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Esta

novela trata de dos ciudades que, para el autor, ya no existen. Están


todavía en el mapa, por supuesto; sus nombre figuran en todos los libros de
geografía y, por desgracia ambas, son profusa y constantemente
mencionadas en las noticias de última actualidad; su imagen continua
clavada en la memoria y en el corazón de miles de hombres que no olvidaran
nunca…
Las ciudades perdidas son Hanoi y Saigón. Con ellas perdieron esos
hombres, hoy roídos por la amarilla nostalgia, no sólo su juventud, sino su
mundo, su vida, el sentido último de su propia persona. Esta es
probablemente la más bella, la más tierna, y al mismo tiempo la más dura de
las fascinantes novelas de Jean Lartéguy.

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Jean Lartéguy

La amarilla nostalgia
ePub r1.0
Thalassa 23.06.17

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Título original: Le Mal Jaune
Jean Lartéguy, 1962
Traducción: Miguel Giménez Sales
Diseño de cubierta: Fawcett Publications

Editor digital: Thalassa


ePub base r1.2

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Prefacio
Esta novela es la historia de dos ciudades que ya no existen: Hanoi y Saigón. En el
delta del Tonkín puede todavía encontrarse, es cierto, una población llamada Hanoi,
como en el delta de Cochinchina se encuentra otra que sigue llamándose Saigón. Una
es la capital de una república autoritaria y burocrática; la otra, lo es de un Estado
tradicionalista y anacrónico.
Ambas son mojigatas e hipócritas, y aunque sus parques aparecen rastrillados y
repintados sus edificios, nada tienen que ver con las dos urbes mestizas que, nacidas
de la unión de blancos y amarillos, murieron a consecuencia de su divorcio. Fueron
dos bellas mestizas tiernas e infieles, crueles y sensuales, perezosas, violentas,
secretas e impúdicas.
Quienes las amaron, y fueron muchos, contrajeron entre sus brazos una dolencia
de la que nunca han logrado curarse: el mal amarillo, la amarilla nostalgia que enerva
en las noches de negro hastío los átanos días de abandono.
Cuando escribí la historia de aquellas ciudades lo hice bajo títulos diferentes: La
ciudad estrangulada y Las almas errantes. Hoy formo con ella, empero, un solo
volumen.
Es la misma historia de entonces, y sin embargo es también una historia distinta;
porque he tenido tiempo, desde la toma de Hanoi por los vietminhs y desde la guerra
de las sectas en las calles de Saigón, de conocer mejor mi enfermedad y recrearme en
ella. Dedico este libro a todos aquellos que, como yo, sufrieron el ataque de aquel
mal pernicioso y hallan aún en cultivarlo un nebuloso placer.

JEAN LARTÉGUY

Saintz-Cezaire, 20 julio 1962

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PRIMERA PARTE
HANOI

La ciudad estrangulada

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1

«Esas muchachas de floridas cejas, ¿de dónde vienen?


¡Señor, señor, vedlas allí, a lo lejos, allí!
Muchachas tan hermosas, ¡oh, cielos!
¿Cómo no morir, morir de muerte, tan bellas son
las dos muchachas de cejas arqueadas como la luna?
Mas su aire es frío,
frío, frío… ¿Para quién?
Tienen el porte del tierno sauce.
Entrad, señor, a cortejarlas;
yo quedo aquí, a desear, a desear…
a desear mirando».
(Antigua canción popular del Vietnam)

Jerome se encontraba en Kioto para terminar, en casa de un pintor amigo suyo,


una serie de artículos sobre el resurgimiento del ejército japonés. Amaba la ciudad
imperial cuando las primeras brumas otoñales invadían palacios y templos,
confiriéndoles una tristeza dulce y punzante muy de acuerdo con sus sentimientos de
viejo periodista desilusionado.
Debido a que trabajaba lentamente, estaba todavía ordenando sus innumerables
apuntes cuando recibió un cable del director de su periódico, quien le pedía como
«servicio personal» que se trasladara a Hanoi. De acuerdo con los términos del
armisticio de Ginebra, la capital del Vietnam del Norte, efectivamente, debía pasar a
manos del Vietminh el 9 de octubre; es decir, tres semanas después.
Jerome había abandonado Indochina unos meses antes, a sabiendas de que la
partida estaba perdida Así lo había escrito, ganándose las correspondientes
enemistades; por ello se juró no regresar nunca. No le importaba dejar a otros la tarea
de redactar la nota; necrológica de una guerra que no sólo había confrontado dos
ideologías, sino permitido, además, que dos razas muy distintas descubrieran
profundas afinidades entre sí y que unos cuantos hombres, en ambos bandos, vivieran
una bella aventura.
Jerome hubiera podido rechazar el reportaje, puesto que gozaba en su periódico
de un estatuto de privilegio. Mal pagado, pese a que se le consideraba uno de los
mejores especialistas en asuntos de Extremo Oriente, tenía en cambio la impresión de
permanecer libre, de poder escribir en el momento en que lo deseaba lo que más le
convenía.
Falsa impresión, pues bastaba con hablarle de amistad, cosa que le enternecía, o
con apelar a su conciencia profesional, lo cual le halagaba, para que aceptase
cualquier tarea por molesta que fuese.

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Dos días después, Jerome se apeaba del avión en Gia Lam, aeropuerto de Hanoi,
con su maleta de cuero y su vieja máquina de escribir, cuyo estuche metálico
mostraba las abolladuras de treinta años de reportajes.
Julien Bréhat, que procuraba ser útil en el club de Prensa, fue a buscarle en jeep,
pero llegó con retraso. Jerome, secretamente sorprendido por aquella descortesía,
pasó media hora plantado en la pista, bajo el sol implacable de la mañana de
septiembre.
Julien, desde lejos, mostró el periodista al chófer, un tal Mosquito, a quien de vez
en cuando honraba con sus confidencias.
—¿Ves aquella vieja lechuza, allá, entre sus maletas? Dicen que es de lo mejor
que ha dado la profesión. ¿A ti qué te parece?
Mosquito gruñó. No solía pensar, pero gustaba de dar a conocer sus opiniones.
Menudo, filiforme, exageradamente velludo, era en extremo susceptible.
Con gracia y agilidad, Julien saltó del vehículo. Calzaba alpargatas; vestía camisa
blanca y unos viejos pantalones de tejido. Como Jerome observó, se echaban de
menos su reloj de pulsera y la cadena de oro que, con una medalla en la que estaba
grabada la fecha de su nacimiento, había llevado antes al cuello; probablemente, los
guardaba ahora en prenda algún comerciante chino.
Pero su tez se había dorado, habían adquirido sus cabellos el color de la paja, y su
cuerpo, perdida la gracia perezosa de la adolescencia, se había vuelto seco y viril
como el de un gitano. La nariz era respingona y pecosa. Los ojos, en contraste,
aunque verdes como las aguas de un estanque, podían tomar en los momentos de
cólera reflejos metálicos.
En el curso de su precedente estancia en Hanoi, Jerome le había preguntado a
Julien:
—A fin de cuentas, ¿qué haces tú en Indochina?
Julien, que acababa de pedirle prestadas unas piastras, contestó:
—Ver y divertirme…, como Fabricio del Dongo en las guerras del Imperio. Sólo
que los ejércitos se han hecho ahora demasiado estrictos, los militares se han vuelto
aburridos, y en consecuencia he tenido que titularme periodista. Uno de mis tíos es
propietario de un pequeño periódico. Tira muy poco, pero podría fastidiar al ministro
de Estados Asociados durante su campaña electoral. Para amansarle de antemano le
ofrecieron un viaje a Indochina. Yo había dado algunos… algunos arañazos… Como
los gatos, ¿entiendes?, que no pueden evitarlo porque son su reacción natural. Mi tío
me envió en su lugar, y me he quedado.
Jerome no se alegró de ver de nuevo a Julien; no estimaba en absoluto a quienes
vivían al margen de la profesión periodística y, en su opinión, la degradaban. Pero, al
propio tiempo, experimentó la secreta atracción que ejercían sobre él los jóvenes más
o menos extraviados; fruto, quizá, del oculto deseo de evangelizarles y, si aceptaban
sus prédicas, de ayudarles.
Mientras Mosquito cargaba el equipaje, Julien preguntó:

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—¿Has tenido buen viaje?
—Un poco de zarandeo sobre las Filipinas. ¿Para qué periódico trabajas ahora?
—Para ninguno. El New’s lnternational, al que me recomendaste, acaba de
prescindir de mis servicios. La guerra de Indochina se termina, ya no necesitan
stringer[1].
—¿De qué vives?
—Echo una mano aquí, otra allá… Soy útil e infiel, me divierto traicionando
secretos… De todos modos, los periodistas no guardan secretos nunca.
—Es preciso creer en la profesión que uno elige.
—Tengo veinticuatro años y me niego a elegir nada aún, así sea una profesión
como una mujer, una religión como una idea política. Pero estoy a gusto en
Indochina. Cuando deje de apasionarme como ahora, me largaré y en paz.
—Algún día cesarás de gustar y divertir a la gente.
—Pues entonces me apretaré el cinturón y me agarraré a una mujer, a una idea o a
un oficio. Seguir siendo periodista, no. Los periodistas viejos tienen demasiados
resabios. Como los perros viejos. Fíjate en Rovignon o en Calamar.
—O en mí mismo, ¿no es eso?
—Tú eres por lo menos el que envejece mejor.
Mosquito puso brutalmente en marcha el jeep. Estaba molesto porque Jerome no
le había honrado ni con una inclinación de cabeza.
A la entrada de la carretera de Haifong, los carros chinos de colores chillones,
sobrecargados de viejos, de mujeres, de niños, de canastos, de muebles
desmantelados, de ánades en sus cestos de mimbre, se entremezclaban con vetustos
taxis de carrocería bamboleante y con camiones militares semivacíos conducidos por
senegaleses de rientes dientes blancos.
El jeep cruzó «al ralentí» el interminable puente Doumer que une Gia Lam con
Hanoi. Las limosas aguas del río Rojo transportaban troncos de árboles, cadáveres de
animales y haces de vegetación. El vehículo remontó luego las amplias avenidas
calcinadas por el sol. En las aceras se amontonaban camas, mesas, armarios, tinajas,
ropas de vestir, cacerolas y aparatos de radio. A martillazos, unos coolies cerraban
grandes cajas.
En los alcorques de los árboles humeaban y se ennegrecían papeles. El perfume
de Hanoi, aquellos días últimos de septiembre, era un olor de cenizas, como su rumor
era el del cierre de ataúdes.
Grupos de refugiados vestidos de negro pasaban trotando, descalzos los pies, el
balancín al hombro. Si se detenían con brusquedad, algún bol desportillado, un poco
de leña, unas latas de conserva vacías, unos puñados de arroz, rodaban por el suelo.
Circulaban lentamente camiones, que en ocasiones se alineaban a lo largo de la
calzada para recoger a los refugiados, a aquellos hombres que ya no eran hombres,
sino basuras que se llevaban los servicios de limpieza.
La ciudad semejaba desembarazarse de las sobras para quedar, solitaria y

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solemne, a la espera quién sabe si de una fiesta, de un duelo o de un sacrificio.
Jerome guardaba silencio mientras consideraba con atención penetrante cuanto
ocurría a su alrededor. A veces se enderezaba incluso en el asiento, asiéndose al
parabrisas.
«Prepara ya su primer artículo —pensó Julien—. Todos hacen lo mismo, todos
incuban el mismo huevo… Jerome es más fuerte que los otros; un veterano cargado
de artimañas: lo que se dice un buen periodista y sin embargo, al propio tiempo, uno
le tomaría por un jefe de boy-scouts, con manías e irritaciones de solterona… Habré
de ingeniármelas para sacarle quinientas piastras antes de que lleguemos al club de
Prensa… El abuelo Jerome habrá cumplido ya los cincuenta y cuatro, y se medica el
hígado con píldoras de todas clases. Las tareas de periodista, las noches en blanco y
los matarratas le han hecho polvo… ¿Cuál será el mejor camino de ataque para el
sablazo?».
Julien se echó a reír blandamente. Con gusto hubiera contado a Jerome su última
desventura.
Rovignon, el corresponsal de France-Presse, le había ofrecido mil piastras para
que endosara a Stanley, de la United Press, un lote de noticias falsas. Éxito: Stanley
había recibido un rapapolvo de su director. Pero, a la hora de pagar, Rovignon había
recordado que Julien debía exactamente mil piastras a la agencia por gastos no
justificados…
Julien reflexionó, cosa que no solía hacer cuando se trataba de cometer una
coladura de las que tanto le satisfacían. «Es la clase de historia que a él no le gusta.
Más vale no apartarse de las generalidades. No hay historia que merezca arriesgar
quinientos yats[2] esta mañana».
Tocó al periodista en el hombro. Jerome se volvió, sorprendido.
—¿Sí?
—¿Tú qué ciudad prefieres? ¿Hanoi o Saigón?
—Hanoi, por supuesto.
—Yo prefiero Saigón. Es más picante, más compleja, se adapta mejor a mis
costumbres. A propósito…
Pero Jerome se había vuelto de nuevo para decirle a Mosquito:
—Me gustaría pasar por el lago.
El conductor refunfuñó:
—Nos desvía del camino.
—No importa.
Mosquito cambió de rumbo, pero, para mostrar su descontento, tomó tan
brutalmente un viraje que le faltó poco para aplastar a un ciclista.
El lago apareció. En sus aguas grises se reflejaban los puentes, una pagoda, los
puestos donde los vendedores de flores, de dientes negros, ofrecían gladiolos. Unos
niños pescaban con cañas improvisadas. Las hojas de un sauce llorón susurraban al
viento.

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—Como el lago del bosque de Vincennes —evocó Julien—. Sólo faltan los botes
y los papeles manchados de grasa.
Jerome hizo detener el vehículo a la entrada del puente de madera; pidió que
dejaran el equipaje en su habitación y dijo que no le esperasen, que iría al club de
Prensa por sus propios medios.
Mosquito arrancó al instante, antes de que Julien pudiera abordar el problema de
las quinientas piastras que debía entregar a mediodía al gerente del club de Prensa si
no quería ser expulsado.
Jerome anduvo a lo largo de un muro blanqueado a la cal, contra el cual habían
instalado sus mesas bajas los adivinadores del porvenir. Algunos de éstos se servían
de naipes estrechos y largos pegados sobre bastoncitos de bambú; Otros utilizaban
huesos de pollo, otros leían en las líneas de la mano. Una mujer joven, agachada
junto a un adivino, se miraba la palma con asombro. No alcanzaba a explicarse cómo
podía estar escrito en aquel entrecruzamiento de líneas, apenas visibles, que ella no
debía abandonar Hanoi, pues estaba a punto de encontrar a un hombre a quien
amaría; que le convenía tener fe en el número cinco y no bordear nunca lagos y ríos
después de la puesta del sol, porque los chu’vi de las aguas le eran nefastos.
La joven sacó de su pequeño bolso un billete de veinte piastras cuidadosamente
doblado y preparado, lo tendió al adivino y se puso en pie. Rozó a Jerome con uno de
los faldones de su ao-dai de seda y desapareció detrás de un árbol: una silueta grácil
y elegante como la flor trazada por un viejo pintor chino.
Jerome experimentó una ligera turbación, pues aquella silueta había evocado en él
un recuerdo a la vez confuso y desagradable. Tratando en vano de borrar la
impresión, franqueó la pasarela de madera roja que salvaba las aguas del lago, y entró
en la pagoda edificada en una islita.
En el centro de un cuenco de cobre lleno de arena, colocado ante la estatua
groseramente pintarrajeada de un Buda ventrudo, plantó tres pebetes o bastoncillos de
incienso.
Unos cuantos fieles postrados en el suelo, con túnicas pardas por encima de sus
ropas, cantaban los versículos del Tripitaka[3]. Pegada la nariz al libro de rezos,
subrayaban cada palabra con el sonoro castañeteo de un pequeño cuenco de madera;
cada versículo con el tintineo de una campana. Jerome se abandonó al ritmo
sosegante de aquellas voces nasales cuyo sonido subía y bajaba, bajaba y subía.
Terminada la plegaria, los fieles se enderezaron, hicieron una profunda
reverencia, se despojaron de las túnicas, guardaron sus libros en un cofre y se
encasquetaron los sombreros. Luego desfilaron ante el periodista, dirigiéndole al
pasar breves miradas de reojo, curiosas e inquietas a la vez; enseguida, bajaban los
párpados y reasumían su actitud almibarada. Jerome se sintió regocijado. Había
observado que, en el mundo entero, el amor de Dios va siempre acompañado de una
violenta curiosidad y de cierta inclinación al comadreo.
De pronto reconoció entre los fieles al pequeño Dai, a quien había encontrado

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muchas veces junto a Tuan-Van-Le.
Le retuvo por un brazo.
—¿Está Le en Hanoi?
Dai se echó a temblar. Dando súbitas muestras de innecesaria excitación,
comenzó a repetir con fuerte acento vietnamita:
—No lo sé, señor, no; de veras, no sé nada, señor…
Jerome le soltó y le vio huir a la carrera.
Poco después, empero, advertía que Dai estaba ocultándose de árbol en árbol para
seguirle. Sin embargo, Tuan-Van-Le no podía encontrarse en Hanoi. Según los
últimos rumores que circulaban, continuaba en Bangkok; de lo contrario, nunca uno
de sus hombres se hubiera hallado en un templo budista recitando con fervor sus
plegarias.
Jerome se detuvo cerca del canasto de un vendedor de sopa china. El cálido
aroma del pimiento, del caldo y del ngocman-mam le recordó hasta qué extremo
amaba aquella ciudad y aquel país. Fue a sentarse sobre un banco de madera, junto a
unos coolies, y, escudilla en mano, comenzó como ellos a manejar los palillos.

En la inmediata vecindad del Alto Comisariado de Francia, un comerciante


europeo, feliz mezcla de soute-neur, de pionero y de hombre de negocios
experimentado, había hecho construir en el centro de un gran jardín las dos villas que
albergaban el club de Prensa. Proyectaba en principio haberlas destinado a club
nocturno y dancing, con casa de citas adjunta, bien provista de especialidades
exóticas y occidentales. Los altos funcionarios, tan próximos, hubiéranse convertido
en clientes, lo cual habría atraído de rechazo a los ricos comerciantes chinos, y en
este marco discreto habríanse tramado intrigas fascinantes y grandes negocios.
Pero, en 1950, una ventolera de pánico sopló sobre Hanoi y el propietario de las
villas vendió éstas por un puñado de piastras a otro pionero. Cuando la llegada del
general De Lattre de Tassigny restauró la confianza de la gente, el nuevo propietario
arrendó los edificios al Ejército, que había decidido establecer allí un club de Prensa:
cien mil piastras mensuales, suma superior a la que había pagado por la finca.
Los periodistas habían sustituido a las rameras.
En el centro de la amplia sala central que cumplía las funciones de bar y salón
comedor, Calamar, hundido en una butaca, parecía dormir. Sus brazos y piernas, muy
largos, colgaban blandos y elásticos, a ambos lados del sillón; como tentáculos, a los
cuales debía su sobrenombre. Su plana cabeza sostenía unas enormes gafas. La
entrada de Julien le hizo abrir los ojos, y lentamente comenzó a replegarse.
—Bien, ¿qué has hecho de Jerome? —preguntó—. ¿Ha llegado sin novedad?
—Sin novedad. Ha querido ver el lago… Volverá a pie.
Calamar se instaló más cómodamente.
—¿Por qué a pie? ¿Eh? Todo lo que Jerome hace es importante. Métete eso en la
cabeza. Jerome, como todos nosotros, está casado con Asia y, por descontado,

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también, como nosotros, lleva cuernos. Salvo que, en su matrimonio, él es la esposa
enamorada. Por ello le encontrarás siempre alerta: posee un sexto sentido que le
permite saber cuándo le engañan… Saberlo antes que nadie. Nosotros, los maridos,
en cambio, jamás concebimos una sospecha. Así que, en cuanto Asia empieza a arder
con su pequeña crisis de calentura, como ahora, no hay que perder de vista a
Jerome…
Calamar abrió su bocaza, mostrando sus dientes verdeantes. Asemejaba a la
espera de algo, como el perro a quien se recompensa con un terrón de azúcar; estaba,
en efecto, a la espera del premio a su larga explicación.
Mas, como la recompensa no llegase, volvió a cerrar la boca y se arrellanó en la
butaca. Julien mostró intención de marcharse. Como el otro permaneciera indiferente,
el joven declaró:
—Jerome tenía una cita en la pagoda del lago.
Un destello de pasión y de inquietud iluminó los sombríos ojos del periodista. No
era hombre capaz de fidelidad, excepto en relación con su periódico, y detestaba
siempre perder una información importante.
—Aguarda —dijo a Julien—. Te pago una copa. ¿Qué vas a beber?
—No bebo…, para no sudar. Los tipos que sudan son horribles: blandos,
viscosos, malolientes; como para asquear a la mujer de tragaderas más anchas.
—Olvidaba que todo tu capital consiste en tu bello rostro. Bien, ¿qué has visto en
la pagoda?
—Quinientos yats.
—Eres un vulgar chulo. Sin embargo, yo te comprendo; no presumo, como
Jerome, de profesor de virtud. Todos tenemos derecho a vivir… Trescientos yats,
monada.
—Cuatrocientos, o me largo a contárselo a la competencia.
—Conforme.
—Los billetes primero.
Julien se guardó el dinero, preguntándose qué demonio podría inventar. Recordó,
de pronto, a Jerome pasando junto a las mesas de los adivinos, y sobre este tema
comenzó a improvisar:
—He visto a Jerome detenerse junto a un echador de cartas. Se ha inclinado hacia
él, y el fulano le ha entregado un papelito.
—¿Eso es todo?
—Todo.
—No me gusta que me tomen el pelo… Está bien, quédate con las piastras. Te las
presto. Quién sabe si algún día necesitaré un pequeño servicio. Pero entonces, ojo con
jugármela. —Calamar disparó un tentáculo con intención de atrapar una mosca que le
molestaba, cerró los ojos y, con la misma voz monótona, añadió—: El general De
Langles es uno de los grandes rufianes del Ejército francés; podría beneficiarse de
todas las AFAT[4] del Cuerpo expedicionario, las esposas de todos sus oficiales… y

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ahí tienes que se enamorisca de una ramerilla mestiza… Se muestra hasta celoso. Un
día sorprendió a un capitán que la miraba con demasiada atención. Le expulsó
inmediatamente de su Estado Mayor y le envió a la Llanura de los Jarros, de donde
no ha vuelto, ni volverá. ¿Qué te parece que haría Langles si supiera que un
periodista que ni si quiera lo es de verdad ha seducido a su amiguita? El avión hacia
Francia ipso facto…, con un informe colgado del trasero que te denunciaría como
agente vietminh. En el mejor de los casos no podrías volver jamás a poner los pies en
Indochina, ni que fuera en el sur. ¿Qué dices?
—¿A ti qué te importa eso?
—Quería advertirte que no me dejo engatusar así como así. Oye, ¿es cierto que
Mamá Lien ha adiestrado de maravilla a esa pequeña? ¿Cómo la llaman en la
intimidad? ¿Clara o Kieu?

Jerome llegó al club de Prensa poco antes del almuerzo. En la terraza divisó a
Rovignon, quien, enorme y velludo, aullaba con los puños apoyados en las caderas:
—¿Dónde cuerno habéis metido mi gorra?
Nariz en alto, abierta la boca, un boy temblaba en el jardín.
—Un momento, señor… Siempre apresurado, señor… Eso no es bueno…
El boy, a quien las cóleras del periodista sólo divertían, cacareaba ahora como una
clueca. Rovignon llevaba el cráneo afeitado y tenía anchísimo el cuello, lo que le
daba cierta apariencia de luchador de catch que ha dejado de entrenarse. Hizo
ademán de bajar al jardín, el boy lo hizo de emprender la fuga, y ambos estallaron en
carcajadas. Jerome estimaba a Rovignon porque era sensato, eficaz y consciente de la
importancia de su misión como corresponsal de guerra. Le gritó un saludo; Rovignon
le vio y respondió al instante con grandes gestos.
—¡Eh, eh, Jerome! ¿También tú vienes a asistir al entierro de Hanoi? ¡Estaré
contigo en el bar dentro de cinco minutos!

Terminado el almuerzo, Calamar sacó del bolsillo una octavilla que había sido
distribuida a las tropas francesas durante la noche del «alto el fuego» y la tendió a
Jerome.
—¿Has leído esto?

«Oficiales, suboficiales, soldados franceses y extranjeros del Cuerpo


expedicionario:
»Vais pronto a reembarcar con destino a vuestro amado país. Ha
terminado para vosotros esta guerra estúpida, pero nosotros, los nacionalistas
del Vietnam, tenemos el deber de continuar cortando el paso al peligro rojo.
Nada haremos contra vosotros. Correspondednos, pues, demostrándonos
vuestra amistad y entregándonos tantas armas y municiones como sea posible.
»El Frente Nacionalista de Resistencia».

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Jerome leyó el texto tres veces. Imaginó a Le dictándolo con su iracunda voz a
cualquier tipógrafo embrutecido, quien le miraría con aquel aire de particular
imbecilidad que toman los vietnamitas cuando no comprenden del todo una cosa.
Al enderezar la cabeza observó que Calamar espiaba su reacción y supuso que
también él pensaba en Tuan-Van-Le.
—¿Cómo actúan los movimientos nacionalistas? —preguntó.
Rovignon encogióse de hombros y se sirvió vino. Calamar rió con satisfacción.
—No actúan. —Esperó con la boca abierta, y luego continuó en el mismo tono
rápido e incoloro, sin acentuar una palabra más que otra—: Han embarcado todos
rumbo a Saigón con sus familias, sus muebles y sus criados, robando todo lo que han
podido de las cajas de las diversas administraciones de que eran responsables.
—¿Y esta octavilla?
—La ha impreso una pequeña banda de chiflados; tipos que se harán aplastar si
insisten en sus guasitas. Tienen encima, además de a la policía secreta vietminh, que
opera desde hace tiempo en Hanoi, a la Sureté francesa, que no consiente que se
altere el orden, y la Sureté vietnamita, que los detesta porque les atribuye varios
asesinatos, entre ellos el del gobernador del Norte…
—¿Quién les respalda?
—Quizá los americanos, a través de alguno de sus innumerables servicios; o
quizá el Kuomintang, que viene a ser lo mismo… O quizá nadie.
—¿Quién es su jefe?
—Pues se ha llegado a decir que Tuan-Van-Le. Pero, en mi opinión, él es
demasiado astuto para embarcarse en semejante aventura… ¿Qué crees tú, Jerome?
Tú le conoces bien.
—Tuan-Van-Le está en Bangkok.
—Eso afirman. Sin embargo, ¿es cierto?
Jerome poseía un bello rostro pálido e inexpresivo, como de diplomático de la
antigua escuela; había canas en sus sienes; no usaba gafas, salvo para leer, y cuidaba
de sus corbatas y del pliegue de sus pantalones. Sabía permanecer impasible, pero sus
finas y nerviosas manos le traicionaban siempre. Calamar vio que ahora se contraían.
Pensó que Tuan-Van-Le tenía ciertamente que estar en Hanoi, y que Jerome lo sabía.
Ello sería la explicación lógica de la muerte del gobernador, del miedo que
parecía haberse adueñado de improviso del puñado de petardistas que componían aún
el Comité de Defensa del Vietnam del Norte y de las misteriosas desapariciones cuya
responsabilidad no podía achacarse al Vietminh.
Calamar esperó a que la sala se hubiera vaciado para llamar por teléfono al jefe de
la Sureté.
—Hola… Bernot, ¿eres tú? Necesito verte. A las siete en casa de Mamá Lien. ¿Te
sirves de ella todavía? Sí, claro está que se trata de algo serio. ¿Me imaginas
moviéndome para nada con este calor?
Colgó el aparato, regresó a su butaca y se puso a reflexionar. Bernot iba todas las

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noches a la misma hora a casa de Mamá Lien para fumar opio. Por la mañana y por la
tarde lo fumaba en su propia casa. Todo el mundo lo sabía, y hubiera sido fácil
matarle. Nada le ocurría, empero, pese a que como sinvergüenza era de lo más
destacado, incluso entre los policías.
Y ello no obstaba a que fuera asimismo un policía excelente. Poseía un profundo
conocimiento de los hombres y de sus debilidades; sabía corromperles, arrancarles
todos sus secretos, no volver a soltarles nunca, y al propio tiempo interesarles y
tranquilizarles demostrándoles que el mundo entero es sólo una vasta letrina.
Calamar apreciaba a Bernot; un día le había dicho algo que, en su boca, equivalía
a un gran elogio:
—Tú rebosas ternura hacia los bribones que te divierten; y si no te cuesta nada,
eres hasta capaz de hacerles un favor, Servirías para cómplice.
El reloj del bar señalaba las cuatro. Calamar emitió un gruñido, se restregó la cara
y fue a instalarse ante la mesa que sostenía su máquina de escribir. Con unos cuantos
chismes y unas pocas declaraciones oficiales, menos valiosas aún que los chismes,
empezó a redactar su cable cotidiano.
Le hubiera gustado describir en todos sus detalles el fin de la ciudad, la
descomposición engendrada en su seno, la forma en que se desatarían en unos días
los nudos atados desde hacía tantos años. Pero ¿a quién interesaría aquello en
Francia? Incluso si obtenía una entrevista con Tuan-Van-Le, incluso si para celebrarla
arriesgaba la piel, ello no representaría más que unas pocas líneas. Francia, antes ya
de perder Indochina, la había olvidado. ¿Quién recordaba aún al doctor Tuan-Van-
Le?

Por la noche, un tifón procedente de la bahía de Along se abatió sobre la ciudad.


Unos cuantos árboles fueron derribados, el agua inundó las calles y, en el interior de
las habitaciones, los ventiladores no agitaron sino un aire tibio, pantanoso, cargado de
electricidad.
Una persiana golpeó por dos veces contra una pared, y Jerome, que chorreaba
sudor y se retorcía entre las húmedas sábanas, despertó de su duermevela. Creyó, de
momento, que el ruido era el de un cañón, el estampido de dos disparos del 105;
luego recordó que la guerra de Indochina había terminado hacía una semana. Hanoi
no sería defendida.
La persiana volvió a golpear. Jerome se levantó para cerrarla, pero una ráfaga de
lluvia cálida le bañó la cara y el torso. Trató sin éxito de conciliar de nuevo el sueño.
Oía por encima de su cabeza los pesados pasos de Rovignon, quien daba vueltas por
su cuarto. Se puso unos pantalones de pijama y subió a verle.
Rovignon le abrió la puerta completamente desnudo. El sudor perlaba su largo
vello negro. Tenía una apariencia simiesca, caídos los hombros, los brazos
excesivamente largos.
Libros y periódicos se amontonaban en las sillas y en el mismo suelo, mezclados

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con latas de conservas, botellas vacías y rollos de película. Una vieja «Remington»,
desmontada a medias, se veía sobre una mesa.
Rovignon refunfuñó:
—Tendré que comprarme otra máquina; ésta está descacharrada. Le pediré a un
americano que me la traiga de Hong Kong. ¿Tienes sed? ¿Coñac con soda?
¿Cerveza?
—Coñac con soda.
Rovignon hundió la mano en un extraño recipiente de color rosa, en forma de
vaso de noche alargado, y sacó del mismo un pequeño bloque de hielo que dejó caer
dentro de un vaso. Abrió la botella de soda con ayuda de la manija de la puerta, y
luego se puso a cuatro patas para sacar el coñac de debajo de la cama. A continuación
se rascó la nuca.
—No hay forma de dormir con este tifón. He enviado al boy a buscar una
muchacha. Pero ha tenido miedo de salir. El trueno, los relámpagos y todo este
aparato le tienen amilanado. Según me ha dicho, la noche está poblada de mah-quis
[5]. La «boyesa» que me hace la cama me deja jugar con ella, pero de ahí no pasa.

Jerome oyó tintinear el hielo en su vaso, mientras su compañero, sin dejar de


renegar, trataba de tapar su máquina de escribir. El ventilador se paró, la luz se apagó,
y el calor se hizo más espeso y pegajoso.
Los relámpagos se sucedían sin interrupción, dejando entrever los árboles
abatidos por el fuerte vendaval. La lluvia caliente golpeaba contra los cristales,
formando charcos en el enlosado exterior.
Rovignon, con ayuda de una linterna eléctrica, abrió una botella de cerveza y se
instaló en un sillón, frente a Jerome.
—¿Viste jamás —preguntó— un cura ex claustrado que todavía lleve la sotana, o
un militar que haya abandonado el ejército, vistiendo de uniforme? Pues en Hanoi
existe un caso así: el teniente Kervallé. Es el único oficial que se ha evadido de Dien-
Bien-Fu. Los periódicos hablaron mucho de su aventura, pero no de su drama. Puedes
encontrarle en la «Taverne Royale» a la hora del aperitivo, siempre solitario delante
de su vaso. No interesa a las agencias periodísticas, o para ser más exacto; ha dejado
de interesarles… Pero para un periodista como tú…
—¿Por qué tienes tanto interés en que me ocupe de él?
—No sé…, pero lo cierto es que siempre te he visto con tipos de esta clase que
fluctúan entre dos decisiones…, entre dos formas de vida, sin llegar a escoger… Es
como Hanoi, que todavía no es vietnamita, que ya no es francesa, y que no llega a
decidirse a abandonar una patria para reintegrarse a otra.
Volvió a encenderse la luz, y Jerome se marchó a su habitación. Pero no
consiguió dormirse hasta bien entrada la mañana, cuando se hubieron apaciguado las
ráfagas de lluvia y el ulular del viento. No consiguió apartar de su mente el recuerdo
de Tuan-Van-Le con su enorme cabeza, sus gafas de acero asentadas sobre sus ojos.
Tuan-Van-Le, enano, mezquino y cascarrabias, quien durante varios meses había

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tenido en sus manos el destino del Vietnam.
Dos o tres veces le inquietó el recuerdo de la silueta de la joven que había
entrevisto en la pagoda. Después, el cansancio de sus brazos y piernas le recordó una
vez más que ya no era joven, y que tal vez aquel sería su último viaje a Extremo
Oriente.

—He ido a ver al adivino —le dijo Kieu a Julien—. Sí, esta mañana, en una
pagoda del pequeño lago, y ¿sabes lo que me ha dicho? Que en Hanoi encontraría a
un hombre al que amaría.
Julien, que estaba tendido sobre la cama de madera, se incorporó y con las
rodillas entre los brazos contempló curiosamente a la mestiza que yacía a su lado.
—¿Soy yo este hombre? —preguntó.
—No, porque yo he de amarle… A ti te aprecio… Contigo me divierto haciendo
el amor y dándote citas.
—Citas a las que no acudes.
—Me gusta ofrecerte comidas al estilo chino.
—Y también disfrutas negándome mil yats cuando los necesito.
Mamá Lien le había prestado a su pequeña pensionaria una pequeña estancia
blanqueada con cal, que se comunicaba con su jardín y con la calle, mediante una
puerta privada. Era allí donde Kieu se citaba con sus amantes de una hora, de una
semana o de un mes… Lien, que no hacía nada gratuitamente, más por cuestión de
principios que por necesidad, les sacaba dinero cuando la joven ya se había cansado
de ellos. Así les procuraba otras mujeres o les iniciaba en el opio…, si ya no lo
estaban.
Desde hacía dos meses, Julien se veía en casa de Lien con la querida del general
De Langles, pero sabía que no era él solo a gozar de los favores de la joven, y había
tomado el partido de reírse de ello.
Las ráfagas de lluvia y de viento enviaban sus últimos suspiros y llevaban hasta
ellos, por una puertaventana, restos de flores coloradas y el perfume del jazmín, junto
con el aroma de la tierra vegetal y el olor acre de las hojas podridas.
En el fondo de la pieza, ante un altar a los antepasados, ardía una lámpara de
aceite. Los reflejos de su luz dorada y grasienta iluminaban los desnudos cuerpos.
—Cuando se ama a un hombre no debe vivirse bien —continuó Kieu—, debe
sufrirse…, sentir ganas de morder, de gritar, de llorar… Contigo es fácil: tienes la piel
suave, eres guapo, nunca tienes nada que hacer. No se te puede quitar el dinero
porque careces de él…, no se te puede hacer padecer porque solamente te quieres a ti
mismo…
Julien se echó a reír y puso un dedo sobre la frente de Kieu.
—Todo eso es la vieja alcahueta de Lien quien te lo ha dicho. Me detesta porque
no me vendo y porque no tengo nada que comprar, porque estoy orgulloso de mi
juventud, porque todavía no me he acostado con ninguna mujer que no fuera bella, o

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que no me interesase enormemente. Yo soy la negación de su profesión, ya que, a mi
manera, soy honrado… y libre.
—Afirma que, cuando por casualidad lo tienes, tiras el dinero por la ventana, que
te contemplas en los espejos y que únicamente te interesa tu propia persona.
—Lien es una anciana imbécil. No hay nadie más avaro que yo. Por dondequiera
que paso dejo historias, rostros, aventuras, aromas… Desdoblo cada uno de mis
placeres. Cuando juego contigo a hacer el amor, dejo cuidadosamente de lado una
parte de mis sensaciones para más tarde…, para cuando llega la época de la sequía.
Tras una pausa añadió:
—Me contemplo en los espejos para averiguar cuándo me convertiré en hombre,
cuándo habrá llegado el momento de no cobrar a los demás para poder dar mi vez…,
cuándo tendré que resignarme a pagar y a ser robado… Pero mi hórreo estará lleno.
Mis compañeros, los periodistas, me hacen reír. Cada vez que han conseguido una
brizna de paja se precipitan a llevarla a su periódico.
—Y resumió:— Lo que te estoy diciendo te molesta, mi pequeña Kieu, tal vez
porque no sé explicarme. Para llegar a tener éxito con los hombres, deberás aprender,
sin embargo, a escucharlos sin bostezar; incluso deberás adoptar el aspecto de
comprender lo que están diciendo…
—Cuando mi general me hastía, bostezo. ¿Por qué hablas continuamente, Julien?
—Porque tengo que callarme delante de los demás.
Julien se acercó al bello rostro inmóvil cuyos rasgos tenían la pureza de una
máscara de oro muy antigua colocada entre el fondo oscuro de los negros cabellos.
Con un dedo le acarició las pestañas, la boca, los senos…
—Te quiero esta noche, seas Kieu o Clara… Mañana por la mañana partiré, y
todo cuanto ocurra en la calle hará que te olvide.
Sintió cómo las uñas de la mestiza se hundían en sus riñones, lo que era signo de
que su charla la había molestado ya lo suficiente. Entonces se aproximó más a ella.
En el primer piso, Mamá Lien fumaba su centésima pipa de opio, y su oído
agudizado por la droga distinguía entre el viento y la lluvia los grititos, como trinos,
de Kieu.
Sin codicia y sin pasión se imaginó el rostro tenso de su antigua pensionaria, sus
ojos cerrados, sus pestañas apretadas y, sobre ella, un atento Julien, con su rizo de
cabellos danzándole sobre la frente y el lento movimiento de su cuerpo juvenil.
Sabia que Julien buscaba un secreto en el acto amoroso desde esta noche en que,
oculta en una estancia vecina, había asistido, en compañía del anciano mandarin
Tuong, a su apasionado coloquio con Kieu. Tuong, al otro lado de la pared, había a
continuación disertado largo tiempo sobre el amor, el desierto de la muerte y de los
dioses, pero Mamá Lien no le había escuchado, ya que, desde hacía mucho tiempo,
sabía que el secreto que buscaba Julien no existía.
Le costó volver en sí, y echó en la lámpara otra bolita de opio. Pensó en Jerome,
que acababa de llegar a Hanoi y todavía no había ido a verla.

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Los habitantes de Hanoi que se aprestaban a abandonar la ciudad antes de la
llegada del Vietminh, vendían sus muebles en las calles y, a veces, delante de sus
mismas casas. Poco a poco se había organizado una especie de mercado de ocasión
que, en algunos lugares, adoptaba el aspecto de una «kermesse». Los restaurantes al
aire libre, los vendedores de soda, los adivinos, se intercalaban entre las familias que
trataban de desembarazarse de un salón de madera de teca sobrecargado de horribles
esculturas, o bien de colchones, de armarios desvencijados, y botellas vacías.
A veces, en medio de ese revoltijo y esa mescolanza, aparecía un enorme jarrón
chino, llameante o azul, que atraía toda la luminosidad. A su lado, esperaba inmóvil
un viejo mandarín que furtivamente acariciaba el jarrón como si ya no le
perteneciera.
En un cruce se había instalado el mercado de bicicletas, «Vespas» y coches.
Rovignon había llevado allí a Jerome.
—Ya verás —le había anunciado— como es interesante. Detrás de los precios que
suben, descienden y se hunden para volver a remontar, se siente el misterio
incomprensible de esta ciudad en agonía. Todas las mañanas doy una vuelta por el
mercado de ocasión y hago anotaciones.
Rovignon se acercó a un hombre sin edad, ataviado con una túnica negra y un
casco colonial deslucido.
—¿Cuánto vale esta moto de mujer con cambio de velocidad? ¿Cómo?… ¿Dos
mil piastras?… ¡Estás loco! Es un precio más caro que el de una moto nueva en
Saigón. Hace cuatro días me la ofreciste por quinientas piastras. Pero ¿qué ocurre?…
Bien, veamos este despacho… ¿Mil quinientas piastras? Si me lo habías dejado ya en
cuatrocientas. Todos los precios suben rápidamente, a pesar de que el 22 de julio fue
el hundimiento.
Rovignon volvió a meterse el carnet en su bolsillo y se giró de nuevo hacia
Jerome.
—¿Cómo puedes explicarte esto?
—Creo que yo lo sé —terció Julien, que apareció al lado de ambos, con la camisa
al aire, la nariz arrugada y el rostro fatigado.
Rovignon gruñó:
—No vale la pena de preguntarte de dónde sales, ni de los brazos de qué
muchacha. Algún día te ocurrirá algo desagradable. Bueno, explícate.
—Son cien yats. Pero no tienes que pagar más que si quedas contento de la
mercancía, y recuerda que ya no le debo nada a la agencia. Desde hace algunos días,
los viets envían a Hanoi agentes cuya única misión es la de tranquilizar a la
población. Les cuentan lo que ocurre en Nam-Dinh, en Son-Tay y en las demás
ciudades que van ocupando. Incluso hacen más: invitan a la gente a que se trasladen
allá y les procuran salvoconductos.
»En cada calle, en cada barricada, han marchado y han vuelto algunos habitantes.
Como los viets no se organizan mal, y todavía no han tomado ninguna medida contra

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la pequeña ni la gran burguesía, los comerciantes y los burgueses de Hanoi dudan
ahora si deben partir hacia el sur; por eso los precios suben.
—Pero ¿y las motocicletas? —insistió Rovignon.
—Esto es cuestión aparte. Todos los que han vuelto de Son-Tay y de Nam-Dinh
han contado que los vietnamitas las pagaban muy caras. Tienen gran necesidad de
ellas. El Norte no tiene más esencia que la que llega de China. Los que poseían
motocicletas se han hecho esta reflexión: si los viets pagan bien las motos es porque
les conceden un gran valor, y este valor es el que les asignan los que se quedan.
—¿De dónde has obtenido estos informes?
—De camaradas chinos. ¿Vale esto las cien piastras?
Rovignon sacó de su bolsillo un billete y lo hizo volear bajo la nariz de Julien,
quien lo hizo desaparecer en su propio bolsillo y se marchó silbando.
—¿Tienes confianza en él? —preguntó Jerome.
—Trabajó un mes en la agencia. Pero debes comprender que en una oficina más o
menos oficial como es nuestra agencia, no se puede contratar a ciertas personas. Hice
que desde París nos enviaran informes sobre él.
—¿Y entonces le diste la patada?
—No, habría querido que se quedase con nosotros…, pero Julien ya me había
dejado. ¿Quieres conocer su ejecutoria? Julien Bréhat, veinticuatro años, Ciencias
Políticas, licenciado en inglés, de una familia burguesa protestante de provincias. En
su familia todos conservan sus prejuicios y sus privilegios de casta. Pero para
justificarlos se portan bien. Son médicos, abogados, notarios, una verdadera tribu de
moscones enraizada en dos localidades: Nimes y Ginebra. En Nimes poseen el
periódico local y en Ginebra una pequeña editorial. Julien, un día, se presentó ante el
consejo de ancianos. Yo les veo como una reunión de cuáqueros, todos vestidos de
negro, y en un salón con los asientos de peluche rojo y, naturalmente, con la Biblia
sobre la mesa. Les dijo: «Me voy dos años de vacaciones». Les saludó con la mano y
tomó el avión para Indochina. Así es como la tribu calvinista de los Bréhat ha
conocido una de sus primeras bruscas mutaciones; después de varias generaciones de
hombres severos, fanáticos, honestos y enojosos, acababa de dar a luz un ser
extravagante.
—Pero en el fondo aprecias a Julien, ¿verdad?
—Sí, me gusta en lo que se ha convertido ahora, libre y alegremente amoral en
medio de esta guerra llena de tabúes y de convencionalismos. Pero un día, la tribu
volverá a adquirir sus derechos sobre él… Jerome, mira esta joven.
Seguida por una vieja annamita, ataviada de negro, con los dientes lacados y
portadora de una cesta, Kieu, con dos diamantitos incrustados en sus orejitas,
avanzaba con gracia e indiferencia, y con una mueca desdeñosa en el semblante.
Jerome reconoció a la joven que le había rozado en la pagoda del pequeño lago,
recordándola, pero Kieu pasó por su lado sin fijarse siquiera en él. Un poco más lejos
la esperaba un coche militar con chófer. Kieu subió al vehículo, siempre seguida por

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la vieja con su cesta.
—¿Te has fijado? —continuó Rovignon—. Esa muchacha no andaba, danzaba en
medio de todos estos pobres tipos fatigados y encorvados sobre sus correajes de
faquines que no llegan a utilizar. Ella es Hanoi…
—Así que Hanoi es una ciudad mestiza. ¿Te has fijado en la curva de sus senos?
Se llama Kieu o Clara, según la necesidad… Hace dos años se llamaba la señora
gobernadora…, algunas semanas fue la señora del emperador… y en la actualidad es
la generala.
—Entonces, es la querida del general De Langles y la amiguita de nuestro Julien.
—Y también de otros muchos…
Era mediodía, el sol era ardiente, y el calor era difícil de soportar. Los dos
periodistas se refugiaron en un café vietnamita, cuyas mesas y sillas estaban
construidas con cajones de jabón. Jerome pidió té y Rovignon cerveza.
Jerome se había levantado muy temprano y, ante la frescura del alba, se había
olvidado de su edad. Pero mientras esperaba su taza de té, a la que imaginaba como
una especie de brebaje de juventud, estaba atento con angustia a los sonidos de su
cuerpo, a la pulsación de su sangre en las arterias, a los chasquidos de una
articulación cuando movía la pierna, a su respiración entrecortada que en vano trataba
de disciplinar. La vejez se había abatido brutalmente sobre él; no había tenido tiempo
para prepararse a afrontarla. El sol le dolía a los ojos; cerró los párpados, pero
entonces evocó la imagen de la joven, su fina silueta danzante, cuya falda recogida de
su vestido de brocado dejaba distinguir el largo pantalón de seda blanca.
Clara o Kieu, era ambas cosas a la vez, ya que había nacido de la unión fugaz de
una aldeana del Delta con un soldado francés.
El año anterior, Mamá Lien le había cedido a Kieu por una noche.
Jerome regresaba de la Región Alta, tras haber seguido, a través del país Tahí, la
retirada de una columna de caballería. Los mosquitos, las sanguijuelas y el calor le
habían deshecho, y cuando llegó a Hanoi, a su confortable club de Prensa, su
dormitorio, con la ducha, el bar y las bebidas heladas, se había sentido confortado.
Era jueves, el día en que Mamá Lien no recibía a ningún visitante, exceptuando a
Jerome y a algunos viejos deshechos de la aristocracia local que la trataban con un
distinguido menosprecio.
Esperó que llegase la noche para hacerse conducir al silencioso callejón, cerca de
la estación, a la que desde hacía mucho tiempo no llegaba más que una vez por
semana el tren de Haifong.
Mamá Lien aparentó no verle entrar en aquella habitación enorme del primer
piso, donde ella fumaba yaciendo sobre una gran cama. Sin ofuscarse, ya que ésta era
su costumbre, Jerome había ido a tenderse frente a ella. Lien le había entregado una
pipa preparada, y él fumó hasta que empezó a sentir una ligera pesadez en el cerebro.
Fumaba opio muy raramente, y le bastaban cuatro o cinco pipas para llegar a un
estado taciturno y tolerante. Entonces era el momento de que las grandes olas

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silenciosas se precipitasen sobre él; a veces le traían en rutilantes cenizas sus
transformados recuerdos.
Lien, cortando cada una de sus frases con su ronca respiración de asmática, le dijo
sin mirarle, con aquel rencor que presidía todas sus entrevistas después de largo
tiempo de ausencia:
—Tal vez sería capaz de apenarme si te ocurriera algo desagradable, si te dejases
matar en alguna de esas estúpidas operaciones que te obstinas en seguir, a pesar de tu
edad. Deja eso para los jóvenes. El mundo es duro y no se ha portado bien con
nosotros. Tú eres un periodista mal pagado, que siempre lleva las mismas ropas; eso
es lo que el mundo ha hecho de ti… y a mí me ha convertido en una vieja alcahueta.
Quizá habría podido ser una joven honesta… No, esto no es cierto, me habría
aburrido.
Hablaba sin separar los labios, y su voz tenía el tono de una melopea que se
interrumpe de improviso, cuando se apoyaba sobre algunos vocablos que pronunciaba
con un fuerte acento vietnamita.
Jerome trataba de imaginársela cuando, pequeña ramera experta, vivía en el
«yamen» del virrey de Yunnan. Debía haber sido muy hermosa, ya que detrás de su
máscara de maquillaje, de sus labios azulinos, y de sus cabellos deslucidos, aún
podían adivinarse los restos de aquella antigua beldad.
El virrey la había abandonado a un ingeniero francés del ferrocarril, el cual se la
había llevado consigo a Indochina para que le preparase sus pipas.
Cuando él la abandonó, ella empezó a fumar.
Jerome le acarició los cabellos. Sentía por ella una gran ternura, no por lo que era,
siempre dispuesta a vender los favores de las jóvenes, soplona de la policía, quizá
también al servicio del Vietminh, sino por lo que habría podido llegar a ser si no
hubiera sido estéril, si hubiera podido depositar todo su amor en un hijo o una hija de
su propia sangre.
Pertenecía a la casta de las fieras que solamente aman a los de su misma carne.
Mamá Lien prosiguió hablando:
—Sin duda, me habría gustado tener un hijo como tú, Jerome.
—Nosotros tenemos la misma edad.
—Pero que hubiera sido menos bueno, es decir, menos tonto.
Kieu entró en aquel momento. Corrió a refugiarse a los pies de Mamá Lien y
empezó a hablar en vietnamita, como si Jerome no existiera.
—Quiero mucho a mi general —declaró Kieu—. Es muy amable y me da cuanto
le pido. Pero hace que me sigan los agentes. No quiere que vaya sola al mercado, y
cuando uno de sus jóvenes oficiales me mira, se vuelve loco. Ya sabes, aquel
capitán…
Mamá Lien la interrumpió:
—Jerome, ¿no le ves?, entiende el vietnamita.
Sólo entonces pareció Kieu darse cuenta de la presencia del periodista, le

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contempló, vio que ya era viejo; comprendió que era pobre, lo que tornaba mucho
más extraordinaria su estancia en casa de Mamá Lien y, en francés, replicó:
—Mi general le hará cortar las orejas.
—Tu general —advirtió Jerome, sonriendo— es uno de mis viejos amigos y a
menudo necesita de mis orejas.
Jerome tenía una sonrisa que le volvía más joven, dando brillo a sus ojos y
animando su semblante. A Kieu le gustaba la risa de los niños y no la de los hombres,
que hallaba mucho más insultante, ni tampoco la de las mujeres, que no era más que
griterío. A veces, se quedaba durante horas entre los niños para oírlos reír.
Por ello, Jerome dejó de disgustarle; quiso seducirle, haciendo balancear su
cuerpo felino y adelantando la cabeza con la instintiva gracia de los animales jóvenes.
Mamá Lien, que la vigilaba con sus ojillos malignos, empezó a reír bajito. La lámpara
de aceite no iluminaba más que una de sus mejillas fláccidas, que temblaba como un
flan, y la risita pareció venir de la sombra, muy lejos de ella.
—Jerome, ¿la quieres? ¿Quieres por esta noche a la generala?
Divertida, Kieu le preguntó al periodista:
—¿Qué vas a darme?
—Nada —cortó Mamá Lien, y su voz se tornó seca, dominante—. Tú me debes
mucho. Conozco todos tus secretos.
—Y yo los tuyos, vieja repugnante.
—Jerome, puedes tomarla. Es tuya. ¿Verdad, mi pequeña Clara?
Kieu miró el gran puñal con mango de cobre que colgaba en el fondo de la
alcoba; le hubiera gustado hundirlo en aquella mendiga. ¡No! Sería mejor que le
pidiera a su general que la hiciera arrestar; pero esto no era posible. ¿Dónde iría ella
después, cuando el aburrimiento la invadiese, tornándola loca? ¿Dónde podría hallar
a los hombres que necesitaba? Esto le ocurría a menudo, iba de acuerdo con la luna.
Su general, un día, regresaría a Francia, en donde tenía mujer e hijos, y únicamente
Mamá Lien podría hallarle un amante, al que ella imaginaba rico y poderoso.
Necesitaba demasiado a la alcahueta y no podía enfadarse con ella…, sobre todo por
un hombre, cuando ya había conocido tantos…
Pero no le gustaba que Mamá Lien dispusiera de ella todavía, ahora que era la
generala. Como no podía hacer nada contra la vieja, decidió volver su encono contra
Jerome.
Poniéndose de pie, le cogió una mano:
—Vamos, ven…
Kieu se mostró perfectamente odiosa, permaneciendo inerte y lanzando algunos
gruñidos de enojo. Cuando todo hubo terminado, se puso a reír como hacían aquellas
mujeres, con pequeños grititos, y con el atroz acento de las mujerzuelas de la calle
Paul Bert, le preguntó:
—Musiú, ¿contento?
Después, desapareció.

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Pero Jerome recordó largo tiempo su belleza fría, indiferente, aquel cuerpo liso,
sin aroma, gélido como el hilillo de agua que sale del torrente.

Se preguntó qué tal se comportaría Kieu con Julien y los celos mordieron en su
corazón. De repente, le acusó, no por ser amado de Kieu… o deseado, sino, ante todo,
de ser joven y ser más poderoso que él, el iniciado, el sutil, pero también el viejo.
Se bebió un sorbo de té; la bebida le pareció sin gusto, y se llevó un cigarrillo a la
boca. El boy que estaba vigilando, se precipitó a él para darle lumbre, y luego volvió
a retirarse discretamente, siempre atento y servicial. Jerome le hizo observar a
Rovignon:
—Ningún gesto, ninguna palabra se pierden jamás en Asia; todos lo espían todo,
lo observan. Este sentimiento no procede de una curiosidad malsana, de un particular
gusto por el espionaje. Los hombres se sienten demasiado solidarios unos de otros
para poder olvidarse un solo instante, ya que si uno se come tres platos de arroz, otro
no tendrá ninguno.
«Me está dando un curso de enseñanza —pensó Rovignon—. Es un viejo
profesor, pero interesante. ¿Acabaré igual que él?».
Pensaba que Julien tenía mucha suerte al poder acostarse con una chica tan bonita
como Kieu, y que la juventud y la belleza les prestaba a todos aquellos que las
poseían el único y verdadero derecho de amar, que no podían dar ni el dinero ni el
poderío.
El, Albert Rovignon, jamás fue guapo ni joven. Nació en una barriada
enmohecida. Unos jardincitos bordeaban un ferrocarril, y en cada uno de ellos se
había erigido una cabaña con paredes de hojalata y tejado de cartón alquitranado que
exhalaba fuerte olor.
Su padre había fallecido, no sabía muy bien de qué enfermedad, y su madre, los
jueves le daba algún dinero para que fuese al cine. Un día, al no encontrar localidad,
regresó a su casa, hallando la puerta cerrada. Sentado en un peldaño, oyó a su madre
suspirando y gimiendo, a través de la pared de planchas. Era invierno, y todavía se
acordaba del hilillo de agua sobre el que jugueteaba la amarilla luz de una bombilla, y
cómo se había divertido removiendo el barro de un charco y de pronto…
El hombre salía de su propia casa, subiéndose los pantalones. Era un vecino que
le dijo, sin sentirse avergonzado:
—Ya sabes, las mujeres…, todas son lo mismo, incluso tu madre.
Rovignon hizo un aprendizaje de tornero, y luego desempeñó el servicio militar.
Estalló la guerra, y estuvo prisionero cinco años sin evadirse. En una miserable choza
húmeda, un viejo periodista que se parecía un poco a Jerome, le enseñó a redactar un
despacho, luego un artículo y, cuando fue liberado, le hizo entrar como meritorio en
la A.F.P. (Asociación Francesa de Prensa).
Si todo iba bien, se convertiría en jefe de puesto en Saigón, lo que no le
devolvería la juventud, ni le facilitaría paseos con las jovencitas bajo los árboles

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floridos, ni los coches que invaden las carreteras, ni las hermosas mujeres que se
tienden en los lechos de los grandes hoteles. Para él, todas las mujeres no eran más
que mujerzuelas y esto le hacía sufrir, ya que por todas ellas sentía gran ternura y
avasalladora codicia.

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2

Ya la noche ha sobrevenido.
¿Quién desea comprar tristeza a puñados?
Yo se la venderé…

(Canción de las jóvenes de los prostíbulos en el antiguo Annam).

Phuyen iba hacia su casa moviendo su grasa a pequeñas impulsiones, como una
ameba mueve sus seudópodos. Se le conocía principalmente por el seudónimo de
«Saxo», ya que había tocado dicho instrumento en los salones nocturnos de
Hong-Kong y Manila. Al día siguiente, Saxo cogería el avión hacia Saigón y se
desembarazaría, por fin, de este Comité de Defensa del Vietnam del Norte. Sus
funciones de secretario general le habían valido ocho millones de piastras, que
enviaría a Francia, una parte por curso oficial, y el resto de manera fraudulenta.
Luego, abandonaría para siempre jamás este país que detestaba.
Saxo se sintió sediento. Desde algún tiempo atrás, siempre tenía sed. Entró en la
tienda de un chino y se hizo servir una botella de cerveza La bebida estaba fresca y le
picó la lengua agradablemente. Pidió langostinos secos, y el camarero le sirvió una
ración en un platito de porcelana.
Apurando el vaso con avidez, el grueso hombre contemplaba la muchedumbre
que invadía la estrecha calle, apretujándose como un enjambre ante los escaparates de
ciertas tiendas. Los precios bajaban. Chinos y malabares (llegados éstos desde la
lejana costa hindú del mar Arábigo) trataban de liquidar sus existencias. La seda
había bajado un sesenta por ciento, pero, en cambio, los groseros tejidos de tela azul
estaban en alza. Se sabía que eran los únicos que se llevaban en la zona vietminh.
«¡Que se fastidien! —pensó Saxo—. No puede uno ser revolucionario toda su
vida, dejarse perseguir por el Vietminh, los franceses y los hombres de Bao Dai,
viviendo como un topo que diera pequeños saltos durante la noche, de una casa a
otra. Le se resignará algún día y entonces recibirá, como yo hoy, disimulando con su
prestigio ciertas operaciones, el pago a todos sus pasados sufrimientos, a sus noches
sin sueño, y a este miedo que tantas veces nos ha sobrecogido».
Bernot, el jefe de la policía de seguridad, le había telefoneado al anochecer.
—Corre el rumor de que Tuan-Van-Le está en Hanoi. Yo no lo creo. Pero usted,
que lo ha conocido tan bien, ¿qué opina?
Saxo había dejado escapar su tranquilizadora risa, que hacía temblar toda su
grasa.
—Le es como yo, señor comisario, ya está harto. Cualquier día de estos volverá a
abrir su consultorio médico. Será bueno verle con su maletín negro subiendo
escaleras, pobre doctor Tuan-Van-Le.
—Sí, será estupendo —respondió la insinuante voz de Bernot. Tras lo cual había

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colgado el receptor.
Saxo, de repente, sintió ganas de no volver a entrar en su casa, en aquel
apartamento de una planta que había alquilado en la calle de la Soie. De su pasado de
agitador y terrorista, había conservado el gusto por los locales sórdidos en los barrios
populares, allí donde el pueblo pelea contra las ventanas y los muros. El pueblo,
según había observado, es buen conductor de noticias. Cuando no hay peligro, las
deja circular siempre en el mismo tono, tres notas altas y dos notas bajas, como el
torrente de una montaña. Pero, de repente, ocurre algo, y entonces el torrente se
convierte en un enjambre de abejas que zumba; es el momento de huir porque llega la
policía.
Aquellos tiempos habían terminado; Saxo ya no sería nunca más un proscrito. En
Saigón harían de él un ministro de Sanidad, o de los Refugiados, del Plan de
Reconstrucción, o de Información. Le ofrecerían cualquier ministerio, ya que todavía
tenían necesidad de su nombre.
Saxo pidió otra cerveza. La noche caía con rapidez. A menudo, había sido su
cómplice, pero ahora empezaba a asustarle. Se acarició la chaqueta con su gordezuela
mano y sintió el bulto que le hacía el revólver. Actualmente, Saxo tenía autoridad
para llevar armas.
Con sus pequeños pasos suaves se dirigió a la puerta de su casa. Buscó largo
tiempo en todos sus bolsillos la llave, antes de encontrarla, abrió, dio la luz y entró.
Tuan-Van-Le estaba sentado en una silla, con las piernas desnudas cruzadas una
sobre otra. Otro hombre, con los pies descalzos, y vestido como un nah-qué (o sea,
un pantalón y una chaqueta negra de tela reluciente) estaba detrás con un revólver en
la mano. Entre la mancha negra de la chaqueta y el negro cañón del «Colt» no había
más que una mano morena, de uñas rojas y sucias.
Con un gesto del revólver el del nah-qué conminó al gordo Saxo a levantar las
manos.
—¿Qué pasa? —le preguntó Saxo a Le.
Le no le contestó, sino que dio una orden:
—Trieu, cógele el revólver. Lo lleva debajo de la chaqueta, a la izquierda, y ten
cuidado, porque este cerdo todavía está ágil.
El nah-qué se apoderó del arma.
—Ahora, hablemos —conminó Le.
Le iba ataviado ridículamente. Un sombrero de tamojal, muy abollado, plantado
sobre su cabeza en forma de pan de azúcar. Sus gafas con montura de acero se le
hundían profundamente en las órbitas y casi le tocaban los granujientos ojos. Una
camiseta caqui, demasiado grande, flotaba alrededor de su magro cuerpo de viejo
coolie opiómano o tuberculoso, mientras que de los «shorts» sucios salían unas
piernas delgadas que terminaban en unas inmensas botas negras, dos veces más
grandes de lo que necesitaba.
Con cuidado, Le trató de arreglarse el pantalón y ponerse bien las botas, que se le

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salían.
—Hablemos.
—¿Qué has venido a hacer a mi casa con este sujeto del revólver?
—Matarte, Saxo. Pero como sé que eres peligroso, he traído a Trieu. No le
conoces, pero él es quien, a patadas sobre el vientre, ha matado al gobernador del
Norte cuando descendió del avión en Saigón. Aquél también era uno de nuestros
viejos amigos. ¿Te acuerdas de él, y de cuando quería fabricar una bomba para hacer
saltar la Sureté francesa? En un año se metió diez millones de piastras en el bolsillo.
—Escucha, Le…
—Y tú ocho millones, lo sé.
Saxo se dejó caer en una silla, bajando las manos. De pronto, habló en francés
para que Trieu no pudiera comprender.
—Le, me estás fastidiando. Te llevo mañana a Saigón conmigo, si quieres. Tengo
un avión especial. Diré que eres mi secretario y nadie te reconocerá. ¡Vas vestido tan
ridículamente!… Te presentaré al presidente Dinh, que todavía es uno de nuestros
antiguos amigos. Los franceses te concederán la Legión de Honor. La regalan a todos
cuantos han disparado contra ellos. Luego, serás ministro, como yo; te llenarás los
bolsillos, como yo, y dentro de algunos meses, tomarás un avión hacia Francia, como
yo, ya que aquí todo está podrido.
Le se quitó el sombrero, lo que permitió ver su cráneo calvo.
—Has engordado, Saxo; respiras con dificultad. Antes de matarte, me gustaría
saber cómo te has vuelto tan sinvergüenza en tan poco tiempo.
—Es fácil: hago lo mismo que todo el mundo.
Cuando conocía la naturaleza exacta del peligro que le amenazaba, Saxo dejaba
de tener miedo. Cuando la noche descendía, había sentido más espanto que aquí,
delante de Le, quien, no obstante, había venido a matarle. Continuó, siempre en
francés, con el acento conciliador de una persona mayor que quiere razonar con un
niño díscolo:
—Cuando a sus espaldas uno no tiene ya a nadie (tal es nuestro caso), es preciso
venderse. ¿Chiang Kai-Chek? Una farsa. ¡Trabajar por Formosa!… Un país, un
Gobierno que no existen. Es mejor tratar con los americanos, que son quienes tiran de
los cordelitos. Los franceses están acabados. ¿Por qué combatirles todavía? ¿El
nacionalismo asiático? Ya no es posible. Asia está comprometida, al menos por cierto
tiempo, al comunismo. En 1950, cuando nosotros nos separamos del Vietminh,
haciendo estallar algunas granadas en sus reuniones, nos fastidiamos. No nos quedó
más sino hacer como todo el mundo, llenarnos los bolsillos de dinero, yo engordar, y
tú escribir tus Memorias, o hacer algo parecido. Las Memorias del doctor Tuan-Van-
Le. Todavía harían cierto ruido en el mundo.
—Saxo, vuelvo a repetirte mi pregunta: ¿por qué te has convertido en un granuja?
—Tengo cuarenta y ocho años, como tú tienes cincuenta y dos. Un día me sentí
fatigado, cesé de pelear, y me di cuenta de mi edad. Ya no me quedaban más que unos

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pocos años para regalarme con lo que no había tenido jamás; francachelas, mujeres…
«Es fantástico —pensaba Le—, no tiene miedo. Se ha convertido en un canalla,
pero conserva todo su valor. Un cerdo, un granuja, un glotón… y un valiente».
Recordó cuando Saxo estranguló al centinela que les custodiaba en el Than-Hoa,
después de haber arrojado ellos en Vinh una serie de granadas sobre Ho-Chi-Minh y
su estado mayor. Pero las granadas no explotaron, y los nacionalistas del V.N.Q.D.D.
[6] no les habían secundado; ya estaban absorbidos por los comunistas. Entonces les

apresaron. Pero lograron huir a través de los matorrales, acompañados solamente por
una decena de hombres.
Al pasar a la zona francesa, Le fue herido por un proyectil en la pierna, y Saxo se
lo cargó a las espaldas, sin cesar de bromear, y gastando groseras chacotas.
También era él quien le proporcionó alimentos en Hong-Kong, tocando su
instrumento en las salas de fiestas, hasta el día en que los servicios americanos les
tomaron a su cargo.
Saxo había sido, junto con Jerome, su mejor amigo y, ahora, debía matarle porque
el gordo Phuyen había pensado, quizá con razón, que estaba perdida la partida y que
debía empezar a hacer como todo el mundo. Saxo había robado el dinero de los
refugiados, pero este dinero, de todas maneras, tampoco les habría sido distribuido.
Las delgadas mandíbulas de Le se contrajeron y se distendieron. Parecían mandíbulas
de crustáceo.
Casi estuvo tentado de seguir a Saxo y olvidarse del juramento un poco teatral
que había hecho al llegar a Hanoi, ante sus últimos partidarios:
—Acabaré con todos los miembros del Comité del Vietnam del Norte porque son
unos traidores.
¿Traidores a quién? ¿A qué?
Fue su orgullo quien le obligó a continuar. El, Tuan-Van-Le, no podía obrar como
todos, acabar como todos, hundirse en la concusión, tender la mano a este castrado de
Dinh-Tu, soportar las miradas irónicas y cómplices del gordo Saxo, cuando se
encontrasen en una sala de fiestas, o en la mesa del Consejo de Ministros. No, él no;
los demás, sí, pero no él. Hizo una seña a Trieu, que estaba detrás de la silla de Saxo.
El nah-qué se metió el revólver en el bolsillo, sacó un pico de partir hielo, y con un
golpe digno de un carnicero, lo clavó en la espesa nuca de Saxo, que se tambaleó en
su silla y se abatió al suelo, con un ruido sordo. Los dos hombres apagaron la luz,
cerraron la puerta y salieron a la noche.
—Cuando se proclame el toque de queda —comentó Trieu— será mucho más
difícil.
Era su séptimo asesinato.

A la mañana siguiente, Bernot, que había esperado en vano a Saxo en el


aeródromo para saludarle antes de su marcha, y sacarle algunas últimas
informaciones, no tardó en comprender que se había producido un «nuevo hecho». Y

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lanzó a todos sus agentes a la pesquisa.
El cadáver fue descubierto casi enseguida.
Aquel mismo día, a las siete de la tarde, saltó por los aires la Pagoda del Pilar
Único. La explosión rompió los cristales del club de Prensa, y todos los periodistas se
precipitaron a los jeeps que el ejército había puesto a su disposición. Incluso Calamar
saltó de su sillón. En medio de un pequeño estanque, sobre un cilindro pétreo, se
levantaba una pequeña pagoda. La carga de plástico había desventrado
completamente la capilla y decapitado la estatua del Buda de madera dorada que la
presidía.
El guarda del templo no había visto nada, ni había oído nada. Al menos, eso es lo
quele contó a Julien, que fue el primero en llegar al lugar.
—Completamente idiota —masculló Rovignon—. No sirve de nada hacer saltar
este viejo templo… ¡Un acto de vandalismo!
Calamar y Jerome se contemplaron mutuamente. Desde el asesinato de Saxo y
ahora con esta explosión, ambos sabían que Tuan-Van-Le estaba en Hanoi; que era él
quien había ordenado el atentado lo mismo que el asesinato, y que para ello tendría
sus buenas razones. Pero ¿cuáles eran éstas?
Jerome se hizo conducir a casa de Thuy, budista ferviente y uno de los jefes de la
secta. Habitaba en una choza casi en ruinas, en el fondo de un callejón que olía a
sótano, a salitre, y jamás salía de ella, salvo para ir a la pagoda. Creía haberse
convertido en un «upsaka», un santo en quien Buda no tardaría en reencarnarse.
Thuy era corpulento, con un rostro hermoso, de rasgos regulares, pero sus ojos
estaban hundidos y fijos como los de un visionario. Felizmente, hablaba con la nariz,
lo que impedía que sus divagaciones fueran tomadas muy en serio.
Abrazó a Jerome, llamándolo su «buen hermano». Thuy parecía hallarse
trastornado.
—Se ha atrevido, Jerome, se ha atrevido. ¡Se ha atrevido a hacerlo, ese criminal!
Ya sabe usted que no piensa más que en matar y en destruir. Eran dos de sus hombres,
con uniforme del ejército vietnamita, los que han colocado la carga de plástico bajo el
pilar de la pagoda. Uno, tranquilamente, ha alumbrado su cigarrillo con la mecha, y
tal vez se estaba riendo, mientras que con este gesto, consagraba para siempre jamás
la separación del Vietnam del Norte con el del Sur. Una idea semejante solamente
puede nacer en el espíritu diabólico de Tuan-Van-Le.
Jerome sabía que no debía interrumpirse nunca a Thuy, ya que de lo contrario se
tornaba desconfiado y se callaba.
—Le es sacrílego. Fue el gran rey Ly-Than-Thong quien hizo construir esta
pagoda, en el siglo XI, después que la diosa Quam-Am le hizo ver en sueños, dormido
sobre un loto que sobresalía del agua, el hijo que tendría. Por eso el rey dio a la
pagoda esa forma de loto, construyéndola sobre un pilar único, que representaba el
tallo del loto. Bajo este tallo se entrecruzaban todas las líneas de fuerza que, reunidas,
forman ahora las provincias del Vietnam… La pagoda era su sello. Y Le ha roto el

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sello.
—¿Dónde está, Thuy?
—No lo sé. Pero tal vez mediante Dai, uno de sus hombres al que he convertido,
podríamos encontrarlo. Usted es su amigo, Jerome; solamente usted puede todavía
razonar con él. Es menos grave matar hombres que atacar a los dioses.
Jerome, ahora, ya sabía las razones que habían impulsado a Le. Todos los
vietnamitas creían en la geomancia, mucho más que en todas las religiones a las que
podían pertenecer. No construían sus moradas, no elegían el emplazamiento de sus
tumbas, más que después de haber consultado a un geomántico. Para éstos, Le, que
no creía ni en Dios ni en el diablo, acababa de proclamar que; puesto que el Norte iba
a ser abandonado a los comunistas, él rompía la unión sagrada de las tres Ky[7].
A Jerome le costó no poco sustraerse a Thuy y a sus delirios. Al regresar del club
de Prensa se detuvo en la «Taberna Real» para tomar un vaso y reflexionar en paz
sobre todos los problemas que le planteaba la presencia en Hanoi de su viejo amigo el
doctor Tuan-Van-Le.
Se hizo servir un whisky y contempló cómo las primeras sombras de la noche
invadían el pequeño lago.
En una mesa vecina a la suya observó a un teniente de paracaidistas que estaba
bebiendo solo, con la nariz dentro del vaso. El militar era corpulento y fuerte, con
cabellos negros, espesos y rizados, que le cubrían una frente estrecha. La boca era
grande, y su mandíbula cuadrada.
Jerome se inclinó hacia él y le preguntó:
—¿No es usted el teniente Kervallé?
—Sí. ¿Qué desea usted?
La voz era agresiva, preñada de amenazas. Jerome observó las poderosas manos,
peludas, que se estaban cerrando como para pegar.
—Me llamo Jerome. Soy amigo de Rovignon, de la A.F.P.
—Esto lo cambia todo. Le había pedido a Rovignon conocerle a usted. En los
batallones paracaidistas leemos todos sus artículos; usted es el único periodista en el
que tenemos confianza porque, desde el primer día, ha declarado que esta guerra era
estúpida y mal conducida; usted no ha cambiado nunca de opinión y, caramba, tiene
razón.
—¿Usted es bretón?
—Sí, de Finisterre.
Kervallé calló. Siempre le había costado expresar sus pensamientos mediante
palabras; incluso los suyos que, desde luego no eran charlatanes, le reprochaban que
fuese tan taciturno. ¡Los suyos! Volvía a verles, doce apretujados en aquella pequeña
granja aplastada contra el suelo, al borde de la landa, para presentar menos fachada al
Viento. El olor cálido del estiércol impregnaba toda la casa. En medio de este olor se
trabajaba, cumpliendo cada uno su obligación. Un tío aceptó pagarle los estudios en
un colegio de religiosos. Allí, olía a col agria y a sopa antañona.

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Se preparó por sí solo para la Escuela Especial Militar, y fue admitido en ella, tal
vez porque aquel año se aceptó a todo el mundo. A su salida de Coetquidan, eligió los
paracaidistas. Uno de sus instructores le preguntó los motivos de esa elección y, una
vez más, no supo explicarse y se limitó a decir:
—Porque con los paracaidistas se llega mucho más lejos…

—¿Por qué bebe usted siempre solo en la terraza de este café? —le preguntó
Jerome.
—Todos mis camaradas han sido muertos en Dien-Bien-Fu… y yo con ellos,
figúrese…
Veía su cadáver, pudriéndose en el barro tibio, entre el de Derrien y el de Pernet,
al pie de esta pendiente, cerca de Elian. Ya que el hombre que estaba sentado en
aquella terraza, que se había arrastrado hasta Hanoi a través de la jungla y las hierbas
de elefante, devorado por las sanguijuelas y los mosquitos, ya no era Ives Kervallé,
este pequeño y cretino teniente que bombeaba el torso bajo su tenue camuflaje de
paracaidista y se imaginaba ser un antiguo caballero de armadura. Todo se lo habían
robado, sus amigos lo mismo que sus enemigos; los hombres a quienes él admiraba y
amaba, y también los que no podía soportar, como a aquel cretino de Hervieu, y el
oficial de caballería, Gino, al que un día le administró tal correctivo que tuvieron que
llevarlo al hospital. Se lo habían quitado todo, incluso esta canción idiota que entre
dos ataques de tos tarareaba el sargento Brives:
—Deme la mano, señorita…
Pasó un coronel, con pantalones cortos, ventrudo, y con un junquillo bajo el
brazo. Kervallé apretó el brazo de Jerome hasta hacerle daño.
—Mire, todos son como ése, gordos, contentos de sí mismos, bebiendo mucho y
tragando más, con digestiones pesadas y largas siestas en compañía de sus
«congayas» o de sus secretarias, y entretanto, nosotros, los desgraciados, a
fastidiarnos. Un día escribió usted, señor Jerome: «La guerra de Indochina es una
guerra de sargentos, de tenientes y de capitanes. Estos se dejan matar; los demás, se
aprovechan». ¡Qué verdad más grande!
—¿Por qué no abandona Hanoi? Vuelva a Francia.
—Mi familia era mi batallón. He perdido mi familia, mi casa está destruida, pero
yo sigo dando vueltas alrededor de sus ruinas. En esta terraza y alrededor de esta
mesa nos reuníamos todos cuando estábamos de permiso.
—¿Qué buscaba usted en el ejército?
—No lo sé… —Kervallé meditó, y una arruga profunda se marcó en su frente—;
no lo sé. Tal vez el ansia de no sentirme nunca solo, de estar ligado a otros tipos por
disciplina, costumbres…, quizá el afán de ser útil, de sentirse uno mismo…
—¿La amistad?
—En absoluto. En el ejército no se eligen las amistades, sino que te imponen los
camaradas a los que se puede amar u odiar, que no tardan en serte indispensables.

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Jerome se levantó. El teniente había olvidado su presencia, para volver a sentirse
entre sus compañeros muertos en Dien-Bien-Fu.
Su tristeza conmovió a Jerome. Este paracaidista vencido, que bebía como una
esponja, era la imagen del Cuerpo expedicionario, de lo que hubo en el mismo de
mejor.

En el club de Prensa la cena se desarrolló como de ordinario, presidida por el


comandante Brueys. Se habló de política, como en todos los demás restaurantes de
Hanoi, pero con un poco más de conocimiento. Pronto se empezó a charlar de
mujeres, y esto fue un alivio.
La comida era detestable; únicamente Julien pareció no apercibirse de ello, según
el apetito de que hizo gala.
El capitán Mathieu, gerente del club, lo acechaba con su pequeña cabeza amarilla
y maligna, que los fórceps habían aplastado en su nacimiento. De nuevo había
querido echarle fuera, pero el comandante Brueys, gran señor de la censura, de la
información, de la intoxicación y del manejo de los periodistas, se había opuesto a tal
medida.
—Mathieu, lo que este chico haga de sus tardes o sus noches, no nos importa.
Sabemos que no está a sueldo de nadie; Su familia es honorable…, se divierte
lindamente… Vamos, déjele en paz.
Mathieu pensaba que sería mejor que previniese al coronel Broussaille, jefe de los
Servicios Especiales en Saigón. Para él, pese a lo que dijese Brueys, Julien era un
peligroso espía. Ya había examinado la posibilidad de dirigir una carta anónima al
general De Langles para prevenirle de su infortunio. Pero la carta no hubiera llegado
a manos del interesado; las misivas de ese género eran muy numerosas, y su ayudante
de campo las echaba todas al cesto.
Julien elevó los ojos de su plato y vio a Mathieu que le observaba. Este odio
inexplicable, estúpido, al principio, le había divertido; pero ahora empezaba a
irritarle.
—¿Es su úlcera lo que le quita el apetito? —le preguntó suavemente al capitán.
—No tengo ninguna úlcera.
—Entonces repita de este guisote; no se sabe de qué está hecho, si de búfalo, o
del cadáver de un refugiado…
—Si el menú no le gusta…
—Ya lo sé, puedo irme al restaurante chino…, pero no tengo con qué. ¿Qué le he
hecho yo a usted, capitán Mathieu?
—Nada, pero usted me fastidia.
—Basta, Mathieu —le ordenó el comandante Brueys.
El capitán se levantó y se marchó a escribir su carta.

«Mi coronel:

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»Estimo que es mi deber prevenirle sobre un cierto número de hechos que
demuestran totalmente que el seudoperiodista Julien Bréhat está a sueldo, si
no de un Gobierno extranjero, al menos de un partido político que en Francia
nos es muy hostil.
»Le adjunto una copia de una carta enviada por él a la señora Puysommer,
del Gabinete de Mendes France…».

Omitía decir que la señora Puysommer era tía del joven Bréhat.
Entretanto, Calamar se inclinaba hacia Jerome.
—Quisiera hallar a Tuan-Van-Le.
—Sé tanto como tú dónde está.
—Ya lo sabrás.
—También tú.
—Después de ti. Tal vez podríamos entendernos. Ambos vendemos la misma
mercancía, pero no al mismo cliente. Ese hombrecillo «bondadoso» me interesa. Los
tipos que ejecutan trucos completamente idiotas siempre me han intrigado. ¿Cuándo
lo viste por última vez?
—Hace tres años en Formosa. Justamente, estaba con Saxo.
Los dos hombres entonces eran inseparables, y Jerome recordaba la
muchedumbre de Taipeh que se agrupaba en torno a aquella insólita pareja formada
por un Pierrot lunático y calvo, que flotaba entre sus vestidos excesivamente amplios,
y una montaña de grasa amarilla, que avanzaba a pequeños impulsos.

Tuan-Van-Le vivía con Trieu en el sótano de una gran villa ocupada antaño por
un coronel de Intendencia.
El coronel se había marchado a Francia con la colección de jades y porcelanas
ofrecidas por los comerciantes de Hanoi para agradecerle ciertas complacencias en el
estudio de algunos mercados. Sus oficiales se habían llevado los muebles, y los
soldados habían roto a patadas lo demás.
Pero en los sótanos se habían dejado olvidadas una buena provisión de conservas,
amén de unas mantas, dos lechos de campaña, cajas de granadas y algunos millares
de ejemplares del libro editado por la limosnería católica: «Consejos a los soldados».
Le experimentaba un inefable placer en recitar de memoria párrafos enteros de
aquella solemne tontería editada:

«Soldado, hermano mío, huye de las mujeres de este país, ya que ellas
disminuirán tu vigor, te contagiarán graves enfermedades que, más tarde,
comprometerán tu porvenir de padre de familia cristiano…».

Girando en redondo en la pequeña cueva que estaba iluminada a ras del techo por

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un amplio respiradero, Le escupía y cloqueaba, con el libro en la mano:
—Los jefes vietminhs son tan tontos como los curas franceses; también predican
la castidad a sus feligreses. Pero los folletos de los franceses se han quedado en los
sótanos, ya que los capellanes tendrían miedo de cubrirse de ridículo
distribuyéndolos. Los viets se creen todo lo que se les dice e ignoran lo que es el
ridículo.
De pronto rodearon a Le millares de rostros enjutos, millares de rostros con los
pómulos salientes, cuyos ojos brillaban como bombillas en el fondo de la noche.
Hubo un tiempo en que todos esos ojos brillaban por él, por Tuan-Van-Le. En 1946,
en Hanoi, cuando él aparecía: en una tribuna, la muchedumbre le aclamaba aún más
que a Ho-Chi-Minh, toda vez que para ella simbolizaba la revolución, la acción
inmediata, mientras que la prudencia del jefe comunista exasperaba a sus seguidores.
Ahora no le quedaba más que Trieu, agazapado en el suelo, con sus manos rodeando
sus rodillas y fumando.
Le no conocía muy bien a Trieu. Le decía: «Ve, y mata», Trieu obedecía. Por su
conducto, únicamente, guardaba el enlace con los otros pequeños grupos diseminados
por la ciudad; por su mediación preparaba los atentados, se procuraba armas, dinero,
informes…
Tuan-Van-Le, que siempre había sentido la necesidad de tener ante sí un
auditorio, vivía en aquella madriguera con este sujeto vestido de negro, que nunca
había abandonado el Tonkín y hablaba un lenguaje áspero y simplista. Le faltaba
Jerome. Nguyen, un día, había declarado en aquel pequeño apartamento de la calle
Monsieur le Prince, donde vivían apretujados:
—Para tener el placer de adquirir la amistad de franceses como Jerome, es preciso
que echemos de Indochina a los franceses.
Jerome estaba allí, muy cerca. Habitaba en el club de Prensa, a trescientos metros
de distancia. Trieu podía ir a avisarle y vendría enseguida. Pero la Sureté francesa
conocía la antigua amistad que les ligaba a él y al periodista; seguirían a Jerome, y no
tardarían los policías en presentarse en la cueva.
Incluso era posible que Bernot, para no mancharse las manos, se limitase a
indicarle al Vietminh su retiro, y aquél se encargaría de la limpieza. Sería Nguyen, el
de la calle de Monsieur le Prince, quien daría orden de matarle. ¿Es que siempre
bromeaba Nguyen, ya bailando sobre un pie, ya sobre el otro?
La noche era larga, y Le no podía desembarazarse del recuerdo de Saxo, cuyo
cuerpo debía empezar a pudrirse en la calle de la Soie.
Habría podido dejarle vivir; su muerte no cambiaría nada, ya que todo estaba
perdido. Pero eran motivos personales los que le habían empujado al crimen. Tenía
que representar hasta el fin su papel de revolucionario íntegro y nunca acabado. Saxo
se había desviado para «hacer como todo el mundo», y Le había intuido que una parte
de sí mismo abandonaba la lucha al mismo tiempo que el gordo Phuyen. ¿Era, pues,
el orgullo…, un monstruoso orgullo de histrión, el que le había inducido a aquel

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crimen, como le impulsaba a destruir su país, teatro sobre cuyas tablas ya no podía
actuar?
Los nihilistas creen sacudir la apatía de los pueblos mediante atentados
espectaculares. Le ni siquiera tenía esa esperanza, ya que el pueblo amordazado
estaba enteramente inscrito en las formaciones religiosas y en las militares del
Partido.
Trieu continuaba fumando. Le le interrogó:
—¿Por qué estás aquí, por qué combates conmigo en vez de volver a tu arrozal?
Le, como todos los jefes políticos o los revolucionarios, aceptaba como un deber
la fidelidad y la devoción de sus partisanos. No tenía pues, por qué plantearle
aquellas preguntas. Tenía que sentirse sumamente abandonado para preocuparse por
sus reacciones. Trieu exhaló una bocanada de negro humo de su pipa antes de
responder:
—Yo pertenezco al fuego. Durante mucho tiempo, creí que el Vietminh era el
fuego, y me batí por él. El Vietminh era el agua…
Le, entonces, recordó ciertas doctrinas esotéricas que habían circulado entre la
gente del Delta. Para ella, el fuego era el símbolo del ascetismo, de la pobreza, de la
penitencia; el símbolo de la purificación, de la rebeldía y del orden nuevo. El agua era
la abundancia, la sumisión, la barriga llena, la pereza, la tradición. Toda la historia del
mundo se dividía en estos dos ciclos.
Pero tras un corto silencio, Trieu prosiguió:
—Los vietminhs poseen demasiadas reglas, leyes; siempre hablan de organizar, y
la organización es el agua. Los vietminhs son los blancos que vuelven disfrazados, yo
lo sé. Así, en Vinh, cuando lanzaste las granadas comprendí que era contigo con
quien debía partir, ya que tú eres el fuego.
—Ya causa del fuego quisiste que hiciéramos saltar la Pagoda del Pilar Único.
Ahora que el Pilar ya no reúne todas las líneas de fuerza del Vietnam, el país será
destruido y entregado al fuego.
Trieu sonrió de manera extraña, como un loco o un niño; luego se levantó, se
frotó las manos contra su chaqueta de paño negro, y preguntó:
—¿Qué hay que hacer con Dais?
—Se arrastra demasiado por las pagodas; ve con excesiva frecuencia a ese bobo
de Tuyen, que mantiene contactos con el Vietminh.
—¿Entonces?
—Desembarázate de él.
Trieu desapareció silenciosamente. Le se tendió en uno de los dos catres de
campaña, sacó una botella y se puso a beber. Bebía «choum»[8] de mala calidad que
le quemaba el estómago. En su imaginación se representó a Trieu, al que todos
tomarían por un refugiado, correteando con los pies descalzos por la calle. Trieu, el
hombre del fuego, para quien la revolución se confundía con el terrorismo, y ambas
cosas, en su interior más profundo, con antiguas supersticiones.

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Le comprendía que debido a haber vivido demasiado tiempo en Occidente, lo
ignoraba todo del comportamiento de su pueblo. Lo mismo que los jefes vietminhs,
por otra parte. Las muchedumbres habían tomado parte en esta guerra quizá por
motivos muy oscuros, mágicos o geománticos. Pero ¿habían tomado partido? ¿O
habían sido simplemente empujadas como las mareas, por influencias físicas o
astrales? ¿El ciclo era el del fuego? La muchedumbre se precipitaba hacia la
revolución. Cuando llegase el ciclo del agua, se apaciguaría como la naturaleza tras la
tempestad.
Para el pueblo supersticioso del arrozal, el Vietminh, pues, había recibido su
investidura del cielo. Pero este mismo Vietminh una vez llegado al poder debería
desplegar toda su energía para destruir las supervivencias de un pasado que, después
de haberle servido, podía de repente actuar en contra suya.
«Me estoy volviendo loco —pensó de pronto Le—. Empiezo a comprender por
qué los políticos, al llegar al poder, se aferran a este punto, particularmente si son ya
viejos. Saben que si están solos, privados de su droga, harán como yo, buscarán toda
clase de excusas, incluso en los astros, por haber perdido la partida. Es preciso que
vea a Jerome, este amable y viejo amigo, que todavía cree que los hombres anhelan el
poder por el bienestar de los pueblos. Era Nguyen quien decía de él: “Jerome, en el
fondo, es un ingenuo por pereza, y un colaborador…, por bondad, por generosidad
cristiana. Jamás traiciona verdaderamente a los suyos, pero tiene para con todos
aquellos que se levantan contra su país, ciertas complacencias que yo no toleraría si
estuviese al frente del Gobierno en Francia”.
Esto era todo lo que le quedaba aquella noche al doctor Tuan-Van-Le: un
peligroso asesino al que impulsaban en su feroz cometido oscuras fuerzas, y el
recuerdo de un viejo amigo complaciente.

Prevenidos el día anterior que podrían trasladarse a Vietri, en zona vietminh, para
asistir a un intercambio de prisioneros, una veintena de periodistas del club de Prensa
se embarcaron al alba en una de las «L. C. I.». Eran pequeñas embarcaciones de
fondo plano, utilizadas para remontar los ríos y los arroyos. La corriente del río Rojo,
muy violenta al finalizar la temporada de las lluvias, no permitía hacer más de tres
nudos por hora. A veces, un tronco de árbol, o algún despojo, golpeaba contra los
sonoros costados del bote, que empezaba a vibrar. Era difícil divisar las orillas, ya
que tenían el mismo color rosa de dentífrico que las aguas del río.
El ambiente estaba húmedo, pesado, y los vapores de la marisma se mezclaban a
los olores del mazut quemado.
Jerome, Rovignon, Calamar y Julien estaban en la misma embarcación,
apretujados a la sombra del puesto del timonel, sofocados por el calor, incapaces de
hacer un gesto o exhalar más que un gruñido.
El capitán Mathieu, muy envarado, permanecía apartado. Se ocultó para sacar una
botella de cerveza de su mochila, y bebérsela.

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Cuando el convoy llegó a la vista de Vietri caía la noche, pesada, suntuosa y
asfixiante. Rovignon se dirigió al capitán, interpelándole:
—¿Qué hacemos ahora?
—Nos hemos retrasado; el cambio de prisioneros tendrá lugar mañana por la
mañana.
—¿Tendremos que dormir en este bote?
—No veo otra solución.
—Yo, sí. Desembarcar; los viets no se negarán a procurarnos un mosquitero y
algo que comer.
—Pídaselo al coronel que manda el convoy. Es posible que los comunistas les
acojan bien; sienten debilidad por los periodistas; durante esta guerra ustedes les han
sido muy útiles.
Rovignon se aproximó al capitán:
—Mathieu, cualquier día su garganta entrará en contacto con mi puño.
—Eso podría costarle muy caro.
Rovignon lanzó un suspiro y sacudió la cabeza:
—Perdóneme, es el calor. Pero dedique un poco de atención a sus palabras.
Cuando más tenía que tratar con ellos, tanto más odiaba Mathieu a esos
periodistas que, con más o menos libertad y honestidad, representaban, no obstante, a
la opinión pública. A tal título, podían permitirse el criticar las decisiones de los
generales, y amenazar a un capitán con desfigurarle el rostro. Mathieu, que no era
inteligente, pero sabía «ventear», había olido la actitud que, de repente, se perfilaba
respecto a ellos en los estados mayores. Mimados por De Lattre, despreciados por
Navarre, se buscaba el convertir a los periodistas en los tontos emisarios de esta
derrota. Era difícil atacar públicamente a Francia y su Gobierno; por ello, se
empleaban intermediarios. No eran seres peligrosos, ya que jamás hallaban a nadie
que les defendiera, y estaban demasiado desunidos para formar un frente.
Mathieu todavía no le había enviado su carta al coronel Broussaille. Esperaba que
este primer contacto oficial de los periodistas con el Vietminh le permitiría reunir
nuevas pruebas contra Julien, Rovignon y los demás. Incluso se había llevado
consigo una cámara fotográfica que le colgaba muy alta del pecho, como unos
anteojos marinos.
Calamar trató de desenredar sus piernas, pero las hizo chocar contra una batahola
de hierro.
—Cabe esperar —dijo— que el amigo Phang esté en Vietri. De todos los viets es
el más interesante. Es coronel, ¡hum!, y no cuenta más que treinta y siete años. Tiene
una sonrisa maravillosa, apacible, radiante, y detrás de sus gafas de oro, sus pupilas
muestran esa tierna humildad de los corazones puros. Es muy guapo. Con su cabeza
ligeramente inclinada, tiene aspecto de religioso, y uno espera que cruce sus manos
para orar. El Comité Central, según se dice, le ha cedido Hanoi en el reparto, y su
verdadero nombre no es Phang, Jerome, sino Ndiem Van Ke.

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Calamar no apartaba sus ojos de las manos de Jerome, que estaban temblando. El
informe de Bernot era bueno. Phang era Ke, que había pasado algunos meses en un
seminario de Francia, y a quien Tuan-Van-Le había convertido a los dogmas más
humanos de la acción directa; era el mismo Ke al que Jerome le había pagado parte
de sus estudios en Francia.
—¿Qué es toda esa historia? —preguntó Rovignon, intrigado.
—Nada, amigo, ya sabes que Jerome no puede dar tres pasos en Asia sin
encontrarse con antiguos conocidos.
Jerome se levantó y se trasladó a la popa de la embarcación. Necesitaba estar
solo. Contemplando la espuma sucia del río, volvió a representarse a Ke y su sonrisa.
Rovignon le pegó una patada a Calamar.
—¿No puedes dejar en paz a Jerome?
—Desde hace veinticinco años escribo los mismos reportajes que él; desde hace
veinticinco años, sin esfuerzo, me arrincona en todas las esquinas. Jerome es como un
papel atrapamoscas al que todos se pegan. Siempre le van a la zaga para participarle
sus pequeñas congojas, sean nacionalistas o comunistas, vendedores de sopa,
banqueros de Cholon, generales chinos o rufianes corsos. Jerome es una especie de
vicio que tienen en su piel. Incluso Mamá Lien se conmueve cuando se entera de su
llegada. Conmigo se emplean zalemas y se tapan la nariz cuando voy a verles… ¿Por
qué?
—Tal vez sea porque jamás te lavas los dientes. Quizá porque a fuerza de
remover el lodo, empiezas a oler a estiércol.
Julien se había estirado en el fondo de la barca, con la cabeza colocada sobre un
macuto de soldado. No veía el río, pero oía sus ruidos y sobre sí tenía todo el cielo.
Calamar era quien le había rogado que fuera a Vietri.
—Te llevo en el viaje —le había dicho—. Trata de reunir todo lo que puedas
sobre los viets. En Francia ya empieza a preocuparles esta historia del Vietminh.
Desean, de repente, saberlo todo sobre estos tipos que han infligido una derrota a
nuestro valiente ejército… ¡Hum…! Así, es preciso que yo les fabrique una serie de
artículos para contarles todo esto, cómo es el hombre vietminh, y por qué se ha
perdido la guerra. ¡No pierdas de vista a Jerome! Te daré hasta mil piastras…
¿Qué se pensaba en Francia sobre esta guerra y la derrota? He aquí lo que se
preguntaba Julien. ¿Qué decía de todo ello tía Adriana? Seguro que había tenido
razón. ¿Y el tío Pierre? Diría que la guerra había sido mal conducida…
En el bote se había hecho el silencio; únicamente se percibía el chapaleo del agua
al chocar contra las planchas de acero.

Un año antes, Julien abandonó Francia tras una noche en que se adentró en el
mar, frente a Cannes, y regresó a la playa después de vencer el impulso de morir.
Mientras cursaba sus estudios en París, tío Pierre, su tutor, le enviaba todos los meses
una módica suma que le permitía vivir. Cada vez que se iba de vacaciones a Nimes, le

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compraba todo aquello que le hacía falta: trajes, calzado, libros…, siempre en los
almacenes y tiendas regentadas por protestantes. No obraba así por sectarismo, sino
porque creía que un calvinista no podía engañar sobre la calidad de su mercancía sin
traicionar a Dios.
Cuando Julien hubo terminado su licenciatura de inglés, y obtenido su diploma de
Ciencias Políticas, tío Pierre le dijo:
—Querido sobrino, a la muerte de tus padres, víctimas de un estúpido accidente
de automóvil, tomé tu educación a mi cargo. Pese a ciertos descarríos en tu conducta,
debo reconocer que has quedado bien clasificado en tus exámenes. Me habría gustado
que realizaras tu servicio militar, lo que no habría dejado de prestarte la madurez de
que adoleces; pero perteneces a una clase que está dispensada del servicio. Tanto
peor. Voy a entregarte la mitad de la herencia que te pertenece; no es mucho. Viaja
durante tres meses, y vuelve en octubre. Entonces nos ocuparemos de tu porvenir. Me
gustaría que trabajases conmigo en el diario, pero tu tío Etienne te querría con él en
Ginebra.
Julien había elegido Cannes para pasar sus vacaciones…, por el motivo de que
allí no conocía a nadie, porque la ciudad tenía cierta reputación de disipación, y
porque sus mujeres tenían fama de ser muy bonitas y fáciles.
Vivió durante tres días en un hotelito de la parte antigua, sobre el puerto, soñó
ante los veleros que dan la vuelta al mundo, en compañía de chicas de cabelleras
cortas y largas piernas. Allí fue donde halló a Mederis, un camarada de la facultad de
Ciencias Políticas, que llevaba una vida alegre. Tenía dinero, y toda una corte
agradablemente zalamera de parásitos de buena familia vivían y pululaban a su
alrededor. La pandilla, en su disipación, tenía sus normas. No se acostaban antes del
alba, se bañaban únicamente de noche, y toleraban todos los vicios, con tal que se
alardease de ellos.
Las relaciones mundanas, o el nombre, suplantaban a la inteligencia, la
desenvoltura a la cortesía, y cierta maledicencia era de buen gusto. Encerrada en sí
misma y en sus apetencias, extraña al mundo exterior, la pandilla de Mederis
arrastraba su aburrimiento y su snobismo por todos los cabarets de la costa, por todas
las playas particulares, ya que sus miembros, aunque alardeando de ideas de extrema
izquierda, no se comprometían nunca.
Julien tuvo aventuras con muchas, siempre con las que pertenecían al grupo; ellas
poseían cuerpos bronceados y diminutos, dientes blanquísimos; sabían reír y bailar,
nadar, hacer esquí náutico, y adoptar poses afectadas en la proa de los yates. Eran
bellos monstruos egoístas y limitados, de cuerpos ávidos que ella, cuidaban
apasionadamente.
Pasó de una a otra sin descubrir ninguna diferencia, a no ser el refinamiento más
o menos acentuado de ciertas técnicas eróticas. Creyó que el amor no existía, que el
mundo estaba gobernado por locos, aprovechados o cínicos, que no existía la
generosidad, que el sueño y la esperanza eran signos de debilidad, que la vida

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secretaba aburrimiento, y que era preferible aburrirse en un cierto ambiente, bebiendo
bebidas heladas y abrazando graciosas figurillas.
Julien, durante cierto tiempo; gozó con aquellos contactos de epidermis
alternando las mujeres; se entretuvo con aquel juego cruel e inútil, donde el mal se
hacía sonriendo, donde se abrazaba para morder, y se despreciaba para mejor abrazar.
Pero una noche, en la que había bebido más que de costumbre, en un cabaret a la
orilla del mar, sintió la necesidad de bañarse para aclarar su cerebro.
Nadó largo tiempo, hasta que desaparecieron las luces de la costa. Entonces se dio
cuenta de que no tenía deseos de regresar, sino de dejarse deslizar dulcemente,
pasando de su desencanto a la muerte. No comprendía cómo durante aquellos tres
meses, en los que nada le había ocurrido, se había olvidado de vivir. Debió hacer un
gran esfuerzo para volver a la playa y no dejarse llevar por el mar.
Al día siguiente, regresó a Nimes. Su tío Pierre, que había comprendido que se
hallaba bajo los efectos de una grave crisis, le había obtenido un pasaje gratuito y una
invitación para un mes en Indochina.

Vong, sosteniendo la metralleta con la mano derecha, corría a lo largo del


desembarcadero. El nuevo traje chino que había estrenado le era demasiado grande, y
el casco de palma le caía sobre la nariz. Se inmovilizó ante el coronel Phang y le
entregó el pliego que llevaba.
—Perdona, camarada, pero con estos nuevos vestidos no sé andar, este casco, y
este cinturón, y este… Phang le sonrió; tras sus gafas de oro, sus pupilas parecían
acariciadoras.
—Bueno, Vong, de sobra sabes que si toda la división 308 ha sido equipada
nuevamente para su entrada en Hanoi, no ha sido sin motivo. Será el día más glorioso
de nuestra historia. Anda, ve a que te acorten el traje, o cámbialo…
Le despidió con un gracioso ademán de su mano.
«Mostraba la misma sonrisa —pensó Vong— cuando hizo fusilar a Yu Teny a Le
Tiang-Ma; al primero, porque había robado un poco de arroz, y el otro porque había
comentado que la guerra era demasiado dura y quería volverse a su casa. El camarada
coronel incluso les había predicado sobre la moral, antes de que les disparasen una
bala sobre la nuca.
»—¿No crees, hermano mío —le había dicho a Le Tiang-Ma—, que has cometido
una grave falta contra tu país, contra la causa, al proclamar públicamente que tú, un
soldado del Ejército popular, ya estabas cansado y no querías seguir batiéndote? ¿No
crees que por esto mereces la muerte?».
Y el muy cretino de Ma, a causa de esta sonrisa y esta voz persuasiva, se había
mostrado casi de acuerdo.
Pero Vong conocía muy bien al coronel. Era su ordenanza desde hacía un año, y
sabía cuán duro e inexorable incluso podía ser, mostrando siempre su graciosa
sonrisa. No recordaba haberle visto perdonar una sola falta.

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Vong corrió hasta el pórtico de bambú donde estaba de guardia, y canturreó para
sí:

«Cielo, haz caer la lluvia


que tenga agua para beber,
que tenga un arrozal para laborar,
que tenga una medida de arroz,
que tenga un pescado cortado a gruesas rajas…».

Cuando la lluvia no se dignaba caer en el arrozal de Ninh Binh, cantaban esta


canción.
¿Volvería a ver nunca a sus padres? Cuando se marchó, uniéndose al Ejército
popular, no tenía más que quince años y se divertía organizando combates de búfalos.
Después se batió en Dien-Bien-Fu y conquistó una medalla que tendría derecho a
lucir sobre su pecho el día de la entrada de la división en Hanoi.
La guerra había terminado, pero Ma —que había hablado demasiado alto— ya no
estaría allí con él para beber «choum» y cantar con las jóvenes aquellos cantares tan
soeces en los que se cuenta con todo detalle lo que querría hacerse con ellas. Estos
cantares estaban prohibidos en el Ejército popular, pero ¿qué era lo que no estaba
prohibido? No se podía beber alcohol, ni jugar dinero, ni mostrarse grosero, ni sucio,
ni perseguir mujeres, ni decir que se tenía hambre cuando el estómago estaba
vacío…, ni desear volverse a casa.
El coronel Phang abrió el pliego. Era la lista mecanografiada de los periodistas
franceses y extranjeros que asistirían al intercambio de prisioneros.
Empezaba a conocerlos casi a todos: Maybrook, un americano barrigudo, siempre
con los brazos atrás, pero cuyo cigarrillo en perpetuo movimiento daba el ritmo de
sus pensamientos; Carsten, un inglés coloradote, en «shorts», que llevaba tatuado en
una de sus piernas su nombre, y en la otra su apellido; Straufer, un alemán que
solicitaría otra vez a los legionarios de su país antes de que fuesen liberados;
Rovignon y su zurrón lleno de botellas de cerveza; Faggerty, también americano…
En el último canje de prisioneros, ofreció una botella de «Coca-Cola» a un centinela
mientras un fotógrafo operaba…; luego intentaría vender a la firma esta foto
publicitaria de nuevo estilo. Gerbert, a quien sus camaradas llamaban Calamar. Se le
hallaba dormido en el lugar donde se le había dejado. Pero sus manos se apoderaban
de todos los documentos que pasaban junto a él. Julien Bréhat, un principiante sin
interés. A la lista se había añadido un nombre: Jerome.
Phang lo tachó con su estilográfica, como si pensara impedir, borrándolo, que
Jerome no estuviese allí dentro de algunas horas.
Descolgó el teléfono y pidió comunicación con Nguyen, en el puesto de la
comandancia de la división 308, en Fu Lo. Pero las líneas telefónicas funcionaban
mal, y el coronel tuvo que esperar largo tiempo para obtener la comunicación. Bajo el

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uniforme vietminh, sentía de nuevo agitarse al hombre que había querido olvidar y
destruir, un tal Ke, cuya tía era una abominable alcahueta; un muchacho romántico y
estúpido que había seguido al traidor de Tuan-Van-Le, y al que un enojoso periodista
había estado alimentando durante sus estudios en Francia. Jerome no hacía quizá más
que transmitirle el dinero de Mamá Lien, dinero que olía a opio, a rameras y a
concomitancias con la policía. Nguyen también había conocido a Jerome, y le
guardaba cierta simpatía. Nguyen dirigía desde hacía dos años los servicios de
Seguridad de la República Popular, y le diría cómo debía comportarse.
Para olvidar esos desagradables recuerdos, Phang no quería acordarse del rumor
que desde hacía algunos días circulaba con insistencia. Sería él el primero que
entraría en Hanoi, al frente del destacamento de vanguardia y quien tomaría a su
cargo la dirección del Comité administrativo y militar.
Los rumores repercutían en la división 308 como en una cuenca sonora. Quince
años antes, el seminario de Carmes también era una cuenca sonora repleta de secretos
que se escapaban para retornar en susurros por todas las bocas.
Phang, con la frente perlada de sudor, apuró un vaso de té, y luego se echó hacia
atrás en su silla, y cerró los ojos. Había abandonado el gran seminario a los seis
meses, habiendo obtenido lo que quería: el viaje gratuito a Francia. Luego tiró la
cogulla a las ortigas, y quiso continuar sus estudios.
París era una ciudad hostil que no se había dejado conquistar por su sonrisa, y en
la que pronto empezó a morirse de hambre. Uno de sus compatriotas le dio la
dirección del restaurante de la calle de la Escuela Politécnica. Avergonzado,
temblando de frío en su raído abrigo, empujó la puerta pintada de rojo. Entonces el
calor reconfortó su cuerpo, mezclado con los fragantes aromas de la cocina de su
país.
En la trastienda, Tuan-Van-Le celebraba sus reuniones. Acudían a ellas una
decena de hombres, jóvenes y hambrientos. El dueño del restaurante que sin ninguna
razón lanzaba agudos gritos, les servía gratuitamente tazones de sopa, en los que
nadaban algunos camarones y un poco de carne de cerdo. De acuerdo con Le,
informaba a la policía, y presentaba a dichas reuniones como las de una pequeña
secta religiosa, en las que a veces llegaba a hablarse de independencia. Algunos
ásperos gritos acogieron a Ke.
—Tienes hambre, ¿eh? No hay que avergonzarse de tener hambre. Pero yo,
cuando los otros tienen hambre, no estoy tranquilo, particularmente cuando son de mi
misma raza. Vete a la trastienda.
Ke comió sopa y calamares al apio, después arroz y buey ahumado. Aún se
acordaba de aquella comida. Le había servido la hija del dueño. Iba vestida al estilo
vietnamita, con un pantalón de seda y una túnica de faldones flotantes; su negra
cabellera descendía en una sola trenza hasta la cintura.
El propietario entró y se sentó frente a Ke.
—¿Quién te dijo que vinieras aquí?

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—Fue Hoang. Estuvimos juntos en el Instituto de Hanoi. Volví a hallarle esta
tarde, jugando al ping pong en «Ludo».
—¿Estudiante? —había preguntado el otro.
—Sí, me preparo para la licenciatura de matemáticas.
—¿Sin dinero?
—Ni esperanza de tenerlo.
Tuan-Van-Le entró con un impermeable demasiado largo, uno de cuyos bolsillos
estaba desgarrado, un sombrero excesivamente pequeño, y unos zapatos rotos. Tiró
sobre la mesa una pila de periódicos que llevaba, y escupió al suelo.
—¿Crees, Tiung, que por fin van a llegar a las manos?
—¿Quiénes?
—Los alemanes, los franceses, los ingleses y los demás.
Empezó a gesticular.
—Si se matan entre ellos, quedarán debilitados. Una guerra en Europa sería el
medio de poder efectuar nuestra sublevación en Indochina.
Entonces, Le se apercibió del joven.
—¿Quién es éste?
—Un amigo de Hoang; tenía hambre.
—Tu hija también tiene hambre. Mírala.
Se instaló delante de Ke.
—Explícate.
Ke ya no siguió viendo la fealdad del hombre, sino sus ojos ávidos que exigían,
su boca nerviosa que se torcía, impaciente. Ke le habló de su infancia en el barrio de
la estación, en Hanoi, de las calles tan sucias, y de los franceses vestidos de blanco
que hacían una mueca cuando pasaban por el lado de los nativos.
Su padre, un «tri fu» (subprefecto), había muerto dejando a su viuda en la miseria.
Quienes le habían pagado los estudios eran unos parientes lejanos. Con la
nacionalidad francesa que poseía, había asistido en el Instituto a las mismas clases
que los hijos de los blancos, pero éstos le llamaban boy. Odiaba a los franceses.
—Exageras —le dijo Le—. En Francia son muy soportables. Yo me he arrastrado
por todo el mundo y he podido compararlos a los demás pueblos. Son los menos
racistas, pero están obsesionados por su egoísmo de pequeños burgueses, secos e
inteligentes.
—¿Y sus hijas? Yo hacía los ejercicios de una de ellas en el instituto, y me decía
riéndose: «Gracias, pequeño nah-qué». Luego se marchaba del brazo de un joven
cretino, que tenía la piel blanca.
—Jerome, un periodista francés se enamoró locamente en Shanghai de una china
de buena familia —explicó Tuan—. En su oficio, este Jerome es un gran personaje.
Le pidió a la joven casarse con ella. También ella se le rió en las narices. La blanca
no se casa con un negro, la china no se casa con un blanco… El racismo está en todas
partes, y es muy estúpido y muy fuerte.

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Ke, entonces, le explicó cómo había descubierto en sí la vocación religiosa para
no pagar el pasaje. Aquello tuvo la virtud de divertir a Tuan-Van-Le.
—¿Y ahora, cómo vas a vivir? —le preguntó.
—No lo sé.
Tuan-Van-Le se echó a reír y se golpeó los muslos.
—Ya lo hallé; irás a vivir a casa de Jerome.
Jerome habitaba un gran apartamento heredado de sus padres, en aquella parte de
la calle de Bac, donde por la tarde suenan una tras otra las cantarinas campanas de los
conventos.
Allí se instaló Ke. En el apartamento ya vivían una peruana que se paseaba en
poncho y cantaba con voz rauca; un etnólogo americano que no comía más que
conservas, de las que poseía gran número de latas; un par de jóvenes checos, que se
amaban, para odiarse luego violentamente, y volver a amarse.
Jerome estaba ausente, realizando un reportaje en el extranjero, y todos le
esperaban como a la vieja tía del campo que llega siempre con los brazos cargados de
provisiones.
Ke fue feliz; pasó algunas noches con la peruana. El americano le prestó dinero, y
los checos le hicieron beber vodka y comer arenques del Báltico. Pero, ante todo, fue
admitido en el grupo de Tuan-Van-Le. Algunos extraños hombres llegaban ciertas
noches de Yunnan, Pekín, Shanghai, o el Japón. La policía los había perseguido por
los poblados Thai de la Región Alta. Habían estado navegando en viejos buques de
carga que transportaban opio, y todos poseían dos o tres identidades. Su risa era sana,
y no albergaban odio alguno. Pero varios de entre ellos habían participado en
atentados que costaron la vida a administradores u oficiales franceses.
Ke imprimió octavillas, distribuyó un diario clandestino y trabó conocimiento con
otro grupo que trabajaba paralelamente con el suyo, y se beneficiaba de la protección
de los comunistas del «Frente nacionalista indochino». Su jefe era un tal Nguyen Ai
Quoc. Según Le, había sido un deplorable fotógrafo de Batignolles, un mediocre
traductor en China, al servicio de Borodín, y perdía su tiempo en discursos inútiles.
En 1930, Quoc, queriendo pasar a la acción, montó unas «marchas de aldeanos»
sobre Vinh, lo que les valió a todos los cuadros de su partido ser batidos o enviados a
la cárcel de Poulo Condor. Quoc, a la sazón, estaba en China. Varias veces al mes, los
cuadros del «Frente» se reunían en París con los hombres de Tuan-Van-Le para
preparar un programa de acción común, pero sin llegar jamás a ponerse de acuerdo.
Los comunistas, ligados a una estricta ortodoxia, querían empezar provocando
movimientos de reivindicación de clases, mientras que Le exigía que se pasara
inmediatamente a la acción para hacer la vida insoportable a los franceses. Según él,
la guerra era inminente, y no había tiempo para perderlo en los meandros de la
dialéctica marxista.
Nguyen Ai Quoc le propuso a Le un encuentro en Yunnan Fu, en donde acababa
de establecerse. Le pensó que Quoc era un maniático de la precaución, y que muy

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bien podían verse en París o en Ginebra.
La guerra no estalló. Chamberlain se marchó a Munich con su triste semblante y
su negro paraguas, y los franceses, aliviados, hicieron de ese británico amante de la
paz un héroe nacional.
Durante el transcurso de una reunión de la que Ke aún conservaba tan vivo el
recuerdo como de su primera comida vietnamita en París, Tuan-Van-Le proclamó:
—Los franceses no piensan más que en encerrarse dentro de su pequeño país, sus
pequeñas ciudades, sus pequeñas casas. Como ancianos, no miran al mundo más que
a través de sus ventanas, apartando un poco las cortinas. Piensan que ya han sufrido
bastante y pensado para los demás, que ya les han mecido suficientemente durante
siglos. Quieren su retiro de gran pueblo, quieren cobrar pensiones y que se les deje en
paz para soñar en sus pasadas glorias. Francia capitulará ante nosotros por egoísmo,
por pereza, para poder adormecerse ante una blanda decadencia.
Pero Nguyen Ai Quoc —que acababa de adoptar el nombre de Ho-Chi-Minh—
había tenido razón al instalarse en Kwang-Si. La policía, de repente, se mostró muy
activa, y Tuan-Van-Le sólo tuvo tiempo de coger su equipaje y desaparecer. Fueron
arrestados militantes, se cerró el restaurante, y Ke recibió el consejo de evitar durante
algún tiempo la calle de la Escuela Politécnica. De nuevo se sintió desamparado.
Fue entonces cuando Jerome llegó de China.
Ke esperaba hallarse ante otro personaje, una especie de Tuan-Van-Le en versión
de periodista, un ser malicioso y agitado, lleno de aparatos fotográficos, con
propósitos subversivos. Enguantado, vestido de negro, con un sombrero de bordes
redondeados en la mano, pesando sus palabras y cuidadoso de sus ademanes, Jerome
más bien daba la impresión de pertenecer al Quai d’Orsay. Los miembros de la tribu
que acampaban en su casa no le parecieron impresionados por sus modales distantes.
Registraron su equipaje, desenrollaron pinturas chinas, y se apoderaron de kimonos
japoneses.
Así que su llegada fue conocida, aparecieron toda clase de individuos: chinos,
japoneses, ingleses, persas, americanos, kurdos… Unos eran ricos, si bien
aparentaban no tener dinero, los otros estaban famélicos, pero se ajustaban bien a su
pobreza, ya que todos estaban seguros de cambiar pronto de vida, mudar la actual por
alguna maravillosa aventura.
Entre los amigos de Jerome, Ke volvió a hallar a Nguyen. Pertenecía al grupo de
los indochinos comunistas. Ke estaba demasiado desconcertado por la personalidad
de Jerome para tratar de emplear artimañas con su compatriota.
—¿Quién es ese tipo? —le preguntó—. Me han dicho que escribe en Le Temps,
un periódico de los más conservadores; su padre fue embajador. Pasa por ser amigo
de varios ministros y de un jefe del partido que gobierna. Pero nos ampara a todos. El
americano es comunista…
—Un comunista muy literario… —dijo Nguyen ambiguamente.
—Nosotros queremos echar a los franceses de Indochina. ¿Es que no lo sabe

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Jerome?
Nguyen empezó a contonearse sobre una pierna y luego sobre la otra.
—Te engañas; sigue tan de cerca nuestra acción que durante largo tiempo
llegamos a pensar que era uno de esos superpolizontes que el capitalismo utiliza para
defenderse. No es nada de eso. Con su rostro inmóvil y sus ojos acuosos, sus camisas
blancas, sus guantes y su sombrero, este gran burgués representa cierta tradición
francesa de amistad, incluso de complicidad para todos cuantos se rebelan contra un
orden de cosas establecido, aunque dicho orden haya sido establecido por su país…
Debe ser el recuerdo de la revolución de 1789… ¡Vete a saber! A causa de ciertos
tipos como él jamás podremos odiar completamente a Francia.
Luego, Nguyen añadió:
—Jerome, ante todo, es un testigo, complaciente tal vez, pero jamás nos ayudará
en nuestra acción. Se halla excesivamente ligado a cierta forma de vida, y es
demasiado honrado en el sentido burgués de este vocablo para tomar partido contra
su país. En el fondo, quizá no sea más que un buen periodista.
Ke se dejó conquistar fácilmente por Jerome. Fue seducido por su tolerancia, su
discreción, la forma que tenía de rechazar la violencia, y al mismo tiempo excusarla.
Le acompañó en sus largos paseos por el bosque de Fontainebleau, y se convirtió en
el discípulo pegado a sus talones. Gracias a Jerome aprendió la historia de su país,
comprendió que algunos blancos querían unirse a él, aportando su lógica de hombres
latinos, pero anhelando, ellos que eran viejos; un poco de la turbulencia y de la eterna
infancia de los pueblos amarillos.
Un día, Jerome le contó esta práctica de la antigua medicina china:
—Cuando, en el Seu Chuen, un anciano atrapa el mal que se llama «cansancio de
la vida»; cuando, inmóvil en su cama, se ofrece a la muerte, rechaza los alimentos,
cierra los ojos al sol y los oídos al canto de los pájaros; para curarle, los médicos
hacen entrar en su habitación a los niños, a los que dejan gritar y jugar en torno al
lecho del moribundo. Gracias a la fuerza de su juventud, a sus efluvios de vida, curan
al enfermo. Europa tiene cansancio de la vida; necesita que al pie de su lecho jueguen
los niños amarillos.
Un día, Ke le espetó a Jerome:
—Pero usted sabe que Tuan-Van-Le, que Nguyen, que yo mismo, luchamos
contra su país. ¿No es su deber de francés entregarnos a la policía?
—Únicamente luchando contra nosotros, tratando de arrancaros de vosotros
mismos lo que nosotros os hemos dado, os daréis cuenta de cuán necesarios os
somos.
Y en este momento de la evocación, Vong, el asistente, arrancó al coronel Phang
de entre las manos de Ke.
—Camarada, ahí están los periodistas. Van sucios, mal afeitados, y están de muy
mal humor. Han debido pasar la noche en su embarcación. Phang se levantó, se
encasquetó el casco y, balanceando los brazos, siguió al ordenanza. El coronel no

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había conseguido la comunicación con Nguyen.

—Hace calor —comentó Rovignon, pasándose un sucio pañuelo por la frente y la


nuca, y luego por debajo de su camisa, para secarse el pecho.
Los periodistas estaban en una pequeña playa de arena blanca a la que habían
venido a beacher[9] las embarcaciones. Ante las mismas se levantaba una especie de
pórtico hecho de cartón y de bambú, coronado por una pancarta escrita en francés:
«Viva la paz de los pueblos». Por doquier flotaba la bandera roja con la estrella
amarilla. La población, vestida de negro, se agrupaba lentamente a una y otra parte
del pórtico; los niños desnudos se perseguían y rodaban por la arena. Los pedazos de
paño rojo que enarbolaban se parecían a esos emblemas grotescos que otros niños del
Sur agitaban en la Fiesta de la Luna.
Un helicóptero, que iba en busca de los prisioneros malheridos, salpicó de arena a
la muchedumbre negra, arrancó los sombreros cónicos de los nah-qués, y el paraguas
negro de un notable con perilla. Todo el mundo se divirtió mucho con este incidente,
excepto el cameraman americano, cuya cámara quedó inutilizada por la arena.
Calamar había hallado un rincón sombreado cerca de la multitud y, con las
rodillas remontadas hasta el mentón, se había dormido. Dos centinelas vietminhs
daban vueltas a su alrededor. Al fin, uno que parecía ser un oficial[10] se acercó para
explicarle prolija y calmosamente al periodista que se encontraba en territorio
prohibido, que por su seguridad era preferible que se uniera a sus compañeros, ya que
la población sobreexcitada podría jugarle una mala pasada.

Calamar abrió un ojo.


—La población se ríe de todo eso; la guerra ha terminado y todo le parece tonto;
los franceses, el helicóptero, el Vietminh, yo mismo…
El oficial repetía incansablemente:
—Tiene usted que levantarse de aquí… Su seguridad… Nosotros somos
responsables…
El periodista, aunque de mal grado, obedeció y se reunió con Jerome.
—¡Mira que llegan a ser fastidiosos estos viets! Siempre con el aire de querer
convertirle a uno, y mejorarle. Sin embargo, yo soy un caso desesperado.
Con su enorme nuez proyectada hacia delante, continuó su protesta.
Jerome contemplaba a los tres centinelas y al oficial. Pertenecían a otra raza que
la de estos annamitas de figura grácil y huidiza que no parecían aptos más que para
hacer de boys. Tuan-Van-Le, en uno de sus accesos de orgullo, le había dicho en
París:
—Yo crearé en el Vietnam una nueva raza.
Esta raza existía ya, pero se había formado sin su concurso. Todos estos vietminhs
se parecían, con sus ropas flotantes por demasiado amplias, y silenciosos sobre su
zapatillas de caucho. Sus rostros aparecían demacrados, y cuando estaban a contraluz,

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la negra cuenca de sus órbitas recordaba la de los muertos.
Los vietminhs. Eran niños viejos que habían sufrido atrozmente durante sus ocho
años de guerra. Habían estado viviendo entre el lodazal de los arrozales y el agua de
«los pantanos, muriéndose de hambre y consumidos por la fiebre; se habían
arrastrado por las sendas de la Región Alta como un enjambre de hormigas llevando
pesos superiores al suyo propio. Eran personas graves y acompasadas, minuciosas
para la tarea más nimia, pero habían perdido la virtud de su juventud. Aquellos
revolucionarios agotados, de rostros frailunos, como si se hubieran entregado al
ascetismo, inquietaban a Jerome como todo lo que significaba un atentado contra la
prudente medida de las cosas, lo mismo que contra el hombre, tal como lo concebía.
Rovignon tiró al agua el bote de cerveza que acababa de engullir, eructó y
exclamó, satisfecho:
—¿Sabías que los viets no besan?
—¿Qué estás diciendo?
—Verás, intenté comprender por qué me fastidiaban. Y ahora ya lo sé. Los viets
son unos cuáqueros con ametralladoras. Y aunque no tienen religión, o por mejor
decir, no creen en Dios, han hallado al menos el medio de librarse del pecado carnal.
¡Ahora, entiéndelo!
Calamar encendió un cigarrillo, exhaló dos bocanadas y luego lo aplastó con una
mueca de disgusto; sabía a paja mojada.
—¡Bueno, ahí llega nuestro coronel Phang!
Phang, después de atravesar el pórtico, descendía hacia la playa, esbelto y muy
elegante dentro de su sencillo uniforme de tela verde. El sol jugueteaba en los
cristales de sus gafas. Empezó a distribuir fuertes apretones de manos entre los
periodistas reunidos, acompañándolos de amistosos movimientos de cabeza y, de
repente, se encontró delante de Jerome.
—Soy el coronel Phang, encargado de las relaciones con la Prensa. Estoy
encantado de verle a usted aquí, amigo Jerome. La presencia entre nosotros de un
periodista tan reputado como usted no puede menos que ayudar a consolidar las bases
todavía frágiles de la paz.
Jerome se inclinó.
—Es un honor para mí conocerle, coronel.
Jerome se dio cuenta al instante de que el coronel Phang había adquirido ya el
sello vietminh. Cuando andaba, las ropas parecían flotar a su alrededor, su sonrisa
parecía estereotipada; el hombre no existía ya, sino solamente la envoltura externa.
Una noche en París, mientras Jerome estaba en su despacho corrigiendo su libro
sobre el final de Shanghai, escrito con su caligrafía de colegial aplicado, le visitó Ke.
Parecía hallarse algo trastornado, y tras sentarse en una butaca, se llevó de mala
manera un cigarrillo a los labios, pese a no fumar jamás.
—Jerome, quisiera decirte una cosa que me avergüenza y que hasta ahora te he
ocultado. Además, quiero que me aconsejes si debo decírselo a Tuan-Van-Le.

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¿Conoces a Mamá Lien, de Hanoi?
—Seguro, como todo el mundo. Siempre que paso por aquella ciudad, voy a su
casa a fumar algunas pipas…
—¿Y a pasar el rato con alguna chica?
—A lo mejor. ¿Por qué no?
—Es mi tía, la hermana de mi madre. Ella es quien ha pagado mis estudios en la
Universidad. Trabaja para la policía, para todo el mundo…
—¿Y eso qué importa? A mí me resulta muy simpática Mamá Lien.
—Una alcahueta.
—¿Por eso fue por lo que quisiste hacerte sacerdote? Ahora comprendo que no
fue únicamente para poder venir a Francia por lo que deseaste vestir la sotana.
Jerome había dejado el trabajo, marchándose ambos al cine. Luego hallaron a
Tuan-Van-Le en la «Closerie des Lilas». Le estaba bebiendo, y le contaba a una
danesa bastante gruesa, que hasta aquel momento había creído que los asiáticos eran
seres misteriosos, traicioneros y delicados, una serie de obscenidades muy poco de
acuerdo con las creencias de la dama. Ke, atropelladamente, hizo su confesión:
—Soy sobrino de Mamá Lien.
Tuan-Van-Le se golpeó un muslo.
—¡Fantástico! Cuando era joven y fumaba menos que ahora, Lien fue una mujer
muy hermosa. Incluso llegué a acostarme con ella… y me desperté en Poulo Condor.
En aquellos tiempos ya era soplona de la policía. Claro que por su cuenta y razón.
¿Qué quieres beber?
—Nada.
Durante un segundo, Jerome observó cómo se estrechaban las pupilas de Ke, para
volver a adquirir su acariciadora dulzura. El joven vietnamita se levantó y,
deslizándose por entre las sillas de la terraza, se marchó al observatorio.
—Hace mucho tiempo que lo sabía —explicó Le—, pero me gusta que me lo
haya confesado él mismo.
Aquella noche, debido a haber bebido bastante, y al placer que experimentaba
ante el asombro de la obesa danesa, Le contó su aventura con Lien.
—Entiéndeme, Jerome, yo sabía muy bien lo que arriesgaba yendo con ella. Yo
era un agitador, pero sin tomármelo muy en serio. Necesitaba sufrir la confirmación,
es decir, lo que únicamente se obtiene si te encierran en la cárcel, o al menos en la
Prefectura.
Tanto para asombrar a Lien, como para impulsarla a obrar, exageré mi propia
importancia. Lien era ya muy inteligente, y creo que comprendió mis deseos. En
Poulo Condor no lo pasé mal del todo, ya que me dieron el destino de médico de los
presos. Podía pasar de un barracón a otro. Y fue allí mismo donde creé el partido…
Asombroso, ¿eh?
Y ahora Ke, convertido en el coronel Phang, evitaba estrecharle la mano; Lien
fumaba sus últimas pipas de opio en su casa de Hanoi; Tuan-Van-Le andaba huido

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por alguna parte, y Jerome, viejo, al final de su vida activa, no pensaba más que en
estar lejos…, muy lejos de ese drama.

Empezó el canje de prisioneros.


Los presos vietminhs desembarcaron de los barcos, y la muchedumbre empezó a
gritar cadenciosamente:
—Moun Nam, Moun Nam Ho-Chi-Minh![11] —agitando al aire sus sombreros
cónicos y los paraguas. Los centinelas, con sus cascos de palma recubierta de tela
verde, seguían el compás de las aclamaciones. Una orquestina muy endeble
interpretaba el himno nacional con dos violines y tres mandolinas.
Los prisioneros, como abatidos al principio, pero sabedores al fin de lo que
debían hacer, gritaban con toda la fuerza de sus pulmones. De grupo en grupo pasó
una consigna. Entonces, todos echaron al agua los gorros de tamojal que les habían
dado los franceses, pisotearon las cantimploras, se arrancaron los vestidos de color
caqui, mientras empezaban a ponerse pantalones y guerreras de tela negra.
Luego, unos enfermeros vestidos de blanco, y con una mascarilla en la cara,
acudieron con toscas pinzas a recoger los uniformes y, colocándolos sobre unas
parihuelas, hicieron ademán de llevarlos a un horno crematorio. Parecían
extremadamente vejados, y simulaban náuseas. Pero al llegar detrás de los arbustos,
recontaban cuidadosamente todos los uniformes, ya que el ejército popular tenía gran
necesidad de ellos. La población seguía con sus aclamaciones, y la orquestina intentó
tocar un ritmo más alegre y vocinglero, mientras todas las manos seguían el compás.
Jerome se aproximó a Phang.
—Coronel, considero que esta mascarada es de Un efecto deplorable…, para la
futura amistad de los pueblos.
Phang, molesto, abatió la cabeza, pero luego exclamó secamente:
—Tenemos que prevenir los riesgos de una epidemia.
Rovignon lanzó una especie de bufido.
—Los uniformes entregados a los prisioneros eran nuevos, y han sido fumigados
enteramente con DDT; también su entusiasmo es nuevo…, me refiero al de los
prisioneros, ya que en Haifong ha habido necesidad de darles de culatazos para
obligarles a embarcar. ¿No lo sabía usted?
Phang esbozó una sonrisa forzada.
—Creo que exagera usted.
Julien hizo un descubrimiento: el coronel vietminh se parecía al capitán Mathieu.
Debía odiar las mismas cosas que éste, y sobre todo esta especie de inconformismo
que adoptan todos los periodistas para simplificar sus relaciones humanas. Esta
libertad de propósitos y de trato, a sus ojos, sólo podía influir de manera
comprometedora en el sabio equilibrio de las jerarquías militares o políticas.
Los miembros de la Prensa fueron invitados a entrar en una cabaña, donde se les
sirvió té tibio y algunas confituras. Los periodistas pudieron instalarse sobre unas

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tablas para reposar, mientras que en el exterior el calor espesaba el aire. Vong, el
ordenanza, pasó la nariz por entre una abertura de los bambúes para observar mejor a
los hombres blancos, a quienes los pequeños vietminhs habían vencido
vergonzosamente. Pero los blancos no parecían hallarse muy afectados por esa
derrota.
Uno engullía el contenido de una lata de conservas; otros dos, sentados en el
suelo, jugaban a los dados mientras se pasaban de mano en mano una botella de
alcohol. Transpiraban, olían a sudor, estaban sucios, pero Vong tuvo la impresión de
que tanto su piel como sus vestidos habían sido cortados a la medida, y que se
hallaban muy a su gusto. Al volver a su puesto, el ordenanza se preguntaba:
«¿Vale más ser vencedor, o hallarse a gusto dentro de la piel?». Y pensó en la
medalla que se colgaría del pecho al entrar en Hanoi, acabando por optar por el clan
de los vencedores.
Los prisioneros franceses llegaron conducidos por un sendero. Pálidos, flacos,
barbudos, ridículos en sus trajes vietminhs, avanzaban con miradas vacuas,
canturreando en un ritmo de melopea negroide los cantos que les habían enseñado en
los campamentos.
Iban encuadrados entre sus guardianes, sonrientes y suaves, acompañados por los
músicos y las danzarinas de la compañía teatral del Ejército popular. Los músicos que
rascaban sus guitarras y sus mandolinas, trataban de darle a esta liberación un aspecto
festivo. Esta mala representación de campaña era tan penosa como una mascarada.
Cada cinco minutos y a una voz de mando, los prisioneros levantaban la mano,
murmurando algún slogan sobre la paz de los pueblos o la democracia; pero todos
fijaban sus miradas en las embarcaciones que les aguardaban.
Antes de embarcar, todos fueron llevados a una especie de cobertizo donde los
médicos los fueron clasificando según la gravedad de los casos: pocos heridos graves,
y muchos disentéricos de rostros oliváceos.
Cada periodista eligió un prisionero para interrogarle.
Jerome se había fijado en un joven de cráneo pelado, el cual conservaba cierto
orgullo en su porte y en su cabeza erguida. No mostraba en su mirada aquella avidez
con que sus camaradas seguían las manos de los enfermeros que distribuían los
víveres. Jerome se le acercó:
—¿Contento de ser liberado?
—Naturalmente, señor periodista, pero aun a riesgo de sorprenderle a usted, debo
decirle que no me pesa la experiencia de mi cautiverio.
Jerome había sacado un bloc.
—¿Mi nombre? Capitán Morier, del Segundo batallón de paracaidistas. Herido y
hecho prisionero en Dien-Bien-Fu. Podía andar, y mis compañeros me ayudaron;
además, deseaba ardientemente seguir viviendo. Al llegar al campamento de Than
Hoa, no podía más. Allí logré recobrar mis fuerzas y empezar a interesarme por
cuanto ocurría a mi alrededor. No tengo tiempo para describirle nuestra existencia en

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ese campamento, pero puedo darle a conocer las conclusiones a las que he llegado.
Puede hacerlas publicar debajo de mi fotografía, porque actualmente ya no me
importa. Sepa usted que los vietminhs han puesto en marcha un tipo de ejército muy
notable, donde cada soldado es a la vez un propagandista, un maestro de escuela, un
policía; y cada oficial un administrador, un sacerdote, y un ingeniero agrónomo.
Tras una pausa, continuó:
—Para luchar contra un ejército así, haría falta un ejército de la misma clase, una
especie de orden militar; si no, la derrota es cosa segura. No me gusta ser vencido, no
me gusta en absoluto verme mandado por jefes incapaces, pero todavía me gustaría
menos verme convertido en un monje militar, o transformado en hermano predicador
de una nueva doctrina. Por lo tanto, yo, el capitán Morier, abandono el Ejército
francés, porque tal como está organizado no puede triunfar aquí, y por otra parte, no
puedo admitirlo más que tal como es al presente.
—¿Qué piensa hacer?
El capitán, cuyos ojos centellearon de malicia, respondió:
—Tal vez me dejaré tentar por el periodismo. En los campamentos vietminhs casi
llegué a olvidarme de mi condición de oficial para no ser más que un espectador…,
un testigo. —Indicando a un viet, añadió—: Mire, allí está el bravo Vinn, el jefe de
nuestro campamento. Hacía el servicio pesado con nosotros, comía lo mismo que los
presos, dormía a nuestro lado sobre un colchón, lleno de obsequiosidades, de buena
voluntad, y nos recitaba continuamente su catecismo. De un solo golpe me curó de la
tentación comunista, de cualquier forma de vida colectiva y del ejército.
El capitán hizo un gesto a su guardián.
—¡Adiós, Vinn, y gracias! ¿Se da usted cuenta? Casi está seguro de haberme
convertido, por haberle escuchado; ¡Y es que yo soy tan curioso…!
Julien daba vueltas en torno a las danzarinas que llevaban el uniforme del Ejército
popular. Tres de ellas eran muy hermosas, con sus largas trenzas terminadas en unas
cintas de color rosado.
Jugueteaban con sus trenzas alrededor de un prisionero norteafricano, lívido,
cuyos negros labios dejaban entrever una blanca boca aftosa. Julien se sentó en un
banquillo, al lado del prisionero. El norteafricano lanzaba algunos gruñidos roncos e
inarticulados. Estaba al cabo de su resistencia, y en sus enormes ojos vacíos no había
más que una inmensa resignación, sin fijarse en las jóvenes, ni siquiera en los barcos
cuyos motores comenzaban a ronronear a pocos metros de donde él estaba.
Julien le preguntó a una de las jóvenes vietminhs:
—¿Cuál es vuestra vida en el Ejército popular?
Ella vaciló. En el transcurso de la última sesión de autocrítica, le habían
reprochado haberse abandonado excesivamente a sus impulsos. Pero la pregunta del
blanco —la danzarina había reparado ya en que se trataba de un joven muy guapo—
la había halagado.
—Mi vida es igual a la de todos los soldados del Ejército democrático del

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Vietminh.
Aunque su acento era exótico, hablaba el francés correctamente.
—Nuestra tropa estuvo en Dien-Bien-Fu, y fuimos enviadas en grupitos de tres o
cuatro a las trincheras para cantarles a los soldados canciones de sus arrozales.
—¿Sois también enfermeras?
—Las enfermeras allí eran otras jóvenes. Nosotras solamente teníamos que
cantar; esto es muy importante para los soldados, más que los medicamentos. Elevó
orgullosamente hacia el cielo su naricilla, y sacudió sus trenzas. Una de ellas rozó el
rostro de Julien, quien pretendió cogerla. Un antiguo reflejo de niño.
—Vosotros no podéis comprenderlo.
—Sí.
Julien se levantó y señaló al norteafricano.
—Pero a éste habríais podido darle algo más que canciones. A éste no le
importaban nada vuestras tonterías.
—¿Tonterías? —repitió la vietminh, desconcertada.
Julien sacudió la cabeza. De repente, ante aquella pequeña viet, él se sentía un
adulto completo. Se levantó y se ausentó, descendiendo lentamente hacia el río Rojo.
No podía soportar la vista de aquel artillero marroquí que iba a morir, sin saber por
qué.
La joven vietminh, con su pantalón de tela que le abombaba ligeramente las
pantorrillas, con sus trenzas y sus bellas fórmulas, se creía importante. Era hermosa, y
cuando sus ojos y su nariz se replegaban un poco, graciosamente, daba una vuelta
sobre sí misma, se olvidaba su vestido y la mochila de su espalda, para no ver más
que su fina carita y su juventud. Lo demás era pura comedia, una mala farsa montada
por lo peor que hay en el mundo: los criados, los ayudantes y los burócratas.

Rovignon le preguntó a un soldado esquelético, cuyos descarnados brazos le


colgaban entre las piernas:
—¿Cree usted que fue traicionado en Dien-Bien-Fu?
El soldado le contempló y, con una sonrisa de viejo, contestó:
—Se nos empezó a traicionar cuando nuestras madres nos pusieron al mundo.
Una vez terminado el canje de prisioneros, un «ordenanza» invitó, de parte del
coronel Phang, a Julien Bréhat y a Jerome, «dos periodistas elegidos al azar de la
lista», a pasar la noche en el campamento vietminh, si les complacía.
Calamar comentó:
—¡Ajajá! Incluso ellos necesitan a Jerome…, para expansionar su corazoncito, y
para que no sea dicho, han escogido asimismo a Julien, que no significa nada…,
menos que una hojita de col.
Julien y Jerome siguieron al can bó y atravesaron el poblado de cabañas
recientemente construidas, adornadas con banderas y gallardetes. Allí era donde los
prisioneros franceses aguardaban su liberación.

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Al fin un vietminh, sin casco, aunque vestido como soldado raso, se les acercó.
Jerome le reconoció en seguida. Era Nguyen. Conservaba la misma cabeza de conejo
de un dibujo animado, con su mandíbula superior proyectada hacia delante, mientras
la inferior se retraía. Se dirigió a Jerome y le abrazó fuertemente.
—¡Bueno, Jerome, hemos hecho una buena labor! ¿Has visto? Poseemos un
ejército y formamos una nación. Estoy contento de que estés aquí para verlo.
—¿Por qué?
Como antaño, Nguyen se balanceaba, primero sobre una pierna y luego sobre la
otra:
—Quiero que les digas a los tuyos que nosotros no conservamos ningún odio
hacia Francia, o al menos contra el pueblo francés. Se ha establecido y podremos
reanudar las relaciones normales de amistad, basada, claro está, como toda amistad
verdadera, sobre el plano de la igualdad…
—¿Esta guerra no ha dejado rencores?
—Seguro. Pero con el tiempo, llegaremos a olvidar nuestros poblados arrasados
como la palma de la mano, nuestros soldados torturados… Vuestros policías y
vuestros oficiales de información, esto lo sabemos muy bien, utilizaban los
procedimientos de la Gestapo —hizo un gesto con la mano como para alejar
recuerdos desagradables, pero su voz había cambiado y había algo de contención en
su acento cuando prosiguió—: ¿Te acuerdas de París, de la calle del Príncipe?
¿Sigues en el mismo apartamento de la calle de Bac…?
Julien permanecía un poco apartado, sintiéndose un intruso entre aquellos viejos
conocidos.
—Tuve que venderlo…
El coronel Phang se unió a ellos. También mostrábase más humano, y pasó un
brazo por los hombros de Jerome, como había hecho Nguyen, pero acompañando el
gesto con su mejor sonrisa.
—Perdóname por lo de antes; fingí no reconocerte…, pero es que no vale la pena
dar un espectáculo, ¿verdad? Estoy muy contento de volver a verte.
Jerome comprendió que Ke le había pedido a Nguyen la autorización a
reconocerle. Esta práctica la hallaba de mal gusto y era pueril, como los protocolos de
ciertas órdenes religiosas, pensaba.
Cenaron en una cabaña a la orilla del río, servidos por silenciosos soldados. La
noche era cálida, húmeda, llena de los zumbidos de los insectos, mientras del agua
ascendían unos ruidos misteriosos y molestos.
Phang había colocado al lado de Julien a una joven algo gruesa, de cabellos ralos
y aceitosos, de cara neutra, voz sonora, aunque sin tono. Iba respondiendo a todas las
preguntas que su vecino le planteaba, tanto sobre las previsiones sobre la próxima
cosecha de arroz y la dialéctica marxista, como acerca de la reforma agraria, y todo
ello sin el menor asomo de duda, citando cifras como un manual. Julien se divirtió
con ella unos minutos, y luego se inclinó a Jerome:

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Esta chica es un dictáfono. Si aprietas un botón, empieza a hablar; todo parece
tenerlo registrado como en una cinta. Los vietminhs deben carecer de material de
oficinas, por lo que se llevan consigo a la joven «dictáfono», al sargento máquina de
escribir, al ayudante fichero…
Se volvió hacia la joven:
—Señorita, ¿ha sentido usted ya ganas de morirse?
El «dictáfono» se cerró, mientras la joven abría la boca. Jerome se vio forzado a
sonreír; los pómulos del coronel Phang se colorearon con un ligero tono carmesí,
signo de cólera. Nguyen adelantó su mandíbula inferior, signo de interés. Junto a la
orilla saltó un enorme pez, y todos tuvieron la impresión de haber recibido una ducha.
Tras algunos rechinamientos, el «dictáfono» volvió a ponerse en marcha:
—El suicidio es una enfermedad de los países capitalistas, desconocida en los
países comunistas. Los únicos casos de suicidio que se han registrado en la República
democrática del Vietnam, son los de antiguos capitalistas o especuladores incapaces
de adaptarse a su nueva forma de vida, o queriendo escapar a la justicia del pueblo.
Ha habido 122 casos en el período comprendido entre el primero de julio de 1953 y el
treinta de junio de 1954.
Se sirvió una comida excelente: caza, pescado de río, carne de búfalo, vinos
franceses. Phang elogió la nueva literatura vietminh, «que habiendo dejado de ser una
diversión de esteta, se había puesto al servicio del pueblo», y de la poesía popular,
«que, en lugar de utilizar los eternos temas del amor, ya tan manidos, incitaba ahora
al hombre al combate y al trabajo».
Nguyen dio su aprobación. Este antiguo politécnico nunca había entendido nada
de música ni de literatura, pero había comprobado que se obtenía mejor rendimiento
de los soldados y de los obreros, haciéndoles cantar. Por esta razón, las canciones
eran necesarias. Las antiguas tonadas del folklore vietnamita se adaptaban
perfectamente, ya que eran vivas irresistibles, y los bo doi[12] ya las conocían. Sólo
era preciso cambiar la letra. Nguyen intentó acordarse de la tonada que antaño
acompañaba a unas frases estúpidas que contaban los amores de una joven de Ke Mo,
que se iba por los caminos a vender su vino de arroz y compartía gratuitamente el
lecho de todos los que compraban de su mercancía. Ahora esta letra se había
remplazado por unos consejos de higiene y urbanidad.
Jerome comprendió por sus anteriores declaraciones que Ke le hacía la corte a
Nguyen, y en el mismo momento en que Jerome iba a recordarle los viejos tiempos
en que se complacía con las prudentes retóricas de los romanos de Giraudoux, el
coronel, como si supiera de antemano lo que iba a decir, se le adelantó:
—Cuando yo era joven, Jerome, me entregué a un individualismo estéril; todavía
no había descubierto una causa a la que consagrar mi vida…
—¿Y Tuan-Van-Le?
Julien prestó atención.
—No es más que un traidor —replicó Ke—. También él hacía literatura

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capitalista, mal romanticismo. Carecía de conciencia popular.
Jerome se preguntó, de súbito, por qué todo lo que se refería al pueblo sonaba
falso en boca de Ke. Ke no amaba al pueblo. ¿Y Nguyen? Para él, el pueblo debía
transformarse en cifras que se dejaban sumar o restar sin resistencia. Pero tenía para
con el pueblo cierta ternura, cierto amor como el que sentía por las cifras que
manejaba. Nguyen se levantó a medias para aproximarse a Jerome, que estaba
sentado delante de él, y le dijo al oído:
—¿Es cierto que Tuan-Van-Le está en Hanoi?
Nguyen siempre hablaba demasiado alto o demasiado bajo.
—No lo sé.
—Dile que se largue. Ya está acabado; no es más que un viejo mito. No le apoya
nadie; no representa nada. Ni siquiera vale la pena de que se le asesine,
¿comprendes? Así que no nos moleste más.
—Te aseguro que no he vuelto a verle. Dicen que está en Thailandia.
—Está en Hanoi, y le verás. Los falsos grandes hombres, las actrices viejas, los
antiguos campeones de boxeo y los generales retirados, siempre están deseosos de
volver a ser admirados. Tuan-Van-Le está ansioso de su público, y tú eres periodista,
representante de ese público…, el voceador del escenario.
—Es preciso suprimir a Tuan-Van-Le —intervino Phang, con violencia en la voz
—. Para satisfacer su orgullo, para readquirir su antigua importancia, ese loco es
capaz de desencadenar una nueva guerra.
Jerome comprendió que Phang quería matar completamente su pasado, quizá
porque todavía hablaba muy alto en su interior. Los muertos no resucitan.
Nguyen se interesó entonces por Julien, preguntándole si le había complacido la
cena, y haciéndole admirar los cubiertos de plata que, según explicó, habían
pertenecido a un cañonero francés que se hundió gracias a una mina de su invención.
El «dictáfono» proporcionó unas cifras, y Nguyen se enfrascó en la descripción de su
mina.
Después de la cena, los dos periodistas fueron invitados a una representación en
el Teatro del Ejército, que la tropa de la división 308 daba para el pueblo.
En una inmensa pradera, cuyos límites se perdían en las tinieblas, había
agazapada una enorme muchedumbre. Las mujeres y los niños se mezclaban a los
soldados. Era una multitud recogida, silenciosa, una escuela de diez mil personas
cuyos profesores tenían bien amaestrados.
El escenario no era más que un estrado muy elevado, y el impetuoso viento que
acababa de levantarse hacía revolotear un gran telón blanco.
Jerome, Julien, Phang, Nguyen y la joven «dictáfono» se habían puesto en
cuclillas en la primera fila. Se repartieron cigarrillos. La escuela susurraba
dulcemente, pero cuando el telón se levantó se produjo un silencio completo.
El espectáculo empezó con unas danzas populares vietnamitas, «para
testimoniarle a Ho-Chi-Minh el respeto y la adhesión de la población». El

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«dictáfono» lo iba traduciendo todo con su voz neutra, lo mismo los anuncies que la
letra de las canciones.
Luego se interpretaron danzas chinas, coreanas y rusas. Los danzarines y las
danzarinas tenían cierta gracias, pero la orquesta que les acompañaba carecía de ritmo
y tocaba muy mal. El coronel Phang se inclinó hacia Jerome:
—Nuestros bailarines no tardarán en poder interpretar sobre este escenario las
viejas danzas francesas.
—¿Te parece a ti, Ke? —replicó Jerome—. Estáis perdidos… Sí, lo estáis, lo está
todo este pequeño grupo de vietminhs, a la vez blancos y amarillos, que queréis
uniros a Europa pasando por encima de China. Vuestro pueblo no os seguirá jamás.
Esta noche está a vuestro alrededor, pero vosotros no formáis parte del mismo; no
sois más que sus maestros de escuela. En vuestro teatro no se bailará jamás la gigue
ni la bourrée, y un buen día, China se tragará este extraño absceso blanco que le
habéis formado en su extremo sur.
—Es falso. China es nuestra fiel aliada, y no quiere anexionársenos.
—No lo quiere…, todavía.
El coronel se había atiesado. Un ordenanza fue a buscarle. Tras un breve saludo,
Phang se hundió en la noche.
En el escenario proseguían las danzas. Ataviadas con faldas negras y corpiños
blancos, cuatro jóvenes tocadas con sombreritos al estilo de Thai, interpretaban la
danza de las mariposas de Dien-Bien-Fu, sirviéndose de grandes abanicos para
simbolizar las alas.
La joven «dictáfono» explicó:
—Cuando las tropas del Ejército popular llegaron a la vista de Dien-Bien-Fu,
millares de mariposas acudieron a su encuentro. Tenían grandes alas blancas, y eran
tan numerosas que ocultaron la luz del sol. Las mariposas acudían a dar la bienvenida
a nuestros soldados y a desearles la victoria.
Después, un coro de hombres interpretó una balada, acompañándola con
movimientos acompasados. El «dictáfono» volvió a hacer sus sempiternos
comentarios; su voz carecía de calor humano, como si fuese la de un reloj parlante:
—Este coro es la canción de los coolies de Dien-Bien-Fu, que arrastraron los
cañones hasta la cima de las colinas. Con ello lograron aplastar las tropas mercenarias
de los colonialistas franceses y americanos.
En el entrepuente del junco que devolvía a los dos periodistas hasta el poblado en
que debían dormir, Nguyen se acomodó al lado de Jerome.
—Ha sido muy exagerado lo que le has dicho a Phang, pero tal vez haya en ello
algo de verdad. En 1951 estábamos a punto de ser exterminados, y únicamente podía
ayudamos China. Cree que hemos estado dudando mucho tiempo. Ahora es preciso
que la URSS y Francia no nos dejen de la mano. No se trata únicamente de
comunismo o de capitalismo, sino de que vosotros, los franceses habéis sembrado en
nosotros vuestro trigo; vosotros sois los responsables de la cosecha…

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—Francia no puede hacer ya nada por nadie —declaró Jerome.
—¿La misión Sainteny?
—Un gesto, una carta a negociar cualquier día con los americanos. Mi querido
Nguyen, el mundo se halla muy simplificado: de un lado, los rojos; del otro, los
azules, y no queda sitio entre ambos.
—Los hombres como yo que tratábamos de mantener un contacto al mismo
tiempo que un equilibrio entre ambos bloques, estamos condenados —deploró
Nguyen—. Entre vosotros se les liquida, y en nuestros países se les llama traidores —
murmuró, inclinando la cabeza.
Jerome se abstuvo de hablar.
—Compréndelo. Hacer una revolución y, al mismo tiempo, conquistar la
independencia no ha sido fácil. Al principio, el Vietminh no era más que un mosaico
donde había marxistas ortodoxos como Ho-Chi-Minh, Giap y yo, miembros del
V.N.Q.D.D.; partidarios de Tuan-Van-Le; antiguos scouts católicos, como Ta Quang
Buu… y ha habido necesidad de unificarlos a todos. No podíamos permitimos el lujo
de ser tolerantes… Esto vendrá más adelante.
Tras la nueva pausa, Nguyen prosiguió:
—Estas distintas tendencias han quedado amalgamadas durante los ocho años de
vida en común en el maquis; ocho años durante los cuales nuestros hombres, lejos de
sus familias y de sus medios sociales, fueron sometidos a una regla de vida muy dura.
Es posible que el scout haya influido en el marxista; que el morasiano haya infiltrado
en el comunismo una parte de sus ideas; que la autocrítica se haya confundido con la
confesión… Pero ahora que ya formamos un Estado podremos empezar a vivir como
todo el mundo.
Julien, que se había tendido sobre la cubierta de madera del junco, se apoyó sobre
un codo.
—Dígame, Nguyen; en su comunidad parece que la castidad se ha convertido en
una ley, y el pecado de la carne es una falta contra el partido. Y esto procede de los
cristianos puritanos y no de los marxistas. Yo procedo de ese mundo puritano; no
comparto sus ideas, pero lo he captado en el acto.
—Usted exagera, amigo. Usted quiere que algunas manchitas ya sean el signo
inequívoco de la viruela.
Jerome aceptó por cortesía un cigarrillo chino que le ofreció Nguyen; no sabría
fumarlo, porque tenía el olor de la paja recién cortada.
—Tus hombres —le dijo— se han convertido en unos seres muy semejantes a los
monjes de la Edad Media, fanáticos y caritativos a la vez, y creyentes en el valor del
sufrimiento y del ascetismo. El diablo, para ellos, es la tentación de la vida normal, la
tentación de las ciudades, la tentación de Hanoi… —Y subrayó—: Te aseguro que el
Vietminh, por la mezcla de influencias a menudo contradictorias, ha dado lugar a un
nuevo ser, ilógico porque va en busca de una lógica que no es la suya, nacionalista y
comunista a la vez, monje cristiano sin Dios, nuevo tipo de templario, blanco y

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amarillo…, el hombre vietminh. Tú mismo reconoces que no quieres ser anexionado
a la China comunista, sino a la URSS y a los partidos comunistas occidentales.
Calló unos instantes para que su interlocutor se percatara de la hondura de sus
manifestaciones, y concluyó:
—Este accidente que es el hombre vietminh no durará mucho. China digerirá este
fenómeno y, con él, desaparecerá la huella más profunda que los blancos hayan jamás
impreso en Asia, y esto me entristece enormemente, mi querido Nguyen.
«No puede comprendernos —pensaba el aludido, entretanto—. Jerome no es ya
más que un anciano, ya que no tiene fe ni cree en milagros. Ahora ya me he curado
de su influencia; jamás experimentaré el deseo de volver a verle».
Se inclinó hacia Julien, tendido a sus pies.
—Dígame, ¿cree usted en los milagros?
Julien, que dormitaba, se restregó los ojos.
—Claro que sí; un mundo sin milagros sería muy fastidioso.
Nguyen levantó la cabeza, satisfecho, y dijo para sí: «Este es el motivo por el que
nosotros no debemos trabajar más que para los jóvenes; los viejos, todos los viejos,
son un lastre en una revolución».
El junco se había detenido. Nguyen rozó la cabeza de Julien, abrazó a Jerome y
subió al puente. En la oscuridad le oyeron llegar a la orilla sobre una balsa, y el junco
partió hacia Vietri.
De vuelta al club de Prensa, Jerome tomó una ducha. El agua estaba tibia y tenía
el color del crin. Luego subió a un ciclo-pedal y se hizo conducir a la calle de Paul
Bert. Aún no se hallaba decidido a volver a ver a Mamá Lien. Hablando en
vietnamita al conductor, que pedaleaba muy tieso sobre el sillín como un gendarme,
le preguntó:
—¿Qué opinas tú de todo eso, de los vietminhs que llegan, y de los franceses que
se van?
—Opino que no tendré más que dos cazos de arroz diarios, y me harían falta tres
más para satisfacer el hambre.

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3

«En la ciudad de Hanoi hay treinta y seis calles.


Me han dicho, querida amiga,
que vuestra vivienda está en la calle del Velo.
Corro allí y no os encuentro.
Entonces me dicen que vaya a la calle Derecha.
No hallándoos tampoco, voy a la calle de los Cuchillos…».
(Rondalla popular)

Los niños cantaban y movían los brazos a compás, con los pies descalzos, la nariz
sucia, los cabellos sobre la frente:

«¡Ay, no estás en la calle de los Cuchillos,


atravieso corriendo la calle de los Plateros,
y voy a preguntar a la calle de la Pimienta,
Me envían a la calle del Ramio…».

Uno de ellos, con la cabeza redonda como un queso de Holanda, y dos estrechas
ventanucas por ojillos, contemplaba gravemente a sus camaradas, chupándose el
dedo. Por todo vestido llevaba una camisola corta que apenas le llegaba al ombligo,
mostrando su prominente vientrecito.
Kieu, inmóvil a la orilla del lago, continuó cantando dulcemente la vieja rondalla
cuya continuación ignoraban los niños:

«Tampoco te he visto en la calle del Gusano.


Tal vez estás en la calle de los Escultores,
o en la de los Incrustadores…».

Todo el mundo le repetía que debía abandonar Hanoi. El general ya le había


alquilado una casa en Haifong. Pero Mamá Lien no hablaba de partir. Incluso se
echaba a reír cada vez que alguien le preguntaba qué pensaba hacer. Kieu no creía
poder vivir en otra ciudad. Sentía que Hanoi estaba hecha lo mismo que ella de una
mezcla de sangre con los barrios de los blancos: la calle Paul Bert, las grandes
avenidas plantadas de árboles, el Metropol y la Taberna Real. Su amarilla piel eran
las callejuelas cercanas a la estación o a la entrada del puente Doumer; sus ojos
vivarachos todos los callejones de olores fuertes y gayos colores que estallaban en
gritos hasta el Gran Mercado.
Hanoi era Kieu y Claire. Siguió cantando:

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«Me voy a la calle de los Tajos,
ya la calle de los Mosquiteros…
En medio de la calle de las Hojas de Papel…».

El teniente Ives Kervallé caminaba con la cabeza baja, a lo largo del lago, con los
puños fundidos en los bolsillos, y el cuello abierto; daba algún puntapié al césped, y
arrancaba con ello algunas briznas inocentes. Sus cabellos, muy recios y peinados
muy bajos, parecían unirse a las cejas. Plantándose junto a Kieu, contempló el juego
de los niños.
Odiaba el lago, ya que le recordaba el día en que, del brazo y en filas de seis de
fondo, los paracaidistas desfilaron junto a sus orillas. Cabezas desnudas al sol,
orgullosos de su fortaleza de hermosos carnívoros, de la dura vida que habían
llevado, de los sufrimientos soportados, se hallaban separados de la multitud
miserable que los aplaudía no sólo por su juventud y por los combates en que habían
intervenido, sino ante todo por la idea que ellos se habían forjado de la vida, de la
muerte y de la camaradería; nunca esperaron ganar una guerra de la que no veían la
finalidad.
El teniente odiaba a los niños y a la joven que con ellos reía.
De pronto, el niño de la camisola se puso a llorar porque los demás lo habían
abandonado. Con su cabeza redonda, sus ojillos cerrados y contraídos y su vientre
como una bolita, estaba tan gracioso que el teniente olvidó sus pesares en una gran
carcajada, y cogió en brazos al niño para consolarle. Pero sus manos atraparon a la
joven que, al mismo tiempo, pretendió también abrazar al pequeño nho. Ambos se
habían inclinado y, por encima de la cabeza del niño, se rozaron sus rostros. Se
levantaron enojados; el niño se escapó, corriendo a toda la velocidad de sus piernas
torcidas.
La joven echó hacia atrás la cabeza para mejor contemplar al teniente.
—Me llamo Claire; no quiero marcharme de Hanoi…
—Yo soy Ives Kervallé, y tampoco quiero abandonar esta maldita ciudad.
El teniente se fijó en la crucecita de oro que bailoteaba sobre la túnica annamita
de seda blanca. La cogió con su velluda mano. De repente, Kieu experimentó la
imperiosa necesidad de explicarle a aquel desconocido que ella era francesa y
católica como él, que su padre también fue soldado, y que había venido del otro lado
de los mares. Solamente faltaba que ese teniente pudiera pensar que ella era una
tonquinesa.
—¿Por qué va usted vestida así? —le preguntó el teniente.
—Porque me sienta bien y me divierte.
—A mí no me parece divertido andar vestido de nah-qué.
Kieu no se sorprendió; incluso halló normal aquella respuesta. Julien le decía al
revés; «su» general también. A ellos les gustaban sus largos vestidos de seda que
acababan en un cuellecito duro…, aunque tal vez lo hacían para no tener que admitir

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que ella también era francesa como ellos. Les detestaba.
Algo azorado, el teniente seguía plantado delante de la joven. Kieu temió que se
marchara, y le preguntó:
—¿Adónde vamos?
—No lo sé.
Empezaron a andar recto, hablando de vez en cuando, entrecortando las frases
con largos silencios durante los cuales Hanoi y sus ruidos tenaces se les imponían. Al
llegar a la calle del Velo, Kervallé dijo:
—En esta tabernucha, una noche en la que estábamos bebidos como treinta y seis
polacos, yo y dos camaradas lo rompimos todo, sin ningún motivo, y luego le dimos
al chino todo lo que teníamos en nuestras carteras. Quedó muy contento, y nos rogó
que volviéramos. Todavía le quedaban algunas viejas mesas para remplazar.
En la calle de los Cordoneros, fue Kieu la que contó:
—En aquella pequeña casa a la izquierda hay un fumadero. Primero se pasa por
una droguería y, detrás, están los divanes. El boy-pipe es un chico muy delgado con
unos ojos muy grandes, y hace poesías. Cuando yo era una niña, se enamoró de mí, y
esto fue porque yo no quería que él fumara. De vez en cuando voy a verle. No
quisiera que me olvidara.
En el Gran Mercado fue Hanoi quien habló, y su voz estaba formada por los
graznidos de los patos encerrados en jaulas de rafia, por los juramentos de los
conductores de carretillas, y por el murmullo de las mujeres ataviadas de negro, y
ambos jóvenes andaban uno al lado del otro, evitando cuidadosamente rozarse.
Cuando tuvieron hambre, se instalaron en un minúsculo restaurante vietnamita.
Les sirvieron calamares guisados con apio, pescado con salsa de soja, y buey a la
menta. Luego se marcharon, pero Kieu, por costumbre, llevó a Kervallé hacia el
barrio de la estación. De pronto, se hallaron frente a la casa de Mamá Lien.
Kieu llamó tres veces, esperó algunos instantes y volvió a llamar por cuarta vez.
La sirvienta que acudió a abrir, dijo en vietnamita:
—La dueña duerme. ¿Quieres verla?
—No, vamos a mi dormitorio. Tráenos cerveza y té. Si viene monsieur Julien…
ya sabes, el que tiene el cabello como la paja, dile que no estoy…, que me he
marchado para mucho tiempo.
Kervallé la siguió sin decir palabra a través del jardín. La noche anterior no había
dormido, y estaba muerto de cansancio. Casi desnudo del todo, se tendió sobre la
cama y no tardó en dormirse. Kieu le contempló mientras dormía. Tenía poderosas
espaldas, muslos fuertes y anchos, vello en el pecho, y una fiera en su interior. Se
acordó de Julien con pesar, pero la cabeza del teniente, dolorosa y cubierta de sudor,
giró de izquierda a derecha. Entonces, ella se acordó del libro de plegarias que le
habían dado las hermanas, y de la imagen en que se veía la cabeza de Cristo sobre el
remate de la cruz.
El teniente también estaba crucificado sobre el madero. Kieu se dejó invadir por

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una extraña dulzura, casi molesta, casi próxima a la náusea.
Cogió un paño mojado y lo pasó sobre la frente y el rostro del hombre.
Luego, se desnudó, colocando con todo cuidado sus ropas sobre el respaldo de
una silla, y se tendió a su lado.
Kieu tenía miedo. Pese a recordar a todos aquellos que se habían servido de su
cuerpo, esta vez estaba atemorizada, como si fuera la primera vez que conocía un
hombre.
Cuando el teniente se despertó, la tomó entre sus brazos. No experimentó ningún
placer con él; incluso él le hizo daño, pero sintió que algo grave y muy importante
acababa de producirse.

Entre las siete y las ocho de la noche, el general De Langles, comandante


supremo de las tropas del Vietnam del Norte, estaba solo en su despacho. No
aceptaba ninguna visita; ni siquiera contestaba al teléfono. Con su imponente cabeza
apoyada entre sus manos, contemplaba sin verlos los mapas de la pared que tenía
enfrente, esforzándose en establecer un lúcido balance de la jornada. Pero desde
Dien-Bien-Fu no lo lograba, y se dejaba ganar por el sueño. Incluso había dejado de
obsesionarle la preocupación por su carrera. El año anterior, durante el invierno, fue
llamado a consulta por el Gobierno, y pasó unos días en Francia. Un mediodía estuvo
en el palacio de Versalles. La víspera había nevado y, bajo el sol pálido de invierno, el
castillo, sus tejados, sus escalinatas y el césped y los jardines, brillaban dulcemente.
Irene, su esposa, le acompañaba, y caminaron por los senderos nevados, bien
apretados uno contra el otro, prodigándose amabilidad.
—¿No tienes frío, Paul? Sin embargo, acabas de llegar de Indochina…
—Cuidado, Irene…, un peldaño…
No obstante, estaban separados totalmente, y decididos a seguir igual. Irene no
era más que la madre de sus dos hijos, la fiel aliada que se había forjado otra vida
muy discreta con uno de sus amigos de infancia. El, para ella, no era más que una
posición confortable, incluso honorable, y un buen camarada. Se soportaban muy
bien, y hasta conocían algunos accesos de ternura. De repente una ametralladora
empezó a disparar ráfagas regulares de tres tiros, y el gran silencio de Versalles, sobre
la nieve, quedó roto.
La boca de Irene se contrajo.
—¿No podían entrenar a los soldados en otra parte? ¡Vaya propaganda para el
turismo!
El general había callado. Evitaba toda discusión con su mujer. Pero se sentía feliz
con aquel ruido tranquilizador, con la presencia oculta de las tropas, cerca del
esplendor del castillo, aprendiendo a batirse, afirmando a cuantos lo visitaban que
todavía estaban dispuestos a defenderse.
Cuando le nombraron para el mando del Norte, el general De Langles creyó que
podría, como De Lattre de Tassigny, insuflar la vida que les faltaba a los dispares

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elementos que formaban el Cuerpo expedicionario, fundiéndolos en un verdadero
ejército.
Los paracaidistas querían convertir la guerra en un deporte, pero el combate se
había convertido para muchos de ellos en una extraña religión, un panteísmo no
formulado, en el que trataban de confundirse con las antiguas divinidades guerreras.
Un cierto número de sus sacerdotes se habían secularizado. Los paracaidistas
tenían sus ritos, su lenguaje, y no querían mezclarse a los demás. Sin embargo, eran
los únicos que habrían podido galvanizar al ejército. De Langles había proyectado
incorporarles por pequeños grupos a todas las unidades, pero renunció a su idea el día
en que comprendió que todo el valor de los casquitos rojos se debía a su pequeño
número y a los estrechos lazos que los unían entre sí.
Según parece, había un espíritu análogo en las divisiones distinguidas de los
vietminhs. Pero cuando los paracaidistas y los legionarios desaparecieron en Dien-
Bien-Fu, no quedó el Cuerpo expedicionario más que un puñado de pretenciosos
soldados de caballería, de artilleros desmoralizados y de negros completamente
inútiles.
Pese a ello, en Indochina se seguía defendiendo a Versalles, el recuerdo de un
esplendor finiquitado, de una hegemonía muerta… Pero Versalles le había costado
muy caro aquel año a Francia.
El teniente Kervallé, que se había evadido hacia el país Thai, fue a pedirle al
general autorización para poder quedarse en Hanoi hasta el fin de sus días. No era
muy inteligente, sino un hermoso bruto robusto y leal que había hallado en su
batallón de paracaidistas su razón de vivir, llevando una existencia simplificada, llena
de peligros, de fatigas, mezclada con bribonadas y partidas de cartas. Al Tonquín le
habrían hecho falta varios millares de hombres de este temple, que hubieran aceptado
hacer la guerra desconcertante, con la que Langles había soñado muy a menudo.
El vietminh amaba demasiado la lógica y la organización. Se habrían podido
practicar contra ellos una guerra de comandos, rica en sorpresas y en golpes de mano.
Pero ¿dónde hallar a esos hombres?
Entró el ayudante de campo.
—Mi general, Bernot al teléfono. Insiste. Según parece, es muy importante. Le he
dicho que usted no quería ser molestado a esta hora.
Resignado, el general descolgó el aparato.
—¡Hola, Bernot! ¿Qué ocurre?
—Tengo la prueba segura de que Tuan-Van-Le está en Hanoi.
—¿Y qué?
—La comisión administrativa y militar comunista llega mañana. Si se atentase
contra la misma, podría romperse el armisticio. Además, Tuan-Van-Le ha conservado
muchos amigos en el Sur; no estaría bien que le arrestásemos nosotros mismos…
—Ese es su oficio, Bernot. Yo no quiero saber nada. Apáñeselas como pueda…,
pero sin atentados… ni arresto.

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Furioso, el general colgó el receptor. ¿Por qué Bernot se creía obligado a
comunicarle sus mezquinas preocupaciones, aquéllas para las que parecía haber sido
creado? Llamó a su ayudante y le preguntó si había llegado Kieu.
—Aún no, mi general —le contestó—, pero no debe tardar.
—Avísame al instante en que llegue.
El ayudante de campo salió de la estancia, y el general se hundió en su sillón
hasta que su cabeza se apoyó sobre el respaldo.
A medida que se acercaba la fecha de la evacuación de Hanoi, y cada día con más
violencia, sentía la necesidad de tener a su lado a Kieu, de contemplarla agazapada
sobre sus talones, o bien tendida sobre un diván, jugando con su collar, y tirando al
aire una de sus sandalias, riendo o poniendo mala cara…, e incluso mintiéndole.
De haber podido hacerlo, la habría tenido a su lado en el despacho incluso en las
conferencias con el Estado Mayor.
Y no era por el placer de amarla, sino más aún de acariciarla, de verla vivir… Sin
embargo, el general De Langles jamás se había mostrado débil con las mujeres, pero
esta vez tenía el sentimiento, cuando colmaba a Kieu de obsequios y dinero, cuando
transigía con uno de sus caprichos, o cerraba los ojos ante una de sus infidelidades, de
redimirse de una culpa y de sacrificarse a un remordimiento.
Sufría tanto por tener que abandonar Hanoi como por haber mentido al declarar
que jamás la entregaría a los comunistas, y hacía para Kieu lo que no había podido
hacer por la ciudad: ofrecerle su ternura, tratando de rehabilitar a la joven meretriz,
obligando a los administradores y a los oficiales que le rodeaban a reconocerle una
especie de rango oficial.
Dentro de dos días sería el primero de octubre; no le quedarían a Hanoi más que
diez días de vida, antes de convertirse en presa de la división 308.
El general De Langles decidió, pese al escándalo que ello acarrearía, llevar a Kieu
a la recepción que al día siguiente daba el adjunto civil del general alto comisario.

Calamar abandonó su máquina de escribir. No conseguía acabar su artículo sobre


el regreso de los prisioneros. Siempre era lo mismo. Llegaban con semblantes
oliváceos y ojos abiertos por la fiebre. Prudentemente, repetían las frases de
propaganda que les soplaban sus guardianes por miedo a no ser liberados en el último
instante, y luego, ya en el barco, de regreso, cuando ya se hallaban en medio del río,
empezaban a insultar a los vietminhs como si tuvieran algo que hacerse perdonar.
Los prisioneros siempre querían hacerse perdonar; se sentían culpables. Había
sido precisa la guerra de 1939-40, en Francia, para redimirles. Verdaderamente, eran
demasiado numerosos para ser culpables. Los rusos que, bajo una cruda crueldad,
ocultan muchas veces el profundo conocimiento que tienen de los hombres, los
encarcelaban una vez liberados por el otro país. Para ellos, todo prisionero había sido
un traidor obligatoriamente, por no haberse batido peor que los demás, sino porque en
un momento dado de su cautividad había pactado con el enemigo, había sido

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cómplice de sus guardianes y del modo de vida o del sistema político al que aquéllos
pertenecían.
Calamar había nacido cómplice, y todas sus relaciones con los hombres habían
estado basadas en esta complicidad.
No le gustaba el Vietminh, esa especie de sociedad gregaria, intolerante, puritana,
pero, pese a todo, no podía resistir, siempre que pasaba algunas horas con los
hombres de Ho-Chi-Minh, el deseo lacerante de convertirse en su cómplice.
Un cómplice es libre, un amigo no. Un cómplice ve claro, y no se forja ilusiones,
lo mismo que su compinche. Los policías como Bernot siempre tienen necesidad de
cómplices, y los buscan por doquier con una especie de avidez y desesperación. Les
gusta hacer oler a los demás el barro entre el cual patalean, darles gusto y, en fin,
hablar con ellos sin represión.
Las relaciones de Calamar con las mujeres procedían del mismo sistema de
complicidad. Sabía seducirlas, dirigiéndose a lo que en ellas había de turbador, de
innoble incluso, y cuando se le entregaban, era para experimentar el placer de
permitirse lo que ellas jamás se habrían permitido hacer con otros hombres a los que
hubieran respetado. Pero luego, le despreciaban y detestaban. Recordó a aquella
joven sana, radiante, a la que lentamente había contaminado, hasta pudrirla. Ella
había nacido para ser una zarrapastrosa, pero toda su vida lo habría ignorado si no
hubiera sido por él. Al abandonarla el día anterior, ella le había pegado.
Calamar no desesperaba de convertirse muy pronto en el cómplice de Jerome. En
éste creía entrever cierta confusión, tal vez a causa de esta ciudad que agonizaba, que
por momentos olía ya a cadáver.
Las extrañas relaciones de Mamá Lien y Jerome solamente podían explicarse por
la complicidad, tal vez en ella por un amor inconfesado, o por un sentimiento
maternal que jamás había podido manifestarse, y en él, quizá por piedad, o por
curiosidad…
Y bruscamente, Calamar comprendió que él, como los demás, era capaz de sentir
amor y amistad, pero que siempre había tenido miedo de ser engañado. Si se unía a
otro ser lo haría con tanta pasión que la menor de las faltas le haría entrever el
infierno. Era malvado por exceso de ternura, de sensibilidad. Algo tranquilizado
sobre su caso, se precipitó a través del salón del club de Prensa.
—Minh, ¿no sirves para nada? ¡Vamos, vietminh del demonio, dame un coñac
con soda!
El capitán Mathieu entró en aquel mismo instante, y la boca de Calamar se
amplificó muy ancha y punzante:
—¿Un vasito, capitán?
Sabía cuál era el sufrimiento de aquel pobre sujeto. Una tras otra, iba a arrancarle
las costras de su mal, y a dejarlas en carne viva. Mathieu estaba enamorado de una
pequeña ramera china a la que entretenía, y con la cual se gastaba toda su soldada,
pese a que ella le engañaba y le insultaba.

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El capitán fue a sentarse junto al periodista, el cual le preguntó:
—¿Cómo van esos amores, capitán?
En sus ojos de terciopelo oscuro que coronaban unas cejas negrísimas, danzaron
unas lucecitas peligrosas, mientras que su piel se erizaba dulcemente de placer, como
cuando se entra, bañado en sudor, en un baño helado.

Rovignon estuvo enamorado de una joven callejera, a la que había hallado cerca
de la Escuela Francesa del Extremo Oriente. Las rameras eran ya algo raro y de muy
alto precio. Todas se marchaban a Haifong. Había corrido el rumor de que el
Vietminh las enviaría a todas a campos de reeducación, o las utilizaría para
reconstruir las carreteras.
Los policías vietnamitas eran los que se habían apresurado a propagar este rumor.
Obtenían bastante dinero de esas mujeres, y contaban con proseguir obteniendo esos
mismos ingresos en Haifong, por lo menos durante algunos meses.
Rovignon entró en la ducha y poco después salió de ella, sin haberse desprendido
del calor. Un misionero al que fue a visitar poco después de haber dejado a la joven,
le enseñó muchas cosas sobre los habitantes del Banco de Arena. Esto bien valía un
artículo.
El hampa en China y en todo el sudeste asiático, siempre ha sentido la necesidad
de agruparse en las afueras de las grandes ciudades, en pequeños poblados al borde
de los ríos. Descendientes de piratas, sus miembros se entregan allí con toda
tranquilidad al desvalijamiento de los juncos de recreo. El río, llegado el caso,
también puede servirles de camino de retirada. El poblado del hampa de Hanoi estaba
junto al río Rojo, sobre un antiguo banco de arena. Era un conjunto de cabañas
hechas con pedazos de tejas, cantos rodados del río, y argamasa de barro y paja que
se disgregaba a cada lluvia.
Durante los últimos tiempos, los hombres del Banco de Arena se habían repartido
por Hanoi, saqueando algunas viviendas, robando mercancías, y asaltando a los
aldeanos que llevaban víveres al mercado. Por la noche, el Vietminh acordonaba
completamente el poblado, liquidando o deportando a todos sus habitantes. Sin
embargo, no se había escuchado ni un solo disparo. Los franceses habían dejado
hacer. Sobre la ciudad se cernía como una especie de cerco, condenándola a morir por
estrangulación. El capitán Mathieu, que acababa de separarse de Calamar, pasó
echando ojeadas a derecha e izquierda, y empezó a desmontar la mesa de ping pong,
arrollando la malla.
Rovignon se asomó.
—¿Qué se propone?
El capitán empezó a farfullar:
—Entiéndame…, los periodistas no han abonado sus cuentas, miles de piastras…
y por ello…
—Usted se apodera de una malla que no vale ni veinte piastras…. ¡Pobrecito!

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Fastidiado por tamaña tontería, Rovignon regresó a su habitación, se tendió bajo
el ventilador, y empezó a soñar en jóvenes sencillas y graciosas que se parecían
mucho a Kieu. Tuvo que volver a ponerse bajo la ducha. Decentemente, no podía
permitirse el lujo de pagarse otra trotona; se habían vuelto muy caras.

Julien llamó a la puerta de Mamá Lien cuando Kieu todavía estaba acompañada
del teniente Kervallé.
Por el tono insolente de la sirvienta comprendió que la hermosa mestiza estaba de
nuevo entregada a una nueva fantasía, y se sorprendió al comprobar que esta vez
sufría más que de ordinario.
No sabiendo qué hacer, y queriendo ante todo evitar el análisis de sus
sentimientos, se marchó en busca de distracciones, no tardando en llegar a casa de su
amigo Tang, un tendero chino de la calle del Cáñamo, que a menudo le ofrecía
buenos informes.
Tang, rechoncho y sonriente, le recibió con su acostumbrada amabilidad y le hizo
pasar a la rebotica, donde le ofreció vino de albaricoques.
—Bueno, Tang —inquirió Julien, tras haber cumplido con los ritos de la cortesía
—, ¿qué vas a hacer?
El chino cerró sus ojillos y en su francés vacilante citó un proverbio de su raza:
—«El que compra debe sacrificar su dinero para obtener mercancías, y el que
vende, debe sacrificar sus mercancías para obtener dinero». Todo, mi joven amigo, es
a imagen y semejanza del comercio; todo se funda en el cambio, sea la política, el
amor, la familia o las relaciones con los dioses y los genios. Los vietminhs no
lograrán escapar a esta ley. Pedirán dinero, exigirán algunos sacrificios, pero a
cambio nos darán otras cosas.
—Así que te quedas…
Tang bajó la cabeza en señal de asentimiento. A los cincuenta años no quería
volver a recomenzar su vida como cooli en Cholon.
—Los vietminhs han venido hace poco —explicó tras un momento de reflexión
—. Me han enseñado unos documentos y me han comprado trescientos kilos de
pintura amarilla; me pregunto para qué les servirá. Pero me han pagado en piastras de
Bao Dai.
Tang volvió a servirle un nuevo vasito de vino de albaricoques.
—Pienso —prosiguió— que no estaría mal que espaciáramos nuestra relación…
Lo lamento, pero como me quedo…
Se levantó y acompañó a Julien hasta la puerta de su almacén. Julien, entonces,
pensó en visitar al viejo mandarín Trung, el cual le testimoniaba una amistad
caprichosa. Pero halló cerrada la puerta.
Su Excelencia no recibía… estaba enfermo en la cama.

El 30 de setiembre, el teniente Kervallé se vistió su uniforme de gala con todas

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sus medallas para asistir a la ceremonia de despedida del Cuerpo expedicionario a
todos los muertos franceses que abandonaba al Vietminh, al mismo tiempo que le
entregaba Hanoi.
La plaza René Robin estaba todavía envuelta en brumas cuando ya las tropas se
hallaban alineadas frente al monumento a los caídos, un zócalo informe, tapado por
un velo negro. El grupo de bronce que lo coronaba había sido dinamitado por el
Vietminh en 1945.
Todo se había hecho muy de prisa, «de puntillas», en silencio y con vergüenza,
delante de dos generales vestidos como de ordinario, y algunos personajes civiles de
blanco que, no sabiendo qué hacer con los brazos, mantenían cruzados a la espalda.
Tras la llamada de las trompetas «A los caídos», una «Marsellesa» anémica y un
himno vietnamita que se parecía a cualquier otro, un oficial depositó al pie del zócalo
una brazada de flores baratas, que se marchitaban ya.
El teniente Kervallé, que se hallaba situado junto al ayudante de campo del
general De Langles, con los dientes apretados, en voz baja les dijo adiós a sus
muertos:
—Adiós, muchachos, reposad ahora. Los otros tienen prisa; aún les quedan
muchos trucos por hacer.
A toda velocidad, precedido por el zumbido de las sirenas, el cortejo visitó los
cementerios de Hanoi donde, desde la conquista, dormían millares de soldados
franceses. Al lado de las cruces últimamente pintadas, las de los soldados muertos en
el delta antes del armisticio, había varios millares de cruces, carcomidas por el sol y
las lluvias: las de los marinos de Gamier y de Riviere, las de los camaradas del
sargento Bobillot, que en número de seiscientos habían resistido en la fortaleza en
ruinas de Tuyen Quan durante seis meses contra los asaltos de quince mil chinos.
—¿Y los muertos de Dien-Bien-Fu? —le preguntó Kervallé al ayudante de campo
—. ¿Los tres mil cadáveres salpicados de cal viva, que fueron enterrados en las
mismas trincheras?
No obtuvo respuesta.
—En fin, todo ha terminado, ¿eh? Tres pequeños toques de clarín. Adiós a los
muertos, mientras nosotros seguimos vivitos y coleando, dispuestos a seguir forjando
planes y a fornicar. Durante días y días, vosotros, los muertos, muriéndoos de hambre
y de fatiga, estuvisteis atacando, a pecho descubierto, para salvaguardar un extraño
honor. Nosotros tenemos la vida, algo muy bueno cuando está acompañado de coñac
con soda bien helado…
—Cállese —le recomendó el ayudante de campo—; no es el momento de armar
camorra. Le invito a beber un vaso, un coñac con soda; esto le calmará.
Kervallé se dejó conducir. Sentía cierta estima por el capitán que había perdido
una pierna en Cao Bang, y se esforzaba en disimularlo lo mejor que podía.
El teniente tenía una cita a las cuatro de la tarde con Kieu, o Claire… En fin,
aquella cosita frágil y elegante en la que, después de beber brutalmente, gustaba de

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hundirse bestialmente para olvidar todo lo que le apesadumbraba. Pero ella podía
esperar. Aunque llevase una cruz y un nombre francés, era amarilla, o sea, algo sin
ningún valor para él.
Cuando marchase, le daría algunas piastras. La joven no tenía cabida en su vida ni
en su memoria.
Kieu le había entregado una llave de la habitación que quedaba debajo de la de
Mamá Lien, así como otra del portal que daba a la callejuela. Era la primera vez que
ella hacía algo semejante, pero él lo ignoraba, lo mismo que ignoraba que ella fuese
la querida del general De Langles.
Cuando Ives llegó al burdel, la joven aún no había llegado, retrasándose más que
él. Mientras la esperaba, se tendió en la cama, con las manos cruzadas tras la nuca.
Cuando ella apareció, le preguntó:
—¿Qué es lo que has hecho?
—He ido a llevar unas flores al cementerio —repuso Claire con sencillez.
—¿Cómo?
—También se trata de mis muertos.

Bernot, con sus dedos gordezuelos, tabaleaba sobre su mesa de despacho. A su


alrededor, varios coolies empaquetaban el material y los expedientes del Comisariado
Central. No quedaban más que 36 horas para averiguar dónde se escondía Tuan-Van-
Le, y estaba inquieto. Sus mejores soplones habían ya desaparecido, o se habían
refugiado en Haifong. La noche anterior hallaron el cadáver de un tal Dai, con la
garganta seccionada. Dai había estado en relaciones con Tuan-Van-Le, y desde hacía
una semana, Bernot lo hacía vigilar.
Mamá Lien, que había sido para él una inmejorable fuente de informes, se había
convertido en una inutilidad. Fumaba pipa tras pipa, y no estaba ligada ya a la vida
más que por la tenue voluta de humo negro de su pipa de opio.
Ga, su mejor soplón, era muy hábil. Era él quien vigilaba a Jerome, pero
¿trabajaba todavía Ga para la Sureté…, o para Nguyen y el Vietminh? Si Ga no
hubiera obtenido garantías de los viets, ya se habría marchado hacia el sur.
Todo aquello era muy complicado, aunque Bernot desconfiaba de lo que era
excesivamente sencillo, de los planes excesivamente perfectos que
«matemáticamente» debían tener éxito, y no dejan nada al azar.
Las redes que él tendía siempre eran muy flojas, y sus trampas dejaban gran
margen a lo imprevisto. Permitía que sus hilos se tendiesen un poco al azar, como
hacen algunas arañas… Generalmente, la caza —que hasta los últimos tiempos había
sido el Vietminh—, que también razonaba «matemáticamente», acudía a dejarse
prender por haber creído que Bernot, heredero de Descartes, poseía una excesiva
cantidad de lógica.
El general jugaba a Poncio Pilatos. Siempre a punto de lavarse las manos, pero
esta vez Bernot le había presentado el cadáver de Hanoi, y ese muerto apestaba, lo

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estaban ya devorando los gusanos. Le había obligado a aliarse con él en uno de sus
negocios, consistente en entregar al Vietminh al doctor Tuan-Van-Le, que no quería
capitular ante los comunistas.
Durante varios años, el doctor había sabido defenderse, eludiendo todas sus
trampas. Y el policía había llegado a tenerle en cierta estima.
Tuan-Van-Le había acudido a Hanoi para morir en la ciudad, pero no solo, sino
reanimando la guerra y provocando el incendio en la capital del Norte. Los vietminhs
habían precisado que hasta la medianoche del 9 de octubre la administración francesa
era la responsable de la seguridad de los miembros del Comité administrativo y
militar, que se instalaría en la ciudad para el traspaso de poderes.
Pasado mañana llegaría el grueso de la delegación, presidida por Phang, el
sobrino de Mamá Lien y amigo de Jerome, y que asimismo era amigo de Tuan-Van-
Le.
En el mundo del crimen y de la política, ciertos hombres se hallan envueltos en el
corazón de todas las intrigas, de todos los complots, de todos los golpes de mano, sin
participar directamente, a veces con toda la inocencia. Jerome parecía ser uno de
tales.
Sobre él se había recogido una inmensa y copiosa información. Los servicios
especiales habían empleado todos los medios para comprometerle, pero el viejo
periodista se negaba a cualquier clase de colaboración. Abría sus ojos claros y parecía
no comprender jamás qué clase de «servicio» era el que se le pedía.
Calamar lo comprendía muy bien todo, se interesaba por todas las combinaciones,
y cuanto más confusas eran, más le agradaban. Con las fauces bien abiertas, estaba
dispuesto a engullir cualquier clase de ignominio. Pero, malicioso, jamás se
comprometía, escribía lo que le parecía, y por apoyar a todo el mundo, gozaba de una
libertad casi tan grande como la del propio Jerome.
Eran dos individuos sorprendentes, siendo uno el antípoda del otro, pero
cumpliendo cada cual con su profesión de manera concienzuda. Uno jugaba a los
apóstoles, a los confesores, y el otro a las ratas de alcantarilla.
El ventilador se paró. El calor y los ruidos del empaquetado del material
molestaban a Bernot. Se levantó, sosteniendo con ambas manos su obeso y
balanceante vientre de hidrópico, y se hizo conducir a su hotelito, cerca del alto
comisariado.
Llegó allí poco después.
Con las cortinas corridas, el salón quedó sumido en la oscuridad. Bernot,
lanzando un suspiro de placer, se hundió en un sillón y batió palmas. Se presentó al
momento una joven sirvienta con una bandeja en la que había coñac, soda y hielo. Se
inclinó para depositarla sobre una mesita baja, y sus muslos, firmes y bien torneados,
se destacaron bajo la tela negra de su menguado pantalón. Bernot la atrajo hacia sí y
empezó a acariciarla.
La sirvienta dejó que le arrancara las ropas, sin defenderse. Las húmedas y

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fláccidas manos que recorrían su cuerpo le quitaban toda la voluntad, inmovilizando
sus piernas y brazos, impidiéndole gritar incluso.
Pero un profundo estremecimiento le recorrió el cuerpo cuando él le impuso el
olor de su cuerpo en descomposición.
Cada día, desde hacía más de un año, ocurría lo mismo, pero la joven no acertaba
a rehuir aquel contacto. Ni siquiera el Vietminh la salvaría de Bernot. Su caso había
sido discutido en el Comité de Calles, y había sido juzgada «irrecuperable». Se vería
obligada a seguir al policía a Haifong, y luego a Saigón.
Bernot acechaba a la sirvienta y sabía que ésta le odiaba, preguntándose por qué,
ya que no podía abandonarle, no le envenenaba. Sin embargo, existen ciertas hierbas
como la datura. No le habría disgustado, mientras la estaba acariciando, descubrir en
sus pupilas la preparación del crimen.
Luego, desnuda y temblorosa, le sirvió el coñac con soda a Bernot. Cuando el
hombre la pellizcó, no gritó, pero se apresuró a recoger sus ropas y huyó corriendo,
descalza, por la enorme mansión vacía.
Sin dejar de agitar el hielo dentro del vaso, Bernot siguió pensando en Tuan-Van-
Le, ese tonto que habría podido vivir muy tranquilo en Saigón, llegando, tal vez, a ser
ministro. Y en cambio, su suerte iba a jugarse en alguna cueva en la que le
fumigarían.
Tras el adiós a los muertos, el silencio había vuelto a apoderarse de Hanoi. En la
calle Catinat, la inmensa terraza de la Taberna Real estaba vacía. La encargada, una
morena de nariz respingona, sentada en una butaca, contemplaba cómo iban
desapareciendo los últimos franceses. Parecían muy apresurados, como si se les
escapara el último tren para sus vacaciones.
Stone, el cónsul americano, parecido a un jugador de rugby, pasó, al volante de su
coche. No se marchaba de la ciudad, ya que como Estados Unidos no habían firmado
el armisticio, no reconocían en modo alguno la separación del Sur y el Norte del
Vietnam. Se disponía a vivir medio acorralado en su legación, presunta víctima de
todas las triquiñuelas del Gobierno de Ho-Chi-Minh. Nadie osaría tocarle, pero las
veladas serían muy largas. Podría leer, uno después del otro, todos los tomos de la
Enciclopedia Británica. Como ya había estado internado en la China comunista, en el
Departamento de Estado se le consideraba como un especialista en… cárceles, o en
cuestiones asiáticas, poco importaba.
Por décima vez, el señor de Marmela le explicaba sus problemas al administrador
delegado de los bienes franceses:
—Querido Villard, la cosa es muy sencilla. Nosotros somos víctimas de la guerra;
por lo tanto, tenemos derecho a indemnizaciones por daños de guerra. En el Tonquín
yo abandono más de diez casas y unas treinta mil hectáreas de arrozales. El Estado
debe reembolsarme todo esto. La cosa es evidente, ¿verdad?
—Nadie le obliga a marcharse…
—No hemos recibido ninguna garantía del Vietminh.

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—Ni ninguna amenaza.
—¡El Gobierno francés se burla de nuestra existencia!
—Trata de hacer lo que puede.
—Nada.
—La misión Sainteny…
—Una traición.
—Trata de negociar acuerdos económicos.
—Simples tonterías. Mi padre compró esos arrozales, construyó esas casas… No
hay derecho a que me las requisen.
—Sí, es el derecho del más fuerte. Según me han dicho, su padre también lo
empleó en su tiempo para obligar a los coolies a trabajar para él gratuitamente, o
poco menos, en los arrozales. Incluso se dice que pagó las tierras a muy bajo precio.
—¡Calumnias, viles calumnias, señor Villard! Son los hombres como nosotros los
que han construido la Indochina, y hombres como usted los que la han perdido. Soy
su servidor, señor mío.
—Y yo, ¡ay!, también soy el suyo.
En el club de Prensa, los dos boys deliberaban en voz baja. ¿Debían quedarse o
partir? Decidieron esperar…
En el gran salón, Calamar jugaba al póquer con unos periodistas americanos, y
como perdía, calculaba las posibilidades de «fullear».
En su tugurio, Mamá Lien, tendida sobre su canapé, con los miembros rollizos
por el uso habitual de la droga, contemplaba la llegada de la noche, más allá del gran
ventanal abierto sobre el jardín.
Ahora ya podía fumar tantas pipas como le venía en gana; jamás llegaría a
consumir su reserva de opio, el jugo natural de la adormidera, rico en morfina,
ligeramente azucarado, con aroma a tierra vegetal, que le llegaba de contrabando del
Laos.
Ninguna otra cosa tenía la menor importancia. La mujer flotaba sobre unas aguas
inmóviles, negras y brillantes como la laca. A su alrededor, ni aromas ni ruidos, y
como único color, el gris perlado de un pedazo de cielo.
Para que las aguas negras se cerrasen por encima de su cabeza, le bastaría con
extender el brazo, coger una cajita de jade dorado y verter el veneno en la taza azul
de Hué, donde había un poco de té, entibiado. Pero no se movía, saboreando ese
estado vecino a la muerte, este silencio y esta indiferencia hacia los grises colores del
cielo.
Una tos seca, un paso familiar… Jerome se acercaba.
Entró en la estancia, y con él un poco del aroma de la noche, del olor a tuberosa, a
ciénaga, a especias y a sudor. Las aguas negras se separaron para dejar paso a la luz
pálida y vacilante de la lámpara de aceite.
Jerome se quitó los zapatos, se tendió en el diván frente al de Lien, y sin
pronunciar una sola palabra se preparó una pipa.

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Habló después de haber fumado:
—Mamá Lien, a mi llegada quise venir a visitarte, pero tuve que hacer un millar
de cosas y, por otra parte, tuve miedo de hallarte todavía aquí, en Hanoi. Esperaba
que te hubieras ido ya a Saigón.
Lien, que no podía hablar, meneó dulcemente la cabeza dando a entender que esto
no tenía la menor importancia. Con un gesto de su enflaquecida mano, le pidió que le
preparase una pipa.
Jerome se negó suavemente.
—Dentro de un momento.
Poco a poco, le volvió a Lien el uso de la palabra. Empezó por separar sus labios
de color malva, y lentamente emitió unos sonidos irreconocibles al principio, y más
precisos luego.
—¿No tienes criados, Lien?
—Las sirvientas…, todas marcharon…, miedo al Vietminh. En Hanoi se han
creado ya Comités de Calles, que están funcionando. Chau, cuyo marido repara
motos, ha sido la elegida como delegada de las mujeres. Como trabajaba aquí, ahora
me odia. Primero me acusó, y por fin vino a quitarme todas las sirvientas. No quieren
tampoco venderme legumbres ni frutas. Pero ya no me hacen falta. Ya no me hace
falta nada…, ni siquiera tú, Jerome.
Logró servirse un poco de té, y recobró algo de su antigua violencia.
—¿Qué has venido a hacer aquí? Porque ya debes saber que es preciso desconfiar
de mí. Bernot vino ayer; yo le informo y él me proporciona opio. Quería que yo te
interrogase, que te sonsacase dónde se esconde Tuan-Van-Le. Todos los chacales se
han reunido alrededor del cadáver de Hanoi. Le no podía faltar al festín.
—Ignoro lo que está haciendo Le.
—¿Crees que eso me importa? Guárdate tus secretos, guárdatelos todos. Para mí,
todo ha terminado ya, Jerome.
—Tu sobrino Ke, convertido ahora en el coronel Phang, será el primer dueño
vietminh de Hanoi. Le vi en Vietri.
—Ke es una víbora, un enorme hipócrita, sediento de honores, y que odia todo lo
que puede echarle en cara su pasado. ¿Sigue siendo tan guapo aún?
—Mañana será general, pasado mañana entrará en Hanoi, y los franceses le
abandonarán todo el poder.
—Cuando tenía catorce años, un alto funcionario quiso… bueno, tenerle en su
cama. Me había dado mil piastras por anticipado. Me interesaba saber si por sus
venas corría la misma sangre piojosa que por las mías.
Se arremangó la manga, mostrando una larga cicatriz.
—Esto me lo hizo con un cuchillo. De momento, su acción me gustó, pero me
engañaba: tenía mi misma sangre, pero con más refinamiento todavía. No necesitaba
vender su piel, le bastaba con conceder una de sus suaves sonrisas. Tú mismo te
dejaste encantar por su sonrisa.

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Lien se rió irónicamente.
—Fíjate a lo que llegué, Jerome, amigo mío. A querer prostituir a mi propio
sobrino. No hay nadie más innoble que yo.
Extendió su mano fláccida, fría y repugnante hacia una de Jerome, y la asió.
—Gracias por haber venido. Gracias por no haberte marchado, después de
contarte esta triste historia. Quería saber…, igual que me pasó con Ke. Siempre me
ha gustado saber, y ahora es preciso que te explique lo que acaba de ocurrirle a la
pequeña Kieu… bueno, ya sabes, a «madame general». Kieu ha encontrado un
teniente, una especie de bruto, el único que se salvó en Dien-Bien-Fu…
—¿Kervallé?
—Y, de repente, se ha olvidado de todos, lo mismo de Julien que del general. Esta
vez, ama.
—Kieu no ha amado nunca más que sus vestidos y su placer.
—Kieu, sí, pero no Claire. Ya que también se llama Claire… ¡Oh, sí! Claire
Savignac, y ésta es la que ha triunfado en su cuerpo. Se ha vuelto necia, falsa, sumisa,
y capaz de cualquier imbecilidad por ese grosero idiota.
Kieu entró en la sala, y Jerome sintió oprimírsele el corazón. Seguía lo mismo de
hermosa, pero ya no era su rostro una máscara. La pureza de sus rasgos se había
acentuado, lo que le daba más patetismo. Kieu había abandonado las ropas
vietnamitas por un sencillo corpiño blanco y una falda negra.
Se agazapó a los pies de Mamá Lien, según su costumbre, y dejó entrever un
instante sus hermosas piernas, pero al darse cuenta de la presencia de Jerome, se bajó
la falda. Incluso le pareció al periodista que se había ruborizado.
—Ives no tardará en venir —explicó—. Ha ido en busca de cigarrillos
americanos. Cada día es más difícil encontrarlos, pero conoce a un indio de la
Comisión Internacional…
Maravillada, como si presentase ante una concurrencia entusiasta un número de
fiera amaestrada, Lien extendió el brazo hacia la joven.
—¿Verdad que se ha tornado completamente idiota? Pronuncia «Ives» con el
mismo tono que emplearía cualquier esposa legítima.
Kieu se rebeló, con las manos crispadas como garras:
—¿Y por qué no tendría que casarse conmigo?
—La paga de un teniente no es bastante para ti.
Lien se puso a cloquear suavemente.
—Y puesto que el sueldo de tu general…
—¡Ya no me hace falta el dinero! Yo guisaré, le repasaré los botones…
—No sabes coser, no sabes más que ser hermosa y hacer que los hombres te
ofrezcan regalos.
—Aprenderé.
Apareció Kervallé, con un paquete de cigarrillos bajo el brazo. Estrechó la mano
de Jerome, preguntándole con extrañeza:

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—¿Fuma usted opio?
—De vez en cuando.
—El opio destruye la fuerza y la moral.
Mamá Lien se estremeció de alegría.
—El opio no quita nada, ni da nada. Ayuda, eso sí, a descubrir ciertas cosas de
uno mismo, siempre y cuando uno las tenga. El opio es un vicio que provoca el
horror al vacío, y no admite las mediocridades.
—¿Estuvo en el último canje de prisioneros, Jerome? —se interesó el teniente.
—Sí.
—¿Había paracaidistas?
—Hablé con un tal capitán Morier.
—Le conozco. No era muy de nuestro agrado. Siempre quería comprenderlo todo.
Muy animoso, y conocedor de su oficio, pero no formaba parte de nosotros…, de
nuestra…
—De su secta, ¿verdad?
Kervallé señaló a ambas mujeres con la cabeza.
—Preferiría hablar de esto en otra parte.
—Vaya a verme al club de Prensa.
Kieu, fastidiada, se levantó.
—He de marcharme. He de ir…
Se contuvo a tiempo, antes de añadir:
—… a la recepción del alto comisario, adonde me ha prometido llevarme mi
general.
Por miedo a perder a Kervallé, no se había atrevido a confesarle sus relaciones
con el general; el teniente debía de ser el único que no las conocía en Hanoi.

Aquella noche, otros personajes… Rovignon, que había visto a Kieu en la


recepción del alto comisariado, durmió muy mal. Soñó en inmensos tesoros que
amontonaba en una caverna, en pilas de latas de conservas y de cerveza. Tomaba a
Kieu de la mano y le decía que solamente vivía para ella.
Sentado sobre su lecho de campaña, en su escondrijo, Tuan-Van-Le escupía entre
sus piernas. Los vietminhs habían cernido todo el Banco de Arena, apoderándose de
la reserva de armas y explosivos que él había escondido allí. Trieu todavía no había
regresado.
En su habitación, el capitán Mathieu no lograba conciliar tampoco el sueño.
Había recibido orden de desalojar el club de Prensa, pero los periodistas se negaban a
partir. Su china le pedía más dinero para seguirle a Haifong, y él no lo tenía, ni sabía
dónde hallarlo, pero no podía prescindir de ella.
Cuando la luna se mostró sobre el horizonte, aulló un perro, despertando a Bernot
de improviso. Entonces, le pareció escuchar el ruido de los pies descalzos de su
sirvienta.

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El conductor de un rickshaw[13], que paseaba a una de las últimas meretrices, le
preguntó:
—¿Qué vas a hacer, hermanita?
—Me marcho a Haifong. ¿Y tú?
—No lo sé. Parece que los vietminhs no quieren rickshaws. Dicen que no es
democrático que un hombre pedalee mientras otro se pasea reposadamente.
Julien escaló el muro de la mansión de Mamá Lien. La habitación de la planta
baja estaba vacía, pero era evidente que alguien había dormido en ella. Más arriba
brillaba una débil luz.
Subió y halló a Jerome y a Mamá Lien, que fumaban.
La alcahueta le señaló la pipa de bambú:
—¿Quieres probar?
—¿Por qué no?
Jerome se retiró un poco para dejarle sitio. Casi le extrañó que Julien no hubiera
fumado nunca. Fabricio del Dongo, suponiendo que hubiera hecho la guerra de
Indochina, no habría dejado de hacerlo.
Una ráfaga de ametralladora rompió el silencio de la noche. Unos rateros habían
intentado penetrar en un depósito de la Ciudadela. Era ya el primero de octubre.
Acababa de comenzar la lenta agonía de Hanoi.

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4
Primero de Octubre

Algunas tiendas modifican sus muestras. Cerca de la Ciudadela, los cafés


que habían frecuentado siempre los soldados, establecimientos
extremadamente sórdidos, cuyos mostradores estaban repletos de pegajosas
moscas, y con algunas habituales «busconas» entre la clientela, se convierten
en comercios de la alimentación.
A las siete y media ya es de noche, y por las grandes avenidas circulan los
camiones militares, agrupados en convoyes.
Unos guardias encasquetados pegan sobre todos los muros unos carteles
redactados en francés y en vietnamita:

«Toque de queda desde las 21 horas a las 7 de la mañana, a partir del 4 de


octubre.
»Cualquier acto de pillaje, sabotaje o terrorismo será sancionado
inmediatamente y con la máxima severidad».

El texto vietnamita finaliza con la modificación:

«Castigado con la pena de muerte».

Después, sobreviene la noche lúgubre, sin un reflejo, sin una luz.


El mendigo ciego del bulevar Carreau canta con su cascada voz:

«Las innumerables lámparas


brillan como las estrellitas del cielo.
¡Qué maravilloso espectáculo!…».

Jerome, que había regresado muy tarde de su visita a casa de Mamá Lien, halló
sobre la mesita de su dormitorio un billetito escrito en un papel de grosera traza, y sin
ninguna firma:

«Te espero mañana por la mañana, a las siete, en la Pagoda de los


Cuervos».

En aquellas pocas líneas, reconoció enseguida la escritura de Tuan-Van-Le.


Se sintió feliz al ver que Tuan deseaba volver a verle, pero al mismo tiempo le
invadió una mezcla de cansancio y lasitud que, cada vez que la experimentaba; le

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costaba más trabajo dominar. Desde hacía algunos meses soñaba con una vejez
tranquila, rodeada de cuidados, cerrado su corazón a las penas de los demás, y
volviendo las páginas de sus marchitos recuerdos como las hojas de un herbario.
Pero, al fin, el viejo periodista despertó: acudiría a la cita dada por el doctor Tuan-
Van-Le. Continuaría su misión hasta el día en que, sintiéndose ya demasiado
envejecido, iría a refugiarse en la casita de la costa vasca donde habitaba su hermana,
una anciana que servia como ama de llaves de un sacerdote.
Un trazo sanguíneo quebró el sombrío horizonte, anunciando la mañana.
Un ligero griterío despertó a Jerome. Delante del club de Prensa se había
instalado un mercader ambulante de sopa, y varios coolies y conductores de
rickshaws se habían apretujado en derredor suyo. Con el tazón en la mano, se
llevaban los fideos y la carne hasta el fondo del gaznate, haciendo sonar los palillos.
Jerome bajó a la calle y se hizo servir un caldo bien caliente, salpicado de
pimienta.
Un conductor le dejó sitio en el banco que el mercader había colocado ante su
tienda ambulante.
El hombre mostraba un rostro muy animado, con ojos sumamente movibles;
parecía feliz de vivir, feliz de su condición y feliz del nuevo día que empezaba.
Jerome saboreó la acre frescura de la mañana, encajonado entre aquellos
nah-qués de pies descalzos y caras risueñas. Para prolongar aquel momento, le
preguntó al conductor en vietnamita:
—¿Cómo te llamas?
—Ga.
Y, a juzgar por su aspecto, le parecía magnífico no llamarse más que Ga, ser uno
de los mil coolies conductores de Hanoi, y tener de vez en cuando algunas miserables
piastras para poder tomarse un tazón de sopa o poder jugar al ba quouan.
—¿Conoces la Pagoda de los Cuervos?
Ga sacudió alegremente la cabeza para indicar que sí la conocía.
—¿Puedes llevarme allí?
—Claro que sí, pero como el trayecto es largo, le cobraré quince piastras.
—De acuerdo.
Jerome se instaló en el asiento del rickshaw, que estaba recubierto por una
hermosa manta blanca. Ga saludó con la mano a la «compañía» y montó sobre los
pedales.
«Ha resultado muy sencillo, a decir verdad —iba pensando Ga—. Yo les había
ordenado a los demás conductores que se negaran a llevar al francés. Pero ha sido él
mismo quien me ha elegido. Hay días en que todo se soluciona muy bien, y otros en
que ocurre exactamente todo lo contrario. Nguyen no cree en la suerte, ni en los días
malos y los días buenos, sino únicamente en sus técnicas. Está persuadido de que he
podido trabajar tanto tiempo para la policía francesa, siendo al mismo tiempo uno de
los responsables de la policía vietminh, por haberme sabido rodear de un incalculable

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número de precauciones. Y, sin embargo, casi he sido un imprudente. En esta clase de
juego, me siento a mis anchas. Nací para convertirme en la sombra que se desliza,
silenciosa, descalza, a lo largo de los callejones, en busca de un secreto, y no para
dedicarme a los fastidiosos estudios de Medicina que mis padres habían elegido para
mí».
La carretilla recorrió la Ciudadela y luego el estadio Mangin. Algunos vendedores
de soda habían ya instalado sus tenderetes multicolores. El precio de las sodas se
había duplicado desde que las grandes cervecerías de Indochina cerraron sus puertas,
desmontando su material. Asimismo, también empezaban a escasear los cigarrillos, y
una gran multitud se dedicaba al contrabando en pequeña escala.
Jerome, con los ojos cerrados, parecía dormir.
Ga, que pedaleaba por encima de él, prosiguió planteándose preguntas, y dándose
a sí mismo las respuestas, hábito que había adquirido en su vida clandestina, y que le
dispensaba de tener un confidente. Por regla general, se elige una mujer, lo que
resulta muy peligroso. Nguyen quería darle un cargo en el comisariado central. Ello
era halagador, pero peligroso y molesto. Tendría que renunciar a esta vida llena de
imprevistos que tanto le agradaba. Como conductor de ciclos, había conseguido
agrupar casi a trescientos de ellos en un sindicato «democrático»; como boy en casa
del general vietnamita, había compartido en secreto su concubina; encalador en el
consulado de Inglaterra, se había convertido en el amigo de la doncella de «madame
cónsul», una pequeña de nariz respingona y que sabía hurgar en los asuntos de su
señora y su señor.
¿Por qué él, Ga, que tanto amaba la aventura, se había hecho vietminh? El
marxismo le fastidiaba casi tanto como la Medicina. Tal vez porque era joven y casi
todos los jóvenes de su edad lo eran, pero más que nada porque la aventura, mezclada
a cierto anhelo de ser útil que sentía en su interior, no la hallaba más que en el
Partido.
Ga era un nombre que le había puesto Nguyen. Significaba el «polluelo»; se
trataba de una de las dudosas bromas a las que tan aficionado se mostraba siempre el
politécnico.
Nguyen era un hombre con el cual aún se podía reír; no era como el coronel
Phang, que acababa de ascender a general, y al cual no tardaría en sentir sobre él.
Ga, de repente, descubrió que amaba su oficio y que debido a esto no había
llegado a aborrecer al gordo Bernot, ya que también éste pertenecía a la raza de los
sutiles, como todos los buenos policías.
Ciertamente, Bernot debía maliciar que Ga era el ayudante de Nguyen, y sin
embargo le había encargado que se ocupase de Tuan-Van-Le. Quizá lo había hecho
adrede.
Ga se echó a reír, lo que obligó a girarse a su pasajero. Naturalmente, también
había ese periodista que servía de cebo. Nguyen le había dicho, agitando aquella
especie de pico que formaban sus dientes:

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—Cuida de que no le ocurra nada a Jerome; es un sujeto al que aprecio bastante.
Y Bernot casi le había dicho lo mismo. Cosa curiosa: los dos pescadores, de
momento, parecían más preocupados por el cebo que por la pesca.
Y sin embargo, el doctor Tuan-Van-Le era una buena presa.
Como todos los jóvenes vietnamitas de su generación, Ga le había oído disertar
sobre los estrados o en el interior de las trastiendas.
Había sido el responsable de la gran revuelta de Indochina contra los franceses y
de los amarillos contra los blancos, en igual medida que Ho-Chi-Minh. Pero lo
mismo que Nguyen, lo mismo que Ho-Chi-Minh, e igual que Giap y la mayoría de
los dirigentes del Partido, al mismo tiempo se hallaba muy ligado a esos blancos a los
que combatía.
Ga pedaleando y Jerome dormitando, no tardaron en llegar frente a la pagoda Van
Mieu, que blancos y vietminhs llamaban la pagoda de los Cuervos. Por estar dedicada
a Confucio, su arquitectura se había inspirado en Kieu Feou, la ciudad natal del
filósofo.
Jerome abonó las quince piastras y se apeó. Ga fingió continuar su carrera, pero
corrió a disimular su carreta detrás de una barraca hecha de maderas y, con los pies
descalzos, después de haber abandonado sus zuecos de madera, empezó a seguir al
francés.
Se sucedían cinco patios en forma de jardín, separados entre sí por unos muros en
los que se abrían unas puertas de comunicación. Los grandes árboles, los tejados de
color rosado y el azul del cielo se reflejaban y mezclaban sus colores en un pequeño
estanque cuadrado.
Apoyado en una balaustrada verde de musgo, un hombre no muy alto, con las
piernas desnudas y luciendo un sombrero de tamojal y unos anteojos, escupía con
delectación en el estanque.
Ga, agazapado tras una pilastra, le contempló con extrañeza.
Así, pues, aquella caricatura era el doctor Tuan-Van-Le, antiguo miembro del
Comité Central del Vietminh… Lo mismo que Ho-Chi-Minh no era más que un viejo
autoritario, caprichoso, de mal humor cuando no encontraba cigarrillos americanos,
igual que Giap se había convertido en una gordinflona codorniz, amante de sus
conveniencias y del hielo en verano.
Lo único que le quedaba por hacer a Ga era esperar y apoderarse de Le cuando se
despidiera del periodista.
Le se giró como apesadumbrado.
—Buenos días, Jerome.
Ga tendió el oído para mejor distinguir las palabras de ambos hombres. Una mano
se aplastó sobre su boca, tirándole hacia atrás, al tiempo que un puñal se hundía en su
espalda. En el primer instante no sintió más que una profunda quemazón, y luego, el
estanque, los árboles y los picudos tejados de la pagoda desaparecieron en medio de
una gran mancha de sangre.

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Trieu, vestido como siempre de negro, y con el mechón de pelos cubriéndole la
frente, arrojó el cadáver detrás de unos arbustos. Le arrancó el puñal y cuando lo
levantó hacia el sol, pareció ofrendarle esta nueva víctima.
Le se había vuelto a girar hacia el estanque, sin darle la mano a su amigo. No
quería comprometerse ya con nadie, toda vez que no tardaría en morir, mientras que
el periodista seguiría viviendo.
—Jerome, he preferido citarte por la mañana; la noche se presta demasiado al
romanticismo, a la conversación, al humo de los cigarrillos… y ahora necesito ser
muy claro contigo.
—¿Qué quieres de mí, Le?
—Que atestigües en mi favor, que mañana digas que he sido yo solo quien lo ha
hecho, y que no lo he ejecutado contra los franceses, ni a favor del Gobierno de
Saigón; ni siquiera contra el Vietminh.
—¿Qué vas a hacer?
—Un gesto…, un último gesto. Voy a destrozar el Comité administrativo y militar
vietminh cuando entre en Hanoi.
—Para que vuelva a comenzar la guerra…
—¿Y eso qué me importa? Además, no volverá a empezar. Entiéndeme: un
equipo de hombres a los que conozco muy bien, va a tomar entre sus manos el poder
de este país. Estos hombres se hallan tan seguros de sí mismos como unos niños. No
puedo hacer más que una cosa: inquietarles, hacerles comprender que en cualquier
momento corren el peligro de volar por los aires, enseñarles a sus seguidores que sus
amos no son invulnerables, y que a cada instante les queda este recurso para que cada
cosa vuelva a su debido sitio: la granada o el plástico. Los pueblos no tienen más que
un recurso para hacerse respetar de los autócratas que se instalan en el poder: matar.
—Como tú dices, destrozarás algunos hombres, pero no quebrantarás la victoria
comunista. Le no podía estarse quieto, y empezó a agitarse.
—¿Sabes por qué han vencido los vietminhs? Malraux, en uno de sus folletos,
hace decir a no sé qué comunista que el pueblo se bate para reconquistar su dignidad.
Falso, un truco de intelectual, digno de ti o de mí. El pueblo es como una mujer y lo
único que quiere es que se ocupen de él, que le acaricien, que le mimen o que le
zurren, algo que le dé la impresión de que se ocupan de él.
Y añadió reflexivamente:
—Muy a menudo me he acostado con mujeres que no me comprendían, pero que
al entregarse a mí creían haber desvelado mis secretos. Lo mismo que si hubieran
estado dentro de mis pantalones. Absurdo y, sin embargo, es así. Pero el pueblo se ha
alejado de mis secretos. Yo lo respeté demasiado. Los vietminhs son unos grandes
comediantes. Hacen cantar a coro, organizan desfiles, hacen votar sus proyectos,
crean toda clase de agrupaciones y subagrupaciones, inventan jerarquías…, pero son
incapaces de fecundar esa hembra insaciable que es el pueblo.
—La hembra te ha echado de su lecho.

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—¡Y Ke, con su agradable sonrisa, es el primero que entrará en Hanoi! He aquí la
clase de gigoló que le gusta al pueblo.
Jerome asió a Le por ambos hombros. Empezaba a sentirse ganado por una cólera
sorda.
—Todos vosotros, sea Ke, Nguyen o tú mismo, y todos aquellos que se os
parecen en los demás países, ¿es que no podéis dejar al pueblo en paz, dejarle con sus
penas y sus alegrías, sin pretender añadirle otras?
—Tú predicas la resignación del poder. Entonces, ¿de qué serviría alentar una
gran inquietud, una especie de hambre nunca apaciguada, si no pudiera
comunicársela a los demás? Si uno se queda a solas con su hambre, tiene más cada
vez. Nunca se trata de labrar la felicidad del pueblo, sino de obligarle a salir de su
condición miserable, de su resignación para empujarle a hacer algo, a revolucionarse,
lo que sea, en una palabra: a existir. ¿Has envejecido, Jerome? ¿Te has convertido en
un perro viejo que únicamente sabe dar vueltas en busca de un rincón, deseando que
todo el mundo le deje en paz?
Le se acordó ahora de una de las últimas frases de Saxo:
«Al acabar de luchar me he dado cuenta de mi edad».
Jerome ahora ya sabía su edad. El viejo periodista no había creído ni por un
momento en los argumentos sofisticados que Tuan-Van-Le había empleado, pero sí
había comprendido que lo único que deseaba era que bajara el telón en medio de una
enorme explosión de bombas y la luminosidad de los incendios; lo demás no le
interesaba en absoluto. Jerome había creído ir al encuentro de un verdadero amigo, y
se hallaba solamente ante un perro erguido sobre sus corvejones, que preparaba su
salida a escena; y le había convocado como a una especie de claque. Era horrible.
Tuan-Van-Le, desde que fue separado del pueblo, que para él, por su índole de
revolucionario, era su misma vida, empezó a pudrirse.
Si Jerome no creyera que el peor crimen que puede cometer un hombre es aliarse
con la policía, le denunciaría. De súbito, Le le causaba horror, pero, al mismo tiempo,
su propio pasado le estimulaba con sus fáciles generosidades, sus falsas tolerancias
que tan bien disimulaban su indiferencia y su superficial humanismo.
También él estaba a punto de corromperse, de volverse una llaga pustulosa.
Jerome hubiera querido que le mataran en aquel jardín del templo, para, al menos,
llevarse en su última visión la imagen de aquellos patios desiertos, de aquellos
tejados rosados, de los colores que se mezclaban en las aguas del estanque.
Apareció Trieu, como una sombra negra, habló unos momentos con Le, y luego
volvió a desaparecer.
Le se acercó a Jerome.
—¿Has venido aquí en un rickshaw?
—Sí.
—Bien, su conductor era conocido por el nombre de Ga. Era un soplón de la
policía, al servicio de Bernot, pero al mismo tiempo uno de los ayudantes de Nguyen.

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Trieu, mi guardaespaldas, al que acabas de ver, lo ha matado. Ga te espiaba, a fin de
sorprenderme. Y ahora, ¿cómo puedes afirmar que no quieres mezclarte más en la
vida y la muerte de otros hombres? No es posible retirarse de la partida. Todo lo que
has hecho, sigue en pie. Pensar que uno puede retirarse en cualquier momento que lo
desee, es un razonamiento burgués y egoísta. Ga acaba de morir, por causa tuya y
mía, por culpa de un pasado que nos une. Los unos somos prisioneros de los otros.
No hay forma de escapar, no puede uno traspasar sus propias alambradas. Adiós,
Jerome. Adiós, cómplice y prisionero mío. Todavía mañana, matarás conmigo.
Tuan-Van-Le, con las manos en los bolsillos, contempló marchar a aquel que
había sido su mejor amigo; sentía una alegría feroz, ya que ahora nada le retenía;
estaba solo, alejado de todos, libre al fin.
El doctor encendió un cigarrillo, hallándole un gusto exquisito. Por primera vez,
se apercibió de la belleza del jardín; incluso distinguió un pájaro verde y oro que
revoloteaba por un árbol negro, y a lo lejos escuchó el rumor de la ciudad que se
despertaba, y más cerca el pregón de un vendedor de jengibre.
En el mismo momento en que acababa de renunciar al mundo, éste se le aparecía
como una hermosa extranjera, llena de seductoras promesas.
Y sintió de nuevo la tentación de vivir, huyendo a Saigón.
Trieu le hizo un ademán, y él le siguió.

Bernot se despertó con la boca pastosa, y sacudido por un acceso de tos. Recordó
que le había ordenado a Ga que fuese a verle tan pronto tuviera nuevas que darle.
El policía se hizo servir el desayuno: seis huevos con lonjas de jamón, y un vino
acre y muy espeso que le agradaba sobremanera. El vino de Intendencia le sentaba
perfectamente.
Cuando se inclinó hacia la bandeja, su entreabierto pijama dejó ver unos pechos
orondos sobre un vientre enorme.
Oyó un timbre.
«Debe de ser Ga —pensó Bernot—. ¿Qué grado será el suyo en el Viet? Tendré
que preguntárselo. Cuando Tuan-Van-Le haya sido liquidado, y el Comité
administrativo y militar haya entrado ya en la ciudad, no tendrá ninguna razón para
ocultármelo».
Pero no era Ga, sino Calamar. Cogió una silla y fue a sentarse junto al lecho de
Bernot.
—Salud —le dijo.
Extendió sus largas piernas, lanzando una especie de suspiro.
—¡Vaya calor! ¿Cómo puede comer tanto?
—¿Tiene hambre?
—No. Vengo a hacerle una apuesta. Dentro de un momento sonará su teléfono, y
yo puedo anticiparle lo que van a decirle.
—¿Qué?

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—Que se acaba de descubrir un cadáver en la Pagoda de los Cuervos, el de un
conductor que llevó a Jerome a su cita con Tuan-Van-Le. ¿Eh, qué tal?
Y satisfecho de sí mismo, Calamar abrió su enorme boca.
—¿Ha visto usted a ese conductor, antes de que retiren su cadáver?
—Sí.
—¿Qué tenía en la mano derecha?
—Un anillo de plata.
—Es Ga.
—¿Su famoso pillastre? Más silente que una sombra, más escurridizo que una
serpiente…, su superpolicía, ¿no?
Sonó el teléfono, y Bernot contestó:
—Sí…, sí…, bien…, sí.
Después, volvió a colgar el aparato.
—Sí, es él. ¿También usted espiaba a Jerome?
—Sí, con Rovignon y Julien; una verdadera expedición de Rouletabille de
bazar[14]. Temíamos que le ocurriera algo. Rovignon, que había entrado un momento
en su habitación, halló una nota sobre la mesita. Hemos cogido un coche; yo llevaba
una pistola. No sé cómo se dispara, pero hubiera jurado en aquel momento que yo era
un experto tirador. En suma, no hemos visto nada, ni oído nada. Jerome ha vuelto a
salir de la pagoda. Y tenía muy mal semblante. Entonces, he entrado a investigar.
—¿Buscaba una entrevista?
—No había más que el cuerpo del cooli detrás de un arbusto.
—Gracias por sus informes. Y ahora voy a darle otros, porque yo siempre doy
propina al chico del ascensor. Ahora ya sabemos dónde se oculta Tuan-Van-Le. Esta
noche será liquidado.
—¿Por vosotros?
—No, por el Vietminh.
—Me gustaría verlo.
—No asistiremos usted ni yo, ni persona alguna. Ni siquiera podrá escribir un
artículo, ya que jamás se ha podido probar que Tuan-Van-Le haya estado en Hanoi.
Jerome se callará, por su propio interés, lo mismo que usted y Rovignon. Es algo
sumamente vergonzoso lo que vamos a hacer, pero nadie de aquí, ni usted ni yo,
queremos que el armisticio sea quebrantado.
—¿Tan grave es el asunto?
—Sí.
—En el Ejército francés y en el vietnamita hay militares a quienes gustaría la
continuación de la guerra.
—Seguro, los que no han combatido. Ahora se dan cuenta de que no arriesgan
nada. Pero nosotros hemos tenido suerte de haber podido concertar este armisticio; de
lo contrario, hubiéramos sido liquidados al mes siguiente.
—¿Y entonces…?

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—A callarse todo el mundo. Tuan-Van-Le no ha estado jamás en Hanoi, el
Vietminh se callará como el Gobierno del Sur del Vietnam, y el general De Langles
como el alto comisario. Me gustaría conversar con Jerome, ¿podría traérmelo?
—No, él no quiere saber nada con un tipo como usted.
—¿Qué dice?
—Entiéndalo, ahora él es mi cómplice, como yo lo soy suyo; entre ambos hay un
cadáver. Hace mucho tiempo que soñaba en algo por el estilo. Salud, gordinflón, pero
no me vendo.
Y con la boca abierta, el periodista salió de la estancia.
Bernot recibió un telefonazo, y rápidamente llamó al general. Escuchó cómo
maldecía.
—¡Todavía ese tipo…! —Y luego—: Le escucho, Bernot.
—Esta vez la situación es grave, mi general, y nos queda muy poco tiempo por
delante. Mi mejor agente ha sido liquidado por los secuaces de Tuan-Van-Le. Y otro
de mis hombres que me sirve de enlace con el vietminh me ha dicho que…
—No quiero saber nada de esa clase de enlaces.
—… Bien, me ha advertido que, puesto que nosotros parecemos haber fracasado,
los viets se ocuparán esta noche de Tuan-Van-Le. Sólo nos piden una cosa: retirar los
centinelas de un barrio de Hanoi…, entre las diez de la noche y las dos de la
madrugada.
—Eso no es de mi incumbencia.
—La situación internacional, los últimos acontecimientos, culminando con el
pacto de Manila, la tensión en Quemoy, la expectante actitud americana y el viaje del
general Ely a Washington, han impacientado demasiado al Vietminh. Una parte del
Ejército popular está de acuerdo en la prosecución inmediata de la guerra, con el clan
pro-China entre ellos. Si mañana se produce un atentado, la guerra puede
reproducirse de inmediato. Si nuestro ejército vuelve a combatir, tanto mejor, pero
opino que esta cuestión es algo que le concierne enteramente a usted, mi general.
—Bernot, me gustaría muchísimo poder romperle la cara. Lo que usted quiere, al
tenerme al corriente de este sucio asunto es quedar a cubierto, como un cobarde.
—No, sólo como funcionario prudente, lo mismo que sus coroneles que, en estos
últimos tiempos, le piden las órdenes por escrito.
—Está bien, daré las instrucciones necesarias. Ya puede volver a sus basureros;
aún deben quedarle algunos para vaciar.
—Mis respetos a usted, mi general.
Bernot se levantó de la cama y se vistió. Tenía cita en su despacho con el hombre
que Nguyen le enviaba para reemplazar a Ga.

El general Phang había convocado a su alrededor a su Estado Mayor: una


treintena de oficiales de atentos semblantes, a cuyo lado habían depositado todos
carteras sobre la mesa.

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Phang limpió sus gafas con todo cuidado, y se detuvo un instante contemplando
el rostro de sus subordinados. Habían sacado lápices y estilográficas, preparándose a
tomar notas. Ahí estaba Ly, que había mandado los morteros en Dien-Bien-Fu; allí el
doctor Fuong quien, de contrabando, había traído del Japón penicilina; más allá,
Quach que, prisionero de los franceses, fue torturado durante una semana y no llegó a
hablar. Y también Ten, el más peligroso, ya que era muy hábil, estaba muy bien
informado y jugaba a gran estilo la carta de China. Incluso hubo sugerencias cerca del
Comité Central para que le confiaran el mando de Hanoi; pero Phang había sido, al
final, el elegido.
Estos hombres, seleccionados entre los mejores especialistas del Vietminh,
estaban bajo sus órdenes, y Hanoi sería su ciudad. Para disimular su intensa alegría,
Phang fingía una falsa fatiga, como si el cargo que acababan de confiarle fuese
demasiado pesado para sus espaldas.
Ten, que le observaba, susurró suavemente al doctor Fuong:
—Nuestro joven general presenta mal aspecto. ¿No podríais ponerle una
inyección?
—Phang es incansable. Su constitución física es sorprendente. Lo he examinado.
Su corazón late muy lentamente, como el de los animales de sangre fría.
—¿Un reptil, por ejemplo?
Fuong se encogió de hombros; no le agradaba Ten, un ser muy pretencioso que
creía conocer todos los fundamentos de la logística porque en China se lo habían
enseñado mediante algunas nociones. Pero Phang también le fastidiaba por razones
más sutiles.
El general Phang dio principio a su exposición:
—A cada uno de vosotros se os ha atribuido un sector de Hanoi, excepto al doctor
Fuong, que debe tomar a su cargo los hospitales, y al coronel Ten, que se ocupará de
las universidades, los institutos y los colegios. Se os ha dado la lista aproximada del
material que deben contener los edificios públicos en el momento en que nos serán
entregados. Estas listas, o por mejor decir estos inventarios formulados en la medida
de las posibilidades, son necesariamente inexactos. Pero de ninguna manera debéis
reconocerlo así ante los funcionarios franceses con los que tendréis que entenderos. Y
capitularán, porque, por su parte, tampoco están seguros de nada. En efecto, los
fantoches de Bao Dai se desprendieron o vendieron parte del material.
Miró especulativamente a sus oyentes.
—Han sido prevenidos los jefes de células callejeras y de barrio de nuestra
organización clandestina. Se incorporarán a vosotros de inmediato y os ayudarán en
vuestra tarea, sirviéndoos de guías. Ateneos a lo escrito. En virtud de las
convenciones del armisticio, todo lo que son instalaciones públicas debe estar en pie.
Los periodistas asistirán a las transferencias. Tomadles continuamente por testigos de
nuestra buena fe, inundadles de declaraciones y protestas. Haced que se sientan
importantes, y nos apoyarán.

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Y concluyó:
—Los franceses sufren graves apuros en Saigón. Hay que hacer que aprecien
nuestros métodos y nuestra organización, a fin de que la comparen con el desorden y
la corrupción que imperan en el Vietnam del Sur.
»Nosotros somos los vencedores, y mañana recibiremos el pago de nuestros
sufrimientos y de nuestra sangre. Los franceses son los vencidos, y con ellos cuantos
les han ayudado y empujado a esta guerra. Hacedles sentir su derrota, pero con toda
urbanidad. Por el momento, nos interesa que la mayoría de ellos se quede en Hanoi, y
nos enseñen la forma de gobernar esta ciudad.
Ten protestó:
—¡No necesitamos a los blancos! ¡China nos proporcionará todos los técnicos
que nos hagan falta!
La voz de Phang se tornó seca:
—El Comité Central ha sido muy preciso en sus instrucciones: hacer lo imposible
para que se quede en Hanoi el mayor número posible de técnicos, profesores,
médicos y hombres de negocios franceses. Yo no hago otra cosa que obedecer,
coronel Ten, y jamás interpreto las órdenes que recibo. ¿Alguna otra pregunta?
—Sí.
—El doctor Fuong se levantó. —Entre los franceses que se quedarán en Hanoi
hay algunos amigos míos. Particularmente, uno de ellos. En su casa se escondieron
mi mujer y mis hijos cuando me uní al Ejército popular. ¿Puedo ir a darle las gracias?
—Lo siento, doctor, pero las órdenes son formales. De momento, hay que evitar
toda relación personal con los franceses. Más adelante… opino que podrá hacerlo.
Cerrando su exposición, advirtió:
—Los camiones y los jeeps franceses vendrán a buscarnos mañana a las cinco de
la madrugada al puente de los Rápidos. ¡Viva el presidente Ho-Chi-Minh! ¡Viva el
Ejército popular! ¡Viva la República democrática del Vietnam!
Todos se levantaron y repitieron sus vítores. Luego, Phang regresó a su cabaña y
Vong le sirvió el té.
Phang le preguntó:
—¿Estás satisfecho de entrar en Hanoi?
—Seguro. Creo que es una ciudad muy grande y muy hermosa.
—¿No la has visitado nunca?
—No, pero Ty, que pertenecía al mismo grupo que yo en Dien-Bien-Fu, vivía en
la calle de la Seda y me ha hablado mucho de ella. Al parecer, hay muchas tiendas
repletas de pescado, de pollos, de arroz.
Estuvo a punto de añadir: «y de "choum", de cerveza y de mujeres», pero se
contuvo a tiempo, y el general le despidió con el gesto.
Phang se tendió sobre un diván de bambú, y se quitó las gafas, que colocó a su
lado. Una ligera brisa hacía revolotear la cortina azul que bloqueaba la entrada. Muy
lejos, los soldados cantaban el himno revolucionario, batiendo palmas.

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«La tropa de los vietminhs avanza,
la bandera de la estrella amarilla ondea al viento,
guiando al pueblo lejos de los lugares
en que ha sufrido…
Unamos nuestros esfuerzos
para construir una nueva existencia…
Aunque nuestros huesos sean rotos,
aunque nuestras carnes sean laceradas…».

El canto le llegaba a frases sueltas, cuando el viento soplaba en su dirección.

«… Sus pasos acompasados repercuten


sobre la ruta mal trazada…
Su bandera manchada con la sangre de las victorias…».

Phang trató de luchar contra el sueño; Nguyen debía venir a buscarlo, y tenía que
discutir muchos detalles con él.
También en San Sulpicio, los cantos trascendían de la capilla, llevados o
ahogados por el viento; la vida estaba allí reglamentada como en este campamento,
con sus horas de estudio, de recreo y de oraciones.
Phang, una vez pasada la primera borrachera de alegría, tras haber saboreado el
placer de ser nombrado general y de lograr la dirección del Comité administrativo y
militar, tenía miedo de Hanoi.
Siempre le había gustado sujetarse a una regla estricta que, con tal de conocerla
bien, le impedía cometer errores. Le agradaba la soledad, la comodidad, la seguridad
que aquélla le daba. La clase de relaciones que había seguido en el Ejército popular le
convenía a la perfección.
Pero ¿qué iba a ser de este ejército en la ciudad? Podía dejar de ser una
comunidad, para convertirse en lo que son todos los ejércitos clásicos: un conjunto
dispar de individuos mejor o peor entrenados, a quienes se impone una cierta
disciplina, lo estaba asimismo la existencia que tanto amaba. Hanoi tenía para él el
rostro escuálido de Mamá Lien.
¿Qué haría Mamá Lien? ¿Se iría en el último instante? ¿Se quedaría por el placer
de comprometerle, de gritar ante el Tribunal del Pueblo al que sería llevada:
«!Vuestro general es el sobrino de la alcahueta!»?
Recordaba sus ojillos duros y malignos, sus grises cabellos; escuchaba su
insultante voz.
Entró Nguyen.
—Dormías, ¿eh? ¿Agotado? Yo también; no me tengo de pie. Uno de estos días
me derrumbaré, y no quedará de mí más que un puñado de polvo para ser barrido. Un

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duro golpe. Acaban de asesinar a Ga.
Phang se levantó, y después de mojarse la cara, se colocó las gafas.
—¿De qué se trata? ¿Quién es Ga?
—No le conocías. Era mi mejor agente de informaciones en Hanoi. Trabajaba en
la Sureté con el gordo Bernot.
—Ha sido Bernot quien…
—No. Tuan-Van-Le. La «vieja danzarina» prepara un atentado para mañana. Sólo
puede tratarse de un atentado con bombas contra el Comité, en el momento en que
entréis en Hanoi. ¿Te das cuenta, el Comité por los aires? Los soldados de las
divisiones 304 y 312 quieren volver a guerrear. Los hemos llevado a los campos de
arroz, y comentan que ese trabajo es penoso y desagradable. ¡Un infame pretexto!
—¿Tuan-Van-Le quiere matarme a mí?
—Para lo que le importas… lo mismo que no le importa ninguno de los que mata.
¡Está obsesionado por su propio orgullo! ¡Es un maníaco!
—No podemos retrasar la fecha de nuestra entrada en Hanoi. Todo nuestro trabajo
de organización quedaría comprometido.
—Quieres tu cortejo, ¿eh? Bueno, esto tal vez se arregle esta misma noche.
Bernot ha descubierto, al menos, el refugio de Le. Por casualidad. A las diez de esta
mañana envió a uno de sus agentes en busca de una cantidad de libros, abandonados
por la limosnería católica, y que los curas reclamaban… El policía oyó ruidos en el
sótano; eran Tuan-Van-Le y otro fulano, un cooli vestido de negro que le sirve de
guardaespaldas. Por fortuna, el policía no fue idiota. No se dejó ver, sino que marchó
a prevenir a su jefe.
—¿Y qué piensas hacer?
—Bernot no quiere mezclarse directamente en este asunto. Uno de nuestros
grupos, que se halla en el interior de la ciudad, intervendrá. Los franceses habrán
retirado a todos sus centinelas. No obstante, le he dicho a Jerome que le aconseje a
Tuan-Van-Le que huya. Es el cooli el que me interesa. ¡Ha apuñalado a Ga, y le
quiero vivo!
—¡Creí que carecías de odio, no teniendo más que una fría eficacia!
—Sí, pero Ga me era simpático… quizá porque demostraba tener un extraño
humor para un joven de su edad. No era muy ortodoxo, pero resultaba muy divertido.
Compréndelo, amaba a los habitantes de Hanoi, convivía con ellos, y sabía hablarles
y escucharles. Nosotros, los del Partido y el Ejército, hemos convivido demasiado
tiempo entre nosotros mismos, utilizándonos los unos contra los otros como poleas, y
hemos llegado a ser iguales, a tener el mismo comportamiento, y a pensar y a obrar
de la misma forma. Nos resultará un poco difícil comprender a la gente de Hanoi. Ga
nos hacía mucha falta. Sólo él podía darnos el diapasón exacto de esta ciudad. Había
logrado que el Comité Central le otorgase un nombramiento, y he aquí que un asesino
al servicio de un viejo loco lo mata. Tras una reflexiva pausa, agregó:
—Escúchame, Phang. En esta ciudad vamos a cometer una serie de burradas.

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Vamos a casarnos con Hanoi, una vieja garza que ya estaba acostumbrada a acostarse
con los franceses. Estos le han dado sus costumbres, sus necesidades, muchos vicios,
pero también grandes cualidades. De ella no sabemos nada. Ga conocía la ciudad y la
alcahueteaba con una especie de ternura. Nos habría servido de intérprete…
—No me gustan las meretrices —rezongó Phang, de repente—. No me gusta
Hanoi.
—¿Malos recuerdos de tu tía?
—¿Qué es de ella?
—No te inquietes, está a punto de diñarla. Fuma demasiado. ¡Un personaje
asombroso! Solamente ha guardado fidelidad al dinero. ¡Lástima que no hayamos
tenido bastante para comprarla!… —Haciendo una transición, notificó—: Tuan-Van-
Le será liquidado antes de las dos de la madrugada. Vendré a prevenirte. Si no,
deberemos darlo a conocer al Comité Central. No quiero dejarte partir con el riesgo
de un posible atentado. Vigila a Ten.
—Ya lo sé.
—Cualquier día, tendremos barullo por ese lado. El clan chino quiere engullirnos.
Han montado el movimiento «Nueva Cultura». Ten predica por doquier: «No
tenemos necesidad del Occidente. Debemos volver a nuestras antiguas fuentes de
inspiración, que mana de China como la mayoría de nuestros ríos». Yo no comulgo
con estas ideas. Una parte de mis cualidades, de mi ciencia y de mis defectos se lo
debo a Occidente, y éste me gusta.
—¿Sabes cómo nos llaman los chinos, Nguyen? Los eurasianos.
—Esto demuestra que estamos más avanzados que ellos, ya que todas las razas
del mundo un día se confundirán en el comunismo; el mundo no será más que una
inmensa Eurasia, por la carne y el espíritu. Temo a los chinos y necesitamos a
Francia.
—Y más que nada, a Rusia.
—¿Hablas ruso, tú? Hace más de una hora que estamos discutiendo, y no hemos
empleado ni una palabra vietnamita. Tenemos más necesidad de la presencia de
Francia que de su ayuda material, y he aquí que esos tontos se marchan todos.
—Tienen miedo del comunismo.
—No. Es que no les gusta ser una gran nación, ésta es la verdad. Es preciso que
no se produzca ese atentado —subrayó.
Entró Vong, portador de un pliego. Despavorido, contemplaba a ese hombrecito
vivaracho, ese Nguyen, sobre el cual se contaban tantos horrores. Sin embargo,
resultaba cómico con sus dientes proyectados hacia delante, como un muñeco de
juguete. Todo el mundo, sin embargo, decía que era él quien ordenaba las
ejecuciones.

Kieu no pudo reunirse con el teniente Kervallé hasta las cinco de la tarde. Se
había tropezado con Julien, que la esperaba, al abandonar apresuradamente la

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residencia del general.
Desde el principio de la conversación había pretendido mostrarse desagradable,
pero tenía tantas cosas que contar, que a falta de Ives, a quien no podía ver por el
momento, aceptó un paseo con Julien hasta el Gran Lago.
Primero, hubo la recepción del alto comisario. Las mujeres no quisieron
saludarla, si bien todos los hombres la asediaron. El delegado del alto comisario le
había besado la mano como a una gran dama, e incluso le dijo que esperaba volver a
verla en Saigón.
También sentía la necesidad de hablar de su gran amor. Y lo hizo con
aturdimiento y grandilocuencia, lo que aumentó el pesar de Julien. Pero, al mismo
tiempo, sentía cierto placer por aquel dolor, como por toda novedad.
Cogiéndola de la barbilla, le dijo:
—Chiquilla, vas a quemarte; tu teniente me parece únicamente un bruto, mientras
que tu general… bueno, debe de ser mucho más gentil. Todo lo que ahora yo te diga
no te servirá de nada… En fin, cuando quieras volver a verme, avísame… y creo que
será muy pronto.
La abrazó, besándola; ella le dejó hacer, y descubrió que, cosa asombrosa, podía
amarse a un hombre «como en los libros», sintiendo placer al besar a otro.
Kervallé la recibió de mal humor; no le gustaba tener que esperar, por lo que se le
tiró encima, haciéndole más daño que de costumbre. Para calmarlo, ella le hizo hablar
de sí mismo.
—Nunca me has contado cómo te evadiste de Dien-Bien-Fu.
—Todos los periódicos publicaron mi historia. Rovignon hizo un gran artículo.
—No conozco a Rovignon, ni leo jamás los periódicos. Cuéntalo para mí sola.
Kervallé no se daba cuenta de lo que tramaba la joven. Anteriormente, ya le había
hecho muchas preguntas sobre su familia, la Bretaña…
—Yo soy del Midi —le había explicado ella—; sí, de Ariege…
Era como lo de las flores sobre las tumbas de los soldados. ¿Es que ella pensaba
que podía hacer olvidar su piel amarilla, sus ojos estrechos de china? ¿Qué quería?
Salir de Hanoi, seguro… Se había vuelto completamente loca.
—Cuenta —repitió Kieu, acariciándole el pecho.
—No vas a entenderlo, querida; es un relato que sólo puede interesar a los
hombres, y aun no a todos…
Volvió a revivir la lluvia que caía.
—Los viets habían cavado unos surcos en las laderas de las montañas para
canalizar las aguas, y el campo atrincherado no era más que un vertedero en el que
sobrenadaban algunas serpientes. En las charcas flotaban cadáveres hinchados.
»Era de noche —dijo, de repente—; la última noche, aunque lo ignorábamos.
Recibí la orden de atacar frente a mí. No quedaban de mi compañía más que doce
hombres; por todas partes estábamos aprisionados por el fango.
»A la hora señalada, me arrastro… es decir, avanzo. Los viets están a cincuenta

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metros: granadas, metralletas… No sé qué ocurre, pero recobro mis fuerzas. Corro,
disparo… Ante mí se levanta una silueta; la aplasto a golpes de culata. No sé cuánto
tiempo corrí o anduve… durante muchos kilómetros, perdida la razón, sin ver nada,
destrozándome en los espinos y en las alambradas, sin darme cuenta. Después, me
tumbé en un hoyo y me dormí…, por primera vez después de ocho días.
»Cuando desperté, el cielo era muy azul. Creí haberme vuelto loco al oír cantar a
un pájaro. Tras de mí se extendía lo que fueron nuestras posiciones, difuminadas
entre grandes humaredas.
»Varios hombrecillos vestidos de verde y con cascos de palma se amontonan
sobre ese gigantesco cadáver, como moscas. Una gran bandera roja, con una estrella
amarilla, ondea sobre el P.C. Es el fin. Pero tengo que ocultarme con rapidez. Filas de
prisioneros avanzan hacia mí. Sus guardianes les golpean con las culatas, Durante un
momento pensé unirme a ellos…
»Sobre un viejo cadáver viet, hallé una morcilla de arroz. Apestaba, pero me la
comí. Quería vivir.
»Nos habían dicho que el G.C.M.A.[15] había organizado maquis meos[16],
alrededor de Dien-Bien-Fu, y que algunos estaban a sólo treinta kilómetros. Quizá no
fuera cierto, ya que nos habían contado tantas cosas, como el enorme bluff de la
columna Crevecoeur que debía socorrernos por el Laos. Pero no me quedaba otra
elección.
»Por la noche, me arrastré hacia las trincheras. Los viets se habían marchado sin
dejar centinelas. Apestaba todo demasiado, incluso para ellos. Recuperé algunas cajas
de raciones, un par de alpargatas, una carabina, tres cargadores y, guiándome por las
estrellas, me encaminé hacia el sur.
»No sé si conoces este país: las montañas suceden a las montañas, pero las
hierbas de elefante son tan altas que no se las ve. Es preciso seguir las sendas de los
meos, que se cruzan y entrecruzan. Y no hacía más que dar vueltas.
»De día, el sol quema; de noche, hace aún más calor porque la vegetación
devuelve el calor almacenado durante el día. ¡Y los mosquitos…!
»Dos o tres veces estuve a punto de toparme con patrullas vietminhs, guiadas por
thais, que lucían el casquete negro de partisanos que nosotros les habíamos dado.
Todos los thais debían de haber estado a nuestro lado. ¡Otro golpe! Esta guerra no ha
sido más que una sucesión de mentiras. Cuando estábamos entre paracaidistas, nos
burlábamos de ello. Casi era divertido oír esa clase de embustes en Hanoi y en
Saigón. Pero allí, solo en la jungla, no me hizo ninguna gracia.
»Ya no odiaba a los viets. Ellos también daban crédito a los embustes. ¡Pero si
hubiera tenido ante mi carabina a los de Saigón y Hanoi que hablaban de logística y
estrategia, en plan de mariscales de salón…! ¡Los muy zorros!
»Tuve que andar tres noches, hasta verme precisado a arrastrarme por el suelo,
con la boca seca; tanta sed tenía, que la lengua me ahogaba.
»Llegué, por fin, a un pequeño poblado meo; dos o tres casitas sobre pilastras.

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Entré en una de ellas, sin hacerme muchas ilusiones. Había perdido ya mi carabina, y
no era más que una bestia que se esfuerza en sobrevivir unas cuantas horas.
»Hallé allí a un viejo que fumaba, sirviéndose de un gran trozo de bambú a guisa
de pipa; dos mujeres, una anciana y otra joven, y un adulto en la plenitud de sus
fuerzas, que descolgó un antiguo trabuco de uno de los tabiques de la casa, para
tenerme a distancia. Luego, me contempló con detenimiento, y volvió a colgar el
arma. Los meos me dieron de comer un arroz viscoso, y me dejaron beber. ¡La mejor
comida de mi vida! Después, dormí, sin querer averiguar lo que pudiera ocurrirme.
¡Estaba demasiado agotado!
»Me quedé allí una semana, sin comprender una sola palabra de cuanto me
decían, comiendo, bebiendo y durmiendo. Fui hasta un torrente y me lavé para
apartar de mí el olor a cadáver. Sólo entonces me di cuenta de que vivía.
»Un día, el viejo me dio a entender por signos que iba a conducirme más lejos, y
los meos mataron dos pollos para hacer un guiso. ¡Si no hubiesen puesto aquellas
hierbas con olor de excrementos…! ¡Y demasiada pimienta!
»Entonces, apareció una patrulla vietminh. El viejo me hizo ocultarme entre unos
bambúes que se estaban secando en el tejado. Desde allí, vi cómo los viets engullían
mis pollos. Pero se marcharon sin haberme visto.
»Al día siguiente, el joven meo me llevó consigo. Caminamos ocho días y, al fin,
llegamos a uno de los famosos maquis, ya que había algunos, que ya, ya…
»Vino a buscarme una avioneta. Le regalé al meo mi reloj, recuerdo de mi padre,
y él me entregó el collar de perro plateado que llevaba en torno a su cuello.
»Quise saber por qué me habían salvado los meos y qué significaba aquel collar.
En el maquis había un viejo ayudante que hablaba su lengua. Y él me lo contó: los
meos pretenden descender de un perro (de aquí el collar), y de la hija de un
emperador de China (y de aquí su orgullo). Como herencia, se les entregaron todas
las tierras que se encuentran a más de 1200 metros de altitud, pero no les dieron
ninguna ley. El meo vive libre. Cuando le ponen en una prisión, se muere; cuando
desciende por debajo de los 1200 metros, enferma. Incendia los bosques para plantar
arroz, y cultiva opio porque le gusta.
»Los meos me habían salvado porque yo era un cautivo que se evadía. No les
importaba lo más mínimo que yo fuera francés.
»Me gustaría mucho poder pasearme por las calles de Hanoi con este collar de
perro al cuello, último signo de unos hombres completamente libres. Nosotros hemos
empujado a los meos a luchar, les hemos proporcionado armas y ahora los
abandonamos, gracias a un pedazo de papel firmado en Ginebra. ¡Y siguen los
golpes!
Kieu adelantó la mano para acariciarle.
—¡Cuánto has debido sufrir!
El la rechazó.
—Baja las patas. No me toques. Los meos eran de mi raza, tú no. ¿Crees que no

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me he dado cuenta de que no eres más que una trotona en busca de un palomino que
te haga salir de Hanoi?
El teniente se levantó, se vistió y se fue, en tanto que Kieu sollozaba, lo que no le
había ocurrido más que una vez: la noche en que Mamá Lien, teniendo ella trece
años, la vendió, virgen aún, a un ministro francés, de paso por Hanoi.
Kieu empezó a comprender que aquel teniente imbécil la tomaba por una de
aquellas nah-qués que se vendían por doscientas piastras una noche, y que se
paseaban en rickshaws. No se daba cuenta de su hermosura, ni comprendía por qué,
por primera vez en su vida, estaba locamente enamorada de un hombre: él.
Kieu se secó las lágrimas y comenzó a vestirse. Para ella, la existencia se
componía de menudos detalles divertidos y agradables, de algunos momentos
enojosos, bastante raros, del placer que procura el amor, y de la gentileza que a veces
lo reemplaza. ¿Por qué se había prendado de aquel teniente? Era fuerte, sí, pero
perverso, y egoísta cuando le hacía el amor.
Debía de estar febril; éste era el resultado de su sangre blanca.
Le sacudió un acceso de cólera, y con los puños crispados golpeó la cama de
madera hasta hacerse daño. Verdaderamente, era excesivamente tonta.
Mamá Lien comprendió que volvía a interesarse por la vida cuando, poco
después, fue a verla en demanda de consejo. Sus malignos ojos se iluminaron; dejó de
fumar y, bien recostada en sus almohadones, saboreó el pesar de la pequeña mestiza.
—¿Conoces a los hombres, Mamá Lien?
—Sí, al menos sus defectos… o si lo prefieres, sus vicios, ya que éstos son los
que me proporcionan dinero. Te he enseñado casi todo lo que yo sé en ese aspecto. Y
no has comprendido nada, pero lo has sabido poner en práctica. Lo llevas en la
sangre.
—Es Ives el que…
—Tu teniente es un idiota.
—No es verdad.
—No es más que un oficial subalterno, ¿y qué le quedará? ¿Cómo quieres que
comprenda a otro país que el suyo? Para él, mi pequeña Claire, siempre serás Kieu.
La vieja se pasó la lengua por los labios.
—El sabe que soy francesa.
—Antes que a ti, preferirá cualquier «Afat» blanca, estúpida, que transpire y que
huela mal.
—No es verdad.
—La parte blanca en ti no es más que una burguesita egoísta, que desea la
seguridad, la respetabilidad. ¿Qué es lo que ha despertado en ti tu sangre blanca?
—Hanoi.
—Únicamente serás feliz yendo con viejos…, que te permitirán satisfacer tus
fantasías… como Julien, aunque éste es joven.
Kieu abatió su semblante.

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—Me sentía bien a su lado…, pero no le amaba.
—¿Qué edad tienes?
—Veinticinco años.
—No, veintisiete. Los hombres no envejecen nunca, las mujeres muy pronto. Me
gusta espiar la vejez en los rostros de las jóvenes. Esto forma parte de mi profesión. Y
mira, puedo decirte cuándo va a comenzar la tuya. Dentro de muy pocos años, tu
frente empezará a arrugarse por aquí, tu tez será menos lisa… y tus senos se
marchitarán.
—¡Cállate, vieja estúpida!
—¿Qué edad tiene tu teniente?
—Veinticinco años.
—Dos años menos que tú…
Lien lanzó pequeños ruiditos de satisfacción.

El cura de la parroquia de los Mártires, corpulento y delgado, de espaldas


hundidas, avanza balanceando los grandes mazos que le sirven de manos.
Con su flaco semblante, su barba rubia, se parece a Cristo, pero el cuerpo es más
bien de espantapájaros, y únicamente sus enormes pies, calzados con sandalias, le
impiden echar a volar como un globo.
Sin saberlo, el padre Olivier es zoroastriano. Para él el mundo se compone de la
lucha entre el día y la noche, los buenos contra los malos, los paganos contra los
creyentes. El día reemplaza a la noche, y esto ocurre por sí solo. Pero él, Olivier, debe
trocar la inmensa masa de paganos en creyentes, lo que no es fácil, haciéndoles pasar
de la noche al lúcido día.
El sacerdote vive desde hace muchos años en el barrio vietnamita, y la gente se ha
acostumbrado ya a aquella sombra que vaga en las horas más cálidas del día, a aquel
cuerpo adosado a la sombra de un muro que engulle el mismo arroz que el cooli, y
que como él cuenta sus cigarrillos. El padre Olivier no sabe cuánto se le quiere.
Siempre pasa por los mismos lugares a las mismas horas, pero cuando se retrasa, la
gente se inquieta.
El cura acaba de hacer un descubrimiento sorprendente. Le parece muy natural
quedarse cuando llegue el Vietminh. Esto forma parte de su lucha entre el día y la
noche. Desde que se conoce su propia decisión, muchos rostros se agolpan en torno
suyo, rostros de paganos, de ojos candorosos, que no creen en Cristo. Manos cálidas
y amigas, manos rugosas del pueblo, que jamás han hojeado la Biblia, buscan las
suyas. Todos aquellos rostros impasibles, en los que él había creído leer la mofa, Se
llenan de ternura y gratitud. Así, pues, en aquellas horas trágicas, es el verdadero
pastor de algunos creyentes y de todos los paganos. La noche se convierte en día, ya
que hoy recibe el precio de toda su entrega y de todos sus pesares. Cuando ha ido a
prosternarse, dentro de su pequeña iglesia, delante de su Cristo, un buen Cristo de
San Sulpicio, abominablemente pintado, ha creído verle con unos estrechos ojillos y

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una cabeza amarilla de pagano. Pero todo el mundo sabe, tanto en el Estado Mayor
como en la Alta Comisaría, que el padre Olivier está loco.

Como la luz, sin razón aparente, se ha extinguido a las nueve, aquella noche hay
que alumbrar con velas el club de Prensa.
Los periodistas beben un abominable ron que Rovignon ha descubierto en los
depósitos de Intendencia, y que ha adquirido a muy bajo precio.
El teniente Kervallé, invitado a cenar por Jerome, está bebido, lo que le torna muy
voluble.
—Los vietminhs —declara— han comprendido una cosa: que un país nuevo sólo
puede crearse en la fraternidad del ejército.
—¿Cree usted —le pregunta Jerome— que tal fraternidad existe entre ellos?
Calamar extiende uno de sus brazos y vuelca una vela.
—Sus militares se pellizcan entre sí, igual que los nuestros, pero lo hacen con
dulzura; son más sutiles. ¡Debió de producirse una verdadera batalla campal para
saber qué coronel, o qué general entraría el primero en Hanoi!
Todo está casi en sombras; por ello no ven cómo se abría su boca.
Julien no llega a comprender cómo Kieu ha podido enamorarse de aquel grueso
paracaidista que se complace en citar todos los lugares comunes. Y ni siquiera logra
detestarle, cosa que le fastidia.
Dos silbatos en la calle vecina, y tres granadas que estallan, una tras otra, con un
ruido sordo. Nadie se mueve. Siguen los ajustes de cuentas.
Kervallé tiende su vaso para que se lo vuelvan a llenar; Calamar apaga otra vela.
Rovignon trata de recordar en qué camión se llevaron su telescritor. Únicamente,
Jerome se ha sobresaltado. Se siente dolorosamente ligado a cuanto ocurre en la
ciudad; solidario, a la vez, de Ga, el conductor cuya muerte ha querido Tuan-Van-Le
hacerle compartir; del mismo Le, contra quien ya no está encolerizado; de Mamá
Lien, y de los millares de hombres que sufren al ver agonizar su ciudad.
Y, no obstante, está viejo, cansado, y lo único que desea es hallar un refugio en
aquella casa plena de sol que huele a cera y a confitura. Son los aromas de su
hermana Emilianné.
La conversación languidece. Nadie tiene ganas de levantarse ni de marcharse.
De pronto, Julien, que está algo apartado, se adelanta en medio del círculo.
—Teniente Kervallé —advierte—, me gustaría contarle una historia… También
se trata de una evasión…, pero que fracasó. —Luego pide—: Rovignon, dame un
poco de tu matarratas; esto me vuelve elocuente. Pasé todos mis exámenes orales
picándome la nariz.
Rovignon se apresura a complacerle, y Julien le dice:
—Gracias, gordito mío; es un vomitivo, pero creo que podré aguantarlo. Se trata
de Kieu, teniente, y de Hanoi, al mismo tiempo.
Calamar, interesado por aquel principio, adelantó la cabeza. En la semioscuridad,

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no se veía más que la camisa blanca de Julien, pero no su rostro, a excepción de
algunos instantes en que los reflejos de las velas cabrilleaban en sus cabellos
pajizos…
—¿Qué tiene que ver ahora aquí esa joven? —preguntó Kervallé, extrañado—.
No es más que una aventura, nada más… y después de todo lo que he sufrido, creo
que tengo derecho a acostarme con una ramera de vez en cuando. Cuando me vaya, le
dejaré algunos miles de piastras. No veo que esto pueda tener que ser discutido
aquí…, ni a quién pueda interesarle.
—A cuatro personas —respondió, lentamente, Julien—. En principio, a Jerome,
que en casa de Mamá Lien, me dijo anoche… ¿Verdad, Jerome? Corrígeme si me
equivoco… «Kieu es nuestra derrota, pero también nuestra victoria. He conocido a
Kieu como una garza cruel. De repente, cobró conciencia, gracias al final de Hanoi,
de su doble existencia, y ha escogido a los franceses, decidiéndose por el teniente
Kervallé, ya que más que todos nosotros, es él quien presenta el semblante más
dolorido por nuestras desdichas…».
—Es exacto —confirmó Jerome—, pero eso fue un poco de literatura. Es uno de
mis defectos.
—Luego, Rovignon—… «El final de esta ciudad me destroza las entrañas, pese a
que no estoy aquí más que para escribir artículos. Esta ciudad ha adquirido un rostro:
el de Kieu. Me gustaría ofrecerle todo lo que poseo…, pero nada tengo, y la joven no
es para mí». ¿No es cierto, Rovignon?
Rovignon gruñó:
—En efecto.
—Dime, Calamar, ¿por qué te comportaste tan groseramente en la recepción del
alto comisario con aquella esposa de un administrador que gritaba hasta escandalizar
sólo porque el general De Langles había acudido acompañado de Kieu? Según
recuerdo, dijiste: «Kieu tiene más derecho a estar aquí que todas ustedes. En cuanto a
usted, señora, si su presencia le desagrada hasta ese punto, puede marcharse. Y tengo
entendido que usted no lo ha pasado tan mal en Hanoi, con lo mucho que ha
sisado…».
Calamar se arrellanó en su asiento.
—Bueno, en casa de esa dama solamente se bebía jugo de naranja, y otros
jarabes, que en sus gastos de representación anotaba como whisky. Y en cambio
Kieu… se hallaba aturdida allí, en medio de todas aquellas damas que peroraban y
hablaban solamente de sus vacaciones en Francia…
—¿Qué significa toda esa historia? —preguntó el teniente.
Pero Julien, sin dignarse contestarle, continuó:
—Y estoy yo, también, que conozco a Kieu mejor que todos vosotros. Ambos
habíamos jugado juntos como dos gatitos…, pero entre las uñas de sus zarpas a ella
se le había inyectado un poco de mi sangre… y esta sangría ha sido saludable para
mí.

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El teniente intentó meter baza, pero Julien se lo impidió:
—Y queda el general De Langles…, ese enorme tiburón al que no se le conocen
muchas debilidades. Por una estrella más en su bocamanga, sería capaz de ensartar a
su madre y dejar que se asara. El general se ha jugado su carrera al llevar a la
recepción a su mestiza amante, presentándola como su esposa legítima, cosa que sé
muy bien, porque su ayudante de campo me lo dijo, sí, el de la pata de palo… El
general la ama a su manera. Para él, también Kieu es Hanoi, y esta ciudad era para él
tan querida como para un clan corso lo es su pueblo natal. Todos, todos queríamos
ayudar a Kieu a evadirse, pero ella se ha fijado sólo en usted, el único evadido de
Dien-Bien-Fu, el único que no puede ayudarla…
—¿Puedo hablar ya? —pidió Kervallé—. Bueno, ignoraba que Kieu fuese la
querida del general… y que les conmoviera tanto a todos ustedes. Pero esto no habría
cambiado nada. Le daré mis piastras a un mendigo. No quiero mujeres en mi vida, y
menos de tal género. Prefiero mis camaradas y, ocasionalmente, muchachas con las
que uno se acuesta una sola noche; me gusta ver la llegada del alba tras haber
combatido y marchado una noche entera; me gusta dormir sin soñar, cuando llego al
cabo de mis fuerzas… y ahora deseo beber porque soy su invitado. A causa del toque
de queda no puedo regresar a mi casa; por lo tanto, ¿podrían cederme una habitación?
Se puso de pie, una figura dura y brutal, y colocó ambas manos en los hombros de
Julien.
—Voy a decirle a usted una cosa; su lugar no está aquí; estaría mucho mejor entre
nosotros, ya que cuando tiene algo en su interior, es necesario que salga fuera… A
esto se le llama valor. Pero habla usted demasiado bien para ser uno de los nuestros…
Salud.
Salió, tropezando, y en aquel instante volvió la luz.
—Interesante —comentó Calamar, estirándose—. Todas las noches, para
divertirnos, podríamos convocar a chicos como éste, dedicándonos a hacerles esta
clase de autopsia, dulcemente.
Satisfecho, abrió una vez más su enorme boca.
—Cierra el buzón —barbotó Julien—. Tienes los dientes verdes, como si hubieras
masticado hierba.

Entretanto, Mamá Líen flotaba suavemente en sus aguas negras.

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5
2 de Octubre

La delegación permanente del Vietminh se ha instalado en el bulevar


Gambeta, en una casa bastante deteriorada.
Los hombrecillos, flacos y vestidos de verde, parecen flotar en aquella
mansión excesivamente grande.
Colgado en el muro del salón, un retrato de Ho-Chi-Minh. El pintor ha
forzado la paleta en el sonrosado de las mejillas, para demostrar que el
anciano caudillo goza de perfecta salud, pese a los rumores que «las agencias
de la Prensa capitalista» han hecho circular sobre la tisis que le consume.
Los grandes coches y los jeeps de la Comisión Internacional del
Armisticio han sido pintados de blanco. Parecen carros de lechero. Es una
idea de los hindúes; el color blanco les obsesiona desde que los vietnamitas
les han llamado los «blanconegros».
Los billetes de Banco con la efigie de Bao Dai son retirados del curso
legal, aunque solamente las series emitidas por el Banco de Indochina. El
precio de las motos sigue subiendo.
Nung, el boy del viejo mandarín Trung, conocedor de que el nuevo
régimen prohíbe el uso del alcohol y el juego, se ha emborrachado y ha
perdido jugando todas las joyas de su esposa. Tartamudeando, canta la balada
de los trasplantadores de arroz:

«No tengo sombrero y debo trasplantar


arroz hasta la noche.
Que el sol no me dé calor,
que las nubes no manden su lluvia…».

Trung no tardará en quedarse sin boy. Lo enviarán a los arrozales a


trasplantar el arroz.
Trata, entonces, de enderezarse, pero cae derribado sobre el suelo de su
casa. Su hijo pequeño se despierta y empieza a llorar.

2 de octubre, a la una de la madrugada. El silencio nocturno no se ve turbado,


como en la víspera, por el ruido de los motores de los camiones, o los
autoametralladoras. Las villas, hundidas en sus sombríos jardines, con los postigos
cerrados, parecen esperar las vacaciones para abrir.
Los centinelas franceses no están de guardia en el barrio situado al este del paso a
nivel del ferrocarril Hanoi-Haifong.

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En el sótano, cuya claraboya ha sido obstruida por algunos sacos viejos, a la luz
de una lámpara de petróleo hallada entre la basura, Tuan-Van-Le y Trieu preparan dos
bombas de fabricación grosera: plástico envuelto en una tela, con un detonador de
granada.
Le siempre ha sido torpe. Habría querido ser cirujano, pero su falta de pericia se
lo impidió. Pero conoce perfectamente la técnica de los explosivos, y Trieu, que sigue
sus consejos, no ha tardado mucho en preparar las bombas. La espoleta queda fijada
por un esparadrapo.
—El cabo del detonador es rojo —observa Trieu—; la bomba tardará cinco
segundos en estallar. Es demasiado. Será preciso quitar la anilla, contar uno, dos, y
luego tirarla. Yo arrojaré la primera; puedo enviarla más lejos que usted. He aquí
cómo estará dispuesto el cortejo: un autoametralladora, un jeep, un «Dodge» con
gendarmes franceses; luego el jeep del general Phang, conducido también por un
francés, aunque irá engalanado con la bandera tricolor y la bandera del Vietminh.
—¿Cómo lo sabes?
—Es lo que se susurra junto al Comisariado Central.
A Trieu le repugna dar a conocer la fuente exacta de sus conocimientos. La
víspera, Le le preguntó cómo se había enterado de que Jerome iba a ser seguido.
—Por el viento —había respondido.
Le decidió:
—Nos situaremos a la salida del puente Doumer, ocultos en el quicio de una
puerta.
—Imposible; la policía vietminh ya está instalada por toda la ciudad. Sería el
mejor modo de dejarnos apresar. Yo he hallado un hotelito chino, justo en el sitio
donde la calle se estrecha. El propietario ha huido. Podemos estar allí antes de que
amanezca. Desde las ventanas del primer piso será muy fácil lanzar las bombas.
—Ese cruce siempre está atestado de mujeres, niños y vendedores ambulantes. Se
apiñarán ante el paso del cortejo. Y esa gente no es culpable.
—Sí, lo mismo que cada gota de agua es responsable de lo que hace el mar.
—¿Y cuando hayamos lanzado las bombas…?
—Dispararemos nuestros revólveres sobre todo aquel que se mueva todavía, y
habremos terminado. Otros, además, harán lo mismo, eso es lo que usted dijo.
—¿No temes a la muerte?
—¿La muerte? ¡No lo sé!
Trieu se agazapó contra la pared, con la cabeza entre las rodillas y se adormiló.
Le amortiguó la luz de la lámpara, sin osar apagarla del todo, temiendo quedarse a
solas en su última noche.
Varias veces, durante su agitada existencia, había desafiado a la muerte, pero sin
prestarle mucha atención. En aquella época se sentía llevado en triunfo por todos los
que le seguían, y si hubiera desaparecido, muchos millares de hombres habrían
continuado su obra, permitiéndole, así, sobrevivirse.

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Pero esta vez, estaba solo con Trieu, y nadie del mundo le había sido tan
sumamente desconocido como este nah-qué sometido a fuerzas oscuras.
Le creía que aquel que muere solo, conoce la peor de las derrotas. Mediante ese
atentado, su último gesto, Le quería romper con su soledad.
«Vuelvo a empezar —se decía—; voy a intentar de nuevo desmontar mi pasado,
pieza a pieza, en busca de los motivos por los que no debiera haber fracasado.
»En 1945, el V.N.Q.D.D. era más fuerte, más activo que el Vietminh. Cuatro años
después, había dejado de existir. Los comunistas parecían estar iniciando la gran
revolución de Asia, la misma que yo trataba de introducir en mi país. Por lo tanto, me
alié a los comunistas.
»China se estaba descomponiendo, si bien se sabía que al otro lado del Kwang-Si,
Mao Tsé-Tung estaba armando un ejército. Solicitar la ayuda de Chiang Kai-Chek no
parecía un juego peligroso. Se hallaba sometido a los americanos, los cuales le
habrían prohibido cualquier anexión territorial.
»La victoria de los comunistas en China cambió todo el problema. Yo sabía que el
“Kuomintang” estaba podrido, pero pensé que todavía resistiría algunos años.
Cuando el Ejército rojo llegó a la frontera de Tonkín, me vi perdido. No me quedaba
más recurso que pasarme completamente al Vietminh, aprender su catecismo e ir a
recitárselo al buen tío Ho, espiando los temblores de su barbilla para saber si estaba
contento, o hacer como Fuyen…, disfrutar como un cerdo. Nunca me han interesado
las mujeres, ni las drogas de los débiles o desengañados: el alcohol y el opio. Pero sí
tenía necesidad, y es aún peor, de beber del vino generoso y violento que mana de
una multitud de hombres, cuando se les oprime.
»El Vietnam del Sur se parece al “Kuomintang” en sus últimos meses de
existencia. También posee sus jefes de banda, sus señores de la guerra, y sus piratas
convertidos en jefes de policía. Su presidente sería feliz entregándome un ministerio.
¡Ministro de un país que no existe más que sobre el papel! Para los hombres de mi
clase, la muerte es política; por tanto, ya estoy muerto».
Le salió al exterior a contemplar la noche.
«Resulta estúpida tanta agitación bajo el cielo y sus estrellas. ¡Historias de
hormigas!… Sin embargo, pese a sabernos hormigas, todos nuestros combates y
nuestras ambiciones son más importantes para nosotros que las estrellas. ¡Qué noche
más tranquila y serena! No siento la presencia de los dioses, ni la he sentido jamás,
pero percibo millares de respiraciones; las de los hombres que duermen. Antaño yo
también participé de sus sueños y sus esperanzas».
Retornó al interior de su cueva, y tras haberse quitado sus anteojos de miope, con
gruesos cristales, se tumbó en el catre, disponiéndose a dormir. Pero el sueño le había
abandonado.
De repente, oyó ruidos en torno a la cueva. Trieu se puso en pie de un salto, y se
lanzó hacia la salida, empuñando el revólver.
Tuan-Van-Le buscó a tientas sus gafas y luego su revólver, sin hallar ninguno de

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ambos objetos.
Alguien entró. El haz luminoso de una lámpara de bolsillo alumbró a Le, gnomo
grotesco de cortas piernas desnudas. Con los ojos casi cerrados, y los brazos hacia
delante, parecía un pájaro nocturno de forma extraña, clavado en vida contra el muro.
—No es más que el doctor Tuan-Van-Le —exclamó una voz—. ¡No valía la pena
de movilizar tres grupos!
—¿Dónde están mis anteojos? —gritó, furioso, Le.
—Ya no los necesitas, doctor.
—Quiero veros…
Una voz lejana apremió:
—¡Acabad pronto!
La lámpara de bolsillo se extinguió, los pasos se alejaron, y entonces se produjo
la cegadora luminosidad y la explosión de una granada.
Luego, el hombre volvió sobre sus pasos, alumbró la cueva y el cuerpo
ensangrentado del doctor Tuan-Van-Le. Fue entonces cuando se apercibió de las dos
bombas de plástico colocadas en una caja. Sin apresurarse, las desmontó y volvió a
salir.
—¿Qué tal, Thanh? —le preguntó el que esperaba fuera.
—Un trabajo tan tonto como matar a un gato.
—¿Y el otro?
—Ya le cogerán. No puede estar muy lejos.
—Es el más peligroso.
—El grupo de Tao tiene bloqueado un extremo de la calle, y el de Co el otro.
Acaban de lanzar una granada, o sea, que todo debe de haber terminado.
Trieu no dejaba de correr, hasta llegar a escalar la tapia de un jardín, pero el
rasguño que le había producido la metralla en una pierna, retrasaba su velocidad. Una
sombra se interpuso a menos de dos metros de distancia. Quiso disparar, pero su
revólver quedó encasquillado, y un porrazo le dejó sin sentido.
—Lo hemos atrapado vivo —comentó Co—. Nguyen estará satisfecho. Había
dado la orden de liquidar al viejo y apresar vivo a éste.
—¿Cómo vamos a llevárnoslo? —preguntó uno de los hombres.
—Atalo, y le metes la cabeza en un saco. Entre sus brazos y piernas pásale una
pértiga de bambú.
—¿Lo mismo que un cerdo cuando lo llevan al mercado? ¿Y si nos tropezamos
con centinelas franceses?
—No hay ninguno. Este barrio de Hanoi ya es nuestro. El general Phang estará
aquí mañana por la mañana; Nguyen llegará por la noche. Tendremos mucho trabajo
con el cortejo y las delegaciones…
—¿Quién es el nuevo responsable de los ciclo pedales?
—Lang.
—¿Cómo quedará Hanoi sin los franceses?

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—Por fin será nuestra ciudad, la capital de la República democrática del Vietnam.
Trieu, colgado de la pértiga, empezó a gimotear. Con un golpe de culata en la
nuca, Tao le hizo callar.
El pequeño grupo, caminando a lo largo de los muros, se adentró en la ciudad por
sus sucias callejuelas.

La entrada del general Phang en Hanoi fue muy discreta; la muchedumbre casi no
se dio cuenta. En los camiones, los soldados vietminhs se mezclaban a los gendarmes
franceses. Intercambiaban cigarrillos y se enseñaban sus armas respectivas. Eran
todas las mismas, fabricadas en los Estados Unidos.
El gendarme Lespinasse, situado junto a un vietminh que hablaba francés, le
preguntó:
—¿Cómo lo hacéis vosotros para las guardias? ¿Releváis cada dos horas o cada
cuatro?
—Depende —contestó el vietminh.
Nguyen, en el último instante, había decidido incorporarse al convoy. En la
ciudad debía adoptar algunas decisiones de carácter urgente. La población de Hanoi
estaba inerte, flotante. Pese a la actuación de los grupos clandestinos y de los equipos
de propagandistas, no habían podido sacudirle su apatía congénita. Nguyen se había
enterado de la muerte de Tuan-Van-Le, y de la captura de su guardaespaldas. Por ese
lado, todo iba bien. Pero el comportamiento y las reacciones de Hanoi le inquietaban
e irritaban, a la par.
Nguyen recordaba algunas frases del último informe de Ga:

«Esta es la cuarta liberación de Hanoi, y su ciento treinta y dos desfile


militar. De modo que sus habitantes ya no se inmutan por esas cosas. Los
nombres de las calles han cambiado tres veces, pero los hanoitianos opinan
que este juego todavía no ha terminado. Por lo tanto, prefieren atenerse a las
antiguas denominaciones, que son francesas.
Cuando hemos hecho circular la consigna: «Mostraos amables con los
franceses», muchos han recordado que en 1945, el Vietminh ya había tratado
con esos mismos franceses. Y todos afirman que nada ha cambiado, que la
estación de lluvias sucede lo mismo a la estación de sequía, y que si algunos
franceses se marchan, otros les sucederán (clara alusión a Sainteny).
Los comerciantes, los tenderos, los dueños de cafés, de restaurantes, de
bares, las muchachas y los conductores de rickshaws, en fin, todos cuantos
vivían a costa de los diez millones de piastras del Cuerpo expedicionario, que
éste gastaba en las calles de Hanoi, creen que podrán continuar con el mismo
tráfico. A muchos les he oído decir: «Nos arreglaremos con el Vietminh lo
mismo que nos hemos apañado con los otros. Pasaremos algunos malos
momentos, pero después todo volverá a estar en orden… Es decir, en el

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desorden y la corrupción».

En el camión, junto a Lespinasse, Nguyen reflexionaba:


«Es preciso que haga un escarmiento para que Hanoi comprenda que acaba de
nacer una nueva época…». De pronto, se acordó del nah-qué que había apuñalado a
Ga.
El gendarme volvió a interrogarle:
—¿Cómo se reconocen las graduaciones entre vosotros? Nadie lleva insignias ni
galones en vuestro ejército. Tú, por ejemplo, lo mismo puedes ser un cabo que un
general. ¿Dónde están las señales exteriores de respeto?
—Nosotros preferimos las interiores —le contestó Nguyen, riendo.
«Hacerse respetar de Hanoi —pensaba—. Los comunistas chinos, para
deslumbrar la imaginación de los aldeanos en el momento de la reforma agraria,
aplicaron un método que les dio excelentes resultados: un traidor (gran terrateniente,
cuando había uno a mano, aunque muchas veces un simple aldeano) que hubiese
proclamado sus dudas sobre la eficacia de la reforma, era conducido ante el Tribunal
del Pueblo, compuesto de otros aldeanos; éstos eran quienes debían condenarle.
Luego, el culpable era ejecutado inmediatamente, con una bala en la nuca, y su
cuerpo caía a sus pies».
—¿Y en lo que respecta a la circulación de vehículos? —seguía preguntando el
gendarme. Hanoi podría ser dominada de igual forma. Nguyen se imaginó el efecto
que presentaría la calle de la Seda, en la misma mañana del desfile victorioso de la
división 308, con la ejecución de un «culpable» ante los habitantes del barrio.
El cadáver que se abandonaría sobre la acera sería el de un nah-qué vestido de
negro, ejecutado por robo o violación…, el que había asesinado a Ga. Pero el
asesinato de Ga no le interesaba al pueblo. El deber del pueblo era el de obedecer y
trabajar, y no el de conocer los secretos de Estado. Los camiones se pararon un
momento. Algunos curiosos vietnamitas acudieron a contemplar más de cerca los
soldados del Ejército popular. Habrían podido aplaudir, vitorear, tener miedo, pero se
contentaban con manifestar cierta extrañeza.
«El odio es preferible a esta indiferencia —seguía pensando Nguyen—. Pero ¿es
que todavía son capaces de odiar en Hanoi? Aquí no quedan más que neutrales. Los
que estaban a nuestro lado, ya hace mucho tiempo que se nos juntaron, y los que
estaban en contra, se han marchado. A excepción de los mil quinientos hombres o
mujeres de los grupos clandestinos, no le importamos a nadie».
Un cura vietnamita, yendo en su moto, dobló la fila de los camiones. Nguyen
pasó la cabeza por entre las cortinillas, para verle mejor.
«¿Y qué vamos a hacer con éstos? Con los sacerdotes blancos será más fácil, ya
que podemos aislarlos, y luego expulsarlos. Pero ¿y con los de nuestra raza? La única
fuerza verdadera que aquí en el Vietnam se opone a nosotros, son los católicos, bien
adiestrados por sus curas. Los budistas no nos perjudicarán. Viet se ha encargado de

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adoctrinarlos, explicándoles que la doctrina budista es conciliable con el comunismo,
y que el Vietminh no tiene nada en contra de los bonzos perezosos y de las jerarquías
sacerdotales.
»El budismo es una religión de pereza y renunciación, de la que es necesario
desembarazarse rápidamente. Los bonzos, tras haber sido desacreditados, serán
enviados a trabajar a los arrozales. Conservaremos algunos en una pagoda para
mostrársela a los extranjeros: camboyanos, laosianos, indios…
»¡Pero los católicos…! Tienen detrás a todo el mundo cristiano; algunos
sacerdotes vietnamitas traicionarán a su propia religión, seguro, aceptando formar un
clero nacional, pero nadie le concederá importancia a la farsa que podamos montar.
»El slogan que hemos hecho pintar por las paredes: “¡El Sur no quiere más que
importar coolies para las grandes plantaciones de los colonialistas!», ha dado muy
pocos resultados. En suma, no ha impedido la huida de los refugiados. Por suerte, he
podido introducir cierto número de agitadores entre los refugiados, exportándolos así
hacia Saigón y la Cochinchina”.
Los camiones se detuvieron en el patio de una escuela, y descendieron gendarmes
y vietminhs.
Un coronel francés le preguntó a Phang:
—¿Cuándo llegará el resto de sus hombres, mi general?
El francés le había llamado «mi general». Esta era la victoria del pequeño Ke. En
aquella misma escuela, sus camaradas franceses le habían llamado siempre boy.
Contestó serenamente:
—Mañana por la mañana llegarán doscientos setenta y ocho funcionarios para
hacerse cargo de los distintos servicios administrativos. Quedarán agrupados en el
hospital Lanessan. Los transportaremos en nuestros camiones.
—Le llevaré a usted a su villa. Aunque si antes prefiere pasar por la sede de la
Comisión Internacional, o por la Cámara de Comercio, o mejor aún, ir a saludar al
general, que está al frente de la misión de enlace francesa…
—No, más tarde. Gracias, coronel.
Sonriendo, Phang se inclinó ligeramente.

El ayudante de campo había convocado a Kervallé al Estado Mayor. Cuando el


teniente llegó, le entregó una nota:

«Todos los oficiales destacados del Estado Mayor de las Fuerzas francesas
del Vietnam del Norte, deberán haber evacuado Hanoi el 3 de octubre, al
mediodía. Los servicios de Transporte pondrán a su disposición vehículos al
efecto».

Kervallé firmó la nota.


—Creo —dijo el ayudante de campo— que usted es repatriable. Le deseo una

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feliz estancia en Francia. ¡Ah, un consejo! Deje de representar ese papel de espectro
de los batallones paracaidistas que siempre y en todas partes va pidiendo justicia para
ellos. Cuando se aceptan ciertas profesiones, como la de oficial, la de sacerdote o
funciones públicas, se conviene al mismo tiempo en ser víctima de la injusticia.
Se levantó y golpeó su pierna de madera.
—Es usted demasiado joven para ascender a capitán, pero el general le ha
propuesto para la Legión de Honor. Mañana por la mañana, en el campo de aviación,
nuevo adiós a los muertos, por el antiguo general en jefe y algunas otras
personalidades. El general De Langles quiere que usted esté presente. Seguidamente,
podrá trasladarse a Haifong y por la noche a Saigón. Trataremos de reservarle una
plaza en el avión de París.
—¿Es una orden, mi capitán?
—Una sugestión. Usted trata demasiado a los periodistas, particularmente a
Jeromey a Rovignon, a los que, por otra parte, yo estimo en lo que valen. Ellos
pueden permitirse el lujo de tener, sobre la guerra de Indochina y la forma en que fue
dirigida, su propia opinión, ya que no son responsables más que ante sí mismos y
ante sus lectores. Kervallé, usted es un oficial en activo, posee una brillante hoja de
servicios, una carrera por delante que se anuncia magnífica. Olvídese de Dien-Bien-
Fu. El ejército continúa… Perdóneme, el general me llama. Todos los ejércitos saben
lo que es una derrota, pero jamás deben dar señales de falta de disciplina. Hasta
pronto, querido camarada.
Kervallé, tras ligera vacilación, estrechó la mano que le tendían, juntó los tacones,
saludó y se fue. Se marchó a cerrar su maleta en la habitación que tenía cerca de la
Ciudadela.
No pudo comer en la sala de oficiales. Había traicionado a sus compañeros
muertos, al faltarle valor para enviar su dimisión a través del capitán, abandonando
Hanoi tras algunas semanas de arresto en la fortaleza. Pero, al propio tiempo, se sintió
invadido de una secreta alegría. Iba a poseer la Legión de Honor, y le habían
prometido una bella carrera. El teniente rehusó el ofrecimiento de un rickshaw, y
partió a largas zancadas hacia la ciudad que se vaciaba.
Cerca del paso a nivel, se cruzó con un pequeño cortejo. Dos coolies llevaban,
sobre unas parihuelas, un cadáver recubierto con una manta. Un gendarme, con
metralleta a la espalda, los acompañaba.
—¿Quién es? —le preguntó Kervallé al gendarme.
—No lo sé. Un bribón que hemos hallado ahí cerca, dentro de un sótano. Por lo
visto, se ha matado fabricando una granada.
Los dos coolies izaron la camilla hasta un «Dodge» descubierto. El gendarme se
acomodó al lado del chófer.
—¿Quiere que le dejemos en algún sitio, teniente?
Kervallé se hallaba fatigado.
—Voy a la estación. ¿Les viene de camino?

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—No hay que dar mucha vuelta.
El «Dodge» se puso en marcha. El teniente sintió la tentación de contemplar el
cadáver y levantó la manta.
Era un hombrecillo desmedrado, con el cráneo pelado. El vientre y el pecho
estaban acribillados. Su rostro parecía el de un niño viejo y desdichado. Llevaba unos
shorts manchados, una camisa caqui excesivamente grande para él, y los pies
calzados con unas botas inmensas con las puntas curvadas.
—Parece Charlot —observó el gendarme—. Y sin ningún documento.
Kervallé entró en casa de Mamá Lien. Incluso el aire del jardín estaba saturado
por el denso olor del opio.
Kieu estaba en su habitación. Había vuelto a adoptar la indumentaria vietnamita.
El teniente se quedó a la puerta.
—Bueno —dijo—, me marcho a Francia. No volveremos a vernos nunca más.
Yo…, yo no sabía lo que eras…, pensé comprarte un obsequio…, pero no he tenido
tiempo. Además, no tenía más que cuatro mil piastras… nada, para ti. Entonces, he
pensado que tal vez si te diera esto, que es lo que más estimo…
Se quitó de la guerrera su insignia de paracaidista, y avanzó hacia Kieu, inmóvil
dentro de su larga túnica, con la mano extendida. Kieu la cogió y la arrojó al suelo.
Una especie de bruma que la había impedido respirar, acabó de disiparse. De repente,
gritó:
—¡Márchate, imbécil! «La música no se ha hecho para los oídos de los búfalos».
Guárdate tus piastras y tu insignia. Te hará falta ese dinero, ya que no obtendrás más
que las mujeres a las que puedas pagar, y no llevando tu insignia y tus galones en tu
uniforme, podrán creer que eres un tratante de vacas que está haciendo su servicio
militar. Mi general me lleva consigo a Francia. Y no necesita insignias ni galones
para que se sepa que es general. ¡Márchate…, estoy esperando a otro!
Kervallé se inclinó para recogerla insignia, mientras Kieu seguía insultándole en
lenguaje vietnamita. El joven se marchó, sin hallar la frase que hubiera querido
pronunciar, y que tenía en la punta de la lengua. Tal vez era una frase tierna.
Kieu subió al dormitorio de Mamá Lien. La alcahueta, sus ojos bien abiertos, no
se movió. La joven la sacudió.
—Marchamos mañana. Mi general me ha cedido un coche, y podré llevarte junto
con tus pipas y tus cacharros con drogas. Vamos, despiértate.
—No me marcharé. Vete tú, si quieres, con el imbécil de tu teniente; cásate con
él, vete a Francia con él, ten hijos, pero déjame tranquila.
—Se acabó el teniente, Mamá Lien. Se ha ido, y no me importa. Vivirás conmigo
en Haifong, en la casa que para mí ha alquilado el general; tendrás todo el opio que
quieras… y yo todos los hombres que me gusten. ¡Y me enseñarás a hacerles sufrir!
—¿Qué pasa en Hanoi?
—Esta mañana han llegado los primeros vietminhs con uno de sus generales.
—¿Se llama Phang, verdad? ¿Es muy hermoso?

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—No lo sé. Levántate. Es preciso que vayas a la prefectura, a pedir un
salvoconducto para Haifong.
—No vale la pena. Bernot me lo ha traído. Está debajo de mi almohada, pero no
voy a utilizarlo… Quisiera que fueras a buscar a Jerome al club de Prensa. Coge un
ciclo, aún quedan algunos, y vuelve con él.
—Traeré también a Julien. Y mientras tú hablas con tu Jerome, ¿sabes lo que le
haré a Julien? Le pegaré, y le haré daño…
—Haz con él lo que quieras, pero hazlo pronto.

El club de Prensa, con todas las puertas abiertas, estaba desierto. La sombra que
se extendía bajo los mangos del jardín, era violeta y entretejida con manchas de sol.
Una tiai[17] dormitaba, en cuclillas sobre un peldaño de la escalinata, con una
sucia servilleta anudada en la cabeza, y la escoba a su lado. Kieu la despertó.
—¿Sabes dónde está el señor Jerome?
Tuvo que sacudirle.
—¡Jerome!, ¿entiendes, pedazo de mula? Y el señor Julien.
La tiai levantó su rostro de nariz respingona; y con la cabeza inclinada contempló
a Kieu.
—Pronto llegar vietminh y hacer trabajar todo el mundo. Acabarse bellos vestidos
y blancos para pagarlos.
La tiai provocaba una riña. Kieu, que tenía la lengua pronta y la mano rápida, no
la hubiera esquivado en otro momento. Pero tenía prisa.
Por la portalada entró un jeep, haciendo crujir la arena. Rovignon iba al volante.
Se apeó, cogió por los hombros al chófer derrumbado sobre el otro asiento,
completamente ebrio, y lo balanceó, tirándole fuera del vehículo.
Kieu lanzó una carcajada que se llevó consigo todas las penas pasadas. No era ya
más que la chiquilla que se divierte porque un borracho pierde el equilibrio.
Igual que el día en que la vio por primera vez, Rovignon observó que ella vestía
el «ao-dai» de brocado gris y el pantalón de seda blanca.
Desmañadamente, le preguntó:
—¿Qué busca aquí, señorita?
—A Jerome, de parte de Mamá Lien… y para mí, a Julien. ¿No sabe dónde puedo
hallarles?
Comprendiendo que podía pedirle lo que fuese a aquel gordo peludo, pataleó
aniñadamente.
—Es preciso hallarles enseguida.
—La guiaré a usted.
Kieu se instaló en el jeep y se puso polvos en el rostro.
En la plaza René Robin, y a la atenuada luminosidad del atardecer, algunos
hombres discutían cerca de la pagoda, apoyados en sus motos. No miraron siquiera
cuando pasó el vehículo, y Rovignon tuvo que aminorar la marcha. Uno de ellos

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lanzó una frase en vietnamita.
—¿Qué ha dicho? —le preguntó el periodista a Kieu.
—Me ha tratado de ramera de soldados y me ha aconsejado que me vaya al Sur,
donde se han dado cita todas las busconas. Es un propagandista vietminh. Están por
todas partes. La gente de Hanoi no hace frases; está triste.
—¿Por la marcha de los franceses?
—No, sino porque la vida va a cambiar, y ya estaban habituados a los franceses.
Siguieron por la calle Borgnis Desbordes. Los cafés, los restaurantes y las tiendas
estaban cerradas. Únicamente quedaban abiertos algunos establecimientos regentados
por malabares. Bajo el dintel de sus puertas, las gruesas mujeres con «saris» de color
berenjena, y los hombres tocados con los gorros de astrakán, miraban a cada
transeúnte para echársele encima.
—Todos los indios se quedan —observó Kieu.
—Se hacen ilusiones; como la Comisión Internacional está presidida por uno de
ellos y Nehru vendrá dentro de algunos días a visitar a Ho-Chi-Minh, creen que
podrán continuar tranquilamente su comercio. Se engañan; se terminó el comercio en
Hanoi.
Llegaron al mercado de flores, al borde del pequeño lago. Sólo había abierta una
tiendecita, y la vendedora les sonrió por detrás de sus gladiolos blancos, rojos, malvas
y anaranjados.
Rovignon detuvo el jeep.
—Me gustaría comprar flores para usted. ¿Cuáles prefiere?,
—Todas.
Llenaron la trasera del jeep con grandes brazas de gladiolos. Parecía que las flores
cubrieran el cadáver de un niño.
Despacio, bordearon el pequeño lago, y luego Rovignon detuvo de nuevo el
vehículo y de pie bajo los árboles, se hicieron servir una soda. El precio había
triplicado. En las aguas verdes se reflejaba una rama de flores rojas. Un mendigo les
alargó la mano.
Partieron, muy a su pesar, en busca de Jerome, y de Julien.
Jerome no estaba en la pagoda de la Isla de Jade, ya que no buscaba el olvido y el
recogimiento en los ritmos alternos de las plegarias a Buda. Julien no se hallaba en la
calle Paul Bert, en donde un perro extraviado corría alocadamente.
En el «Hotel Metropol», donde se alojaban los miembros de la Comisión
Internacional, tampoco los había visto nadie. Tres oficiales indios, con los bigotes
cuidadosamente recortados, tomaban el té y, con los palos colocados sobre una mesa,
hablaban de cricket.
El doctor Maleki —«relaciones de Prensa»— se lanzó sobre Rovignon.
—No se le ve a usted nunca. Ningún periodista habla nunca en sus artículos de
nuestras actividades. Señorita… Le ruego, Rovignon, que nos presente.
—El doctor Maleki, que en realidad no hace nada para que pueda hablarse de él.

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La señorita Claire Salvignac.
Salieron afuera. Kieu preguntó:
—¿Cómo sabe usted mi nombre, quiero decir mi nombre francés?
—No conocemos otro.
Fueron a la Casa de Francia, donde estaba instalada la misión Sainteny.
Kieu iba canturreando la balada de las treinta y seis calles de Hanoi, que había
transformado a su modo:

«Me han dicho, señor Jerome,


que su casa estaba en la calle del Velo.
Corro allá, y no os encuentro.
Me han dicho, señor Julien,
que usted estaba en la calle de los Sombreros…
O en la calle de las Crines de Caballo…».

En la Casa de Francia, los coolies trasladaban mesas de oficina de un despacho a


otro; los cajones flotaban en ciénagas de paja.
Con el cigarro en el pico, un hombre muy grueso y de prominente barriga,
contemplaba todo aquel ajetreo.
—Sería mejor que no sacaran nada de los cajones —comentó.
—¿Por qué? —preguntó Rovignon.
—Dentro de un mes tendrán que reembarcar. Yo estuve en China.
Jerome no estaba allí, pero habían visto a Julien una hora antes.
En la Escuela Francesa de Extremo Oriente, Jerome había estado aquella mañana.
Había interrogado a los franceses que se quedaban, y tomó varias notas en su bloc
colorado.

«Ay, señor Jerome, le busco por todos los cruces».

Esta persecución por Hanoi se había convertido en un divertido juego.


Atravesaron el barrio chino-vietnamita. La multitud era densa, apacible, y en las
trastiendas se vendían ya banderas vietminhs.
Un sastre le ofreció a Rovignon hacerle dos trajes blancos por mil doscientas
piastras.
—Es muy barato —observó el periodista.
La joven sacudió la cabeza.
—El blanco es color colonialista, por lo que no logrará vender la tela; así, pues,
resulta muy caro.
Rovignon admiró su realismo. Doblaron hacia el bulevar Camot, y luego pasaron
por el lago de Truc Bach hasta la pagoda del Gran Buda.

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—No me atrevo a hablarle del teniente Kervallé —dijo, finalmente, Rovignon.
—Se ha marchado.
Kieu pretendió reír, pero fracasó. Se volvió y acarició las flores acumuladas en la
trasera del jeep, antes de apearse.
—El sol las marchitará.
Entraron en el patio de una pagoda. Los refugiados de Nam Dinh habían
abandonado allí cubos de basura, montones de trajes viejos, y cestas rotas.
En medio, jugaba un niño desnudo. El bonzo les pidió un cigarrillo, y luego
dinero. Plantó algunos pebetes de incienso en un jarro de cobre, delante de un
«budisattva» de yeso, que se desmoronaba lentamente, y luego volvió, con la espalda
encorvada y apoyándose en un bastón de bambú, hacia la casa donde gemía el menor
de sus hijos. ¡Su esposa se había marchado a una reunión de la Asociación de
Mujeres, de la que la habían nombrado presidenta! ¡Los designios de Buda, en verdad
que son inescrutables!
Kieu había enlazado su diminuta mano con la velluda zarpa de Rovignon, y se
divertía conduciéndole como un ciego por aquella ciudad, de la que ella conocía
todos los secretos.
En la pagoda de los Cuervos, hallaron por fin a Jerome, apoyado en la balaustrada
del estanque donde, por última vez, habló con Tuan-Van-Le.
Calamar, que lo sabía por Bernot, le había explicado cómo terminó la agitada
existencia del doctorcillo.
Le, entre todos sus amigos, era el que le había costado mayor esfuerzo llegar a
comprender, y por el cual había tenido que vencer mayores repugnancias: feo,
ridículo, extremadamente susceptible, combatía contra los militares franceses, pero
no contra Francia, como a menudo precisaba.
Cuando se conocieron, en 1926, Le le proporcionó a Jerome, que no había salido
nunca de Europa, una visión del Extremo Oriente muy distinta de los clisés
convencionales en boga entonces. Tuan-Van-Le llevaba siempre en su bolsillo «Las
reflexiones sobre la violencia», de Sorel. La cubierta verde del libro estaba
desgarrada, sucia, y el exuberante hombrecillo lo agitaba bajo las narices de aquéllos
con los que hablaba.
—¡Esto es dinamita para Asia! Por culpa de vuestros principios y los métodos que
preconizan vuestros escritores, os echaremos afuera.
Y se reía y se retorcía. Pero su apariencia era demasiado cómica para que se le
tomara en serio; parecía tan «poco asiático» y tan «artista» —ambos términos estaban
en un informe policial—, que en aquella época casi no se le molestó.
En 1927, habiendo terminado Le sus estudios, estaba ya en Hanoi, entre el
pequeño grupo que el Partido Nacional Vietnamita (V.N.Q.D.D.) había fundado con
Nguyen Thai Hoc. En 1929, funcionaban ya en Tonkín 130 células.
Jerome había vuelto a encontrar a Le en China, en Japón, en Bangkok, en París…,
siempre perseguido, siempre bajo la amenaza de verse arrestado o ser expulsado. No

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poseyendo otros bienes que los andrajos que vestía, y algunos libros viejos en sus
bolsillos, entusiasta, y siempre con el mismo aspecto ridículo, se había, no obstante,
convertido en uno de los hombres que sublevaban el Asia contra los blancos.
Tuan-Van-Le había situado a Jerome por encima de las rivalidades; lo había
presentado en todas partes como su amigo, y muchas puertas, que de otro modo le
habrían sido prohibidas al periodista, se le habían abierto por toda Asia.
Por medio de los amigos de Tuan-Van-Le, Jerome había conocido la verdadera
Asia libre de sus hieratismos, de sus dioses y de sus filosofías trasnochadas. La
revuelta que tanto le había apasionado y para la cual tomó partido en lo más profundo
de su corazón, había fenecido con el doctorcillo. Pero su lealtad hacia su patria y su
raza siempre le impidieron mezclarse en la lucha. Había llegado el tiempo de Phang y
Nguyen, el tiempo de los monjes sin dios y de los tecnócratas; se había concluido la
época de las grandes rebeldías románticas.
Jerome, ahora, comprendía el sentido exacto de las últimas palabras de Le:
«—Adiós, Jerome. Adiós, cómplice y prisionero mío. Todavía mañana, matarás
conmigo».
Habría podido añadir:
«—Mañana, morirás conmigo en una cueva…».
El teniente Kervallé había dejado su cadáver junto a los de sus camaradas en
Dien-Bien-Fu. Jerome dejaba su juventud, sus ilusiones, sus sueños al lado del
cadáver lacerado de Le. Pero he aquí que Kieu y Rovignon, una dispar pareja, iban a
su encuentro.
—Mamá Lien querría verle —le anunció Kieu.
—¿No está enferma?
—No, creo que siente la necesidad de charlar con alguien, y me encuentra
demasiado necia. Nadie va ya a visitarla. Hemos recorrido todo Hanoi buscándole.
¿Ha visto a Julien? También hemos comprado flores…, me han tratado de ramera…
Miró a los dos hombres a los ojos, y añadió con aparente incongruencia:
—Hanoi era mi amor por el teniente Kervallé, la sangre de mi padre mezclada a
la de mi madre. Mi padre me despreció, mi madre ha muerto. Ahora, deseo
marcharme…
Apretó los puños.
—Detesto a Francia; no tenía derecho a dejarse vapulear. Debemos hallar a
Julien…

Kieu, entre Jerome y Rovignon, franqueó los cinco portales que separaban los
cinco patios. Tropezó en una losa partida, y se apretó contra el brazo del viejo
periodista.
Entonces recordó la noche en que Mamá Lien la obligó a acostarse con él. No fue
por malicia, ni para probar su autoridad, sino porque le encargó de hacerle el amor en
su lugar. Kieu, entonces, no lo comprendió. Solamente desde hacía algunos días había

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empezado a entrever en los gestos, los actos y las palabras, una confusa relación, otra
verdad. ¡Pero qué penoso y difícil era todo esto!
Regresaron por la calle Quoc Tu Giam, y cruzaron un pequeño grupo de
muchachos de trece a quince años, que iban a aprender canciones vietminhs para el
gran desfile del 10 de octubre. Su instructor les hacía marchar al paso.
En las callejas junto a la estación, empezaban ya a ondear las banderitas y
gallardetes de cartón, y el olor del ngoc man y la pimienta se mezclaba con el del
agua de las vasijas y la pintura. Las mujeres chillaban, persiguiendo a los críos.
Por en medio de esta muchedumbre, sonriente, surgió la cabeza de Nguyen. Iba
vestido con un traje europeo mal cortado, cuya chaqueta le venía dos veces grande.
Dos hombres, a algunos metros, le custodiaban.
—Bueno —preguntó—, ¿qué haces con tantas flores, Jerome? ¿Son para alguna
tumba?
—Tuan-Van-Le no necesita tumba ni flores.
—Enojoso asunto, ¿eh? No quería que le mataran. Habría preferido que
envejeciera en paz, en cualquier parte. Habría resultado más fácil destruir su mito.
Como ves, me hallo en Hanoi, clandestinamente. Ven a verme mañana al bulevar
Gambetta; estaré allí oficialmente; quiero hablar contigo.
Cuando hubieron arrancado de nuevo, Rovignon preguntó:
—¿Quién es este fenómeno?
—Nguyen, el jefe de la policía vietminh, algo así como el Beria del régimen. Le
conocí en Francia.
Llegaron a casa de Mamá Lien. En la puerta había una inscripción ultrajante,
pintada al minio:

«Aquí vive la alcahueta que ha vendido nuestras hijas a los franceses».

Julien, dentro, esperaba a Kieu.

La rápida ascensión de Phang en la jerarquía vietminh tenía mucho que ver con la
hábil manera en que supo desembarazarse de todos los funcionarios del Gobierno
vietnamita que, en el momento del armisticio, manifestaron su adhesión a Ho-Chi-
Minh.
Esto ocurrió en Nam Dinh, la tercera ciudad de Tonkín, después de Hanoi y
Haifong.
Los funcionarios que se quedaron en sus puestos después de la marcha de los
franceses, habían recibido el aviso de que percibirían el mismo trato que cuando
servían al «fantoche de Bao Dai y su Gobierno de concusionarios y enemigos del
pueblo».
Debían ir a trabajar a las mismas horas. Pero habían hallado sus sitios ocupados
por funcionarios vietminhs y no se les había asignado ninguna tarea.

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Sentados en sus butacas, miraban trabajar a sus nuevos colegas, que hacían horas
suplementarias, sin recibir por todo salario más que la alimentación.
Y en contraste, con su fuerte paga, los antiguos funcionarios estaban obligados a
comer en las mismas cantinas que los cuadros vietminhs. Estos últimos recibían
cortas raciones, mientras que los antiguos funcionarios de Bao Dai estaban
excelentemente alimentados.
Entonces, el coronel Phang les explicó:
—Nosotros estamos habituados a comidas muy frugales y a una vida austera, pero
no querríamos comprometer vuestra salud obligándoos a seguir el mismo régimen y
la misma clase de existencia que nosotros.
Los funcionarios habíanse visto avergonzados. No podían continuar comiendo
carne, pato y cerdo al lado de los vietminhs, que se alimentaban con un poco de
pescado seco y arroz.
Aún estaban más avergonzados al no tener nada que hacer, mientras los demás
trabajaban como forzados.
A los tres días fueron ellos mismos quienes le pidieron al coronel Phang que se
les asignase la misma alimentación, y se les concediera el mismo salario que a sus
colegas, a condición de trabajar. Phang, entonces, les dijo que no había sitio para
ellos en las administraciones. Entonces, siempre impulsados por la vergüenza, aunque
dándose cuenta de que eran un juguete en manos de Phang, solicitaron que se les
emplease en algunas tareas útiles al pueblo. Ante su petición, Phang les envió a
reconstruir los diques de los arrozales y a machacar piedra a las carreteras.
Una obra maestra. Por esto le habían entregado Hanoi, porque sabía utilizar la
vergüenza, porque tras su simpática sonrisa y sus afables modales, se disimulaba un
inquisidor fanático, ya que odiaba las debilidades del hombre, y al mismo hombre, y
siempre estaba dispuesto a castigar el pecado.
Nguyen y Phang se completaban, por lo que el Comité Central les convirtió en
equipo. Nguyen era partidario del ejemplo que deslumbra a la imaginación, del miedo
sabiamente utilizado que convierte a los hombres en dóciles números impersonales.
Phang, mucho más sutil, sabía jugar con los resortes ocultos de los hombres. Tendido
sobre un canapé de junco en su villa del bulevar Gambetta, el general esperaba a Co,
uno de los responsables de los canbos[18] de la organización clandestina. Fumaba un
cigarrillo y meditaba en el problema más arduo que le tocaba resolver, el del cambio
de piastras. Debía obtener de la población de Hanoi que entregara «voluntariamente,
y a ser posible con entusiasmo» sus piastras con la efigie de Bao Dai o con la marca
del Banco de Indochina —piastras aceptadas en todas las Bolsas del mundo—, a
cambio de las de Ho-Chi-Minh, que no valían nada. Pero el Partido necesitaba mucho
dinero para intensificar su propaganda en el Sur y comprar en el extranjero lo que le
faltaba. La propaganda se contaba entre lo primero.
Phang decidió, una vez más, servirse de la vergüenza, pero no sería suficiente.
Los comerciantes amaban el dinero más que los funcionarios. Era su razón de vida.

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Nguyen se encargaría de la segunda parte del programa. El jefe de la Segunda sección
del ministerio del Interior y de Justicia había entrado, en Hanoi, vestido como un
simple soldado.
Phang no comprendía cómo en aquel ser lúcido Podía haber tanta fantasía.
Co apareció vestido de blanco, con los cabellos lustrosos, y luciendo una corbata.
Tenía toda la apariencia de un petimetre. Antes de que Co fuese enviado a Hanoi para
encargarse de la organización clandestina que se fraguaba (incluso tuvo contactos con
los servicios de Bernot), había actuado a las órdenes de Phang para vigilar la moral
del ejército, mostrándose inexorable.
En dos semanas, Co forjó los cuadros de Hanoi, pero había tenido que proceder a
una purga espectacular, en la que cayó su propio hermano. Phang sabía que Co había
participado en la liquidación de Tuan-Van-Le. Tampoco ignoraba que su famosa
sonrisa no surtía el menor efecto sobre aquel ser glacial e inhumano. Sin embargo,
dicha falta de simpatía y de humanidad le habían impedido ascender.
Los dos hombres se estrecharon las manos, lo que para ellos no significaba nada.
Bebieron en silencio una taza de té, y Phang preguntó:
—¿Cómo murió el traidor Tuan-Van-Le?
—A su estilo…, pidiendo los anteojos que había extraviado…
—¿Y su guardaespaldas?
—Le apresamos… Está herido. Nguyen hace que le cuiden; algo querrá hacer con
él.
A Phang le habría gustado que su antiguo amigo hubiera muerto con el miedo en
las entrañas, pero el payaso había conseguido ejecutar su última pirueta.
Había pedido sus anteojos; pero ¿qué quería ver?
Era exasperante que un hombre de tal clase desapareciera planteando al mismo
tiempo una reclamación.
—¿Cómo reacciona la población? —preguntó luego.
—Ya empezamos a dominarla. Los jóvenes no plantean ningún problema.
Tenemos muy buenos especialistas de la juventud; los equipos de Ta Quan Buu con
sus juegos y sus murgas sabrán atraerlos a la Organización de los Pioneros.
—¿Las mujeres?
—Las jóvenes ya se peinan como las de nuestro ejército, y se dejan trenzas. ¡Es la
moda!
—Gracias a esas trenzas atraeremos a esas necias a nuestro Partido. ¿Y las viejas?
—Obedecen, pero no nos toman muy en serio. Para ellas no somos más que
chicos coléricos; esperan que se nos pase la rabia, para volver a sus antiguas
costumbres. Una me ha dicho: «Pero ¿de qué presumes? ¡Si estuviste lo mismo que
todo el mundo nueve meses en el vientre de una mujer!».
—¿Y los viejos?
—Dudan y esperan.
—El presidente Ho-Chi-Minh desea que estén de nuestra parte, particularmente

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los notables. Deben volver a su traje tradicional. Les necesitamos para darles a las
primeras semanas del régimen una apariencia de continuidad y tradición, y de este
modo no asustar a nadie. ¿Los obreros? ¿Los coolies?
—Casi lo mismo. Creen que son ellos quienes van a gobernar y a llenar el
estómago. En cuanto a los burgueses…, no son muy numerosos, y los que se han
quedado nos han dado seguridades.
—No olvides, Co, que necesitamos a algunos especímenes de tal clase como
representantes de una especie…, aunque tienda a extinguirse. ¡Los americanos
exhiben aún pieles rojas en sus desfiles! También necesitamos sacerdotes, religiosas y
franceses, primero para tranquilizar al Vietnam del Sur, y luego a la opinión
internacional. Vigila particularmente que no exista ningún contacto personal entre los
canbos llegados recientemente conmigo y sus familias, sus amigos, y aún menos con
los franceses.
—Conozco el peligro. Sin embargo, me gustaría volver a ponerme el uniforme.
—Más adelante. Te veré mañana. Tenme al corriente de tus progresos.
Co se marchó, mirando con asco su traje blanco. Phang cerró los ojos. Veía a
todos los habitantes de Hanoi ataviados con uniformes o hábitos religiosos. Los
hombres, las mujeres y los niños vivirían separados unos de otros, en una especie de
comunidades o conventos. Pero él, Phang, estaría presente por doquier y en el fondo
de todas las conciencias.

La noche del 2 de octubre fue particularmente tranquila. Pero Calamar no pudo


dormir. Tenía la impresión de ser dejado aparte en una partida en la que, no obstante,
tenía derecho a participar.
Se batieron dos periodistas americanos, muy bebidos, el uno porque había
combatido como «marine» en la guerra del Pacífico, y el otro como soldado de
infantería en África, y en Italia. ¿Por qué les obsesionaban esos viejos recuerdos?
Unas detonaciones despertaron a Rovignon, sobresaltándole. Se trataba
únicamente del tubo de escape de un jeep.
Mamá Lien y Jerome, cada uno a un lado del camastro, soñaban con los ojos muy
abiertos.
Kieu reflexionaba, agazapada junto a Julien, que dormía.
El general De Langles había sido llamado a consulta a Saigón, lo que permitió a
la joven estar libre toda la noche.
Sintió un gran placer en los abrazos del joven, aunque también se lo habían
procurado los de otros. El general le había comunicado que no estaría más que tres
meses en Haifong y a continuación se la llevaría a París.
¿Cómo sería París? Despertó a Julien para preguntárselo.

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6
3 de Octubre

Las autoridades de la República democrática del Vietnam, asustadas por la


huida de todos los civiles franceses, hacen nuevas proposiciones. Les ofrecen
que se queden hasta el 31 de diciembre y les garantizan, hasta aquel momento,
sus bienes y sus personas. Luego podrán partir libremente, si hallan la vida
inaceptable bajo el nuevo régimen. Sus muebles e inmuebles les serán,
entonces, reembolsados en «todo su valor».
—¿En qué moneda? —preguntan los franceses.
Se anuncia la llegada del Pandit Nehru para el 17 de octubre.
El instituto Albert Sarraut abre sus puertas con un nuevo director. Se han
inscrito ya ochocientos alumnos.
El Estado Mayor del Ejército de Tierra del Vietnam del Norte, tras un
nuevo adiós a los muertos, presidido esta vez por otro general que degustaba
dicho adiós como una nueva condecoración, ha abandonado Hanoi. Ya estaba
hastiado. Fotos. La ceremonia se ha desarrollado en el campo de aviación de
Gia Lam; han desfilado las últimas tropas francesas: los legionarios en traje
de gala, con kepis blancos, charreteras rojas y cinturón azul. Luego, han
desaparecido. Las enormes pistas desiertas sobre las que golpeteaba la lluvia,
parecían juntarse a un cielo muy bajo, cargado de nubes negras.

Empapado por la lluvia, el teniente Ives Kervallé contemplaba desfilar en el


aeródromo de Gia Lam las divisiones blindadas que abandonaban Hanoi.
El rugido de los motores, las cadenas que arrancaban pedazos de asfalto, los
hombres encasquetados en las torrecillas, los largos cañones apuntando hacia el
horizonte, daban una impresión de fuerza irresistible.
Pero los costosos tanques no habían servido de nada. No podían rodar por la
jungla, y eran demasiado caros para que se les aventurase por las rutas minadas.
También ellos formaban parte de la mentira.
Los paracaidistas no participaban en el desfile. Eran los únicos que habrían
podido hacer esta guerra, si se les hubiera dado la libertad de conducirla a su modo y
si, por una especie de contrato, se les hubiera atribuido la Indochina.
Kervallé, cuando estaba decidido a abandonar el ejército, le había pedido a uno de
sus amigos ya repatriado a Francia, que le buscase alguna colocación. Aquella misma
mañana había recibido el teniente la respuesta. Se reducía a una simple frase: «No es
fácil». Había adjuntos algunos anuncios aparecidos en los periódicos:

«Subteniente de división blindada, 28 años, dos años en Indochina, cruz


de guerra, T.O.E.

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»Estudios: bachillerato. Habla inglés correctamente. Busca empleo como
agente comercial».
«Subteniente paracaidista, dos años en Indochina. Estudios: bachillerato,
filosofía. Diploma contabilidad, dominio del inglés. Profesión anterior:
contable. Quisiera volver a Extremo Oriente en plan comercial».
«Suboficial de infantería colonial, 49 años, nueve años en Indochina.
Medalla militar, cruz de guerra T.O.E. Estudios: C.E.P., dos años curso
complementario. Antiguo contable. Busca empleo oficina, contabilidad».

Etcétera.
¿Cómo podía Kervallé redactar su anuncio?

«Teniente paracaidista, dos años en Indochina. Estudios: bachillerato. No


sabe más que combatir, no habla inglés ni ruso, sin haber nunca trabajado
como contable ni mecanógrafo, busca empleo».

No podía ni soñar en regresar a Bretaña, junto a los suyos. En la granja ya había


demasiada gente, y sus padres no comprenderían que hubiera fracasado en sus
esperanzas de llegar a ser un día coronel o general, lo que les habría compensado de
todas sus penas.
¿Entonces?… Correr en pos de la aventura, ir a cortar madera al Gabón, traficar
con opio en Laos, o armar una revolución en América del Sur. Mas no servía para ese
género de existencia, y le gustaba conservar en la aventura una especie de legalidad y
de jerarquía.
El aventurero se juega lo que posee, su propia vida, a una tirada de dados. El
militar acumula grados, medallas, años de campaña, lo cual queda totalizado
cuidadosamente en un expediente. Todo está previsto, incluso la muerte, con los
toques de corneta reglamentarios, y las distintas pensiones abonadas a las viudas y a
los padres.
Kervallé necesitaba esta clase de seguridades en la vida y en la muerte, y aún
más, vivir al lado de camaradas vestidos como él, que hablaran el mismo lenguaje, y
practicaran los mismos ritos.
Mientras que con su paso cadencioso, las tropas desaparecían entre los jirones de
viento, el teniente intentó imaginarse su vida en París, o en alguna otra ciudad,
convertido en un humilde empleado, con treinta mil francos al mes, apartado de esta
familia, arisca, despótica y a menudo mezquina, de los hombres que visten de
uniforme.
El humilde empleado trabaja en una oficina, «hace sus ocho horas», y a la
mañana siguiente toma el metro a las siete y media, aún medio dormido. Su primer
contacto con la existencia es el olor acre de los hombres y las mujeres, arracimados

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en los vagones, que muchas veces no han tenido ni tiempo de lavarse.
Siempre estrecha las mismas manos, siempre oye las mismas bromas, que luego
repite a su vez, y siempre contempla el mismo horizonte: una ventana de cristales
sucios, cerrada frente a un cielo gris. Las comidas, en una taberna o una cantina; los
lunes, guisado de cordero con patatas y manzanas; los martes, es el día del bistec con
patatas fritas, que saben a sebo; los miércoles, caldo, y los jueves, escalopas con
tallarines; los viernes, macarrones «gratinados», y los sábados, buey y puré. Los
domingos, se levanta a las once de la mañana para ir a beber el aperitivo.
Todos se dicen de continuo:
—Esto no durará mucho, sería horroroso.
Pero en lo horroroso no hay una prueba como existe en matemáticas para
demostrar el error. Se acuesta con una joven, y se casa con ella porque resulta más
cómodo, o para poder tener un hijo.
Entonces, el ex militar espera una guerra o una revolución, que es lo único que
puede sacarle de aquel estado, y en el fondo de una maleta, envuelto en trapos
empapados de aceite, conserva su revólver de ordenanza para el día en que…
No, no era traicionar a sus camaradas muertos en Dien-Bien-Fu, continuar en el
ejército. Peor sería resignarse a una vida tan mediocre.
Poco importan los jefes que manden y la causa por la que se luche, ya que en el
tamojal de África o en las ardientes arenas de Marruecos puede hallarse a los mismos
camaradas, ya que renacen en el mismo número que mueren… las mismas patrullas,
el combate rápido y brutal, todo lo cual justifica en pocos minutos los largos meses
de borracheras y no hacer nada.
Los paracaidistas ya combatían en Aurés y en Marruecos; había visto un
comunicado en el Estado Mayor, sabiendo de antemano que una vez más se perdería
la partida en París por los ministros, los políticos, y por todo el pueblo que sólo
anhelaba mezquinamente una tranquilidad a su medida. El gran pueblo, caduco, había
relegado sus glorias a los museos y a los libros de Historia. Reclamaba los puntos por
natalidad, el retiro a los cuarenta años, el pabellón en Bécon les Bruyéres, y la
televisión pagadera a plazos.
Después de todo, si esto era lo que le gustaba al pueblo, allá él. Pero Kervallé
sabía que no podría amoldarse a ello.
El ayudante de campo se le acercó y le cogió por un brazo.
—¿Viene a Haifong con nosotros? Llévese mi jeep; yo tengo que ir con el
general. Esta noche podríamos cenar juntos.
El capitán lamentaba sus frases un poco duras de la víspera. De todos modos,
Kervallé no dejaba de ser el oficial superviviente del desastre de Dien-Bien-Fu, a
costa de fatigas y sufrimientos inimaginables.
—Con mucho gusto —contestó el teniente que, de repente, preguntó—: ¿Me sería
posible pasar directamente a Marruecos o a Argelia?
—¿No quiere despedirse de Francia?

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—No.
—Creo comprenderle. Formule una solicitud, y yo la apoyaré. Casi puedo
prometerle que la tomarán en consideración.

Habiendo regresado de Saigón aquella misma mañana, el general De Langles se


dirigía también a Haifong, precedido de los motoristas que hacían silbar las sirenas.
Aplastado, hundido en los cojines del coche, mascaba una vieja boquilla.
Abandonaba Hanoi, una capital, por Haifong, un puerto de embarque, una ciudad
de derrota como Fusan en tiempos del gran repliegue americano en Corea.
De nuevo, soñó en Versalles bajo la nieve. Se habría tenido que recurrir a
subvenciones privadas para restaurar aquel monumento, rodar una película, pedir un
crédito a América. Francia no podía subvencionar sus grandes palacios, y mucho
menos, por tanto, sufragar los gastos de una guerra.
Era terrible contemplar el envejecimiento de una gran nación que se complace en
el equívoco, como ciertas damas de mundo se ven reducidas a la ruina.
Al general le hubiera gustado que se abandonase Tonkín sin tener que pactar con
el adversario. Había protestado contra el envío de la misión Sainteny, ya que para él
era el símbolo de dicho equívoco, y podía comprometer a Francia con el Sur.
Kieu le había prometido llegar a Haifong al día siguiente, pero no sentía
impaciencia por verla. Desde que salió de Hanoi, el general no experimentaba la
misma atracción por la mestiza, como si el deseo y el remordimiento que aquélla le
causaba, se hubieran desvanecido al dejar atrás los últimos arrabales de la ciudad.
El general comandante en jefe de Saigón, hombre de costumbres austeras y
temperamento enfermizo, se había permitido, «en nombre de la antigua amistad que
les unía», aconsejarle un poco más de discreción en «sus distracciones». Incluso
había añadido, evitando mirarle de frente, que para su porvenir sería muy conveniente
que pusiese fin a… ¡hum, hum…!, a estas relaciones… exóticas.
De Langles no sabía casi explicarse cómo se había atrevido a llevar a la recepción
de la Alta Comisaría a la antigua pensionista de Mamá Lien. Esta era una de las
bravatas que pueden aceptarse de un teniente, que se le toleran a un capitán, pero que
son de todo punto inadmisibles por parte de un general que lleva tres estrellas en la
bocamanga.
Pero ¿no era, en realidad, el teniente o el capitán De Langles, el que
aprovechándose de aquella atmósfera turbadora, se había adueñado del general?
Ahora, las cosas debían reajustarse. ¿Llevar a Francia a Kieu? ¡Ni soñarlo! Una
carrera brillante, y la suya lo era —o al menos así lo creía—, exige el rompimiento de
muchas promesas, e incluso de algunos juramentos.
El general empezaba a entrever ya en las actitudes de su querida, una forma de
conducirse que le permitía pensar en la manera de desembarazarse de ella sin
demasiados remordimientos. Kieu era interesada, insensible; ni siquiera parecía sufrir
por tener que abandonar Hanoi, la ciudad donde había nacido y había vivido siempre.

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Dureza de corazón…, tal vez algo más grave, algo así como incapacidad de sufrir,
dimanante sin duda de la falta de imaginación, que es igual que de inteligencia. Se
dirigió a su ayudante de campo:
—Amigo mío, desearía solicitarle un pequeño favor…
«Algún encargo desagradable», pensó el capitán.
—Quisiera que la señorita Kieu… en fin, las circunstancias, ¿verdad?…, no se
quedara en Haifong. Búsquele pasaje para Saigón. Usted me ha contado que ella
suele frecuentar ese grupo de periodistas… Hablaré también con mi amigo Jerome
para que se ocupe de ella. El ejército francés, según me recordó el comandante en
jefe, debe más que nunca dar ejemplo de disciplina en esta derrota, o mejor dicho, en
este revés, y sus jefes deben ser los primeros en demostrarlo. ¿A qué día estamos?
—A tres de octubre, mi general.
—Envíele un telegrama a mi esposa; es el aniversario de nuestra boda.
—¿Con la fórmula habitual?
—No…, algo más expresiva.
El general pasó un brazo por los hombros del capitán, con lo que al acercársele,
rozó la pierna de madera.
—¿Piensa usted que soy un sinvergüenza?
—No, sino un hombre como todos.
El coche llegó a Haifong, que se había convertido en un repugnante absceso. Las
carreteras habían sido destrozadas por los convoyes, y los refugiados vagabundeaban
por las aceras; bandadas de soldados desocupados haraganeaban por las avenidas.
El general se enfureció.
—Amigo, esto no puede durar. Es preciso hacer algo, pero hay que limpiar toda
esta basura, quitar tanta inmundicia. Los vietminhs entrarán en Hanoi, solemnemente,
el diez; quiero para el mismo día y a la misma hora, una gran revista militar en
Haifong, y que suenen todas las campanas. ¿Comprende? Como si se tratara de una
gran victoria.
—Pero, mi general…
—¡No me importan los comentarios! Vaya inmediatamente a prevenir al
arcipreste. Vuelvo a repetírselo: quiero que todas las campanas suenen el diez.
El capitán regresó al cabo de una hora.
—¿Y bien? —se interesó el general.
—El arcipreste me ha preguntado si debe hacer tocar a repique o a rebato.
El capitán había sido recibido por un sacerdote español, de rostro escuálido,
poseedor de una fe orgullosa e intolerante y, al escucharle, enrojeció de vergüenza.
—Olvídelo —se calmó el general—, pero al menos haremos el desfile.
El ayudante de campo y el teniente Kervallé, que no subía al avión hasta el día
siguiente por la mañana, cenaron en una tasca infame por un precio exorbitante.
—El general —comentó, de súbito, el primero— comete muchas tonterías, de un
tiempo a esta parte. Debe de ser por efecto de la fatiga mental. ¿Se ha dado usted

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cuenta de que todas las rameras de Hanoi se han dado cita aquí? Hay para escoger, y
no están muy caras. Todos los precios han aumentado, salvo el de esas mujeres.
¿Viene conmigo?
—En tal caso, tendrá que prestarme algunas piastras.
—No faltaba más.
Un chaval de siete años, con el cráneo marcado por la alopecia, se les unió a la
salida del restaurante. Les ofreció sus hermanas «bié yóvene, y no enfemas».
Le siguieron.

Jerome se despertó tarde aquella mañana, y vio a Lien que le contemplaba


atentamente. Parecía hallarse mucho mejor.
—Anoche me tuviste muy inquieto —dijo él.
Lien dejó oír su risita maligna.
—No me hallaba tan mal, era sólo una farsa. Ve a despertar a Kieu; duerme en la
habitación de abajo con Julien. Dile que nos haga un poco de té. No tengo a nadie.
Jerome encendió un cigarrillo, que le hizo toser. Sus rasgos reflejaban fatiga, y
tenía los ojos con ojeras y enrojecidos; su piel picada de viruelas parecía punteada de
negro.
—No eres guapo —comentó Lien—. Parece que tengas sesenta años. A fuerza de
dar vueltas por el mundo, estás gastado. Ya es hora de que te vuelvas a tu casa.
—Lo sé, estoy viejo; la caída de Hanoi tal vez sea mi última crónica.
Kieu y Julien, llevando el segundo una bandeja y tazones, y la primera una tetera
llena de agua caliente, se presentaron en la estancia.
La anciana sacó de un armarito que había junto a la cama una cajita de un té muy
raro que antaño le enviaban de Yunnan, y procedió a la dosificación del brebaje.
La bata entreabierta de Jerome permitía ver una larga cicatriz en su pecho.
—¿Qué es eso? —preguntóle Julien.
—Un recuerdo de los japoneses, en Birmania. Me gustan los japoneses. Si uno
me torturó, otros me curaron. Soy incapaz de sentir odio… por pereza, o por maldad;
¿verdad, Lien?
La vieja gruñó; estaba saboreando su té y no le gustaba que en tales momentos la
molestaran con preguntas que juzgaba superfluas.
—Kieu y Julien olían a amor, un aroma del que la anciana ya estaba
desacostumbrada. Debían de haberse amado antes de subir. Lien se preguntó si el
vendedor de pescado se daba cuenta de su olor.
Julien se había sentado cerca de Jerome.
—A usted se le aprecia mucho…, incluso los viets.
—Sí todo el mundo me aprecia o me tolera. Pero envejeceré solo, y por Navidad
y Año Nuevo recibiré muchas postales de todo el mundo que alinearé sobre mi
chimenea, pero ninguna carta. Kieu, ¿cuándo te vas a Haifong?
—Espero a Mamá Lien.

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Lien montó en cólera:
—¡No iré, ya te lo dije!
Y se mostró grosera y desagradable:
—Márchate. Ya has olvidado lo que tantas veces te he enseñado: a lavarte
después de haberte acostado con un hombre.
Kieu estalló:
—¡Perra! ¡Déjame! ¡Muérete sola y púdrete!
Salió, furiosa. Julien la siguió. Lien miró a Jerome con una sonrisa de
complicidad.

Rovignon atravesaba por una crisis de nacionalismo. Con sus poderosos puños
sobre la mesa, frente a un periodista americano, que lucía una camisa de Manila, y de
otro periodista inglés, cuyos pelos sobresalían de unos shorts demasiado largos,
estaba gritando, y su voz llegaba hasta el fondo del club de Prensa.
Hundido en su sillón, con la boca permanentemente abierta, maravillado, Calamar
escuchaba. Los boys pasaban y volvían a pasar, llevando vasos, o secando una mesa
que no lo necesitaba.
—Pero ¿cómo es posible que ambos seáis tan brutos? No somos solamente los
franceses los vencidos en Indochina, sino también vosotros. Dentro de seis días,
cuando los vietminhs hayan ocupado ya Hanoi por entero, la ciudad de los blancos,
fronteriza a China, tú, inglés, podrás decir que la Malasia se ha terminado, así como
los enormes heveas que producen el látex del caucho, y también el estaño… y la
«Unión Jack», que ondea sobre las factorías. Cuando estos mismos vietminhs, y con
ellos los chinos, estén en Haifong dentro de nueve meses, no necesitarán a
Hong-Kong, con todo su tráfico inmundo, para nada en absoluto.
—Estás exagerando —protestó el inglés—. Hong-Kong siempre será
imprescindible.
—En cuanto a ti, americanote, te imaginas que tu país podrá contener la marea
comunista sirviéndose de pequeños Estados fronterizos como Tailandia, Laos y
Camboya, y que seguirá amenazando a China con ese general de figurón que es
Chiang Kai-Chek.
—Tailandia se está reforzando.
—¿De veras? Los chinos acaban de crear una gran Confederación Thai, y Luang
Pradit, el antiguo jefe de Tailandia, se les ha unido; grupos de guerrillas procedentes
de China, descienden por la Alta Región hasta Malasia; los Karens de Birmania están
otra vez revolucionados. Ha saltado el cerrojo. ¡Y el cerrojo era Hanoi!
Y continuó espetándoles:
—Os encanta esta derrota de Francia, sí, os encanta. Os molestaba ver a mi país,
en plena descomposición en la metrópoli, permitiéndose todavía el lujo de malgastar
sus últimos soldados en Asia. ¡Era su último esfuerzo para jugar a la gran potencia!
Quizá resulte ridículo querer vivir por encima de los propios medios, pero era debido

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a la nostalgia de haber sido una gran nación y ahora, en vuestros periódicos, que
acabo de leer, nos acusáis de no haber sabido cumplir nuestro deber, de que al vender
Hanoi al Vietminh hemos pactado, cuando podíamos haber seguido guerreando. Pero
vosotros estabais presentes algunos días antes de que se firmara el armisticio, cuando
las divisiones viets 304, 308, 312 y la división acorazada, descendían hacia el delta,
sin que pudiéramos oponerles la menor resistencia. No me gustan los militares de
ningún país. Cuando veo a un general me dan ganas de estrangularle. Los jefes
franceses fueron unos inútiles, pero ¿qué habrían hecho los vuestros en su lugar? La
misma clase de guerra. Hanoi es la mayor derrota de los blancos; significa que Asia
en peso rechaza nuestra forma de vivir y nuestro modo de pensar.
—Tenemos el Japón —replicó el americano, pasándose el cigarrillo de un
extremo al otro de su boca.
—Japón os abandonará a causa de Hanoi.
—Reforzaremos el Vietnam del Sur y, como vosotros habéis fallado, os
remplazaremos.
—¿Has visto jamás que se refuerce el barro, que se construya algo en el barro?
Bueno, voy a ver si hallo alguna chica por ahí.
—Voy contigo —dijo Calamar—, para ver hasta dónde llega tu mal gusto en esta
materia.
Los dos periodistas salieron al jardín.
—¿Hay alguna novedad en Hanoi? —le preguntó Calamar.
—Hace tres horas que han llegado al hospital Lanessan, en sus propios camiones,
marca «Molotova», doscientos setenta y ocho funcionarios vietminhs. Tú dormitabas,
en vez de estar allí. Unos llevaban mono, y otros uniforme, pero todos tienen la
misma cara y el mismo paso. Aún no se han movido.
—Voy a enviar un cable.
—Los cables no serán enviados hasta esta noche —advirtió Rovignon—. Te sobra
tiempo y, entretanto, quizá los vietminhs salgan a comprar agua de Colonia o jabón.
Por lo visto, carecen de ambas cosas. A las 16, conferencia de Prensa del general
Phang, luego otra del jefe de enlace francés. También tenemos que pasar por la
Comisión Internacional; hay que zarandear un poco a Maleki para obtener nuestras
credenciales. ¿Vienes?
—He cambiado de opinión; hace demasiado calor.

Calamar esperó a que Rovignon hubiera desaparecido para hacerse conducir a la


Alta Comisaría. Allí halló a Bernot, con ambas manos sobre el vientre y aspecto de
satisfacción.
—Ya no tengo despacho —anunció—. Se lo han llevado todo, y se están
instalando los viets. Por lo tanto, me siento a la puerta.
—¿Cuándo te marchas?
—Pasado mañana por la mañana. En Haifong encontraré a mi querido general y

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con él una serie de viles complots, de rameras y de soplones. Tendré que renovar mis
redes, tender nuevas trampas. Hanoi ha quedado vacía de toda su sustancia, de sus
traficantes y de sus chulos, de sus ladrones y de sus policías, para convertirse en algo
vacío y silencioso, como una catedral.
—¿Y los hombres de Nguyen? ¿No remplazan a los tuyos?
—Se dice que no se puede formar un cuerpo de policía con niños de coro, pero
ellos lo hacen. Y esto es lo grave. Un auténtico policía puede comprender, mostrarse
tolerante, dejarse comprar, pero éstos son incorruptibles y fanáticos. ¡Compadezco a
los que se quedan! ¿Sabes de lo que me he enterado? Nguyen, que es quien les
manda, y hacia el cual sentía cierto aprecio… bueno, es un…
Bernot bajó la voz para demostrar que la palabra que iba a pronunciar
sobrepasaba en obscenidad a todo lo imaginable.
—… ¡Un politécnico! ¡Una policía de niños de coro, mandada por un politécnico!
—¿Vienes a tomar algo al «Normandía»? —propuso Calamar—. Es la única
taberna que queda en esta ciudad, que las contaba por centenares.
Alrededor de una mesa, una docena de franceses bebían coñac con soda; eran los
que quedaban. Mostraban un aspecto decidido y grave a la vez, y estuvieron
encantados de acoger en su mesa a un periodista, aunque no tanto de dejarle sitio a
Bernot. Para impresionar a Calamar, uno de ellos se refirió a 1946, cuando estallaban
granadas en las calles, corriendo la gente el riesgo de hacerse matar al pasar de una
casa a otra.
—¡Ojalá volviéramos a aquellos tiempos! —exclamó Calamar, contemplándoles
con sus ojazos aterciopelados—. ¿Creéis que resulta agradable redactar artículos
sobre un «acontecimiento histórico», que se desarrolla sin el menor imprevisto? Las
personas de Hanoi que se marchan, tienen aspecto de irse de vacaciones. Ni gritos ni
empujones. ¡Y mi periódico me pide algo trágico!…
Bernot le atajó:
—Tranquilízate. Si un periodista hubiera asistido a la toma de la Bastilla, no
habría visto nada, seguramente. He leído en un reportaje policial de la época, que
aquello pasó prácticamente inadvertido.
—Los polizontes nunca ven más allá de sus narices. Para ellos, Carlota Corday no
pudo ser más que la amante de Marat, y aque lo asesinó, y Juana de Arco, una
lesbiana, ya que murió virgen.
—¡Dentro de cuatro días va a morir una ciudad y no habremos visto nada! Tan
sólo, para los oídos muy aguzados un rumor de rechinamiento, unas consignas que
corren de boca en boca, unas banderitas pintadas en los sótanos y en los corredores,
algunos nuevos rostros que surgen en los callejones, rostros chupados, poco
humanos; los de los canbos.
Calamar jugó la última carta:
—Quisiera saber por qué no os vais vosotros. ¿Qué esperáis todavía de esta
ciudad, cuando deje de ser Hanoi?

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Entre los que le escuchaban se hallaba una señora que acababa de llegar de París,
y había vivido mucho tiempo, años atrás, en la capital del Norte.
—Tengo unas representaciones —declaró.
—¿Representaciones de sombreros y vestidos? ¿No ha visto cómo van vestidas
las mujeres vietminhs? Igual que los hombres, con un pantalón y una chaqueta caqui;
se peinan con trenzas, y les han prohibido el maquillaje. Entonces, ¿qué? ¿Ha
aceptado usted un peligroso trabajo de información porque le faltaba el opio? El
amigo Bernot puede tranquilizarle, no le llegará. Cuando los vietminhs se hayan
fijado en usted, se divertirán o la utilizarán. Es muy fácil manejar a una drogada.
La mujer ponderó agudamente:
—¡Qué imaginación tienen los periodistas!
—No, buen sentido únicamente. A usted le comprendo, amigo Therié: usted ha
montado un garaje con algunas máquinas. Si se va, perderá todo lo que posee; por lo
tanto, se queda. Lógico. En cuanto a ti, Raynal, conozco tu secreto.
Raynal, el rostro escuálido y descompuesto, abatió la mirada. Su secreto era el del
dominio público: cáncer. Tres meses de vida, seis meses de botellas y cigarrillos en su
cueva, con una concubina vietnamita a la que amaba, y una serie de bastardos que se
agitaban a su alrededor. ¿Para qué molestarse, yendo a morir más lejos?
Con la cabeza hundida entre los hombros, asaeteando a derecha y a izquierda,
Calamar continuó, mientras Bernot, dichoso, se golpeaba el vientre.
—Usted, señor administrador, sabe que su sociedad le duplica el sueldo, cuando
iba a pedir el retiro. Por lo tanto, se queda en observación. No verá nada, no sabrá
nada. He vivido un año en la China comunista, en Shanghai, y hablo chino. Como no
poseo la imaginación delirante de algunos de mis colegas, no puedo contar nada.
Dos jóvenes, vestidos con camisas blancas y shorts, con las piernas cruzadas,
afectaban desinteresarse de esta discusión.
Bernot se los indicó a Calamar, el cual le guiñó un ojo, y prosiguió:
—Algunos creen que con las aguas revueltas es muy fácil hacer dinero, bastando
para ello tener los dientes largos, carecer de escrúpulos, y estar acostumbrado a
ciertos tráficos. Pero lo que llega a Hanoi es el orden, un orden riguroso que no dejará
ninguna posibilidad a las actividades subterráneas.
Se inclinó hacia los dos jóvenes.
—Habéis llegado con retraso. ¡Debisteis venir el mes pasado! ¡Aún quedaban
algunos buenos negocios!
—No me gustan los periodistas —exclamó el primero—. Todos son unos
cobardes. Y en cuanto a ti, creo que voy a darte algo que sentir.
Bernot se echó a reír.
—Pietri, detesto a los bribones que no han sabido triunfar, particularmente en
Indochina donde era verdaderamente fácil. Jamás le has cerrado a nadie la boca, pero
has abierto la tuya cada vez que te lo han ordenado. ¡Boy, una cerveza!
Pietri se levantó, seguido de su acólito. Bernot siguió diciendo:

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—Sería mejor que os marcharais. No sois interesantes, ni para el Vietminh ni para
Francia. No hacéis más que aportar vuestros males morales a este régimen. Quedarse
es lo normal en los curas y en las monjas. Tienen un contrato con su Dios, en el cual
van comprendidas la muerte y la cárcel. Los profesores y los médicos, también tienen
sus tareas asignadas; tienen un contrato con los hombres.
El gordo Bernot levantó su vaso.
—¡Brindo por todos los héroes de Hanoi! Yo marcho mañana.
Salió con Calamar a la calle Paul Bert, desierta y calurosa.
—¿Has visto a tus colegas vietminhs? —le preguntó el periodista.
—Una docena se han presentado en mi despacho. Han contado las mesas y las
sillas, las lámparas y los lavabos, pero no hemos cruzado ni una palabra. Sin
embargo, nuestra tarea es la misma en todos los países y bajo todos los regímenes:
hacer un culpable de cada ciudadano y comprometerle a fin de que el Gobierno pueda
hacerle andar a su modo. Habríamos podido hablar.
—¿Era Nguyen el fulano que los mandaba?
—No lo creo —repuso Bernot—. Con ellos, nunca se sabe quién manda. Siempre
llevan una especie de biombo tras el cual se ocultan los verdaderos responsables. Y
esta vez, el biombo era una especie de mestizo chino, totalmente idiota, asustado del
papel que le habían asignado. Pero no era el jefe. En toda la banda, sólo uno parecía
hallarse a sus anchas, un tipo pequeño con cara de conejo. Me ha cogido un cigarrillo
de mi paquete, me ha pedido lumbre, y se ha puesto a reír delante de mis narices.
Seguramente era éste quien les mandaba, a no ser que fuera otro biombo. Es para
volverse loco. A veces me pregunto si detrás de los sucesivos biombos, llega a haber
un verdadero poder. Tal vez no existan jefes, tal vez no exista más que un sistema que
funciona en el vacío, una especie de máquina… ¿No quieres ir a Haifong conmigo,
para darte una vuelta por allí?
—No. Mañana empieza el toque de queda. ¡A lo mejor ocurre algo!
—No ocurrirá nada, o al menos no te enterarás. Hace dos horas que la policía
vietminh ha tomado posesión de la ciudad. Nuestros gendarmes no son ya más que
unos figurones. El Viet ha traído a la ciudad el misterio, el silencio y el terror. Ya
habrás observado cómo el verdadero miedo va siempre rodeado de silencio. ¡Adiós,
vieja inmundicia!
—¡Hasta la vista, viejo podrido!
Bernot, de pronto, sentía prisa por llegar a su casa. Quería, una vez más, jugar con
su criada, ya que había tomado la decisión de no llevársela consigo a Haifong.
¡Bastantes hallaría en el supercargado puerto!
Nguyen, con las manos a la espalda, daba vueltas alrededor de Chan, tendido
sobre el diván de junco, de vivos colores, que tanto le gustaba. Paternal, bonachón y
rosado, Ho-Chi-Minh, desde lo alto de su cuadro, parecía estar atento a su discusión,
muy satisfecho.
Nguyen se expresaba en francés. Cuando tenía que exponer alguna teoría siempre

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lo hacía en esta lengua, ya que el vietnamita es un lenguaje muy impreciso.
—Phang —decía—, cuando se quiere construir una casa, es necesario tallar las
piedras para que queden bien ensambladas unas con otras. Si fabricas ladrillos, tienes
que dejar secar la arcilla en los moldes. Nosotros tenemos que construir una nación, y
los materiales para ello son este pueblo fluido, unos pedruscos de variadas formas. Va
a ser preciso tallarlo, moldearlo, desbastarlo de sus costumbres, de su hábito de la
facilidad que le ha procurado un siglo de ocupación bajo unos dueños bonachones,
aunque perezosos y eclécticos. Y esto no va a gustarles…
—El pueblo conserva el culto a la virtud.
—Sólo al vocablo virtud. Conserva más el culto a las palabras que a las ideas,
más el de los genios que hace obrar a su antojo que el de sus dioses. Te repito que no
estará satisfecho, al menos durante los primeros tiempos. Independencia, para él,
significa libertad, y libertad, desorden, aunque no tengan nada en común.
—Nuestras preocupaciones procederán de los aldeanos.
—Estos cabezotas quieren gritar «¡Viva el presidente Ho!», lo cual no les
compromete a nada, pero no darle su arroz. Y, no obstante, precisamos el sesenta por
ciento de su arroz para alimentar a las ciudades. No debemos contar con ningún
socorro de China. Las inundaciones del Yang-Tsé han destruido gran parte de su
cosecha. Nos haría falta el arroz de la Cochinchina, donde tienen excedente. Pero
Dinh Tu, apoyado por los americanos, ya está tratando de vender el sobrante al Japón.
—¿Y los franceses?
—Tienen el corazón sensible, pero vacío el portamonedas. Si antes de un año no
nos hemos apoderado del Sur, nos enfrentaremos con graves dificultades, hasta el
punto de vernos obligados a pedir más ayuda a China, lo que resultaría muy
peligroso.
—¿Y qué hacer?
—Hagamos escarmientos. El Comité central está de acuerdo en esto. Tenemos
que hacer que reine un orden riguroso, el terror, tal como escribirá nuestro amigo
Jerome. Y todos los periodistas le corearán. Pero las campañas periodísticas no es
asunto nuestro. Nosotros tenemos Hanoi, una ciudad que, sin recibirnos con los
brazos abiertos, tampoco nos rechaza. Debemos imponerle nuestra austeridad. Los
habitantes nos temerán, nos odiarán hasta el día en que, destrozados por nuestra
disciplina, obedecerán, se irán amoldando a nosotros, y dejarán de odiarnos. El odio,
como el amor, no es eterno. Es un fenómeno cíclico, que es preciso saber ignorar. El
día de la entrada de la división 308, le daré a Hanoi el primer ejemplo. Esto te
ayudará, créeme. ¿Y la conferencia de Prensa, a qué hora es?
—Dentro de diez minutos.
—Estaré presente. Quiero estudiar las reacciones de los periodistas, sobre todo de
los franceses. Tendremos, al menos, que intentar algo del lado de Francia. ¡Si pudiera
concedernos un empréstito y garantizar nuestra moneda!

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Los franceses y los vietminhs estaban de acuerdo en un punto: no se celebrarían
conferencias de Prensa; pero todos las realizaban, disimuladamente.
Las conferencias de Prensa habían sido rebautizadas con el nombre de «tomas de
contacto». En ellas se servían refrescos, sin alcohol entre los comunistas, y con
whisky y coñac en las francesas. Cada portavoz, antes de comenzar su exposición,
hacía la misma declaración de principios:
Esto no es una conferencia de Prensa, ya que carece de carácter oficial; se trata,
simplemente, de un cambio de impresiones «para el mejoramiento de las relaciones
entre los pueblos y la edificación de la paz», decía el portavoz vietminh. «Para que
estos necios comunistas no nos deslumbren con sus embustes», decía el francés que
montaba fácilmente en cólera, ya que soportaba mal el clima y bebía con exceso.
La «toma de contacto» de los comunistas dio comienzo con una hora de retraso.
Los periodistas estaban sentados en todas las posturas, especialmente con las
piernas colgando por encima de los brazos de los sillones. Calamar estaba sentado en
el suelo. Vong le llevo una butaca, pero la rechazó, riéndose.
Vong, en vietnamita, le hizo observar «que debía sentarse en una silla». Pero
Calamar, tocándose la oreja, le dio a entender que no le entendía.
Rovignon hizo una mueca y se tragó su naranjada, lanzando una furiosa ojeada al
cuadro de Ho-Chi-Minh.
Los franceses formaban un bloque, los ingleses y los americanos, otro. En
primera fila, con el bloc en la mano, Jerome, con cara de niñito aplicado, se aprestó a
escribir. Julien seguía con la vista el vuelo de un moscardón. Saltó sobre un sillón y
lo cazó, soltándolo luego, haciendo reír a todos, que era lo que deseaba.
Nguyen estaba de pie al fondo de la sala, al lado de Vong.
—¿Por qué no quiere sentarse en una silla, como todos, el francés de la boca
grande? —preguntóle el ordenanza.
—Sólo para fastidiarte.
—Los franceses son unos perros capitalistas y miedosos.
—Y enemigos del pueblo.
Vong repitió:
—Y enemigos del pueblo.
Nguyen se rascó el cráneo, pensando:
«Siempre podremos decirle al pueblo que todo anda mal por culpa de los
franceses… bueno, de los colonialistas franceses. Esto les ayudará a digerir lo demás.
No me gusta servirme del odio, pero a veces resulta necesario, como las hierbas en el
arroz. Dan buen sabor… y vitaminas».
Entró Phang, seguido de dos canbos. Estrechó manos, mostró su sonrisa y luego,
apoyado negligentemente sobre el respaldo de una butaca, comenzó en buen inglés:
—Las conversaciones franco-vietnamitas de Pulo se desarrollan en un ambiente
de cordialidad recíproca.

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—No entiendo el inglés —protestó Rovignon, que hablaba esa lengua con
facilidad—. ¿Podría traducir al francés?
—Puedo hacer de intérprete —propuso el corresponsal de la «United Press», que
no veía a Rovignon con buenos ojos.
Todo el mundo empezó a protestar, a gritar, y luego a remover las sillas, lo que
ofuscó a Vong.
Phang, melifluo, se ofreció a hablar en francés, y le rogó a Jerome que fuera
traduciendo al inglés «para sus camaradas, los periodistas extranjeros».
Los anglosajones aceptaron esta fórmula de compromiso por tratarse de Jerome.
Los dos alemanes que acababan de llegar murmuraban entre sí. Con su mala fe
habitual, Rovignon les suplicó, en alemán, que cerraran sus gaznates porque no se oía
nada. De vez en cuando, lanzaba miradas furibundas a Ho-Chi-Minh.
Phang estaba colérico al ver esta falta de respeto. Veía que todos esos periodistas
estaban confabulados entre sí, y que sentían un placer malicioso al poder darle esta
lección de «democracia».
Jerome, cándido, le miraba con ojos serenos.
Phang reemprendió su exposición, pero su «paz de los pueblos», y su «República
democrática del Vietnam», en medio de la indiferencia general, sonaron a falso. Los
periodistas tenían preguntas por formular, y se burlaron abiertamente de la exposición
del general.
Uno a uno, preguntaron cuándo llegaría Ho-Chi-Minh a Hanoi, lo que hacían
Giap y otros, y por qué el Gobierno de la República democrática rehusaba dar
garantías escritas a los civiles franceses que deseaban quedarse en Hanoi.
Phang contraatacó:
—Cuando usted se va a América, amigo Jerome, ¿les pide a los americanos que le
den garantías escritas? ¿No confía en ellos? ¿Por qué se nos ha de tratar de otra
manera?
Un periodista americano protestó:
—¡América es un país demócrata!
—¡Nosotros también! ¡Y no tenemos a Mac Carthy! Jerome se contuvo en el
mismo momento en que iba a exclamar:
«¡Los tenéis a millares!».
Phang se sintió mejor después de esta pequeña victoria, y el resto de la
conferencia se desarrolló normalmente.
Al salir de la villa de la calle Gambetta, y como fuera que todo el mundo tenía
mucha sed, se marcharon a la contraconferencia de la Unión francesa.

Al viejo mandarín Tuong le ocurrió una extraña aventura. Se suicidó, tomándose


un veneno. Le hallaron sobre la cama, ataviado con el vestido vietnamita de los
antiguos notables, y con la corbata de comendador de la Legión de Honor alrededor
de su garganta.

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Sin embargo, pasaba por ser un «phong-luu»[19], habiendo llegado a ese grado de
desprendimiento, de prudencia y de equilibrio que únicamente los hombres muy bien
dotados pueden alcanzar en su ancianidad. Le gustaba acariciar las flores y
contemplar en un acuario tapizado de arena dorada, los peces de largas aletas azules y
púrpura, que trazaban curvas maravillosas. Tuong no dormía por las noches, y en su
jardín, casi siempre a la misma hora, gustaba, igual que el emperador de China, de oír
el canto del ruiseñor.
Curioso y parlanchín como una vieja, liberado de todas las convenciones, sabía
que su vida había sido un éxito, ya que terminaba saboreada, honrada, iluminada por
esta luminosidad dulce, rica en matices, que es la de los desencantados sonrientes,
más grandes que los dioses, los santos y los héroes.
La noche se mostró extraordinariamente tranquila, y el ruiseñor de Su Excelencia
Tran Van Tuong cantó, según su costumbre.

Durante el curso del día, por dos o tres veces, Jerome vio aparecer y desaparecer
la cabeza de Nguyen, como en un teatro de marionetas el ejecutante deja entrever su
semblante tras un decorado mal ajustado.

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7
4 de Octubre

Los conductores de ciclos a pedal son los que más de cerca siguen la
actualidad. Como carecen de clientes, pueden desplazarse con suma facilidad,
hallándose siempre en los parajes donde tienen lugar los acontecimientos más
significativos: el traspaso de poderes en la alcaldía; la salida de los camiones
«Molotova» del hospital Lanessan; la toma de posesión de los policías del
nuevo régimen en la comisaría central, frente a la laguna.
No hablan, limitándose a mirar, sentados en el asiento del cliente que no
han hallado; forman como el coro de esta tragedia, un coro silencioso, atento,
que rueda sobre neumáticos usados; un coro discreto que no deja transparentar
su angustia.
A la noche, toque de queda.
Por las ventanas, con los portillos cerrados, no se filtra el menor rayo de
luz. Taconeo de botas claveteadas sobre el asfalto: es una patrulla que pasa.
Hanoi empieza a morir esta noche.

A las diez de la mañana, frente a la Casa de Francia, sede de la misión Sainteny,


un ladrón trató de apoderarse de una bicicleta atada a la trasera de un coche,
propiedad de unos refugiados que se dirigían a Haifong.
El ladrón se llamaba Quoc, y era un pobre diablo que vivía de pequeñas raterías,
demasiado mal alimentado para poder trabajar como cooli. Quoc, desde hacía mucho
tiempo, soñaba con convertirse en conductor de ciclos y pedalear, muy erguido sobre
el sillín, haciendo sonar el timbre. Para engañar al hambre, se imaginaba el ciclo que
poseería: pintado de azul, con ribetes amarillos; el azul es un color que da suerte, y el
amarillo recuerda el oro. Estaría guarnecido de tela blanca y, para protegerle del sol,
Quoc desplegaría sobre la cabeza del cliente un toldo, también de color dorado.
Quoc frecuentaba la compañía de los coolies y sabía qué clase de resorte es
preciso emplear para que el asiento del cliente goce de una buena suspensión. Era
Tinh el que fabricaba los mejores resortes. Tinh decía:
—Un rickshaw debe ser como un buque, debe deslizarse sobre el suelo,
inclinándose ligeramente a derecha ya izquierda, para que se note lo ingrávido que es.
Así el cliente está satisfecho y da dos o tres piastras de propina.
Quoc encargaría el asiento a casa de Tinh. Así lo había decidido después de haber
visitado a los demás fabricantes.
En la mañana de aquel 4 de octubre, Quoc, siempre atento a todo, pasó por
delante de un convoy que se llevaba a los últimos refugiados a Haifong. Aplanados
por el calor, y encajonados como pescado salado unos sobre otros en los camiones y
los coches chinos, estaban todos casi dormidos.

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Uno de los autos, más destartalado, sin cubierta, con la carrocería oscilante
colocada de través, mostraba el techo completamente cargado de los más diversos
utensilios: cajas, sombrereras, cestas con aves, muebles, mesas y otros objetos, que
doblaban su altura normal.
En la parte de atrás, y mal atada con cuerdas, pendía una bicicleta casi nueva,
pintada de oro y azul.
Quoc se pasó; sabía de sobras que iba a robarla, pero trató de engañarse a sí
mismo, diciéndose:
«Cuando el coche arranque, la bicicleta se desprenderá, y al caer al suelo, el
camión siguiente la aplastará. Sea como sea, su propietario la habrá perdido. Tinh me
venderá el asiento a crédito; yo se lo abonaré poco a poco, cada día. Con el vietminh
no habrá tanto negocio como en tiempo de los franceses, pero cuando menos ganaré
de cincuenta a sesenta piastras diarias. Y a Tinh podré darle veinte».
Quoc se acercó a la trasera del coche. En el interior no se movía nadie. Tocó la
bicicleta.
«Claro está que habrá que adaptarle un freno más potente que no vaya fijado al
manillar, sino sobre el cuadro».
Quoc no se había dado cuenta de tres hombres que se interesaban por él. Uno
estaba agazapado contra un muro y fumaba, y los otros dos conversaban entre sí.
Tenían rostros escuálidos y sus harapos dejaban ver unos músculos sólidos.
Quoc sacó del bolsillo un pequeño cuchillo, y de un gesto seguro, cortó las
cuerdas que sostenían la bicicleta, recibiéndola en sus brazos para que no se aplastase
contra el suelo.
Luego se dispuso a pedalear. Pero en el interior del coche se había despertado una
mujer, que estaba ya chillando. Lleno de temor, y casi sin saber montar, Quoc,
después de trazar en la calzada algunos vacilantes arabescos, fue a caer contra una
acera. Los tres hombres ya se habían precipitado a su encuentro, dándole patadas y
puñetazos al verle en tierra. Quoc se retorcía, tratando de protegerse el vientre.
Los refugiados descendieron del coche, y la muchedumbre empezó a agruparse
alrededor de los tres hombres y el ladrón.
—¡Hay que llamar a la policía! —gritó una mujer.
—Ahora es el pueblo la policía —replicó uno de los tres hombres.
Y continuó pegándole a Quoc, que se doblaba sobre el suelo, como un gusano.
La multitud cada vez se iba espesando más, como un pantano negruzco agitado
por el flujo y el reflujo. Uno de los tres hombres levantó a Quoc, le pegó en la boca y
se lo llevó.
—¿A dónde lo llevas? —se interesó la mujer.
—Esta tarde será juzgado por el pueblo. Ya podéis volver a subir al coche, y
marchaos hacia el Sur, a Haifong, donde existe la justicia de los ricos y de vuestros
gruesos mandarines.
Varios refugiados descendieron de los camiones con sus equipajes y se quedaron.

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Quoc tuvo derecho a la «indulgencia del pueblo». Se le condenó a la reeducación,
y dos días después estaba en la carretera de Son-Tay, condenado a transportar tierra
para rellenar los baches y agujeros causados por las minas.
Para castigarle por su mala voluntad y su falta de celo en el trabajo, se le
suprimieron sus raciones de arroz. Soñando con un ciclo a pedal con ribetes dorados,
Quoc casi había hallado la muerte.
Pero Nguyen había dado un ejemplo.

El capitán De Barbasso de Pointeville elevó sus gordezuelas manos al cielo,


meneó la cabeza y suspiró.
—¡Querido, no puedo más! ¡Qué día! El perro del general Dharjalkar tenía fiebre
y…
El capitán era barón del Imperio, tenía algo de barriga, papadas y unos modales
afeminados que le hacían semejar una gorda mujerzuela. Con un servilismo de
cortesano nato, cumplía las funciones de oficial de enlace en la Comisión
Internacional.
—¿Y qué puede importarnos a nosotros que este bastardo de perro del bastardo
indio tenga fiebre? —preguntó Rovignon.
—¡Más bajo, querido, más bajo! Es muy importante. El general siente un gran
afecto por su perrito. Si se pone enfermo, su humor se pondrá fosco en un momento
en que los franceses tenemos mucha necesidad de la neutralidad bienhechora de los
indios. Los polacos están contra nosotros, los canadienses más bien nos son
favorables; de aquí la gran importancia del perro del general Dharjalkar.
—¿Y qué es lo que ha hecho usted por ese chucho?
—¿Chucho?
—Sí, perro.
—¡Ah! He buscado un veterinario. No había forma de hallar ninguno. Todos se
han marchado. He ido a ver al profesor Menard; estaba a punto de poner inyecciones
a unos refugiados. Ya sabe usted lo grosero que es; también dicen que simpatiza con
el Vietminh. Se ha negado a visitar al perro, y me ha mandado a paseo, diciéndome:
«Si ese animalucho tiene pulgas por la fiebre, dadle aceite de ricino».
Se interrumpió para acariciar al can, y exclamó:
—¡Pobre animalito! ¡Si hubiera usted visto cómo sufría! Y el general, con sus
grandes bigotes, lo contemplaba sentado en un sillón. No quería abandonarlo, ni
marcharse a la Cámara de Comercio. He dado tres veces la vuelta a la ciudad. Al fin,
por casualidad, me tropiezo con un veterinario del ejército, que ha vuelto a Hanoi
para buscar no sé qué joven, a la que le había hecho no sé qué niño. Era el niño el que
le interesaba, y no la joven. Le meto en mi coche, arrancamos hacia el hotel, mi
chófer aplasta otro perro, subimos a la habitación, y el general estaba llorando. El
veterinario examina al chucho, digo al perro, y declara: «Es una pulmonía. Penicilina
al momento; un millón de unidades en tres inyecciones». Volvió a ponerse el kepis y

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se marchó a seguir buscando su vástago, olvidándose de decirme dónde podría hallar
la penicilina prescrita. En el Instituto Pasteur me la han negado, y en el hospital
Lanessan me gritan: «¡No hay bastante para las personas!». Les he dicho que el perro
pertenecía al general, pero no he logrado nada. ¡Salvajes! He tenido que poner en
movimiento a la Cruz Roja Internacional para obtener mi penicilina. Por lo menos,
los suizos me han comprendido. He hecho que le inyectasen al perro, y el general está
ya mucho mejor. ¡Uf!
—¿Está abierto el Instituto Pasteur? ¿Ha sido firmado el acuerdo? —preguntó
Jerome.
El capitán volvió sus manos, con las palmas hacia afuera.
—¡Ah, no lo sé! Creo que lo están tratando. No he tenido tiempo de enterarme.
Los miembros de la Comisión Internacional de Control descendieron en aquel
momento al hall del «hotel Splendid» para tomar el té. Los polacos formaban un
bloque sin fisuras. Se desplazaban, comían, bebían, y dormían siempre en grupo,
rehusando mantener relaciones con el mundo exterior. Se vigilaban estrechamente
unos a otros, y cuando se paseaban por las calles de Hanoi parecían rechazar también
el calor, el sol, las aguas verdes del lago y la joven cuyo vestido agitaba el viento.
Parecían llevar consigo su prisión, ser prisioneros de sí mismos.
Los indios deseaban conocer cuantas más cosas posibles y participar de los
placeres prohibidos de Hanoi «by night». Solamente quedaba abierto un «dancing»,
el «Ritz», donde tres o cuatro muchachitas bailaban con fastidio antes de marcharse a
Haifong; la luz malva daba a sus semblantes aspecto de leprosas. Los indios se
apresuraron a entrar, agrupados en varias mesas, pero no se atrevieron a invitar a las
vietnamitas. Lo arrogante de su actitud que no era más que profesional les infundía
miedo, y trataron de disimularlo ensayando el aplomo británico.
Los canadienses no se sentían muy a gusto en aquel horno. Aquellos buenos
ciudadanos coloradotes de Vancuver o Montreal, padecían por el calor y no sabían
nada de Asia. Habrían querido frecuentar a los franceses, pero temían que se
sospechara de su neutralismo. Pertenecían al clan de los vencidos, sin ser asiáticos
como los indios, ni comunistas como los polacos.
Los camiones «Molotova», con la bandera roja de la estrella amarilla, se dirigían
a la alcaldía. Allí se pararon, descendieron los soldados vietminhs y, en compañía de
algunos funcionarios franceses, dieron comienzo a la inspección de todas las salas,
haciendo inventario del material que todavía quedaba en las dependencias.
Los empleados que se habían quedado en sus puestos mostraban gran celo,
escribiendo a máquina con frenesí o compulsando los diversos registros del estado
civil que no habían sido trasladados. Echaban ojeadas furtivas, por encima del
hombro, a sus nuevos amos, pero éstos fingían no reparar en ellos y, balanceando sus
carteras de cuero barato, recorrían las desiertas estancias.
Los franceses, cuando transfirieron la administración al Gobierno vietnamita, les
entregaron también todo el material. Al marcharse de Hanoi, en su pleno derecho, los

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funcionarios de Bao Dai se lo habían llevado. Pero según las cláusulas del armisticio,
no debía ser retirado nada de los servicios públicos.
Sobre el despacho del general Phang, se amontonaban las listas. No quedaba nada
de Radio Hanoi, más del ochenta por ciento del material de Correos se lo habían
llevado, lo mismo que un cuarenta por ciento de Trabajos Públicos; asimismo, la
mitad de la biblioteca y de los aparatos del laboratorio de la Universidad estaban ya
en ruta hacia Saigón…
La entrevista del jefe vietminh y el general francés jefe de la misión de enlace
había «demostrado la buena fe de ambas partes», según el comunicado; el
representante de Francia accedió a indemnizar a la República democrática del
Vietnam.
La «cena de muerte» de Lien no tuvo un gran éxito.
Mamá Lien se había enterado del suicidio de S. E. Tuong al día siguiente por la
mañana, por una de sus antiguas sirvientas. Esta había ido a visitarla, esperando
hallarla ya muerta, o al menos agonizando, lo que le habría permitido apoderarse de
algunos objetos.
Decepcionada, le dio la noticia.
Tuong iba a veces a casa de Mamá Lien; fumaba con moderación —todo lo hacía
con moderación— y únicamente opio de primera calidad. Decía: «Lien, eres
excesivamente ávida; ya has pasado de la edad de la avidez. Fumas demasiado, y no
sabes gozar de la vida. Cuéntame las últimas habladurías de la ciudad».
Después, se marchaba con sus pasos menuditos, apoyándose en su bastón,
balanceándose suavemente, como una anciana medio tullida.
Tuong, según le contó la sirvienta, había ofrecido, la víspera de su muerte, una
cena a todos sus viejos amigos. Aunque el avituallamiento resultaba algo difícil, la
cena había sido excelente.
Yi, el chino propietario del «Dragón Azul» era quien se encargó de la cocina, y
sus hijos habían servido la mesa.
Lien había decidido que dejaría de vivir la primera noche del toque de queda.
Siempre había admirado a Tuong por la elegancia de sus modales, aunque le
detestaba por su serenidad y clarividencia; así, pues, quería dar una cena lo mismo
que él.
Habría deseado ver a su alrededor a todos a los que apreciaba por su inteligencia,
su posición, su riqueza, su cinismo, su gusto por el mal cuando sabían conservar en la
maldad cierta elegancia, o también por su bondad, como Jerome. Pero en Hanoi ya no
quedaban las «personalidades» que solían frecuentar su casa: altos funcionarios
franceses y vietnamitas, generales y ricos comerciantes. Incluso Bernot, el hombre
más ligado a esta ciudad por todas las intrigas que supo amañar y todos los secretos
que acertó a descubrir, se había visto obligado a marcharse a Haifong. Lien no tenía a
su lado más que a Kieu, este pajarillo sin sesos, y Jerome que, tal vez, podría llevar
algunos invitados.

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Cuando, algo más tarde, Kieu entró en el dormitorio de Lien, la halló levantada, y
apoyada en el respaldo de una butaca de madera negra incrustada de nácar.
—¿Ves cómo estás mejor, Mamá Lien? Podrás venir a Haifong.
—No seas estúpida. ¿Conoces a Yi, el chino que tiene el restaurante «Dragón
Azul»?
—Se va mañana.
—Dile que venga a verme, y que se ganará mucho dinero.
—Yi no me creerá.
Lien pasaba por ser muy avara, y aún lo era más de lo que se decía.
—Le pagaré por anticipado.
Yi, pequeño, con una prominente barriga, se presentó muy poco después,
haciendo mil zalemas, y mirando los muebles, como si fuese a comprarlos. Mamá
Lien le preguntó:
—¿Puedes prepararme una cena, una buena cena para esta noche? Pídeme el
dinero que sea necesario.
—Todo está muy caro ahora, madame. No hay nada… salvo conservas… y yo me
voy mañana.
Lien se lanzó a un sórdico regateo, para conservar un poco del dinero que ya no le
hacía falta.
Yi salió tres o cuatro veces, indignado. Pero volvió.
Por fin, fue fijado el menú, y Yi prometió venir a preparar los platos a domicilio.
Como ya no podría marcharse, a causa de la queda, debería quedarse a dormir. Su
esposa y sus hijos ya se habían marchado. Estaría solo y esperaba, confusamente, que
pasando una noche en casa de la gran alcahueta vería cosas extrañas, asistiría a
depravaciones que ni siquiera imaginaba. Tal vez sería protagonista de ellas…
Los únicos invitados a la cena, aparte de Kieu, fueron Jerome, Rovignon,
Calamar y Julien. Les habían dado salvoconductos, pudiendo circular de noche.
El mismo Yi servía a la mesa.
Como Lien se había mostrado bastante tacaña, la cena resultó mediocre. Ni
siquiera hubo vino, sino té y cerveza de fabricación local. Lien, ahora, hallaba
estúpida la idea de la cena. No se hallaba a gusto en su sillón, y no pensaba más que
en el momento en que, por fin, podría marcharse a la cama y fumar pipa tras pipa,
hasta que llegara la muerte.
No hallaba ningún placer en las sátiras de Calamar, en los monólogos de Jerome,
en la actitud del gordo Rovignon que no apartaba los ojos de Kieu, ni en Julien quien,
asombrado, contemplaba aquellos manejos.
Hasta el mismo Jerome le pareció que estaba lejos de ella, con aquella manera
que tenía de sostener su bastón como un viejo mandarín de la Corte de Pekín. Cuando
llegó la noche, trajo consigo un poco más de fastidio. Yi, que espiaba tras una puerta,
al ver que no ocurría nada desusado, se marchó a dormir. Lamentaba haber trabajado
tanto por tan poco dinero.

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Mamá Lien volvió a instalarse en su lecho y empezó a fumar. Entonces la estancia
aquella dejó de estar vacía, y los seres que la rodeaban de ser indiferentes. Despertaba
a una nueva vida más rica, más coloreada, en que cada sonido y cada gesto tenían una
nueva y más fuerte resonancia.
Jerome, Kieu, Calamar, Rovignon y Julien, en vez de ser los embarazados
espectadores de un drama mediocre, se hallaban en un escenario de suntuosos
decorados. Cada uno no era ya el responsable de su propio destino, sino el encargado
de interpretar algunos de los grandes papeles de la vida de lo hombre, esas
abstracciones que se llaman el amor, el honor, la maldad.
Lien le había enseñado a Kieu a tocar todos los instrumentos de la música
vietnamita: la cítara de dieciséis cuerdas, el violón que no tiene más que dos, el
«cam», lira de siete cuerdas, y el «sat», que posee veinticinco.
Había querido resucitar en el Vietnam la raza de las cortesanas de gran categoría,
aquellas hermosas mujeres que conocían la poesía, la danza, los buenos modales, que
estaban al corriente de la política, y sabían, a la vez, procurar el placer del hombre,
excitar su inteligencia, y proporcionarle descanso.
Pero las jóvenes que educaba, al cabo de algunas semanas o meses, la
abandonaban, tras haber hallado un marido o un protector. Kieu, que era la única que
se había quedado más tiempo con ella, no supo aprender buenos modales, ni jamás
comprendió nada de las sutilezas políticas, pero había revelado estar bien dotada para
la música.
—Kieu —le rogó Lien—, descuelga la cítara y canta la antigua balada del «Río
Claro».
—¿Le gustará esto? —Kieu se había dirigido a Rovignon.
Había decidido poner a Julien en su debido lugar, ya que le exasperaba por su
suficiencia de amante titular, ansiando darle una lección.
—Ya lo creo que sí —respondió el periodista, a la vez sorprendido y encantado.
—Le traduciré la letra después.
Sentada sobre sus talones, Kieu pasó la mano por las cuerdas y, como prestaba
atento oído a los sones que nacían bajo sus uñas, daba la impresión de estar
componiendo ella misma la balada.
Era un artificio que le había enseñado Mamá Lien.
El canto era melancólico; expresaba una dulce queja que nacía de la sombra, ya
que la estancia no estaba alumbrada más que por la lámpara de aceite.

«El río Claro se repliega nueve veces sobre sí mismo.


Sus aguas son límpidas y tan profundas
que no puede verse el fondo.
En sus orillas los pájaros cantan
di-u di, di-u di.
Una joven de ojos de jade,

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rostro de marfil,
apoyada en el muro del pabellón,
busca en su corazón recuerdos amorosos.
Contempla la luna brillante y dulce;
el ruido de los tambores y las canciones
llega hasta ella y la entristece.
Por mí ella está de pie, fuera de la casa,
cerca del portal de bambú.
Hace mucho tiempo que nos amamos…».

Kieu interrumpió un instante la canción para sollozar, sin ser ello un artificio.
Mamá Lien le acarició la cabecita. Se acordaba vagamente de haber amado, sin
que hubiera resultado nada agradable.
Pero, de repente, se oyó otro canto, entonado a pleno pulmón por unas voces
juveniles. Era el himno guerrero del «Río Rojo», acompañado por seco batir de
palmas.
En la mansión vecina se había instalado la sede de la Asociación de los Pioneros.
Los canbos los preparaban para el gran desfile del 10 de octubre.
Las jóvenes voces deshicieron el sortilegio que había hecho nacer la canción de
Kieu, y los sordos golpes del tambor apagaron las notas suaves y melancólicas de la
cítara.
Durante más de una hora, los pioneros chillaron a toda voz. Había sido idea de
Phang instalarles tan cerca de la casa de Lien. Esperaba echarla de allí más pronto;
ahumar así a la vieja zorra.
Los periodistas se retiraron. Querían hacer una ronda por la desierta ciudad, y al
estrechar la mano de Lien, le dijeron:
—Hasta mañana.
Ella contestó:
—Hasta mañana.
Jerome, a solas con ella, le besó la mano y repitió una vez más:
—Hasta mañana, Lien.
Lien replicó, apurada:
—Claro que sí, hasta mañana.
Kieu y Julien descendieron al jardín, discutiendo a media voz. Luego, el joven se
reunió con sus camaradas. Los pioneros cesaron, por fin, de cantar, y Lien se halló de
nuevo sola, encerrada en su frágil universo, aquella habitación con el lecho endosado,
la gran galería que daba al jardín, y la noche azul. Su vida era la llamita dorada de la
lámpara de aceite.
Una vez más aspiró el humo tibio y tranquilizador del opio. Ya no sentía su
hinchado cuerpo, sino únicamente la llama que aún ardía en su cerebro.
Entonces, volvieron a ella todos los temores de su infancia, un fardo de pequeñas

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creencias, de ridículas supersticiones. No tendría derecho al entierro solemne que
confiere un rango social en el universo de los muertos. ¿Quién le pondría en la boca
un puñado de arroz y tres monedas, quién un tazón de arroz y un huevo hervido en el
féretro? Su sobrino Phang, no se pondría un saco viejo, ni se encorvaría sobre un
bastón para seguir su cortejo tras la inscripción rodeada de linternas que llevaría su
nombre en el ataúd:
«Lien Van Bich, cincuenta y tres años».
Ningún geomántico elegiría la orientación de su tumba, ni habría sobre el altar de
los antepasados el ladrillo en el que su alma iría a habitar, al que se honraría cinco
veces al año. Empezó a temblar de miedo, ya que había perdido su escepticismo y la
indiferencia que da el opio. Lien hubiera querido llamar a su cabecera a Jerome o a
Kieu. Pero Kieu debía estar ya dormida como una marmota, y Jerome velaba a otro
agonizante: ¡Hanoi!
Una tras otra, fumó cuatro pipas y la paz renació lentamente, esa paz que no es
más que indiferencia. Ahora le complacía convertirse en una de esas almas errantes
que, de noche, van a inquietar a los humanos ya susurrarles maldiciones al oído.
Incluso era posible que no hubiera nada de todo esto, que no existiera nada, que la
muerte no fuera más que el final de un sueño absurdo y desordenado, que al otro lado
de la vida se encontrara el orden.
De nuevo le invadieron las aguas turbias y brillantes y, esta vez, se dejó anegar
lentamente.
Lien tendió la mano hacia el veneno pero ya no era necesario. La espesa noche se
aclaró con una gran luz, mientras su cabeza caía sobre el almohadón de arena, y su
pipa, con siete piedras preciosas, que dan la felicidad a los fumadores, se le escapaba
de las manos para caer sobre la llamita de la lámpara de aceite, extinguiéndola.
No hubo ya más que la noche espesa y, en el silencio, el canto de todos los grillos
del jardín.

Todos los almacenes y tiendas habían encendido sus luces según mandato (¿de los
vietminhs o de los franceses?), pero las puertas y los escaparates estaban cerrados, y
las calles vacías. Estas luces alrededor del cadáver de Hanoi permitían que las
patrullas vieran mejor a los transeúntes, si es que había alguno.
Los periodistas, arracimados en dos jeeps, recorrían la ciudad, contemplando sus
últimos estremecimientos con una curiosidad cínica y enternecida, a la par. Los más
viejos recordaban las ciudades que habían visto morir, pero los jóvenes sentían ganas
de vomitar. Gendarmes con casco y metralleta en la mano, les detenían a cada cien
metros.
—Todo está tranquilo —murmuró Rovignon.
—Hanoi me recuerda un cuento —dijo Calamar—; el de una vieja princesa que
vivía sola en una cueva y no comía más que arenques, pero poniéndose todas sus
joyas. Brillaban a la luz de un gran candelabro de oro. Olvidaba añadir que las joyas

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de la princesa eran todas falsas, ya que las buenas estaban bajo llave; que el
candelabro era de cobre, y que la nobleza de la dama no era auténtica.
—¿Entonces, qué le quedaba?
—Nada, solamente la luz de las velas sobre las falsas joyas, o sea la luz de los
escaparates vacíos de Hanoi.
—Tengo sed —sollozó Rovignon—, y el coñac está en el otro jeep.
—Tengo hambre —agregó Julien—. En casa de la alcahueta no había nada bueno
de comer.
Eran ya las tres de la madrugada cuando regresaron al club de Prensa, sin haber
tropezado con ninguna patrulla vietminh.

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8
5 de Octubre

«No iremos más al bosque,


los árboles están agostados…»,

… cantan las niñas de la Institución Santa María, mientras sus largas trenzas se
retuercen como serpientes. Nada ha cambiado; las Hermanas francesas y vietnamitas
son las mismas, con sus manos hundidas en sus amplias mangas; en su nicho, la
imagen azul de la santa Virgen sigue desconchándose.
«Ese morenito ganó un premio de filosofía…», dice un viejo profesor del instituto
«Albert Sarraut», bebiendo su café con leche, a un joven colega, que acaba de llegar.
Se refiere a un alumno que hace mucho tiempo tuvo en su clase, un tal Nguyen Van
Giap, actualmente jefe del Ejército popular del Vietnam. Leía a Maurras a
escondidas.
Al día siguiente por la mañana, el profesor escribiría en la pizarra, con su bella
escritura de la que tan orgulloso está:
«Hanoi, 6 de octubre-Clase de francés».
Un pequeño negrito de cabellos cortos le mirará fijamente con sus ojitos
brillantes.
El Círculo Deportivo anuncia:
«El Círculo estará abierto todo el tiempo que pueda».
No hay nadie junto a la piscina, y la amarilla luna disloca sus reflejos sobre las
aguas sombrías, turbadas sólo por la ligera brisa.
La segunda noche de la agonía de Hanoi fue particularmente tranquila; no ocurrió
nada.
Kieu, al levantarse, fue a ver a Mamá Lien y la halló muerta. Al ver que la
anciana se había burlado de ella a su modo, la injurió. Luego sintió lástima y lloró por
su propio apuro.
Lien la había abandonado, dejándola sola en su nueva vida, sola en la otra ciudad
a la que debía ir a vivir. La difunta, con sus grandes ojos abiertos, parecía contemplar
los dragones verdes y dorados que se retorcían en el dosel. El olor del opio en frío era
insufrible. Kieu encendió unos pebetes de incienso, y luego cerró los ojos de la
muerta.
De pronto, detestó a Hanoi. A su alrededor bullían los familiares ruidos de la
ciudad; el grito de un vendedor de pasteles, los gemidos de un niño perseguido por su
madre… La mansión de los pioneros volvía a animarse.
Agazapada en el suelo, con las manos sobre las orejas, no quería oír nada. Hanoi
había muerto con Lien; era otra ciudad la que despertaba.
Kieu salió corriendo a través del jardín tapándose aún los oídos.

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Delante de la estación había varios ciclos a pedal, pero siguió corriendo hasta el
club de Prensa.
Allí sólo estaba Rovignon, sentado en bañador ante su máquina de escribir,
redactando un artículo. La carrera había puesto unas lindas manchitas rosadas sobre
los dorados pómulos de la mestiza.
—Me marcho enseguida —anunció—. Mamá Lien ha muerto. Lléveme a
Haifong. Deprisa.
Rovignon se había levantado, derribando la silla.
—¡Hay que enterrar a Lien! —Luego preguntó—: ¿y el equipaje?
—Jerome se ocupará de ella. Yo no me llevo nada. Deprisa; si no, se lo pediré a
otro.
—¿El salvoconducto?
—Ya lo tengo. Esta noche tenía que irme en un coche de enlace del Estado
Mayor, pero no quiero esperar más.
—Voy a pedir un jeep, gasolina y un chófer.
—Sí, pero de prisa.
Rovignon se puso unos «shorts», una camisa, y subió a la habitación de Jerome.
Rápidamente le puso al corriente de todo; Jerome no hizo el menor comentario.
En el salón, Kieu había cerrado los ojos, sin dejar de taparse las orejas.
Una hora después, el jeep avanzaba por la carretera de Haifong. En Gian Lam ya
colgaban banderas rojas de las ventanas; algo más lejos, un auto se había precipitado
sobre otro, empotrándose en él; había muertos y sangre. Delegaciones de mujeres
vestidas de negro trataban de obstaculizar la carretera, impidiendo a los últimos
soldados vietnamitas que llegaran a Haifong. Pero el jeep llegó sin novedad a la
ciudad portuaria. Kieu se sentía cada vez más atemorizada. Se dirigió al Estado
Mayor. El ayudante de campo le dijo que no podía ver al general por hallarse muy
ocupado, y la condujo a la habitación que le habían reservado.
Por la vidriera se descubría el puerto, un amontonamiento de mástiles, de
chimeneas y de velas de juncos. En la habitación, dos ventiladores de largas aspas
agitaban suavemente el aire.
Kieu se tumbó en la cama y solamente entonces empezó a sollozar. Grandes
espasmos sacudían su débil cuerpo; las lágrimas le corrían por las mejillas, salando
sus labios y mojando la almohada. Llamaron a la puerta, entró el ayudante de campo
y ella vio en su mano un billete de avión.

Tristán llegó a Hanoi al atardecer. Su burro de carga, Corbin, había ido a esperarle
al aeropuerto, muy respetuoso, pero con el corazón roído por el odio.
Tristán, elegante y desenvuelto, le anunció:
—Vengo a ver cómo se quema Roma. ¿Qué ocurre?
—Nada.
Tristán, con ambas manos en los bolsillos, se inclinó hacia su subordinado, un

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gnomo de grandes anteojos.
—Esto no se comprende. Corbin tradujo para sí:
«Esto es inadmisible; usted ha llevado su negligencia hasta el colmo de no
prender fuego a Hanoi por sus cuatro costados, sabiendo que iba a venir».
—Me acompañará en mí visita a la ciudad —añadió Tristán—. Usted dirige aquí
mis servicios de información, por lo que debe estar al corriente de todo, y espero me
lo comunique. Reúna a los periodistas para las seis de esta tarde.
Corbin elevó sus cortos brazos al cielo.
—¡Si están en el club de Prensa, en el «Metropol», en todas partes! Están muy
ocupados y no acudirán.
—¡Pobres títeres, amontonados como moscas en su avidez de actualidad!
Tristán les mentía espantosamente a los periodistas; los acariciaba, los repudiaba,
ya huidizo, ya seductor, pero los necesitaba como una coqueta necesita su corte de
aduladores.
Tristán había nacido mujer, no por el sexo, sino por sus maneras y su espíritu, y se
creía Alcibíades. Le hacía escenas al general en jefe, le escribía sus discursos, fumaba
un poco de opio, tenía amantes, iba a los prostíbulos, cazaba elefantes y tigres,
defendía ferozmente sus privilegios, y dejaba creer que era él quien dirigía los
destinos de Indochina.
Influía en ellos, pero de un modo deplorable, puesto que Tristán no veía lo que
brillaba y se movía ante sus ojos. Incapaz, por pereza, de llevar a cabo un gran
proyecto, lo que le hubiera excitado como a una mujer tener un bebé, se entregaba,
con desdén de hombre superior y supercivilizado, a un pequeño juego de intrigas
esmaltado de bribonadas que le impedían aburrirse.
A Tristán le asustaban la soledad, los hombres serios y las mujeres apasionadas.
—¿Pero nada —le preguntó a Corbin—, absolutamente nada? Tengo que
entregarle un informe al alto comisario cuando regrese a Saigón.
Corbin hurgó desesperadamente en su memoria sin hallar más que esta anécdota
que un oficial le había contado una hora antes:
—En Nam Dinh, hace varios días, dos desgraciados trataron de forzar las puertas
de las casas abandonadas por sus moradores. Fueron apresados, y fusilados
inmediatamente delante de la misma casa en que les cogieron.
—¿Es exacta esa información?
—Creo que sí, pero carece de todo interés.
—Mi querido Corbin, temo que toda su vida no será otra cosa que un subalterno.
Le falta el espíritu de síntesis. ¿Este hecho no tiene a sus ojos ningún significado?
¡Vamos, Corbin, reflexione! Las casas que querían asaltar estos bribones pertenecían
a unos franceses, y el Vietminh, para tranquilizarnos, les ha castigado con la muerte.
El Vietminh tiene necesidad de la presencia francesa.
—Sería preciso averiguar si las casas pertenecían a personas francesas.
—Es de suponer.

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Tristán reflexionaba. Según el ambiente que reinara en Saigón podría darle a esta
noticia uno u otro sentido: que los vietminhs buscaban un acercamiento con los
franceses, o bien que intentaban instaurar un régimen de terror en el Norte. En tal
caso, las casas no pertenecerían a franceses, y los ladrones no serían más que unos
refugiados que huían con sus muebles.
El alto comisario estaba en contra de la misión Sainteny, y no lo disimulaba, pero
Sainteny contaba con el apoyo de Francia, es decir, entre otras varias personalidades,
con la del presidente del Consejo de Ministros.
Tristán, para su pequeño círculo de amistades, se había marchado a Hanoi a hacer
acopio de sensaciones raras. Así, apremió a su subordinado:
—Vamos a visitar lo que le parezca más interesante.
—Las pagodas.
—¿Es en las pagodas donde se ve morir a Hanoi?
—Como vivo siempre en esta ciudad, y los cambios son insensibles, no reparo en
ellos.
—¿Qué ha sido de Mamá Lien?
—Ha muerto esta noche. Se le ha parado el corazón; fumaba demasiado opio.
—Querido, yo la conocía muy bien; se ha suicidado. Lien ha muerto con Hanoi.
Mala suerte; Bernot habría podido prepararnos una velada en su casa.
—Bernot está ya en Haifong. Los policías vietminhs se han instalado ya en la
Prefectura. Mañana, los soldados de la división 308 entrarán en Ha Dong y Dong
Hanh, los arrabales de Hanoi.
—Vamos a visitar esas pagodas, la laguna y la calle Paul Bert, ya que no hay otra
cosa.
Se aburrieron en la Pagoda de los Cuervos, donde algunos ancianos se calentaban
al sol. Un niño echaba arena al estanque. En el templo de las Dos Mujeres, un rayo de
sol jugueteaba con las astas rojas ante el altar. Una joven ataviada de blanco pasó por
allí, pero la luz no iluminó más que sus ropas, y no pudieron verle el rostro.
El hermoso Tristán, de corazón vacío, que coleccionaba sensaciones, se dirigió a
la calle del Velo, al templo del Caballo Blanco. A su alrededor, la multitud se agitaba
suavemente, agolpándose ante los escaparates. En la pagoda dedicada al Genio de la
Guerra, había un gran silencio. El oro de los Budas relucía débilmente.
—Vamos a ver a los vietminhs —exclamó de repente Tristán—. Tal vez veremos
algo nuevo.
—¿Con qué pretexto? —objetó Corbin.
—La cuestión de la oficina francesa de Información todavía no está solucionada.
¿Depende del alto comisario o de la misión Sainteny? Vamos a discutir a este
respecto.
En el bulevar Gambetta se les hizo esperar.
Tristán vio en ello una intención y no se equivocaba.
El general Phang se excusó, sonriendo, y les rogó con el gesto que tomasen

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asiento, y después les hizo servir té.
Discutieron serenamente la cuestión de la oficina de Información, sin llegar a
entenderse. Tampoco les preocupaba mucho el asunto, ya que se habían reconocido
como dos bestias de la misma raza.
Arrinconado, Corbin se había empequeñecido, hundido en su sillón.
Eran aquellos seres que los hombres de Estado necesitan como favoritos; esa
clase de lebreles dispuestos a morder, incluso a sus amos; que no les siguen en el
éxito, y les abandonan en la desgracia.
Los dos hombres que ahora se enfrentaban querían el poder, aunque sin saber qué
hacer del mismo, ya que les importaban mucho más las satisfacciones exteriores que
aquél proporciona, que la enorme alegría que causa el ejercerlo.
Pero Phang se hallaba encerrado en los estrechos cuadros del Partido, sometido a
su disciplina, a sus ritos y a su empleo del tiempo. Tristán era más libre, no teniendo
como regla más que su fantasía de gran cortesano. Siempre disponible, conservaba,
no obstante, una prudencia que procedía de sus antepasados aldeanos, lo que le
protegía de muchos fallos.
Phang conocía el importante papel que había interpretado su interlocutor,
pareciéndole muy extraño que un ser tan parecido a él mismo hubiera resultado
vencido, siendo él su vencedor. Pero quizá, ni uno ni otro se sentirían nunca vencidos,
nunca tampoco vencedores.
Tristán había venido para «ver quemar Roma», y Phang habría querido entrar
como vencedor en un Hanoi incendiado.
Hundidos en sus asientos, se sintieron dispuestos a intercambiar confidencias, a
hablar de arte, de literatura, de mujeres, y, en fin, de política. Ya que para ellos la
política no estaba formada por la existencia de miles de seres, con su sudor y su
sangre, sino que era, simplemente, una serie de actitudes y de palabras, ligada
solamente a una estética personal.
Se separaron con harto sentimiento mutuo y sin haberse dicho nada de
importancia.
Ya en su coche, Tristán iba ya entretejiendo el relato que les haría a sus íntimos de
su entrevista con el jefe vietminh:
«Es una especie de ángel turbador, un ser educado, culto, aristocrático, muy
impregnado de nuestra cultura en lo que hay de más refinado, que acaba por
destruirla, y que sonríe antes de asfixiarnos…».
Phang, a continuación, recibió a Co, al que había hecho esperar. Co estaba
disgustado, lo que se veía por un tic nervioso junto a sus labios.
—Tengo dificultades con los canbos llegados del Ejército popular —dijo—, y los
adheridos a los grupos clandestinos. No se entienden. Hemos de declararnos por los
unos o por los otros.
—¿A quiénes eliges?
—Al Ejército. Este es la revolución. Los grupos clandestinos aman demasiado a

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su ciudad; temen que cambie mucho, y lleguen a sentirse extranjeros en ella.
Reclaman reformas moderadas, y estiman que ellos son los que deben ponerlas en
práctica. Están en deuda con los comerciantes que los han ocultado, y con los
burgueses que los han alimentado; tienen mujeres, hijos y prometidas.
—Debo transmitirlo al Partido, pero puedo adelantarte la decisión que tomará.
Hasta fin de octubre, ningún cambio; pero después, los miembros de los grupos
clandestinos serán enviados al seno de las divisiones regulares para reeducarles
política y militarmente. Así se les separará de su ciudad.
—¿Y en lo inmediato?
—Con igual graduación, los canbos que pertenezcan al Ejército popular ejercerán
el mando.
—¿No podrías alejar rápidamente a Danh?
—¿Es tu hermano menor?
—En Annam se necesitan cuadros políticos.
—¿Qué ha hecho?
—Se batió muy bien. El fue quien montó los sabotajes de aviones en Gia Lam,
durante Dien-Bien-Fu. Ahora, dice que ya ha acabado, que quiere volver a su casa,
reemprender sus estudios, y casarse con una joven a la que ama. Si se casa, el Partido
pierde, y en su zona, nadie aprueba la elección que ha hecho: la hija de un burgués
rico, burlona, traviesa, que afirma aburrirle Marx, cuando le hablan de él.
—Mañana quedará resuelto el asunto. ¿Y la población?
—La gente se agolpa al paso de nuestros camiones y nuestros soldados.
Permanecen en silencio. He dado orden a nuestros propagandistas de mezclarse a los
grupos y vitorear y aplaudir. Pocos resultados; los franceses se ríen.
—Aprovechad el toque de queda de esta noche para reunir a todos los comités de
los barrios. Dadles a entender cuán poco conveniente resulta su falta de celo.
Empezad a imponer sanciones. Mañana, seis de octubre, nuestras tropas entran en la
zona D, los barrios de Hanoi que se hallan en un radio de dieciséis kilómetros. ¿Estáis
preparados?
—Sí.
—Todos los periodistas, todos los fotógrafos y los cameramen estarán allí.
También asistirá la Prensa rusa y china, que entrará con nuestro ejército.
—He instalado en cada casa a uno de mis hombres. A una señal volearán las
banderas, y se instalarán los gallardetes. Es Hanoi lo que me inquieta.
Co se marchó, y Phang se situó delante del plano de Hanoi y sus arrabales.
Al día siguiente por la mañana, se trasladaría en visita de inspección a Ha Dong, y
si la organización de Co se mostraba defectuosa, lo remplazarían y lo enviarían a la
Región Alta.
Pensó unos instantes en Tristán, pero alejó de sí esa imagen placentera para
sumirse en los informes que atestaban su mesa de trabajo: Informe de la Comisión de
Transferencias, circulares del Comité Central, y en un papel cuadriculado, unas líneas

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escritas apresuradamente por Nguyen:

«Lien, tu tía ha muerto esta noche. Mañana: la entierran, siendo Jerome el


encargado de ello. He buscado en sus papeles. He descubierto un testamento
que te deja heredero de todos sus bienes, con la condición de hacerle un
entierro decente. He destruido el testamento. Trasladaremos a su casa el club
de los Pioneros. Asunto terminado».

Lien había muerto y él, Phang, ya no tenía ni un solo pariente, ni un pasado… ¡al
fin!

Chi, pequeño comerciante del mercado, recibió, justo antes del toque de queda, la
visita de dos canbos. Muy corteses, se instalaron a su lado. Chi les hizo servir té. Tras
grandes salutaciones, uno de ellos le preguntó:
—¿Estabas delante del comisariado central cuando entraron nuestros soldados?
—Eh…, sí.
—Te hemos visto. Entonces, hermano, ¿por qué los contemplabas tristemente,
con un cigarrillo en la boca, y los brazos cruzados? Son tus libertadores. ¿Por qué no
has querido testimoniarles tu afecto y tu reconocimiento?
—¡No me he atrevido!
—Esto puedo comprenderlo muy bien, pero cuando yo aplaudí, tú te encogiste de
hombros.
—Pero…
—Lo sé muy bien, hermano.
Los dos canbos se quedaron allí toda la noche, corteses, sonrientes, amistosos;
repitieron incansablemente las mismas frases.
Chi temblaba de miedo.
No le dejaron hasta la mañana siguiente.
Trieu, el hombre de Tuan-Van-Le, que creía en las fuerzas oscuras, fue trasladado
durante la noche al puesto de policía del barrio chino-vietnamita. Le quitaron las
esposas, le cambiaron el apósito y le dieron un poco de arroz y de té.
Les preguntó a sus guardianes:
—¿Por qué no me matáis?
Pero aquéllos menearon la cabeza sin responder y, al ver que seguía haciendo
preguntas, le pegaron sin odio, como hacen los médicos con el enfermo aquejado de
una crisis nerviosa, o de un ataque.
Lo mismo que la noche anterior, los periodistas, encajonados en dos jeeps, dieron
varias vueltas a la ciudad. Vieron sus tiendas cerradas, con las fachadas iluminadas,
fueron parados por unas patrullas de gendarmes, y tropezaron con barreras en todos
los cruces.
Jerome no estaba con ellos. Asomado a su ventana, respiraba la noche aromática

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de Hanoi; esta noche de la que no tardaría en ser arrancado, como ya lo habían sido
Tuan-Van-Le y Mamá Lien.

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9
6 de Octubre

Dividieron la ciudad en cuatro zonas, más o menos concéntricas: A, B, C,


D.
La zona D: algunos barrios, cabañas de madera o de argamasa, pero con
millares de hombres, mujeres y niños, fue entregada aquel día.
En la noche azul, y luego en el alba violeta, el Vietminh, deslizándose
sobre sus alpargatas de caucho, empezó a tender sus redes para paralizar cada
poblado, como si temiera un sobresalto.
¡Pero he aquí que corre la sangre! Son los millares de banderas rojas y
gallardetes que agitaban la brisa de la mañana.
En las aceras de Hanoi salen a la venta los primeros retratos de Ho-Chi-
Minh, Mao Tsé-Tung y Malenkov. Precio: entre quince y veinte piastras.
La policía militar patrulla por la ciudad, pero el gendarme Lespinasse
declara, con su inimitable acento, a los periodistas que le interrogan:
—Todavía no es el turno de guardia de ellos.
La tercera noche de agonía de Hanoi fue tan tranquila como las
precedentes.

Las 6:30 de la mañana; Ha Dong, barrio extremo de Hanoi. Las tropas francesas,
las spahís de fez rojo, se preparan a partir. Dos oficiales, apoyados sobre sus
bastones, contemplan un fuego que está agonizando. La lluvia y el viento rechazan el
humo hacia un arrozal hundido, persiguiéndole a lo largo de los pequeños diques.
Llega la orden de partida, transmitida de grupo en grupo. Los soldados, inmóviles
en sus impermeables, se animan y entran en los autoametralladoras, en los jeeps; los
motores roncan, y un espeso barro se forma bajo los neumáticos.
Como nacidos de la lluvia y el viento, aparecen los soldados de la división 308,
con sus cascos de palma. Avanzan a medida que lo asphis se retiran. Los franceses y
los vietminhs no se pierden de vista en ningún momento y, para impedir todo
contacto, los destacamentos de policía circulan entre ambos ejércitos.
Ha Dong está vacío. La población parece haber desaparecido completamente, ya
que no se abre ninguna puerta, ningún portillo, ninguna ventana, ningún escaparate, y
únicamente cuando las tropas francesas se han alejado ya, perdiéndose de vista, se
entreabren algunas puertas y unas cabezas se asoman tímidamente.
Los soldados del Ejército popular se alinean en largas filas, a una y otra parte de
la calle. Con la metralleta cruzada sobre el pecho, con ropas nuevas, como
extranjeros, llegan, no como libertadores, sino como nuevos ocupantes.
Los equipos de Co van de una casa a otra, portadores de banderas y estandartes;
unos voluntarios construyen un arco de triunfo.

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A las ocho, cuando el sol se decide a mostrarse por entre las desgarradas nubes,
aparecen en todos los balcones de las casas unas banderas rojas, en tanto que las
calles se adornan con banderitas.
A las nueve, todos los habitantes de Ha Dong se agolpan en las calzadas y,
sabiendo por fin a qué atenerse, fraternizan con sus nuevos amos. Las mujeres
aportan bebidas, frutas, pasteles a los soldados; las niñas, empujadas por sus madres,
que a menudo están vigiladas por un canbo, ofrecen flores a los soldados.
Los comerciantes chinos se muestran más circunspectos, y esperan las diez de la
mañana para distribuir algunas botellas de soda y enarbolar en sus tiendas, no la
bandera vietminh sino la bandera comunista china, también roja, pero con cinco
estrellitas amarillas en su parte superior izquierda.
Jerome, Rovignon, Calamar, con los aparatos fotográficos sobre el vientre,
sacando y guardando sus blocs de notas, dan la vuelta por Ha Dong, vigilados
discretamente por algunos canbos. Julien, soñador, intrigado, sigue a sus camaradas,
o hace el payaso pasando revista a la pata coja a las tropas comunistas. Los soldados
vietminhs se dejan fotografiar pero, de repente, uno de ellos, con un gesto brusco,
dirige su metralleta contra el estómago de Rovignon. Un canbo interviene al instante
y desvía el arma.
Calamar se ha procurado unas piastras de Ho-Chi-Minh, y para abonar la cerveza
que acaba de beber, las entrega ingenuamente al comerciante chino. Este vuelve la
cabeza para ver si alguien les observa, y reclama piastras Bao Dai. Pero el periodista
se niega a dárselas, y el chino le insulta en cantonés. Calamar le contesta en la misma
lengua, y le trata de «enemigo del pueblo, saboteador de la economía nacional». El
chino se aplaca; habría debido imaginárselo. Ya que este blanco está con los
vietminhs, es que también él es comunista. Seguramente que le hará detener.
Satisfecho de su maligna broma, Calamar se reúne con sus compañeros,
contoneando su cuerpo, e interpela a Rovignon:
—¡Vaya, gordinflón, si el vietminh te hubiera ejecutado qué buen artículo!
—¡Pues tú con tu bocaza, harías un buen papel!
—Le he enseñado a un comerciante chino las nuevas bases sobre las que se
apoyará el comercio demócrata popular. Me ha servido una cerveza y le he pagado
con papeluchos.
—¿Cuál es el cambio de la piastra Ho-Chi-Minh?
—Oficialmente, la piastra Bao Dai vale veinticinco piastras Ho-Chi-Minh. Al
pueblo parecen no gustarle estas últimas, pero sí a los canbos y a nuestro buen amigo
Phang. Esto ya lo vi en China.
A las once, se bailaba en Ha Dong. Se gritaba: «¡Muon Nam Ho-Chi-Minh!»,
mientras que, precipitadamente, dos activistas borraban la propaganda dejada en las
paredes por los equipos de propaganda del Ejército vietnamita: «Partir es escoger la
libertad».
La población, sólidamente vigilada, daba pruebas ya de un entusiasmo

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disciplinado y eficaz.
El general Phang, procedente de Hanoi, se presentó con escolta. Los viejos
notables, a medias aduladores, se inclinaron ante él, y le llamaron «Quoc Truong»
(jefe del Estado). También le entregaron ramilletes de flores, pasó bajo los arcos
triunfales y se declaró satisfecho de las inscripciones que los coronaban.
Su llegada fue señalada por grandes aplausos, y él correspondió saludando
graciosamente con la cabeza. Los niños se apretujaban contra sus piernas, y él los
apartaba suavemente. Las mujeres se maravillaban de que el general vietminh fuese
tan joven, tan guapo, y que tuviera una sonrisa tan encantadora.
Phang se cruzó con Jerome. Se saludaron levemente. El periodista había hallado
el medio de turbar su alegría, al recordarle su odioso pasado.
Satisfecho de Co, Phang decidió mantenerle en sus funciones.
Mamá Lien fue enterrada a la una de la tarde. El cortejo pasó junto a la laguna,
por delante de la «Taberne Royale», cerrada, y atravesó grandes avenidas vacías. Tres
lloronas, ataviadas de blanco, llevando en las cabezas cucuruchos de trapo,
sollozaban alegremente siguiendo el ataúd. Algunos músicos tocaban el cornetín de
pistón, o golpeaban una enorme caja, cuando les venía en gana. Los malos espíritus
se ajetrean alrededor de los muertos, y no les gusta la música. Los portadores de
estandartes, ataviados de rojo y oro, rutilaban como escarabajos.
Tras el cortejo, en un ciclo a pedal, Jerome seguía solo, ya que los demás no eran
más que figurantes que él había contratado. Los violentos colores y los discordantes
sonidos del entierro, alborotaron durante unos instantes la soñolienta ciudad. A través
de la avenida del Gran Buda, el cortejo se dirigió al cementerio del Puente de Papel;
algunos chiquillos, con el trasero al aire, correteaban a su alrededor.
Jerome sabía que no iba siguiendo únicamente el entierro de Lien, sino también el
de miles y miles de muertos, todos los muertos de Hanoi desde que los franceses
ocuparon la ciudad, desde que trazaron sus amplias avenidas, construido villas con
árboles, inaugurado las terrazas de los cafés, prestándoles el aroma del anís y del
lejano Mediterráneo.
Hanoi, ciudad francesa plantada en los confines de la gran China, no tendría
derecho al repique de todas las catedrales de Francia.
Antes de haber muerto ya empezaban a disecarla, y el triste entierro de una pobre
alcahueta era el simulacro grotesco de sus exequias, con unas lloronas que reían, un
enorme tambor agujereado, y los lamentos de los cornetines.
Lien y Hanoi se parecían, por su gusto de la violencia, la grandeza que ambas
habían sabido guardar en su maldad; las dos habían sido creadas para servir la
amistad de los hombres blancos y amarillos, pero su existencia estaba hecha de
rapiñas, de suciedades y de odios. Habían muerto juntas, abandonadas, sin tener por
compañía en su entierro más que al perro fiel y dolorido de las historias tristes de
nuestra época: un viejo periodista.

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Sentado en un taburete, con ambos codos apoyados sobre las rodillas y la cabeza
hundida en las palmas de las manos, Nguyen contemplaba a Trieu, atado con las
esposas a una barra de hierro. La noche anterior, el preso casi había estrangulado a
uno de sus guardianes.
—¿Por qué abandonaste el Vietminh? —le preguntaba Nguyen—. Hasta 1950 te
batiste muy bien. ¿Fue Tuan-Van-Le quien te trastornó el cerebro?
Su apósito sobre la pierna herida presentaba tintes de herrumbre, su labio estaba
partido, sus cabellos manchados de sangre coagulada, pero Trieu no parecía padecer.
Con su voz enronquecida, replicó:
—Habría seguido a cualquiera, si hubiera sido como Tuan-Van-Le, y hubiera
arrojado granadas en vuestras asambleas.
—Tuan-Van-Le era un traidor.
No había forma humana de razonar con aquella bestia herida que no pensaba más
que en morder y matar. Pero Nguyen no podía admitir que los hombres, por necios
que sean, vivan únicamente guiados por sus instintos.
Repitió:
—Tuan-Van-Le fue un traidor, a sueldo de los americanos y de la siniestra bestia
de Formosa.
El nah-qué le contempló con menosprecio. No sabía quiénes eran los americanos
ni dónde estaba Formosa. Trieu mataba, y luego seguía su camino, porque una
imperiosa ley le dictaba sus actos. Brotaba de su mismo interior, ese interior turbador
y poderoso que era el sol del mediodía sobre los arrozales, el tifón que destruye las
selvas, y la brillante llamarada. Menospreciaba a este pequeño vietminh, charlatán y
predicador. Todos los vietminhs tenían la misma manía, y Tuan-Van-Le, que quería
obligarle a alumbrar la noche sombría que le consumía las entrañas, también.
Nguyen tornó a preguntar:
—¿Por qué mataste a Ga?
Trieu no contestó, y dio media vuelta a su camastro, haciendo rechinar las esposas
que le unían a la barra de hierro.
—¡Al menos, que tu muerte sirva para algo!
Nguyen sorprendió cierto interés en las pupilas de Trieu.
—Necesito cigarrillos —dijo de pronto el nah-qué—. Un paquete de cigarrillos
por día, cerillas para encenderlos, y me dejaré matar sin pronunciar una palabra, sin
que se me explique nada, donde quieras, y por lo que quieras.
—¿No te interesa el motivo?
—Solamente los cigarrillos.
Nguyen llamó al guardián y le ordenó que le entregase tabaco al preso. Luego
salió, desconcertado como las veces anteriores que se había visto ante seres a los que
no podía clasificar, etiquetar, y que se negaban a hablar su mismo lenguaje.
Cuando varias horas después se entrevistó con Phang, le anunció:

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—Para empezar, hemos de luchar contra el analfabetismo.
—¿Para que nos comprendan nuestros hombres?
—No. Para que podamos comprenderles nosotros.

Al salir del hotel «Metropol», el capitán Barbasso de Pointeville se unió a la


enorme figura de Calamar.
—¿Cómo está usted, querido? —se interesó el gordezuelo personaje.
—Bien, ¿y el chucho?
—¿El chucho?
—Sí, el chucho del general.
—Muy bien, gracias. ¿Se lo contaron?
—¿No hay ningún cambio previsto en el programa de diversiones?
—No, nada. ¡Ah, acaba de ocurrirle algo fantástico al querido amigo Georges! Ya
sabe, ese anciano señor que durante tanto tiempo ha sido el director de Telégrafos en
Hanoi, y que ahora forma parte de la misión Sainteny. Asistió como delegado a la
transferencia de tal servicio, ¿ya quién ve llegar como jefe de Telégrafos de los
vietminhs? A un antiguo repartidor de telegramas. Inaudito, ¿verdad? ¿Cómo es
posible que esta gente haga nada bueno?
—Su anécdota no está completa. El nombre del repartidor de telegramas es Tinh.
Trabajaba como tal para poder pagarse los estudios; luego, estuvo tres años en Rusia,
y ha obtenido un diploma de ingeniero.
—Muy interesante.
Pero era evidente que aquello no le interesaba en absoluto a Calamar, ya que se
salía del cuadro de la anécdota. Hizo una mueca, y añadió:
—¿Sabe qué he soñado esta noche? Me había transformado en un hermoso
elefante rosa. ¿Cómo se llama aquel elefante de la película de Walt Disney, tan
simple, con una cinta anudada a su trompa? ¿Babar? Hasta la vista, capitán Babar.

Poco antes del toque de queda, en una de las callejuelas del barrio
chinovietnamita, un hombre mató a una mujer de un garrotazo, le robó el bolso y
desapareció.
Horas después, la policía vietminh hizo saber que el ladrón había sido arrestado y
trasladado a una celda del comisariado del barrio. Durante la persecución, el hombre,
un tal Trieu, había resultado herido en una pierna. Sería juzgado cuando los franceses
hubieran abandonado oficialmente la ciudad de Hanoi. Durante la noche cayeron
densos chaparrones sobre Hanoi, inundando las calles; parecía como si mil manos
golpeasen para hacer abrir todas las puertas cerradas, todas las ventanas atrancadas.
Pero nadie abrió, ni se registró ningún incidente.

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10
7 de Octubre

Precio de las banderas vietminhs en las calles de Hanoi, durante el día 7


de octubre:
Por metro de tela:

A las 9 de la mañana 100 piastras


A las 11:70 de la mañana 70 piastras
A las 12:40 de la mañana 40 piastras
A las 15:30 de la mañana 30 piastras

Los precios se estabilizaban rápidamente en unas 25 piastras.


Declaración de Ho-Chi-Minh, difundida por la Prensa y la Radio:
«Durante los pocos días en que las tropas francesas evacuarán Hanoi y los
poblados circundantes, la población deberá conservar toda su sangre fría para
evitar la creación del menor incidente. Cuando lleguen los soldados del
Ejército popular, los habitantes no deberán manifestarse inmediatamente, sino
esperar a que los franceses se hayan alejado lo suficiente.
»Debemos fomentar la nueva amistad entre Francia y la República
democrática del Vietnam. Para tratar de comprometerla y destruirla, ciertos
provocadores, elementos terroristas a sueldo de Dinh Tu y sus amos
americanos, intentarán por doquier crear incidentes entre la población y las
tropas francesas. La población deberá, pues, vivir particularmente alerta
durante estas últimas horas».
El Vietminh dejó de apretar alrededor de Hanoi el collar rojo que
formaban las banderas. En ciertos países, el verdugo que aprieta el tornillo
alrededor del cuello del condenado a garrote vil, se lo afloja, a veces, para que
pueda volver a respirar, retrasándole así la muerte.

El Cuerpo expedicionario francés parece haber adoptado oficialmente la


organización de esta evacuación, quizá para recobrar a los ojos del Vietminh algo del
prestigio que perdió en el curso de los últimos combates de Dien-Bien-Fu, y de la
operación Atlante.
El Vietminh es recibido en todas partes con una cortesía distante, como un
invitado difícil de rechazar. Son los camiones franceses los que le transportan, y los
oficiales y los administradores franceses quienes le guían y le abren las puertas.
Aunque los franceses se vayan, todavía hacen los honores de la mansión. Es el último
gesto elegante de un viejo ejército.
Durante la jornada del 7 de octubre, no ocurrió casi nada. Los periodistas jugaron

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a cartas en el club de la Prensa, en el «Normandie», o en el bar del hotel «Metropol»,
bebiendo cerveza o coñac.
A las 5 de la tarde los indios de la Comisión Internacional descendieron a tomar
su té y a charlar de cricket.
El Vietminh digería sus nuevas presas y no avanzó más. El general Phang escribió
el discurso que pronunciaría la tarde del 9 de octubre ante la división 308 reunida en
el estadio Mangin. Antes, debía someterlo al Comité Central.
Toda la juventud de Hanoi se entregaba con entusiasmo a efectuar desfiles, al
manejo de los tambores, ya los gozos más sutiles de la autocrítica.
Hanoi se había incorporado en su lecho de agonizante y no reconocía a quienes la
rodeaban.
Como todos sus camaradas, Vong, el ordenanza, había estado esperando una
entrada triunfal, con banderas desplegadas, lo que le habría permitido mostrar su
hermosa medalla. Mas se pasaba el tiempo sirviendo té o limonada a los franceses.
Nguyen tenía la impresión de que él y Phang se habían dejado manejar por los
franceses, pero no le daba al caso la menor importancia. Estas cuestiones de prestigio
le dejaban indiferente. El orden no había resultado turbado, no había habido
incidentes, por lo que todo iba bien.
Era preciso que Francia apoyara la piastra Ho Chi-Minh, y diera arroz.
Hanoi poseía una hermosa prisión, de muros ocres, situada en el barrio
residencial, cerca de los chalets de los altos funcionarios y los ricos comerciantes.
Había en ella doscientos prisioneros de derecho común. Les preguntaron qué
preferían: quedarse en la cárcel de Hanoi, o ser trasladados a Haifong. Cuarenta de
ellos optaron por la República democrática del Vietnam.
Los amigos vietnamitas y chinos de Jerome y Calamar, y un antiguo informador
de Rovignon, les hicieron saber que, al menos durante unos meses, sería preferible
que no fuesen a visitarles. En sus casas habitaban canbos.
Noche serena y azul, cuajada de estrellas.

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11
8 de Octubre

Dos compañías vietminhs han franqueado esta mañana el puente de los


Rápidos, allí donde se estrecha el río Rojo. Este puente siempre ha sido la
llave de Hanoi.
Los obreros del ferrocarril se han declarado en huelga, y han saboteado las
locomotoras, para que los franceses no se las lleven consigo. Entre Hanoi y
Haifong no circula ningún tren.
Los tranvías, pintados de un color rojo agresivo, continúan balanceándose,
cargados de racimos humanos.
El agua y la electricidad se distribuyen normalmente.
Tras acaloradas discusiones que han durado hasta el último minuto, los
técnicos franceses que hacen funcionar la central eléctrica, han consentido en
quedarse.
La cálida lluvia del monzón barre de nuevo las calles y las aceras.
Esta noche, a las 21 horas, empezará el toque de queda, que durará hasta
mañana por la tarde. Durante todo este tiempo, los habitantes de Hanoi
deberán estar encerrados en sus casas, sin salir por ningún pretexto.
La bandera tricolor es arriada de la Ciudadela. Hanoi ya no es ciudad
francesa, aunque todavía no es vietminh; no es nada ni de nadie; solamente es
de aquellos que la aman y se acuerdan de ella.

En la capilla anexa al hospital Lanessan, una estancia estrecha y alargada, con un


crucifijo de madera y un altar desnudo, al fondo, 36 gendarmes franceses y 36
policías vietminhs se hallan frente a frente, inmóviles. Un oficial francés y otro
comunista los van presentando, y se marchan, dos a dos, para hacerse cargo de la
guardia, ante los principales edificios públicos. Cuando remontan la gran avenida de
la entrada, al mismo paso, parecen por su actitud comulgantes que acaban de recibir
la Sagrada Forma.
Todo el mundo habla en voz baja, incluso en los bulliciosos grupos de periodistas.
Los blancos abandonan, vencidos por su falta de unión, porque no han sabido
resistir el cebo de una ganancia fácil e inmediata, porque siempre le habían propuesto
a Asia el concubinato y no el matrimonio.
Ahora, en todos los cruces, delante de todas las administraciones, al lado del
gendarme francés está el gendarme vietminh.
Aquella noche tuvo lugar la anunciada ceremonia en el estadio Mangin.
Entre la Torre de la Conquista, una especie de faro de ladrillos rojos, que tomaron
al asalto los fusileros marinos del teniente de navío Garnier, y una pagoda de tejados
curvados, se extiende un césped fangoso. En el centro, un gran mástil con la bandera

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tricolor; pero entre la cellisca, no es más que un trapo grisáceo.
Una compañía de legionarios y otra de tiradores marroquíes presentan armas,
como una línea sombría, apenas más sombría que el gris sucio del cielo. Suenan los
clarines, en tanto la bandera desciende delante de un viejo coronel que llora.
Coge en sus manos el trapo gris, lo abraza y se aleja.
Instintivamente, Jerome, Rovignon e incluso Calamar, se apretujan uno contra el
otro. No hablan. Quisieran poder guardar en secreto esta historia en el fondo de sus
almas, como una herida, sin tener que escribirla.
Solo, en alpargatas, pantalón y camisa blancos, pequeña mancha clara en el día
gris, Julien contempla lo que ocurre, sin acabar de comprenderlo.
No le gusta el ejército, pues él pertenece a una antigua tradición liberal: su abuelo
era de Dreyfus, y el tío Vincent votó en contra de Jules Ferry. Estima que ya se ha
sobrepasado la época de los nacionalismos, y que los grandes imperios deben
desaparecer.
Pero un sollozo le agarrota la garganta. Los fotógrafos patalean entre el fango, y
tratan de tomar nuevos clisés.
La lluvia sigue cayendo sobre una ciudad que ya no es Hanoi, sino el cadáver
inmóvil de Hanoi.

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12
9 de octubre

Las 8 de la mañana. La ciudad está tranquila, pero cada encrucijada se ve


custodiada por los autoametralladoras de dos grupos móviles, con los cañones
apuntando. No hay aún ni una sola bandera roja, tampoco ninguna francesa.
El Ejército popular, utilizando todos los accesos, entra en Hanoi como una
oleada verdosa. Los camiones «Molotova», ruedan por las avenidas.
Pese a las consignas del toque de queda, la población invade la ciudad. Al
principio, no son más que unos manchones bulliciosos que se agitan alrededor
de algunas banderas rojas; luego se extienden, y al fin circulan por las calles
como torrentes. Pasan coches con altavoces, a poca velocidad, pregonando
slogans.
Los ciclos a pedal, pintados de blanco, sobre los cuales pedalean soldados
de uniforme, transportan el material de transmisiones. Asustados, los
conductores de los ciclos de la ciudad los ven pasar.
En medio de esta barahúnda, los barrios que todavía ocupan las tropas
francesas forman como islotes de silencio. En las casas, las contraventanas se
abren y vuelven a cerrarse.
A las 19:30, no queda ni un solo soldado francés. La ciudad está invadida
por las banderas y banderitas rojas, pero ya no es Hanoi, es un cuartel que
celebra la fiesta del regimiento. Es la ciudad 308.

Minh, el boy del club de la Prensa, temblando de espanto, fue a despertar a


Rovignon a las siete de la mañana. Dos gendarmes custodiaban la puerta. Le
explicaron al periodista que los vietminhs no tardarían en llegar. Rovignon les ofreció
cigarrillos y subió a acostarse nuevamente, pidiéndole a Minh que bebiera un poco
menos de choum, ya que le ponía nervioso.
Los otros periodistas partieron muy temprano en busca de noticias. Rovignon se
ofreció a guardar el club de la Prensa, y Julien se quedó con él. Rovignon se preparó
un copioso desayuno a base de salchichón, chocolate, sardinas y después, arrellanado
en un sillón en medio del jardín, le preguntó a Julien, que estaba sentado a su lado:
—Y tú, ¿qué diablos vas a hacer? En Saigón no hay club de Prensa, y la vida será
más dura.
—Ya sabes, gordito mío, que allá abajo ocurren toda clase de trucos. Claro que tal
vez habrá menos ventajas que aquí; Hanoi ha sido la capital de la guerra, Saigón la de
la piastra. Pero quiero ver las sectas que lucharán contra el ejército vietnamita, los
refugiados católicos que desembarquen llevando las campanas de sus iglesias, los
piratas de Le Dao, el jefe Binh Xuyen, dueño y señor de la policía… Toda esa
corrupción y esa maldad…

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—¿Sabes que me asignan la dirección de la agencia en Saigón? —recordó
Rovignon.
—¿He de felicitarte?
—¿No quieres trabajar conmigo? Tranquilízate, no te exigiré un horario regular,
sino solamente noticias, ya veces tú las tienes excelentes. No me gusta que un tipo
como tú haga composiciones y mendigue…
—En Oriente Medio existe una secta —declaró Julien—. Todos aquellos que
pertenecen a la misma, sean príncipes, ministros o fellahs, una vez al mes deben
mendigar, viviendo únicamente de sus limosnas. Quizá, en Europa, pertenezca yo a
una secta de esta clase.
Con la cabeza baja, los puños apretados contra sus rodillas, y haciendo acopio de
valor, Rovignon prosiguió, como si no le hubiera oído:
—Si tuvieras un sueldo fijo, podrías casarte con Kieu. El general la ha
abandonado, y ya no le queda ni Mamá Lien. Jerome es quien me lo ha comunicado.
El general le ha telefoneado para que se ocupe de la pequeña.
Julien se levantó y, con los dos puños sobre las caderas, se plantó ante Rovignon:
—Yo no soy de los que se casan, y Kieu no es de las muchachas con las que yo
podría casarme. No nos parecemos. Nuestro pequeño incesto se ha acabado. Vamos,
ten valor, querido. Tú eres quien querría a Kieu; hace mucho tiempo que esta idea te
ronda por el cerebro.
—Y después de todo, ¿por qué no? Me estáis fastidiando todos vosotros. Julien,
voy a tratar de explicarte, sabiendo de sobras que tú eres miembro de la secta que
acabas de mencionar, pero que no eres un fellah ni un mendigo, sino más bien del
otro bando. En la comarca en que yo nací, no había pájaros; el humo los echaba.
Ahora quiero un apartamento que no esté en un distrito miserable, un coche que no
tenga una panne cada cien metros, para diversión de los guardias; una esposa que sea
hermosa, elegante, que cueste cara y asombre a todos por su exotismo. Tengo mucho
que aprender, y estoy ansioso de hacerlo. Ya lo has visto: no como, devoro; no bebo,
engullo; no hago el amor, me abalanzo sobre las mujeres. Kieu me ayudará a
disciplinarme. Esa chica tiene una tremenda categoría. ¿Oíste cómo cantó? Ha sido la
querida de un gobernador, de un general, dicen incluso del emperador. ¿Qué piensas
de todo esto?
—Jerome es el encargado de la liquidación de la amiguita del general; dirígete a
él.
—Si me caso con Kieu…, o vivo con ella, ya que no es seguro que ella quiera
casarse conmigo, y tú te acercas a ella, te romperé las costillas.
—Tú quieres saber si aún quiero seguir viéndola. Tranquilízate. En Saigón,
conozco a una muchacha; tiene un nombre muy bello: Perla… Kieu era Hanoi; Perla
es Saigón… Pero si yo estuviera en tu lugar, es a Francia adonde me llevaría
enseguida a Kieu.
—No puedo.

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—Lástima… Sin embargo, supongo sigue en pie tu propuesta del pequeño sueldo.
Digamos, tres mil piastras mensuales.
Julien hizo una pirueta, y añadió cínicamente:
—Nunca duermo con las esposas o las queridas de los hombres de quienes
dependo directamente en mi trabajo.
—Eres un caradura.
—Empiezo a envejecer. Una bandera me emociona, una mujer me conmueve, y
hago promesas.

Los gendarmes que custodiaban el club de Prensa, embarcaron a las 9:30 en un


jeep. Cuando partían, Rovignon les saludó con un gesto de la mano, amistoso y
protector.
Una veintena de soldados vietminhs invadieron el jardín, saltando de un camión
«Molotova». Rovignon lanzó un rugido; el club de la Prensa se hallaba bajo la
garantía de la Comisión Internacional, y era francés; por tanto, los vietminhs no
tenían nada que hacer allí. El general Phang, por otra parte, se había comprometido a
no causar «ninguna molestia a los miembros de la Prensa y a facilitarles su labor».
Julien quiso calmarle, pero ambos se hallaron, uno con una ametralladora en el
estómago, y el otro en la espalda. Por fin llegó un oficial que hablaba francés, y los
cañones de las ametralladoras se abatieron.
—El club de la Prensa ahora está bajo la protección del Ejército popular —
declaró.
—Ya me doy cuenta —replicó Rovignon.
—Os consideramos, a ti y a tu camarada, como responsables de los demás
periodistas.
—Estamos habituados a no ser responsables más que de nosotros mismos, y aun
esto no siempre es fácil —le respondió Julien.
Esta réplica tuvo la virtud de enfurecer al oficial vietminh.
Los dos periodistas, con una ametralladora a la espalda, fueron llevados al salón
del bar. El oficial vio una máquina de escribir sobre una mesa. Ordenó:
—Redácteme una lista de todos los periodistas con su graduación. Haz que
traigan aquí todas las máquinas de escribir y todos los aparatos fotográficos. Como
pertenecen al Ejército popular, quedarán bajo nuestro mando.
Rovignon le explicó prolijamente al oficial que los periodistas occidentales no
eran funcionarios ni oficiales, que no tenían graduación, que sus máquinas de escribir
y sus aparatos fotográficos les pertenecían tan en propiedad como sus propios
cerebros.
El vietminh se impacientaba; había depositado su revólver sobre la mesa. Sus
hombres empezaron a mostrarse amenazadores.
Entonces llegó un coronel, adjunto del general Phang, acompañado de un
gendarme. Habló brevemente con el otro oficial, que dio orden a sus hombres de

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retirarse. Luego, se excusó:
—Mi camarada había interpretado mal las órdenes recibidas. Ustedes son libres,
pero preferiríamos dejar centinelas en las puertas, para evitar todo incidente.
Asimismo, le agradecería que me hiciera una lista de todos los periodistas que hay en
Hanoi, a fin de poder extenderles el salvoconducto.
El coronel se retiró. Rovignon llamó al boy, y Minh reapareció.
—¿Ves cómo se arregla esto? Dame un coñac con soda. Y tú, Julien, ¿qué
tomarás?
—Leche.
—¿Ellos volver? —preguntó el boy.
—No lo sé.
El primer incidente tuvo lugar en el hotel «Metropol». Calamar tuvo la suerte de
presenciarlo.
Un boy, queriendo demostrar su celo, ayudó a enarbolar una enorme bandera roja
sobre la marquesina del establecimiento. La directora francesa se lo impidió; el boy le
pegó en la cara.
Intervino un oficial vietminh y, a golpes de culata, mató al hoy. Como signo de
protesta, los miembros de la Comisión Internacional enarbolaron sus tres banderas.
Los polacos se asociaron a los indios y a los canadienses, aunque a regañadientes.
Calamar saltó dentro de un jeep, y se hizo conducir al club de la Prensa, abrió su
enorme boca bajo la nariz del centinela vietminh, y tras haberse hecho servir una
bebida, empezó a redactar un cable:

«Grave incidente en Hanoi. Un soldado vietminh golpea bárbaramente a


una francesa…».

Jerome acababa de llegar, y se puso a leer por encima de la espalda de Calamar.


—Exageras. Acaban de ponerme al corriente. No se trata de un soldado, sino de
un boy.
Imperturbable, Calamar siguió escribiendo:

«Hanoi se ha convertido en una ciudad vietminh. Los policías comunistas,


con guantes de manopla, regulan el tráfico. Los equipos de propaganda ponen
carteles en todas las paredes.
»Se anuncia que los ministerios de Asuntos Extranjeros, de Información y
Defensa Nacional, ya se instalan…».

—¿Estás seguro de este informe?


—No. ¡Ahora, ya no estoy seguro de nada! Y añadió en el texto:

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«De fuente bien informada, se anuncia que los ministerios…».

—Te aprecio, Jerome —exclamó, de pronto, Calamar—. Claro está que aprecio a
todo el mundo. Eres un viejo como yo, y ya estás harto. Hemos llegado al mismo
punto; todo nos importa un comino y deseamos volver a Francia; por tanto, lo que a
veces escribimos para las personas que también se burlan de todo esto…
—¡Es traicionar nuestra misión!
—¿Es que tenemos alguna misión? Yo no soy Julien, mi gran amigo, y soy
demasiado viejo para ser convertido.

El último distrito que evacuaron los franceses fue el barrio chinovietnamita. La


calle de la Seda estaba cortada en dos tramos.
Las tropas francesas y los elementos de la gendarmería reculaban paso a paso,
mientras que las largas filas de vietminhs iban avanzando, calzados con sus
alpargatas de caucho, ligeros y silenciosos. Detrás de ellos, apareciendo por las
puertas de las casas y las callejas adyacentes, la muchedumbre se desbordaba por las
avenidas. Todo parecía reglamentado, como en un ballet: las banderas rojas, que
hacían su aparición en las ventanas, las banderitas rojas que tendían a través de las
calles, el avance amortiguado de los soldados de Ho-Chi-Minh, y el golpeteo de las
botas claveteadas de los gendarmes franceses, y la misma multitud que no gritaba ni
aclamaba.
Los franceses se dejaron empujar dulcemente hacia el puente Doumer; parecieron
querer resistirse aún algunos instantes, y por fin subieron a unos camiones que se los
llevaron al otro lado del río, mientras que toda la ciudad engalanada de rojo, se
convertía en una ciudad roja. Pero ya no era Hanoi.
Eran las 19:39 del día 9 de octubre de 1954.
A este drama le faltaba el bufón. Y lo fue el capitán Babar, atribuyéndose ese
papel. En el momento en que la muchedumbre se apretujaba tras los últimos soldados
franceses, llegó en un coche descubierto. Con su mano gordinflona, saludó a derecha
e izquierda, tan feliz como un campeón negro de boxeo en Harlem, un torero en
Sevilla, o un vocalista de fama en París.
Los periodistas y los oficiales de la Comisión empezaron a gritar:
—¡Viva Babar!
Y Babar se estremeció de gusto.
Al grito, pues, de «¡Viva Babar!», Hanoi lanzó su último suspiro; fue un histrión
el que se agitó por última vez sobre su cadáver. Hubo un cóctel ofrecido por los
indios. Corrió el champaña. El general Phang estaba allí, sonriente, y también el
general francés, y Babar. Todo el mundo se mostraba muy satisfecho. El asunto había
ido bastante bien. Únicamente acababa de morir una ciudad.
Después, llegó el 10 de octubre.
La ciudad 308 se despertó al ruido de los cánticos y las aclamaciones. Bajo la

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égida de los canbos y los propagandistas, la población aprendía su lección: cierto
número de slogans, algunos refranes del canto de la Unión, de la Internacional, del
Himno del río Rojo.
El gran desfile triunfal de la división 308 debía dar comienzo a las 8 de la mañana
y durar hasta las 14 de la tarde. Pero los vietminhs iban atrasados una hora en
relación con la hora solar, y el desfile no empezó hasta las 9.
La ciudad 308 no iba a tener ni la misma hora que había tenido Hanoi.
En la calle de la Seda, poco antes del desfile, había tenido lugar un juicio, seguido
de una ejecución sumaria. Los canbos habían hecho salir a los habitantes de sus
casas, apenas apuntó el día. Reunieron a una quincena que todavía bostezaban y se
frotaban los ojos, y les dijeron que ellos eran el Tribunal del Pueblo.
Se les colocó contra un muro, como si hubieran de ser fusilados, el zapatero al
lado del cooli, el ciclista al lado del bonzo, y el anciano junto al chaval de dieciséis
años.
Llegaron los soldados, empujando a un hombre vestido de negro, y herido en una
pierna. Le hicieron arrodillarse delante del tribunal.
Un canbo tomó la palabra. Sus pómulos estaban muy salientes, y se estremecía
muy a menudo, como si sufriera una crisis de malaria. Pero su voz se fue tornando
más cálida, persuasiva, amistosa o amenazante a cada frase.
—¿Veis a este hombre? Hace dos días, mató a una mujer para robarla. En tiempos
del fantoche corrompido de Bao Dai, habría podido verse libre, comprando a sus
jueces. Pero en la nueva República democrática del Vietnam, el reino de la ilegalidad
ha concluido, y es el pueblo que vosotros representáis el que va a juzgarle.
El canbo le preguntó al prisionero:
—¿Reconoces los hechos?
Trieu hizo con la cabeza un signo, como dando a entender que reconocía todo lo
que el otro quisiera. Estaba ansioso por terminar y su herida, estando arrodillado, le
dolía enormemente.
—¿No opináis, «hermanos míos», que el hombre merece la muerte? Pensó que no
le apresarían, en medio de la confusión y el desorden que acompañarían a la marcha
de los franceses. Por esto cometió su delito. Ignoraba lo celosa que es de su deber la
policía vietminh. La ejecución de este bandido debe servir de ejemplo a los demás, y
también a los turbadores del orden a sueldo de Dinh Tu y sus amos, los americanos.
Apretados contra el muro, los quince hombres temblaban, no osando contemplar
al culpable, cuyos cabellos aparecían manchados de sangre coagulada. El canbo pasó
por delante de cada uno de ellos, y les preguntó, mirándoles fijamente:
—¿No lo crees así, «hermano»?
Y todos «creyeron» que el hombre merecía la muerte.
—Vosotros le habéis juzgado —sentenció el canbo—. La sentencia se ejecutará
seguidamente.
Hizo un ademán a un soldado, que sacó tranquilamente su revólver de la funda y

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sonriendo a los «jueces», como prometiéndoles una buena diversión, apoyó el cañón
contra la nuca de Trieu y disparó. El cuerpo osciló; un hilillo de sangre empezó a
deslizarse por la calzada.
El canbo les hizo ademán a los jueces de que ya estaban libres, pero para entrar
en sus casas tuvieron que pasar por delante del cuerpo, y todos dieron un leve rodeo
para no ensuciarse los pies o los zapatos con la sangre.
Acababan de saber cuán inexorables y expeditivos podían mostrarse sus nuevos
amos, sin dejar por ello de ser amables y corteses. Se les había querido dar la
impresión de que ellos mismos actuaban como jueces, pero sabían de sobra que no
habían hecho otra cosa que obedecer las órdenes del canbo. Un día, tal vez les
pedirían que de la misma manera condenasen a su vecino o a su padre, por haber
cometido una falta contra este Partido, del que todavía no sabían lo que permitía ni lo
que prohibía. Y sabían, eso sí, que obedecerían.
Este fue el otro ejemplo de Nguyen.

Encaramados sobre la marquesina de cemento de la «Taberna Real», frente al


Pequeño Lago cuyas aguas parecían de esmeralda, los periodistas y los fotógrafos
contemplaban el desfile de la división 308. Primero, pasó un regimiento de infantería,
cuyos soldados marchaban ligeros y sin ruido, y no obstante, muy bien alineados. Las
mujeres, con faldas claras y largas trenzas escolares, cerraban la marcha de las
compañías.
Los primeros hombres de cada sección iban armados con pistolas-ametralladoras
francesas, los siguientes no llevaban más que cinturones de granadas, y a retaguardia,
llevando las potentes cargas de explosivos sujetas a bambúes, iban los Voluntarios de
la Muerte que, en el curso de los ataques, hacían saltar las redes de las alambradas.
De entre la multitud se destacaron dos jóvenes para lanzar ramilletes de flores. Lo
hicieron con la graciosa afectación de las bailarinas. Este gesto espontáneo debió ser
ensayado innumerables veces.
Los soldados parecían hallarse contentos, pero desconcertados, como si
representasen una farsa. Habían estado aguardando durante mucho tiempo esta
victoria que hallaban bien extraña.
Luego, empezó el desfile popular, y entre los que seguían la bandera roja, había
sacerdotes vietnamitas de sotana.
A la misma hora, únicamente una secretaria de la misión Sainteny asistió a la
santa misa, celebrada por el obispo irlandés de Hanoi.
Desfilaron jóvenes de ambos sexos, ataviados de blanco, rodeando un gran retrato
de Ho-Chi-Minh. Luego, los camiones «Molotova», arrastrando cañones de montaña
de 80 mm, cañones antiaéreos, y los del ciento cinco tomados a los franceses en
Dien-Bien-Fu. La multitud no estaba muy apretada, pero era algo más numerosa que
la que contempló el último desfile francés del 14 de julio[20]. Fatigada por este desfile
interminable, no aplaudía más que acatando las órdenes que recibía.

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Luego, en el estadio Mangin, sobre el mismo césped fangoso donde se habían
arriado los colores franceses, tuvo lugar la apoteosis del general Phang.
Seis mil soldados estaban alineados con sus banderas rojas, sus bandas y sus
medallas. La disciplina era perfecta, formando la tropa un todo uniforme. Este
ejército revolucionario, nacido en los arrozales y en la jungla, se había ya convertido
en una máquina de guerra moderna, a la vez precisa e impersonal.
Tres breves toques de clarín, y el general Phang subió a un pequeño estrado. No
sentía la alegría que se había prometido. ¡Qué ilusorio era todo! ¡Esta masa de
hombres, el cielo, y la vida apremiante que esperaba!
Divisó a Nguyen, al lado de un periodista chino vestido con un traje de color azul
petróleo. Nguyen se interesaba por su máquina de retratar, que era de fabricación
soviética. Algo más lejos, Jerome, sin sombrero, le contemplaba. El periodista
parecía haber envejecido más aún.
Phang tenía a flor de labios lo que querría decirles a todos sus soldados:
«Es preciso conquistar Hanoi, si queremos que esta ciudad no nos devore. En este
nuevo combate, vuestras armas no os servirán de nada. Instalaos en cada casa, en
cada familia, en la pagoda y en el mercado. Separad a las madres de sus hijas, y a los
viejos de sus hijos. Haced de todos ellos unos soldados o, de lo contrario, estáis
perdidos…».
Pero desplegó el texto de su discurso aprobado por el Comité Central, y empezó:
—Camaradas de la división 308: En este día glorioso…
Nguyen se apoyaba sobre una pierna, y luego sobre la otra. El chino le había
prestado su aparato fotográfico.
Jerome, Rovignon, Calamar y Julien volvieron a pie al club de Prensa,
atravesando sin dificultad por entre una muchedumbre que no les era hostil.
Sobre la Torre de la Conquista ondeaba una inmensa bandera roja con una estrella
amarilla. Por doquier se oían cánticos, aplausos, batir de tambores.
—Esta noche —anunció Jerome—, me marcho a Haifong con un jeep de enlace
de la Comisión Internacional; mañana estaré en Saigón. No se puede sacar nada más
de esta ciudad.
—Yo me marcharé mañana —anunció Rovignon—. Julien se quedará unos días y
esperará en la agencia el sucesor que me envían desde París.
—Yo espero a Nehru —precisó Calamar—. Nos encontraremos todos en Saigón,
en la terraza del «Continental», de la calle Catinat. Cuando nos hayan echado del Sur,
aún podremos encontrarnos en el «Correspondant’s Club», de Hong-Kong, o en el
«Marunuchi», de Tokio; y luego, cuando ya seamos unos indeseables en todo Asia, y
en todo África, en el «Café de Flore», en París… La cerveza allí es muy buena.

La ciudad había recobrado su calma. Parecía una feria abandonada, con sus arcos
de triunfo de cartón que ya se deshacían, con sus pequeños grupos de viandantes que
empujaban con el pie las octavillas multicolores que invadían el suelo. Formando un

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nimbo a la noche, toques de cornetas, batir de tambores…
Los edificios públicos, los hoteles, los cines, las villas del distrito residencial y las
chozas de paja al borde del río Rojo, nada había cambiado.
Los soldados se habían instalado en las ruinas de Hanoi, y con el clamor de las
cornetas y los tambores perseguían todos los recuerdos de calle en calle, de casa en
casa. Eran los recuerdos de una ciudad ahogada, nacida de la violencia y de la
mescolanza, del odio y del amor de los franceses y de las vietnamitas, de las blancas
y los amarillos.
Los amos de la 308 tenían aún miedo del cadáver de Hanoi, y lo hacían exorcizar.

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SEGUNDA PARTE
SAIGON

Las almas errantes

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La antigua Indochina de los emperadores de Annam y de la conquista, la
de los grandes administradores y de los bribonzuelos, la Indochina
revolucionada que conoció diez años de guerras, de odio, de violencias,
aunque también de ternuras e incluso de pasión, esta comunión entre un
pueblo amarillo, un ejército blanco, un puñado de funcionarios, de
aventureros y de revolucionarios, todo esto murió en Hanoi el mismo día.
Pero el cadáver continuó descomponiéndose en Saigón, con un olor
insoportable y azucarado de carroña. Extraños personajes, que las religiones,
las leyes y las jerarquías mantenían en la sombra, aparecieron de repente en
medio de fusilamientos e incendios. Tres grandes sectas político-religiosas,
los Binh Xuyen, los Hoa Bao y los Caodaístas, con sus propios ejércitos, y
divididas entre si en gran número de bandas de intereses a menudo opuestos,
le disputaban el cadáver a un poder central muy débil que tenía a su cabeza a
un sacerdote fracasado, el presidente Dinh Tu, y un ejército nacional aún
embrionario, y duramente señalado por la derrota de Tonkín y la pérdida de
Hanoi. Según su humor y sus circunstancias, los franceses se dedicaron a
sostener a las sectas, y los americanos al presidente y al ejército.
En Cannes, en una espléndida villa que dominaba al mar, el emperador
vivía entre sus concubinas y sus coches; cuando no podía obrar de otro modo,
arbitraba los conflictos que oponían entre sí a unos y a otros, piratas y
patriotas, traficantes y fanáticos.
Los buitres, con el vientre desgarrado por una carga de plomo, proseguían
rondando sus presas, hasta el momento en que caían a su lado.
Los diablos, a veces, mostraban admirables rostros.
Las almas errantes, las de todos los muertos sin sepultura: los mendigos,
los asesinos y los soldados que, según la leyenda china, retornan a la tierra el
séptimo mes de cada año, salieron de su infierno cuatro meses antes. Como no
se hizo nada para apaciguarlos, volvieron a los hombres locos de sangre y
alumbraron un fuego en el vientre de las mujeres.
Con una máscara sobre el semblante, impermeable a los olores, y sin creer
en las almas errantes, los vietminhs, nuevos amos del orden, contemplaban
impasibles cómo sus últimos adversarios se mataban entre si.
Esto empezó el 25 de abril de 1955.

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1
Cielo tormentoso

Las seis de la tarde en Saigón. Se esperaban las lluvias del monzón, el calor era
insoportable, y el cielo estaba cubierto de negras nubes que amenazaban tempestad.
Rovignon, corresponsal de la agencia «France Presse», salía del edificio central
de Comunicaciones, tras haber expedido el cable en el que trataba de resumir la
situación.
En la esquina de la calle Catinat, Calamar contemplaba a una mujercita en
ke-kuan, que hacía girar unos rodillos entre los que prensaba los tallos de la caña de
azúcar. El jugo caía algo sucio sobre unos bloques de hielo de un color muy dudoso.
El periodista no pudo resistir su apetencia, y se hizo servir un vaso. Era la mejor
manera de atrapar una amibiasis, y lo sabía. Cuando vio a Rovignon le hizo un gesto.
En Hanoi, Calamar se agostaba, en Saigón revivía, habiendo reencontrado las
aguas turbias y cálidas que tan bien cuadraban con su manera de ser. Sus ojos estaban
más sombríos, sus gestos eran más ligeros; vestía bien y llevaba corbata.

—Así, gordinflón mío —le espetó—, ¿has ido a expedir tu mísero artículo?
Rovignon tenía en la mano el duplicado de su cable.
Calamar se lo cogió.
—Déjame ver…
Adelantó su boca hacia la hoja de papel, como si deseara sorberla y no leerla.

«La calma renace en la capital del Vietnam del Sur. El presidente del
Consejo, S. E. Dinh Tu parece resignado a traspasar el poder a una
personalidad política que designará el emperador, y que alrededor de su
nombre forjará la unidad de las sectas y el Ejército.
»Las últimas conversaciones del general alto comisario de Francia con el
embajador extraordinario de Estados Unidos, se han desarrollado bajo un
clima de recíproca comprensión. Nos dirigimos a grandes pasos hacia el
desenlace de una crisis que dura desde la caída de Hanoi.
»Esta crisis, nos ha dicho el alto comisario, ha conocido toda clase de
peligros, pero jamás ha sido tan grave como para amenazar directamente la
existencia del país, desencadenando una guerra civil.»

Calamar le devolvió el papel a su camarada; sus dedos húmedos de sudor y


azúcar, habían dejado en él sus huellas dactilares.
—El alto comisario es muy optimista —observó—. No lo parece con su enorme
cabeza color limón y sus ojos de desdichado. Consejo de ministros en el palacio

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Norodom. ¿Sabes a qué se parece un consejo de ministros? A una foto de familia:
todos los hermanos Dinh sentados comedidamente alrededor de la mesa del
presidente, que es el mayor. Nadie habla. Escuchan al ministro, al consejero
extranjero, o al policía que acude para pronunciar una ligera alocución, y luego se
marcha. Entonces empiezan todos a murmurar, como unas viejas comadres. Bueno,
ven a beber un vasito al «Continental».
Rovignon se enjugó la frente con un pañuelo ya empapado de sudor, y suspiró.
—Después de haber visto al alto comisario —dijo—, me he ido a dar una vuelta
por la calle Chasseloup-Laubat, donde están construyendo el edificio que más
adelante será la Embajada de Francia. Quería ver al coronel Broussaille, jefe de los
Servicios Especiales; sólo he hallado a Tristán, fastidiado por no saber nada nuevo.
—¿Te ha hecho su numerito?
—No era el momento; posee sus propias reglas.
Los dos periodistas se detuvieron ante el centinela con gorro verde que controlaba
la entrada del edificio de la Sureté.
Rovignon halló un poco de energía para indignarse:
—¡Fíjate! Ningún Estado, por muy minado que esté, puede tolerar
indefinidamente tanto desorden. Un pirata, Le Dao, jefe de los Binh Xuyen, que no
son más que una partida de ladrones de juncos, amo de los traficantes de drogas, de
los juegos prohibidos, de los burdeles, ha sido nombrado oficialmente jefe de policía
por un emperador que vive en la Costa Azul y no piensa más que en llenarse los
bolsillos, ya que sabe que su país está acabado. Y así es como hacen custodiar el
edificio de la policía, por guardaespaldas y matones a los que han endosado un
uniforme y un gorro.
—¿Esto te choca? —le preguntó Calamar, extrañado—. En la China del
«Kuomintang» sucedía lo mismo.
—Pero no duró mucho.
—Veinte años, hasta que llegaron los comunistas.
—Los viets están a las puertas de aquí.
—Pero no en la plaza, lo que no quiere decir que no la tomen.
Descalzos, vestidos de negro y agazapados sobre sus talones, los refugiados de
Tonkín contemplaban a unos cuantos soldados franceses que disfrutaban de permiso,
ya los civiles vestidos de blanco, que acababan de beberse sus coñacs con soda, en la
terraza del «Continental». Parecían alimentarse con cada uno de sus gestos. Los
comentaban largamente entre sí, escupiendo por entre las piernas sus rojas semillas
de betel. Una calle los separaba de los blancos, sanguíneos y bien alimentados. El
hambre que les roía las entrañas desde varias semanas atrás se transformaba en un
odio paciente y atento.
A estos refugiados se les hallaba a lo largo de todos los caminos. Sus casas se
alineaban unas junto a otras. Cada cien metros había una mansión algo mayor
rematada por una cruz de madera: era la iglesia. Por las abiertas puertas se divisaban

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mil lucecitas que temblaban. Las campanas tenues que tocaban a misa habían sido
traídas del Tonkín, ensartadas sobre bambúes, junto a paquetes de ropas y sacos de
arroz.
—Esto es peligroso también —prosiguió Rovignon, apartándose para no pasar
demasiado cerca de los refugiados—. Todos estos desdichados nos han seguido al
Sur, a nosotros, los franceses, porque habían sido convertidos por nuestros
misioneros, por haber adoptado a nuestro Dios. Ni siquiera saben quién era Dinh Tu.
Vinieron un millón, y nosotros los hemos abandonado.
Calamar abrió su gran bocaza.
—También es necesario que ese presidente tenga sus bandas de partidarios. Y los
recluta entre los refugiados. Todas las tardes envía sacerdotes a excitarles contra
nosotros, mostrándoles imágenes de la Santa Virgen y pasándoles escapularios
alrededor del cuello.
Los dos periodistas se instalaron en la gran sala del «Continental», detrás de la
terraza y debajo de un ventilador. Pidieron coñac con soda. Rovignon transpiraba,
cayéndole gruesas gotas de sudor. Suspiró:
—¡Si al menos cayera ese diablo de lluvia! El tiempo que llevamos esperándola.
—Es igual que Résengier. También a él le esperamos.
—Normalmente, deberíamos ver a Jerome con sus blocs, arrastrándose por todas
partes. Nos falta la guía de su conciencia.
—Jerome está a bordo del «Cambodge», que hace escala dentro de dos días. Por
fin ha obtenido su visado para la China comunista. Pero como sufre del corazón no ha
podido ir en avión.
—Ver Pekín y morir. Por otra parte, él nació en Pekín.
Calamar adelantó la cabeza, y con una especie de rugido de placer, y los ojos
cerrados por el éxtasis, preguntó:
—Y a ti, ¿cómo te van los amores?
Rovignon asió el brazo de Calamar, pero los blandos músculos se le escaparon.
—Sabes de sobra que no marchan bien, y quieres burlarte. Kieu necesita mucho
dinero, y yo no lo tengo. En seis meses, he tirado por la borda todos mis ahorros.
Kieu quiere salir, y yo he de trabajar. Pero en toda mi vida, jamás había conocido una
mujer igual, y no sabría abandonarla. ¿Puedes comprenderlo?
—Yo puedo comprenderlo todo; por eso te dirán que soy un sinvergüenza.
—Y dime… —Rovignon le miró, arrugando la nariz…—, ¿no tendrás molestias
con tu china, verdad?. Parece ser que también es muy voraz… y cuando la cosa no
marcha bien, te tira los platos a la cara, y tus libros por la ventana. —Abrió la boca
como Calamar y exclamó—: ¡Uf!
Llegó Julien, siempre con el mismo pantalón, con la misma camisa blanca, si bien
su par de alpargatas era nuevo.
Se instaló en un sillón frente a los dos corresponsales, pidió té helado, y como
cada día, contó lo que había visto.

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—¿No habéis visto… este mediodía? Bueno, era la hora de la siesta y debíais
estar roncando. Los primeros, a los que he visto al lado del Gran Mercado, parecían
buscar su camino; eran nah-qués recién salidos del arrozal, y que jamás habían estado
en Saigón.
Interesado, Calamar retuvo el aliento, y Rovignon se olvidó de Kieu.
—¿Es que esos fulanos iban armados? —preguntó.
—Ya lo creo; en sus bolsillos llevaban granadas, y bajo sus chaquetas, cuchillos,
tal vez pistolas. Los policías, que trabajan para el presidente, volvían la espalda,
fingiendo no verles. Deben de haber recibido consignas.
Calamar se pasó una mano por la boca, y se aplastó la nariz y el mentón.
—Esto empieza a complicarse…, particularmente si son los hombres de Trinh
Sat. Es la guerra civil dentro de una semana. Tal vez será conveniente que vaya a ver
a Vernier.
—¿No puedes prescindir de tus polis? —le preguntó Julien.
—He reemplazado a Bernot por Vernier, y me va muy bien. Vernier capta mejor
los ambientes; olfatea todos los golpes ocultos. Es un eurasiano. Saigón es una ciudad
en la que los policías se sienten más a gusto que en Hanoi. La política se ha
convertido en una partida de dados marcados, una mezcla de robos, de extorsiones,
de asesinatos y de farsas. ¡Uf! El policía más simple puede hacer carrera. ¿Nos
encontramos aquí dentro de una hora?
—Voy a intentar una vez más ver al coronel Broussaille —anunció Rovignon, con
el tono un poco sentencioso que había adquirido desde que se había convertido en
«jefe de correos» de la Prensa—. Tal vez esté en el campamento Chanson. Si no lo
encuentro, regresaré por la calle Chasseloup-Laubat, o bien me iré a casa del alto
comisario.
Julien, con los pies sobre la mesa, sorbía el té con una pajita; levantó la nariz.
—¿Y qué sabrás por medio de los franceses? Si vas a la planta baja, te
encontrarás con los partidarios de las sectas: mangas subidas hasta el codo, modales
descorteses. Te dicen: «El presidente está liquidado. Los americanos lo tienen “in the
baba”». En el primer piso, corbatas y gemelos en los puños. Creen en el presidente;
hacen política, tratan de volver al Quai d’Orsay, y el ambiente ya es el mismo de allí.
«Las sectas están perdidas —te dicen—. Ha sido un grave error haber llamado a
Résengier». En cuanto al general alto comisario…
Calamar se estremeció de gusto, ya que ese importante personaje le alegraba
infinito.
—El general, ¡uf!, ruega a Dios, como el presidente, aunque no se trate del mismo
dios, y vela por su hígado; un hermoso caso de cirrosis hepática en un hombre que,
por convicción religiosa, no ha bebido jamás una gota de alcohol.
Llamaron a Rovignon al teléfono. Era su informador de la Presidencia. El consejo
de familia aún continuaba. Esto también era un signo inquietante.
Los dos periodistas se levantaron. No habían intentado arrastrar a Julien consigo;

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era la hora en que esperaba a Perla, cosa que ya sabían.

Había sido doblada la guardia alrededor del palacio Norodom, convertido desde
poco antes en palacio de la Independencia. Un batallón se había instalado con sus
tiendas de campaña en medio del parque, y cuatro autoametralladoras custodiaban las
puertas.
En el gran salón del consejo, bajo una gran araña de cristal, se hallaban el
presidente Dinh Tu; su hermano Dinh Tac, un profesor de gramática, que no había
sido capaz de terminar un solo curso sin ser echado de la clase por los alumnos; el
jefe de Seguridad Militar, «coronel» Hoang; y el consejero americano del presidente,
coronel Lionel Teryman.
El tercer hermano, monseñor Dinh Tho, obispo «in partibus», había salido; tenía
que celebrar un oficio. El cuatro, al que llamaban «el loco de Hué», había tenido que
volver apresuradamente a su feudo, la antigua ciudad imperial, en donde sembraba el
terror con sus equipos de renegados vietminhs, los cuales, según se murmuraba, no
todos eran renegados.
El presidente estaba sentado al borde de su sillón, con las manos cruzadas sobre
las rodillas. Estaba inmóvil en esta incómoda postura, pareciendo a la vez niño y
anciano. Sus manos, pequeñas, eran gordezuelas, su rostro sereno, y sus ojos
inmóviles, lúcidos y oscuros como brasas de antracita.
El coronel Teryman, con traje claro, cuello abierto, los grises cabellos cortados a
cepillo, la nariz curvada, pequeña la boca, tenía la apariencia de un oficial prusiano a
causa de cierto envaramiento de la nuca y la espalda. La cólera le obligaba a apretar
las prominentes mandíbulas. Trataba, con nuevos argumentos, de persuadir una vez
más al presidente, aquella efigie de cera blanda, para que atacara inmediatamente a
los Binh Xuyen. El coronel Kim mandaba los tres batallones de paracaidistas traídos
de Tonkín, y estaba esperando desde hacía dos horas en la antecámara que tomaran la
decisión que él precisaba.
Hoang era del mismo parecer. Antiguo jefe de la Sureté, quería ante todo
recuperar su puesto ocupado por un teniente de Le Dao.
—Si ahora zurramos pronto y fuerte —repitió Teryman—, el emperador quedará
sorprendido y desde Cannes no podrá intervenir. El alto comisario no tendrá tiempo
de avisar a París, por lo que dejará hacer. Por fin, el sur del Vietnam; libre de sus
piratas, podrá figurar como un auténtico Estado a los ojos del mundo, y después de
haber puesto en su lugar a las demás sectas y haber disuelto los ejércitos privados,
podrá consagrar sus fuerzas a la lucha contra los comunistas.
Para apoyar su tesis, el coronel Teryman golpeaba con el puño una frágil mesita,
lo que tenía la Virtud de enojar al presidente, que se levantó.
—Voy a orar —anunció.
Dejando a Teryman desconcertado, pasó por una portezuela a su oratorio, y se
postró de hinojos. Se abismó en un diálogo con el dios que se había inventado, un

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dios de prejuicios y cóleras que sostenía las antiguas jerarquías, reclamaba incesantes
oraciones, y no aceptaba a su lado más que a los puros, aquellos que no habían
conocido mujer, que son seres de corrupción. Le Dao era para el presidente el
símbolo de esa corrupción. Debía, pues, ser destruido, pero sin que los demás se lo
dijesen, y actuasen.
El americano, entonces, se llevó a un lado al segundo hermano, el profesor, que
tenía un rostro delgado y muy desproporcionado con su exigua talla.
—Escuche, amigo mío…
El profesor quedó sorprendido ante tamaña familiaridad; le gustaba que le
tratasen de excelencia.
—Dentro de tres días será tarde para atacar a Le Dao. Résengier, que llega de
aquí a ocho días, se apoderará de las sectas. Dejarán de traicionarse unas a otras y
serán más fuertes que vosotros. Entonces ya no os quedará más que hacer el equipaje
y ahuecar el ala.
—Coronel, nunca abandonaremos el Vietnam. Si es preciso, formaremos un
maquis en la cadena anamítica.
El profesor había hecho hincapié en la última sílaba de la palabra, que salió
expelida de su boca como un hipo.
Ante tanto infantilismo, Teryman estalló:
—¡Si no obtengo inmediatamente la seguridad de que mañana por la mañana, las
tropas que quedan fieles al presidente atacarán a los Binh Xuyen, no volveré a pisar
jamás este palacio! Regresaré a Washington, haciéndole saber al Departamento de
Estado que sostener más tiempo a vuestro Gobierno sería un grave error.
—Mi hermano reza.
—Pues id a despertarle, porque no reza, duerme.
El presidente se había dormido rezándole a su dios, mostrando en su semblante
una sonrisa de hermana cariñosa y dulce. Su hermano le sacudió por la espalda.
—Hay que adoptar una decisión.
—Mañana.
—Enseguida. El coronel Teryman nos abandona, y la cosa es grave. El coronel es
nuestro único sostén. El embajador americano nos abandona; está del lado de los
franceses.
—Haz como se te antoje, pero déjame.
Dinh Tac salió del oratorio, y muy solemne le anunció a Teryman:
—Mi hermano, el presidente, ha reflexionado largamente y ha decidido que
pasado mañana por la mañana atacaremos a los Binh Xuyen.
Teryman encendió un cigarrillo y aspiró una enorme bocanada de humo. Si el
golpe fracasaba, el presidente sostendría que la decisión de atacar a Le Dao le había
sido arrancada por la fuerza. Este era el juego, y Teryman ya estaba acostumbrado a
esta técnica. Todos los hombres políticos con los que había tratado eran unos falsos.
Hizo entrar al coronel Kim. Teryman, en vez de devolverle el saludo, le cogió por

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los hombros.
—Coronel, el presidente al fin se ha decidido a acabar con los Binh Xuyen. ¿Está
usted ya al corriente de lo que debe hacer para desencadenar la operación?
—Sí. Dos camiones de tropas, al pasar por delante del instituto Petrus Ky, abrirán
fuego; los Binh Xuyen, que están allí acuartelados, responderán. ¿Cuándo
empezamos?
—El veintisiete de abril, a las doce y cuarto. Creo que usted mismo había elegido
esta hora. Es el momento en que los piratas reciben la visita de sus mujeres o de sus
hijas, que trabajan para ellos. Cuando hayamos librado de esta gentuza a Saigón y a
Cholon, ya será otra cosa. Entonces, no resultará difícil liquidar a las demás sectas y a
sus bandas armadas. Un país no debe tener más que un solo ejército, obediente a un
solo Gobierno.
El coronel Kim era rechoncho, fornido, con el rostro marcado por la peligrosa
guerra en que había actuado. Ostentaba varias condecoraciones francesas; se advertía
que las había ganado luchando, y no en un Estado Mayor.
Teryman soltó su espalda y un poco molesto, pensó:
«Si este buen militar educado a la francesa, este soldado valeroso, pensara por un
solo instante que acabo de convencer a Trinh Sat para que envíe sus hombres a
Saigón, me tomaría por un verdadero canalla; de todos los aventureros de las sectas,
debe ser a aquél al que más deteste. Ha sido fácil convencer a nuestro Trinh Sat; ha
bastado con Jugar con el odio maligno que le tiene a Résengier y hacerle llegar este
simple mensaje: "Llega". ¡Lástima que no se pueda llevar nada a cabo con los
coroneles honrados!»
Aparte de todos, el policía Hoang reflexionaba, y cuando alzaba de vez en cuando
la cabeza, echaba unas miradas de desprecio sobre ambos coroneles, el americano y
el vietnamita.
Hoang era delgado, y su rostro triangular, de barbilla inexistente, terminaba en
una boca en forma de ventosa. La ventosa chupaba un cigarro, cuya ceniza caía sobre
los dragones azules del espeso tapiz de China.
Hoang, desde hacía algunos minutos, sentía deseos de traicionar al presidente.
Esto se le había ocurrido de repente, porque todas las personas que estaban en aquella
estancia le irritaban. Así, el plan de Teryman fracasaría. El americano cogería el
primer avión para Estados Unidos, el presidente entraría en un monasterio, donde
podría orar y dormir toda su borrachera. El coronel Kim sería fusilado, pero Kim era
uno de esos bravos imbéciles, a los que solamente cabía un final así. No había más
que ver su cabeza redonda de alumno aplicado.
Todo dependía de él, Hoang, y de su policía. Hoang había sido formado por los
franceses, y se entendía muy bien con ellos. El presidente le fastidiaba. No hallaba
ninguna humanidad en ese ser monstruoso que quería hacer del Vietnam un austero
convento, ridículo y caduco. Los brutales modales del coronel americano, su
desprecio por el respeto, su gusto por las soluciones quirúrgicas, le disgustaban otro

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tanto.
Hoang amaba el dinero, pero ante todo quería tener los hilos de una vasta red, que
cubriría Saigón y Cholon, convirtiéndole en dueño de la vida, de la libertad, de la
riqueza y de la miseria de millones de seres. Para esto, antes debía desembarazarse de
Le Dao, a fin de ocupar su puesto.
Pese a su repulsión, durante algunas semanas todavía no podría hacer nada más
que ayudar al presidente, ya que sus intereses iban acordes. Luego, ya actuaría por su
cuenta.
Hoang salió el último y se hizo conducir a su despacho: Allí pasaba todas sus
noches. Era Vernier quien le había dado el consejo.
—Cuando un policía, si el ambiente está cargado, se va a dormir a su casa, aun
cuando tenga el revólver bajo la almohada y una caja de granadas dentro del armario,
no vale nada. Pero el mismo policía, con todos los teléfonos y todos los hombres al
alcance de la mano, puede defenderse mucho mejor. No es, pues, hora de dormir en tu
casa, Hoang. Hay demasiadas personas que quieren hacerse con tu pellejo.

En el coche que le llevaba a su villa, el coronel Teryman pensaba en Trinh Sat,


aquel hombre duro, implacable, que tenía el aire de un dictador. Y lo que le hacía
falta al Vietnam del Sur era una dictadura.
Pero el vocablo asustaba a la buena conciencia americana. Por lo tanto, él había
impuesto aquel presidente figurín, rodeado siempre de su familia, aquel mandarín
confinado en su piedad, incapaz de tomar una decisión.
Pero Lionel Teryman guardaba a Trinh Sat en reserva. Era su carta de triunfo para
el caso de que el presidente lo abandonase llegando a un acuerdo con los franceses.
Al llegar a su casa, el coronel se sintió fatigado. Se hizo servir un whisky con
agua y se tendió bajo un ventilador.
Le dolía la herida de la pierna. Para agradecerle haberle elevado al poder, el jefe
de un pequeño Estado inconsistente del Oriente Medio, intentó hacerle asesinar.
En París, en el Ministerio de los Estados Asociados, existía un expediente
Teryman. Pero estaba muy incompleto, ya que lo habían fabricado con recortes de
Prensa, junto a algunos informes fragmentarios, y llenos de conjeturas de oficinas de
informaciones.
Se presentaba en él al americano como a un nuevo Lawrence, dudoso
sexualmente, ya que no se le conocía ninguna relación femenina, brutal, sin finura y
violentamente antifrancés.
Teryman se servía de las mujeres con moderación, pero para hacerse admitir por
el presidente, se había impuesto la castidad.
No era un notable agente de información ni un especialista de la acción política,
sino un director de escena genial. Podía ayudar a cualquier perro lleno de tics, a
cualquier debutante, y de un jefe de bandas, hacer un presidente de república, de un
viejo tirano y odioso, un dictador omnipotente.

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Los americanos habían revertido cuatrocientos millones de dólares en el
presidente Dinh Tu. Eran pródigos con el dinero, pero querían una garantía a sus
impuestos. Por lo tanto, le habían encargado a Teryman que lo impusiera a la masa.
Pero el Departamento de Estado no se fiaba mucho del coronel, y lo hacía vigilar, ya
que en cualquier instante era capaz de trastocar su política, sin prevenir siquiera a sus
superiores, a poco que dejara de agradarle el escenario que le habían ordenado
decorar.
Teryman se sirvió otro whisky; escuchó el tintinear del hielo en el vaso, y le
pareció que oía las campanas de Italia a pleno volteo, la mañana de la Ascensión.
Teryman no creía en Dios, si bien algunas veces pensaba en El, pero siempre como
director de escena, ya que lo reducía a unas procesiones, a las misas solemnes, a unos
altares cargados de flores y de sonoridades de órgano. Alejó de sí esas imágenes
inoportunas: Dios aún no necesitaba ningún agente de publicidad.

Trinh Sat acababa de establecerse en una escuela desierta, a treinta kilómetros al


oeste de Saigón, mientras que sus «comités de acción» se dirigían hacia la ciudad, a
pie o en coches. Cada uno de esos «comités» se componían de cinco hombres, y
todos eran asesinos.
Trinh Sat releyó una vez más el mensaje de Teryman: «Llega». Résengier, antaño,
ya lo había hecho excluir de la secta, y su odio era tal que cuando pensaba en él debía
abrir la boca para respirar como un pájaro que están estrangulando. Trinh Sat poseía
un delgado cuello de ave, a lo largo del cual subía y bajaba una nuez muy
pronunciada; un rostro delgado, siempre crispado, un cráneo mondo, y pequeños
anteojos.
Trinh Sat había intentado dos veces hacer asesinar a Résengier, pero los
atentados, mal preparados, fracasaron. Résengier, entonces, lo acorraló en la selva;
había destruido sus bases de avituallamiento y matado a bastantes de sus secuaces.
Trinh Sat mataba porque creía en la eficacia del terrorismo. Odiaba a los
franceses porque todavía representaban una organización y un poder establecido. La
independencia para él significaba el desorden y la revolución hasta el momento en
que pudiese imponer su orden. Sus hombres habían arrojado granadas en los cafés de
Saigón, habían hecho estallar un coche cargado de plástico delante de un edificio
administrativo, e incluso habían asesinado a un general francés. Algunos días en que
se sentía atraído por la moda vietminh, gustaba de la fraseología complicada de los
comunistas. Si hubiera podido ser su jefe, le habría convenido el montaje rudo y
eficaz del Partido.
Se había hecho caodaísta por necesidad, para poder tener tropas y una bandera;
las ceremonias burlescas del templo de Tay Ninh siempre lo exasperaban[21].
Trinh Sat vivía al margen de la secta. El papa caodaísta había intentado
comprarlo, y luego hacerlo asesinar. Trinh Sat se había embolsado el dinero, y
después había hecho despellejar vivos a los matones que el jerarca le había enviado.

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El coronel Teryman fue el primero en comprender que Trinh Sat estaba devorado
por la ambición de poder, y que su nihilismo era el de un jefe de Estado frustrado. Le
había proporcionado armas y subsidios, ya cambio, el disidente caodaísta había
prestado juramento de fidelidad al presidente. Trinh Sat no había sentido nunca
vergüenza, ya que nunca se sintió ligado por ninguna promesa.

A las 7:30 de la tarde, al pasar por la entrada de Cholon, Calamar, que no había
podido hallar a Vernier, oyó algunas ráfagas de ametralladora. Un grupo de
paracaidistas vietnamitas acababan de atacar un puesto de guardia Binh Xuyen. El
periodista golpeó ligeramente la espalda del chófer del taxi y le ordenó que corriera
más. No le gustaba verse enredado en esa clase de turbulencias.
El taxi dio media vuelta y regresó a Saigón.
El coronel Broussaille, a quien Rovignon había estado buscando por toda la
ciudad, se hallaba en Puente del Arroyo, en la residencia de Le Dao, el jefe de los
Binh Xuyen. El coronel le había enseñado al antiguo pirata cómo se «abría» el
champaña, y Le Dao hacía subir incesantemente botellas, para quitarles el corcho a
bayonetazos. El champaña caía sobre las mesas y las ropas de las muchachas.
Le Dao, con su enorme mandíbula colgando, vestido de blanco, un casco de
aviador en la cabeza, la tez más negra que amarilla, y azulados los labios,
contemplaba a su alrededor su abigarrada corte. Sus rasgos, completamente
inmóviles, no tenían ninguna expresión, y era preciso conocerle muy bien para
comprender que estaba enfurecido.
Aquella tarde se había enterado de la traición de sus dos tenientes. Convencidos,
por una mujer a sueldo del presidente, se comprometieron, por una importante suma y
la promesa de un ascenso en el ejército vietnamita, a apresar a Le Dao y entregarlo
vivo. Pero un polizonte les había oído discutir su plan y había corrido a prevenir al
Binh Xuyen. Le Dao había hecho comparecer a los oficiales, con las manos atadas a
la espalda.
Les había escuchado proclamar su inocencia durante más de una hora. Primero
sus manos, luego su rostro, y después todo su cuerpo, empezó a temblar. Le Dao,
entonces, les clavó un machete en el vientre a cada uno, y estuvo contemplando la
agonía de aquellos dos cerdos a los que había engordado y enriquecido.
Le Dao había sido traicionado varias veces y había traicionado a su vez. Esto
formaba parte del reglamento. No se conseguía el puesto del jefe más que
asesinándolo, o entregándole a sus enemigos. Pero los dos tenientes no querían más
que dinero y un ascenso, no el poder; así, querían traicionar a la secta, o sea, a la
patria.
Desde hacía algunos meses, bajo la influencia de su consejero Tai, un oscuro
profesor de ideas brumosas, y del coronel Broussaille, jefe de los servicios franceses
de Información, Le Dao creíase llamado a representar un gran papel político. Aunque
muy confusamente, había adquirido la noción de Estado y actualmente concebía al

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Vietnam del Sur bajo la forma de un inmenso clan del que él sería el jefe.
En su origen, los Binh Xuyen no habían sido otra cosa que ladrones de juncos,
originarios del poblado de igual nombre. Le Dao, uno de los suyos, hijo de un
encubridor de búfalos robados, consiguió darles algo parecido a una organización.
Trabajaron con los japoneses, con el Vietminh, pero, sobre todo, por su propia cuenta,
pirateando, robando y asesinando. Los vietminhs, hartos de tantos excesos, quisieron
exterminar a unos aliados tan molestos.
Résengier, por mediación de uno de sus adjuntos, el teniente Le Teylier, se puso
en contacto con ellos y negoció su alianza. Le Dao, que a los quince años había
asesinado a un cooli para robarle tres piastras, era ahora el hombre de confianza del
emperador, quien le había otorgado el arriendo del juego, y la dirección de la policía.
El teniente Le Teylier, desmovilizado, era el hombre de negocios de Le Dao. Había
engordado de tal forma, que se le conocía bajo el mote de «el Gordo».
El coronel Broussaille se acercó a Le Dao, y Tai, a un parpadeo de su jefe, se
aproximó también. En todas sus conversaciones les servía de intérprete.
—Mi general —empezó Broussaille.
El emperador acababa de nombrar a Le Dao general, a cambio de un mayor tanto
por ciento en el juego.
—Mi general, Résengier tal vez estará aquí mañana, o pasado mañana. Y debo
recordarle que no tiene ningún cargo oficial. Por lo que no podrá darle ni armas ni
soldados.
—Lo sé, pero quiero recibirle magníficamente —contestó Le Dao—. Formaré un
batallón para que le presenten armas, y estará allí todo mi Estado Mayor. Daré una
gran cena en su honor, con las más bellas jóvenes de Cholon, y podrá tomar consigo
la que quiera. Así comprenderá que ya no soy el jefecillo que había conocido antaño.
Tai, que odiaba a Broussaille, insinuó suavemente en francés:
—Résengier conoce muy bien nuestro país y habla nuestro idioma. Se marchó
muy pobre. Broussaille meneó su enorme papada. Había captado muy bien el oculto
sentido de las dos observaciones poco agradables. Pero había ganado la partida.
Résengier no llegaría a Saigón más que para ser reexpedido a Francia.
El coronel, con mucha habilidad, había persuadido al general alto comisario que
los jefes de secta acogerían con desagrado el retorno del hombre que les había
conocido tan miserables. Había hecho un detallado recuento de los informes
obtenidos por sus servicios, según los cuales los americanos estaban furiosos y
consideraban como una provocación la presencia de Résengier en el Vietnam. El
presidente del Consejo, empujado por el coronel Teryman, podía promover un
escándalo que alertaría a la opinión mundial.
El alto comisario quería estar en buenas relaciones con todo el mundo: con el
Gobierno vietnamita y las sectas, con los americanos y también con su conciencia.
Así, le había rogado a Broussaille que «sugiriera» a Résengier, en interés de todos,
que cogiera el próximo avión.

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Entró un oficial Binh Xuyen. Alrededor de su brazo llevaba una venda
ensangrentada, y sus ropas estaban cubiertas de barro. Había perdido su gorro verde.
—Los paracaidistas del ejército nacional nos han atacado —anunció—. Tres de
mis hombres han muerto… Para salvarme, he tenido que saltar dentro del arroyo.
Le Dao se puso de pie, cogió una copa y la rompió. La cólera le descompuso el
semblante, deformándose completamente.
—¿Y no habéis sabido hacerles frente, asquerosos cerdos?
Acto seguido abofeteó al teniente y le arrancó los galones.
En el enorme salón se produjo un silencio expectante; las mujeres recularon hacia
los muros. Le Dao mostraba sus dientes, como un tigre cuando ríe:
—Le arrancaré las entrañas a ese impotente de Dinh Tu…, a él y a todos sus
hermanos.
Sus venas del cuello latían descompasadamente, y un velo rojo le oscurecía la
visión. Se dejó caer en su sillón, reclamando al doctor Souilhac. Nacido para vivir en
la jungla, dormir en el suelo y alimentarse con un puñado de arroz, regado con
ngocman, ahora comía y bebía demasiado.

Julien esperó a Perla en el «Continental» hasta las ocho, pero la joven no


compareció. Calamar, a la vuelta, le hizo compañía una media hora, pero no le invitó
a comer en su casa. Desde que vivía con su china, no podía llevar a la casita que
ocupaba detrás del Círculo Deportivo más que a los invitados que placían a la
muchacha, y Julien no se contaba entre éstos. Desamparado y aburrido, Bréhat subió
hacia la catedral, atravesó la glorieta y llegó a las oficinas de la A. F. P. (Agencia
France Presse). Rovignon y Kieu vivían en el primer piso. Estaban disputando. Kieu
quería salir, ir al cine y luego a un club nocturno a «dejarse ver», lo que se había
convertido en su obsesión. Pero el periodista estaba como atornillado al lado de su
teléfono. Julien le propuso remplazarle allí.
Rovignon y Kieu pasaron algo más tarde por delante de las oficinas de la agencia;
Rovignon vestido de blanco, y Kieu con un vestido a la europea, parecido a los que
solía llevar Perla. Pero a ella no le sentaban bien. Asimismo, tampoco le sentaba bien
Saigón.
Rovignon, para no exteriorizar cuán reconocido le estaba a Julien, gruñó:
—Si tienes sed, sube al primer piso; hallarás cerveza en el frigorífico y un pedazo
de pollo. No pasará nada, estarás muy tranquilo.
Pero no fue así, y Julien estuvo corriendo por toda la ciudad.
Pescaron a una docena de cadáveres que flotaban en el Arroyo Chino: tres
paracaidistas, cuatro Binh Xuyen y otros hombres que no llevaban uniforme:
informadores, policías o matones a las órdenes de Trinh Sat.
A las once y media de la noche, y en la calle Richaud, mataron a un hombre. Salía
de un chalet y había subido a un coche. La ráfaga de ametralladora le cortó en dos.
Tres vietnamitas salieron de detrás de unos árboles, dirigieron la luz de una

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linterna al cadáver y parecieron disgustados. Luego dirigieron el débil haz de luz
hacia el portal cuyo número era el 117. Sin apresurarse, con la metralleta en la mano,
los asesinos subieron a un jeep conducido por un soldado; arrancó con un gran ruido
de cacerolas.
Así fue como mataron a Perdrieres, un eurasiano, empresario de Obras Públicas
en Haifong, llegado la víspera a Saigón, en lugar de matar a Lai, uno de los matones
de Le Dao, que había ido a buscar a una «taxi-girl» al número 107 de la misma calle.
El «coronel» Hoang dormía en su despacho cuando sus hombres fueron a darle la
nueva. Les trató de perros estúpidos, y cuando hubieron desparecido, se encogió de
hombros.
No iba a tardar en correr la sangre; en las calles hacía falta mucha sangre para que
la gente se diera cuenta de que el presidente virgen aún existía. Inocentes o culpables,
franceses, eurasianos o vietnamitas, esto no tenía ninguna importancia.
A la una de la madrugada, Perla llamó a Julien.
—Pero ¿dónde estabas? Por suerte, Rovignon, que está con nosotros, nos ha
dicho que te hallabas en la agencia. Sí, estamos todos en «La Cabaña». Ven; de toda
la pandilla, tú eres el único que sabe bailar.
Y rió guturalmente.
—Y además…
Julien fue a tomar una ducha al cuarto de baño de Rovignon. Por todas partes
había «slips» y combinaciones sucios, pero el estante bajo el espejo estaba atestado
de botes y frascos de cosmético y colorete.
Un ciclo a motor le condujo al cabaret.

En el oeste de Cochinchina, Le Son, un jefe de banda Hoa Hao, aprovechó que la


noche era muy oscura, más que de costumbre, para asaltar un puesto del ejército
nacional.
Le Son había pasado la tarde pegado a un mango, con las rodillas levantadas
hacia el mentón, y un deshilachado sombrero de tamojal en la cabeza. Estaba
espiando en el cielo los primeros relámpagos de la tormenta que presagiaban el vuelo
rasante de los pájaros y la agitación de los peces del rach[22].
Las lluvias no iban a tardar en presentarse, y todas las provincias de Ha Tien y
Rach Gia quedarían cubiertas por las aguas. El cielo y la tierra se confundirían en un
abrazo tibio y fantástico. Cada poblado se convertiría en un islote, pero para circular,
sus soldados tendrían que utilizar las barcas de rafia trenzada o los sampanes que
cada golpe de remo inclina a un costado.
Le Son había enviado sus reservas de arroz y sus depósitos de armas del Mekong
al golfo de Siam. Particularmente, carecía de morteros y bazookas. Pero hasta el final
de la estación de las lluvias, no arriesgaba nada: las divisiones blindadas del
presidente no podrían penetrar en su feudo.
Sabía que Résengier iba a venir. Gracias a su intervención, estaba seguro de

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obtener armas. Le diría que desconfiara de todos los demás, que eran unos débiles y
unos cobardes, que se habían podrido en las ciudades, en tanto que él había
continuado la misma vida cruda de la selva, obligando a sus hombres a correr por los
senderos y a alimentarse con un poco de arroz.
Los soldados de sus tres regimientos estaban flacos y caminaban descalzos; pero
las armas que tenían, muy dispares, estaban en buen estado. De todo el oeste, eran los
únicos que habían conservado intactas las enseñanzas Hoa Hao que, en un día de
tormenta como aquél, Huyn-Fu-So empezó a predicar al pie de las Siete
Montañas[23].
La secta contaba ya con un millón de adeptos y un ejército privado de 20 000
hombres, dividido en tres grandes bandas que se mataban entre sí, de vez en cuando.
Tran-Kinh, uno de los jefes de banda, fue nombrado general. Otro, un mestizo
chino, Ba Tan, llegó a coronel. Ambos habían engordado, ganando condecoraciones.
Le Son era el tercero y se había nombrado a sí mismo general, pero seguía estando
delgado.
De todos los jefes Hoa Hao era el único que conserva todo su prestigio. Viviendo
en medio de las ciénagas y los bosques del oeste de Cochinchina, vigilaba las Siete
Montañas y el poblado donde nació el Maestro. Como él, se había dejado crecer el
cabello, que le colgaba por las espaldas, y no poseía nada, ni siquiera una cabaña de
paja.
Si lo hubiera deseado, el presidente y sus americanos le habrían dado millones de
piastras, coches y una villa en Saigón. Habría podido dormir con todas las mujeres en
las que pensaba cuando la fiebre le impedía dormir, cuando la tos le desgarraba el
pecho, obligándole a escupir sangre.
A su izquierda, un relámpago iluminó las negras aguas del rach, y una pagoda
medio derruida a su derecha, de la que salieron volando tres cuervos. Pero no fue
acompañado de ningún trueno, y las aguas siguieron suspendidas en el cielo.
Bo, uno de sus tenientes, llegó corriendo. Siempre hablaba muy de prisa, batiendo
los brazos al aire, y Le Son tuvo que hacerle repetir tres veces lo que decía, antes de
comprender que el bonzo que le traía informes de Saigón acababa de llegar.
Se puso de pie con pena, ya que sabía que el sacerdote no le hablaría más que de
traiciones y de piastras, de la insolencia de los batallones católicos del norte que
servían de custodia al presidente, y de la maldad de Le Dao, que no pensaba más que
en conservar sus casas de juego de Cholon, sus fumaderos y sus casas de prostitución.
El odio le atenazaba las entrañas y sentía deseos de matar. Le Son no llevaba
nunca armas; tanto era el miedo que le tenía a su propia cólera. Un día mató a dos
hombres que no se habían puesto de pie a su paso, y otra vez, ante sus oficiales, se
cortó el tercer dedo de su mano con un puñal, y lo aplastó en el suelo con sus pies.
Una vez hubiera oído al bonzo, tembloroso de miedo, y le hubiera lanzado al
rostro algunos miles de piastras, sacadas de un cestito, iría al encuentro de su querida
Xuan, de piel clara, dulce como un mango maduro y la abrazaría. La amaría

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apasionadamente, las paredes de la cabaña girarían en torno suyo y el mundo le
pertenecería. Pero si la joven no se portaba tal como él quería, la golpearía como a un
búfalo.
El bonzo, por una vez, le traía un excelente informe. A quince kilómetros, un
puesto del ejército nacional había recibido del Mekong dos ametralladoras pesadas,
tres morteros del 60 con sus municiones, cincuenta fusiles y cinco fusiles
ametralladores.
La guarnición se componía de un centenar de soldados mandados por un joven
capitán que sufría mucho con aquel exilio. Todas las noches le escribía largos poemas
a su joven esposa y hacía quemar pebetes de incienso ante su retrato. No comprendía
a sus hombres y éstos no le querían.
Le Son olvidó enseguida a Xuan y decidió atacar el puesto. Embarcó a dos
compañías en sus juncos, y en medio de la noche los envió a tierra, a algunos
centenares de metros de las alambradas. Sus hombres, silenciosos, ligeros, se
confundían con las sombras. Entonces avanzaron hacia la parte norte del puesto dos
secciones en formación desplegada, haciendo el menor ruido posible, prestos a
disparar. Durante este tiempo, con una compañía, Le Son atacaba la parte sur, del
lado del río. Llevando como los voluntarios de la muerte vietminhs, cargas explosivas
al extremo de largas pértigas de bambú, unos coolies sin armas hicieron saltar las
redes de alambradas. Previamente, se les había hecho beber grandes cantidades de
choum para doparles.
El teniente Bo, con sus bazookas, abrió una brecha; Los soldados del ejército
nacional se defendieron muy mal. Era de noche y la temían. Como circulaban
horribles historias de asesinatos en masa a cargo de los hombres de Le Son, se
dejaron decapitar sin oponer excesiva resistencia.
Le Son, siempre sin armas, llegó a la estancia del capitán. Este tenía el pecho
atravesado por dos balas y de su boca se escapaban burbujas de sangre. Le Son no
pudo leer, en aquel rostro indiferente, ni odio, ni miedo, ni sufrimiento, lo que le
enfureció. Cogió el revólver de uno de sus hombres, y vació el cargador en la nuca
del oficial.
Entonces divisó el retrato de la joven esposa con los diamantes en las orejas, sus
cabellos cortos y rizados, y su sonrisa en la que se mezclaban la ternura y la burla.
Arrojó el retrato al suelo y lo pisoteó. Odiaba a aquella joven, bella y sonriente,
educada en el lujo; odiaba al mundo entero y habría querido incendiar una ciudad.

«La Cabaña» tenía aire acondicionado, y al entrar desde la noche cálida en


aquella fresca caverna, Julien estornudó, lo que provocó las risas. La pandilla de «el
Gordo» armaba mucho ruido y acaparaba la atención de todos los camareros. Pero
Julien no vio más que a Perla, con su vestido de colores chillones.
El sudor perlaba sus rojos cabellos en las sienes, ya que aunque cuarterona,
nacida en Saigón, Perla era pelirroja. Su abuela vietnamita no le había legado más

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que sus ojos ligeramente oblicuos, sus altos pómulos y sus joyas. Perla jugaba con un
anillo de oro que engarzaba una gran piedra de jade verde, haciéndolo girar en su
dedo. Perla trataba de recordar el nombre de aquel teniente de navío con el que había
pasado la siesta. Era un joven de esos de tez suave, contra los que una joven restriega
su cuerpo como con una pastilla de jabón; Marceuil…, Merceuil…, no, más bien era
Mareuil.
Sentada a su lado, a disgusto, y con el semblante contraído, Kieu parecía muy
joven, pese a todos sus afeites.
Julien, mientras avanzaba a través de las mesitas, comprendió que si Hanoi había
sido una ciudad a la que había amado gracias a Kieu, Saigón era una ciudad
cuarterona, era la misma Perla. Pero Saigón, igual que Perla, era una urraca avarienta
y sin corazón, que sin cesar le engañaba. Rovignon se aburría. A su lado, «el Gordo»
estaba bebiendo. No se veía el vaso, oculto en su enorme mano, pareciendo así que se
chupase el pulgar. Tenía la misma talla y la misma complexión del periodista, pero
debía pesar veinte kilos más.
Perla sonrió a Julien, acariciándole el brazo.
—Así —dijo—, nos volveremos serios, ¿se hacen relevos de noche?
—¿Qué ha ocurrido? —se interesó Rovignon, dirigiéndose a Julien.
Julien contó los acontecimientos de la noche, y como no había otra cosa sobre la
mesa, se bebió la copa de champaña que le entregó Perla.
Kieu tuvo un recuerdo doloroso. Antaño, le hubiera ofrecido su copa, pero ahora
se quedó sentada, triste, y sin saber qué decir.
El barón Berthier, marido de Perla, con un gesto nervioso, volcó la botella.
Julien se preguntó, una vez más, por qué Perla se había casado con aquel
abominable chacal que vivía de los restos que le dejaba «el Gordo».
¿Para convertirse en baronesa Berthier? ¿Para huir del convento de huérfanas de
Albi, que era una ciudad rosada pero muy aburrida, volver a Indochina en donde
había nacido, y de la que ella conservaba la marca y una vaga nostalgia? Había salido
de aquí a los seis años. ¿Para tener dinero? Berthier ofrecía el mismo aspecto que
otros muchos. Con sus piernas torcidas, su prominente panza, sus ojos salidizos, su
cráneo pelado y sus manos siempre destilando un sudor frío, se parecía mucho a un
batracio.
Molesto por la mirada de Julien que le recorría la figura sin indulgencia, el barón
preguntó con su bella voz de barítono meridional:
—Así, usted que es periodista, ¿qué opina de toda esta historia? Espero que
Francia sabrá cuál es su deber, y defenderá a sus aliados… Le Dao ha hecho mucho
por nosotros.
Julien se horrorizó.
«Va a pegarle», pensó Perla, divertida.
—Caballero —dijo secamente—, yo soy tan periodista como usted negociante; es
una etiqueta como otra cualquiera. Déjeme en paz.

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Rovignon pretendió contemporizar.
—Sin embargo, aunque finjas lo contrario, te gusta tu oficio.
Julien dejó que su cólera se desvaneciera. Apreciaba mucho a Rovignon desde
que tuvo el valor de casarse con Kieu.
Además, lo que decía era cierto. Julien empezaba a interesarse por la política, tal
vez porque en esta parte del mundo se despojaba de toda hipocresía sin tener en
cuenta la opinión pública, ese conjunto de sentimientos desordenados y
contradictorios que los políticos se creen obligados a conjurar, como los brujos
negros a los fetiches que ellos mismos han creado.
—¿Bailamos? —rogó Perla.
La orquesta filipina inició una rumba. Julien la apretó contra su pecho, tratando
de acariciar aquel cuerpo que la joven le negaba desde hacía un mes.
Perla le alejó suavemente.
—Hace mucho calor… y nos están mirando.
—Como si no te gustase que te miren.
Mientras bailaban por la estrecha pista, pasaron cerca de una mesa a la que estaba
sentada, entre un coronel vietnamita y un capitán francés, una joven sonriente,
ataviada con una larga túnica de seda y pantalones de satín blanco.
Era tan hermosa, tan radiante como Kieu seis meses antes en Hanoi, y como ella,
llevaba dos diamantitos incrustados en los lóbulos de sus orejas.
La vietnamita le sonrió a Julien, el cual le devolvió el saludo, esperando, aunque
sin grandes ilusiones, que aquello pondría celosa a Perla.
—La conozco —díjole la joven—. Puedo presentártela. Su marido es capitán,
destacado en el oeste, y de noche se aburre. Es hija de buena familia, educada en el
convento de los Pájaros de Dalat. Le he conocido algunos amantes. Sabe
entretenerlos. El coronel la aburre y el capitán es un pesado.
Perla dedicó un gracioso saludo a la joven. Una vez más, Perla le había arrastrado
a aquel juego sutil que a ambos complacía jugar.
—Me gustaría encontrarme con ella mañana por la noche —indicó Julien.
Perla se rió con su risa exasperante y gutural.
—Pero a lo mejor mañana me gustará que te quedes conmigo.
Julien, al conducirla a la mesa, le acarició la cintura y ella le dejó hacer.
«El Gordo» no escuchaba la música ni se fijaba en nada; reflexionaba sobre la
visita que le había hecho un rico comerciante chino en aquel despacho de Dakao, que
todavía mostraba una placa de cobre incrustado de verdegris: «Jean Le Teylier,
abogado de los Tribunales»…
—De la Corte de los Milagros —había comentado un día Julien.
El chino, un tal Quan Chu, llevaba un traje crema y zapatos de piel de cocodrilo;
lucía una horrible corbata americana, y unas enormes gafas negras sólo descubrían la
mitad de su rostro. «El Gordo» tenía costumbre de recibir visitas. Hizo servir el té, y
antes de que su visitante se lanzara a explicarle el motivo de la entrevista, le habló del

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convoy de juncos cargado de paddy[24] que al día siguiente debía remontar el arroyo
chino.
—Esos juncos son suyos, ¿verdad?
El chino asintió con la cabeza, y de repente, muy voluble, juró que aquel paddy le
había costado muy caro, que tuvo que pagar toda clase de impuestos, primero a los
Hoa Hao que gobernaban el oeste, para poder comprarlo a los aldeanos; al
gobernador de la provincia, a fin de obtener una licencia de transporte; y al ejército
cuyo puesto bloqueaba el canal; y ahora, los hombres de La Dao, los Binh Xuyen, le
reclamaban 500 piastras por tonelada.
El chino abrió su cartera y sacó un montón de billetes que depositó sobre la mesa.
Cincuenta mil piastras estimó «el Gordo», aproximadamente.
—¡Intervenga cerca de Le Dao, usted es amigo suyo!
—No, su agente de negocios. Usted transporta trescientas toneladas de paddy, lo
que equivale 180 000 piastras.
—Pero perderé dinero.
—Aumente el precio del arroz. El chino volvió a guardarse sus billetes, y se
marchó. Como todos los miembros de la cofradía de Cholon, estaba completamente
al corriente de la evolución política. «El Gordo» había comprendido enseguida que si
el chino se negaba a pagarle los impuestos a Le Dao, es porque le juzgaba perdido en
su lucha contra el presidente.
¡Y Résengier, al que estaban esperando, y del que nadie tenía noticias!
El doctor Souilhac estaba embriagado. Poseía un semblante liso, tan pálido como
el albatros, ojos grises muy claros, húmedos y casi tiernos, ojos de alcohólico y de
drogado. Su boca movible de gruesos labios, a veces se torcía en una mueca infantil.
Sus manos eran admirables largas y musculosas.
Souilhac gozaba de muy mala reputación. Era el médico personal de Le Dao y
reclutaba su clientela entre los chinos ricos que le pagaban cada mes una cuota,
estuvieran o no enfermos. Se movía por entre un sistema de relaciones, complicidad y
servicios pedidos o realizados. Sin ilusiones, sabía que todo iba a derrumbarse. Le
Dao y su banda serían barridos, los chinos ricos abandonarían Cholon, y no le
quedaría otra solución que la de convertirse en médico de comarca, o enterrarse en un
miserable agujero del mediodía de Francia.
El doctor vivía de noche, como si temiese al sol. Conocía todos los misterios de
Cholon y de Saigón. No había ningún camastro de fumadero en el que no se hubiera
tendido; ni un solo burdel, oficial o clandestino, reservado a los chinos ricos o a los
soldados, de cuyas jóvenes no hubiera gozado. Le gustaba vivir en este universo de
rameras, hombres vacilantes, brutales luces y rincones sombríos alrededor de la
lámpara de opio.
También pensaba en Résengier, que le había arrastrado, junto con «el Gordo», en
una aventura que olía a opio, a sangre, a dinero y a mujeres. Pero Résengier se había
llevado la aventura consigo no dejándole a «el Gordo» más que dinero, y aún menos

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a Souilhac: el opio y las mujeres.
Kieu tiró a Rovignon de la manga.
—Vámonos —le dijo—. Te acuestas demasiado tarde y por las mañanas no
puedes trabajar.
Rovignon por poco si se ahoga.
—¡Tienes cada cosa…!
Una vez ambos fuera, Souilhac pareció despertarse.
—¡Es idiota! —rió—. Me gusta Kieu.
«El Gordo» se echó a reír a su vez.
—A ti te gustan todas.
—Es una muchacha marcada… por algo…, tal vez una gran desgracia… y sólo
me gustan las jóvenes marcadas.
—Kieu ha perdido su ciudad —explicóle Julien.
Perla le ofreció otra copa de champaña. Le gustaba hacerle beber, ya que entonces
Julien se comportaba como un granuja.
—Todos pensáis en ese Résengier —exclamó de pronto—. Lo estáis esperando
como a la lluvia, y como ella, no viene.
—Yo, no —protestó Perla.
La joven no sabía por qué había experimentado la necesidad de mentir. Julien
prosiguió:
—¡Me gustaría saber cómo es!
A Souilhac le costó un gran esfuerzo recordar a su amigo. Su cerebro estaba
embotado por una espesa bruma.
—Es un gran tipo de cuerpo delgado y largas piernas, un poco desgarbado…
Interrumpiendo su descripción, volvió a beber.
Un boy, pasando por entre las mesas, se acercó a la joven vietnamita de la túnica
de seda. Esta perdió su color de melocotón, se levantó y salió.
Un ligero clamor dominó el local, por encima de la música para volver a
extinguirse acto seguido.
Souilhac hizo chasquear los dedos y el boy se le acercó.
—El marido de esta dama —le explicó—, un tal capitán Dong, acaba de ser
asesinado por una banda de Le Son.
Holden, el fotógrafo, derribando un asiento, se les acercó. La banda de «el
Gordo» lo había adoptado porque nacido en el Maine, el americano hablaba con un
encantador acento del Berry.
—Este tiempo es insoportable —exclamó—. Se espera la lluvia y la guerra… y
no llega nada.
—Bebe —le aconsejó Souilhac—, y no esperes; si no tu hielo se fundirá y se te
calentará el whisky.
Perla y su marido se retiraron, y luego «el Gordo». Antes de partir, llevó aparte a
Julien.

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—Ven a verme mañana. Por una vez, soy yo quien te necesita.
Souilhac propuso entonces dar una vuelta por el reino de Le Dao. No podía
acostarse antes del alba.
Cada uno alquiló un ciclo a pedal para gozar de la ligera frescura de la noche.
Balanceándose al ritmo de los pies descalzos de los coolies, se hundieron en la zona
sombría que separa Cholon de Saigón. En la calle de los Marinos se detuvieron
bañados en luz multicolor, en medio de la cacofonía, de la excitación, de los gritos
que acompañan a todos los chinos en su nacimiento, en su vida y en muerte.
Una «taxi-girl», desdeñosa y pintarrajeada, descendía de un ciclo frente al
establecimiento que la empleaba de noche.
A la luz clara y vibrante de una lámpara de acetileno, un viejo, con el torso
desnudo, desdentado y feliz, vendía sopa china en unos tazones descascarillados.
Unos soldados franceses remontaban la calle gesticulando y obstaculizando el paso a
las mujeres. Habían bebido mucho choum y se mostraban groseros.
Unos mendigos asaltaron a Julien; blandían sus purulentos muñones; sus ojos
estaban vidriosos, salientes las costillas, y su aliento olía a pulmones podridos. Julien
tuvo que apearse de su ciclo para huir de ellos. Odiaba la miseria y la fealdad, odiaba
su propia imagen que hallaba deformada en aquellos cuerpos desarticulados, en
aquellas bocas desdentadas. Por ello, temblaba de miedo y furor.
Holden, con ambas manos en los bolsillos, miraba jugar a unos niños en una
charca de agua, en la que se reflejaban los neones azules y rojos de los rótulos
luminosos.
Holden estaba casado con una japonesa con la que había tenido tres niños que se
parecían a su madre y a estos «nhos» de trasero al aire, que balbucían apenas a la
luminosidad temblorosa de los neones.
Pero sus hijos ya hacía mucho rato que estaban acostados mientras que esos otros,
como sus padres, parecían no preocuparse ya de la noche y el día.
En un cabaret de segundo orden alquilaron a unas «taxi-girls» que dieron vueltas
entre sus brazos, ligeras, inertes como muñecas de caucho. Luego se sentaron a su
mesa, sonrientes, maquilladas, descortezando con hábiles gestos dignos de los monos,
granos de sandía. Acabada la hora de alquiler, se levantaron y, sin un saludo,
volvieron junto a la vieja «madre», que las envió a otras mesas. Indiferentes, se
dejaban acariciar al bailar, siempre que los gestos no fuesen muy atrevidos y no se les
pudiera ver desde la sala.
Visitaron el inmenso lupanar que acababa de hacer construir el Binh Xuyen y en
el que habitaban más de mil jóvenes. Vivían en grupos de diez, en una especie de
pisos, iluminados violentamente por unos tubos de neón chillón, y amueblados con
un tocadiscos, una nevera, y un mobiliario rígido y barato, adquirido en el bulevar
Barbés. La prostitución allí tenía, de pronto, un helado aspecto de vicio sintético.
Souilhac eligió una pequeña ramera camboyana, negruzca y sonriente. Una vez
más, esperaba que de aquel abrazo amoroso saldría algo nuevo. La joven trató de

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fingir un gran placer, pero sin mucho éxito. No logró vencer su indiferencia, y el
médico se preguntaba qué significaría aquel movimiento de piernas.
Holden no se preocupó mucho de su compañera. Al marcharse le golpeó la
cadera, y le dio una buena propina.
Julien se había dejado arrastrar por una débil vietnamita. Rabioso, se esforzaba en
reanimar su cuerpo inerte mediante caricias, pero la joven permanecía insensible,
siguiendo con la vista un lagarto que corría por el muro.
Fueron luego a jugarse el dinero en las mesas del «Gran Mundo», donde el
famélico cooli echaba sobre el tapete las cinco piastras que le permitían no morirse de
hambre, y el coronel perdía la caja de su regimiento.
A las tres de la madrugada, los tres estaban en un pequeño fumadero, junto al
arroyo chino. La peste de las ciénagas y el pescado seco se mezclaba al insinuante y
corrompido aroma del opio. Era una cueva groseramente excavada; a cada lado unos
camastros de madera, y por toda luz, la llama dorada de una lámpara de aceite.
Habían reemplazado sus empapadas ropas por unas batas de seda rosa, por las que
corrían unos dragones rampantes.
Souilhac fumaba, y su semblante, a la vacilante luz de la lámpara, se
descomponía en una serie de manchas de sombra y de luz. Una adolescente de largos
cabellos se tendió junto a él, con la cabeza a la altura de su cintura. Con la mano, la
atrajo hacia sí, y ella empezó a acariciarle, medio hundida en los pliegues de su
kimono. El boy ofrecióle la pipa al médico, después de haber calentado una bolita de
opio sobre la llama, pero aquél no dio más que una breve chupada. El boy la terminó.
Souilhac, en los fumaderos, jamás daba propina, pero compartía la droga.
Ante sus ojos se agitaban diversas imágenes, al ritmo acelerado de los viejos
films mudos. Solamente lograba apresar una de ellas, aunque era la más penosa de
todas. Le transportaba a los dos años de estancia en una pequeña población del M rica
negra, donde había actuado como médico. Las mujeres sufrían unas reglas que
duraban ocho meses; los hombres se saturaban de alcohol como esponjas, y luego se
descomponían. El administrador había sido abandonado por su mujer y vivía con una
negra; Souilhac y el misionero hacían lo mismo.
Los buitres, de cuello rapado, devoraban las basuras; reemplazaban a los servicios
de sanidad inexistentes. Cada quince días, un avión procedente de Dakar aterrizaba
por la tarde y volvía a partir a la mañana siguiente. Así que oían el ruido de los
motores, los buitres abandonaban sus basuras, y a centenares, pustulentos, batiendo
sus inútiles alas, se arrastraban en fila india por el sendero que llevaba al campo de
aviación. Los camiones y los jeep los aplastaban, los negros los mataban a palos, pero
ellos continuaban, siempre en fila, su dolorosa marcha. Se agrupaban tras la cola del
aparato. Cuando se cambiaba de lugar al aeroplano, se desplazaban con él; cuando se
lo llevaban a un hangar, se quedaban ante las cerradas puertas.
Los buitres, demasiado gordos, esperaban que despegase. Ellos no podían ya
volar, pero gracias a la corriente de los motores, lograban planear sobre el suelo.

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Después del paso de cada avión se veía sobrevolar durante varías horas a todos
los buitres del poblado por encima de las chozas de tejados de palastro, y las cabañas
repletas de negros. Luego, se posaban en tierra y volvían a sus nidos, otra vez
innobles y gordos, para otros quince días.
Résengier quizá llegaría mañana. Souilhac y «el Gordo» tratarían de seguirle una
vez más, de despegar detrás de él. Pero los dos estaban demasiado hartos de basura y
les costaría mucho planear fuera de sus refugios.
Holden, que había comprado una botella de whisky, bebía largos tragos de
alcohol. Escuchaba a Yuziko, su esposa japonesa, inclinada sobre las cuerdas de un
chamissen[25], prolongando cada nota que arrancaba del instrumento, mientras que en
su jaula, un grillo cantaba a la noche que moría.
Julien estaba fascinado por la joven que le preparaba las pipas. Con la cabeza
reposando sobre un cubo de porcelana, y el resto del cuerpo en la sombra, era como
una máscara inmóvil atornillada a un zócalo. Sus manos que hacían rodar la bolita de
opio sobre la llama con ayuda de unas pinzas, tenían existencia propia de la que no
participaban ni el resto del cuerpo ni la cabeza decapitada.
Ni hermosa, ni fea, viviendo en aquella fosa y sin salir jamás al exterior,
atiborrada de droga, poseía el poder de maleficio de esos bronces misteriosos que
datan de los orígenes del hombre.
Julien habría podido atraerla hacia sí; no le habría opuesto la menor resistencia,
haciendo deslizar con un gesto mecánico su pantalón de seda negra; pero no se
atrevía.
De pronto sintió hastío de aquella fosa, de sus dos compañeros y de la joven. Se
levantó y salió vacilando, a la noche violeta que en Saigón precede al alba, con sus
colores de seda gris y azul.
Halló un ciclo, al que tuvo que hacer detenerse dos o tres veces para vomitar. Los
olores de la ciudad, atenuados por un instante, renacían con la aurora. Aún estaban
diversificados, pero un poco más tarde se mezclarían para inundar las calles con sus
aromas pestilentes o tan dulzones que daban náuseas.

Con la boca abierta, Calamar roncaba todavía, aunque el sol, ya muy alto, hubiera
invadido su dormitorio. Tiao, su china, le sacudió, ya que tenía cosas importantes que
pedirle.
Calamar gruñó:
—¡Me fastidias! —Y volvió a dar media vuelta en la cama.
La mujer tenía gran necesidad de dinero para las nueve de aquella mañana. Su tía
Ho-t’ai, le había dicho que el precio del arroz iba a subir y que conocía quien vendía
una gran cantidad. Le había propuesto asociarse ambas, fijando su parte en 20 000
piastras. Ho-t’ai era rica. Habría podido prestarle dicha suma, pero sus principios le
impedían adelantar dinero sin recibir una garantía cinco veces superior a la suma;
claro que por esto era tan rica.

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En Soc Tranh, en el distrito de los coolies de una gran plantación de caucho, a
doscientos kilómetros de Saigón, el Comité Central del Nambo[26] se había reunido al
alba alrededor de Man La, que acababa de llegar de Hanoi, con las últimas
instrucciones de Ho-Chi-Minh. Man La que se llamaba Co cuando era comisario
público de la división 308, dependía directamente de Nguyen. Al llegar a ministro, el
antiguo politécnico había sido encargado de la lucha «contra el presidente Dinh Tu, a
sueldo de los americanos, contra las supervivencias del colonialismo del sur, y para la
reunificación del Vietnam en el conjunto de la República democrática».
El vietminh, en el mes que había seguido al armisticio, se había adueñado de las
plantaciones. Los canbos habían creado mutualidades obreras, coros, cursos de noche
para los analfabetos, organizándolo todo sobre la base de su meticulosa
administración, y se habían apoderado de las inmensas selvas donde millares de
coolies recolectaban la goma blanca de los heveas.
El edificio donde estaban reunidos los miembros del comité solamente estaba
amueblado con una mesa, varias sillas y una lámpara de acetileno que se balanceaba
en el techo. Man La, con su voz zahiriente, explicaba a los cinco hombres que le
rodeaban la táctica que había decidido adoptar el Comité Central:
—Van a estallar graves dificultades. El presidente del Consejo, siervo de los
americanos, y las sectas a sueldo de Francia, se batirán. Nosotros sostendremos…
—A las sectas —le interrumpió Ming, un anciano siempre ansioso de hablar, y
que se parecía mucho al presidente Ho, con su barbita agazapada en su mentón como
un paquete de hierbas.
—No, al presidente. Este, contra los franceses y las sectas, tratará de apoyarse en
el pueblo. Nosotros somos el pueblo. Por doquier nacerán comités revolucionarios. El
presidente derrocará al emperador.
—¿Y nosotros derrocaremos al presidente?
—Aún no. Nos apoderaremos de la administración, la pequeña administración. El
Gobierno cursará órdenes que serán interpretadas por los mandos subalternos según
nuestros principios, mientras por el país seguirán desbordándose los dólares
americanos. Si el presidente corre el riesgo de ser depuesto, ayudaremos a las sectas.
Estaremos en todas partes, con él y en contra suya, con el ejército y contra el ejército.
El Gobierno del Vietnam del Sur pronto no será más que una calabaza vacía. Un día
haremos estallar la calabaza. Entonces nacerá la República democrática del Vietnam
del Sur, que no tardará en unirse a la del Vietnam del Norte.
—¿Pronto?
—Dentro de seis meses, de un año, o de dos, esto no importa. No estamos ya
solos, camaradas; nuestra política va ligada al comunismo mundial.
El bello general Phang conocía ahora la desgracia, por haber olvidado un poco
este aserto, mientras que él, Co, que le había sucedido, había sido enviado al Sur para
encumbrarse.

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2
El hombre de las sectas
La jornada del 26 de abril, tanto en Cholon como en Saigón fue una de las más
tranquilas. Pero la amenazante tormenta seguía en el cielo, y la lluvia no llegaba.
Julien durmió hasta las once de la mañana, y luego se dirigió a pie a casa del
«Gordo». Su despacho, no de muy buen aspecto, pero en el que se trataban
importantes negocios —casi nunca regulares— se hallaba ubicado en el mismo barrio
populoso de Dakao donde vivía el joven. La vida era más cara en Saigón que en
Hanoi, y Rovignon pagaba mal. Cuando Julien se hallaba al cabo de sus recursos, le
pedía prestadas pequeñas cantidades al «Gordo», jurándole, eso sí, no devolvérselas
jamás. Estimaba que gracias a esos módicos préstamos no vendía su independencia, y
que únicamente los necios podían sentir amor propio en tan ridículas cuestiones de
dinero. Por las mismas razones, aceptaba que una mujer a la que había complacido, o
divertido, le ayudase a terminar la semana.
«El Gordo» estaba embutido en un sillón, frente a un ventilador. Le hizo signo a
Julien de sentarse, y luego escupió en un cenicero con la habilidad de un comprador
chino[27].
—Tengo un trabajo para ti, a medida —comenzó.
—No me gusta. Tus tráficos de armas y de drogas no me interesan más que de
lejos. ¿Qué ha sido de los tipos que enviaste a recuperar aquel depósito de opio, en
zona vietminh, oculto en unas viejas tumbas cerca de Sarn Neua?
—No hay noticias. Conocían los riesgos y no tenían que perder. Tenían diez
oportunidades sobre cien de triunfar, y diez sobre cien de ganar un millón de piastras,
mientras que en Saigón no hubieran logrado sobrevivir ni una sola semana. Tenían
muchas dificultades con la policía de los Binh Xuyen. Conozco muy bien la
diferencia entre unos bribones como ellos, buenos y aptos para todo, y un muchacho
como tú que picardea un poco por pura diversión. Me he expresado muy mal; no
tengo un trabajito para ti sino un servicio que pedirte. Va a venir un amigo…
—¿Te refieres a Résengier? Es el secreto de polichinela. Los jefes de sectas y los
militares franceses irán a recibirle al aeródromo al son de trompetas. Ni siquiera
faltarán algunos oficiales de la administración y un escuadrón de policías del
presidente. Tu amigo viene demasiado tarde.
—Llegará mañana, y quisiera que fueras a esperarle a un lugar que te indicaré
para entregarle un pliego.
—Si es para hacerte un favor, de acuerdo. Tengo curiosidad por conocer a ese
personaje. ¿Puedes decirme qué viene a hacer a Saigón?
«El Gordo» sacudió la cabeza y se negó a contestar. Aquel montón de grasa, a
veces era más hermético que un buda.
El joven, por otra parte, estaba ansioso de regresar a su habitación, sin ventilador,

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por la que corrían los lagartos. Una mestiza sinolaotiana, Li Kiao, debía esperarle.
Era la propietaria de un bar cerca del mercado, y él la veía desde mucho tiempo atrás.
Julien se fue. Poco después subía corriendo los peldaños de la escalera. La joven
ya estaba allí, ataviada con un corto vestido chino, que le llegaba a la pantorrilla. Con
aspecto sumamente disgustado contemplaba la mesa desordenada, el mosquitero
sucio sobre la cama, los trajes esparcidos por doquier, la ducha con los tubos llenos
de herrumbre.
Si no hubiera sabido que Julien era amigo del «Gordo», que a su vez era el
hombre de confianza de Le Dao, jamás habría ido a un lugar semejante, ya que
representaría enorme desprestigio para ella que la vieran allí. Pero los impuestos que
los Binh Xuyen percibían sobre los comercios como el suyo eran cada día más
pesados, y Julien le habría prometido que conseguiría la reducción de las tarifas… si
ella iba a visitarle.
Li Kiao poseía una bella carita, con cabellos muy cortos, pero su cabeza no era
más que una máquina de calcular, y su sinuoso cuerpo una vitrina para atraer a los
parroquianos. Jamás se equivocaba en las cifras, y no entregaba su cuerpo más que en
contadas ocasiones, y aun para obtener ventajas muy precisas, como un préstamo de
dinero, la complacencia de un policía, o el reconocimiento de un hombre acaudalado,
habitual del bar.
Julien la tiró sobre la cama, jugó con ella, le hizo reír y le procuró placer, lo que
estaba previsto en el contrato que ella había venido a cumplir.
Al cabo de una hora, Li Kiao, con gran extrañeza de su parte, le dijo al francés:
—Ven a comer conmigo. Mi cocinero guisa un estupendo pollo con pimientos.
El pollo era muy bueno. Julien durmió la siesta en casa de Li Kiao, ya que bajo el
bar poseía una amplia habitación, muy fresca; el joven prometió volver otra vez, cosa
que estaba seguro de cumplir, y de intervenir cerca de los Binh Xuyen, lo que jamás
había contado hacer, y refrescado por una ducha, saltó a un ciclo dándote la dirección
de la agencia.
El barrio residencial estaba sumido en la pesada siesta de la tarde. En la avenida
Charles de Gaulle, al pasar junto al jardín de una villa, Julien distinguió una esbelta
silueta, medio oculta por un macizo de flores rojas. Era Perla. Hizo parar el ciclo,
escaló la verja, y sin ruido, se dejó caer en el césped.
Julien había conocido a Perla a su vuelta de Hanoi, tras su estancia entre los
vietminhs, esperando al remplazante de Rovignon, que no acababa de llegar. Tres
meses de abstinencia en aquel cuartel convento, de discusiones incesantes con
aquellos seres minuciosos y puritanos que querían a toda costa convertirle a sus
doctrinas, le habían infundido un verdadero afán de libertad, de fantasía y de goces.
Perla se había mostrado muy simpática, y en los primeros tiempos de sus relaciones,
el joven nunca se hartaba de ella. Varias noches, mientras su marido dormía en su
habitación, él la había ido a buscar a la de ella, saltando aquella misma verja.
No había tardado en separarles un fastidio indefinible, y cuando Julien volvió a

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encapricharse de Perla, quizá incluso a amarla, la joven exigió que sus relaciones
fueran únicamente las de dos «buenos camaradas». A veces, en un baile, un
estremecimiento, una mirada, le decían a Julien que ella volvía a sentirse atraída
hacia él; pero no tardaba en apoderarse de ambos el hastío.
Perla vio a Julien y lanzó una exclamación de sorpresa.
—¿Qué vienes a hacer aquí?
—Pasaba y te he visto. ¿Es que no duermes? ¿Qué estás haciendo en el jardín con
este calor, en vez de estar tumbada bajo el ventilador?
—Estaba nerviosa. Pero, Julien, estás muy pálido, con tu rostro infantil y esas
orejas moradas bajo tus ojos. ¿Qué te ha ocurrido?
—El alcohol que no me gusta, el opio que no me va, y las mujeres que me
fastidian; esto es el resultado de la francachela que corrimos con Souilhac y Holden
cuando tú me abandonaste en «La Cabaña». Quisiera zambullirme en un baño de
agua muy clara, a la que el alba preste aroma de lavanda.
Julien la tomó de las manos y le propuso:
—¿Qué te parece, pequeña, si volviéramos a reanudar juntos nuestro camino?
La bata de suave seda se había entreabierto, dejando al descubierto las esbeltas
piernas de la joven, pero Julien no contemplaba embelesado más que el semblante
triangular y aquellos ojos con reflejos del mar, en los que flotaban motitas doradas.
—No, Julien; te quiero demasiado… y, sin embargo, no lo suficiente.
—También siempre bebo demasiado… y nunca bastante. Soy, a la vez, demasiado
joven y demasiado viejo para interesarte, demasiado ingenuo y demasiado rudo.
Duermes con tipos que te fastidian, como yo con muchachas que me causan la
impresión de estar pecando; tan necias, vulgares y desdichadas son. Espero algo
maravilloso, Perla, y tal vez seas tú.
—También yo espero, Julien, pero no es a ti. Ven, te abriré la puerta.
Y pasándole un brazo por encima de los hombros, lo arrastró dulcemente hacia la
calle, que ya se animaba.
Después, Perla se arrepintió de no haber llevado a Julien a su habitación, aunque
sólo hubiera sido para ofrecerle un trago. Tan pronto como ella salía de la mansión
para pasearse por el jardín, su marido iba a registrar sus armarios y gavetas. Al oír
ruido se habría apresurado, y la habría sorprendido en brazos del joven, lo que le
habría proporcionado una buena lección.
Después de la comida, Berthier había ido a arañar a su puerta. Había estado
bebiendo para tener el valor suficiente de hacerlo, llegando a persuadirse a sí mismo
que tenía todos los derechos para reclamarle a su esposa lo que ésta concedía con
tanta facilidad a los demás hombres.
Perla le había permitido la entrada. Estaba desnuda bajo el mosquitero.
—¿Qué es lo que deseas?
El se le acercó contoneándose. Cuando la joven comprendió sus intenciones, se
echó a reír.

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—¡Ni lo sueñes!
Berthier llevaba un pijama negro de seda artificial, una de esas fantasías
japonesas para los marinos americanos. Los pantalones, excesivamente largos para
sus cortas piernas, le hacían oscilar a cada paso, como uno de esos grotescos
personajes del teatro chino de marionetas.
Gritó con voz sobreexcitada:
—¡No eres más que una buscona, Perla! También puedes serlo para mí.
—¿Verdad que si «el Gordo» no te reclama el dinero que le debes (creo que son
seiscientas mil piastras, ¿verdad, querido?), es gracias a mí? Si en el Circulo
Deportivo no han prescindido de ti, si todavía te estrechan la mano en el «Majestic» o
en el «Continental», es gracias a mí, ¿no? Si no te expulsaron de Indochina cuando te
enredaste con ese imbécil de Raval que vendía armas al Vietminh, fue también
gracias a mí. «El Gordo» presiona al procurador, y yo he tenido que dormir con el
coronel Bruossaille.
Perla se había incorporado, poniéndose una ligera bata y, sin preocuparse más por
el pobre hombrecillo, que parecía perdido en su pijama, había salido al jardín.
Desde hacia varios días, Perla sentía que un fuego interior la devoraba, un fuego
que ni Julien ni los demás hombres que conocía podían extinguir.
De noche, se revolcaba por el lecho sin poder conciliar el sueño. Igual que la
tierra, deseaba la fecundación del agua. De haber sabido dónde estaba Résengier,
habría ido a su encuentro, ya que, poco a poco, aquél a quien todos esperaban, se
había confundido en su imaginación con la lluvia que la tierra reclamaba desde el
fondo de sus amarillentos y surcados arrozales.

El paquebote mixto «Cambodge» recaló en el puerto de Saigón al atardecer. Era


su primer viaje y había dado muestras de poca estabilidad en el agua, ya que el
sistema de estabilización —un descubrimiento de que se mostraban muy orgullosos
los ingenieros de la marina francesa— había sido incapaz de funcionar.
Jerome había estado enfermo toda la travesía, y sus camaradas Rovignon,
Calamar y Julien que acudieron a recibirle, lo hallaron fatigado y envejecido.
—¿Por qué no tomaste el avión? —se interesó Calamar.
Jerome se acarició el pecho por debajo de su chaqueta de ligera tela.
—Los vuelos me están prohibidos a causa del corazón. Pero quería conocer, al
menos, la China de Mao Tsé-Tung antes de…, de pedir el retiro; esta vez es cosa
decidida: me retiro al Midi.
Y añadió, cambiando de tono:
—Bueno, ¿qué hay por aquí?
—Todo se descompone —respondió Julien—, y nada podrá detener esta
descomposición. Esperan un milagro, un tal Résengier. Le conoces, ¿verdad?
—Bastante bien. Es más joven que yo y, sin embargo, tengo la impresión que,
igual que yo, pertenece a un pasado ya remoto. Ha querido continuar en Indochina

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esta aventura romántica que comenzó al término de la guerra de 1914-1918, por la
Revolución rusa, y acabó con la guerra de España.
Calamar abrió su enorme boca.
—¡Uf!, lo mismo que una joven que se pasee hoy día por los Campos Elíseos de
París con sombrero y volantitos de la Belle Epoque. Todo el mundo se reiría de ella.
—Résengier, o la Belle Epoque de la guerra de Indochina. Rovignon nos invita a
comer en el «Arc-en-Cial». Desde que es jefe de puesto de la agencia, Rovignon no
va mal del todo.
Jerome se llevó aparte a Rovignon.
—¿Cómo está Kieu?
—Muy bien, gracias; no tardarás en verla, come con nosotros.
—¿Vives feliz con ella?
—Sí y no; creo que todo irá mejor cuando estemos en Francia. Tú debes
hablarle…, tienes que recordarle que un periodista no puede ganar tanto dinero como
un general, y por consiguiente no puede sostener tantos gastos de «representación».
—Lo intentaré.

Résengier había tomado en Ginebra el avión de Bangkok, bajo el nombre de


Georges Paulin, arquitecto. A continuación un dos plazas puesto a su disposición por
el agregado militar lo depositó, de noche, al sur de Dalat, en una plantación de té. Un
jeep, conducido por un taciturno legionario, le esperaba cerca del lugar señalado.
El oficial que mandaba la pequeña guarnición local, un viejo teniente sin
posibilidades de ascenso, le proporcionó más tarde un uniforme militar de color caqui
sin insignias de grado ni de cuerpo, y una carabina con tres cargadores.
En el momento en que el jeep arrancaba, el teniente se plantó en posición de
firmes, saludándole por su grado:
—Mi comandante, a sus órdenes.
A Résengier no le había disgustado el gesto. De nuevo volvía a sentirse ligado a
una comunidad por los sólidos lazos de una jerarquía. Pero al mismo tiempo, no
comprendía muy bien cómo el jefe de un pequeño puesto militar perdido en la selva
conocía su verdadera identidad. Jamás se había hecho muchas ilusiones sobre el valor
que los militares le atribuyen a un secreto. La mayor parte de las veces, para ellos no
es más que un convencionalismo, uno de sus juegos de niños mayores que utilizan
para enfurecer a los civiles. No obstante, había esperado que su regreso fuera
ignorado durante unos días, que le darían tiempo de ponerse en contacto con los jefes
de sectas, sin que sus adversarios presentaran inmediatas reacciones.
Los franceses habían favorecido el desarrollo de las sectas hasta el punto de
formar unos Estados dentro del Estado, ya que las sectas, en sus respectivas zonas de
influencia, estaban facultadas para hacerle la guerra al Vietminh. El Cuerpo
expedicionario podía, con ello, enviar mayor número de hombres al Tonkín. Esas
sectas, asimismo, permitían a la administración tener preocupado a un gobierno

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vietnamita demasiado amante de exigir una independencia que, pese a todo, ya le
había sido prometida.
Résengier temía que los jefes de las sectas, esos presumidos atiborrados de
condecoraciones y medallas, acogiesen de mal grado sus consejos. En 1949, todavía
los tenía bajo mano, sólo con recordarles que todo se lo debían a Francia, y jugando
asimismo con sus eternas rivalidades. Desde que abandonó la Indochina, perdió todo
contacto con ellos. Mientras tanto, los franceses habían perdido la guerra en el
Tonkín, y los americanos se habían presentado en el sur con los bolsillos repletos de
dólares.
Résengier acababa de ser nombrado comandante, cuando se vio constreñido a
abandonar Indochina. La influencia que tenía les había parecido excesivamente
extraña a ciertos administradores y generales.
Entonces presentó la dimisión del Ejército, y se casó. Pero en Saigón se decía que
había entrado en un convento. Este romántico final de una existencia tan agitada
como la suya le convenía en gran manera, hasta tal punto que «el Gordo», que había
ido a Francia para asistir a la boda de su amigo, no creyó prudente desmentirla.
Résengier, sin embargo, había aceptado regresar a Indochina, a combatir al
coronel americano Teryman, encargado por su Gobierno de hacer prevalecer al
presidente Dinh Tu. Los franceses, por el contrario, querían obligar a que aquél
abandonase el poder antes de que pudiese adquirir verdadera importancia, para lo
cual contaban servirse una vez más de las sectas. El presidente, amo del Vietnam del
Sur, significaba la negativa a las elecciones prometidas por el armisticio de Ginebra,
el remplazo de la influencia francesa por la americana, y la definitiva expulsión de los
franceses del Asia.
Résengier debería luchar contra las palabras hipócritas y el poderío de los dólares.
Oficialmente, no estaba encargado más que de una «misión informativa» de tres
meses.

El jeep iba ascendiendo por un collado, siguiendo una abrupta senda, muy
curvada. Los helechos gigantes, las cañas lisas y lechosas, los enormes banianos,
surgían a la luz de los faros, para perderse en las curvas.
Un ciervo atravesó la senda en dos saltos, y un gato montés maulló. En la lejanía
sonó como un cuerno, el salvaje barrito de un elefante en celo.
Résengier, en cuanto iluminaban sus faros, en la pesada humedad que descendía
del cielo, volvía a reconocer Indochina, dándose cuenta de que este país le era más
familiar que el suyo. Los cinco años que acababa de pasar en Francia habían sido
cinco años de exilio, y su casamiento con Helene, un matrimonio con una extranjera.
Cuando Résengier sufría una molestia, cuando se equivocaba, como le sucedía a
menudo en la vida, jamás acusaba a la suerte, ni al Destino, sino a sí mismo, a su
poca vista y a su corto criterio.
Obstinadamente rechazaba la intervención del azar, de lo divino de su existencia;

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estaba persuadido de que si jamás había ganado a la lotería era porque no acertó a
adquirir el billete necesario, y que si no había hallado el amor era porque olvidó la
dirección o el número de teléfono de la mujer que el destino le había deparado.
El Vietnam, como China, ignoraba a los dioses, que remplazaba por ritos; no se
ocupaba más que del hombre. Admiraban el triunfo y castigaban el fracaso, ya que el
individuo era el único responsable de ellos. Esta era una de las profundas razones que
inmediatamente habían unido a Résengier con el Extremo Oriente, ya que aquél
siempre había corrido en pos de un equilibrio estrictamente humano.
Para muchos vietnamitas, Résengier había representado la estabilidad, la
integridad, la razón, al presentar la imagen anacrónica y tranquilizadora de un
funcionario, o de un oficial del siglo pasado en medio de la confusión que había
llevado consigo la capitulación japonesa, el nacimiento del Vietminh, el de las sectas
y la vuelta de los franceses. Su influencia en Cochinchina procedía de todo esto.
Únicamente algunos amigos suyos y los partisanos que habían vivido íntimamente
con él, y uno o dos jefes de banda como Le Son, sabían lo que se ocultaba tras
aquella apariencia tranquilizadora.
Résengier conocía a todos los jefes de secta, rebeldes, simples bandidos,
iluminados o rapaces traficantes. Uno tras otro, había ido a buscarlos en el fango de
sus arrozales, salvándoles del Vietminh. Gracias a él, ahora poseían villas y coches
americanos, galones de coronel, o estrellas de general.
No se hacía muchas ilusiones sobre los motivos que habían influido en su regreso.
Era debido a ciertas presiones económicas.
Este, a quien había bautizado «el hombre de las sectas», debía permitirle al
Vietnam del Sur, abocado, más o menos tarde, a esta forma particular de comunismo
que era el Vietminh, que se sobreviviera dos o cinco años para permitir a las grandes
empresas francesas que se replegaran al M rica o a la metrópoli.
Por un momento, Résengier lamentó haber aceptado el encargo y, mientras
buscaba en el interior del jeep una postura más cómoda para su elevada figura, le
pareció escuchar el rumor de una sierra mordiendo en un tronco de árbol. Respiró el
aroma del serrín fresco, y vio a su esposa en el balcón de la casita de madera que
dominaba la serrería, llamándole para la comida, con un niño en brazos.
Sacó la pipa, la llenó y la encendió entre dos baches. Desde que vivía con Helene
no había fumado en pipa, ya que el olor la incomodaba. Por su rostro le caían gruesas
gotas de sudor, impregnando sus labios y dándole al tabaco un gusto salino. De la
llanura subía un calor asfixiante.
Después de Bien Hoa llegaron a los arrabales de Saigón, mientras que la noche
viscosa se tornaba lentamente en una luminosa mañana. El chofer condujo a su
pasajero a una casita aislada, cerca del campamento Chanson. Allí era donde habitaba
Vernier, desde más de diez años antes jefe de la Sureté francesa en la Cochinchina.
Vernier debía poner a Résengier al corriente de la situación, y llevarle hasta el coronel
Broussaille, que dirigía los Servicios de Información. El coronel le pondría en

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relación con Le Dao y los jefes de las otras sectas, le proporcionaría los medios
adecuados, aviones, coches o helicópteros, de todo lo cual necesitaría para trasladarse
a las distintas zonas. Vernier también debía participar su llegada a Souilhac y a «el
Gordo».
La villa se hallaba a varios centenares de las alambradas del campamento, pero un
puesto de guardia ocupaba un depósito vecino. Veinte paracaidistas, con equipo de
combate, se agrupaban junto a los bidones de gasolina y de alquitrán.
Résengier entró, con la mochila a la espalda, la carabina en la mano, y arrastrando
un poco los pies. Una sirvienta empezó a gritar, con el acento ceceante de la
Cochinchina:
—¡Un soldado quiere entrar!
Después, se marchó corriendo sobre sus pies descalzos. Résengier se sintió
dichoso; seguía comprendiendo el vietnamita.
Rápidamente descendió una joven mestiza, deteniéndose a pocos pasos del
francés. Se acercó para contemplarle a su sabor, haciendo bailar su falda, en tanto él
estaba inmóvil con la carabina en la mano.
—¿No me conoce usted, comandante? Soy Juny.
Juny era la hija que Vernier había tenido de una mestiza. Résengier la había
conocido de niña, y ahora la joven tenía ya dieciséis años, si bien llevaba largas
trenzas sobre la espalda, aunque también mostraba unos nacientes senos que ella
hacía resaltar comprimiendo su talle con un ancho cinturón de cuero.
—Usted me trajo un día, de Luang Prabang, un pesado collar de plata. Aún lo
llevo a menudo.
La muchacha le miraba con una curiosidad molesta, observándole atentamente
para ver si se parecía mucho al recuerdo conservado en su memoria.
Vernier llegó falto de aliento, todavía con señales del jabón de afeitar en sus
mejillas. Había envejecido, abombándose su panza al mismo tiempo que su tez
adquiría el tinte pálido y lustroso de una bola de billar, y esa humedad de los ojos
que, en el trópico, precede a la descomposición.
El policía apretó fuertemente la mano de Résengier y le preguntó:
—¿Tienes hambre o sed? ¿Quieres darte una ducha? Te han preparado una
habitación.
—¿Qué significa esta guardia de la puerta?
—Una idea del coronel Broussaille, que estima que estás en peligro.
Vernier iba descalzo, llevaba un «sarong» que ocultaba a medias los faldones de
una camisa de un blanco dudoso. Se frotaba continuamente el mentón con la palma
de la mano, y mantenía los párpados entornados.
—Sentémonos. Juny, haz que preparen té. Escúchame, Résengier. Todos los que
tú has conocido aquí, están igual que yo. Nos hemos podrido muy de prisa. Has
llegado demasiado tarde. Otra cosa: Broussaille es un imbécil peligroso; es vanidoso
como un pato. Una noche hizo que disparasen contra un teniente de paracaidistas que

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se había acostado con su querida. Acto seguido, trató de presentarlo como agente del
Vietminh. Los camaradas del teniente dejaron las huellas de algunas ráfagas de
ametralladora en la villa del coronel. Entonces, se asustó, desinflándose. El teniente
fue libertado, con miles de excusas.
Y tras una pausa, que empleó enjugándose el sudor, añadió:
—Broussaille considera tu vuelta como un gran insulto, lo que es la mejor prueba
de su incompetencia. Asimismo, teme que tú descubras que se ha dedicado al
contrabando.
Juny había vuelto a entrar en la estancia haciendo mil zalemas. Vernier,
fastidiado, la despidió.
—¡Juny, nos estás fastidiando! ¡Ahueca el ala!
Reemprendió su exposición del ambiente.
—Este puesto de guardia no está aquí para defender sino, bien al contrario, para
designarte como blanco. Se me ha pedido que te aloje aquí y que te ayude, y he
tenido que hacer el esfuerzo de recordar cuánto te aprecio para aceptar.
¿Comprendes? Todo está perdido, y dentro de tres meses pediré el retiro.
—¿Todo está perdido?
—Las sectas no tienen ya ningún valor militar, sus jefes están atiborrados de
piastras, pero han olvidado distribuir algunas a sus soldados. Basta que algunos
batallones del Ejército nacional se alíen al presidente para acabar con los Binh
Xuyen.
—En París me han dado garantías. El Ejército nacional sigue al emperador y no
se moverá. El general Ngoc…
—¡Ah, sí! Bel Ami…
—Sí, Bel Ami llegará con consignas muy precisas. Ante todo, es absolutamente
necesario que Le Dao no cometa ninguna necedad. Debo verle inmediatamente.
«El Gordo» y Souilhac llegarán hacia la una de la tarde. Mi teléfono está
intervenido y no puedo prevenirles directamente de tu llegada. «El Gordo» se pondrá
en contacto con Le Dao. Broussaille pasará sobre las tres. Los informes que te
proporcionará serán falsos. Sus agentes, a los que paga muy mal, están todos a sueldo
del presidente o de los americanos.
Vernier volvió a acariciarse el mentón.
—Estás en peligro, Résengier, pero no en mi casa. Hoang, el jefe de la policía del
presidente, ha estado durante varios años a mis órdenes. Y no se colabora durante
mucho tiempo, sin que entre las personas no se establezca una serie de secretos y
costumbres en común. Ayer me comunicó que hasta mi marcha podías vivir tranquilo
en esta villa. Y sin embargo, sabía que tú ibas a venir.
—¿Qué debo hacer?
—En tu lugar, tomaría el primer avión para Francia. No tienes la menor
posibilidad de salvarte.
—¿Ni aun cuando el Ejército esté de acuerdo con el presidente?

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—El Ejército se pondrá del lado de quien más le pague. Y los americanos tienen
dinero.
—¿Y el Cuerpo expedicionario francés?
—Los coroneles e incluso los generales, se han mostrado incapaces, muy a
menudo. Ya no se atreven a dar órdenes. Los oficiales jóvenes, descorazonados,
desean volver a Francia, para ocultar su vergüenza. La vergüenza es una enfermedad
de juventud, una enfermedad de teniente, no de general.
—¿El Vietminh?
—Juega a la espera. Le convienen las disensiones que desgarran a Francia y a los
americanos, al presidente y a las sectas. Su ejército quedó diezmado en las campañas;
en el Norte no han repatriado más que a los reclutas; El Vietnam no es más que una
fruta podrida que al caer al suelo se ha roto en mil pedazos. Cada uno trata de
subsistir como puede. Iré a la ciudad para proporcionarte algunos nuevos informes, y
al mismo tiempo veré al «Gordo» y a Souilhac. Ahora, en tanto, descansa.
La habitación estaba sumida en una penumbra cálida. Dos rayos de sol caían
verticales por entre una celosía mal ajustada, yendo a convertirse en unos manchones
deslumbrantes sobre las rojas losetas de la estancia. Varias moscas se paseaban
pesadamente por entre los maderos de la cama, le cosquilleaban la piel y se dejaban
aplastar; un coche hizo sonar el claxon dos veces, y el sonido llegó muy atenuado.
Seguía amenazando la tormenta, pero las aguas continuaban suspendidas en el cielo.
Silenciosa sobre sus pies descalzos, con una falda colorada y un corpiño blanco, y
las dos trenzas pendientes sobre los senos, Juny entreabrió una puerta. Se acercó a
contemplar a Résengier, que dormía en una cama de madera pulimentada.
Tendido en ella aún parecía más grande. Como única vestimenta llevaba una tela
laotiana de colores chillones, que modelaban su esbelto talle y su inexistente
estómago. Tenía el pecho y las piernas de un vello fino y negro, aunque su mandíbula
se veía ya azulada por la barba rasurada, y en sus cabellos se veían ya algunos
mechones grises. Juny sabía que su regreso estaba relacionado con importantes
acontecimientos, quizá con otra guerra, y que en los sueños de ese hombre se
mezclaban el oro y la sangre. La pequeña Juny con sus largas trenzas negras y sus
oblicuos ojos también quería formar parte de sus sueños. Estaba dispuesta a seguirle a
la guerra, y estaría a su lado cuando hiciera cortar algunas cabezas. Oyó un ruido y
desapareció.
Vernier llegó al mediodía y despertó a Résengier. Las noticias que traía eran
malas.
—He visto a los hombres de Trinh Sat en las calles. El 23 de marzo, los Binh
Xuyen y el Ejército nacional han estado a punto de llegar a las manos. Entonces, el
Cuerpo expedicionario francés creó los comités de los Buenos Oficios, unos grupos
de oficiales que circulaban en jeep por entre los dos bandos. Estos comités llegaron a
arreglar la mayoría de los incidentes, de manera pacífica. Pero esta vez los comités
difícilmente podrán intervenir, ya que los hombres de Trinh Sat se mezclarán en el

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combate.
Résengier comprendió el peligro.
—Vernier, es preciso que vea a Le Dao inmediatamente para que mantenga
tranquilos a sus Binh Xuyen, por lo menos hasta que llegue Bel Ami.
—«El Gordo» ha ido a ver al pirata a su cuartel general. Le Dao te ha dado cita
para esta noche a las nueve. Quiere hacerte esperar. Es una cuestión de prestigio para
él. Le conociste como un bandido hambriento y ahora es ya una especie de reyezuelo.
—Me río de las cuestiones de prestigio. Yo he sido el jefe de Le Dao, pero si es
necesario que me convierta en su amigo o en su servidor, lo haré, lo mismo que con
los Hoa Hao y los caodaístas. No tenemos nada que proponerles a los vietnamitas. Ni
siquiera hemos sabido concederles a tiempo la independencia a la que tenían derecho.
Carecemos de bastante dinero, y no poseemos suficientes soldados que quieran
batirse para hacernos respetar; por lo tanto, no nos queda más solución que
humillarnos. Vernier, me voy a Puente del Arroyo.
—Al menos, espera al «Gordo» y a Souilhac. Estarán aquí dentro de dos horas.
Quieren presentarte a uno de sus amigos, un tal Julien Bréhat que te servirá de enlace
con ellos.

Los Binh Xuyen ocupaban cierto número de puntos de apoyo en Saigón y


Cholon: el comisariado del puerto, el comisariado central, el instituto Petrus Ky, el
bulevar Gallieni y el inmueble de la Sureté, en la calle Catinat.
El presidente les había retirado a los Binh Xuyen la dirección de la Sureté, pero
éstos no le habían obedecido, ya que el emperador no había sancionado la decisión
presidencial, por lo que seguían ocupando los locales.
En el aeródromo y en el puerto, nadie inspeccionaba los pasaportes.
A las 12,15, dos camiones del Ejército nacional, cargados de paracaidistas en
uniforme de combate, descendieron por el bulevar Gallieni y abrieron fuego sobre el
batallón de choque Binh Xuyen del instituto Petrus Ky. Los Binh Xuyen contestaron
a su vez, matando a una veintena de civiles, cogidos entre ambos fuegos. Unos
minutos después, hubo disparos en la calle Paulcua, en la de Nancy, en el bulevar
Gallieni y cerca del campamento Couvreur. Empezaron a llover obuses mortíferos, al
azar, y se incendió un barrio de cabañas, cerca de la central eléctrica. Por encima de
Saigón se elevaba una espesa humareda.
Vernier y Résengier comieron al estilo vietnamita: sopa de hierbas, cerdo
maqueado, buey con apio y pescado con soja. Sus palillos chasqueaban contra los
tazones de arroz. Hacía demasiada calor, demasiado pegajoso, para que tuvieran
ganas de hablar.
Résengier fue quien primero oyó los disparos de morteros que se sucedían a un
ritmo tan rápido que formaban como un trueno prolongado.
—¿Es la tormenta? —preguntó.
Vernier prestó oído atento.

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Pero Juny ya había salido al exterior.
—¡Saigón está en llamas! —les gritó.
Vernier abandonó su asiento.
—¿Lo ves? ¡Has llegado demasiado tarde, Résengier!
Desde la escalinata veían una parte de Saigón y de Cholon, hacia el arroyo chino.
Del nacimiento de cabañas ascendía al cielo una gran humareda y llamas rojas, igual
que de los juncos que se balanceaban sobre el agua. Empezó a disparar la artillería.
—Son los del 105 —comentó Résengier—. El presidente juega su carta a fondo.
Ya no se trata de una escaramuza, sino de la guerra.
Regresó al interior de la casa, y cogió su carabina y su mochila.
—Vernier, déjame tu coche. Trataré de que no te lo destrocen, y en caso contrario,
haré que se te indemnice.
—Aguarda al «Gordo» y a Souilhac.
—Imposible. Es preciso detener este incendio que amenaza con extenderse a toda
la ciudad, ya esta guerra que pretende desparramarse por todo el Vietnam del Sur.
Dentro de una hora será demasiado tarde. Voy en busca de los Binh Xuyen.
El coche arrancó rechinando sobre la arena. Cinco minutos después llegaron
Julien, Souilhac y «el Gordo» en un enorme «Mercedes» negro que pertenecía a Le
Dao. «El Gordo» salió del auto con suma dificultad. Souilhac estaba mucho más
pálido que de ordinario. Julien, aturdido, los contemplaba con una mezcla de desdén,
piedad e interés. Llevaba una «Rolleiflex» colgando. La había pedido prestada a
Holden. Una agencia americana les había prometido doscientos dólares por una foto
de Résengier.
Descalzo, luciendo un sarong y su vieja camisa, con un abanico en la mano; y su
pistola en la otra, el policía apareció en el porche, completamente ridículo.
—¿Dónde está Résengier? —preguntó «el Gordo».
—Acaba de marcharse a ver a Le Dao. Le he prestado mi coche; no el de la
administración…, el mío.
—¿Cómo está?
—Casi igual. Ha tenido la única reacción razonable: tratar de calmar a los Binh
Xuyen y obtener una tregua de varios días.
Se oyeron disparos de ametralladoras pesadas y cañones del 37. Habían entrado
en acción los autoametralladoras, y el ruido se iba acercando.
—Me marcho solo —dijo Julien. Y añadió—: Vosotros haríais mejor en cambiar
de coche. ¡El «Mercedes» del pirata es demasiado conocido!
Souilhac le preguntó a Vernier:
—¿Qué vas a hacer?
—La siesta.
—Yo también. Esta noche tendré que ir a coser carne a Cholon.
«El Gordo», indeciso, se enjugaba el rostro. Deseaba ver a Résengier
inmediatamente, pero también pensaba en su oficina de Dakao de la que debía hacer

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desaparecer los expedientes antes de que la policía del presidente fuera a meter allí
las narices.
En su caja fuerte había un millón de piastras en monedas. El dinero iba a serle de
gran utilidad. Pensaba ya en Hoang, el «coronel» que dos o tres veces había
encontrado ya en casa de Vernier.

La llegada de Jerome había aumentado la desesperación de Kieu, al volver a


recordarle una vez más a Hanoi, Mamá Lien, su indolente vida de pequeña prostituta,
y luego de joven ricamente entretenida.
El general De Langles, que mandaba ahora como jefe en Argelia, le había pedido
noticias de ella a Jerome. Lamentaba haberla abandonado. Jerome no se lo había
dicho, naturalmente, pero ella lo sabía.
Rovignon dormía a su lado; era gentil y hacía cuanto le pedía. Pero el sudor le
corría por el cuerpo hasta empapar las sábanas y olía muy fuerte: era su marido.
Cantaba dulcemente, llevando el compás con su manita, la balada de las calles de
Hanoi.

«En la ciudad de Hanoi hay treinta y seis calles


me han dicho, querida amiga.
Que tu vivienda estaba en la calle del Velo.
Corro allí y no la encuentro…».

Kieu sintió ganas de vomitar y se apretó el vientre. Esperaba un niño, pero no se


lo había dicho a Rovignon, porque no lo quería. Si lo tenía, se volvería fea y los
hombres dejarían de mirarla como miraban a Perla. Confundía a Perla y a Saigón en
un mismo odio y una misma envidia.
Los disparos de los morteros y de los cañones, y las prolongadas ráfagas de las
ametralladoras la obligaron a incorporarse en la cama. La invadió una salvaje alegría.
Saigón iba a conocer la guerra, a ser destruida y quemada, y al mismo tiempo que la
ciudad, lo sería Perla.
Rovignon se despertó, fue a ducharse y luego volvió para abrazar a su mujer.
—¡Ya está! —exclamó—. Creo que ya han empezado el jaleo. Es preciso que
vaya a enterarme.
Kieu tuvo miedo de perderle, ya que era cuanto le quedaba, un hombre fuerte y
amable.
Le asió por los hombros.
—Quédate… Ya irá Julien por ti.
—¿Estás loca?
—Quédate… Creo…, creo que espero un hijo.
Rovignon se le acercó más aún, casi incapaz de hablar.
—Gracias, Kieu…, gracias. Pero, a pesar de todo, tengo que marcharme.

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Julien se hizo conducir hasta la catedral en taxi. Los Binh Xuyen se habían
parapetado tras barricadas en lo alto de la calle Catinat, en los edificios de la Sureté.
Los muros habían sido reforzados con sacos de arena, y por entre ellos asomaban las
bocas de los cañones ligeros, los fusiles ametralladores y las metralletas.
Dos centinelas con cascos verdes, dos niños pecosos sentados sobre los cascos,
con la metralleta alrededor del cuello, masticaban tranquilamente las provisiones que
una mujer ataviada de negro sacaba de un cesto y les iba entregando. La mujer era
vieja; debía de ser su madre.
Al otro lado de la calzada, el Ministerio de Finanzas estaba ocupado por los
soldados del Ejército nacional, amparados también por las barricadas con sacos de
arena. Pero no se veía más que la cimera de sus cascos.
Julien se acercó a los Xuyen, y para molestar a los hombres del presidente, les
ofreció cigarrillos. Le agradaba la desenvoltura de que daban muestras los cascos
verdes. Les hizo una foto y luego se dirigió a la central de Correos.
Allí le esperaba Holden, con tres aparatos fotográficos colgándole del cuello.
Llevaba una gorra con visera, lo que todavía exageraba más su apostura de garza real.
—¿Tienes la foto de Résengier? —se interesó.
—No he podido obtenerla. Résengier ya se había marchado a ver a Le Dao.
¿Dónde es la lucha?
—Hacia el comisariado central y en el bulevar Gallieni. Las cabañas incendiadas
están en el límite de Cholon y Saigón. Vámonos hacia allí; un incendio siempre
proporciona buenas fotos.
—¿No tienes sed, Holden?
—¡Siempre tengo sed!
Pasaron por el «Continental». La terraza estaba rebosante de clientela, y en la sala
del restaurante los comensales terminaban tranquilamente su comida. Los refugiados
de Tonkín se habían acercado, pero unos camiones habían traído tropas francesas que
los apartaron a culatazos. El ruido de la batalla llegaba hasta allí muy ahogado.
—Ahora pararán para hacer la siesta —comentó un coronel.

Perla estaba allí. Aturdida, cogió a Julien del brazo.


—¿Has visto a Résengier?
—Se había marchado ya.
—¿Dónde está?
—En el cuartel general de Le Dao, en Puente del Arroyo.
—He de verle.
—Imposible, la artillería dispara contra allí.
Julien se sintió abatido.
—Haz memoria…, anteayer me dijiste en «La Cabaña»…
—Lo que valía para anteayer no vale para hoy. No le vi más que una vez en casa
del «Gordo», y aun solamente diez minutos. Me pareció desprovisto de interés, y ni

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siquiera me miró.
—¿Entonces…?
—No lo sé, pero quiero volver a verle.
—¡Hijita, estás chiflada!
Como Holden le estaba haciendo señales de impaciencia, Julien se inclinó hacia
Perla y la besó en una mejilla.
—Esta guerra, o por mejor decir, este simulacro creo que no pretende cambiar la
vida idiota que llevan los europeos. Por lo tanto, ¿nos veremos, como de costumbre,
aquí a las siete?
—Tráeme a Résengier.
—Supongo que otro día no me pedirás que vaya a Roma a buscarte al Papa,
porque me recibiría muy mal: soy protestante.

Holden y Julien descendieron por la calle Catinat. Algunas tiendas estaban


cerradas; los conductores de rickshaws jugaban a los dados en las aceras, y los
limpiabotas seguían a los transeúntes, con su caja bajo el brazo, y tirándoles de las
chaquetas. Pasó una ambulancia, las puertas traseras estaban abiertas, dejando ver un
hacinamiento de carnes heridas y vendajes.
Los ruidos de la batalla se hacían más perceptibles: ráfagas de ametralladoras,
estallidos de granadas, y ese estrépito semejante al de rotura de platos que producen
al caer los trozos de obuses de los morteros.
Julien y su amigo se vieron obligados a abandonar su coche a la entrada del
bulevar Gallieni. Hacia ellos afluían trotando unos seres hormigas, unas hormigas
vestidas de negro, con muebles, sillas, esteras y sacos de arroz a la espalda.
Un cooli descalzo, con un sombrero cónico ocultándole el semblante, y la péndola
a la espalda, intentó atravesar la calzada. Recibió una bala en el cráneo y se retorció
unos segundos en medio de su sangre y sus cestos volcados.
Holden había sacado la foto, pero aún habría obtenido una mucho mejor si
hubiera aguardado unos minutos. Otro cooli se acercó al cadáver, y fue recogiendo el
arroz mezclado con la sangre, lo metió en sus cestos y se lo llevó.
Avanzando contra la corriente humana, Julien y Holden se acercaron al incendio.
De pronto, una ráfaga silbó junto a sus oídos y tuvieron tiempo justo de ocultarse tras
el tronco de un árbol. En las aceras, la muchedumbre se desparramó en manchas
negras y blancas.
Un autoametrallador remontaba lentamente la avenida disparando contra los
tejados. Holden y Julien saltaron a la trasera del coche, llegando así hasta el incendio.
De en medio de un humo acre y espeso, iban surgiendo siluetas cargadas de paquetes.
A veces, una de esas siluetas, alcanzada por una bala, vacilaba; caía y el incendio que
iba avanzando la engullía.
Algunos bomberos intentaban ajustar una manguera, pero unos artilleros les
disparaban sin cesar; no eran los Binh Xuyen ni los soldados del Ejército nacional,

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sino los hombres de Trinh Sat.
Una choza que debía contener aceite o petróleo. Explotó. El techo, de bambú y
paja de arroz, fue despedido hasta el cielo como un cohete, y luego se desparramó en
haces. Holden y Julien sintieron el soplo caliente de la llamarada que les azotó el
rostro. Recularon. Por su nariz se introdujo un nauseabundo olor irresistible: un
cadáver se estaba quemando.
Holden le entregó a su camarada una docena de rollos de película.
—Vete al coche y haz que las revelen. Deben salir esta noche por avión.

Julien no podía poner en marcha el coche, ya que, excesivamente nervioso, había


olvidado abrir el contacto. Durante dos minutos se obligó a fumar tranquilamente un
cigarrillo, después giró la llave de contacto, puso en marcha el viejo «Citroen» y se
precipitó por la amplia y desierta avenida. De repente, en un cruce, en tanto silbaban
las balas y estallaba un obús de mortero, se encendió una luz roja. Julien detuvo el
coche, y aguardó la luz verde para arrancar de nuevo. Se dio cuenta de que no era su
reflejo el absurdo, sino este combate en el centro de una ciudad, esta guerra de bandas
por entre la impasible muchedumbre. Algo más lejos, Julien vio a unos niños que se
dirigían a la escuela Un policía de guantes blancos detuvo la circulación para dejarles
pasar. Pasaban las ambulancias dejando oír sus sirenas. En el estribo, los soldados,
para abrirse paso, tiraban al aire ráfagas de ametralladoras. El agente, aturdido,
empezó a tocar el silbato. En la parte baja de la calle Catinat, la gente se apretujaba
frente a dos cines. En uno proyectaban una película de «gangsters» y en el otro un
«western»; en ambas mandaban los revólveres.
Unas calles conocían la paz, y otras, a pocos metros, la guerra. En las calles en
guerra intervenía a veces una tregua, gracias a los oficiales franceses. Pero cuando los
dos adversarios dejaban de disparar, desde el borde de los tejados, y desde los
refugios de los portales, los hombres en kekuan negro tomaban como blanco,
indistintamente, a los Binh Xuyen y a los paracaidistas; entonces, recomenzaba el
combate.
Trinh Sat le había prometido al coronel Teryman:
—No te preocupes, americano; si tú inicias el fuego, yo cuidaré de que no se
extinga.
Al noroeste de la central eléctrica, el incendio rugía vorazmente. El viento que
soplaba curvaba las llamas hacia otras chozas, y todas aquellas cajas de cerillas
ardían y estallaban. Sus moradores se dejaban quemar vivos ya que, cada vez que
salían del brasero, las balas les lanzaban sobre las llamas.
Los hospitales desbordaban de heridos, a los que colocaban ya en los pasillos y en
los jardines.
Souilhac no había podido hacer la siesta. Tras los altos muros del «Grand
Monde», en Cholon, no cesaba de operar. Para ello se servía de una mesa de juego.
Cuando sus manos le temblaban, se bebía un buen vaso de whisky. Dos veces

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descansó para fumar unas pipas de opio.

Julien, después de haber entregado las películas para su revelado, volvió al


bulevar Gallieni. Se cruzó con algunos soldados que empujaban por delante a unos
prisioneros Binh Xuyen. Frenó el coche y asomó la cabeza para verles pasar. No
tardarían una hora en ser fusilados contra el muro de un cuartel, o les alinearían de
rodillas al borde del río. Una bala en la nuca y sus cuerpos se hundirían en el agua.
Los prisioneros parecían estaban indiferentes a su suerte, como los soldados que
les custodiaban y que iban a matarles, lo que chocó profundamente al joven francés.
Siempre había creído que la guerra, como una revolución, era un asunto de odio y
amor, donde la indiferencia no podía tener lugar.
Julien lanzó un cigarrillo a un prisionero. Uno de los guardianes lo atrapó y se lo
entregó al Binh Xuyen.
«Tal vez el presidente, Teryman, Résengier, Le Dao, algunos fanáticos o algunos
iniciados se lo toman en serio —pensó Julien—, pero estos soldados se burlan de
todo esto. Son seres inertes, sin reacciones, como los maderos que lleva la corriente
del río hacia abajo».
Julien salió del auto y subió por el bulevar Gallieni hacia las chozas en llamas,
pero no halló a Holden. Según la opinión de un cineasta, el americano se había
marchado al comisariado central.
Un conductor de ciclo aceptó llevarle hasta el campamento Couvreur, pero lo
abandonó en un cruce, donde acababan de estallar tres o cuatro obuses de mortero.
Algunos heridos se retorcían sobre el asfalto, semejando con sus ropajes negros
fragmentos de sanguijuelas. A lo largo de los muros, una compañía de paracaidistas
avanzaba hacia Cholon. Los soldados iban sobrecargados de municiones, víveres y
armamento, y llevaban la tienda de campaña arrollada al pecho. Más que avanzar se
arrastraban, y cada uno de sus gestos parecía costarles muchísimo. Sin razón, alguna,
lanzaban alguna que otra ráfaga de ametralladora o fusil ametrallador, y luego,
enderezándose, avanzaban unos metros. Un teniente gesticulaba vivamente para
obligarles a cruzar con precipitación aquel cruce peligroso, empujando a uno,
pegándole a otro en las piernas, pero sin resultados.
«Esto va a quedar barrido nuevamente», pensó Julien.
Buscó un refugio. Por un momento quiso ocultarse tras un camión aparcado en
una acera, pero habría tenido que atravesar la línea de paracaidistas y sus reacciones
eran imprevisibles; eran las reacciones de los soldados que tienen miedo. Prefirió
enfilar una calleja adyacente. Una salva de mortero encuadró el cruce y el camión se
incendió. Julien se había agazapado en el quicio de una puerta. Una mano le tocó por
la espalda. Se giró y reconoció a Nam, un estudiante que, para ganarse la vida,
llevaba un taxi. Nam habitaba en Dakao, en el cuarto vecino al suyo. Guisaba él
mismo, y a menudo invitaba al joven francés a compartir su comida.
—¿Qué opinas de todo esto, Nam? —le preguntó Julien.

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—Mi taxi no es más que un chasis ennegrecido. No sé qué ha sido de mi
prometida; su casa acaba de ser incendiada.
—¡Ya la encontrarás!
—Ha debido refugiarse en Cholon, en casa de sus padres…, o se habrá quedado
en medio del incendio. La viste una vez en mi casa…, sí, la pequeña que siempre
estaba riéndose. Al menos, en el Norte, en la región de Ho-Chi-Minh, tienen paz.
¿Por qué no intervienen los franceses? Según los términos de Ginebra, deberían hacer
reinar el orden.
—¡Creo que los franceses ya están hartos!
—¿Y nosotros?
Nam había asido a Julien por la camisa y estaba chillando, salpicándole de saliva.
—¿Y nosotros? Acaba de terminarse la guerra y ya nos estamos matando los unos
a los otros por las calles de Saigón, mientras que vuestros soldados se quedan en sus
cuarteles, bebiendo cerveza. Mi novia era estudiante como yo, ¿y sabes tú por qué yo
trabajaba con el taxi? Para poder ambos marcharnos a Francia, a estudiar en la
Sorbona…, ¿y sabes qué, Julien? Literatura francesa, historia de Francia, y no la del
Vietnam o la China.
—Tranquilízate, amigo mío. Aunque tengamos que dejarnos asar, hallaremos a tu
prometida.
Julien y Nam regresaron al bulevar y atravesaron por entre el incendio al volante
de una ambulancia abandonada. Por un momento, las llamas lamieron su parabrisas.
Una granada estalló bajo las ruedas, y una esquirla se clavó en un neumático.
Siguieron rodando sobre la llanta.
La novia de Nam se hallaba en casa de sus padres, pero se negó a verle. Unos
soldados la habían violado, y sentía la misma vergüenza que si hubiera sido su
cómplice en el delito. Su tía lanzaba agudos chillidos.
—¡Eran tres! Uno le ha pegado un culatazo en la cabeza y cuando ha vuelto en sí,
la pobrecita, tenía las ropas desgarradas y le sangraba el vientre.
Nam y Julien salieron de la casa.
—Me marcho —anunció el estudiante.
—¿Adónde?
—Con los vietminhs. Sé dónde hallarles. Le dirás a mi novia que vaya allí a
buscarme… cuando esté mejor.
¿Y la Sorbona, Nam?
—Adiós, Julien. Regálale a quien quieras lo que tengo en la habitación, incluso
los libros. ¿Oyes? ¡Incluso los libros!
Nam se marchó a grandes zancadas, por la calle vacía, y su delgada silueta no
tardó en perderse entre las llamas y el humo que velaban el horizonte.

Julien, sin proponérselo, se halló en el otro bando, en el de los Binh Xuyen. Pasó
por delante de la casa de Souilhac. Un criado le dijo que el doctor estaba en el

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«Grand Monde». Fue allí donde le vio hundido en el sillón del croupier, delante del
tapete verde de la ruleta. Su bata blanca estaba manchada de sangre. El doctor se
levantó e hizo rodar la bolita.
—¡Treinta y tres rojo! ¡Impares y falta! —anunció—. Siempre sale el rojo.
¿Tienes sed, Julien?
Un centenar de heridos se hallaban tendidos sobre las mesas de juego o en el
suelo. No se quejaban, no pedían nada. Casi enseguida se le había terminado a
Souilhac la morfina y el éter, por lo que se había visto obligado a operar a la mayoría
sin anestesiarles. Tenían unos rostros pálidos e infantiles, de resignación, y cuando se
enderezaban sobre sus codos veían al doctor que hacía rodar la ruleta, pareciendo
apostar su vida y su muerte en las vacías divisiones.
—Dame un poco de whisky, medicucho.
Julien se sentó sobre el brazo de un sillón y se tragó el alcohol.
—¡Creo que todo esto va a terminar mal!
Souilhac encendió un cigarrillo y volvió a lanzar la bolita.
—Puedes asegurarlo, y me estoy preguntando por qué me molesto en cuidar a
esos pobres desgraciados. Si Le Dao se ve obligado a salir pitando, los abandonará a
todos, y los paracaidistas acabarán con ellos.
—¿Qué hace Résengier? —preguntó Julien.
—Aún no he podido verle. A primera hora de esta tarde ha empezado a
apoderarse el pánico de los —Binh Xuyen, y Le Dao había perdido la cabeza;
reclamaba la intervención francesa. «El Gordo» parecía haber puesto un poco de
orden en todo esto.
—Trataré de reunirme con Résengier en el Puente, y procuraré estar de vuelta en
Saigón a las siete, en el «Continental». ¿Irás también tú?
—¿Por qué no, si es que puedo pasar? Dile a Résengier…, o si no, no le digas
nada.
Julien se dirigió al arroyo chino, por calles desiertas. Eran las cinco de la tarde, y
todas las tiendas estaban ya cerradas. La ciudad china se negaba a tomar parte en la
lucha, pero los ricos comerciantes de la Cofradía ya sabían que, fuese quien fuese el
vencedor, habría pillaje, y que deberían pagar fuertes multas por haber ayudado a los
Binh Xuyen, o por no haberles ayudado bastante, según el caso.
Así, escondían sus tesoros en lo más hondo de sus almacenes, mientras que la
piastra perdía valor en todas las Bolsas de Extremo Oriente. En Hong-Kong, había
descendido dos puntos, y tres en Singapur.

El cuartel general de Le Dao estaba situado en el contrafuerte del Puente, a la


orilla del Arroyo. Era una enorme villa, construida varios años atrás por un
acaudalado chino. Apresuradamente, habían formado unas barricadas con sacos de
arena y troncos. Dos autoametralladoras de fabricación local defendían la entrada del
puente. No eran más que dos camiones sobre los que se habían amontonado unas

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planchas de balastro y montado unas ametralladoras.
Cuando Résengier llegó al cuartel general de Le Dao, era la una de la tarde y el
jefe Binh Xuyen estaba comiendo. Los disparos no le habían hecho salir de la
mansión, ya que estaba persuadido de que, al igual que en el mes de marzo, se
impondría una tregua, y que los franceses harían cesar el combate. Aquella misma
mañana el coronel Broussaille se lo había asegurado. Con su exigua panza adosada
contra la mesa, Le Dao devoraba un plato de jabalí con salsa de pimiento y se
balanceaba sobre el asiento, guiñándole el ojo a una inmensa fotografía del
emperador que adornaba la pared de enfrente.
Résengier entró, apartando a un centinela. En el primer puesto, delante del
Puente, le habían quitado la carabina, por lo que iba desarmado.
Le Dao giró hacia él su rostro negro y macizo, y luego se hizo encender un
cigarro por la joven china que estaba a su lado. Tai y los oficiales Binh Xuyen que le
rodeaban, habían dejado de masticar y miraban a hurtadillas.
Expelió un anillo de humo azulado —truco que había aprendido de Broussaille—,
y, con una exagerada cortesía, dejó salir por entre sus gruesos labios:
—No le esperaba hasta esta noche, amigo Résengier.
Subrayó lo de amigo, pero nadie osó sonreír.
—De todas formas, sea usted bien venido a mi humilde morada. Tai, traduce.
Résengier se adelantó y contestó en vietnamita:
—Es inútil, Le Dao, y bien lo sabe. ¿No oye las ametralladoras y los morteros?
¿No le recuerda nada esto?
—Mis hombres se divierten.
—Dentro de pocas horas habrán sido aplastados, y sus cadáveres harán desbordar
las aguas del Arroyo. Podrá contarlos desde sus ventanas.
Le Dao se levantó volcando su silla.
—¿Quién le envía?
—Ya lo sabe: nadie.
En aquel momento, cuatro obuses del 105 cayeron sobre la mansión, arrancando
pedazos del estuco y la argamasa de que estaba construida. La mesa se volcó; un
oficial, con el vientre abierto empezó a gritar. La chinita, plegada sobre sí misma, con
una esquirla en el cráneo, no se movía, al tiempo que Le Dao, al pasarse la mano por
los cabellos, la retiró llena de sangre. El coronel Thanh, jefe del Estado Mayor de los
Binh Xuyen, muerto de miedo y con voz enronquecida, no acertaba a dar ninguna
orden. A través del espeso humo acre que invadía la estancia, la voz de Résengier les
llegó distinta, burlona e irritante:
—¡No sólo se divierten sus soldados, Le Dao!
Una ventolera limpió la habitación de humo y se llevó el olor a pólvora; entonces,
todos empezaron a gritar órdenes. Un enfermero, temblando de miedo, entró para
curar a Le Dao.
Con la mandíbula colgando, y un vendaje en la cabeza, Le Dao contemplaba a los

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soldados que se llevaban el cuerpo de la chinita. Se la habían regalado la víspera,
asegurándole que era virgen. Y había esperado cerciorarse de ello durante la siesta.
Résengier, con ambas manos en los bolsillos, acodado al muro, fumaba su pipa.
Le Dao se volvió hacia él y lo contempló «de través», como un niño socarrón.
Comprendía que necesitaba a Résengier, pues Thanh, pese a que sabía leer en los
mapas y regular los ángulos de tiro, paralizado por el temor, no haría nada a derechas.
El mismo era incapaz de tomar ninguna decisión; había mandado sus bandas, pero de
la guerra no sabía nada. Además, no se encontraba muy bien, ya que el miedo
empezaba a apoderarse de él, ascendiendo por sus venas y sus nervios.
—Te nombro jefe de Estado Mayor —le dijo de repente, a Résengier, tuteándole
—. Voy a enviar a Thanh a su casa, o le haré fusilar, como quieras.
—Deja a Thanh tranquilo. Me gustaría servirte de consejero por algunos días pero
es esencial que se me obedezca.
—Te recompensaré.
—¿Cuántos hombres tienes?
—Seis mil. Dos mil en Cholon y Saigón, y cuatro mil detrás del Arroyo y el río.
—¿Qué hacen estos cuatro mil hombres?
—Son mis reservas.
Résengier comprendió, de súbito, lo que había falseado el funcionario de las
sectas.
¡Vaya! Le Dao había constituido unas reservas como cualquier general salido de
la Escuela de Guerra. Tenía batallones, compañías, un Estado Mayor, y jugaba a tener
un ejército. Mientras que los mejores elementos del Cuerpo expedicionario, los
paracaidistas y los comandos, muy a menudo en contra de la voluntad de los mandos,
trataban de constituirse en unidades ligeras de partisanos rompiendo con las tácticas
periclitadas, las sectas formaban batallones compactos, concebidos sobre el modelo
de los batallones metropolitanos. ¡Era una locura!
—Si quieres sostenerte, Le Dao, debes presentar combate en la ciudad.
—Mañana se habrá concluido, como en el 23 de marzo. El presidente se
desinflará.
—¿Recibiste en tu fortaleza obuses del 105, el 23 de marzo? El Cuerpo
expedicionario no puede permitir que los combates continúen en Saigón, y los
franceses exigirán una tregua; por lo tanto quédate en Saigón. Envía hombres que
refuercen todas las posiciones que aún controlas.
—El coronel Broussaille.
—¿Dónde tienes tus morteros?
—Al otro lado del Arroyo.
Résengier salió. Notificó a los oficiales Binh Xuyen que desde aquel momento no
se haría nada que no fuera ordenado por él. Luego, por radio, empezó a dar órdenes
precisas a los diferentes puntos de apoyo de Cholon y Saigón.
—Ahorrad municiones, tirad sobre seguro. Si os acorralan, avisad; os

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defenderemos mediante tiro cruzado. El mismo preparó la rectificación de tiro, y en
pocas horas puso en pie algo parecido a una organización.
A las seis de la tarde la situación casi estaba restablecida, pero Le Dao seguía
negándose a llevar sus «reservas» a Saigón, mientras que unos batallones católicos,
traídos de Nhatrang, llegaban en camiones para apoyar a las tropas del presidente.
Le Dao miraba actuar a Résengier. Los oficiales le obedecían. Thai le seguía
como un perrito y Thanh iba siempre pegado a sus talones. A Le Dao le iban
olvidando. Su odio y sus celos iban en aumento, pero aún era más poderoso su miedo.
Quería salir de aquella madriguera. ¿Comprometer sus reservas? No lo haría jamás.
Su capital eran sus hombres, y no quería perderlo; de ello dependía su seguridad.
Mediante salvas irregulares, los obuses del 105 continuaban encuadrando la
residencia de los Binh Xuyen. Desde bastante lejos, unas ametralladoras barrían el
paso.
Cuando Julien llegó al puente, unos cascos verdes, amparados tras unos sacos de
arena, le detuvieron. Uno de ellos hablaba francés y ostentaba las insignias de
capitán.
—¿Adónde va usted? —preguntóle el capitán.
—A ver a Résengier.
Mintió al añadir:
—Traigo un importante mensaje para él.
—El comandante está con el general Le Dao, pero para llegar a él es preciso
atravesar el puente, y los paracaidistas nos tienen bajo su fuego. De un salto tiene que
llegar hasta el gran pilar y luego correr en zigzag unos treinta metros. Los
paracaidistas no saben tirar. Si las balas zumban junto a sus oídos, tírese al arroyo.
—Habla usted muy bien el francés, capitán.
—Estuve en la escuela de Estado Mayor, en París.
Luego, cuando regresé al Vietnam, tuve que abandonar el Ejército nacional.
—¿Una mujer?
—No, el juego.
Julien se imaginó de nuevo a Souilhac haciendo girar la ruleta en el inmenso
salón desierto del «Grand Monde», mientras en torno a él agonizaban los heridos.
Luego, tomó aliento, saltó hasta el pilar, y esperó a haber recobrado la respiración
antes de franquear la segunda parte del puente. Pero nadie disparó.
Adosado al muro de la mansión, distinguió un jeep con radio, y a su lado un
francés, muy delgado, que fumaba en pipa con la mano apoyada sobre el capot del
motor, con la cabeza descubierta. Se volvió hacia Julien.
—¿Es usted el que corría por el puente? ¡Resulta muy arriesgado! Es mejor pasar
el arroyo a nado.
—¿Y qué hubiera sido de mi aparato fotográfico? ¿Usted es Résengier, verdad?
—Sí.
Résengier se había adelantado y, antes de que Julien hubiera podido dar un salto

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hacia atrás, le había arrancado la «Rolleiflex».
—Perdóneme. Acaba usted de arriesgar su pellejo para hacerme una foto, pero no
puedo permitirlo. En cambio, si quiere la de Le Dao, podríamos arreglarnos. En este
momento resulta muy fotogénico. Un poco de metralla le ha arrancado un pedacito de
cuero cabelludo y lleva un turbante manchado de sangre alrededor de la cabeza.
¿Quién es usted?
—Me llamo Julien. Soy amigo de «el Gordo» y de Souilhac. No le hemos
encontrado a usted en casa de Vernier.
—¿Qué hacen los dos?
—Souilhac está curando heridos en Cholon. En cuanto a «el Gordo», ignoro lo
que puede estar haciendo. Devuélvame mi aparato y acepto el cambio: la foto de Le
Dao, y le dejaré a usted en paz.
Résengier le tiró la «Rolleiflex».
Apareció Le Dao. No se las daba de valiente, ya que estaba atemorizado. Pero
cuando vio a Julien y su máquina fotográfica, recobró su seguridad, se arregló el
vendaje de la cabeza y adoptó una pose airosa. Luego, habló con Résengier en
vietnamita, manteniendo las manos crispadas ante el rostro.
Résengier, siempre acodado al jeep, le respondió con indolencia. Sus rasgos
morenos se hallaban animados por una curiosa sonrisa.
Le Dao volvió a entrar, furioso, en la casa, mientras que Résengier se inclinaba
hacia el operador de radio, dándole órdenes que el otro transmitía rápidamente.
Julien se interesó:
—Le Dai tiene miedo, ¿verdad?
—Digamos que se halla desconcertado como un burgués que, al salir de su casa,
se ve en medio de una revuelta. Hace mucho tiempo que olvidó que en una época de
su vida fue un revolucionario…, bueno, más pirata que revolucionario, tal vez. ¿Va
usted a ver a «el Gordo»?
—Sí, cuando me marche de aquí.
—Puede decirle que me envíe urgentemente todos los informes que haya podido
obtener sobre Trinh Sat y la acción de sus hombres en Saigón. Esta noche le enviaré
un agente de enlace. Dicho agente llevará mi pipa consigo; «el Gordo» la conoce; fue
él quien me la regaló.
Résengier le tendió la mano.
—Cuando todo este barullo se haya calmado un poco, ya volveremos a vernos
más extensamente, junto con «el Gordo» y Souilhac.
—¿Conoce usted a Perla?
—No, no me acuerdo… Perla…, ¿quién es?

Julien volvió a cruzar el puente, pero en el momento en que iba a iniciar su


segundo salto, una ametralladora pesada vomitó una ráfaga, y no tuvo tiempo más
que de hundirse en las revueltas aguas del arroyo.

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Lleno de barro, empapado, y estremeciéndose como un perro al salir del agua,
llegó al «Continental». Holden le esperaba hundido en un sillón.
—¿Dónde has estado, Julien?
—En casa de Le Dao. Está herido en la cabeza.
El americano se levantó del asiento.
—¿Tienes la foto?
—Si, en el aparato, pero me he tenido que tirar al arroyo con la «Rolleiflex».
—¡Se habrá pedido la foto! Life ofrece 1500 dólares, ¿oyes? 1500 dólares por esta
foto y la del asalto final al cuartel general de los Binh Xuyen.
—Résengier está allí. Le he visto. ¡No es para mañana el asalto final!
Llegaron Perla, su esposo y «el Gordo». Parecían haber disputado violentamente.
Berthier repitió:
—Es el momento de marcharse. La carretera de Pnom Penh aún está expedita, y
llegaremos allí esta noche.
—¡Cállate! —le respondió «el Gordo»— ¿y bien, Julien?
—Tengo un mensaje para ti.
—¿De…?
—Sí.
—Ven a cambiarte a mi habitación.
«El Gordo» tenía una habitación en el «Continental», que sólo ocupaba muy
raramente. A veces, recibía allí a una mujer, pero más a menudo a ciertas personas
que si no quería fueran vistas en su oficina de Dakao.
Julien, mientras se duchaba, le comunicó el mensaje de Résengier.
De repente, le preguntó «el Gordo»:
—¿Qué opinas de él?
—Tiene una expresión muy simpática. Ahora manda él en el puente, pero, y esto
no es más que mi parecer, creo que en el fondo se burla de todo lo que sucede.
—Explícate mejor.
—No podré. Además, esta guerra me está enervando. Nadie se la toma en serio.
Los paracaidistas del presidente y los Binh Xuyen de Le Dao no quieren más que
volverse a sus casas, o dormir la siesta en el campo de batalla. Résengier defiende a
Le Dao, a quien desprecia; Teryman al presidente, al que no puede ver. Me lo confesó
una noche, al concluir una cena. ¡Pero todo cortésmente!
—Debes tener el gaznate seco. Baja a echar un trago.

Berthier había desaparecido, y había llegado Souilhac. Había intentado llegar


hasta el puente, pero un disparo de mortero se lo impidió, y su coche estaba
acribillado por la metralla, lo que le obligó a dar un gran rodeo para llegar a Saigón.
Sorbieron sus habituales dosis de alcohol, evitaron hablar de la guerra y de
Résengier, y Souilhac trató de arrastrar a Julien a un fumadero, pero el joven se negó.
En cambio, aceptó ocupar la habitación de «el Gordo» en el hotel. Se sentía más

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desanimado que fatigado.
Llegaron Calamar y Rovignon, llevando consigo a Jerome.
—Habrías podido pasar por la agencia —le reprochó Rovignon a Julien.
—Acabo de llegar, gordito mío; me he metido dentro del arroyo y he tenido que
cambiarme.
—¿Has visto a Résengier?
—Sí…, y también a Le Dao.
—Cuenta —le apremió Calamar—. Tengo mil piastras en el bolsillo. Son tuyas.
No me gustan las balas, pero he estado tres veces a punto de dejarme atrapar como un
conejo para intentar llegar al puente.
—Eso no me interesa —terció Rovignon—, salvo para el color local. El general
alto comisario acaba de anticiparme un mentís oficial. No sabe nada de la presencia
en Saigón del ex comandante Résengier.
Jerome se aburría en su rincón, como si todas aquellas noticias no le
concerniesen.
Julien hizo el recuento de la jornada, mejoró algunas de las situaciones que había
vivido, pasó otras en silencio, como la historia del estudiante Nam, se embolsó las
mil piastras y subió a acostarse sin haber cenado. Sobre la mesilla de noche descubrió
los «Siete Pilares de la Sabiduría», un libro que «el Gordo» debía de haber leído
varias veces, ya que las páginas estaban amarillentas. Lo abrió en un pasaje que
estaba subrayado a fuerza de uñas.

«Durante años hemos vivido juntos, en un desierto desnudo, y bajo un


cielo indiferente. Durante el día, el cálido sol nos fermentaba, y las ráfagas de
viento nos embriagaban. Por la noche, quedábamos mojados por el rocío, y el
inmenso silencio de las estrellas nos avergonzaba de nuestra pequeñez.
Eramos un ejército concentrado en sí mismo, sin desfiles ni gestas, dedicado a
la libertad, la segunda de las creencias humanas; objetivo tan voraz que
engullía nuestra fuerza, esperanza tan trascendente que nuestras anteriores
ambiciones se derrumbaban ante su magnificencia. De buen o mal grado,
habíamos hallado una fe».

Julien pensó que detrás de Résengier hubo hombres como Souilhac y «el Gordo»,
a quienes embriagaban las ráfagas de viento… También ellos habían mandado un
ejército sin desfiles ni banderas.
Llamaron a la puerta. Entró Perla sin esperar la invitación y se acomodó al borde
de la cama.
—¿Viste a Résengier, Julien?
Perla pedía sin freno lo que deseaba; quería vivir con frenético ardor.
—Le has visto, ¿verdad?
—Cinco minutos apenas. Le he hablado de ti y me ha dicho que no te conoce.

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—¿Volverás al puente mañana?
—No lo sé.
—¿Me llevarás contigo?
—¡Estás loca! Allí se combate. Yo he tenido que dar una zambullida para no
quedar transformado en momia. Anda, vuélvete a casa; es peligroso estar fuera de
noche. Ella sacudió dulcemente la cabeza.
—No, me quedaré aquí esta noche.
—¿Y tu marido?
—Ha huido a Camboya.
Perla se levantó y, sin el menor empacho, se quitó las ropas. Permaneció
completamente desnuda frente al espejo un minuto largo, alisándose las pestañas con
su dedo mojado. Julien contemplaba la fina silueta dorada y su reflejo. Olvidó que ya
la había tenido entre sus brazos, y volvió a descubrirla; su belleza le embargaba de
emoción más que de deseo.
Perla extinguió la luz y se tendió en la cama. Siempre apagaba la luz, ya que
temía que los rasgos de su rostro, trastornados por el amor, traicionasen algún secreto
que ella deseara mantener oculto al hombre que la estrechaba entre sus brazos. Julien
le acarició los cabellos, evitando cuidadosamente que su cuerpo la rozara.
—Dime, pequeña, ¿por qué estás aquí?
—Porque te quiero.
—¡Has amado a muchos más!
—Pero contigo no es lo mismo. A los demás lo olvido enseguida; sin embargo, a
ti tengo que verte cada día.
—¿Deseas que te lleve hasta Résengier y pretendes pagarme por anticipado?
Perla repitió de nuevo, con su curiosa voz:
—Contigo no es lo mismo…
Luego se apretó junto a él, y no tardó en subirle a la garganta un grito algo ronco,
una queja de soledad que procedía del desierto en el que se refugiaba durante el
placer.
Julien, al abrazarla, la estrechaba, la mimaba, pero no obtenía, pese a sus caricias,
más que aquella queja monótona y lejana. Deshaciéndose de ella, Julien se dejó caer
sobre las sábanas, cubierto de sudor y las piernas vacilantes. Deseaba dormir y no
despertarse jamás; quería escapar a aquella noche de angustia, al recuerdo de este
abrazo fracasado, a las luces del incendio, al repulsivo olor de los cadáveres
quemados, a esta indiferencia que pesaba sobre la ciudad, aún más pesada que las
aguas retenidas en el cielo.
El sueño acudió a sus ojos, y no sintió el beso que Perla depositaba en sus pupilas
semicerradas.

Para Julien, Perla habría sido capaz de cierta devoción, incluso de renunciar a
cierta parte de su egoísmo. Pero se parecía demasiado a ella, ávido, inquieto,

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violento.
Antes de ir al encuentro de Résengier, Perla había querido entregarse a esta última
prueba. Julien le había procurado más placer que los demás, porque trataba de
alcanzarla. Por un momento, incluso había creído que iba a envolverles como una
llamarada de pasión, a devorarles, y que para ellos renacería el amor, confundidos
uno en el otro. Se habían cogido de la mano, sus dedos se habían engarfiado, pero
después se rechazaron, volviéndose cada cual de su lado.

Holden no podía dormirse. Volvió a dar la luz para leer otra vez la carta que su
mujer le había enviado desde Tokio. Estaba redactada en un inglés muy deficiente, el
inglés que hablaba Yuziko, y detrás de cada vocablo podía fácilmente imaginarse el
sonido y la mímica que lo acompañaban.
Yuziko le comunicaba que Robert, el segundo de sus hijos, estaba enfermo, y que
el tratamiento sería bastante caro. Necesitaba comer carne en cada comida; la carne
era rara en el Japón y muy cara. El propietario de la casa que habitaban quería
echarles, a menos que la comprasen. Reclamaba 2000 dólares a cuenta.
Durante toda la ocupación americana, Holden y su esposa se habían beneficiado
de cierto número de privilegios, entre los cuales figuraba el del alojamiento gratuito.
Pero la ocupación se había terminado ya. Holden debía hallar tres mil dólares, y no
podía contar con una ayuda de su familia, que no le había perdonado su matrimonio.
Sin embargo, este casamiento era el que le había salvado.
Como corresponsal de guerra, había seguido a los «marines» en los combates del
Pacífico. En el celuloide había fijado muchas escenas de horror. En Guadalcanal, los
japoneses habían sido transformados en antorchas vivientes por los lanzallamas, y
uno de ellos, incendiado, había caído a sus pies: foto. En Bataan, en una fosa, había
descubierto los cuerpos decapitados a sable de cincuenta prisioneros americanos:
foto. En Saipán había asistido al suicidio de unos jóvenes japoneses que, para escapar
de los americanos que corrían hacia ellos, se habían echado desde un promontorio al
mar, con sus kimonos de ceremonia, floreados en colorines: foto. Había sido el
primero en entrar en Hiroshima, en ver a los niños que jugaban entre las ruinas, y las
mujeres y los hombres de miradas perdidas: foto…, fotos…, hasta el desaliento.
Pero al mismo tiempo que el objetivo, su memoria registraba cada uno de estos
horrores, y un día se sintió aniquilado. No podía abandonar Hiroshima. Erraba por
sus ruinas, y el comandante americano de la ciudad pensó, una vez, en hacerle
encerrar en un manicomio.
Una tarde, una pequeña estudiante japonesa, cuyos padres habían fallecido bajo la
explosión atómica, le cogió de la mano y, sin pronunciar palabra, le había llevado a
su casa. Al franquear el umbral de la pobre casa —un poco de papel alquitranado
sobre algunas maderas—, ella se arrodilló, según el antiguo rito japonés de la esposa
que recibe a su marido, y con su frente golpeó tres veces el suelo.
Holden vivió con ella, y las horribles imágenes se desvanecieron. Yuziko no le

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pidió nunca nada, pero un día se casaron y todos los habitantes del barrio, y también
de otros distritos, acudieron a visitarles. Rememoraba aquella larga procesión de
hombres vestidos con kimonos negros, de mujeres cuyo cinturón de seda las tornaba
jorobadas, de estudiantes con casquitos, y estudiantes femeninas con sus batas azules
de huérfanas y sus largas trenzas. Todos les llevaron regalos envueltos en papeles
adornados con letras y cintas de colores. Iban a agradecerle el haber sido el
americano loco, a quien la vergüenza perseguía por las ruinas de su ciudad.
Durante seis meses cada año, Holden vivía en Hiroshima. Le invitaban a todas las
fiestas religiosas y a los casamientos. Uno de sus amigos era un bonzo sintoísta: otro,
un viejo pintor de estampas, que le enseñaba a servirse de los pinceles. Su casa
siempre estaba llena de parientes, de amigos agazapados sobre el tatami[28], bebiendo
té verde. El saltaba por encima de ellos, con sus largas patas de saltamontes,
perseguido por las risas y las bromas. Holden era feliz, ya que había aprendido el
valor de los ritos y sabía apreciar las largas y pacientes conversaciones; podía
contemplar el arreglo de unas flores durante horas, se levantaba de noche para captar
un reflejo de luna en un minúsculo estanque, y el canto aflautado de un sapo
enamorado.
Los seis meses restantes, recorría el mundo con sus aparatos y vendía sus fotos a
las grandes revistas americanas, que aún recordaban que Holden era el mejor
fotógrafo de la guerra del Pacífico. Aquella semana tenía que encontrar 3000 dólares.
Life se los daría si les proporcionaba un reportaje sensacional o, aún mejor, una sola
foto que resumiera esta guerra de sectas.
Reflexionaba, y sus pensamientos se transformaban rápidamente en clisés y
encuadres fotográficos: el puente, entre el arroyo chino y el río de Saigón; la fortaleza
de Le Dao atacada por todas partes, y el pirata rodeado por la pirotecnia de las
explosiones; la vieja Asia de la corrupción, la vieja Asia pintoresca, que sucumbía
bajo los golpes de este presidente virgen, sostenido por ese hacedor de reyes que era
Lionel Teryman.
Ya tenía el tema. Pero ¿cómo obtener la foto? Entonces fue cuando se acordó de
Peladon, aquel francés un poco loco, que había comprado una avioneta del
«excedente militar» y efectuaba vuelos rasantes sobre las playas y la ciudad. Una foto
aérea del puente; eso es lo que tenía que hacer.
Desde la habitación vecina le llegó la monótona queja de Perla, a la que había
visto entrar con Julien. Julien todavía estaba en la edad en que las mujeres parecen
frutas verdes que hacen rechinar los dientes, cuerpos sinuosos que se retuercen de
placer y luego nos rechazan, caritas rosadas que muerden al hombre para vengarse.
Perla estaba enamorada de su propia belleza y de su vientre, aún sin deformar por
ningún hijo. Pero tal vez un día, ambos llegarían a evadirse de su egoísmo para
amarse sin tener necesidad de la explosión de una bomba y centenares de miles de
muertos.

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3
Entierro en la Llanura de los Juncos
A las 9 de la noche, ya bien oscurecido, Le Dao subió a una embarcación artillada y,
sin prevenir a Résengier, se llevó consigo a un grupo de oficiales rumbo al río Saigón
para unirse al grueso de sus tropas.
Varias veces, Résengier trató de ponerse en relación por radio, ya con el Estado
Mayor francés, ya con el alto comisario, para obtener algunos informes y consignas
precisos; pero la radio no llegaba tan lejos, o tal vez era que no querían contestarle. A
su izquierda, las chozas continuaban ardiendo, y las hogueras se iban extendiendo.
Résengier comprendió que el combate iba a reanudarse, y que era preciso reforzar
Petrus Ky.
Hacia las once obtuvo por fin la comunicación por radio con la cañonera de Le
Dao, y reclamó urgentemente el envío de refuerzos procedentes de las reservas. Se le
respondió que el general Le Dao estaba en conferencia con el coronel Broussaille y
que ya le llamaría más tarde.
Poco antes de medianoche llegó un capitán francés en un sampán. Alumbrado por
una linterna, se le vio aparecer con el quepis rojo puesto de través sobre su asimétrica
cabeza. Un violento vendaval parecía haberle torcido todos los rasgos del rostro.
Résengier reconoció a Andrei en el momento en que le echaba los brazos al cuello.
Andrei seguía oliendo igualmente a queso de cabras y a sudor, ya que no se lavaba
más que cuando caía al agua, y en general evitaba los ríos.
Andrei dividía la humanidad en dos grupos: los hombres de sangre caliente, entre
los que se contaba él y todos sus amigos, que buscaban el sufrimiento, el esfuerzo, el
peligro, y los de panza, que bebían según su sed, comían según su hambre y le daban
importancia a la charla de una mujer. Durante dos años, Andrei había combatido con
Résengier en la Llanura de los Juncos, en el oeste de Cochinchina y en la frontera de
Camboya. Cuando se sentía feliz, Andrei bailaba, por lo que se puso a danzar
alrededor de Résengier: dos pasos adelante, dos pasos atrás, una reverencia y un salto
de cabrito.
—¡No sabes, Paul —declaró con su voz enronquecida—, lo contentos que
estamos de tu venida! Para todos los quepis rojos que se arrastran por detrás de las
alambradas del campamento Chanson, es señal de que van a tener algo que hacer.
Nos hemos batido en los arrozales de Tonkín y de la Cochinchina, en Laos y en la
Región Alta. Fuimos vencedores en todos los combates, en todas las acciones, pero
durante esa época, unos imbéciles perdieron la guerra, nuestra guerra. Fuiste tú el
primero que lo dijiste así cuando enterramos al aspirante Gilles; ¿te acuerdas?
Résengier recordaba aquel cielo plomizo que aplastaba el arrozal, las inmóviles
aguas, los diques de tierra oscura y unos cocoteros que lanzaban metálicos reflejos:
un inmenso paisaje de zinc y plomo fundido.

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El cadáver había sido llevado sobre unas andas por cuatro soldados, desnudos
bajo sus equipos y sus gorros de tamojal. Detrás seguían unos cincuenta hombres
ataviados de igual guisa. Iban en fila india, no pudiendo avanzar más que de dos en
fondo, sobre los diques húmedos y resbaladizos. A veces, uno de ellos tropezaba,
caía, y se mojaba en el arrozal. Quedaba manchado de ocre, y el agua le resbalaba por
el gorro hacia la cara. Los demás le envidiaban entonces, tanto era el calor que hacía
aquella tarde de julio. La columna marchaba culebreando como una serpiente. Por
fin, se apiñó alrededor de una pagoda situada en medio de las aguas, unida a tierra
por una calzada medio arruinada. El cuerpo tenía por lienzo un paracaídas, y en su
seda blanca el sol del atardecer ponía brillantes reflejos. El capellán del regimiento
había querido ir a bendecir la tumba, pero Andrei le espetó con su voz brutal:
—Cura, bendiga tanto como quiera al pequeño Gilles, pero aquí. Diga tantas
misas y plegarias como quiera, aquí. Cuando el cadáver salga del puesto, será
nuestro.
Souilhac, Andrei, «el Gordo» y Villebois, un mestizo, se agruparon detrás de
Résengier. Los cincuenta soldados les contemplaban con sus rostros pétreos,
barbudos: eran todo lo que quedaba de los comandos del Mekong, tras seis meses de
lucha. El cielo se tornó violeta, y la alargada silueta de Résengier parecía tocar las
nubes con su cabeza. Habló:
—Gilles ha muerto y vamos a enterrarlo. Se pudrirá en este arrozal tal como nos
pidió. Como todos nosotros, había hecho de esta guerra la suya; como nosotros, hace
unos meses, no sabía nada de este país. No peleaba para mantener en Indochina una
forma de administración declinante, unos funcionarios, unos banqueros y unos
traficantes contrabandistas, sino una forma de pensamiento y de libertad, lo mejor de
nosotros. Participaba de nuestra ley. No sabemos a ciencia cierta cuál sea esta ley,
pero estamos seguros de que existe y que se burla del color de la piel y de todas las
jerarquías. Está hecha de esfuerzos, de sufrimientos y de sangre vertida. En África, en
Italia y en Francia, nos batimos para libertar a nuestro país; era un noble objetivo.
Aquí no nos asiste ese motivo, pero presentimos que nuestro solitario combate tal vez
sea el último librado para conservar la dignidad humana. Por esto no tenemos
enemigos, sino adversarios, y luchamos por ellos tanto como por nuestros aliados, y
por nosotros mismos. —Y concluyó—: Adiós, Gilles; que este barro te sea más ligero
que la tierra de tu pueblo natal.
Mientras el cadáver envuelto en su paracaídas era descendido a la fosa, entonaron
el cántico de los pioneros americanos, convertido en el suyo propio:

«Recuerdo de un viejo compañero


decapitado por los indios,
recuerdo de una joven
a la que convirtieron en ramera».

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Aparte de toda nacionalidad, se consideraban como hermanos los que sentían
iguales sentimientos, los conquistadores de las tierras vírgenes y los guerreros de las
causas perdidas. Allí, una bandera o un cura hubieran estado fuera de lugar, ya que
implicaban unos límites y normas que aquéllos rechazaban.
Résengier, unos días más tarde, transfería a Andrei el mando del grupo, y con el
capitán médico Souilhac y el teniente Le Teylier, llamado «el Gordo», formaba el
primer comité de enlace con las sectas.
—Eran los buenos tiempos —comentó el capitán Andrei— ¿y aquí, qué ocurre?
—Nada bueno. Le Dao acaba de darse el bote, abandonándome con los dos mil
hombres que todavía tiene en Saigón y Cholon. Si se enteran de la huida de su jefe, se
desbandarán o se rendirán. Sus municiones se agotan; estoy prometiéndoles sin cesar
unos refuerzos que no puedo hacerles llegar.
—Pero, bueno, el Gobierno francés es el que te ha enviado a esta ratonera,
¿verdad?
—No tengo ningún título; mi misión es indefinida, y el alto comisario no la
reconoce.
—¿Y eso qué importa? Nosotros estaremos contigo. Mira, Tutur, el general, con
su trasero de oca, su vientre de polichinela y su quepis que le entra hasta las orejas,
está emocionado con tu llegada. Casi lloraba. Ha hecho que tres grupos de artillería
apunten contra el palacio Norodom.
—No te preocupes; como ya es general, retirará los cañones. Si hubiera sido aún
coronel, habría mandado disparar.
—Ha sido Tutur quien me ha rogado que me pusiera en contacto contigo, para
preguntarte qué necesitas.
—Me hacen falta aparatos de radio, obuses de mortero, pero ante todo oficiales
para mandar a los Binh Xuyen que aún quieran batirse.
—Regreso al campamento Chanson, y volveré con unos cuantos veteranos de la
Llanura de los Juncos y un convoy de camiones.
Résengier arrastró a Andrei hacia la villa y le ofreció champaña.
—Le Dao ha abandonado varias cajas.
Luego, desplegando un plano de Cholon-Saigón, le preguntó, mirándole a los
ojos:
—¿Cuánto tiempo pueden mantenerse los Binh Xuyen en la ciudad?
Una vela colocada en una botella iluminaba el semblante de Andrei, en el que se
dibujó una mueca.
—Escucha, Paul, tus Binh Xuyen no son más que unos esquiroles. Los blocaos
que construyen no podrán resistir más allá de veinticuatro horas. ¡Son holgazanes
como culebras esos tipos! En una encrucijada requisan una casa, un almacén y una
escuela; colocan unos sacos de arena, unas alambradas, una o dos ametralladoras, de
quince a veinte fulanos, y ya están satisfechos. Pero esos blocaos no sirven para nada;
los paracaidistas vietnamitas se infiltrarán por ellos, de casa en casa, y cuando se lo

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propongan les aplastarán a fuerza de granadas. El coronel Kim, que les manda,
conoce su oficio. Bueno, tú lo sabes mejor que yo, ya que fuiste tú quien le enseñó.
—¿Sabes algo de Trinh Sat?
—¿No sabes nada tú? —preguntó a su vez Andrei—. Llegó esta tarde a Saigón, y
ahora está en el palacio Norodom, con el presidente.
—Voy a enviarle un agente de enlace a «el Gordo».
—¿No le has visto?
—No. Ni a Souilhac.
—Ambos se han convertido en hombres panzudos. Souilhac tiene tres mujeres, y
«el Gordo» tres cuentas bancarias en tres países diferentes.
—¡Y yo me he casado!
—Bueno, debías aburrirte, ¿verdad? Pero has vuelto, y el mismo día de tu regreso
ya has puesto tu cabeza en un fangal. Voy a hablar con Tutur y volveré.
A la una de la madrugada, los combates que casi habían cesado, volvieron a
desencadenarse con mayor violencia. Los cañones, los morteros y las ametralladoras
se encarnizaron sobre el instituto Petrus Ky. Los cuatrocientos Binh Xuyen que aún
ocupaban el edificio habían rechazado tres asaltos, aunque flojos, llevados a cabo por
los paracaidistas del coronel Kim. Al Ejército nacional le hacía falta, como fuere, un
éxito; de lo contrario, esta guerra se extinguiría en medio de la fatiga general.
Teryman, que así lo había comprendido, había convencido a Kim para que
concentrase todos sus esfuerzos sobre Petrus y lanzando a sus mejores tropas al
asalto.
El capitán Andrei llegó al campamento Chanson en el momento en que se
desencadenaba sobre el instituto Petrus Ky un fuego devastador. Inmediatamente fue
introducido a presencia del general. Tutur rayaba furiosamente unos mapas, y Andrei
comprendió al momento que la situación no debía de ser satisfactoria. El generar
elevó su enorme nariz.
—¿Le has visto? —preguntó.
—Sí, mi general.
—Y le has dicho…
—Que íbamos a apoyarle…, pide aparatos de radio y obuses de morteros.
—No obtendrá nada, Andrei. Vas a volver a su lado, lo traes para aquí, y le
pondremos camino de Francia.
—¿Cómo?
—Orden del alto comisario. Yo también retiro mis cañones. Por todas partes hay
obstáculos. Se acabó la lucha en Saigón. Le Dao está de acuerdo en que sus cascos
verdes se vayan al otro lado del río. El emperador envía a no sé quién y, mientras
tanto, le quita el mando militar al presidente para confiárselo a nuestro compañero
«Bel Ami», que aún no ha llegado. El emperador está en Cannes, y si Résengier
abandona el puente, el presidente y los americanos, al alba, serán los amos de Cholon
y de Saigón.

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—Mi general, no vuelvo al puente.
Tutur, tranquilizado, guiñó un ojo.
—Lo has intentado y no has podido pasar, ¿verdad?
—Sí, mi general. Lo he probado, pero caían muchos cañonazos y he tenido
miedo.
—¿Qué piensas? ¿Que me he deshinchado? Bueno, ve y díselo, ya que es verdad.
Unos cañonazos al aire, y este bendito presidente hará aguas, lo sé muy bien.
Un ordenanza anunció al coronel Broussaille.
—No quiero verle.
Tutur se levantó y empezó a pasearse por la estancia.
«Una cabeza de anciana irritada y un par de piernas, nada más —pensó Andrei—.
¡El vientre, siempre el vientre!».
Tutur le asestó la nariz a la altura de los hombros.
Medía, apenas, un metro sesenta.
—Le dirás a ese bruto, a esa podredumbre de Braussaille, que deje en paz a
Résengier, que deje en paz a todo el mundo; si no voy a…
Tutur se acordó de su grado de general.
—… Voy a hacerle arrestar.

A las once de la noche, Teryman, encerrado en su despacho del palacio Norodom,


juzgaba muy mal la situación. Aparte algunas excepciones, la mayoría de los puestos
de los Binh Xuyen resistían, y en Petrus Ky, los hombres de Le Dao habían rechazado
tres asaltos. La sorpresa no había contado más que al principio de la tarde. Al no
recibir los Binh Xuyen otra orden que la de disparar, comenzaron a asustarse. Pero la
llegada de Résengier había modificado la partida, y el fuego de morteros ordenado
por Teryman, se había revelado ineficaz. Al sentirse apoyados, los Binh Xuyen
pasaron al contraataque.
El presidente, viendo perdida la partida, había conversado largamente con un
emisario del alto comisario francés y aceptado el principio de una tregua general, y
una mediación del emperador. Este estaba en manos de los franceses y recibía de Le
Dao la mayor parte de sus ingresos. Entonces fue cuando llegó Trinh Sat, con su
revólver dispuesto, la boca feroz y su nariz palpitante. Trinh Sat parecía estar siempre
muriéndose de frío. Entró en el despacho del coronel sin hacerse anunciar y dos de
sus guardaespaldas, con las metralletas a punto, se colocaron a cada lado de la puerta.
Trinh Sat preguntó:
—¿Y bien, americano?
Del bolsillo de su camisa sobresalían un carnet y una estilográfica. Trinh Sat
había sido tres años profesor, de lo que conservaba el culto al papel, a las gomas y los
lápices, a la tiza, a la pizarra y a los carnets. Teryman juzgó que tenía que jugar su
última carta, y de prisa. Subrayando cada una de sus frases con un puñetazo sobre la
mesa, sin mirar a su interlocutor, le anunció:

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—El presidente va a capitular. Résengier ha tomado el mando de los Binh Xuyen,
y los franceses juegan a los mediadores. El emperador ha enviado un telegrama en el
que convoca al presidente a Cannes. Y éste está dispuesto a obedecer.
Los labios de Trinh Sat se estrecharon más aún.
—Vamos a ver al presidente.
—No nos recibirá.
—Nos recibirá.
Anduvieron por los corredores, subieron una amplia escalinata, siempre seguidos
por los guardaespaldas. A la entrada de los departamentos del presidente, un centinela
quiso impedirles la entrada. Trinh Sat sacó su revólver y el centinela se apartó.
El presidente y su hermano estaban solos y bebían té, sentados ante una mesita.
Cuando el teléfono sonaba, el hermano se levantaba e iba a contestar. El presidente,
inmóvil, parecía dormir con los ojos abiertos. La entrada de Teryman y de Trinh Sat
les hizo sobresaltarse. Trinh Sat avanzó hacia los dos hermanos.
—Tengo buenas noticias —anunció—. Los caodaístas han decidido separarse del
Frente Unificado de las Sectas.
Ninguno de los dos hombres se movió. Trinh Sat prosiguió:
—Los batallones católicos del Centro de Annam llegarán mañana. Los Binh
Xuyen pronto carecerán de municiones. Un último esfuerzo y los echaremos de
Saigón y Cholon.
Fue el hermano quien habló:
—El presidente, para evitar más derramamiento de sangre, acaba de decidir que
se suspenda el combate.
Trinh Sat dio un salto y colocó sus anteojos casi debajo de la nariz del presidente,
el cual se hundió hacia atrás en su sillón.
—No podré detener a mis hombres. Tengo dos mil en Saigón, y para defender
mejor vuestro palacio, acabo de apostar un batallón a la entrada.
El presidente sonrió como prescribe la antigua cortesía de los mandarines cuando
un esclavo lanza un insulto. ¿No acababa Trinh Sat, «nacido de la nada», de hacerle
su prisionero, de acuerdo con el americano? Sus párpados, muy blancos en su rostro
amarillo, se cerraron lentamente, volviendo a abrirse para contemplar a su hermano.
Esto significaba:
—Ve a prevenir a la guardia, avisa a los franceses y líbrame de estos dos
hombres.
Pero el otro no hizo el menor movimiento. Era tan vivaracho y delgado, como el
presidente era grueso y pesado. No tenía carácter, pero era de rápida comprensión;
nada de línea política, solamente montones de dinero. Sabía que Trinh Sat era un loco
y que Teryman jugaría la partida hasta el final. Las noticias que acababa de escuchar
quizá eran ciertas.
Sonó el teléfono y lo cogió. Hoang, el «coronel», estaba al otro extremo. Acababa
de saber que Le Dao había abandonado su cuartel general del puente. Cuando los

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Binh Xuyen lo supieran empezaría la desbandada, y él iba a hacer que se enterasen.
El antiguo profesor volvió junto al presidente, invitó a Trinh Sat y a Teryman a
sentarse, y les sirvió té —un té pobre y mezquino, de baja calidad—; el presidente no
se preocupaba ni de lo que comía o bebía, y adoraba las coles.
—Pienso…
Contempló largamente a su hermano, hasta obtener la aprobación del presidente.
Desde la infancia, los hermanos Binh se entendían por signos imperceptibles de los
párpados o las manos.
—Pienso que ante todo debemos agradecerle al general Trinh Sat el apoyo que
nos aporta con sus tropas. Somos de la opinión de continuar la lucha, al menos hasta
la mañana.
Teryman lanzó una idea:
—Creo que el general Trinh Sat podría disponer de un despacho en palacio.
—Soy de la misma opinión.
El presidente, de pronto, se levantó y anunció que iba a rezar, pero antes le hizo
un ligero signo a su hermano, el cual le siguió.
Ambos se sentaron sobre el pequeño lecho monacal de blanquísimos lienzos,
cuidadosamente planchados, frente al gran crucifijo de madera.
—Trinh Sat se torna muy peligroso —comentó dulcemente el presidente—, y el
coronel americano parece decidido a servirse de él.
—Al menos, Trinh Sat toma el partido de las sectas, y el ejército no gusta de las
sectas. Si adquiere mucha importancia, la vida del pobre «coronel» Hoang no valdrá
mucho. Cuando trabajaba para los franceses, hizo ejecutar a un buen número de
amigos de Trinh Sat. Hoang tiene que llamarme; le advertiré que se muestre prudente.
—¿Y nuestras promesas a los franceses de suspender la lucha?
—Nuestras tropas, llevadas de su impulso, no han podido ser retenidas. Por otra
parte, Trinh Sat, este fanático peligroso, nos ha colocado un cuchillo bajo el cuello.
No hemos podido hacer nada. Estamos sumamente desolados.
Teryman acompañó a Trinh Sat, siempre seguidos de sus dos guardaespaldas. En
el porche del palacio, en el momento de separarse del caodaísta, el coronel
americano; en el francés algo difícil que empleaba, le recomendó:
—Déjese ver por todos los lugares donde se combate. Que se sepa que ha sido
usted, Trinh Sat, el primero que ha levantado bandera contra los colonialistas
franceses y sus asesinos a sueldo, los Binh Xuyen. Y tenga mucho cuidado.
Teryman acababa de decidir que elevaría al poder a Trinh Sat.
El coronel Teryman, desde el desencadenamiento de la guerra de calles, no iba a
su casa. Broussaille se había ufanado de hacerle asesinar, y Le Dao tenía asesinos
entrenados. Se tendió en un lecho colocado junto a la mesa de despacho. Un teléfono
le unía directamente con el coronel Kim, en el cuartel general.
Teryman pensaba en Résengier que se las tenía que ver, igual que él, con un
hombre sin carácter y falto de valor, ya que Le Dao no era de mejor temple que el

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presidente. Desde hacía unas horas, el coronel se esforzaba en meterse en la piel del
francés, para comprenderle mejor y prevenir sus golpes; pero como no le conocía en
absoluto, se veía obligado a prestarle reflejos, razonamientos e ideas que tal vez eran
las suyas propias. ¿Iba Résengier a descubrir muy pronto su triunfo, como él acababa
de hacer con Trinh Sat? ¿Cuál era el hombre de Résengier? ¿Le Son, quizá? Pero Le
Son se negaría a llevar sus hombres a Saigón, abandonando su feudo de pantanos,
arrozales y montañas.
Sonó el teléfono. Era el coronel Kim. Había concentrado sus mejores tropas
delante del Petrus Ky, e iba a dar la orden de asalto. No parecía muy entusiasmado;
era fácil adivinar que esperaba una contraorden. Teryman consultó el reloj. Era la una
de la madrugada.
—Adelante ya, coronel.
Luego se pasó un poco de agua por el rostro. Volvió a sonar el teléfono; el
embajador de Estados Unidos le convocaba urgentemente en su residencia privada.
Si antes del término de la entrevista, Petrus Ky no se había rendido, Teryman
sabía que estaba perdido. Le gustaban estos momentos de incertidumbre, cuando los
dados arrojados sobre el tapete aún estaban rodando. Habiendo cumplido con su
deber, se lavaba ya las manos frente a un azar absurdo, el mismo azar que, tal vez al
desviar dos moléculas de su curso, había creado el mundo.

Frente al instituto Petrus Ky, Hoang había hecho instalar un altavoz que, durante
dos horas de calma, no cesó de pregonar que Le Dao era un cobarde y que había
abandonado a sus hombres para refugiarse entre los franceses.
Entre cada dos arengas, el altavoz daba un poco de música. El silbido de algunas
balas, el ruido que producían al incrustarse en los tejados de palastro, las luces de los
proyectores, la música deformada por el altavoz y los gritos, hacían de este combate
una función de circo.
Al amparo de un autoametrallador, Calamar y Rovignon, fumando cigarrillo tras
cigarrillo para mantenerse despiertos, contemplaban esta contrapartida de la guerra.
—La vieja China podrida del «Kuomintang» —observó Calamar— ha acabado
casi de igual modo en el ridículo, la sangre y el cieno. Se ha acabado el exotismo;
será preciso ir a buscarlo fuera de Extremo Oriente; también ha concluido el
romanticismo, que será extirpado del mundo.
Rovignon tosió.
—Tuan-Van-Le, el puro, liquidado en Hanoi, en un sótano. Le Dao, el pirata,
huyendo con sus millones… y nuestro viejo Jerome, tan desanimado y fatigado que
no quiere volver a asomar su nariz al exterior. No piensa más que en llegar a Pekín,
vigilando las palpitaciones de su cansado corazón. ¿No te encocora, a veces, este
oficio, al ver cómo acaba un viejo periodista?
—¿Y qué otra cosa quieres que haga? Al menos, siempre se está en los mejores
sitios, y en lugar de pagar butaca de orquesta, te pagan la vida. ¡Uf!

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Una bala fue a aplastarse contra el blindaje del autoametrallador por encima de la
cabeza de Rovignon, que se resguardó un poco mejor.
—¡También se arriesga! Comprenderás que no siento ganas de dejarme matar.
Bueno, vas a reírte porque se trata de algo casi incomprensible, pero… Kieu espera
un niño y esto me alegra lo indecible.
—Será estupendo verte empujar el cochecito por la calle Catinat —ironizó
Calamar. Luego observó—: No es tonto Hoang utilizando el altavoz; normalmente,
los Binh Xuyen deberían rendirse. Pero. Estos paracaidistas son blandos. Tratándose
del tocino… Oye, haz que nazca en Francia.
—¿Por qué?
—Lo ignoro. Mira, he aquí el coronel Kim; Résengier es quien le enseñó el
oficio. Lo que tienen de bueno en estas guerras caseras, es que todo el mundo se
conoce.
—Verdaderamente, se está en familia. En China ocurría lo mismo, ahora ya no.
Jerome no reconocerá Pekín.
Los Binh Xuyen huyeron a las tres de la madrugada, abandonando los heridos y
las armas pesadas. Refluyeron hacia el puente en desorden, y Résengier los instaló
como pudo a lo largo del arroyo. Todos gritaban, reclamando a Le Dao.
Algunos hombres se quedaron, por estar heridos o no haber sido prevenidos por
sus camaradas. Asustados, continuaron agotando las municiones.
A las cuatro de la madrugada, los paracaidistas eran los amos de todos los
edificios del instituto.
A las cinco, Le Dao volvió a su cuartel general. No era para salvar a sus soldados
o morir con ellos, sino para recuperar su dinero. Résengier, con ambas manos en los
bolsillos, y la pipa entre los dientes, vio cómo saltaba de una canoa automóvil. No
llevaba sobre la frente más que un pequeño trozo de gasa sostenida por una cruz de
esparadrapo. Empuñaba una «Parabellum». Los rasgos de su rostro, a las tintas grises
del alba, eran difícilmente reveladores.
—Petrus Ky ha caído —le anunció Résengier.
—Lo sé.
—No he tenido refuerzos para enviarle, ni obuses de mortero para sostenerles.
—Vamos a evacuar el puente.
—¿Y los hombres que aún combaten en la ciudad?
—Se han rendido de mala manera.
—No todos.
—Te enviaré unos juncos para evacuar la guarnición del puente.
—Cuanto antes, mejor. Dentro de algunas horas nos veremos rodeados.
Le Dao se apresuró a entrar en la villa. Quería estar solo, pero Résengier le siguió
hasta su cámara. Le Dao paseaba la luz de su linterna por las cómodas volcadas, y los
colchones rajados. Con ayuda de picos, se habían hecho saltar las losas del suelo.
—Son tus mismos soldados quienes han saqueado tu alcoba —le advirtió

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Résengier—. Parecían buscar algo.
Le Dao se acercó al muro, arrancó una gran laca y puso al descubierto una caja
fuerte. Manipuló durante unos minutos en la cerradura y la puerta blindada se abrió al
fin.
El jefe Binh Xuyen dejó la linterna sobre una silla para alumbrarse y, agachado,
sacó el cofrecito con los saquitos de billetes que depositó a sus pies como un ladrón
concienzudo y tranquilo.
Tres días antes, Le Dao soñaba con llegar a ser presidente del Consejo. Pero el
antiguo pirata volvía a despertarse en el mismo instante en que el hombre político se
derrumbaba con su fachada de cartón piedra. Le Dao volvía a mostrar sus primitivos
reflejos: quería salvar su rapiña y defenderse en el terreno que tan bien conocía, la
selva y los pantanos.
Résengier prefería esta actitud. Cuando Le Dao estuviera libre de Broussaille y su
equipo de políticos de aldea, podría volver a dominarle. El pirata querría vengarse, y
ya no se preocuparía de jugar a jefe de partido.
De repente, pensó en Le Son y en el inverosímil cesto en el cual guardaba su
tesoro de guerra, ya que Le Son no amaba el dinero. Los Binh Xuyen tendrían
necesidad de aquel hombre si querían llegar a la jungla. Pero Le Son no apreciaba a
Le Dao.
Entretanto…
Un campanario de iglesia que dominaba el distrito servía de observatorio al
coronel Kim. Un vigía señaló una luz en el cuartel general Binh Xuyen, y Kim dio en
seguida orden de concentrar allí una salva de diez cañonazos del 105. Los cuatro
primeros cayeron junto a la construcción. El quinto hundió el tejado.
Résengier se abalanzó sobre la lámpara, y la apagó. A tientas, cargaron los sacos
de billetes, descendieron por la escalinata, y los metieron en el fondo de la canoa
automóvil. El motor ya estaba roncando cuando estallaron los últimos obuses en
medio del pequeño zoo instalado en una parcela de terreno situada entre la residencia
y el arroyo.
Le Dao corrió hacia allí, y vio que su tigre real había muerto. Yacía dentro de la
jaula con el vientre destrozado, si bien sus patas aún se agitaban. Cuando acariciaba
al tigre, a Le Dao le gustaba que le fotografiasen. Había hecho del animal su símbolo
y su fetiche, por lo que ahora le asaltó un miedo supersticioso. Sostenía la linterna
asestada sobre el cadáver de la fiera. Résengier, que le había seguido, se la arrancó de
las manos.
—Hay que partir, Le Dao.
Volvieron a la canoa.
—Vente conmigo —le propuso el pirata—. El coronel Broussaille no quiere, de
ningún modo, que te hagan prisionero. Nombra tú a un oficial responsable. Dentro de
una hora, los juncos estarán aquí para embarcar a mis hombres.
Résengier no tenía ningún motivo para quedarse, por lo que aceptó. La canoa se

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apartó de la orilla, ganó el centro del arroyo, y puso rumbo al río de Saigón. Una hora
después, llegaba junto a un antiguo depósito de madera. En el desembarcadero había
una cañonera blanca de treinta toneladas, que Le Dao había comprado a los
japoneses. Estaba armada con dos cañones, seis ametralladoras, poseía un cuadro
emisor-receptor y podía hacer veinticinco nudos.
Broussaille les esperaba sobre el puente. Le estrechó la mano a Résengier.
—Encantado de verle sano y salvo. El alto comisario se hallaba muy inquieto.
Aún se considera responsable de su seguridad…, hasta su marcha.
Broussaille, como muchos crápulas, tenía la apariencia de un hombre
completamente honrado, y, como muchos imbéciles, una gran seguridad que aún
quedaba aumentada por esa cordialidad calurosa y comunicativa de los sanguíneos.
Mostraba un hocico prominente y un pecho abombado; era bajo de caderas y tenía los
ojos enrojecidos. Golpeaba la borda con su caña de bambú.
—Querido Résengier, prefiero serle franco. Los combates concluirán enseguida.
El presidente está perdido, las sectas lo destruyen. Vamos a exigir la partida del
coronel Teryman. El embajador americano está dispuesto a sacrificárnoslo, pero nos
pide, a cambio, el pellejo de usted.
—¿Y si Teryman no se marcha?
—Imposible.
—¿Y si el presidente se mantiene en el poder?
—¡Le digo que es imposible!
Le Dao, tras haber intentado entender lo que decían, se metió en su camarote. Una
chinita, parecida a la que había sido muerta la víspera, estaba agazapada en un rincón.
Era muy joven, un poco gruesa, como a él le gustaban.
Era una delicada atención de Tai. De pronto, recordó que había olvidado veinte
millones de piastras enterradas en su jardín, junto al zoo. Pero su inquietud no tardó
en disiparse. La guerra terminaría al día siguiente, y nadie osaría ir a desenterrarlas
durante la noche. «El Gordo» tenía en depósito diez millones de piastras. «El Gordo»,
a su manera, era honrado, como Résengier, como Souilhac; en cuanto a los demás, le
temían. De nuevo centró su interés en la joven, y no tardó en abrazarla fuertemente,
sobre la litera, en tanto ella sollozaba.
En el puente, Broussaille y Résengier seguían discutiendo en voz baja para evitar
que su charla llegase a las aguzadas orejas de Tai, que daba vueltas a su alrededor.
—Mi coronel —decía Résengier—, no era preciso dejar asaltar Petrus Ky y
abandonar Cholon y Saigón. El presidente, piense usted lo que quiera, ha conseguido
una victoria que ahora puede explotar. ¡Usted es quien le ha aconsejado a Le Dao que
no enviara refuerzos!
—El alto comisario quería evitar a toda costa que la guerra se extendiera a los
barrios europeos. Mañana Le Dao recuperará las posiciones que ha perdido. A usted
le haré conducir a Ban Me Thuot, donde el avión de una plantación le trasladará a
Bangkok.

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—¿Es una orden del alto comisario?
—Bueno, una orden… el alto comisario espera que…
—Necesito una orden escrita y firmada de su mano para presentarla al ministro al
llegar a París. Esperaré aquí esta orden, junto a Le Dao.
—Résengier, usted ya no es nadie, y soy yo quien manda. Usted posee una
leyenda. Guárdesela y márchese con ella. Yo no practico juegos de caballeros,
cumplo mi objetivo y cuando es preciso, remuevo el fango con estas manos.
Enseñó sus peludas manos.
—Reflexiono con esto.
Se golpeó el cráneo, con su incipiente calvicie.
—Y no sueño; actúo y obedezco. La época de los poetas se acabó ya en nuestro
ejército.
Résengier, sin elevar el tono de voz, respondió:
—En un año y medio, según tengo entendido, tanto por mediación de varias
personas como su esposa, su sobrina, chinos y vietnamitas, como por la complacencia
de la Oficina de Cambio, ha transferido a Francia seis millones de piastras… ¡Opino
que es demasiado para un simple coronel!
—¿De dónde proceden esas mentiras?
—De París. Usted tiene razón; el tiempo de los poetas se ha terminado, y ahora
nos hallamos en la época de los contrabandistas. Broussaille, yo podría causarle
muchas molestias; creo que será mejor que me deje en paz.
La sangre se agolpaba en la garganta del coronel, impidiéndole contestar. Habría
querido estrangular a Résengier, pero no podía hacerlo ante los vietnamitas, y además
sabía que tendría las de perder. El alto comisario jamás daría la orden por escrito.
Broussaille recordó que no era el único que en Indochina se sentía vejado por la
presencia del comandante. Tranquilizándose, advirtió en tono de presunta
superioridad:
—Aún no he terminado con usted, Résengier.
Retornó al embarcadero, donde le esperaba un jeep un chófer y una pequeña
escolta.
Résengier, sin éxito, había intentado impedir el desencadenamiento de la guerra.
La máquina puesta en marcha ya, se había visto limitado al papel de mecánico a
quien ciertos rechinamientos le indican que es preciso engrasar algunas ruedecillas,
pero que no se hace muchas ilusiones sobre la solidez de la máquina, pues sabe que
está construida con elementos dispares, unidos entre sí por alambres.
Le Dao, Broussaille, el presidente, sus esperanzas y sus maquinaciones le dejaban
indiferentes. Sus antiguos compañeros, «el Gordo» y Souilhac (a quienes aún no
había visto), o Andrei, no le inspiraban ya aquel gran deseo de comunión y
fraternidad que siempre sintió con ellos. Sin su sangre y su savia, era un extraño, y
solamente rehusaba marcharse por una pueril obstinación. Sabía que todo estaba
perdido, que Asia estaba perdida, pero en 1946 eso ya no lo ignoraba.

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No cesaban de afluir los fugitivos. Apoyado sobre la borda, como un pasajero
durante una escala del buque, Résengier les contemplaba pasar. Según sus rostros o
actitudes, podía conocer los que habían luchado con bravura, y los que habían
abandonado sus posiciones sin disparar ni un tiro.
La oleada de los cascos verdes se deslizaba a lo largo de la cañonera. Estos
soldados no valían gran cosa, eran unos granujas. Cuando el Gobierno anterior
decretó la movilización contra el Vietminh, muchos jóvenes deseosos de no ser
enviados al Tonkín, se habían enrolado en las milicias Binh Xuyen, para poder
quedarse en Saigón. Otros habíanlo hecho atraídos por la paga, o con el fin de ejercer,
con toda tranquilidad, una profesión lucrativa como propietario de un fumadero,
chulo o chantajista.
Algunos llevaban pollos atados a la cintura, otros se hacían llevar frutas por sus
mujeres, pero toda aquella algarabía pintoresca no conmovía a Résengier. Había
pasado la noche sin dormir y sus párpados se le cerraban a cada momento; la hilera
que desfilaba ante sus ojos no formaba más que una ola negra y verde.
El Ejército nacional debía de haberse dado cuenta de esta reagrupación de tropas;
por ello los obuses del 105 empezaron a caer sobre esta masa formando grandes
manchas rojas. La cañonera fue a resguardarse algo más lejos, en tanto que los Binh
Xuyen se desbandaban, matándose entre sí por un agujero donde guarecerse.
Al ser nuevamente localizada, la cañonera tuvo que remontar un riachuelo,
ocultándose en un bosque de manglares. El olor de las ciénagas resultaba mareante;
burbujas de gas subían a la superficie de las aguas negras, mientras enormes
mosquitos se pegaban a los hombres, intentando picarles a través de sus trajes.
Résengier, fatigado, entró al azar en un campamento, y se tumbó en la litera. Se
hundió en un pesado sueño, poblado de pesadillas. Hacía veinticuatro horas que había
llegado a Saigón.
El Estado Mayor Binh Xuyen se reunió en el camarote de Le Dao al caer la tarde.
Despertaron a Résengier para que asistiera a la reunión. En un rincón se veía a la
chinita, como una muñeca rota. Casi todos los oficiales de Le Dao eran seres
grotescos, que nada sabían de la guerra. El pirata había distribuido entre ellos los
galones como huesos a una jauría de perros, siendo los que ladraban más alto los que
habían recibido los mejores.
Únicamente el capitán Thach, desertor del ejército vietnamita, daba muestras de
buen sentido. El silencio y la inmovilidad de Résengier les molestaba, y cada vez que
uno de ellos tomaba la palabra, se giraba hacia el francés, buscando un gesto o una
aprobación. Luego se produjo un silencio, y fue entonces cuando Résengier se dignó
hablar:
—¿Se han enviado los juncos para recuperar los hombres que quedaban en el
puente del arroyo y en la ciudad?
Todos se contemplaron. Le Dao masticaba pepitas de sandía. Dejó de mover los
dientes para exclamar:

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—¿Dónde están los juncos?
Niang, el ayudante mayor, que solamente poseía el título e ignoraba las funciones
del cargo, balbució:
—Hace poco estaban al otro lado del río, frente al depósito de madera, bajo el
fuego enemigo.
—Que vayan a buscarlos —ordenó Résengier.
El capitán Thach se ofreció voluntario. Era uno de los pocos que no huirían al
otro bando. Entró un soldado, acercándose a Résengier.
—Acaban de llegar dos franceses para verte, y es posible que uno sea una mujer.
Eran Julien y Perla.
Résengier se levantó, un poco encorvado, ya que el techo del camarote era muy
bajo, salió, y todas las miradas le siguieron. Al subir al puente, el sol le deslumbró,
debiendo guiñar varias veces los ojos antes de reconocer a Julien, lleno de barro. Una
joven, vestida con una camisa de tela recia y un pantalón del ejército, tocada con un
casco de tamojal que dejaba entrever un mechón de cabellos rojos, se apoyaba en el
hombro del periodista. Résengier creyó recordarla ligeramente.
—No es sencillo hallarle a usted —empezó Julien.
Brillaban sus dientes y tenía el pelo revuelto.
—Vengo de parte de «el Gordo».
—¿Y ella?
—¿No la conoce?
Julien espiaba la reacción. Résengier contempló a Perla con mayor atención.
—No, aunque me parece…
—En casa de «el Gordo» —precisó Perla—, antes de marcharse usted a Francia.
También le parecía familiar la musicalidad de aquella voz.
—¿Es usted periodista?
—No, he acompañado a Julien, simplemente. Quería ver…
—¿… Un ejército de cobardes que salen pitando al primer disparo, como bandada
de palomas? Su puesto no está aquí; debe marcharse enseguida.
Se volvió a Julien:
—En cuanto a usted, amigo mío, es un loco rematado. A una amiguita no se la
trae a semejante barullo. ¿Qué le ha dicho «el Gordo»?
—Trinh Sat va adquiriendo más importancia a cada momento. Teryman lo apoya
y el presidente está furioso. El general vietnamita, al que llaman «Bel Ami», ha salido
de París. El mismo avión, de regreso, llevará al presidente a Cannes. Souilhac me ha
dicho algo, pero desde hace varios días no termina las frases. Yo lo he interpretado en
el sentido de que usted puede contar con él.
Perla contemplaba a Résengier como a un objeto que por una testarudez se ha
pagado muy caro y que, por fin, se puede examinar tranquilamente. Le hallaba feo,
con su boca enorme, sus mechones de cabellos grises, sus manos duras y callosas,
con uñas rotas como un mecánico. «No es más que un soldado —pensó—; nada

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más». Despreciaba a los soldados, porque entre ellos siempre se contaban las mismas
historias, hablando de ascensos, de medallas, de borracheras y de mujeres fáciles.
Pero en algún lugar de Francia tenían hijos y esposas que asistían a misa.
—Comandante… —dijo.
—Ya no soy comandante.
Había avanzado hacia la luz, y Perla reparó en las arrugas en pata de gallo que
tenía alrededor de los ojos, y los profundos pliegues a cada lado de la boca.
Perla había obligado a Julien a llevarla consigo ante este desconocido en el que,
sin ningún motivo, ella había puesto toda su esperanza. Ahora, sin embargo, deseaba
regresar a su casa lo antes posible, tomar un baño, perfumarse, maquillarse, ponerse
una bata elegante y beber gin fizz helado. Después elegiría un hombre pulcro, de
manos finas y vestido de blanco. Jugaría con él y le dejaría hambriento de sus caricias
para que la echara de menos.
—Señor Résengier —dijo, por fin—, «el Gordo», Souilhac y otros me han
hablado mucho de usted.
—¡No soy tan valioso para el riesgo que usted ha corrido!
Dicho lo cual, se volvió a Julien:
—Tengo que ordenar una operación, tras lo cual yo mismo les llevaré al puerto en
canoa. Desde allí les será fácil llegar a Saigón. Ahora no se muevan de este buque.
¡Vaya! ¿Ya no lleva la máquina?
—Cuando me separé de usted, tuve que tirarme al agua. El aparato se fastidió, así
como la foto. ¿Cuál es la operación que va usted a hacer?
—Al amparo de la noche, salvar a los Binh Xuyen que todavía se están batiendo.
—¿Puedo acompañarle?
—¿Piensa dejar sola a su amiguita?
—Perla no es mi amiguita, y es muy capaz de salir del paso sin mí.
Sentía la necesidad de defenderla y, al mismo tiempo, de disculparse.
—Por supuesto, no habría traído a ninguna otra joven. Hemos permanecido cinco
horas en el fondo de un sampán. Estaba lleno de cucarachas, de mosquitos, y olía a
pescado podrido. Pese a ello, no se ha quejado ni una sola vez. Un cooli remaba por
encima de nuestras cabezas, y no sabíamos adónde nos llevaba. No hemos bebido
nada y tenemos sed.
—Esta no es mi casa, sino la de Le Dao. Veré qué puedo hacer por ustedes.
Résengier entró en su camarote, y reapareció a los pocos minutos acompañado de
un boy que llevaba dos tazas y una tetera.
—Señorita…
—Señora.
—Le Dao pone un camarote a su disposición por esta noche. ¿Aún sigue
queriendo venir conmigo, Julien? Es posible que la operación ofrezca dificultades;
tenga en cuenta que no puedo permitirme el lujo de caer vivo en manos de los
soldados del presidente.

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Julien miró a Perla, y siempre con ánimo de defenderla, aceptó. Apareció Le Dao,
seguido de su séquito.
—Estos son dos periodistas que vienen a entrevistarte —presentó Résengier a
Perla y Julien.
Y así hablando, miró fijamente a los ojos de Perla; su mirada era como una orden,
que no resultaba fácil desobedecer.
—¿De qué periódico me has dicho? —preguntó Le Dao.
—El diario de Extremo Oriente —contestó Julien.
Perla se había quitado el sombrero y sus rojos cabellos, a la mortecina luz,
parecieron incendiarse. Le Dao la contemplaba, con los ojillos casi cerrados. Nunca
había visto una mujer tan hermosa, con aquellos ojos verdes y oro, aquellos cabellos,
aquellos senos duros que amenazaban con rasgar la camisa caqui, y aquella cabecita
tan altiva. Mas no tardó en descubrir su sangre amarilla; ello le tranquilizó y le
alegró.
Ya se había acostado con mujeres blancas. Entre las «Afat», se habían introducido
algunas hembras que se vendían muy caras, o se hacían entretener por chinos o
vietnamitas. Su complacencia profesional, el penetrante olor que emanaba de sus
cuerpos mal cuidados, le decepcionaba. El único placer experimentado había sido el
de lanzarles un puñado de billetes y arrojarlas a puntapiés por su boy. Así se vengaba
de todas las orgullosas blancas que en su juventud le habían dado la patada, de todas
las mujeres a las que había suplicado en el mercado que le dejaran llevar sus
paquetes. Pero ninguna había sido tan bella como aquélla; ninguna le habría
permitido vengarse de Résengier. Y además, había aquellas gotas de sangre amarilla
que daban forma de almendra a sus ojos, dotando a su cuerpo de aquella gracia felina
y aquella perfección. Intuía que algún suceso del pasado unía al antiguo comandante
con aquella mujer, y que la historia de los periodistas y el periódico no era más que
un cuento.
Llegó Thai, empapado en sudor dentro de su estrecho traje de algodón. Lucía
corbata alrededor de su cuello, pero llevaba los pies descalzos. Le Dao le habló,
traduciendo a Perla:
—Su Excelencia, el general Le Dao será muy feliz si usted acepta ser su invitada
a su cena. Responderá a todas las preguntas que tenga a bien formularle.
Le Dao descendió a tierra, acompañado por su sonriente séquito. Los grandes
juncos que había reclamado Résengier, estaban en el río. Julien se había tumbado
bajo un toldo, y con la mochila por almohada se había dormido.
Résengier se acercó a Perla. La joven se veía obligada a levantar la cabeza para
verle el rostro, y su camisa entreabierta dejaba ver el nacimiento de sus senos.
—Señora —dijo el comandante—, yo no le he pedido que viniera aquí; es más, si
hubiera podido impedirlo lo hubiese hecho.
Respiraba su aroma, que no era acre, sino hechizante y azucarado como un campo
de vainilla.

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—Pero ahora me siento responsable de su seguridad.
Sus ojos eran como esos lagos de Escocia junto a los cuales él había comenzado
su entrenamiento de comando en 1941.
—Y Le Dao no es un niño de coro.
Perla había entreabierto su boca, y sus labios eran una tentadora promesa de
bienvenida. Résengier pensó:
«Labios que florecen como las flores…».
Las sienes le palpitaban violentamente. En Escocia, en su grupo de comandos,
había un capellán. En sus momentos libres traducía el «Eclesiastés» del hebreo, y
Résengier se acordaba del versículo que el cura repetía sin cesar, medio en broma,
medio en serio:

«Así, la mujer es más amarga que la muerte porque es una trampa, y su


corazón una red, y sus brazos, cadenas. De ella se libra quien Dios quiere,
pero el pecador queda prendido».

Los cabellos de Perla eran una orgía de llamas, y su garganta se esponjaba.


Résengier se acercó más, y sus brazos ciñeron apretadamente la frágil silueta. Aplastó
los labios de ella con su boca y se hundió, suspirando, en los lagos de Escocia,
dejando apagar la llama.
Perla se soltó.
—Va usted muy de prisa, monsieur Résengier. Le Dao quizá no sea un niño de
coro, precisamente, pero usted…
Al antiguo comandante le pareció oír la risa gangosa del capellán. Se había
matado saltando en paracaídas; la tela no se había desplegado, pero durante más de
seis meses habían estado hablando de él como si aún estuviese vivo. Perla también se
echó a reír, y su burlona risa desvaneció la del cura.
—¡Cómo debió pesarle el claustro!
—Estoy casado y tengo dos hijos.
—Pero «el Gordo» dijo…
—«El Gordo» nació para escribir novelas. Perdóneme.
—¿De qué? Hace mucho tiempo que tenía deseos de sentirme abrazada por usted;
en realidad, desde el día que le conocí en casa de «el Gordo», y usted casi no se fijó
en mí. Las mujeres somos muy extrañas. Cuando abrazan o hacen el amor a un
hombre que ha combatido, sufrido, o ha hecho algo distinto a los demás, creen que
participan de su gloria o su padecimiento.
—¿Es de usted esta frase?
—No, de Souilhac, pero quisiera que fuese mía.
—Lo sabía, es un pensamiento masculino. Las mujeres hacen el amor sin
reflexionar.
—¿No quiere dejarme a solas con Le Dao?

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—No.
—Entonces, lléveme con Julien a su expedición.
—¿Es que desea asombrar a sus amiguitas de Saigón, contándoles que ha jugado
a la Juana de Arco con los Binh Xuyen?
—Juana de Arco era doncella, y yo no tengo amigas.
—¿A causa de tener demasiados amigos?
—¡Tal vez! ¿Me lleva con usted?
—No.
La abrazó nuevamente, pero Perla adelantó los brazos para impedirle llevar a
cabo sus propósitos.
—La primera vez, Résengier, fue gracioso; la segunda, sería de mal gusto.
—Distingo un hombre entre mil, pero no hallo una mujer entre todas.
—¿Es de usted la frase?
—No, del «Eclesiastés».
—Enséñeme mi camarote, por favor.
—Enciérrese en él hasta mi regreso.
—Cuide de Julien. Sus maneras desenvueltas no son más que una pose, y aún
cree en las leyendas. Usted tiene una.
—¿Y usted…?
—No veo en usted más que al hombre, y lo lamento.
Entró en su camarote, y le cerró la puerta en las narices.

Los tres grandes juncos descendieron en silencio el arroyo. Poseían motores


auxiliares, pero Résengier había decidido no servirse de ellos hasta el regreso, cuando
se hubiera efectuado el embarco. La corriente arrastraba, pues, las pesadas
embarcaciones de madera agujereada por la carcoma. No había viento, y las
deshinchadas velas pendían como odres vacíos. Las chozas incendiadas eran aún
montones de brasas que enrojecían el celo nocturno; se oían disparos y el cañón
tronaba hacia Cholon. Julien y Résengier estaban agachados en la proa del primer
junco.
—Debería llover, es necesario —comentó Résengier.
—¿Para extinguir el incendio? Todo lo que tenía que quemarse, ya ha ardido.
—No, para extinguir el fuego que devora a los hombres. ¿Quién es Perla?
—No lo sé, y ella tampoco.
De la orilla les llegaron unas voces.
—¿Qué es eso? —preguntó Julien.
—Un puesto del Ejército nacional.
Sonaron unas ráfagas de ametralladora; las balas silbaron altas, pasando más
arriba de las velas.
—¡Alto! —gritó una voz.
—¿Qué vamos a hacer, Résengier?

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—Parar es lo que nos exigen.
Résengier llamó a un chino de torcidas piernas, que había embarcado antes de
partir. Se les acercó, con una cartera que le golpeaba el vientre. Una canoa se
aproximaba ya.
—Ofrece veinte mil piastras y discute un poco —le dijo Résengier.
Dio una palmada sobre el hombro de Julien.
—Y ahora, ocultémonos.
Y se deslizaron bajo unos sacos de yute que olían a harina de arroz.
Un oficial vietnamita, acompañado de dos hombres, subió a bordo. El chino salió
a su encuentro. El sonido ahogado de sus voces llegaba hasta los sacos como un
susurro. Julien retuvo el aliento. Pero el codo de Résengier, que se le metía en las
costillas, le dolía.
Al cabo de unos minutos oyeron la canoa que se alejaba y el junco que empezaba
a descender pesadamente el arroyo, Los dos franceses dejaron su escondite bajo los
sacos.
—Me ha costado doce mil piastras —anunció orgulloso el chino—. Los oficiales
del Ejército nacional todavía no resultan muy caros, pero no tardarán en aumentar los
precios.
—¿Qué ha ocurrido? —se interesó Julien.
Résengier se restregó el cabello para quitarse el polvo.
—Lo normal para la vieja Asia: somos un convoy de juncos chinos cargados de
arroz. El oficial nos ha impuesto una tasa para su cuenta personal. Pero esto no
tardará en dejar de ser normal, ya que la antigua Asia habrá muerto, y todos mis
pequeños trucos no valdrán un comino.
—¿Juega a menudo al póquer, Résengier?
—Cuando era estudiante —rió el aludido, suavemente—, me ganaba con él la
vida. Un día, el Asia inventará una nueva forma de póquer, del que desconoceré las
reglas.
Los juncos habían abandonado el Gran Canal, penetrando ahora en el canal doble.
Las orillas, colmadas de cabañas, se aproximaban, y los sampanes obstaculizaban el
paso. En la parte posterior de cada uno se balanceaban unas lucecitas. El llanto de un
niño se mezcló a los agudos chillidos de una mujer.
A una señal de Résengier, uno de los hombres de la dotación se dejó caer al agua
y ganó la orilla. Volvió a los diez minutos, sacudiéndose como un perro mojado, y dio
cuenta de lo que había visto.
—Los paracaidistas dominan toda la orilla, salvo hacia Khan Hoi, donde los
restos de los dos batallones Binh Xuyen han buscado refugio, después de abandonar
el puente. Todavía combaten.
Para recuperarlos tuvieron que descender por el canal hasta el río de Saigón. A la
largo de las orillas maniobraban los soldados, pero no parecían ocuparse de los
pesados juncos que cabeceaban, afanados como estaban en el pillaje y la violación de

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mujeres. Un proyector barrió el puente del junco, las velas y las jarcias, y luego se
apagó. Los juncos se acercaron a lo largo del muelle de tablas de una refinería de
arroz, y descendieron una decena de hombres para ir en busca de los Binh Xuyen.
Résengier encendió su pipa.
—No será fácil —objetó Julien.
—Lo lograremos, ya que reina el más completo desorden. La audacia vence en
momentos así.
—Le Dao tiene suerte de poder contar con un hombre como usted.
—Hace mucho tiempo que ha dejado de interesarme ese pirata gordo y cobarde,
pero si se sabe que deja abandonadas a sus tropas, todos cuantos están con él le
dejarán. Fuera Le Dao, fuera Binh Xuyen, y las demás sectas capitularán.
—¿Y eso qué importa? Un Estado que se precie de tal no puede tolerar la
supervivencia de los grandes feudos de la Cochinchina. En lugar del presidente ponga
a otro cualquiera, y obrará del mismo modo. Lo que usted hace es poco práctico. Se
ha enemistado con el coronel Teryman por intereses personales, y por la interferencia
de otras personas. El alto comisario de Francia le ha abandonado, igual que el
embajador americano se desentiende de Teryman. Ambos son generales que han
asistido a escuelas de guerra y han frecuentado Estados Mayores; piensan y actúan de
igual forma, y el estilo de Teryman, o el de Résengier, les disgusta a uno y a otro.
¡Ustedes dos tienen que rectificar, o colaborar conjuntamente… o ponerse a jugar a la
belote!
—¿Conoce a Teryman?
—Sí. Es un gran tipo, más bien simpático. Huele a agua de colonia y empieza a
engordar. Algunas veces me ha invitado a un trago. ¡Pero lo que debe aburrirse con el
presidente! Opino que algunas veces cambiaría de sitio con usted. Le falta la nota
pintoresca.
—Ya es tarde para colaborar. Lamento haber aceptado esta misión y haber vuelto
a Indochina, pero ahora nada me impedirá proseguir mi tarea.
—¿Y qué piensan hacer ambos con el Vietminh?
—Si el presidente vence, el Vietminh será dueño de Saigón dentro de un año, lo
más tarde.
—¿Y si pierde?
—También llegará a adueñarse del Sur. Asia está abocada al comunismo.
—Entonces, ¿qué pintan ustedes aquí?
—Quiero, por mi parte, reembarcar estos seiscientos tipos abandonados por Le
Dao, en estos tres juncos.
—¿Y luego?
—Voy a citarle una frase de Nietzsche, por lo que vale: «Amo a los que no buscan
tras las estrellas un motivo para perecer o para ofrecerse en sacrificio».
Julien pensó:
«Es tan loco como Teryman, que una noche me dijo algo parecido: "No hay que

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esperar para emprender una cosa". Hace un momento, yo estaba temblando bajo los
sacos, pero Résengier estaba impertérrito. Teryman se habría conducido de igual
modo. ¿Es que son dos inconscientes? ¿Es que creen firmemente en lo que hacen o
sólo son aventureros geniales, formados en una escuela de hacedores de reyes, que
aplican hábilmente los trucos aprendidos?».
Sobre el muelle de tablas sonaron unos pasos precipitados. Résengier hizo colocar
en posición dos fusiles ametralladores, uno hacia proa y el otro a popa.
—Si la situación se pone fea —le recomendó Résengier a Julien— tírese al río.
—Con usted, todo termina dentro del agua. ¿Qué piensa hacer usted, en tal caso?
—Lo mismo.
Una de las reglas absolutas de los «hacedores de reyes» es no dejarse jamás poner
la mano encima.
Eran los Binh Xuyen. Llegaron primero una veintena y luego cada vez en mayor
número, colgándose de las bordas y las estachas. Algunos, demasiado apresurados o
empujados por los otros, cayeron al agua. La luna se dejó ver, rasgando un vendaje de
nubes sucias. No dejaban de negar soldados, muchos heridos y sin armas. Ahora, los
juncos se balanceaban junto al muelle, rompiendo las tablas. Résengier ordenó poner
los motores en marcha, y concluido el embarque se alejaron pesadamente, separando
en su camino las turbias aguas.
«¡No es posible! —pensó Julien—. ¡Van a descubrirnos!».
Los Binh Xuyen bromeaban entre sí, e incluso habían encendido cigarrillos.
«¡Estos brutos piensan que ya se ha terminado! Parecen un equipo de fútbol que
regresa de un partido».
En el momento en que el primer junco iba a franquear el puente de Nhiabé y a
abandonar el canal doble para entrar en el río de Saigón, Résengier llamó a Julien.
—Baje a tierra. Dentro de unos minutos estará usted en su habitación, o en la
terraza del «Continental». Desearía que transmitiera un mensaje para mí.
—¿Y Perla?
—Para mayor seguridad, cuando llegue a su lado, la haré acompañar en una canoa
automóvil hasta Baria. Allí ya hallará un coche que la lleve a Saigón y estará en su
casa mañana por la mañana.
—¿Es que quiere quedarse a solas con Perla?
—No.
Résengier decía la pura verdad, y Julien se dio cuenta de ello. Encendieron
cigarrillos.
—Les dirá a Souilhac y a «el Gordo» que no vale la pena de que se mezclen en
esta desagradable historia. Los Binh Xuyen, al menos los que le quedarán a Le Dao,
se verán obligados a refugiarse en los pantanos del Rung Sat. Que me envíen
medicamentos y sigan viviendo tranquilos.
—¿En sus cubiles?
—Se vive donde se puede. Sus cubiles valen tanto como el mío.

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—Quizá volveré a su encuentro.
—¿Por qué?
—Mis grandes vacaciones están concluyendo, y necesito hacer algo extravagante
y patético.
—No lo haga. Durante unos días intentaré poner un poco de orden en una banda
derrotada, y esto no vale ninguna molestia por su parte. Estaré solo… ¿No soy el
guerrero solitario? Saco de los demás toda mi fuerza. Váyase, Julien, y buena suerte.
Una canoa le llevará a la orilla.
Se estrecharon las manos y Julien abandonó el junco, repleto de soldados
vencidos, de heridos coléricos, en medio de los cuales quedaba Résengier, el de las
largas piernas, capitán lúcido y desesperado de aquella almadía de la Medusa.
Un ciclo a pedal condujo a Julien hasta Dakao. Tenía ganas de darse una ducha,
beber y comer y, sobre todo, de hacer el amor, de reposar la cabeza en el hombro de
una mujer cualquiera, y no tener que contarle nada.
Era la una de la madrugada. El pequeño restaurante de Li Kiao, la chinolaotiana,
estaba cerrado, y las contraventanas de madera atrancadas. Abrió la puerta con su
cuchillo. Li Kiao le había dado una llave, pero halló más divertido entrar como un
ladrón. Se descalzó y subió sin ruido al primer piso. Quería deslizarse a su lado y
despertarla sólo para amarse, lo que evitaría una escena de reproches.
La luz blanquecina de la luna se filtraba en la habitación por una ventana,
iluminando una cama de estilo francés, demasiado muelle, pero que para Li Kiao era
el símbolo de su éxito. La mestiza dormía apelotonada, ya su lado había un
vietnamita, también dormido. Sus ropas estaban depositadas sobre una butaca; un
uniforme de capitán de la seguridad militar. Li Kiao ya se sacrificaba a los
vencedores, y tomaba sus precauciones.
El cinturón del capitán pendía sobre otra silla, cerca de la puerta.
Siempre sin hacer ruido, Julien abrió la funda del revólver y extrajo un pesado
«Colt», cuya culata de relieve cuadriculado le mordía la mano. Un «Colt» contra una
amante que comenzaba a aburrirle; acababa de hacer un buen negocio. Hundiendo el
arma en su pantalón, y con la camisa por encima, regresó a su casa. Tras haber estado
con los Binh Xuyen, le divertía pensar que había ayudado a su evacuación, había
robado un revólver, y él mismo era un rebelde, ¿pero contra quién?
El presidente era un rebelde porque se negaba a reconocer la autoridad del
emperador. Le Dao y Résengier eran rebeldes porque rehusaban inclinarse ante un
Estado de hecho. Los vietminhs, en su autoridad legal del Norte, eran rebeldes al Sur.
¡Vaya rompecabezas! Le habría gustado hablar de todo ello con Perla. La joven
llegaría al día siguiente, pero durante unos días se portaría de manera insoportable,
distante, por haberse entregado a él la noche anterior, y porque Résengier la habría
rechazado. Contempló el cielo. A través de las nubes que se disgregaban, lucían las
estrellas, y su brillo era preciso y seguro por encima de toda aquella confusión.
Los juncos consiguieron llegar sin tropiezos al río de Saigón. Agotados, algunos

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hombres se habían dormido, cayéndose al agua. Los otros dejaron que se ahogaran.
Eran las dos de la madrugada cuando llegaron a la altura de la cañonera de Le Dao.
Résengier se hizo conducir en canoa hasta el portalón. Un centinela le impidió el
paso.
—Nadie pasa.
—¿Ni yo? —preguntó Résengier.
—Nadie.
Con un brazo apartó de sí la metralleta, al tiempo que con el otro puño golpeaba
al soldado en el mentón. El soldado vaciló, y cayó al agua.
Tai llegó, arrastrando sus pies descalzos.
—Mi comandante, Le Dao está loco. Quiere a esa mujer, es mejor dejársela.
—¿Dónde está Perla?
—Está encerrado con ella en su camarote.
Résengier asió a Tai por el borde de su chaqueta de confección.
—¡Ve a decirle a Le Dao que suelte a esa muchacha inmediatamente! Acabo de
traer de Khamh Hoi seiscientos tipos que no le quieren mucho. No me sería muy
difícil inducirles a subir a la cañonera.
Tai, siempre deslizándose sobre sus pies descalzos, desapareció en el interior del
barco. Volvió con Perla, que casi no podía dominar la risa que la ahogaba.
Résengier le preguntó:
—¿Está usted loca? ¿Qué le ha pasado? ¡Cállese, por el amor de Dios!
Perla seguía riéndose, más fuerte cada vez.
—Le Dao no podía violarme. Está completamente borracho. Se puso de rodillas y
me cogió las manos, llorando como un corderito. Decididamente, en estos tiempos los
hombres no valen nada, sean blancos o amarillos.

Holden había llegado a entenderse con Peladon para que le condujese con su
avioneta sobre el puente del arroyo. Eran las ocho y media de la mañana cuando el
aparato despegó. Los paracaidistas del coronel Kim debían emprender el asalto media
hora después. La avioneta, sacudida por las corrientes de aire, y vibrando en todas sus
partes, se agitaba como una mosca en medio de un torbellino. Saigón, circundado por
su río, abrazada por la serpiente de agua, se aparecía cerca del puerto, o en los
distritos europeos, como una serie de tejados grises, anchos, aplastados y, en los
barrios vietnamitas, como un enjambre de cajas de cerillas, de juncos o sampanes, en
medio de las cenagosas aguas. La luz de la mañana, ya intensa, no permitía la menor
sombra, y el paisaje era deslumbrante. Peladon poseía una cabeza enorme, abollada,
que de vez en cuando giraba hacia Holden. Asomado a la carlinga, el americano
trataba de orientarse en medio de aquel hormiguero de tejados de hormigón, de
techos de bambú o de palastro, de arrozales y canales medio ocultos por los
sampanes. Peladon hizo descender el avión, y siguieron el curso del arroyo chino
hasta el puente, rozando los mástiles de los juncos. Frente al muelle de Bélgica,

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hicieron huir una bandada de ciclos a pedal y de mujeres que se doblaban bajo el peso
de sus pértigas. Tres autoametralladoras desfilaban lentamente. Se detenían para
soltar algunas ráfagas sobre puntos negros que se dispersaban. El avión casi tocó las
ramas de un árbol, y Peladon viró a tiempo de evitar los puntiagudos ángulos de una
pagoda. Pasaron por encima del puente y de la fortaleza de Le Dao. Todo estaba
tranquilo, y en silencio. No se dejó ver ningún soldado.
—¡Lamentable! —le gritó Holden al oído de Peladon—. No vale la pena de tirar
ni una foto, esto no vale nada, y se parece tanto a una guerra como yo a Marilyn
Monroe.
Viraron en redondo, alrededor de los dos ramales del arroyo, pero sin ver nada.
—Los Binh Xuyen han huido todos. Han aprovechado la noche para escapar.
¿Volvemos? —preguntó Peladon.
Holden asintió con el gesto y, otra vez, se desarrollaron bajo sus miradas Cholon
y Saigón; ésta, ciudad de los blancos, con los simétricos bloques de edificios y
depósitos; Cholon, ciudad de los amarillos, hormiguero de juncos y cabañas.
Aterrizaron en Tan Son Nhut. Holden necesitaba urgentemente una foto, se la
había prometido por telegrama a Life, y ya le había escrito a su mujer que la ganancia
sería para la compra de la casa. De pronto tuvo una idea.
—Dime, Peladon, ¿no sabes dónde podría hallar bidones de fumígeno?
—En mi hangar tengo una docena, pero ¿qué quieres hacer con ellos?
—Vamos a volver al puente. Echaremos sobre el puente todos los bidones de
fumígeno. Reventarían al caer y se producirá una humareda. ¡La guerra siempre es
mucho humo! Entonces, podré tirar mis fotos.
Peladon se pasó la mano por sus cabellos pegajosos. En Saigón tenía la
reputación de estar completamente perturbado, pero el fotógrafo americano aún era
capaz de asombrarle.
—Holden, ¿vas a trucar tus fotos?
—No, voy a «arreglar» la guerra, lo mismo que una mujer se maquilla la cara
para estar más guapa; voy a hacer esta guerra más fotogénica; lo necesita.
Embarcaron seis bidones de fumígeno, volvieron a despegar al aire cálido de la
mañana, y el avión no tardó en dar vueltas otra vez por encima del puente, mientras
que Holden, uno tras otro, balanceaba los bidones. Ya los había utilizado en el
Pacífico, y los encendía, arrancándoles una tirita.
A la primera pasada del avión, los Binh Xuyen que se habían quedado en el
puente no se dejaron ver, por miedo a ser descubiertos. Pero cuando vieron descender
los bidones, a los que tomaron por bombas, dos, algo más asustados, apuntaron
contra el avión una ametralladora pesada. En el momento en que la avioneta pasaba a
menos de treinta metros sobre sus cabezas, lanzaron una larga ráfaga. Holden se
había inclinado en la carlinga, con la «Leica» ante su ojo, y el índice en el disparador.
No sintió nada más que una ligera quemazón, pero de repente todo se confundió en
un fango rojizo, espeso, absorbente. Una bala le había atravesado la garganta.

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Lejanas, pero distintas, le llegaron las tres notas discordes del chamissen de Yuziko,
las tres notas con las que su esposa afinaba el instrumento.
Peladon trató de restablecer el equilibrio del aparato, pero los mandos no le
respondieron. La avioneta fue a estrellarse al otro lado del arroyo, mientras que el
puente, que ahora se hallaba envuelto en una espesa y azulada humareda, tomaba por
fin el aspecto de un reducto sitiado.
La mañana del 29 de abril pareció renacer la paz. Las zonas de tranquilidad y
silencio se extendían como manchas de aceite en el desorden, rechazando la guerra a
los barrios bajos y las callejuelas. En todos los cruces, los ciclos a pedal, los taxis
viejos, los coches americanos y los camiones formaban unos obstáculos compactos;
los vendedores ambulantes de sopa china pregonaban los méritos de sus caldos
hechos de huesos de búfalo.
Después, la guerra renació. Dueños del instituto Petrus Ky, los paracaidistas se
lanzaron al asalto del puente del arroyo. Eran las diez de la mañana. Sobre la antigua
residencia de Le Dao cayeron varios centenares de cañonazos y morterazos; un pilar
del puente se derrumbó. Las casas y las chozas continuaban ardiendo. Tejas
ennegrecidas, arrancadas de los tejados, volaban por las calles, mientras ardían los
coches y los camiones. Refugiados detrás de unos troncos, los paracaidistas
disparaban frenéticamente. Parecía que atacasen, no a hombres, sino a algún genio
del mal y que, para conjurarle, hicieran quemar pólvora. Pero Holden ya no estaba
allí para hacer su foto, ni los Binh Xuyen para defenderse.
Los combates empezaron a extenderse hacia Cholon, donde aún se batían algunos
Binh Xuyen para defender el «Grand Monde». No tuvieron tiempo de huir para
juntarse a Le Dao en el Rung Sat, y como no podían esperar piedad de sus
vencedores, ebrios de miedo, disparaban sobre todo cuanto se movía, fueran sombras
o perros vagabundos.
Tendidos en el suelo, en angarillas o sobre las mesas, los heridos aguardaban con
estoica resignación. Desde que Souilhac los había curado, nadie les había cambiado
los vendajes, y el pus hinchaba sus carnes bajo las vendas.

Como un Don Quijote endurecido, pedaleando en su vieja bicicleta, las piernas


separadas al estilo de los gendarmes, la señorita De Etaples de la Dauversiere, con un
aparato de retratar cruzado a la espalda, y una máquina de escribir en su
portaequipajes, se dirigía al lugar de los últimos combates.
Su rostro, delgado y arrugado, había adquirido un tinte oscuro; el sudor y la
mugre se le coagulaban en largos manchones. Sus piernas eran tan delgadas como
cerillas, sus ropas unos pingos viejos y agujereados. La señorita De Etaples ignoraba
el miedo y no se lavaba jamás. Solterona excéntrica, había descubierto su vocación
durante la guerra. Había ocultado a paracaidistas ingleses, avituallado a los maquis,
disparado, y se había aficionado al vino tinto y al tabaco negro. Había prestado tantos
servicios y demostrado tanto valor, que se le había permitido seguir a la 2.ª D.B. a

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Indochina. No sabiendo qué hacer, la habían encajado en los Servicios de
Información. A menudo, en lo más duro de la guerra de los arrozales del delta
tonquinés, se veía, en los más peligrosos lugares, aparecer su magro y elevado
cuerpo. No sabía tirar bien las fotos, escribía mal, y el opio se había convertido en su
gran consuelo. Hija pobre y fea, gracias a la droga había vuelto a hallar en sueños una
infancia feliz, unos triunfos de mujer, una belleza irresistible, ante la cual se
inclinaban los viejos coroneles. También se había convertido en aquel esqueleto
amarillo, en aquellas tibias y aquellos fémures a los que unía una sucia y mugrienta
piel.
La habían apartado de los servicios de información, pero ella se había pegado a la
Indochina porque la droga se había adueñado de su vida. Algunos diarios de
provincias aceptaban sus artículos y le enviaban algo de dinero.
La señorita Etaples remontaba el bulevar Gallieni; aún se oían algunas
detonaciones, arrancando esquirlas de las paredes. De un manotón, aplastó
maquinalmente un gran mosquito sobre su cuello, sin dejar de pedalear hacia las
cabañas incendiadas que aún humeaban. Atiborrada de opio, no sentía el calor. La
señorita De Etaples pasaba las noches en los fumaderos de coolies, y no salía de ellos
hasta la madrugada, para ir a misa de alba.
Una bala le atravesó la cabeza, y la muerte la sorprendió con el corazón puro y el
alma en reposo. Su esqueleto se derrumbó sobre la calzada. Allí estuvo varías horas,
ya que nadie sentía la necesidad de recogerla.

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4
La selva inundada
El general Ngoc, conocido por «Bel Ami», llegó en avión a Dalat, un feudo del
emperador, donde estaba su guardia personal. Estaba persuadido de que el presidente,
si tenía ocasión, no vacilaría en hacerle asesinar, por lo que no pensaba llegar a
Saigón, a no ser protegido por una fuerte escolta.
Bel Ami se había educado en Europa; apenas conocía el vietnamita, exceptuando
algunas palabrotas que le había enseñado su boy. Su padre ya había sido ciudadano
francés, y él había hecho su carrera en la Caballería, con título francés. Rico y no mal
parecido, animoso, valiente, decidido y fútil, le gustaba el champaña, los caballos y
las mujeres. A veces, cuando se contemplaba ante un espejo, le asombraba ver que
tenía la piel amarilla y los ojos oblicuos.
Bel Ami, oficial francés, había sido colocado al frente del Ejército nacional
vietnamita en 1948, llegando a imponerse pese a su desconocimiento total del país,
gracias a sus dotes físicas y también a sus defectos: su gusto de colegial por las farsas
y su falta de cálculo.
Al hacerse cargo del mando dirigió a sus oficiales un discurso protocolario que le
habían redactado, pero sus ojillos vivarachos, su cuerpo esbelto y bien adiestrado, su
burlona boca, todo desmentía los ampulosos términos. Parecía estar prometiéndoles:
—¡Cómo vamos a divertirnos! Libraremos algunas gloriosas batallas, no muy
fatigosas, y luego celebraremos grandes desfiles y cabalgadas.
Aquel día había abandonado el Estado Mayor en su scooter, llevando en el sillín
posterior una joven de largos cabellos. Bel Ami también contaba con la amistad de
los oficiales franceses, que le consideraban como a uno de los suyos. Y ahora
recordaba un cercado pasado…
El presidente protegido de un lobby católico neoyorquino, había sido nombrado
primer ministro por los franceses, que deseaban hacerse perdonar por los americanos
el haber firmado el armisticio y no haber hecho matar hasta el último soldado del
Cuerpo expedicionario.
A Bel Ami le desagradaba el presidente. Aquel mozo jovial sentía verdadera
aversión hacia aquel ser impotente. Del Ami no concebía un Vietnam sin los
franceses. Y había intuido en el presidente un odio malsano hacia Francia, el odio del
mandarín desterrado por incapacidad, el odio del católico puritano.
Sabía que este odio se hacía extensivo a él mismo, y en el transcurso de una
alegre reunión con los oficiales de su Estado Mayor y los representantes de todas las
unidades del Ejército, había decidido dar un golpe de Estado y mandar al presidente a
sus padrenuestros.
El general alto comisario de Francia se había opuesto al proyecto, después de
consultar a su conciencia, y una mañana, el joven general reemprendió el camino de

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París. Pero ahora regresaba para terminar la labor. Las sectas seguirían a Résengier.
El Ejército nacional se alinearía detrás de él, y en pocos días quedaría liquidado el
asunto.
Un batallón, que formaba parte de la Guardia Imperial, le aguardaba en el
aeródromo. Bel Ami lo convirtió en su escolta, y se dirigió a Saigón. Le había
sorprendido no hallar a Résengier en Dalat, pero le dijeron que ya había entrado en
Saigón.

Consejo de ministros en el palacio Norodom. En torno a la inmensa mesa una


docena de secretarios de Estado esperaban que el presidente tomara la palabra. Tenían
magníficas carteras, llevaban pantalones blancos cuidadosamente planchados, y
estilográficas con capuchón de oro. No eran más que funcionarios nombrados por
Dinh Tu. No tenían derecho a firmar ningún documento ni a dar su parecer.
El presidente estaba sentado entre sus dos hermanos, el profesor y el «loco de
Hué», que había llegado de Annam con los batallones católicos, tanto para equilibrar
la influencia en aumento de Trinh Sat como para combatir a los Binh Xuyen.
El presidente se caló unos inmensos anteojos de concha, que le caían
continuamente de la nariz, cogió un papel y empezó a leer:
—El general de división Tran queda promovido al grado de general de cuerpo de
ejército; los coroneles Nguyen[29] y Kha, al grado de general de brigada.
Tosió.
—Estos ascensos entran inmediatamente en vigor.
Los secretarios de Estado se contemplaron asombrados: el presidente promovía a
grado superior a los que pasaban por ser sus enemigos, los fieles de Bel Ami, en el
momento en que éste llegaba a Saigón. ¿Es que el presidente trataba de hacerse
perdonar todas sus mezquindades haciendo, antes de su marcha, un gesto de gran
señor? Esto era muy difícil de admitir por quienes le conocían bien.
La trampa era sutil y no era Teryman su autor, sino el propio presidente. Teryman
se había opuesto a veces a esta forma de estupidez militar bautizada como «cuestión
de honor», pero sin embargo él era también un militar. El presidente era mandarín, y
desde su más tierna infancia había aprendido a despreciar a los soldados, situándolos
en el último peldaño de la especie humana.
El general Tran era un personaje sin carácter, pero vanidoso. Cuando Bel Ami
estaba en Saigón, no era más que su pálido reflejo, imitándole incluso en la elección
del color de su coche. Sus dos adjuntos, el coronel Nguyen y el coronel Kha, uno por
razones de dinero, y el otro para asombrar, estaban muy prendados de sus estrellas.
Una vez convertido Tran en general de cuerpo de ejército, por cuestión de honor se
negaría a obedecer a Bel Ami, aun cuando el emperador le hubiera conferido a éste
plenos poderes. Bel Ami no era más que general de división.
Los nombramientos de Tran y los dos coroneles habían sido hechos por el
presidente sin la aprobación del emperador y debían ser avisados por su representante

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oficial, o sea Bel Ami, el cual se negaría a hacerlo. La única solución que se imponía
a los tres hombres, pues, era no reconocer los derechos de su antiguo jefe, lo que,
invariablemente, les llevaría a rehusar toda adhesión al emperador, colocándose al
lado del presidente.
El coronel Teryman esperaba en otra estancia el término del Consejo. Había
obtenido del general Delmond, su embajador, carta blanca durante una semana. La
toma del instituto Petrus Ky, y la huida de Le Dao le habían salvado provisionalmente
en el momento en que iba a ser reexpedido a América. Durante mucho tiempo,
Delmond había estado al frente de regimientos, divisiones y ejércitos, y era aquélla la
primera vez que jugaba un papel político. No se andaba con hipocresías, sino que
hablaba brutalmente. Delmond le había manifestado dos horas antes:
—Escúcheme, Teryman; nunca he comprendido bien sus intenciones. Creo que el
presidente carece de interés, pero hallo muy bien que haya liquidado a los Binh
Xuyen. Está embrutecido por el agua bendita, pero los franceses no nos proponen
para reemplazarle más que a hombres que les son fieles por completo, y se mueven a
su antojo. Procure que antes de una semana yo pueda ver las cosas con más claridad.
Si no, le despediré a usted.
Teryman se pasó un pañuelo por la frente. Aquel día tendría que librar una cruda
batalla. La popularidad de Bel Ami era enorme y estaba decidido a actuar contra el
presidente, el cual era imprescindible que siguiese en el poder hasta el momento en
que Trinh Sat estuviera listo para sucederle.
Trinh Sat, empujado por algunos elementos que habían acudido a engrosar sus
bandas, había constituido un «Comité Revolucionario» que reclamaba la destitución
del emperador, la proclamación de la República, reformas sociales, elecciones y el
gobierno del pueblo.
Todo lo cual tenía cierto sabor vietminh poco tranquilizador.
El presidente, seguido de sus dos hermanos, entró en la estancia donde estaba
Teryman. El coronel fue a su encuentro.
—Señor presidente, el general Trinh Sat solicita una audiencia para presentarle el
Comité Revolucionario de Saigón.
—¿Cómo dice?
—¡El Comité Revolucionario! Para luchar contra el general Ngoc y el Ejército,
usted necesitará el apoyo del pueblo.
El presidente contempló a sus hermanos. Un comité revolucionario del que nada
sabían les caía del cielo como un aerolito.

Una hora después; el presidente recibía una delegación del Comité


Revolucionario de Saigón. Se componía, según la fórmula vietminh «de
representantes de todos los estratos de la población»: algunos nah-qués descalzos,
con sus bocas abiertas mostrando unos dientes negros, dos o tres piojosos coolies, un
estudiante con gafas, un bonzo con el cráneo rasurado y orejas desprendidas, una

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mujer que arrastraba consigo dos niños de cara redonda y llenos de mocos.
Fue el estudiante quien hizo uso de la palabra, y leyó el manifiesto número 17.
Antes de aquél no se había publicado ningún otro manifiesto, pero Trinh Sat tenía
temperamento de burócrata y, como todos los burócratas, sentía la necesidad de
referirse a textos anteriores, aunque no existiesen. En el manifiesto, la población de
Saigón pedía al presidente la represión de la rebelión colonialista, el restablecimiento
del orden, la proclamación de la independencia del Vietnam, la retirada inmediata de
todas las fuerzas del Cuerpo expedicionario francés y la constitución de una
Asamblea nacional que decidiría el nuevo estatuto político del país. Después de
algunas frases ampulosas, el estudiante se pasó la lengua por los labios y contempló a
Trinh Sat para observar si se hallaba satisfecho. Trinh Sat le había prometido
quinientas piastras.
El presidente, inmóvil, no manifestaba su furor. Los delegados de aquel comité
fantasma se habían dirigido a él sin emplear ninguna de las fórmulas respetuosas que
aún le complacían más que el poder en sí. Ni siquiera le prometían conservarle en el
cargo de primer ministro. Cuando el estudiante hubo terminado de pronunciar su
parlamento, como si no hubiera oído nada, el presidente se inclinó hacia los dos
mocosos que llevaba la mujer y, pese a la repugnancia que experimentaba por
aquellas larvas humanas, les palmeó en la mejilla. Trinh Sat hizo salir a la delegación
y, al pasar por delante del presidente, se acarició suavemente el revólver que le
colgaba del cinto.
—Señor presidente —dijo—, el pueblo se despierta y debemos contar con él. Ha
estado demasiado tiempo mantenido al margen del poder.
Bel Ami llegó a Saigón a primeras horas de la tarde. Inmediatamente se dirigió al
Estado Mayor donde le esperaban los generales Tran, Nguyen y Kha, y el coronel
Kim, comandante de los paracaidistas. El coronel Kim era gordo y desmañado.
Hablaba poco, ya que había conservado el acento de los hijos de los arrozales, y no se
sentía a gusto en las reuniones; sólo sabía combatir. Y profesaba a Bel Ami una
amistad de perro fiel, porque el general poseía la fluidez que a él le faltaba, y porque
siempre le había hablado con afabilidad, burlándose de sus cualidades y nunca de sus
debilidades.
Al momento de llegar Bel Ami publicó un comunicado en el que reafirmaba la
confianza del Ejército al emperador. Hablaba de honor y de fidelidad. El presidente
replicó con otro comunicado en el que felicitaba al Ejército nacional por su victoria
sobre los rebeldes Binh Xuyen, y daba a conocer públicamente las promociones de
que eran objeto los generales Tran, Nguyen y Kha, así como cierto número de
oficiales. Estas frases tenían un gran sentido en la feria de la piastra y de las
vanidades que abría sus grandes puertas.
A las 17, el Comité Revolucionario radicado en el Ayuntamiento, se transformó,
por obra de su propio jefe, en «Asamblea de los Representantes del Ejército y el
Pueblo».

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La iniciativa procedía de un hombrecillo de rostro delgado que esta vez se hacía
llamar Thau. Pero entre las filas vietminhs era mucho más conocido bajo el nombre
de Man La, enviado de Ho-Chi-Minh al Sur del Vietnam.
Nguyen en sus fichas secretas, señalaba que el comandante Co, alias Man La,
tenía el grave defecto de tomar por su cuenta iniciativas desconsideradas y, por miedo
a perderse una oportunidad, malograr muchas a menudo.
Co conocía bien lo que se le reprochaba, pero habría precisado, por lo menos, dos
días para ponerlo en conocimiento del Comité Central y otros tres para saber su
decisión.
La partida era demasiado hermosa para no jugarla a fondo; acababa de poner la
mano sobre Trinh Sat y, por él mismo, en sus bandas.
A las seis de la tarde se consideraba a Bel Ami como ganador, por diez contra
uno. En los pequeños bares de Dakao, la población tumultuosa, formada por
mestizos, transportistas, rufianes y corsarios, había transformado el desarrollo de los
acontecimientos políticos en un palpitante juego de azar que remplazaba a la ruleta y
al juego de las treinta y seis bestias. En el «Grand Monde» se luchaba aún, por lo que
no era posible ir allí a jugar. Julien había apostado mil piastras, que no tenía, por el
éxito del Bel Ami. Un periodista americano había aceptado el envite.
Los cadáveres de Holden y Peladon fueron hallados al atardecer, cerca del avión
siniestrado. Habían sido despojados de sus vestidos y habían desaparecido los
aparatos fotográficos. Broussaille tuvo el mal gusto de difundir por radio un
comunicado anunciando que un agente del Servicio Secreto americano había hallado
la muerte, en una avioneta, desde la que dirigía los disparos del Ejército nacional.
Una hora después, la Embajada de Estados Unidos publicaba un suelto en la Prensa
vietnamita y en el boletín que editaba en inglés, estableciendo su versión. Anunciaba
que la avioneta había sido abatida por una ametralladora pesada perteneciente al
Ejército francés, servida por legionarios.
La fiebre subía sin cesar. Los batallones católicos procedentes de Hué forzaban
las barricadas armadas por los franceses alrededor de los distritos europeos. Se
intercambiaron disparos, y una granada tirada desde un tejado cayó sobre un camión
de tiradores argelinos, aunque sin estallar. El calor se tornaba más denso a cada
momento, y sobre la ciudad planeaba una capa húmeda y gris.
En el campamento Chanson, el general Loreiller, llamado Tutur, se afanaba
tratando de obtener del alto comisario consignas precisas. Una letrina explotó en el
interior del campamento, y todo el mundo pensó en un atentado. La letrina había sido
construida contra el buen sentido de los técnicos, y el gas en fermentación había
producido la explosión, cuando un soldado en postura agachada había encendido un
cigarrillo. El soldado había muerto, y los edificios agrupados en torno al retrete
sufrían grandes grietas. La explosión de la letrina podía desencadenar otro combate.
Tutur, que se creyó provocado, hizo que la artillería volviera a apuntar contra el
palacio Norodom; treinta y cinco mil hombres con uniforme de combate

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descendieron hacia Saigón con sus carros y sus autoametralladoras. En tanto las
cadenas pesadas arrancaban gemidos al asfalto de las calles, el Gobierno vietnamita
hacía repartir folletos en francés, impresos en el edificio de un diario requisado.
Decían:

«Colonialista francés, márchate a casa. Has traicionado la causa de nuestra


independencia».

Un paracaidista llevó uno de estos folletos al capitán Andrei. Furioso, le pegó una
patada al trasero de un cooli que estaba a su lado, y no circulaba demasiado de prisa.
El cooli no entendió nada. Y no era el único. Delmond, el embajador americano, no
se apartaba de su teléfono; trataba de hablar con Teryman para darle la orden de dejar
inmediatamente de hacer el idiota, pero no era posible localizar a Teryman. Por su
parte, el alto comisario de Francia trataba de hablar con Tutur, mas también sin éxito.
Tutur, con su prominente panza y su abultado trasero, el quepis hasta las orejas, había
marchado orgullosamente al frente de sus tropas.
Los civiles franceses empezaban a armarse, y sacaban de sus escondrijos cajas de
granadas y metralletas. La señora Parpanier, esposa de un jefe de servicio, le pegó a
su thi ai[30]. Estaba muy nerviosa, y la hizo responsable de cuanto estaba sucediendo,
tanto del aumento del precio de las legumbres como de la escasez de cerveza.
Tampoco comprendió nada la thi ai.
Bel Ami intuyó que debía actuar rápidamente en evitación de una guerra general.
Acompañado de los generales Tran, Nguyen y Kha, se trasladó al palacio Norodom
para invitar al presidente a tomar inmediatamente el avión para Francia, so pena de
transformarse en rebelde al emperador. No se hizo acompañar por ninguna escolta; y
por toda arma, llevaba en la mano calzada con guante de gamuza, un bastón con
pomo plateado, regalo del mariscal De Lattre de Tassigny. Rovignon, Calamar y
Julien le vieron entrar riendo en palacio, y subir los peldaños de la escalinata de
honor de dos en dos.
A las 21,50 el despacho de Prensa de la presidencia convocó, por teléfono, a
cierto número de periodistas al palacio de Norodom, para asistir a una importante
declaración. Todos creyeron que Bel Ami había ganado la partida, y que el presidente
se resignaba a abandonar el Vietnam. Calamar, estimando terminado el juego, y tras
haber enviado su cable, se negó a ir. Rovignon envió a Julien. Tan pronto entró en la
antecámara que procedía al salón de recepciones, el joven vio que las escaleras y
pasillos estaban repletos de gente armada con granadas en el cinto y metralletas
cruzadas al pecho; los cargadores estaban dispuestos.
Estos hombres no pertenecían al Ejército nacional; iban todos ataviados de
manera característica, y sus rostros reflejaban satisfacción: eran los partisanos del
batallón de Trinh Sat.
Los periodistas fueron llevados a un salón cuyas arañas estaban encendidas. Los

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generales Ngoc, Tran, Nguyen y Kha, ocupaban sendos sillones. Frente a ellos, el
presidente con las manos sobre las rodillas, fumaba un cigarrillo, siempre con el
rostro inmóvil y los ojos vacuos, brillando con el mismo reflejo de la antracita. Detrás
de Bel Ami estaba Trinh Sat, pistola al cinto, y ambos codos apoyados sobre el
respaldo de un butacón.
Julien comprendió inmediatamente que acababa de producirse un acontecimiento
imprevisto. Los generales se comportaban como prisioneros. Se acercó a Bel Ami. El
general, suavemente, le preguntó:
—¿Usted es francés?
Julien asintió mudamente.
—Estoy prisionero de estos bandidos.
Trinh adelantó hasta Julien y le alejó junto a los demás periodistas. Instalaron un
micrófono delante de Bel Ami, que se levantó. Sacando un papel de su bolsillo,
empezó a leer una declaración, en francés primero, y luego en vietnamita con voz
clara, aunque equivocándose. Manifestaba que se desligaba completamente del
emperador y reconocía como único jefe al presidente Dinh Tu. Solicitaba, asimismo,
la marcha inmediata del Cuerpo expedicionario.
Detrás de él, Trinh Sat, sin apartar la mano del revólver, le escuchaba, y como un
profesor que va siguiendo la lección dada en voz alta por su alumno dilecto, aprobaba
cada frase con la cabeza. El presidente se mantuvo inmóvil. Tan pronto concluyó la
lectura de la declaración se levantó, y sin saludar a nadie, desapareció por una puerta.
Julien se fijó en los rostros enojados de los generales Tran, Nguyen y Kha. Mantenían
bajo el semblante demostrando un súbito y acentuado interés por las pulseras de sus
relojes, y los anillos que hacían en sus dedos. Les sonrojaba la traición.
Los periodistas fueron conducidos fuera. Los americanos reían.
Pero al despuntar la madrugada, Bel Ami y los generales que le acompañaban
fueron liberados, regresando al Estado Mayor. El coronel Kim había hecho saber que
atacaría el palacio con sus paracaidistas si sus jefes no eran soltados inmediatamente.
Cuando los generales comparecieron, dentro de un jeep, las primeras compañías
dejaban ya sus acuartelamientos. El presidente acababa de perder en el momento de
rozar la victoria. Julien reclamó sus mil piastras al periodista americano y fue a
emborracharse. Holden había muerto; Souilhac y «el Gordo» habían desaparecido; no
tenía noticias de Perla; se sentía solo, vulnerable, desanimado, y descubrió con horror
lo que era la soledad.
Descendió la calle Catinat, desierta, con todos los letreros luminosos apagados,
las tiendas cerradas, cuando se le acercó un hombre para pedirle fuego. A la luz del
encendedor vio un rostro doliente, devorado por la fiebre, que transparentaba la falta
de droga. Su cigarrillo tembló ante la llama. El hombre murmuró:
—¿No conoce ningún fumadero abierto? Todos están cerrados y no puedo más…
Julien huyó, corriendo, para no ver más aquel rostro horrible. Souilhac, dentro de
algunos años, cuando no le quedara ya su cinismo y su desenvoltura, tendría un rostro

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igual.
Luego, aquella fue la jornada de los engaños.
A las 9 de la mañana, Bel Ami, rodeado siempre de los generales Tran, Kha y
Nguyen, celebró una conferencia de Prensa. Contó que había formulado su
declaración bajo la amenaza de Trinh Sat; que el presidente estaba también prisionero
en su propio palacio, y que si el coronel Kim no hubiera conseguido su libertad,
habría sido fusilado.
Bel Ami había perdido su sonrisa y parecía enervado. Se giraba sin cesar hacia el
general Tran, que permanecía silencioso, aunque ostentaba sus cuatro estrellas de
general del cuerpo de ejército. Tran, pues, aceptaba el nombramiento hecho por el
presidente, sin haber sido ratificado por el emperador, y que le colocaba por encima
de su antiguo jefe en la jerarquía militar.
Bel Ami aseguró que todo el ejército estaba tras él, con la excepción de los cuatro
batallones católicos venidos del Vietnam del Centro. Pero Nguyen y Kha también
mostraban sus dos estrellas de general de brigada.
Luego afirmó que el Comité Revolucionario estaba en manos de los vietminhs.
Habló… no para convencer a su auditorio, sino a sí mismo, y cuando bebió un vaso
de soda, su mano temblaba. El coronel Kim le contemplaba con buenos ojos, sin
parecer comprender nada.
A las 12,20, el presidente hizo saber que, pasara lo que pasara, no iría a Cannes.
El Comité Revolucionario volvió a reunirse en el Ayuntamiento de Saigón bajo la
presidencia de Trinh Sat. Los generales Tran, Nguyen y Kha asistieron a la reunión.
Sus nuevas estrellas brillaban bajo sus charreteras. Mantenían baja la cabeza y
callaron cuando habló Trinh Sat.
A las 15 horas, en un jeep acompañado del coronel Kim, precedido de un
autoametrallador y seguido de cuatro camiones de paracaidistas vietnamitas, Bel Ami
emprendió el camino del aeródromo de Tan Tson Nut. Antes de subir al avión que iba
a llevarle a Bangkok, estrechó fuertemente la mano del coronel. En la lejanía
contempló Saigón, aún ardiendo y de repente, en el momento de abandonar su patria
para siempre, le asaltó una inexplicable angustia. Saigón era su ciudad y no París, y
así, como un exilado, subió lentamente la escalerilla metálica del aparato.

A la misma hora, el «Cambodge», dejando oír tres prolongados toques de sirena,


largaba amarras y salía del puerto de Saigón.
Jerome estaba apoyado en la borda y con la mano saludaba a Kieu, que era la
única que había acudido a despedirle. Rovignon, Calamar e incluso Julien estaban
demasiado ocupados con los acontecimientos, los golpes de mano, las traiciones que
se sucedían casi sin tregua unos a otros para tener tiempo de ir al embarcadero.
Si hubiera sido seis meses más joven, solamente, Jerome habría participado de su
frenesí; habría creído que su presencia era indispensable y que el mundo entero debía
ser tenido al corriente, hora a hora, de los sucesos que tenían lugar en Saigón.

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La vejez y la enfermedad le habían enseñado, sin embargo, que no existe ningún
hombre indispensable, y que ciertos acontecimientos no tienen otro interés que el que
se les presta localmente. Si morir es desinteresarse, había empezado a morir al mismo
tiempo que enjuiciaba los hechos situándolos en el plano respectivo.
Jerome había escuchado, con aquella expresión imperturbable que daba a su
rostro aspecto de máscara, los sufrimientos de Kieu, y su secreto que debía ser como
el de Polichinela. Esperaba un hijo y no lo quería.
Kieu estaba deseosa de que le dijesen que debía dejarlo nacer. Y Jerome lo hizo.
Desarrolló su argumentación sin mucho calor, como un viejo payaso en la pista de un
circo recita maquinalmente su número. Pero los niños siguen aplaudiéndole porque se
trata del payaso, y Kieu se declaró convencida porque quería estarlo, y quien le
hablaba era Jerome.
Se hallaba impaciente de ver cómo el barco llegaba al centro del río de Saigón,
para que se desvaneciese aquella silueta que, en su delirio, había llegado un día a
identificar como una ciudad moribunda. Ahora no era más que una mujer con sus
pequeñas preocupaciones, que no se interesaba por nada más que por aquel abceso
que albergaba en su seno y que un día empezaría a pedir el derecho a la vida.
¡Qué larga es la espera que precede a la partida de un barco! Jerome tenía prisa.
Tenía una cita con la ciudad en la que había nacido cincuenta y cinco años antes.
Estaba en medio del silencio y del fasto de la vieja ciudad imperial, en aquellos
distritos de las legaciones donde su padre representaba a Francia con aquella
elegancia, aquella altivez que siempre le había envidiado, pero que solamente era
debida a la inmensa incomprensión del país en que habitaba el diplomático.
Jerome había sido desdichado porque, a diferencia de su padre, siempre había
querido comprender y amar antes de juzgar.
Su corazón latía fuertemente. Le habían indicado que su enfermedad estaba muy
de moda: infarto de miocardio. No podía ni mantenerse apoyado contra la borda.
Tras haber hecho un último gesto a Kieu, se tendió sobre una silla extensible y se
dejó vencer por el sopor.
Jerome recordó la frase de Chamfort:
«Vivir es una enfermedad de la que el sueño nos alivia cada dieciséis horas; es un
paliativo. La muerte es el remedio».
El remedio no tardaría en llegar, y como Tuan-Van-Le, como Mamá Líen, se iría
deteriorando en el recuerdo que sus amigos conservarían de él, hasta desaparecer
completamente, por lo que su vida, como la de todo el mundo, no habría sido más que
un ligero surco trazado en el vaivén de las olas.
Sólo una noticia le era grata: la desgracia del general Phan. Pese a su
«desinterés», conservaba algunos rencores.

Por la tarde, en tanto sorbía una cerveza en la terraza del «Continental», un boy le
llevó a Julien un mensaje de parte del «Gordo» y Souilhac.

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«Reúnete con nosotros inmediatamente en Pnom Penh. Coge el coche de
Perla».

Junto con la misiva habían cinco mil piastras, un manojo de llaves y un mapa gris.
Una hora después, Julien rodaba hacia la frontera, mientras que en un cine del
bulevar Gallieni, delante de ochocientas personas que gritaban su nombre, Trinh Sat
se hacía aclamar por una especie de plebiscito.
Los miembros del Comité Revolucionario estaban alineados detrás de una larga
mesa. En el muro aparecía desplegado un gran mapa del Vietnam.
Al extremo de la mesa estaba el vietminh de rostro anguloso, y en la sala había
unos cuantos desconocidos, graves y serios. Las manos aplaudían o dejaban de
hacerlo a una orden de los jefes. Las jóvenes mostraban cortos los cabellos o con
trenzas; los hombres, al entrar en la sala, marchaban en fila india como en la selva, y
con el mismo paso elástico y vacilante.
Teryman, luciendo esa clase de traje tropical de rayadillo blanco y gris que llevan
todos los americanos en los países cálidos, permanecía al fondo de la sala, apoyado
en una columna. En pocos minutos lo había comprendido todo: el Comité
Revolucionario estaba en manos de los comunistas; Trinh Sat estaba unido a ellos. El
americano se sentía decepcionado. Salió despacio del local, y ante la fachada del
mismo, cuyo rojo letrero se reflejaba sobre el asfalto, sacó un paquete de chicle y
empezó a masticar una tableta. Teryman había ido a prevenir a Trinh Sat, que los
hombres de la Seguridad militar, a las órdenes de Hoang, habían recibido orden
secreta de asesinarle. Si quería vivir, no debía permitir que se le acercase ningún
oficial o soldado del Ejército nacional. Pero no intentó verle; abandonaba la baza de
Trinh Sat.

Los Binh Xuyen, en juncos, almadías y barcazas llegaron al Rung Sat, la gran
selva inundada que, más allá del río de Saigón, cruza la Llanura de los Juncos.
Résengier se había instalado en uno de los juncos con el capitán desertor Thach, y
unos veinte hombres que se habían quedado con él. Perla, a la que se había llevado de
la cañonera de Le Dao, dormía agotada bajo el tejadillo de bambú trenzado. Le había
seguido sin pronunciar una sola palabra, como un autómata, pareciendo estar carente
de vida.
Cada embarcación debía llegar al Rung Sat por los riachuelos y canales, evitando
en lo posible seguir todos la misma vía de agua. La cañonera blanca de Le Dao,
precedida por dos barcazas, se había alejado la primera.
El junco, impulsado por su motor, navegaba pesadamente. Résengier arrastró a
Tach al tejadillo, y a la luz de una vela contemplaron un mapa en que los riachuelos y
sus brazos muertos, los canales y los rachs se cruzaban como un ciempiés aplastado.
Thach sacó de su bolsillo una brújula. La aguja, enloquecida, giraba en todos
sentidos.

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—¿Sabrás hallar la orientación? —le preguntó Résengier.
—Lo ignoro. Tal vez con las estrellas…
Perla se despertó, y Résengier se precipitó a su lado.
—Perdona —murmuró.
—Te pasas todo el tiempo pidiendo excusas.
—Me excuso de no poder llevarte mañana a Saigón. Vamos a dirigirnos a la selva
inundada, el antiguo dominio de Le Dao. Quizá tardaremos un día más. No te he
pedido que vinieras, pero eres una francesa y por lo mismo no podía permitir…
—Un boy scout —dijo ella para sí—. El mundo está dominado por los boy scouts
de tu clase junto con los sinvergüenzas.
—Desde el Rung Sat podré enviar un mensaje para avisar…, pero ¿a quién?
—Estoy casada, Résengier; casada con un escarabajo que va siempre detrás de «el
Gordo» para devorar sus sobras. «El Gordo» vive desde hace varios años de lo que tú
le dejaste, o sea, que todo me ha conducido a ti.
—Prevendré a «el Gordo», entonces.
Un cuadrado de luz alumbraba la entrada del cubículo, pero como el junco se
movía, el cuadrado se desplazaba sin cesar.
Perla replicó:
—Sólo quedas tú con quien no me he acostado. Lo de «el Gordo» y yo duró seis
meses; luego dos meses con Souilhac; después Julien, y otros cuantos más… Con
Souilhac me arrastré por los burdeles y los fumaderos. A veces organizaba ciertas
orgías… Souilhac admite muchas cosas, ¿sabes?
—Esto no me interesa.
Perla estaba al borde de las lágrimas.
—Sí, lo sabes, porque todo es por culpa tuya. Cuando «el Gordo» y Souilhac
empezaban a soñar, olvidándose de mí, era para pensar en ti. Y su sueño no es más
que esto: un gran tipo desmañado, para quien todas las mujeres son muñecas
mecánicas que lanzan grititos cuando el hombre está encima de ellas.
Ahora estaba chillando. El junco se movió un poco más bruscamente y ella se vio
proyectada hacia el cuadro de luz, agazapada sobre sus talones, vehemente, los
cabellos hacia la frente. Las lágrimas empezaron a mojarle el rostro.
—Souilhac me lo contó un día y lo halló admirable. Pasó no sé dónde; quizá en la
Llanura de los Juncos. Tú continuaste acariciando a una nah-qué agachada ante ti,
con ambas manos apoyadas en su espalda, mientras dirigías el tiro de tus soldados
que estaban no muy lejos de los dos.
—No lo recuerdo.
—Lo mismo que no te acordarás de haberte… acostado con una muchacha
pelirroja en un junco, la noche en que huiste con tus Binh Xuyen.
—No me gustan las impúdicas.
—Prefieres las pieles amarillas. Sin complicaciones, sin necesidad de conversar.
Luego, un día aparece un niño entre los brotes de arroz. Tiene la piel clara o los ojos

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azules… Yo no tengo más que un poco de sangre amarilla, pero esta noche me está
abrasando el cuerpo. Résengier, te detesto. ¡Abrázame!
Perla sintió dos brazos que la estrechaban fuertemente, y un pecho poderoso
contra el que se aplastó… Luego, todo fue sombra en la noche.
Cuando abrió los ojos, vio de nuevo el cuadro de luz que oscilaba al ritmo del
junco. Estaba sola, y su cuerpo desnudo tenía encima una camisa de hombre. De
repente, sintió hambre y sed, ansias de saber adónde iba el junco y qué hacía
Résengier. Se pasó la mano por el vientre; le hubiera agradado que él no tomara
ninguna precaución y tener un hijo. Era la primera vez que tenía tal pensamiento.
Perla se puso su camisa, sus pantalones y, descalza, corrió a reunirse con
Résengier. Estaba de pie a popa, junto a un hombre que sondeaba las negras aguas.
Perla se apretó contra sus piernas, y él le acarició los cabellos con su mano potente y
pesada.
—No podremos pasar, no hay más que tres pies y medio de agua.
—¿Cuál es tu nombre, Résengier?
—Paul. Según el mapa, el rach debe de ser más profundo después de este banco
de arena.
—¡Paul, tengo hambre y sed!
—Thach, ¿qué dicen tus estrellas?
—Nada, mi comandante; las nubes las ocultan.
Un relámpago alumbró la negrura de la noche, y empezaron a caer algunas gotas
de agua tibia. De repente, el cielo se abrió, y la lluvia comenzó a descender en
cascadas, batiendo sobre el puente, y fustigando las jarcias.
—Sólo hay que esperar —murmuró Thach—. Las aguas subirán, las aguas
bienamadas.
La lluvia mojaba sus cuerpos. Résengier se quitó la camisa de un manotazo,
ofreciendo su pecho al agua. Se sintió aliviado de un peso inmenso, y respiraba
mejor. En su cerebro empezaron a tener cabida mil proyectos nuevos. Perla, con los
brazos alrededor de la cintura del joven, bebía el agua que resbalaba por su piel.
Résengier se llevó a la joven al cubículo, y mientras la lluvia se aplastaba sobre el
junco y el rach, la amó una vez más.
Eran todas las aguas del cielo las que entraban en Perla para fecundarla; las aguas
que ella esperaba desde la mañana de sus dieciséis años, en que, por primera vez en
su vida, había experimentado un gran vacío en su interior. Su confesor, entonces, le
había dicho que aquello era vocación.
La lluvia se llevaba consigo todo su pasado, la grasa de la que había intentado
desembarazarse al frotar su piel contra la de los hombres, inundándose de perfumes.
Las aguas no tardaron en subir, y el junco pudo franquear el banco de arena. Los
hombres, desnudos en el puente, reían, jugando con el agua. Cuando Résengier
volvió al lado de Thach, el capitán tuvo que confesarle que estaba absolutamente
perdido. Algunas luces brillaban en unas cabañas junto a la orilla. Résengier hizo

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atracar el junco, y descendió con Thach hacia el poblado.
Penetraron en una choza algo mayor que las otras, la del jefe, En un rincón ardía
una lámpara y delante de un pequeño buda se quemaban unos pebetes de incienso.
Sobre unos camastros dormían hombres, mujeres y niños, unos sobre otros. La lluvia
crepitaba en el techo, azotaba las hojas de los cocoteros, y formaba regueros.
Thach despertó a un hombre al azar.
—¿En dónde estamos?
—En Banh Ha.
El hombre se puso en pie de un salto, temblando y tartamudeando, y frotándose
los ojos.
—He pagado mis impuestos hace tres días. Ya no me queda nada.
—¿Qué impuesto? —preguntó Résengier.
Thach, un poco embarazado, contestó:
—Le Dao ha impuesto doscientas piastras por cada cabaña, además de las tasas
por la madera y por el arroz. Unos poblados se negaron a pagar, y los hizo incendiar.
Exagera.
—¿Y en esta región quiere tener el maquis? La población no le ayudará. Al
contrario, informará a los que le persiguen.
Todos los habitantes de la cabaña se habían despertado; las mujeres lloraban y los
niños gritaban.
—Vámonos —propuso Thach—. Sé dónde está Banh Ha en el mapa. Hemos
derivado hacia el oeste.
Arrojó un puñado de piastras al nah-qué, que juntó sus manos ante su rostro y se
encorvó varias veces. Résengier halló a Perla sobre el puente; temblaba de frío.
—Temía que te hubieras marchado —le dijo ella.
—¡Valiente cosa! Tú me abandonarás dentro de poco.
—No.
—Necesitas ropas secas.
Buscando por la cala, un soldado descubrió un pantalón negro y un corpiño de
mujer vietnamita, que Perla no dudó en ponerse.
—Huele a ngocman —comentó.
Arrugó la naricilla, que era muy móvil y ligeramente respingona.
—Mañana te bañarás —le dijo Résengier—. En tu cuarto de baño debes de tener
infinidad de frascos de perfume, sales y cremas. ¿Y aún querrías quedarte conmigo?
Cuando deje a Le Dao y sus Binh Xuyen, iré a ver a los Hoa Hao. Los Binh Xuyen
están muy civilizados, comparados con las bandas de Le Son.
—Te seguiré y oleré a ngocman.
Con la cabeza sobre su espalda, jugaba con uno de sus mechones blanquecinos.
Résengier la rodeaba completamente con su robusto cuerpo, y ella podía creer que
estaba viviendo en medio de él.
—¿De verdad te llamas Perla? —le preguntó él, de repente.

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—No, María; he cambiado. Todas las criadas se llaman María.
—María…
—No me gusta. Yo fui criada… bueno, camarera. Así es como conocí a Berthier,
en una pequeña: ciudad de provincia, donde ir a París era una aventura. Berthier
acababa de llegar de Indochina, pensaba volver. Yo había salido de Saigón muy
pequeña, y la recordaba como un paraíso. Durante mucho tiempo había guardado un
retrato de mi madre ataviada al estilo vietnamita. Berthier, además, era barón; el título
era lo único auténtico que poseía.
—¿Y te casaste con el título?
—Y con él regresé a Indochina. Las mujeres adoran las joyas, las ropas y los
viajes. ¿Por qué no han de amar asimismo los títulos? Paul, tengo hambre.
Résengier volvió con un tazón de arroz y pescado seco.
—¿No hay nada más? No me gusta el arroz ni el pescado seco.
—¡No hay otra cosa!
Perla se acercó a la vela para ver mejor lo que había dentro del tazón, y luego, con
un mohín de disgusto, y con el borde de sus uñas, cuyo barniz ya se rompía, cogió un
poco de arroz y lo trituró antes de llevárselo a la boca.
—¡Pues está muy bueno! —exclamó de pronto; y engulló todo el contenido del
tazón.
—No —objetó Résengier—. No es bueno, pero tienes hambre.
Aquella misma noche, más tarde, pudieron reunirse con el grueso de las fuerzas
de los Binh Xuyen. Résengier se tumbó al lado de Perla, adormecida. Tendido sobre
el delgado colchón de paja de arroz, la cabeza apoyada sobre un codo, se preguntó si
no habría vuelto al Vietnam sólo para hallar a esta joven pelirroja, que había
pertenecido a hombres de todas clases; quizá ella era su aventura. Un cigarrillo le
habría ayudado a reflexionar, pero su paquete se había mojado por completo. No, esta
joven no era más que un accidente; retornaría a su vida fútil, y le olvidaría. Recordó,
de repente, a Helene, su esposa, con su mata de rubios cabellos y su cuerpo bien
formado.
Después de marcharse de Indochina en 1950, se había quedado algunos meses en
París, esperando que su dimisión del Ejército cobrase efectividad. Durante cierto
tiempo constituyó una atracción. Decían:
—Sí, se trata de ese comandante Résengier que ha hecho no sé cuántas cosas en
Cochinchina…
Le invitaban a cócteles y a cenas. Trataron de buscarle una colocación… fuera la
que fuera. Un hombre como él debía, ante todo, evitar su decadencia, y saber esperar
para precipitarse sobre la buena ocasión que, a buen seguro, no iba a tardar en
presentarse. Pero sus pocos ahorros no tardaron en volatilizarse.
Una noche, en una de las cenas de invitación, Résengier se halló colocado ante
una joven silenciosa que instantáneamente le hizo pensar en campos de trigo, panes
recién salidos del horno, y en el humo de las chimeneas que, en las tardes de invierno,

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se extiende por los poblados de montaña. La acompañó al hotel. La joven estaba de
paso en París para ajustar una venta de madera. Al morirse su padre, le había dejado
una serrería en los Vosgos, por la parte de Thillot.
Résengier, cuya celebridad no había tardado mucho en desvanecerse, volvió a
verla a cada uno de sus viajes, y fue ella misma quien le propuso el casamiento.
Résengier no sabía qué hacer, deseando ardientemente gozar de cierta paz. Se casaron
en París, y «el Gordo» fue el único que vino de Indochina; era un amigo tenaz.
Helene había abandonado a su marido la dirección de la serrería por completo,
mientras que ella gustaba de mandar a los obreros, recorrer con ellos los bosques,
evaluar las talas, y escuchar, repercutido por el eco, el sordo ruido del hacha. Para
tenerle más ligado, le había dado dos hijos, pero Résengier no había hallado nunca a
su lado la tranquilidad y la profunda alegría que experimentaba al lado de Perla, la
joven que necesitaba frotar su piel contra la de todos los hombres.
Perla dormía confiada, abandonada. Helene no cesaba jamás de vigilarle. Durante
las largas veladas de invierno, le espiaba desde detrás de su libro, y cuando él se
apartaba de noche, sorprendía a su mujer mirándole, apoyada sobre un codo.
Cada vez que llegaba una carta de Indochina, sellada con un dragón rampante que
vomitaba llamas, veía cómo se cerraban sus grandes ojos grises. Pero Helene no decía
nada. El dragón se había multiplicado en los sobres, y una mañana Résengier le dijo,
como si se tratara de una cosa sin importancia:
—Me marcho por dos o tres meses. Tendrás que hacerte cargo nuevamente de la
dirección de la serrería. Cuando vuelva, no tendrás ya necesidad de vigilarme.
Helene no le había hecho jamás preguntas sobre Indochina, tampoco le preguntó
por qué regresaba allí. Un día, él la había llamado «su mujer de pan blanco» y ella le
había mostrado aquella curiosa sonrisa que iluminaba el fondo de sus pupilas, dando
nacimiento a un hoyuelo en su barbilla; una sonrisa que daba a entender que Helene,
la prudente, la maternal, también había sido niña.
Helene le acompañó a la estación, llevando a uno de sus hijos en brazos, y al otro
de la mano. No lloró, pero con el corazón oprimido por una inmensa tristeza, vio
desaparecer el tren que se llevaba a aquel desconocido que durante varios años se
había refugiado entre sus brazos, y que ahora regresaba junto al pan negro y el arroz.
Y sin embargo, Perla, esta joven pelirroja, a la que no conocía más que desde
unas pocas horas antes, estaba mucho más cerca de él que Helene. Nunca había
podido dormir en la misma cama que su mujer; sus cuerpos chocaban y se separaban.
Perla, en cambio, estaba recostada contra él y no sentía su peso. Desde el primer
instante todo en ella le había sido familiar: su aroma, el sonido de su voz, su tez;
incluso su avidez por satisfacer inmediatamente todos sus deseos.
Cuando el sol se dejó ver, Résengier y Perla descubrieron la selva inundada.
Había cesado la lluvia, el sol quemaba ya, y a su alrededor, subía de la tierra un vapor
caliginoso. El mar penetraba profundamente en aquella comarca, al ritmo de sus
mareas, y el agua salobre desbordaba por los rachs y los arroyos, para acabar

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cubriendo toda la llanura, no dejando sobrenadar más que grupos de manglares, o de
árboles raíces con sus pesados frutos, puntiagudos como zanahorias. Cuando esos
frutos caían de sus ramas para hundirse en el fango, hacían el mismo ruido que una
fiera que se zambulle. Cuando el mar se retiraba, el Rung Sat, con sus arterias, sus
venas y sus venillas, parecía la epidermis de un hombre despellejado.
Las aguas negras, al correr, arrastraban consigo restos vegetales, troncos de
árboles podridos, amasijos de plantas. Y sin embargo, parecían inmóviles, de tal
forma, que habría podido creerse que eran los manglares los que iban remontando la
corriente en convoyes, como los mercaderes.
Pronto volvió a caer la lluvia, despertando las aguas muertas, fustigándolas,
enfangando la ribera, destrozando los enjambres de abejas salvajes, rechazando a los
mosquitos contra los juncos y las cabañas. Jirones de nubes colgaban en el cielo
como pellejos.
El pesado junco estaba amarrado a unos cables de distancia de la cañonera de Le
Dao. Un hombre, navegando en una almadía de rafia, vino a llamar a Résengier para
decirle que su jefe quería verle inmediatamente.
El coronel Thanh, yerno de Le Dao y jefe de Estado Mayor de los Binh Xuyen,
acababa de aceptar el ofrecimiento del presidente; estaba dispuesto a entregarse con
toda la retaguardia, o sea, más de un regimiento. Le Dao, ceñudo, colgándole la
mandíbula, y las piernas cruzadas, no pronunció palabra, siendo Tai el que le explicó:
—El padre Phat, un sacerdote católico del Norte, vino ayer por la noche a ver a
Thanh, ofreciéndole, si se entregaba, veinte millones de piastras.
Le Dao salió de su sopor, desmenuzando cada frase:
—Thanh siempre ha sido un traidor. Tuvo miedo de perder la casa que le regalé;
miedo de batirse. Y yo le casé con mi propia hija. Una vez se presentó a mí con una
herida, contando que había sido atacado en el camino del Cabo. Era él mismo quien
se la había infligido, disparándose sobre el brazo, por cobardía, por no participar en
una operación contra los viets de la brigada del Mekong. El médico me aseguró que
todavía había pólvora alrededor de la herida. No quise creer al médico; Thanh se
había casado con mi hija.
—¿Cuántos hombres tiene consigo? —preguntó Résengier.
Fue Tai quien respondió:
—Ayer noche, dos mil, pero al saber que quería pasarse a las filas del presidente,
la mayor parte se han unido a nosotros. Eran veteranos que se baten desde 1945.
Deben quedarle ahora unos quinientos hombres, casi todos novatos. Pero así queda
desguarnecida nuestra retaguardia. El ejército vietnamita posee barcos y guías que
conocen el Rung Sat. Nada les impide perseguirnos. Quedaremos bloqueados en los
pantanos, sin agua potable ni arroz. Tenemos que tomar Go Cong, ya que esta ciudad
no está defendida, y en ella podremos contar, al menos, con una base de
avituallamiento.
—Yo tengo arroz en todas las chozas de las orillas —advirtió Le Dao.

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Résengier sabía contener su cólera, pero su voz replicó indiferente y lejana:
—Las ratas se habrán comido tu arroz; eso es lo que te contestarán todos los
nah-qués. No te aprecian mucho.
—El general Ngoc, al que tú llamas Bel Ami, habrá terminado mañana con el
presidente.
—Tal vez sí con el presidente, pero no con Trinh Sat.
La radio de la cañonera captó un largo mensaje del mando francés. Tai lo tradujo
al vietnamita para Le Dao. Así supieron que Bel Ami había fracasado, volviéndose a
Bangkok; que un comité revolucionario dirigido por Trinh Sat era dueño de Saigón, y
que se estaban reuniendo todos los juncos y barcazas para perseguir a los Binh
Xuyen.
—No nos cazarán en el Rung Sat —dijo Le Dao—. Ni los franceses ni los
vietnamitas han podido desalojarme nunca de aquí.
—Nos cortarán la retirada —le recordó Résengier—, encerrándonos en un
callejón sin salida. El Ejército nacional y las bandas de Trinh Sat tienen a Cholon y a
Saigón, pero el campo puede resistírsele. Si pudieras aliarte con Le Son y sus Hoa
Hao del oeste, ocupar Go Cong y Baria, y llegar al cabo San Jaime, no se habría
perdido nada.
—Los franceses son quienes deben ayudarme. El coronel Broussaille me había
prometido armas y víveres si dejaba de combatir en la ciudad. ¿Cómo está la pelirroja
que tienes en tu junco? ¿No te parece que estaría mucho mejor aquí?
—¿No crees que sería mucho mejor que te preocupes de recuperar a tu yerno, el
«coronel» Thanh?
Le Dao se echó a reír.
—Thanh se había comprometido a entregarse con dos mil hombres, y no lo hace
con más de quinientos. El presidente romperá el trato. De todos modos, igual lo
habría hecho un día u otro. Pero yo podría prometerle a ese cobarde, si volviera a mí,
el perdón. Es el marido de mi hija, ¿verdad? Sé que ahora está en el canal de Te Ko.
Voy a enviarle un mensaje. En cuanto a tu pelirroja, sólo tienes arroz y pescado seco
para darle de comer. Yo aquí no carezco de nada.
—Si tu yerno acepta regresar, ¿qué vas a hacerle?
Le Dao hizo chasquear las junturas de sus dedos.
—Tal vez nada. —Una extraña luminosidad aclaró su ennegrecido rostro—. No
hacerle nada a un hombre que tiene miedo, que tiene mucho miedo, dejar que aguarde
y tema… ¿No lo has probado nunca? ¿Quieres venir a comer con tu pelirroja?
—Está enferma, fatigada… Voy a enviarla a Saigón.
El «coronel» Thanh debía entregarse con los suyos a las seis de la mañana. Como
a las siete el ejército vietnamita no había recibido ningún mensaje suyo, para forzar
su decisión empezó a cañonear las orillas del canal Te Ko. Los quinientos hombres
que habían permanecido fieles a Thanh emprendieron la desbandada. Thanh no podía
entregarse solo, pues le hubieran fusilado. Por tanto, volvió al Rung Sat.

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Se presentó delante de Le Dao como si no hubiera ocurrido nada, y lo mismo hizo
Le Dao. Pero el pirata daba vueltas a su alrededor, con su desasosegado paso de fiera,
dejando escapar a veces cortas preguntas.
—¿Ha sido duro el combate en Te Ko? Sabías que no podías resistir, ¿verdad?,
cuando empezaste a alejarte por la noche con tus batallones. ¡Tal vez tenías razón!
Le Dao le tranquilizaba, fingiendo creer en sus mentiras, e incluso ayudándole a
mentir, pero casi en seguida volvía a dejarle en vilo.
—¿Tú eres un buen hijo, eh? ¡Un buen hijo no abandona nunca a su padre!
Cansado de este juego cruel y sintiendo que Tanh no tardaría en convertirse en
algo horroroso, un ser al que el miedo descompone, Résengier volvió a su junco.
Perla debía marchar al precio que fuese; él mismo no tenía ya nada que hacer al lado
de Le Dao, que iba a dejarse atrapar en el Rung Sat. Debía ir en busca de Le Son,
incitarle a llevar sus tropas a través de la Llanura de los Juncos, hasta el límite del
Rung Sat. Los Binh Xuyen que aceptasen continuar la lucha, podrían entonces
pasarse a su mando. Quizá lograría que Le Dao y Le Son se reconciliasen y
combatiesen juntos. Le Son tendría el mando de todos los grupos que operasen en el
campo, y Le Dao reconstituiría sus redes de Cholon y Saigón. Si el asunto
prosperaba, la tercera secta, los caodaístas, de la que muchos no seguían a Trinh Sat,
les apoyarían. El papa Phan Cong Tac, según su costumbre, se pondría del lado de los
vencedores.
Era el único plan posible, y no costaba muy caro.
Résengier pensaba en Perla, de la que tenía que desprenderse y a la que no quería
perder; a Perla, a la que confundía con la aventura que acababa de vivir en Indochina.
Debía obrar con prontitud para llegar a la Llanura de los Juncos antes que las
unidades del Ejército nacional se instalasen en el Nhiabé.
—Voy a intentar llegar a la zona Hoa Hao. ¿Quieres venir conmigo? —preguntó
Résengier al capitán Thach.
—Seguro —respondió el capitán—, pero mis hombres no me seguirán, a
excepción de tres, unos antiguos soldados de mi compañía que desertaron conmigo.
—Partiremos esta noche sin prevenir a Le Dao. Le dejaré una nota.
Thach cerró sus rasgados ojos; con su cabellera de pelos ralos como púas, parecía
un erizo.
—¿Nos acompañará la joven? —preguntó.
—Nos dejará en el puente del Nhiabé.
—Será mejor. Los hombres van y vienen del junco a la orilla, y susurran historias.
—Prevén a tus tres soldados. Que se lleven sal, arroz, sus armas, sus granadas y
que traten de hallar quinina.
—¿Quinina?
—¿No has vivido nunca en la Llanura de los Juncos?
Los mosquitos son más numerosos que los piojos en un monasterio ortodoxo, y
todos llevan la malaria.

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Perla esperaba a Résengier en el cubículo de techo de hojas de bambú.
—¡Has tardado mucho, Paul!
—Las noticias no son buenas, y Le Dao se torna molesto. Esta noche nos vamos.
Te dejaré en el Nhiabé. Desde allí podrás llegar sola a Saigón. Tengo grandes
proyectos.
Le habló de su plan para unir las fuerzas Hoa Hao de Le Son con los Binh Xuyen.
Pero no estaba muy convencido, y Perla replicó:
—No creo en tus proyectos, como tampoco crees tú.
Pero tienes ganas de recorrer la selva. Haz como gustes; yo no te dejaré.
—¿Qué estás diciendo?
—No tengo nada de heroína, pero por primera vez en mi vida, me siento presa en
el amor. Por lo tanto, no puedo regresar a Saigón, ya que sin tenerte a mi lado, no
podría seguir viviendo.
—No vine a Indochina para hacer «camping» con una mujer.
—Tampoco viniste para recomponer el Frente Unificado de las Sectas y derrocar
al presidente. Lo sé: tienes un secreto, y yo ni siquiera deseo conocerlo. Me gusta que
en lo más profundo del hombre haya un secreto bello como una roca irrompible.
—Debo unirme a Le Son, por lo que partiré esta noche.
—Juntos.
—Cuando me vaya de Indochina, no te llevaré conmigo. Ya te lo dije: tengo
esposa y dos hijos en Francia, y todos los domingos voy a misa como cualquier
burgués.
Thach, por la tarde, se procuró uno de aquellos ligeros sampanes que tienen los
pescadores de la isla de Bentré. La barca llevaba un ojo a proa para poder ver los
genios del mal y guiarse por entre las rocas; también tenía un gobernalle desmontable
y una vela triangular que le permitía navegar sobre menos de un metro de agua. En el
centro, un pequeño toldo de bambú bajo el cual podían permanecer dos hombres
agachados, y cinco tendidos. A popa, había sitio para dos remeros.
Thach había hallado para él y sus hombres ropas de aldeano: pantalón y
chaquetilla negra, con sombrero cónico de hojas de palma. Perla llevaría un gran
pañuelo para ocultar sus cabellos.
Thach y sus soldados partieron los primeros. Descendieron a la orilla, pataleando
dos o trescientos metros por el barro. El sampán estaba anclado en un vado de agua,
cerca de una cabaña; pero dentro de una hora habría marea alta y podría flotar.
El capitán y sus tres hombres se desnudaron, ocultaron sus armas y sus uniformes
bajo las tablas del sampán y bien pronto, alrededor de una marmita en la que hervía la
sopa, no hubo más que cuatro nah-qués, que reían y jugaban a los dados.
Thach hacía chasquear los dados en sus manos antes de arrojarlos. Siempre
perdía, aunque se esforzaba en trampear, pero sus hombres eran más hábiles que él.
Les debía su soldada, que no se arriesgaba a tocar, una casa que poseía en Saigón y
que ya había vendido varias veces y cerca de sesenta mil piastras; por esto no le

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abandonaban, desertaban con él y se jugaban el pellejo para defenderle y ahora iban
con él.
Thach hallaba muy divertido que sus acreedores se vieran obligados a convertirse
en sus guardaespaldas para recuperar su dinero. Aparte de ello eran unos bravos
mozos. Pensó en sus camaradas franceses, en la Escuela de Estado Mayor, que se
esforzaban, con muy buena fe, en comprenderle a él, un asiático, que tenía la
obligación de hablar bien su idioma. Para ellos, desertar era el mayor de los crímenes.
En Asia, todo el mundo desertaba, no existían las leyes, no había más que intereses,
números y cartas sobre las cuales se apostaba a cada tirada: el presidente, Le Dao,
ahora Résengier, más adelante quizá el Vietminh… Todos eran números y cartas; el
Destino llevaba la banca.
A Thach le agradaba Résengier… También puede gustarle a un hombre el número
por el que apuesta. Pero el francés iba loco detrás de aquella mujer.
El capitán arrojó los dados, y por primera vez desde mucho tiempo antes, los tres
seis salieron a la primera tirada.
Résengier y Perla llegaron cuando ya había caído la noche. Les guió uno de los
hombres de Thach. Las aguas estaban altas, y el sampán flotaba al extremo de su
áncora de madera que iba lastrada por una piedra. Fue izada el ancla y la embarcación
empezó a avanzar, vacilante; cada golpe de remo la hacía oscilar, primero a la
izquierda, y luego a la derecha.
Thach manejaba la larga y débil espadilla, de pie, con las piernas separadas; se
sentía feliz y cantaba:

«La consigna llama al sargento a la capital.


La esposa del sargento coge su sombrero
y sigue a su marido;
pero el camino es desigual y resbaladizo,
la esposa del sargento se fatiga
y el sudor le corre por la frente.
No importa, ama a su marido y le seguirá hasta la capital».

Un soldado contestó con otra canción:

«La luna se ha acostado,


pero la estrella se levanta.
Tu marido ha salido
y yo llego».

Résengier, con un brazo alrededor de los hombros de Perla, le traducía las


palabras, riendo.

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—Por lo menos, habrías podido aprender ese lenguaje; al fin y al cabo, también es
un poco tuyo. A mí me bastaron ocho meses, Y eso que ni mi oído ni mi garganta
están hechos para esos sonidos tan extraños, una música de palabras tan diferente de
la nuestra. Ensaya un poco.
Perla lo probó, repitiendo las palabras de la canción.
—¿Lo ves? Es fácil. Además, tu abuela te ayuda mucho.
La embarcación no hacía ningún ruido al deslizarse a lo largo de los manglares,
evitando una espesura de «duoc», y pasando de una zona de calor a otra de frescura.
La selva inundada parecía estar separada en sectores cálidos y fríos. El paso del
sampán despertaba a los monos que dormitaban sobre las ramas, o a los grandes
pájaros que huían volando, y cuyas alas chasqueaban súbitamente como disparos de
fusil.
Thach, levantando la vista, distinguió las estrellas, y se divirtió buscando su
sendero; pero no el del sampán que iba al oeste, sino el suyo propio. Y empezó a reír
fuertemente, porque en el cielo había un enjambre de estrellas, por lo que podía elegir
gran número de senderos.
—¿Y tú querías que yo me perdiera esto? —dijo Perla, acariciando el pecho de
Résengier.
A lo lejos, sobre las aguas negras, divisó una luminosidad vacilante, casi azulada,
que parecía seguirles; la luz danzaba, desaparecía y volvía a reaparecer.
—¡Paul! —exclamó—. ¿Lo has visto?
—Es un fuego fatuo. El Rung Sat está lleno de ellos.
—¿Un alma perdida?
—Gases de los pantanos; tal vez un cadáver que se pudre, el de un soldado o un
hombre asesinado. ¡Mira! Hasta el capitán Thach ha vuelto la cabeza para no ver el
fuego.
—¿Les teme?
—Le creo capaz de creer en las almas errantes, las almas de todos los que carecen
de sepultura por haber escapado a las leyes estrictas dictadas por la antigua Asia
sobre la conducta de los hombres. El castigo más grande que ha pronunciado sobre
ellos es dejarles libres después de su muerte, como si hubieran cometido el mayor de
los crímenes al pretender liberarse de los ritos y las leyes.
—Un día, yo seré un alma errante, tú no. Tú obedeces toda clase de leyes.
Los mosquitos y las abejas empezaron a picarles al cabo de una hora. El capitán
Thach no había podido hallar quinina.

El coronel Broussaille se unió a Le Dao hacia la madrugada, para comunicarle


que se había lanzado una orden de expulsión contra Résengier.
—Simple medida oficial —le explicó—. Hemos reconocido el Gobierno del
presidente; oficialmente, no podemos sostener las sectas en contra suya. Incluso
usted, mi general. Pero bajo mano les proporcionaremos toda la ayuda deseada.

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Le Dao se inclinó hacia Tai, que le tradujo al coronel:
—¿Y qué van a hacer con Résengier? Se halla en el junco chino más cercano.
—Llevarle a la fuerza, si es preciso, hasta el aeródromo militar de Tan Tson Nut y
embarcarlo para Francia. Allí le indemnizarán y él comprenderá todo.
—¿Y la joven que está con él?
—¿Qué joven?
—Una muchacha delgada, pelirroja. Se llama Perla.
—¡Caramba, la baronesa Berthier! Nos la llevaremos.
—Llevaos a Résengier, y dejadme a la mujer; mañana haré que la acompañen a
Saigón. Broussaille juzgó que esta vez Le Dao iba un poco lejos.
—Esto me parece algo difícil, mi general; imposible casi. Haga que vayan en
busca de nuestros dos pájaros.
—Quizá duerman. No sería muy cortés despertarles.
—Iré yo mismo.
—Hace falta una barca y no tenemos ninguna.
—Mi general, si el mando francés se desentiende de usted, está perdido; ni arroz,
ni municiones… Necesito a Résengier y a madame Berthier.
Tai discutió largamente en vietnamita con su jefe, agitando mucho las manos
como hacen las marionetas. Luego se dirigió al coronel:
—Vamos a buscarles. El general, estos últimos tiempos, ha tenido muchas
preocupaciones y se halla un poco enervado.
Los de la cañonera arriaron una barca, que regresó al cabo de diez minutos con un
Tai sobrexcitado. Se precipitó hacia Broussaille.
—Mi coronel, Résengier y esa madame Berthier, un capitán y tres hombres han
huido a la caída de la noche. Se ignora adónde han ido.
—A acompañar a la mujer, resulta evidente.
—Se han llevado provisiones, arroz, todos los mapas, sus armas. Para llegar hasta
Saigón no necesitan nada de eso.
Broussaille empezó a inquietarse. Los franceses, los americanos y los partidarios
del presidente acababan de aliarse bruscamente para hacer frente a Trinh Sat y a los
vietminhs que le apoyaban. Teryman, por orden de su embajador, estaba recluido en
su casa. Por su parte, los franceses se habían comprometido a desembarazarse de
Résengier. ¿Qué pretendía hacer aún el antiguo comandante? ¡Si llegaba a la zona
Hoa Hao, se producirían una serie de molestas complicaciones!
Pero Le Dao volvió a la carga.
—¿Por qué me dijo, mi coronel, que era imposible dejar aquí la mujer ni un día
más?
—Madame Berthier cuenta con muchos amigos en Saigón, entre ellos el abogado
Le Teylier, con el cual creo que usted está en buenas relaciones de negocios.
Actualmente resultaría peligroso indisponerse con él.
Con una amistosa sonrisa palmeó la espalda de Le Dao.

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—Además, esta muchacha no es de gran interés… A su modo, es una ramera,
vive de sus pantorrillas, y como usted ya lo habrá observado, no es muy pura de raza.
Ya sabe, todos estos seres de sangre mezclada… claro que una mujer en la cama es
distinto, pero así y todo… Usted puede conseguir algo mucho mejor. Dentro de unos
días, cuando venga a Saigón, yo me encargo de buscarle algo superior.
Y chasqueó la lengua, como un buen conocedor.
—¿Es cierto que no es más que una ramera?
—Se lo puedo asegurar personalmente.
Nueva risotada.
Le Dao se consoló. No había perdido nada. Con una ramera no debe uno
comprometerse. Pero dentro de su cráneo obtuso, seguía danzando la imagen de una
joven pelirroja.
Broussaille sabía sobradamente que Le Dao no regresaría jamás a Saigón. El alto
comisario de Francia había decidido abandonar a los Binh Xuyen, más por cuestión
de moral que por razones políticas.
Tan pronto se hubo marchado el coronel, Tai sacó de su bolsillo la nota por la que
Résengier anunciaba su partida, y ponía a Le Dao al corriente de su plan.
—¿Por qué no le has enseñado esta carta a Broussaille? —le preguntó el pirata.
—Nunca hay que apostar todo el dinero a la misma bestia[31]. El coronel
Broussaille promete ayuda, pero no nos la da. Résengier puede decidir a Le Son a
prestarnos su apoyo. Le Son posee arroz, miles de soldados… Si tú te conviertes en
jefe de todos los ejércitos de las sectas, entrarás en Saigón al frente de ellos, y los
franceses acudirán a besarte los pies.
—¿Sabes? —dijo, de pronto, Le Dao—. Esa joven pelirroja no es más que una
ramera, por lo que no me habría convenido. Sólo la quería para demostrarle a
Résengier que el dueño soy yo.
Pero decidió que al día siguiente enviaría a casa de Perla, en Saigón, un cofrecillo
de joyas. También le regalaría uno de sus coches, olvidando que todos habían sido
quemados, que sus bienes habían sido requisados y que nunca más podría entrar en la
ciudad.

Broussaille remontó el río de Saigón en una barcaza. La corriente era poderosa y


la embarcación no llegaba a los cinco nudos. El coronel aplastaba a manos llenas los
mosquitos de su rostro, por lo que tenía los dedos cubiertos de sangre. Pensaba en
Perla, a la que había amado. Como no pudo conseguirla más que una vez, tuvo que
consolarse, como se consolaba Le Dao, diciéndose que no era más que una meretriz.
Por ella había hecho desaparecer un expediente, el de su marido, y Perla halló el
hecho completamente natural. Le telefoneó más de veinte veces; siempre oyó la
misma respuesta: Madame estaba fatigada o había salido. Y ahora seguía a Résengier.
¿Qué tenía, pues, aquel tipo, sino su enorme corpulencia? La víspera, el capitán
Andrei, en su despacho, había osado preguntarle:

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—¿Está bien Résengier, mi coronel? Sería muy desagradable que le ocurriera algo
malo.
—¿Ya usted qué le importa?
—Hablo en nombre del general, ya sabe, de Tutur. Asimismo, todos mis
camaradas paracaidistas me han pedido que me informara. Los paracaidistas están
muy nerviosos desde que se les ha hecho evacuar, y les han prohibido disparar.
Aprecian mucho a Résengier. Es un veterano de los nuestros.
—¿Es que se atreve usted a amenazarme?
Andrei, con la mandíbula contraída, se le había acercado de repente.
—Prevenirle solamente, mi coronel.
Broussaille se acordaba de las ráfagas de metralleta disparadas contra sus
ventanas, cuando osó atacar a un miembro de esta secta orgullosa que despreciaba las
demás armas, escogía sus propios jefes y hacía su guerra.
El teniente que le sedujo a su querida tenía veintidós años; era joven y guapo.
Había triunfado con su juventud y su hermosura. Broussaille, en cambio, no podía
oponerle más que su poderío, por lo que envió a dos tipos para asesinarle. La
respuesta le pareció normal. El que posee un revólver no se bate con un cuchillo.
Broussaille no era cobarde, pero Andrei le asustaba, ya que éste tenía fama de ser
un exaltado. Así contestó:
—Lo que yo trato es de proteger a vuestro Résengier.
Antes de partir para Pnom Penh, «el Gordo» y Souilhac habían ido también a
visitarle. «El Gordo» se mostró brutal:
—Broussaille, haré que le azoten si no deja tranquilo a Résengier. Poseo la copia
de todos los envíos de fondos que usted ha efectuado a Francia, y puedo probar que
Le Dao le ha dado tres millones de piastras… contantes y sonantes.
Vernier, el tipo de la Sureté, también cantó su canción y sin embargo, él estaba
furioso contra Résengier, que había ordenado incendiar su coche nuevo.
Broussaille decidió dar marcha atrás. Había ido demasiado lejos, y podía tener
necesidad de Résengier y de las sectas para atacar Saigón si Trinh Sat se convertía en
el jefe.
A Broussaille le agradaba la vida. Dentro de cuatro meses se marcharía
definitivamente a Francia. Luego se haría otorgar el mando de una brigada en
Alemania. Todo se olvida, particularmente lo que un coronel haya podido hacer en
Indochina, cuando se convierte en general del ejército de ocupación en Europa.

Cerca del mercado de Pnom Penh, Julien iba en busca de una muchacha. Hallaba
más avispadas, más fáciles, aunque más morenas y menos atractivas a las
camboyanas que a las frágiles vietnamitas, a las que era preciso forzar la frialdad y
arrancar la máscara. Sabía de sobras que en brazos de otra joven pensaría en Perla.
Un oficial de la misión militar francesa en Camboya le manifestó que Résengier
había abandonado a Le Dao, trasladándose al oeste, y que iba acompañado de una

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joven pelirroja. Este oficial creía que después de haberse puesto en contacto con los
Hoa Hao, Résengier pasaría a Camboya por el Mekong.
Julien intentaba comprender por qué motivos Résengier, en vez de enviar a Perla
a Saigón, la conservaba a su lado. Perla, según su costumbre, había obrado bajo sus
impulsos O deseos inmediatos, sin importarle un ardite las posibles consecuencias.
Résengier, por el contrario, era ya un adulto, mejor dicho, un niño viejo que en su
locura guardaba ciertas reglas, y se preocupaba por el futuro, y por las consecuencias
de sus actos.
Julien deseaba volver a ver a Perla. La otra noche en el «Continental» estuvo
demasiado cerca de la joven para no experimentar el torturador deseo de tratar una
vez más de quemarse en sus rojos cabellos. Habíase expatriado a este país en guerra
para escapar al aburrimiento que iba a conducirle a la muerte, ya que se hallaba en la
edad intermedia en que se abandonan los juegos infantiles, sin haber descubierto
todavía los de la edad madura, o de la vejez… Había ido en busca de la aventura, lo
extravagante y lo patético, según le contó a Résengier, pero también para conocer a la
mujer que seria a la vez su hermana, su cómplice y su enemiga, su doble, a la que
podría amar sin ser un narciso, hacer sufrir sin tener que sufrir por su parte, lo que le
ayudaría a conocerse sin sentirse presa del miedo o del pesar.

«El Gordo» y Souilhac estaban sentados en las sillas de junco del hotel Royal, un
gran edificio que quería emular a un palacio.
—Es curiosa —comentaba Souilhac— esta historia de Perla y Résengier.
«El Gordo» se limitó a gruñir.
Souilhac se dejó caer hacia atrás en busca del respaldo, chupó el cigarrillo y lanzó
hacia arriba una vaharada de humo, que se enroscó en torno al ventilador.
—Siempre he creído que la inteligencia de las mujeres se parecía a la de los
animales. ¡Siempre he visto en Perla un animal, un bellísimo animal!
—Sí, hay la bestia, pero también algo más. A ti te interesa solamente la bestia en
ella; a mí, su avidez, su hambre de ropas, de joyas, de éxitos. Yo tenía dinero, pero no
quería nada más. Se lo he dado. Y cuando dejé de acostarme con ella, continué
dándoselo porque se había convertido en una amiga, casi una asociada.
—¿Qué debe experimentar por Résengier?
—¿Recuerdas lo que ese gran tipo silencioso nos obligaba a hacer, sin darnos
nunca una sola explicación, si bien a veces pronunciaba extraños discursos?
«Forzaremos a nuestro cuerpo a hacer más que la fiera más temible y más
vigorosa…», y otra vez: «Nos esforzaremos en no odiar jamás. Mataremos cuando
sea preciso, ya que todo lo grande se paga con sangre». Y también: «Este país está
gobernado por fuerzas oscuras muy poderosas. Las canalizaremos, las tornaremos
claras y diáfanas. Y un día, de ellas nacerá un país, que nos arrojará de su seno; pero
seremos nosotros quienes lo hayamos forjado. De una revuelta tan primitiva como la
de los Hoa Hao, que no es más que una bobada, el gusto por el fasto, una necesidad

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de copiar a la Iglesia Romana, de esta mezcla de masonería y espiritismo de los
caodaístas, de este confuso deseo de los piratas Binh Xuyen de organizarse en Estado,
puede nacer un nuevo Vietnam: una patria de réprobos. Este país podrá rechazar al
Vietminh y a esta confusión de blancos. Al menos por un tiempo, podrá rechazar al
mundo productivo, jerarquizado y sin alma del Gran Hormiguero». Un bello sueño,
Souilhac… y nosotros hemos hecho venir a Résengier para defender nuestros
intereses. Abandonado de todos, actualmente se refugia en los brazos de una
pelirroja. ¿Qué esperamos para ir en su busca?
—Tú pesas ciento veinticinco kilos; yo necesito cuarenta pipas de opio al día, y
una botella de whisky. ¿Adónde quieres ir a buscarle?
—Résengier ha dejado a Le Dao. Las cosas no han ido bien entre ellos, lo que ya
era de prever. Va a unirse a Le Son. El alto comisario de Francia ha hecho saber que
el ex comandante Résengier había venido al Vietnam a título privado, que había
pasado la frontera clandestinamente, que no se había presentado a las autoridades
francesas, y que sus actuaciones no estaban apoyadas por la política de Francia. Le
Dao habría podido hacerle su prisionero.
—¿Sabes lo que ha ocurrido?
—Casi. —«El Gordo» golpeó con la mano su cartera—. Los «intereses» que
habían hecho venir a Résengier han cambiado de parecer. Ahora, el presidente es el
dueño de Cholon y de Saigón. Lo que ocurre en la selva no afecta a esos «intereses».
Están dispuestos a colaborar con el presidente, su familia y los americanos; por lo
tanto, han abandonado a Résengier.
—¿Por qué te metiste a contrabandista? —le preguntó, de pronto, Souilhac.
—Tengo una excusa; me aburría. La misma excusa que tú. Fuera Résengier, fuera
nuestro sueño. Han registrado mi oficina de Dakao; por fortuna, lo había quitado
todo.
—Una de mis concubinas fue violada durante uno de los combates de Cholon.
Verás cómo esa fulana le habrá cogido el gusto. Las otras dos fueron arrestadas.
—¿Te importa esto?
—Nada en absoluto. Puedo establecerme en Pnom Penh, como médico de la
colonia china, y enviar en busca de mis mujeres, o tomar otras.
—Dentro de quince días, cuando las cosas se hayan calmado un poco, podré
regresar a Saigón. Hoang, el jefe de policía, remplazará a Le Dao. Necesitará un
hombre de negocios para percibir ciertas tasas y colocar sus capitales en el extranjero.
El hermano del presidente, el agregado, tiene los dientes largos; es demasiado
inteligente para ignorar que el reinado del presidente no durará mucho, y ya busca los
medios de consolidar una hermosa y saneada fortuna, colocándola en el exterior. Una
noche sostuve con él una larga conversación sobre las posibilidades de expansión
económica del Brasil. Conoce mi discreción, mi habilidad, mi seguridad… Podrías
regresar conmigo.
—¿Y Résengier?

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—Ayudarle directamente sería comprometernos inútilmente. Nos servimos de
Julien. El sueño de Résengier aún puede seducir a ese joven. Le enviaremos al
dominio de Le Son cuanto le haga falta: dinero, medicamentos, documentos falsos,
armas… Las tropas de Le Son patrullan por la frontera de Camboya, por lo que nos
será fácil.
—Tal vez también tenga necesidad de amigos, ¿verdad?
—Perla está con él. En tales ocasiones hay que elegir entre una mujer o los
amigos. Una cosa excluye a la otra.
—¿Estás celoso de Perla?
—No, de Résengier. Ciertas personas no tienen derecho, sin hacer traición, de
admitir una mujer en sus vidas. Los demás… da lo mismo. Résengier enamorado de
Perla, recogiendo lo que nosotros hemos abandonado…
—Es Perla quien nos abandonó.
Julien entró y fue a sentarse a su mesa.
—Bueno, buitres, ¿están conversando?
«El Gordo» soltó:
—¿No has hallado ninguna joven?
—Sí, pero demasiado cara.
—Te llené los bolsillos de piastras, ¿por qué regateas?
—¡Demasiado caras… por principio! Ya que estoy atiborrado de principios hasta
la glotis. Me aburro en Pnom Penh. ¿Y si me marchase a ver a Le Son?
—Dentro de unos días. Es necesario preparar tu camino, hallar guías, prevenir a
Le Son, para que no te haga crucificar.
—¿Eh?
—Sí, suele atar a su paciente con cuerdas a un árbol ahorquillado, y lo abandona
en medio de la selva. Tal vez llegaríamos a tiempo de desembarazarte de las
cuerdas…
Después de cenar, Souilhac arrastró a Julien a un fumadero. Estaba situado en las
afueras de la ciudad, en una casa construida sobre pilastras. Los arbolitos de la
frangipana se balanceaban ante una galería abierta, y las jóvenes graznaban como
cotorras. Algunas eran bonitas, muy ardientes, bien vestidas, y no mostraban ningún
pesar.
Pero Souilhac hizo despedirlas. Con la droga le gustaba el silencio y las mujeres
flexibles, de armoniosos ademanes, las mujeres reflejos, que no turbaban su sueño
con una presencia enervante.
Fumó cuatro pipas en silencio, atragantándose con el humo negro, y luego le pasó
el bambú a Julien. Por fin, aplacado, habló. Sus frases se veían entrecortadas por
prolongados silencios.
—Julien, creo saber por qué ha vuelto Résengier a Indochina.
—Se aburría en Francia, su mujer es fea, y sus hijos no le dejaban dormir.
—Ha comprendido que se ha terminado la era de los hombres libres, tanto en

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Europa como en Asia, que tendremos que vivir arracimados unos sobre otros, sin
poder mover el codo para no clavárselo en el estómago al vecino, ni el pie para no
aplastarle un callo… el mundo de los rumiantes con infinitas cárceles y fronteras,
censuras, cuarteles y gendarmes. Por eso ha vuelto.
—¿Como en peregrinación?
—No, para morir aquí.
—¿Y Perla?
—Los condenados a muerte tienen derecho a un vaso de ron.
—Mejor harías dejando de fumar.
Por la galería se distinguía algo de la noche y la rama de la frangipana que se
balanceaba lentamente. El fuerte aroma del jazmín fue, por un momento, más
poderoso que el del opio. Por debajo de ellos oyeron el murmullo de una fuente. Una
mujer se lavaba en ella, llenándose de agua la palma de la mano, y restregándose.

Berthier, el esposo de Perla, fue al encuentro de «el Gordo», en su habitación,


para ponerle al corriente de los problemas que se le estaban planteando. ¿Qué debía
hacer? ¿Qué actitud debía adoptar frente a su mujer? «El Gordo» le aconsejó que se
marchase a paseo, pero quiso conocer hasta dónde llegaba la hipocresía del personaje,
y en el momento en que iba a traspasar el dintel de la puerta, le preguntó:
—Dime, Berthier, si Résengier gana la partida que está jugando, la fuga de Perla
podría transformarse en un excelente negocio para ti, ¿no es verdad?
Berthier mordió el anzuelo.
—Me siento orgulloso del valor que demuestra Perla, pretendiendo ayudarme;
esta es toda la verdad, si quieres saberla.
Conscientemente, había engolado la voz.
—¿Ayudar a quién? ¿Ayudar a qué?
—¡Pues a Francia!
—Te repito que te esfumes, Berthier… ¡Tienes demasiada caradura!

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5
Las islas glaucas del cielo
Trinh Sat fue asesinado a las 6:30 de la tarde, cuando estaba sobre el puente del
Nhiabé, en compañía de cierto número de oficiales. Jugaba al Bonaparte en Arcola, y
escrutaba con los prismáticos el desarrollo de las operaciones contra los «rebeldes».
Oficialmente, murió de una bala que le atravesó la cabeza, disparada desde una
cañonera Binh Xuyen que descendía el río y muerto gloriosamente en el combate,
tuvo derecho a funerales nacionales.
El «coronel» Hoang, desde la víspera, había acumulado las funciones de jefe de la
seguridad militar y de la policía.
El hermano del presidente había ido a verle a su despacho, a hora temprana de la
mañana, para comunicarle que en recompensa a sus servicios, el presidente quería
nombrarle general, pero que había hallado una fuerte oposición de parte de Trinh Sat,
que deseaba regir personalmente la policía. Estimaba que Hoang había colaborado
largo tiempo con los franceses para no haber conservado contactos con ellos, y que,
por lo tanto, era un elemento indeseable en el nuevo Vietnam anticolonialista.
—Sin ese obstáculo… —dejó caer el hermano del presidente, sin concluir la
frase. Con la punta del dedo hizo saltar la ceniza de su cigarrillo.
—Los vietminhs se manifiestan por doquier —señaló Hoang—. Los franceses y
los americanos se están inquietando. ¿Tiene usted noticias de Résengier?
—Ha dejado a los Binh Xuyen para irse al oeste, y ahora prosigue su viaje en
compañía de una joven, madame Berthier.
—Tal vez se podría…
—No lo creo. Quizá necesitemos su ayuda contra Trinh Sat, si nuestro amigo vive
más de lo que esperamos. El comandante ha mantenido intacta su enorme influencia
sobre Le Son, y éste ahora es el verdadero jefe de la secta de los Hoa Hao.
—Una peligrosa influencia. Después de los Binh Xuyen, debemos destruir a los
Hoa Hao.
—O comprarlos. Résengier también cuenta con muchos amigos en el Cuerpo
expedicionario, entre esos hombres peligrosos que se burlan de la política y siguen de
buena voluntad sus impulsos sin preocuparse mucho de las órdenes. No tiene ninguna
protección oficial, y se está desacreditando llevando consigo a esa mujer.
—Entonces, ¿dejarle hacer?
—Seguro. Para llegar hasta Le Son tendrá que atravesar toda la Llanura de los
Juncos, la llanura de los pantanos de agua salada. Los peces mueren y los pájaros
huyen de allí. Bandas vietminhs, o de bandidos simplemente, rondan constantemente.
Résengier habla el vietnamita, pero no deja de ser un blanco. Yendo esa mujer con él,
no le faltarán los contratiempos.
—¿Y si sale con bien?

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—Creo que así será, pero entonces no será más que un hombre acabado. Pasará a
Camboya, y luego regresará a Francia. Mientras usted, Excelencia, vivía en
Hong-Kong o en América, le conocí bien.
—¿Y bien?
—Tenía una cualidad de la que Teryman carece; nos comprendía e incluso creo
que nos amaba. Trinh Sat le temía como a la peste, ya que Résengier había
descubierto que no era más que un vietminh fracasado, a quien el Partido podría
utilizar a su placer y de acuerdo con sus necesidades.
—¿Odia usted a los vietminhs?
—Un policía no tiene ideas políticas, y sí únicamente unas funciones que cumplir;
pero estas funciones resultan muy peligrosas de ejercer en sus dominios.
—¿Aprecia usted a mi hermano?
—Me agradaría lucir las estrellas de general.
—¿Por qué está usted tan unido a los franceses?
—¿Y usted, Excelencia, por qué se ha comprado un apartamento en París? ¿Por
qué emplea el francés para hablar conmigo? No podemos decir ciertas cosas más que
empleando ese idioma. Un jefe vietminh, al que hice prisionero, y al que interrogué
largamente, me dijo un día: «Si tenemos que pelear contra los americanos, o
cualquier otro pueblo, será sencillo; no se tratará más que de una guerra. Pero contra
los franceses, sería una guerra civil».
—Así, según usted, debemos conservar a los franceses en el Vietnam, ¿verdad?
—¿Para qué? En cada uno de nosotros, cohabitan un blanco y un amarillo, y el
blanco es francés.
Después de la salida de «su Excelencia, el segundo hermano», Hoang se quedó
soñando unos momentos. Su boca, de labios ahuecados, redonda y con el mismo
aspecto de una ventosa, desmenuzaba una colilla. Hizo llamar al teniente Luong.
Ver a Luong luciendo un uniforme de oficial era una de las grandes alegrías de
Hoang.
Luong entró sin saludar, con un cigarrillo en la boca. Su uniforme de tejido claro
estaba manchado de grasa; el pantalón le bailaba sobre unas pésimas sandalias, que
parecían hechas con retazos de neumáticos.
Cuando Hoang tuvo que abandonar la policía a los Binh Xuyen, una parte de sus
inspectores lo siguieron, siendo integrada en el Ejército nacional. Así es como Luong
obtuvo los galones de teniente, y Hoang los de coronel.
Ocho días antes de estallar la «guerra de las sectas», Luong había decapitado a
uno de los mejores soplones de Le Dao, mientras a aquél le afeitaba en una acera un
barbero ambulante. Hoang siempre se preguntó por qué Luong se había servido de un
puñal, con lo bien que tiraba… Quizá por la novedad…
Luong se hundió en un sillón, y Hoang le arrojó un cigarrillo, al tiempo que le
preguntaba:
—¿Cuánto te falta aún para poder comprarte el junco?

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—Ciento ochenta y tres mil piastras.
Luong, hijo de unos pescadores de la isla de Phu Quoc, soñaba con comprarse un
pesado junco de mar, meterse en aquella armazón de madera, con sus padres y
hermanos, y dedicarse al transporte de arroz. Hoang pensaba que más bien debía
pensar en dedicarse a la piratería.
—Escucha, Luong, te regalo doscientas mil piastras, te hago desmovilizar
inmediatamente y esta noche te marcharás a Phu Quoc con el dinero en tus bolsillos.
Luong se rascó la planta de los pies, pasando un dedo con la uña sucia, por entre
la suela y la piel.
—¿Qué hay que hacer?
—Comprenderme bien, esperar el momento favorable y disparar certeramente.
Luong levantó su cabeza cuadrada, de prominente mandíbula. En su rostro apenas
podían observarse sus oblicuos ojillos. Escupió abundantemente.
—¿A quién?
—A Trinh Sat.
—Muy difícil. Siempre va rodeado de sus guardaespaldas.
—No estarán a su alrededor.
—Trinh Sat dispara con rapidez.
—Tú estarás a su espalda.
—Sus hombres me matarán. Quiero tener un junco, pero deseo vivir para poder
gobernarlo.
—Nadie sabrá que has sido tú.
—¿El dinero?
—Lo tendrás, así como un coche que te conduzca a Rach Gia. En el puerto te
aguardará un barco.
—¡De acuerdo!
—Ve a que te entreguen un uniforme nuevo, botas y un casco. Ahora eres oficial
de Estado Mayor. Y ponte galones de capitán, si te agrada más.
Luong salió a comprarse el uniforme. Halló desagradable el contacto del grueso
tejido con su piel, y las botas lastimaban sus pies, excesivamente grandes.
Luego, Hoang telefoneó al general de cuerpo de ejército, Tran, que se había
convertido en jefe del Ejército nacional.

Trinh Sat seguía instalado en el palacio Norodom. Hacia las cuatro de la tarde
recibió un mensaje telefónico del general Tran. Pensó:
«Este es uno de esos semiblancos que es preciso liquidar».
Tran le anunció que estaba montando una gran operación de desembarco al otro
lado del Nhiabé, y le pidió autorización para utilizar uno de sus batallones, a fin de
reforzar sus tropas. Trinh Sat aceptó. Le gustaba que sus hombres se hiciesen notar en
la lucha contra los Binh Xuyen.
—Yo mismo estaré en el puente del Nhiabé con todo mi Estado Mayor —le

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indicó el comandante en jefe—. Seguiré el curso de la operación y veré la admirable
manera con que sus soldados se entregan al combate. Ya le tendré al corriente.
—Yo iré también —declaró Trinh Sat.
—Deben estar presentes dos coroneles americanos, y el agregado militar filipino.
—¿Y bien?
—Si de todas maneras quiere acompañarme, le ruego que no se haga acompañar
por sus habituales guardaespaldas. Son demasiado pintorescos…
Trinh Sat era desconfiado; en otro momento habría venteado la trampa. Pero
desde que se sentía amparado por el Vietminh, esta fuerza coherente y disciplinada,
se creía revestido de una especie de armadura. Y después de todo, ¿qué arriesgaba en
medio de todos aquellos oficiales de gala, lustrosos y acicalados?
Telefoneó, sin embargo, a Teryman, pero no logró hallarle.

Trinh, en primera fila en el puente, delante de Tran y los otros generales, con los
prismáticos delante de sus ojillos, contemplaba cómo los cinco batallones que
participaban en la operación se embarcaban en las barcazas. Sus hombres estaban en
el ala izquierda del dispositivo, el más alejado de él, y los paracaidistas del coronel
Kim estaban casi sobre el puente.
Los Binh Xuyen no habían dejado más que una tenue cortina de tropas que ya se
replegaban, disparando de vez en cuando.
Trinh Sat se sentía lleno de una inmensa alegría. Dentro de unos días sería el amo
de Saigón, y en la ciudad empavesada de rojo, él sería quien recibiría un día a Ho-
Chi-Minh. Pero no enseguida, sino dentro de seis meses, tal vez un año, cuando
hubiera adormecido la desconfianza de esos estúpidos americanos. Se convertiría en
uno de los jefes del Partido…, a menos que no se crease su propio reino. Ya se veía
como dictador revolucionario de una especie de México. Incluso podría convertir a
los vietminhs del sur. ¡Los nordistas y los sudistas se odiaban tanto…!
Luong consultó su reloj. Eran las 6:20; la cañonera no aparecía. Luong estaba
magnífico, con su uniforme nuevo, sus brillantes galones de capitán, su portamapas al
lado, y sus prismáticos cruzados al pecho. Pero sus botas seguían doliéndole. Estaba
detrás de Trinh Sat, un poco a su izquierda. Era preciso que se pensara que el disparo
había partido de la cañonera. A las 6:22 preparó el «Mauser» en el cinto, un
«Mauser», de cañón largo, más preciso que una carabina. Las 6:25: distinguió la
cañonera gris que, desembocando del río de Saigón, entraba en el Nhiabé. La tensa
calígine, del mismo color gris que el casco del buque, se la había ocultado.
La cañonera estaba a cuatrocientos metros, a trescientos, a doscientos; ya estaba a
espaldas de los oficiales. A las 6:30, estaba a menos de cien metros. De pronto,
desplegó una bandera Binh Xuyen. Partió un disparo, en medio de otros. Luong había
tirado. Su revólver, como un animal vivo, había saltado a su mano, volviendo
rápidamente a su cinto. Luong era célebre por la rapidez de sus disparos.
A menos de diez metros, la gruesa bala hizo saltar el cráneo de Trinh Sat.

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Sostenido por el parapeto del puente, el cuerpo habíase quedado inmóvil unos
segundos, y luego, lentamente, se había desplomado, mientras, sorprendidos,
generales y coroneles americanos y filipinos se tumbaban en el puente. Luong les
imitó; fastidiado al tener que ensuciarse el uniforme nuevo, mientras que la cañonera,
dando media vuelta, se dirigía nuevamente hacia el río de Saigón.
Avisaron rápidamente a Hoang. A éste no le quedaba más que ajustar un detalle.
Telefoneó al coronel Broussaille.
—Todo ha ido bien, mi general; hace tiempo que usted quería que Trinh Sat
muriera. Está hecho. Gracias por la cañonera. Sus hombres han maniobrado
perfectamente. Seguidamente, a bordo de una 203, matriculada con los colores del
ejército vietnamita, llegará a Rach Gia un tal Luong. Creo que usted posee un buque
que enlaza con Phu Quoc. Luong embarcará en ese buque. Hará que se dirija a alta
mar, y luego volverá sin Luong.
—¿Y eso por qué? —preguntó Broussaille, al otro extremo del hilo.
—Luong es la única prueba de este atentado. Ha trabajado mucho tiempo al
servicio de la policía francesa. Si fuera habido, podrían atribuirle a usted ese
asesinato.
—Procuraré que no sea cogido.
—¿Noticias de Résengier?
—Ese tipo está totalmente acabado.
—Es también mi parecer.
—Hasta la vista, mi coronel.
—Perdón…, general.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace diez minutos.
—Mis felicitaciones.
Hoang colgó el aparato. Durante un instante, lamentó tener que separarse de
Luong, un muchacho tan hábil. Pero Luong, cuando había bebido con exceso el
choum, se tornaba charlatán. Era la regla del juego.
Hoang se preguntó:
«¿De qué juego?».
La vida, la política, sus ambiciones, le parecieron absurdas y desprovistas, de
pronto, de interés. Se hizo conducir a casa de Vernier, luciendo en sus charreteras, sus
nuevas estrellas de general. Vernier cerraría sus ojos legañosos, se abanicaría con un
abanico de propaganda, y le diría:
—Esto marcha bien, ¿eh, amigo mío?
Se emborracharía con él, y el policía francés se enfrascaría en uno de sus largos
parlamentos:
—Nosotros, los policías, nadamos entre la basura y la sangre. Nuestro oficio es
impedir que los hombres obren a su antojo, ponerles toda clase de obstáculos, y a
veces balas en la nuca. Les obligamos a correr una carrera de obstáculos. Los

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mejores, los más resistentes, los eluden, y entonces se convierten en nuestros jefes.
Antaño, la naturaleza se encargaba de la selección; ahora es la policía la que se ocupa
de ello.
Hoang se sonrió. Le daría una sorpresa al viejo comisario. Había recuperado en
perfecto estado, en el puente del Arroyo, el «15 CV» nuevo que Vernier le había
prestado a Résengier. Una verdadera suerte. Iría a su casa en el coche y se lo
devolvería. El comisario le miraría de mala manera, y en aquella mirada habría
admiración.
Hoang dejó de pensar que el mundo era absurdo y desprovisto de interés.

Julien llegó a Saigón al día siguiente del asesinato de Trinh Sat, lo que le permitió
asistir a sus exequias. «El Gordo», sin noticias de Résengier, no había podido ponerse
en contacto con Le Son, por lo que le entregó a Julien un pliego importante para un
tal Luthier Verneuil, consejero político del Banco del Sudeste asiático.
La ciudad parecía muy encalmada; algunas banderitas destrozadas por la lluvia
colgaban como pingajos. Se habría podido creer que los árboles, las casas, el asfalto,
lavados de todo su polvo, habían sido barnizados.
Julien pasó antes por las oficinas de la agencia «France Presse». Allí estaban
bebiendo champaña. Calamar, hundido en su butaca, colgantes los tentáculos,
disfrutaba con todas las tonterías que oía decir a su alrededor. Rovignon estaba
colorado, y elevaba el verbo. Kieu mostraba el aspecto satisfecho de una joven a la
que felicitan cuando acaba de jugar una mala pasada.
—¿Qué ocurre? —preguntó Julien.
Calamar abrió su inmensa boca.
—Pues Rovignon por aquí, y Kieu por allá… En fin, que si todo va bien,
aumentarán el censo del planeta dentro de unos meses. Primero gemirá, luego llorará,
después se arrastrará, destrozará sus pantalones o sus bragas, le suspenderán o le
aprobarán en los exámenes, elegirá una profesión o un marido, y volverá a aumentar
la población. ¡Esto es lo que celebramos!
Se inclinó hacia Julien.
—¿No eres tú quien lo ha hecho, verdad? ¡Diablos, hubiera salido algo mejor!
Julien se preguntó qué sentiría si algún día llegaba a tener un hijo, con Perla, por
ejemplo. Luego se informó sobre el tal Luthier Verneuil, a quien debía entregar el
mensaje de «el Gordo».
—Es un crápula —opinó Calamar—, pero un crápula muy educado; que no
vulnera las leyes. Lo más elegante de Saigón…, pero de abajo, ¡uf! Igual que el resto:
basura, ¿y qué has recogido durante tus paseos fuera de Saigón?
—La viruela…, es decir, esa de la cual no puede uno curarse: la viruela de los
adultos —contestó Julien, en tono enigmático.
Y se marchó.
La villa de Luthier Verneuil estaba detrás del alto comisariado de Francia, en un

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pequeño parque. Un boy podaba los arbustos con una gran herramienta, al tiempo que
le hacía muecas a otro boy entregado a una caza indolente de papeles. En una pista de
tenis, las pelotas pegaban contra las raquetas, rebotando a un ritmo de metrónomo.
Una joven rubia empujaba un cochecito con un niño; de un piano iban siendo
arrancadas una sucesión de notas.
Luthier Verneuil hizo pasar a Julien a una estancia fresca, con los postigos
cerrados. Vestido completamente de blanco, con los cabellos y las cejas níveas, la tez
rosada, y las uñas cuidadosamente cuidadas, esbelto el talle y gafas sin montura, su
aspecto era halagador.
Le ofreció té, cigarrillos y mangos, dulces y amargos a la vez. Los criados
evolucionaban sin ruido; en el primer piso sonaban las risas de unos niños.
Luthier Verneuil se excusó y empezó a leer los papeles mecanografiados
contenidos en el sobre que le había entregado Julien. Cuando concluyó, se los metió
cuidadosamente en el bolsillo.
—Esto está bien —exclamó—. Le Teylier me hace grandes elogios de usted.
Parece que pronto irá usted a reunirse con Résengier. Todos nosotros esperábamos
con gran interés su regreso; las circunstancias han querido que esta vuelta se haya
convertido, de necesaria, en molesta. ¡Lástima! Le Teylier peca, a mi entender, de
exceso de sentimentalismo. Debe de ser fidelidad a un recuerdo.
—¿El?
—Los intereses de que me ocupo, a veces exigen decisiones brutales, y no dejan
mucho sitio al enternecimiento. Hemos decidido terminar con Résengier. Es preciso
que regrese a Francia.
—Sólo le he visto una vez; no es un niño. Ustedes decidirán lo que quieran, pero
él actuará como bien le parezca.
Luthier Verneuil cogió un cigarrillo de una cigarrera de plata, y la golpeó
ligeramente contra el vidrio que cubría la mesita.
—Espero que llegaremos a persuadirle.
El hombre empezaba a fastidiar a Julien con su pulcritud, su certidumbre, su
condescendiente amabilidad.
De repente, le preguntó, obligándose a mostrarse grosero:
—Dígame, ¿no le asquea estar siempre pensando en el dinero, en la colocación
del mismo, en numerar a los hombres, su sangre, su sudor y su dinero? Cierto es que
el dinero no tiene olor.
—Error, amigo mío. El dinero posee toda clase de olores y los predestinados del
dinero bien lo saben. No, no me asquea, como usted dice, ya que por su mediación,
abrazo el mundo. Venga esta noche a cenar; habrá algunos amigos.
—¿Vestido así? No tengo otra cosa.
—Tenemos casi la misma talla…, casi somos igual de esbeltos, y eso que tengo
cincuenta y ocho años. Una hora dé tenis cada mañana, nada de alcohol, fruta en la
comida de mediodía… Le dejaré uno de mis trajes. Hasta la noche, mi joven amigo.

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Habrá también algunas mujeres, todas hermosas, que gustan del perfume del dinero,
el mejor perfume para las mujeres…
Poco más tarde, Julien se detuvo frente al palacio Norodom, en el momento en
que desembocaba el cortejo fúnebre de Trinh Sat. Subió a una de las verjas.
El féretro, recubierto con la bandera vietnamita, había sido montado sobre un
autoametrallador. A su alrededor, los cuatro guardas de corps, erizados de armas
heterogéneas, hinchaban orgullosamente el pecho custodiando el cadáver del jefe. En
un camión seguían unas mujeres ataviadas de blanco, con bonetes puntiagudos en la
cabeza. Rodeaban una especie de bidón colocado sobre un sucio lienzo, en el que
humeaba una llama: el símbolo caodaísta de la reencarnación. Seguían tropas en
desorden, en conjunto unos centenares de hombres; el resto se había desbandado, o se
había vendido ya a otros amos.
La víspera, el presidente se había desvanecido ante los despojos del gran patriota.
En los periódicos de la mañana había aparecido una preciosa fotografía.
—¿Esto son exequias nacionales? Más bien parece un entierro de tercera —le
manifestó Julien a otro periodista.
—¡Es extraño! —observó éste—. Sin autopsia, y el cadáver puesto en el ataúd un
cuarto de hora después de su muerte. Parece que tienen ganas de terminar pronto.
Ayer, Trinh Sat era el dueño de Saigón.
Julien comenzó a silbar entre dientes:

Te has aprovechado de la ocasión…


Amigo mío…, amigo mío…

Trinh Sat contaba treinta años, había conocido tres días de gloria, y sus funerales
se convertían en una parodia. El silbido irónico de Julien acompañó a sus despojos
durante unos metros.
Luego, Julien se entretuvo en la calle Catinat, siguió a dos bellas mestizas que
mostraban parte de su belleza, y de repente se preguntó bajo qué régimen vivía el
Vietnam del Sur. No era una monarquía, ya que el emperador había perdido su
autoridad; quizá era una república de tipo presidencial…, pero el Comité
Revolucionario proseguía en funciones, y el presidente parecía relegado a un segundo
papel. Luego se preguntó quién había ganado: ¿el presidente, los americanos, el
Vietminh?
Por los cuatro costados de la ciudad se anunciaban mítines; las banderas
vietnamitas, sobre los edificios públicos, habían doblado su extensión.
Durante toda la jornada no dejó de correr a izquierda y a derecha, y a la hora de la
cena en casa de Luthier Verneuil, hizo su aparición con un traje blanco, y un mechón
rebelde de sus rubios cabellos danzándole sobre la frente, desenvuelto e irónico como
Fantasio al iniciar una fiesta.
Se había dado un baño perfumado; su camisa de seda le acariciaba la piel, y el

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hielo tintineaba dulcemente en su vaso. Julien saboreó el placer de creerse rico, de
hallar, en las pupilas de las jóvenes de audaces vestidos, una promesa, y en las de los
hombres, la nostalgia de haber perdido su juventud y su esplendor. Sentía que podía
permitírselo todo. Estos administradores de sociedades, estos directores de Bancos,
este almirante, los dos coroneles, sus esposas y sus hijas, eran sus cómplices
aduladores.
Luthier Verneuil le preguntó:
—¿Qué ha visto usted en Saigón?
—He buscado una república y no la he hallado.
Había hablado bastante alto, y todos los rostros se habían vuelto hacia él. Creyó
que podía arriesgarse.
—A las diez he pasado por delante del Ayuntamiento, y por poco si recibo al
emperador sobre mi cabeza; estaban arrojando su retrato por el balcón. Desde otro
cercano, gritaban y aplaudían. Era como en el año 1789, pero con color local; una
buena y pequeña revolución sin peligro para nadie; una revolución dirigida. Los
guardias suizos, en este caso los Binh Xuyen, se habían desbandado al primer
cañonazo, y habían traspasado el arroyo. El emperador está en Cannes, y no arriesga
su cabeza como el Capeto; Robespierre —Trinh Sat—, en lugar de pasar bajo la
guillotina, ha muerto en el campo del honor. La Bastilla no es más que un puente,
pero en lugar de Latude, se hallaron allí veinte millones de piastras. Sobre todas las
charreteras llueven las estrellas. Me han dicho que en el palacio Norodom…, perdón,
en el palacio de la Independencia, se prepara una amable república, bajo la dirección
del presidente…
»Luego tomo un taxi. Quinientos cincuenta delegados de todo el país deben votar
una moción extremadamente importante. Alineados en dos filas, veo la mescolanza
habitual de vejestorios barbudos, con pantalones blancos y chaquetas negras, de
intelectuales de Hué, de graves semblantes y modales exquisitos, y aquí y allá,
algunas cabezas de nah-qués, recogidos al azar por las calles, que se preguntaban qué
es lo que podían hacer en los faustos presidenciales. La naciente república sería,
ciertamente, una buena hijita, sumisa a sus padres y practicando la reverencia más
servil.
»Se verifican una y otra vez las credenciales; se sirven refrescos, pero no se llega
a un entendimiento. Los delegados del Sur declaran que los mandamientos de los
delegados del Norte y del Centro son falsos; los delegados de Centro acusan a los del
Sur de ser unos colonialistas, y todos acusan a los del Norte de ser vietminhs. Pero
todo ocurre sin una voz más alta que la otra, con grandes zalemas. La sesión queda
aplazada hasta mañana. Nada de república.
»Me queda el tiempo justo de ir al Ayuntamiento, donde se ha reunido el Comité
Revolucionario. Sobre el patio apenas hay reunidas unas trescientas personas con
banderitas y pancartas que rezan: "Abajo los Colonialistas y sus complots", “¡Abajo
la intención de arreglar los asuntos del país con la ayuda extranjera!”. Esta pancarta

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es muy grande, y quienes la sostienen no saben coordinar sus movimientos; sube,
baja, se bambolea y, por fin, cae al suelo. Un hombre, en un balcón, se desgañita ante
un micro, pero nadie le hace el menor caso. Trata de entonar el nuevo himno de la
revolución, pero como únicamente lo conoce él, ya que acaba de componerlo, su
débil solo se pierde, absorbido entre las exaltadas voces que se alzan a su alrededor.
Una tormenta dispersa a la multitud. ¡Una república no puede nacer bajo la lluvia!
Esto es bien conocido…
»Subo entonces al gran salón del Ayuntamiento. Allí veo a algunos borrachines, a
algunos de estos estudiantes a perpetuidad, habituales del barrio latino, que acaban de
regresar. Toda esta gente es trotzkista, existencialista y federalista. Ni un solo
vietminh; han desaparecido, rehúsan dar su visto bueno a estos alegres energúmenos.
Beben, discuten… Casi veo el momento en que yo mismo voy a formar parte de un
comité anticolonialista. Votan, y yo también. Bruscamente, le pregunto a uno de ellos
por qué el Comité Revolucionario se entrega a una propaganda tan declaradamente
antifrancesa.
»—Es para fastidiar al presidente —me contesta—. Ha divulgado slogans
anticolonialistas; por tanto, hemos de gritar más fuerte que él.
»Empiezo a notar jaqueca, y me traslado a la mansión de los militares
vietnamitas. Son corteses, me ofrecen whisky. Es el de Le Dao, cuyo depósito se han
apropiado. Les pregunto si va a proclamarse pronto la república.
»—Hay tiempo —me responde el general Tran—. Primero hay que ver las cosas
con suma claridad. Asimismo, nos hace falta una asamblea para elegir presidente.
Pero si la asamblea nombrase a otro, en lugar del actual, sería preciso disolverla, lo
que causaría un pésimo efecto. En estas horas críticas, quien debe figurar a la cabeza
del Vietnam es un militar.
»—¡Basta con nombrar general al presidente! —sugiero yo.
»Mi propuesta no le entusiasma y me vuelve la espalda. No me dan más whisky.
»Entonces corro a casa de los caodaístas, no a los de Trinh Sat, sino a los
verdaderos, los partidarios del papa Pham-Cong-Tac. Están acelerando alegremente,
con las copas en la mano, la “desencarnación” de Trinh Sat, que empezaba a
molestarles. Les pregunto.
»—¿Y esta república?
»El papa abate sus párpados.
»—Sería preciso —me explica— remplazar al emperador por un poder espiritual
que estaría por encima de todos los partidos.
»Veo a lo que aspira: en lugar del presidente, Cao Dai, o sea, el Ser Supremo, que
estaría en relación con sus ministros mediante los mediums y el ramo de flores con
pico[32]. ¡Pham-Cong-Tac seria el presidente delegado!
»A los americanos les complacería mucho dar nacimiento a una nueva pequeña
república amiga, pero se preguntan cuánto va a costarles. Los franceses no están de
acuerdo; estiman que la república no es un producto de exportación, y desean

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conservar el monopolio para la metrópoli. Entonces, he hallado a Ndiem, un
compañero que es jefe de oficina en el Ministerio de Economía Nacional Le he
preguntado qué pensaba de todo esto.
»—Yo me río de ello —me ha contestado—, pero quisiera que alguien me
abonase mi sueldo… Hace dos meses que no he cobrado nada». ¡Y sin embargo, me
habría gustado descubrir una pequeña república! Probaré mañana —concluyó Bréhat.
Todo el mundo halló magnífico el discurso de Julien. Le invitaron a casa del
almirante y a casa del banquero. La joven situada a su derecha apretó Su pierna
contra la suya; lo mismo hizo la de la izquierda. Su vaso volvía a llenarse sin cesar.
Julien les había tranquilizado. Los pasados desórdenes, el final de la influencia
francesa, los dos mil miserables que se habían quemado dentro de sus chozas, los
prisioneros fusilados, los heridos agonizantes, las mujeres violadas…, todo ello se
había convertido en una comedia y algunas bromas.
Las mujeres sentadas al lado de Julien respiraban dinero, y es bien cierto que el
dinero tiene todos los aromas, el olor embriagador de las mujeres que se pasan todo el
día cuidando su cuerpo, el olor admirable de los perfumes de París… y sus sonrisas
tenían también un tintineo de dinero; como los brazaletes de oro que chocaban contra
el cristal de las copas.
Hasta mucho más tarde, ya acostado, Julien no se acordó de Nam, el estudiante
vietnamita que se había pasado al Vietminh; en Perla, que corría a través de la selva
para seguir a Résengier, que habría podido quedarse en Francia. ¡Como si fuera fácil
y agradable convertirse en un bribón! Se preguntó si todavía sería capaz de resistir
mucho tiempo la tentación.

La Llanura de los Juncos es una mescolanza indecisa de tierra yagua. La tierra


está formada de arcilla esponjosa, el agua es viscosa, pesada y clara, ya que el
alumbre la purifica. Vista a gran perspectiva, no es otra cosa que un enorme
espejismo sobre el blanco barro y el agua inmóvil. A veces un dique, simple trazo
negro, conduce a algunas cabañas, o a un bosquecillo cuyos árboles cantan al menor
soplo de viento, como los abedules.
Las aguas del Mekong todavía no habían invadido toda la llanura. Résengier,
Perla, Thach y sus fieles acreedores se habían visto obligados a abandonar el sampán,
y chapoteaban por el fango, siguiendo las orillas de los canales que afluyen al
Mekong.
Los mosquitos les atacaban a millares, metiéndose debajo de sus ropas. Eran
gordos, voraces, insistentes. Cada paso obligaba a un verdadero esfuerzo, ya que el
barro tenía miles de bocas, miles de ventosas.
Andaban en fila, tropezando a cada paso unos sobre los otros, y maldiciendo de
su recíproca torpeza. Al cabo de dos horas, estaban agotados y el sudor se les metía
por la boca. A su lado tenían la tentación del agua clara, pero aquella agua era salada;
escocía el rostro, secaba los labios y quemaba la garganta.

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Se detuvieron sobre un dique, a la sombra de un bosquecillo, y bebieron unos
sorbos de agua tibia de sus cantimploras.
Résengier le dijo a Perla:
—¿Comprendes lo que es la Llanura de los Juncos? Aún nos faltan tres días de
marcha para alcanzar el Gran Vaico, donde podremos hallar una barca yagua
suficiente.
—Soy feliz con que me hayas permitido estar contigo.
Estaba agotada. Su cuerpo era todo una quemadura, al que molestaban el pantalón
y la camisa; sus pies se habían convertido en llagas sangrantes que se abrían a cada
paso, y sus manos y su rostro, picados por los mosquitos, eran ya ampollas y
pústulas.
Sin embargo, algo resistía en su interior, que le hacía avanzar, la enderezaba a
cada caída y le obligaba a continuar. No era su orgullo, sino la fe que sentía por el
hombre al que iba siguiendo. Cada uno de sus sufrimientos, sus doloridos pies, su
boca seca, sus manos hinchadas, le hacían querer más a Résengier. Con ternura, con
el oculto sentimiento de no poder padecer más, le preguntó:
—¿Has vivido mucho tiempo en este infierno, Paul?
—Un año. Pero estábamos en los giongs[33] del contorno. Llevábamos a cabo
operaciones de diez a quince días en el interior de la planicie, y luego necesitábamos
un mes para recobrarnos.
Thach y sus hombres seguían jugando a los dados, y el capitán ganaba a cada
tirada. Había recuperado su casa de Saigón, seis meses de sueldo y diez mil piastras.
Le preocupaba lo que harían sus soldados cuando ya no les debiese nada. A veces,
lanzaba una mirada de reojo a Perla, a la que comenzaba a apreciar por su valor y su
fortaleza. Con disgusto, ya que era perezoso de espíritu y se acomodaba muy bien a
cierto número de prejuicios, veía desaparecer a uno de los tales, que le había
permitido hasta entonces vivir en paz. La mujer, pensaba, no pertenece a la misma
especie animal que el hombre, por lo que no hay que pedirle buen sentido, ni
fidelidad, sino solamente regalarle vestidos y joyas, adormecerse con la música de
sus palabras, y no prestar crédito alguno a las frases que se escapan por entre sus
pintados labios. Confucio había dicho algo sobre este tema, pero Thach no conocía de
Confucio más que lo que le había dicho su padre, un mandarín de la antigua tradición.
Confucio condenaba también los juegos de azar, y muchas otras maneras de divertirse
y de pasar la vida, sin grandes preocupaciones. No era un sabio, sino un moralista, un
engreído fastidioso.
Reemprendieron su larga caminata; en algunos parajes el agua les llegaba a las
rodillas. Pero bajo el agua clara siempre había las mil ventosas del barro. Por la
noche, se acostaron en unas chozas abandonadas. Los soldados habían cocido arroz
en el agua salada, y para atenuar el sabor de la sal, añadieron algunas hierbas
recogidas en torno a las chozas, que tenían un sabor fétido. Luego, embutidos en sus
mosquiteros, intentaron dormir. Pero como habían visto unas huellas recientes, tales

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como piedras ennegrecidas por el fuego, y casquillos de fusiles ingleses, se vieron
obligados a turnarse en la guardia.
Résengier tomó a su cargo la primera vela. La noche era pesada, húmeda, sin
ruido y sin estrellas. Volvía a experimentar aquella sensación de ahogo que ya había
sentido en Francia en su juventud, y que luego volvió a sentir cuando su regreso a
Francia y su casamiento, sensación a la que quiso escapar. Un breve viaje a Alemania
le enseñó que la asfixia se extendía por toda Europa. Y entonces fue cuando vino a
encerrarse en este agujero de agua y barro que es la Llanura de los Juncos, donde un
tiempo creyó vivir como un hombre libre, junto a otros hombres libres.
Del viaje más allá del Rin, no conservaba más que confusos recuerdos. Tras haber
comprado en Francfort del Maine una sierra con correas, de un nuevo modelo —que
era el pretexto del viaje—, vagabundeó por el valle del Mosela, deteniendo su coche
a la orilla del río para bañarse en las aguas verdosas que arrastraban blancos guijarros
y mujeres rubias. Se había acostado en pequeñas «gasthaus», y tendido en la cama,
había oído llegar hasta él la alegría alemana, fuerte y animal. Estaba hecha de ruidos
de vasos entrecruzados, de risas sanas, con aliento a salchichas y palmadas en los
muslos.
Hacia medianoche, los ruidos se organizaban para formar un inmenso oro,
entonado por millares de voces. Así nacía la gran comunión pagana en la alegría. Las
parejas abandonaban el ventorrillo tambaleándose, ebrios de vino blanco y cerveza,
se dejaban caer en un hoyo y se hacían el amor, acompañado de profundos suspiros.
Luego salían al descubierto y descubrían una luna amarilla, que se reflejaba en las
aguas del río. Habían sacrificado el amor a las fuerzas oscuras, y lentamente volvían
a ser unos «buenos alemanes». Los hombres cogían dulcemente la mano de sus
compañeras, mientras se sentían invadidos de una suave y tierna melancolía que les
producía deseos de llorar.
Pero detrás de esta alegría primitiva, que no era más que la satisfacción de los
cuerpos, Résengier no tardó en descubrir el vacío espantoso de sus almas. Los
jóvenes se negaban a toda aventura, desinteresándose de la política; trabajaban, sí,
pero con el exclusivo fin de poseer un coche y una nevera, y se casaban porque dos
sueldos reunidos les permitía vivir con mayor comodidad. Se les habían arrancado los
viejos sueños de alemanes, y su profunda nostalgia de sol y de conquistas lejanas.
Estaban tan resignados como los jóvenes franceses esperando el mundo que iba a
venir desde el este o desde América, ya que carecían enteramente de sueños, y no
poseían más que apetitos.
Résengier había vivido una infancia sórdida y una juventud miserable. Su padre,
en París, tenía abierto un sórdido despacho. Vendía apartamentos, inmuebles o la luna
en parcelas. Constreñido continuamente por los alguaciles, rozando la cárcel, se
movía como una ardilla. Jacques, su hermano, a los veinte años ya tenía un rostro
aviejado, surcado de arrugas.
Era Jacques quien le había puesto el mote de cow-boy.

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—Cow-boy —decía—, ¿no sientes el olor acre del gas en casa, mezclado al de la
vieja sopa? Si padre ha podido engañar a alguien, nos llevará al restaurante y
podremos librarnos de la tajada de pastel de hígado, del camembert, y de las sobras
que deben terminarse. Entonces, papá beberá mucho, y como llevará en el bolsillo
unos buenos miles, nos dirá, una vez más, que va a comprar una villa en la Costa
Azul, y que vamos a comenzar una nueva vida. Pero mañana volverá el camembert y
también la vieja sopa. Pero tú, cow-boy, te afanas preparando tu licenciatura; pasas al
lado de las chicas sin mirarlas; no fumas, no bebes, quieres abandonarnos, alejarte
todo lo posible del malvado hermano y del malvado padre, para vivir dentro de una
moral de pequeño burgués a quien le está prohibido contraer deudas en su propio
barrio.
Résengier se había evadido de aquel ambiente gracias a la guerra, uniéndose en
1941 a la Francia libre. Su hermano, durante los cinco años de ocupación, también se
evadió de la miseria, pero traficando. Al llegar la liberación, huyó a Austria, donde
fue arrestado. Ahora agonizaba en la enfermería de una cárcel, donde de nuevo sentía
el olor acre de la vieja sopa.
Perla, cuando no era más que María, también trató de evadirse, cambiando de
nombre y de país. Pero no hay manera de escapar; el mundo no es más que una vasta
prisión.
Perla era de su raza, agobiada como él por una juventud miserable. Pero tuvo la
suerte de conservar la nostalgia del país exótico en el que nació, y de que por sus
venas circulase un poco de esta sangre extraña que le permitió conservar en Francia
esa libertad y esa esperanza, que son los dones de todo exilado. Helene, su esposa,
pertenecía a otro universo donde todo era fácil, cada cosa estaba en su sitio, las
nociones de la moral en orden, como los trapos y los botes de confitura en un
armario.
A la hora prevista, Thach le remplazó en la guardia, y Résengier se acercó a Perla.
Esta no dormía, y él le acarició dulcemente la mano.
Al día siguiente, reemprendieron la marcha por el fangal. La jornada fue todavía
más penosa. Cuando se estaban instalando en un dique para acampar de noche, los
tres soldados desertores les atacaron. No debían tener la intención de matarles, ya que
fácilmente habrían podido hacerlo, sino de hacerles prisioneros para cobrar
seguramente una indemnización al entregarlos. Estaban solamente a unos kilómetros
de Tuyen Tanh, donde había una guarnición del ejército vietnamita.
Thach estaba recogiendo leña para guisar el arroz, Résengier limpiaba su
carabina, y Perla, a su lado, le contemplaba, mientras el sol moría, tiñendo las aguas
de sangre coagulada.
Los tres soldados empezaron a disparar sus metralletas por encima de sus
cabezas, gritándole a Résengier que se rindiese.
Résengier había rodado sobre Perla, metiendo un cargador en la carabina. Disparó
casi al instante sobre el soldado que estaba a su izquierda. El sol le daba en los ojos, y

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aunque no pudo verle más que la cabeza, le metió la bala en el vientre. El soldado
cayó al suelo, soltando la metralleta, que se deslizó dentro de una balsa de agua.
Los otros dos soldados, asustados, trataron de matar a los blancos, apuntando con
cuidado. Résengier vació su cargador y el segundo soldado saltó como un conejo y
cayó, con los brazos en cruz. El humo de la pólvora quemaba los ojos de la joven,
pero no sintió miedo, casi aplastada por el cuerpo de su amante, aquella pesada masa
de músculos.
Thach había arrojado la brazada de leña que llevaba, y dando un rodeo, se colocó
detrás del último soldado que disparaba largas ráfagas. Le saltó encima y lo dejó
tendido de un golpe de culata en la nuca.
—Nos hará falta para el transporte de víveres yagua —fue todo su comentario.
Luego remató a los dos heridos, y se llevó aparte a Résengier.
—Y no obstante, eran unos buenos muchachos. Pero esta mujer… Además,
estaban persuadidos de que los hombres del presidente pagarían mucho por vosotros,
incluso más que por Le Dao.
Cuando el soldado golpeado volvió en sí, Thach le interrogó, mostrándole un
revólver bajo la nariz. El soldado juró que no habían querido tocar al capitán, y que
se habrían repartido con él el dinero y la mujer.
Thach comprendió que decía la verdad. Le ató a un árbol, pero lo libertó a la
noche. Le pegó, diciéndole:
—Yo te debía unas piastras, y tú me debes la vida. Estamos en paz, pero no
quiero verte nunca más.
El soldado cogió su mochila y desapareció.
Al tercer día hallaron aguas habitadas. El mar no negaba hasta allí cuando las
mareas remontaban los canales y los rachs. Desde entonces empezaron a tener que
luchar con las sanguijuelas; se retorcían, minúsculas, atravesando los pantalones, los
zapatos de tela, caían en enjambres desde los árboles, se aferraban al rostro, a los
cabellos; subían por las piernas, duras, tenaces, imposibles de arrancar. Tuvieron que
desnudarse e ir quemándolas con un cigarrillo para que cayeran.
Sus cuerpos ya no eran más que unas llagas, y el agua con que se lavaban volvía a
abrir sus heridas.
Cuando por la noche acamparon, para evitar que les invadieran las sanguijuelas,
tuvieron que encender una gran fogata, y acostarse en medio de un círculo de cenizas.
Aquella noche, el cielo se abrió, dejando caer trombas de agua.
Por la mañana, la llanura se había convertido en un inmenso espejo que reflejaba
la luz. Thach, descalzo, con las perneras del pantalón arremangadas, el revólver bajo
la negra chaqueta, y el rostro oculto bajo un gran sombrero de palma, marchó hacia
Tuyen Tanh en reconocimiento. Con las veinte mil piastras que llevaba, contaba
poder alquilar un sampán. Si no estaba de vuelta antes de la noche, era que le había
ocurrido algo. Entonces, Résengier y Perla deberían continuar solos su camino, y
tratar de hallar una barca que les condujera al Mekong.

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Thach desapareció de la vista, pero siguieron oyendo durante largo rato el rumor
de sus pisadas chapoteando en el agua. El calor fue pronto insoportable. Los dos
blancos se hallaban ahora en una región habitada; alguien debía haber oído los
disparos de la noche pasada, y tal vez había hablado el soldado que Thach dejó
escapar.
Résengier, tumbado tras un grupo de juncos, vigilaba. En el horizonte, por dos
veces, se dejó ver la vela redonda de un sampán. Estaban sobre el dique como dos
bestias que hubieran escapado a una inundación. Mirando al cielo seguían el curso de
las nubes que flotaban como islas glaucas y, sobre la planicie, el vuelo de las garzas.
Las horas transcurrieron pesadas, cálidas, mientras los mosquitos les asediaban.
—¿No te lamentas? —le preguntó Résengier a la joven.
—No. Ni siquiera sentí miedo anoche.
—Si Thach no regresa, nos encontraremos en una situación muy apurada. Le he
dado todas mis piastras.
Perla se aplastó contra Résengier. Se arrancaron las ropas sucias de barro y de
sangre, y de sus cuerpos entrelazados no tardó en exhalarse una dulce queja. En el
cielo, las nubes siguieron persiguiéndose, como islas glaucas y colinas blancas.
Thach volvió hacia la tarde con un sampán que conducía una mujer de boca
negra, cuerpo musculado y hombros redondeados. El sampán era viejo y pequeño,
pero la mujer pretendió que en tres días podría llevarles a Binh My, en el Mekong.
Thach traía agua potable, cigarrillos y una botella de coñac que había descubierto
en casa de un chino. También había obtenido algunos informes. Se murmuraba que
Le Son volvía a moverse mucho, que el campo se sublevaba, y que las sectas habían
decretado el bloqueo del arroz para dejar hambrienta a Saigón.
Se alejaron del dique antes de caer la noche. Los cadáveres de los dos soldados
empezaban ya a heder.
Se dirigieron más hacia el oeste, siguiendo los rachs y los canales, y aún más a
menudo a través de la llanura inundada. A veces, el sampán encallaba. Entonces
tenían que descender y tirar del extremo de una cuerda, con el agua hasta el vientre.
Había sido abolido todo resto de pudor, y Perla no podía menos que admirar el cuerpo
desnudo, liso y musculoso, de poderosos muslos, de la vietnamita sujeta a la misma
cuerda que Thach, frágil como el de una jovencita, y el de Résengier, especie de
zancuda de interminables piernas, hecho, al parecer, para chapotear por los pantanos.
En cuatro días llegaron al Mekong, y el gran río les condujo por unas aguas
fangosas. Al otro lado de la orilla estaba el Transbassac, el reino de Le Son.
Una mañana, desembarcaron en un pequeño poblado de pescadores. La mujer del
sampán no quería abandonarles, ya que Thach la había complacido cada noche. Hacía
un año que era viuda y sin hijos.
—¿Qué esperas, Thach, para casarte con ella? —le preguntó Perla, riéndose.
—Sé de qué murió su primer marido…, ¡de cansancio! Esta mujer es más fuerte
que un hombre, y más ardiente que un horno.

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Dejaron a la mujer con un puñado de piastras y entraron en casa de un chino
donde tomaron café, cerveza, langostinos fritos…, todo aquello de que tenían antojo
después de tanto tiempo.
—¿Cómo podremos avisar a Le Son? —le preguntó Thach a Résengier.
—No vale la pena. Ya lo sabe. Nos han visto pasar por el pueblo. El jefe del
comité local Hoa Bao ha debido ser advertido y, a su vez, habrá avisado a su superior.
Sólo tenemos que esperar en esta choza.
Alrededor de la tienda se habían reunido unos diez soldados de Bao An, la milicia
local, manteniéndose agazapados y con el fusil en la mano. La calle estaba desierta.
—Tengo miedo —musitó Perla.
—En la Llanura de los Juncos podías haber mostrado temor, pero aquí no
arriesgas nada.
Al cabo de una hora llegó un joven de unos veinticinco años, de brillantes
pupilas, y cabellos caídos sobre sus hombros, seguido por unos cincuenta hombres
armados. Entró en la tienda y se inclinó ante Résengier, pero sin ninguna
obsequiosidad más.
—Soy el hermano de Le Son —declaró—. Hace muchos días que te espera. Voy a
llevarte al lugar donde está.
Otra vez marcharon sobre los diques a lo largo de los inundados arrozales. A
veces, un rayo de sol iluminaba la gran flor amarilla de un loto, y bajo las aguas
distinguían, negras como el jade pero límpidas a la vez, sus raíces y sus hojas rojas.
Todos los pájaros parecían haberse reunido en aquellos arrozales: pelícanos, grullas,
garzas; a veces, un grupo de avutardas rasgaba el cielo blanco, como la cal viva.
—Es el granero de la Cochinchina —le explicó Résengier a Perla— Le Son es el
jefe por su organización militar, política y religiosa. Para todos los Hoa Hao, él es el
verdadero sucesor de Huyen-Phu-So, el bonzo loco. Le Son pertenece a un mundo
distinto al nuestro.
—¿Le conoces bien?
—No se le puede conocer. Uno se acostumbra a la lluvia, al viento, a la noche,
pero ¿se llega a conocerlos? Yo me he acostumbrado a Le Son.
Al término de la jornada llegaron a un poblado que se parecía a todos los demás:
una especie de isla en medio de las aguas, con algunas cabañas y un bosquecillo de
cocoteros y de bananeros. Hacia el cielo ascendía una larga humareda, y unos niños
jugaban en una charca y se lanzaban grumos de tierra: desnudo por completo, con el
vientre proyectado hacia delante, un «nho» llevaba en la mano un enorme cangrejo de
río que acababa de atrapar. Hombres con ke-kuan negros, descalzos, formaban
pequeños grupos, y discutían. Era preciso el ojo experimentado de Résengier para
darse cuenta de que no se trataba de simples nah-qués, sino de soldados. En efecto, su
forma de andar, sus gestos y su rápida manera de moverse, no eran los del aldeano
encorvado días y días sobre el arroz que trasplanta, y cuyo cuerpo de músculos
nudosos parece hecho de raíces. Todos mostraban una robusta delgadez, la de los

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hombres habituados a comer poco, a marchar durante muchas horas, y a permanecer
inmóviles durante noches enteras.
Delante de una choza un poco mayor, dos hombres, armados con metralletas,
montaban la guardia. No conservaban una rígida postura de firmes, sino que se
apoyaban indolentemente en un poste. Así que divisaron a Résengier, llamaron a Le
Son, el cual salió, llevando una chaqueta de mal tejido abierta sobre su torso magro.
Los largos cabellos caían en bucles espesos sobre el sucio cuello.
Avanzó hacia el antiguo comandante con paso muy lento, como si cada pisada le
causara profundo sufrimiento. A un metro uno de otro, los dos hombres se
contemplaron largamente; los ojos de Le Son, pupilas febriles de niño raquítico,
brillaban en su rostro demasiado enjuto.
—¡Por fin has llegado, Chao Anh![34] —saludó dulcemente.
Bruscamente, un ataque de tos hizo que se doblara. Résengier dio un paso hacia él
y le asió por los hombros.
—¿Qué te pasa?
—El mal que me ronda. Algo que hay dentro de mí. Quiero escupirlo y no puedo.
¿Por qué no viniste en seguida, en vez de irte a Saigón, con esa podredumbre de Le
Dao? Yo sabía que el golpe de mano no fructificaría, ya que los tuyos, a los que ha
servido fielmente, también le han abandonado. ¿Es que los franceses se han vuelto
cobardes? Yo les conocí fuertes, poderosos, generosos. ¿Cómo se llama la mujer que
te acompaña?
—Perla.
—Antes te admiraba porque podías pasar sin mujeres, y vivías solo. Yo jamás
pude hacerlo, y ahora eres igual que yo.
Les sirvieron para cenar un pollo raquítico, con «carry» y arroz. Estaban sentados
al aire libre, ante una mesa construida con dos tablas; los asientos eran cajas de
municiones. A su alrededor deambulaban soldados desarmados.
De vez en cuando, Le Son hacía un ademán, y los soldados huían como moscas.
Unos hombres condujeron a un aldeano cubierto de barro, y le hicieron rodar ante
el jefe Hoa Hao.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Le Son.
—Robó tres búfalos; acaban de ser hallados en su establo.
—Que le den cincuenta latigazos de bambú, y luego fusiladle.
—¿Por qué hay que pegarle antes de matarlo? —quiso saber Résengier.
—Los latigazos son para él, lo que se merece por su robo. La muerte, es para
ejemplo de los demás.
Perla estaba al lado de Le Son, y sentía el extraño calor que emanaba de aquel ser
atormentado, cruel y generoso a la vez. Como Résengier le había explicado,
pertenecía a un mundo bañado por fuerzas oscuras y almas errantes, un mundo que
tenía sus fuentes en el misterio, mundo incomprensible, aunque vagamente familiar.

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6
El soldado perdido y el bonzo loco
Julien regresó a Pnom Penh. «El Gordo» le había enviado un mensaje diciéndole que
se le uniera inmediatamente. Le halló junto con Souilhac en el bar del «Hotel Royal»,
bebiendo cerveza y transpirando como un pedazo de tocino graso.
—Mañana sales —le anunció «el Gordo»—. Todo está dispuesto. Souilhac, que
siente deseos de viajar, te llevará hasta Ben Ghi, en jeep. Un mestizo, que trabaja para
mí y para Le Son, te esperará allí. Le llaman «Cacahuete», porque siempre lleva los
bolsillos llenos. Vive de los cacahuetes y del choum, y conoce todas las sendas de la
región. Es uno de los mejores cazadores de Camboya y del Transbassac. Tal vez
tendréis que caminar mucho tiempo, por lo que no voy a cargarte con mucho
equipaje. Oficialmente, eres un joven cretino que va a la caza del tigre. Te he
comprado un «Winchester» dotado de telémetro. Tira balas blindadas, y puede
servirte…, pero no contra el tigre. ¡Ah! Un fastidio…, siempre hay una molestia.
Tendrás que atravesar la zona de Ba Tan, una especie de mestizo chino que se dice
Boa Bao, pero que siempre está dispuesto a venderse al mejor postor. Sé que ha
trabajado para los americanos. Puedes volverte atrás, si te asustan los peligros.
—¿Y a quién enviarás, entonces?
—A Cacahuete solo. Pero es muy capaz, si halla la pista de un elefante, de
olvidarse de Le Son, Résengier y todo lo demás. También es fácil que halle una mujer
que le guste, y ya no se le vea más en tres meses. Luego, le comprará una máquina de
coser, cuando la deje. Es su manía. Por otra parte, las mujeres jamás se sirven de tales
máquinas. Las ponen junto al altar de los antepasados, esperando plácidamente el
parto. Cacahuete es más reproductivo que un conejo.
—¡Bah, basura! De sobras sabes que soy demasiado curioso para no gustarme la
aventura, demasiado orgullo para sentir miedo, que Résengier me interesa, y que
quiero ver qué tal le sienta a Perla su nuevo amor.
—Te daré una misiva para Résengier, y te quedarás algún tiempo con él, hasta
que retorne aquí.
—¿Voy a jugar a ángel de la guarda?
—Le Son está loco, y también Résengier. Ambos reunidos, son capaces de
cometer cualquier bellaquería. Quédate al lado de Résengier, con tu rubia cabellera y
tu tez pálida, al menos le recordarás que, ante todo, es un blanco y un francés.
—¡Perla es una pelirroja de piel blanca!
—No del todo, y de ahí proviene su beldad. También es una mujer enamorada.
Por tanto, ha dejado de existir como mujer razonable.
Souilhac se estiró.
—Julien, me habría gustado acompañarte hasta el reino de Le Son. ¡Pero estoy
acabado!

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—¿Tienes miedo de que falte el opio?

Partieron a las 4 de la madrugada. Souilhac no se había acostado y salía de un


fumadero. Conducía el jeep por las sendas agrietadas, en medio de charcas de agua,
con una desconcertante habilidad. Siempre le había asombrado a Julien su destreza.
Ello no obstante, todos los reflejos del médico, que todavía gozaban de una perfecta
armonía, no debían tardar en malograrse rápidamente. Julien lo sabía desde que aquel
drogado, cuyo cuerpo temblaba, le pidió lumbre una noche en la calle Catinat.
Hasta Takeo, el camino era aceptable, pero no tardaron en verse obligados a
adentrarse por senderos inverosímiles, a través del bosque camboyano y sus pantanos.
En cierto paraje la senda se había hundido, destrozada por un torrente que
espumajeaba arrastrando troncos de árboles. Tuvieron que remontar a pie la ribera
hasta un poblado construido sobre pilastras, y discutir largamente con el jefe, a fin de
que les proporcionase varios hombres que les ayudasen a construir una almadía, y a
halarla a través del río.
Souilhac se servía como intérprete del tendero chino, y la discusión duró más de
dos horas en la tienda, mientras todos se atiborraban de choum y devoraban
langostinos secos que cogían de un saco plantado en el suelo.
Julien y Souilhac tuvieron que dormir en el poblado. Les sirvieron pollo frito con
pimientos, arroz viscoso en unos cestitos de rafia, y alcohol en jarros. Las muchachas
daban vueltas en torno, ataviadas con sarongs de colores chillones. Un bonzo
rechoncho, revestido con traje anaranjado, casi negro, y de cráneo rapado, se había
invitado con su propia autoridad. Se quedó con ellos a fumar el opio.
Vieron la llegada de la noche, metidos en una especie de enorme cajón colocado
sobre pilastras, al borde de la selva. La noche era rica en perfumes, en ruidos
extraños, ocultando todos los dramas que se desarrollaban a unos metros de distancia.
Las aves nocturnas rozaban dulcemente los ramajes con sus alas emplumadas. Un
murciélago penetró en el cajón, tropezando con todas las paredes. Revoloteó un
momento por encima de la lámpara de aceite, y su sombra se proyectó, siniestra y
agrandada, por encima de los fumadores. El bonzo levantó la mirada, eructó y volvió
a tomar la pipa de bambú, aspirando ávidamente el humo. Luego cayó un pesado
silencio y, a lo lejos, resonó el prolongado maullido de un tigre que cazaba.
—Ya había olvidado —comentó Souilhac— la vida de la selva, y su noche.
¿Sientes todo cuanto se agita a nuestro alrededor, esta mezcla de deseo y de muerte,
de furiosos asaltos, de cuerpos devorados por fauces de fiera?, ¡y nosotros, sobre
nuestra percha, orgullosos como piojos!
Al día siguiente reemprendieron la marcha, pero nadie quiso ser el primero en
atravesar el torrente para amarrar al otro lado la cuerda que serviría para halar la
almadía. Fue Julien quien tuvo que zambullirse en las turbulentas aguas. Las mujeres
parloteaban en la orilla como cotorras, y pronunciaban frases más bien encomiables
sobre la anatomía del joven francés. También estaba allí el bonzo, solemne y sucio,

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esperando una buena propina por no haber hecho nada.
En Ben Ghi no hallaron a Cacahuete.
Guiados por unos niños a los que habían dado unas piastras, le descubrieron, por
fin, a ocho kilómetros, en un pequeño poblado a orillas del Tonlé Bassac, uno de los
brazos del Mekong.
Instalado en medio de una familia camboyana, con el torso desnudo y en sarong,
el mestizo discutía gravemente sobre los problemas de la lluvia, el cultivo del arroz y
la cría de cerdos negros, mientras que su nueva esposa le servía como a un ídolo.
Cacahuete era un hombrecillo contrahecho, con cara de mono, hombros elevados
como un portamantas, ágil y vivo, amante de los discursos, los proyectos y las largas
siestas.
Souilhac tuvo que echar mano a todo su poder de persuasión, y Julien a todos sus
juramentos, para arrancarle de su nuevo paraíso. Cacahuete les siguió, baja la cabeza,
tras haberle prometido a la joven que volvería. Cacahuete no mentía; creía en sus
promesas, pero no tardaba en olvidarlas. Las jóvenes que se pasean solas y los
tenderos chinos que venden el choum, son tan numerosos a lo largo de los caminos…
Recorrió los cien primeros metros con una gran desolación, dando la impresión de
estar sacrificando su pasión al cumplimiento del deber. Al llegar a Ben Ghi se sintió
algo mejor, y aceptó ir a beber un trago. Después de tres sorbos de alcohol, propuso
partir a la caza del elefante, o ir a desenterrar un tesoro que, al parecer, sabía que
estaba en un templo sobre Angkor.
Julien, muy interesado por el extraño personaje, le preguntó:
—¿Por qué les compras siempre máquinas de coser a tus conquistas?
—Una mujer que trabaja está bien considerada, y aunque ya tenga un pequeño
«nho», halla fácilmente marido. Una máquina de coser acredita a las mujeres.
Souilhac dio media vuelta para regresar a Pnom Penh.
Julien y Cacahuete se embarcaron en un gran junco a motor y pasaron por Tan
Chau y por Chau Doc, donde durmieron. Los guardias fronterizos camboyanos no les
pidieron nada. Al día siguiente por la mañana, Cacahuete halló el modo de alquilar un
carruaje que les condujera hasta la residencia de Ba Tan, que se había instalado con
sus tropas en un recodo del Mekong.
Ba Tan les recibió en la villa de un plantador, de la que se había apropiado. El
salón estaba atestado de las rapiñas del chino. Había groseros muebles junto a tapices
preciosos, inapreciables vasos al lado de aparatos de radio desvencijados. Ba Tan era
feo, gordo, con ojos de distinto color; olía a tráfico ilícito, a intriga y traición.
Cacahuete, que jamás se había sentido más lleno de dignidad, se lanzó a una serie de
cumplidos, más grotescos y más disparatados conforme hablaba. La cara de Ba Tan
quedó animada por una sonrisa de satisfacción.
Cacahuete, entonces, le pidió paso libre para llegar hasta Le Son. Ba Tan sonrió.
—Le Son acaba de hacer saltar un puente en mi zona, a cuatro kilómetros de aquí.
Se cree el dueño de todo esto. ¡Dou Me![35].

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—El francés que viene conmigo, Excelencia, va a la caza del tigre de pantano.
Está un poco trastornado, pero es un gran periodista.
—Résengier está con Le Son. ¿No tratará de verle?
—Mi francés es completamente idiota. Excelencia. No entiende nada de política.
En sus artículos relata cómo mata los tigres, sobre los que disparan los demás. Por
esto me ha contratado.
Cacahuete mentía, y le gustaban enormemente sus mentiras. Por fin, Ba Tan se
obligó a proporcionarles una pequeña escolta, pero reclamó «como derechos de
salvoconductos», dos mil piastras. Cacahuete le exigió tres mil a Julien, y se metió la
diferencia en el bolsillo.
Un viejo «Dodge», con los resortes gastados, los embarcó con una decena de
bribones piojosos, incapaces de pelear, y sólo aptos para robar el arroz de los
aldeanos en la época de la recolección.
Cacahuete le explicó a Julien por qué estaba tan furioso Ba Tan contra Le Son.
—¿Comprendes? El es quien había hecho construir ese puente, para poder detener
los juncos que transportan el arroz con cáscara. Por cada «gia»[36] de arroz, pide seis
piastras. Le Son juega a defensor del pueblo. Un día de éstos, se cargará a ese cerdo
de Ba Tan. Pero Ba Tan lo sabe y desconfía. Quiere venderse al presidente, no muy
caro, pero sí en mucho más de lo que vale.
—¿Está al corriente Le Son?
—Le Son sabe todo lo que ocurre en el oeste. Por tanto, es preciso que ataque a
Ba Tan antes que el Gobierno envíe tropas para apoyarle. Pero Ba Tan, oficialmente,
todavía es el aliado de Le Son, ya que ambos pertenecen a la secta de Hoa Hao. Así
que Ba Tan sabe que Le Son sabe…
—Basta, Cacahuete; tu sutileza puede más que yo.
El camión les abandonó ante un puesto desierto, construido de arcilla, barreras de
bambú y tacos de madera. El jefe de la banda les indicó vagamente la dirección hacia
la que hallarían las tropas de Le Son. Luego, el vehículo dio media vuelta y
desapareció detrás de un grupo de manglares.
—¿Qué hacemos? —preguntó Julien.
Cacahuete se rascó el manojo de pelos que lucía en su cráneo.
—¿Y si cazáramos esta noche? Tú tienes un buen fusil. Mataríamos uno o dos
ciervos…, los venderíamos…
—¿Y si, por el contrario, tratáramos de reunirnos cuanto antes con Le Son?
—También podríamos…
—¡En marcha!
Recogieron sus mochilas, y con el fusil al hombro, continuaron por la senda,
siempre adelante.
Cacahuete arrastraba los pies. Le repugnaba cumplir con lo que ya estaba previsto
de antemano. Al cabo de una hora de marcha, encontraron un aldeano vestido de
negro que, sentado en el suelo, se limpiaba los dientes, con un fusil «Garant» entre

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las piernas. Cacahuete se paró ante él, metióse los dedos en la nariz y le interpeló:
—¿Qué haces aquí en el suelo?
—Descanso.
—¿Qué guardas con ese fusil?
—La sombra de este árbol.
—¿Quieres cacahuetes?
—Dame.
El mestizo le entregó un puñado.
—¿Dónde está Le Son?
—Allá abajo, muy lejos.
—Condúcenos.
—Me han ordenado guardar el árbol. ¿Y si le roban la sombra?
—Embustero… Estabas escondido detrás de él para vigilarnos; has corrido hasta
aquí para esperarnos.
El hombre se echó a reír, mientras sus ojillos se cerraban de contento. De repente,
habló en excelente francés, y Julien le reconoció. Era el desertor del Ejército nacional
que se había pasado a los Binh Xuyen y defendía la entrada del puente del arroyo.
—Soy el capitán Thach —explicó—. He acompañado a Résengier hasta hallar a
Le Son. Le han avisado de vuestra llegada, y me ha enviado a esperaros.
Thach silbó; una veintena de soldados salieron de detrás de los árboles, o de unos
hoyos. El capitán prosiguió:
—Desde que estoy con Le Son no dejo de sorprenderme. Nadie ostenta insignias
de graduación, pero únicamente en el Ejército vietnamita es tan rigurosa la disciplina.
Los Hoa Hao hacen la guerra al revés de las enseñanzas clásicas: pasan su tiempo
marchando, lo que resulta altamente eficaz. Hace dos días, un batallón del Ejército
nacional intentó penetrar en la selva. Nos creía en plena descomposición. El batallón
se fundió, como una mancha de agua al sol, y nos apoderamos de todo su armamento.
Los hombres de Le Son parecen sanguijuelas. No se les ve, pero están en los árboles,
detrás de cada dique; disparan y desaparecen; cuando se les busca por delante, ya
están detrás.
—¿Están muy lejos de aquí Le Son y Résengier?
—A un día de marcha.
—¿No hay camiones?
—Le Son ha recuperado un centenar de vehículos, pero los ha hecho quemar. No
quiere que sus tropas se conviertan en esclavos de las carreteras, de la gasolina y de la
conservación de los motores.
Al caer la tarde, Cacahuete mató un ciervo que descuartizaron en largas lonjas,
asándolo, sobre un fuego de leña. Lo sazonaron un poco de sal, y comieron la carne
jugosa y sangrante. Cacahuete contó sus cacerías, y Thach su travesía por la Llanura
de los Juncos. Habló de Perla con cierta admiración, y dijo de Résengier:
—Al menos una vez en la vida hay que cometer alguna grande y hermosa

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tontería; sentirse enamorado hasta la muerte, caritativo hasta sentir deseos de abrazar
a un leproso, generoso hasta el punto de arriesgar la vida por un enemigo,
desinteresado hasta abandonar las ganancias en una mesa de juego. También, es
necesario seguir una vez a un hombre como Résengier. Es la clase de tipo que, con
toda naturalidad, te impulsa a acometer empresas que con demasiada facilidad se
califican de imposible. Claro que Résengier, y cuantos son como él, no conducen a
nada, arriesgan sus vidas y la de los demás por nada…, menos, aún, para reencontrar
aquel momento de sus vidas en el que todo lo lograron. Son víctimas de su propio
mito, y devueltos a la sombra o al barro, mueren por salir de él, y al no conseguirlo,
provocan toda clase de catástrofes a su alrededor, ya que, quizá a causa de su fracaso,
no pueden recuperar su irresistible seducción.
Cacahuete no entendía nada de aquella disertación y bostezaba. Julien jugaba con
una ramita encendida.
—¿Sabéis el nombre que ciertos cristianos le dan a la casualidad? —preguntó—.
Gracia, esta casualidad que Dios concede y retira. Résengier estuvo dotado de gracia
y luego la perdió, y ahora revuelve el mundo para volver a hallarla. Thach, tendrá que
excusarme porque soy protestante, y como todos los míos, siempre estoy obsesionado
con el tema de la predestinación.
Levantaron el campamento en plena noche, ya que debían pasar por la
proximidad de numerosos puestos del Ejército vietnamita; pero dichos puestos
estaban ciegos; su guarniciones se hallaban cerradas tras los muros, y no se
arriesgaban a patrullar.
Los aldeanos que practicaban la doctrina Hoa Hao, informaban a las bandas de Le
Son y les servían de guías. No obtendrían ninguna ganancia con el triunfo del Ejército
nacional; los jefes Hoa Hao les oprimían, pero les habían desembarazado de
propietarios. Detrás de las tropas del presidente volverían estos propietarios,
reclamando los atrasos, y junto a ellos llegarían los comandantes, los coroneles, los
funcionarios, todos los que llevan fusil y garabatean en papeles, para quienes la
pluma o el fusil deben ser una fuente de ingresos.
Le Son se había instalado en la región de Hon Chong, con Résengier, Perla, los
pocos oficiales que formaban su Estado Mayor, y el batallón Le Loy[37], que le servía
de protección.
De Tailandia debían llegarle armas. Las había pagado con sacos de arroz a un
extraño personaje, antaño profesor de filosofía en París, que había asistido a un
congreso en Saigón, y para quien el Extremo Oriente le había revelado su verdadera
vocación. El antiguo catedrático había tomado el nombre de Bonvin.
Los hombres de Le Son habían construido en las dunas, cerca del mar, algunas
casas de bambú cubiertas por ramajes, que era atravesado por el sol, alumbrando así
el suelo de las chozas con manchas firmes y brillantes. Sobre la choza más grande
flotaba la bandera de tres estrellas rojas sobre fondo amarillo del Yern Sa (Partido del
Pueblo). El mar era azul y las rocas rojas.

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Résengier, tendido sobre un camastro, con una mochila por almohada, se
estremecía dulcemente por la fiebre. No se sentía a disgusto, sino que saboreaba
aquel reposo.
Le Son se había opuesto a su plan. No quería arriesgar sus tropas hasta el Rung
Sat para unirse con los Binh Xuyen. La víspera, en el curso de una reunión, a la que
habían asistido Résengier y los jefes de unidades Hoa Hao, habían dado o conocer sus
motivos:
—Nuestros hombres combaten sin disfrutar de sueldo; los Binh Xuyen solamente
guerrean por el dinero. Nuestros hombres marchan descalzos, viven con un puñado
de arroz, pescado seco y hierba, beben agua; los Binh Xuyen necesitan raciones de
combate como los franceses, cerveza y alcohol. Le Dao es el servidor del emperador,
y nosotros, los Hoa Hao, queremos una república agraria. Le Dao defiende a los
usureros chinos ya los importantes propietarios que le pagan; nosotros queremos el
reparto de las tierras y los bienes. Le Dao es odiado por el pueblo, y aliarse a él sería
convertirse en enemigo de ese pueblo. Nosotros vivimos confundidos con el pueblo;
nunca hemos sabido cuál de entre nosotros era campesino o soldado.
Se volvió a Résengier.
—Lo siento, Chao Anh, pero en este asunto tú no ves más que el interés de los
tuyos. Los franceses quieren derriban al presidente, y no les importa lo demás. Yo
quiero liberar a los campesinos de la Cochinchina, y a los del Centro y del Norte,
forjando un gran ejército que todo lo barra a su paso.
Le Son se había transfigurado, y agitaba los largos cabellos que le golpeaban la
nuca.
—El pueblo del arroz se pone en marcha; cuelga a los chinos y a los propietarios,
arroja a los vietminhs y a los franceses, y pronto todos conocerán la edad de oro,
respetando la ley del Maestro, «las Cuatro Ordenanzas y los Ocho Puntos de la
Honestidad». Dejaremos pudrir las ciudades, y cuando estén secas como un árbol
muerto, las incendiaremos.
En ciertos momentos, por sus pupilas se reflejaban relámpagos de locura.
—El Vietminh es impío, pues niega el poderío de los dioses; por esto debemos
combatirle. El presidente también es enemigo nuestro. Quiere destruir la religión de
Buda para implantar la de Cristo, repartir el país entre sus hermanos, y convertirse en
emperador. Sus soldados son unos granujas…
Todos los oficiales se echaron a reír, golpeándose los muslos.
—… Unos mercenarios que solamente se mueven al impulso del dinero. Venden
sus armas y venden también los secretos de sus jefes.
Le Son extrajo de su bolsillo la orden de batalla del Ejército vietnamita, firmada
por el general Tran, comandante en jefe, y visada por el presidente.
—La compré en veinte mil piastras. Nosotros recibiremos armas, podremos armar
a tropas nuevas y, cuando el Ejército nacional se atreva a invadir nuestros arrozales,
lo destruiremos y nos convertiremos en los amos del oeste.

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Agotado, Le Son se había dejado caer sentado sobre sus talones, cerca de
Résengier. Estuvo inmóvil unos minutos, con ambas manos apoyadas en el pecho,
tratando de recobrar el aliento. Luego, tembló suavemente, frágil y desarmado.
—¿No tengo razón, Chao Anh? He oído cómo el Maestro me aconsejaba no
arriesgarme más allá del Transbassac. Es aquí donde destruiré el ejército del
presidente. Cuando ya no le queden soldados, tú podrás derribarle.
—Résengier movió suavemente la cabeza.
—Le Son, no puedes luchar solo. Necesitas la ayuda de los demás, los Binh
Xuyen y los caodaístas, los católicos del Sur que no se entienden con los del Norte,
los franceses…
—Que empiecen los franceses por darme armas, municiones y dinero.
—Te lo darán, pero cuando no estés solo, cuando te hayas aliado con los demás.
—¡Entonces, que se lo guarden! Ya te lo he dicho, Chao Anh, mis tropas no
abandonarán nunca el oeste.
Résengier se sintió, a la vez, cansado y aliviado. El fracaso de su plan, en el que
nunca había tenido mucha fe, le aseguraba el reposo y la tranquilidad de espíritu, que
tanto deseaba desde hacía varios días. Fue en busca de Perla, ya que a cada instante
tenía más necesidad de ella.
No había vuelto a la Cochinchina para jugarse estúpidamente la vida a una lotería,
sino con el fin de hallar la embriaguez y la juventud que había conocido antaño. Sus
amigos eran para él ya únicamente unos desconocidos, lo mismo que el país, y todo
lo impelía a Perla. Ella era el único éxito de su fracasada aventura, el inmenso reposo
en la caída. Pero era todo lo que deseaba.
Fue durante la siesta cuando la fiebre se apoderó de él. Por todo su cuerpo sentía
como unos calambres y una pesadez en el costado izquierdo. La vuelta del capitán
Thach, trayendo a Julien, le dejó indiferente, así como la carta que le entregó el
francés. Ni siquiera quiso leerla.
Perla le enjugaba el rostro.
—¿Qué tienes, Paul?
—Un acceso de paludismo; temblaré de fiebre toda la noche, y mañana ya habrá
pasado. Le Son me ha dado quinina.
Por la noche estuvieron reunidos alrededor del fuego, frente al mar. Perla se
apoyaba en Résengier, cuya fiebre ya había cedido, y Julien, tumbado sobre el
vientre, entre Thach y Cacahuete, les oía conversar, ya en francés, ya en vietnamita.
Le Son, sentado sobre sus talones, con la mirada levantada, contemplaba el cielo al
que la proximidad de la noche daba un intenso color azul marino. A Résengier le
recordaba la cara de Huyn-Fu-So, con sus ojos anchos, apenas oblicuos, sus largos
cabellos y sus enormes orejas; Huy-Fu So era el bonzo loco. Résengier no le había
visto nunca, pero habían pasado por sus manos buen número de fotos. Le preguntó a
Le Son:
—¿Cómo te convertiste en Hoa Hao?

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—Tenía trece años y guardaba búfalos en casa de mis padres, en el arrozal cerca
de Long Xuyen. Estaba triste y me sentía desdichado. Un día llegó un bonzo al
poblado. Nos dijo que no había que malgastar el dinero para honrar a Buda, sino que
era suficiente rezar cada cada día dos veces en voz baja, delante de un rectángulo de
paño rojo. Buda prefiere las ofrendas de agua pura y algunas rosas a todos los
presentes de oro y de plata. El bonzo añadía que era preciso libertar al Vietnam de los
franceses y seguir las enseñanzas del Maestro. Yo ya conocía dichas enseñanzas, ya
que eran las mismas de Buda, que me habían enseñado en la pagoda: los hijos deben
obediencia a sus padres, los funcionarios deben ser buenos y justos; no hay que beber
alcohol, no fumar opio, no comer búfalo…, pero hasta entonces no les había prestado
atención. Seguí al bonzo, y él me condujo hasta Huyn-Fu-So.
»¡No sabes cuán hermoso era el Maestro! Su voz era una caricia, sus ojos grandes
como lagos. A su lado uno se sentía confortado, y ya no se dudaba de nada. Su
presencia apartaba a los genios del mal; en el fondo de mi pecho yo tenía uno que me
quemaba. Me alisté en sus tropas. No tenía armas, ya que era muy joven, y no muy
robusto. Pero estuve con los quince mil Hoa Hao que marcharon sobre Cantho, que
ocupaban los vietminhs. No teníamos más que picas, sables y alabardas; los
vietminhs tenían ametralladoras. Disparaban sin cesar sobre aquella masa, pero
nosotros seguimos avanzando, pasando por encima de los cadáveres de nuestros
hermanos. No sentí miedo, por el contrario, me sentía feliz; sabía que caso de morir
en el combate, Buda me recibiría en su beatitud. Pude robar un fusil y huí a las Siete
Montañas. Otro guardián de búfalos fue a juntarse conmigo, y en unos años, tenía ya
una banda. Huyn-Fu-So ya no existía[38], y los demás jefes Hoa Hao solamente
pensaban en enriquecerse y venderse a los franceses. Pero yo continué batiéndome
contra los vietminhs y los franceses. Un día, me enviaste uno de tus hombres; ¿te
acuerdas, Chao Anh? Mis soldados necesitaban arroz. Entonces, acepté aliarme…
—Y cuando recibiste el arroz, te volviste disidente, y atacaste uno de mis puestos.
—Necesitaba fusiles. La segunda vez que me alié, quisiste que me pusiera bajo
lar órdenes de Tran Kinh. Querías para toda la secta un jefe único, y habías escogido
a ese gordo búfalo, a causa de su bello bigote blanco. Pero no era él quien mandaba,
sino su mujer. ¿Querías que yo obedeciera a una mujer?
—Ocho veces has sido disidente, tras haber pactado alianza igual número de
veces.
—Tú ya no estabas aquí, y los jefes franceses nunca se pusieron de acuerdo.
Cuando me aliaba a uno, el otro me ofrecía dinero y más armas, para que me pasara a
su zona. Yo aceptaba. Luego, el primero que había sido mi aliado declaraba que yo
era un disidente. Pero yo no había sido más que su competidor. Mis hombres han
aumentado hasta centenares, millares y decenas de millar; pronto serán más
numerosos que los granos de arena y, cuando vuelva el Maestro, podré entregarle el
mayor de todos los ejércitos.
La fiebre había vuelto a apoderarse de Résengier, y marchó a acostarse. Le Son le

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había estado contemplando largamente, y entonces mandó llamar a Thach.
—Dile a la mujer de Résengier que esta fiebre no es como las otras. Lo sé; es una
fiebre peligrosa, que no se cura con medicamentos. Acabo de verlo; le ronda la
muerte.
Perla y Julien conversaban, paseando por delante de las cabañas. Thach no quiso
molestarles para ponerles al corriente de las lucubraciones de Le Son. Résengier
sufría un acceso de paludismo que terminaría al día siguiente. El antiguo capitán fue
al encuentro de Cacahuete, que le había propuesto una partida de cartas.
—Cuenta —le había preguntado Julien a Perla.
—¿Qué?
—¿Amas a Résengier?
—No lo sé, pero tengo la impresión de haber llegado por fin al país hacia el cual
marchaba. Paul es taciturno, más bien feo, está casado, tiene dos hijos, no sabe hacer
el amor y, no obstante, nada podría obligarme a abandonarlo. El es quien decide, y yo
le obedezco. Yo sólo existo para él, y no puedes comprender cuán tranquilizadora
resulta esta sensación. Así es más fácil soportar las picaduras de los mosquitos, la
mordedura de las sanguijuelas, acostarse sobre una estera, alimentarse con hierbas y
arroz, y lavarse con agua en el hueco de la mano, que ser libre enteramente,
cómodamente. Jamás me había apercibido que a mi alrededor hubiesen el cielo y el
agua; ahora lo veo. Soy feliz, y gozo de tranquilidad, Julien. Una mujer libre no tiene
sentido ya que, por su misma naturaleza, ama las cadenas.
—¿Le acompañarás a Francia?
—Si me lo pide… Ahora comprendo por qué a veces ciertas mujeres sienten al
envilecerse, por hombres a menudo sin interés, un enorme gozo.
—¡No te conozco, Perla!
—Yo os amaba a los tres, a Souilhac, a «el Gordo», a ti, pero si él me pidiera que
no volviera a verte, le obedecería. Pero… es de esos hombres que no exigen nada de
las mujeres.
—Chiquita, te has vuelto completamente tonta…, tonta y conmovedora. Creo que
te amo. Résengier parece estar enfermo…
—Un poco fatigado.
—No, sufre un agotamiento extremado. Dentro de este tipo orgulloso, hay algo
que se ha roto.
—Mejor para mí, porque así podremos amarnos como todo el mundo.
—Pero precisamente tú le amas porque no es como los demás.
Perla le dejó para ir al lado de Résengier, y Julien se puso a pasear por la orilla
del mar en calma, que se quebraba sobre la arena en una corta ola espumosa. Pensó
que Perla había perdido la razón, lo que era el síntoma del amor en las mujeres. Kieu
también había sido tonta cuando amó al teniente Karvalié. Descubrió, de repente, que
las mujeres nunca aman a los que las comprenden o se esfuerzan en comprenderlas;
lo único que hacen con éstos es acostarse. Necesitando las mujeres amos y no

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cómplices se arrojan de cabeza al enemigo o al extranjero; pero necesitan grandes
brutos ignorantes, de los que incluso de adultos continúan viviendo en bandas de
hombres, como de colegiales.
A veces, espoleándose unos a otros, corrían detrás de las mujeres. Jóvenes, las
llamaban «piernas» y les tiraban del pelo; más tarde, les hacían el amor; después,
hijos, pero siempre volvían a su lado aun cuando ellas se hubiesen convertido en
vejestorios.
Julien decidió que para ser amado por las mujeres, iba a desinteresarse de ellas. A
menudo, adoptaba resoluciones que no sentía deseos de mantener.
Résengier tuvo pesadillas toda la noche. Se giraba una y otra vez sobre el catre
para escapar a las imágenes deformadas de su pasado, que se pegaban a él como
mendigos. Despertó dos veces a Perla para que le diera de beber, llamándola Helene y
recomendándole que no hiciera ruido para no despertar a los niños. Perla le dio más
quinina.
Por la mañana le aumentó la fiebre, y su cuerpo se vio continuamente sacudido
por violentos temblores. Sus mechones grises se pegaban a sus sienes por el sudor.
Perla mandó llamar a Thach y a Julien.
Résengier reclamaba bebida sin cesar, y no tardó en vomitar. Thach, entonces, se
acordó de lo que le había dicho Le Son. Résengier se levantó para orinar. La micción
era de un color grosella, y su cuerpo ardía como un carbón.
—Es biliosa —dijo de pronto Thach, que había visto varios casos de esta
enfermedad entre sus hombres, cuando peleaban en el Tonkín—. Necesitamos
urgentemente un médico y suero. Dentro de tres días estará listo.
—¿Una biliosa?
—Una forma aguda de paludismo, que la quinina no logra curar a veces.
Thach le explicó a Le Son lo que pasaba.
—No tengo ningún médico —díjole el Hoa Hao—. Mis hombres se curan con
hierbas y si mueren es porque así debe ser, y ha llegado la hora de su reencarnación.
Julien intervino:
—El doctor Souilhac está en Pnom Penh. En dos días puede estar aquí.
Thach tradujo. Le Son alzó el semblante.
—Tres de mis batallones acaban de atacar a Ba Tan. El presidente le ha enviado
refuerzos. Será difícil pasar por la selva; está llena de hombres que pelean.
—Lo intentaré —se ofreció Thach.
—Yo, también —dijo Julien—. Cacahuete me acompañará.
—Por mar puede irse a Kampot y desde allí a Pnom Penh, pero se necesitan de
cinco a seis días.
—¡Demasiado tiempo!
—Por el Mekong, hay tres días, salvo para uno de mis hombres. Es un bonzo.
Escribidle una nota a vuestro médico. Tal vez el bonzo pueda hacérsela llegar a
tiempo.

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Una hora después, el bonzo, con ropaje amarillo, desaparecía tras las dunas. En su
cinto llevaba el mensaje de Julien a Souilhac:

«Résengier gravemente enfermo; probablemente una fiebre biliosa. Ven


inmediatamente con lo que haga falta. Cacahuete te esperará en Ben Ghi, en
casa del chino».

Cacahuete fue expedido a Ben Ghi para aguardar la llegada de Souilhac, y hacerle
atravesar sin molestias la zona de Ba Tan. Juró que no iría al encuentro de su
camboyana y, con la seriedad de un embajador, el fusil atravesado a la espalda,
desapareció a su vez.
Thach subió hasta Giao Hah, para recibir al médico. Le Son había ordenado que
su hermano le acompañase.
Résengier podía resistir tres días, quizá cuatro, pero haría falta un milagro para
que Souilhac llegara a tiempo.
Julien tuvo que resignarse a quedarse en el campamento. Agazapada junto a la
cabeza de Résengier, Perla le humedecía los labios y el rostro con un paño húmedo,
que mojaba en una jarra.
—Julien —dijo—, ve a buscar más quinina.
—Pequeña, tengo que hablarte.
Salieron a la arena. Del mar les llegaba una ligera brisa.
—No hay que darle más quinina. Han ido en busca de Souilhac, y hasta que
llegue, solamente tomará té.
—Tiene un acceso de paludismo, ¿verdad? Vamos, respóndeme. Souilhac está en
Pnom Penh, y para hacerle venir…
—Es más grave. Thach dice que es una fiebre biliosa. Pero Souilhac llegará a
tiempo. Un bonzo a sueldo de Le Son, Cacahuete y Thach han marchado en su busca.
—¡No puede pasarle nada! Es la carta que tú le entregaste la que le ha puesto
enfermo.
—No, son los mosquitos de la Llanura de los Juncos.
Le Son apareció dos o tres veces por la casa. Permanecía inmóvil, y contemplaba
a Résengier, a quien devoraba la fiebre. Por la noche, volvió con un hombrecillo
ataviado con unas ropas sucias, que también llevaba largos cabellos y los pies
descalzos. Su boca carecía de dientes, ya su prominente mentón llevaba adherida una
barbilla blanca.
Résengier consiguió enderezarse sobre el codo. Le preguntó a Le Son:
—¿Qué hace éste?
—Los malos espíritus te acechan, Chao Anh. Este hombre, que es un ermitaño de
las Siete Montañas, va a extirpártelos. Entonces recobrarás la paz y la salud.
El ermitaño golpeaba con el pie y seguía agitándose cada vez más.
—Hace mucho ruido —se quejó Résengier—. Perla, ¿dónde estás?

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—A tu lado, vida mía. Sufres un acceso de paludismo muy violento.
—Lléname de quinina y pasará. Tengo mucho que hacer y me siento agotado.
Llamó de nuevo a Le Son, hablándole en vietnamita.
—Le Son, tienes que enviar tropas al Rung Sal:
—Más tarde.
—Nosotros nos marcharemos mañana. Dame de beber, Perla, tengo mucha sed.
Ella le entregó un vaso, pero Résengier vomitó casi enseguida, y empezó a
delirar:
—La carta de mi bolsillo. El alto comisario nos anuncia la llegada de armas y de
Andrei con un batallón de paracaidistas. Lee. Está en el bolsillo de mi camisa.
Perla cogió la carta y vio que ni siquiera había sido abierto el sobre. En el mismo
reconoció los tipos de la máquina portátil de «el Gordo»… la «r» quedaba torcida con
respecto a las demás letras. Volvió a meterla en el bolsillo.
Résengier cayó casi enseguida en un profundo sueño. Su cuerpo estaba sacudido
por tremendas convulsiones, y tenía la boca abierta por entre los resecos labios.
Julien llevó a Perla al borde del mar.
—Cuando esté un poco mejor —le dijo—, nos lo llevaremos a Camboya. «El
Gordo» le cederá un bungalow en las afueras de Pnom Penh, donde podrá curarse.
—¿Por qué estás aquí, Julien? ¿Es por mí?
—Por ti y por él. ¿Conoces a Luthier Verneuil, de Saigón?
—¿El director del Banco del Sudeste asiático? Algunas veces he cenado en su
casa. ¿Qué tiene que ver ahora?
—También estoy aquí a causa de Luthier Verneuil, y quiero que Résengier siga
viviendo sólo para fastidiarle.
—¿Vendrá Souilhac?
—Estoy seguro de ello, y casi puedo afirmarte que «el Gordo» le acompañará.
Son unos infectos, pero han conservado en sus espíritus un rincón intacto que
pertenece a Résengier. Muerto Résengier, estarían perdidos.
—Y yo con ellos. ¿Tardarán mucho en llegar?
—Lo ignoro, pequeña, pero sé que llegarán a tiempo. Résengier es su almadía; no
pueden dejarla escapar.

Cacahuete llegó sin tropiezos a los últimos poblados que controlaba Le Son.
Esperaba hallar tropas en movimiento persiguiendo a los piratas de Ba Tan y
cortándoles las orejas. Los soldados se arrastraban por las calles, o dormían a la
sombra de los bananeros, riendo continuamente. No hubo necesidad de desencadenar
ninguna ofensiva contra Ba Tan. Las tropas del ejército vietnamita, enviadas en
socorro de los chinos, eran las que les había puesto en fuga.
El día de la alianza de Ba Tan había sido fijado para el 17 de mayo a medianoche,
pero a causa de un error de transmisión, el coronel que mandaba los tres batallones
del Ejército nacional entendió que sería el 16 de mayo a medianoche.

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Había llegado con sus tropas hasta la proximidad del cuartel general de Ba Tan
sin que nadie le inquietase, y esperó hasta las dos de la madrugada. No viendo nada,
ordenó disparar a todos los morteros y la artillería, sometiendo a un fuego infernal la
villa en que vivía el mestizo chino, su familia y su Estado Mayor.
Ba Tan tuvo cincuenta muertos, entre los cuales se hallaba su hermano, y se
refugió a toda prisa en las Siete Montañas, con el resto de su banda.
Los soldados del Ejército nacional, naturalmente, se entregaron al pillaje de las
casas, e incendiaron el poblado. Luego, se retiraron llevándose cuanto pudieron
encontrar, para ir a encerrarse en los puestos que antaño habían edificado los
franceses.
El paso estaba, pues, libre, y Cacahuete, alegre por esta farsa, pudo negar a Ben
Ghi en una jornada. Se alojó en casa del chino decidido a no volver a ver a su
camboyana. Allí esperaría a Souilhac, para volver a marcharse con él, y guiarle hasta
Giao Ap, donde el capitán Thach, a su vez, le llevaría hasta el campamento a la orilla
del mar. El comandante Résengier se curaría y tal vez haría que le otorgasen una bella
condecoración que prendería en su camisa los días de fiesta. Las mujeres gustan de
las medallas, y todas le preguntarían cómo la había ganado. El les explicaría que
había salvado al gran jefe francés, y le daría una cita a la más bonita. Por la noche iría
a verse con ella a su jardín.
Para pasar el tiempo, Cacahuete bebió varios vasos de choum, y trató de
conversar con el chino, pero el tendero era un ser taciturno que sólo contestaba por
monosílabos, pareciendo desinteresarse enteramente por cuanto no estuviera
relacionado con su negocio. Cacahuete se aburría. Debía ir a alquilar un junco, pero
le sobraba tiempo. Souilhac no llegaría a Ben Ghi hasta el día siguiente por la
mañana. Fue a dar un paseo a la orilla del río, sólo un pequeño paseo, antes de
regresar prudentemente a dormir.
Sus pasos le alejaron del poblado; la noche era suave, y es bueno para la salud un
paseo; no tardó en llegar frente a la choza de la camboyana. Brillaba una luz.
Ascendió por la frágil escalera y hallo a su hermosa que, con un peine de madera, se
alisaba sus largos cabellos.

El día 18 por la mañana, un boy le entregó a Souilhac el mensaje de Julien. El


médico había fumado cincuenta pipas de opio, diez más que de ordinario, y todo le
era indiferente. Releyó dos o tres veces la hoja de carnet arrugada, la dejó sobre una
mesita y trató de dormirse nuevamente. Pero oía sonar una campanita. El sonido
venía de muy lejos; era la misma campana suspendida sobre la casa de su padre en la
cuesta del monte Aigoual. La hacían sonar en invierno durante las tempestades de
nieve para que los viajeros extraviados pudieran hallar el buen camino; las luces
quedaban encendidas toda la noche en las ventanas de la fachada. Souilhac se
removía en su lecho para escapar al sonido de la campana y al recuerdo de la nieve;
luego, a la obsesionante marcha de los buitres que en África iban en fila india hacia el

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campo de aviación.
Abrió los ojos al día que se filtraba por entre las contraventanas, y de repente
comprendió que Julien le llamaba en socorro de Résengier. Saltó del lecho y
permaneció un buen rato bajo la ducha. Volvió a oír la campana, pero era la de una
boncería cercana al hotel.
Souilhac se vistió apresuradamente y corrió a casa de «el Gordo», al que halló
tumbado en cama, con un vaso al alcance de la mano, y el ventilador girando a toda
marcha. Le pasó el mensaje.
—Con mucha suerte, llegaremos esta noche a Ben Ghi —dijo «el Gordo».
—Solamente necesito el jeep; creía que esta tarde tú te ibas a Saigón.
—No voy. Mis asuntos pueden esperar. Y, sin embargo, había forjado un buen
golpe con Hoang y el hermano del presidente; un golpe que me situaría bien de una
vez.
—Todo lo pierdes si se sabe que has corrido a reunirte con Résengier. Yo soy
médico y tengo todas las excusas. Si verdaderamente se trata de una fiebre biliosa,
casi no tenemos posibilidad de llegar a tiempo.
—Pues no discutamos más. Para salvar a Résengier perdería lo que poseo, y eso
que amo mucho lo que poseo. Perla también está con él. ¿Tienes los medicamentos
que necesitas?
—No, necesito nivaquina y suero.
—¿Hay en las farmacias?
—Sólo en el hospital militar.
Un comandante farmacéutico, con una blusa manchada, hundido en un asiento,
recibió a «el Gordo» y a Souilhac en su despacho. Bebía pernod, a pesar de no ser
más que la diez de la mañana. Souilhac declinó sus títulos.
—Conozco su reputación —respondió el comandante—. Usted fue el médico de
los chinos de Cholon, y el de Le Dao. ¡Ha debido ganar mucha pasta…!
—Necesito nivaquina, quinina y suero para un francés que ha atrapado una fiebre
biliosa…
—O para un chino. ¿Cuánto le pagará su chino, veinte o treinta mil piastras?
¿Sabe cuál es mi sueldo aquí, doctor Souilhac? Treinta mil piastras al mes, lo que
usted ganará en una sola intervención.
—Cuando vuelva —dijo, tranquilamente, Souilhac—, discutiremos todo eso, pero
ahora necesito urgentemente tales medicamentos. Le repito que es para un francés,
para Résengier, que está gravemente enfermo y actualmente se halla en manos de Le
Son, el jefe de Roa Hao.
—He recibido una nota a ese respecto; ayer llegó de Saigón. No debemos
suministrar medicamentos en ningún caso a los rebeldes.
—Résengier es un francés, en misión más o menos oficial, antiguo comandante
del Ejército…
—Obtenga permiso de Saigón, y le entregaré esas medicinas.

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«El Gordo» se llevó aparte a Souilhac.
—¿No has comprendido lo que quiere? Un mes de salario extra; treinta mil
piastras.
Volviendo a acercarse, «el Gordo» las arrojó sobre la mesa.
—Ahí va el permiso.
Salieron con las medicinas y se dirigieron corriendo a Ben Ghi.
—Es la primera vez —comenzó Souilhac—, que veo a un militar dejarse comprar
de esta manera, como un tendero o un policía.
—¿No te has dado cuenta que esto es algo natural en él, que el alcohol y la
envidia le corroen, y que no le queda nada de soldado ni de hombre? Está desgastado
por el ambiente. Si Résengier muere, nos convertiremos como él, en unos seres
innobles y granujientos.
—De sobras sabes, «Gordo», que haré cuanto esté en mi mano para salvarle. No
había pensado en el dinero, pero habría podido matar al farmacéutico para robarle sus
medicamentos.
Después de una brutal crecida, las aguas habían descendido y pudieron vadear el
río que Souilhac y Julien habían tenido que atravesar en una almadía. «El Gordo» y el
médico se relevaban para conducir. El jeep iba a toda marcha y al caer la noche,
captaba con sus faros los ojos de las fieras, rojos o verdes. Con un salto gracioso y
elástico, sin afectación, una pantera atravesó la senda a treinta metros ante ellos.
—¡Más de prisa! —gritaba «el Gordo», mientras conducía Souilhac.
—¡Más de prisa! —exclamaba el doctor, cuando era «el Gordo» quien iba al
volante.
A medianoche llegaron a Ben Ghi, y despertaron al chino a patadas contra la
puerta bamboleante. Souilhac le preguntó en cantonés dónde estaba Cacahuete.
—Se marchó hace poco, pero no tardará en volver. Ha dejado aquí sus cosas.
—¡Ha ido a visitar a una fulana! —se lamentó «el Gordo», furioso—. ¿Cómo
hallarle de noche? Pídele al chino que nos busque un junco para descender el Bassac
hasta Chaudoc.
—No, hemos de hallar a Cacahuete. Sólo él sabe dónde están Le Son y Résengier.
Souilhac atrapó al chino por el hombro y le propuso:
—Mil piastras si nos conduces a la cabaña a la que ha ido el mestizo. Debes
conocerla, o de lo contrario, no serías chino. Está a la orilla del río, yo estuve una vez
de día.
—¡Mil «yats» y quizá…! ¡Mujer malvada! ¡Ramera!
El chino escupió tales insultos, aunque hubiera cohabitado con la mujer, como
todos los hombres de Ben Ghi.
—Cuando no nos haga falta Cacahuete —añadió «el Gordo»—, le romperé la
cara. ¡El tiempo que estamos perdiendo por su culpa!
Anduvieron hora y media detrás del chino. Ambos padecían atrozmente. La grasa
sofocaba a «el Gordo», que perdía el aliento; Souilhac, con sus piernas algodonosas,

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tropezaba en todos los obstáculos.
Por fin llegaron frente a un pequeño grupo de chozas montadas sobre pilastras. El
chino señaló la mayor.
—¡Allí!
Unos perros con el pelo erizado acudieron furiosos. El chino había agarrado una
pértiga de bambú y les pegaba con todas sus fuerzas, riendo bestialmente. El poblado
entero se despertó; se encendieron algunas lámparas. «El Gordo» gritó:
—¡Cacahuete, baja enseguida, o voy a buscarte con mi revólver!
Sacó una pistola, y lanzó un tiro al aire.
—¡Baja, marrano de tu madre!
Cacahuete enseñó el hocico, y por fin se arriesgó a salir de la choza,
abrochándose los pantalones.
—Ahora mismo iba a regresar a Ben Ghi —balbució—. Ya me estaba vistiendo.
«El Gordo» siempre le había dado miedo, y no esperaba verle. Una sonora
bofetada acogió su llegada, enviándole a una balsa de barro, donde los cerdos negros
se revolcaban durante el día.
El regreso había resultado más penoso para «el Gordo» y Souilhac. Sus ropas les
herían bajo las axilas, en la cintura y en la entrepierna. En aquella contramarcha
perdieron dos horas. Entraron en la tienda del chino. «El Gordo» empezó a engullir
cerveza; Souilhac fumó una pequeña bolita de opio que había llevado consigo.
Cacahuete pasó el resto de la noche corriendo de un lado a otro para hallar un
junco y esencia para el motor.
No llegaron a Chaudoc hasta por la tarde y a la hora de más calor, en un antiguo
camión destartalado, comprado a un chino, arribaron por fin a Giao Ap. El camión
sufrió tres averías. «El Gordo», cuyos dedos temblaban de fatiga, no conseguía meter
un tornillo; Souilhac había tragado gasolina al soplar en el carburador, y sentía su
cuerpo sacudido por náuseas. Cacahuete se limitaba a darles consejos idiotas. En una
curva del camino, les dispararon, y una bala atravesó la abarquillada cubierta del
motor. Podía tratarse de soldados del Ejército nacional, de Ba Tan, de Le Son, de los
vietminhs o, simplemente, de bandidos.
En Giao Ap hallaron a Thach. El hermano de Le Son se había vuelto a marchar,
dejándole diez hombres. El Ejército nacional estaba atacando hacia Tinh Bien, al pie
de las Siete Montañas. Ba Tan había recibido la promesa de varios millones de
piastras como indemnización por el lamentable error cometido en detrimento suyo.
Entonces, se rindió; sus hombres servían de guías a los batallones vietnamitas. Se oía
muy de cerca el rodar de la artillería que disparaba. Los poblados ardían, y pasaron
largas filas de aldeanos con la pértiga al hombro. Las mujeres mostraban niños de
cabezas redondas atados a sus espaldas. No tardarían en llegar los soldados del
presidente.
Souilhac había interrogado prolijamente a Thach sobre los síntomas que
presentaba Résengier. No había duda, se trataba de la biliosa.

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El pequeño grupo avanzó por la selva en dirección al mar. «El Gordo» había
quemado el camión. No había cruzado una sola palabra con Cacahuete, que le
imploraba con sus ojillos de perro fiel, pero le hizo con la mano una señal para que
desapareciese.
Cuarenta kilómetros a vuelo de pájaro separaban Giao Ap de Le Son. Pero antes
había que atravesar los pantanos, andar por encima de un barro viscoso, pútrido y
blando en el que, a veces, los hombres se hundían hasta el cuello.
«El Gordo», Souilhac y Thach empezaron siguiendo los diques, cosa
relativamente fácil. Al llegar cerca de los pueblos, los soldados de Le Son silbaban
dulcemente y esperaban la respuesta. Si no negaba, enviaban exploradores. Pronto no
hubo más que arrozales, nada más que barro con bancos de arena negra. «El Gordo»
y Souilhac se arrastraban en vez de caminar. A cada paso expiaban el whisky, el coñac
con soda, el opio, las mujeres, y la buena comida.
«El Gordo», cuando no era más que el teniente Le Teylier, había recorrido ocho
kilómetros por el arrozal llevando un herido a sus espaldas y el capitán médico
Souilhac, a bordo de un sampán, disfrazado de nah-qué, estuvo tres semanas en las
líneas vietminhs, alimentándose únicamente con dos tazones de arroz al día. Thach,
que lo ignoraba, no podía creer que aquellos dos hombres, repletos de grasa y de
droga, no se dejaran caer muy pronto, exhaustos, agotadas sus fuerzas. Quiso ayudar
al «Gordo», pero éste le rechazó soplándole al rostro:
—Quiero llegar solo.
Cuando «el Gordo» tenía que andar por el barro, Thach veía cómo su enorme
cuello se distendía, y su respiración se tornaba bronca como el fuelle de un herrero.
Souilhac cayó tres veces, y solamente logró enderezarse arrastrándose y rascando el
suelo con sus finas manos.
Descubiertos bajo el sol, con la boca abierta para respirar mejor, avanzaban sin
arrancarse siquiera las sanguijuelas que les devoraban.
Thach pretendió hacer parar la columna al abrigo de un bosquecillo, pero se
negaron.
Souilhac sacó de su bolsillo su pequeño paquete de bolitas de opio y lo arrojó.
Quería llegar al límite de su padecimiento. Los dos franceses no sabían ya dónde
estaban, ni cuántas horas les quedaban todavía de extenuante esfuerzo.
Como los buitres de África que intentaban reemprender su vuelo, se iban
arrastrando hacia Résengier. No era solamente su amigo quien se moría, sino el
símbolo de su dignidad el que trataban de volver a hallar; por ello habrían querido
sufrir aún más, tener que combatir y dejar que corriera su sangre.
Marcharon durante toda la noche, reuniendo a cada paso todas sus fuerzas para
poder dar el siguiente paso. Se iban repitiendo:
—Iré hasta aquella sombra, hasta aquel árbol, hasta aquella cabaña, luego todavía
hasta aquel matojo…
Cuando el sol salió, el mar y las rocas aparecieron frente a ellos, bajo la luz

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matinal de satinados reflejos, pero Résengier había muerto seis horas antes.

Pocas horas después de la partida de Thach y Cacahuete, Résengier se había


puesto amarillo, y luego el amarillo se había convertido en un tono oliváceo. Cada
vez tenía más sed, y en su delirio veía el Loira que se deslizaba en medio de sus
viñedos, el Rin entre sus verdes orillas, los torrentes de las montañas que remontaban
las truchas, los lagos bordeados por la nieve, y aquel pozo en que había bebido en
Ghadaia, en el palmeral, mientras que una noria chirriaba dulcemente. Pero cuando se
acercaba al agua, ésta desaparecía y se trocaba en sal o arena.
Al día siguiente, Résengier entro en coma. Su respiración se detenía como si ya
hubiera muerto, y luego le volvía el aliento.
Perla estaba permanentemente a su cabecera. Julien trató varias veces de apartarla
de la contemplación de una muerte tan horrible, pero fue inútil.
Le Son no volvió a entrar. Estimaba que se debía dejar morir en paz a aquel
hombre, y no contemplar su debilidad. De haberse hallado a solas con Résengier, le
habría arrojado una bala en el cráneo.
Le Son tenía prisa. Las armas no habían llegado, pero en su lugar había
desembarcado un tonquinés, cuyo acento reconoció inmediatamente. Grande,
huesudo, con gafas negras, fumaba con una boquilla. El tonquinés le dijo:
—A tu amigo Bonvin de Bangkok le ha ocurrido una desgracia. Le han hallado en
su casa con un puñal en la espalda, y mucho me temo que sus armas no sean
expedidas ya nunca. Pero a la misma tarifa que él, contra arroz, yo puedo procuraros
tantas como deseéis.
—¿Para quién trabajas?
—Soy el representante de la República democrática del Vietnam del Norte.
—Yo he matado o hecho asesinar a millares de vietminhs.
—En Hanoi estamos tan necesitados de arroz como vosotros lo estáis de armas.
Nuestros propósitos son los mismos: abatir al presidente. Estoy al corriente de la
situación en el Sur. Ba Tan te ha traicionado; las mejores tropas del Ejército nacional
son enviadas contra vosotros. Los americanos los han equipado con carros, cangrejos
y aligátores[39], lanchas de desembarco… Los franceses os abandonarán; el hombre
que os han enviado, ese Résengier, está ya desautorizado.
—Cuando haya vencido al Ejército nacional, me serviré de vuestras armas contra
vosotros.
—Ante todo, nos importa el arroz. Tal vez más adelante no habrá más necesidad
de pelear.
—¿Dónde están las armas?
—En la Llanura de los Juncos. Conozco el emplazamiento de todos los depósitos
que hemos constituido antes de evacuar.
Le Son se echó a reír, con aquella risa cruel que aterraba a sus hombres.
—Si conoces el emplazamiento de esos depósitos, sabré hacerte hablar.

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—No. Los franceses lo han intentado hace dos años, torturándome durante meses
enteros. El Comité Central ha obrado bien al enviarme a ti.
—¿Cómo te llamas?
—Para ti, Sang. También hay bazookas y explosivos en los depósitos. Les
enseñaré a tus hombres a servirse de ellos.
—¿Y sólo quieres arroz?
—Nada más que arroz.
Le Son se agazapó y empezó a jugar con la arena, haciéndola deslizar de una
mano a la otra. Sin armas, sin municiones, estaba perdido. Las noticias que había
tenido de la región de Cantho, eran malas. Se levantó.
—Tendrás el arroz que deseas buen arroz de Cochinchina, como jamás lo habéis
comido vosotros, los del Norte.
—También será preciso que despidas a Résengier.
—Está enfermo; mañana habrá muerto y levantaremos el campamento.
A medianoche, Résengier perdió el aliento y no volvió a hallarlo. Le enterraron a
las once de la mañana siguiente, en una duna de arena, de cara al mar. En torno de la
fosa, que ya se desmoronaba, se hallaban reunidos Perla, Julien «el Gordo» Souilhac,
Le Son y Thach. Un poco retirado, el vietminh fumaba, y algo más lejos, los soldados
del batallón Le Loy cargaban sus mochilas. En bandolera llevaban ya su morcilla de
arroz.
Le Son había arrancado de la casa sobre la que flotaba, su bandera amarilla con
tres estrellas rojas, y la había arrojado sobre el cadáver pero Résengier era tan
corpulento que la bandera no le cubría más que la cabeza y el pecho.
«El Gordo» quiso hablar, pero Perla se volvió hacia él. En su afilada cara no
había la menor traza de lágrimas.
—Cállate, «Gordo». He amado a este hombre más que a nada de este mundo,
quizá porque se presentó en el momento en que yo necesitaba amar. Nunca más
volveré a hablar de él…, jamás. Otra mujer había nacido gracias a este amor, no se
llamaba Perla. Esta se quedará, pudriéndose al lado de Paul Résengier, bajo esta duna
de arena. Ahora, llévame a Pnom Penh. Quiero el mejor apartamento del hotel, quiero
cenar con champaña. Quiero estar bella y emborracharme. Tal vez me acostaré con un
hombre, que no serás tú, Julien, aunque seas guapo, ni contigo, Souilhac, aunque
sepas dar el olvido, ni contigo. «Gordo», aunque seas mi amigo.
Arrancó de su cuello la crucecita que lucía, y la tiró a la tumba, a la que ya habían
bajado el cuerpo. Esta cruz la había adquirido con sus primeras economías cuando se
llamaba María y creía en el amor. Le Son recogió su bandera que se había quedado
sobre la arena y, tras ligera vacilación, la depositó sobre la tumba; luego,
enderezándose, contempló al vietminh que, impasible, seguía echando humo que
aspiraba por la boquilla. «El Gordo» sacó de su bolsillo el sucio pañuelo con el que se
había ido enjugando el sudor durante la marcha, y lo tiró a la fosa. Souilhac sacó de
su cartera una foto manoseada y amarillenta en la que Résengier le daba un abrazo

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cuando el médico fue nombrado oficial de la Legión de Honor. Fue a juntarse con la
bandera, la cruz de oro y el pañuelo empapado de sudor.
Julien no podía echar nada más que el deseo que un día había sentido de morirse,
la bandera del color del hollín que descendía sobre la ciudadela de Hanoi, su último
abrazo amoroso con Perla, la libertad que había conocido durante un año y que de
pronto le pesaba, y su primera resignación que llegaba.
Se inclinó sobre la tumba para ver por última vez el rostro de Résengier, pero
saltó hacia atrás; el cadáver apestaba ya a carroña.

Era a la caída de la noche, en el paseo que bordeaba la plaza de Nhatrang. Las


tiendecitas ambulantes que venden sodas y sopa china estaban iluminadas por la
cruda luz de las lámparas de acetileno. En el mar, una línea continua de fuegos que, a
veces, desaparecían tras de una ola: las barcas de pescadores a la linterna.
Un camión inverosímil, recubierto como un junco con un techo redondo de
bambúes trenzado, se había detenido, de improviso. Un francés de unos treinta años
descendió del mismo, y a continuación una joven vietnamita, frágil y graciosa,
seguida de tres niños en los que se mezclaban las razas blanca y amarilla. Con
algunos tableros, algunas tejas, el hombre montó una cabaña parecida a las demás. La
techumbre quedó afianzada con unas botellas polvorientas de soda y cerveza,
mientras que sobre un fuego de carbón vegetal, la mujer preparaba un caldo, haciendo
hervir las largas cintas de pasta china.
El francés y su esposa habitaban en las tierras del interior, donde cultivaban una
pequeña plantación. Sargento primero, el hombre pidió la desmovilización al término
de su contrato. Durante tres años había peleado en la frontera de China, con los Thais
y los Meos, en el delta del Tonkín, sin odio, pero conscientemente. Conoció a su
esposa en un poblado de la región de Phat Diem, en misa, ya que ella también era
católica. La cortejó, como en su lejana tierra de Bretaña, y le ofreció agua bendita.
Una vez casados, el bretón adquirió con sus economías un pedazo de tierra, y
empezó a trabajar con la obstinación de los hombres nacidos sobre el granito.
Ahora, una banda, a sueldo del «loco de Hué», Su Excelencia el tercer hermano
del presidente, les atacó en plena noche. El antiguo sargento primero, que había
conservado su ametralladora, abatió a cinco desdichados, a los que dirigía un
sacerdote católico, Al día siguiente, huyó con su mujer y sus hijos, abandonando
aquella tierra en la que crecía el trigo. No se quejaba, no pedía nada. Con los suyos,
vivía miserablemente, ignorado de una administración francesa que afectaba la
desenvoltura o el desdén por lo que no era rico o poderoso.
Este camión de la miseria, aún más atroz que el de las «Uvas de la cólera»,
simbolizaba la derrota de la Indochina. Simbolizaba el fracaso de las grandes batallas
que se habían extinguido, y de las que no quedaban más que pequeñas penas aisladas
que no hacían casi ruido, tan faltas de nota pintoresca, que nadie las veía ni las oía.

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EPILOGO
En 1956, la Fiesta de la Concha, que en Extremo Oriente corresponde a la del año
nuevo, cayó en 12 de febrero. Rovignon y Calamar, que acababan de ser expulsados
del Vietnam del Sur, habían tenido la idea de reunir aquella noche, en una cena, a
cierto número de personas a las que habían conocido en Hanoi o en Saigón. Para ello
habían reservado la sala de un pequeño restaurante de la calle de la Escuela
Politécnica, en París, donde antes de la guerra Jerome se reunía con algunos
nacionalistas indochinos, entre los cuales estaba el doctor Tuan-Van-Le. Los dos
periodistas estaban a un lado y otro de la puerta para saludar a los invitados.
Cerca de una estufa alimentada con nafta, que gruñía de vez en cuando como si se
aclarara la garganta, Kieu, la esposa de Rovignon, temblaba frioleramente. Llevaba
con suma elegancia el vestido tradicional de las vietnamitas, pero parecía fatigada e
inquieta. La joven se acercó al teléfono colocado sobre un estante, y marcó un
número. Le contestaron que Claire, su hija, estaba mejor, que la fiebre había cedido,
si bien aún estaba muy débil. Entonces, Kieu se aproximó a Rovignon, le apretó la
mano dulcemente, y regresó al lado de la estufa.
Un viento glacial barría la calle de la Montaña de Santa Genoveva. La fuente
frente a la entrada de la Escuela Politécnica se había helado, y varias sombras
caminaban con prudencia sobre la escarcha, con la cabeza hundida entre los hombros
para proteger sus orejas del frío.
—¿Hay noticias? —preguntó Calamar, abriendo su sucia boca.
—Había pedido Singapur, pero me proponen Argel —le contestó Rovignon.
—Es adulador.
—Pero mal pagado; no hay forma de jugar sobre los cambios y además, uno se
despanzurra en el «bled». Es la guerra de Indochina que vuelve a empezar. Kieu
desea volver a Extremo Oriente. En París se siente perdida, tiene frío, y nuestra hijita
está enferma. Argelia tampoco le gustará, lo sé. ¿Y tú?
Calamar sacó de su bolsillo un pasaje de avión.
—Tengo plaza reservada ya para El Cairo; salgo mañana por la noche.
—¿Vas a ver a Nasser?
—No, a los jefes «fellagha» para ver qué diablos tienen en la barriga.
—¿Qué hacen?
—Nada todavía, pero tal vez ocurra algo.
El primero en llegar fue el gordo Bernot, siempre con su prominente panza.
Parpadeó a la brutal luz de los neones, respiró con alivio ante el aroma familiar de las
especias y el ngocman, y se dejó caer en un sillón.
—Antes de la guerra —recordó— en esta sala se conspiraba, y había muy poca
luz. Ahora es más clara que en un «Precio Único», pero no ocurre nada.
Pidió un whisky y se apoderó de uno de los tentáculos de Calamar.
—Bueno, ¿cómo va la vida, recorretabernas?

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—Cambio de sector, gordinflón mío; abandono el lodazal de Indochina por el
burdel árabe. ¿Y tú?
—Sigo de comisario divisionario en Toulouse. ¡Resulta asombroso las pocas
cosas que ocurren en una ciudad tan grande! ¿Te has enterado de lo de Jerome?
—Si te refieres a su muerte de un ataque al corazón en Pekín, sí. Fui a ver a su
hermana, al sudoeste…, ¡lo que se le parece! Tan maniática y aseada como él, pero en
lugar de oler a agua de Colonia, se perfuma con confitura y cera de abejas.
—Vernier no vendrá. Acabo de dejarle.
—¿Qué le pasa?
—No tardará en ocurrirle algo parecido a lo de Jerome. Su hija quiere dedicarse al
cine.
—¿Y bien…?
—Ella se acuesta un poco con todo el mundo. No obtendrá ningún éxito, porque
solo le gusta acostarse…, y ya sabes que ahora le va contando a todo el mundo que en
Saigón fue la amante de Résengier.
—Gracias por el informe, gordo mío; voy a descubrir relaciones entre los
productores.
—¿Le harías esto a Vernier?
—Es preferible que se lo haga un amigo, ¿verdad? Te estás volviendo
sentimental.
Entraron dos antiguos presidentes del Consejo del Vietnam; uno con su esposa, y
el otro con su hija. El primero tenía una voz aflautada y se reía con la nariz; el
segundo ceceaba; uno era ágil y delgado, el otro untuoso y lento. Le Dao, el antiguo
jefe de los Binh Xuyen, con su rostro renegrido y colgante, y temblando de frío, entró
seguido por el pequeño Tai, su consejero político.
—Este —observó Rovignon— ha tenido suerte. Si los franceses no hubieran ido a
recogerle a la Llanura de los Juncos, allí estaría aún. Nosotros siempre hemos sentido
cierta ternura por estos granujas pintorescos. «El Gordo» y Souilhac no tardaron en
llegar.
«El Gordo» había perdido treinta kilos y se había rejuvenecido en diez, pero
Souilhac estaba confuso, y sus finos rasgos empezaban a disolverse en una grasa
amarilla. Bel Ami llegó a pie, en uniforme de teniente coronel de caballería. Acababa
de ser reincorporado al Ejército francés, y parecía feliz de vivir. Después llegaban el
coronel Broussaille y Tutur, que había dejado el Ejército y quería escribir un libro.
Llevaba el manuscrito bajo el brazo para que lo leyese Rovignon y le diera su
opinión. Entró Perla, con un abrigo de visón sobre su vestido de cóctel, siempre tan
resplandeciente con sus centelleantes cabellos rojos. Sus ojos del color del mar aún
despedían doradas chispas, pero se habían tornado más oblicuos, y su rostro se había
endurecido.
El capitán Ives Kervallé, Con un brazo en cabestrillo, el quepis colorado sobre los
ojos, los cabellos siempre alborotados y mirada de contrariedad, hizo bambolear la

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puerta con su mano útil.
—Esta vez —le dijo a Rovignon—, no ocurrirá como en Indochina. Vigilaremos.
Ignoró a Calamar, que no le apreciaba.
—¿Por qué le has invitado? —preguntó éste.
—Fue herido en los Nementchas, y estaba solo en Val de Grace; me dio lástima.
¡Qué cabeza de mula! Durante el permiso de convalecencia quiere permanecer en su
unidad, en Argelia. No puede dejarla sin sentirse a disgusto.
—Como todos sus camaradas, llama a su regimiento «la botica», y a su coronel el
«boss». Mejor sería que dijera «a la orden», y «jefe», pero siente el pudor de las
palabras… o no las conoce siquiera.
Cuando pasó por delante de Kieu, Kervallé la saludó con un gesto vacuo, como si
no la conociera, o más bien como si no se explicara cómo había podido llegar a
conocerla. Kieu giró la cabeza. Rovignon se acercó a su compañero.
—No he invitado al barón Berthier. Perla y él acaban de divorciarse.
—¿Crees que se habrían sentido molestos al encontrarse?
—¿Es cierto lo que se dice?
—¿Que ella vive con Maraille? Hace cuatro meses, y se casan dentro de dos
semanas. ¡Vaya! Mira a nuestros dos presidentes. No la dejan ni un instante. Con gran
cantidad de perífrasis, no tardarán en preguntarle: ¿Sería posible hablar con el
ministro? Su gran conocimiento de los problemas de Indochina…
—… Y de los de piastra…
—… Puede poner fin a la anarquía que se está apoderando del Vietnam del Sur.
—Y al mismo tiempo, si pudiera obtener para nosotros alguna subvención del
Gobierno francés… El salmón ahumado está carísimo. Pues bien, me gusta Maraille
con su aspecto de gigoló, pero más delicioso que un aduanero viejo. ¡Y su nombre
rima tan bien con canalla! No es hombre para hacerse ilusiones sobre los hombres y
los sentimientos. Apuesta sobre la pérdida del Mogreb y el nacimiento de Europa, en
contrapartida. Pero quiere cubrirse por ambas partes. Su viaje a Moscú ha sido un
impar. Por lo tanto, para cubrirse se ha marchado a Washington.
—¿Qué habrá hallado en Perla?
—La misma clase de prostitución y la misma marca. La historia de Résengier le
ha deslumbrado.
—Julien se hace desear. Dijo que corría con la mitad del gasto, ¿verdad?
Calamar se hizo servir un «Martini» y se tragó el contenido del vaso.
—Poincelet-Bréhat —dijo, después de haber vertido la mitad del líquido sobre su
traje— se acuesta todas las noches con una triple hilera de perlas alrededor del cuello.
Es un collar que heredó de su madre, y para que las perlas no se desluzcan, las lleva
él mismo. Julien será quien un día las tendrá alrededor de su cuello. Lo mima como a
una «starlet» y acaba de comprarle un «Ferrari».
—Por algo es su tío-abuelo, y Julien acude todas las mañanas a las ocho y media
al Banco, como cualquier empleado.

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—Son las viejas tradiciones de la H.S.P.[40]. Es una desgracia para él; habría
podido continuar igual de travieso, y seguir ejerciendo la misma profesión que
nosotros.
—¿Para qué? ¿Para ir envejeciendo con el carácter avinagrado? Nunca lo pensó.
Para no comprometer a su tribu, Julien fue a desahogar su pequeña crisis de
romanticismo a quince mil kilómetros de aquí. Cuando se terminó, volvió a su tribu y
se quedó en ella.
Entró Julien, seguido del ex capitán Thach. Ya no le caía sobre la frente el
mechón de pelo rubio, y llevaba un abrigo de tweed sobre un traje oscuro. Al perder
su desenvoltura había adquirido más aplomo. Julien había encontrado a Thach en el
muelle de Marsella, medio muerto de hambre, y le había convertido en su secretario,
ayuda de cámara, confidente y compañero de salidas.
Calamar avanzó hacia Julien, con la boca abierta.
—¡Ya te estábamos criticando, uf! Claro que era sólo por pasar el rato. Pero en
nuestra insolencia había un fondo de respeto.
—Claire, tu ahijada, está mejor —le anunció Rovignon, palmeándole la espalda.
Señaló a Thach, que estaba mirando a los dos presidentes.
—¿Por qué le tienes a tu lado?
—Me roba el dinero para jugar a las carreras, y lo pierde infaliblemente; olvida lo
que le digo, e inventa lo que no le digo. ¡Y con las mujeres hace diabluras! Creo que
las comete adrede. Pero se ríe de todo, y juzga bien a los hombres. Cualquier día me
abandonará, pero será él quien lo haga, y entonces… entonces me hundiré un poco
más todavía.
—¿En qué?
—En la respetabilidad.
Julien se dirigió a Kieu, le estrechó la mano y luego se la besó.
—Estás muy bella esta noche, tanto como en Hanoi.
—No es verdad. Tengo frío, Julien; siempre tengo frío. En la habitación debajo de
la de Mamá Lien hacía calor, ¿te acuerdas?
Luego, Julien fue al lado de Perla, a la que cogió por el talle; rozó su boca con los
labios. Se besaba la mano de Hanoi, y se besaba la boca a Saigón. Perla no se mostró
sorprendida.
—No cambiarás —le dijo—. Debieras darme las señas de tu sastre. Enviaría a
Maraille (no podía acostumbrarse a llamarle por el nombre); siempre va vestido como
un saco. ¿Cómo va tu tío Poincelet?
—Como siempre. Se acuesta todas las noches a las nueve y no come más que
tallarines.
Perla no pudo impedir una sonrisa. Julien le había contado su primera cena con el
viejo financiero al desembarcar de Indochina. Poincelet había invitado al sobrino
recuperado (al menos debía tener unos veinte) a uno de los grandes restaurantes de
París, donde solía acudir. Tan pronto se hallaron instalados, había pedido con su voz

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cascada e imperiosa:
—Para mí, tallarines chinos.
Sus otros sobrinos, sus más cercanos colaboradores, habían bajado la mirada
hacia sus platos y pedido, asimismo, «tallarines chinos».
Julien se retrepó en su silla, e imitando a su tío:
—Para mí, caviar —había ordenado.
Luego, sin disimular nada, habíale contado su experiencia indochina, y las
lecciones que de ella había sacado. Su cinismo mezclado a la ternura, su avidez, y al
mismo tiempo, su desinterés, los juicios que hacía de los hombres, sin condenarles
jamás, le habían gustado al anciano agotado y desdeñoso. A través de este sobrino
insólito, cuya existencia había apenas conocido hasta aquel momento, se sintió
revivir. Había conquistado jovencitas, ahora que ya era impotente, se había
emborrachado cuando ya no podía beber más que agua mineral; había podido
conducir coches rápidos estando aquejado de la enfermedad de Parkinson,
constantemente agitado de un perpetuo temblor… y todo ello a través de las
aventuras de su sobrino.
Así es como había delegado a Julien para que viviera en su lugar. Pero como
quería hacer de él su principal heredero, y tenía el culto del dinero, ya que como buen
protestante, estaba persuadido de que no era más que un préstamo de Dios del que un
día debería dar cuenta, obligaba a Julien a ascender uno a uno los complicados
peldaños de la jerarquía de su Banco. Julien actualmente no era más que un simple
empleado en el «Servicio de Cartera», y su salario oficial era el de los principiantes:
treinta y dos mil quinientos francos al mes.
Tristán, el bello Tristán, triste como el invierno, aún mal curado de una gripe, y en
busca de un jefe a quien morder y acariciar, hizo su aparición ataviado con un viejo
abrigo de pelo de camello. Recorrió la sala.
—¡Vaya, si está aquí Perla! ¿No ha venido Maraille? Ah, es cierto que está en
Washington. ¡Mira!, también está Julien Bréhat; me gustaría conocer a su tío, dicen
que es un personaje muy curioso, pero que ordena el viento y la lluvia en ciertos
sectores de la economía. ¿Cómo estás, Rovignon? Me han contado que has sido
designado para Argelia.
—Estoy pensando en ello.
—No dudes. Allí hay todo el acontecimiento que busca todo periodista. Recuerda
que te lo dije muchas veces en Saigón.
Tristán besó manos, hizo frases, mezcló la broma con el cumplido, y por un
instante se interesó por el capitán Kervallé, que había llegado de Argelia.
—¿Y esa guerra, querido, se parece a la de Indochina?
—Es menos dura; los feluzes no son los viets, pero el ejército de Argelia no vale
como el que teníamos en Tonkín.
—¿Qué le falta?
—Una victoria. Nosotros llegamos a Indochina como vencedores, ya que

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acabábamos de ganar la guerra de 1939-1945. Salimos de allí con el rabo entre las
piernas: Dien-Bien-Fu. Es, pues, como vencidos como llegamos a Argelia. Por eso
nos hace falta una victoria, y no puedo asegurarle que la obtendremos.
«Este capitán es muy obstinado —pensó Tristán—. Pero es bueno que los
militares lo sean y quieran una victoria sin querer saber lo que la misma acarreará, y
si la historia o los hombres políticos no la convertirán en una derrota. Si fueran
inteligentes y viesen un poco más lejos de la punta de su nariz, si se desembarazasen
de toda su chatarra: medallas, victorias, desfiles, celos y promociones, los militares
podrían ser nuestros amos, ya que, en fin, ostentan la fuerza de un país que se
descompone. Pero no son así, ya que de serlo dejarían de ser militares… y es una
suerte que no dejen de serlo. ¡Vaya, escribiré todo esto en un artículo! Me están
olvidando ya, y eso es grave. Un artículo en una gran revista o en un semanario les
recordará a todos mi existencia, particularmente si entre las frases dejo deslizar
algunas alusiones pérfidas, por ejemplo, sobre los ingresos en la caja de cierto partido
por una guerra que oficialmente condenaba».
Tristán se aproximó a Perla, lamentando que en Saigón, donde era tan fácil, no
hubiera mantenido con ella ningún íntimo contacto. Pero nada se había perdido, y
Perla aún contaba con una gracia más: alcanzaba el poder.
Le cogió la mano y jugó con ella antes de besarla.
—Falta el coronel Lionel Teryman —observó Calamar—. ¿Qué ha sido de él?
Bernot susurró:
—Volvió a llamarle el presidente, Según cuenta Vernier, el coronel se aburre, ya
que no halla ninguna persona «conveniente» para oponer a quien le emplea. Así, pasa
su tiempo preparando una reforma agraria que haría revolucionarse a todo el país,
unos referéndums y unas elecciones trucadas, Pero se ha puesto en el bolsillo a
Hoang, el gran jefe de todas las policías. Se vota, digamos en Cholon, y Teryman ha
previsto un 92 por ciento de los votos en favor del presidente. Hoang se desvive para
que obtenga el 110 por ciento, y el coronel americano se desprestigia ante todo el
mundo, hasta por el presidente que de buena gana aceptaría nada más que un 100 por
cien de votos.
—¡Maldito Hoang! Le gusta demasiado divertirse, por lo que es muy fácil que
pueda asistir a vuestra cena del año que viene.
—¿Les da usted mucho tiempo al presidente y sus hermanos? —preguntó
Rovignon.
Calamar, que era más rencoroso que un cura viejo y no le perdonaba al presidente
el haberle expulsado, no dejándole más que cuarenta y ocho horas para hacer el
equipaje, declaró con su voz monocorde que desmentía el brillo de sus sombrías
pupilas:
—También estarán aquí… el año próximo o cualquier otro año. Vendrán a
nosotros para que les ayudemos a escapar al olvido por un artículo, o un «se dice».
Les haremos esperar al teléfono, y faltaremos a las citas que nos concedan. No serán

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más que como todos los que están aquí, unas sombras, unos exiliados incapaces de
emprender una nueva vida, alejando de sí todos los recuerdos. Son los nuevos rusos
blancos de París; al menos, que aprendan a conducir un taxi.
—Le Dao incluso ignora el francés —observó Rovignon—, lo mismo que Le
Son. Pero éste no se refugiará en Francia, ni será nunca un exiliado. Deambulará por
sus arrozales roído por la tuberculosis, o será liquidado por el Vietminh, cuando no
les haga falta, tras haberse servido de él.
—O traicionado por los suyos contra su peso en billetes de quinientas piastras.
Aunque está delgado y pesa poco.
—¿Ya estamos todos?
—Todavía no, espero a mi invitado. Hace falta un ser vivo en medio de todas
estas sombras.

Llegó, sonriendo tras sus gafas de oro, vestido de oscuro con un traje que por el
corte parecía el de un clérigo inglés. Le acompañaba un secretario; estaba encargado
de protegerle, aunque también de vigilarle, ya que era un hombre de Nguyen. Era el
general Phang, que iba como representante a un Congreso de la Paz a
Checoeslovaquia y que, en visita «oficiosa» a París, había sido encargado por su
Gobierno de solucionar algunas diferencias que «turbaban el buen entendimiento de
los pueblos», como el precio de compra del carbón de Hong Hay, y el remplazo de las
piezas deterioradas de la algodonera de Nam Dinh.
Phang había retrocedido al llegar frente a la entrada de aquel restaurante que
tantos desagradables recuerdos tenía para él: Jerome, Tuan-Van-Le, su juventud
miserable y sin finalidad, sus exaltaciones de mal gusto… Se volvió a su compañero.
—Este restaurante tiene historia. Nuestro camarada Nguyen solía frecuentarlo
cuando vivía en París, y el presidente Ho-Chi-Minh había venido dos o tres veces.
Esta era una precaución muy prudente.
Luego empujó la puerta se puso la máscara de su sonrisa y se inclinó ante sus
anfitriones.
—El recuerdo —dijo— de nuestro gran amigo Jerome, el gran periodista, que ha
deseado ser enterrado en Pekín, en un gran país comunista, debería servir para una
mejor comprensión entre la Prensa francesa, la que es libre, naturalmente, y todos los
pueblos de Asia. En su memoria he aceptado hoy vuestra invitación.
Phang divisó a los dos presidentes del Consejo y se dirigió hacia ellos.
—¿Qué es lo que pretende? —preguntó Rovignon.
—Invitar a los dos presidentes a Hanoi para comprometerles en alguna
combinación de neutralismo. Gracias. Gracias a esto ha venido Phang, porque le
hablé de los dos presidentes; de lo contrario, nunca habría venido. ¡Es demasiado
cauteloso!
Kieu y Perla presidían la alargada mesa, sentada cada una a un extremo, y los
invitados, según que sus preferencias se hubieran inclinado por Hanoi o por Saigón,

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iban a sentarse junto a Kieu o a Perla. Julien vaciló, ya que había amado a Kieu, y
aún deseaba a Perla. Pero cuando se sentó lo hizo al lado de la primera.
Se sirvieron los platos tradicionales de la Fiesta de la Concha: cerdo y pescado,
adobado con jugo de coco, ensalada con soja, pastel de arroz viscoso, pato y pollo,
cocidos al baño maría.
Todos comían en silencio. Broussaille intentó un chiste, pero nadie rió. Llegó el
champaña. Le Dao bebía copa tras copa, contemplando a Perla como a un objeto sin
interés. Dentro de unos meses no le quedaría un centavo. ¿Qué haría en este país
extraño, cuyo idioma no sabía hablar, esclavo del pequeño Tai, que le explotaba y le
robaba? Únicamente «el Gordo» se había mostrado correcto con él. El emperador, en
Cannes, vendía sus coches; no debía contar, por tanto, con su ayuda. Le Dao le decía
a todo el mundo que no iba a tardar en regresar al Vietnam, pero nadie le creía, ya
que carecía de tropas, de dinero y de sostén político. Miró a Broussaille a los ojos, y
el coronel, molesto, desvió la mirada.
El doctor Souilhac no tocó ningún plato. Al día siguiente, volvería a Tolón, donde
se había instalado. En aquel puerto había hallado algunos antiguos oficiales de marina
repatriados de Extremo Oriente, y fumaba con ellos.
Especialista de las enfermedades tropicales, se había creado una importante
clientela sin muchas fatigas. Vivía con su concubina vietnamita, que le preparaba las
pipas, lo que había contribuido a hacer de él un personaje exótico, a quien creían
poseedor de todos los secretos de la medicina china. China estaba de moda desde las
representaciones de la Opera de Pekín.
Souilhac se aburría, y seguía sin gran interés la descomposición de su cuerpo, sin
hacer nada por detenerla. No le gustaban ya las mujeres y se complacía en ensueños
macabros. Los oficiales con quienes mantenía amistad habían pronunciado varias
veces ante él el nombre de Résengier, pero no experimentaba el menor pesar. Había
pasado ya al otro lado de la vida, y no sentía más que una enorme indiferencia por
todo.
«El Gordo» continuaba ganando dinero como un prospector que ha descubierto
un nuevo filón. Bajo la capa de sociedades ficticias, compraba por cuenta de
acaudalados chinos o vietnamitas, que habían enviado a Francia sus millones, fondos
importantes pero en general de forma poco regular, fábricas, inmuebles, terrenos.
También se había convertido en el hombre de negocios de la familia del presidente, lo
que le obligaba a hacer frecuentes viajes a América del Sur, interesándose por las
plantaciones de café.
Cuando estaba en Francia, dos veces al mes, se iba a Thillot a ver a la esposa y
los hijos de Résengier, de los que se había instituido tutor. Había obtenido una
pensión para la viuda del antiguo comandante, y se había convertido en el
administrador de Helene: era él quien cobraba la pensión y le entregaba tres veces
más, de lo que ella no tenía ninguna necesidad. Más adelante se casaría con Helene,
la cual creía se resignaría a la idea, y tendría como suyos a los hijos de Résengier,

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anexionándose su recuerdo y su leyenda.
«El Gordo» soñaba con dedicarse a la política. Muy rico, podría permitirse el lujo
de ser honesto, familiarizado con toda clase de especulaciones, no sería tomado por
un ingenuo; realista, no le estorbaría pertenecer a un partido de izquierdas, haciendo,
según la mejor tradición francesa, una política para la defensa de los grandes y los
pequeños intereses. Sin ilusiones, se envolvería en el recuerdo de la grandeza
francesa y los restos del imperio, preparando un abandono de M rica que se
produciría lentamente y, estaba seguro, con cierta dignidad. «El Gordo» juzgaba de
muy mal gusto desestimar a soldados como ese capitán Kervallé, al que, en un
momento de su vida, él se había parecido.
Souilhac estaba perdido, pero Perla le ayudaría. Con sus uñas duras destruiría a
Maraille, y no tardaría en ser un biombo para sus rencores y sus ambiciones. «El
Gordo» detestaba a Maraille porque no había merecido el derecho a ser un granuja
luchando y arriesgando su vida, al menos una vez, pero también había odiado a los
que tuvieron un sitio en su lecho, con excepción de Résengier, al que le otorgaba
todos los derechos, de Souilhac, y de Julien, lo que no sabía explicarse.
La cena tocaba a su término. «El Gordo» se levantó, golpeó con la mano la mesa
e hizo su primer «acto político».
—Propongo un brindis por el nuevo año vietnamita. ¡Por el capitán Andrei que
fue decapitado hace quince días! Algunos de los presentes le conocimos…
Broussaille bajó la mirada, Tutur la levantó y Krevallé casi dejó su asiento, en su
afán de ponerse de pie.
—Se dejó caer en paracaídas en el maquis Meos que aún combate al norte de Sam
Neua, en la Alta Región. Nosotros empujamos a los meos a empuñar las armas, y
luego los abandonamos. Esta clase de cosas no le gustaban a Andrei, y volvió allá.
Los viets le cogieron. El armisticio ya estaba firmado; fue, pues, ejecutado como
espía. ¡Por Résengier, en el que todos pensamos, sin atrevemos a pronunciar su
nombre! Andrei dividía a los hombres en dos razas: los hombres de sangre y los
hombres de vientre. Yo bebo por los hombres de sangre: ¡Por Andrei y Résengier!
A continuación, se alzó Calamar, y tomando su copa, contempló a Phang con la
boca abierta.
—¡Por el doctor Tuan-Van-Le que, a su modo, era un hombre de sangre!
Rovignon también pronunció su brindis.
—¡Por Jerome, que no era ni una cosa ni la otra!
«El Gordo» volvió a levantar su copa.
—Y ahora, por todos nosotros, los hombres de vientre. —Y la arrojó contra la
pared.
Phang juzgó que no podía tolerar tamaña provocación, y se volvió a su secretario,
pero éste, que bebía su champaña, y estaba colorado como un tomate, era evidente
que no había comprendido nada.
Tristán, que estaba frente a Phang, dejó ver una sonrisa fatigada, y le dijo a media

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voz:
—No tiene importancia, querido; esto no es más que el romanticismo tras haber
bebido. Sólo los necios —y su mueca decía: «No en absoluto los hombres de nuestra
clase»— podrían ofuscarse por ello.
Phang fingió no haberle oído.
Calamar se humedeció los labios.
«He hecho mal —pensó— en colocar a “el Gordo” entre las sombras. Habría
debido desconfiar; tiene dinero y ha adelgazado. Se sitúa. Tutur, que desde que ha
pedido el retiro, juega a ser la conciencia del ejército; Kervallé, que representa aquí a
los paracaidistas, e incluso Broussaille, que, como es bestia, cuenta todo lo que oye,
pregonarán por todas partes su discurso. Si un día se dedica a la política incluso si la
política suya tiene que ir al encuentro de los sentimientos o de los intereses militares
(a menudo se confunden ambos), éstos lo recordarán mucho tiempo y le hallarán mil
excusas».
Hizo un gesto a Bernot que cerró los ojos, dándole a entender que había
comprendido.
Los invitados salieron a un París frío y cargado de hollín. Tristán le ofreció a
Phang, que carecía de coche, llevarle a su hotel. Rovignon y Calamar se separaron
con un encogimiento de hombros. Sabían que no tardarían en encontrarse en lugares
donde los hombres siguieran matándose, y que éstos se parecían a los demás que les
imitasen.
Perla partió sola; la esperaba su chófer, y el coche lucía una escarapela. La noche
y sus gélidos vientos se tragaron a los presidentes, a Tutur, a los coroneles y al
capitán Ives Kervallé. Julien y Thach subieron a un «Ferrari» gris, cuyas ruedas
rechinaron al arrancar.
—¿Y bien, Thach? —preguntó Julien.
—Hubiera sido mejor ir a emborracharse a cualquier parte que acudir a esta cena
de entierro. Nunca debe enterrarse a los muertos con una murga… o al menos
dejarles esta oportunidad de hacerlo.
—¿Qué oportunidad?
—Hemos venido para clavetear la tapa de un ataúd. Antes de eso existía una
ligera molestia…, ahora ya ha desaparecido. Pediré marchar a Argelia; me alistaré en
el Ejército.
—¿Qué te ocurre?
—Me siento a gusto con los hombres como Kervallé; durante la cena estuve a su
lado. Esta clase de tipos no se plantean problemas. En el Ejército hallaré camaradas, y
me habituaré a sus costumbres. Son más fáciles de soportar que la amistad.
—Nosotros nos entendíamos muy bien.
—Julien, siempre se desprecia un poco al que se paga o al que se entretiene, y
además debes saberlo ya, el reconocimiento nunca ha sido la virtud del hombre libre.
Me voy a Argelia; así seguirás siendo amigo mío, y al mismo tiempo yo seré tu igual.

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Como todas las noches, Julien pasó a visitar a su viejo tío que no lograba
dormirse. Le halló en su cama, enjuto y descarnado, con un pijama de seda negra, y
sus perlas en torno a su garganta. Julien ya no prestaba atención a ello.

—¿Y bien…? —le preguntó el anciano, con avidez.


—Me he encontrado con algunos recuerdos.
—¿Te han sentado mal?
—Un poco.
Julien le contó la cena de la calle de la Escuela Politécnica. Cuando el dibujo se
tornaba cruel, Poincelet lanzaba unos gruñidos de felicidad. Cerrando los ojos,
concluyó:
—Esta clase de servicios fúnebres les convienen a los resignados, a los ancianos,
a todos aquellos para quienes la vida se ha detenido. No debías haber ido tú, sino yo.
Buenas noches.
Julien pasó a la estancia vecina y llamó a Perla por teléfono.
—¿Eres tú, Perla?
—Sí, Julien. Acabo de llegar…
—Dime, pequeña, ¿y si hiciéramos juntos un pequeño trecho de camino todavía?
Los dos se esforzaron en reír muy fuerte como ante una buena broma que no
necesita respuesta. Pero cuando cortaron la comunicación, su desesperación era tan
completa que ambos quedaron inmóviles. Perla delante del espejo con un frasco de
crema desmaquilladora en la mano; Julien de pie, con la mano apretando el receptor
telefónico. Pero la vida acudió a recogerles como una ola sobre la marea, para
arrojarles entre los gritos, el torbellino, los placeres, los tormentos, las apetencias y
las agitaciones de este mundo.
Natalia, que era joven, bella e indolente, pero que por juego se negaba a Julien, le
pidió que fuera a recogerla al club. Se aburría y quería volver a su casa, pero no
quería estar sola. Quería dejar de vivir sola, incluso, por algún tiempo, y hacer lo que
ella llamaba una «experiencia» con el joven Bréhat para saber si se compenetraban
mutuamente.
Tristán llamó a Perla, y la invitó a comer al día siguiente. Perla aceptó, feliz de
poder, al fin medirse con aquel ser cruel y versátil, pero lleno de encanto. Lo azotaría
y lo mordería, y le haría pagar caro el desdén que le había manifestado en Indochina.
Kieu, que no podía dormirse, canturreaba:

«En la ciudad de Hanoi hay treinta y seis calles.


Me han dicho, querida amiga,
que tu casa está en la calle del Velo…
Corro allí y no te encuentro»…

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Jean Lartéguy, seudónimo de Jean Pierre Lucien Osty, fue un escritor y periodista
francés que nació en Maisons-Alfort, Val de Marne el 5 de septiembre de 1920, pero
creció en Aumont-Aubrac, Lozére, Francia y murió el París el 23 de febrero de 2011.
Licenciado en Historia por la Universidad de Toulouse, trabajó como secretario del
historiador José Calmette. Voluntario en octubre de 1939 para luchar en la II Guerra
Mundial, huyó de Francia en marzo de 1942 tras la ocupación alemana siendo
detenido en España donde se le recluyó en un campo de internamiento. Liberado, se
unió en África a las fuerzas de la Francia Libre y sirvió en el grupo de comandos de
África. Continuará como oficial en activo durante siete años hasta pasar a la reserva
con un brillante historial. Posteriormente fue corresponsal de guerra en lugares como
Palestina, Corea, Indochina, Argelia, América Latina etc.
Su obra de literaria de ficción se centra en la época de la descolonización con grandes
éxitos como «Los Centuriones» y su continuación «Los Pretorianos» y «Los
Mercenarios» que dieron lugar a la película «Mando Perdido» («Lost Command»)
protagonizada por Anthony Quinn y Alain Delon. En ella se narra la Guerra de
Independencia de Argelia con gran dinamismo y crudeza.

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Notas

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[1] Stringer, en lenguaje periodístico, es el corresponsal local, que escribe para algún

diario o revista extranjero, y al que, generalmente, se paga bastante mal, sin tener las
ventajas de los corresponsales titulares. (N. del A.). <<

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[2] Yats, en lenguaje popular piastras. (N. del A.). <<

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[3] Tripitaka: El ramo triple, el libro santo budista. (N. del A.). <<

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[4] AFAT: Auxiliar femenino del Ejército de Tierra. (N. del A.). <<

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[5] Mah-quis: genios del mal. (N. del A.). <<

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[6] V.N.Q.D.D.: Viet Nam Quoc Dan Dang (Partido nacional vietnamita). La réplica

del Kuomintang chino, pero cuya estructura es la división por células, había sido
calcada sobre el patrón soviético. Tenía por objeto echar a los franceses de Indochina
y preconizaba el empleo de la violencia y el terrorismo. (N. del A.). <<

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[7] Las tres Ky son las tres grandes provincias que constituyen el Vietnam histórico:

Tonkín, Annam y Cochinchina. (N. del A.). <<

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[8] Choum: alcohol de arroz grosero, de fabricación local. (Nota del Autor). <<

www.lectulandia.com - Página 337


[9] Beacher, de beach, playa, en inglés: encallar. <<

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[10] No existía a la sazón ningún signo aparente de graduación en el ejército popular.

(Notas del Autor). <<

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[11] Muon Nam Ho-Chi-Minh (literalmente): «Diez mil años de vida al presidente Ho-

Chi-Minh». (N. del A.). <<

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[12] Bo doi: soldado del ejército popular. (N. del A.). <<

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[13] Rickshaw: denominación inglesa en Oriente del ciclo a pedal. (Nota del Autor).

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[14] Rouletabille: periodista y detective protagonista de la célebre novela El misterio

del cuarto amarillo, de Gastón Leroux. (N. del T.). <<

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[15]
G.C.M.A.: organización encargada de atacar la retaguardia enemiga y de la
creación del maquis. Esta tentativa presentó, en cierto momento. Alguna Importancia.
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[16] Meos: pueblo de origen mongólico. Llegado de China muy recientemente y que

vive entre los mil doscientos y los dos mil metros de altitud. (Notas del Traductor).
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[17] Tiai, doméstica. (N. del A.). <<

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[18] Canbos: nombre aplicado a los cuadros vietminhs. (N. del A.). <<

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[19] Phong-Iun: palabra intraducible. Puede traducirse como el estado del hombre

sabio, maduro y filósofo, ecléctico, artista y apartado de las vanidades humanas


vulgares de este mundo. Connaisance du Vietnam, por Huardy Durand. (N. del A.).
<<

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[20] Fecha conmemorativa de la toma de la Bastilla, fiesta nacional de la República

Francesa. (N. del T.). <<

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[21] El Caodaísmo nació de las divagaciones de un triste funcionario, Fu Ngo Chieu,

que se entregaba a las prácticas espiritistas en la isla del golfo de Siam. Había leído
todo cuanto al respecto caía en sus manos: Camilo Flammarion, Allan Kardec, las
enseñanzas de Ruda, Confucio, Sun Yat Sen, la Biblia y los poemas de Víctor Hugo.
Todo esto se mezcló en su pobre cerebro, y de ello nació Cao Dai, el Ser Supremo
que era, a la vez, Buda y Cristo, y cuyos profetas habían sido Víctor Hugo. Confucio
y Sun Yat Sen. Un avispado negociante, Le Van Trung, comprendió inmediatamente
todo el partido que podía sacar de esta religión naciente, a fin de mejorar sus finanzas
y entregarse a un papel político. Eliminó al pobre Chieu y se hizo nombrar papa.
Le Van Trung creó una jerarquía sacerdotal y administrativa calcada de la de la
Iglesia católica, con tres «grandes cardenales», treinta y seis arzobispos, setenta y dos
obispos y tres mil sacerdotes. Todas las funciones eran tan asequibles a los hombres
como a las mujeres. Para cada categoría de sacerdotes, Trung diseñó unos uniformes
de una fantasía desbordante, con tiaras, capas y dalmáticas. También hizo erigir en
Tay Ninh, la capital religiosa de la secta, un templo de estuco policromo.
Luego, Le Van Trung se lanzó a negocios sospechosos. Fam Cong Tac, su rival, un
antiguo empleado de Aduanas, le obligó a «desencarnarse»…, ya que en el Cao Dai
no se muere. Desaparecido pues Le Van Trung, Fam Cong Tac fue el nuevo papa. Los
caodaístas se pusieron al servicio de los japoneses, luego se pasaron al Vietminh, se
querellaron con él y se aliaron a los franceses.
Fam Cong Tac, intrigante, turbulento, megalómano, trató por todos los medios que se
cumpliera una profecía de la secta: «El Caodaísmo se convertirá en la religión
nacional y en sus manos quedará la dirección de los destinos del Vietnam».
Los caodaístas, en la época que nos interesa, totalizaban un millón quinientos mil
nombres y su ejército comprendía, siempre según ellos, veinticinco mil hombres. (N.
del A.).
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[22] Rach: río, curso de agua. (N. del A.). <<

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[23] Huyn-Fu-So, hijo de un notable del oeste cochinchinés, estaba dotado de una rara

belleza. Tenía un semblante pálido y alargado, con grandes ojos oscuros e inmóviles
como el agua de un arrozal al claro de luna. Se decía que estaba poseído por el
demonio, porque había sido suspendido cuatro veces en sus estudios. Después de esta
serie de fracasos, pasó muchas horas tendido en el suelo. El relámpago que rasgó el
cielo el día 18 del quinto mes del año 1939, le arrancó de su éxtasis. Entonces
empezó a predicarle a su familia y a sus vecinos una nueva religión.
No era más que un budismo simplificado, mezclado con brujerías, sin templos ni
bonzos, una religión al alcance de todos y hecha para los pobres. La secta tomó el
nombre del pueblo, cuna de Huyn-Fu-So, Hoa Hao.
Bajo la influencia de algunos nacionalistas, sinceros o interesados, Huyn-Fu-So y sus
discípulos mezclaron en sus predicaciones varios slogans antifranceses. Los
japoneses, al llegar a Indochina, los utilizaron y formaron en bandas armadas que
robaron y devastaron todo el oeste de Cochinchina. Los vietminhs, después de la
capitulación japonesa, liquidaron a Huyn-Fu-So para apoderarse de la secta. Su
cadáver, cortado en tres partes, fue enterrado en tres sitios diferentes. (N. del A.). <<

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[24] Paddy: arroz sin descortezar. (N. del A.). <<

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[25] Chamissen: Instrumento de cuerdas, japonés. <<

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[26] Nambo: nombre vietminh de la Cochinchina. (N. del A.). <<

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[27] Comprador: intermediario entre los clientes chinos y los comerciantes europeos.

(N. del A.). <<

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[28] Comprador: intermediario entre los clientes chinos y los comerciantes europeos.

(N. del A.). <<

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[29] Se trata de otro militar del mismo nombre que el vietminh Nguyen. (N. del T.). <<

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[30] Thi ai: doméstica vietnamita. (N. del A.). <<

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[31] Alusión al juego chino de las treinta y seis bestias. (N. del A.). <<

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[32] El ramo de flores con pico, reemplaza al velador en las sesiones espiritistas del

sudeste asiático. (N. del A.). <<

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[33] Giongs: dunas de arena en semicírculo que recuerdan que antaño la Llanura de los

Juncos estaba batida por el mar. (N. del A.). <<

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[34] Chao Anh: gran hermano. (N. del A.). <<

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[35] Dou Me, literalmente: «¡Monto a la zorra de tu madre!». <<

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[36] El gia de arroz mide veinte litros. En aquella época valía, aproximadamente,

cuarenta piastras, o sea, cuatrocientos francos. (N. Del A.). <<

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[37]
Le Loy: fundador de la primera dinastía vietnamita que arrojó a los chinos,
aunque volvieron. (N. del A.). <<

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[38] Huyn-Fu-So fue asesinado por los vietminhs en abril de 1947, pero para sus fieles

sigue vivo en un retiro del que regresará un día. (N. Del A.). <<

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[39] Cangrejo: pequeño vehículo anfibio. Aligator: vehículo mayor y mejor armado.

(N. del A.). <<

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[40] H.S.P.: Alta Sociedad Protestante, un club muy exclusivo, en el que hay que ser

rico, honesto y parecer virtuoso. (N. del A.). <<

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