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uno o varios órganos o sistemas, situación que puede comprometer su
supervivencia en algún momento de su evolución, por lo que la muerte
resulta siempre una alternativa posible. Esta particular situación evo-
lutiva del paciente lo expone a una amenaza de muerte que es muy
cercana si no se toman rápidamente medidas que atiendan al control,
mantenimiento o sustitución de sus funciones vitales. El estado críti-
co puede expresar la forma de comienzo inicial de una enfermedad
aguda de rápido comienzo, síntomas severos y evolución breve, o pre-
sentarse en el contexto de una enfermedad crónica ya conocida de cur-
so progresivo y persistente. Conviene asimismo tener en cuenta las
diferencias con las distintas categorías evolutivas del resto de los pa-
cientes grave que comprenden los estadios moribundo, muriente o
con enfermedad en fase terminal, y sin esperanzas (3).
La definición del paciente moribundo o agonizante implica conside-
rar muy cercana la presencia probable de la muerte (acerca o alrede-
dor de la muerte). Ciertas condiciones clínicas indican un deterioro de
los sistemas orgánicos que preanuncian que la muerte podría esperar-
se en el transcurso de horas. El paciente con enfermedad en fase termi-
nal se refiere siempre a una enfermedad letal. Este término debiera
aplicarse solo a aquellos enfermos en quienes la experiencia indica
que debieran morir en un plazo relativamente corto de tiempo, medi-
do en semanas más que en meses o años. El plazo usualmente conside-
rado es de tres a seis meses. El paciente "sin esperanza" (hopelessly ill)
se refiere al portador de una enfermedad letal que en su evolución de
años (neuropatías degenerativas) sufre varios episodios agudos, po-
tencialmente mortales si no son tratados, pero que en el mejor de los
casos, una vez superados, dejan al paciente en una situación funcional
más cercana a la muerte (4).
Esta categorización del estado crítico y la referencia concreta a las
alteraciones encontradas supone entonces dos circunstancias esencia-
les a tener en cuenta: la posibilidad de su reversibilidad si se aplican
ciertas acciones terapéuticas efectivas y la probable transitoriedad de
un momento evolutivo. Quedan así definidas dos condiciones esenciales
que, formando parte de cualquier enfermedad aún primariamente des-
conocida, deben acompañar permanentemente el concepto de estado
crítico: reversibilidad esperable y transitoriedad posible, aunque ambas
circunstancias no siempre son predecibles ni evaluables primariamen-
te en cada paciente. En el paciente con una enfermedad letal de base la
condición plena de irreversibilidad, frente a una des-compensación agu-
da, deberá analizarse de acuerdo a varios factores que incluyen su pro-
nóstico general, la calidad de vida y las preferencias del paciente (3).
El diagnóstico de estado crítico indica en principio el traslado del
paciente a una unidad de terapia intensiva donde todo está preparado
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para el uso actual real o potencial de los procedimientos asistenciales
(instrumentales o farmacológicos), llamados de sostén o soporte vital
que implican la sustitución o el apoyo de funciones de órganos o siste-
mas cuya afectación pone efectivamente en peligro la vida. Actual-
mente el concepto de soporte vital se ha extendido desde la primaria
concepción de incluir solo a los de gran sofisticación como los
respiradores mecánicos, oxigenación extracorpórea o diálisis hacia
muchos otros como la terapéutica farmacológica vasopresora, quimio-
terapia, antibióticos o nutrición e hidratación parenteral, que aunque
requieren menos instrumentación participan del mismo significado
intencional de acción terapéutica en el paciente crítico. Considerar
como soporte vital también a procedimientos más simples (hidratación
y nutrición) pero igualmente artificiales, privilegia con mayor énfasis
las características del paciente en quien se aplica y su intencionalidad
que a la naturaleza del procedimiento mismo. La obligatoriedad en la
administración de hidratación y nutrición, que fuera sostenido reite-
radamente por algunos autores, lo ha sido por su gran peso simbólico
en nuestra cultura ("matar de hambre y de sed"), aunque sea ahora
muy difícil argumentar una distinción moral válida con otros métodos
de sostén vital. No existe hambre ni sed en el estado vegetativo, y el
confort debe ser mantenido por una adecuada humidificación de las
mucosas que impedirán su laceración e infección (3).
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tonomía que no obstante debe ser honrado siempre en todos los casos
posibles. La incompetencia del paciente por su estado de conciencia
(coma o estupor y obnubilación) o en razones del privilegio terapéutico
(cuando resulta desaconsejable la consulta al paciente sobre sus pre-
ferencias en virtud de la gravedad del estado) imposibilita conocer la
opinión del paciente al tiempo de la toma de decisión. También es ha-
bitual que muchos pacientes internados en las salas de terapia inten-
siva estén bajo los efectos de drogas o cuadros clínicos que perturban
su competencia psíquica para tomar una decisión determinada. En
estos casos, que son muy frecuentes, y por lo que algunos autores han
cuestionado genéricamente la eventual existencia de autonomía real
en estos pacientes ¿cuál es la actitud a seguir por el médico?
Las indicaciones de tratamiento o su contraindicación proceden siem-
pre de la iniciativa médica que se expresan con todo el respaldo técnico
y profesional indispensables. Pero aun así, y cada vez más, estas deci-
siones no son absolutas ni indiscutibles desde el punto de vista estricta-
mente científico. La opinabilidad de muchas de ellas es frecuente y más
aun cuando se trata de evaluar la razonabilidad de la aplicación de
métodos invasivos de sostén vital. La división entre medidas ordinarias
y extraordinarias ya no tiene la vigencia inicial desde que esta clasifica-
ción tiene en cuenta los beneficios y perjuicios de cada una ellas, cir-
cunstancias que son independientes de la calificación de la acción en sí
misma. El riesgo de una medida generalmente considerada como ordi-
naria (hidratación o nutrición) podría ser potencialmente también muy
grave a partir de complicaciones en la canalización venosa en el caso
hidratación parenteral o de la gastrostomía en el caso de la enteral.
La proporcionalidad es otro concepto que ha intentado superar a
la anterior clasificación y que tuvo en su momento el mérito de tomar
en cuenta el parámetro calidad de vida del paciente al privilegiar la
consideración del beneficio sobre la totalidad del paciente respecto
del efecto propiamente dicho de la acción médica. Actualmente prefe-
rimos efectuar la distinción entre métodos obligatorios u optativos
entendiendo por obligatorios tanto los que son incorrectos no aplicar
(indicaciones) como a los que son incorrectos aplicar (contraindicacio-
nes). Entre las indicaciones absolutas y obligatorias y las contraindi-
caciones claras y no objetables, existen una mayoría de decisiones
optativas. A su vez dentro de los tratamientos optativos existen los
neutros que son aquellos que no son necesarios ni está prohibido apli-
car (son aquellos que no están indicados ni contraindicados) y los
supererogatorios se refieren a los que exceden la obligación propia-
mente dicha. Debe comprenderse que dentro de las acciones que se
consideran como optativas (neutras y hasta las supererogatorias) existe
un amplio margen a la discusión profesional (5).
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La obligatoriedad ética de no dañar es anterior y más importante
que la exigencia de promover el bien ("primun non nocere") y ha sido
reconocido como principio bioético (no maleficencia) desde Beauchamp
y Childress (5). El primer objetivo del acto médico resultará de pre-
guntarse si no se promoverá un perjuicio como consecuencia prima-
ria. Si bien todo acto médico puede entrañar un riesgo potencial de
efectos no deseados, actualmente el progreso de la medicina invasiva
ha puesto mucho más cerca del paciente la posibilidad de infligirle un
perjuicio severo. La medición de ese riesgo, cuando no hay nada posi-
tivo que ofrecer, resulta imperativo en cada caso. Muchas formas in-
dignas de muerte surgen de la aplicación de métodos usuales en salas
de cuidado intensivo donde los pacientes claramente irrecuperables
no debieran ingresar.
Aspectos médicos
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El imperativo de que siempre "hay algo más" que ofrecer se torna
dramática ante la claudicación de cada función orgánica que se opera
en el paciente crítico. Con esta instancia asistencial disponible, dado
que la prolongación de la vida es posible por las maniobras de sostén
sobre los sistemas que las controlan (aparato respiratorio y circulato-
rio), todo paciente puede eventualmente ser susceptible de ser trata-
do por la tecnología de la medicina intensiva cualesquiera fuera su
enfermedad de base y su grado posible de reversibilidad. La aplica-
ción generalizada de las técnicas de resucitación o reanimación
cardiopulmonar, que se reglaron inicialmente para el paro o deten-
ción cardiaca que ocurriera inesperadamente ya sea en aparente ple-
no estado de salud (muerte súbita) o durante el transcurso de una
enfermedad conocida en tratamiento o sin él, constituyen un ejemplo
paradigmático de lo antedicho. En efecto, seguramente nadie imaginó
en su comienzo que la reanimación pudiera aplicarse obligatoria y fre-
cuentemente en todo paciente porque la muerte tiene como sustrato
inevitable al paro cardíaco. Es decir, si un paciente es irrecuperable
por una enfermedad irreversible y en etapa terminal ya puede consi-
derarse agonizante, y el paro cardiaco es inmanente a la muerte mis-
ma, ya no existiría racionalidad para intentar su reanimación. Sin
embargo, en muchos de estos casos en que sólo falta la detención cir-
culatoria para que se formalice la muerte, se asiste frecuentemente a
la ritualización simbólica del masaje cardíaco (7).
La visualización evolutiva de un paciente a través del examen de cada
órgano o función no permite a veces considerar permanentemente la
globalidad de su evolución y su pronóstico. Si a esto se suma la existencia
de muchas opiniones de profesionales que visitan al paciente y la frecuente
falta de decisión un médico responsable, la continuidad de la aplicación del
soporte tecnológico o farmacológico no es interrumpida por ninguna acción
nacida en la reflexión sobre la situación general del paciente. Se tiende en
general a valorar con exclusividad el efecto de un método sobre el órgano
afectado y no el beneficio sobre la totalidad del organismo. Resulta cierto
entonces que en las salas de terapia intensiva la ausencia frecuente del no
frente a una oferta de más y mayores tratamientos permite que todas las
opciones sugeridas cuenten con el si asegurado (8).
Los conflictos y dilemas que se plantean respecto de la conducta
que debe asumirse en cada caso en relación al soporte vital han recibi-
do especial atención desde ña década del noventa a través de normati-
vas como las elaboradas por Sociedades Americanas de Cuidado In-
tensivo y de Patología Torácica en cuanto a su no aplicación o retiro
(9). En nuestro país las pautas y recomendaciones (10) que el Comité
de Bioética de la Sociedad Argentina de Terapia Intensiva han efec-
tuado sobre la "Abstención y y/o retiro de los métodos de soporte vital"
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aconsejan plantear la abstención o el retiro del soporte vital frente a
alguna de las siguientes circunstancias:
Aspectos éticos
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un procedimiento o terapéutico o su retiro, si éste ya ha sido comenza-
do. La muerte en terapia intensiva está precedida, en más de un 60%
de los casos, por alguna de estas decisiones de abstención o suspen-
sión del soporte vital. La presunta equivalencia moral de ambas accio-
nes (no actuar o dejar de actuar) no es percibida en nuestro medio por
el 70.42% de los miembros del equipo de salud de las unidades de
terapia intensiva y tampoco por el 59,14% de médicos que no actúan
en estas unidades (6). Nuestros resultados, que coinciden con la mayo-
ría de los relevamientos efectuados en otros países, indican que la no
utilización de un método de sostén vital se visualiza en la práctica con
una responsabilidad moral distinta al retiro de un procedimiento ya
iniciado. El significado de indagar profundamente sobre esta distinta
percepción es que, si la indicación de un soporte vital ante una situa-
ción no claramente reversible no es acompañada por la eventual deci-
sión de retirarlo ante su inefectividad, su mantenimiento podría con-
ducir al encarnizamiento terapéutico o en su defecto a la privación de
cierta posibilidad de recuperación de algún paciente si la abstención
se considerara moralmente más aceptable.
El análisis ético de los actos médicos consistentes en una omisión
significa en términos de pacientes críticos no aplicar o suspender tra-
tamientos que impliquen asistencia farmacológica (por ejemplo sos-
tén hemodinámico) o reemplazo de funciones vitales (asistencia respi-
ratoria mecánica). El análisis de la intencionalidad de la omisión res-
pecto de provocar la muerte del paciente es complejo y más aún en
pacientes internados en terapia intensiva. Como siempre es posible el
reemplazo de una función vital, y hasta la reanimación en el paciente
moribundo, su no aplicación o utilización puede verse como una omi-
sión. Cuando la muerte es la alternativa posible que define por sí mis-
mo al paciente crítico el marco del permitir morir es el que adecuada-
mente expresa la realidad en estos casos y más aun los que dentro de
ellos pueden dentro de la fase terminal de su enfermedad. En el pa-
ciente crítico, en el que la amenaza de muerte está siempre presente,
la expresión dejar morir (letting die), de uso habitual en la discusión
filosófica sobre eutanasia, comparada con el matar (killing), encierra
en si misma un planteo conceptual erróneo vinculado a la omnipoten-
cia de pensar y creer que la muerte la evitamos o decidimos nosotros
hasta en el momento final porque ahora es posible sustituir "in
extremis" las funciones cardíaca y respiratoria (cuya detención es el
sustrato de la muerte) con maniobras de resucitación aun cuando este
final sea el resultado esperable de la enfermedad subyacente. La ex-
presión dejar morir evoca el abandono (dejar: abandonar) y sugiere la
posibilidad de poder siempre evitar la muerte (dejar morir pudiendo
evitarlo) y omite el conocimiento del concepto de futilidad (7,8).
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El severo dilema ético que generan la toma de decisión en las cir-
cunstancias que analizamos es un tema que le concierne a toda la
sociedad porque a pesar de que los hechos transcurren en el escenario
médico, todos estos tema le pertenecen a la sociedad en su conjunto y
no sólo respecto del conocimiento de la verdad sino de su participación
en la toma de decisión. Conocer la verdad significa transmitir clara-
mente el concepto de la participación actual del acto médico, por ac-
ción u omisión, en la llegada de la muerte. Algunas veces las decisio-
nes son estrictamente médicas (futilidad fisiológica) pero otras (la
mayoría) deben ser por la decisión del paciente actual o previa (direc-
tivas anticipadas) o por consenso con familiares o su representante
(7, 8, 10).
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automáticamente la máquina generadora de la vida. Pero ¿de que vida?
¿de la vida de quién? La vida resulta reducida a un número vital que
denota actividad biológica y el quién es un sujeto innominado que se
transforma en objeto de la acción emprendida que no es otro que la
lucha por el mantenimiento del signo vital. Este "imperativo tecnoló-
gico" conduce, con la inconciencia en tiempo real de todos los actores,
al encarnizamiento terapéutico (7).
La abstención y la suspensión del soporte vital constituyen el
escalón más importante que se debe transitar para el logro de una
muerte digna, requerimiento surgido frente al uso indiscriminado de
acciones superfluas y perjudiciales para el paciente con enfermeda-
des que comprenden los estados vegetativos y aquellas con evolución
irreversible. El debate debe darse en el marco del "permitir morir"
que tenderá, desde la medicina, a no impedir con sostén externo la
inevitable claudicación de la función vital y que preservará, desde el
respeto por la autonomía de la persona, el "derecho a morir" que im-
plica el rechazo al tratamiento y la elección de su propia calidad de
vida (7, 11, 12).
Quizá la propuesta de la muerte cerebral fue el hito histórico que
marcó el comienzo de la necesidad de establecer un límite en la asis-
tencia respiratoria mecánica en pacientes en determinada situación
neurológica (13). Hoy, después de más de treinta años, la percepción
es que la cuestión del límite en la aplicación de otros soportes vitales
en otros tipos de pacientes sigue vigente para el logro de una muerte
digna. Este debate debe darse en toda la sociedad, debe integrar su
cultura acerca de la enfermedad y la muerte y debe conocerse el costo
moral del "progreso tecnológico " cuando se debe participar en las de-
cisiones sobre la vida y sobre la muerte de las personas. Lo que no
debe ocurrir es que todas estas decisiones queden en manos de los
médicos y en una discusión técnicojurídica sobre los derechos y las
obligaciones. Nunca será la situación legal la que resuelva la situación
moral (11, 12, 14).
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para curar el paciente con todas las terapéuticas y estrategias agresi-
vas y hasta arriesgadas. Si no se consigue su curación o remisión y la
enfermedad se transforma en crónica a medida que pasa el tiempo,
cobra dimensión el objetivo de paliar el padecimiento o sus secuelas:
cuidar el paciente. Cuando finalmente la enfermedad entra en una
etapa de clara irreversibilidad hacia la muerte se entra en la fase
terminal y en ella todo el esfuerzo debe concentrarse en el cuidado del
enfermo.
Sin embargo este modelo que rescata frente la primaria alternati-
va de curar como paradigma de la medicina, y la ética de cuidar cuan-
do la restauración del equilibrio biológico es imposible, sugiere dos
conceptos que no pueden ser considerado como absolutos ni de validez
completa. En primer lugar el curar es un objetivo difícilmente alcan-
zado por la medicina que basa su progreso, medido por el aumento
muy importante de la vida media de la población, en la prevención y
en la mejor atención continua de las enfermedades crónicas
prevalentes. En segundo lugar el cuidar debe ser un objetivo perma-
nente de la acción médica en toda circunstancia.
No sólo la medicina paliativa debe cuidar por que atiende a pa-
cientes incurables y con enfermedades en fase terminal. El cuidado
intensivo generalmente no cura y aunque preserva de la muerte inmi-
nente a un porcentaje importante de pacientes, la mortalidad en esta
área oscila desde un 20% en la misma hasta un 50% en el propio hos-
pital y aun más después de su alta. Así las cosas, si la muerte cercana
está presente en el 100% de los pacientes en medicina paliativa y más
del 50% en el cuidado intensivo, ¿cuál sería la diferencia para no te-
ner como objetivo en ambas circunstancias paliar los síntomas, sere-
nar las emociones, otorgar el mayor confort posible y lograr que el
paciente muera sin sufrimiento y con dignidad?
La terminalidad es una condición evolutiva muy difícil de deter-
minar con precisión aunque es cierto que se instala cuando la expec-
tativa de muerte, como consecuencia directa de la enfermedad, apa-
rece en la mente del médico, de la familia y del paciente. En la unidad
de cuidados paliativos se proporciona el área adecuada para la recep-
ción de estos pacientes con una enfermedad que conduce a su muerte
en una fecha próxima. En el área de cuidado intensivo no siempre es
fácil de determinar primariamente la recuperabilidad de un pacien-
te, aunque al cabo de un tiempo evolutivo ya será posible determinar
la futilidad de las acciones emprendidas, algunas por razones estric-
tamente médicas (futilidad fisiológica) y otras (la mayoría) por la de-
cisión del paciente, de sus directivas anticipadas o por un consenso
habido con los familiares o su representante. Y aquí se impondrá, aun
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con mayor énfasis, una ética del cuidado, que es una actitud humana
y virtuosa más que una acción esencialmente profesional.
Una ética común del fin de la vida que reúne a dos áreas de la
medicina asistencial aparentemente distantes implica admitir en la
práctica que el límite de la atención médica resulta inherente a nues-
tra condición de médicos y que la calidad de vida exigirá un cuidado
del paciente como objetivo primordial de la acción médica en esta eta-
pa final de la enfermedad. Una muerte digna es la que ocurre sin ais-
lamiento, sin desfiguración y sin sufrimiento. En la fase terminal de
una enfermedad el fracaso no consiste en la llegada de la muerte sino
en que el paciente se muera sufriendo. Los tratamientos curativos y
paliativos no deben contemplarse como excluyentes sino como com-
plementarios y siempre vigentes para encontrarse permanentemente
desde la fase aguda de la enfermedad hasta la terminal. El objetivo de
la medicina será siempre aumentar o mantener el nivel de comodidad
del paciente unas veces mientras llega la mejoría clínica y otras veces
mientras progresa la enfermedad.
Para que esto sea posible debe tenerse una concepción integral del hom-
bre (como cuerpo biológico y como persona) y la constitución de un trabajo
interdisciplinario que una a médicos, enfermeras, asistentes sociales. y psi-
cólogos en permanente contacto con el paciente y la familia. El tratamiento
paliativo es la respuesta humana de una sociedad avanzada a la pregunta
de la muerte a la que todos habremos de responder algún día.
El objetivo central de la modalidad asistencial "terapia o cuidado
intensivo" fue la mejoría en la disponibilidad del recurso humano y
tecnológico en pro de un mejor resultado del tratamiento del paciente
grave y crítico con amenaza de muerte real o potencial y como tal
trajo numerosos progresos y sustantivos avances en los resultados de
los nuevos tratamientos y estrategias del abordaje terapéutico. Pero
es bueno señalar que, frente a estos progresos no se prestó igual aten-
ción al aspecto humanístico de la relación médico-paciente. El vínculo
entre el profesional que aportaba su conocimiento y capacidad y el
paciente que recibía la atención no tenía ya la naturaleza afectiva,
diádica o cuasidiádica, de que nos habla Lain Entralgo. Este vínculo
se disolvió en medio de la incorporación de la tecnociencia aplicada a
la medicina que aporta más un técnico que un médico y casi un objeto
en lugar de un paciente. La vocación del primero y la confianza del
segundo fueron casi reemplazados por el poder y la omnipotencia de
una medicina que supone con ignorancia poder abarcar todos los
interrogantes del padecimiento humano.
El ámbito arquitectónico tradicional de la terapia intensiva, que
ignora el aislamiento y la privacidad, que mantiene una luz artificial
permanente que dificulta la captación del ciclo día-noche, y que cam-
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bia el silencio por el ruidoso trajinar de los aparatos y las discusiones
médicas de los pases de sala, así como el uso de máscaras, sondas y
catéteres que desfiguran y distancian al paciente, generan un marco
referencial absolutamente ajeno a las emociones y a los sentimientos
de la vida tanto para el paciente y su familia como para los profesio-
nales de la salud. En este escenario resulta claro que la terapia inten-
siva se ha ocupado más de las enfermedades que de los enfermos, y
que lo que bien puede explicarse al comienzo de esta nueva modalidad
asistencial y aun hoy en el período más dramático de un estado crítico,
hoy ya no puede ser justificado de ninguna manera.
La relación y el encuentro entre el paciente, su familia y los
cuidadores de la salud sólo podrán efectivizarse en este ámbito si se
cambian los ejes de vinculación entre estos actores esenciales del acto
asistencial. Para ello existe consenso en incorporar en la cultura del
personal profesional de la salud de los servicios de Terapia intensiva
algunos de los principios esenciales del cuidado paliativo. Entre ellos
sobresale el concepto central de equipo de salud, los canales de comu-
nicación con el paciente y su familia y la constante preocupación por el
alivio de los síntomas y el sufrimiento del paciente.
Finalmente, la atención y el resguardo de la vinculación afectiva
con el paciente crítico y su familia tiene una arista adicional común
con la medicina paliativa que es generar el clima adecuado para el
diálogo o acuerdo sobre las formas de morir en los casos en que debe
operarse sobre los métodos de soporte vital o la eventual externación
de terapia intensiva. Los principios comunes que deben reglar una
ética para el fin de la vida tutelarán las modificaciones que se propo-
nen para la vigencia efectiva de los valores humanos centrales que
nuestra comunidad debe defender.
Reflexiones y conclusiones
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El límite en la asistencia implica interrupción y no-tratamiento y
esta actitud se torna difícil sino existe responsabilidad y confianza
plenas. Entretanto, la ausencia de una decisión conduce a un proceso
continuo de acciones que se suceden ininterrumpidamente en un mis-
mo paciente generando de este modo prácticas distanásicas (deforma-
ción de la atención) que constituye en sí mismo el germen productor
del encarnizamiento terapéutico y conllevan la pérdida de la idea di-
rectriz del esfuerzo terapéutico inicial que se produce cuando la asis-
tencia de las complicaciones emergentes que comprometen el curso
vital (paro cardiorrespiratorio, insuficiencia respiratoria) permiten
olvidar cuáles fueron las condiciones, si las hubo, bajo las cuales se
acordó e intentó comenzar el tratamiento.
Actualmente la generalizada aceptación de la abstención o inte-
rrupción de todos los métodos de soporte vital, incluídos la hidratación
y nutrición, en el paciente crítico y su directa influencia en la provoca-
ción de la muerte, permite asimilar con mayor facilidad la visión de la
muerte cerebral como una interrupción en el método de soporte vital
(respirador). Si uno de los objetivos centrales del informe Harvard -
verdadero hito en la admisión de establecer la interrupción (no trata-
miento) en la atención médica aunque con la salvedad expresa de con-
siderar muerto (con una norma legal expresa) al paciente antes de
proceder al retiro del soporte vital- fue reglar la procuración de órga-
nos para transplante y la situación de los pacientes en coma irreversi-
ble con asistencia respiratoria mecánica, hoy después de mas de treinta
años resulta más fácil interpretar todo este proceso como un continuo
que se adapta a las necesidades y situaciones de cada época de la me-
dicina (2, 12, 14).
Así las cosas esta "muerte intervenida" debe ser conocida por la
sociedad, debe integrar su cultura acerca de la enfermedad y de la
muerte y las decisiones deben ser compartida por el paciente, con su
decisión previa o actual, por sus representante o por la familia. Lo que
no debe ocurrir es que toda esta decisión quede en manos de los médi-
cos. La vigencia del principio de autonomía exige este esfuerzo por
parte de la sociedad porque el derecho de decidir y de usufructuar el
progreso exige también la obligación y el deber de compartir las con-
secuencias de la decisión (15, 16).
En nuestra opinión la comprensión de todo este problema se facili-
ta si se visualiza que desde el comienzo el eje de la decisión que culmi-
nó en el informe Harvard fué la necesidad de determinar en ciertos
pacientes un límite a partir del cual debería cesar la asistencia médi-
ca. La necesidad fue la procuración de órganos y la distribución de
recursos. Las condiciones clínicas de esos pacientes se definieron con-
vencionalmente con un conjunto de signos clínicos y exámenes
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instrumentales cuya presencia definía un nuevo diagnóstico: la muerte
cerebral. El límite se tradujo en la interrupción o cesación de la apli-
cación de un método de soporte vital que en este caso era la respira-
ción mecánica (2).
En estos treinta años se ampliaron los conceptos y con respecto a
la necesidad debe incluirse ahora la lucha por una muerte digna, den-
tro de los pacientes el "progreso tecnológico" generó un amplio espec-
tro de situaciones neurológicas que, aun no cumpliendo los requisitos
de muerte cerebral, determinan cuadros clínicos con pérdidas irrever-
sibles de conciencia en los que se pierden las características distinti-
vas de la persona y en relación a los límites estos comprenden ahora la
suspensión de todos los métodos de sostén vital incluido la hidratación
parenteral (2).
Sin duda que es grande el desafío de aspirar a una confluencia
entre el saber médico, siempre fluctuante y relativo, y la aspiración
legítima de cada uno a elegir su calidad de vida, pero siempre existirá
una bisectriz que permita encontrar el camino del consenso entre ambas
visiones aun cuando éstas puedan ser contrapuestas o disímiles.
La abstención y el retiro del soporte vital constituye el escalón
más importante que se debe transitar para el logro de una muerte
digna, requerimiento surgido frente al uso indiscriminado de acciones
superfluas y perjudiciales para el paciente terminal. Pero en el otro
extremo de esta lucha por el "derecho a morir" la ausencia de una
profunda reflexión puede transformarse en la "obligación de morir" si
este inmenso problema no se enfrenta con racionalidad y conocimien-
to pleno por todos los actores sociales involucrados, dentro los cuales
los médicos son sólo uno.
La participación de la sociedad en este debate es imprescindible
por que los problemas que tienen que ver con la vida y con muerte no
son simplemente dependientes de un ordenamiento moral, médico ni
jurídico sino del derecho a morir y a vivir de cada uno.
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