo, Elena intentó recha-
zarlo y desesperada, exclamó:
—¡Vete!... ¡diablo! ¡diablo!... ¡Señor, por qué me
has abandonado!
Juliano cubría el cuello de Elena de audaces be-
sos. Parecíale que cometía un asesinato. Ella se ha-
bía debilitado de tal manera en la lucha, que ape-
nas resistía, murmurando: D.OSES.—TOMO I 16
—¡Ten piedad!... ¡hermano mío!
XXI
f
A veces, durante las noches de insomnio, el em-
perador, echado en su magnifica cama, colocada Constancio
- De estas cartas
bajo el estandarte sagrado de Constantino, pen- resultaba que Constancio y no Juliano, había atra-
saba: vesado cuatro veces el Rhin, Constancio, que en la
—¡Eusebia me ha engañado! Si no hubiera sido o do ^ f w T d ° d 6 S t r U Í a 61 ejército en estú-
por ella, hubiera seguido los prudentes consejos de p,dos combates, Constancio y no Juliano, había es-
Catena y de Mercurio.:. ¡Hubiera mandado ahorcar tado á punto de perecer bajo las flechas de Argen-
á ese granuja en cualquier rincón obscuro!... ¡Hu- toratum; Constancio había hecho prisionero al rev
biera exterminado á esa serpiente del nido de los Clodomiro; Constancio había atravesado los panta-
Flavios!... ¡Imbécil!... ¡Yo mismo le he dejado esca- T J l a S , S I a S l m P r a c f c icables, hecho los caminos,
par!... Y, ¿quién sabe?... ¿Habrá sido Eusebia tal asaltado las fortalezas, soportado el hambre, la sed
vez su querida? S6 abía fatÍgad más
Iti»
había ?dormido
í menos que° ellos <*ue l o s s o l d a d o s ,
Los celos tardíos hacían aún más mortificante su
envidia. El nombre de Juliano ni siquiera figuraba en
No podía vengarse de la emperatriz Eusebia, que aque las cartas como si el César no existiera. El
había muerto poco hacía. Su segunda mujer, Faus- pueblo aclamaba á Constancio «vencedor de los
tina, era una tontuela, á quien despreciaba... galos» y en todas las iglesias, los obispos v los ar-
Constancio atormentaba sus cabellos ralos, que zobispos entonaban himnos en acción de Agracias,
el peluquero rizaba tan cuidadosamente todos los pidiendo longevidad y prosperidad para el empera-
días, y lloraba de rabia. dor, dando gracias á Dios por las victorias conce-
¿No había él defendido la Iglesia? ¿No se había didas á Constancio sobre los bárbaros alemanes.
encarnizado en la destrucción de todas las herejías?
Jcontentó
I T M 0 'con
81 t G n e r n 0 t í C Í a d e a( uellas locu
sonreír. * ™s, se
¿No había construido y embellecido conventos? ¿No
cumplía con regularidad los ritos impuestos? ¡Y qué Pero la envidia que devoraba el corazón del em-
recompensa se le concedía! perador no se sació. Decidió quitar á Juliano sus
Por primera vez el señor de la tierra sentía mur- mejores legiones, después, imperceptiblemente, ba-
murar dentro de sí la indignación contra el Señor jo fútiles pretextos, desarmarlo como en otro tiem-
eterno. La oración malévola expiraba en sus la- po a Galo, atraerle á sus redes y asestarle entonces
bios. el golpe mortal.
Para saciar algo su envidia, decidió recurrir á un Con este objeto envió á Lutecia un hábil digna-
medio inusitado: hizo enviar á todas las grandes tario, el tribuno Decencio, portador de una carta.
ciudades cartas triunfales, adornadas con laureles escoger inmediatamente las mejores legiones
y anunciando las victorias concedidas por la gracia compuestas de hérulos, bátavos, petulantes y celtas,
y enviarlas á Asia, al emperador. Además, aquel
- ' . ^ » " ^ H B ^ y ^ ^ r a r :
V
— 247 —
tranjero. Otras, resignadas, mudas en su dolor, en-
dignatario debía tomar de cada legión restante 300 volvían en un jirón de tela un puñado de tierra pa-
guerreros de los más valerosos, y el tribuno de las ra recuerdo. Un perro ñaco, cuyas costillas reven-
caballerizas imperiales, Cintula, tenía orden de re- taban el pellejo, lamía el eje engrasado con sebo.
unir soldados escogidos entre los portadores de De repente se alejó y se puso á ladrar con el hoci-
banderines y ponerse á su cabeza para conducirlos co en el polvo. Todos se volvieron estremeciéndose.
á Oriente. Un legionario pegó coléricamente al animal, que
Juliano previno á Decencio, le hizo ver la inevi- con el rabo entre piernas, se marchó corriendo á
table rebelión entre las legiones bárbaras, que pre- un campo, y allí, parándose, continuó sus aullidos,
ferían morir antes que abandonar su suelo natal. más lastimeros aún.
El obstinado dignatario no tuvo en cuenta estas Y aquel aullido, rezagado en el silencio imponen-
observaciones, conservando un ceño imperturbable te del crepúsculo, era terrible.
en su rostro amarillo y astuto. El sármata Aragaris pertenecía al número de los
Al lado de uno de los puentes que reunían la isla que tenían que dejar el Norte. Se estaba despidien-
de Lutecia á las riberas, se extendían las largas do de su fiel amigo Estrombix.
construcciones de los cuarteles. Desde por la ma- —¡Primo, primo mío!... ¿Por qué me abandonas?
ñana, la agitación se apoderó de los soldados. Sólo —lloriqueaba Estrombix, engullendo la sopa cedida
los contenía la severa y prudente disciplina impues- por Aragaris, que de disgusto no podía ni comer.
ta por Juliano. —¡Vamos, cállate, animal! - l e decía para conso-
Las primeras cohortes de los petulantes y de los larle Aragaris.—¡Basta con los gemidos de las mu-
hérulos habían partido por la noche; sus hermanos, jeres!... Dime mejor, tú que eres de aquellos países,
los celtas y los bátavos, se aprestaban á seguirles. ¿qué bosques atravesaremos?
Cintula daba órdenes con voz segura. Por entre la —¿Qué dices, primo? No hay bosques; no hay más
multitud corría un murmullo. Un soldado desobe- que arena y rocas.
diente acababa de ser golpeado hasta matarlo. De- —¿Y dónde se pone uno á cubierto del sol?—pre-
cencio, con la pluma detrás de la oreja, llevaba por guntó Aragaris con incredulidad.
todas partes papeles en la mano- —¡Es un desierto! Hace calor como bajo el horno
En el patio, bajo el cielo sombrío, los carros cu- de la cocina, y no hay agua.
biertos, con grandes ruedas, esperaban á las muje- —¿Cómo que no hay agua?... ¿Y cerveza?
res y á los niños de los soldados. Las mujeres al se- —¡Ni siquiera se sabe lo que es!
pararse del país natal tendían los brazos hacia los —¡Mientes!
bosques y las llanuras; otras besaban con sollozos —Que me quede ciego en el acto, primo, si en to-
la tierra, á la que llamaban su madre, lloraban
pensando que sus huesos se pudrirían en suelo ex-
da Asia, Mesopotamia y Siria hallas ni siquiera un palabra, no querían entender nada; todos grita-
tonel de cerveza ó de miel. ban:
—¡Vamos, acaba, primo mío! Si hace frío, si no —¿Dónde están los criminales?
hay agua, ni cerveza, ni miel, nos cazan en una —¡Matad á los miserables!
extremidad del mundo, como bueyes para el mata- —¿A quién?
dero! —¡A los enviados del emperador Constancio!
—¡Directamente en los cuernos del diablo, pri- —¡Abajo el emperador!
mo! —¡Ah! ¡Imbéciles!... ¡Haber hecho traición á un
Y Estrombix lloró más amargamente aún. jefe semejante!
En aquel momento resonaron un ruido lejano y Dos inocentes centuriones que pasaban fueron
un eco de voz. Los dos amigos salieron del cuartel. cogidos, arrojados al suelo, pisoteados, casi despe-
Una muchedumbre de soldados que atravesaban el dazados. La sangre corría y al ver esto los soldados
puente de madera, corrían hacia Lutecia. Los gri- se enfurecieron más aún.
tos se aproximaban. La agitación se apoderó de los La muchedumbre, que atravesaba el puente, se
cuarteles. Los guerreros salían á la carretera,, se acercaba á los cuarteles y repentinamente se dis-
reunían y gritaban, á despecho de las órdenes, de tinguió el grito ensordecedor:
las amenazas y hasta de los golpes de los centurio- —¡Gloria al emperador Juliano! ¡Gloria á Augus-
nes. to Juliano!
—¿Qué ha sucedido?—preguntó un veterano. —¡Lo han matado!... ¡Lo han matado!
— ¡Han fustigado hasta matarlos á veinte solda- —¡Callad, imbéciles!... Augusto vive... Acabamos
dos! de verle.
—¿Cómo veinte?... ¡ciento! —¡El César vive!
—Fustigarán á todos los soldados uno tras otro. —Ya no es César, sino emperador.
¡Esa es la orden! —¿Quién ha dicho que lo habían matado?
Súbitamente, un legionario, con los v e s t i d ^ des- —¿Dónde está el pillo?
garrados, el semblante aterrado, se arrojó en me- —Han querido matarle.
dio de la multitud y gritó: —¿Quién?
—¡Hermanos! ¡corred aprisa al palacio! ¡Acaban —Constancio.
de asesinar á Juliano! —¡Abajo Constancio! ¡Abajo los malditos eunu-
Estas palabras cayeron como una chispa en paja cos!
seca. La llama, que estaba latente desde hacía mu- Uno pasó en la penumbra tan rápidamente á ca-
cho tiempo, brotó irresistiblemente. Los rostros to- ballo, que apenas lo reconocieron.
maron expresiones bestiales. Nadie comprendía una
- 250 - — 251 —
—¡Decencio! ¡Decencio! ¡Coged al bandolero! Todos se precipitaron, dejando en el patio al
Llevaba todavía la pluma detrás de la oreja y su centurión medio muerto, en un lago de sangre. Es-
tiutero de campaña saltaba en su cintura. Desapa- trellas extrañas brillaron á través de las nubes. Un
reció acompañado de injurias y risas. La multitud viento frío arremolinaba el polvo.
aumentaba. El ejército sublevado parecía al mar Las verjas, las puertas y las ventanas del pala-
enfurecido. La cólera se transformó en alegría, cio estaban herméticamente cerradas. El edificio
cuando vieron volver las legiones de los hérulos y parecía deshabitado.
petulantes, que se habían marchado la noche ante- Previendo la sublevación, Juliano no salía, no se
rior, sublevadas también. Los abrazaron, así como mostraba á los soldados y pasaba el tiempo en adi-
á sus mujeres é hijos, como tras larga separación. vinaciones. Dos días y dos noches esperó milagros.
Muchos lloraban de alegría, otros golpeaban sus Revestido con la larga túnica blanca de los pitagó-
escudos. Encendieron grandes fogatas. Aparecieron ricos, con una lámpara en la mano, subía la estre-
oradores. Estrombix, que en su juventud había sido cha escalera que conducía á la torre más alta del
bufón en Antioquía, sintió brotar en él la inspira- palacio.
ción. Sus camaradas lo levantaron en hombros, y Allí le esperaba, observando los astros, el ayu-
haciendo grandes gestos principió: dante de Máximo de Efeso, enviado por éste á Ju-
—Nos qiúdem ad orbis terrarum extrema utno- liano, aquel mismo Nogodares que en otro tiempo,
xii pellimur et damnati. Nos envían al fin del mun- en la taberna de Syrax, al pie del monte Argos, ha-
do como criminales; nuestras familias, que hemos bía predicho el porvenir al tribuno Escuda.
rescatado á costa de nuestra sangre de la esclavi- —¿Y bien?—preguntó Juliano inquieto.
tud, caerán de nuevo bajo el yugo de los alema- —¡No se ve nada! ¡Diríase que el cielo y la tie-
nes... rra se han puesto de acuerdo!
No pudo terminar; de los cuarteles resonaron Un murciélago voló.
gritos penetrantes, y el ruido, bien conocido de los —¡Mira!... ¡mira!... ¿Podrás tal vez predecir algo
soldados, de las varas, azotando la piel; los guerre- por su vuelo?
ros fustigaban al detestado centurión Cedo Alte- El animal nocturno rozó casi con su ala fría el
ram. El soldado que zurraba á su superior, arrojó rostro de Juliano y desapareció.
la vara ensangrentada y con risa general, imitando —El alma de mi sér próximo,—murmuró Nogo-
la voz alegre del centurión, gritó: dares.—Acuérdate, esta noche sucederá algo ex-
—¡Dame otra, Cedo Alteraml traordinario...
—¡A palacio, á palacio!—gritó la multitud.— Oíanse los gritos confusos de los soldados, ahoga-
¡Nombremos augusto á Juliano! ¡Ciñámosle la dia- dos por el viento.
dema!
meaban, los vasos sagrados, llenos de agua, de vino
—¡Si descubres un signo, ven!—dijo Juliano des-
y de miel, esperaban, asi como la sal y la harina,
cendiendo á su biblioteca.
para recubrir el cuerpo de las víctimas. Había en
Con paso desigual recorría la habitación, dete-
jaulas diferentes aves: patos, palomas zuritas, ga-
niéndose, prestando oído; parecíale que alguien le
llinas, un águila y un cordero blanco que balaba
seguía, que un frío extraordinario le caía sobre la
quejumbrosamente.
nuca. Se volvió sin ver nada. La sangre le golpea-
ba las sienes violentamente. Continuaba sus paseos —Más deprisa, más deprisa,—decía Juliano, ten-
diendo al hierofante un largo puñal.
y le parecía que alguien murmuraba á su oído pa-
labras que no tenía tiempo de comprender. El anciano, sofocado, recitó apresuradamente las
oraciones. Mató el cordero, puso una parte de la
Un criado entró, anunciando que un anciano de
carne y grasa en los carbones del altar y con mis-
Atenas deseaba ver al César para un asunto urgen- teriosos exorcismos comenzó la inspección de los
te. Juliano dió un grito de alegría y corrió á su en- órganos. Con sus manos expertas, separaba el hí-
cuentro. Creyó ver á Máximo. Se engañaba. Era el gado, el corazón, los pulmones y los miraba en to-
gran hierofante de los misterios de Eleusis, que es- dos sentidos.
peraba también con impaciencia.
—El poderoso será derribado,—dijo, designando
—¡Padre!—exclamó Juliano,—¡sálvame! ¡Tengo
el corazón aún tibio;—una muerte horrorosa...
que saber la voluntad de los dioses!... ¡Vamos pron-
to; todo está preparado! —¿De quién?—preguntó Juliano.—¿El ó yo?
—No sé.
Alrededor del palacio resonaban los gritos ensor-
decedores del ejército sublevado. Los viejos muros —¡No sabes!
de ladrillo temblaron. Un abanderado entró, lívido —¡César,—dijo el anciano,—no te apresures! No
de miedo. decidas nada esta noche. Espera al día. Los presa-
gios son dudosos...
—¡La sublevación! ¡Los soldados rompen las ver-
jas! No terminó y cogió otra víctima, un pato, y des-
pués un águila. Arriba oíase el ruido de la muche-
Juliano hizo un gesto imperioso con la mano.
dumbre, semejante á una inundación. Los golpes
—¡No temáis nada!... Después... Después... ¡No
de ariete rompieron las puertas de hierro. Juliano
dejéis entrar á nadie en mis habitaciones!
no oía nada. Con ávida curiosidad examinaba los
Y cogiendo al hierofante por la mano, lo condujo
órganos ensangrentados.
á un sótano obscuro y cerró tras ellos una pesada
puerta de hierro. El anciano sacrificador le dijo:
Todo estaba, en efecto, preparado. La llama de —No decidas nada esta noche. Los dioses perma
necen mudos.
las antorchas se reflejaba en la reproducción de
plata de Helios Mitra, el dios Sol; los trípodes hu-
' t J
-xm^mmm
- 255 -
—¡Precisamente esta es la ocasión!—exclamó Ju- los pergaminos. De repente oyó una voz que mur-
muraba á su oído:
liano despechado.
Nogodares entró, con aire solemne. —¡Atrévete, atrévete, atrévete!
—¡Juliano, regocíjate!... Esta noche se decidirá —Máximo, ¿eres tú?—exclamó Juliano volvién-
dose.
tu suerte... Date prisa; después será demasiado
Nadie había en la obscura habitación. El corazón
tarde...
de Juliano latía con tanta fuerza, que se llevó la
El mago miró al hierofante; el hierofante miró al mano á él. Un sudor frío mojó su frente.
mago.
—¡Espera!—dijo Nogodares. —¡Esto era lo que yo esperaba!—murmuró Ju-
Juliano permanecía perplejo entre los dos y los liano.—¡Era su voz! ¡Ahora todo ha terminado!...
¡Voy!
observaba.
Las rejas se hundieron con estrépito. Los legio-
Los rostros de los augures permanecían impene- narios invadieron el atrio. Los muros del palacio
trables. temblaron á sus gritos. El reflejo purpúreo de las
—¿Qué hacer?—murmuró Juliano.
Después recordó alegremente: antorchas brilló á través de las hendiduras de las
—¡Esperad! Tengo en mi Biblioteca un libro titu- puertas como un reflejo de incendio. No había que
lado De la contradicción en los augurios. ¡Vere- perder un minuto. Juliano se quitó su traje blanco,
se puso la armadura, el paludamentum y el casco,
mos!
se ciñó la espada y bajó corriendo la escalera prin-
Corrió á su Biblioteca. En un corredor encontró
cipal que conducía á la salida; abrió la puerta y se
al obispo Doroteo en hábito sacerdotal con la cruz
presentó ante los soldados con el rostro tranquilo y
en la mano y llevando el Santo Viático.
solemne. Todas sus dudas desaparecieron. En la
—¿Qué ocurre?—preguntó Juliano.
acción su voluntad no vacilaba jamás. ¡Nunca tam-
—¡El Santo Viático para tu mujer que está ago-
poco había sentido aquella fuerza interior, aquella
nizando, César!
claridad de raciocinio y aquella sangre fría! La
Doroteo miró severamente los vestidos de Julia-
multitud lo comprendió én seguida. El semblante
no, su semblante pálido, sus manos ensangrenta- pálido de Juliano era imperial y aterrador. Hizo
das. un signo con la mano y el silencio reinó.
—Tu mujer,—continuó el obispo,—querría verte Juliano pronunció un discurso. Bogaba á los sol-
antes de morir. ¿Vendrás? dados que se calmaran; él no los abandonaría, no
—¡Si... sí, más tarde!... ¡Oh, dioses!... ¡Otro presa- permitiría que se los llevasen; convencería á su
gio malo! ¡Todo lo que hace mi mujer está fuera de muy querido herniado el emperador Constancio.
lugar!
Entró en su Biblioteca y empezó á buscar entre — ¡Abajo Constancio!—interrumpieron los legio-
narios—¡Abajo el fratricida! ¡Tú eres nuestro em- —¡Ten compasión!... ¡Se nuestro Augusto!
perador!... ¡Gloria á nuestro Augusto Juliano el in- El corazón de Juliano se estremeció. Le gusta-
vencible! ban aquellas caras tocas, el olor del cuartel, el en-
tusiasmo desencadenado, en el que sentía su propia
fuerza.
Notó que la sublevación era peligrosa por estos
indicios; los legionarios no se interrumpían, grita-
ban todos á la vez como si se hubieran puesto de
acuerdo, y callaban lo mismo.
O eran gritos ensordecedores ó un silencio com-
Representó muy bien el papel de hombre sor- pleto.
prendido, casi aterrado; bajó los ojos, volvió la ca- Por último Juliano, como contra su voluntad,
beza y tendió las manos con las palmas hacia de- dijo en un esfuerzo que se hubiere podido creer
lante, como si rechazara un don criminal y lo evi- verdadero:
tara. Los gritos redoblaron. —¡Hijos míos! Mis camaradas muy queridos...
—¿Qué hacéis?—exclamó Juliano aparentando Ya veis... Soy vuestro en la vida y en la muerte.
terror—¡Meperderéis y os perderéis! ¿Creéis que No puedo rehusaros nada...
puedo hacer traición á mi señor? —¡Coronadle! ¡La diadema!—exclamó el ejército
triunfalmente.
—¡El asesino de tu hermano Galo!—gritaban los
No había diadema. Estrombix propuso:
soldados.
—¡Que Augusto mande traer un collar de perlas
—¡Callad!—replicó Juliano adelantándose hacia de su mujer Elena!
la muchedumbre—Pues no sabéis que nos hemos Juliano replicó que un adorno de mujer sería in-
jurado- decente, y sería un presagio malo para inaugurar
Cada movimiento de Juliano era una hipócrita un reinado.
astucia. Los soldados le rodearon. Sacó la espada Los soldados no se calmaban; les era absoluta-
de la funda y la dirigió contra su pecho. mente necesario ver un adorno brillante en la ca-
—¡Bravos entre los bravos, más vale morir por el beza de su elegido para creerlo emperador. Un le-
César que hacer traición! gionario arrancó á su caballo de combate el peto
Los soldados le cogieron las manos, lo desarma- de placas metálicas, llamado «falerno», y lo propu-
ron. Muchos cayeron á sus pies, y los besaron llo- so para coronar á Augusto.
rando: DIOSES.—TOMO I 17
—¡Moriremos por tí!
Otros le tendían las manos gimiendo:
Aquello no gustó. El peto olía al sudor del caballo. La muerta estaba tendida en su lecho virginal.
Buscaron con impaciencia otro adorno. Entonces Sus labios estaban severamente plegados. Juliano,
al portadraconario de la legión de los petulantes, sin remordimientos, pero presa únicamente de una
el sármata Aragaris, se quitó del cuello la cadena penosa curiosidad, contempló el rostro lívido de su
de metal que correspondía á su graduación. Julia- mujer, y pensó:
no rodeó dos veces su cabeza; aquella cadena le —¿Qué querría? ¿Qué tendría que decirme?
hizo emperador romano.
—¡Sobre el escudo! ¡Sobre el escudo!—gritaban
los soldados.
Aragaris alargó su escudo redondo, y centenares
de brazos levantaron al emperador. Vió un mar de
cabezas cubiertas con el casco y oyó, semejante al
rugido del trueno, el grito triunfal:
—¡Gloria á Juliano, divino Augusto!
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