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Jean Lartéguy
La amarilla nostalgia
ePub r1.0
Thalassa 23.06.17
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Título original: Le Mal Jaune
Jean Lartéguy, 1962
Traducción: Miguel Giménez Sales
Diseño de cubierta: Fawcett Publications
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Prefacio
Esta novela es la historia de dos ciudades que ya no existen: Hanoi y Saigón. En el
delta del Tonkín puede todavía encontrarse, es cierto, una población llamada Hanoi,
como en el delta de Cochinchina se encuentra otra que sigue llamándose Saigón. Una
es la capital de una república autoritaria y burocrática; la otra, lo es de un Estado
tradicionalista y anacrónico.
Ambas son mojigatas e hipócritas, y aunque sus parques aparecen rastrillados y
repintados sus edificios, nada tienen que ver con las dos urbes mestizas que, nacidas
de la unión de blancos y amarillos, murieron a consecuencia de su divorcio. Fueron
dos bellas mestizas tiernas e infieles, crueles y sensuales, perezosas, violentas,
secretas e impúdicas.
Quienes las amaron, y fueron muchos, contrajeron entre sus brazos una dolencia
de la que nunca han logrado curarse: el mal amarillo, la amarilla nostalgia que enerva
en las noches de negro hastío los átanos días de abandono.
Cuando escribí la historia de aquellas ciudades lo hice bajo títulos diferentes: La
ciudad estrangulada y Las almas errantes. Hoy formo con ella, empero, un solo
volumen.
Es la misma historia de entonces, y sin embargo es también una historia distinta;
porque he tenido tiempo, desde la toma de Hanoi por los vietminhs y desde la guerra
de las sectas en las calles de Saigón, de conocer mejor mi enfermedad y recrearme en
ella. Dedico este libro a todos aquellos que, como yo, sufrieron el ataque de aquel
mal pernicioso y hallan aún en cultivarlo un nebuloso placer.
JEAN LARTÉGUY
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PRIMERA PARTE
HANOI
La ciudad estrangulada
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Dos días después, Jerome se apeaba del avión en Gia Lam, aeropuerto de Hanoi,
con su maleta de cuero y su vieja máquina de escribir, cuyo estuche metálico
mostraba las abolladuras de treinta años de reportajes.
Julien Bréhat, que procuraba ser útil en el club de Prensa, fue a buscarle en jeep,
pero llegó con retraso. Jerome, secretamente sorprendido por aquella descortesía,
pasó media hora plantado en la pista, bajo el sol implacable de la mañana de
septiembre.
Julien, desde lejos, mostró el periodista al chófer, un tal Mosquito, a quien de vez
en cuando honraba con sus confidencias.
—¿Ves aquella vieja lechuza, allá, entre sus maletas? Dicen que es de lo mejor
que ha dado la profesión. ¿A ti qué te parece?
Mosquito gruñó. No solía pensar, pero gustaba de dar a conocer sus opiniones.
Menudo, filiforme, exageradamente velludo, era en extremo susceptible.
Con gracia y agilidad, Julien saltó del vehículo. Calzaba alpargatas; vestía camisa
blanca y unos viejos pantalones de tejido. Como Jerome observó, se echaban de
menos su reloj de pulsera y la cadena de oro que, con una medalla en la que estaba
grabada la fecha de su nacimiento, había llevado antes al cuello; probablemente, los
guardaba ahora en prenda algún comerciante chino.
Pero su tez se había dorado, habían adquirido sus cabellos el color de la paja, y su
cuerpo, perdida la gracia perezosa de la adolescencia, se había vuelto seco y viril
como el de un gitano. La nariz era respingona y pecosa. Los ojos, en contraste,
aunque verdes como las aguas de un estanque, podían tomar en los momentos de
cólera reflejos metálicos.
En el curso de su precedente estancia en Hanoi, Jerome le había preguntado a
Julien:
—A fin de cuentas, ¿qué haces tú en Indochina?
Julien, que acababa de pedirle prestadas unas piastras, contestó:
—Ver y divertirme…, como Fabricio del Dongo en las guerras del Imperio. Sólo
que los ejércitos se han hecho ahora demasiado estrictos, los militares se han vuelto
aburridos, y en consecuencia he tenido que titularme periodista. Uno de mis tíos es
propietario de un pequeño periódico. Tira muy poco, pero podría fastidiar al ministro
de Estados Asociados durante su campaña electoral. Para amansarle de antemano le
ofrecieron un viaje a Indochina. Yo había dado algunos… algunos arañazos… Como
los gatos, ¿entiendes?, que no pueden evitarlo porque son su reacción natural. Mi tío
me envió en su lugar, y me he quedado.
Jerome no se alegró de ver de nuevo a Julien; no estimaba en absoluto a quienes
vivían al margen de la profesión periodística y, en su opinión, la degradaban. Pero, al
propio tiempo, experimentó la secreta atracción que ejercían sobre él los jóvenes más
o menos extraviados; fruto, quizá, del oculto deseo de evangelizarles y, si aceptaban
sus prédicas, de ayudarles.
Mientras Mosquito cargaba el equipaje, Julien preguntó:
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—¿Has tenido buen viaje?
—Un poco de zarandeo sobre las Filipinas. ¿Para qué periódico trabajas ahora?
—Para ninguno. El New’s lnternational, al que me recomendaste, acaba de
prescindir de mis servicios. La guerra de Indochina se termina, ya no necesitan
stringer[1].
—¿De qué vives?
—Echo una mano aquí, otra allá… Soy útil e infiel, me divierto traicionando
secretos… De todos modos, los periodistas no guardan secretos nunca.
—Es preciso creer en la profesión que uno elige.
—Tengo veinticuatro años y me niego a elegir nada aún, así sea una profesión
como una mujer, una religión como una idea política. Pero estoy a gusto en
Indochina. Cuando deje de apasionarme como ahora, me largaré y en paz.
—Algún día cesarás de gustar y divertir a la gente.
—Pues entonces me apretaré el cinturón y me agarraré a una mujer, a una idea o a
un oficio. Seguir siendo periodista, no. Los periodistas viejos tienen demasiados
resabios. Como los perros viejos. Fíjate en Rovignon o en Calamar.
—O en mí mismo, ¿no es eso?
—Tú eres por lo menos el que envejece mejor.
Mosquito puso brutalmente en marcha el jeep. Estaba molesto porque Jerome no
le había honrado ni con una inclinación de cabeza.
A la entrada de la carretera de Haifong, los carros chinos de colores chillones,
sobrecargados de viejos, de mujeres, de niños, de canastos, de muebles
desmantelados, de ánades en sus cestos de mimbre, se entremezclaban con vetustos
taxis de carrocería bamboleante y con camiones militares semivacíos conducidos por
senegaleses de rientes dientes blancos.
El jeep cruzó «al ralentí» el interminable puente Doumer que une Gia Lam con
Hanoi. Las limosas aguas del río Rojo transportaban troncos de árboles, cadáveres de
animales y haces de vegetación. El vehículo remontó luego las amplias avenidas
calcinadas por el sol. En las aceras se amontonaban camas, mesas, armarios, tinajas,
ropas de vestir, cacerolas y aparatos de radio. A martillazos, unos coolies cerraban
grandes cajas.
En los alcorques de los árboles humeaban y se ennegrecían papeles. El perfume
de Hanoi, aquellos días últimos de septiembre, era un olor de cenizas, como su rumor
era el del cierre de ataúdes.
Grupos de refugiados vestidos de negro pasaban trotando, descalzos los pies, el
balancín al hombro. Si se detenían con brusquedad, algún bol desportillado, un poco
de leña, unas latas de conserva vacías, unos puñados de arroz, rodaban por el suelo.
Circulaban lentamente camiones, que en ocasiones se alineaban a lo largo de la
calzada para recoger a los refugiados, a aquellos hombres que ya no eran hombres,
sino basuras que se llevaban los servicios de limpieza.
La ciudad semejaba desembarazarse de las sobras para quedar, solitaria y
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solemne, a la espera quién sabe si de una fiesta, de un duelo o de un sacrificio.
Jerome guardaba silencio mientras consideraba con atención penetrante cuanto
ocurría a su alrededor. A veces se enderezaba incluso en el asiento, asiéndose al
parabrisas.
«Prepara ya su primer artículo —pensó Julien—. Todos hacen lo mismo, todos
incuban el mismo huevo… Jerome es más fuerte que los otros; un veterano cargado
de artimañas: lo que se dice un buen periodista y sin embargo, al propio tiempo, uno
le tomaría por un jefe de boy-scouts, con manías e irritaciones de solterona… Habré
de ingeniármelas para sacarle quinientas piastras antes de que lleguemos al club de
Prensa… El abuelo Jerome habrá cumplido ya los cincuenta y cuatro, y se medica el
hígado con píldoras de todas clases. Las tareas de periodista, las noches en blanco y
los matarratas le han hecho polvo… ¿Cuál será el mejor camino de ataque para el
sablazo?».
Julien se echó a reír blandamente. Con gusto hubiera contado a Jerome su última
desventura.
Rovignon, el corresponsal de France-Presse, le había ofrecido mil piastras para
que endosara a Stanley, de la United Press, un lote de noticias falsas. Éxito: Stanley
había recibido un rapapolvo de su director. Pero, a la hora de pagar, Rovignon había
recordado que Julien debía exactamente mil piastras a la agencia por gastos no
justificados…
Julien reflexionó, cosa que no solía hacer cuando se trataba de cometer una
coladura de las que tanto le satisfacían. «Es la clase de historia que a él no le gusta.
Más vale no apartarse de las generalidades. No hay historia que merezca arriesgar
quinientos yats[2] esta mañana».
Tocó al periodista en el hombro. Jerome se volvió, sorprendido.
—¿Sí?
—¿Tú qué ciudad prefieres? ¿Hanoi o Saigón?
—Hanoi, por supuesto.
—Yo prefiero Saigón. Es más picante, más compleja, se adapta mejor a mis
costumbres. A propósito…
Pero Jerome se había vuelto de nuevo para decirle a Mosquito:
—Me gustaría pasar por el lago.
El conductor refunfuñó:
—Nos desvía del camino.
—No importa.
Mosquito cambió de rumbo, pero, para mostrar su descontento, tomó tan
brutalmente un viraje que le faltó poco para aplastar a un ciclista.
El lago apareció. En sus aguas grises se reflejaban los puentes, una pagoda, los
puestos donde los vendedores de flores, de dientes negros, ofrecían gladiolos. Unos
niños pescaban con cañas improvisadas. Las hojas de un sauce llorón susurraban al
viento.
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—Como el lago del bosque de Vincennes —evocó Julien—. Sólo faltan los botes
y los papeles manchados de grasa.
Jerome hizo detener el vehículo a la entrada del puente de madera; pidió que
dejaran el equipaje en su habitación y dijo que no le esperasen, que iría al club de
Prensa por sus propios medios.
Mosquito arrancó al instante, antes de que Julien pudiera abordar el problema de
las quinientas piastras que debía entregar a mediodía al gerente del club de Prensa si
no quería ser expulsado.
Jerome anduvo a lo largo de un muro blanqueado a la cal, contra el cual habían
instalado sus mesas bajas los adivinadores del porvenir. Algunos de éstos se servían
de naipes estrechos y largos pegados sobre bastoncitos de bambú; Otros utilizaban
huesos de pollo, otros leían en las líneas de la mano. Una mujer joven, agachada
junto a un adivino, se miraba la palma con asombro. No alcanzaba a explicarse cómo
podía estar escrito en aquel entrecruzamiento de líneas, apenas visibles, que ella no
debía abandonar Hanoi, pues estaba a punto de encontrar a un hombre a quien
amaría; que le convenía tener fe en el número cinco y no bordear nunca lagos y ríos
después de la puesta del sol, porque los chu’vi de las aguas le eran nefastos.
La joven sacó de su pequeño bolso un billete de veinte piastras cuidadosamente
doblado y preparado, lo tendió al adivino y se puso en pie. Rozó a Jerome con uno de
los faldones de su ao-dai de seda y desapareció detrás de un árbol: una silueta grácil
y elegante como la flor trazada por un viejo pintor chino.
Jerome experimentó una ligera turbación, pues aquella silueta había evocado en él
un recuerdo a la vez confuso y desagradable. Tratando en vano de borrar la
impresión, franqueó la pasarela de madera roja que salvaba las aguas del lago, y entró
en la pagoda edificada en una islita.
En el centro de un cuenco de cobre lleno de arena, colocado ante la estatua
groseramente pintarrajeada de un Buda ventrudo, plantó tres pebetes o bastoncillos de
incienso.
Unos cuantos fieles postrados en el suelo, con túnicas pardas por encima de sus
ropas, cantaban los versículos del Tripitaka[3]. Pegada la nariz al libro de rezos,
subrayaban cada palabra con el sonoro castañeteo de un pequeño cuenco de madera;
cada versículo con el tintineo de una campana. Jerome se abandonó al ritmo
sosegante de aquellas voces nasales cuyo sonido subía y bajaba, bajaba y subía.
Terminada la plegaria, los fieles se enderezaron, hicieron una profunda
reverencia, se despojaron de las túnicas, guardaron sus libros en un cofre y se
encasquetaron los sombreros. Luego desfilaron ante el periodista, dirigiéndole al
pasar breves miradas de reojo, curiosas e inquietas a la vez; enseguida, bajaban los
párpados y reasumían su actitud almibarada. Jerome se sintió regocijado. Había
observado que, en el mundo entero, el amor de Dios va siempre acompañado de una
violenta curiosidad y de cierta inclinación al comadreo.
De pronto reconoció entre los fieles al pequeño Dai, a quien había encontrado
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muchas veces junto a Tuan-Van-Le.
Le retuvo por un brazo.
—¿Está Le en Hanoi?
Dai se echó a temblar. Dando súbitas muestras de innecesaria excitación,
comenzó a repetir con fuerte acento vietnamita:
—No lo sé, señor, no; de veras, no sé nada, señor…
Jerome le soltó y le vio huir a la carrera.
Poco después, empero, advertía que Dai estaba ocultándose de árbol en árbol para
seguirle. Sin embargo, Tuan-Van-Le no podía encontrarse en Hanoi. Según los
últimos rumores que circulaban, continuaba en Bangkok; de lo contrario, nunca uno
de sus hombres se hubiera hallado en un templo budista recitando con fervor sus
plegarias.
Jerome se detuvo cerca del canasto de un vendedor de sopa china. El cálido
aroma del pimiento, del caldo y del ngocman-mam le recordó hasta qué extremo
amaba aquella ciudad y aquel país. Fue a sentarse sobre un banco de madera, junto a
unos coolies, y, escudilla en mano, comenzó como ellos a manejar los palillos.
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también, como nosotros, lleva cuernos. Salvo que, en su matrimonio, él es la esposa
enamorada. Por ello le encontrarás siempre alerta: posee un sexto sentido que le
permite saber cuándo le engañan… Saberlo antes que nadie. Nosotros, los maridos,
en cambio, jamás concebimos una sospecha. Así que, en cuanto Asia empieza a arder
con su pequeña crisis de calentura, como ahora, no hay que perder de vista a
Jerome…
Calamar abrió su bocaza, mostrando sus dientes verdeantes. Asemejaba a la
espera de algo, como el perro a quien se recompensa con un terrón de azúcar; estaba,
en efecto, a la espera del premio a su larga explicación.
Mas, como la recompensa no llegase, volvió a cerrar la boca y se arrellanó en la
butaca. Julien mostró intención de marcharse. Como el otro permaneciera indiferente,
el joven declaró:
—Jerome tenía una cita en la pagoda del lago.
Un destello de pasión y de inquietud iluminó los sombríos ojos del periodista. No
era hombre capaz de fidelidad, excepto en relación con su periódico, y detestaba
siempre perder una información importante.
—Aguarda —dijo a Julien—. Te pago una copa. ¿Qué vas a beber?
—No bebo…, para no sudar. Los tipos que sudan son horribles: blandos,
viscosos, malolientes; como para asquear a la mujer de tragaderas más anchas.
—Olvidaba que todo tu capital consiste en tu bello rostro. Bien, ¿qué has visto en
la pagoda?
—Quinientos yats.
—Eres un vulgar chulo. Sin embargo, yo te comprendo; no presumo, como
Jerome, de profesor de virtud. Todos tenemos derecho a vivir… Trescientos yats,
monada.
—Cuatrocientos, o me largo a contárselo a la competencia.
—Conforme.
—Los billetes primero.
Julien se guardó el dinero, preguntándose qué demonio podría inventar. Recordó,
de pronto, a Jerome pasando junto a las mesas de los adivinos, y sobre este tema
comenzó a improvisar:
—He visto a Jerome detenerse junto a un echador de cartas. Se ha inclinado hacia
él, y el fulano le ha entregado un papelito.
—¿Eso es todo?
—Todo.
—No me gusta que me tomen el pelo… Está bien, quédate con las piastras. Te las
presto. Quién sabe si algún día necesitaré un pequeño servicio. Pero entonces, ojo con
jugármela. —Calamar disparó un tentáculo con intención de atrapar una mosca que le
molestaba, cerró los ojos y, con la misma voz monótona, añadió—: El general De
Langles es uno de los grandes rufianes del Ejército francés; podría beneficiarse de
todas las AFAT[4] del Cuerpo expedicionario, las esposas de todos sus oficiales… y
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ahí tienes que se enamorisca de una ramerilla mestiza… Se muestra hasta celoso. Un
día sorprendió a un capitán que la miraba con demasiada atención. Le expulsó
inmediatamente de su Estado Mayor y le envió a la Llanura de los Jarros, de donde
no ha vuelto, ni volverá. ¿Qué te parece que haría Langles si supiera que un
periodista que ni si quiera lo es de verdad ha seducido a su amiguita? El avión hacia
Francia ipso facto…, con un informe colgado del trasero que te denunciaría como
agente vietminh. En el mejor de los casos no podrías volver jamás a poner los pies en
Indochina, ni que fuera en el sur. ¿Qué dices?
—¿A ti qué te importa eso?
—Quería advertirte que no me dejo engatusar así como así. Oye, ¿es cierto que
Mamá Lien ha adiestrado de maravilla a esa pequeña? ¿Cómo la llaman en la
intimidad? ¿Clara o Kieu?
Jerome llegó al club de Prensa poco antes del almuerzo. En la terraza divisó a
Rovignon, quien, enorme y velludo, aullaba con los puños apoyados en las caderas:
—¿Dónde cuerno habéis metido mi gorra?
Nariz en alto, abierta la boca, un boy temblaba en el jardín.
—Un momento, señor… Siempre apresurado, señor… Eso no es bueno…
El boy, a quien las cóleras del periodista sólo divertían, cacareaba ahora como una
clueca. Rovignon llevaba el cráneo afeitado y tenía anchísimo el cuello, lo que le
daba cierta apariencia de luchador de catch que ha dejado de entrenarse. Hizo
ademán de bajar al jardín, el boy lo hizo de emprender la fuga, y ambos estallaron en
carcajadas. Jerome estimaba a Rovignon porque era sensato, eficaz y consciente de la
importancia de su misión como corresponsal de guerra. Le gritó un saludo; Rovignon
le vio y respondió al instante con grandes gestos.
—¡Eh, eh, Jerome! ¿También tú vienes a asistir al entierro de Hanoi? ¡Estaré
contigo en el bar dentro de cinco minutos!
Terminado el almuerzo, Calamar sacó del bolsillo una octavilla que había sido
distribuida a las tropas francesas durante la noche del «alto el fuego» y la tendió a
Jerome.
—¿Has leído esto?
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Jerome leyó el texto tres veces. Imaginó a Le dictándolo con su iracunda voz a
cualquier tipógrafo embrutecido, quien le miraría con aquel aire de particular
imbecilidad que toman los vietnamitas cuando no comprenden del todo una cosa.
Al enderezar la cabeza observó que Calamar espiaba su reacción y supuso que
también él pensaba en Tuan-Van-Le.
—¿Cómo actúan los movimientos nacionalistas? —preguntó.
Rovignon encogióse de hombros y se sirvió vino. Calamar rió con satisfacción.
—No actúan. —Esperó con la boca abierta, y luego continuó en el mismo tono
rápido e incoloro, sin acentuar una palabra más que otra—: Han embarcado todos
rumbo a Saigón con sus familias, sus muebles y sus criados, robando todo lo que han
podido de las cajas de las diversas administraciones de que eran responsables.
—¿Y esta octavilla?
—La ha impreso una pequeña banda de chiflados; tipos que se harán aplastar si
insisten en sus guasitas. Tienen encima, además de a la policía secreta vietminh, que
opera desde hace tiempo en Hanoi, a la Sureté francesa, que no consiente que se
altere el orden, y la Sureté vietnamita, que los detesta porque les atribuye varios
asesinatos, entre ellos el del gobernador del Norte…
—¿Quién les respalda?
—Quizá los americanos, a través de alguno de sus innumerables servicios; o
quizá el Kuomintang, que viene a ser lo mismo… O quizá nadie.
—¿Quién es su jefe?
—Pues se ha llegado a decir que Tuan-Van-Le. Pero, en mi opinión, él es
demasiado astuto para embarcarse en semejante aventura… ¿Qué crees tú, Jerome?
Tú le conoces bien.
—Tuan-Van-Le está en Bangkok.
—Eso afirman. Sin embargo, ¿es cierto?
Jerome poseía un bello rostro pálido e inexpresivo, como de diplomático de la
antigua escuela; había canas en sus sienes; no usaba gafas, salvo para leer, y cuidaba
de sus corbatas y del pliegue de sus pantalones. Sabía permanecer impasible, pero sus
finas y nerviosas manos le traicionaban siempre. Calamar vio que ahora se contraían.
Pensó que Tuan-Van-Le tenía ciertamente que estar en Hanoi, y que Jerome lo sabía.
Ello sería la explicación lógica de la muerte del gobernador, del miedo que
parecía haberse adueñado de improviso del puñado de petardistas que componían aún
el Comité de Defensa del Vietnam del Norte y de las misteriosas desapariciones cuya
responsabilidad no podía achacarse al Vietminh.
Calamar esperó a que la sala se hubiera vaciado para llamar por teléfono al jefe de
la Sureté.
—Hola… Bernot, ¿eres tú? Necesito verte. A las siete en casa de Mamá Lien. ¿Te
sirves de ella todavía? Sí, claro está que se trata de algo serio. ¿Me imaginas
moviéndome para nada con este calor?
Colgó el aparato, regresó a su butaca y se puso a reflexionar. Bernot iba todas las
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noches a la misma hora a casa de Mamá Lien para fumar opio. Por la mañana y por la
tarde lo fumaba en su propia casa. Todo el mundo lo sabía, y hubiera sido fácil
matarle. Nada le ocurría, empero, pese a que como sinvergüenza era de lo más
destacado, incluso entre los policías.
Y ello no obstaba a que fuera asimismo un policía excelente. Poseía un profundo
conocimiento de los hombres y de sus debilidades; sabía corromperles, arrancarles
todos sus secretos, no volver a soltarles nunca, y al propio tiempo interesarles y
tranquilizarles demostrándoles que el mundo entero es sólo una vasta letrina.
Calamar apreciaba a Bernot; un día le había dicho algo que, en su boca, equivalía
a un gran elogio:
—Tú rebosas ternura hacia los bribones que te divierten; y si no te cuesta nada,
eres hasta capaz de hacerles un favor, Servirías para cómplice.
El reloj del bar señalaba las cuatro. Calamar emitió un gruñido, se restregó la cara
y fue a instalarse ante la mesa que sostenía su máquina de escribir. Con unos cuantos
chismes y unas pocas declaraciones oficiales, menos valiosas aún que los chismes,
empezó a redactar su cable cotidiano.
Le hubiera gustado describir en todos sus detalles el fin de la ciudad, la
descomposición engendrada en su seno, la forma en que se desatarían en unos días
los nudos atados desde hacía tantos años. Pero ¿a quién interesaría aquello en
Francia? Incluso si obtenía una entrevista con Tuan-Van-Le, incluso si para celebrarla
arriesgaba la piel, ello no representaría más que unas pocas líneas. Francia, antes ya
de perder Indochina, la había olvidado. ¿Quién recordaba aún al doctor Tuan-Van-
Le?
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con latas de conservas, botellas vacías y rollos de película. Una vieja «Remington»,
desmontada a medias, se veía sobre una mesa.
Rovignon refunfuñó:
—Tendré que comprarme otra máquina; ésta está descacharrada. Le pediré a un
americano que me la traiga de Hong Kong. ¿Tienes sed? ¿Coñac con soda?
¿Cerveza?
—Coñac con soda.
Rovignon hundió la mano en un extraño recipiente de color rosa, en forma de
vaso de noche alargado, y sacó del mismo un pequeño bloque de hielo que dejó caer
dentro de un vaso. Abrió la botella de soda con ayuda de la manija de la puerta, y
luego se puso a cuatro patas para sacar el coñac de debajo de la cama. A continuación
se rascó la nuca.
—No hay forma de dormir con este tifón. He enviado al boy a buscar una
muchacha. Pero ha tenido miedo de salir. El trueno, los relámpagos y todo este
aparato le tienen amilanado. Según me ha dicho, la noche está poblada de mah-quis
[5]. La «boyesa» que me hace la cama me deja jugar con ella, pero de ahí no pasa.
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tenido en sus manos el destino del Vietnam.
Dos o tres veces le inquietó el recuerdo de la silueta de la joven que había
entrevisto en la pagoda. Después, el cansancio de sus brazos y piernas le recordó una
vez más que ya no era joven, y que tal vez aquel sería su último viaje a Extremo
Oriente.
—He ido a ver al adivino —le dijo Kieu a Julien—. Sí, esta mañana, en una
pagoda del pequeño lago, y ¿sabes lo que me ha dicho? Que en Hanoi encontraría a
un hombre al que amaría.
Julien, que estaba tendido sobre la cama de madera, se incorporó y con las
rodillas entre los brazos contempló curiosamente a la mestiza que yacía a su lado.
—¿Soy yo este hombre? —preguntó.
—No, porque yo he de amarle… A ti te aprecio… Contigo me divierto haciendo
el amor y dándote citas.
—Citas a las que no acudes.
—Me gusta ofrecerte comidas al estilo chino.
—Y también disfrutas negándome mil yats cuando los necesito.
Mamá Lien le había prestado a su pequeña pensionaria una pequeña estancia
blanqueada con cal, que se comunicaba con su jardín y con la calle, mediante una
puerta privada. Era allí donde Kieu se citaba con sus amantes de una hora, de una
semana o de un mes… Lien, que no hacía nada gratuitamente, más por cuestión de
principios que por necesidad, les sacaba dinero cuando la joven ya se había cansado
de ellos. Así les procuraba otras mujeres o les iniciaba en el opio…, si ya no lo
estaban.
Desde hacía dos meses, Julien se veía en casa de Lien con la querida del general
De Langles, pero sabía que no era él solo a gozar de los favores de la joven, y había
tomado el partido de reírse de ello.
Las ráfagas de lluvia y de viento enviaban sus últimos suspiros y llevaban hasta
ellos, por una puertaventana, restos de flores coloradas y el perfume del jazmín, junto
con el aroma de la tierra vegetal y el olor acre de las hojas podridas.
En el fondo de la pieza, ante un altar a los antepasados, ardía una lámpara de
aceite. Los reflejos de su luz dorada y grasienta iluminaban los desnudos cuerpos.
—Cuando se ama a un hombre no debe vivirse bien —continuó Kieu—, debe
sufrirse…, sentir ganas de morder, de gritar, de llorar… Contigo es fácil: tienes la piel
suave, eres guapo, nunca tienes nada que hacer. No se te puede quitar el dinero
porque careces de él…, no se te puede hacer padecer porque solamente te quieres a ti
mismo…
Julien se echó a reír y puso un dedo sobre la frente de Kieu.
—Todo eso es la vieja alcahueta de Lien quien te lo ha dicho. Me detesta porque
no me vendo y porque no tengo nada que comprar, porque estoy orgulloso de mi
juventud, porque todavía no me he acostado con ninguna mujer que no fuera bella, o
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que no me interesase enormemente. Yo soy la negación de su profesión, ya que, a mi
manera, soy honrado… y libre.
—Afirma que, cuando por casualidad lo tienes, tiras el dinero por la ventana, que
te contemplas en los espejos y que únicamente te interesa tu propia persona.
—Lien es una anciana imbécil. No hay nadie más avaro que yo. Por dondequiera
que paso dejo historias, rostros, aventuras, aromas… Desdoblo cada uno de mis
placeres. Cuando juego contigo a hacer el amor, dejo cuidadosamente de lado una
parte de mis sensaciones para más tarde…, para cuando llega la época de la sequía.
Tras una pausa añadió:
—Me contemplo en los espejos para averiguar cuándo me convertiré en hombre,
cuándo habrá llegado el momento de no cobrar a los demás para poder dar mi vez…,
cuándo tendré que resignarme a pagar y a ser robado… Pero mi hórreo estará lleno.
Mis compañeros, los periodistas, me hacen reír. Cada vez que han conseguido una
brizna de paja se precipitan a llevarla a su periódico.
—Y resumió:— Lo que te estoy diciendo te molesta, mi pequeña Kieu, tal vez
porque no sé explicarme. Para llegar a tener éxito con los hombres, deberás aprender,
sin embargo, a escucharlos sin bostezar; incluso deberás adoptar el aspecto de
comprender lo que están diciendo…
—Cuando mi general me hastía, bostezo. ¿Por qué hablas continuamente, Julien?
—Porque tengo que callarme delante de los demás.
Julien se acercó al bello rostro inmóvil cuyos rasgos tenían la pureza de una
máscara de oro muy antigua colocada entre el fondo oscuro de los negros cabellos.
Con un dedo le acarició las pestañas, la boca, los senos…
—Te quiero esta noche, seas Kieu o Clara… Mañana por la mañana partiré, y
todo cuanto ocurra en la calle hará que te olvide.
Sintió cómo las uñas de la mestiza se hundían en sus riñones, lo que era signo de
que su charla la había molestado ya lo suficiente. Entonces se aproximó más a ella.
En el primer piso, Mamá Lien fumaba su centésima pipa de opio, y su oído
agudizado por la droga distinguía entre el viento y la lluvia los grititos, como trinos,
de Kieu.
Sin codicia y sin pasión se imaginó el rostro tenso de su antigua pensionaria, sus
ojos cerrados, sus pestañas apretadas y, sobre ella, un atento Julien, con su rizo de
cabellos danzándole sobre la frente y el lento movimiento de su cuerpo juvenil.
Sabia que Julien buscaba un secreto en el acto amoroso desde esta noche en que,
oculta en una estancia vecina, había asistido, en compañía del anciano mandarin
Tuong, a su apasionado coloquio con Kieu. Tuong, al otro lado de la pared, había a
continuación disertado largo tiempo sobre el amor, el desierto de la muerte y de los
dioses, pero Mamá Lien no le había escuchado, ya que, desde hacía mucho tiempo,
sabía que el secreto que buscaba Julien no existía.
Le costó volver en sí, y echó en la lámpara otra bolita de opio. Pensó en Jerome,
que acababa de llegar a Hanoi y todavía no había ido a verla.
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Los habitantes de Hanoi que se aprestaban a abandonar la ciudad antes de la
llegada del Vietminh, vendían sus muebles en las calles y, a veces, delante de sus
mismas casas. Poco a poco se había organizado una especie de mercado de ocasión
que, en algunos lugares, adoptaba el aspecto de una «kermesse». Los restaurantes al
aire libre, los vendedores de soda, los adivinos, se intercalaban entre las familias que
trataban de desembarazarse de un salón de madera de teca sobrecargado de horribles
esculturas, o bien de colchones, de armarios desvencijados, y botellas vacías.
A veces, en medio de ese revoltijo y esa mescolanza, aparecía un enorme jarrón
chino, llameante o azul, que atraía toda la luminosidad. A su lado, esperaba inmóvil
un viejo mandarín que furtivamente acariciaba el jarrón como si ya no le
perteneciera.
En un cruce se había instalado el mercado de bicicletas, «Vespas» y coches.
Rovignon había llevado allí a Jerome.
—Ya verás —le había anunciado— como es interesante. Detrás de los precios que
suben, descienden y se hunden para volver a remontar, se siente el misterio
incomprensible de esta ciudad en agonía. Todas las mañanas doy una vuelta por el
mercado de ocasión y hago anotaciones.
Rovignon se acercó a un hombre sin edad, ataviado con una túnica negra y un
casco colonial deslucido.
—¿Cuánto vale esta moto de mujer con cambio de velocidad? ¿Cómo?… ¿Dos
mil piastras?… ¡Estás loco! Es un precio más caro que el de una moto nueva en
Saigón. Hace cuatro días me la ofreciste por quinientas piastras. Pero ¿qué ocurre?…
Bien, veamos este despacho… ¿Mil quinientas piastras? Si me lo habías dejado ya en
cuatrocientas. Todos los precios suben rápidamente, a pesar de que el 22 de julio fue
el hundimiento.
Rovignon volvió a meterse el carnet en su bolsillo y se giró de nuevo hacia
Jerome.
—¿Cómo puedes explicarte esto?
—Creo que yo lo sé —terció Julien, que apareció al lado de ambos, con la camisa
al aire, la nariz arrugada y el rostro fatigado.
Rovignon gruñó:
—No vale la pena de preguntarte de dónde sales, ni de los brazos de qué
muchacha. Algún día te ocurrirá algo desagradable. Bueno, explícate.
—Son cien yats. Pero no tienes que pagar más que si quedas contento de la
mercancía, y recuerda que ya no le debo nada a la agencia. Desde hace algunos días,
los viets envían a Hanoi agentes cuya única misión es la de tranquilizar a la
población. Les cuentan lo que ocurre en Nam-Dinh, en Son-Tay y en las demás
ciudades que van ocupando. Incluso hacen más: invitan a la gente a que se trasladen
allá y les procuran salvoconductos.
»En cada calle, en cada barricada, han marchado y han vuelto algunos habitantes.
Como los viets no se organizan mal, y todavía no han tomado ninguna medida contra
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la pequeña ni la gran burguesía, los comerciantes y los burgueses de Hanoi dudan
ahora si deben partir hacia el sur; por eso los precios suben.
—Pero ¿y las motocicletas? —insistió Rovignon.
—Esto es cuestión aparte. Todos los que han vuelto de Son-Tay y de Nam-Dinh
han contado que los vietnamitas las pagaban muy caras. Tienen gran necesidad de
ellas. El Norte no tiene más esencia que la que llega de China. Los que poseían
motocicletas se han hecho esta reflexión: si los viets pagan bien las motos es porque
les conceden un gran valor, y este valor es el que les asignan los que se quedan.
—¿De dónde has obtenido estos informes?
—De camaradas chinos. ¿Vale esto las cien piastras?
Rovignon sacó de su bolsillo un billete y lo hizo volear bajo la nariz de Julien,
quien lo hizo desaparecer en su propio bolsillo y se marchó silbando.
—¿Tienes confianza en él? —preguntó Jerome.
—Trabajó un mes en la agencia. Pero debes comprender que en una oficina más o
menos oficial como es nuestra agencia, no se puede contratar a ciertas personas. Hice
que desde París nos enviaran informes sobre él.
—¿Y entonces le diste la patada?
—No, habría querido que se quedase con nosotros…, pero Julien ya me había
dejado. ¿Quieres conocer su ejecutoria? Julien Bréhat, veinticuatro años, Ciencias
Políticas, licenciado en inglés, de una familia burguesa protestante de provincias. En
su familia todos conservan sus prejuicios y sus privilegios de casta. Pero para
justificarlos se portan bien. Son médicos, abogados, notarios, una verdadera tribu de
moscones enraizada en dos localidades: Nimes y Ginebra. En Nimes poseen el
periódico local y en Ginebra una pequeña editorial. Julien, un día, se presentó ante el
consejo de ancianos. Yo les veo como una reunión de cuáqueros, todos vestidos de
negro, y en un salón con los asientos de peluche rojo y, naturalmente, con la Biblia
sobre la mesa. Les dijo: «Me voy dos años de vacaciones». Les saludó con la mano y
tomó el avión para Indochina. Así es como la tribu calvinista de los Bréhat ha
conocido una de sus primeras bruscas mutaciones; después de varias generaciones de
hombres severos, fanáticos, honestos y enojosos, acababa de dar a luz un ser
extravagante.
—Pero en el fondo aprecias a Julien, ¿verdad?
—Sí, me gusta en lo que se ha convertido ahora, libre y alegremente amoral en
medio de esta guerra llena de tabúes y de convencionalismos. Pero un día, la tribu
volverá a adquirir sus derechos sobre él… Jerome, mira esta joven.
Seguida por una vieja annamita, ataviada de negro, con los dientes lacados y
portadora de una cesta, Kieu, con dos diamantitos incrustados en sus orejitas,
avanzaba con gracia e indiferencia, y con una mueca desdeñosa en el semblante.
Jerome reconoció a la joven que le había rozado en la pagoda del pequeño lago,
recordándola, pero Kieu pasó por su lado sin fijarse siquiera en él. Un poco más lejos
la esperaba un coche militar con chófer. Kieu subió al vehículo, siempre seguida por
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la vieja con su cesta.
—¿Te has fijado? —continuó Rovignon—. Esa muchacha no andaba, danzaba en
medio de todos estos pobres tipos fatigados y encorvados sobre sus correajes de
faquines que no llegan a utilizar. Ella es Hanoi…
—Así que Hanoi es una ciudad mestiza. ¿Te has fijado en la curva de sus senos?
Se llama Kieu o Clara, según la necesidad… Hace dos años se llamaba la señora
gobernadora…, algunas semanas fue la señora del emperador… y en la actualidad es
la generala.
—Entonces, es la querida del general De Langles y la amiguita de nuestro Julien.
—Y también de otros muchos…
Era mediodía, el sol era ardiente, y el calor era difícil de soportar. Los dos
periodistas se refugiaron en un café vietnamita, cuyas mesas y sillas estaban
construidas con cajones de jabón. Jerome pidió té y Rovignon cerveza.
Jerome se había levantado muy temprano y, ante la frescura del alba, se había
olvidado de su edad. Pero mientras esperaba su taza de té, a la que imaginaba como
una especie de brebaje de juventud, estaba atento con angustia a los sonidos de su
cuerpo, a la pulsación de su sangre en las arterias, a los chasquidos de una
articulación cuando movía la pierna, a su respiración entrecortada que en vano trataba
de disciplinar. La vejez se había abatido brutalmente sobre él; no había tenido tiempo
para prepararse a afrontarla. El sol le dolía a los ojos; cerró los párpados, pero
entonces evocó la imagen de la joven, su fina silueta danzante, cuya falda recogida de
su vestido de brocado dejaba distinguir el largo pantalón de seda blanca.
Clara o Kieu, era ambas cosas a la vez, ya que había nacido de la unión fugaz de
una aldeana del Delta con un soldado francés.
El año anterior, Mamá Lien le había cedido a Kieu por una noche.
Jerome regresaba de la Región Alta, tras haber seguido, a través del país Tahí, la
retirada de una columna de caballería. Los mosquitos, las sanguijuelas y el calor le
habían deshecho, y cuando llegó a Hanoi, a su confortable club de Prensa, su
dormitorio, con la ducha, el bar y las bebidas heladas, se había sentido confortado.
Era jueves, el día en que Mamá Lien no recibía a ningún visitante, exceptuando a
Jerome y a algunos viejos deshechos de la aristocracia local que la trataban con un
distinguido menosprecio.
Esperó que llegase la noche para hacerse conducir al silencioso callejón, cerca de
la estación, a la que desde hacía mucho tiempo no llegaba más que una vez por
semana el tren de Haifong.
Mamá Lien aparentó no verle entrar en aquella habitación enorme del primer
piso, donde ella fumaba yaciendo sobre una gran cama. Sin ofuscarse, ya que ésta era
su costumbre, Jerome había ido a tenderse frente a ella. Lien le había entregado una
pipa preparada, y él fumó hasta que empezó a sentir una ligera pesadez en el cerebro.
Fumaba opio muy raramente, y le bastaban cuatro o cinco pipas para llegar a un
estado taciturno y tolerante. Entonces era el momento de que las grandes olas
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silenciosas se precipitasen sobre él; a veces le traían en rutilantes cenizas sus
transformados recuerdos.
Lien, cortando cada una de sus frases con su ronca respiración de asmática, le dijo
sin mirarle, con aquel rencor que presidía todas sus entrevistas después de largo
tiempo de ausencia:
—Tal vez sería capaz de apenarme si te ocurriera algo desagradable, si te dejases
matar en alguna de esas estúpidas operaciones que te obstinas en seguir, a pesar de tu
edad. Deja eso para los jóvenes. El mundo es duro y no se ha portado bien con
nosotros. Tú eres un periodista mal pagado, que siempre lleva las mismas ropas; eso
es lo que el mundo ha hecho de ti… y a mí me ha convertido en una vieja alcahueta.
Quizá habría podido ser una joven honesta… No, esto no es cierto, me habría
aburrido.
Hablaba sin separar los labios, y su voz tenía el tono de una melopea que se
interrumpe de improviso, cuando se apoyaba sobre algunos vocablos que pronunciaba
con un fuerte acento vietnamita.
Jerome trataba de imaginársela cuando, pequeña ramera experta, vivía en el
«yamen» del virrey de Yunnan. Debía haber sido muy hermosa, ya que detrás de su
máscara de maquillaje, de sus labios azulinos, y de sus cabellos deslucidos, aún
podían adivinarse los restos de aquella antigua beldad.
El virrey la había abandonado a un ingeniero francés del ferrocarril, el cual se la
había llevado consigo a Indochina para que le preparase sus pipas.
Cuando él la abandonó, ella empezó a fumar.
Jerome le acarició los cabellos. Sentía por ella una gran ternura, no por lo que era,
siempre dispuesta a vender los favores de las jóvenes, soplona de la policía, quizá
también al servicio del Vietminh, sino por lo que habría podido llegar a ser si no
hubiera sido estéril, si hubiera podido depositar todo su amor en un hijo o una hija de
su propia sangre.
Pertenecía a la casta de las fieras que solamente aman a los de su misma carne.
Mamá Lien prosiguió hablando:
—Sin duda, me habría gustado tener un hijo como tú, Jerome.
—Nosotros tenemos la misma edad.
—Pero que hubiera sido menos bueno, es decir, menos tonto.
Kieu entró en aquel momento. Corrió a refugiarse a los pies de Mamá Lien y
empezó a hablar en vietnamita, como si Jerome no existiera.
—Quiero mucho a mi general —declaró Kieu—. Es muy amable y me da cuanto
le pido. Pero hace que me sigan los agentes. No quiere que vaya sola al mercado, y
cuando uno de sus jóvenes oficiales me mira, se vuelve loco. Ya sabes, aquel
capitán…
Mamá Lien la interrumpió:
—Jerome, ¿no le ves?, entiende el vietnamita.
Sólo entonces pareció Kieu darse cuenta de la presencia del periodista, le
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contempló, vio que ya era viejo; comprendió que era pobre, lo que tornaba mucho
más extraordinaria su estancia en casa de Mamá Lien y, en francés, replicó:
—Mi general le hará cortar las orejas.
—Tu general —advirtió Jerome, sonriendo— es uno de mis viejos amigos y a
menudo necesita de mis orejas.
Jerome tenía una sonrisa que le volvía más joven, dando brillo a sus ojos y
animando su semblante. A Kieu le gustaba la risa de los niños y no la de los hombres,
que hallaba mucho más insultante, ni tampoco la de las mujeres, que no era más que
griterío. A veces, se quedaba durante horas entre los niños para oírlos reír.
Por ello, Jerome dejó de disgustarle; quiso seducirle, haciendo balancear su
cuerpo felino y adelantando la cabeza con la instintiva gracia de los animales jóvenes.
Mamá Lien, que la vigilaba con sus ojillos malignos, empezó a reír bajito. La lámpara
de aceite no iluminaba más que una de sus mejillas fláccidas, que temblaba como un
flan, y la risita pareció venir de la sombra, muy lejos de ella.
—Jerome, ¿la quieres? ¿Quieres por esta noche a la generala?
Divertida, Kieu le preguntó al periodista:
—¿Qué vas a darme?
—Nada —cortó Mamá Lien, y su voz se tornó seca, dominante—. Tú me debes
mucho. Conozco todos tus secretos.
—Y yo los tuyos, vieja repugnante.
—Jerome, puedes tomarla. Es tuya. ¿Verdad, mi pequeña Clara?
Kieu miró el gran puñal con mango de cobre que colgaba en el fondo de la
alcoba; le hubiera gustado hundirlo en aquella mendiga. ¡No! Sería mejor que le
pidiera a su general que la hiciera arrestar; pero esto no era posible. ¿Dónde iría ella
después, cuando el aburrimiento la invadiese, tornándola loca? ¿Dónde podría hallar
a los hombres que necesitaba? Esto le ocurría a menudo, iba de acuerdo con la luna.
Su general, un día, regresaría a Francia, en donde tenía mujer e hijos, y únicamente
Mamá Lien podría hallarle un amante, al que ella imaginaba rico y poderoso.
Necesitaba demasiado a la alcahueta y no podía enfadarse con ella…, sobre todo por
un hombre, cuando ya había conocido tantos…
Pero no le gustaba que Mamá Lien dispusiera de ella todavía, ahora que era la
generala. Como no podía hacer nada contra la vieja, decidió volver su encono contra
Jerome.
Poniéndose de pie, le cogió una mano:
—Vamos, ven…
Kieu se mostró perfectamente odiosa, permaneciendo inerte y lanzando algunos
gruñidos de enojo. Cuando todo hubo terminado, se puso a reír como hacían aquellas
mujeres, con pequeños grititos, y con el atroz acento de las mujerzuelas de la calle
Paul Bert, le preguntó:
—Musiú, ¿contento?
Después, desapareció.
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Pero Jerome recordó largo tiempo su belleza fría, indiferente, aquel cuerpo liso,
sin aroma, gélido como el hilillo de agua que sale del torrente.
Se preguntó qué tal se comportaría Kieu con Julien y los celos mordieron en su
corazón. De repente, le acusó, no por ser amado de Kieu… o deseado, sino, ante todo,
de ser joven y ser más poderoso que él, el iniciado, el sutil, pero también el viejo.
Se bebió un sorbo de té; la bebida le pareció sin gusto, y se llevó un cigarrillo a la
boca. El boy que estaba vigilando, se precipitó a él para darle lumbre, y luego volvió
a retirarse discretamente, siempre atento y servicial. Jerome le hizo observar a
Rovignon:
—Ningún gesto, ninguna palabra se pierden jamás en Asia; todos lo espían todo,
lo observan. Este sentimiento no procede de una curiosidad malsana, de un particular
gusto por el espionaje. Los hombres se sienten demasiado solidarios unos de otros
para poder olvidarse un solo instante, ya que si uno se come tres platos de arroz, otro
no tendrá ninguno.
«Me está dando un curso de enseñanza —pensó Rovignon—. Es un viejo
profesor, pero interesante. ¿Acabaré igual que él?».
Pensaba que Julien tenía mucha suerte al poder acostarse con una chica tan bonita
como Kieu, y que la juventud y la belleza les prestaba a todos aquellos que las
poseían el único y verdadero derecho de amar, que no podían dar ni el dinero ni el
poderío.
El, Albert Rovignon, jamás fue guapo ni joven. Nació en una barriada
enmohecida. Unos jardincitos bordeaban un ferrocarril, y en cada uno de ellos se
había erigido una cabaña con paredes de hojalata y tejado de cartón alquitranado que
exhalaba fuerte olor.
Su padre había fallecido, no sabía muy bien de qué enfermedad, y su madre, los
jueves le daba algún dinero para que fuese al cine. Un día, al no encontrar localidad,
regresó a su casa, hallando la puerta cerrada. Sentado en un peldaño, oyó a su madre
suspirando y gimiendo, a través de la pared de planchas. Era invierno, y todavía se
acordaba del hilillo de agua sobre el que jugueteaba la amarilla luz de una bombilla, y
cómo se había divertido removiendo el barro de un charco y de pronto…
El hombre salía de su propia casa, subiéndose los pantalones. Era un vecino que
le dijo, sin sentirse avergonzado:
—Ya sabes, las mujeres…, todas son lo mismo, incluso tu madre.
Rovignon hizo un aprendizaje de tornero, y luego desempeñó el servicio militar.
Estalló la guerra, y estuvo prisionero cinco años sin evadirse. En una miserable choza
húmeda, un viejo periodista que se parecía un poco a Jerome, le enseñó a redactar un
despacho, luego un artículo y, cuando fue liberado, le hizo entrar como meritorio en
la A.F.P. (Asociación Francesa de Prensa).
Si todo iba bien, se convertiría en jefe de puesto en Saigón, lo que no le
devolvería la juventud, ni le facilitaría paseos con las jovencitas bajo los árboles
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floridos, ni los coches que invaden las carreteras, ni las hermosas mujeres que se
tienden en los lechos de los grandes hoteles. Para él, todas las mujeres no eran más
que mujerzuelas y esto le hacía sufrir, ya que por todas ellas sentía gran ternura y
avasalladora codicia.
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2
Ya la noche ha sobrevenido.
¿Quién desea comprar tristeza a puñados?
Yo se la venderé…
Phuyen iba hacia su casa moviendo su grasa a pequeñas impulsiones, como una
ameba mueve sus seudópodos. Se le conocía principalmente por el seudónimo de
«Saxo», ya que había tocado dicho instrumento en los salones nocturnos de
Hong-Kong y Manila. Al día siguiente, Saxo cogería el avión hacia Saigón y se
desembarazaría, por fin, de este Comité de Defensa del Vietnam del Norte. Sus
funciones de secretario general le habían valido ocho millones de piastras, que
enviaría a Francia, una parte por curso oficial, y el resto de manera fraudulenta.
Luego, abandonaría para siempre jamás este país que detestaba.
Saxo se sintió sediento. Desde algún tiempo atrás, siempre tenía sed. Entró en la
tienda de un chino y se hizo servir una botella de cerveza La bebida estaba fresca y le
picó la lengua agradablemente. Pidió langostinos secos, y el camarero le sirvió una
ración en un platito de porcelana.
Apurando el vaso con avidez, el grueso hombre contemplaba la muchedumbre
que invadía la estrecha calle, apretujándose como un enjambre ante los escaparates de
ciertas tiendas. Los precios bajaban. Chinos y malabares (llegados éstos desde la
lejana costa hindú del mar Arábigo) trataban de liquidar sus existencias. La seda
había bajado un sesenta por ciento, pero, en cambio, los groseros tejidos de tela azul
estaban en alza. Se sabía que eran los únicos que se llevaban en la zona vietminh.
«¡Que se fastidien! —pensó Saxo—. No puede uno ser revolucionario toda su
vida, dejarse perseguir por el Vietminh, los franceses y los hombres de Bao Dai,
viviendo como un topo que diera pequeños saltos durante la noche, de una casa a
otra. Le se resignará algún día y entonces recibirá, como yo hoy, disimulando con su
prestigio ciertas operaciones, el pago a todos sus pasados sufrimientos, a sus noches
sin sueño, y a este miedo que tantas veces nos ha sobrecogido».
Bernot, el jefe de la policía de seguridad, le había telefoneado al anochecer.
—Corre el rumor de que Tuan-Van-Le está en Hanoi. Yo no lo creo. Pero usted,
que lo ha conocido tan bien, ¿qué opina?
Saxo había dejado escapar su tranquilizadora risa, que hacía temblar toda su
grasa.
—Le es como yo, señor comisario, ya está harto. Cualquier día de estos volverá a
abrir su consultorio médico. Será bueno verle con su maletín negro subiendo
escaleras, pobre doctor Tuan-Van-Le.
—Sí, será estupendo —respondió la insinuante voz de Bernot. Tras lo cual había
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colgado el receptor.
Saxo, de repente, sintió ganas de no volver a entrar en su casa, en aquel
apartamento de una planta que había alquilado en la calle de la Soie. De su pasado de
agitador y terrorista, había conservado el gusto por los locales sórdidos en los barrios
populares, allí donde el pueblo pelea contra las ventanas y los muros. El pueblo,
según había observado, es buen conductor de noticias. Cuando no hay peligro, las
deja circular siempre en el mismo tono, tres notas altas y dos notas bajas, como el
torrente de una montaña. Pero, de repente, ocurre algo, y entonces el torrente se
convierte en un enjambre de abejas que zumba; es el momento de huir porque llega la
policía.
Aquellos tiempos habían terminado; Saxo ya no sería nunca más un proscrito. En
Saigón harían de él un ministro de Sanidad, o de los Refugiados, del Plan de
Reconstrucción, o de Información. Le ofrecerían cualquier ministerio, ya que todavía
tenían necesidad de su nombre.
Saxo pidió otra cerveza. La noche caía con rapidez. A menudo, había sido su
cómplice, pero ahora empezaba a asustarle. Se acarició la chaqueta con su gordezuela
mano y sintió el bulto que le hacía el revólver. Actualmente, Saxo tenía autoridad
para llevar armas.
Con sus pequeños pasos suaves se dirigió a la puerta de su casa. Buscó largo
tiempo en todos sus bolsillos la llave, antes de encontrarla, abrió, dio la luz y entró.
Tuan-Van-Le estaba sentado en una silla, con las piernas desnudas cruzadas una
sobre otra. Otro hombre, con los pies descalzos, y vestido como un nah-qué (o sea,
un pantalón y una chaqueta negra de tela reluciente) estaba detrás con un revólver en
la mano. Entre la mancha negra de la chaqueta y el negro cañón del «Colt» no había
más que una mano morena, de uñas rojas y sucias.
Con un gesto del revólver el del nah-qué conminó al gordo Saxo a levantar las
manos.
—¿Qué pasa? —le preguntó Saxo a Le.
Le no le contestó, sino que dio una orden:
—Trieu, cógele el revólver. Lo lleva debajo de la chaqueta, a la izquierda, y ten
cuidado, porque este cerdo todavía está ágil.
El nah-qué se apoderó del arma.
—Ahora, hablemos —conminó Le.
Le iba ataviado ridículamente. Un sombrero de tamojal, muy abollado, plantado
sobre su cabeza en forma de pan de azúcar. Sus gafas con montura de acero se le
hundían profundamente en las órbitas y casi le tocaban los granujientos ojos. Una
camiseta caqui, demasiado grande, flotaba alrededor de su magro cuerpo de viejo
coolie opiómano o tuberculoso, mientras que de los «shorts» sucios salían unas
piernas delgadas que terminaban en unas inmensas botas negras, dos veces más
grandes de lo que necesitaba.
Con cuidado, Le trató de arreglarse el pantalón y ponerse bien las botas, que se le
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salían.
—Hablemos.
—¿Qué has venido a hacer a mi casa con este sujeto del revólver?
—Matarte, Saxo. Pero como sé que eres peligroso, he traído a Trieu. No le
conoces, pero él es quien, a patadas sobre el vientre, ha matado al gobernador del
Norte cuando descendió del avión en Saigón. Aquél también era uno de nuestros
viejos amigos. ¿Te acuerdas de él, y de cuando quería fabricar una bomba para hacer
saltar la Sureté francesa? En un año se metió diez millones de piastras en el bolsillo.
—Escucha, Le…
—Y tú ocho millones, lo sé.
Saxo se dejó caer en una silla, bajando las manos. De pronto, habló en francés
para que Trieu no pudiera comprender.
—Le, me estás fastidiando. Te llevo mañana a Saigón conmigo, si quieres. Tengo
un avión especial. Diré que eres mi secretario y nadie te reconocerá. ¡Vas vestido tan
ridículamente!… Te presentaré al presidente Dinh, que todavía es uno de nuestros
antiguos amigos. Los franceses te concederán la Legión de Honor. La regalan a todos
cuantos han disparado contra ellos. Luego, serás ministro, como yo; te llenarás los
bolsillos, como yo, y dentro de algunos meses, tomarás un avión hacia Francia, como
yo, ya que aquí todo está podrido.
Le se quitó el sombrero, lo que permitió ver su cráneo calvo.
—Has engordado, Saxo; respiras con dificultad. Antes de matarte, me gustaría
saber cómo te has vuelto tan sinvergüenza en tan poco tiempo.
—Es fácil: hago lo mismo que todo el mundo.
Cuando conocía la naturaleza exacta del peligro que le amenazaba, Saxo dejaba
de tener miedo. Cuando la noche descendía, había sentido más espanto que aquí,
delante de Le, quien, no obstante, había venido a matarle. Continuó, siempre en
francés, con el acento conciliador de una persona mayor que quiere razonar con un
niño díscolo:
—Cuando a sus espaldas uno no tiene ya a nadie (tal es nuestro caso), es preciso
venderse. ¿Chiang Kai-Chek? Una farsa. ¡Trabajar por Formosa!… Un país, un
Gobierno que no existen. Es mejor tratar con los americanos, que son quienes tiran de
los cordelitos. Los franceses están acabados. ¿Por qué combatirles todavía? ¿El
nacionalismo asiático? Ya no es posible. Asia está comprometida, al menos por cierto
tiempo, al comunismo. En 1950, cuando nosotros nos separamos del Vietminh,
haciendo estallar algunas granadas en sus reuniones, nos fastidiamos. No nos quedó
más sino hacer como todo el mundo, llenarnos los bolsillos de dinero, yo engordar, y
tú escribir tus Memorias, o hacer algo parecido. Las Memorias del doctor Tuan-Van-
Le. Todavía harían cierto ruido en el mundo.
—Saxo, vuelvo a repetirte mi pregunta: ¿por qué te has convertido en un granuja?
—Tengo cuarenta y ocho años, como tú tienes cincuenta y dos. Un día me sentí
fatigado, cesé de pelear, y me di cuenta de mi edad. Ya no me quedaban más que unos
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pocos años para regalarme con lo que no había tenido jamás; francachelas, mujeres…
«Es fantástico —pensaba Le—, no tiene miedo. Se ha convertido en un canalla,
pero conserva todo su valor. Un cerdo, un granuja, un glotón… y un valiente».
Recordó cuando Saxo estranguló al centinela que les custodiaba en el Than-Hoa,
después de haber arrojado ellos en Vinh una serie de granadas sobre Ho-Chi-Minh y
su estado mayor. Pero las granadas no explotaron, y los nacionalistas del V.N.Q.D.D.
[6] no les habían secundado; ya estaban absorbidos por los comunistas. Entonces les
apresaron. Pero lograron huir a través de los matorrales, acompañados solamente por
una decena de hombres.
Al pasar a la zona francesa, Le fue herido por un proyectil en la pierna, y Saxo se
lo cargó a las espaldas, sin cesar de bromear, y gastando groseras chacotas.
También era él quien le proporcionó alimentos en Hong-Kong, tocando su
instrumento en las salas de fiestas, hasta el día en que los servicios americanos les
tomaron a su cargo.
Saxo había sido, junto con Jerome, su mejor amigo y, ahora, debía matarle porque
el gordo Phuyen había pensado, quizá con razón, que estaba perdida la partida y que
debía empezar a hacer como todo el mundo. Saxo había robado el dinero de los
refugiados, pero este dinero, de todas maneras, tampoco les habría sido distribuido.
Las delgadas mandíbulas de Le se contrajeron y se distendieron. Parecían mandíbulas
de crustáceo.
Casi estuvo tentado de seguir a Saxo y olvidarse del juramento un poco teatral
que había hecho al llegar a Hanoi, ante sus últimos partidarios:
—Acabaré con todos los miembros del Comité del Vietnam del Norte porque son
unos traidores.
¿Traidores a quién? ¿A qué?
Fue su orgullo quien le obligó a continuar. El, Tuan-Van-Le, no podía obrar como
todos, acabar como todos, hundirse en la concusión, tender la mano a este castrado de
Dinh-Tu, soportar las miradas irónicas y cómplices del gordo Saxo, cuando se
encontrasen en una sala de fiestas, o en la mesa del Consejo de Ministros. No, él no;
los demás, sí, pero no él. Hizo una seña a Trieu, que estaba detrás de la silla de Saxo.
El nah-qué se metió el revólver en el bolsillo, sacó un pico de partir hielo, y con un
golpe digno de un carnicero, lo clavó en la espesa nuca de Saxo, que se tambaleó en
su silla y se abatió al suelo, con un ruido sordo. Los dos hombres apagaron la luz,
cerraron la puerta y salieron a la noche.
—Cuando se proclame el toque de queda —comentó Trieu— será mucho más
difícil.
Era su séptimo asesinato.
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lanzó a todos sus agentes a la pesquisa.
El cadáver fue descubierto casi enseguida.
Aquel mismo día, a las siete de la tarde, saltó por los aires la Pagoda del Pilar
Único. La explosión rompió los cristales del club de Prensa, y todos los periodistas se
precipitaron a los jeeps que el ejército había puesto a su disposición. Incluso Calamar
saltó de su sillón. En medio de un pequeño estanque, sobre un cilindro pétreo, se
levantaba una pequeña pagoda. La carga de plástico había desventrado
completamente la capilla y decapitado la estatua del Buda de madera dorada que la
presidía.
El guarda del templo no había visto nada, ni había oído nada. Al menos, eso es lo
quele contó a Julien, que fue el primero en llegar al lugar.
—Completamente idiota —masculló Rovignon—. No sirve de nada hacer saltar
este viejo templo… ¡Un acto de vandalismo!
Calamar y Jerome se contemplaron mutuamente. Desde el asesinato de Saxo y
ahora con esta explosión, ambos sabían que Tuan-Van-Le estaba en Hanoi; que era él
quien había ordenado el atentado lo mismo que el asesinato, y que para ello tendría
sus buenas razones. Pero ¿cuáles eran éstas?
Jerome se hizo conducir a casa de Thuy, budista ferviente y uno de los jefes de la
secta. Habitaba en una choza casi en ruinas, en el fondo de un callejón que olía a
sótano, a salitre, y jamás salía de ella, salvo para ir a la pagoda. Creía haberse
convertido en un «upsaka», un santo en quien Buda no tardaría en reencarnarse.
Thuy era corpulento, con un rostro hermoso, de rasgos regulares, pero sus ojos
estaban hundidos y fijos como los de un visionario. Felizmente, hablaba con la nariz,
lo que impedía que sus divagaciones fueran tomadas muy en serio.
Abrazó a Jerome, llamándolo su «buen hermano». Thuy parecía hallarse
trastornado.
—Se ha atrevido, Jerome, se ha atrevido. ¡Se ha atrevido a hacerlo, ese criminal!
Ya sabe usted que no piensa más que en matar y en destruir. Eran dos de sus hombres,
con uniforme del ejército vietnamita, los que han colocado la carga de plástico bajo el
pilar de la pagoda. Uno, tranquilamente, ha alumbrado su cigarrillo con la mecha, y
tal vez se estaba riendo, mientras que con este gesto, consagraba para siempre jamás
la separación del Vietnam del Norte con el del Sur. Una idea semejante solamente
puede nacer en el espíritu diabólico de Tuan-Van-Le.
Jerome sabía que no debía interrumpirse nunca a Thuy, ya que de lo contrario se
tornaba desconfiado y se callaba.
—Le es sacrílego. Fue el gran rey Ly-Than-Thong quien hizo construir esta
pagoda, en el siglo XI, después que la diosa Quam-Am le hizo ver en sueños, dormido
sobre un loto que sobresalía del agua, el hijo que tendría. Por eso el rey dio a la
pagoda esa forma de loto, construyéndola sobre un pilar único, que representaba el
tallo del loto. Bajo este tallo se entrecruzaban todas las líneas de fuerza que, reunidas,
forman ahora las provincias del Vietnam… La pagoda era su sello. Y Le ha roto el
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sello.
—¿Dónde está, Thuy?
—No lo sé. Pero tal vez mediante Dai, uno de sus hombres al que he convertido,
podríamos encontrarlo. Usted es su amigo, Jerome; solamente usted puede todavía
razonar con él. Es menos grave matar hombres que atacar a los dioses.
Jerome, ahora, ya sabía las razones que habían impulsado a Le. Todos los
vietnamitas creían en la geomancia, mucho más que en todas las religiones a las que
podían pertenecer. No construían sus moradas, no elegían el emplazamiento de sus
tumbas, más que después de haber consultado a un geomántico. Para éstos, Le, que
no creía ni en Dios ni en el diablo, acababa de proclamar que; puesto que el Norte iba
a ser abandonado a los comunistas, él rompía la unión sagrada de las tres Ky[7].
A Jerome le costó no poco sustraerse a Thuy y a sus delirios. Al regresar del club
de Prensa se detuvo en la «Taberna Real» para tomar un vaso y reflexionar en paz
sobre todos los problemas que le planteaba la presencia en Hanoi de su viejo amigo el
doctor Tuan-Van-Le.
Se hizo servir un whisky y contempló cómo las primeras sombras de la noche
invadían el pequeño lago.
En una mesa vecina a la suya observó a un teniente de paracaidistas que estaba
bebiendo solo, con la nariz dentro del vaso. El militar era corpulento y fuerte, con
cabellos negros, espesos y rizados, que le cubrían una frente estrecha. La boca era
grande, y su mandíbula cuadrada.
Jerome se inclinó hacia él y le preguntó:
—¿No es usted el teniente Kervallé?
—Sí. ¿Qué desea usted?
La voz era agresiva, preñada de amenazas. Jerome observó las poderosas manos,
peludas, que se estaban cerrando como para pegar.
—Me llamo Jerome. Soy amigo de Rovignon, de la A.F.P.
—Esto lo cambia todo. Le había pedido a Rovignon conocerle a usted. En los
batallones paracaidistas leemos todos sus artículos; usted es el único periodista en el
que tenemos confianza porque, desde el primer día, ha declarado que esta guerra era
estúpida y mal conducida; usted no ha cambiado nunca de opinión y, caramba, tiene
razón.
—¿Usted es bretón?
—Sí, de Finisterre.
Kervallé calló. Siempre le había costado expresar sus pensamientos mediante
palabras; incluso los suyos que, desde luego no eran charlatanes, le reprochaban que
fuese tan taciturno. ¡Los suyos! Volvía a verles, doce apretujados en aquella pequeña
granja aplastada contra el suelo, al borde de la landa, para presentar menos fachada al
Viento. El olor cálido del estiércol impregnaba toda la casa. En medio de este olor se
trabajaba, cumpliendo cada uno su obligación. Un tío aceptó pagarle los estudios en
un colegio de religiosos. Allí, olía a col agria y a sopa antañona.
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Se preparó por sí solo para la Escuela Especial Militar, y fue admitido en ella, tal
vez porque aquel año se aceptó a todo el mundo. A su salida de Coetquidan, eligió los
paracaidistas. Uno de sus instructores le preguntó los motivos de esa elección y, una
vez más, no supo explicarse y se limitó a decir:
—Porque con los paracaidistas se llega mucho más lejos…
—¿Por qué bebe usted siempre solo en la terraza de este café? —le preguntó
Jerome.
—Todos mis camaradas han sido muertos en Dien-Bien-Fu… y yo con ellos,
figúrese…
Veía su cadáver, pudriéndose en el barro tibio, entre el de Derrien y el de Pernet,
al pie de esta pendiente, cerca de Elian. Ya que el hombre que estaba sentado en
aquella terraza, que se había arrastrado hasta Hanoi a través de la jungla y las hierbas
de elefante, devorado por las sanguijuelas y los mosquitos, ya no era Ives Kervallé,
este pequeño y cretino teniente que bombeaba el torso bajo su tenue camuflaje de
paracaidista y se imaginaba ser un antiguo caballero de armadura. Todo se lo habían
robado, sus amigos lo mismo que sus enemigos; los hombres a quienes él admiraba y
amaba, y también los que no podía soportar, como a aquel cretino de Hervieu, y el
oficial de caballería, Gino, al que un día le administró tal correctivo que tuvieron que
llevarlo al hospital. Se lo habían quitado todo, incluso esta canción idiota que entre
dos ataques de tos tarareaba el sargento Brives:
—Deme la mano, señorita…
Pasó un coronel, con pantalones cortos, ventrudo, y con un junquillo bajo el
brazo. Kervallé apretó el brazo de Jerome hasta hacerle daño.
—Mire, todos son como ése, gordos, contentos de sí mismos, bebiendo mucho y
tragando más, con digestiones pesadas y largas siestas en compañía de sus
«congayas» o de sus secretarias, y entretanto, nosotros, los desgraciados, a
fastidiarnos. Un día escribió usted, señor Jerome: «La guerra de Indochina es una
guerra de sargentos, de tenientes y de capitanes. Estos se dejan matar; los demás, se
aprovechan». ¡Qué verdad más grande!
—¿Por qué no abandona Hanoi? Vuelva a Francia.
—Mi familia era mi batallón. He perdido mi familia, mi casa está destruida, pero
yo sigo dando vueltas alrededor de sus ruinas. En esta terraza y alrededor de esta
mesa nos reuníamos todos cuando estábamos de permiso.
—¿Qué buscaba usted en el ejército?
—No lo sé… —Kervallé meditó, y una arruga profunda se marcó en su frente—;
no lo sé. Tal vez el ansia de no sentirme nunca solo, de estar ligado a otros tipos por
disciplina, costumbres…, quizá el afán de ser útil, de sentirse uno mismo…
—¿La amistad?
—En absoluto. En el ejército no se eligen las amistades, sino que te imponen los
camaradas a los que se puede amar u odiar, que no tardan en serte indispensables.
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Jerome se levantó. El teniente había olvidado su presencia, para volver a sentirse
entre sus compañeros muertos en Dien-Bien-Fu.
Su tristeza conmovió a Jerome. Este paracaidista vencido, que bebía como una
esponja, era la imagen del Cuerpo expedicionario, de lo que hubo en el mismo de
mejor.
«Mi coronel:
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»Estimo que es mi deber prevenirle sobre un cierto número de hechos que
demuestran totalmente que el seudoperiodista Julien Bréhat está a sueldo, si
no de un Gobierno extranjero, al menos de un partido político que en Francia
nos es muy hostil.
»Le adjunto una copia de una carta enviada por él a la señora Puysommer,
del Gabinete de Mendes France…».
Omitía decir que la señora Puysommer era tía del joven Bréhat.
Entretanto, Calamar se inclinaba hacia Jerome.
—Quisiera hallar a Tuan-Van-Le.
—Sé tanto como tú dónde está.
—Ya lo sabrás.
—También tú.
—Después de ti. Tal vez podríamos entendernos. Ambos vendemos la misma
mercancía, pero no al mismo cliente. Ese hombrecillo «bondadoso» me interesa. Los
tipos que ejecutan trucos completamente idiotas siempre me han intrigado. ¿Cuándo
lo viste por última vez?
—Hace tres años en Formosa. Justamente, estaba con Saxo.
Los dos hombres entonces eran inseparables, y Jerome recordaba la
muchedumbre de Taipeh que se agrupaba en torno a aquella insólita pareja formada
por un Pierrot lunático y calvo, que flotaba entre sus vestidos excesivamente amplios,
y una montaña de grasa amarilla, que avanzaba a pequeños impulsos.
Tuan-Van-Le vivía con Trieu en el sótano de una gran villa ocupada antaño por
un coronel de Intendencia.
El coronel se había marchado a Francia con la colección de jades y porcelanas
ofrecidas por los comerciantes de Hanoi para agradecerle ciertas complacencias en el
estudio de algunos mercados. Sus oficiales se habían llevado los muebles, y los
soldados habían roto a patadas lo demás.
Pero en los sótanos se habían dejado olvidadas una buena provisión de conservas,
amén de unas mantas, dos lechos de campaña, cajas de granadas y algunos millares
de ejemplares del libro editado por la limosnería católica: «Consejos a los soldados».
Le experimentaba un inefable placer en recitar de memoria párrafos enteros de
aquella solemne tontería editada:
«Soldado, hermano mío, huye de las mujeres de este país, ya que ellas
disminuirán tu vigor, te contagiarán graves enfermedades que, más tarde,
comprometerán tu porvenir de padre de familia cristiano…».
Girando en redondo en la pequeña cueva que estaba iluminada a ras del techo por
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un amplio respiradero, Le escupía y cloqueaba, con el libro en la mano:
—Los jefes vietminhs son tan tontos como los curas franceses; también predican
la castidad a sus feligreses. Pero los folletos de los franceses se han quedado en los
sótanos, ya que los capellanes tendrían miedo de cubrirse de ridículo
distribuyéndolos. Los viets se creen todo lo que se les dice e ignoran lo que es el
ridículo.
De pronto rodearon a Le millares de rostros enjutos, millares de rostros con los
pómulos salientes, cuyos ojos brillaban como bombillas en el fondo de la noche.
Hubo un tiempo en que todos esos ojos brillaban por él, por Tuan-Van-Le. En 1946,
en Hanoi, cuando él aparecía: en una tribuna, la muchedumbre le aclamaba aún más
que a Ho-Chi-Minh, toda vez que para ella simbolizaba la revolución, la acción
inmediata, mientras que la prudencia del jefe comunista exasperaba a sus seguidores.
Ahora no le quedaba más que Trieu, agazapado en el suelo, con sus manos rodeando
sus rodillas y fumando.
Le no conocía muy bien a Trieu. Le decía: «Ve, y mata», Trieu obedecía. Por su
conducto, únicamente, guardaba el enlace con los otros pequeños grupos diseminados
por la ciudad; por su mediación preparaba los atentados, se procuraba armas, dinero,
informes…
Tuan-Van-Le, que siempre había sentido la necesidad de tener ante sí un
auditorio, vivía en aquella madriguera con este sujeto vestido de negro, que nunca
había abandonado el Tonkín y hablaba un lenguaje áspero y simplista. Le faltaba
Jerome. Nguyen, un día, había declarado en aquel pequeño apartamento de la calle
Monsieur le Prince, donde vivían apretujados:
—Para tener el placer de adquirir la amistad de franceses como Jerome, es preciso
que echemos de Indochina a los franceses.
Jerome estaba allí, muy cerca. Habitaba en el club de Prensa, a trescientos metros
de distancia. Trieu podía ir a avisarle y vendría enseguida. Pero la Sureté francesa
conocía la antigua amistad que les ligaba a él y al periodista; seguirían a Jerome, y no
tardarían los policías en presentarse en la cueva.
Incluso era posible que Bernot, para no mancharse las manos, se limitase a
indicarle al Vietminh su retiro, y aquél se encargaría de la limpieza. Sería Nguyen, el
de la calle de Monsieur le Prince, quien daría orden de matarle. ¿Es que siempre
bromeaba Nguyen, ya bailando sobre un pie, ya sobre el otro?
La noche era larga, y Le no podía desembarazarse del recuerdo de Saxo, cuyo
cuerpo debía empezar a pudrirse en la calle de la Soie.
Habría podido dejarle vivir; su muerte no cambiaría nada, ya que todo estaba
perdido. Pero eran motivos personales los que le habían empujado al crimen. Tenía
que representar hasta el fin su papel de revolucionario íntegro y nunca acabado. Saxo
se había desviado para «hacer como todo el mundo», y Le había intuido que una parte
de sí mismo abandonaba la lucha al mismo tiempo que el gordo Phuyen. ¿Era, pues,
el orgullo…, un monstruoso orgullo de histrión, el que le había inducido a aquel
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crimen, como le impulsaba a destruir su país, teatro sobre cuyas tablas ya no podía
actuar?
Los nihilistas creen sacudir la apatía de los pueblos mediante atentados
espectaculares. Le ni siquiera tenía esa esperanza, ya que el pueblo amordazado
estaba enteramente inscrito en las formaciones religiosas y en las militares del
Partido.
Trieu continuaba fumando. Le le interrogó:
—¿Por qué estás aquí, por qué combates conmigo en vez de volver a tu arrozal?
Le, como todos los jefes políticos o los revolucionarios, aceptaba como un deber
la fidelidad y la devoción de sus partisanos. No tenía pues, por qué plantearle
aquellas preguntas. Tenía que sentirse sumamente abandonado para preocuparse por
sus reacciones. Trieu exhaló una bocanada de negro humo de su pipa antes de
responder:
—Yo pertenezco al fuego. Durante mucho tiempo, creí que el Vietminh era el
fuego, y me batí por él. El Vietminh era el agua…
Le, entonces, recordó ciertas doctrinas esotéricas que habían circulado entre la
gente del Delta. Para ella, el fuego era el símbolo del ascetismo, de la pobreza, de la
penitencia; el símbolo de la purificación, de la rebeldía y del orden nuevo. El agua era
la abundancia, la sumisión, la barriga llena, la pereza, la tradición. Toda la historia del
mundo se dividía en estos dos ciclos.
Pero tras un corto silencio, Trieu prosiguió:
—Los vietminhs poseen demasiadas reglas, leyes; siempre hablan de organizar, y
la organización es el agua. Los vietminhs son los blancos que vuelven disfrazados, yo
lo sé. Así, en Vinh, cuando lanzaste las granadas comprendí que era contigo con
quien debía partir, ya que tú eres el fuego.
—Ya causa del fuego quisiste que hiciéramos saltar la Pagoda del Pilar Único.
Ahora que el Pilar ya no reúne todas las líneas de fuerza del Vietnam, el país será
destruido y entregado al fuego.
Trieu sonrió de manera extraña, como un loco o un niño; luego se levantó, se
frotó las manos contra su chaqueta de paño negro, y preguntó:
—¿Qué hay que hacer con Dais?
—Se arrastra demasiado por las pagodas; ve con excesiva frecuencia a ese bobo
de Tuyen, que mantiene contactos con el Vietminh.
—¿Entonces?
—Desembarázate de él.
Trieu desapareció silenciosamente. Le se tendió en uno de los dos catres de
campaña, sacó una botella y se puso a beber. Bebía «choum»[8] de mala calidad que
le quemaba el estómago. En su imaginación se representó a Trieu, al que todos
tomarían por un refugiado, correteando con los pies descalzos por la calle. Trieu, el
hombre del fuego, para quien la revolución se confundía con el terrorismo, y ambas
cosas, en su interior más profundo, con antiguas supersticiones.
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Le comprendía que debido a haber vivido demasiado tiempo en Occidente, lo
ignoraba todo del comportamiento de su pueblo. Lo mismo que los jefes vietminhs,
por otra parte. Las muchedumbres habían tomado parte en esta guerra quizá por
motivos muy oscuros, mágicos o geománticos. Pero ¿habían tomado partido? ¿O
habían sido simplemente empujadas como las mareas, por influencias físicas o
astrales? ¿El ciclo era el del fuego? La muchedumbre se precipitaba hacia la
revolución. Cuando llegase el ciclo del agua, se apaciguaría como la naturaleza tras la
tempestad.
Para el pueblo supersticioso del arrozal, el Vietminh, pues, había recibido su
investidura del cielo. Pero este mismo Vietminh una vez llegado al poder debería
desplegar toda su energía para destruir las supervivencias de un pasado que, después
de haberle servido, podía de repente actuar en contra suya.
«Me estoy volviendo loco —pensó de pronto Le—. Empiezo a comprender por
qué los políticos, al llegar al poder, se aferran a este punto, particularmente si son ya
viejos. Saben que si están solos, privados de su droga, harán como yo, buscarán toda
clase de excusas, incluso en los astros, por haber perdido la partida. Es preciso que
vea a Jerome, este amable y viejo amigo, que todavía cree que los hombres anhelan el
poder por el bienestar de los pueblos. Era Nguyen quien decía de él: “Jerome, en el
fondo, es un ingenuo por pereza, y un colaborador…, por bondad, por generosidad
cristiana. Jamás traiciona verdaderamente a los suyos, pero tiene para con todos
aquellos que se levantan contra su país, ciertas complacencias que yo no toleraría si
estuviese al frente del Gobierno en Francia”.
Esto era todo lo que le quedaba aquella noche al doctor Tuan-Van-Le: un
peligroso asesino al que impulsaban en su feroz cometido oscuras fuerzas, y el
recuerdo de un viejo amigo complaciente.
Prevenidos el día anterior que podrían trasladarse a Vietri, en zona vietminh, para
asistir a un intercambio de prisioneros, una veintena de periodistas del club de Prensa
se embarcaron al alba en una de las «L. C. I.». Eran pequeñas embarcaciones de
fondo plano, utilizadas para remontar los ríos y los arroyos. La corriente del río Rojo,
muy violenta al finalizar la temporada de las lluvias, no permitía hacer más de tres
nudos por hora. A veces, un tronco de árbol, o algún despojo, golpeaba contra los
sonoros costados del bote, que empezaba a vibrar. Era difícil divisar las orillas, ya
que tenían el mismo color rosa de dentífrico que las aguas del río.
El ambiente estaba húmedo, pesado, y los vapores de la marisma se mezclaban a
los olores del mazut quemado.
Jerome, Rovignon, Calamar y Julien estaban en la misma embarcación,
apretujados a la sombra del puesto del timonel, sofocados por el calor, incapaces de
hacer un gesto o exhalar más que un gruñido.
El capitán Mathieu, muy envarado, permanecía apartado. Se ocultó para sacar una
botella de cerveza de su mochila, y bebérsela.
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Cuando el convoy llegó a la vista de Vietri caía la noche, pesada, suntuosa y
asfixiante. Rovignon se dirigió al capitán, interpelándole:
—¿Qué hacemos ahora?
—Nos hemos retrasado; el cambio de prisioneros tendrá lugar mañana por la
mañana.
—¿Tendremos que dormir en este bote?
—No veo otra solución.
—Yo, sí. Desembarcar; los viets no se negarán a procurarnos un mosquitero y
algo que comer.
—Pídaselo al coronel que manda el convoy. Es posible que los comunistas les
acojan bien; sienten debilidad por los periodistas; durante esta guerra ustedes les han
sido muy útiles.
Rovignon se aproximó al capitán:
—Mathieu, cualquier día su garganta entrará en contacto con mi puño.
—Eso podría costarle muy caro.
Rovignon lanzó un suspiro y sacudió la cabeza:
—Perdóneme, es el calor. Pero dedique un poco de atención a sus palabras.
Cuando más tenía que tratar con ellos, tanto más odiaba Mathieu a esos
periodistas que, con más o menos libertad y honestidad, representaban, no obstante, a
la opinión pública. A tal título, podían permitirse el criticar las decisiones de los
generales, y amenazar a un capitán con desfigurarle el rostro. Mathieu, que no era
inteligente, pero sabía «ventear», había olido la actitud que, de repente, se perfilaba
respecto a ellos en los estados mayores. Mimados por De Lattre, despreciados por
Navarre, se buscaba el convertir a los periodistas en los tontos emisarios de esta
derrota. Era difícil atacar públicamente a Francia y su Gobierno; por ello, se
empleaban intermediarios. No eran seres peligrosos, ya que jamás hallaban a nadie
que les defendiera, y estaban demasiado desunidos para formar un frente.
Mathieu todavía no le había enviado su carta al coronel Broussaille. Esperaba que
este primer contacto oficial de los periodistas con el Vietminh le permitiría reunir
nuevas pruebas contra Julien, Rovignon y los demás. Incluso se había llevado
consigo una cámara fotográfica que le colgaba muy alta del pecho, como unos
anteojos marinos.
Calamar trató de desenredar sus piernas, pero las hizo chocar contra una batahola
de hierro.
—Cabe esperar —dijo— que el amigo Phang esté en Vietri. De todos los viets es
el más interesante. Es coronel, ¡hum!, y no cuenta más que treinta y siete años. Tiene
una sonrisa maravillosa, apacible, radiante, y detrás de sus gafas de oro, sus pupilas
muestran esa tierna humildad de los corazones puros. Es muy guapo. Con su cabeza
ligeramente inclinada, tiene aspecto de religioso, y uno espera que cruce sus manos
para orar. El Comité Central, según se dice, le ha cedido Hanoi en el reparto, y su
verdadero nombre no es Phang, Jerome, sino Ndiem Van Ke.
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Calamar no apartaba sus ojos de las manos de Jerome, que estaban temblando. El
informe de Bernot era bueno. Phang era Ke, que había pasado algunos meses en un
seminario de Francia, y a quien Tuan-Van-Le había convertido a los dogmas más
humanos de la acción directa; era el mismo Ke al que Jerome le había pagado parte
de sus estudios en Francia.
—¿Qué es toda esa historia? —preguntó Rovignon, intrigado.
—Nada, amigo, ya sabes que Jerome no puede dar tres pasos en Asia sin
encontrarse con antiguos conocidos.
Jerome se levantó y se trasladó a la popa de la embarcación. Necesitaba estar
solo. Contemplando la espuma sucia del río, volvió a representarse a Ke y su sonrisa.
Rovignon le pegó una patada a Calamar.
—¿No puedes dejar en paz a Jerome?
—Desde hace veinticinco años escribo los mismos reportajes que él; desde hace
veinticinco años, sin esfuerzo, me arrincona en todas las esquinas. Jerome es como un
papel atrapamoscas al que todos se pegan. Siempre le van a la zaga para participarle
sus pequeñas congojas, sean nacionalistas o comunistas, vendedores de sopa,
banqueros de Cholon, generales chinos o rufianes corsos. Jerome es una especie de
vicio que tienen en su piel. Incluso Mamá Lien se conmueve cuando se entera de su
llegada. Conmigo se emplean zalemas y se tapan la nariz cuando voy a verles… ¿Por
qué?
—Tal vez sea porque jamás te lavas los dientes. Quizá porque a fuerza de
remover el lodo, empiezas a oler a estiércol.
Julien se había estirado en el fondo de la barca, con la cabeza colocada sobre un
macuto de soldado. No veía el río, pero oía sus ruidos y sobre sí tenía todo el cielo.
Calamar era quien le había rogado que fuera a Vietri.
—Te llevo en el viaje —le había dicho—. Trata de reunir todo lo que puedas
sobre los viets. En Francia ya empieza a preocuparles esta historia del Vietminh.
Desean, de repente, saberlo todo sobre estos tipos que han infligido una derrota a
nuestro valiente ejército… ¡Hum…! Así, es preciso que yo les fabrique una serie de
artículos para contarles todo esto, cómo es el hombre vietminh, y por qué se ha
perdido la guerra. ¡No pierdas de vista a Jerome! Te daré hasta mil piastras…
¿Qué se pensaba en Francia sobre esta guerra y la derrota? He aquí lo que se
preguntaba Julien. ¿Qué decía de todo ello tía Adriana? Seguro que había tenido
razón. ¿Y el tío Pierre? Diría que la guerra había sido mal conducida…
En el bote se había hecho el silencio; únicamente se percibía el chapaleo del agua
al chocar contra las planchas de acero.
Un año antes, Julien abandonó Francia tras una noche en que se adentró en el
mar, frente a Cannes, y regresó a la playa después de vencer el impulso de morir.
Mientras cursaba sus estudios en París, tío Pierre, su tutor, le enviaba todos los meses
una módica suma que le permitía vivir. Cada vez que se iba de vacaciones a Nimes, le
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compraba todo aquello que le hacía falta: trajes, calzado, libros…, siempre en los
almacenes y tiendas regentadas por protestantes. No obraba así por sectarismo, sino
porque creía que un calvinista no podía engañar sobre la calidad de su mercancía sin
traicionar a Dios.
Cuando Julien hubo terminado su licenciatura de inglés, y obtenido su diploma de
Ciencias Políticas, tío Pierre le dijo:
—Querido sobrino, a la muerte de tus padres, víctimas de un estúpido accidente
de automóvil, tomé tu educación a mi cargo. Pese a ciertos descarríos en tu conducta,
debo reconocer que has quedado bien clasificado en tus exámenes. Me habría gustado
que realizaras tu servicio militar, lo que no habría dejado de prestarte la madurez de
que adoleces; pero perteneces a una clase que está dispensada del servicio. Tanto
peor. Voy a entregarte la mitad de la herencia que te pertenece; no es mucho. Viaja
durante tres meses, y vuelve en octubre. Entonces nos ocuparemos de tu porvenir. Me
gustaría que trabajases conmigo en el diario, pero tu tío Etienne te querría con él en
Ginebra.
Julien había elegido Cannes para pasar sus vacaciones…, por el motivo de que
allí no conocía a nadie, porque la ciudad tenía cierta reputación de disipación, y
porque sus mujeres tenían fama de ser muy bonitas y fáciles.
Vivió durante tres días en un hotelito de la parte antigua, sobre el puerto, soñó
ante los veleros que dan la vuelta al mundo, en compañía de chicas de cabelleras
cortas y largas piernas. Allí fue donde halló a Mederis, un camarada de la facultad de
Ciencias Políticas, que llevaba una vida alegre. Tenía dinero, y toda una corte
agradablemente zalamera de parásitos de buena familia vivían y pululaban a su
alrededor. La pandilla, en su disipación, tenía sus normas. No se acostaban antes del
alba, se bañaban únicamente de noche, y toleraban todos los vicios, con tal que se
alardease de ellos.
Las relaciones mundanas, o el nombre, suplantaban a la inteligencia, la
desenvoltura a la cortesía, y cierta maledicencia era de buen gusto. Encerrada en sí
misma y en sus apetencias, extraña al mundo exterior, la pandilla de Mederis
arrastraba su aburrimiento y su snobismo por todos los cabarets de la costa, por todas
las playas particulares, ya que sus miembros, aunque alardeando de ideas de extrema
izquierda, no se comprometían nunca.
Julien tuvo aventuras con muchas, siempre con las que pertenecían al grupo; ellas
poseían cuerpos bronceados y diminutos, dientes blanquísimos; sabían reír y bailar,
nadar, hacer esquí náutico, y adoptar poses afectadas en la proa de los yates. Eran
bellos monstruos egoístas y limitados, de cuerpos ávidos que ella, cuidaban
apasionadamente.
Pasó de una a otra sin descubrir ninguna diferencia, a no ser el refinamiento más
o menos acentuado de ciertas técnicas eróticas. Creyó que el amor no existía, que el
mundo estaba gobernado por locos, aprovechados o cínicos, que no existía la
generosidad, que el sueño y la esperanza eran signos de debilidad, que la vida
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secretaba aburrimiento, y que era preferible aburrirse en un cierto ambiente, bebiendo
bebidas heladas y abrazando graciosas figurillas.
Julien, durante cierto tiempo; gozó con aquellos contactos de epidermis
alternando las mujeres; se entretuvo con aquel juego cruel e inútil, donde el mal se
hacía sonriendo, donde se abrazaba para morder, y se despreciaba para mejor abrazar.
Pero una noche, en la que había bebido más que de costumbre, en un cabaret a la
orilla del mar, sintió la necesidad de bañarse para aclarar su cerebro.
Nadó largo tiempo, hasta que desaparecieron las luces de la costa. Entonces se dio
cuenta de que no tenía deseos de regresar, sino de dejarse deslizar dulcemente,
pasando de su desencanto a la muerte. No comprendía cómo durante aquellos tres
meses, en los que nada le había ocurrido, se había olvidado de vivir. Debió hacer un
gran esfuerzo para volver a la playa y no dejarse llevar por el mar.
Al día siguiente, regresó a Nimes. Su tío Pierre, que había comprendido que se
hallaba bajo los efectos de una grave crisis, le había obtenido un pasaje gratuito y una
invitación para un mes en Indochina.
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Vong corrió hasta el pórtico de bambú donde estaba de guardia, y canturreó para
sí:
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uniforme vietminh, sentía de nuevo agitarse al hombre que había querido olvidar y
destruir, un tal Ke, cuya tía era una abominable alcahueta; un muchacho romántico y
estúpido que había seguido al traidor de Tuan-Van-Le, y al que un enojoso periodista
había estado alimentando durante sus estudios en Francia. Jerome no hacía quizá más
que transmitirle el dinero de Mamá Lien, dinero que olía a opio, a rameras y a
concomitancias con la policía. Nguyen también había conocido a Jerome, y le
guardaba cierta simpatía. Nguyen dirigía desde hacía dos años los servicios de
Seguridad de la República Popular, y le diría cómo debía comportarse.
Para olvidar esos desagradables recuerdos, Phang no quería acordarse del rumor
que desde hacía algunos días circulaba con insistencia. Sería él el primero que
entraría en Hanoi, al frente del destacamento de vanguardia y quien tomaría a su
cargo la dirección del Comité administrativo y militar.
Los rumores repercutían en la división 308 como en una cuenca sonora. Quince
años antes, el seminario de Carmes también era una cuenca sonora repleta de secretos
que se escapaban para retornar en susurros por todas las bocas.
Phang, con la frente perlada de sudor, apuró un vaso de té, y luego se echó hacia
atrás en su silla, y cerró los ojos. Había abandonado el gran seminario a los seis
meses, habiendo obtenido lo que quería: el viaje gratuito a Francia. Luego tiró la
cogulla a las ortigas, y quiso continuar sus estudios.
París era una ciudad hostil que no se había dejado conquistar por su sonrisa, y en
la que pronto empezó a morirse de hambre. Uno de sus compatriotas le dio la
dirección del restaurante de la calle de la Escuela Politécnica. Avergonzado,
temblando de frío en su raído abrigo, empujó la puerta pintada de rojo. Entonces el
calor reconfortó su cuerpo, mezclado con los fragantes aromas de la cocina de su
país.
En la trastienda, Tuan-Van-Le celebraba sus reuniones. Acudían a ellas una
decena de hombres, jóvenes y hambrientos. El dueño del restaurante que sin ninguna
razón lanzaba agudos gritos, les servía gratuitamente tazones de sopa, en los que
nadaban algunos camarones y un poco de carne de cerdo. De acuerdo con Le,
informaba a la policía, y presentaba a dichas reuniones como las de una pequeña
secta religiosa, en las que a veces llegaba a hablarse de independencia. Algunos
ásperos gritos acogieron a Ke.
—Tienes hambre, ¿eh? No hay que avergonzarse de tener hambre. Pero yo,
cuando los otros tienen hambre, no estoy tranquilo, particularmente cuando son de mi
misma raza. Vete a la trastienda.
Ke comió sopa y calamares al apio, después arroz y buey ahumado. Aún se
acordaba de aquella comida. Le había servido la hija del dueño. Iba vestida al estilo
vietnamita, con un pantalón de seda y una túnica de faldones flotantes; su negra
cabellera descendía en una sola trenza hasta la cintura.
El propietario entró y se sentó frente a Ke.
—¿Quién te dijo que vinieras aquí?
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—Fue Hoang. Estuvimos juntos en el Instituto de Hanoi. Volví a hallarle esta
tarde, jugando al ping pong en «Ludo».
—¿Estudiante? —había preguntado el otro.
—Sí, me preparo para la licenciatura de matemáticas.
—¿Sin dinero?
—Ni esperanza de tenerlo.
Tuan-Van-Le entró con un impermeable demasiado largo, uno de cuyos bolsillos
estaba desgarrado, un sombrero excesivamente pequeño, y unos zapatos rotos. Tiró
sobre la mesa una pila de periódicos que llevaba, y escupió al suelo.
—¿Crees, Tiung, que por fin van a llegar a las manos?
—¿Quiénes?
—Los alemanes, los franceses, los ingleses y los demás.
Empezó a gesticular.
—Si se matan entre ellos, quedarán debilitados. Una guerra en Europa sería el
medio de poder efectuar nuestra sublevación en Indochina.
Entonces, Le se apercibió del joven.
—¿Quién es éste?
—Un amigo de Hoang; tenía hambre.
—Tu hija también tiene hambre. Mírala.
Se instaló delante de Ke.
—Explícate.
Ke ya no siguió viendo la fealdad del hombre, sino sus ojos ávidos que exigían,
su boca nerviosa que se torcía, impaciente. Ke le habló de su infancia en el barrio de
la estación, en Hanoi, de las calles tan sucias, y de los franceses vestidos de blanco
que hacían una mueca cuando pasaban por el lado de los nativos.
Su padre, un «tri fu» (subprefecto), había muerto dejando a su viuda en la miseria.
Quienes le habían pagado los estudios eran unos parientes lejanos. Con la
nacionalidad francesa que poseía, había asistido en el Instituto a las mismas clases
que los hijos de los blancos, pero éstos le llamaban boy. Odiaba a los franceses.
—Exageras —le dijo Le—. En Francia son muy soportables. Yo me he arrastrado
por todo el mundo y he podido compararlos a los demás pueblos. Son los menos
racistas, pero están obsesionados por su egoísmo de pequeños burgueses, secos e
inteligentes.
—¿Y sus hijas? Yo hacía los ejercicios de una de ellas en el instituto, y me decía
riéndose: «Gracias, pequeño nah-qué». Luego se marchaba del brazo de un joven
cretino, que tenía la piel blanca.
—Jerome, un periodista francés se enamoró locamente en Shanghai de una china
de buena familia —explicó Tuan—. En su oficio, este Jerome es un gran personaje.
Le pidió a la joven casarse con ella. También ella se le rió en las narices. La blanca
no se casa con un negro, la china no se casa con un blanco… El racismo está en todas
partes, y es muy estúpido y muy fuerte.
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Ke, entonces, le explicó cómo había descubierto en sí la vocación religiosa para
no pagar el pasaje. Aquello tuvo la virtud de divertir a Tuan-Van-Le.
—¿Y ahora, cómo vas a vivir? —le preguntó.
—No lo sé.
Tuan-Van-Le se echó a reír y se golpeó los muslos.
—Ya lo hallé; irás a vivir a casa de Jerome.
Jerome habitaba un gran apartamento heredado de sus padres, en aquella parte de
la calle de Bac, donde por la tarde suenan una tras otra las cantarinas campanas de los
conventos.
Allí se instaló Ke. En el apartamento ya vivían una peruana que se paseaba en
poncho y cantaba con voz rauca; un etnólogo americano que no comía más que
conservas, de las que poseía gran número de latas; un par de jóvenes checos, que se
amaban, para odiarse luego violentamente, y volver a amarse.
Jerome estaba ausente, realizando un reportaje en el extranjero, y todos le
esperaban como a la vieja tía del campo que llega siempre con los brazos cargados de
provisiones.
Ke fue feliz; pasó algunas noches con la peruana. El americano le prestó dinero, y
los checos le hicieron beber vodka y comer arenques del Báltico. Pero, ante todo, fue
admitido en el grupo de Tuan-Van-Le. Algunos extraños hombres llegaban ciertas
noches de Yunnan, Pekín, Shanghai, o el Japón. La policía los había perseguido por
los poblados Thai de la Región Alta. Habían estado navegando en viejos buques de
carga que transportaban opio, y todos poseían dos o tres identidades. Su risa era sana,
y no albergaban odio alguno. Pero varios de entre ellos habían participado en
atentados que costaron la vida a administradores u oficiales franceses.
Ke imprimió octavillas, distribuyó un diario clandestino y trabó conocimiento con
otro grupo que trabajaba paralelamente con el suyo, y se beneficiaba de la protección
de los comunistas del «Frente nacionalista indochino». Su jefe era un tal Nguyen Ai
Quoc. Según Le, había sido un deplorable fotógrafo de Batignolles, un mediocre
traductor en China, al servicio de Borodín, y perdía su tiempo en discursos inútiles.
En 1930, Quoc, queriendo pasar a la acción, montó unas «marchas de aldeanos»
sobre Vinh, lo que les valió a todos los cuadros de su partido ser batidos o enviados a
la cárcel de Poulo Condor. Quoc, a la sazón, estaba en China. Varias veces al mes, los
cuadros del «Frente» se reunían en París con los hombres de Tuan-Van-Le para
preparar un programa de acción común, pero sin llegar jamás a ponerse de acuerdo.
Los comunistas, ligados a una estricta ortodoxia, querían empezar provocando
movimientos de reivindicación de clases, mientras que Le exigía que se pasara
inmediatamente a la acción para hacer la vida insoportable a los franceses. Según él,
la guerra era inminente, y no había tiempo para perderlo en los meandros de la
dialéctica marxista.
Nguyen Ai Quoc le propuso a Le un encuentro en Yunnan Fu, en donde acababa
de establecerse. Le pensó que Quoc era un maniático de la precaución, y que muy
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bien podían verse en París o en Ginebra.
La guerra no estalló. Chamberlain se marchó a Munich con su triste semblante y
su negro paraguas, y los franceses, aliviados, hicieron de ese británico amante de la
paz un héroe nacional.
Durante el transcurso de una reunión de la que Ke aún conservaba tan vivo el
recuerdo como de su primera comida vietnamita en París, Tuan-Van-Le proclamó:
—Los franceses no piensan más que en encerrarse dentro de su pequeño país, sus
pequeñas ciudades, sus pequeñas casas. Como ancianos, no miran al mundo más que
a través de sus ventanas, apartando un poco las cortinas. Piensan que ya han sufrido
bastante y pensado para los demás, que ya les han mecido suficientemente durante
siglos. Quieren su retiro de gran pueblo, quieren cobrar pensiones y que se les deje en
paz para soñar en sus pasadas glorias. Francia capitulará ante nosotros por egoísmo,
por pereza, para poder adormecerse ante una blanda decadencia.
Pero Nguyen Ai Quoc —que acababa de adoptar el nombre de Ho-Chi-Minh—
había tenido razón al instalarse en Kwang-Si. La policía, de repente, se mostró muy
activa, y Tuan-Van-Le sólo tuvo tiempo de coger su equipaje y desaparecer. Fueron
arrestados militantes, se cerró el restaurante, y Ke recibió el consejo de evitar durante
algún tiempo la calle de la Escuela Politécnica. De nuevo se sintió desamparado.
Fue entonces cuando Jerome llegó de China.
Ke esperaba hallarse ante otro personaje, una especie de Tuan-Van-Le en versión
de periodista, un ser malicioso y agitado, lleno de aparatos fotográficos, con
propósitos subversivos. Enguantado, vestido de negro, con un sombrero de bordes
redondeados en la mano, pesando sus palabras y cuidadoso de sus ademanes, Jerome
más bien daba la impresión de pertenecer al Quai d’Orsay. Los miembros de la tribu
que acampaban en su casa no le parecieron impresionados por sus modales distantes.
Registraron su equipaje, desenrollaron pinturas chinas, y se apoderaron de kimonos
japoneses.
Así que su llegada fue conocida, aparecieron toda clase de individuos: chinos,
japoneses, ingleses, persas, americanos, kurdos… Unos eran ricos, si bien
aparentaban no tener dinero, los otros estaban famélicos, pero se ajustaban bien a su
pobreza, ya que todos estaban seguros de cambiar pronto de vida, mudar la actual por
alguna maravillosa aventura.
Entre los amigos de Jerome, Ke volvió a hallar a Nguyen. Pertenecía al grupo de
los indochinos comunistas. Ke estaba demasiado desconcertado por la personalidad
de Jerome para tratar de emplear artimañas con su compatriota.
—¿Quién es ese tipo? —le preguntó—. Me han dicho que escribe en Le Temps,
un periódico de los más conservadores; su padre fue embajador. Pasa por ser amigo
de varios ministros y de un jefe del partido que gobierna. Pero nos ampara a todos. El
americano es comunista…
—Un comunista muy literario… —dijo Nguyen ambiguamente.
—Nosotros queremos echar a los franceses de Indochina. ¿Es que no lo sabe
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Jerome?
Nguyen empezó a contonearse sobre una pierna y luego sobre la otra.
—Te engañas; sigue tan de cerca nuestra acción que durante largo tiempo
llegamos a pensar que era uno de esos superpolizontes que el capitalismo utiliza para
defenderse. No es nada de eso. Con su rostro inmóvil y sus ojos acuosos, sus camisas
blancas, sus guantes y su sombrero, este gran burgués representa cierta tradición
francesa de amistad, incluso de complicidad para todos cuantos se rebelan contra un
orden de cosas establecido, aunque dicho orden haya sido establecido por su país…
Debe ser el recuerdo de la revolución de 1789… ¡Vete a saber! A causa de ciertos
tipos como él jamás podremos odiar completamente a Francia.
Luego, Nguyen añadió:
—Jerome, ante todo, es un testigo, complaciente tal vez, pero jamás nos ayudará
en nuestra acción. Se halla excesivamente ligado a cierta forma de vida, y es
demasiado honrado en el sentido burgués de este vocablo para tomar partido contra
su país. En el fondo, quizá no sea más que un buen periodista.
Ke se dejó conquistar fácilmente por Jerome. Fue seducido por su tolerancia, su
discreción, la forma que tenía de rechazar la violencia, y al mismo tiempo excusarla.
Le acompañó en sus largos paseos por el bosque de Fontainebleau, y se convirtió en
el discípulo pegado a sus talones. Gracias a Jerome aprendió la historia de su país,
comprendió que algunos blancos querían unirse a él, aportando su lógica de hombres
latinos, pero anhelando, ellos que eran viejos; un poco de la turbulencia y de la eterna
infancia de los pueblos amarillos.
Un día, Jerome le contó esta práctica de la antigua medicina china:
—Cuando, en el Seu Chuen, un anciano atrapa el mal que se llama «cansancio de
la vida»; cuando, inmóvil en su cama, se ofrece a la muerte, rechaza los alimentos,
cierra los ojos al sol y los oídos al canto de los pájaros; para curarle, los médicos
hacen entrar en su habitación a los niños, a los que dejan gritar y jugar en torno al
lecho del moribundo. Gracias a la fuerza de su juventud, a sus efluvios de vida, curan
al enfermo. Europa tiene cansancio de la vida; necesita que al pie de su lecho jueguen
los niños amarillos.
Un día, Ke le espetó a Jerome:
—Pero usted sabe que Tuan-Van-Le, que Nguyen, que yo mismo, luchamos
contra su país. ¿No es su deber de francés entregarnos a la policía?
—Únicamente luchando contra nosotros, tratando de arrancaros de vosotros
mismos lo que nosotros os hemos dado, os daréis cuenta de cuán necesarios os
somos.
Y en este momento de la evocación, Vong, el asistente, arrancó al coronel Phang
de entre las manos de Ke.
—Camarada, ahí están los periodistas. Van sucios, mal afeitados, y están de muy
mal humor. Han debido pasar la noche en su embarcación. Phang se levantó, se
encasquetó el casco y, balanceando los brazos, siguió al ordenanza. El coronel no
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había conseguido la comunicación con Nguyen.
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la negra cuenca de sus órbitas recordaba la de los muertos.
Los vietminhs. Eran niños viejos que habían sufrido atrozmente durante sus ocho
años de guerra. Habían estado viviendo entre el lodazal de los arrozales y el agua de
«los pantanos, muriéndose de hambre y consumidos por la fiebre; se habían
arrastrado por las sendas de la Región Alta como un enjambre de hormigas llevando
pesos superiores al suyo propio. Eran personas graves y acompasadas, minuciosas
para la tarea más nimia, pero habían perdido la virtud de su juventud. Aquellos
revolucionarios agotados, de rostros frailunos, como si se hubieran entregado al
ascetismo, inquietaban a Jerome como todo lo que significaba un atentado contra la
prudente medida de las cosas, lo mismo que contra el hombre, tal como lo concebía.
Rovignon tiró al agua el bote de cerveza que acababa de engullir, eructó y
exclamó, satisfecho:
—¿Sabías que los viets no besan?
—¿Qué estás diciendo?
—Verás, intenté comprender por qué me fastidiaban. Y ahora ya lo sé. Los viets
son unos cuáqueros con ametralladoras. Y aunque no tienen religión, o por mejor
decir, no creen en Dios, han hallado al menos el medio de librarse del pecado carnal.
¡Ahora, entiéndelo!
Calamar encendió un cigarrillo, exhaló dos bocanadas y luego lo aplastó con una
mueca de disgusto; sabía a paja mojada.
—¡Bueno, ahí llega nuestro coronel Phang!
Phang, después de atravesar el pórtico, descendía hacia la playa, esbelto y muy
elegante dentro de su sencillo uniforme de tela verde. El sol jugueteaba en los
cristales de sus gafas. Empezó a distribuir fuertes apretones de manos entre los
periodistas reunidos, acompañándolos de amistosos movimientos de cabeza y, de
repente, se encontró delante de Jerome.
—Soy el coronel Phang, encargado de las relaciones con la Prensa. Estoy
encantado de verle a usted aquí, amigo Jerome. La presencia entre nosotros de un
periodista tan reputado como usted no puede menos que ayudar a consolidar las bases
todavía frágiles de la paz.
Jerome se inclinó.
—Es un honor para mí conocerle, coronel.
Jerome se dio cuenta al instante de que el coronel Phang había adquirido ya el
sello vietminh. Cuando andaba, las ropas parecían flotar a su alrededor, su sonrisa
parecía estereotipada; el hombre no existía ya, sino solamente la envoltura externa.
Una noche en París, mientras Jerome estaba en su despacho corrigiendo su libro
sobre el final de Shanghai, escrito con su caligrafía de colegial aplicado, le visitó Ke.
Parecía hallarse algo trastornado, y tras sentarse en una butaca, se llevó de mala
manera un cigarrillo a los labios, pese a no fumar jamás.
—Jerome, quisiera decirte una cosa que me avergüenza y que hasta ahora te he
ocultado. Además, quiero que me aconsejes si debo decírselo a Tuan-Van-Le.
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¿Conoces a Mamá Lien, de Hanoi?
—Seguro, como todo el mundo. Siempre que paso por aquella ciudad, voy a su
casa a fumar algunas pipas…
—¿Y a pasar el rato con alguna chica?
—A lo mejor. ¿Por qué no?
—Es mi tía, la hermana de mi madre. Ella es quien ha pagado mis estudios en la
Universidad. Trabaja para la policía, para todo el mundo…
—¿Y eso qué importa? A mí me resulta muy simpática Mamá Lien.
—Una alcahueta.
—¿Por eso fue por lo que quisiste hacerte sacerdote? Ahora comprendo que no
fue únicamente para poder venir a Francia por lo que deseaste vestir la sotana.
Jerome había dejado el trabajo, marchándose ambos al cine. Luego hallaron a
Tuan-Van-Le en la «Closerie des Lilas». Le estaba bebiendo, y le contaba a una
danesa bastante gruesa, que hasta aquel momento había creído que los asiáticos eran
seres misteriosos, traicioneros y delicados, una serie de obscenidades muy poco de
acuerdo con las creencias de la dama. Ke, atropelladamente, hizo su confesión:
—Soy sobrino de Mamá Lien.
Tuan-Van-Le se golpeó un muslo.
—¡Fantástico! Cuando era joven y fumaba menos que ahora, Lien fue una mujer
muy hermosa. Incluso llegué a acostarme con ella… y me desperté en Poulo Condor.
En aquellos tiempos ya era soplona de la policía. Claro que por su cuenta y razón.
¿Qué quieres beber?
—Nada.
Durante un segundo, Jerome observó cómo se estrechaban las pupilas de Ke, para
volver a adquirir su acariciadora dulzura. El joven vietnamita se levantó y,
deslizándose por entre las sillas de la terraza, se marchó al observatorio.
—Hace mucho tiempo que lo sabía —explicó Le—, pero me gusta que me lo
haya confesado él mismo.
Aquella noche, debido a haber bebido bastante, y al placer que experimentaba
ante el asombro de la obesa danesa, Le contó su aventura con Lien.
—Entiéndeme, Jerome, yo sabía muy bien lo que arriesgaba yendo con ella. Yo
era un agitador, pero sin tomármelo muy en serio. Necesitaba sufrir la confirmación,
es decir, lo que únicamente se obtiene si te encierran en la cárcel, o al menos en la
Prefectura.
Tanto para asombrar a Lien, como para impulsarla a obrar, exageré mi propia
importancia. Lien era ya muy inteligente, y creo que comprendió mis deseos. En
Poulo Condor no lo pasé mal del todo, ya que me dieron el destino de médico de los
presos. Podía pasar de un barracón a otro. Y fue allí mismo donde creé el partido…
Asombroso, ¿eh?
Y ahora Ke, convertido en el coronel Phang, evitaba estrecharle la mano; Lien
fumaba sus últimas pipas de opio en su casa de Hanoi; Tuan-Van-Le andaba huido
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por alguna parte, y Jerome, viejo, al final de su vida activa, no pensaba más que en
estar lejos…, muy lejos de ese drama.
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tablas para reposar, mientras que en el exterior el calor espesaba el aire. Vong, el
ordenanza, pasó la nariz por entre una abertura de los bambúes para observar mejor a
los hombres blancos, a quienes los pequeños vietminhs habían vencido
vergonzosamente. Pero los blancos no parecían hallarse muy afectados por esa
derrota.
Uno engullía el contenido de una lata de conservas; otros dos, sentados en el
suelo, jugaban a los dados mientras se pasaban de mano en mano una botella de
alcohol. Transpiraban, olían a sudor, estaban sucios, pero Vong tuvo la impresión de
que tanto su piel como sus vestidos habían sido cortados a la medida, y que se
hallaban muy a su gusto. Al volver a su puesto, el ordenanza se preguntaba:
«¿Vale más ser vencedor, o hallarse a gusto dentro de la piel?». Y pensó en la
medalla que se colgaría del pecho al entrar en Hanoi, acabando por optar por el clan
de los vencedores.
Los prisioneros franceses llegaron conducidos por un sendero. Pálidos, flacos,
barbudos, ridículos en sus trajes vietminhs, avanzaban con miradas vacuas,
canturreando en un ritmo de melopea negroide los cantos que les habían enseñado en
los campamentos.
Iban encuadrados entre sus guardianes, sonrientes y suaves, acompañados por los
músicos y las danzarinas de la compañía teatral del Ejército popular. Los músicos que
rascaban sus guitarras y sus mandolinas, trataban de darle a esta liberación un aspecto
festivo. Esta mala representación de campaña era tan penosa como una mascarada.
Cada cinco minutos y a una voz de mando, los prisioneros levantaban la mano,
murmurando algún slogan sobre la paz de los pueblos o la democracia; pero todos
fijaban sus miradas en las embarcaciones que les aguardaban.
Antes de embarcar, todos fueron llevados a una especie de cobertizo donde los
médicos los fueron clasificando según la gravedad de los casos: pocos heridos graves,
y muchos disentéricos de rostros oliváceos.
Cada periodista eligió un prisionero para interrogarle.
Jerome se había fijado en un joven de cráneo pelado, el cual conservaba cierto
orgullo en su porte y en su cabeza erguida. No mostraba en su mirada aquella avidez
con que sus camaradas seguían las manos de los enfermeros que distribuían los
víveres. Jerome se le acercó:
—¿Contento de ser liberado?
—Naturalmente, señor periodista, pero aun a riesgo de sorprenderle a usted, debo
decirle que no me pesa la experiencia de mi cautiverio.
Jerome había sacado un bloc.
—¿Mi nombre? Capitán Morier, del Segundo batallón de paracaidistas. Herido y
hecho prisionero en Dien-Bien-Fu. Podía andar, y mis compañeros me ayudaron;
además, deseaba ardientemente seguir viviendo. Al llegar al campamento de Than
Hoa, no podía más. Allí logré recobrar mis fuerzas y empezar a interesarme por
cuanto ocurría a mi alrededor. No tengo tiempo para describirle nuestra existencia en
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ese campamento, pero puedo darle a conocer las conclusiones a las que he llegado.
Puede hacerlas publicar debajo de mi fotografía, porque actualmente ya no me
importa. Sepa usted que los vietminhs han puesto en marcha un tipo de ejército muy
notable, donde cada soldado es a la vez un propagandista, un maestro de escuela, un
policía; y cada oficial un administrador, un sacerdote, y un ingeniero agrónomo.
Tras una pausa, continuó:
—Para luchar contra un ejército así, haría falta un ejército de la misma clase, una
especie de orden militar; si no, la derrota es cosa segura. No me gusta ser vencido, no
me gusta en absoluto verme mandado por jefes incapaces, pero todavía me gustaría
menos verme convertido en un monje militar, o transformado en hermano predicador
de una nueva doctrina. Por lo tanto, yo, el capitán Morier, abandono el Ejército
francés, porque tal como está organizado no puede triunfar aquí, y por otra parte, no
puedo admitirlo más que tal como es al presente.
—¿Qué piensa hacer?
El capitán, cuyos ojos centellearon de malicia, respondió:
—Tal vez me dejaré tentar por el periodismo. En los campamentos vietminhs casi
llegué a olvidarme de mi condición de oficial para no ser más que un espectador…,
un testigo. —Indicando a un viet, añadió—: Mire, allí está el bravo Vinn, el jefe de
nuestro campamento. Hacía el servicio pesado con nosotros, comía lo mismo que los
presos, dormía a nuestro lado sobre un colchón, lleno de obsequiosidades, de buena
voluntad, y nos recitaba continuamente su catecismo. De un solo golpe me curó de la
tentación comunista, de cualquier forma de vida colectiva y del ejército.
El capitán hizo un gesto a su guardián.
—¡Adiós, Vinn, y gracias! ¿Se da usted cuenta? Casi está seguro de haberme
convertido, por haberle escuchado; ¡Y es que yo soy tan curioso…!
Julien daba vueltas en torno a las danzarinas que llevaban el uniforme del Ejército
popular. Tres de ellas eran muy hermosas, con sus largas trenzas terminadas en unas
cintas de color rosado.
Jugueteaban con sus trenzas alrededor de un prisionero norteafricano, lívido,
cuyos negros labios dejaban entrever una blanca boca aftosa. Julien se sentó en un
banquillo, al lado del prisionero. El norteafricano lanzaba algunos gruñidos roncos e
inarticulados. Estaba al cabo de su resistencia, y en sus enormes ojos vacíos no había
más que una inmensa resignación, sin fijarse en las jóvenes, ni siquiera en los barcos
cuyos motores comenzaban a ronronear a pocos metros de donde él estaba.
Julien le preguntó a una de las jóvenes vietminhs:
—¿Cuál es vuestra vida en el Ejército popular?
Ella vaciló. En el transcurso de la última sesión de autocrítica, le habían
reprochado haberse abandonado excesivamente a sus impulsos. Pero la pregunta del
blanco —la danzarina había reparado ya en que se trataba de un joven muy guapo—
la había halagado.
—Mi vida es igual a la de todos los soldados del Ejército democrático del
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Vietminh.
Aunque su acento era exótico, hablaba el francés correctamente.
—Nuestra tropa estuvo en Dien-Bien-Fu, y fuimos enviadas en grupitos de tres o
cuatro a las trincheras para cantarles a los soldados canciones de sus arrozales.
—¿Sois también enfermeras?
—Las enfermeras allí eran otras jóvenes. Nosotras solamente teníamos que
cantar; esto es muy importante para los soldados, más que los medicamentos. Elevó
orgullosamente hacia el cielo su naricilla, y sacudió sus trenzas. Una de ellas rozó el
rostro de Julien, quien pretendió cogerla. Un antiguo reflejo de niño.
—Vosotros no podéis comprenderlo.
—Sí.
Julien se levantó y señaló al norteafricano.
—Pero a éste habríais podido darle algo más que canciones. A éste no le
importaban nada vuestras tonterías.
—¿Tonterías? —repitió la vietminh, desconcertada.
Julien sacudió la cabeza. De repente, ante aquella pequeña viet, él se sentía un
adulto completo. Se levantó y se ausentó, descendiendo lentamente hacia el río Rojo.
No podía soportar la vista de aquel artillero marroquí que iba a morir, sin saber por
qué.
La joven vietminh, con su pantalón de tela que le abombaba ligeramente las
pantorrillas, con sus trenzas y sus bellas fórmulas, se creía importante. Era hermosa, y
cuando sus ojos y su nariz se replegaban un poco, graciosamente, daba una vuelta
sobre sí misma, se olvidaba su vestido y la mochila de su espalda, para no ver más
que su fina carita y su juventud. Lo demás era pura comedia, una mala farsa montada
por lo peor que hay en el mundo: los criados, los ayudantes y los burócratas.
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Al fin un vietminh, sin casco, aunque vestido como soldado raso, se les acercó.
Jerome le reconoció en seguida. Era Nguyen. Conservaba la misma cabeza de conejo
de un dibujo animado, con su mandíbula superior proyectada hacia delante, mientras
la inferior se retraía. Se dirigió a Jerome y le abrazó fuertemente.
—¡Bueno, Jerome, hemos hecho una buena labor! ¿Has visto? Poseemos un
ejército y formamos una nación. Estoy contento de que estés aquí para verlo.
—¿Por qué?
Como antaño, Nguyen se balanceaba, primero sobre una pierna y luego sobre la
otra:
—Quiero que les digas a los tuyos que nosotros no conservamos ningún odio
hacia Francia, o al menos contra el pueblo francés. Se ha establecido y podremos
reanudar las relaciones normales de amistad, basada, claro está, como toda amistad
verdadera, sobre el plano de la igualdad…
—¿Esta guerra no ha dejado rencores?
—Seguro. Pero con el tiempo, llegaremos a olvidar nuestros poblados arrasados
como la palma de la mano, nuestros soldados torturados… Vuestros policías y
vuestros oficiales de información, esto lo sabemos muy bien, utilizaban los
procedimientos de la Gestapo —hizo un gesto con la mano como para alejar
recuerdos desagradables, pero su voz había cambiado y había algo de contención en
su acento cuando prosiguió—: ¿Te acuerdas de París, de la calle del Príncipe?
¿Sigues en el mismo apartamento de la calle de Bac…?
Julien permanecía un poco apartado, sintiéndose un intruso entre aquellos viejos
conocidos.
—Tuve que venderlo…
El coronel Phang se unió a ellos. También mostrábase más humano, y pasó un
brazo por los hombros de Jerome, como había hecho Nguyen, pero acompañando el
gesto con su mejor sonrisa.
—Perdóname por lo de antes; fingí no reconocerte…, pero es que no vale la pena
dar un espectáculo, ¿verdad? Estoy muy contento de volver a verte.
Jerome comprendió que Ke le había pedido a Nguyen la autorización a
reconocerle. Esta práctica la hallaba de mal gusto y era pueril, como los protocolos de
ciertas órdenes religiosas, pensaba.
Cenaron en una cabaña a la orilla del río, servidos por silenciosos soldados. La
noche era cálida, húmeda, llena de los zumbidos de los insectos, mientras del agua
ascendían unos ruidos misteriosos y molestos.
Phang había colocado al lado de Julien a una joven algo gruesa, de cabellos ralos
y aceitosos, de cara neutra, voz sonora, aunque sin tono. Iba respondiendo a todas las
preguntas que su vecino le planteaba, tanto sobre las previsiones sobre la próxima
cosecha de arroz y la dialéctica marxista, como acerca de la reforma agraria, y todo
ello sin el menor asomo de duda, citando cifras como un manual. Julien se divirtió
con ella unos minutos, y luego se inclinó a Jerome:
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Esta chica es un dictáfono. Si aprietas un botón, empieza a hablar; todo parece
tenerlo registrado como en una cinta. Los vietminhs deben carecer de material de
oficinas, por lo que se llevan consigo a la joven «dictáfono», al sargento máquina de
escribir, al ayudante fichero…
Se volvió hacia la joven:
—Señorita, ¿ha sentido usted ya ganas de morirse?
El «dictáfono» se cerró, mientras la joven abría la boca. Jerome se vio forzado a
sonreír; los pómulos del coronel Phang se colorearon con un ligero tono carmesí,
signo de cólera. Nguyen adelantó su mandíbula inferior, signo de interés. Junto a la
orilla saltó un enorme pez, y todos tuvieron la impresión de haber recibido una ducha.
Tras algunos rechinamientos, el «dictáfono» volvió a ponerse en marcha:
—El suicidio es una enfermedad de los países capitalistas, desconocida en los
países comunistas. Los únicos casos de suicidio que se han registrado en la República
democrática del Vietnam, son los de antiguos capitalistas o especuladores incapaces
de adaptarse a su nueva forma de vida, o queriendo escapar a la justicia del pueblo.
Ha habido 122 casos en el período comprendido entre el primero de julio de 1953 y el
treinta de junio de 1954.
Se sirvió una comida excelente: caza, pescado de río, carne de búfalo, vinos
franceses. Phang elogió la nueva literatura vietminh, «que habiendo dejado de ser una
diversión de esteta, se había puesto al servicio del pueblo», y de la poesía popular,
«que, en lugar de utilizar los eternos temas del amor, ya tan manidos, incitaba ahora
al hombre al combate y al trabajo».
Nguyen dio su aprobación. Este antiguo politécnico nunca había entendido nada
de música ni de literatura, pero había comprobado que se obtenía mejor rendimiento
de los soldados y de los obreros, haciéndoles cantar. Por esta razón, las canciones
eran necesarias. Las antiguas tonadas del folklore vietnamita se adaptaban
perfectamente, ya que eran vivas irresistibles, y los bo doi[12] ya las conocían. Sólo
era preciso cambiar la letra. Nguyen intentó acordarse de la tonada que antaño
acompañaba a unas frases estúpidas que contaban los amores de una joven de Ke Mo,
que se iba por los caminos a vender su vino de arroz y compartía gratuitamente el
lecho de todos los que compraban de su mercancía. Ahora esta letra se había
remplazado por unos consejos de higiene y urbanidad.
Jerome comprendió por sus anteriores declaraciones que Ke le hacía la corte a
Nguyen, y en el mismo momento en que Jerome iba a recordarle los viejos tiempos
en que se complacía con las prudentes retóricas de los romanos de Giraudoux, el
coronel, como si supiera de antemano lo que iba a decir, se le adelantó:
—Cuando yo era joven, Jerome, me entregué a un individualismo estéril; todavía
no había descubierto una causa a la que consagrar mi vida…
—¿Y Tuan-Van-Le?
Julien prestó atención.
—No es más que un traidor —replicó Ke—. También él hacía literatura
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capitalista, mal romanticismo. Carecía de conciencia popular.
Jerome se preguntó, de súbito, por qué todo lo que se refería al pueblo sonaba
falso en boca de Ke. Ke no amaba al pueblo. ¿Y Nguyen? Para él, el pueblo debía
transformarse en cifras que se dejaban sumar o restar sin resistencia. Pero tenía para
con el pueblo cierta ternura, cierto amor como el que sentía por las cifras que
manejaba. Nguyen se levantó a medias para aproximarse a Jerome, que estaba
sentado delante de él, y le dijo al oído:
—¿Es cierto que Tuan-Van-Le está en Hanoi?
Nguyen siempre hablaba demasiado alto o demasiado bajo.
—No lo sé.
—Dile que se largue. Ya está acabado; no es más que un viejo mito. No le apoya
nadie; no representa nada. Ni siquiera vale la pena de que se le asesine,
¿comprendes? Así que no nos moleste más.
—Te aseguro que no he vuelto a verle. Dicen que está en Thailandia.
—Está en Hanoi, y le verás. Los falsos grandes hombres, las actrices viejas, los
antiguos campeones de boxeo y los generales retirados, siempre están deseosos de
volver a ser admirados. Tuan-Van-Le está ansioso de su público, y tú eres periodista,
representante de ese público…, el voceador del escenario.
—Es preciso suprimir a Tuan-Van-Le —intervino Phang, con violencia en la voz
—. Para satisfacer su orgullo, para readquirir su antigua importancia, ese loco es
capaz de desencadenar una nueva guerra.
Jerome comprendió que Phang quería matar completamente su pasado, quizá
porque todavía hablaba muy alto en su interior. Los muertos no resucitan.
Nguyen se interesó entonces por Julien, preguntándole si le había complacido la
cena, y haciéndole admirar los cubiertos de plata que, según explicó, habían
pertenecido a un cañonero francés que se hundió gracias a una mina de su invención.
El «dictáfono» proporcionó unas cifras, y Nguyen se enfrascó en la descripción de su
mina.
Después de la cena, los dos periodistas fueron invitados a una representación en
el Teatro del Ejército, que la tropa de la división 308 daba para el pueblo.
En una inmensa pradera, cuyos límites se perdían en las tinieblas, había
agazapada una enorme muchedumbre. Las mujeres y los niños se mezclaban a los
soldados. Era una multitud recogida, silenciosa, una escuela de diez mil personas
cuyos profesores tenían bien amaestrados.
El escenario no era más que un estrado muy elevado, y el impetuoso viento que
acababa de levantarse hacía revolotear un gran telón blanco.
Jerome, Julien, Phang, Nguyen y la joven «dictáfono» se habían puesto en
cuclillas en la primera fila. Se repartieron cigarrillos. La escuela susurraba
dulcemente, pero cuando el telón se levantó se produjo un silencio completo.
El espectáculo empezó con unas danzas populares vietnamitas, «para
testimoniarle a Ho-Chi-Minh el respeto y la adhesión de la población». El
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«dictáfono» lo iba traduciendo todo con su voz neutra, lo mismo los anuncies que la
letra de las canciones.
Luego se interpretaron danzas chinas, coreanas y rusas. Los danzarines y las
danzarinas tenían cierta gracias, pero la orquesta que les acompañaba carecía de ritmo
y tocaba muy mal. El coronel Phang se inclinó hacia Jerome:
—Nuestros bailarines no tardarán en poder interpretar sobre este escenario las
viejas danzas francesas.
—¿Te parece a ti, Ke? —replicó Jerome—. Estáis perdidos… Sí, lo estáis, lo está
todo este pequeño grupo de vietminhs, a la vez blancos y amarillos, que queréis
uniros a Europa pasando por encima de China. Vuestro pueblo no os seguirá jamás.
Esta noche está a vuestro alrededor, pero vosotros no formáis parte del mismo; no
sois más que sus maestros de escuela. En vuestro teatro no se bailará jamás la gigue
ni la bourrée, y un buen día, China se tragará este extraño absceso blanco que le
habéis formado en su extremo sur.
—Es falso. China es nuestra fiel aliada, y no quiere anexionársenos.
—No lo quiere…, todavía.
El coronel se había atiesado. Un ordenanza fue a buscarle. Tras un breve saludo,
Phang se hundió en la noche.
En el escenario proseguían las danzas. Ataviadas con faldas negras y corpiños
blancos, cuatro jóvenes tocadas con sombreritos al estilo de Thai, interpretaban la
danza de las mariposas de Dien-Bien-Fu, sirviéndose de grandes abanicos para
simbolizar las alas.
La joven «dictáfono» explicó:
—Cuando las tropas del Ejército popular llegaron a la vista de Dien-Bien-Fu,
millares de mariposas acudieron a su encuentro. Tenían grandes alas blancas, y eran
tan numerosas que ocultaron la luz del sol. Las mariposas acudían a dar la bienvenida
a nuestros soldados y a desearles la victoria.
Después, un coro de hombres interpretó una balada, acompañándola con
movimientos acompasados. El «dictáfono» volvió a hacer sus sempiternos
comentarios; su voz carecía de calor humano, como si fuese la de un reloj parlante:
—Este coro es la canción de los coolies de Dien-Bien-Fu, que arrastraron los
cañones hasta la cima de las colinas. Con ello lograron aplastar las tropas mercenarias
de los colonialistas franceses y americanos.
En el entrepuente del junco que devolvía a los dos periodistas hasta el poblado en
que debían dormir, Nguyen se acomodó al lado de Jerome.
—Ha sido muy exagerado lo que le has dicho a Phang, pero tal vez haya en ello
algo de verdad. En 1951 estábamos a punto de ser exterminados, y únicamente podía
ayudamos China. Cree que hemos estado dudando mucho tiempo. Ahora es preciso
que la URSS y Francia no nos dejen de la mano. No se trata únicamente de
comunismo o de capitalismo, sino de que vosotros, los franceses habéis sembrado en
nosotros vuestro trigo; vosotros sois los responsables de la cosecha…
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—Francia no puede hacer ya nada por nadie —declaró Jerome.
—¿La misión Sainteny?
—Un gesto, una carta a negociar cualquier día con los americanos. Mi querido
Nguyen, el mundo se halla muy simplificado: de un lado, los rojos; del otro, los
azules, y no queda sitio entre ambos.
—Los hombres como yo que tratábamos de mantener un contacto al mismo
tiempo que un equilibrio entre ambos bloques, estamos condenados —deploró
Nguyen—. Entre vosotros se les liquida, y en nuestros países se les llama traidores —
murmuró, inclinando la cabeza.
Jerome se abstuvo de hablar.
—Compréndelo. Hacer una revolución y, al mismo tiempo, conquistar la
independencia no ha sido fácil. Al principio, el Vietminh no era más que un mosaico
donde había marxistas ortodoxos como Ho-Chi-Minh, Giap y yo, miembros del
V.N.Q.D.D.; partidarios de Tuan-Van-Le; antiguos scouts católicos, como Ta Quang
Buu… y ha habido necesidad de unificarlos a todos. No podíamos permitimos el lujo
de ser tolerantes… Esto vendrá más adelante.
Tras la nueva pausa, Nguyen prosiguió:
—Estas distintas tendencias han quedado amalgamadas durante los ocho años de
vida en común en el maquis; ocho años durante los cuales nuestros hombres, lejos de
sus familias y de sus medios sociales, fueron sometidos a una regla de vida muy dura.
Es posible que el scout haya influido en el marxista; que el morasiano haya infiltrado
en el comunismo una parte de sus ideas; que la autocrítica se haya confundido con la
confesión… Pero ahora que ya formamos un Estado podremos empezar a vivir como
todo el mundo.
Julien, que se había tendido sobre la cubierta de madera del junco, se apoyó sobre
un codo.
—Dígame, Nguyen; en su comunidad parece que la castidad se ha convertido en
una ley, y el pecado de la carne es una falta contra el partido. Y esto procede de los
cristianos puritanos y no de los marxistas. Yo procedo de ese mundo puritano; no
comparto sus ideas, pero lo he captado en el acto.
—Usted exagera, amigo. Usted quiere que algunas manchitas ya sean el signo
inequívoco de la viruela.
Jerome aceptó por cortesía un cigarrillo chino que le ofreció Nguyen; no sabría
fumarlo, porque tenía el olor de la paja recién cortada.
—Tus hombres —le dijo— se han convertido en unos seres muy semejantes a los
monjes de la Edad Media, fanáticos y caritativos a la vez, y creyentes en el valor del
sufrimiento y del ascetismo. El diablo, para ellos, es la tentación de la vida normal, la
tentación de las ciudades, la tentación de Hanoi… —Y subrayó—: Te aseguro que el
Vietminh, por la mezcla de influencias a menudo contradictorias, ha dado lugar a un
nuevo ser, ilógico porque va en busca de una lógica que no es la suya, nacionalista y
comunista a la vez, monje cristiano sin Dios, nuevo tipo de templario, blanco y
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amarillo…, el hombre vietminh. Tú mismo reconoces que no quieres ser anexionado
a la China comunista, sino a la URSS y a los partidos comunistas occidentales.
Calló unos instantes para que su interlocutor se percatara de la hondura de sus
manifestaciones, y concluyó:
—Este accidente que es el hombre vietminh no durará mucho. China digerirá este
fenómeno y, con él, desaparecerá la huella más profunda que los blancos hayan jamás
impreso en Asia, y esto me entristece enormemente, mi querido Nguyen.
«No puede comprendernos —pensaba el aludido, entretanto—. Jerome no es ya
más que un anciano, ya que no tiene fe ni cree en milagros. Ahora ya me he curado
de su influencia; jamás experimentaré el deseo de volver a verle».
Se inclinó hacia Julien, tendido a sus pies.
—Dígame, ¿cree usted en los milagros?
Julien, que dormitaba, se restregó los ojos.
—Claro que sí; un mundo sin milagros sería muy fastidioso.
Nguyen levantó la cabeza, satisfecho, y dijo para sí: «Este es el motivo por el que
nosotros no debemos trabajar más que para los jóvenes; los viejos, todos los viejos,
son un lastre en una revolución».
El junco se había detenido. Nguyen rozó la cabeza de Julien, abrazó a Jerome y
subió al puente. En la oscuridad le oyeron llegar a la orilla sobre una balsa, y el junco
partió hacia Vietri.
De vuelta al club de Prensa, Jerome tomó una ducha. El agua estaba tibia y tenía
el color del crin. Luego subió a un ciclo-pedal y se hizo conducir a la calle de Paul
Bert. Aún no se hallaba decidido a volver a ver a Mamá Lien. Hablando en
vietnamita al conductor, que pedaleaba muy tieso sobre el sillín como un gendarme,
le preguntó:
—¿Qué opinas tú de todo eso, de los vietminhs que llegan, y de los franceses que
se van?
—Opino que no tendré más que dos cazos de arroz diarios, y me harían falta tres
más para satisfacer el hambre.
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Los niños cantaban y movían los brazos a compás, con los pies descalzos, la nariz
sucia, los cabellos sobre la frente:
Uno de ellos, con la cabeza redonda como un queso de Holanda, y dos estrechas
ventanucas por ojillos, contemplaba gravemente a sus camaradas, chupándose el
dedo. Por todo vestido llevaba una camisola corta que apenas le llegaba al ombligo,
mostrando su prominente vientrecito.
Kieu, inmóvil a la orilla del lago, continuó cantando dulcemente la vieja rondalla
cuya continuación ignoraban los niños:
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«Me voy a la calle de los Tajos,
ya la calle de los Mosquiteros…
En medio de la calle de las Hojas de Papel…».
El teniente Ives Kervallé caminaba con la cabeza baja, a lo largo del lago, con los
puños fundidos en los bolsillos, y el cuello abierto; daba algún puntapié al césped, y
arrancaba con ello algunas briznas inocentes. Sus cabellos, muy recios y peinados
muy bajos, parecían unirse a las cejas. Plantándose junto a Kieu, contempló el juego
de los niños.
Odiaba el lago, ya que le recordaba el día en que, del brazo y en filas de seis de
fondo, los paracaidistas desfilaron junto a sus orillas. Cabezas desnudas al sol,
orgullosos de su fortaleza de hermosos carnívoros, de la dura vida que habían
llevado, de los sufrimientos soportados, se hallaban separados de la multitud
miserable que los aplaudía no sólo por su juventud y por los combates en que habían
intervenido, sino ante todo por la idea que ellos se habían forjado de la vida, de la
muerte y de la camaradería; nunca esperaron ganar una guerra de la que no veían la
finalidad.
El teniente odiaba a los niños y a la joven que con ellos reía.
De pronto, el niño de la camisola se puso a llorar porque los demás lo habían
abandonado. Con su cabeza redonda, sus ojillos cerrados y contraídos y su vientre
como una bolita, estaba tan gracioso que el teniente olvidó sus pesares en una gran
carcajada, y cogió en brazos al niño para consolarle. Pero sus manos atraparon a la
joven que, al mismo tiempo, pretendió también abrazar al pequeño nho. Ambos se
habían inclinado y, por encima de la cabeza del niño, se rozaron sus rostros. Se
levantaron enojados; el niño se escapó, corriendo a toda la velocidad de sus piernas
torcidas.
La joven echó hacia atrás la cabeza para mejor contemplar al teniente.
—Me llamo Claire; no quiero marcharme de Hanoi…
—Yo soy Ives Kervallé, y tampoco quiero abandonar esta maldita ciudad.
El teniente se fijó en la crucecita de oro que bailoteaba sobre la túnica annamita
de seda blanca. La cogió con su velluda mano. De repente, Kieu experimentó la
imperiosa necesidad de explicarle a aquel desconocido que ella era francesa y
católica como él, que su padre también fue soldado, y que había venido del otro lado
de los mares. Solamente faltaba que ese teniente pudiera pensar que ella era una
tonquinesa.
—¿Por qué va usted vestida así? —le preguntó el teniente.
—Porque me sienta bien y me divierte.
—A mí no me parece divertido andar vestido de nah-qué.
Kieu no se sorprendió; incluso halló normal aquella respuesta. Julien le decía al
revés; «su» general también. A ellos les gustaban sus largos vestidos de seda que
acababan en un cuellecito duro…, aunque tal vez lo hacían para no tener que admitir
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que ella también era francesa como ellos. Les detestaba.
Algo azorado, el teniente seguía plantado delante de la joven. Kieu temió que se
marchara, y le preguntó:
—¿Adónde vamos?
—No lo sé.
Empezaron a andar recto, hablando de vez en cuando, entrecortando las frases
con largos silencios durante los cuales Hanoi y sus ruidos tenaces se les imponían. Al
llegar a la calle del Velo, Kervallé dijo:
—En esta tabernucha, una noche en la que estábamos bebidos como treinta y seis
polacos, yo y dos camaradas lo rompimos todo, sin ningún motivo, y luego le dimos
al chino todo lo que teníamos en nuestras carteras. Quedó muy contento, y nos rogó
que volviéramos. Todavía le quedaban algunas viejas mesas para remplazar.
En la calle de los Cordoneros, fue Kieu la que contó:
—En aquella pequeña casa a la izquierda hay un fumadero. Primero se pasa por
una droguería y, detrás, están los divanes. El boy-pipe es un chico muy delgado con
unos ojos muy grandes, y hace poesías. Cuando yo era una niña, se enamoró de mí, y
esto fue porque yo no quería que él fumara. De vez en cuando voy a verle. No
quisiera que me olvidara.
En el Gran Mercado fue Hanoi quien habló, y su voz estaba formada por los
graznidos de los patos encerrados en jaulas de rafia, por los juramentos de los
conductores de carretillas, y por el murmullo de las mujeres ataviadas de negro, y
ambos jóvenes andaban uno al lado del otro, evitando cuidadosamente rozarse.
Cuando tuvieron hambre, se instalaron en un minúsculo restaurante vietnamita.
Les sirvieron calamares guisados con apio, pescado con salsa de soja, y buey a la
menta. Luego se marcharon, pero Kieu, por costumbre, llevó a Kervallé hacia el
barrio de la estación. De pronto, se hallaron frente a la casa de Mamá Lien.
Kieu llamó tres veces, esperó algunos instantes y volvió a llamar por cuarta vez.
La sirvienta que acudió a abrir, dijo en vietnamita:
—La dueña duerme. ¿Quieres verla?
—No, vamos a mi dormitorio. Tráenos cerveza y té. Si viene monsieur Julien…
ya sabes, el que tiene el cabello como la paja, dile que no estoy…, que me he
marchado para mucho tiempo.
Kervallé la siguió sin decir palabra a través del jardín. La noche anterior no había
dormido, y estaba muerto de cansancio. Casi desnudo del todo, se tendió sobre la
cama y no tardó en dormirse. Kieu le contempló mientras dormía. Tenía poderosas
espaldas, muslos fuertes y anchos, vello en el pecho, y una fiera en su interior. Se
acordó de Julien con pesar, pero la cabeza del teniente, dolorosa y cubierta de sudor,
giró de izquierda a derecha. Entonces, ella se acordó del libro de plegarias que le
habían dado las hermanas, y de la imagen en que se veía la cabeza de Cristo sobre el
remate de la cruz.
El teniente también estaba crucificado sobre el madero. Kieu se dejó invadir por
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una extraña dulzura, casi molesta, casi próxima a la náusea.
Cogió un paño mojado y lo pasó sobre la frente y el rostro del hombre.
Luego, se desnudó, colocando con todo cuidado sus ropas sobre el respaldo de
una silla, y se tendió a su lado.
Kieu tenía miedo. Pese a recordar a todos aquellos que se habían servido de su
cuerpo, esta vez estaba atemorizada, como si fuera la primera vez que conocía un
hombre.
Cuando el teniente se despertó, la tomó entre sus brazos. No experimentó ningún
placer con él; incluso él le hizo daño, pero sintió que algo grave y muy importante
acababa de producirse.
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elementos que formaban el Cuerpo expedicionario, fundiéndolos en un verdadero
ejército.
Los paracaidistas querían convertir la guerra en un deporte, pero el combate se
había convertido para muchos de ellos en una extraña religión, un panteísmo no
formulado, en el que trataban de confundirse con las antiguas divinidades guerreras.
Un cierto número de sus sacerdotes se habían secularizado. Los paracaidistas
tenían sus ritos, su lenguaje, y no querían mezclarse a los demás. Sin embargo, eran
los únicos que habrían podido galvanizar al ejército. De Langles había proyectado
incorporarles por pequeños grupos a todas las unidades, pero renunció a su idea el día
en que comprendió que todo el valor de los casquitos rojos se debía a su pequeño
número y a los estrechos lazos que los unían entre sí.
Según parece, había un espíritu análogo en las divisiones distinguidas de los
vietminhs. Pero cuando los paracaidistas y los legionarios desaparecieron en Dien-
Bien-Fu, no quedó el Cuerpo expedicionario más que un puñado de pretenciosos
soldados de caballería, de artilleros desmoralizados y de negros completamente
inútiles.
Pese a ello, en Indochina se seguía defendiendo a Versalles, el recuerdo de un
esplendor finiquitado, de una hegemonía muerta… Pero Versalles le había costado
muy caro aquel año a Francia.
El teniente Kervallé, que se había evadido hacia el país Thai, fue a pedirle al
general autorización para poder quedarse en Hanoi hasta el fin de sus días. No era
muy inteligente, sino un hermoso bruto robusto y leal que había hallado en su
batallón de paracaidistas su razón de vivir, llevando una existencia simplificada, llena
de peligros, de fatigas, mezclada con bribonadas y partidas de cartas. Al Tonquín le
habrían hecho falta varios millares de hombres de este temple, que hubieran aceptado
hacer la guerra desconcertante, con la que Langles había soñado muy a menudo.
El vietminh amaba demasiado la lógica y la organización. Se habrían podido
practicar contra ellos una guerra de comandos, rica en sorpresas y en golpes de mano.
Pero ¿dónde hallar a esos hombres?
Entró el ayudante de campo.
—Mi general, Bernot al teléfono. Insiste. Según parece, es muy importante. Le he
dicho que usted no quería ser molestado a esta hora.
Resignado, el general descolgó el aparato.
—¡Hola, Bernot! ¿Qué ocurre?
—Tengo la prueba segura de que Tuan-Van-Le está en Hanoi.
—¿Y qué?
—La comisión administrativa y militar comunista llega mañana. Si se atentase
contra la misma, podría romperse el armisticio. Además, Tuan-Van-Le ha conservado
muchos amigos en el Sur; no estaría bien que le arrestásemos nosotros mismos…
—Ese es su oficio, Bernot. Yo no quiero saber nada. Apáñeselas como pueda…,
pero sin atentados… ni arresto.
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Furioso, el general colgó el receptor. ¿Por qué Bernot se creía obligado a
comunicarle sus mezquinas preocupaciones, aquéllas para las que parecía haber sido
creado? Llamó a su ayudante y le preguntó si había llegado Kieu.
—Aún no, mi general —le contestó—, pero no debe tardar.
—Avísame al instante en que llegue.
El ayudante de campo salió de la estancia, y el general se hundió en su sillón
hasta que su cabeza se apoyó sobre el respaldo.
A medida que se acercaba la fecha de la evacuación de Hanoi, y cada día con más
violencia, sentía la necesidad de tener a su lado a Kieu, de contemplarla agazapada
sobre sus talones, o bien tendida sobre un diván, jugando con su collar, y tirando al
aire una de sus sandalias, riendo o poniendo mala cara…, e incluso mintiéndole.
De haber podido hacerlo, la habría tenido a su lado en el despacho incluso en las
conferencias con el Estado Mayor.
Y no era por el placer de amarla, sino más aún de acariciarla, de verla vivir… Sin
embargo, el general De Langles jamás se había mostrado débil con las mujeres, pero
esta vez tenía el sentimiento, cuando colmaba a Kieu de obsequios y dinero, cuando
transigía con uno de sus caprichos, o cerraba los ojos ante una de sus infidelidades, de
redimirse de una culpa y de sacrificarse a un remordimiento.
Sufría tanto por tener que abandonar Hanoi como por haber mentido al declarar
que jamás la entregaría a los comunistas, y hacía para Kieu lo que no había podido
hacer por la ciudad: ofrecerle su ternura, tratando de rehabilitar a la joven meretriz,
obligando a los administradores y a los oficiales que le rodeaban a reconocerle una
especie de rango oficial.
Dentro de dos días sería el primero de octubre; no le quedarían a Hanoi más que
diez días de vida, antes de convertirse en presa de la división 308.
El general De Langles decidió, pese al escándalo que ello acarrearía, llevar a Kieu
a la recepción que al día siguiente daba el adjunto civil del general alto comisario.
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cómplice de sus guardianes y del modo de vida o del sistema político al que aquéllos
pertenecían.
Calamar había nacido cómplice, y todas sus relaciones con los hombres habían
estado basadas en esta complicidad.
No le gustaba el Vietminh, esa especie de sociedad gregaria, intolerante, puritana,
pero, pese a todo, no podía resistir, siempre que pasaba algunas horas con los
hombres de Ho-Chi-Minh, el deseo lacerante de convertirse en su cómplice.
Un cómplice es libre, un amigo no. Un cómplice ve claro, y no se forja ilusiones,
lo mismo que su compinche. Los policías como Bernot siempre tienen necesidad de
cómplices, y los buscan por doquier con una especie de avidez y desesperación. Les
gusta hacer oler a los demás el barro entre el cual patalean, darles gusto y, en fin,
hablar con ellos sin represión.
Las relaciones de Calamar con las mujeres procedían del mismo sistema de
complicidad. Sabía seducirlas, dirigiéndose a lo que en ellas había de turbador, de
innoble incluso, y cuando se le entregaban, era para experimentar el placer de
permitirse lo que ellas jamás se habrían permitido hacer con otros hombres a los que
hubieran respetado. Pero luego, le despreciaban y detestaban. Recordó a aquella
joven sana, radiante, a la que lentamente había contaminado, hasta pudrirla. Ella
había nacido para ser una zarrapastrosa, pero toda su vida lo habría ignorado si no
hubiera sido por él. Al abandonarla el día anterior, ella le había pegado.
Calamar no desesperaba de convertirse muy pronto en el cómplice de Jerome. En
éste creía entrever cierta confusión, tal vez a causa de esta ciudad que agonizaba, que
por momentos olía ya a cadáver.
Las extrañas relaciones de Mamá Lien y Jerome solamente podían explicarse por
la complicidad, tal vez en ella por un amor inconfesado, o por un sentimiento
maternal que jamás había podido manifestarse, y en él, quizá por piedad, o por
curiosidad…
Y bruscamente, Calamar comprendió que él, como los demás, era capaz de sentir
amor y amistad, pero que siempre había tenido miedo de ser engañado. Si se unía a
otro ser lo haría con tanta pasión que la menor de las faltas le haría entrever el
infierno. Era malvado por exceso de ternura, de sensibilidad. Algo tranquilizado
sobre su caso, se precipitó a través del salón del club de Prensa.
—Minh, ¿no sirves para nada? ¡Vamos, vietminh del demonio, dame un coñac
con soda!
El capitán Mathieu entró en aquel mismo instante, y la boca de Calamar se
amplificó muy ancha y punzante:
—¿Un vasito, capitán?
Sabía cuál era el sufrimiento de aquel pobre sujeto. Una tras otra, iba a arrancarle
las costras de su mal, y a dejarlas en carne viva. Mathieu estaba enamorado de una
pequeña ramera china a la que entretenía, y con la cual se gastaba toda su soldada,
pese a que ella le engañaba y le insultaba.
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El capitán fue a sentarse junto al periodista, el cual le preguntó:
—¿Cómo van esos amores, capitán?
En sus ojos de terciopelo oscuro que coronaban unas cejas negrísimas, danzaron
unas lucecitas peligrosas, mientras que su piel se erizaba dulcemente de placer, como
cuando se entra, bañado en sudor, en un baño helado.
Rovignon estuvo enamorado de una joven callejera, a la que había hallado cerca
de la Escuela Francesa del Extremo Oriente. Las rameras eran ya algo raro y de muy
alto precio. Todas se marchaban a Haifong. Había corrido el rumor de que el
Vietminh las enviaría a todas a campos de reeducación, o las utilizaría para
reconstruir las carreteras.
Los policías vietnamitas eran los que se habían apresurado a propagar este rumor.
Obtenían bastante dinero de esas mujeres, y contaban con proseguir obteniendo esos
mismos ingresos en Haifong, por lo menos durante algunos meses.
Rovignon entró en la ducha y poco después salió de ella, sin haberse desprendido
del calor. Un misionero al que fue a visitar poco después de haber dejado a la joven,
le enseñó muchas cosas sobre los habitantes del Banco de Arena. Esto bien valía un
artículo.
El hampa en China y en todo el sudeste asiático, siempre ha sentido la necesidad
de agruparse en las afueras de las grandes ciudades, en pequeños poblados al borde
de los ríos. Descendientes de piratas, sus miembros se entregan allí con toda
tranquilidad al desvalijamiento de los juncos de recreo. El río, llegado el caso,
también puede servirles de camino de retirada. El poblado del hampa de Hanoi estaba
junto al río Rojo, sobre un antiguo banco de arena. Era un conjunto de cabañas
hechas con pedazos de tejas, cantos rodados del río, y argamasa de barro y paja que
se disgregaba a cada lluvia.
Durante los últimos tiempos, los hombres del Banco de Arena se habían repartido
por Hanoi, saqueando algunas viviendas, robando mercancías, y asaltando a los
aldeanos que llevaban víveres al mercado. Por la noche, el Vietminh acordonaba
completamente el poblado, liquidando o deportando a todos sus habitantes. Sin
embargo, no se había escuchado ni un solo disparo. Los franceses habían dejado
hacer. Sobre la ciudad se cernía como una especie de cerco, condenándola a morir por
estrangulación. El capitán Mathieu, que acababa de separarse de Calamar, pasó
echando ojeadas a derecha e izquierda, y empezó a desmontar la mesa de ping pong,
arrollando la malla.
Rovignon se asomó.
—¿Qué se propone?
El capitán empezó a farfullar:
—Entiéndame…, los periodistas no han abonado sus cuentas, miles de piastras…
y por ello…
—Usted se apodera de una malla que no vale ni veinte piastras…. ¡Pobrecito!
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Fastidiado por tamaña tontería, Rovignon regresó a su habitación, se tendió bajo
el ventilador, y empezó a soñar en jóvenes sencillas y graciosas que se parecían
mucho a Kieu. Tuvo que volver a ponerse bajo la ducha. Decentemente, no podía
permitirse el lujo de pagarse otra trotona; se habían vuelto muy caras.
Julien llamó a la puerta de Mamá Lien cuando Kieu todavía estaba acompañada
del teniente Kervallé.
Por el tono insolente de la sirvienta comprendió que la hermosa mestiza estaba de
nuevo entregada a una nueva fantasía, y se sorprendió al comprobar que esta vez
sufría más que de ordinario.
No sabiendo qué hacer, y queriendo ante todo evitar el análisis de sus
sentimientos, se marchó en busca de distracciones, no tardando en llegar a casa de su
amigo Tang, un tendero chino de la calle del Cáñamo, que a menudo le ofrecía
buenos informes.
Tang, rechoncho y sonriente, le recibió con su acostumbrada amabilidad y le hizo
pasar a la rebotica, donde le ofreció vino de albaricoques.
—Bueno, Tang —inquirió Julien, tras haber cumplido con los ritos de la cortesía
—, ¿qué vas a hacer?
El chino cerró sus ojillos y en su francés vacilante citó un proverbio de su raza:
—«El que compra debe sacrificar su dinero para obtener mercancías, y el que
vende, debe sacrificar sus mercancías para obtener dinero». Todo, mi joven amigo, es
a imagen y semejanza del comercio; todo se funda en el cambio, sea la política, el
amor, la familia o las relaciones con los dioses y los genios. Los vietminhs no
lograrán escapar a esta ley. Pedirán dinero, exigirán algunos sacrificios, pero a
cambio nos darán otras cosas.
—Así que te quedas…
Tang bajó la cabeza en señal de asentimiento. A los cincuenta años no quería
volver a recomenzar su vida como cooli en Cholon.
—Los vietminhs han venido hace poco —explicó tras un momento de reflexión
—. Me han enseñado unos documentos y me han comprado trescientos kilos de
pintura amarilla; me pregunto para qué les servirá. Pero me han pagado en piastras de
Bao Dai.
Tang volvió a servirle un nuevo vasito de vino de albaricoques.
—Pienso —prosiguió— que no estaría mal que espaciáramos nuestra relación…
Lo lamento, pero como me quedo…
Se levantó y acompañó a Julien hasta la puerta de su almacén. Julien, entonces,
pensó en visitar al viejo mandarín Trung, el cual le testimoniaba una amistad
caprichosa. Pero halló cerrada la puerta.
Su Excelencia no recibía… estaba enfermo en la cama.
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sus medallas para asistir a la ceremonia de despedida del Cuerpo expedicionario a
todos los muertos franceses que abandonaba al Vietminh, al mismo tiempo que le
entregaba Hanoi.
La plaza René Robin estaba todavía envuelta en brumas cuando ya las tropas se
hallaban alineadas frente al monumento a los caídos, un zócalo informe, tapado por
un velo negro. El grupo de bronce que lo coronaba había sido dinamitado por el
Vietminh en 1945.
Todo se había hecho muy de prisa, «de puntillas», en silencio y con vergüenza,
delante de dos generales vestidos como de ordinario, y algunos personajes civiles de
blanco que, no sabiendo qué hacer con los brazos, mantenían cruzados a la espalda.
Tras la llamada de las trompetas «A los caídos», una «Marsellesa» anémica y un
himno vietnamita que se parecía a cualquier otro, un oficial depositó al pie del zócalo
una brazada de flores baratas, que se marchitaban ya.
El teniente Kervallé, que se hallaba situado junto al ayudante de campo del
general De Langles, con los dientes apretados, en voz baja les dijo adiós a sus
muertos:
—Adiós, muchachos, reposad ahora. Los otros tienen prisa; aún les quedan
muchos trucos por hacer.
A toda velocidad, precedido por el zumbido de las sirenas, el cortejo visitó los
cementerios de Hanoi donde, desde la conquista, dormían millares de soldados
franceses. Al lado de las cruces últimamente pintadas, las de los soldados muertos en
el delta antes del armisticio, había varios millares de cruces, carcomidas por el sol y
las lluvias: las de los marinos de Gamier y de Riviere, las de los camaradas del
sargento Bobillot, que en número de seiscientos habían resistido en la fortaleza en
ruinas de Tuyen Quan durante seis meses contra los asaltos de quince mil chinos.
—¿Y los muertos de Dien-Bien-Fu? —le preguntó Kervallé al ayudante de campo
—. ¿Los tres mil cadáveres salpicados de cal viva, que fueron enterrados en las
mismas trincheras?
No obtuvo respuesta.
—En fin, todo ha terminado, ¿eh? Tres pequeños toques de clarín. Adiós a los
muertos, mientras nosotros seguimos vivitos y coleando, dispuestos a seguir forjando
planes y a fornicar. Durante días y días, vosotros, los muertos, muriéndoos de hambre
y de fatiga, estuvisteis atacando, a pecho descubierto, para salvaguardar un extraño
honor. Nosotros tenemos la vida, algo muy bueno cuando está acompañado de coñac
con soda bien helado…
—Cállese —le recomendó el ayudante de campo—; no es el momento de armar
camorra. Le invito a beber un vaso, un coñac con soda; esto le calmará.
Kervallé se dejó conducir. Sentía cierta estima por el capitán que había perdido
una pierna en Cao Bang, y se esforzaba en disimularlo lo mejor que podía.
El teniente tenía una cita a las cuatro de la tarde con Kieu, o Claire… En fin,
aquella cosita frágil y elegante en la que, después de beber brutalmente, gustaba de
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hundirse bestialmente para olvidar todo lo que le apesadumbraba. Pero ella podía
esperar. Aunque llevase una cruz y un nombre francés, era amarilla, o sea, algo sin
ningún valor para él.
Cuando marchase, le daría algunas piastras. La joven no tenía cabida en su vida ni
en su memoria.
Kieu le había entregado una llave de la habitación que quedaba debajo de la de
Mamá Lien, así como otra del portal que daba a la callejuela. Era la primera vez que
ella hacía algo semejante, pero él lo ignoraba, lo mismo que ignoraba que ella fuese
la querida del general De Langles.
Cuando Ives llegó al burdel, la joven aún no había llegado, retrasándose más que
él. Mientras la esperaba, se tendió en la cama, con las manos cruzadas tras la nuca.
Cuando ella apareció, le preguntó:
—¿Qué es lo que has hecho?
—He ido a llevar unas flores al cementerio —repuso Claire con sencillez.
—¿Cómo?
—También se trata de mis muertos.
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estaban ya devorando los gusanos. Le había obligado a aliarse con él en uno de sus
negocios, consistente en entregar al Vietminh al doctor Tuan-Van-Le, que no quería
capitular ante los comunistas.
Durante varios años, el doctor había sabido defenderse, eludiendo todas sus
trampas. Y el policía había llegado a tenerle en cierta estima.
Tuan-Van-Le había acudido a Hanoi para morir en la ciudad, pero no solo, sino
reanimando la guerra y provocando el incendio en la capital del Norte. Los vietminhs
habían precisado que hasta la medianoche del 9 de octubre la administración francesa
era la responsable de la seguridad de los miembros del Comité administrativo y
militar, que se instalaría en la ciudad para el traspaso de poderes.
Pasado mañana llegaría el grueso de la delegación, presidida por Phang, el
sobrino de Mamá Lien y amigo de Jerome, y que asimismo era amigo de Tuan-Van-
Le.
En el mundo del crimen y de la política, ciertos hombres se hallan envueltos en el
corazón de todas las intrigas, de todos los complots, de todos los golpes de mano, sin
participar directamente, a veces con toda la inocencia. Jerome parecía ser uno de
tales.
Sobre él se había recogido una inmensa y copiosa información. Los servicios
especiales habían empleado todos los medios para comprometerle, pero el viejo
periodista se negaba a cualquier clase de colaboración. Abría sus ojos claros y parecía
no comprender jamás qué clase de «servicio» era el que se le pedía.
Calamar lo comprendía muy bien todo, se interesaba por todas las combinaciones,
y cuanto más confusas eran, más le agradaban. Con las fauces bien abiertas, estaba
dispuesto a engullir cualquier clase de ignominio. Pero, malicioso, jamás se
comprometía, escribía lo que le parecía, y por apoyar a todo el mundo, gozaba de una
libertad casi tan grande como la del propio Jerome.
Eran dos individuos sorprendentes, siendo uno el antípoda del otro, pero
cumpliendo cada cual con su profesión de manera concienzuda. Uno jugaba a los
apóstoles, a los confesores, y el otro a las ratas de alcantarilla.
El ventilador se paró. El calor y los ruidos del empaquetado del material
molestaban a Bernot. Se levantó, sosteniendo con ambas manos su obeso y
balanceante vientre de hidrópico, y se hizo conducir a su hotelito, cerca del alto
comisariado.
Llegó allí poco después.
Con las cortinas corridas, el salón quedó sumido en la oscuridad. Bernot,
lanzando un suspiro de placer, se hundió en un sillón y batió palmas. Se presentó al
momento una joven sirvienta con una bandeja en la que había coñac, soda y hielo. Se
inclinó para depositarla sobre una mesita baja, y sus muslos, firmes y bien torneados,
se destacaron bajo la tela negra de su menguado pantalón. Bernot la atrajo hacia sí y
empezó a acariciarla.
La sirvienta dejó que le arrancara las ropas, sin defenderse. Las húmedas y
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fláccidas manos que recorrían su cuerpo le quitaban toda la voluntad, inmovilizando
sus piernas y brazos, impidiéndole gritar incluso.
Pero un profundo estremecimiento le recorrió el cuerpo cuando él le impuso el
olor de su cuerpo en descomposición.
Cada día, desde hacía más de un año, ocurría lo mismo, pero la joven no acertaba
a rehuir aquel contacto. Ni siquiera el Vietminh la salvaría de Bernot. Su caso había
sido discutido en el Comité de Calles, y había sido juzgada «irrecuperable». Se vería
obligada a seguir al policía a Haifong, y luego a Saigón.
Bernot acechaba a la sirvienta y sabía que ésta le odiaba, preguntándose por qué,
ya que no podía abandonarle, no le envenenaba. Sin embargo, existen ciertas hierbas
como la datura. No le habría disgustado, mientras la estaba acariciando, descubrir en
sus pupilas la preparación del crimen.
Luego, desnuda y temblorosa, le sirvió el coñac con soda a Bernot. Cuando el
hombre la pellizcó, no gritó, pero se apresuró a recoger sus ropas y huyó corriendo,
descalza, por la enorme mansión vacía.
Sin dejar de agitar el hielo dentro del vaso, Bernot siguió pensando en Tuan-Van-
Le, ese tonto que habría podido vivir muy tranquilo en Saigón, llegando, tal vez, a ser
ministro. Y en cambio, su suerte iba a jugarse en alguna cueva en la que le
fumigarían.
Tras el adiós a los muertos, el silencio había vuelto a apoderarse de Hanoi. En la
calle Catinat, la inmensa terraza de la Taberna Real estaba vacía. La encargada, una
morena de nariz respingona, sentada en una butaca, contemplaba cómo iban
desapareciendo los últimos franceses. Parecían muy apresurados, como si se les
escapara el último tren para sus vacaciones.
Stone, el cónsul americano, parecido a un jugador de rugby, pasó, al volante de su
coche. No se marchaba de la ciudad, ya que como Estados Unidos no habían firmado
el armisticio, no reconocían en modo alguno la separación del Sur y el Norte del
Vietnam. Se disponía a vivir medio acorralado en su legación, presunta víctima de
todas las triquiñuelas del Gobierno de Ho-Chi-Minh. Nadie osaría tocarle, pero las
veladas serían muy largas. Podría leer, uno después del otro, todos los tomos de la
Enciclopedia Británica. Como ya había estado internado en la China comunista, en el
Departamento de Estado se le consideraba como un especialista en… cárceles, o en
cuestiones asiáticas, poco importaba.
Por décima vez, el señor de Marmela le explicaba sus problemas al administrador
delegado de los bienes franceses:
—Querido Villard, la cosa es muy sencilla. Nosotros somos víctimas de la guerra;
por lo tanto, tenemos derecho a indemnizaciones por daños de guerra. En el Tonquín
yo abandono más de diez casas y unas treinta mil hectáreas de arrozales. El Estado
debe reembolsarme todo esto. La cosa es evidente, ¿verdad?
—Nadie le obliga a marcharse…
—No hemos recibido ninguna garantía del Vietminh.
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—Ni ninguna amenaza.
—¡El Gobierno francés se burla de nuestra existencia!
—Trata de hacer lo que puede.
—Nada.
—La misión Sainteny…
—Una traición.
—Trata de negociar acuerdos económicos.
—Simples tonterías. Mi padre compró esos arrozales, construyó esas casas… No
hay derecho a que me las requisen.
—Sí, es el derecho del más fuerte. Según me han dicho, su padre también lo
empleó en su tiempo para obligar a los coolies a trabajar para él gratuitamente, o
poco menos, en los arrozales. Incluso se dice que pagó las tierras a muy bajo precio.
—¡Calumnias, viles calumnias, señor Villard! Son los hombres como nosotros los
que han construido la Indochina, y hombres como usted los que la han perdido. Soy
su servidor, señor mío.
—Y yo, ¡ay!, también soy el suyo.
En el club de Prensa, los dos boys deliberaban en voz baja. ¿Debían quedarse o
partir? Decidieron esperar…
En el gran salón, Calamar jugaba al póquer con unos periodistas americanos, y
como perdía, calculaba las posibilidades de «fullear».
En su tugurio, Mamá Lien, tendida sobre su canapé, con los miembros rollizos
por el uso habitual de la droga, contemplaba la llegada de la noche, más allá del gran
ventanal abierto sobre el jardín.
Ahora ya podía fumar tantas pipas como le venía en gana; jamás llegaría a
consumir su reserva de opio, el jugo natural de la adormidera, rico en morfina,
ligeramente azucarado, con aroma a tierra vegetal, que le llegaba de contrabando del
Laos.
Ninguna otra cosa tenía la menor importancia. La mujer flotaba sobre unas aguas
inmóviles, negras y brillantes como la laca. A su alrededor, ni aromas ni ruidos, y
como único color, el gris perlado de un pedazo de cielo.
Para que las aguas negras se cerrasen por encima de su cabeza, le bastaría con
extender el brazo, coger una cajita de jade dorado y verter el veneno en la taza azul
de Hué, donde había un poco de té, entibiado. Pero no se movía, saboreando ese
estado vecino a la muerte, este silencio y esta indiferencia hacia los grises colores del
cielo.
Una tos seca, un paso familiar… Jerome se acercaba.
Entró en la estancia, y con él un poco del aroma de la noche, del olor a tuberosa, a
ciénaga, a especias y a sudor. Las aguas negras se separaron para dejar paso a la luz
pálida y vacilante de la lámpara de aceite.
Jerome se quitó los zapatos, se tendió en el diván frente al de Lien, y sin
pronunciar una sola palabra se preparó una pipa.
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Habló después de haber fumado:
—Mamá Lien, a mi llegada quise venir a visitarte, pero tuve que hacer un millar
de cosas y, por otra parte, tuve miedo de hallarte todavía aquí, en Hanoi. Esperaba
que te hubieras ido ya a Saigón.
Lien, que no podía hablar, meneó dulcemente la cabeza dando a entender que esto
no tenía la menor importancia. Con un gesto de su enflaquecida mano, le pidió que le
preparase una pipa.
Jerome se negó suavemente.
—Dentro de un momento.
Poco a poco, le volvió a Lien el uso de la palabra. Empezó por separar sus labios
de color malva, y lentamente emitió unos sonidos irreconocibles al principio, y más
precisos luego.
—¿No tienes criados, Lien?
—Las sirvientas…, todas marcharon…, miedo al Vietminh. En Hanoi se han
creado ya Comités de Calles, que están funcionando. Chau, cuyo marido repara
motos, ha sido la elegida como delegada de las mujeres. Como trabajaba aquí, ahora
me odia. Primero me acusó, y por fin vino a quitarme todas las sirvientas. No quieren
tampoco venderme legumbres ni frutas. Pero ya no me hacen falta. Ya no me hace
falta nada…, ni siquiera tú, Jerome.
Logró servirse un poco de té, y recobró algo de su antigua violencia.
—¿Qué has venido a hacer aquí? Porque ya debes saber que es preciso desconfiar
de mí. Bernot vino ayer; yo le informo y él me proporciona opio. Quería que yo te
interrogase, que te sonsacase dónde se esconde Tuan-Van-Le. Todos los chacales se
han reunido alrededor del cadáver de Hanoi. Le no podía faltar al festín.
—Ignoro lo que está haciendo Le.
—¿Crees que eso me importa? Guárdate tus secretos, guárdatelos todos. Para mí,
todo ha terminado ya, Jerome.
—Tu sobrino Ke, convertido ahora en el coronel Phang, será el primer dueño
vietminh de Hanoi. Le vi en Vietri.
—Ke es una víbora, un enorme hipócrita, sediento de honores, y que odia todo lo
que puede echarle en cara su pasado. ¿Sigue siendo tan guapo aún?
—Mañana será general, pasado mañana entrará en Hanoi, y los franceses le
abandonarán todo el poder.
—Cuando tenía catorce años, un alto funcionario quiso… bueno, tenerle en su
cama. Me había dado mil piastras por anticipado. Me interesaba saber si por sus
venas corría la misma sangre piojosa que por las mías.
Se arremangó la manga, mostrando una larga cicatriz.
—Esto me lo hizo con un cuchillo. De momento, su acción me gustó, pero me
engañaba: tenía mi misma sangre, pero con más refinamiento todavía. No necesitaba
vender su piel, le bastaba con conceder una de sus suaves sonrisas. Tú mismo te
dejaste encantar por su sonrisa.
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Lien se rió irónicamente.
—Fíjate a lo que llegué, Jerome, amigo mío. A querer prostituir a mi propio
sobrino. No hay nadie más innoble que yo.
Extendió su mano fláccida, fría y repugnante hacia una de Jerome, y la asió.
—Gracias por haber venido. Gracias por no haberte marchado, después de
contarte esta triste historia. Quería saber…, igual que me pasó con Ke. Siempre me
ha gustado saber, y ahora es preciso que te explique lo que acaba de ocurrirle a la
pequeña Kieu… bueno, ya sabes, a «madame general». Kieu ha encontrado un
teniente, una especie de bruto, el único que se salvó en Dien-Bien-Fu…
—¿Kervallé?
—Y, de repente, se ha olvidado de todos, lo mismo de Julien que del general. Esta
vez, ama.
—Kieu no ha amado nunca más que sus vestidos y su placer.
—Kieu, sí, pero no Claire. Ya que también se llama Claire… ¡Oh, sí! Claire
Savignac, y ésta es la que ha triunfado en su cuerpo. Se ha vuelto necia, falsa, sumisa,
y capaz de cualquier imbecilidad por ese grosero idiota.
Kieu entró en la sala, y Jerome sintió oprimírsele el corazón. Seguía lo mismo de
hermosa, pero ya no era su rostro una máscara. La pureza de sus rasgos se había
acentuado, lo que le daba más patetismo. Kieu había abandonado las ropas
vietnamitas por un sencillo corpiño blanco y una falda negra.
Se agazapó a los pies de Mamá Lien, según su costumbre, y dejó entrever un
instante sus hermosas piernas, pero al darse cuenta de la presencia de Jerome, se bajó
la falda. Incluso le pareció al periodista que se había ruborizado.
—Ives no tardará en venir —explicó—. Ha ido en busca de cigarrillos
americanos. Cada día es más difícil encontrarlos, pero conoce a un indio de la
Comisión Internacional…
Maravillada, como si presentase ante una concurrencia entusiasta un número de
fiera amaestrada, Lien extendió el brazo hacia la joven.
—¿Verdad que se ha tornado completamente idiota? Pronuncia «Ives» con el
mismo tono que emplearía cualquier esposa legítima.
Kieu se rebeló, con las manos crispadas como garras:
—¿Y por qué no tendría que casarse conmigo?
—La paga de un teniente no es bastante para ti.
Lien se puso a cloquear suavemente.
—Y puesto que el sueldo de tu general…
—¡Ya no me hace falta el dinero! Yo guisaré, le repasaré los botones…
—No sabes coser, no sabes más que ser hermosa y hacer que los hombres te
ofrezcan regalos.
—Aprenderé.
Apareció Kervallé, con un paquete de cigarrillos bajo el brazo. Estrechó la mano
de Jerome, preguntándole con extrañeza:
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—¿Fuma usted opio?
—De vez en cuando.
—El opio destruye la fuerza y la moral.
Mamá Lien se estremeció de alegría.
—El opio no quita nada, ni da nada. Ayuda, eso sí, a descubrir ciertas cosas de
uno mismo, siempre y cuando uno las tenga. El opio es un vicio que provoca el
horror al vacío, y no admite las mediocridades.
—¿Estuvo en el último canje de prisioneros, Jerome? —se interesó el teniente.
—Sí.
—¿Había paracaidistas?
—Hablé con un tal capitán Morier.
—Le conozco. No era muy de nuestro agrado. Siempre quería comprenderlo todo.
Muy animoso, y conocedor de su oficio, pero no formaba parte de nosotros…, de
nuestra…
—De su secta, ¿verdad?
Kervallé señaló a ambas mujeres con la cabeza.
—Preferiría hablar de esto en otra parte.
—Vaya a verme al club de Prensa.
Kieu, fastidiada, se levantó.
—He de marcharme. He de ir…
Se contuvo a tiempo, antes de añadir:
—… a la recepción del alto comisario, adonde me ha prometido llevarme mi
general.
Por miedo a perder a Kervallé, no se había atrevido a confesarle sus relaciones
con el general; el teniente debía de ser el único que no las conocía en Hanoi.
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El conductor de un rickshaw[13], que paseaba a una de las últimas meretrices, le
preguntó:
—¿Qué vas a hacer, hermanita?
—Me marcho a Haifong. ¿Y tú?
—No lo sé. Parece que los vietminhs no quieren rickshaws. Dicen que no es
democrático que un hombre pedalee mientras otro se pasea reposadamente.
Julien escaló el muro de la mansión de Mamá Lien. La habitación de la planta
baja estaba vacía, pero era evidente que alguien había dormido en ella. Más arriba
brillaba una débil luz.
Subió y halló a Jerome y a Mamá Lien, que fumaban.
La alcahueta le señaló la pipa de bambú:
—¿Quieres probar?
—¿Por qué no?
Jerome se retiró un poco para dejarle sitio. Casi le extrañó que Julien no hubiera
fumado nunca. Fabricio del Dongo, suponiendo que hubiera hecho la guerra de
Indochina, no habría dejado de hacerlo.
Una ráfaga de ametralladora rompió el silencio de la noche. Unos rateros habían
intentado penetrar en un depósito de la Ciudadela. Era ya el primero de octubre.
Acababa de comenzar la lenta agonía de Hanoi.
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4
Primero de Octubre
Jerome, que había regresado muy tarde de su visita a casa de Mamá Lien, halló
sobre la mesita de su dormitorio un billetito escrito en un papel de grosera traza, y sin
ninguna firma:
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costaba más trabajo dominar. Desde hacía algunos meses soñaba con una vejez
tranquila, rodeada de cuidados, cerrado su corazón a las penas de los demás, y
volviendo las páginas de sus marchitos recuerdos como las hojas de un herbario.
Pero, al fin, el viejo periodista despertó: acudiría a la cita dada por el doctor Tuan-
Van-Le. Continuaría su misión hasta el día en que, sintiéndose ya demasiado
envejecido, iría a refugiarse en la casita de la costa vasca donde habitaba su hermana,
una anciana que servia como ama de llaves de un sacerdote.
Un trazo sanguíneo quebró el sombrío horizonte, anunciando la mañana.
Un ligero griterío despertó a Jerome. Delante del club de Prensa se había
instalado un mercader ambulante de sopa, y varios coolies y conductores de
rickshaws se habían apretujado en derredor suyo. Con el tazón en la mano, se
llevaban los fideos y la carne hasta el fondo del gaznate, haciendo sonar los palillos.
Jerome bajó a la calle y se hizo servir un caldo bien caliente, salpicado de
pimienta.
Un conductor le dejó sitio en el banco que el mercader había colocado ante su
tienda ambulante.
El hombre mostraba un rostro muy animado, con ojos sumamente movibles;
parecía feliz de vivir, feliz de su condición y feliz del nuevo día que empezaba.
Jerome saboreó la acre frescura de la mañana, encajonado entre aquellos
nah-qués de pies descalzos y caras risueñas. Para prolongar aquel momento, le
preguntó al conductor en vietnamita:
—¿Cómo te llamas?
—Ga.
Y, a juzgar por su aspecto, le parecía magnífico no llamarse más que Ga, ser uno
de los mil coolies conductores de Hanoi, y tener de vez en cuando algunas miserables
piastras para poder tomarse un tazón de sopa o poder jugar al ba quouan.
—¿Conoces la Pagoda de los Cuervos?
Ga sacudió alegremente la cabeza para indicar que sí la conocía.
—¿Puedes llevarme allí?
—Claro que sí, pero como el trayecto es largo, le cobraré quince piastras.
—De acuerdo.
Jerome se instaló en el asiento del rickshaw, que estaba recubierto por una
hermosa manta blanca. Ga saludó con la mano a la «compañía» y montó sobre los
pedales.
«Ha resultado muy sencillo, a decir verdad —iba pensando Ga—. Yo les había
ordenado a los demás conductores que se negaran a llevar al francés. Pero ha sido él
mismo quien me ha elegido. Hay días en que todo se soluciona muy bien, y otros en
que ocurre exactamente todo lo contrario. Nguyen no cree en la suerte, ni en los días
malos y los días buenos, sino únicamente en sus técnicas. Está persuadido de que he
podido trabajar tanto tiempo para la policía francesa, siendo al mismo tiempo uno de
los responsables de la policía vietminh, por haberme sabido rodear de un incalculable
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número de precauciones. Y, sin embargo, casi he sido un imprudente. En esta clase de
juego, me siento a mis anchas. Nací para convertirme en la sombra que se desliza,
silenciosa, descalza, a lo largo de los callejones, en busca de un secreto, y no para
dedicarme a los fastidiosos estudios de Medicina que mis padres habían elegido para
mí».
La carretilla recorrió la Ciudadela y luego el estadio Mangin. Algunos vendedores
de soda habían ya instalado sus tenderetes multicolores. El precio de las sodas se
había duplicado desde que las grandes cervecerías de Indochina cerraron sus puertas,
desmontando su material. Asimismo, también empezaban a escasear los cigarrillos, y
una gran multitud se dedicaba al contrabando en pequeña escala.
Jerome, con los ojos cerrados, parecía dormir.
Ga, que pedaleaba por encima de él, prosiguió planteándose preguntas, y dándose
a sí mismo las respuestas, hábito que había adquirido en su vida clandestina, y que le
dispensaba de tener un confidente. Por regla general, se elige una mujer, lo que
resulta muy peligroso. Nguyen quería darle un cargo en el comisariado central. Ello
era halagador, pero peligroso y molesto. Tendría que renunciar a esta vida llena de
imprevistos que tanto le agradaba. Como conductor de ciclos, había conseguido
agrupar casi a trescientos de ellos en un sindicato «democrático»; como boy en casa
del general vietnamita, había compartido en secreto su concubina; encalador en el
consulado de Inglaterra, se había convertido en el amigo de la doncella de «madame
cónsul», una pequeña de nariz respingona y que sabía hurgar en los asuntos de su
señora y su señor.
¿Por qué él, Ga, que tanto amaba la aventura, se había hecho vietminh? El
marxismo le fastidiaba casi tanto como la Medicina. Tal vez porque era joven y casi
todos los jóvenes de su edad lo eran, pero más que nada porque la aventura, mezclada
a cierto anhelo de ser útil que sentía en su interior, no la hallaba más que en el
Partido.
Ga era un nombre que le había puesto Nguyen. Significaba el «polluelo»; se
trataba de una de las dudosas bromas a las que tan aficionado se mostraba siempre el
politécnico.
Nguyen era un hombre con el cual aún se podía reír; no era como el coronel
Phang, que acababa de ascender a general, y al cual no tardaría en sentir sobre él.
Ga, de repente, descubrió que amaba su oficio y que debido a esto no había
llegado a aborrecer al gordo Bernot, ya que también éste pertenecía a la raza de los
sutiles, como todos los buenos policías.
Ciertamente, Bernot debía maliciar que Ga era el ayudante de Nguyen, y sin
embargo le había encargado que se ocupase de Tuan-Van-Le. Quizá lo había hecho
adrede.
Ga se echó a reír, lo que obligó a girarse a su pasajero. Naturalmente, también
había ese periodista que servía de cebo. Nguyen le había dicho, agitando aquella
especie de pico que formaban sus dientes:
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—Cuida de que no le ocurra nada a Jerome; es un sujeto al que aprecio bastante.
Y Bernot casi le había dicho lo mismo. Cosa curiosa: los dos pescadores, de
momento, parecían más preocupados por el cebo que por la pesca.
Y sin embargo, el doctor Tuan-Van-Le era una buena presa.
Como todos los jóvenes vietnamitas de su generación, Ga le había oído disertar
sobre los estrados o en el interior de las trastiendas.
Había sido el responsable de la gran revuelta de Indochina contra los franceses y
de los amarillos contra los blancos, en igual medida que Ho-Chi-Minh. Pero lo
mismo que Nguyen, lo mismo que Ho-Chi-Minh, e igual que Giap y la mayoría de
los dirigentes del Partido, al mismo tiempo se hallaba muy ligado a esos blancos a los
que combatía.
Ga pedaleando y Jerome dormitando, no tardaron en llegar frente a la pagoda Van
Mieu, que blancos y vietminhs llamaban la pagoda de los Cuervos. Por estar dedicada
a Confucio, su arquitectura se había inspirado en Kieu Feou, la ciudad natal del
filósofo.
Jerome abonó las quince piastras y se apeó. Ga fingió continuar su carrera, pero
corrió a disimular su carreta detrás de una barraca hecha de maderas y, con los pies
descalzos, después de haber abandonado sus zuecos de madera, empezó a seguir al
francés.
Se sucedían cinco patios en forma de jardín, separados entre sí por unos muros en
los que se abrían unas puertas de comunicación. Los grandes árboles, los tejados de
color rosado y el azul del cielo se reflejaban y mezclaban sus colores en un pequeño
estanque cuadrado.
Apoyado en una balaustrada verde de musgo, un hombre no muy alto, con las
piernas desnudas y luciendo un sombrero de tamojal y unos anteojos, escupía con
delectación en el estanque.
Ga, agazapado tras una pilastra, le contempló con extrañeza.
Así, pues, aquella caricatura era el doctor Tuan-Van-Le, antiguo miembro del
Comité Central del Vietminh… Lo mismo que Ho-Chi-Minh no era más que un viejo
autoritario, caprichoso, de mal humor cuando no encontraba cigarrillos americanos,
igual que Giap se había convertido en una gordinflona codorniz, amante de sus
conveniencias y del hielo en verano.
Lo único que le quedaba por hacer a Ga era esperar y apoderarse de Le cuando se
despidiera del periodista.
Le se giró como apesadumbrado.
—Buenos días, Jerome.
Ga tendió el oído para mejor distinguir las palabras de ambos hombres. Una mano
se aplastó sobre su boca, tirándole hacia atrás, al tiempo que un puñal se hundía en su
espalda. En el primer instante no sintió más que una profunda quemazón, y luego, el
estanque, los árboles y los picudos tejados de la pagoda desaparecieron en medio de
una gran mancha de sangre.
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Trieu, vestido como siempre de negro, y con el mechón de pelos cubriéndole la
frente, arrojó el cadáver detrás de unos arbustos. Le arrancó el puñal y cuando lo
levantó hacia el sol, pareció ofrendarle esta nueva víctima.
Le se había vuelto a girar hacia el estanque, sin darle la mano a su amigo. No
quería comprometerse ya con nadie, toda vez que no tardaría en morir, mientras que
el periodista seguiría viviendo.
—Jerome, he preferido citarte por la mañana; la noche se presta demasiado al
romanticismo, a la conversación, al humo de los cigarrillos… y ahora necesito ser
muy claro contigo.
—¿Qué quieres de mí, Le?
—Que atestigües en mi favor, que mañana digas que he sido yo solo quien lo ha
hecho, y que no lo he ejecutado contra los franceses, ni a favor del Gobierno de
Saigón; ni siquiera contra el Vietminh.
—¿Qué vas a hacer?
—Un gesto…, un último gesto. Voy a destrozar el Comité administrativo y militar
vietminh cuando entre en Hanoi.
—Para que vuelva a comenzar la guerra…
—¿Y eso qué me importa? Además, no volverá a empezar. Entiéndeme: un
equipo de hombres a los que conozco muy bien, va a tomar entre sus manos el poder
de este país. Estos hombres se hallan tan seguros de sí mismos como unos niños. No
puedo hacer más que una cosa: inquietarles, hacerles comprender que en cualquier
momento corren el peligro de volar por los aires, enseñarles a sus seguidores que sus
amos no son invulnerables, y que a cada instante les queda este recurso para que cada
cosa vuelva a su debido sitio: la granada o el plástico. Los pueblos no tienen más que
un recurso para hacerse respetar de los autócratas que se instalan en el poder: matar.
—Como tú dices, destrozarás algunos hombres, pero no quebrantarás la victoria
comunista. Le no podía estarse quieto, y empezó a agitarse.
—¿Sabes por qué han vencido los vietminhs? Malraux, en uno de sus folletos,
hace decir a no sé qué comunista que el pueblo se bate para reconquistar su dignidad.
Falso, un truco de intelectual, digno de ti o de mí. El pueblo es como una mujer y lo
único que quiere es que se ocupen de él, que le acaricien, que le mimen o que le
zurren, algo que le dé la impresión de que se ocupan de él.
Y añadió reflexivamente:
—Muy a menudo me he acostado con mujeres que no me comprendían, pero que
al entregarse a mí creían haber desvelado mis secretos. Lo mismo que si hubieran
estado dentro de mis pantalones. Absurdo y, sin embargo, es así. Pero el pueblo se ha
alejado de mis secretos. Yo lo respeté demasiado. Los vietminhs son unos grandes
comediantes. Hacen cantar a coro, organizan desfiles, hacen votar sus proyectos,
crean toda clase de agrupaciones y subagrupaciones, inventan jerarquías…, pero son
incapaces de fecundar esa hembra insaciable que es el pueblo.
—La hembra te ha echado de su lecho.
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—¡Y Ke, con su agradable sonrisa, es el primero que entrará en Hanoi! He aquí la
clase de gigoló que le gusta al pueblo.
Jerome asió a Le por ambos hombros. Empezaba a sentirse ganado por una cólera
sorda.
—Todos vosotros, sea Ke, Nguyen o tú mismo, y todos aquellos que se os
parecen en los demás países, ¿es que no podéis dejar al pueblo en paz, dejarle con sus
penas y sus alegrías, sin pretender añadirle otras?
—Tú predicas la resignación del poder. Entonces, ¿de qué serviría alentar una
gran inquietud, una especie de hambre nunca apaciguada, si no pudiera
comunicársela a los demás? Si uno se queda a solas con su hambre, tiene más cada
vez. Nunca se trata de labrar la felicidad del pueblo, sino de obligarle a salir de su
condición miserable, de su resignación para empujarle a hacer algo, a revolucionarse,
lo que sea, en una palabra: a existir. ¿Has envejecido, Jerome? ¿Te has convertido en
un perro viejo que únicamente sabe dar vueltas en busca de un rincón, deseando que
todo el mundo le deje en paz?
Le se acordó ahora de una de las últimas frases de Saxo:
«Al acabar de luchar me he dado cuenta de mi edad».
Jerome ahora ya sabía su edad. El viejo periodista no había creído ni por un
momento en los argumentos sofisticados que Tuan-Van-Le había empleado, pero sí
había comprendido que lo único que deseaba era que bajara el telón en medio de una
enorme explosión de bombas y la luminosidad de los incendios; lo demás no le
interesaba en absoluto. Jerome había creído ir al encuentro de un verdadero amigo, y
se hallaba solamente ante un perro erguido sobre sus corvejones, que preparaba su
salida a escena; y le había convocado como a una especie de claque. Era horrible.
Tuan-Van-Le, desde que fue separado del pueblo, que para él, por su índole de
revolucionario, era su misma vida, empezó a pudrirse.
Si Jerome no creyera que el peor crimen que puede cometer un hombre es aliarse
con la policía, le denunciaría. De súbito, Le le causaba horror, pero, al mismo tiempo,
su propio pasado le estimulaba con sus fáciles generosidades, sus falsas tolerancias
que tan bien disimulaban su indiferencia y su superficial humanismo.
También él estaba a punto de corromperse, de volverse una llaga pustulosa.
Jerome hubiera querido que le mataran en aquel jardín del templo, para, al menos,
llevarse en su última visión la imagen de aquellos patios desiertos, de aquellos
tejados rosados, de los colores que se mezclaban en las aguas del estanque.
Apareció Trieu, como una sombra negra, habló unos momentos con Le, y luego
volvió a desaparecer.
Le se acercó a Jerome.
—¿Has venido aquí en un rickshaw?
—Sí.
—Bien, su conductor era conocido por el nombre de Ga. Era un soplón de la
policía, al servicio de Bernot, pero al mismo tiempo uno de los ayudantes de Nguyen.
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Trieu, mi guardaespaldas, al que acabas de ver, lo ha matado. Ga te espiaba, a fin de
sorprenderme. Y ahora, ¿cómo puedes afirmar que no quieres mezclarte más en la
vida y la muerte de otros hombres? No es posible retirarse de la partida. Todo lo que
has hecho, sigue en pie. Pensar que uno puede retirarse en cualquier momento que lo
desee, es un razonamiento burgués y egoísta. Ga acaba de morir, por causa tuya y
mía, por culpa de un pasado que nos une. Los unos somos prisioneros de los otros.
No hay forma de escapar, no puede uno traspasar sus propias alambradas. Adiós,
Jerome. Adiós, cómplice y prisionero mío. Todavía mañana, matarás conmigo.
Tuan-Van-Le, con las manos en los bolsillos, contempló marchar a aquel que
había sido su mejor amigo; sentía una alegría feroz, ya que ahora nada le retenía;
estaba solo, alejado de todos, libre al fin.
El doctor encendió un cigarrillo, hallándole un gusto exquisito. Por primera vez,
se apercibió de la belleza del jardín; incluso distinguió un pájaro verde y oro que
revoloteaba por un árbol negro, y a lo lejos escuchó el rumor de la ciudad que se
despertaba, y más cerca el pregón de un vendedor de jengibre.
En el mismo momento en que acababa de renunciar al mundo, éste se le aparecía
como una hermosa extranjera, llena de seductoras promesas.
Y sintió de nuevo la tentación de vivir, huyendo a Saigón.
Trieu le hizo un ademán, y él le siguió.
Bernot se despertó con la boca pastosa, y sacudido por un acceso de tos. Recordó
que le había ordenado a Ga que fuese a verle tan pronto tuviera nuevas que darle.
El policía se hizo servir el desayuno: seis huevos con lonjas de jamón, y un vino
acre y muy espeso que le agradaba sobremanera. El vino de Intendencia le sentaba
perfectamente.
Cuando se inclinó hacia la bandeja, su entreabierto pijama dejó ver unos pechos
orondos sobre un vientre enorme.
Oyó un timbre.
«Debe de ser Ga —pensó Bernot—. ¿Qué grado será el suyo en el Viet? Tendré
que preguntárselo. Cuando Tuan-Van-Le haya sido liquidado, y el Comité
administrativo y militar haya entrado ya en la ciudad, no tendrá ninguna razón para
ocultármelo».
Pero no era Ga, sino Calamar. Cogió una silla y fue a sentarse junto al lecho de
Bernot.
—Salud —le dijo.
Extendió sus largas piernas, lanzando una especie de suspiro.
—¡Vaya calor! ¿Cómo puede comer tanto?
—¿Tiene hambre?
—No. Vengo a hacerle una apuesta. Dentro de un momento sonará su teléfono, y
yo puedo anticiparle lo que van a decirle.
—¿Qué?
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—Que se acaba de descubrir un cadáver en la Pagoda de los Cuervos, el de un
conductor que llevó a Jerome a su cita con Tuan-Van-Le. ¿Eh, qué tal?
Y satisfecho de sí mismo, Calamar abrió su enorme boca.
—¿Ha visto usted a ese conductor, antes de que retiren su cadáver?
—Sí.
—¿Qué tenía en la mano derecha?
—Un anillo de plata.
—Es Ga.
—¿Su famoso pillastre? Más silente que una sombra, más escurridizo que una
serpiente…, su superpolicía, ¿no?
Sonó el teléfono, y Bernot contestó:
—Sí…, sí…, bien…, sí.
Después, volvió a colgar el aparato.
—Sí, es él. ¿También usted espiaba a Jerome?
—Sí, con Rovignon y Julien; una verdadera expedición de Rouletabille de
bazar[14]. Temíamos que le ocurriera algo. Rovignon, que había entrado un momento
en su habitación, halló una nota sobre la mesita. Hemos cogido un coche; yo llevaba
una pistola. No sé cómo se dispara, pero hubiera jurado en aquel momento que yo era
un experto tirador. En suma, no hemos visto nada, ni oído nada. Jerome ha vuelto a
salir de la pagoda. Y tenía muy mal semblante. Entonces, he entrado a investigar.
—¿Buscaba una entrevista?
—No había más que el cuerpo del cooli detrás de un arbusto.
—Gracias por sus informes. Y ahora voy a darle otros, porque yo siempre doy
propina al chico del ascensor. Ahora ya sabemos dónde se oculta Tuan-Van-Le. Esta
noche será liquidado.
—¿Por vosotros?
—No, por el Vietminh.
—Me gustaría verlo.
—No asistiremos usted ni yo, ni persona alguna. Ni siquiera podrá escribir un
artículo, ya que jamás se ha podido probar que Tuan-Van-Le haya estado en Hanoi.
Jerome se callará, por su propio interés, lo mismo que usted y Rovignon. Es algo
sumamente vergonzoso lo que vamos a hacer, pero nadie de aquí, ni usted ni yo,
queremos que el armisticio sea quebrantado.
—¿Tan grave es el asunto?
—Sí.
—En el Ejército francés y en el vietnamita hay militares a quienes gustaría la
continuación de la guerra.
—Seguro, los que no han combatido. Ahora se dan cuenta de que no arriesgan
nada. Pero nosotros hemos tenido suerte de haber podido concertar este armisticio; de
lo contrario, hubiéramos sido liquidados al mes siguiente.
—¿Y entonces…?
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—A callarse todo el mundo. Tuan-Van-Le no ha estado jamás en Hanoi, el
Vietminh se callará como el Gobierno del Sur del Vietnam, y el general De Langles
como el alto comisario. Me gustaría conversar con Jerome, ¿podría traérmelo?
—No, él no quiere saber nada con un tipo como usted.
—¿Qué dice?
—Entiéndalo, ahora él es mi cómplice, como yo lo soy suyo; entre ambos hay un
cadáver. Hace mucho tiempo que soñaba en algo por el estilo. Salud, gordinflón, pero
no me vendo.
Y con la boca abierta, el periodista salió de la estancia.
Bernot recibió un telefonazo, y rápidamente llamó al general. Escuchó cómo
maldecía.
—¡Todavía ese tipo…! —Y luego—: Le escucho, Bernot.
—Esta vez la situación es grave, mi general, y nos queda muy poco tiempo por
delante. Mi mejor agente ha sido liquidado por los secuaces de Tuan-Van-Le. Y otro
de mis hombres que me sirve de enlace con el vietminh me ha dicho que…
—No quiero saber nada de esa clase de enlaces.
—… Bien, me ha advertido que, puesto que nosotros parecemos haber fracasado,
los viets se ocuparán esta noche de Tuan-Van-Le. Sólo nos piden una cosa: retirar los
centinelas de un barrio de Hanoi…, entre las diez de la noche y las dos de la
madrugada.
—Eso no es de mi incumbencia.
—La situación internacional, los últimos acontecimientos, culminando con el
pacto de Manila, la tensión en Quemoy, la expectante actitud americana y el viaje del
general Ely a Washington, han impacientado demasiado al Vietminh. Una parte del
Ejército popular está de acuerdo en la prosecución inmediata de la guerra, con el clan
pro-China entre ellos. Si mañana se produce un atentado, la guerra puede
reproducirse de inmediato. Si nuestro ejército vuelve a combatir, tanto mejor, pero
opino que esta cuestión es algo que le concierne enteramente a usted, mi general.
—Bernot, me gustaría muchísimo poder romperle la cara. Lo que usted quiere, al
tenerme al corriente de este sucio asunto es quedar a cubierto, como un cobarde.
—No, sólo como funcionario prudente, lo mismo que sus coroneles que, en estos
últimos tiempos, le piden las órdenes por escrito.
—Está bien, daré las instrucciones necesarias. Ya puede volver a sus basureros;
aún deben quedarle algunos para vaciar.
—Mis respetos a usted, mi general.
Bernot se levantó de la cama y se vistió. Tenía cita en su despacho con el hombre
que Nguyen le enviaba para reemplazar a Ga.
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Phang limpió sus gafas con todo cuidado, y se detuvo un instante contemplando
el rostro de sus subordinados. Habían sacado lápices y estilográficas, preparándose a
tomar notas. Ahí estaba Ly, que había mandado los morteros en Dien-Bien-Fu; allí el
doctor Fuong quien, de contrabando, había traído del Japón penicilina; más allá,
Quach que, prisionero de los franceses, fue torturado durante una semana y no llegó a
hablar. Y también Ten, el más peligroso, ya que era muy hábil, estaba muy bien
informado y jugaba a gran estilo la carta de China. Incluso hubo sugerencias cerca del
Comité Central para que le confiaran el mando de Hanoi; pero Phang había sido, al
final, el elegido.
Estos hombres, seleccionados entre los mejores especialistas del Vietminh,
estaban bajo sus órdenes, y Hanoi sería su ciudad. Para disimular su intensa alegría,
Phang fingía una falsa fatiga, como si el cargo que acababan de confiarle fuese
demasiado pesado para sus espaldas.
Ten, que le observaba, susurró suavemente al doctor Fuong:
—Nuestro joven general presenta mal aspecto. ¿No podríais ponerle una
inyección?
—Phang es incansable. Su constitución física es sorprendente. Lo he examinado.
Su corazón late muy lentamente, como el de los animales de sangre fría.
—¿Un reptil, por ejemplo?
Fuong se encogió de hombros; no le agradaba Ten, un ser muy pretencioso que
creía conocer todos los fundamentos de la logística porque en China se lo habían
enseñado mediante algunas nociones. Pero Phang también le fastidiaba por razones
más sutiles.
El general Phang dio principio a su exposición:
—A cada uno de vosotros se os ha atribuido un sector de Hanoi, excepto al doctor
Fuong, que debe tomar a su cargo los hospitales, y al coronel Ten, que se ocupará de
las universidades, los institutos y los colegios. Se os ha dado la lista aproximada del
material que deben contener los edificios públicos en el momento en que nos serán
entregados. Estas listas, o por mejor decir estos inventarios formulados en la medida
de las posibilidades, son necesariamente inexactos. Pero de ninguna manera debéis
reconocerlo así ante los funcionarios franceses con los que tendréis que entenderos. Y
capitularán, porque, por su parte, tampoco están seguros de nada. En efecto, los
fantoches de Bao Dai se desprendieron o vendieron parte del material.
Miró especulativamente a sus oyentes.
—Han sido prevenidos los jefes de células callejeras y de barrio de nuestra
organización clandestina. Se incorporarán a vosotros de inmediato y os ayudarán en
vuestra tarea, sirviéndoos de guías. Ateneos a lo escrito. En virtud de las
convenciones del armisticio, todo lo que son instalaciones públicas debe estar en pie.
Los periodistas asistirán a las transferencias. Tomadles continuamente por testigos de
nuestra buena fe, inundadles de declaraciones y protestas. Haced que se sientan
importantes, y nos apoyarán.
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Y concluyó:
—Los franceses sufren graves apuros en Saigón. Hay que hacer que aprecien
nuestros métodos y nuestra organización, a fin de que la comparen con el desorden y
la corrupción que imperan en el Vietnam del Sur.
»Nosotros somos los vencedores, y mañana recibiremos el pago de nuestros
sufrimientos y de nuestra sangre. Los franceses son los vencidos, y con ellos cuantos
les han ayudado y empujado a esta guerra. Hacedles sentir su derrota, pero con toda
urbanidad. Por el momento, nos interesa que la mayoría de ellos se quede en Hanoi, y
nos enseñen la forma de gobernar esta ciudad.
Ten protestó:
—¡No necesitamos a los blancos! ¡China nos proporcionará todos los técnicos
que nos hagan falta!
La voz de Phang se tornó seca:
—El Comité Central ha sido muy preciso en sus instrucciones: hacer lo imposible
para que se quede en Hanoi el mayor número posible de técnicos, profesores,
médicos y hombres de negocios franceses. Yo no hago otra cosa que obedecer,
coronel Ten, y jamás interpreto las órdenes que recibo. ¿Alguna otra pregunta?
—Sí.
—El doctor Fuong se levantó. —Entre los franceses que se quedarán en Hanoi
hay algunos amigos míos. Particularmente, uno de ellos. En su casa se escondieron
mi mujer y mis hijos cuando me uní al Ejército popular. ¿Puedo ir a darle las gracias?
—Lo siento, doctor, pero las órdenes son formales. De momento, hay que evitar
toda relación personal con los franceses. Más adelante… opino que podrá hacerlo.
Cerrando su exposición, advirtió:
—Los camiones y los jeeps franceses vendrán a buscarnos mañana a las cinco de
la madrugada al puente de los Rápidos. ¡Viva el presidente Ho-Chi-Minh! ¡Viva el
Ejército popular! ¡Viva la República democrática del Vietnam!
Todos se levantaron y repitieron sus vítores. Luego, Phang regresó a su cabaña y
Vong le sirvió el té.
Phang le preguntó:
—¿Estás satisfecho de entrar en Hanoi?
—Seguro. Creo que es una ciudad muy grande y muy hermosa.
—¿No la has visitado nunca?
—No, pero Ty, que pertenecía al mismo grupo que yo en Dien-Bien-Fu, vivía en
la calle de la Seda y me ha hablado mucho de ella. Al parecer, hay muchas tiendas
repletas de pescado, de pollos, de arroz.
Estuvo a punto de añadir: «y de "choum", de cerveza y de mujeres», pero se
contuvo a tiempo, y el general le despidió con el gesto.
Phang se tendió sobre un diván de bambú, y se quitó las gafas, que colocó a su
lado. Una ligera brisa hacía revolotear la cortina azul que bloqueaba la entrada. Muy
lejos, los soldados cantaban el himno revolucionario, batiendo palmas.
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«La tropa de los vietminhs avanza,
la bandera de la estrella amarilla ondea al viento,
guiando al pueblo lejos de los lugares
en que ha sufrido…
Unamos nuestros esfuerzos
para construir una nueva existencia…
Aunque nuestros huesos sean rotos,
aunque nuestras carnes sean laceradas…».
Phang trató de luchar contra el sueño; Nguyen debía venir a buscarlo, y tenía que
discutir muchos detalles con él.
También en San Sulpicio, los cantos trascendían de la capilla, llevados o
ahogados por el viento; la vida estaba allí reglamentada como en este campamento,
con sus horas de estudio, de recreo y de oraciones.
Phang, una vez pasada la primera borrachera de alegría, tras haber saboreado el
placer de ser nombrado general y de lograr la dirección del Comité administrativo y
militar, tenía miedo de Hanoi.
Siempre le había gustado sujetarse a una regla estricta que, con tal de conocerla
bien, le impedía cometer errores. Le agradaba la soledad, la comodidad, la seguridad
que aquélla le daba. La clase de relaciones que había seguido en el Ejército popular le
convenía a la perfección.
Pero ¿qué iba a ser de este ejército en la ciudad? Podía dejar de ser una
comunidad, para convertirse en lo que son todos los ejércitos clásicos: un conjunto
dispar de individuos mejor o peor entrenados, a quienes se impone una cierta
disciplina, lo estaba asimismo la existencia que tanto amaba. Hanoi tenía para él el
rostro escuálido de Mamá Lien.
¿Qué haría Mamá Lien? ¿Se iría en el último instante? ¿Se quedaría por el placer
de comprometerle, de gritar ante el Tribunal del Pueblo al que sería llevada:
«!Vuestro general es el sobrino de la alcahueta!»?
Recordaba sus ojillos duros y malignos, sus grises cabellos; escuchaba su
insultante voz.
Entró Nguyen.
—Dormías, ¿eh? ¿Agotado? Yo también; no me tengo de pie. Uno de estos días
me derrumbaré, y no quedará de mí más que un puñado de polvo para ser barrido. Un
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duro golpe. Acaban de asesinar a Ga.
Phang se levantó, y después de mojarse la cara, se colocó las gafas.
—¿De qué se trata? ¿Quién es Ga?
—No le conocías. Era mi mejor agente de informaciones en Hanoi. Trabajaba en
la Sureté con el gordo Bernot.
—Ha sido Bernot quien…
—No. Tuan-Van-Le. La «vieja danzarina» prepara un atentado para mañana. Sólo
puede tratarse de un atentado con bombas contra el Comité, en el momento en que
entréis en Hanoi. ¿Te das cuenta, el Comité por los aires? Los soldados de las
divisiones 304 y 312 quieren volver a guerrear. Los hemos llevado a los campos de
arroz, y comentan que ese trabajo es penoso y desagradable. ¡Un infame pretexto!
—¿Tuan-Van-Le quiere matarme a mí?
—Para lo que le importas… lo mismo que no le importa ninguno de los que mata.
¡Está obsesionado por su propio orgullo! ¡Es un maníaco!
—No podemos retrasar la fecha de nuestra entrada en Hanoi. Todo nuestro trabajo
de organización quedaría comprometido.
—Quieres tu cortejo, ¿eh? Bueno, esto tal vez se arregle esta misma noche.
Bernot ha descubierto, al menos, el refugio de Le. Por casualidad. A las diez de esta
mañana envió a uno de sus agentes en busca de una cantidad de libros, abandonados
por la limosnería católica, y que los curas reclamaban… El policía oyó ruidos en el
sótano; eran Tuan-Van-Le y otro fulano, un cooli vestido de negro que le sirve de
guardaespaldas. Por fortuna, el policía no fue idiota. No se dejó ver, sino que marchó
a prevenir a su jefe.
—¿Y qué piensas hacer?
—Bernot no quiere mezclarse directamente en este asunto. Uno de nuestros
grupos, que se halla en el interior de la ciudad, intervendrá. Los franceses habrán
retirado a todos sus centinelas. No obstante, le he dicho a Jerome que le aconseje a
Tuan-Van-Le que huya. Es el cooli el que me interesa. ¡Ha apuñalado a Ga, y le
quiero vivo!
—¡Creí que carecías de odio, no teniendo más que una fría eficacia!
—Sí, pero Ga me era simpático… quizá porque demostraba tener un extraño
humor para un joven de su edad. No era muy ortodoxo, pero resultaba muy divertido.
Compréndelo, amaba a los habitantes de Hanoi, convivía con ellos, y sabía hablarles
y escucharles. Nosotros, los del Partido y el Ejército, hemos convivido demasiado
tiempo entre nosotros mismos, utilizándonos los unos contra los otros como poleas, y
hemos llegado a ser iguales, a tener el mismo comportamiento, y a pensar y a obrar
de la misma forma. Nos resultará un poco difícil comprender a la gente de Hanoi. Ga
nos hacía mucha falta. Sólo él podía darnos el diapasón exacto de esta ciudad. Había
logrado que el Comité Central le otorgase un nombramiento, y he aquí que un asesino
al servicio de un viejo loco lo mata. Tras una reflexiva pausa, agregó:
—Escúchame, Phang. En esta ciudad vamos a cometer una serie de burradas.
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Vamos a casarnos con Hanoi, una vieja garza que ya estaba acostumbrada a acostarse
con los franceses. Estos le han dado sus costumbres, sus necesidades, muchos vicios,
pero también grandes cualidades. De ella no sabemos nada. Ga conocía la ciudad y la
alcahueteaba con una especie de ternura. Nos habría servido de intérprete…
—No me gustan las meretrices —rezongó Phang, de repente—. No me gusta
Hanoi.
—¿Malos recuerdos de tu tía?
—¿Qué es de ella?
—No te inquietes, está a punto de diñarla. Fuma demasiado. ¡Un personaje
asombroso! Solamente ha guardado fidelidad al dinero. ¡Lástima que no hayamos
tenido bastante para comprarla!… —Haciendo una transición, notificó—: Tuan-Van-
Le será liquidado antes de las dos de la madrugada. Vendré a prevenirte. Si no,
deberemos darlo a conocer al Comité Central. No quiero dejarte partir con el riesgo
de un posible atentado. Vigila a Ten.
—Ya lo sé.
—Cualquier día, tendremos barullo por ese lado. El clan chino quiere engullirnos.
Han montado el movimiento «Nueva Cultura». Ten predica por doquier: «No
tenemos necesidad del Occidente. Debemos volver a nuestras antiguas fuentes de
inspiración, que mana de China como la mayoría de nuestros ríos». Yo no comulgo
con estas ideas. Una parte de mis cualidades, de mi ciencia y de mis defectos se lo
debo a Occidente, y éste me gusta.
—¿Sabes cómo nos llaman los chinos, Nguyen? Los eurasianos.
—Esto demuestra que estamos más avanzados que ellos, ya que todas las razas
del mundo un día se confundirán en el comunismo; el mundo no será más que una
inmensa Eurasia, por la carne y el espíritu. Temo a los chinos y necesitamos a
Francia.
—Y más que nada, a Rusia.
—¿Hablas ruso, tú? Hace más de una hora que estamos discutiendo, y no hemos
empleado ni una palabra vietnamita. Tenemos más necesidad de la presencia de
Francia que de su ayuda material, y he aquí que esos tontos se marchan todos.
—Tienen miedo del comunismo.
—No. Es que no les gusta ser una gran nación, ésta es la verdad. Es preciso que
no se produzca ese atentado —subrayó.
Entró Vong, portador de un pliego. Despavorido, contemplaba a ese hombrecito
vivaracho, ese Nguyen, sobre el cual se contaban tantos horrores. Sin embargo,
resultaba cómico con sus dientes proyectados hacia delante, como un muñeco de
juguete. Todo el mundo, sin embargo, decía que era él quien ordenaba las
ejecuciones.
Kieu no pudo reunirse con el teniente Kervallé hasta las cinco de la tarde. Se
había tropezado con Julien, que la esperaba, al abandonar apresuradamente la
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residencia del general.
Desde el principio de la conversación había pretendido mostrarse desagradable,
pero tenía tantas cosas que contar, que a falta de Ives, a quien no podía ver por el
momento, aceptó un paseo con Julien hasta el Gran Lago.
Primero, hubo la recepción del alto comisario. Las mujeres no quisieron
saludarla, si bien todos los hombres la asediaron. El delegado del alto comisario le
había besado la mano como a una gran dama, e incluso le dijo que esperaba volver a
verla en Saigón.
También sentía la necesidad de hablar de su gran amor. Y lo hizo con
aturdimiento y grandilocuencia, lo que aumentó el pesar de Julien. Pero, al mismo
tiempo, sentía cierto placer por aquel dolor, como por toda novedad.
Cogiéndola de la barbilla, le dijo:
—Chiquilla, vas a quemarte; tu teniente me parece únicamente un bruto, mientras
que tu general… bueno, debe de ser mucho más gentil. Todo lo que ahora yo te diga
no te servirá de nada… En fin, cuando quieras volver a verme, avísame… y creo que
será muy pronto.
La abrazó, besándola; ella le dejó hacer, y descubrió que, cosa asombrosa, podía
amarse a un hombre «como en los libros», sintiendo placer al besar a otro.
Kervallé la recibió de mal humor; no le gustaba tener que esperar, por lo que se le
tiró encima, haciéndole más daño que de costumbre. Para calmarlo, ella le hizo hablar
de sí mismo.
—Nunca me has contado cómo te evadiste de Dien-Bien-Fu.
—Todos los periódicos publicaron mi historia. Rovignon hizo un gran artículo.
—No conozco a Rovignon, ni leo jamás los periódicos. Cuéntalo para mí sola.
Kervallé no se daba cuenta de lo que tramaba la joven. Anteriormente, ya le había
hecho muchas preguntas sobre su familia, la Bretaña…
—Yo soy del Midi —le había explicado ella—; sí, de Ariege…
Era como lo de las flores sobre las tumbas de los soldados. ¿Es que ella pensaba
que podía hacer olvidar su piel amarilla, sus ojos estrechos de china? ¿Qué quería?
Salir de Hanoi, seguro… Se había vuelto completamente loca.
—Cuenta —repitió Kieu, acariciándole el pecho.
—No vas a entenderlo, querida; es un relato que sólo puede interesar a los
hombres, y aun no a todos…
Volvió a revivir la lluvia que caía.
—Los viets habían cavado unos surcos en las laderas de las montañas para
canalizar las aguas, y el campo atrincherado no era más que un vertedero en el que
sobrenadaban algunas serpientes. En las charcas flotaban cadáveres hinchados.
»Era de noche —dijo, de repente—; la última noche, aunque lo ignorábamos.
Recibí la orden de atacar frente a mí. No quedaban de mi compañía más que doce
hombres; por todas partes estábamos aprisionados por el fango.
»A la hora señalada, me arrastro… es decir, avanzo. Los viets están a cincuenta
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metros: granadas, metralletas… No sé qué ocurre, pero recobro mis fuerzas. Corro,
disparo… Ante mí se levanta una silueta; la aplasto a golpes de culata. No sé cuánto
tiempo corrí o anduve… durante muchos kilómetros, perdida la razón, sin ver nada,
destrozándome en los espinos y en las alambradas, sin darme cuenta. Después, me
tumbé en un hoyo y me dormí…, por primera vez después de ocho días.
»Cuando desperté, el cielo era muy azul. Creí haberme vuelto loco al oír cantar a
un pájaro. Tras de mí se extendía lo que fueron nuestras posiciones, difuminadas
entre grandes humaredas.
»Varios hombrecillos vestidos de verde y con cascos de palma se amontonan
sobre ese gigantesco cadáver, como moscas. Una gran bandera roja, con una estrella
amarilla, ondea sobre el P.C. Es el fin. Pero tengo que ocultarme con rapidez. Filas de
prisioneros avanzan hacia mí. Sus guardianes les golpean con las culatas, Durante un
momento pensé unirme a ellos…
»Sobre un viejo cadáver viet, hallé una morcilla de arroz. Apestaba, pero me la
comí. Quería vivir.
»Nos habían dicho que el G.C.M.A.[15] había organizado maquis meos[16],
alrededor de Dien-Bien-Fu, y que algunos estaban a sólo treinta kilómetros. Quizá no
fuera cierto, ya que nos habían contado tantas cosas, como el enorme bluff de la
columna Crevecoeur que debía socorrernos por el Laos. Pero no me quedaba otra
elección.
»Por la noche, me arrastré hacia las trincheras. Los viets se habían marchado sin
dejar centinelas. Apestaba todo demasiado, incluso para ellos. Recuperé algunas cajas
de raciones, un par de alpargatas, una carabina, tres cargadores y, guiándome por las
estrellas, me encaminé hacia el sur.
»No sé si conoces este país: las montañas suceden a las montañas, pero las
hierbas de elefante son tan altas que no se las ve. Es preciso seguir las sendas de los
meos, que se cruzan y entrecruzan. Y no hacía más que dar vueltas.
»De día, el sol quema; de noche, hace aún más calor porque la vegetación
devuelve el calor almacenado durante el día. ¡Y los mosquitos…!
»Dos o tres veces estuve a punto de toparme con patrullas vietminhs, guiadas por
thais, que lucían el casquete negro de partisanos que nosotros les habíamos dado.
Todos los thais debían de haber estado a nuestro lado. ¡Otro golpe! Esta guerra no ha
sido más que una sucesión de mentiras. Cuando estábamos entre paracaidistas, nos
burlábamos de ello. Casi era divertido oír esa clase de embustes en Hanoi y en
Saigón. Pero allí, solo en la jungla, no me hizo ninguna gracia.
»Ya no odiaba a los viets. Ellos también daban crédito a los embustes. ¡Pero si
hubiera tenido ante mi carabina a los de Saigón y Hanoi que hablaban de logística y
estrategia, en plan de mariscales de salón…! ¡Los muy zorros!
»Tuve que andar tres noches, hasta verme precisado a arrastrarme por el suelo,
con la boca seca; tanta sed tenía, que la lengua me ahogaba.
»Llegué, por fin, a un pequeño poblado meo; dos o tres casitas sobre pilastras.
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Entré en una de ellas, sin hacerme muchas ilusiones. Había perdido ya mi carabina, y
no era más que una bestia que se esfuerza en sobrevivir unas cuantas horas.
»Hallé allí a un viejo que fumaba, sirviéndose de un gran trozo de bambú a guisa
de pipa; dos mujeres, una anciana y otra joven, y un adulto en la plenitud de sus
fuerzas, que descolgó un antiguo trabuco de uno de los tabiques de la casa, para
tenerme a distancia. Luego, me contempló con detenimiento, y volvió a colgar el
arma. Los meos me dieron de comer un arroz viscoso, y me dejaron beber. ¡La mejor
comida de mi vida! Después, dormí, sin querer averiguar lo que pudiera ocurrirme.
¡Estaba demasiado agotado!
»Me quedé allí una semana, sin comprender una sola palabra de cuanto me
decían, comiendo, bebiendo y durmiendo. Fui hasta un torrente y me lavé para
apartar de mí el olor a cadáver. Sólo entonces me di cuenta de que vivía.
»Un día, el viejo me dio a entender por signos que iba a conducirme más lejos, y
los meos mataron dos pollos para hacer un guiso. ¡Si no hubiesen puesto aquellas
hierbas con olor de excrementos…! ¡Y demasiada pimienta!
»Entonces, apareció una patrulla vietminh. El viejo me hizo ocultarme entre unos
bambúes que se estaban secando en el tejado. Desde allí, vi cómo los viets engullían
mis pollos. Pero se marcharon sin haberme visto.
»Al día siguiente, el joven meo me llevó consigo. Caminamos ocho días y, al fin,
llegamos a uno de los famosos maquis, ya que había algunos, que ya, ya…
»Vino a buscarme una avioneta. Le regalé al meo mi reloj, recuerdo de mi padre,
y él me entregó el collar de perro plateado que llevaba en torno a su cuello.
»Quise saber por qué me habían salvado los meos y qué significaba aquel collar.
En el maquis había un viejo ayudante que hablaba su lengua. Y él me lo contó: los
meos pretenden descender de un perro (de aquí el collar), y de la hija de un
emperador de China (y de aquí su orgullo). Como herencia, se les entregaron todas
las tierras que se encuentran a más de 1200 metros de altitud, pero no les dieron
ninguna ley. El meo vive libre. Cuando le ponen en una prisión, se muere; cuando
desciende por debajo de los 1200 metros, enferma. Incendia los bosques para plantar
arroz, y cultiva opio porque le gusta.
»Los meos me habían salvado porque yo era un cautivo que se evadía. No les
importaba lo más mínimo que yo fuera francés.
»Me gustaría mucho poder pasearme por las calles de Hanoi con este collar de
perro al cuello, último signo de unos hombres completamente libres. Nosotros hemos
empujado a los meos a luchar, les hemos proporcionado armas y ahora los
abandonamos, gracias a un pedazo de papel firmado en Ginebra. ¡Y siguen los
golpes!
Kieu adelantó la mano para acariciarle.
—¡Cuánto has debido sufrir!
El la rechazó.
—Baja las patas. No me toques. Los meos eran de mi raza, tú no. ¿Crees que no
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me he dado cuenta de que no eres más que una trotona en busca de un palomino que
te haga salir de Hanoi?
El teniente se levantó, se vistió y se fue, en tanto que Kieu sollozaba, lo que no le
había ocurrido más que una vez: la noche en que Mamá Lien, teniendo ella trece
años, la vendió, virgen aún, a un ministro francés, de paso por Hanoi.
Kieu empezó a comprender que aquel teniente imbécil la tomaba por una de
aquellas nah-qués que se vendían por doscientas piastras una noche, y que se
paseaban en rickshaws. No se daba cuenta de su hermosura, ni comprendía por qué,
por primera vez en su vida, estaba locamente enamorada de un hombre: él.
Kieu se secó las lágrimas y comenzó a vestirse. Para ella, la existencia se
componía de menudos detalles divertidos y agradables, de algunos momentos
enojosos, bastante raros, del placer que procura el amor, y de la gentileza que a veces
lo reemplaza. ¿Por qué se había prendado de aquel teniente? Era fuerte, sí, pero
perverso, y egoísta cuando le hacía el amor.
Debía de estar febril; éste era el resultado de su sangre blanca.
Le sacudió un acceso de cólera, y con los puños crispados golpeó la cama de
madera hasta hacerse daño. Verdaderamente, era excesivamente tonta.
Mamá Lien comprendió que volvía a interesarse por la vida cuando, poco
después, fue a verla en demanda de consejo. Sus malignos ojos se iluminaron; dejó de
fumar y, bien recostada en sus almohadones, saboreó el pesar de la pequeña mestiza.
—¿Conoces a los hombres, Mamá Lien?
—Sí, al menos sus defectos… o si lo prefieres, sus vicios, ya que éstos son los
que me proporcionan dinero. Te he enseñado casi todo lo que yo sé en ese aspecto. Y
no has comprendido nada, pero lo has sabido poner en práctica. Lo llevas en la
sangre.
—Es Ives el que…
—Tu teniente es un idiota.
—No es verdad.
—No es más que un oficial subalterno, ¿y qué le quedará? ¿Cómo quieres que
comprenda a otro país que el suyo? Para él, mi pequeña Claire, siempre serás Kieu.
La vieja se pasó la lengua por los labios.
—El sabe que soy francesa.
—Antes que a ti, preferirá cualquier «Afat» blanca, estúpida, que transpire y que
huela mal.
—No es verdad.
—La parte blanca en ti no es más que una burguesita egoísta, que desea la
seguridad, la respetabilidad. ¿Qué es lo que ha despertado en ti tu sangre blanca?
—Hanoi.
—Únicamente serás feliz yendo con viejos…, que te permitirán satisfacer tus
fantasías… como Julien, aunque éste es joven.
Kieu abatió su semblante.
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—Me sentía bien a su lado…, pero no le amaba.
—¿Qué edad tienes?
—Veinticinco años.
—No, veintisiete. Los hombres no envejecen nunca, las mujeres muy pronto. Me
gusta espiar la vejez en los rostros de las jóvenes. Esto forma parte de mi profesión. Y
mira, puedo decirte cuándo va a comenzar la tuya. Dentro de muy pocos años, tu
frente empezará a arrugarse por aquí, tu tez será menos lisa… y tus senos se
marchitarán.
—¡Cállate, vieja estúpida!
—¿Qué edad tiene tu teniente?
—Veinticinco años.
—Dos años menos que tú…
Lien lanzó pequeños ruiditos de satisfacción.
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una cabeza amarilla de pagano. Pero todo el mundo sabe, tanto en el Estado Mayor
como en la Alta Comisaría, que el padre Olivier está loco.
Como la luz, sin razón aparente, se ha extinguido a las nueve, aquella noche hay
que alumbrar con velas el club de Prensa.
Los periodistas beben un abominable ron que Rovignon ha descubierto en los
depósitos de Intendencia, y que ha adquirido a muy bajo precio.
El teniente Kervallé, invitado a cenar por Jerome, está bebido, lo que le torna muy
voluble.
—Los vietminhs —declara— han comprendido una cosa: que un país nuevo sólo
puede crearse en la fraternidad del ejército.
—¿Cree usted —le pregunta Jerome— que tal fraternidad existe entre ellos?
Calamar extiende uno de sus brazos y vuelca una vela.
—Sus militares se pellizcan entre sí, igual que los nuestros, pero lo hacen con
dulzura; son más sutiles. ¡Debió de producirse una verdadera batalla campal para
saber qué coronel, o qué general entraría el primero en Hanoi!
Todo está casi en sombras; por ello no ven cómo se abría su boca.
Julien no llega a comprender cómo Kieu ha podido enamorarse de aquel grueso
paracaidista que se complace en citar todos los lugares comunes. Y ni siquiera logra
detestarle, cosa que le fastidia.
Dos silbatos en la calle vecina, y tres granadas que estallan, una tras otra, con un
ruido sordo. Nadie se mueve. Siguen los ajustes de cuentas.
Kervallé tiende su vaso para que se lo vuelvan a llenar; Calamar apaga otra vela.
Rovignon trata de recordar en qué camión se llevaron su telescritor. Únicamente,
Jerome se ha sobresaltado. Se siente dolorosamente ligado a cuanto ocurre en la
ciudad; solidario, a la vez, de Ga, el conductor cuya muerte ha querido Tuan-Van-Le
hacerle compartir; del mismo Le, contra quien ya no está encolerizado; de Mamá
Lien, y de los millares de hombres que sufren al ver agonizar su ciudad.
Y, no obstante, está viejo, cansado, y lo único que desea es hallar un refugio en
aquella casa plena de sol que huele a cera y a confitura. Son los aromas de su
hermana Emilianné.
La conversación languidece. Nadie tiene ganas de levantarse ni de marcharse.
De pronto, Julien, que está algo apartado, se adelanta en medio del círculo.
—Teniente Kervallé —advierte—, me gustaría contarle una historia… También
se trata de una evasión…, pero que fracasó. —Luego pide—: Rovignon, dame un
poco de tu matarratas; esto me vuelve elocuente. Pasé todos mis exámenes orales
picándome la nariz.
Rovignon se apresura a complacerle, y Julien le dice:
—Gracias, gordito mío; es un vomitivo, pero creo que podré aguantarlo. Se trata
de Kieu, teniente, y de Hanoi, al mismo tiempo.
Calamar, interesado por aquel principio, adelantó la cabeza. En la semioscuridad,
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no se veía más que la camisa blanca de Julien, pero no su rostro, a excepción de
algunos instantes en que los reflejos de las velas cabrilleaban en sus cabellos
pajizos…
—¿Qué tiene que ver ahora aquí esa joven? —preguntó Kervallé, extrañado—.
No es más que una aventura, nada más… y después de todo lo que he sufrido, creo
que tengo derecho a acostarme con una ramera de vez en cuando. Cuando me vaya, le
dejaré algunos miles de piastras. No veo que esto pueda tener que ser discutido
aquí…, ni a quién pueda interesarle.
—A cuatro personas —respondió, lentamente, Julien—. En principio, a Jerome,
que en casa de Mamá Lien, me dijo anoche… ¿Verdad, Jerome? Corrígeme si me
equivoco… «Kieu es nuestra derrota, pero también nuestra victoria. He conocido a
Kieu como una garza cruel. De repente, cobró conciencia, gracias al final de Hanoi,
de su doble existencia, y ha escogido a los franceses, decidiéndose por el teniente
Kervallé, ya que más que todos nosotros, es él quien presenta el semblante más
dolorido por nuestras desdichas…».
—Es exacto —confirmó Jerome—, pero eso fue un poco de literatura. Es uno de
mis defectos.
—Luego, Rovignon—… «El final de esta ciudad me destroza las entrañas, pese a
que no estoy aquí más que para escribir artículos. Esta ciudad ha adquirido un rostro:
el de Kieu. Me gustaría ofrecerle todo lo que poseo…, pero nada tengo, y la joven no
es para mí». ¿No es cierto, Rovignon?
Rovignon gruñó:
—En efecto.
—Dime, Calamar, ¿por qué te comportaste tan groseramente en la recepción del
alto comisario con aquella esposa de un administrador que gritaba hasta escandalizar
sólo porque el general De Langles había acudido acompañado de Kieu? Según
recuerdo, dijiste: «Kieu tiene más derecho a estar aquí que todas ustedes. En cuanto a
usted, señora, si su presencia le desagrada hasta ese punto, puede marcharse. Y tengo
entendido que usted no lo ha pasado tan mal en Hanoi, con lo mucho que ha
sisado…».
Calamar se arrellanó en su asiento.
—Bueno, en casa de esa dama solamente se bebía jugo de naranja, y otros
jarabes, que en sus gastos de representación anotaba como whisky. Y en cambio
Kieu… se hallaba aturdida allí, en medio de todas aquellas damas que peroraban y
hablaban solamente de sus vacaciones en Francia…
—¿Qué significa toda esa historia? —preguntó el teniente.
Pero Julien, sin dignarse contestarle, continuó:
—Y estoy yo, también, que conozco a Kieu mejor que todos vosotros. Ambos
habíamos jugado juntos como dos gatitos…, pero entre las uñas de sus zarpas a ella
se le había inyectado un poco de mi sangre… y esta sangría ha sido saludable para
mí.
La entrada del general Phang en Hanoi fue muy discreta; la muchedumbre casi no
se dio cuenta. En los camiones, los soldados vietminhs se mezclaban a los gendarmes
franceses. Intercambiaban cigarrillos y se enseñaban sus armas respectivas. Eran
todas las mismas, fabricadas en los Estados Unidos.
El gendarme Lespinasse, situado junto a un vietminh que hablaba francés, le
preguntó:
—¿Cómo lo hacéis vosotros para las guardias? ¿Releváis cada dos horas o cada
cuatro?
—Depende —contestó el vietminh.
Nguyen, en el último instante, había decidido incorporarse al convoy. En la
ciudad debía adoptar algunas decisiones de carácter urgente. La población de Hanoi
estaba inerte, flotante. Pese a la actuación de los grupos clandestinos y de los equipos
de propagandistas, no habían podido sacudirle su apatía congénita. Nguyen se había
enterado de la muerte de Tuan-Van-Le, y de la captura de su guardaespaldas. Por ese
lado, todo iba bien. Pero el comportamiento y las reacciones de Hanoi le inquietaban
e irritaban, a la par.
Nguyen recordaba algunas frases del último informe de Ga:
«Todos los oficiales destacados del Estado Mayor de las Fuerzas francesas
del Vietnam del Norte, deberán haber evacuado Hanoi el 3 de octubre, al
mediodía. Los servicios de Transporte pondrán a su disposición vehículos al
efecto».
El club de Prensa, con todas las puertas abiertas, estaba desierto. La sombra que
se extendía bajo los mangos del jardín, era violeta y entretejida con manchas de sol.
Una tiai[17] dormitaba, en cuclillas sobre un peldaño de la escalinata, con una
sucia servilleta anudada en la cabeza, y la escoba a su lado. Kieu la despertó.
—¿Sabes dónde está el señor Jerome?
Tuvo que sacudirle.
—¡Jerome!, ¿entiendes, pedazo de mula? Y el señor Julien.
La tiai levantó su rostro de nariz respingona; y con la cabeza inclinada contempló
a Kieu.
—Pronto llegar vietminh y hacer trabajar todo el mundo. Acabarse bellos vestidos
y blancos para pagarlos.
La tiai provocaba una riña. Kieu, que tenía la lengua pronta y la mano rápida, no
la hubiera esquivado en otro momento. Pero tenía prisa.
Por la portalada entró un jeep, haciendo crujir la arena. Rovignon iba al volante.
Se apeó, cogió por los hombros al chófer derrumbado sobre el otro asiento,
completamente ebrio, y lo balanceó, tirándole fuera del vehículo.
Kieu lanzó una carcajada que se llevó consigo todas las penas pasadas. No era ya
más que la chiquilla que se divierte porque un borracho pierde el equilibrio.
Igual que el día en que la vio por primera vez, Rovignon observó que ella vestía
el «ao-dai» de brocado gris y el pantalón de seda blanca.
Desmañadamente, le preguntó:
—¿Qué busca aquí, señorita?
—A Jerome, de parte de Mamá Lien… y para mí, a Julien. ¿No sabe dónde puedo
hallarles?
Comprendiendo que podía pedirle lo que fuese a aquel gordo peludo, pataleó
aniñadamente.
—Es preciso hallarles enseguida.
—La guiaré a usted.
Kieu se instaló en el jeep y se puso polvos en el rostro.
En la plaza René Robin, y a la atenuada luminosidad del atardecer, algunos
hombres discutían cerca de la pagoda, apoyados en sus motos. No miraron siquiera
cuando pasó el vehículo, y Rovignon tuvo que aminorar la marcha. Uno de ellos
Kieu, entre Jerome y Rovignon, franqueó los cinco portales que separaban los
cinco patios. Tropezó en una losa partida, y se apretó contra el brazo del viejo
periodista.
Entonces recordó la noche en que Mamá Lien la obligó a acostarse con él. No fue
por malicia, ni para probar su autoridad, sino porque le encargó de hacerle el amor en
su lugar. Kieu, entonces, no lo comprendió. Solamente desde hacía algunos días había
La rápida ascensión de Phang en la jerarquía vietminh tenía mucho que ver con la
hábil manera en que supo desembarazarse de todos los funcionarios del Gobierno
vietnamita que, en el momento del armisticio, manifestaron su adhesión a Ho-Chi-
Minh.
Esto ocurrió en Nam Dinh, la tercera ciudad de Tonkín, después de Hanoi y
Haifong.
Los funcionarios que se quedaron en sus puestos después de la marcha de los
franceses, habían recibido el aviso de que percibirían el mismo trato que cuando
servían al «fantoche de Bao Dai y su Gobierno de concusionarios y enemigos del
pueblo».
Debían ir a trabajar a las mismas horas. Pero habían hallado sus sitios ocupados
por funcionarios vietminhs y no se les había asignado ninguna tarea.
Etcétera.
¿Cómo podía Kervallé redactar su anuncio?
Rovignon atravesaba por una crisis de nacionalismo. Con sus poderosos puños
sobre la mesa, frente a un periodista americano, que lucía una camisa de Manila, y de
otro periodista inglés, cuyos pelos sobresalían de unos shorts demasiado largos,
estaba gritando, y su voz llegaba hasta el fondo del club de Prensa.
Hundido en su sillón, con la boca permanentemente abierta, maravillado, Calamar
escuchaba. Los boys pasaban y volvían a pasar, llevando vasos, o secando una mesa
que no lo necesitaba.
—Pero ¿cómo es posible que ambos seáis tan brutos? No somos solamente los
franceses los vencidos en Indochina, sino también vosotros. Dentro de seis días,
cuando los vietminhs hayan ocupado ya Hanoi por entero, la ciudad de los blancos,
fronteriza a China, tú, inglés, podrás decir que la Malasia se ha terminado, así como
los enormes heveas que producen el látex del caucho, y también el estaño… y la
«Unión Jack», que ondea sobre las factorías. Cuando estos mismos vietminhs, y con
ellos los chinos, estén en Haifong dentro de nueve meses, no necesitarán a
Hong-Kong, con todo su tráfico inmundo, para nada en absoluto.
—Estás exagerando —protestó el inglés—. Hong-Kong siempre será
imprescindible.
—En cuanto a ti, americanote, te imaginas que tu país podrá contener la marea
comunista sirviéndose de pequeños Estados fronterizos como Tailandia, Laos y
Camboya, y que seguirá amenazando a China con ese general de figurón que es
Chiang Kai-Chek.
—Tailandia se está reforzando.
—¿De veras? Los chinos acaban de crear una gran Confederación Thai, y Luang
Pradit, el antiguo jefe de Tailandia, se les ha unido; grupos de guerrillas procedentes
de China, descienden por la Alta Región hasta Malasia; los Karens de Birmania están
otra vez revolucionados. Ha saltado el cerrojo. ¡Y el cerrojo era Hanoi!
Y continuó espetándoles:
—Os encanta esta derrota de Francia, sí, os encanta. Os molestaba ver a mi país,
en plena descomposición en la metrópoli, permitiéndose todavía el lujo de malgastar
sus últimos soldados en Asia. ¡Era su último esfuerzo para jugar a la gran potencia!
Quizá resulte ridículo querer vivir por encima de los propios medios, pero era debido
Durante el curso del día, por dos o tres veces, Jerome vio aparecer y desaparecer
la cabeza de Nguyen, como en un teatro de marionetas el ejecutante deja entrever su
semblante tras un decorado mal ajustado.
Los conductores de ciclos a pedal son los que más de cerca siguen la
actualidad. Como carecen de clientes, pueden desplazarse con suma facilidad,
hallándose siempre en los parajes donde tienen lugar los acontecimientos más
significativos: el traspaso de poderes en la alcaldía; la salida de los camiones
«Molotova» del hospital Lanessan; la toma de posesión de los policías del
nuevo régimen en la comisaría central, frente a la laguna.
No hablan, limitándose a mirar, sentados en el asiento del cliente que no
han hallado; forman como el coro de esta tragedia, un coro silencioso, atento,
que rueda sobre neumáticos usados; un coro discreto que no deja transparentar
su angustia.
A la noche, toque de queda.
Por las ventanas, con los portillos cerrados, no se filtra el menor rayo de
luz. Taconeo de botas claveteadas sobre el asfalto: es una patrulla que pasa.
Hanoi empieza a morir esta noche.
Kieu interrumpió un instante la canción para sollozar, sin ser ello un artificio.
Mamá Lien le acarició la cabecita. Se acordaba vagamente de haber amado, sin
que hubiera resultado nada agradable.
Pero, de repente, se oyó otro canto, entonado a pleno pulmón por unas voces
juveniles. Era el himno guerrero del «Río Rojo», acompañado por seco batir de
palmas.
En la mansión vecina se había instalado la sede de la Asociación de los Pioneros.
Los canbos los preparaban para el gran desfile del 10 de octubre.
Las jóvenes voces deshicieron el sortilegio que había hecho nacer la canción de
Kieu, y los sordos golpes del tambor apagaron las notas suaves y melancólicas de la
cítara.
Durante más de una hora, los pioneros chillaron a toda voz. Había sido idea de
Phang instalarles tan cerca de la casa de Lien. Esperaba echarla de allí más pronto;
ahumar así a la vieja zorra.
Los periodistas se retiraron. Querían hacer una ronda por la desierta ciudad, y al
estrechar la mano de Lien, le dijeron:
—Hasta mañana.
Ella contestó:
—Hasta mañana.
Jerome, a solas con ella, le besó la mano y repitió una vez más:
—Hasta mañana, Lien.
Lien replicó, apurada:
—Claro que sí, hasta mañana.
Kieu y Julien descendieron al jardín, discutiendo a media voz. Luego, el joven se
reunió con sus camaradas. Los pioneros cesaron, por fin, de cantar, y Lien se halló de
nuevo sola, encerrada en su frágil universo, aquella habitación con el lecho endosado,
la gran galería que daba al jardín, y la noche azul. Su vida era la llamita dorada de la
lámpara de aceite.
Una vez más aspiró el humo tibio y tranquilizador del opio. Ya no sentía su
hinchado cuerpo, sino únicamente la llama que aún ardía en su cerebro.
Entonces, volvieron a ella todos los temores de su infancia, un fardo de pequeñas
Todos los almacenes y tiendas habían encendido sus luces según mandato (¿de los
vietminhs o de los franceses?), pero las puertas y los escaparates estaban cerrados, y
las calles vacías. Estas luces alrededor del cadáver de Hanoi permitían que las
patrullas vieran mejor a los transeúntes, si es que había alguno.
Los periodistas, arracimados en dos jeeps, recorrían la ciudad, contemplando sus
últimos estremecimientos con una curiosidad cínica y enternecida, a la par. Los más
viejos recordaban las ciudades que habían visto morir, pero los jóvenes sentían ganas
de vomitar. Gendarmes con casco y metralleta en la mano, les detenían a cada cien
metros.
—Todo está tranquilo —murmuró Rovignon.
—Hanoi me recuerda un cuento —dijo Calamar—; el de una vieja princesa que
vivía sola en una cueva y no comía más que arenques, pero poniéndose todas sus
joyas. Brillaban a la luz de un gran candelabro de oro. Olvidaba añadir que las joyas
… cantan las niñas de la Institución Santa María, mientras sus largas trenzas se
retuercen como serpientes. Nada ha cambiado; las Hermanas francesas y vietnamitas
son las mismas, con sus manos hundidas en sus amplias mangas; en su nicho, la
imagen azul de la santa Virgen sigue desconchándose.
«Ese morenito ganó un premio de filosofía…», dice un viejo profesor del instituto
«Albert Sarraut», bebiendo su café con leche, a un joven colega, que acaba de llegar.
Se refiere a un alumno que hace mucho tiempo tuvo en su clase, un tal Nguyen Van
Giap, actualmente jefe del Ejército popular del Vietnam. Leía a Maurras a
escondidas.
Al día siguiente por la mañana, el profesor escribiría en la pizarra, con su bella
escritura de la que tan orgulloso está:
«Hanoi, 6 de octubre-Clase de francés».
Un pequeño negrito de cabellos cortos le mirará fijamente con sus ojitos
brillantes.
El Círculo Deportivo anuncia:
«El Círculo estará abierto todo el tiempo que pueda».
No hay nadie junto a la piscina, y la amarilla luna disloca sus reflejos sobre las
aguas sombrías, turbadas sólo por la ligera brisa.
La segunda noche de la agonía de Hanoi fue particularmente tranquila; no ocurrió
nada.
Kieu, al levantarse, fue a ver a Mamá Lien y la halló muerta. Al ver que la
anciana se había burlado de ella a su modo, la injurió. Luego sintió lástima y lloró por
su propio apuro.
Lien la había abandonado, dejándola sola en su nueva vida, sola en la otra ciudad
a la que debía ir a vivir. La difunta, con sus grandes ojos abiertos, parecía contemplar
los dragones verdes y dorados que se retorcían en el dosel. El olor del opio en frío era
insufrible. Kieu encendió unos pebetes de incienso, y luego cerró los ojos de la
muerta.
De pronto, detestó a Hanoi. A su alrededor bullían los familiares ruidos de la
ciudad; el grito de un vendedor de pasteles, los gemidos de un niño perseguido por su
madre… La mansión de los pioneros volvía a animarse.
Agazapada en el suelo, con las manos sobre las orejas, no quería oír nada. Hanoi
había muerto con Lien; era otra ciudad la que despertaba.
Kieu salió corriendo a través del jardín tapándose aún los oídos.
Tristán llegó a Hanoi al atardecer. Su burro de carga, Corbin, había ido a esperarle
al aeropuerto, muy respetuoso, pero con el corazón roído por el odio.
Tristán, elegante y desenvuelto, le anunció:
—Vengo a ver cómo se quema Roma. ¿Qué ocurre?
—Nada.
Tristán, con ambas manos en los bolsillos, se inclinó hacia su subordinado, un
Lien había muerto y él, Phang, ya no tenía ni un solo pariente, ni un pasado… ¡al
fin!
Chi, pequeño comerciante del mercado, recibió, justo antes del toque de queda, la
visita de dos canbos. Muy corteses, se instalaron a su lado. Chi les hizo servir té. Tras
grandes salutaciones, uno de ellos le preguntó:
—¿Estabas delante del comisariado central cuando entraron nuestros soldados?
—Eh…, sí.
—Te hemos visto. Entonces, hermano, ¿por qué los contemplabas tristemente,
con un cigarrillo en la boca, y los brazos cruzados? Son tus libertadores. ¿Por qué no
has querido testimoniarles tu afecto y tu reconocimiento?
—¡No me he atrevido!
—Esto puedo comprenderlo muy bien, pero cuando yo aplaudí, tú te encogiste de
hombros.
—Pero…
—Lo sé muy bien, hermano.
Los dos canbos se quedaron allí toda la noche, corteses, sonrientes, amistosos;
repitieron incansablemente las mismas frases.
Chi temblaba de miedo.
No le dejaron hasta la mañana siguiente.
Trieu, el hombre de Tuan-Van-Le, que creía en las fuerzas oscuras, fue trasladado
durante la noche al puesto de policía del barrio chino-vietnamita. Le quitaron las
esposas, le cambiaron el apósito y le dieron un poco de arroz y de té.
Les preguntó a sus guardianes:
—¿Por qué no me matáis?
Pero aquéllos menearon la cabeza sin responder y, al ver que seguía haciendo
preguntas, le pegaron sin odio, como hacen los médicos con el enfermo aquejado de
una crisis nerviosa, o de un ataque.
Lo mismo que la noche anterior, los periodistas, encajonados en dos jeeps, dieron
varias vueltas a la ciudad. Vieron sus tiendas cerradas, con las fachadas iluminadas,
fueron parados por unas patrullas de gendarmes, y tropezaron con barreras en todos
los cruces.
Jerome no estaba con ellos. Asomado a su ventana, respiraba la noche aromática
Las 6:30 de la mañana; Ha Dong, barrio extremo de Hanoi. Las tropas francesas,
las spahís de fez rojo, se preparan a partir. Dos oficiales, apoyados sobre sus
bastones, contemplan un fuego que está agonizando. La lluvia y el viento rechazan el
humo hacia un arrozal hundido, persiguiéndole a lo largo de los pequeños diques.
Llega la orden de partida, transmitida de grupo en grupo. Los soldados, inmóviles
en sus impermeables, se animan y entran en los autoametralladoras, en los jeeps; los
motores roncan, y un espeso barro se forma bajo los neumáticos.
Como nacidos de la lluvia y el viento, aparecen los soldados de la división 308,
con sus cascos de palma. Avanzan a medida que lo asphis se retiran. Los franceses y
los vietminhs no se pierden de vista en ningún momento y, para impedir todo
contacto, los destacamentos de policía circulan entre ambos ejércitos.
Ha Dong está vacío. La población parece haber desaparecido completamente, ya
que no se abre ninguna puerta, ningún portillo, ninguna ventana, ningún escaparate, y
únicamente cuando las tropas francesas se han alejado ya, perdiéndose de vista, se
entreabren algunas puertas y unas cabezas se asoman tímidamente.
Los soldados del Ejército popular se alinean en largas filas, a una y otra parte de
la calle. Con la metralleta cruzada sobre el pecho, con ropas nuevas, como
extranjeros, llegan, no como libertadores, sino como nuevos ocupantes.
Los equipos de Co van de una casa a otra, portadores de banderas y estandartes;
unos voluntarios construyen un arco de triunfo.
Poco antes del toque de queda, en una de las callejuelas del barrio
chinovietnamita, un hombre mató a una mujer de un garrotazo, le robó el bolso y
desapareció.
Horas después, la policía vietminh hizo saber que el ladrón había sido arrestado y
trasladado a una celda del comisariado del barrio. Durante la persecución, el hombre,
un tal Trieu, había resultado herido en una pierna. Sería juzgado cuando los franceses
hubieran abandonado oficialmente la ciudad de Hanoi. Durante la noche cayeron
densos chaparrones sobre Hanoi, inundando las calles; parecía como si mil manos
golpeasen para hacer abrir todas las puertas cerradas, todas las ventanas atrancadas.
Pero nadie abrió, ni se registró ningún incidente.
—Te aprecio, Jerome —exclamó, de pronto, Calamar—. Claro está que aprecio a
todo el mundo. Eres un viejo como yo, y ya estás harto. Hemos llegado al mismo
punto; todo nos importa un comino y deseamos volver a Francia; por tanto, lo que a
veces escribimos para las personas que también se burlan de todo esto…
—¡Es traicionar nuestra misión!
—¿Es que tenemos alguna misión? Yo no soy Julien, mi gran amigo, y soy
demasiado viejo para ser convertido.
La ciudad había recobrado su calma. Parecía una feria abandonada, con sus arcos
de triunfo de cartón que ya se deshacían, con sus pequeños grupos de viandantes que
empujaban con el pie las octavillas multicolores que invadían el suelo. Formando un
Las seis de la tarde en Saigón. Se esperaban las lluvias del monzón, el calor era
insoportable, y el cielo estaba cubierto de negras nubes que amenazaban tempestad.
Rovignon, corresponsal de la agencia «France Presse», salía del edificio central
de Comunicaciones, tras haber expedido el cable en el que trataba de resumir la
situación.
En la esquina de la calle Catinat, Calamar contemplaba a una mujercita en
ke-kuan, que hacía girar unos rodillos entre los que prensaba los tallos de la caña de
azúcar. El jugo caía algo sucio sobre unos bloques de hielo de un color muy dudoso.
El periodista no pudo resistir su apetencia, y se hizo servir un vaso. Era la mejor
manera de atrapar una amibiasis, y lo sabía. Cuando vio a Rovignon le hizo un gesto.
En Hanoi, Calamar se agostaba, en Saigón revivía, habiendo reencontrado las
aguas turbias y cálidas que tan bien cuadraban con su manera de ser. Sus ojos estaban
más sombríos, sus gestos eran más ligeros; vestía bien y llevaba corbata.
—Así, gordinflón mío —le espetó—, ¿has ido a expedir tu mísero artículo?
Rovignon tenía en la mano el duplicado de su cable.
Calamar se lo cogió.
—Déjame ver…
Adelantó su boca hacia la hoja de papel, como si deseara sorberla y no leerla.
«La calma renace en la capital del Vietnam del Sur. El presidente del
Consejo, S. E. Dinh Tu parece resignado a traspasar el poder a una
personalidad política que designará el emperador, y que alrededor de su
nombre forjará la unidad de las sectas y el Ejército.
»Las últimas conversaciones del general alto comisario de Francia con el
embajador extraordinario de Estados Unidos, se han desarrollado bajo un
clima de recíproca comprensión. Nos dirigimos a grandes pasos hacia el
desenlace de una crisis que dura desde la caída de Hanoi.
»Esta crisis, nos ha dicho el alto comisario, ha conocido toda clase de
peligros, pero jamás ha sido tan grave como para amenazar directamente la
existencia del país, desencadenando una guerra civil.»
Había sido doblada la guardia alrededor del palacio Norodom, convertido desde
poco antes en palacio de la Independencia. Un batallón se había instalado con sus
tiendas de campaña en medio del parque, y cuatro autoametralladoras custodiaban las
puertas.
En el gran salón del consejo, bajo una gran araña de cristal, se hallaban el
presidente Dinh Tu; su hermano Dinh Tac, un profesor de gramática, que no había
sido capaz de terminar un solo curso sin ser echado de la clase por los alumnos; el
jefe de Seguridad Militar, «coronel» Hoang; y el consejero americano del presidente,
coronel Lionel Teryman.
El tercer hermano, monseñor Dinh Tho, obispo «in partibus», había salido; tenía
que celebrar un oficio. El cuatro, al que llamaban «el loco de Hué», había tenido que
volver apresuradamente a su feudo, la antigua ciudad imperial, en donde sembraba el
terror con sus equipos de renegados vietminhs, los cuales, según se murmuraba, no
todos eran renegados.
El presidente estaba sentado al borde de su sillón, con las manos cruzadas sobre
las rodillas. Estaba inmóvil en esta incómoda postura, pareciendo a la vez niño y
anciano. Sus manos, pequeñas, eran gordezuelas, su rostro sereno, y sus ojos
inmóviles, lúcidos y oscuros como brasas de antracita.
El coronel Teryman, con traje claro, cuello abierto, los grises cabellos cortados a
cepillo, la nariz curvada, pequeña la boca, tenía la apariencia de un oficial prusiano a
causa de cierto envaramiento de la nuca y la espalda. La cólera le obligaba a apretar
las prominentes mandíbulas. Trataba, con nuevos argumentos, de persuadir una vez
más al presidente, aquella efigie de cera blanda, para que atacara inmediatamente a
los Binh Xuyen. El coronel Kim mandaba los tres batallones de paracaidistas traídos
de Tonkín, y estaba esperando desde hacía dos horas en la antecámara que tomaran la
decisión que él precisaba.
Hoang era del mismo parecer. Antiguo jefe de la Sureté, quería ante todo
recuperar su puesto ocupado por un teniente de Le Dao.
—Si ahora zurramos pronto y fuerte —repitió Teryman—, el emperador quedará
sorprendido y desde Cannes no podrá intervenir. El alto comisario no tendrá tiempo
de avisar a París, por lo que dejará hacer. Por fin, el sur del Vietnam; libre de sus
piratas, podrá figurar como un auténtico Estado a los ojos del mundo, y después de
haber puesto en su lugar a las demás sectas y haber disuelto los ejércitos privados,
podrá consagrar sus fuerzas a la lucha contra los comunistas.
Para apoyar su tesis, el coronel Teryman golpeaba con el puño una frágil mesita,
lo que tenía la Virtud de enojar al presidente, que se levantó.
—Voy a orar —anunció.
Dejando a Teryman desconcertado, pasó por una portezuela a su oratorio, y se
postró de hinojos. Se abismó en un diálogo con el dios que se había inventado, un
A las 7:30 de la tarde, al pasar por la entrada de Cholon, Calamar, que no había
podido hallar a Vernier, oyó algunas ráfagas de ametralladora. Un grupo de
paracaidistas vietnamitas acababan de atacar un puesto de guardia Binh Xuyen. El
periodista golpeó ligeramente la espalda del chófer del taxi y le ordenó que corriera
más. No le gustaba verse enredado en esa clase de turbulencias.
El taxi dio media vuelta y regresó a Saigón.
El coronel Broussaille, a quien Rovignon había estado buscando por toda la
ciudad, se hallaba en Puente del Arroyo, en la residencia de Le Dao, el jefe de los
Binh Xuyen. El coronel le había enseñado al antiguo pirata cómo se «abría» el
champaña, y Le Dao hacía subir incesantemente botellas, para quitarles el corcho a
bayonetazos. El champaña caía sobre las mesas y las ropas de las muchachas.
Le Dao, con su enorme mandíbula colgando, vestido de blanco, un casco de
aviador en la cabeza, la tez más negra que amarilla, y azulados los labios,
contemplaba a su alrededor su abigarrada corte. Sus rasgos, completamente
inmóviles, no tenían ninguna expresión, y era preciso conocerle muy bien para
comprender que estaba enfurecido.
Aquella tarde se había enterado de la traición de sus dos tenientes. Convencidos,
por una mujer a sueldo del presidente, se comprometieron, por una importante suma y
la promesa de un ascenso en el ejército vietnamita, a apresar a Le Dao y entregarlo
vivo. Pero un polizonte les había oído discutir su plan y había corrido a prevenir al
Binh Xuyen. Le Dao había hecho comparecer a los oficiales, con las manos atadas a
la espalda.
Les había escuchado proclamar su inocencia durante más de una hora. Primero
sus manos, luego su rostro, y después todo su cuerpo, empezó a temblar. Le Dao,
entonces, les clavó un machete en el vientre a cada uno, y estuvo contemplando la
agonía de aquellos dos cerdos a los que había engordado y enriquecido.
Le Dao había sido traicionado varias veces y había traicionado a su vez. Esto
formaba parte del reglamento. No se conseguía el puesto del jefe más que
asesinándolo, o entregándole a sus enemigos. Pero los dos tenientes no querían más
que dinero y un ascenso, no el poder; así, querían traicionar a la secta, o sea, a la
patria.
Desde hacía algunos meses, bajo la influencia de su consejero Tai, un oscuro
profesor de ideas brumosas, y del coronel Broussaille, jefe de los servicios franceses
de Información, Le Dao creíase llamado a representar un gran papel político. Aunque
muy confusamente, había adquirido la noción de Estado y actualmente concebía al
Con la boca abierta, Calamar roncaba todavía, aunque el sol, ya muy alto, hubiera
invadido su dormitorio. Tiao, su china, le sacudió, ya que tenía cosas importantes que
pedirle.
Calamar gruñó:
—¡Me fastidias! —Y volvió a dar media vuelta en la cama.
La mujer tenía gran necesidad de dinero para las nueve de aquella mañana. Su tía
Ho-t’ai, le había dicho que el precio del arroz iba a subir y que conocía quien vendía
una gran cantidad. Le había propuesto asociarse ambas, fijando su parte en 20 000
piastras. Ho-t’ai era rica. Habría podido prestarle dicha suma, pero sus principios le
impedían adelantar dinero sin recibir una garantía cinco veces superior a la suma;
claro que por esto era tan rica.
El jeep iba ascendiendo por un collado, siguiendo una abrupta senda, muy
curvada. Los helechos gigantes, las cañas lisas y lechosas, los enormes banianos,
surgían a la luz de los faros, para perderse en las curvas.
Un ciervo atravesó la senda en dos saltos, y un gato montés maulló. En la lejanía
sonó como un cuerno, el salvaje barrito de un elefante en celo.
Résengier, en cuanto iluminaban sus faros, en la pesada humedad que descendía
del cielo, volvía a reconocer Indochina, dándose cuenta de que este país le era más
familiar que el suyo. Los cinco años que acababa de pasar en Francia habían sido
cinco años de exilio, y su casamiento con Helene, un matrimonio con una extranjera.
Cuando Résengier sufría una molestia, cuando se equivocaba, como le sucedía a
menudo en la vida, jamás acusaba a la suerte, ni al Destino, sino a sí mismo, a su
poca vista y a su corto criterio.
Obstinadamente rechazaba la intervención del azar, de lo divino de su existencia;
Julien, sin proponérselo, se halló en el otro bando, en el de los Binh Xuyen. Pasó
por delante de la casa de Souilhac. Un criado le dijo que el doctor estaba en el
Julien pensó que detrás de Résengier hubo hombres como Souilhac y «el Gordo»,
a quienes embriagaban las ráfagas de viento… También ellos habían mandado un
ejército sin desfiles ni banderas.
Llamaron a la puerta. Entró Perla sin esperar la invitación y se acomodó al borde
de la cama.
—¿Viste a Résengier, Julien?
Perla pedía sin freno lo que deseaba; quería vivir con frenético ardor.
—Le has visto, ¿verdad?
—Cinco minutos apenas. Le he hablado de ti y me ha dicho que no te conoce.
Para Julien, Perla habría sido capaz de cierta devoción, incluso de renunciar a
cierta parte de su egoísmo. Pero se parecía demasiado a ella, ávido, inquieto,
Holden no podía dormirse. Volvió a dar la luz para leer otra vez la carta que su
mujer le había enviado desde Tokio. Estaba redactada en un inglés muy deficiente, el
inglés que hablaba Yuziko, y detrás de cada vocablo podía fácilmente imaginarse el
sonido y la mímica que lo acompañaban.
Yuziko le comunicaba que Robert, el segundo de sus hijos, estaba enfermo, y que
el tratamiento sería bastante caro. Necesitaba comer carne en cada comida; la carne
era rara en el Japón y muy cara. El propietario de la casa que habitaban quería
echarles, a menos que la comprasen. Reclamaba 2000 dólares a cuenta.
Durante toda la ocupación americana, Holden y su esposa se habían beneficiado
de cierto número de privilegios, entre los cuales figuraba el del alojamiento gratuito.
Pero la ocupación se había terminado ya. Holden debía hallar tres mil dólares, y no
podía contar con una ayuda de su familia, que no le había perdonado su matrimonio.
Sin embargo, este casamiento era el que le había salvado.
Como corresponsal de guerra, había seguido a los «marines» en los combates del
Pacífico. En el celuloide había fijado muchas escenas de horror. En Guadalcanal, los
japoneses habían sido transformados en antorchas vivientes por los lanzallamas, y
uno de ellos, incendiado, había caído a sus pies: foto. En Bataan, en una fosa, había
descubierto los cuerpos decapitados a sable de cincuenta prisioneros americanos:
foto. En Saipán había asistido al suicidio de unos jóvenes japoneses que, para escapar
de los americanos que corrían hacia ellos, se habían echado desde un promontorio al
mar, con sus kimonos de ceremonia, floreados en colorines: foto. Había sido el
primero en entrar en Hiroshima, en ver a los niños que jugaban entre las ruinas, y las
mujeres y los hombres de miradas perdidas: foto…, fotos…, hasta el desaliento.
Pero al mismo tiempo que el objetivo, su memoria registraba cada uno de estos
horrores, y un día se sintió aniquilado. No podía abandonar Hiroshima. Erraba por
sus ruinas, y el comandante americano de la ciudad pensó, una vez, en hacerle
encerrar en un manicomio.
Una tarde, una pequeña estudiante japonesa, cuyos padres habían fallecido bajo la
explosión atómica, le cogió de la mano y, sin pronunciar palabra, le había llevado a
su casa. Al franquear el umbral de la pobre casa —un poco de papel alquitranado
sobre algunas maderas—, ella se arrodilló, según el antiguo rito japonés de la esposa
que recibe a su marido, y con su frente golpeó tres veces el suelo.
Holden vivió con ella, y las horribles imágenes se desvanecieron. Yuziko no le
Frente al instituto Petrus Ky, Hoang había hecho instalar un altavoz que, durante
dos horas de calma, no cesó de pregonar que Le Dao era un cobarde y que había
abandonado a sus hombres para refugiarse entre los franceses.
Entre cada dos arengas, el altavoz daba un poco de música. El silbido de algunas
balas, el ruido que producían al incrustarse en los tejados de palastro, las luces de los
proyectores, la música deformada por el altavoz y los gritos, hacían de este combate
una función de circo.
Al amparo de un autoametrallador, Calamar y Rovignon, fumando cigarrillo tras
cigarrillo para mantenerse despiertos, contemplaban esta contrapartida de la guerra.
—La vieja China podrida del «Kuomintang» —observó Calamar— ha acabado
casi de igual modo en el ridículo, la sangre y el cieno. Se ha acabado el exotismo;
será preciso ir a buscarlo fuera de Extremo Oriente; también ha concluido el
romanticismo, que será extirpado del mundo.
Rovignon tosió.
—Tuan-Van-Le, el puro, liquidado en Hanoi, en un sótano. Le Dao, el pirata,
huyendo con sus millones… y nuestro viejo Jerome, tan desanimado y fatigado que
no quiere volver a asomar su nariz al exterior. No piensa más que en llegar a Pekín,
vigilando las palpitaciones de su cansado corazón. ¿No te encocora, a veces, este
oficio, al ver cómo acaba un viejo periodista?
—¿Y qué otra cosa quieres que haga? Al menos, siempre se está en los mejores
sitios, y en lugar de pagar butaca de orquesta, te pagan la vida. ¡Uf!
Holden había llegado a entenderse con Peladon para que le condujese con su
avioneta sobre el puente del arroyo. Eran las ocho y media de la mañana cuando el
aparato despegó. Los paracaidistas del coronel Kim debían emprender el asalto media
hora después. La avioneta, sacudida por las corrientes de aire, y vibrando en todas sus
partes, se agitaba como una mosca en medio de un torbellino. Saigón, circundado por
su río, abrazada por la serpiente de agua, se aparecía cerca del puerto, o en los
distritos europeos, como una serie de tejados grises, anchos, aplastados y, en los
barrios vietnamitas, como un enjambre de cajas de cerillas, de juncos o sampanes, en
medio de las cenagosas aguas. La luz de la mañana, ya intensa, no permitía la menor
sombra, y el paisaje era deslumbrante. Peladon poseía una cabeza enorme, abollada,
que de vez en cuando giraba hacia Holden. Asomado a la carlinga, el americano
trataba de orientarse en medio de aquel hormiguero de tejados de hormigón, de
techos de bambú o de palastro, de arrozales y canales medio ocultos por los
sampanes. Peladon hizo descender el avión, y siguieron el curso del arroyo chino
hasta el puente, rozando los mástiles de los juncos. Frente al muelle de Bélgica,
Un paracaidista llevó uno de estos folletos al capitán Andrei. Furioso, le pegó una
patada al trasero de un cooli que estaba a su lado, y no circulaba demasiado de prisa.
El cooli no entendió nada. Y no era el único. Delmond, el embajador americano, no
se apartaba de su teléfono; trataba de hablar con Teryman para darle la orden de dejar
inmediatamente de hacer el idiota, pero no era posible localizar a Teryman. Por su
parte, el alto comisario de Francia trataba de hablar con Tutur, mas también sin éxito.
Tutur, con su prominente panza y su abultado trasero, el quepis hasta las orejas, había
marchado orgullosamente al frente de sus tropas.
Los civiles franceses empezaban a armarse, y sacaban de sus escondrijos cajas de
granadas y metralletas. La señora Parpanier, esposa de un jefe de servicio, le pegó a
su thi ai[30]. Estaba muy nerviosa, y la hizo responsable de cuanto estaba sucediendo,
tanto del aumento del precio de las legumbres como de la escasez de cerveza.
Tampoco comprendió nada la thi ai.
Bel Ami intuyó que debía actuar rápidamente en evitación de una guerra general.
Acompañado de los generales Tran, Nguyen y Kha, se trasladó al palacio Norodom
para invitar al presidente a tomar inmediatamente el avión para Francia, so pena de
transformarse en rebelde al emperador. No se hizo acompañar por ninguna escolta; y
por toda arma, llevaba en la mano calzada con guante de gamuza, un bastón con
pomo plateado, regalo del mariscal De Lattre de Tassigny. Rovignon, Calamar y
Julien le vieron entrar riendo en palacio, y subir los peldaños de la escalinata de
honor de dos en dos.
A las 21,50 el despacho de Prensa de la presidencia convocó, por teléfono, a
cierto número de periodistas al palacio de Norodom, para asistir a una importante
declaración. Todos creyeron que Bel Ami había ganado la partida, y que el presidente
se resignaba a abandonar el Vietnam. Calamar, estimando terminado el juego, y tras
haber enviado su cable, se negó a ir. Rovignon envió a Julien. Tan pronto entró en la
antecámara que procedía al salón de recepciones, el joven vio que las escaleras y
pasillos estaban repletos de gente armada con granadas en el cinto y metralletas
cruzadas al pecho; los cargadores estaban dispuestos.
Estos hombres no pertenecían al Ejército nacional; iban todos ataviados de
manera característica, y sus rostros reflejaban satisfacción: eran los partisanos del
batallón de Trinh Sat.
Los periodistas fueron llevados a un salón cuyas arañas estaban encendidas. Los
Por la tarde, en tanto sorbía una cerveza en la terraza del «Continental», un boy le
llevó a Julien un mensaje de parte del «Gordo» y Souilhac.
Junto con la misiva habían cinco mil piastras, un manojo de llaves y un mapa gris.
Una hora después, Julien rodaba hacia la frontera, mientras que en un cine del
bulevar Gallieni, delante de ochocientas personas que gritaban su nombre, Trinh Sat
se hacía aclamar por una especie de plebiscito.
Los miembros del Comité Revolucionario estaban alineados detrás de una larga
mesa. En el muro aparecía desplegado un gran mapa del Vietnam.
Al extremo de la mesa estaba el vietminh de rostro anguloso, y en la sala había
unos cuantos desconocidos, graves y serios. Las manos aplaudían o dejaban de
hacerlo a una orden de los jefes. Las jóvenes mostraban cortos los cabellos o con
trenzas; los hombres, al entrar en la sala, marchaban en fila india como en la selva, y
con el mismo paso elástico y vacilante.
Teryman, luciendo esa clase de traje tropical de rayadillo blanco y gris que llevan
todos los americanos en los países cálidos, permanecía al fondo de la sala, apoyado
en una columna. En pocos minutos lo había comprendido todo: el Comité
Revolucionario estaba en manos de los comunistas; Trinh Sat estaba unido a ellos. El
americano se sentía decepcionado. Salió despacio del local, y ante la fachada del
mismo, cuyo rojo letrero se reflejaba sobre el asfalto, sacó un paquete de chicle y
empezó a masticar una tableta. Teryman había ido a prevenir a Trinh Sat, que los
hombres de la Seguridad militar, a las órdenes de Hoang, habían recibido orden
secreta de asesinarle. Si quería vivir, no debía permitir que se le acercase ningún
oficial o soldado del Ejército nacional. Pero no intentó verle; abandonaba la baza de
Trinh Sat.
Los Binh Xuyen, en juncos, almadías y barcazas llegaron al Rung Sat, la gran
selva inundada que, más allá del río de Saigón, cruza la Llanura de los Juncos.
Résengier se había instalado en uno de los juncos con el capitán desertor Thach, y
unos veinte hombres que se habían quedado con él. Perla, a la que se había llevado de
la cañonera de Le Dao, dormía agotada bajo el tejadillo de bambú trenzado. Le había
seguido sin pronunciar una sola palabra, como un autómata, pareciendo estar carente
de vida.
Cada embarcación debía llegar al Rung Sat por los riachuelos y canales, evitando
en lo posible seguir todos la misma vía de agua. La cañonera blanca de Le Dao,
precedida por dos barcazas, se había alejado la primera.
El junco, impulsado por su motor, navegaba pesadamente. Résengier arrastró a
Tach al tejadillo, y a la luz de una vela contemplaron un mapa en que los riachuelos y
sus brazos muertos, los canales y los rachs se cruzaban como un ciempiés aplastado.
Thach sacó de su bolsillo una brújula. La aguja, enloquecida, giraba en todos
sentidos.
Cerca del mercado de Pnom Penh, Julien iba en busca de una muchacha. Hallaba
más avispadas, más fáciles, aunque más morenas y menos atractivas a las
camboyanas que a las frágiles vietnamitas, a las que era preciso forzar la frialdad y
arrancar la máscara. Sabía de sobras que en brazos de otra joven pensaría en Perla.
Un oficial de la misión militar francesa en Camboya le manifestó que Résengier
había abandonado a Le Dao, trasladándose al oeste, y que iba acompañado de una
«El Gordo» y Souilhac estaban sentados en las sillas de junco del hotel Royal, un
gran edificio que quería emular a un palacio.
—Es curiosa —comentaba Souilhac— esta historia de Perla y Résengier.
«El Gordo» se limitó a gruñir.
Souilhac se dejó caer hacia atrás en busca del respaldo, chupó el cigarrillo y lanzó
hacia arriba una vaharada de humo, que se enroscó en torno al ventilador.
—Siempre he creído que la inteligencia de las mujeres se parecía a la de los
animales. ¡Siempre he visto en Perla un animal, un bellísimo animal!
—Sí, hay la bestia, pero también algo más. A ti te interesa solamente la bestia en
ella; a mí, su avidez, su hambre de ropas, de joyas, de éxitos. Yo tenía dinero, pero no
quería nada más. Se lo he dado. Y cuando dejé de acostarme con ella, continué
dándoselo porque se había convertido en una amiga, casi una asociada.
—¿Qué debe experimentar por Résengier?
—¿Recuerdas lo que ese gran tipo silencioso nos obligaba a hacer, sin darnos
nunca una sola explicación, si bien a veces pronunciaba extraños discursos?
«Forzaremos a nuestro cuerpo a hacer más que la fiera más temible y más
vigorosa…», y otra vez: «Nos esforzaremos en no odiar jamás. Mataremos cuando
sea preciso, ya que todo lo grande se paga con sangre». Y también: «Este país está
gobernado por fuerzas oscuras muy poderosas. Las canalizaremos, las tornaremos
claras y diáfanas. Y un día, de ellas nacerá un país, que nos arrojará de su seno; pero
seremos nosotros quienes lo hayamos forjado. De una revuelta tan primitiva como la
de los Hoa Hao, que no es más que una bobada, el gusto por el fasto, una necesidad
Trinh Sat seguía instalado en el palacio Norodom. Hacia las cuatro de la tarde
recibió un mensaje telefónico del general Tran. Pensó:
«Este es uno de esos semiblancos que es preciso liquidar».
Tran le anunció que estaba montando una gran operación de desembarco al otro
lado del Nhiabé, y le pidió autorización para utilizar uno de sus batallones, a fin de
reforzar sus tropas. Trinh Sat aceptó. Le gustaba que sus hombres se hiciesen notar en
la lucha contra los Binh Xuyen.
—Yo mismo estaré en el puente del Nhiabé con todo mi Estado Mayor —le
Trinh, en primera fila en el puente, delante de Tran y los otros generales, con los
prismáticos delante de sus ojillos, contemplaba cómo los cinco batallones que
participaban en la operación se embarcaban en las barcazas. Sus hombres estaban en
el ala izquierda del dispositivo, el más alejado de él, y los paracaidistas del coronel
Kim estaban casi sobre el puente.
Los Binh Xuyen no habían dejado más que una tenue cortina de tropas que ya se
replegaban, disparando de vez en cuando.
Trinh Sat se sentía lleno de una inmensa alegría. Dentro de unos días sería el amo
de Saigón, y en la ciudad empavesada de rojo, él sería quien recibiría un día a Ho-
Chi-Minh. Pero no enseguida, sino dentro de seis meses, tal vez un año, cuando
hubiera adormecido la desconfianza de esos estúpidos americanos. Se convertiría en
uno de los jefes del Partido…, a menos que no se crease su propio reino. Ya se veía
como dictador revolucionario de una especie de México. Incluso podría convertir a
los vietminhs del sur. ¡Los nordistas y los sudistas se odiaban tanto…!
Luong consultó su reloj. Eran las 6:20; la cañonera no aparecía. Luong estaba
magnífico, con su uniforme nuevo, sus brillantes galones de capitán, su portamapas al
lado, y sus prismáticos cruzados al pecho. Pero sus botas seguían doliéndole. Estaba
detrás de Trinh Sat, un poco a su izquierda. Era preciso que se pensara que el disparo
había partido de la cañonera. A las 6:22 preparó el «Mauser» en el cinto, un
«Mauser», de cañón largo, más preciso que una carabina. Las 6:25: distinguió la
cañonera gris que, desembocando del río de Saigón, entraba en el Nhiabé. La tensa
calígine, del mismo color gris que el casco del buque, se la había ocultado.
La cañonera estaba a cuatrocientos metros, a trescientos, a doscientos; ya estaba a
espaldas de los oficiales. A las 6:30, estaba a menos de cien metros. De pronto,
desplegó una bandera Binh Xuyen. Partió un disparo, en medio de otros. Luong había
tirado. Su revólver, como un animal vivo, había saltado a su mano, volviendo
rápidamente a su cinto. Luong era célebre por la rapidez de sus disparos.
A menos de diez metros, la gruesa bala hizo saltar el cráneo de Trinh Sat.
Julien llegó a Saigón al día siguiente del asesinato de Trinh Sat, lo que le permitió
asistir a sus exequias. «El Gordo», sin noticias de Résengier, no había podido ponerse
en contacto con Le Son, por lo que le entregó a Julien un pliego importante para un
tal Luthier Verneuil, consejero político del Banco del Sudeste asiático.
La ciudad parecía muy encalmada; algunas banderitas destrozadas por la lluvia
colgaban como pingajos. Se habría podido creer que los árboles, las casas, el asfalto,
lavados de todo su polvo, habían sido barnizados.
Julien pasó antes por las oficinas de la agencia «France Presse». Allí estaban
bebiendo champaña. Calamar, hundido en su butaca, colgantes los tentáculos,
disfrutaba con todas las tonterías que oía decir a su alrededor. Rovignon estaba
colorado, y elevaba el verbo. Kieu mostraba el aspecto satisfecho de una joven a la
que felicitan cuando acaba de jugar una mala pasada.
—¿Qué ocurre? —preguntó Julien.
Calamar abrió su inmensa boca.
—Pues Rovignon por aquí, y Kieu por allá… En fin, que si todo va bien,
aumentarán el censo del planeta dentro de unos meses. Primero gemirá, luego llorará,
después se arrastrará, destrozará sus pantalones o sus bragas, le suspenderán o le
aprobarán en los exámenes, elegirá una profesión o un marido, y volverá a aumentar
la población. ¡Esto es lo que celebramos!
Se inclinó hacia Julien.
—¿No eres tú quien lo ha hecho, verdad? ¡Diablos, hubiera salido algo mejor!
Julien se preguntó qué sentiría si algún día llegaba a tener un hijo, con Perla, por
ejemplo. Luego se informó sobre el tal Luthier Verneuil, a quien debía entregar el
mensaje de «el Gordo».
—Es un crápula —opinó Calamar—, pero un crápula muy educado; que no
vulnera las leyes. Lo más elegante de Saigón…, pero de abajo, ¡uf! Igual que el resto:
basura, ¿y qué has recogido durante tus paseos fuera de Saigón?
—La viruela…, es decir, esa de la cual no puede uno curarse: la viruela de los
adultos —contestó Julien, en tono enigmático.
Y se marchó.
La villa de Luthier Verneuil estaba detrás del alto comisariado de Francia, en un
Trinh Sat contaba treinta años, había conocido tres días de gloria, y sus funerales
se convertían en una parodia. El silbido irónico de Julien acompañó a sus despojos
durante unos metros.
Luego, Julien se entretuvo en la calle Catinat, siguió a dos bellas mestizas que
mostraban parte de su belleza, y de repente se preguntó bajo qué régimen vivía el
Vietnam del Sur. No era una monarquía, ya que el emperador había perdido su
autoridad; quizá era una república de tipo presidencial…, pero el Comité
Revolucionario proseguía en funciones, y el presidente parecía relegado a un segundo
papel. Luego se preguntó quién había ganado: ¿el presidente, los americanos, el
Vietminh?
Por los cuatro costados de la ciudad se anunciaban mítines; las banderas
vietnamitas, sobre los edificios públicos, habían doblado su extensión.
Durante toda la jornada no dejó de correr a izquierda y a derecha, y a la hora de la
cena en casa de Luthier Verneuil, hizo su aparición con un traje blanco, y un mechón
rebelde de sus rubios cabellos danzándole sobre la frente, desenvuelto e irónico como
Fantasio al iniciar una fiesta.
Se había dado un baño perfumado; su camisa de seda le acariciaba la piel, y el
Cacahuete fue expedido a Ben Ghi para aguardar la llegada de Souilhac, y hacerle
atravesar sin molestias la zona de Ba Tan. Juró que no iría al encuentro de su
camboyana y, con la seriedad de un embajador, el fusil atravesado a la espalda,
desapareció a su vez.
Thach subió hasta Giao Hah, para recibir al médico. Le Son había ordenado que
su hermano le acompañase.
Résengier podía resistir tres días, quizá cuatro, pero haría falta un milagro para
que Souilhac llegara a tiempo.
Julien tuvo que resignarse a quedarse en el campamento. Agazapada junto a la
cabeza de Résengier, Perla le humedecía los labios y el rostro con un paño húmedo,
que mojaba en una jarra.
—Julien —dijo—, ve a buscar más quinina.
—Pequeña, tengo que hablarte.
Salieron a la arena. Del mar les llegaba una ligera brisa.
—No hay que darle más quinina. Han ido en busca de Souilhac, y hasta que
llegue, solamente tomará té.
—Tiene un acceso de paludismo, ¿verdad? Vamos, respóndeme. Souilhac está en
Pnom Penh, y para hacerle venir…
—Es más grave. Thach dice que es una fiebre biliosa. Pero Souilhac llegará a
tiempo. Un bonzo a sueldo de Le Son, Cacahuete y Thach han marchado en su busca.
—¡No puede pasarle nada! Es la carta que tú le entregaste la que le ha puesto
enfermo.
—No, son los mosquitos de la Llanura de los Juncos.
Le Son apareció dos o tres veces por la casa. Permanecía inmóvil, y contemplaba
a Résengier, a quien devoraba la fiebre. Por la noche, volvió con un hombrecillo
ataviado con unas ropas sucias, que también llevaba largos cabellos y los pies
descalzos. Su boca carecía de dientes, ya su prominente mentón llevaba adherida una
barbilla blanca.
Résengier consiguió enderezarse sobre el codo. Le preguntó a Le Son:
—¿Qué hace éste?
—Los malos espíritus te acechan, Chao Anh. Este hombre, que es un ermitaño de
las Siete Montañas, va a extirpártelos. Entonces recobrarás la paz y la salud.
El ermitaño golpeaba con el pie y seguía agitándose cada vez más.
—Hace mucho ruido —se quejó Résengier—. Perla, ¿dónde estás?
Cacahuete llegó sin tropiezos a los últimos poblados que controlaba Le Son.
Esperaba hallar tropas en movimiento persiguiendo a los piratas de Ba Tan y
cortándoles las orejas. Los soldados se arrastraban por las calles, o dormían a la
sombra de los bananeros, riendo continuamente. No hubo necesidad de desencadenar
ninguna ofensiva contra Ba Tan. Las tropas del ejército vietnamita, enviadas en
socorro de los chinos, eran las que les había puesto en fuga.
El día de la alianza de Ba Tan había sido fijado para el 17 de mayo a medianoche,
pero a causa de un error de transmisión, el coronel que mandaba los tres batallones
del Ejército nacional entendió que sería el 16 de mayo a medianoche.
Llegó, sonriendo tras sus gafas de oro, vestido de oscuro con un traje que por el
corte parecía el de un clérigo inglés. Le acompañaba un secretario; estaba encargado
de protegerle, aunque también de vigilarle, ya que era un hombre de Nguyen. Era el
general Phang, que iba como representante a un Congreso de la Paz a
Checoeslovaquia y que, en visita «oficiosa» a París, había sido encargado por su
Gobierno de solucionar algunas diferencias que «turbaban el buen entendimiento de
los pueblos», como el precio de compra del carbón de Hong Hay, y el remplazo de las
piezas deterioradas de la algodonera de Nam Dinh.
Phang había retrocedido al llegar frente a la entrada de aquel restaurante que
tantos desagradables recuerdos tenía para él: Jerome, Tuan-Van-Le, su juventud
miserable y sin finalidad, sus exaltaciones de mal gusto… Se volvió a su compañero.
—Este restaurante tiene historia. Nuestro camarada Nguyen solía frecuentarlo
cuando vivía en París, y el presidente Ho-Chi-Minh había venido dos o tres veces.
Esta era una precaución muy prudente.
Luego empujó la puerta se puso la máscara de su sonrisa y se inclinó ante sus
anfitriones.
—El recuerdo —dijo— de nuestro gran amigo Jerome, el gran periodista, que ha
deseado ser enterrado en Pekín, en un gran país comunista, debería servir para una
mejor comprensión entre la Prensa francesa, la que es libre, naturalmente, y todos los
pueblos de Asia. En su memoria he aceptado hoy vuestra invitación.
Phang divisó a los dos presidentes del Consejo y se dirigió hacia ellos.
—¿Qué es lo que pretende? —preguntó Rovignon.
—Invitar a los dos presidentes a Hanoi para comprometerles en alguna
combinación de neutralismo. Gracias. Gracias a esto ha venido Phang, porque le
hablé de los dos presidentes; de lo contrario, nunca habría venido. ¡Es demasiado
cauteloso!
Kieu y Perla presidían la alargada mesa, sentada cada una a un extremo, y los
invitados, según que sus preferencias se hubieran inclinado por Hanoi o por Saigón,
diario o revista extranjero, y al que, generalmente, se paga bastante mal, sin tener las
ventajas de los corresponsales titulares. (N. del A.). <<
del Kuomintang chino, pero cuya estructura es la división por células, había sido
calcada sobre el patrón soviético. Tenía por objeto echar a los franceses de Indochina
y preconizaba el empleo de la violencia y el terrorismo. (N. del A.). <<
<<
vive entre los mil doscientos y los dos mil metros de altitud. (Notas del Traductor).
<<
que se entregaba a las prácticas espiritistas en la isla del golfo de Siam. Había leído
todo cuanto al respecto caía en sus manos: Camilo Flammarion, Allan Kardec, las
enseñanzas de Ruda, Confucio, Sun Yat Sen, la Biblia y los poemas de Víctor Hugo.
Todo esto se mezcló en su pobre cerebro, y de ello nació Cao Dai, el Ser Supremo
que era, a la vez, Buda y Cristo, y cuyos profetas habían sido Víctor Hugo. Confucio
y Sun Yat Sen. Un avispado negociante, Le Van Trung, comprendió inmediatamente
todo el partido que podía sacar de esta religión naciente, a fin de mejorar sus finanzas
y entregarse a un papel político. Eliminó al pobre Chieu y se hizo nombrar papa.
Le Van Trung creó una jerarquía sacerdotal y administrativa calcada de la de la
Iglesia católica, con tres «grandes cardenales», treinta y seis arzobispos, setenta y dos
obispos y tres mil sacerdotes. Todas las funciones eran tan asequibles a los hombres
como a las mujeres. Para cada categoría de sacerdotes, Trung diseñó unos uniformes
de una fantasía desbordante, con tiaras, capas y dalmáticas. También hizo erigir en
Tay Ninh, la capital religiosa de la secta, un templo de estuco policromo.
Luego, Le Van Trung se lanzó a negocios sospechosos. Fam Cong Tac, su rival, un
antiguo empleado de Aduanas, le obligó a «desencarnarse»…, ya que en el Cao Dai
no se muere. Desaparecido pues Le Van Trung, Fam Cong Tac fue el nuevo papa. Los
caodaístas se pusieron al servicio de los japoneses, luego se pasaron al Vietminh, se
querellaron con él y se aliaron a los franceses.
Fam Cong Tac, intrigante, turbulento, megalómano, trató por todos los medios que se
cumpliera una profecía de la secta: «El Caodaísmo se convertirá en la religión
nacional y en sus manos quedará la dirección de los destinos del Vietnam».
Los caodaístas, en la época que nos interesa, totalizaban un millón quinientos mil
nombres y su ejército comprendía, siempre según ellos, veinticinco mil hombres. (N.
del A.).
<<
belleza. Tenía un semblante pálido y alargado, con grandes ojos oscuros e inmóviles
como el agua de un arrozal al claro de luna. Se decía que estaba poseído por el
demonio, porque había sido suspendido cuatro veces en sus estudios. Después de esta
serie de fracasos, pasó muchas horas tendido en el suelo. El relámpago que rasgó el
cielo el día 18 del quinto mes del año 1939, le arrancó de su éxtasis. Entonces
empezó a predicarle a su familia y a sus vecinos una nueva religión.
No era más que un budismo simplificado, mezclado con brujerías, sin templos ni
bonzos, una religión al alcance de todos y hecha para los pobres. La secta tomó el
nombre del pueblo, cuna de Huyn-Fu-So, Hoa Hao.
Bajo la influencia de algunos nacionalistas, sinceros o interesados, Huyn-Fu-So y sus
discípulos mezclaron en sus predicaciones varios slogans antifranceses. Los
japoneses, al llegar a Indochina, los utilizaron y formaron en bandas armadas que
robaron y devastaron todo el oeste de Cochinchina. Los vietminhs, después de la
capitulación japonesa, liquidaron a Huyn-Fu-So para apoderarse de la secta. Su
cadáver, cortado en tres partes, fue enterrado en tres sitios diferentes. (N. del A.). <<
sigue vivo en un retiro del que regresará un día. (N. Del A.). <<