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Mark Lilla2

Mark Lilla: "La satisfacción moral


de la izquierda es suicida"
O PABLO PARDO
 16 MAY. 2018 03:13

Nombre: mark lilla, 71 años.


Estado civil: Casado y con una hija.
Su proyecto: que la izquierda de EEUU deje de perder elecciones.
Su tesis: la izquierda debe abandonar las políticas identitarias
(género, raza, orientación sexual) y volver a tener un proyecto político
que unifique a toda la sociedad y que le permita recuperar su
electorado tradicional.
Si hay alguien a quien los intelectuales demócratas de Estados Unidos
detesten más que a Donald Trump, esa persona es, probablemente,
Mark Lilla. Lo cual confirma el viejo adagio de que no detestamos
tanto al enemigo, sino a aquel de nuestro grupo que no se ajusta a la
ortodoxia. O sea, mejor el infiel que el hereje.
Porque Lilla es demócrata. Y demócrata de izquierdas. Lo que le pasa
es que ha publicado un libro, El Regreso Liberal. Más allá de la
política de identidad (Ed. Debate), en el que critica de manera
inmisericorde a los demócratas de izquierdas. Y lo hace, más o
menos, diciéndoles que los republicanos tienen razón cuando les
acusan de ser elitistas y de estar desconectados de la realidad. Una
actitud que, según Lilla, ha dejado a su vez el campo de batalla de la
clase obrera -que debía, casi por definición, ser terreno demócrata- al
populismo de Donald Trump.
Lilla da clases en la Universidad de Columbia, en Nueva York, y su
libro -que en realidad sólo es un ensayo largo- ha golpeado a la
izquierda estadounidense donde más le duele: en los
movimientos #MeToo (feminista) y Black Lives Matter (racial). Desde
la ortodoxia demócrata se le ha acusado de usar argumentos
republicanos, de actuar movido por el resentimiento desatado por la
imposición de la corrección política en los campus y, también, de estar
desconectado de la realidad en una universidad en la que sólo la
matrícula cuesta 57.000 dólares (48.000 euros). El profesor, que ha
estado esta semana en España presentando su libro y como
ponente del Aspen Institute, rechaza esos cargos, y replica que lo único
que en realidad quiere es que su partido gane algo de una santa vez.
¿Qué es lo que más le disgusta de la izquierda?
Lo poco interesada que está en ganar. Tiene un narcisismo y una
satisfacción moral que es suicida. Ha abandonado a la clase
trabajadora, y la ha sustituido por un nuevo proletariado, que es el
Tercer Mundo. El Partido Demócrata es el partido de los esnobs. Le
irritan sus votantes naturales. Y no hace falta que le diga que eso es
suicida en un partido político. Los demócratas han perdido una
visión de EEUU como un país unido. Se han convertido en el
partido de las minorías y en el de la élite. A cambio, los
republicanos se han quedado con la idea de que Estados Unidos es
un país unido, y, encima, han demostrado que no les repele hablar
con la gente.
Usted dice que el Partido Demócrata está en crisis. Pero los candidatos a
la presidencia de ese partido han ganado el voto popular en seis de las
siete elecciones presidenciales que Estados Unidos ha celebrado en los
últimos 26 años. ¿Es una crisis de partido o de un sistema político que no
representa a la mayoría?
Es cierto que el Partido Demócrata ha ganado esas elecciones. Pero
también es verdad que ha ido perdiendo sistemáticamente poder en
los estados. Hoy, dos tercios de los 50 gobernadores son
republicanos, y dos tercios de los Congresos de los 50 estados
tienen mayoría de ese partido. En total, ese partido tiene el control
total de la política en 24 estados. Si gana dos más en las elecciones
de noviembre, podría convocar legalmente una Convención
Constitucional y reformar la Constitución. Es un poder con pocos
precedentes históricos.
¿A qué se debe ese dominio republicano del panorama político?
Fundamentalmente, a que ese partido ha sido capaz de establecer
una narrativa que conecta mejor con el pueblo estadounidense.
Algunos ven eso como el canto del cisne de la generación que nació entre
1945 y 1960. Ellos, y no los más jóvenes, son los que han votado por
Trump.
En el caso de Trump, sí. Es evidente que estamos es un interregno,
igual que la presidencia de Jimmy Carter, de 1976 a 1980. Pero
igual que no sabíamos lo que iba a venir tras Carter, no sabemos lo
que sucederá a Trump. Aparte, las encuestas demuestran que los
jóvenes no son muy distintos de las generaciones que les preceden.
El 25% se califica demócrata, el 25% republicano y el 50%
independiente.
Pero ser demócrata, republicano o independiente no significa lo mismo
para alguien de 25 años que para alguien de 75, igual que identificarse
como de derechas o de izquierdas en España es muy diferente si se ha
nacido en los 40, en los 70 o en los 90. Por ejemplo, el apoyo al aborto y al
matrimonio homosexual es muchísimo mayor entre los jóvenes.
Sí, y esa es una de las razones de que el actual panorama político
esté en esta transformación que nadie sabe a dónde nos va a llevar.
Una transformación que afecta, por ahora, más al Partido Republicano.
Desde luego. El Partido Republicano no tiene nada que ver con lo
que era. Trump es consecuencia y causa de esa transformación. En
mis viajes a Washington he hablado con republicanos nostálgicos
de Bush y Reagan que hablan de refundar el partido, algo que no
me creería si no los hubiera oído decirlo.
¿Por qué una parte considerable de la población de ingresos y nivel
educativo bajo vota por un partido que va a adoptar políticas que les
perjudica? Porque hay una evidencia empírica enorme de que los estados
republicanos, como Kansas o Utah, son más pobres ahora que hace 40
años.
No es una cosa racional, es más bien de sentimiento. La narrativa
republicana es, en buena medida, una narrativa de unidad, aunque
defienda el individualismo, mientras que el mensaje demócrata está
dividido y subdividido en grupos. Si partes al electorado en grupos
de raza, sexo, o religión, siempre vas a dejar a alguien fuera, y esa
gente que dejas fuera, indirectamente, se la estás entregando a tus
rivales. Es algo que entendieron Barack Obama y Bill Clinton. Ellos
siempre se dirigían a todo el electorado.
En su libro, da la impresión de que los demócratas tienen un triple
problema: de mensaje, de estrategia y de organización.
Exacto. Estoy cansado de que los demócratas perdamos con
dignidad, pero perdamos siempre. Los republicanos son una
amenaza para los grupos a los que los demócratas defendemos: las
minorías, la clase trabajadora... Y, sin embargo, una parte
apreciable de esos grupos votan republicano.
Con toda la proliferación de movimientos, como #MeToo, Black Lives
Matter, etcétera, ¿están los demócratas yendo en la dirección errónea?
En mi opinión es lo contrario. Observe a los candidatos a las
elecciones legislativas de noviembre: muchos de los que presentan
los demócratas son veteranos de guerra, ex combatientes. Es gente
que hace poco tiempo no habrían podido participar en unas
elecciones, pero que tienen una popularidad considerable entre los
votantes.

Mark Lilla: “La retórica


de la identidad abrió paso a
los demagogos”
El profesor de la Universidad de Columbia presenta en
Madrid su libro 'El regreso liberal' (Debate)

KARINA SAINZ BORGO

11.05.2018 - 17:04

Es uno de los pensadores políticos estadounidenses más solventes y


lúcidos. Se trata de Mark Lilla, profesor de la Universidad de Columbia y
autor de ensayos fundamentales como Pensadores temerarios –que
repasa la figura del intelectual occidental a lo largo de la historia- o La
mente naufragada –que examina el llamado pensamiento reaccionario-.
En esta oportunidad, Lilla regresa con un libro realista pero no exento de
polémica.

En las páginas de El regreso liberal, publicado en España por Debate


con traducción de Daniel Gascón, Mark Lilla hace un análisis del ascenso
de Donald Trump. Responsabiliza a la izquierda norteamericana de
privilegiar un liberalismo de la identidad que propició las agendas de
género, derechos civiles así como de otras minorías, que terminaron por
atomizar la idea común de ciudadanía. El partido demócrata, asegura,
dio la espalda a la clase trabajadora y terminó convirtiéndose en una
coalición de élites. Y fue ese territorio el que los republicanos ocuparon y
utilizaron.

Responsabiliza a la izquierda norteamericana de


privilegiar un liberalismo de la identidad: las agendas de
género, derechos civiles y minorías atomizaron una idea
común de ciudadanía
Mark Lilla no es, ni mucho menos, un hombre retrógrado, aunque ahora
–dice él- las personas le acusan de estar en contra de las minorías.
Aunque se asienta directamente en el fenómeno del populismo
de Donald Trump y la agenda política de los Estados Unidos, El regreso
liberal plantea algunos elementos homologables. El principal de ellos
pasa por la idea de una retórica de la identidad que se ha colocado por
encima de un proyecto común de ciudadanía y que ha abierto paso a la
demagogia, además de la eclosión de lo que él llama la anti política y la
pseudopolítica.

Para Mark Lilla, el liberalismo político estadounidense en el siglo


XXIestá en crisis. Una crisis de imaginación y de ambición por parte de
sus representantes. Una crisis, además, de vínculo y de confianza por
parte del público. El discurso demócrata está agotado, asegura en una
entrevista que concede a Vozpópuli durante su visita a Madrid y en la
que contesta a la pregunta sobre un fenómeno paralelo en el resto del
mundo.

La concepción de liberal que usted trabaja es la opuesta a la


europea. Sin embargo, dice que la renuncia liberal en EEUU
comenzó con los años de Reagan. Pensando en Thatcher. ¿Cómo
ocurrió esto en Europa? ¿Podría establecerse un paralelismo?

Hay algunas relaciones entre ambas. En los años ochenta, tanto la


izquierda americana como la izquierda europea se enfrentaron con el fin
de una tradición. Aquí estaba basada en Marx y en EE UU en un cierto
progresismo de comienzos del siglo XX. Existía una sensación de
cansancio intelectual que colocó a ambas izquierdas ante la tarea de
repensar la forma de vida de sus propios países. Eso requería ideas
nuevas de lo que debía de ser la economía y la sociedad, además de
plantear la forma de vida en sociedades cada vez más individualistas.
Hubo otros temas: el auge de la educación y, al mismo tiempo, un peor
acceso de los ciudadanos a mejores oportunidades. Lo que se requería
en ambos casos era una reingeniería.

"En los años ochenta, tanto la izquierda americana como la


izquierda europea se enfrentaron con el fin de una
tradición. Una sensación de cansancio intelectual"
Deme un ejemplo más concreto, por ejemplo, económico.

Tras la crisis del petróleo de los años setenta, el crecimiento económico


es algo que no podía darse por sentado. La clase obrera experimentó
una transformación, se hizo más abundante y por tanto las políticas
públicas necesitaban repensar qué posicione asumir. Eso era todavía
más necesario en un contexto político como la UE, donde la idea de
nación en comunitario.

Los demócratas eran el partido de la clase trabajadora, dice. Sin


embargo, asegura que ese liberalismo de la identidad terminó por
convertir al partido en una coalición de élites de las costas. ¿Era
necesario pagar el altísimo premio de Trump para darse cuenta?

Todavía no existe ni siquiera una conciencia plena de ello. Los


demócratas se alejaron de la clase trabajadora, se enfocaron en las
minorías y ahí se produjo un salto. Hubo una preocupación creciente por
los marginados, por colectivos como los gais y lesbianas, y eso los
empujó a convertirse en una coalición de grupos interesados y a crear
una segregación política por la vía de las identidades. La idea de pueblo
que podía tener el partido demócrata le dio la espalda a las personas que
trabajaban en fábricas, que estaban asociadas agremiadas. Cuando esos
trabajos comenzaron a desparecer, esta gente se dio cuenta de que ya
no tenía quien los representara entre, al menos entre los demócratas.
Fue ahí donde los republicanos consiguieron un territorio y lo
aprovecharon.

"Los demócratas se alejaron de la clase trabajadora, se


enfocaron en las minorías y ahí se produjo un salto"
Los republicanos, al menos en el caso de Trump, capitalizaron la
idea de pueblo en contraposición o en contra de algo. Tampoco es
la concepción común que usted plantea.

Una de las características de populismo, o una de las mayores


características del populismo, es la distinción entre el pueblo y el pueblo
de verdad. Esa es una forma de apartar, de señalar a unos diciéndoles:
tú no perteneces al pueblo, tú no eres pueblo. Pero sí creo que es
posible tener un sentido del pueblo parecido a lo que describo en el libro:
un proyecto político basado en una idea de ciudadanía inclusiva, en la
que sea posible integrar todos y cada uno de las minorías y grupos, pero
en un proyecto común. Y no en ese liberalismo de la identidad, que ha
terminado por fragmentar el demos. La retórica de la identidad abrió paso
a los demagogos.

¿Es realmente posible eso a día de hoy? ¿Cómo?

Claro que es posible. Fue esa la idea de nación norteamericana que se


concibió en los años de Roosevelt. Apela al hecho hecho de que puedes
unir a las personas alrededor de un proyecto político. Los Estados
Unidos tiene una diversidad asombrosa pero hubo un tiempo, previo a
este populismo, que era capaz de integrar a todos, por distintos que
fueran, alrededor de una idea política común.
"Las personas no necesitan compartir nada más complejo
que el hecho de que son ciudadanos y tienen una
concepción común de sus derechos y sus deberes"
El pensamiento progresista de la identidad –minorías de género, de
raza, de religión- ha terminado por fragmentar la ciudadanía en
agendas particulares, dice. Pero tampoco puede hacerlas a un lado.

Es posible compaginar las dos cosas. Se llama pluralismo democrático.


Dos personas que no tienen nada que ver pueden sentarse a hablar
porque descubren que tienen algo en común o pueden incluso apelar a
instituciones so principios que los acerquen. No necesitan entenderse,
tampoco compartir nada más complejo que el hecho de que son
ciudadanos y tienen una concepción común de sus derechos y sus
deberes. Eso ha desaparecido en Estados Unidos, por una serie de
desaciertos tanto de republicanos como de demócratas, que ha dado
paso a este populismo que intenta creer que sólo una parte del país es el
pueblo y el resto son los enemigos del pueblo. Eso no lo habíamos visto
en la política de Estados Unidos desde hacía mucho tiempo.

Pero es un fenómeno global. ¿Sería equiparable el populismo del


XXI con fenómenos como el periodo de entreguerras?

No me parce que ayude demasiado pensar que la década del 30 se


parece a ésta. Las condiciones eran distintas. La idea de instituciones
democráticas exitosas en Europa que han sido estables. Está la
presencia de otros marcos. Sin embargo, sí que existe una especie de
política de la demagogia que es eterna. Ocurre desde Grecia: figuras
carismáticas que irrumpen y apelan al instinto populista, hasta el punto
de convertirse en un tiranos. Trump tiene esas tendencias tiránicas que
se repiten en otros países y que en el fondo son algo muy antiguas. Es
una amenaza recurrente en todas las democracias.

"No se puede disociar las redes sociales del populismo tan


virulento y fuerte que vivimos hoy. Forma parte de su
ascenso"
Hasta comienzos del siglo XX pensamos que el gran hermano era el
Estado y resulta que ahora lo son compañías que manejan datos e
información. ¿Cuál es la naturaleza de este nuevo actor?

Sin duda, es una experiencia mucho más peligrosa. Estas corporaciones


te conocen mejor de lo que tú te conoces y puede controlar lo que ves.
Es una situación completamente nueva que no se puede disociar del
populismo tan virulento y fuerte que vivimos hoy. Forma parte de su
ascenso.

En el libro plantea cosas que, en el concierto buenista, son


políticamente incorrectas

La reacción en Estados Unidos ha sido bastante hostil.

Cualquiera podría pensar que está usted en contra de la


multiculturalidad.

Todo el mundo piensa ahora que estoy en contra de las mujeres negras.
Pero si alguien lee el libro será capaz de ver que lo que intento decir es
que no podemos ayudar a las mujeres negras si primero no sostenemos
una idea de ciudadanía común. La promesa de la izquierda
norteamericana es una concepción evangélica, que pretende cambiar
nuestras ideas culturalmente pero desatiende otros aspectos. Estamos
experimentando dos revoluciones en América, de forma simultánea: una
es política, y que es el populismo este de nuevo cuño, y la otra es
cultural, y que tiene que ver con tolerancia y reconocimiento. Eso lleva a
cosas buenas: nos hace tolerantes y podemos proteger a muchos, pero
esa reforma cultural no necesariamente ha sido capaz de contrarrestar el
otro proceso paralelo. Ese ha sido su error.

"Todo el mundo piensa ahora que estoy en contra de las


mujeres negras. Lo que intento decir es que no podemos
ayudar a las mujeres negras si primero no sostenemos una
idea de ciudadanía común"
Esa concepción evangelizadora de la izquierda americana, como
dice, tiene sus réplicas en la izquierda europea, incluso con un
derrotero populista.

Esto es muy curioso. Originalmente, pensaba que este era un libro


eminentemente americano y que su publicación fuera de EE UU podría
tener nulo interés. He descubierto, sin embargo que en un gran número
de países se sienten reflejados por las ideas de este libro. Veamos, usted
no me está haciendo una pregunta, me está diciendo algo que está
ocurriendo. Y eso lo he sentido en otras entrevistas con otros periodistas.
No conozco bien España, pero sí Francia. Y sin duda: estos temas están
presentes e incluso se desplazan hacia la idea de la inmigración y la
tolerancia, que es algo en lo que la izquierda francesa se afinca.

¿Es usted optimista de cara al proceso Trump? ¿Tendrá recorrido?

Lo único que me esperanza es una cosa, y es la razón por la que escribí


esto: el fenómeno Trump es consecuencia de la ausencia de un proyecto
nacional persuasivo y cuya ausencia de formulación proviene tanto del
lado demócrata como del republicano. Se ha dejado paso a una
concepción atomizada de la sociedad, sumada a un modelo económico
fracasado. Esto podría durar, pero Estados Unidos, a diferencia de otros
países es un proyecto de país. Hay un proyecto americano. No existe,
por ejemplo, un proyecto chino o un proyecto bangladesí. Lo que
estamos esperando es un proyecto coherente y persuasivo e incluso
esperanzador, porque la esperanza es indisociable de Estados Unidos,
para crear una sociedad próspera y plural. Mi esperanza es que un
partido u otro sea capaz de generar un proyecto político que desmonte
este imperio de la anti política. Vivimos en el imperio de la antipolítica y la
pseudopolítica.

El erizo y el zorro
RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ
¿Qué demonios le
pasa a la izquierda?
La política como identidad y ofensa. Mark Lilla vuelve a la carga
con un nuevo libro sobre la deriva de la izquierda
estadounidense, extrapolable a la europea y española

El líder de Podemos Pablo Iglesias,


durante la segunda jornada de la Asamblea Ciudadana Estatal de Vistalegre II (Efe)

22.08.2017 – 05:00 H. - ACTUALIZADO: 22.08.2017 - 17:21H.

Mark Lilla, un pensador de quien ya les he hablado, ha


publicado esta semana un libro sobre la izquierda
estadounidense en la era Trump. El título se podría traducir
como 'El progresista del pasado y el del futuro', y aborda muchas
de las disfuncionalidades de la izquierda de nuestro tiempo. Es
un libro centrado en la izquierda estadounidense, pero todo lo
que dice sirve, matizado, para la europea y la española.
Según Lilla, la izquierda estadounidense ha tomado tantas malas
decisiones en las últimas décadas que tiene difícil recuperar el
voto de las mayorías. Para empezar, se ha olvidado de ideas
como “el bien común”, "la ciudadanía” o “el nosotros” para
refugiarse en la “identidad” de algunos grupos y de las minorías.
Se trata de una izquierda que ya no pretende representar
mayoritariamente a los trabajadores, sino a profesores y a
periodistas obsesionados con su propia identidad —mujeres,
hombres, blancos, negros, asiáticos, homosexuales,
heterosexuales, del sur, del nordeste, de clase media, de clase
baja, etcétera— y que ha olvidado los fines de la política para el
conjunto de la sociedad.

Desconfíe de los intelectuales (aunque seguramente ya lo hace)


RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ

Dos libros de Mark Lilla analizan el auge y caída de los intelectuales de referencia

Para Lilla, esta izquierda, sobre todo los jóvenes universitarios


que conformarán la élite progresista dentro de unos años, ya no
es capaz de elaborar argumentos políticos complejos sobre el
progreso del país o una idea determinada de sociedad, sino
que siempre piensa la política en términos identidad, y
especialmente de una herida, ofendida por las demás
identidades. Por explicarlo con sus palabras: si antes los
estudiantes solían iniciar la exposición de sus ideas diciendo “Yo
pienso A, y estos son mis argumentos”, ahora dicen “En tanto que
mujer (u hombre, o blanco, o negro, u homosexual, etcétera), me
siento ofendido por lo que has dicho”.

'The Once and Future


Liberal. After identity politics', de Mark Lilla

¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Para Lilla, todo procede de la


deriva que la izquierda adoptó en los años sesenta. Entonces,
dice, la izquierda se obsesionó con la frase “lo personal es
político”. Tradicionalmente, dice el argumento, se pensaba que
por un lado estaban los asuntos públicos —como los salarios, la
igualdad ante la justicia o la eficiencia de las administraciones—,
que era de lo que había que discutir políticamente. Y, por otro
lado, estaban los asuntos privados -—la sexualidad, la familia, los
gustos—, que estaban fuera de esa contienda. La nueva
izquierda de entonces, sin embargo, estableció que
absolutamente todo era político, puesto que ninguna esfera de
la vida estaba exenta de las relaciones de poder que se producen
entre humanos. Eso hizo que, de los sesenta en adelante, la
izquierda se galvanizara con asuntos como el feminismo, los
conflictos raciales, las preferencias sexuales o lo políticamente
correcto.
Pero con esa frase, según la cual “lo personal es político”, dice
Lilla, la gente, simplemente, empezó a confundir las dos cosas y
a pensar que la participación política no era más que el hecho de
“expresar quién eres”, hacer que los demás acepten la definición
que tú haces de ti mismo y convertir todo el juego político en la
necesidad de que esa identidad sea respetada. El socialismo
tradicional tenía poco interés en reconocer la individualidad y se
preocupaba sobre todo por lo social, por una idea del bien
común. La nueva izquierda representó exactamente lo contrario y
eso ha llevado a la izquierda actual, fragmentada e incapaz de
conseguir mayorías amplias surgidas de todos los grupos
sociales, a un debate inagotable sobre matices identitarios que a
la sociedad en general no suele interesarle demasiado.

Para Lilla, esta izquierda ya


no es capaz de elaborar
argumentos políticos
complejos sino que piensa la
política en términos identidad
Es una tesis interesante, pero probablemente indemostrable.
Cuando Lilla empezó a publicar artículos sobre este tema tras la
elección de Trump (uno de ellos lo publicó en castellano la revista
'Letras Libres' y puede leerse aquí), fue rápidamente acusado de
machista y de racista por feministas y miembros de minorías de
izquierdas, lo cual en cierto sentido le daba la razón. Pero
también hay algunos puntos débiles en sus muy bien hilvanados
argumentos: para empezar, si la izquierda ha dejado atrás su
identificación puramente obrerista es probable que sea porque
cada vez hay menos obreros a los que pedir el voto. Además,
Lilla comete un error muy habitual en la discusión política:
reclama una nueva unidad alrededor de ciertas ideas
compartidas, pero esas ideas, por supuesto, son las suyas, no las
de los demás, que suele desdeñar. Y, por último, creo que tiende
a sobreinterpretar la victoria de Trump, que en última instancia
no tuvo una composición de votantes muy distinta que la de
cualquier otro candidato republicano previo.

Así funciona la nueva lucha de clases (explicada por tres expertos)


VÍCTOR LENORE

César Rendueles, Ramón González Férriz y Luis Fernando Medina analizan los cambios
en el campo de batalla social

En todo caso, antes decía que este diagnóstico puede ser útil
para entender las izquierdas europea y española, pero no
estoy seguro de en qué grado. Las sociedades europeas son
mucho más homogéneas en términos raciales, pero el proceso de
desindustrialización y de desaparición de empleos fabriles ha sido
parecido. Los movimientos feministas y defensores de las
minorías sexuales han adoptado buena parte del lenguaje y las
tácticas de sus equivalentes estadounidenses. Y, como ha
sucedido allí, expresiones de la izquierda que hasta hace no
mucho parecían confinadas en la universidad vuelven a estar
presentes en el debate público, como las ideas de la
llamada escuela de Frankfurt sobre la virtud burguesa y el
sexo, la mezcla de retóricas marxistas y psicoanalíticas, una
especie de resistencia general a la vida en sociedades modernas
y una tendencia a ver en el neoliberalismo la explicación a
cualquier cosa que no funcione.
Esta crítica muy compleja a todo lo que en la democracia liberal
se considera “sentido común” —lo sea o no— está de vuelta en el
debate público. Y más allá de mis simpatías por este viejo/nuevo
lenguaje de la izquierda, estoy de acuerdo con Lilla en que esta lo
tiene muy difícil para conquistar mayorías por el mero hecho de
que su marco es demasiado complejo y contraintuitivo. Fue
interesante ver cómo Podemos, consciente de esta dificultad,
intentó en varias ocasiones hacer campaña renunciando a este
lenguaje, pero es también interesante ver cómo vuelve a él
constantemente porque, a fin de cuentas, es su cosmovisión. Y
es muy difícil renunciar plenamente a ella, aunque te condene a
no ganar.

Quizá la esencia de la
izquierda después de la caída
del mundo soviético resida
en estar en crisis y no acabar
nunca de encontrarse a sí
misma
Como se ha dicho muchas veces, quizá la esencia de la izquierda
después de la caída del mundo soviético resida en estar
permanentemente en crisis y no acabar nunca de encontrarse a
sí misma. A pesar de ello, ha tenido triunfos notables en las
últimas décadas reinventándose de una manera u otra —de
Clinton a Blair, de Zapatero a Obama—. Pero quizá sí sea cierto
que ahora mismo, también en la izquierda española, se está
produciendo un problema endémico dentro de los bloques
ideológicos: una competición interna para ver quién es más
puro, quién rechaza más al adversario, quién se opone con más
fiereza al “sentido común”. Cuando la política es dominada por
esta tendencia —que, ciertamente, la derecha sabe advertir mejor
y rechazarla—, los partidos se convierten en seminarios y sus
medios de expresión en hojas parroquiales, que muchas veces
son virulentas. Todo el mundo exige más bondad a los demás,
pero en público justifica sus propias carencias mostrando su
sensación de que está siendo ofendido y acosado (a veces con
razón, en otras no). Cuando la política de izquierdas se limita
a eso, la derecha gana. Lo entendió muy bien Steve Bannon, el
exestratega en jefe de Donald Trump, antes de ser despedido,
cuando le dijo a un periodista que le parecía muy bien que la
izquierda se obsesionara con discutir sobre el racismo y sus
raíces históricas, porque entonces la derecha hablaría de cómo
acabar con lo que se percibía como la desleal competencia china
en materia comercial y cómo subir los sueldos de los
trabajadores, y en ese contexto su idea de derecha ganaría
siempre. Es una idea dolorosa. No sé si cierta. Pero quizá
debamos prestar atención a los argumentos de Lilla.
El fin del liberalismo de
la identidad
Las recientes preocupaciones en torno a la identidad
racial, de género y sexual han distorsionado el
mensaje del liberalismo, porque han desplazado
temas relevantes para la comunidad en su conjunto.
Ese discurso, según Lilla, no basta para ganar
elecciones.

El fin del liberalismo de


la identidad
Las recientes preocupaciones en torno a la
identidad racial, de género y sexual han
distorsionado el mensaje del liberalismo,
porque han desplazado temas relevantes para
la comunidad en su conjunto. Ese discurso,
según Lilla, no basta para ganar elecciones.
Mark Lilla

16 julio 2017

Es una perogrullada decir que Estados Unidos se ha convertido


en un país más diverso. También es algo hermoso de observar.
Visitantes de otros países, especialmente aquellos que tienen
problemas para incorporar a distintos grupos étnicos y
religiones, se asombran de que logremos hacerlo. No de
manera perfecta, por supuesto, pero sin duda mejor que ningún
país europeo o asiático en la actualidad. Es una historia
extraordinaria de éxito.

Pero ¿cómo debería dar forma esta diversidad a nuestra


política? La respuesta liberal estándar desde hace casi una
generación ha sido que deberíamos ser conscientes de
nuestras diferencias y “celebrarlas”, un principio espléndido de
pedagogía moral, pero desastroso como base de la política
democrática en nuestra era ideológica. En años recientes el
liberalismo estadounidense se ha deslizado hacia una especie
de pánico moral sobre la identidad racial, de género y sexual
que ha distorsionado el mensaje del liberalismo y ha evitado
que se convierta en una fuerza unificadora capaz de gobernar.

Una de las principales lecciones de la campaña presidencial de


2016 y de su repugnante resultado es que la era del liberalismo
de la identidad debe llegar a su fin. Hillary Clinton era mejor y
más inspiradora cuando hablaba de los intereses
estadounidenses en los asuntos mundiales y de cómo se
relacionan con nuestra forma de entender la democracia. Pero
cuando abordaba la política doméstica durante la campaña
tendía a perder esa visión amplia y a deslizarse hacia la
retórica de la diversidad, llamando explícitamente a los
votantes afroamericanos, latinos, LGBT y mujeres en cada
parada. Esto fue un error estratégico. Si vas a mencionar a
grupos en Estados Unidos, más vale que los menciones a
todos. Si no, los que no cites se darán cuenta y se sentirán
excluidos. Y eso, como muestran los datos, fue exactamente lo
que pasó con la clase trabajadora blanca y con aquellos que
tienen fuertes convicciones religiosas. Dos tercios de los
votantes blancos sin título universitario votaron por Trump, así
como más del ochenta por ciento de los evangélicos blancos.

La energía moral que rodea la identidad tiene, por supuesto,


muchos buenos efectos. La discriminación positiva ha
reformado y mejorado la vida empresarial. Black Lives Matter
ha captado la atención de todo estadounidense consciente. Los
esfuerzos de Hollywood destinados a normalizar la
homosexualidad en nuestra cultura popular han ayudado a
normalizarla en las familias y en la vida pública
estadounidenses.

Pero la fijación con la diversidad en nuestros colegios y en la


prensa ha producido una generación de liberales y progresistas
dotados de una inconsciencia narcisista de las condiciones
exteriores a sus grupos autodefinidos, e indiferente a la tarea
de conectar con estadounidenses de otros tipos. Desde una
edad muy temprana se anima a nuestros hijos a hablar de su
identidad individual, incluso antes de que la tengan. Para
cuando llegan a la universidad muchos asumen que el discurso
de la diversidad agota el discurso de la política, y tienen
asombrosamente poco que decir sobre cuestiones tan
perennes como la clase, la guerra, la economía y el bien
común. En buena medida esto se debe a los currículos de
historia en la escuela, que proyectan de manera anacrónica la
política de identidad actual en el pasado, creando una visión
distorsionada de las fuerzas y los individuos más importantes
en la formación de nuestro país. (Los logros de los
movimientos a favor de los derechos de la mujer, por ejemplo,
fueron reales e importantes, pero no puedes entenderlos si
antes no entiendes el logro de los padres fundadores a la hora
de establecer un sistema de gobierno basado en la garantía de
derechos.)

Cuando los jóvenes llegan a la universidad son animados a


mantener el foco sobre sí mismos por grupos de estudiantes,
profesores y administradores cuyo trabajo a tiempo completo
es gestionar –y subrayar la importancia de– los “problemas de
la diversidad”. Fox News y otros medios conservadores se
divierten mucho burlándose de la “locura de los campus” que
subraya esos asuntos, y con bastante frecuencia tienen razón
al hacerlo. Eso solo ayuda a los demagogos populistas que
quieren deslegitimar la educación ante los ojos de aquellos que
nunca han pisado un campus. ¿Cómo explicar al votante medio
la supuesta urgencia moral de dar a los estudiantes
universitarios el derecho a escoger los pronombres de género
que se deben usar para referirse a ellos? ¿Cómo no reír con
esos votantes ante la historia de un bromista de la Universidad
de Michigan que pidió que se dirigieran a él como “Su
Majestad”?

Esta conciencia de la diversidad de los campus se ha filtrado a


lo largo de los años en los medios liberales y no de manera
sutil. La discriminación positiva a favor de las mujeres y las
minorías en los periódicos y emisoras estadounidenses ha sido
un logro social extraordinario, e incluso ha cambiado, de
manera bastante literal, la cara de los medios de derecha, a
medida que periodistas como Megyn Kelly y Laura Ingraham
ganaban prominencia. Pero también parece haber alentado la
suposición, sobre todo entre jóvenes periodistas y editores, de
que solo con centrarse en la identidad han hecho su trabajo.

Recientemente hice un experimento durante un año sabático


en Francia: a lo largo de un año solo leí publicaciones
europeas, no estadounidenses. Mi idea era intentar ver el
mundo como los lectores europeos. Pero fue mucho más
instructivo volver a casa y darme cuenta de hasta qué punto la
lente de la identidad ha transformado el periodismo
estadounidense en los últimos años. Con qué frecuencia, por
ejemplo, la historia más perezosa del periodismo
estadounidense –sobre el “primer x en hacer y”– se cuenta una
y otra vez. La fascinación con el drama de la identidad ha
llegado a afectar la información sobre el exterior, que es
angustiosamente escasa. Por interesante que resulte leer,
digamos, sobre el destino de las personas transgénero en
Egipto, no contribuye en absoluto a educar a los
estadounidenses sobre las poderosas corrientes políticas y
religiosas que determinarán el futuro de Egipto y, de manera
indirecta, el nuestro. Ningún medio importante en Europa
pensaría en adoptar ese ángulo.

Pero es en la política electoral donde el fracaso del liberalismo


de la identidad ha sido más espectacular, como hemos visto.
En periodos sanos, la política nacional no trata de la
“diferencia”, sino de lo común. Y será dominada por quien
mejor capture las imaginaciones estadounidenses sobre
nuestro destino compartido. Ronald Reagan lo hizo con mucha
habilidad, al margen de lo que pensemos de su visión. También
lo hizo Bill Clinton, que arrancó una página del libro de
estrategias de Reagan. Apartó al Partido Demócrata de su ala
más consciente de la identidad, concentró sus energías en
programas domésticos que beneficiaran a todo el mundo (como
un seguro de salud nacional) y definió el papel de Estados
Unidos en el mundo posterior a 1989. Al permanecer en el
cargo ocho años, pudo conseguir mucho para grupos distintos
en la coalición demócrata. La política de la identidad, en
cambio, es en buena medida expresiva, no persuasiva. Por eso
nunca gana elecciones. Pero puede perderlas.

El interés novedoso, casi antropológico, de los medios por el


hombre blanco iracundo revela tanto sobre el estado de
nuestro liberalismo como sobre esta figura maltratada y
anteriormente ignorada. Una interpretación liberal conveniente
de las elecciones presidenciales sería que el señor Trump ganó
en buena medida porque logró transformar la desventaja
económica en una ira racial: la tesis del whitelash. Es
conveniente porque sanciona una convicción de superioridad
moral y permite a los liberales ignorar lo que esos votantes
decían que eran sus preocupaciones más importantes.
También alienta la fantasía de que la derecha demográfica está
condenada a la extinción a largo plazo, lo que significa que los
liberales solo tienen que esperar y el país volverá a caer en su
regazo. El porcentaje sorprendentemente alto de voto latino
que fue al señor Trump nos debería recordar que cuanto más
tiempo llevan los grupos étnicos en este país más
políticamente diversos se vuelven.

Finalmente, la tesis del whitelash es conveniente porque


absuelve a los liberales de no reconocer cómo su obsesión con
la diversidad ha animado a estadounidenses blancos, rurales y
religiosos a pensar en sí mismos como un grupo desfavorecido
cuya identidad se ve amenazada o ignorada. Esa gente no
reacciona contra la realidad de nuestro Estados Unidos diverso
(después de todo, tienden a vivir en áreas homogéneas del
país). Pero reacciona contra la omnipresente retórica de la
identidad, que es a lo que se refieren cuando hablan de
“corrección política”. Los liberales deberían tener en cuenta que
el primer movimiento identitario de la política estadounidense
es el Ku Klux Klan, que todavía existe. Quienes juegan al juego
de la identidad deberían estar preparados para perderlo.

Necesitamos un liberalismo posidentitario, y debería recurrir a


los éxitos pasados del liberalismo anterior a la identidad. Ese
liberalismo se concentraría en ampliar la base apelando a los
estadounidenses como estadounidenses y subrayando los
problemas que afectan a una vasta mayoría. Hablaría a la
nación como una nación de ciudadanos que están en esto
juntos y deben ayudarse unos a otros. En cuanto a problemas
más concretos que tienen una gran carga simbólica y pueden
alejar a aliados potenciales, sobre todo los que afectan a la
sexualidad y la religión, ese liberalismo trabajaría de forma
discreta y sensible, y con un adecuado sentido de la escala.
(Parafraseando a Bernie Sanders, Estados Unidos está harto
de oír hablar de los malditos baños transgénero de los
liberales.)

Los profesores comprometidos con ese liberalismo centrarían


la atención en su principal responsabilidad política en una
democracia: formar ciudadanos conscientes de su sistema de
gobierno y de las fuerzas y acontecimientos decisivos de
nuestra historia. Un liberalismo posidentitario también
subrayaría que la democracia no solo es una cuestión de
derechos; también confiere deberes a sus ciudadanos, como
los deberes de informarse y votar. Una prensa liberal
posidentitaria empezaría por educarse a sí misma en torno a
partes del país que han sido ignoradas, y sobre lo que importa
allí, especialmente la religión. Y se tomaría en serio su
responsabilidad de educar a los estadounidenses sobre las
fuerzas importantes que dan forma a la política mundial, en
particular su dimensión histórica.
Hace unos años me invitaron a una convención de un sindicato
en Florida, para hablar en una mesa redonda sobre el famoso
discurso de las Cuatro Libertades que Franklin D. Roosevelt
pronunció en 1941. La sala estaba llena de representantes de
grupos locales: hombres, mujeres, negros, blancos, latinos.
Empezamos cantando el himno nacional, y luego nos sentamos
para escuchar una grabación del discurso de Roosevelt. Al
mirar a la gente, y ver la hilera de rostros distintos, me
sorprendió lo centrados que estaban en lo que veían. Y al
escuchar la voz emocionante de Roosevelt cuando invocaba la
libertad de expresión, la libertad de culto, la libertad de vivir sin
penuria y la libertad de vivir sin miedo –libertades que
Roosevelt exigía para “todos en todo el mundo”– recordé
cuáles son las verdaderas bases del liberalismo
estadounidense moderno. ~

Solo un apocalipsis puede


salvarnos ahora
La política de la nostalgia supone que el
pasado puede dividirse en edades y que es
posible volver a un momento anterior. En un
mundo que no es como debería ser, hay cierto
solaz en esperar un nuevo giro, un
acontecimiento que ponga las cosas en orden.

Mark Lilla

19 junio 2017
No digas: “¿Cómo es que el tiempo pasado fue mejor que el presente?” Pues no es de sabios preguntar sobre ello.

Eclesiastés 7, 10

No mucho después de salir a correr sus primeras aventuras,


don Quijote es invitado a compartir una comida frugal con un
grupo de cabreros. Un poco de guiso de carne y mucho vino.
Cuando terminan, los cabreros sacan queso duro y una gran
cantidad de bellotas, todos empiezan a abrirlas para tomarlas
como postre. Todos salvo don Quijote, que toma un puñado
con la mano, perdido en sus pensamientos. Se aclara la
garganta. “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los
antiguos pusieron nombre de dorados”, dice a los campesinos
que mastican. Era una edad en la que el fruto de la naturaleza
estaba listo para ser recogido. No había tuyo ni mío, ni granjas,
ni fabricantes de herramientas. Simples zagalas ataviadas con
sencillez recorrían las colinas sin ser molestadas, y solo se
detenían para escuchar la poesía espontánea y sencilla de sus
castos amantes. No se promulgaban leyes porque no eran
necesarias.

Esa era terminó. ¿Por qué? Los cabreros no preguntan y don


Quijote no los abruma con su conocimiento esotérico. Solo les
recuerda lo que ya saben: que ahora ni las damas ni aun los
huérfanos están a salvo de los predadores. Cuando terminó la
Edad Dorada, las leyes se volvieron necesarias, pero como no
quedaron corazones puros que pudieran hacerlas respetar, los
fuertes y los feroces eran libres de aterrorizar a los débiles y los
buenos. Por eso se creó la orden de los caballeros andantes en
la Edad Media, y por eso don Quijote ha decidido resucitarla en
los tiempos modernos. Los cabreros escuchan “embobados y
suspensos” a este hombre con su bacía por yelmo. Sancho
Panza, acostumbrando a las arengas de su amo, sigue
bebiendo.

Don Quijote, como Emma Bovary, ha leído demasiado. Ambos


son mártires de la revolución de Gutenberg. El Caballero de la
Triste Figura ha absorbido tantas historias de deseo sublimado
y proezas que ya no distingue lo que le rodea; Emma lee sobre
fortunas ganadas y perdidas, sobre damas arrancadas de la
oscuridad por condes galantes, sobre una vida como una fiesta
sin fin. “Anhelaba viajar; anhelaba regresar al convento. Quería
morir. Y quería vivir en París.” Ambos sufren, como todos
nosotros, porque el mundo no es como debería ser.

Sin embargo, Mary McCarthy se equivocó al escribir que


“madame Bovary es don Quijote con faldas”. El sufrimiento de
Emma es platónico; busca, en todos los lugares equivocados y
con toda la gente equivocada, un ideal que solo es imaginario.
Hasta el final cree que obtendrá el amor y el reconocimiento
que merece. El sufrimiento de don Quijote es cristiano: se ha
convencido de que en el pasado el mundo era realmente lo que
debía ser, de que el ideal se hizo carne y luego se desvaneció.
Como ha probado un anticipo del paraíso, su sufrimiento es
más agudo que el de Emma, que anhela lo improbable pero no
lo imposible. Don Quijote aguarda la Segunda Venida. Su
búsqueda está condenada desde el principio porque se rebela
contra la naturaleza del tiempo, que es irreversible e
inconquistable. Lo pasado, pasado está; esa es la idea que no
puede soportar. Las novelas de caballerías le han robado la
ironía, la armadura de los lúcidos. La ironía puede definirse
como la capacidad de reconocer la distancia entre lo real y lo
ideal sin violentar ninguno de los dos. Don Quijote es presa de
la ilusión de que la distancia que percibe es producto de una
catástrofe histórica, no que sencillamente tiene su raíz en la
vida. Es un mesías tragicómico, que vaga en el desierto de su
propia imaginación.

La fantasía de don Quijote se sustenta en una suposición sobre


la historia: que el pasado está previamente dividido en eras
discretas y coherentes. Una “era”, por supuesto, no es otra
cosa que un espacio entre dos puntos que señalamos en la
línea del tiempo para que la historia nos resulte legible.
Hacemos lo mismo tallando “acontecimientos” a partir del caos
de la experiencia, como descubrió el Fabrizio del Dongo de
Stendhal en su fútil búsqueda de la batalla de Waterloo. Para
poner algo de orden en nuestros pensamientos, debemos
imponer un orden improvisado en el pasado. Hablamos
metafóricamente del “amanecer de una era” o del “fin de una
era”, sin pensar que en cierto momento cruzamos una frontera.
Cuando el pasado es remoto somos especialmente
conscientes de lo que estamos haciendo y nada parece
particularmente en peligro si, digamos, trasladamos las
fronteras del Pleistoceno o de la Edad de Piedra un milenio
para adelante o para atrás. Las distinciones están para
ayudarnos, y cuando no lo hacen las revisamos o las
ignoramos. En principio la cronología debía ser para la historia
lo que la taxonomía es para la biología.

Pero cuanto más nos acercamos al presente, y cuanto más se


acercan nuestras distinciones a la sociedad, más cargada está
la cronología. Esto también ocurre con la taxonomía. El
concepto de “raza” tiene unas connotaciones cuando lo
aplicamos a las plantas y otras cuando lo aplicamos a los seres
humanos. El peligro en el último caso es la cosificación, algo
que ocurre cuando, para comprender la realidad, desarrollamos
un concepto que distingue cosas (como el grupo lingüístico
“ario”, por ejemplo). Estamos aprendiendo a no hacerlo con la
raza, pero cuando se trata de entender la historia todavía
somos criaturas incorregiblemente cosificadoras.

El impulso de dividir el tiempo en eras parece inscrito en


nuestra imaginación. Vemos que las estrellas y las estaciones
siguen ciclos regulares y que la vida humana sigue un arco de
la nada a la madurez y luego de regreso a la nada. Este
movimiento de la naturaleza aportó irresistibles metáforas para
describir el cambio cosmológico, sagrado y político de
civilizaciones antiguas y modernas. Pero a medida que las
metáforas envejecen y migran de la imaginación poética al mito
social, se solidifican en certidumbres. No hace falta haber leído
a Kierkegaard o Heidegger para conocer la ansiedad que
acompaña a la conciencia histórica, ese calambre interior que
llega cuando el tiempo se lanza hacia delante y nos sentimos
catapultados hacia el futuro. Para relajar ese calambre nos
decimos que sabemos en verdad cómo una era ha seguido a
otra desde el principio. Esta mentira piadosa nos da
esperanzas de alterar el curso futuro de los acontecimientos, o
al menos aprender a adaptarnos a ellos. Parece incluso que
proporciona cierto solaz pensar que estamos atrapados en una
historia predeterminada de decadencia, mientras podamos
esperar un nuevo giro de la rueda, o un acontecimiento
escatológico que nos lleve más allá del tiempo.

El pensamiento que divide el tiempo en épocas es pensamiento


mágico. Hasta las mejores mentes sucumben a él. Para
Hesíodo y Ovidio las “edades del hombre” eran una alegoría,
pero para el autor del Libro de Daniel los cuatro reinos
destinados a gobernar el mundo eran una certeza profética.
Los apologistas cristianos, de Eusebio a Bossuet, vieron que la
mano providencial de Dios daba forma a distintas eras que
marcaban la preparación, la revelación y la diseminación del
Evangelio. Ibn Jaldún, Maquiavelo y Vico pensaban que habían
descubierto el mecanismo por el cual las naciones surgen de
toscos comienzos antes de alcanzar su cúspide y decaer en la
lujuria y la literatura, para después regresar cíclicamente a sus
orígenes. Hegel dividía la historia de prácticamente todas las
empresas humanas –política, religión, arte, filosofía– en una
serpenteante red temporal de tríadas dentro de tríadas.
Heidegger hablaba elípticamente de “épocas en la historia del
Ser” que abren y cierran un destino que escapa a la
comprensión humana (aunque a veces dejan señales, como la
esvástica). Ni siquiera nuestros profetas académicos menores
del posmodernismo, al utilizar el prefijo pos-, parecen superar
la compulsión de separar una era de otra. O de considerar
culminante la suya, en la que descubrimos que realmente todos
los gatos son pardos.

Los relatos del progreso, el retroceso y los ciclos dan por


sentado un mecanismo por el que ocurre el cambio histórico.
Pueden ser las leyes naturales del cosmos, la voluntad de
Dios, el desarrollo dialéctico de la mente humana o de fuerzas
económicas. Una vez que entendemos el mecanismo, estamos
seguros de comprender lo que ocurrió de verdad y lo que está
por venir. Pero ¿y si no existe ese mecanismo? ¿Y si la historia
está sujeta a repentinas erupciones que no se pueden explicar
por medio de ninguna ciencia de la tectónica temporal? Esas
son las preguntas que surgen frente a los cataclismos para los
que ninguna racionalización parece adecuada y ningún
consuelo parece posible. En respuesta, se desarrolla una visión
apocalíptica de la historia que ve una corriente en el tiempo
que se ensancha cada año que pasa, distanciándonos de una
época que era dorada, heroica o simplemente normal. En esta
visión, en realidad, solo hay un acontecimiento en la historia,
el kairós que separa el mundo que nos correspondía del mundo
en el que debemos vivir. Esto es todo lo que podemos y
debemos saber del pasado.

La historia apocalíptica también tiene una historia, que


constituye un registro de la desesperación humana. La
expulsión del Edén, la destrucción del primero y el segundo
templos, la crucifixión de Jesucristo, el saqueo de Roma, los
asesinatos de Huséin y Alí, las cruzadas, la caída de Jerusalén,
la Reforma, la caída de Constantinopla, las guerras civiles
inglesas, la Revolución francesa, la guerra de Secesión, la
Primera Guerra Mundial, la Revolución rusa, la abolición del
califato, la Shoah, la Nakba palestina, “los sesenta”, el 11-s;
todos estos acontecimientos están inscritos en las memorias
colectivas como rupturas definitivas de la historia. Para la
imaginación apocalíptica, el presente, no el pasado, es un país
extranjero. Por eso se siente tan inclinada a soñar con un
segundo acontecimiento que abra las puertas del paraíso. Su
atención se centra en el horizonte que aguarda al Mesías, a la
Revolución, al Líder, al fin del tiempo en sí. Solo un apocalipsis
puede salvarnos ahora; frente a la catástrofe, esta convicción
morbosa puede parecer simple sentido común. Pero a lo largo
de la historia también ha suscitado esperanzas exageradas que
se vieron inevitablemente frustradas, dejando a aquellos que
las tenían todavía más desolados. Las puertas del Reino
permanecen cerradas, y todo lo que quedaba era el recuerdo
de la derrota, la destrucción y el exilio. Y fantasías del mundo
que hemos perdido.
Para quienes nunca han experimentado la derrota, la
destrucción o el exilio, la pérdida posee un encanto innegable.
Una agencia de viajes alternativa de Rumania ofrece lo que
llama “Tour Hermosa Decadencia” de Bucarest, que ofrece al
visitante una visión del paisaje urbano poscomunista: edificios
llenos de escombros y cristales rotos, fábricas abandonadas
invadidas por la hierba... ese tipo de cosas. Los comentarios en
internet son efusivos. Jóvenes artistas estadounidenses, que
se sienten ignorados en la gentrificada Nueva York, se
trasladan a Detroit, el Bucarest de Estados Unidos, para
apretar de nuevo los dientes. Caballeros ingleses sucumbieron
a algo similar en el siglo XIX, y compraban abadías y casas de
campo desiertas donde temblaban de frío los fines de semana.
Para los nostálgicos, la decadencia del ideal es el ideal.

La nostalgie de la boue es ajena a las víctimas de la historia.


Situadas al otro lado de la fractura que separa el pasado y el
presente, algunas reconocen su pérdida y miran hacia el futuro,
con esperanza o sin ella; el superviviente del campo que nunca
menciona el número que lleva tatuado en el brazo mientras
juega con sus nietos un domingo por la tarde. Otras
permanecen al borde de la fractura y observan cómo
retroceden las luces en el otro lado, noche tras noche, mientras
sus mentes rebotan entre la ira y la resignación: los viejos
rusos blancos sentados en torno a un samovar en una chambre
de bonne, con las gruesas cortinas corridas y los ojos húmedos
mientras cantan sus viejas canciones. Algunos, sin embargo,
se vuelven idólatras de ese cisma. Se obsesionan con
vengarse del demiurgo que hizo que se abriera. Su nostalgia es
revolucionaria. Puesto que la continuidad del tiempo ya se ha
roto, empiezan a soñar con producir una segunda ruptura y
escapar del presente. Pero ¿en qué dirección? ¿Deberíamos
encontrar el camino de regreso al pasado y ejercer nuestro
derecho de retorno? ¿O deberíamos movernos hacia delante,
en dirección a una nueva era inspirada por la edad dorada?
¿Reconstruir el Templo o fundar un kibutz?

La política de la nostalgia solo trata de estas cuestiones. Tras


la Revolución francesa, los aristócratas desposeídos y el clero
acampaban al otro lado de la frontera francesa, confiados en
que regresarían pronto y volverían a ponerlo todo en su sitio.
Tuvieron que esperar un cuarto de siglo, y para entonces
Francia ya no era lo que había sido. La Restauración no fue tal.
Pero el monarquismo católico nostálgico siguió siendo una
corriente fuerte en la política francesa hasta la Segunda Guerra
Mundial, cuando movimientos como Action Française cayeron
finalmente en desgracia por colaborar con Vichy. Todavía
existen pequeños grupos de simpatizantes, y el
periódico L’Action Française 2000 sigue llegando a los
quioscos, como un espectro, cada dos semanas. La derrota de
los alemanes en la Primera Guerra Mundial impulsó a Adolf
Hitler en dirección opuesta. Podría haber proyectado la imagen
de una vieja Alemania restaurada de pueblos conservadores en
valles bávaros, poblada de Hans Sachses que sabían cantar y
luchar. En vez de eso hablaba de una Alemania inspirada por
las tribus antiguas y las legiones romanas, ahora a bordo de
tanques Panzer que desataban tormentas de acero y
gobernaban una Europa industrial hipermoderna limpia de
judíos y bolcheviques. Adelante hacia el pasado.

La historiografía apocalíptica nunca pasa de moda. Los


conservadores estadounidenses de la actualidad han
perfeccionado un mito popular sobre cómo la nación salió de la
Segunda Guerra Mundial fuerte y virtuosa, solo para
convertirse en una sociedad licenciosa gobernada por un
amenazador Estado laico tras la Nakba de los años sesenta.
Están divididos sobre la respuesta correcta. Algunos quieren
regresar a un pasado tradicional idealizado; otros sueñan con
un futuro libertario donde las virtudes de la frontera nacerán de
nuevo y la velocidad de internet será tremenda. La situación es
más grave en Europa, sobre todo en el este, donde viejos
mapas de la Gran Serbia guardados desde 1914 fueron
sacados y publicados en internet poco después de la caída del
Muro de Berlín, y donde los húngaros han empezado a contar
viejas historias sobre lo mucho mejor que era la vida cuando no
había tantos judíos y gitanos. La situación es crítica en Rusia,
donde ahora todos los problemas se atribuyen a la catastrófica
desintegración de la Unión Soviética, lo cual permite que
Vladímir Putin venda sueños de un imperio restaurado
bendecido por la Iglesia ortodoxa y sostenido por el pillaje y el
vodka.

Pero es en el mundo musulmán donde esa creencia en una


Edad Dorada perdida es más poderosa y relevante. Cuanta
más literatura del islamismo radical lee uno, más aprecia el
atractivo del mito. Es más o menos así: antes de la llegada del
Profeta el mundo se encontraba en una era de ignorancia,
la jahiliyya. Los grandes imperios estaban sumidos en la
inmoralidad pagana, el cristianismo había desarrollado un
monasticismo que negaba la vida y los árabes eran bebedores
y jugadores supersticiosos. Mahoma fue elegido como el
vehículo de la revelación final de Dios, que elevaría a todos los
individuos y pueblos que lo aceptaran. Los compañeros del
Profeta y los primeros califas eran impecables portadores del
mensaje y empezaron a construir una nueva sociedad basada
en la ley divina. Pero pronto, asombrosamente pronto, se
perdió el impulso de esta generación fundadora. Y nunca se ha
recuperado. En las tierras árabes, los conquistadores iban y
venían: omeyas, abasíes, cruzados cristianos, mongoles,
turcos... Cuando los creyentes eran fieles al Corán había cierta
apariencia de justicia y virtud, y hubo unos siglos en que las
artes y las ciencias progresaron. Pero el éxito siempre traía
lujo, y el lujo engendraba vicio y estancamiento. La voluntad de
imponer la soberanía de Dios murió.

Al principio, la llegada de las potencias coloniales en el siglo


XIX parecía ser solo otra cruzada occidental. Pero presentó un
desafío totalmente nuevo y mucho más grande para el islam.
Los cruzados medievales querían conquistar militarmente a los
musulmanes y forzarlos a convertirse. La estrategia de los
colonizadores modernos era debilitar a los musulmanes
alejándolos de la religión e imponiendo un orden laico inmoral.
En vez de enfrentarse a guerreros sagrados en el campo de
batalla, los nuevos cruzados simplemente exponían los
principios de la ciencia y la tecnología modernas y cautivaban a
sus enemigos. “Si abandonas a Dios y usurpas su legítimo
gobierno sobre ti –ronroneaban–, todo esto será tuyo.” Muy
pronto, el talismán de la modernidad laica surtió efecto, y las
élites musulmanas se volvieron fanáticas del “desarrollo” y
enviaron a sus hijos –chicas incluidas– a escuelas y
universidades laicas, con los resultados previsibles. Los
animaron los tiranos que los gobernaban con el apoyo de
Occidente y que siguiendo sus órdenes oprimían a los fieles.

Todas estas fuerzas –laicismo, individualismo, materialismo,


indiferencia moral, tiranía– se han combinado para producir
una nueva jahiliyya que todo musulmán fiel debe combatir,
como el Profeta en las postrimerías del siglo vii. Él no hizo
concesiones, no liberalizó, no democratizó, no persiguió el
desarrollo. Divulgó la palabra de Dios e instituyó su Ley, y
debemos seguir su ejemplo sagrado. Una vez que hayamos
conseguido eso, la era gloriosa del Profeta y sus compañeros
regresará para siempre. Inshallah.

Hay poco que sea exclusivamente musulmán en este mito.


Incluso su éxito a la hora de movilizar a los fieles y de inspirar
actos de violencia extraordinaria tiene precedentes en las
cruzadas y en los esfuerzos nazis por regresar a Roma
pasando por el Valhalla. Cuando la Edad Dorada se encuentra
con el Apocalipsis, la Tierra empieza a temblar.

Lo que resulta llamativo en la actualidad es la poca cantidad de


anticuerpos que el pensamiento islámico contemporáneo tiene
contra este mito, por razones históricas y teológicas. Entre las
joyas de sabiduría y poesía del Corán también aparece un
elemento de inseguridad, inusual en textos sagrados, sobre el
lugar que le corresponde al islam en la historia. Desde las
primeras suras se nos invita a compartir la frustración de
Mahoma por el rechazo de los judíos y cristianos, cuyo legado
profético él iba a cumplir y no abolir. En cuanto el Profeta
empieza su misión, la historia se aparta un poco de su rumbo y
se debe hacer un ajuste para las “gentes del Libro”, ciegas al
tesoro que les pone ante los ojos. San Pablo afrontó un desafío
similar en sus epístolas, en las que aconsejó una coexistencia
pacífica con los cristianos paganos, los cristianos judíos y los
judíos no cristianos. Algunos versículos del Corán son
generosos y tolerantes sobre la resistencia al Profeta. Muchos
otros no lo son. El Corán muestra un resentimiento
inconfundible por haber llegado tarde, y quienes están
resentidos con el presente pueden explotarlo con facilidad.
Lectores sin preparación e ignorantes de las profundas
tradiciones intelectuales de la interpretación coránica, que por
la razón que sea pueden sentirse enfadados por sus
condiciones de vida, son presa fácil de quienes utilizan el
Corán para enseñar que los rencores históricos son sagrados.
A partir de ahí no se necesita mucho para empezar a pensar
que la venganza histórica también es sagrada.

En cuanto termine la carnicería, como al final ocurrirá, por


agotamiento o por derrota, el pathos del islamismo político
merecerá tanta reflexión como su monstruosidad. Uno casi se
ruboriza al pensar en la ignorancia histórica, la piedad mal
dirigida, el exagerado sentido del honor, la impotente pose
adolescente, la ceguera ante la realidad, y el miedo a esta, que
hay tras esta fiebre asesina. El pathos de don Quijote es
bastante distinto. El Caballero de la Triste Figura es absurdo
pero noble, un santo que sufre, varado en el presente, que deja
a quienes encuentra mejorados aunque levemente magullados.
Es un fanático flexible, que de vez en cuando le guiña el ojo a
Sancho Panza como si quisiera decir: “No te preocupes. Me
controlo.” Y sabe cuándo parar. Tras ser derrotado en un
combate simulado por sus amigos, renuncia a la caballería,
enferma y nunca se recupera. Sancho intenta resucitarlo
proponiendo que se retiren al campo y vivan juntos como
sencillos pastores, como en la Edad Dorada. Pero no sirve de
nada; afronta su muerte con humildad. Un don Quijote triunfal y
vengativo es impensable.

La literatura del islamismo radical es una versión de pesadilla


de la novela de Cervantes. Quienes la escriben se sienten
también incómodos en el presente, pero tienen la garantía
divina de que lo que se perdió en el tiempo puede encontrarse
en el tiempo. Para Dios, el pasado nunca es pasado. La
sociedad ideal siempre es posible, porque existió una y no hay
condiciones sociales necesarias para su realización; lo que ha
sido y debe ser puede ser. Lo único que hace falta es fe y
voluntad. El adversario no es el tiempo en sí, sino aquellos que
en todas las épocas históricas han obstaculizado el camino de
Dios. Esta idea poderosa no es nueva. Al analizar las
reacciones conservadoras a las revoluciones de 1848, Marx
escribió que en épocas de crisis revolucionarias “conjuramos
ansiosamente el espíritu del pasado” para tranquilizarnos frente
a lo desconocido. Confiaba, sin embargo, en que esas
reacciones fueran temporales y en que la conciencia humana
estaba destinada a alcanzar lo que ya ocurría en el mundo
material. Hoy, cuando los cuentos infantiles políticos parecen
más poderosos que las fuerzas económicas, es difícil compartir
su confianza. Somos demasiado conscientes de que los
eslóganes revolucionarios de nuestra época empiezan
diciendo: “Érase una vez...” ~

El liberalismo que fue y el


que será
Jesús Silva-Herzog Márquez

14 noviembre 2017

En la introducción al volumen que preparó sobre la teoría


política francesa contemporánea, Mark Lilla denunciaba el
provincianismo intelectual de los estadounidenses. El mundo
anglófono había insertado un abismo para separarse del
“continente”. El profesor sospechaba que la razón de este
nacionalismo filosófico era una especie de encierro liberal. En
aquel prólogo que Letras Libres publicó en noviembre del 2000,
Lilla se abría, por una parte, a la diversidad de las tradiciones
liberales y pedía, por la otra, confrontar las razones del
antiliberalismo. Quería terminar con lo que describió como una
guerra fría en la filosofía política. En los ensayos que ha escrito
desde entonces se ha dedicado precisamente a eso. Siguiendo
la ruta trazada por Isaiah Berlin, ha pensado en las
seducciones del antiliberalismo usando con frecuencia el
retrato biográfico para ilustrarlas. En Pensadores
temerarios abordó el magnetismo que el poder absoluto ha
ejercido sobre los intelectuales. En El Dios que no
nació defiende la provechosa oscuridad de la política moderna:
esa decisión de Occidente de mantener su política a salvo de la
revelación. Si el experimento funciona tendrá que basarse
solamente en nuestra lucidez. En La mente
naufragada examina los atractivos del radicalismo reaccionario.
Cápsulas biográficas que permiten a Lilla polemizar con
Foucault y con Schmitt; con Leo Strauss y con Derrida.
Estampas que restituyen el sentido y el poder de las ideas.
Vidas con ideas; ideas vivas.

En su ensayo más reciente puede leerse al mismo polemista


liberal dispuesto a encarar al adversario. En el libro que podría
traducirse como El liberalismo que fue y el que será: después
de la política de la identidad, publicado este año por Harper se
percibe, sin embargo, un tono distinto. Lilla no habla ya de la
historia de las ideas políticas y su remoto influjo, sino del
discurso público de hoy, de la estrategia intelectual de los
partidos, de las tácticas de comunicación de los políticos.
Desde luego, en todas sus contribuciones se advierte la
persuasión de que las ideas cuentan, de que la imagen que
nos formamos de la historia y del conflicto, de la ley y de la
justicia importa para configurar la experiencia política. Pero en
este alegato hay un sentido de urgencia que no aparece en sus
bosquejos biográficos. También, habría que decirlo, cierta
torpeza en abordar las complejidades de lo inmediato.

El libro extiende el argumento que expuso en el New York


Times en noviembre de 2016 y que desató una tormenta. Al
artículo siguió una catarata de réplicas en la prensa y en las
redes. Apenas un par de semanas después de la elección
presidencial, Lilla señalaba a la retórica de la identidad como
culpable de la victoria de Donald Trump. El golpe de la elección
estaba todavía fresco, la incredulidad sobre lo acontecido
seguía pesando en el ánimo público y Lilla proponía una
explicación sencilla. El discurso de Hillary Clinton, continuando
una inercia ya vieja, condujo al desastre. Al hablar
insistentemente de la condición de las mujeres, de los
afroamericanos, migrantes y homosexuales remarcaba una
fractura que terminó siendo aprovechada por los republicanos
que hablaban el lenguaje de la nación. Los demócratas,
lamentaba Lilla, han dejado de hablar de la ciudadanía para
hablar de las mujeres transgénero. El llamado a las
particularidades es, a juicio del profesor de Columbia, una resta
electoral. El discurso hacia las minorías está condenado a ser
minoritario porque no apela a la experiencia común de la
ciudanía sino a una condición incomunicable de opresión
particular. El discurso de la identidad podrá resultar gratificante,
pero es políticamente ineficaz. El argumento lo exponía
abiertamente Steve Bannon durante la campaña electoral:
hablen de racismo todo lo que quieran, denuncien la
discriminación todo el tiempo; mientras más lo hagan más
votos tendremos. A Lilla no le ofende la coincidencia. No la
entiende como un acuerdo ideológico, sino como la aceptación
de un hecho innegable.

La crisis del liberalismo estadounidense es vista, así, como una


crisis de la imaginación. Es el discurso, el lenguaje, lo que ha
dejado de funcionar. Retomar el rumbo sería encontrar el
nuevo acento, el nuevo tono para nombrar el mundo. Habría
que hablar distinto: no de lo que separa a la sociedad sino
aquello que la une o aquello que debe unirla, esa experiencia
común que permite integrar a todos en un proyecto nacional. Si
es necesario hablar de las desigualdades, debe hacerse
cerrando los ojos al color, el género, la clase, la identidad
sexual o la condición migratoria. Se debe pensar la política con
la escuadra del liberalismo cívico: todos los ciudadanos
idénticos a los ojos de la ley y nada más.

Sugiere Lilla que el liberalismo ha de ser refractario a cualquier


convocatoria identitaria. Lo dice, vale subrayarlo, más por
razones estratégicas que filosóficas. Es cierto que no está
expuesto aquí el boceto de un liberalismo hermético a la
denuncia de la desigualdad. Quisiera, de hecho, inscribirse en
la tradición del progresismo liberal. Lo que denuncia es, ante
todo, la ineficacia electoral del relato de las particularidades
oprimidas. La política de la identidad subordina la eficacia a la
expresión: es desahogo, no estrategia. Pero parece un
liberalismo insensible a la realidad. Concentrado en los
pecados de la comunicación, Lilla pasa por alto las razones de
la ansiedad contemporánea.

Es imposible tratar el argumento de Lilla solamente como un


instructivo de campaña. Su alegato tiene implicaciones
conceptuales que merecen ser abordadas. El crítico de la
nostalgia reaccionaria cae en esa idealización de lo que fue.
Hubo un tiempo en que el progresismo hablaba el lenguaje de
la cordialidad cívica. Las demandas se expresaban en el
lenguaje neutro de los derechos. No habrá política liberal si no
aprendemos a hablarle a los ciudadanos simplemente como
ciudadanos. Aquí es donde la palabra clave del manifiesto de
Lilla parece confusa. ¿Puede haber política sin recreación de
sujetos colectivos? ¿Hay política sin identidades rivales? La
gestión de la identidad pública es una de las tareas centrales
de cualquier actor político: nosotros/ellos. No es necesario
adoptar el belicismo schmittiano para advertir la importancia
política de esa construcción de antagonismos. Cualquier
agrupación, todo grupo de interés que exige ser escuchado en
el ámbito público fabrica una identidad. Lo hace
necesariamente desde una posición de poder o de debilidad;
desde la experiencia de la pobreza o desde el privilegio. Más
allá del instante del voto nadie hace política con la clave del
elector.

El historiador de las ideas no atiende la fuente de la que


surgen. Parece decirnos que el discurso de género es un
capricho de las élites progresistas, que la denuncia del racismo
es una manía que distrae de lo importante. El Partido
Demócrata no necesitaría, en consecuencia, nuevas
herramientas para abordar la exclusión, necesitaría un lenguaje
apropiado que permita dejar de hablar de ella. Si aspira a algún
cambio, debe formularlo de modo tal que no ofenda a nadie.
Puede tener razón Lilla al advertir el problema de la coalición
electoral de los demócratas, pero difícilmente puede aceptarse
la propuesta que llama cívica.

La batalla que emprende Lilla contra las identidades termina


negando la intensidad del conflicto social, pasa por alto la
necesidad de agregación simbólica y cierra los ojos al impacto
del poder mismo. Al hacerlo apela a la brumosa abstracción del
bien común. El liberalismo de Lilla encalla, pues, en metafísica.
~

Nuestra era ilegible


Nunca, desde el fin de la Segunda Guerra
Mundial, el pensamiento político había sido
tan superficial e incapaz de explicar su época.
Perder el vocabulario de las ideologías y
quedarnos con la simple fe en los “valores
democráticos” ha empobrecido el debate.
Mark Lilla

07 octubre 2014

Veinticinco años después, es tiempo de debatir de nuevo sobre


la Guerra Fría. En la década posterior a los acontecimientos de
1989 no hablábamos de otra cosa. Ninguno de nosotros previó
la rápida desintegración del Imperio soviético, el retorno
también veloz de Europa del Este a la democracia
constitucional, o la agonía de los movimientos revolucionarios
que Moscú apoyó durante tanto tiempo. Ante lo inesperado, de
manera atípica nos ocupamos de pensamientos
grandilocuentes. ¿Este es el “fin de la Historia”?, “¿qué queda
de la izquierda?” Después, la vida siguió su curso y nuestro
pensamiento volvió a hacerse pequeño. Europa dirigió su
atención a construir una Unión Europea amorfa; Estados
Unidos, al islamismo político y la quimera de fundar las
democracias árabes; el mundo, en cambio, se concentró en el
estudio de la economía liberal, convertida en la esencia de
nuestro currículo global. Y así, por estas y otras razones, nos
olvidamos de la Guerra Fría y eso parecía algo fabuloso.

No lo fue. La verdad es que no hemos reflexionado lo suficiente


acerca del fin de la Guerra Fría y, en especial, acerca del vacío
intelectual que dejó atrás. Aunque no sirviera para nada más, la
Guerra Fría hacía que nos concentráramos. Las ideologías que
estaban en conflicto, cuyos linajes podían remontarse a dos
siglos atrás, ofrecían puntos de vista claramente opuestos a los
de la realidad política. Ahora que ya no existen, se esperaría
que las cosas tuvieran mucha más claridad. Sin embargo, al
parecer ocurre justo lo contrario. Nunca, desde el fin de la
Segunda Guerra Mundial, y tal vez desde la Revolución rusa, el
pensamiento político en Occidente había sido tan superficial y
tan desorientado. Todos intuimos que están ocurriendo
cambios desastrosos en nuestras sociedades y en otras
sociedades cuyos destinos desempeñarán una función
importante en moldear la nuestra. Sin embargo, carecemos de
conceptos adecuados o, incluso, del vocabulario apropiado
para describir el mundo en que vivimos. La conexión entre las
palabras y las cosas se ha roto. El fin de la ideología no
significa que haya desaparecido la oscuridad. Ha traído una
niebla tan espesa que ya no podemos leer lo que está justo
frente a nosotros. Vivimos en una era ilegible.

¿Qué es o qué era la ideología? Los diccionarios la definen


como un “sistema” de ideas y creencias que tiene la gente para
motivar su acción política. Pero la metáfora resulta inadecuada.
Toda actividad práctica, no solo la actividad política, implica
ideas y creencias. Una ideología denota algo diferente: se
apodera de nosotros con una cautivadora imagen de la
realidad. Siguiendo con la metáfora óptica, la ideología se
apropia de un campo visual indefinido y lo enfoca de manera
que los objetos aparecen en una relación predeterminada entre
unos y otros. Las ideologías políticas que nacieron de la
Revolución francesa fueron particularmente vigorosas porque
tenían imágenes que revelaban la forma en que el presente
emergió de un pasado comprensible y se dirigía hacia un futuro
inteligible. En Europa dos grandes narrativas compitieron por
captar la atención. Luego esto se extendió a todo el mundo:
una narrativa progresiva, que culminaba en una revolución
liberadora, y otra apocalíptica, que llegaba a su fin con la
restauración del orden natural de las cosas.

La narrativa ideológica de la izquierda europea era una mezcla


entre Prometeo encadenado y la vida de Jesús. Se asumía que
la humanidad era igual a los dioses, pero estaba encadenada a
la roca de la Historia por la religión, las jerarquías, la propiedad
y la falsa conciencia. Durante miles de años todo siguió igual
hasta que en 1789 se produjo el milagro de la encarnación y el
espíritu de libertad e igualdad se hizo carne. El problema fue
que a este milagro no le siguió una redención. Del mismo modo
que los seguidores de Jesús debían realizar cierta labor
teológica mientras el segundo advenimiento continuara
aplazándose, durante los siglos XIX y XX la izquierda
desarrolló una apologética revolucionaria para dar sentido a
esa decepción histórica. Enseñó que, aunque la Revolución
francesa cayó en el Terror y el despotismo napoleónico,
preparó el camino para las revoluciones paneuropeas de 1848.
Su vida fue corta, pero inspiraron la Comuna de París. Esta
duró solo algunos meses, pero sirvió de ejemplo para la
Revolución de febrero de 1917. Es cierto que luego la
sucedieron la Revolución de octubre y el terror de Stalin. Pero,
inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, el
peregrinaje de la revolución se abrió paso hasta China y los
países del Tercer Mundo, globalizando así la lucha contra el
capitalismo y el imperialismo. Luego vino Camboya y la música
dejó de sonar.

En Europa la derecha contrarrevolucionaria, a pesar de que en


lo político fue mucho más fuerte durante el siglo XIX, no logró
ofrecer una narrativa tan gloriosa como la de la izquierda.
Formada en la reacción y bajo coacción, era oscura y menos
inspiradora. Sin embargo, en momentos de crisis podía ser
muy convincente. La historia que narraba era una mezcla entre
la leyenda del hombre artificialmente creado por ritos
cabalísticos y el Libro de las Revelaciones. En la versión más
conocida de la historia del gólem, un rabino inserta en la boca
de una figura de arcilla un pedazo de papel donde está escrito
el nombre de Dios. La figura cobra vida y encolerizada se dirige
a un gueto judío donde siembra el terror entre los habitantes
hasta que el rabino le arrebata el papel de la boca. Si
pensamos en el gólem como le peuple, en la hoja de papel
como los escritos de Voltaire y Rousseau, y en la destrucción
del gueto como el Terror, nos hemos adentrado en la mente de
la derecha reaccionaria.

En la leyenda el rabino logra amansar al gólem. Sin embargo,


las fuerzas de la reacción nunca lograron controlar a las
fuerzas revolucionarias que también tenían causas científicas,
económicas y tecnológicas. Los ferrocarriles formaron una red
de líneas a través del paisaje intacto. Las ciudades
reemplazaron a aldeas y fincas; las fábricas, a las granjas; las
escuelas laicas, a las religiosas; los políticos barbudos, a
duques y condes; y los campesinos se convirtieron en una
masa de trabajadores embrutecidos. A medida que avanzaba
el siglo, la derecha romántica que soñaba con restaurar una
era de dulzura e ilustración se transformó en una derecha
apocalíptica, convencida de estar viviendo la Gran Tribulación.
Y cuando la inesperada Revolución rusa triunfó y el marxismo
pasó de ser una pequeña secta a una poderosa fuerza global,
el rostro del anticristo quedó al descubierto para que el mundo
lo viera. La batalla final había comenzado y a ella saltaron
redentores nacionalistas que gobernaban a sus pueblos con
mano de hierro y “pisotearon el lagar del vino del furor, y de la
ira del Dios Todopoderoso” (Apocalipsis 19:15). Nos hemos
adentrado a la mente del fascismo.

Hablar de estos asuntos es –transcurridas dos décadas–


conjurar un mundo perdido. El intento por transmitir a los
jóvenes estudiantes de hoy –americanos, europeos e incluso
chinos– el gran drama de la vida política e intelectual entre
1789 y 1989 hace que uno se sienta como un poeta ciego que
canta acerca de la Atlántida perdida. Para ellos el fascismo es
“el mal radical” y por lo tanto les resulta incomprensible y no
pueden entender cómo logró desarrollarse y atraer a millones
de personas. Al comunismo, aunque desde luego sirvió “para
muchas cosas buenas”, tampoco le ven mucho sentido, sobre
todo en la fe que la gente tuvo por la Unión Soviética. Hoy los
estudiantes sencillamente no sienten atracción por la ideología,
y les resulta difícil imaginar una mente que esté cautiva en ella.
Es más fácil para ellos acceder al mundo de
las Confesiones de San Agustín que al de Dostoievski y las
novelas políticas de Conrad.

Es una bendición con matices. Muchos de quienes tenemos


más de cincuenta años recordamos nuestras discusiones con
comunistas y sus allegados, y habernos maravillado ante su
impresionante –y, al cabo, repugnante– destreza. Con aire
indulgente explicaban que lo que para nosotros eran hechos
significativos, para ellos resultaba todo lo contrario; que aquello
en apariencia trivial, en realidad constituía el meollo del asunto.
No parecían llevar anteojeras que ocultaran la realidad. Por el
contrario –y este era el problema–, podían ver absolutamente
todo y la manera en que se conectaba mediante fuerzas
ocultas que operaban a tremendas distancias. Cuando ocurría
algún hecho embarazoso, instintivamente se lanzaban a la
negación. Pero no pasaba mucho tiempo antes de que
comenzaran las explicaciones casuísticas que defendían desde
el Muro de Berlín hasta las Brigadas Rojas, pronunciadas con
la seguridad de un jesuita en su hábito.

Hoy día ese tipo de gente ya no es común, y es un alivio. Pero


hay que admitir que algunas valiosas cualidades intelectuales
que desarrollamos para hacerles frente también han ido
desapareciendo. Por ejemplo, la curiosidad y la ambición. Los
intelectuales anticomunistas solían exponer las razones por las
que la historia no puede ser dominada por un sistema o una
idea. Las sociedades son demasiado complejas; las
motivaciones humanas, demasiado diversas; y las instituciones
son demasiado opacas como para obtener una imagen estática
de la realidad o discernir las leyes invariables que las rigen.
Pero ninguno de los líderes liberales de la Guerra Fría –
Raymond Aron, Daniel Bell, Leszek Kołakowski, Isaiah Berlin,
Ralf Dahrendorf– pensó que los problemas que abordaba el
marxismo fueran imaginarios o estuvieran más allá de la
consideración humana. Se resistieron a la teoría marxista
porque, a la postre, era inadecuada para la tarea que asumió,
no porque su ambición estuviera mal dirigida. (No eran, vale la
pena repetirlo, conservadores.) Bell imaginó que el fin de las
ideologías liberaría las mentes para investigar las sutiles e
inesperadas reacciones entre las esferas políticas, económicas
y culturales de la vida social moderna, a medida que se
desarrollasen con el tiempo. No imaginó que se marchitara la
voluntad misma de investigar. Pero ocurrió.

La izquierda radical no lo ve así. Para ella la era de la ideología


nunca terminó. Simplemente, la nueva “visión hegemónica del
mundo” ha sustituido al fascismo y al comunismo. Los
norteamericanos lo llaman capitalismo democrático y están
encantados; los europeos lo denominan neoliberalismo y no
están contentos. Hay mucho de verdad en esto. Es difícil negar
que el concepto de democracia –no importa cuán
incomprendido o vilipendiado sea– es la única forma política
que hoy puede reivindicar un reconocimiento global, si no
universal. Y es cierto que el crecimiento económico es el
objetivo común de los gobiernos de todo el mundo y se ha
perseguido –la mayoría de las veces– con una fe irreflexiva en
los beneficios sin costo del libre comercio, la desregulación y la
inversión extranjera.

Yo iría aún más lejos. La liberación social que se inició en los


años sesenta en algunos países occidentales encuentra menos
resistencia entre las élites urbanas educadas de casi todas
partes, y ha surgido una perspectiva cultural, o al menos un
cuestionamiento. Esta visión tiene como axioma la primacía de
la autodeterminación individual por encima de los lazos
sociales tradicionales, se muestra indiferente hacia asuntos de
religión y sexo, y siente a priori la obligación de tolerar a los
otros. Desde luego, han surgido poderosas reacciones contra
esta perspectiva, incluso en Occidente. Pero fuera del mundo
islámico, donde los principios teológicos aún conservan
autoridad, cada vez hay menos objeciones que persuadan a la
gente que no tiene esos principios. La reciente e
increíblemente veloz aceptación de la homosexualidad, e
incluso del matrimonio homosexual, en tantos países
occidentales –una transformación de la moral y las costumbres
tradicionales que carece de precedentes históricos– dice más
sobre nuestro tiempo que cualquier otra cosa.

Nos dice que esta es una era libertaria. Esto no obedece a que
la democracia esté en marcha (en muchos lugares se halla en
retroceso), o a que las munificencias del libre mercado hayan
llegado a todos (tenemos una nueva clase de pobres), ni se
debe a que ahora seamos libres para hacer lo que nos plazca
(sobre todo porque resulta inevitable que los deseos entren en
conflicto). No, la nuestra es una era libertaria por omisión: se
han atrofiado las ideas o creencias o sentimientos que
silenciaban la exigencia de una autonomía individual. No se dio
ningún debate público ni se tomó votación alguna al respecto.
Tras el fin de la Guerra Fría, simplemente nos encontramos en
un mundo en el cual cada avance del principio de libertad en
una esfera lo hace avanzar en otras, lo queramos o no. La
única libertad que estamos perdiendo es la libertad de elegir
nuestras libertades.

No a todo el mundo le gusta esto. La izquierda, sobre todo en


Europa y en América Latina, quiere limitar la autonomía
económica por el bien público. Sin embargo, de entrada
rechaza los límites legales de la autonomía individual en otras
esferas, como la vigilancia y la censura en internet, que
también podrían servir al bien público. Esa izquierda quiere un
ciberespacio sin controles en una economía controlada: una
imposibilidad tecnológica y sociológica. En China, Estados
Unidos o en cualquier otro lado, a la derecha le gustaría lo
contrario: una economía permisiva con una cultura restrictiva,
lo que, a la larga, también constituye una imposibilidad.
Estamos como el hombre a bordo de un tren que avanza a
gran velocidad y quiere detenerlo tirando del asiento de
enfrente.

Sin embargo, nuestro libertarismo no es una ideología en el


sentido antiguo. Es un dogma. Vale la pena tener en mente la
distinción entre ideología y dogma. La ideología trata de
conocer a fondo las fuerzas históricas que impulsan a la
sociedad y para ello primero tiene que comprenderlas. Eso es
justo lo que hicieron las grandes ideologías de los
siglos XIX y XX. Lo hicieron demasiado bien. Al ser
“totalizadoras” en lo intelectual apoyaron el totalitarismo
político. Nuestro libertarismo opera de forma distinta: es
sumamente dogmático y, como ocurre con todos los dogmas,
sanciona la ignorancia sobre el mundo y ciega a sus
seguidores con respecto a sus efectos en ese mundo. Parte de
principios liberales básicos: la santidad del individuo, la
prioridad de la libertad, la desconfianza de la autoridad pública,
la tolerancia, pero no avanza más. No le gusta la realidad, no
siente ninguna curiosidad con respecto a cómo llegamos hasta
aquí o hacia dónde vamos. No existe una sociología libertaria
(sería un oxímoron) ni una psicología o filosofía de la historia.
En sentido estricto, tampoco existe una teoría política libertaria,
puesto que no alberga ningún interés por las instituciones y no
tiene nada que decir acerca de la necesaria y productiva
tensión entre los propósitos individuales y los colectivos. No es
liberal en un sentido que hubiesen reconocido Montesquieu, los
redactores de la Constitución estadounidense, Tocqueville o
Mill. Ellos habrían visto el libertarismo como un credo muy
similar al sola fide de Lutero: hay que dar a los individuos la
máxima libertad en todos los aspectos de su vida y todo estará
bien. Y si no, pereat mundus (que perezca el mundo).

La sencillez dogmática del libertarismo explica por qué quienes


de otro modo tendrían muy poco en común pueden suscribirlo:
son fundamentalistas del small government en la derecha
estadounidense, anarquistas de izquierda en Europa y América
Latina, profetas de la democratización, absolutistas de las
libertades civiles, cruzados de los derechos humanos,
evangelistas del crecimiento neoliberal, hackers renegados,
fanáticos de las armas, fabricantes de pornografía y
economistas de la Escuela de Chicago en todo el mundo. El
dogma que los reúne está implícito y no requiere explicación;
es una mentalidad, un estado de ánimo, una conjetura: lo que
antes se llamaba, sin afán peyorativo, un prejuicio. Mantener
una ideología requiere trabajo porque los acontecimientos
políticos siempre amenazan su plausibilidad. Hay que modificar
las teorías; hay que revisar las revisiones. Puesto que la
ideología plantea una explicación sobre la forma en que
funciona el mundo, incita y resiste la refutación. En contraste,
un dogma no. Por esto nuestra edad libertaria es una era
ilegible.

Consideremos dos ejemplos.

Desde la década de 1980 el proyecto de integración económica


de la Unión Europea ha estado dominado por el neoliberalismo,
una forma poderosa del libertarismo contemporáneo. Hubo
razones concretas para ello, relacionadas con ciertos fracasos
del Estado benefactor, la indolencia de las economías
ralentizadas por empresas estatales, el exceso de regulación y
el poder de los sindicatos. Pero a medida que pasó el tiempo
se fueron olvidando las razones y el neoliberalismo se convirtió
en lo que es hoy: un dogma que oscurece sus efectos en el
mundo real, que no se limitan a lo económico.

Por ejemplo, es repugnante ver cómo los europeos han


reaccionado con tanta lentitud a la hora de reconocer hasta qué
punto el enfoque neoliberal de la Unión Europea sobre la
integración económica pone en riesgo los principios del
autogobierno democrático, reconquistados tras la Segunda
Guerra Mundial. La democracia trata de la autodeterminación,
tanto colectiva como individual. Hasta ahora, las democracias
constitucionales modernas se han desarrollado solo dentro del
contexto de los Estados-nación soberanos. Existe una
explicación. El Estado-nación representa una especie de
acuerdo entre la política del imperio y la política de la aldea:
tiene el tamaño suficiente como para animar a la gente a
pensar más allá de sus intereses locales, pero no es tan
grande como para que sientan que no tienen control sobre sus
vidas. Proporciona un espacio con límites claros de
contestación política y acción colectiva de los ciudadanos que
se identifican con él, a la vez que brinda los medios necesarios
para que los gobiernos rindan cuentas. Históricamente
hablando, se trata de algo muy difícil de lograr.

Desde sus inicios nunca hubo consenso acerca de


exactamente qué tipo de truco encarnaba la Unión Europea,
aparte de ser una máquina para mantener la paz y generar
prosperidad. Todos coincidieron en que eso exigiría una
disminución de la soberanía nacional. Pero al principio se
pensó muy poco en el establecimiento de procesos
democráticos internos, en parte debido a que, tras la
experiencia con el fascismo, los Padres Fundadores no
confiaban del todo en le peuple. Mucho menos se pensó en la
forma de construir una identificación pública dentro de ese
proyecto: cómo convertir a escoceses y sicilianos en
compatriotas que sientan tener un destino en común y que
reconozcan las mismas instituciones. El resultado es que hoy
los europeos de a pie no saben qué pensar del “proyecto
europeo”.

Ven que las decisiones de peso las toma la burocracia de


Bruselas o la Comisión Europea, cuyos miembros no se eligen
de modo directo. El Parlamento Europeo sí es elegido, pero no
hay partidos paneuropeos que ofrezcan programas integrales
para gobernar y sufrir las consecuencias si no consiguen
ejecutarlos. Los votantes deben elegir de acuerdo a listas
nacionales de candidatos que no pueden prometer nada y
tampoco son responsables de nada, lo que alienta el voto
irresponsable de protesta. En cuanto a la construcción de una
identidad europea, baste señalar que el euro no muestra un
solo personaje histórico, lugar o monumento que pudiera
resonar entre los ciudadanos, desde Glasgow hasta Taormina,
y que pocos conocen el himno que la Unión Europea ha
elegido para ellos. (Irónicamente, se trata de la Oda a la
alegría.) No solo la inmigración masiva ha hecho tambalear el
sentido nacional de un “nosotros” entre los europeos, sino
también la continua expansión de las fronteras de la UE hacia el
este y sureste y, quién sabe, quizás un día hasta la ribera sur
del Mediterráneo. Puesto que Europa ya no cree tener una
esencia, un núcleo, una historia compartida o, incluso, fronteras
definidas, ¿bajo qué criterios rechazar la afiliación de cualquier
otra nación que se diga también de Europa?
No es de extrañar que los ciudadanos de hoy, tanto en las
naciones fuertes como en las débiles, se sientan estafados y
desconfíen unos de otros. Dado que Grecia y otros países han
estado al borde de la quiebra y la UE les ha exigido austeridad,
sus ciudadanos sienten, con razón, que pierden control de su
destino colectivo. Aunque eso también es cierto para un
inquieto público alemán, preocupado por haber firmado un
pacto económico suicida con despilfarradores. En los Estados
más débiles, los funcionarios nacionales electos, que esperan
permanecer en sus cargos a la vez que deben imponer
medidas de austeridad, señalan a los alemanes. Los alemanes
culpan a las normas de solvencia de la Unión Europea. Por su
parte, la UE acusa a los mercados financieros omniscientes,
que remiten a las agencias calificadoras de deuda
estadounidenses, atendidas en sus cubículos por
administradores de empresas con un máster en “Business
Administration”, que a falta de mejor alternativa se han
convertido en los nuevos soberanos de Europa. Y lo que estos
exigen es menos democracia y una mayor dependencia de
gobiernos técnicos y de los expertos económicos.

Quienes defienden la Unión Europea nos recuerdan que la paz


se ha mantenido con éxito desde hace dos décadas; advierten
también que las naciones deben renunciar aún a más
soberanía si Europa ha de hacer frente a la volatilidad de los
mercados financieros globales y competir con gigantes
económicos como China y Estados Unidos. Quizás esto sea
así. Una Europa pacificada es una cosa muy valiosa y
una UE más poderosa bien podría ser una cosa muy necesaria.
Pero no se trata de cosas democráticas.
Mientras Europa socava en silencio las bases de sus
democracias de posguerra, Estados Unidos intenta construir
otras nuevas sobre la arena.

Históricamente a los estadounidenses siempre se les ha dado


mejor vivir la democracia que entenderla. La consideran un
derecho de nacimiento y una aspiración universal, no una
forma excepcional de gobierno que durante dos milenios fue
descartada porque se consideraba ruin, inestable y
potencialmente tiránica. En general no están conscientes de
que, en Occidente, la democracia pasó de considerarse un
régimen irredimible en la Antigüedad clásica a uno
potencialmente bueno apenas en el siglo XIX, para luego
convertirse en la mejor forma de gobierno después de la
Segunda Guerra Mundial, y en el único régimen legítimo hace
apenas veinticinco años.

La profesión estadounidense de la ciencia política adolece de


la misma amnesia. Durante la Guerra Fría, los académicos,
convencidos de la bondad absoluta y única de la democracia,
abandonaron el estudio tradicional de las formas no
democráticas de gobierno, como monarquía, aristocracia,
oligarquía y tiranía, y en vez de eso se dedicaron a distinguir
regímenes en una sola línea que iba de la democracia (bueno)
hasta el totalitarismo (malo). El juego académico se convirtió
entonces en saber dónde colocar, a lo largo de esa línea, todos
los demás Estados “autoritarios”. (¿La España de Franco
estaba a la derecha de la Indonesia de Suharto, o al revés?)
Esta forma de pensar ha dado pie a la ingenua suposición de
que, tras la caída de la Unión Soviética, los países de forma
natural comenzarían a hacer “transiciones” para pasar de la
dictadura y el autoritarismo a la democracia, como atraídos por
un imán. Esa confianza se ha evaporado y nuestros politólogos
han visto que muchas cosas desagradables pueden crecer bajo
el manto de las elecciones. Pero aún quieren aferrarse a su
pequeña línea y escriben artículos sobre autoritarismo
electoral, autoritarismo competitivo, autoritarismo de clan,
pseudodemocracias, aparentes democracias y democracias
débiles. Y, para tener cubiertas todas las bases, también
escriben sobre “regímenes híbridos”.

Pero en la mente de las clases políticas y periodísticas de


Estados Unidos, hoy solo existen dos categorías políticas: la
democracia y le déluge. Si uno asume que la democracia es la
única forma legítima de gobierno, resulta una distinción
perfectamente útil. “Lo que no debe ser no puede ser”, escribió
el poeta alemán. Incapaces o simplemente reacios a distinguir
las variedades no democráticas que existen en la actualidad,
mejor hablamos de sus “reportes de derechos humanos”, que
nos dicen mucho menos de lo que pensamos. Recurrimos a
organizaciones como Freedom House, un think tank que
promueve la democracia y denuncia los abusos a los derechos
humanos en el mundo, y publica un influyente informe anual
titulado Freedom in the World que, afirma, cuantifica los niveles
de libertad en todos los países del mundo. Califica distintos
factores (derecho de participación política, libertades civiles, la
prensa, etc.), y luego combina esas cifras con un número
índice mixto que indica qué país es “libre”, “parcialmente libre”
o “no libre”. El documento se lee como un informe de la bolsa
de valores: “Este es el séptimo año consecutivo en que los
países con descensos superaron a aquellos con mejoras.” En
2013 se confió a los lectores que, según las cifras, durante el
año anterior las “ganancias más notables” en el apartado de la
libertad fueron en Egipto, Libia, Birmania y Costa de Marfil. Uno
no sabe por dónde empezar.

Sin duda la gran sorpresa en la política mundial desde el fin de


la Guerra Fría no fue el avance de la democracia liberal sino la
reaparición de formas clásicas de gobierno no democrático
disfrazadas de modernas. La disolución del Imperio soviético y
la “terapia de choque” que siguió produjeron nuevas oligarquías
y cleptocracias que tienen a su alcance herramientas
innovadoras de financiamiento y comunicación. El avance del
islam político ha colocado a millones de musulmanes, que
representan una cuarta parte de la población mundial, bajo un
gobierno teocrático más restrictivo. Tribus, clanes y grupos
sectarios se han convertido en los actores más importantes en
los Estados poscoloniales de África y Medio Oriente. China ha
vuelto a traer el mercantilismo despótico. Cada una de estas
formaciones políticas tiene una naturaleza distintiva que debe
entenderse en sus propios términos, no como una forma menor
o mayor de la democracia in potencia. El mundo de las
naciones sigue siendo lo que siempre ha sido: una pajarera.

Pero la ornitología es complicada y la promoción de la


democracia parece mucho más sencilla. A fin de cuentas, ¿no
todos los pueblos quieren estar bien gobernados y que se les
consulte sobre los asuntos que les afectan? ¿Acaso no
anhelan seguridad y un trato justo? ¿No quieren escapar a la
humillación de la pobreza? Pues bien, la democracia liberal es
la mejor forma de lograr todo eso. Ciertamente, esa es la visión
de los Estados Unidos, compartida por muchas personas que
viven en países no democráticos. Pero eso no significa que
entiendan las implicaciones de la democratización ni que
acepten el individualismo social y cultural que de manera
inevitable trae consigo. Ningún pueblo se ha vuelto tan
libertario como el estadounidense. Valora bienes que el
individualismo destruye, como la deferencia a la tradición, el
compromiso con un lugar, el respeto a los mayores, las
obligaciones con la familia y el clan, la devoción por la piedad y
la virtud. Si ellos y nosotros creemos que se puede tener todo a
la vez, entonces, ellos y nosotros estamos muy equivocados.
Estas son las rocas sobre las cuales, una y otra vez, se estrella
la esperanza de una democracia.

La cierto es que, durante el lapso de nuestra vida o la de


nuestros hijos y nietos, miles de millones de personas en el
mundo jamás vivirán en una democracia. Eso no se debe solo
a la cultura y a las costumbres establecidas. Hay que sumar
divisiones étnicas, sectarismo religioso, analfabetismo,
inequidad económica, fronteras nacionales absurdas,
impuestas por las potencias coloniales... la lista es larga. Sin
Estado de derecho y una Constitución que se respete, sin
burocracias profesionales que traten a los ciudadanos
imparcialmente, sin la subordinación de los militares al poder
civil, sin órganos reguladores para asegurar la transparencia en
las transacciones económicas, sin normas sociales que
alienten el compromiso cívico y el cumplimiento de la ley: sin
todo esto es imposible una democracia liberal moderna. De
modo que, cuando pensamos en las no democracias de hoy, la
única pregunta posible sería: ¿cuál es el Plan B?

Nada refleja más la bancarrota del pensamiento político actual


que nuestra falta de voluntad para plantearnos esta pregunta,
que para la izquierda huele a racismo y para la derecha apesta
a derrotismo (y a las dos cosas para los halcones liberales).
Pero si las únicas opciones que podemos imaginar son la
democracia o le déluge, excluimos la posibilidad de mejorar los
regímenes no democráticos sin intentar transformarlos por la
fuerza (al estilo norteamericano), o esperando en vano (al estilo
europeo) que los tratados de derechos humanos, las
intervenciones humanitarias, las sanciones legales, los
proyectos de las ONG y los blogueros con sus iPhones
representen una diferencia duradera. Estas son las
características del absoluto delirio que caracteriza a nuestros
dos continentes. El próximo Premio Nobel de la Paz no debería
recaer en un activista de derechos humanos o en el fundador
de una ONG, sino en un pensador o en un líder que desarrolle
un modelo de teocracia constitucional que dé a los países
musulmanes una forma congruente pero limitada de reconocer
la autoridad de la ley religiosa y que la haga compatible con el
buen gobierno. Esto sería un auténtico logro histórico, si bien
no necesariamente democrático.

Por supuesto, nunca se otorgará ese premio, y no solo porque


esos pensadores y esos líderes no existen. Reconocer tal logro
requeriría abandonar el dogma de que la libertad individual es
el único o, incluso, el mayor bien político en todas las
circunstancias históricas y aceptar que los trade-offs son
inevitables. Esto significaría aceptar que, si existe un camino
de la servidumbre a la democracia, largos tramos estarán
pavimentados por la no democracia, tal y como ocurrió en
Occidente. Empiezo a sentir cierta simpatía por aquellos
oficiales norteamericanos que llevaron a cabo la ocupación de
Afganistán e Iraq hace diez años y, de inmediato, empezaron a
destruir los partidos políticos y los ejércitos existentes, y las
instituciones tradicionales de consulta política y de autoridad.
La razón más profunda para este colosal error no fue
la hubris norteamericana ni su ingenuidad, aunque hubo mucho
de eso. La verdad es que no tenían otra forma de pensar
alternativas a esta precipitada y, al cabo, engañosa
democratización. ¿Adónde tendrían que haber acudido? ¿Qué
libros habrían tenido que leer? ¿En qué habrían tenido que
apoyarse? Lo único que sabían era la directriz primordial:
redactar nuevas constituciones, establecer parlamentos y
oficinas presidenciales y, luego, convocar a elecciones. En
efecto, tras todo esto llegó el diluvio.

La edad libertaria es una era ilegible. A diferencia de los


antiguos maestros pensadores, ha engendrado un nuevo tipo
de hubris. Nuestra arrogancia consiste en creer que ya no
tenemos que pensar profundamente o poner atención o buscar
conexiones, sino que lo único que tenemos que hacer es
aferrarnos a nuestros “valores democráticos” y a nuestros
modelos económicos y tener fe en el individuo y todo saldrá
bien. Al presenciar desagradables escenas de embriaguez
intelectual, nos hemos convertido en abstemios satisfechos de
sí mismos, distanciados de la historia e incapacitados ante los
desafíos que ya se están dando. El fin de la Guerra Fría
destruyó cualquier rasgo de confianza en la ideología que
pudiera quedar en Occidente. Pero también parece haber
destruido nuestra voluntad de entender. Hemos abdicado. El
dogma libertario de nuestro tiempo está embrollando nuestras
organizaciones políticas, nuestras economías y nuestra cultura
y nos ciega a todo esto porque hace que seamos menos
curiosos de lo que somos por naturaleza. El mundo que
estamos haciendo con nuestras propias manos está tan alejado
de nuestra mente como el más remoto agujero negro en el
espacio. Alguna vez sentimos nostalgia por el futuro. Hoy
tenemos amnesia del presente. ~
EL FIN DEL LIBERALISMO IDENTITARIO
Mark Lilla – 18 Nov. 2016

Es una obviedad que EEUU se ha convertido en un país más diverso. Es también una
cosa hermosa de ver. Los visitantes de otros países, especialmente aquellos que
tienen problemas para incorporar diferentes grupos étnicos y religiones, se asombran
de que consigamos hacerlo. No perfectamente, por supuesto, pero actualmente
ciertamente mejor que cualquier nación europea o asiática. Es una historia de éxito
extraordinaria.

Pero ¿cómo debe moldear esta diversidad nuestra política? La respuesta liberal
estándar durante casi una generación ha sido que debemos tomar conciencia y
"celebrar" nuestras diferencias. Lo cual es un espléndido principio de pedagogía moral,
pero desastroso como fundamento de la política democrática en nuestra ideologizada
era. En los últimos años, el liberalismo estadounidense ha caído en una especie de
pánico moral acerca de la identidad racial, de género y sexual que ha distorsionado el
mensaje del liberalismo y le ha impedido convertirse en una fuerza unificadora capaz
de gobernar.

Una de las muchas lecciones de la reciente campaña presidencial y su repugnante


resultado es que se debe poner fin a la era del liberalismo identitario. Hillary Clinton
estaba en su mejor y más estimulante momento cuando habló sobre los intereses
estadounidenses en los asuntos mundiales y cómo se relacionan con nuestra
comprensión de la democracia. Pero cuando se trataba de la vida en casa, tendía a lo
largo de la campaña a perder esa gran visión y se deslizaba en la retórica de la
diversidad, apelando explícitamente a los votantes afroamericanos, latinos, L.G.B.T. Y
las mujeres en cada acto. Este fue un error estratégico. Si va a mencionar grupos en
América, es mejor mencionarlos a todos. Si no lo hace, aquellos que no sean
nombrados lo notarán y se sentirán excluidos. Y eso fue exactamente lo que sucedió,
como muestran los datos, con la clase obrera blanca y los que tienen fuertes
convicciones religiosas. Dos tercios de los votantes blancos sin títulos universitarios
votaron por Donald Trump, al igual que más del 80 por ciento de los evangélicos
blancos.

La energía moral en torno a la identidad tiene, por supuesto, muchos efectos buenos. La
'discriminación positiva’ ha reformado y mejorado la vida empresarial. Black Lives Matter ha
apelado a cada estadounidense con conciencia. Los esfuerzos de Hollywood para normalizar la
homosexualidad en nuestra cultura popular ayudaron a normalizarla en las familias americanas
y en la vida pública.

Pero la fijación por la diversidad en nuestras escuelas y en la prensa ha producido una


generación de liberales y progresistas narcisisticamente inconscientes de las condiciones de
vida de aquellos ajenas a los grupos que se califican como propios, e indiferentes a la tarea de
llegar a los estadounidenses en todos los ámbitos de la vida. A una edad muy temprana
nuestros niños se animan a hablar de sus identidades individuales, incluso antes de tenerlas.
Cuando llegan a la universidad, muchos asumen que el discurso de la diversidad agota el
discurso político y tienen escasamente poco que decir sobre cuestiones tan constantes como la
clase, la guerra, la economía y el bien común. En gran parte esto se debe a los temarios de
historia de la escuela secundaria, que de una forma anacrónica proyectan al pasado la política
identitaria, creando una imagen distorsionada de las principales fuerzas e individuos que
modelaron nuestro país. (Los logros de los movimientos por los derechos de las mujeres, por
ejemplo, eran reales e importantes, pero no pueden comprenderlos si no comprenden primero
el logro de los padres fundadores en el establecimiento de un sistema de gobierno basado en
la garantía de derechos).

Cuando los jóvenes llegan a la universidad, se les anima a mantener este enfoque en sí
mismos por parte de grupos estudiantiles de la facultad y también por administradores cuyo
trabajo a tiempo completo es encargarse de "cuestiones de diversidad" –aumentando su
importancia. Los medios de comunicación han convertido en un deporte de primero orden
burlarse de la "locura del campus" que rodea estos temas, y muy a menudo tienen razón. Esto
sólo favorece a los demagogos populistas que quieren deslegitimar la enseñanza para quienes
nunca han pisado un campus. ¿Cómo explicar al votante promedio la supuesta urgencia moral
de dar a los estudiantes universitarios el derecho de elegir los pronombres de género
designados para ser utilizados al dirigirse a ellos? ¿Cómo no reír junto con esos votantes
porque un bromista de la Universidad de Michigan escribió que quería que le tratasen como
"Su Majestad"?

Esta concienciación de la diversidad en los campus se ha filtrado con el paso de los años en
los medios de comunicación liberales, y no de manera sutil. La 'acción afirmativa’ para las
mujeres y las minorías en los periódicos y los canales de televisión y radio de EEUU ha sido un
extraordinario logro social, e incluso ha cambiado, literalmente, la apariencia de los medios de
comunicación de derecha, ya que periodistas como Megyn Kelly y Laura Ingraham han ganado
prominencia. Pero también parece haber alentado la hipótesis, especialmente entre los
periodistas y editores más jóvenes, de que al centrarse tan solo en la identidad han hecho su
trabajo.

Recientemente realicé un pequeño experimento durante un año sabático en Francia: Durante


un año entero sólo leí publicaciones europeas, no americanas. Mi pensamiento era tratar de
ver el mundo como lo hacían los lectores europeos. Pero fue mucho más instructivo regresar a
casa y darme cuenta de cómo ver las cosas a través de las gafas de la identidad ha
transformado la información estadounidense en los últimos años. Cuán a menudo, por ejemplo,
la historia más simplista del periodismo americano -sobre el "primer X que hizo Y"- se contó y
volvió a contar. La fascinación por el drama de la identidad ha afectado incluso a la información
extranjera, que se reduce de manera angustiosa al mínimo. Por muy interesante que sea leer,
digamos, sobre el destino de las personas transgénero en Egipto, no contribuye nada a educar
a los estadounidenses sobre las poderosas corrientes políticas y religiosas que determinarán el
futuro de Egipto e indirectamente el nuestro. Ningún centro de noticias importante en Europa
pensaría en adoptar tal enfoque.

Pero es en el plano de la política electoral que el liberalismo de la identidad ha fracasado de


manera más espectacular, como acabamos de ver. La política nacional en períodos sanos no
se refiere a la "diferencia", sino a lo común. Y estará dominado por quien capta mejor la
imaginación de los estadounidenses acerca de nuestro destino compartido. Ronald Reagan lo
hizo muy hábilmente, cualquiera que sea su pensamiento. Así lo hizo Bill Clinton, que aplicó
una página del libro de instrucciones de Reagan. Se apoderó del Partido Demócrata por
encima de su ala identitaria, concentró sus energías en programas nacionales que
beneficiarían a todos (como el seguro médico nacional) y definió el papel de Estados Unidos en
el mundo posterior a 1989. Al permanecer en el cargo por dos mandatos, fue capaz de lograr
mucho por los diferentes grupos de la coalición demócrata. La política de identidad, por el
contrario, es en gran medida expresiva, no persuasiva. Es por eso que nunca gana elecciones,
pero puede perderlas.

El recién descubierto, casi antropológico interés de los medios por el 'varón blanco enfadado’
revela tanto sobre el estado de nuestro liberalismo como sobre esta figura tan calumniada y
antes ignorada. Una interpretación liberal conveniente de la reciente elección presidencial sería
que el Sr. Trump ganó en gran parte porque logró transformar la desventaja económica en
rabia racial -la tesis del "whitelash" (la reacción de los racistas blancos ante los avances del
movimiento de derechos civiles, AyR). Esto es conveniente porque confirma la convicción de la
superioridad moral propia y permite a los liberales ignorar lo que dichos votantes dijeron que
eran sus mayores preocupaciones. También alienta la fantasía de que la derecha republicana
está condenada a la extinción demográfica a largo plazo, lo que significa que los liberales sólo
tienen que esperar a que el país caiga en sus manos. El porcentaje sorprendentemente alto del
voto latino que recibió el Sr. Trump debe recordarnos que uanto mayores son los grupos
étnicos más amplios que hay en este país, más políticamente diversos se vuelven.

Finalmente, la tesis del 'whitelash’ es conveniente porque absuelve a los liberales de no


reconocer cómo su propia obsesión con la diversidad ha alentado a los americanos blancos,
rurales y religiosos a pensar en sí mismos como un grupo desfavorecido cuya identidad está
siendo amenazada o ignorada. Tales personas no están reaccionando contra la realidad de
nuestra diversa América (tienden, después de todo, a vivir en áreas homogéneas del país).
Pero están reaccionando contra la retórica omnipresente de la identidad, que es lo que quieren
decir con "corrección política". Los liberales deben tener en cuenta que el primer movimiento de
identidad en la política estadounidense fue el Ku Klux Klan, que aún existe. Quienes juegan al
juego de la identidad deben estar preparados para perder.

Necesitamos un liberalismo post-identidad, y debemos sacarlo de los éxitos pasados del


liberalismo anterior a la etapa identitaria. Tal liberalismo se concentraría en ampliar su base
apelando a los estadounidenses como estadounidenses y enfatizando los asuntos que afectan
a una gran mayoría de ellos. Hablaría a la nación como una nación de ciudadanos que están
en esto juntos y deben ayudarse unos a otros. En cuanto a los temas más específicos que
están altamente cargados de simbolismo y pueden alejar a potenciales aliados, especialmente
aquellos que tocan la sexualidad y la religión, tal liberalismo funcionaría en silencio, de manera
sensible y con un sentido apropiado de la escala. (Parafraseando a Bernie Sanders, Estados
Unidos está cansado de oír hablar de los malditos servicios de los liberales –en referencia a los
de cuartos de baño públicos de EEUU sin distinción de género, AyR).

Los profesores comprometidos con este liberalismo volverían a centrar la atención en su


principal responsabilidad política en una democracia: formar ciudadanos comprometidos
conscientes de su sistema de gobierno y de las principales fuerzas y acontecimientos de
nuestra historia. Un liberalismo post-identitario también destacaría que la democracia no es
sólo acerca de los derechos; También confiere obligaciones a sus ciudadanos, como las
obligaciones de mantenerse informado y votar. Una prensa liberal post-identidad comenzaría a
educarse sobre partes del país que han sido ignoradas, y sobre lo que importa allí,
especialmente la religión. Y tomaría en serio su responsabilidad de educar a los
estadounidenses sobre las principales fuerzas que conforman la política mundial,
especialmente su dimensión histórica.

Hace algunos años fui invitado a una convención sindical en Florida para hablar en un grupo
dedicado al famoso discurso de las cuatro libertades de Franklin D. Roosevelt de 1941. El
salón estaba lleno de representantes de los grupos locales: hombres, mujeres, negros, blancos
y latinos. Comenzamos cantando el himno nacional, y luego nos sentamos a escuchar una
grabación del discurso de Roosevelt. Cuando miré hacia la multitud y vi la variedad de
diferentes caras, me sorprendió lo concentrados que estaban en lo que compartían. Y
escuchando la agitada voz de Roosevelt mientras invocaba la libertad de expresión, la libertad
de culto, la libertad de la carencia y la libertad del miedo - las libertades que Roosevelt exigía
para "todos en el mundo" - me recordaron cuáles eran los verdaderos fundamentos del
liberalismo americano moderno.

EL REGRESO LIBERAL
Mark Lilla

Fragmento

Donald J. Trump es presidente de Estados Unidos. Y su sorprendente victoria ha


dado por fin energía a los liberales y progresistas estadounidenses. Están
organizando lo que llaman «resistencia» a todo lo que representa. Crean redes, van
a manifestaciones, asisten a los plenos del ayuntamiento e inundan las líneas
telefónicas de sus representantes en el Congreso. Ya se habla con entusiasmo de
recuperar escaños en la Cámara de Representantes y en el Senado en las elecciones
de mitad de la legislatura, y la presidencia en tres años. La búsqueda de candidatos
ha comenzado y, sin duda, hay asesores que sueñan con los despachos que ocuparán
en el Ala Oeste de la Casa Blanca.

Ojalá la política estadounidense fuera tan sencilla. Pierdes la bandera y la recuperas.


Nosotros, los liberales, hemos jugado a este juego antes y, a veces, hemos ganado.
Hemos tenido presidentes demócratas en cuatro de las diez legislaturas que
siguieron a la victoria de Ronald Reagan en 1980 y hubo importantes logros en
cuestiones de medidas políticas durante los gobiernos de Bill Clinton y Barack
Obama. Pero si rascas la superficie de las elecciones presidenciales, que parecen
seguir su propio ritmo histórico, las cosas se vuelven muy oscuras, muy deprisa.

Recibe antes que nadie historias como ésta


ME APUNTO

He leído y acepto las condiciones legales y acepto recibir comunicaciones electrónicas

Clinton y Obama fueron elegidos y reelegidos con mensajes que hablaban de


esperanza y de cambio. Pero se vieron bloqueados en casi cada momento por
republicanos llenos de confianza en el Congreso, un Tribunal Supremo escorado a la
derecha y una mayoría creciente de gobiernos estatales en manos de los
republicanos. Los triunfos electorales de esos presidentes no hicieron nada para
detener o ralentizar siquiera la deriva derechista de la opinión pública
estadounidense. De hecho, en buena medida gracias al complejo mediático sin
escrúpulos y enormemente influyente de la derecha, cuanto más tiempo se mantenía
en el cargo, más despreciaba el público el liberalismo como doctrina política. Y
ahora nos enfrentamos a páginas web de la extrema derecha populista que me zclan
medias verdades, mentiras, teorías de la conspiración e invenciones para crear un
mejunje tóxico que se tragan fácilmente los crédulos, los indignados y los
amenazadores. Los liberales se han convertido en el tercer partido ideológico de
Estados Unidos, por detrás de los autodenominados «independientes y
conservadores», incluso entre los jóvenes y algunas minorías. Nos han repudiado en
términos nada ambiguos. Donald Trump no es, para ser sinceros, la mayor de
nuestras preocupaciones. Y, si no miramos más allá de él, hay muy poca esperanza
para nosotros.

El liberalismo estadounidense en el siglo XXI está en crisis: una crisis de


imaginación y de ambición por nuestra parte, una crisis de vínculo y de confianza
por parte del público. La mayoría de los estadounidenses han dejado muy claro que
ya no responden a cualquier mensaje general que estuviéramos transmitiendo las
décadas pasadas. Incluso cuando votan a nuestros candidatos, son cada vez más
hostiles hacia nuestra manera de hablar y de escribir (especialmente sobre ellos),
hacia nuestra manera de argumentar, hacia nuestra manera de hacer campaña, hacia
nuestra manera de gobernar. La famosa observación de Abraham Lincoln resulta de
nuevo oportuna:
El sentir del público lo es todo. Con él, nada puede fracasar; en su contra, nada
puede prosperar. Quien moldea el sentir del público va más allá que quien promulga
leyes o pronuncia decisiones judiciales.

La derecha estadounidense entiende perfectamente esta ley básica de la política


democrática y por eso ha controlado la agenda política del país durante dos
generaciones. Los liberales han rechazado aceptarla el mismo tiempo. Como
Bartleby el escribiente, «prefieren no hacerlo». La pregunta es: ¿por qué? ¿Por qué
aquellos que dicen hablar por el gran demos estadounidense se muestran tan
indiferentes ante la tarea de agitar sus emociones y de ganar su confianza? Esta es la
cuestión que me gustaría explorar.

Escribo como un liberal estadounidense frustrado. Mi frustración no se dirige hacia


los votantes de Trump o hacia aquellos que han apoyado de manera explícita el
ascenso de este demagogo populista, ni hacia aquellos que han engrasado las ruedas
de su campaña, ni hacia aquellos cobardes de Washington que se han doblegado
ante él. Otros irán a por ellos. Mi frustración tiene su fuente en una ideología que
durante décadas ha impedido que los liberales desarrollen una visión ambiciosa de
Estados Unidos y de sus ciudadanos capaz de inspirar a toda clase de estos y en
todas las regiones del país. Una visión que orientara al Partido Demócrata y le
ayudase a ganar elecciones y a ocupar nuestras instituciones políticas a largo plazo,
para que pudiéramos realizar los cambios que nosotros queremos y Estados Unidos
necesita. Los liberales aportan mucho a la competición electoral: valores,
compromisos, propuestas de políticas. Lo que no llevan es una imagen de cómo
podría ser nuestra forma de vida compartida. Desde la elección de Ronald Reagan, la
derecha estadounidense ha ofrecido una. Y es esa imagen —no el dinero, no la falsa
publicidad, no el discurso del miedo, no el racismo— la que ha sido la fuente última
de su fuerza. En la competición por la imaginación estadounidense, los liberales han
abdicado.

El regreso liberal es la historia de esa renuncia. Su argumento se puede r esumir


brevemente. Sugiero que la historia política estadounidense del siglo pasado se
puede dividir de forma útil en dos «dispensaciones», para invocar el término de la
teología cristiana. La primera, la Dispensación Roosevelt, se extendió desde la época
del New Deal hasta la era del movimiento de los derechos civiles y la Gran Sociedad
de los años sesenta y se agotó en la década de 1970. La segunda, la Dispensación
Reagan, empezó en 1980 y ahora la cierra un populismo oportunista y carente de
principios. Cada dispensación trajo consigo una imagen inspiradora del destino de
Estados Unidos y un claro catecismo de doctrinas que establecían los términos del
debate político. La Dispensación Roosevelt presentaba un Estados Unidos en donde
los ciudadanos estaban implicados en una empresa colectiva para protegerse unos a
otros frente al riesgo, la miseria y la negación de los derechos fundamentales. Sus
consignas eran «solidaridad», «oportunidad», «deber público». La Dispensación
Reagan presentaba un Estados Unidos más individualista en donde las familias, las
pequeñas comunidades y las empresas florecerían una vez quedaran libres de los
grilletes del Estado. La primera dispensación era política; la segunda, antipolítica.

La gran renuncia liberal empezó durante los años de Reagan. Con el final de la
Dispensación Roosevelt y el ascenso de una derecha unida y ambiciosa, los liberales
estadounidenses afrontaban un grave desafío: desarrollar una nueva visión política
del destino compartido del país, adaptada a las nuevas realidades de la sociedad
estadounidense y escarmentada por los fracasos de antiguos enfoques. Los liberales
no lograron hacerlo. En vez de eso, se lanzaron hacia las políticas del movimiento de
la identidad y perdieron la noción de lo que compartimos como individuos y de lo
que nos une como nación. Una imagen del liberalismo de Roosevelt y los sindicatos
que lo apoyaban era la de dos manos que se estrechaban. Una imagen recurrente del
liberalismo de la identidad es la de un prisma que refracta un solo haz de luz hacia
los colores que lo conforman, lo que produce un arcoíris. Eso lo dice todo.

La política de la identidad no es nada nuevo, sin duda, en la derecha


estadounidense. Lo asombroso durante la Dispensación Reagan fue el desarrollo de
una versión de izquierdas que se convirtió en el credo de facto de dos generaciones
de políticos, profesores, maestros, periodistas, activistas y funcionarios liberales del
Partido Demócrata. No constituía un accidente histórico; porque la fascinación, y
luego obsesión, hacia la identidad no desafiaba el principio fundamental del
reaganismo. Reforzaba ese principio: el individualismo. La política de la identidad
de la izquierda se ocupaba al principio de amplios sectores de personas —
afroamericanos, mujeres— que buscaban reparar grandes errores históricos,
primero desde la movilización y, después, por medio de las instituciones para
asegurar sus derechos. Pero en los años ochenta, esto había dado paso a una
pseudopolítica de la mirada hacia uno mismo y hacia una autodefini ción cada vez
más estrecha y excluyente, que ahora se cultiva en nuestras universidades. La
principal consecuencia ha sido girar a los jóvenes hacia sí mismos, en vez de
volverlos hacia fuera, hacia el mundo más amplio. Los ha dejado sin preparación
para pensar sobre el bien común y lo que se debe hacer, en términos prácticos, para
garantizarlo, sobre todo la dura y poco glamurosa tarea de convencer a gente muy
distinta a nosotros para que se una en un esfuerzo común. Cada avance de la
conciencia identitaria liberal ha marcado un retroceso de la conciencia política
liberal. Sin ella no se puede imaginar la visión de un futuro para los
estadounidenses.

Así que no debería sorprendernos que el término «liberalismo» provoque


indiferencia, si no hostilidad, entre tantos estadounidenses en este momento. Se
considera, con cierta justicia, un credo que profesan sobre todo élites urbanas
educadas de forma separada del resto del país, que ven los asuntos del día
principalmente a través de la lente de la identidad y cuyos esfuerzos se centran en el
cuidado y nutrición de movimientos muy sensibilizados que disipan, en vez de
centrar, las energías de lo que queda de la izquierda. Al contrario de lo que los
forenses centristas de la elección de 2016 dirán, la razón por la que los demócratas
pierden terreno no es que se hayan alejado demasiado de la izquierda. Tampoco lo
es que, como ya insisten los progresistas, se hayan ido demasiado a la derecha, en
especial en asuntos económicos. Pierden porque han retrocedido a cuevas qu e han
cavado en la falda de lo que una vez fue una gran montaña.

No existe una prueba más clara de esta retirada que la página web del Partido
Demócrata. En el momento en que escribo, la página web republicana presenta de
forma destacada un documento titulado «Principios para una Renovación de
Estados Unidos», que es una declaración de posiciones sobre once cuestiones
políticas amplias. La lista empieza con la Constitución («Nuestra Constitución
debería preservarse, valorarse y honrarse») y termina con la inmigración
(«Necesitamos un sistema de inmigración que dé seguridad a nuestras fronteras,
haga cumplir la ley e impulse nuestra economía»). No hay un documento así en la
página web de los demócratas. En cambio, cuando bajas al final de la página,
encuentras una lista de enlaces titulada «Gente». Y cada enlace te lleva a una página
diseñada para atraer a una identidad y grupo determinados: mujeres, hispanos,
«estadounidenses étnicos», el colectivo LGBT, nativos americanos, afroamericanos,
asiáticos americanos, gente de las islas del Pacífico... Hay diecisiete grupos así, y
diecisiete mensajes distintos. Uno podría pensar que, por error, ha dado con la web
del Gobierno libanés, no con la de un partido que tenga una visión del futuro de
Estados Unidos.

Pero quizá la acusación más dañina que se le puede hacer al liberalismo de la


identidad es que deja a los grupos que pretende cuidar en una situación más
vulnerable de lo que de otro modo estarían. Hay una buena razón por la que los
liberales prestan una atención extra a las minorías, puesto que son las que tienen
más posibilidades de ver violados sus derechos. Pero en una democracia, la única
forma de defenderlos de manera significativa —y no limitarnos a hacer gestos vacíos
de reconocimiento y «celebración»— es ganar elecciones y ejercer el poder a largo ...

¿Por qué la izquierda


no sabe pescar?
Mark Lilla o por qué la izquierda no sabe pescar / DANIEL ROSELL

Mark Lilla disecciona en 'El regreso liberal' cómo las fuerzas


progresistas han renunciado a reforzar la ciudadanía y a ganar
elecciones
Manel Manchón

¿Quién ha dicho que los intelectuales no saben ofrecer imágenes


que nos expliquen con claridad lo que pretenden decir? Vamos a
ello. Mark Lilla es catedrático de Humanidades en la
Universidad de Columbia, y un constante articulista en The New
York Review of Books. Es autor de La mente
naufragada (Debate), y acaba de publicar un libro sencillo, corto,
de 150 páginas: El regreso Liberal, más allá de la política de la
identidad(Debate). Se trata de una bofetada en la cara al
progresismo, a los liberales de Estados Unidos, que se
identifican con el Partido Demócrata, pero que es extensible a
los socialdemócratas europeos.
¿Por qué? Para despertarlos, para recordarles que no se puede
menospreciar a quien no es como tú, y que para cambiar las cosas
lo primero que hay que hacer, ¡vaya sorpresa, aunque también se
ha olvidado!, es ganar y ganar y ganar elecciones, en todos los
niveles, local, estatal y federal. Y ello requiere trabajo. Ahora
vamos a pescar y a presenciar la imagen que nos propone Lilla,
en relación a esos progresistas que se han refugiado en las
políticas de la identidad, en los derechos individuales en función
del género, de la orientación sexual o de otras características,
dejando de lado el bien común y el concepto de ciudadanía en
toda su extensión. Un hecho que se remonta a los años sesenta, y
que tuvo su culminación en Europa en el mayo francés de 1968,
hace cincuenta años, cuando se propuso una defensa de derechos
individuales de autoafirmación.

O vas a pescar o te haces vegano


La idea del autor de El regreso liberal es que la
política electoral se parece a la pesca. Nos levantamos pronto,
vamos donde están los peces, no a donde nos gustaría que
estuvieran. Echamos el cebo en el agua (el cebo se define –dice
Lilla— como algo que quieren comer, no como elecciones
saludables). En el momento en el que los peces se dan cuenta de
que están atrapados, resisten, se oponen. ¿Entonces, qué
hacemos? “Déjalos, suelta hilo. Al final se calmarán y podrás tirar
de ellos lentamente, con cuidado para no provocarlos sin
necesidad”.

Los manifestantes frente a la policía francesa en París durante las protestas de


Mayo del 68.

Lilla plantea el dilema, oponiendo lo que harían los liberales de


la identidad (el Partido Demócrata ha quedado atrapado en esa
cuestión desde hace décadas), y lo que debería hacer un partido
liberal progresista, el mismo Partido Demócrata que triunfó en la
época de Roosevelt): “El enfoque de la política de la identidad
consiste en permanecer en la orilla, gritando a los peces sobre los
errores históricos que les ha dado el mar y la necesidad de que la
vida acuática renuncie a sus privilegios. Todos con la esperanza
de que los peces confiesen colectivamente sus pecados y naden
hacia la orilla para introducirlos en redes. Si es así como
entiendes la pesca, más vale que te hagas vegano”. Provoca una
sonrisa, pero se entiende todo.

Esa es la historia. La dicotomía, en el mundo occidental –


veremos cómo deriva la experiencia de países autoritarios
como China o Rusia y el tipo de democracia particular que
puedan constituir— se ha establecido entre unas fuerzas políticas
de derecha que apelan a los derechos individuales, y que
plantean un estado débil, pequeño, y las fuerzas políticas llamadas
de izquierda que ni saben ganar elecciones ni tienen ideas para
cambiar luego la situación. Están atrapadas en lo que Lilla llama
la política de la identidad.

Ganar y ganar elecciones


En Estados Unidos esa experiencia es muy clara. A partir de los
años sesenta se desarrolla en las universidades centros de
pensamiento que influyen en el Partido Demócrata y que apelan a
los derechos individuales, a la necesidad de autoafirmación de
diferentes colectivos, mujeres, negros, homosexuales, latinos o
asiáticos. Toda persona debe defender el colectivoal que
pertenece. ¿Pero y el conjunto?

Se pasó de lo que Lilla llama la Dispensación Roosevelt, desde


el New Deal hasta la década de 1970, en la que el centro de todo es
el proyecto colectivo, el ciudadano, el proyecto común de una
sociedad, a la DispensaciónReagan, donde lo que prima es el
individuo, la recompensa individual, no ya como ciudadano, sino
como consumidor. Esa era, para Lilla, se cierra ahora con el
“populismo oportunista” de Trump, que ha provocado,
justamente, una reacción en el sentido colectivo que defiende este
profesor, sin saber en qué podrá concretarse.

Franklin D. Roosevelt.

Lilla insiste en que la prioridad es ganar elecciones, ser


paciente, trabajar poco a poco, ir a buscar a esos electores --no
esperar que lleguen, como los peces a la orilla--, escucharles, saber
cómo viven, entender sus preferencias, encontrar puntos de
contacto. La respuesta no puede ser la defensa de colectivos, a la
manera de un abogado que denuncia ante los tribunales de
justicia. Se les debe defender claro, pero dentro de una idea
de ciudadanía global, como ciudadanos estadounidenses con
derechos y obligaciones.

¿Pero qué ha pasado? Que ese trabajo es lento y duro. Y que se


prefiere despreciar al pez, porque no se ha acercado a la orilla con
prontitud. Lo explicaba con enorme talento
un periodista fallecido en los últimos años, Joe Bageant en un
libro que se acaba de reeditar: Crónicas de la América
profunda (Los libros del lince). Su tesis era la misma que la de
Lilla, con críticas afiladas a los demócratas que no sabían beber
una cerveza con el trabajador blanco desahuciado de las ciudades
y pueblos del interior del país.

Sin wifi y con café malo


La paradoja es enorme. En esos campus de las
grandes universidadesnorteamericanas, con imágenes de
postal, se puede discutir sobre la situación de los trabajadores
de Vietnam, o de otras tierras remotas. Ningún liberal los
desprecia. Se interesan por ellos y se organizan campañas de
solidaridad. ¿Pero qué pasa en el pueblo de al lado, qué pasa con
los conciudadanos que han acabado entregándose a
Trump? Piensen en cualquier situación local, piensen también
en esa superioridad moral en lugares como Cataluña donde se
pone el grito en el cielo porque en un determinado lugar se vota al
PP o al PSOE, a pesar de todos los problemas internos de esos dos
partidos, sin pensar que, por la misma razón, muchos catalanes
confiaron durante décadas en Jordi Pujol y en CiU, ante la
desesperación de los más modernos socialistas del PSC o de ICV.

Lila nos ofrece otra imagen: “Si quieres quitarle el país a la


derecha y producir un cambio duradero para la gente que te
importa, es hora de bajar del púlpito. Y en cuanto bajemos, hay
que aprender a escuchar y a imaginar. Tienes que visitar, aunque
solo sea con el ojo de la mente, lugares en donde no hay wifi, el
café es malo y no tendrás ganas de subir una foto de tu cena
en Instagram. Y donde comerás con gente que dará las gracias
de verdad por esa cena en sus oraciones. No los desprecies”. El
regreso liberalpuede ser una pequeña biblia para aquellos que se
tomen en serio la política como instrumento para transformar
la realidad. Lo que ocurre es que es trabajosa, ingrata a corto
plazo, sorda, y los tiempos están para otra cosa. ¿Quién se atreve?

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