Sei sulla pagina 1di 110

Esteban Felgueras

MÁS NUESTRO
QUE EL
PAN CASERO
Brochero,
Un cura para su pueblo

MÁS NUESTRO QUE EL PAN CASERO


Brochero, un cura para su pueblo

MÁS NUESTRO
QUE EL PAN CASERO
Brochero, un cura para su pueblo
Esteban Felgueras

El autor expresa
Su admiración y agradecimiento
Al historiador cordobés
EFRAIN U. BISCHOFF
cuyas obras
«Historia de Córdoba» y
«El Cura Brochero, un obrero de Dios»
fueron herramientas indispensables
para la realización de este trabajo.

Los epígrafes
que encabezan cada capítulo
fueron tomados del
«Canto Brocheriano»,
cuya letra y música pertenecen
al compositor cordobés
CARLOS DI FULVIO

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723


ISBN N° 950.627.010.4
Impreso en la Argentina
Industria Argentina

A mi amigo Pablo Tisera


hombre de Dios
y cordobés sin remedio.

1
Para comenzar, una pregunta
Cuentan que la noticia de la muerte del cura Brochero, ocurrida en el
año 1914, corrió en pocas horas por todos los rincones de la Argentina.
Todo el país sabía que ese cura cordobés, perdido en un pueblo llamado
Villa del Tránsito, había construido allí un enorme edificio para que su
gente hiciera la práctica religiosa llamada «Ejercicios Espirituales» Miles
de metros cuadrados cubiertos, paredes de adobe de cincuenta
centímetros, dos mil postes de álamo para sostener los techos: todo eso
levantado con el trabajo del cura y de la gente, acarreando troncos con
mulas y fabricando ladrillos frente a la iglesia. Nadie que no sea un líder
carismático puede motivar al pueblo para realizar semejante esfuerzo.
Más increíble aún resulta constatar que Brochero lograba juntar hasta
900 hombres para encerrarlos durante nueve días en esa casa,
escuchando cuatro largos sermones diarios y azotándose en la iglesia a
la tarde, práctica religiosa que actualmente nos cuesta entender. No
hay que engañarse: hoy día los retiros espirituales son casi
exclusivamente un patrimonio de la clase medía. Por eso resulta
increíble que Brochero consiguiera convencer a serranos hoscos,
malandras y analfabetos para que realizaran esa experiencia de
conversión a Dios.
Al mismo tiempo el cura se preocupaba por la promoción de la zona.
Con sus propios brazos y la colaboración de la gente trazó el camino del
oeste cordobés, que une Soto con Villa Dolores. Se interesó también en
los sistemas de riego e impulsó producciones locales que podían dar
fuentes de trabajo y de ingresos a los pobladores. En los últimos años
de su vida, el ferrocarril que uniera los pueblos de la zona se convirtió
en su idea fija, que nunca vio realizada.
Lo dicho basta y sobra para demostrar que el cura Brochero es una
figura relevante en el panorama argentino de la segunda mitad del siglo
pasado y comienzos del presente. Pero queda en pie un interrogante:
¿fue un santo?
Para poder dar una respuesta a esta pregunta, hay que dejar de lado la
imagen que habitualmente nos hacemos de los santos. Se suele pensar
que el hombre de Dios es aquel que se mortifica duramente, que es
austero hasta el rigor en la comida. Y nos encontramos con que el cura
Brochero fumaba mucho, decía palabras fuertes, le gustaba la buena
comida, y cuando, ya enfermo de lepra, el obispo le pidió la renuncia a
su cargo de párroco, le costó mucho mandarla. ¿Dónde está el santo,
entonces?
El santo está en la disponibilidad total que tenía para atender a los
requerimientos de su pueblo. Está en la sonrisa y el permanente buen
humor que contagiaba a la gente que lo trataba.
El santo está en la pobreza y el desprendimiento en que vivió siempre.
Un cordobés lo llamó «clavel del aire», porque del aire parecía vivir. Un
día volvió sin el pan que había ido a comprar, y le dijo a un sacerdote
que lo esperaba: «Le di la plata a un amigo pobre. Total, nosotros
tenemos ese pedazo de carne».

2
El santo está en su trasero incurablemente llagado por tantos
kilómetros recorridos a lomo de mula. Y está, sobre todo, en su
enfermedad y su muerte.
Pero no es cuestión de contar toda la historia en el prólogo... Siga
adelante, lector, y, cuando termine, usted dirá si José Gabriel Brochero
fue o no un santo.

1
¡Bienhaiga, doña Petrona,
corazón de pan casero!
Paloma inquieta en la mano,
borda pañales y sueños.

Se escuchó la voz del sereno que anunciaba la hora desde la terraza del
Cabildo. Eran las dos de la madrugada. Gregorio Vélez corrió las
mantas y salió de su cama.
Hacía mucho frío en esa noche de julio. Tratando de no hacer ruido.
Vélez despertó al que dormía a su lado.
—Ya es la hora, Matías. Levantate y llamemos a los otros.
Sigilosamente fueron sacudiendo a los cuatro muchachos que
descansaban con ellos en la pieza.
Cuando iban a entrar en la otra habitación, Matías le susurró a Vélez:
—Aquí duerme el que llegó hace unos días. ¿No nos irá a estropear las
cosas?
—¿Quién? ¿El negro ese? Dejalo por mi cuenta.
Vélez fue derecho a la cama del alumno nuevo. Los otros ya se iban
levantando en perfecto silencio a medida que Matías los sacudía. El jefe
del motín zamarreó y miró fijo al recién llegado.
—Escuchame bien, negro. Esto es una revolución contra los curas. Si
llegás a delatarnos te mato a palos.
José Gabriel Brochero no entendió nada. Lo habían despertado cuando
dormía profundamente. Se quedó mirando a los otros, que se movían
como sombras en la oscuridad de la pieza.
Vélez se armó de coraje y dio el primer grito:
—¡Abajo los curas!
—¡¡Abajo!! contestaron los alumnos sublevados. Y se lanzaron a recorrer
los pasillos y las escaleras vociferando:
—¡Menos Misas y más comida! ¡Aquí nos matan de hambre!
Unos atrevidos habían bajado a la cocina y salieron golpeando
cacerolas. El ruido era infernal.
—¡Menos Misas y más comida!
Los alaridos resonaban por todo el caserón. Aquello era un
pandemonio.
El Padre Rector salió de su cuarto con la sotana a medio abrochar. La
oscuridad casi total y la gritería desaforada lo desconcertaron. Antes
que atinara a hacer algo, cayó a su lado una mesa de madera arrojada
desde el piso alto por un sublevado.

3
Aquello era intolerable. El Padre Pedro Clara sintió que el mundo se
venía abajo. ¡Una revolución en el Seminario, en el lugar donde se
formaban los jóvenes que querían ser sacerdotes!
No aguantó más. Gritó: ¡¡¡Basta!!! con tanta fuerza que su voz se impuso
a la gritería de los alumnos.
—¡¡Basta!! vociferó por segunda vez. Como si oyeran la voz de Dios, los
seminaristas empezaron a sentir miedo. Cesaron los gritos. El Rector se
sintió fuerte y arremetió, solo contra todos.
—¡No voy a tolerar que se rebelen contra mi autoridad! ¡Enciendan
luces!
En un instante se prendieron varias velas. El Rector semblanteó la
situación desde el patio interior de la casa. Se veían alumnos en las
barandas de las galerías del piso alto. Otros estaban cerca de la puerta
de la cocina. Había varios muebles destrozados en el patio,
—¡Esto es vergonzoso! clamó el Rector con voz de juicio final. ¡Una
revolución en la casa de Dios! Queremos formar sacerdotes y ustedes
hacen rebeliones como cualquier milico insubordinado. ¡La autoridad
viene de Dios, señores míos! ¡El que desconoce a sus superiores
desconoce a Dios! ¡¡Ustedes están todos en pecado mortal!!
Un silencio total fue la respuesta a la diatriba del Rector. El Padre
Pedro, totalmente dueño de la situación, ordenó:
—¡Bajen todos al patio! ¡Ni uno se me queda arriba!
Mientras los seminaristas descendían temerosos la escalera, el Rector
entró en su cuarto y salió llevando en la mano derecha un grueso cinto
de cuero crudo.
—¡Todos contra la pared! bramó el superior.
Los alumnos obedecieron como autómatas. Al lado de José Gabriel
Brochero se puso Gregorio Vélez, el cabecilla de la rebelión.
—Si me delatás lo vas a pasar mal murmuró Gregorio al oído del nuevo
alumno.
Brochero permaneció en silencio, Un instante después sonó en la noche
el primer cintarazo del Rector sobre el trasero de un seminarista. Don
Pedro Clara estaba dispuesto a hacerles pagar caro a esos imberbes el
malísimo rato que le habían hecho pasar. Era hombre fornido y
musculoso, y les dio con rabia tres cintazos en las nalgas a cada uno de
los veinticinco alumnos.
Cuando terminó, tomó aliento y dio la última orden:
—¡Todos a dormir! Mañana serán expulsados del Seminario los
responsables de este desatino.
A la cama se fueron todos, pero pocos pudieron cerrar los ojos. La cosa
había terminado muy mal y las represalias prometían ser graves.
Con la mirada fija en la oscuridad, José Gabriel Brochero recordó. Vio
la casa de su familia en Santa Rosa del Río Primero; vio a sus
hermanitos jugando con las cabras mientras su madre, Petrona Dávila,
horneaba el pan bajo la sombra de un sauce; vio a su padre, don
Ignacio, llevándolo por la plaza de la Catedral rumbo a esa casa donde
ahora vivía sintiéndose un extraño. José Gabriel había dicho hacía un
tiempo: «Yo quiero ser como el cura del pueblo». Su madre se emocionó
mucho, el padre lo pensó bien, y decidieron llevarlo a Córdoba para que

4
estudiara en el Seminario. El muchacho tenía dieciséis años y hacía
apenas veinte días que convivía con un grupo de jóvenes totalmente
desconocidos para él.
Las horas que faltaban para el amanecer se le hicieron eternas. Estaba
triste y solo, lejos de los suyos, en un ambiente completamente distinto
M de su familia. ¿Era ese el precio que ten fa que pagar para poder ser
sacerdote?

2
Quien crece a orillas del río
sabe mirar para adentro.

El Rector tampoco durmió. Cuando estuvo seguro de que reinaba el


orden en los dormitorios, salió sigilosamente de la casa Y fue a
despertar a su hermano Jerónimo, que era también sacerdote.
Le contó lo ocurrido horas antes. Jerónimo escuchaba medio dormido,
pero cuando Pedro llegó al fin del relato, el sueño se le había pasado
como por encanto.
—¡Es inaudito! —exclamó—, Esto no se puede tolerar de ninguna
manera, Pedro.
—¿Qué me aconsejás que haga?
—Cortar cabezas sin asco. Echá a todos los que participaron de la
revuelta.
—Pero, si lo hago, el Seminario se queda sin alumnos...
—Echá a los responsables, entonces.
—Y ¿cómo los descubro? Nadie va a querer delatarlos. Además, vos
sabés que el Seminario anda mejor de un tiempo a esta parte. Si llega a
saberse lo que ha pasado esta noche, vamos a estar otra vez en boca de
todos.
—Tenés razón, hermano...
—Mirá, Jerónimo: aquí la madre que parió a todos los problemas es una
sola.
—¿Cuál?
—Que, de todos los alumnos que hay en el Seminario, son pocos los que
de veras quieren ser sacerdotes. La mayoría son hijos de familias
ilustres que vienen para tener buenos estudios. Yo no digo que hagan
mal, pero su cabeza no está en lo que nosotros queremos. Y, si los
sacamos, el Seminario no tendrá suficientes alumnos. Además, es
importante tener con nosotros a esa gente, porque son los que mandan.
—Entonces, Pedro, vos estás en un callejón sin salida.
—No me digas eso. Alguna solución tiene que haber, Jerónimo.
La solución se fue encontrando lentamente. Don Pedro Clara no echó a
ningún alumno. Se limitó a hablar personalmente con cada uno,
amenazándolos de diversas formas. Por otra parte, trató de conseguir
más fondos para mejorar la comida y el estado de la casa, que era
lamentable. Además, los hermanos Clara establecieron un horario más
estricto para los alumnos. Y, poco después, Jerónimo suplantó a Pedro

5
en la rectoría del Seminario. Era hombre muy firme, y con él las cosas
anduvieron sobre rieles.
Los muchachos tenían que levantarse a las cinco y media de la
mañana. Disponían de media hora para vestirse y arreglar su cama.
Después iban a Misa y luego tomaban el desayuno en absoluto silencio.
Enseguida pasaban al salón de estudio hasta las diez, y siempre en
silencio.
Podía haber excepciones a este silencio, si el Rector las autorizaba. Así,
un alumno llamado Tristán Achával Rodríguez tenía permiso para
ayudar en ese rato a José Gabriel Brochero. Los dos se iban a otra pieza
y Tristán le ayudaba a traducir el latín, le explicaba los problemas de
aritmética y repasaban juntos la geografía y la historia.
Brochero era un morocho de ojos oscuros y labios gruesos: un criollo
auténtico. No muy alto, la ropa que usaba mostraba su origen humilde.
Corno la gente de¡ campo, hablaba poco, pero asimilaba todo. Tristán,
en cambio, era de familia importante. Los dos se iban entendiendo bien,
y José Gabriel sintió que tenía al menos un amigo en ese Seminario. No
le faltaba inteligencia sino simplemente práctica de estudiar. Por eso, a
medida que pasaron los meses fue mejorando su rendimiento.

—————

Ese día, Gervasio Torres tenía menos ganas que nunca de estudiar.
Bostezó y dormitó durante las clases, que duraban hasta las doce de la
mañana. Durante el almuerzo, con la excusa de llevar y traer los platos,
se metió en la cocina y charló en voz baja con Nemesio, el ayudante del
cocinero don Ramón. Después hubo un rato de recreo en el patio
interior y todo el mundo se fue a dormir la siesta. A las tres de la tarde
sonó la campana para ir nuevamente a clase. Los alumnos bajaban las
escaleras medio dormidos, pero Gervasio tenía los ojos brillantes del
aventurero. Gregorio Vélez le dijo algo al oído. Torres asintió y ambos
estuvieron muy atentos a la clase de latín que les dio el Padre David
Luque, uno de los profesores más capaces del Seminario. Tomaron mate
con los demás compañeros y desaparecieron sin llamar la atención de
nadie.
Eran las siete cuando todos estaban reunidos en la capilla rezando el
Rosario. Brochero notó que Vélez y Torres no estaban. También debió
verlo algún otro, pero nadie dijo nada. José Gabriel repetía: «Santa
María, Madre de Dios...» pero su cabeza se iba a cualquier parte.
Aquellos eran los «vivos», los que sabían burlar el reglamento. ¿A dónde
habrían ido?
Se enteró a la noche, cuando después de la cena y de un rato de
esparcimiento, todos estaban ya en la cama. Los dos tránsfugas volvían
en puntas de pie. No querían despertar a nadie, pero la gana de
comentar sus aventuras era más fuerte que ellos. Entre dormido y
despierto, Brochero oyó a Gervasio que comentaba a su vecino de cama:
—Fuimos al alto del abrojal, del otro lado de la cañada. Hay baile, hay
mujeres... ¡Es hermoso!

6
El centinela, gritando las doce desde la terraza del Cabildo, puso punto
final a la charla; y el sueño reinó en la pieza hasta la mañana siguiente.

3
Camino umbroso el del río,
¡huele a sauce y alameda!
Por ahí andaba Gabriel
contemplando las riberas.

Así pasaron dos años. Brochero se había adaptado muy bien al


ambiente del Seminario; era un alumno aventajado por su gran
tenacidad para estudiar, y no se sentía en nada inferior a los hijos de
familias patricias con los cuales convivía. El «negro» se imponía con su
silencio y su seriedad, pero también con las respuestas rápidas que
sabía soltar cuando alguien le quería pasar por encima. Era un criollo
divertido detrás de una cáscara seria.
Los domingos a la tarde los seminaristas salían a pasear. Caminaban
juntos detrás de uno de los Superiores que los llevaba hasta las quintas
junto al río Primero, o hasta la vieja capillita de Santa Ana.
Una de esas tardes de domingo, el grupo pasó cerca de varias carretas
detenidas en un terreno cerca del río. Llevaban mercaderías para
Santiago del Estero. Los bueyes pastaban tranquilos mientras los
carreteros mateaban y jugaban a los naipes. Eran las cinco de la tarde
de un día de viento norte. El ambiente estaba pesado como plomo.
De repente, sin que nada lo hiciera prever, dos de los carreteros
empezaron a discutir por una trampa en el juego. No levantaban la voz,
pero los ojos se cruzaban cada vez con más rabia. Los perros ladraron
alarmados cuando uno de los hombres sacó el facón y enrolló su
poncho en el brazo izquierdo con un movimiento rápido. De inmediato,
los otros carreteros se dividieron en dos bandos. Comenzó el duelo
criollo. Los facones relucían al sol poniente.
Ya brotaba sangre de la mejilla de un hombre cuando se oyó el galope
de un caballo que frenó junto al grupo levantando una polvareda.
—¡Alto! —gritó el jinete uniformado desenvainando un pesado sable.
Como los peleadores no le hicieran caso, el soldado empezó a repartirles
planazos en las espaldas, al tiempo que los atropellaba con su caballo.
Los hombres fueron a parar al suelo, con poca gana de seguir la pelea.
Pero la tropa de mulas de los carreteros, que estaba pastando allí cerca,
si espantó con el bochinche y los animales empezaron a correr a
cualquier parte.
—Sigan caminando, no miren esas cosas —pidió el sacerdote que
guiaba a los seminaristas.
Era lo mismo que hablarle a una pared. Los muchachos eran todo ojos
contemplando el espectáculo. Cuando Brochero vio a las mulas
espantadas, el instinto del campesino pudo más que la orden del
superior. Salió corriendo y empezó a los gritos, hizo gestos, enfrentó a
los animales y consiguió calmarlos. Acariciándoles el cuello y el lomo los
fue llevando hacia las carretas.

7
Desde la altura de su caballo, el guardián del orden lo miró sonriente.
—Gracias, muchacho. Usted ha ayudado a la guardia de la ciudad.
Vaya tranquilo, nomás.
Brochero fue a juntarse con el grupo. El sacerdote no se atrevió a
decirle nada, pero los compañeros lo palmeaban entusiasmados.
En el camino de vuelta, Gregorio Vélez les contó que el uniformado era
el sargento Simón Luengo, más conocido que la ruda en Córdoba. Era el
jefe de la guardia de la ciudad, muy respetado y querido por los
soldados, por ser bien macho y al mismo tiempo muy justo en todas sus
acciones.
Días después, la ciudad se conmovió con una siniestra noticia. Un
correo que llegó de Cuyo informó que había sido alevosamente
asesinado el gobernador de San Juan, general Nazario Benavídez. El
Rector Jerónimo Clara quedó muy impresionado y decidió hablar sobre
el hecho a los alumnos del Seminario:
—Desde el año 1810 —les dijo— en que las Provincias Unidas del Sur
decidieron independizarse de España hemos pasado momentos muy
difíciles. Han muerto muchos en peleas de grupos, sin que se
consiguiera organizar el país. Vino después el largo gobierno de Juan
Manuel de Rosas, que ustedes no recuerdan porque entonces eran muy
pequeños. Rosas no atinó a organizar definitivamente el país, como lo
había querido mucho antes nuestro gran gobernador cordobés Juan
Bautista Bustos. Pero hace seis años, Urquiza, el gobernador de Entre
Ríos, derrotó a Rosas, reunió un Congreso en Santa Fe y se aprobó la
Constitución Nacional. Urquiza es el presidente de la nación y Córdoba
está con Urquiza. Pero Buenos Aires no quiere aceptarlo; por eso el
gobierno nacional está instalado en Paraná porque Buenos Aires no
acepta formar parte de la Confederación Argentina. El gobernador
Benavídez era muy amigo de Urquiza. ¿Por qué lo asesinan? Yo les pido
que recen mucho para que tengamos paz en nuestra tierra, porque me
parece que se acercan de nuevo momentos muy difíciles.
Pocos días después, la mañana del 4 de setiembre de 1858, los
seminaristas iban caminando hacía el edificio de la Universidad de
Córdoba para asistir a sus clases, cuando comenzó un tiroteo en la
plaza del Cabildo. Hombres parapetados detrás de los árboles
disparaban contra la casa de gobierno. Otros, escondidos en los
ramajes, gritaban: «¡Viva Urquiza! ¡Abajo el gobernador Fragueiro!».
Todo el público empezó a correr en desbandada. Unos seminaristas se
tiraron al suelo, mientras otros corrían a esconderse en las casas.
Desde el Cabildo la guardia contestaba los disparos con mucha menos
intensidad. Brochero vio a Simón Luengo en uno de los balcones del
edificio. El sargento tenía su arma en la mano, pero no disparaba.
Los amotinados llegaron a la puerta de la casa de gobierno. Adentro
estaba el gobernador Fragueiro. Los sublevados lo acusaban de ser
amigo de Buenos Aires y no de Urquiza. Finalmente, después de varias
horas de tiroteo, la guardia de la ciudad encerró a los revoltosos en la
recova de la casa de gobierno y los obligó a rendirse. Fragueiro había
pasado un momento muy peligroso.

8
Transcurrieron varias semanas. El Rector Clara mandó a Brochero a la
catedral para que ayudara en una ceremonia sagrada. Cuando el
muchacho volvía al Seminario se cruzó con Simón Luengo, que
patrullaba la plaza a caballo.
El legendario sargento era un moreno de mediana estatura, morrudo,
de ojos muy negros y bigotes a lo Facundo Quiroga. Reconoció al
muchacho y detuvo su caballo.
—¿Qué hace, m’hijo? ¿Cómo le va?
—Bien, señor, ¿y usted?
—Había sido ducho pa’calmar a las mulas...
—De chico me lo enseñó mi tata.
—¿Y usted quiere ser cura?
—Sí, señor.
—Que Dios lo ayude, m’hijo.
Brochero preguntó al sargento:
—¿Está tranquila la ciudad, señor?
—Ahora sí, después de la revuelta del otro día. Pero la cosa no ha
terminado, muchacho. Aquí estamos por un lado los «rusos» que nos
dicen, los que defendemos a muerte la Confederación, con Urquiza a la
cabeza. Y por otro lado están los «aliados», los cogotudos, los que tienen
mucha tierra; esos están contra Urquiza y quieren hacer todo lo que les
manden desde Buenos Aires.
Después de echar una mirada a la plaza, remató sus palabras
diciéndole:
—Pero usted es muy mozo todavía para meterse en estos entreveros.
Vaya nomás, m’hijo, y hágase bueno.

4
Porque es un gusto de niño
andar descalzo su senda,
¡hay cosas que no se olvidan!

Eran las once de la mañana cuando el Rector mandó llamar a Brochero


a su despacho. El joven ya usaba sotana. José Gabriel entró a la pieza y
se encontró con un muchacho de quince años parado junto al escritorio
del Padre Jerónimo Clara.
—Es un nuevo alumno del Seminario —explicó el Rector—. Se llama
Miguel Juárez Celman.
Brochero miró al recién llegado. Cutis blanco; cabello castaño
impecablemente peinado con raya al medio; traje gris de puro casimir
inglés; zapatos negros de charol y corbata de terciopelo al tono: un
retrato de Londres en la Córdoba de 1859.
Brochero tendió la mano a Miguel Juárez Celman. El distinguido
alumno se la estrechó con timidez.
—Brochero —dijo el Rector—, yo quiero que usted sea el bedel de este
joven. Usted se me hace responsable de su buen comportamiento y le
enseña lo necesario para que estudie con provecho.

9
—Sí, señor Rector —fue la respuesta.
Al poco tiempo de tratarlo, Brochero se dio cuenta de que Miguel era un
fulano que haría en el Seminario lo que le diera la gana. Y él no estaba
dispuesto a permitirlo. Juárez no tendía su cama como debía, leía
novelas en lugar de estudiar latín, y a la semana de llegar ya andaba
planeando una fuga con Gregorio Vélez. Además, el bedel sentía que
Juárez Celman lo miraba por encima del hombro.
Un buen día Brochero no aguantó más. Vio que Miguel estaba leyendo
novelas cuando debía repasar matemáticas, y lo hizo salir del salón de
estudios.
—Ya te he dicho un montón de veces que a la hora de estudiar se
estudia —lo encaró.
—¿Y vos quién sos para mandarme?
—El Rector me nombró tu bedel y vos tenés que obedecerme.
—A mí me mandan mis papás solamente, y no un negro como vos. Ellos
son los que saben.
José Gabriel tembló de indignación. No se le movió un solo músculo,
pero la mano se le iba derecho a la cara del insolente. Era cinco años
mayor que Miguel; una sola bofetada bien puesta bastaba para dejarlo
en el suelo.
Se contuvo. Preguntó al arrogante alumno:
—¿Así que tus papás saben mucho?
—Sí
—Y vos sabés mucho porque sos hijo de ellos, ¿cierto?
—Sí.
—Decime: ¿Sabés encender un fuego en el medio del campo?
—No.
—¿Sabés ensillar una mula?
—No.
—¿Sabés hornear el pan casero?
—No.
—¿Sabés esquilar una oveja?
—No.
Brochero soltó su rabia y atacó a fondo:
—¿Y qué es lo que sabés entonces, decime? Tanta tierra que decís que
tenés ¿y no sabés ni agarrar un animal? Yo sé todo eso, y además se
mucho más latín que vos.
Y ahí nomás le recitó de memoria un texto de Santo Tomás, sobre la
virtud de la obediencia a los superiores.
Miguel lo miraba entre asombrado y asustado. Cuando Brochero
terminó su rollo latino, dio el golpe de gracia.
—Y nunca más te me volvés a retobar, ¿me has entendido?
Miguel no contestó. Miró a José Gabriel, primero muy serio, y después
con una sonrisa casi imperceptible. En los labios de Brochero se dibujó
también el amago de la complacencia.
Esa tarde nació una amistad que duraría hasta la muerte de los dos.
Pero ese año resultaba difícil mantener un clima de serenidad en el
Seminario. Los alumnos estaban divididos en «rusos» y «aliados», con
Urquiza o contra Urquiza, cada uno según lo que oía decir a sus padres

10
cuando venían a visitarlo. El Seminario era una muestra en miniatura
del ambiente que se respiraba en Córdoba. Se discutía en el comedor,
en los recreos, en el rato de esparcimiento antes de acostarse. Se hacían
bromas pesadas a «enemigos políticos».
El ambiente estaba muy caldeado y, a fines de octubre de ese año 1859,
la Mensajería Argentina de don Timoteo Gordillo, que hacía el servicio
de correo entre Rosario y Córdoba, trajo una escalofriante noticia: el 3
de ese mes el ejército de la Confederación se había enfrentado con el de
Buenos Aires, comandado por Bartolomé Mitre, en los campos de
Cepeda. Urquiza había vencido ampliamente a los porteños. Don Justo
no entró en la ciudad, sino que negoció con los vencidos en las afueras,
firmando el Pacto de San José de Flores: Buenos Aires aceptaba entrar
a formar parte de la Confederación, revisando antes la Constitución de
1853.
Los «rusos» estaban de fiesta. En el Seminario los «aliados» tuvieron que
aguantar ironías punzantes. Era evidente que los cordobeses estaban
cada día más divididos entre ellos.
La tarde del 22 de febrero de 1860 hacía un calor mortal. La gente
parecía derretirse bajo el sol implacable. Brochero iba hacia la
biblioteca de la Universidad para leer unos textos de filosofía; los
alumnos más antiguos tenían permiso para hacerlo. Cuando salió de
vuelta para el Seminario se cruzó con Simón Luengo en la plaza de la
Catedral.
El sargento lo miró fijamente y le dijo con voz queda:
—No salga mañana, m’hijo, no salga mañana...
Por algo lo decía. Luengo era partidario a muerte de Urquiza, y no
soportaba algunas actitudes del gobernador Fragueiro, que parecía
ponerse del lado de Buenos Aires después de la batalla de Cepeda. El
23 de febrero, unos amotinados al mando del comandante Manuel
Cardozo detuvieron al gobernador en la estancia de Santa Catalina, al
norte de Córdoba. Ese mismo día Luengo y Don José Pío de Achával
tomaron la ciudad capital. Pero, al día siguiente, el coronel Esteban
Pizarro los desalojó y desbarató la intentona. También en San Alberto y
otros lugares de las sierras se produjeron levantamientos armados, todo
lo cual dio a Fragueiro la sensación de haber perdido autoridad.
Permaneció en su cargo hasta mediados de ese año, en que presentó su
renuncia a la legislatura provincial.

5
Es la suerte del humano
nacer y morir un día.
Es un poquito de barro
con un soplito de vida.

El sacerdote carraspeó para limpiarse la garganta, entonó bajito la


melodía y enseguida comenzó a cantar con toda su voz:
«No esperes a convertirte

11
cuando ya no tengas tiempo;
mira que los años corren
y se pasan como el viento».
Su canto resonó en la oscuridad de las habitaciones. Los cuerpos
dormidos comenzaron a moverse en las camas. Se vieron bultos que se
desplazaban lentamente para vestirse, lavarse con agua helada, arreglar
las mantas. Un rato después, los alumnos del Seminario estaban
reunidos en la capilla de la casa de Ejercicios Espirituales. Todos los
años el Rector los llevaba a hacer esa importante práctica cristiana que
ideó San Ignacio de Loyola: estar de siete a nueve días encerrados y en
silencio, escuchando la explicación de los misterios de la vida de Cristo
y tratando de convertirse a El.
Alumbrado por una sola vela, que lo convertía en una imagen
fantasmagórica, apareció el Padre predicador. Comenzó a hablar de la
muerte, la que nadie puede eludir, la que vendrá sin avisarnos, la que
ninguno quiere mirar de frente. El predicador apelaba a la imaginación
de sus oyentes: sientan el olor de un cadáver, escuchen el ruido sordo
de los gusanos, de las gotas que llueven sobre la sepultura... ¡Allí va a
parar toda la gloria de este mundo!
Terminado ese primer sermón, los alumnos escuchaban la Misa.
Después tomaban el desayuno. Luego, cada cual quedaba solo con su
conciencia, meditando las verdades oídas. A lo largo del día había otros
tres sermones más, y también se rezaba el Rosario y las letanías de la
Virgen.
A los alumnos del Seminario se les hacía pesado todo aquello. Los
Padres predicadores debían vigilarlos de cerca para que no hablaran o
no intentaran alguna fuga.
Brochero, por su parte, no se molestaba mucho por el silencio total de
los días de Ejercicios. Siendo, como era, un campesino reconcentrado,
no le resultaba difícil cumplir lo que los predicadores pedían:
imaginarse a Jesús sentado en la barca con sus discípulos, escuchar el
ruido de las olas y del viento, sentir en las narices el olor de la sal,
imaginarse en el propio cuerpo el vaivén de la barca en medio de la
tormenta, escuchar la voz de Jesús que increpa al viento y a la
borrasca...
Así fue sintiendo a Jesucristo como alguien muy vivo y cercano a él.
Podía pasarse los ratos imaginando situaciones de la vida de Cristo,
viéndolo como el maestro bueno, el discutidor rápido, el hombre tierno
con los niños, el hijo amante de su madre, el varón fuerte que se
aguantó en silencio la traición de sus amigos, y también, ¿por qué no?,
el que tembló de miedo ante la muerte cruel y cierta. Y, así, el día se le
iba sin pesarle, entre rezos, sermones, pensamientos y rosarios.
Había algo en los Ejercicios Espirituales que le costó entender. Al
atardecer, antes de cenar, los que querían iban a la capilla para
azotarse las espaldas con sogas trenzadas.
¿Por qué razón había que lastimarse el cuerpo? Fue a preguntárselo al
Padre predicador, y él le explicó lo que dice San Ignacio en el libro de los
Ejercicios: uno golpea sus carnes para pagar a Dios por los pecados que

12
cometió; y también para que el cuerpo esté bien sujeto a la razón del
hombre y no haga lo que se le ocurra,
Brochero lo entendió. Y esa tarde, en la oscuridad de la capilla, desnudó
su espalda y sintió el rastrillo áspero de las sogas que le arañaban la
piel. El Padre predicador, azotándose también, cantaba el salmo
Miserere: «Ten piedad de mí, señor, según tu gran misericordia».
Salió de la casa de Ejercicios con una gran alegría interior. Se sentía
cerca de Dios, contento de estar en el camino al sacerdocio.
Pero el clima de Córdoba y del país se ponía cada vez más tenso. En
noviembre de ese año 1860 fue asesinado el gobernador de San Juan,
José Virasoro, partidario de Urquiza. Días después la Confederación
Argentina rompía relaciones con Buenos Aires y Urquiza preparaba sus
tropas para marchar sobre los porteños, cuyo ejército estaba al mando
de Bartolomé Mitre. El 17 de setiembre ambas fuerzas se enfrentaron
en el arroyo Pavón.
La caballería de Urquiza deshizo a todo un flanco del ejército porteño.
Mitre estaba cercado. Ya se replegaba hacia San Nicolás, cuando
Urquiza ordenó imprevistamente la retirada Y se volvió a Rosario. Sus
oficiales no entendían nada. «El general le regaló la victoria a los
porteños», decían todos. Urquiza alegó que había obrado así porque su
infantería vacilaba y desobedecía.
A partir de ese momento, Mitre quedaba como único dueño de la
situación.

6
La mentira no es propicia;
sólo valen las razones.
Si son buenas, no se asusten.
Si son malas, no se asombren.

Eran las nueve de la mañana. Los seminaristas estudiaban en silencio.


Con gran atención y mano temblorosa, Brochero escribía una carta.
«Excelentísimo señor Obispo de Córdoba: Desde mis más tiernos años
me he sentido inclinado al estado sacerdotal. He practicado los medios
conducentes a examinar mi vocación y adquirir, en cuanto lo permitan
mis fuerzas, la idoneidad que para tan santo estado se requiere. Hace
seis años que estoy en el Seminario, he terminado los estudios de
filosofía y estoy cursando el primer año de teología. En vista de ello
solicito a su Paternidad que me confiera la tonsura y las órdenes
menores, como primer paso para alcanzar el orden sacerdotal».
Salió del salón y entregó la carta al Rector. Jerónimo Clara lo miró con
afecto: ya sabía de qué se trataba. De inmediato presentó el escrito al
Obispo.
Brochero tenía muy buena fama ante los superiores; pocos días
después el Obispo le cortó el pelo en la coronilla, como señal de
pertenencia al grupo de los sacerdotes. Ya estaba en camino hacia la
meta soñada durante mucho tiempo.

13
Uno que apreciaba grandemente al muchacho era el Padre Bustamante,
encargado de predicar los Ejercicios Espirituales. Ese año le pidió que lo
ayudara en una tanda donde había venido gente buena pero muy
ignorante en materia de doctrina cristiana. Brochero cumplía con ellos
el trabajo de «doctrinero». Los reunía en grupo aparte y les enseñaba el
catecismo: hay un solo Dios verdadero en tres personas iguales y
distintas que se llaman el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; Jesús es
verdadero Dios y verdadero hombre; Adán y Eva eran felices en el
paraíso terrenal, pero el demonio los tentó, desobedecieron a Dios y por
eso entró en el mundo el dolor y la muerte. Y así seguía con gran
paciencia, tratando de adaptarse al nivel de sus oyentes.
Uno de los que escuchaban sus lecciones lo llamó aparte una tarde. Se
pusieron a matear y el hombre le planteó su problema.
—Usted nos dijo ayer que tenemos que perdonar a los que nos hacen
daño. Pero a mi señora la agarraron unos soldados de Paunero y se
abusaron de ella. A mí me pusieron el puñal en el cogote para que no
diga nada. ¿Y a quién voy a reclamar yo? ¿Usted cree que eso se puede
perdonar?
Brochero no supo qué responder. Desde fines del año anterior estaba en
Córdoba el primer cuerpo del ejército de Buenos Aires, al mando del
general Wenceslao Paunero. Lo había mandado Mitre, porque sabía que
las provincias estaban con Urquiza y tenía miedo a una rebelión.
Paunero y su gente eran muy mal vistos en toda Córdoba, porque se
comportaban como un ejército de ocupación. Al mismo tiempo, otra
división al mando de Ambrosio Sandes marchaba hacia San Juan. Con
ellos venía Domingo Faustino Sarmiento como auditor de guerra.
La reflexión de aquel hombre humilde le hizo pisar la realidad a
Brochero. El vivía en el Seminario como en un mundo aparte, dedicado
a Dios y a sus estudios, pero a su alrededor bullía un mundo de
pasiones, desencuentros y rencores.
Cuando llegó la primavera se enteraron de que Mitre había sido elegido
presidente de la Nación. El año terminó como había empezado, con la
tropa de Paunero acantonada cerca de la ciudad, y los rumores de que
en las provincias del norte había mal ambiente contra Buenos Aires.
Después de los fuertes calores del verano se reanudaron las clases en
marzo de 1863. En uno de los paseos domingueros de los seminaristas,
pasaron por la casa de Simón Luengo. El famoso sargento era, además
de agitador nato, un gran quintero de las orillas de la ciudad. La gente
decía que las manzanas de Luengo eran las mejores de toda Córdoba.
Sentado a la sombra de un sauce, el sargento los vio pasar. Saludó al
sacerdote que dirigía el grupo y los convidó a comer unas frutas.
Cuando Brochero se le aproximó, la cara rústica de Luengo se ablandó
en una sonrisa.
—¿Qué dice, m’hijo?
—Ahí andamos, señor.
—¿Y le falta mucho pa’ser cura?
—Unos tres años...
—Ahá.
—No lo veo más por la plaza del Cabildo, sargento...

14
—Es que me han retirado del servicio, m’hijo. Los «aliados» hicieron
fuerza para que me sacaran. Imagínese, con Paunero aquí en Córdoba...
Ahora soy «mayor honorario» de la milicia, ¡je, je! Mucho uniforme los
días de fiesta, pero no me dejan meter mano en nada.
— Lástima, ¿no?
— Qué le va a hacer. Pero no se vaya a creer que me estoy quieto, no...
¡Cómo pa’quedarse quieto están las cosas! En el norte el general
Peñaloza los tiene a mal traer a los porteños. Le han jugado sucio esos
que mandó Mitre: Sandes, Arredondo, Rivas y Sarmiento, el sanjuanino.
Arredondo ha quemado pueblos enteros: Aimogasta, Arauco y Malazán.
Para que los gauchos se entreguen les sacan las mujeres y las hijas y
las llevan a las casas públicas... Esta gente quiere acabar con el Chacho
Peñaloza, que es general de la Nación y comandante del noroeste
nombrado por Urquiza con papeles y todo. Pero los riojanos lo defienden
a muerte porque Peñaloza es como el padre de todos ahí. Estos porteños
no van a poder con él, ya va a ver.
El sargento hizo una pausa. Sorbió un mate y luego dijo pausadamente:
—Y si lo apuran a Peñaloza, aquí en Córdoba habrá quien salga a
defenderlo...

7
Toda distancia se acorta
si se acorta la ansiedad.

Así fue. El 16 de abril de ese año Peñaloza le había declarado por carta
la guerra a Mitre. «Señor presidente —le dijo— los pueblos, cansados de
una dominación despótica y arbitraria, se han propuesto hacerse
justicia y los hombres todos, no teniendo ya más que perder que la
existencia, quieren sacrificarla más bien en el campo de batalla,
defendiendo sus libertades y sus leyes y sus más caros intereses
atropellados vilmente por los perjuros».
Enseguida Peñaloza lanzó una proclama a los suyos, donde les decía:
«La Patria nos llama a afianzar en nuestras provincias el imperio de la
ley... Yo los llamo en nombre de la Nación para repeler a los tiranos
opresores... Pero no olviden que van en busca de hermanos, que todo el
suelo que van a pisar es argentino, y que la bandera nacional no lleva el
lema de sangre y exterminio. No, la sangre argentina debe
economizarse...».
En pocas semanas todas las provincias del noroeste estaban
insurreccionadas contra los porteños. Pero al levantamiento le faltó
organización; y eso fue aprovechado por las fuerzas de Buenos Aires.
Varias divisiones confluyeron sobre los llanos de La Rioja. El 20 de
mayo los montoneros de¡ Chacho lucharon contra Sandes en Lomas
Blancas. La pelea fue sangrienta. Peñaloza consiguió sacarles la
caballería y se replegó a las sierras de Córdoba.
En la ciudad se sabía todo, y las versiones iban subiendo de tono cada
día. Los seminaristas acudían a cuanta fuente de información podían

15
tener. Nemesio les traía chismes del alto del abrojal; los profesores de la
Universidad también contaban lo que sabían; y los papás que venían a
visitarlos daban cada uno su interpretación de lo que ocurría, Por don
Ramón, el cocinero, se enteraron de que Peñaloza había penetrado en el
oeste cordobés, sitiando Villa Dolores y San Pedro. Para hacerle frente,
el gobernador Posse había mandado las pocas tropas que tenía al
mando del comandante Manuel Morillo; entre los soldados estaba un
hermano de don Ramón.
La mañana del 10 de junio, mientras asistían a la Misa, empezaron a
escuchar disparos en la plaza del Cabildo. La Misa terminó
apresuradamente; luego, la tarea del Rector fue impedir que el pánico
cundiera entre los alumnos.
No lo consiguió. Todos se agolparon en una ventana desde donde se
alcanzaba a ver un sector de la plaza. Brochero vio a la guardia en línea
de tiradores, apuntando a la casa de gobierno. Sus ojos de gran
agudeza le permitieron distinguir borrosamente una figura conocida:
¡Simón Luengo!
Los disparos menudeaban. Varios alumnos, aprovechando el
desconcierto, se escaparon por la puerta de la cocina, que daba a la
calle de atrás. Temerariamente se acercaban a la plaza, cuando pasaron
a su lado varios caballos disparados como rayos.
Frenaron en seco dos cuadras más allá, en el convento de Santo
Domingo. Los jinetes desmontaron y se metieron en la casa.
Minutos después, un pelotón de la guardia del Cabildo al mando de
Simón Luengo pasó corriendo y formó, apuntando con sus armas al
convento.
Luengo desenvainó el sable, y mirando hacia la puerta gritó:
—¡Doctor Posse, desde este momento usted deja de ser el gobernador de
Córdoba¡ ¡Viva el general Urquiza! ¡Viva el ínclito general Peñaloza!
El «mayor honorario» de la guardia volvió a la plaza Y formó a los
soldados, que le respondían totalmente. Un buen grupo de gente
observaba desde veredas y balcones. Luengo dijo a los gritos:
—¡Los federales de ley hemos decidido tomar el gobierno para hacer
justicia y resistir a los enemigos de la patria! Soldados: desde ahora en
más, el gobernador de Córdoba será don José Pío de Achával.
¡Presenten... ¡¡¡arrr...!!!
Se vio salir de una casa al santiagueño Achával, que vivía en Córdoba
desde 1851. La insurrección estaba consumada. Si Posse salía del
convento de Santo Domingo, podía costarle muy caro.
De ahí en más los acontecimientos se precipitaron. Cuatro días después
las campanas de la ciudad se echaron a vuelo para saludar la entrada
del ejército de Peñaloza. El gobernador Achával le había abierto las
puertas de Córdoba, a pesar de que Paunero y Sandes se venían
acercando.
La ciudad entera se volcó a las calles. Peñaloza, de 63 años, marchaba
al frente de mil jinetes con su barba de patriarca y el uniforme de
general. Aquello era un mar de caballos que levantaban una polvareda
infernal. Mezclados con la gente, los seminaristas se enteraban de
muchas cosas.

16
—Ese hombre alto y flaco que viene allá es Felipe Varela, el segundo de
Peñaloza.
—Viene un tal Santos Guayama; a caballo no hay quien pueda con él.
—Traen a un vidente que le dicen el indio Chumba. Se llama Severo
Chumbita. Parece que una vez estaba con toda la gente en el campo y
dicen que en la copa del árbol que tenía al costado se paró un pájaro y
el pájaro dijo: «Tienen que irse, aquí están mal». Chumbita hizo ensillar
y al rato cayeron las tropas enemigas. Y lo mismo pasó cuando le fueron
a quemar la casa.
El desfile continuaba. Caballos y más caballos. Caballos rápidos,
esbeltos, inquietos. Los montoneros llevaban poncho y sombrero de alas
anchas, la lanza tacuara con una cinta roja y viejos fusiles terciados
sobre la espalda. Además, se habían plegado al Chacho mil infantes
cordobeses a las órdenes del coronel Burgos.
La tropa llenó la plaza y sus cercanías. Peñaloza saludó al pueblo desde
los balcones de la casa de gobierno. Luego se organizó un campamento
en los altos del abrojal, donde los montoneros cantaban y mateaban,
esperando el momento de entrar en acción.

8
Aquel que vive penando
le sobra la voluntad.
Pero, si es otro el remedio,
¿de qué le vale el penar?

El ambiente se poblaba de malos presagios. Paunero seguía avanzando


hacia Córdoba, al frente de fuerzas superiores en número y armamento
a las de Peñaloza.
En el Seminario nadie tenía ganas de estudiar. Las discusiones eran
interminables. Uno de esos días Brochero estaba con Miguel Juárez
Celman en el recreo, escuchando como el «docto» desparramaba con
gran seguridad sus opiniones.
—Tiene razón Mitre —decía Miguel—. La Rioja es una cueva de ladrones
que amenazan a todas las provincias vecinas y donde no hay gobierno
que haga la policía. Por eso hay que eliminar al Chacho y a toda su
gente.
—¿Estás seguro? —preguntó Brochero suavemente—. Yo he oído decir
que los riojanos le tienen ley a Peñaloza: sabe darle a cada uno lo suyo
y nadie golpea su puerta sin conseguir consejo o apoyo. Arregla los
matrimonios que andan mal, encarrila a los muchachos difíciles. . .
—Será como vos decís, pero es un analfabeto, y el país no puede salir
adelante con gente sin cultura. Se mueven por sentimientos, no
piensan, no razonan, se creen que el mundo empieza y termina en su
pago. Y no es así: el mundo es grande, y del otro lado del mar está
Europa, donde hay progreso, cultura, civilización. Fijate un poco: en
este momento se está empezando a construir el ferrocarril que llegará
de Rosario hasta aquí. ¿Quién lo hace? ¿Un argentino? No, un inglés, el

17
ingeniero Wheelright. Hay que mirar a Europa y no a los llanos de La
Rioja, José. Ya lo dijo Sarmiento...
El 27 de junio una partida de espías de Peñaloza comunicó a su jefe que
Paunero estaba llegando a la ciudad.
—No salga, general le aconsejó el coronel Burgos . Nos quedemos aquí
a esperarlos. Yo pongo a mis infantes en las azoteas de las casas y le
garanto que los porteños no entran en Córdoba.
El Chacho rumió su respuesta, dicha con voz casi imperceptible:
—Si hay pelea en la ciudad, va a morir mucha gente inocente. . .
Cuando amaneció, Córdoba se pobló del rumor sordo de los cascos de
los caballos. El ejército del Chacho marchaba hacia Las Playas para
enfrentar a Paunero.
La expectación pesaba sobre los habitantes como una losa de mármol.
¿Qué ocurriría?
Al mediodía, un soldado que chorreaba sangre frenó su caballo ante la
puerta del Seminario y la golpeó repetidas veces con su puño, haciendo
para ello un sobrehumano esfuerzo.
El Rector abrió la puerta.
—¡Vengan, por favor, vengan a sacramentar a los heridos! —gritó el
soldado, sosteniéndose apenas sobre el caballo.
—¿Qué ha pasado? inquirió el Superior.
El herido le contó entrecortadamente:
—Han muerto como trescientos de los nuestros... Al comandante
Burgos ya lo fusilaron... Paunero ha hecho matar a muchos oficiales...
Sandes le está sacando el cuero de los pies a los prisioneros y después
los hace caminar... ¡Pobres ...! El Chacho salió muy enfermo... Felipe
Varela está herido grave, pero los dos han podido escapar... ¡Vayan, por
Dios ...!
Con el rostro crispado de dolor espoleó al caballo y se perdió entre las
calles buscando salvar la vida.
El Rector no vaciló. Fue a la capilla y volvió con los aceites benditos, el
libro de oraciones y una estola morada. Los alumnos lo miraban en
silencio.
Jerónimo Clara se dirigió a Brochero:
—Usted quiere ser sacerdote. ¿Se anima a acompañarme?
Sin decir palabra, el muchacho se adelantó y tomó en sus manos los
aceites y el libro.
Subieron a un coche y comenzaron a marchar hacia Las Playas,
encerrados cada cual en su propio silencio.
Cuando se acercaban al lugar de la batalla, una partida de jinetes
detuvo el coche. Al frente iba un joven oficial de barba cuidada y ojos
fríos.
—Soy el teniente Julio Roca —les dijo—. ¿Qué quieren?
Por toda respuesta, el Padre Clara levantó en la mano derecha un
Cristo. Brochero y él bajaron del coche y empezaron a caminar entre
cuerpos tendidos en el suelo.
En todas direcciones se veían cadáveres. La caballería porteña pisaba
muchos de ellos sin demasiada preocupación. En cambio, se esmeraban
arreando los caballos de los vencidos.

18
Cuando se arrodillaron junto al primer cuerpo, Brochero sintió
escalofríos de miedo. Aquel hombre estaba muerto y lo miraba con los
ojos muy abiertos. El Rector trazó una cruz sobre su frente y le cerró los
ojos.
Más allá otro herido se quejaba sordamente, «Yo te perdono tus pecados
en el nombre...» El montonero pareció entender, porque esbozó una
sonrisa antes que su cara adquiriera la rigidez de la muerte.
Se oyeron disparos. El pelotón de fusilamiento continuaba su macabra
tarea.
El rector y Brochero seguían arrodillándose junto a cuerpos manchados
de sangre en la cara, en el pecho, en las piernas. Había heridas
horrorosas, alaridos atroces, convulsiones escalofriantes. El seminarista
tuvo que echar mano a toda su fuerza de voluntad para no desmayarse
de miedo.
Así sacramentaron durante varias horas a soldados de ambos bandos.
Oyeron aullidos de dolor y poco después les impregnó las narices el olor
a carne humana quemada. Comenzaba a arder «la carbonera de
Sandes», que incineraba los cadáveres de los prisioneros después de las
torturas.
Los dos representantes de Dios se sintieron impotentes ante tanto mal y
tanta tragedia. Clara no hablaba. Caminaba con la cabeza gacha, como
oprimido por la angustia, mientras murmuraba oraciones y trazaba la
señal de la cruz sobre los cadáveres desparramados entre la maleza.
Detrás de él, Brochero marchaba con rostro de piedra, donde solamente
los ojos negros brillaban de horror, de miedo y de compasión.
Cuando regresaron al Seminario, José Gabriel se encerró en un
obstinado silencio. Inútilmente quisieron hacerlo hablar. Fue a la
capilla y se quedó largo rato absorto, como si intentara asimilar esa
experiencia límite que había puesto a prueba las fibras más fuertes de
su personalidad.
«Dales, Señor, el descanso eterno», repitió muchas veces. «Danos la paz,
danos la paz...»

9
Si se paran en el limbo
del abismo, ven dos reinos:
el de arriba, que es la Gloria
y el de abajo, que es el Fuego.

Pasaron dos años. Brochero estaba ya terminando sus estudios, y debía


tomar la decisión de pedir al obispo que lo ordenara sacerdote.
Cualquier persona se siente mal cuando debe encarar opciones
importantes. Sobre todo si es mucho lo que está en juego. José Gabriel
sabía bien que la ordenación sacerdotal constituía el comienzo de un
camino sin retorno. Había que ser fiel hasta el fin a un estilo de vida
muy exigente, sintetizado en aquella consigna de Jesús: «El que no
toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo».

19
Por eso, cuando entró ese año en Ejercicios Espirituales, empezó a
sentir lo que San Ignacio llama «la desolación espiritual». No tenía ganas
de pensar, le resultaba pesado rezar, se dormía en los sermones. Su
mente vagaba por cualquier parte siguiendo imágenes fantásticas que
nada tenían que ver con los misterios de la vida de Jesús.
De noche tenía pesadillas: Veía una y otra vez al montonero muerto que
lo miraba con los ojos enormemente abiertos; se despertaba
sobresaltado creyendo que estaba rodeado de cadáveres. Simón Luengo
aparecía en sus sueños para decirle: «usted va a ser un cura cómodo y
barrigón como los otros». Cuando esa imagen se borraba, aparecía el
atildado Miguel Juárez Celman que lo miraba burlonamente y le decía:
«Sos un pobre campesino. ¿Qué estás pretendiendo hacer?». Y otra vez
la cara del montonero muerto lo hacía saltar en la cama.
La verdad era que no se animaba a ser sacerdote. Aquello era
demasiado para él. «Yo no he venido a traer paz; sino lucha; he venido a
poner al hombre contra su padre, a la hija contra su madre; de modo
que cada uno tendrá por enemigos a sus propios familiares». Palabras
terribles de Cristo, que le quitaban la tranquilidad.
No se animaba. Estaba triste. Todavía tenía tiempo de echarse atrás.
Recordó lo que San Ignacio recomienda: cuando uno está en la
desolación, no debe tomar decisiones importantes, porque lo hará
guiado por el espíritu malo y no por el bueno.
Pero él no podía dejar de optar ya mismo. Entonces acudió a las reglas
que da San Ignacio para hacer una buena elección.
Pensó: si yo me encontrara con alguien totalmente desconocido y
quisiera desearle lo mejor para él, ¿le recomendaría que se hiciera
sacerdote?
Se imaginó que estaba a punto de morir y se preguntó: ¿cómo me
sentiría mejor en ese momento? ¿Siendo sacerdote de Cristo o siendo
un simple fiel?
Las respuestas que se daba a sí mismo no eran para nada seguras. Y
así seguía alimentando su angustia. Una mañana el Padre predicador
hizo el sermón de «las dos banderas». Hay que imaginarse —pide San
Ignacio— que estamos en un campo de batalla donde dos ejércitos se
enfrentan: el de Cristo y el de Lucifer. El demonio manda a sus adeptos
a todas partes para difundir el orgullo, el amor al poder y a la riqueza.
Por su parte, Cristo elige voluntarios y los envía por todo el mundo
esparciendo su doctrina a toda clase de personas. Jesús nos necesita y
El nos da la fuerza para combatir el buen combate.
Después del sermón comenzó a renacer la calma en su espíritu. Estaba
dispuesto a ser un voluntario de Cristo.
Esa noche volvió a soñar. Vio a Jesús. Estaba muy lejos y movía su
mano llamándolo; pero un precipicio se interponía entre los dos. José
Gabriel, angustiado, corría de un lado a otro buscando la forma de
atravesar el abismo. De pronto, su madre Petrona Dávila apareció a su
lado. Lo tomó de la mano y, sin saber cómo, Brochero se vio al lado del
Cristo que lo miraba afectuosamente.
El sueño fue fugaz; pero, cuando se levantó a la mañana siguiente, las
imágenes venían una y otra vez a su memoria. Entonces comprendió

20
que, en su camino para encontrar a Cristo, había una mujer, una
madre. Y que, así como él debía todo lo que era a Petrona Dávila, así
también María, la Virgen Madre, era quien podía llevarlo con seguridad
hacia Jesús. Porque a la Virgen le había pasado lo mismo que a él: más
de una vez no entendió lo que Dios quería de ella, le costó que su hijo
Jesús se apartara de su lado para seguir su propio camino; pero ella
siempre había aceptado con fe lo que le ocurría.
De ahí en más, la Virgen María se fue haciendo una presencia fuerte en
el alma de Brochero.
Iba llegando al fin de los días de Ejercicios, y todavía no tenía
completamente claro el panorama de su decisión. Se preocupaba por su
falta de capacidad intelectual. Un sacerdote debe ser un hombre
ilustrado, muy leído, con capacidad para hacer sermones brillantes; un
hombre que pueda estar a la altura de los intelectuales, de los
gobernantes, de los catedráticos. ¿Y quién era él? Un campesino, pastor
de cabras en Santa Rosa del río Primero. ¿Podía tener la ciencia
necesaria para tan alta misión?
Presentó esta duda a su amigo el Padre Bustamante. El sabio jesuita
tomó una manoseada Biblia y buscó un pasaje de la primera carta que
escribió San Pablo a los de Corinto. Se la leyó:
—«Cuando yo fui para hablarles de la verdad de Dios, lo hice sin usar
palabras sabias ni elevadas. Pues cuando estuve con ustedes, no quise
saber de otra cosa sino de Jesucristo, y de Jesucristo crucificado. Me
presenté ante ustedes débil y temblando de miedo; y cuando les hablé y
les prediqué el mensaje, no quise convencerlos con palabras de hombre
sabio. Al contrario, los convencí por medio del Espíritu y del poder de
Dios, para que la fe de ustedes dependa del poder de Dios y no de la
sabiduría de los hombres».
Después le aclaró:
—Mire, hijo: Parece que San Pablo era medio tartamudo, o tenía una
dificultad para hablar. Yo no sé si será cierto; pero la verdad es que él
en Corinto tenía que hablar en griego, que no era su lengua materna.
Hablaba como podía, y eso es lo que él quiso decir: lo que vale no es la
sonoridad de las frases, sino la fuerza de Dios. La gente no se convierte
por las lindas palabras del cura sino porque Dios le manda su gracia. Si
usted está lleno de Dios, la gracia va a pasar a través suyo como el agua
por la acequia, y la gente va a volver a Dios. Hágase santo, hijo, y no se
preocupe de nada más.
Y le recomendó que rezara como San Ignacio enseña: deteniéndose en
una frase de cualquier oración, el Padrenuestro, el Avemaría u otra de
su preferencia, y repitiéndola al compás de la respiración, para sentir la
presencia de Dios dentro de uno mismo y unirse a El por el camino
directo del corazón.
Así lo hizo Brochero. A partir de entonces fue experimentando una
unión cada vez más íntima con su Dios, paladeando frase por frase
aquella inflamada oración de San Ignacio:
«Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.

21
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh mi buen Jesús!, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de ti.
Del enemigo maligno, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a ti, para que te alabe con tus santos
por los siglos de los siglos. Amén».

10
José Gabriel del Rosario
quiso ser río y
con Dios hablar...

Brochero entró al Seminario con unos libros bajo el brazo. Venía de la


Catedral, donde el sacerdote maestro de ceremonias le estaba
enseñando la forma de celebrar bien la Misa.
En la sala de esparcimiento se encontró con Miguel Juárez Celman. Era
idéntico al primer día: siempre eufórico, siempre seguro, siempre
triunfador.
—¡Qué me decís de las últimas noticias que trajo el correo, José!
Nuestras tropas han cruzado el Paraná y van a cercar al tirano López en
los esteros del Tuyutí.
José Gabriel sorbió un mate sin responder. Venía de practicar la
celebración de la Misa. El sacrificio del altar, según le habían dicho sus
maestros espirituales, es la acción más importante que debe realizar un
sacerdote. Los libros de ceremonias establecían hasta el último detalle
la forma de decir la Misa. Y Brochero se había compenetrado a fondo de
la importancia de ese acto. Por eso ensayaba el Santo Sacrificio una y
otra vez. Había que saber hacer reverencias a la cruz, genuflexiones
correctas, trazar cruces sobre el cáliz, juntar los dedos índice y pulgar
después de tocar la hostia consagrada, saludar al pueblo dándose
vuelta para decir: «El Señor esté con vosotros». Todos los días, en la
capilla, se tomaba un rato para ponerse las vestiduras sagradas y
repasar los ritos de esa comida sagrada. Y cada día se iba sintiendo
más identificado con aquel que dijo, teniendo un pan en sus manos,
«esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes».
Miguel siguió contando con entusiasmo:
—Solano López ya está cercado. Entre argentinos y brasileños hay
60.000 soldados que destrozarán a ese tirano de América.
—¿Vos entendés bien por qué empezó esa querrá? preguntó Brochero.
—Está claro, José. El dictador López del Paraguay cruzó territorio
argentino para invadir al Brasil. Mitre le había negado el permiso para
hacerlo. Ante la afrenta de López, no hubo más remedio que declararle
la guerra. Ahora las cartas están jugadas y hay que combatir hasta el

22
fin. ¡Tiene que triunfar la libertad, la democracia y el progreso sobre la
barbarie de los tiranos!
—Así ha de ser respondió Brochero. Pero hay cosas que no están claras.
Me han contado que Urquiza juntó como 8.000 hombres en su
provincia de Entre Ríos, y se le sublevaron en un pago llamado
Basualdo. Tres mil gauchos desertaron, nada menos.
—Eso es verdad, lamentablemente. Y la culpa la tiene Felipe Varela, ese
montonero que peleaba con el Chacho Peñaloza. Iba como oficial de
Urquiza y seguramente le ha calentado la cabeza al gauchaje para que
se negara a combatir contra el Paraguay.
No eran momentos serenos para un muchacho que quería ser
sacerdote. Pero más de una vez, en sus ratos de meditación, el serrano
Brochero pensaba en Cristo. Lo veía en medio de las multitudes, sin un
minuto de descanso, apretujado por los que venían a pedirle milagros,
sin tiempo ni para comer. Lo veía también en la lucha contra los
poderosos de su tiempo, que trataban de hacerlo caer en trampas
mediante discusiones hábiles, quitándole la serenidad y la paz que
podía disfrutar mirando las colinas de Galilea, su tierra. Un sacerdote
no puede vivir al margen de los problemas de los hombres. Y la
Argentina de entonces los tenía, y muy graves.
Una mañana en que, precisamente, rogaba por la patria en la capilla, se
escuchó ruido de tiros en la plaza del Cabildo. Todos se sobresaltaron y
nadie aguantó la curiosidad. Se volcaron a las ventanas para saber qué
pasaba. Y una vez más Brochero distingui6 a lo lejos la figura ya
legendaria de Simón Luengo al frente de la guardia de la ciudad. No
importaba quien fuera el jefe de ese cuerpo, ni el grado militar que
tuviera. Si el quintero Luengo decía: ¡Vamos!, la milicada le obedecía
ciegamente.
Un buen día Brochero no se aguantó más su inquietud por ver las cosas
claras, y se fue a visitar a Simón Luengo en su quinta de los altos del
abrojal.
El sargento podaba unos frutales con mucha prolijidad. Se sentaron a
matear debajo del sauce preferido y ahí empezó la conversación.
Brochero le preguntó qué pasaba en el país, por qué tantas
desavenencias, por qué ahora una guerra contra el Paraguay.
—Vea, m’hijo, dijo Luengo con voz reflexiva esto es muy complicado.
Pero el fondo siempre es el mismo: aquí están de un lado los porteños
dándose la mano con los gringos, y del otro los buenos federales que
desde los tiempos de don Juan Manuel de Rosas queremos que nadie
nos venga a mandar de afuera. Fíjese que los brasileros invadieron el
Uruguay y después iban a atacar el Paraguay, cosa segura. Entonces
Solano López no ha tenido más remedio que salir a pelearlos antes que
ellos lo ataquen. Y Mitre se ha aliado con los brasileros para aplastar a
López.
—Pero Solano López es un tirano...
—Será, pero su pueblo lo quiere desde el momento que se deja matar
por él; y además el Paraguay es pueblo hermano, y nunca se debe
pelear entre amigos. ¿No sabe lo que está pasando en las provincias,
m’hijo? Mitre pide a todos los gobernadores que le manden soldados, y

23
la gente no quiere ir. El contingente de La Rioja se sublevó; los de San
Luis hicieron lo mismo. Y en Catamarca, créamelo, hubo que fabricar
grillos para mandar a los «voluntarios». Ni qué le cuento de lo que le
escribió Tabeada, el de Santiago, a Mitre cuando mandó su contingente.
Le dice: le mando los voluntarios, devuélvame las maneas». ¡Maneados
los llevaban!.
Brochero lo escuchó pensativo.
Después se enteraron de lo ocurrido: el sargento Luengo había
destituido al gobernador Ferreyra para poner en su lugar al doctor
Mateo Luque. Una vez más el grupo de los federales cordobeses trataba
de imponerse a los gobiernos amigos de Mitre.
Pocos días después salía de la ciudad el regimiento Córdoba, destinado
a la guerra del Paraguay. Iba al mando del joven teniente coronel
Agustín Olmedo. Ocurrió lo que era previsible: muchos soldados se
sublevaron en la posta de Toledo, negándose a seguir «hacia arriba».
Olmedo hizo fusilar a los amotinados y el resto prosiguió su marcha,
entre la angustia y la incertidumbre.

A fines de ese año 1866, el día cuatro de noviembre, José Gabriel


Brochero fue ordenado sacerdote. En medio de la turbulencia y el odio
desatados, un hombre se consagraba a Dios para ser ministro del amor
y la reconciliación.
Era un día fresco de primavera. Vestido con los sagrados ornamentos,
Brochero entró a la vieja catedral de Córdoba, testigo de la fe de tantas
generaciones. Vio a sus padres y hermanos, que habían llegado desde
Santa Rosa del río Primero para acompañarlo en el día más importante
de su vida. Verlos fue recordar toda su infancia, sus proyectos, las
conversaciones con su padre: «Yo quiero ser como el cura del pueblo».
El obispo, sentado en el sitial de honor, murmuraba plegarias por el
nuevo sacerdote. Brochero, sumamente conmovido, estaba ahora tirado
en el suelo, implorando el auxilio del Señor. Recordaba los primeros
días del Seminario, el dolor de su soledad, los esfuerzos enormes para
estudiar. Ahora cosechaba el fruto de tanto esfuerzo.
El soplo del espíritu se hacía sentir en el recinto apenas iluminado por
el sol de la mañana. El obispo se puso de pie, caminó lentamente hacia
el muchacho arrodillado, y apoyó sus manos sobre aquella cabeza
inclinada. José Grabriel supo que, desde ese momento, era sacerdote
para siempre.
El obispo lo llamó entonces junto a su sitial. Le untó las palmas de las
manos con el aceite bendito. De ahora en más, esas manos podrían
tocar el Cuerpo de Cristo, bendecir, administrar los sacramentos,
consolar, sanar. . .
José Gabriel bajó del altar y se dirigió al lugar donde estaban sus
familiares. En medio de una contenida emoción, sus padres y hermanos
fueron anudando una cinta que sujetaba las manos del nuevo
sacerdote, para que el aceite penetrara a fondo en esas palmas ahora
sagradas.

24
Luego prosiguió la Misa; por primera vez en su vida el joven pronunció
las palabras más grandes del culto cristiano: «tomen y coman, este es
mi cuerpo que se entrega por ustedes».
Hacia el fin de la ceremonia, el obispo le hizo prometer fidelidad a sus
superiores y lo bendijo paternalmente, como dándole la voz de mando
para comenzar su misión entre los hombres.
Al terminar el rito, los presentes se acercaron a besar las manos del
nuevo sacerdote. Primero lo hicieron sus padres, llenos de emoción.
Estaban también presentes sus amigos, el Padre Bustamente, don
Ramón, cocinero del Seminario: él también había hecho su parte para
que Brochero llegara hasta el altar.
Alzando la mano temblorosa, José Gabriel trazó sobre todos ellos el
signo de la Cruz. Era su primera bendición en el nombre del Señor.

11
Por senderos tras las sierras
va Brochero con su mula.

Tres petardos estallaron en la plaza de la Catedral, Era el mediodía.


Poco después se escuchó el ruido de los caballos que tiraban la
diligencia. El carromato enfiló hacia la calle de la Policía, media cuadra
al norte del Cabildo.
Apenas escucharon las explosiones, muchas mujeres se dirigieron
corriendo hacia la diligencia. Era el correo que traía noticias de Rosario,
correpondencia y pasajeros.
Las mujeres rodearon con angustia al conductor de la diligencia y a su
acompañante. Querían saber de sus. seres queridos que peleaban en el
Paraguay. Los dos hombres, llenos de sudor y polvo, entregaban a gritos
cartas y paquetes, respondían a mil preguntas y bajaban bultos del
techo del carromato.
Poco pudieron averiguar las madres apesadumbradas. Volvieron a sus
casas a encender velas a San Roque y a la Virgen María, pidiendo el
retorno con vida de sus hijos.
José Gabriel Brochero, de pie en la entrada de la Catedral, las vio pasar.
Algunas de ellas, llorosas, entraron a la iglesia a rezar. Una le pidió la
bendición, que el joven sacerdote le dio con fervor.
El obispo lo había destinado a ejercer su ministerio en esa histórica
iglesia, bajo las órdenes del Párroco. Brochero celebraba la Misa,
confesaba, bautizaba y explicaba el catecismo a los niños.
Un día de abril, mientras almorzaba con los otros sacerdotes en la casa
parroquial, uno de ellos trajo la noticia de una batalla en La Rioja.
—¿Se acuerdan de Felipe Varela, ese que peleó en Las Playas con el
Chacho, contra el ejército de Mitre? Parece que ha juntado nuevamente
a sus gauchos y los ha lanzado por todo el norte.
—Otra vez la guerra... comentó un cura.
—¿Y qué es lo que quieren al fin estos delincuentes? preguntó molesto
el cura párroco.

25
—Vaya a saber —respondió el informante—. Lo cierto es que, según
parece, el coronel Taboada hizo que la montonera no pudiera encontrar
agua en toda la ciudad de La Rioja. Varela no tuvo más remedio que ir
con su gente al Pozo de Vargas, cerca nomás de la plaza principal. Su
tropa venía sofocada por el calor y tres hombres se le habían muerto ya
de sed. Taboada se había atrincherado allí y los ha destrozado. Varela
se ha escapado.
—¿Y dónde podrá estar ahora? inquirió Brochero.
—¡Vaya usted a saber! Ese hombre conoce la cordillera como la palma
de su mano. Puede estar en Guandacol, en Jáchal, en Chilecito o en la
Puna de Atacama. Es como el Chacho: está en todas partes...
—Ya le llegará la hora de pagar sus crímenes —sentenció el párroco.
Una tarde, cuando Brochero se disponía a dirigir el rezo del Rosario en
la Catedral, vino a buscarlo un hombre vestido humildemente.
—Mí padrino está muy enfermo, señor. Venga a sacramentarlo, por
favor, señor cura.
Brochero tomó los aceites benditos y el libro de plegarias. Caminaron
bastante trecho. Cruzaron la Cañada y se internaron en los altos del
abrojal, Después de andar por callejones y senderos tortuosos, el
hombre lo hizo entrar en un rancho.
El olor de la habitación estuvo a punto de desmayarlo. Tirado en el
suelo sobre un cuero de oveja, un hombre que era pura piel y huesos lo
miraba con ojos desorbitados. A su alrededor había un charco de
materia infecta y pestilente.
Brochero no sabía como superar el asco. Hizo un esfuerzo supremo y se
arrodilló junto al hombre. Se lo veía muy mal; podía morir en cualquier
momento.
El sacerdote le habló cariñosamente al oído, lo bendijo, le pidió que se
arrepintiera de sus pecados. Untó la frente del enfermo con el aceite
bendito y se levantó para seguir mirando a ese deshecho humano.
Pocos minutos después, en un estado de rigidez total, el hombre dejó de
respirar.
Dejando a los familiares en una crisis de llanto, Brochero volvió a la
Catedral. Tenía que lavarse la sotana manchada con los vómitos del
enfermo. Cuando estaba por entrar a la casa parroquial, lo detuvo el
doctor Mateo Molina, muy amigo de los sacerdotes.
—Señor Brochero, usted disculpe, pero tengo que decirle algo. No lo
quiero andar divulgando por ahí para no alarmar, pero... yo creo que
ese enfermo que usted ha sacramentado tenía el «cólera morbo». Es una
enfermedad terrible, señor. Por favor, límpiese muy bien y haga poner
azufre en barras en las tinajas del agua potable. Consígase ácido fénico
para pulverizar las piezas y ande con un escapulario que tenga granos
de alcanfor, para aspirar continuamente.
—¿Tan peligroso es esto, doctor?
—Si es el cólera, como yo sospecho, es terrible. Puede morirse toda la
ciudad, se lo aseguro.
Y así fue. Como el agua del río Primero en una crecida, así el cólera
inundó la ciudad de Córdoba. Dos mil personas murieron a
consecuencias de la epidemia. Los médicos y los sacerdotes no tenían

26
descanso ni de día ni de noche. Mateo Molina andaba de casa en casa
las veinticuatro horas del día, desafiando el contagio. Muy cerca de él,
Brochero cumplía la función de reconciliar con Dios a los moribundos.
Pero no era solamente eso. El caos que producía la epidemia
desbordaba todos los esfuerzos. El cólera se convirtió en una obsesión,
una idea fija, un miedo que cerraba puertas, hacía olvidar amistades y
congelaba los sentimientos más fuertes.
¿De dónde había venido? Algunos decían que el contagio lo habían
traído los veteranos que volvían de la guerra del Paraguay, donde la
tropa argentina se contagió el cólera de los soldados paraguayos. Era
muy probable; pero lo importante era defenderse del flagelo. Y como la
peste no daba descanso a nadie, los papeles se mezclaban y todos
hacían a la vez de médicos, consoladores y hasta sepultureros. Más de
una vez, llamado Brochero a sacramentar a un contagiado, le tocó
ayudar a sumergirlo en una tina con agua a cuarenta grados de
temperatura, y darle friegas con todas sus fuerzas para evitar la
parálisis intestinal. Cuando sacaban del agua al enfermo le ponían una
bolsa de hielo en la cabeza y repetían el baño cada dos horas.
Los vómitos eran lo peor. El cólera provoca diarreas de hasta treinta
deposiciones diarias, y vómitos en que se expulsan incluso trozos de
intestino necrosado. Les daban entonces té de manzanilla o menta con
un poco de aguardiente, y los alimentaban exclusivamente con caldo y
leche.
El joven sacerdote no tuvo descanso mientras la epidemia castigó a
Córdoba. Con gesto de agotamiento bendijo en las afueras de la ciudad
tumbas donde los colerosos eran enterrados sin velorio a dos metros de
profundidad, cubiertos con cal viva; fue cura y enfermero, amigo y
padre de los que agonizaban en el horror de esa muerte siniestra.
Cuando los casos de cólera mermaron y se vio que llegaba el fin del
flagelo, un día el obispo lo llamó a su despacho. Le habló de los deberes
del buen sacerdote, y le dijo que había decidido nombrarlo cura del
departamento cordobés de San Alberto, al oeste de las Sierras Grandes.
Debía disponer sus pertenencias y partir lo antes posible a hacerse
cargo del curato de aquella zona.

12
Cielo limpio, ni una nube,
¡más celeste que otros cielos!
El cielo de San Alberto,
cielo del cura Brochero.

Al atardecer de un día como tantos otros, Brochero se encaminó a los


altos del abrojal. Era el lugar donde se juntaba el pobrerío de la ciudad,
los carreteros, los mercachifles y también la gente de mal vivir. Pero
había que morir ahí si uno pretendía encontrar un baqueano para
cruzar las Sierras Grandes.
Brochero era silencioso pero no aplacado. No le asustaba enfrentar
lugares y personas desconocidas. Por otra parte, ya había andado

27
muchas veces por esos parajes atendiendo enfermos durante la
epidemia de cólera.
En la puerta de un rancho mateaban tres hombres. Un poco más lejos,
junto a un pequeño fuego donde hervía una pava, otro punteaba su
guitarra y cantaba:
«A la carga, a la carga, dijo Varela,
salgan los laguneros, rompan trincheras.
Rompan trincheras ¡sí! dijo Elizondo
carguen los laguneros de dos en fondo.
De dos en fondo ¡sí! dijo Guayama,
a la plaza, muchachos, tengamos fama.
Lanzas contra fusiles, ¡pobre Varela!
¡Qué bien pelean sus tropas en la humareda!
Brochero se acercó al grupo.
—Ave María purísima saludó.
Los hombres lo miraron con respeto y desconfianza al mismo tiempo.
—¿Qué anda buscando, señor? preguntó uno.
Brochero explicó lo que necesitaba: alguien que lo guiara en el cruce de
las Sierras Grandes, hasta la Villa del Tránsito. También precisaba
mulas para el viaje.
Lo llevaron a otro lugar donde varios hombres tomaban aguardiente. El
grupo se puso tieso cuando vieron la sotana. Con pocas palabras
Brochero se explicó.
—Aquí hay un mozo Pedraza que conoce bien ese camino —dijo uno que
ya tenía los ojos brillantes por el alcohol—. Voy a llamarlo.
Al rato Brochero tuvo frente a él a un serrano bajo y robusto, con un
par de ojos oscuros capaces de distinguir una huella en la noche más
cerrada. Hicieron trato: el baqueano conseguiría cuatro mulas, dos para
cada uno; saldrían cuando los animales estuvieran en condiciones de
marchar.
Brochero ultimó sus preparativos para el viaje. Le habían hablado de la
rigidez del clima de la sierra, de la dificultad de los senderos, del peligro
que entrañaba andar por lugares tan solitarios; el viaje duraría unos
tres días. Mientras acomodaba en las petacas de cuero sus
pertenencias, trataba de preparar también su ánimo para acometer la
nueva empresa.
Las campanas de la catedral se lanzaron a vuelo uno de esos días. Se
oyó la banda de música que hacía vibrar el aire con las notas de una
marcha militar. La gente se agolpó en la plaza, y una emoción colectiva
se apoderó del corazón de los cordobeses. El párroco llamó a todos los
sacerdotes para que lo acompañaran en el templo, revestidos con los
ornamentos sagrados.
¿Qué ocurría? Volvía el regimiento Córdoba de la triste guerra del
Paraguay. Montados unos, otros a paso de infante, los sobrevivientes
marchaban hacía la iglesia. Al frente iba su jefe, el coronel Olmedo,
quien entró a la catedral y depositó la bandera al pie del altar mayor.
Nadie pudo calcular si fueron más los gritos de alegría de las madres de
los que regresaban, o el llanto desconsolado de las que nunca más
verían a sus hijos y maridos.

28
Cuando Brochero tenía ya prácticamente todo listo para partir, vino a
visitarlo su amigo Miguel Juárez Celman.
—¿Te vas a Traslasierra, José?
—Así es.
—¡Me lo hubieras dicho antes! Ya soy abogado, tengo influencias... Se
podía haber hablado al obispo para que te dejara en Córdoba...
—No se trata de eso, Miguel. El prelado tiene sus razones. Además,
cuando fui ordenado sacerdote hice un juramento de obediencia a mi
obispo.
—¡Siempre tan perfecto vos! ¿Te acordás cómo me perseguías en el
Seminario?
—¿Qué otra cosa podía hacer? No sé cuándo vas a sentar cabeza, vos...
—¡No me digas eso! Andá sabiendo que soy un respetable abogado del
foro local, y que muy pronto me caso. ¿Oíste, José? ¡Me caso!
—¿Con quién, si puede saberse?
—Con un ideal de mujer. Eloísa Funes se llama. Su hermana se ha
casado hace poco con el coronel Julio Roca, que es el jefe de la guardia
de frontera en Río Cuarto. Justamente mañana voy con él a presenciar
la llegada del tren de Rosario. ¡Tenés que venir con nosotros a ver esta
maravilla del progreso!
Al día siguiente se dirigieron a la estación del ferrocarril «Gran Central».
El andén estaba repleto de gente y las paredes rebosaban banderas
argentinas. Todos los ojos miraban ansiosamente hacia el este, desde
donde debía aparecer el convoy. Se vio a lo lejos una mancha negra
envuelta en una nube de humo, y entonces la banda de música atacó
una marcha festiva que hacía saltar de júbilo a la concurrencia.
Brochero y Juárez Celman se abrían paso a codazos entre la multitud
frenética. Después de caminar unos metros entre el gentío, se
encontraron con el coronel Roca. Miguel hizo las presentaciones con su
euforia habitual.
—Julio, este es el cura del que tanto te hablé, ¿te acordás? José, te
presento a mi concuñado el coronel Roca.
Los dos hombres se miraron. Brochero clavó sus ojos negros en la
mirada metálica de Roca, e inmediatamente recordó. Ese era el militar
que lo había observado con idéntica frialdad cuando llegó a Las Playas
para socorrer a los agonizantes de la montonera del Chacho. Le corrió
frío por el cuerpo al recordar aquella mañana trágica. Saludó a Roca
con su parquedad habitual, y ni tiempo tuvieron para entablar
conversación, porque el silbato de la locomotora les produjo una
crispación. La banda tocaba a todo trapo, mientras los pañuelos
flotaban al aire saludando al embajador del progreso, Su Majestad el
Ferrocarril.
Haciendo un ruido infernal, la locomotora recorrió el andén. Nubes de
humo envolvían a la concurrencia pasmada ante esa mole de hierro
negro. Se vio asomar en la ventanilla del primer vagón nada menos que
al Ministro del Interior de la Nación, el doctor Dalmacio Vélez Sarsfield.
Y de allí en más la alegría se convirtió en un delirio colectivo por mirar
el tren, tocarlo, subir a los vagones, aplaudir al progreso irrefrenable
que venía llegando a Córdoba desde Rosario, para seguir hacia el norte,

29
hasta Jujuy. Detrás del doctor Vélez Sarsfield, Brochero distinguió la
figura de un compuesto gentleman inglés. Era el ingeniero Wheelwright,
que había conseguido del gobierno la concesión para construir el
ferrocarril, formando una sociedad con capitales ingleses. Años antes,
al inaugurar la estación Constitución en Buenos Aires, el presidente
Mitre había dicho en el colmo de la euforia: ¿Cuál es la fuerza que
impulsa nuestro progreso? Señores, es el capital inglés».
Al atardecer de ese día, el baqueano vino a avisarle que todo estaba listo
para el viaje a Traslasierra. Ensillarían antes del amanecer y de
inmediato se pondrían en camino.
Era su última noche en la ciudad de Córdoba, guardiana silenciosa de
tantas tradiciones. Se iba a vivir solo en medio de las montañas, los
árboles y los arroyos, perdido entre caseríos dispersos. Tembló de miedo
ante el futuro impredecible. Tomó en sus manos el libro de los
Ejercicios Espirituales, y fue a buscar la «contemplación para alcanzar
amor». Allí hay una oración que repitió con la mayor sinceridad de su
alma, mientras se imaginaba el día en que Jesús se despidió de su
madre para iniciar su camino de profeta ambulante, el camino que lo
llevó a la muerte: «Toma, Señor, y recibe toda mi libertad, mi memoria,
mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber mi poseer; tú me lo
diste y a ti lo devuelvo; todo es tuyo, puedes disponer a tu voluntad.
Dame tu amor y gracia, y eso me basta».
Se durmió serenamente, y la mano de Dios veló el sueno de aquel
hombre moreno que quería servirlo con su mejor intenci6n.

13
Con dos mulas y un baqueano,
mozo criado entre los cerros,
va Brochero hacia el curato
de la Villa de San Pedro.

Partieron al amanecer. Cada uno llevaba dos mulas. Delante iba el


baqueano y detrás el cura, poco habituado a montar después de haber
pasado tantos años en la ciudad.
Mientras se encaminaban lentamente hacia el oeste, el sol comenzó a
colorear pastos, rocas, árboles y senderos. Marchaban en absoluto
silencio, oyendo tan solo el ruido acompasado de las pisadas de las
mulas. Pronto empezó, sin embargo, el concierto de los pájaros, al cual
le hacía contrapunto el ruido del agua golpeando las piedras de algún
arroyo.
Brochero trataba de afirmarse bien en la montura, y acomodaba lo
mejor que podía las piernas para que no lo molestaran las petacas
atadas en las ancas del animal. Un buen amigo le había regalado la
tarde anterior un poncho nuevo, y ahí estaba él estrenando esa prenda
en el viaje a Traslasierra. Llevaba también un sombrero de fieltro para
protegerse tanto del frío como del sol, y la sotana arremangada y

30
sujetada con una cinta para que las piernas tuvieran suficiente
movilidad.
Con el pasar de las horas, la mañana estalló de sol. La tierra marrón
reverberaba; se veían por aquí y por allí talas y algarrobos, y se pisaba
el pasto ralo que iba anunciando a su manera la llegada de las sierras
grandes.
La mente de Brochero divagaba constantemente. Imaginaba
situaciones, problemas, cosas que debería hacer. ¿Por dónde empezar?
¿Visitando a la gente? ¿Preparando prolijamente un sermón de toma de
posesión de la parroquia? ¿Mirando los libros de bautismos y
casamientos? Era inútil adelantarse a los acontecimientos. Optó al fin
por rezar. Sacó del bolsillo el rosario y comenzó a desgranar avemarías
y padrenuestros. Así se sintió mejor.
Comenzaron a escalar las sierras. Iban trepando por un camino de
cornisa sumamente sinuoso. Al principio la cosa era fácil, pero cuando
las mulas iban ganando altura Brochero sintió miedo. De un lado la
pared rocosa, y del otro el precipicio. Cualquier paso en falso de los
animales y su suerte quedaba sellada para siempre. Se puso en manos
de Dios y de aquel baqueano que parecía mudo y marchaba delante de
él con la seguridad de quien estuviera guiado por un radar.
Como a la una de la tarde pararon en un lugar donde el camino se
hacía más ancho. El baqueano desató de su mula una olla que tenía
caldo tropero: una mezcla de maíz, zapallo y charqui. Hicieron fuego y
se dispusieron a comer.
Sentado en una piedra Brochero miró el panorama. Frente a él se
levantaban rocas imponentes. Parecían gigantes que lo miraban y le
preguntaban por qué venía él a interrumpir su eterno sueño de piedra.
Si bajaba los ojos, la hondonada se perdía en una distancia imposible
de calcular; y allá, al fondo, lograba percibir el hilo de plata de un
manantial.
Vio unas vacas pastando a lo lejos, en la falda de una sierra. Se alegró
de mirarlas, porque la presencia de los animales le hacía sentirse
menos solo en aquella inmensidad. ¿De quién podían ser esos
rumiantes? La respuesta la tuvo unos instantes después, cuando
distinguió a lo lejos, como colgada de una ladera, una casa. ¿Quién
llegaba a hablarle de Dios a esa gente aislada entre las moles de piedra?
Saboreó con ganas el caldo tropero, que acompañaron con unos mates.
El hermético baqueano Pedraza rompió entonces su silencio
—¿A Traslasierra va, señor?
—Así es, amigo.
—¿Conoce ya?
—No, nunca estuve allí
—Sabe, hay gente de cuidado por esos pagos... Andan los hombres de
Santos Guayama...
—¿Quién es Guayama?
—¿No ha oído hablar de él? Guayama fue el hombre de confianza de
Felipe Varela. Peleó con él y con el Chacho en Las Playas, ahí nomás
cerquita de Córdoba. Después, cuando Varela volvió a luchar contra los

31
porteños, Guayama iba al frente en Pozo de Vargas y cuando tomaron
Salta al ataque. Pero después la cose se les puso fea...
—No me diga...
—Así nomás fue. Los derrotaron, y entonces Varela le pidió a Guayama
que juntara gente en Tinogasta para seguir luchando. Pero también les
fue mal. ¿Cómo iban a pelear con fusiles viejos contra esos porteños
que traían armas nuevitas? Como a las moscas los mataban... En
Pastos Grandes lo volvieron a derrotar los hombres que mandaba Mitre.
Ahí nomás Varela se escapó a Chile y dicen que ha muerto pobre y
tosiendo, porque era enfermo del pulmón.
—¿Y Guayama?
—Anda escondido en los llanos de La Rioja. Su gente roba para vivir,
porque el gobierno de Buenos Aires los anda persiguiendo, y al que lo
agarran lo matan, como hicieron con el Chacho allá en Olta. El
presidente Sarmiento dicen que le ha ofrecido mil pesos fuertes al
hombre que le entregue vivo a Guayama.
Montaron de nuevo y continuaron subiendo por el sendero de mulas.
Los animales se afirmaban en la piedra y marchaban cada vez más
lentamente. Un cierto vértigo lo mareaba al cura, que iba pidiendo a
Dios llegar a buen término en ese viaje.
De pronto, su mula reculó súbitamente ante un obstáculo y Brochero
rodó al suelo. El baqueano se apeó para ayudarlo. Miró su pierna.
—Se ha caído mal, señor...
Lo ayudó a montar nuevamente. Estaba atardeciendo y esa pierna debía
quedar en reposo si no se quería tener problemas. Pedraza, sin
inmutarse, dijo:
—Vamos a hacer noche en casa de don Rosendo Muñoz.
Así lo hicieron. Viboreando por senderos casi imposibles de distinguir,
los dos hombres llegaron a una casa perdida en medio de las rocas. Una
pirca de piedra marcaba los límites de la propiedad. Las cabras volvían
al corral siguiendo el sonido del cencerro que llevaba una de ellas. Los
perros ladraron fuerte al ver llegar a los forasteros.
Pedraza se explicó. Don Rosendo y su mujer, dos viejos solos, hicieron
lugar a Brochero en una pieza con piso de tierra, que tenía un catre y
algunos muebles muy viejos. El hombre miró la pierna del sacerdote y
lo curó con hoja de ruda mojada en alcohol.
—Mañana lo voy a curar de nuevo, señor —le dijo. Un rato después, la
señora le sirvió un plato de carne de oveja con papas.
Pasó la noche con bastante dolor y mucha ansiedad. Al día siguiente,
Don Rosendo lo fregó otra vez con la ruda y el alcohol. Matearon y
continuaron el viaje, siempre subiendo, en busca de la pampa de
Achala.
Brochero pensaba que el camino de cornisa no terminaría nunca. Le
dolía esa pierna mal curada, con una torcedura que le impedía caminar
normalmente. Se puso una y otra vez en manos de Dios, y casi al
mediodía notó que llegaban a una planicie.
Era cosa de no creer. Una llanura a más de dos mil metros de altura.
Pero no una estepa verde, sino un pedrero interminable. Piedra y más
piedra, y el sendero que se escondía y había que buscar continuamente

32
para no perderse. Era la pampa de Achala, y él la atravesaba por
primera vez.
Hora tras hora fue viendo manantiales, algún rancho con corrales de
piedra, terneros y ovejas. ¿De qué podían vivir esos animales?
Había lagos entre los pedreros, y un árbol que después supo que lo
llaman tabaquillo. Se parece al algarrobo; el viento y las cabras le
comen el tronco.
Cielo azul y piedra gris, eso era todo. Todas las horas y todos los
minutos, la piedra y el cielo. Y nada más. ¿Cuándo llegaría a destino?
Se hizo noche y Pedraza le dijo que dormirían en una cueva.
—De día el sol calienta la piedra, y la piedra guarda ese calor por la
noche —le explicó.
Desensillaron las mulas, sacaron mantas y ponchos y se estiraron uno
pegado al otro sobre la dura roca. El aire helado de la noche pasaba
sobre ellos como un fantasma maligno. Les llegaba apenas el aliento
tibio de las mulas que dormitaban cerca. Se calentaban por la
proximidad de sus propios cuerpos, mientras las horas pasaban con
interminable lentitud.
Amaneció. Aterido de frío, Brochero quiso celebrar la Misa. Pedraza no
entendía mucho de esas cosas, y miraba entre asombrado y receloso los
preparativos. El cura echó mano de la petaca donde guardaba los
objetos sagrados, extendió un mantel blanco sobre la piedra donde
había dormido, sacó el libro de oraciones, puso un poco de vino en el
cáliz y comenzó los rezos.
Dios estaba presente en esa desolada planicie de piedra. Así lo
experimentó. Cuando hubo terminado la Misa, continuaron el viaje.
Pronto sintió que los senderos, poco a poco, se inclinaban hacia abajo.
Estaban comenzando el descenso de la pampa de Achala. A lo lejos se
distinguía un valle muy verde, cruzado por arroyos y ríos. Un paisaje
totalmente distinto de ese mar rocoso donde todavía se encontraban.
Con el andar de las horas estuvieron en el valle. Aquí todo era distinto.
Podía ver ovejas, cabras y vacas que pastaban a gusto entre las piedras
y los matorrales. Había hileras de álamos que se mecían al aire puro del
valle. El sendero estaba bien marcado y las mulas marchaban rápidas
como presintiendo el final de esa larga marcha.
—Allá está Mina Clavero —dijo Pedraza dándose vuelta. Brochero vio un
pequeño caserío a su izquierda,
Como a media legua más allá está la Villa del Tránsito siguió diciendo
el baqueano.
Eran las cinco de la tarde cuando los dos se acercaron a las primeras
casitas del pueblo.
Brochero quiso meterse por los ojos esa población. Doce casas, nada
más. Había llegado por fin a su parroquia.

14
No me quejo, en el verano
digo misa ventilao.

33
Lo mato es en el invierno
cuando le da por helar.

El sol comenzaba a declinar cuando las mulas se detuvieron frente a la


iglesia de la villa del Tránsito.
Le habían dicho que el cura anterior, al irse, había dejado las llaves de
la casa parroquial al vecino Ireneo Altamirano. No le costó mucho
encontrarlo. Vivía casi al lado de la iglesia. Lo encontró mateando y se
presentó.
La familia lo recibió con afabilidad y respeto. Le hablaron del sacerdote
que lo había precedido, el Padre Pérez, que había estado tan sólo unos
meses allí; guardaban, en cambio, un afectuoso recuerdo del Padre
Francisco Aguirre, que había fundado ese pueblo unos años antes y
edificado la iglesia.
Después de compartir unos mates quiso entrar en su nueva casa. Abrió
la puerta de madera y se encontró con una pieza modestísima, de piso
de ladrillos y paredes de adobe. Una mesa, dos sillas, y un armario
donde se guardarían —pensó él— los libros de bautismos y de
casamientos. Atravesó otra puerta Y vio su dormitorio: la cama, una
silla y una mesa de luz. Apenas se veía ya; alcanzó a distinguir un
candil de los que se encienden con grasa de potro. Lo prendió y así
pudo hacer el reconocimiento de su iglesia.
El piso estaba roto en varios lugares. Las paredes presentaban algunas
rajaduras; y en el techo vio agujeros. Hasta llegó a distinguir una
estrella a través de un orificio.
«En verano voy a estar ventilado», pensó. Y siguió pasando revista a los
bancos, el altar, la sacristía. Había mucho que hacer allí.
Volvió a su pieza y asumió su realidad: estaba solo, como siempre
suelen estarlo los hombres de Dios. Detrás de la casa había un terreno
grande donde soltó las mulas, no sin antes colocarles el morral lleno de
pasto para que se alimentaran, y llenar un bebedero para que tomaran
agua.
De su equipaje sacó un trozo de charqui y lo comió acompañado con
mate. Masticaba pensando en mil cosas, mientras tenía como único
ruido de fondo el rumiar acompasado de las mulas.
Una sensación de frío lo dominó por un momento. No era que la noche
fuera rígida, no; era su propio miedo, el miedo a lo incierto, a la
soledad, a la inmensidad de su tarea en ese rincón provinciano.
Fue a la iglesia con el candil y se puso a rezar el breviario, esa oración
que los sacerdotes deben hacer obligatoriamente todos los días, para
interceder ante Dios por toda la comunidad cristiana del mundo. Y,
como le había sucedido el día anterior en la pampa de Achala, la
plegaria lo reconfortó.
Volvió a mirar las estrellas por los agujeros del techo, y se fue a dormir
con las últimas palabras del breviario: «En tus manos, Señor,
encomiendo mi espíritu».
Al día siguiente celebró la Misa solo, muy temprano. Después se dedicó
a limpiar la iglesia, cuyo estado de suciedad era lamentable porque
había estado mucho tiempo sin utilizarse.

34
El sol calentaba el pueblito cuando salió a hacer su primera recorrida
como nuevo párroco. Pasó por lo de Altamirano y siguió de largo
bajando una pendiente. Poco después se encontró a la orilla del río
Panaholma, que discurría manso hacia el este. En eso andaba cuando
oyó las pisadas de una mula.
Un hombre se acercó, para saludarlo.
—Soy Rafael Ahumada, señor, para servirlo.
El cura le dio la mano y Ahumada le convidó cigarro de chala, Se
pusieron a fumar mirando el río. El hombre le fue contando cosas.
—Aquí donde usted ve este pueblo que parece nada, sin embargo hay
muchas cosas que se producen en la zona. Hay quien hace arropes,
pasas de higo, duraznos secos y nueces. En otro pueblo fabrican suelas
muy resistentes; y no falta un tal que destila aguardiente y lo vende
bien.
Brochero lo escuchaba con atención.
—Hay cinco escuelas en este departamento de San Alberto siguió
relatando Ahumada. Pero están repletas y harían falta más.
—Habrá que pedir al gobierno que las edifique —reflexionó Brochero.
—Los de Córdoba no se acuerdan de nosotros, señor —respondió el
poblador. Y continuó:
—¿Ve ese rancho del otro lado del río? Allí vive Lorenzo Funes, que
dicen que está leproso. La hija ha tenido familia hace unos días y el
chango está enfermo. Ella está apurada por cristianarlo...
Brochero preguntó rápidamente:
—¿Por dónde se puede cruzar el río?
—Más allá hay un lugar para vadear. Yo le muestro si quiere.
Fueron los dos a la iglesia. Brochero ensilló una mula y se dirigieron al
vado. El río tenía ese día poco caudal, y en breves minutos el cura
estuvo en la otra orilla, mientras Ahumada lo veía cruzar la corriente.
Llegó a la casa de Funes.
—¡Ave María Purísima! —gritó al llegar.
Una mujer flaca y demacrada salió a la puerta del rancho. Lo miró sin
decir palabra.
—Soy el nuevo cura del pueblo. Buenos días para usted y su familia. Me
han dicho que tiene un changuito para bautizar...
La mujer bajó los ojos y rompió a sollozar. Brochero se apeó de la mula
y se acercó a ella.
—Se muere, señor —dijo la mujer—. No toma el pecho, no come nada,
está blanco... Y siguió llorando su pena.
—Vamos a darle el agua de socorro —dijo el cura—. Y si está de Dios se
va a sanar; y si no, no llore, porque habrá un angelito más en el cielo.
Entró al rancho y se acercó a una cunita donde el niño yacía entre
trapos. Le derramó el agua sobre la frente, en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo.
—Tenga fe —le dijo a la madre . ¿Y dónde está el padre de esta
criaturita?
Ella contestó titubeando:
—El padre no está...
—¿Y quién es entonces ese hombre que he visto hachando leña?

35
—Yo... Yo me junté con él... Sabe... mi marido está con Santos
Guayama... Escondido anda por ahí. . . Bajó hace unos meses a robar
ganado para ellos y me dejó gruesa... Pero hace tiempo que anda
escondido, y yo... no quiero estar sola.
—Usted está en pecado, hija —afirmó secamente el cura—. ¿Cómo
quiere que Dios la ayude? Tal vez si usted deja a este hombre su chango
se le cure...
—¿Qué puedo hacer si mi marido es un perseguido que puede estar
muerto hoy mismo? —preguntó ella con los ojos llenos de lágrimas.
Brochero no pudo resistir esa mirada. Le dio la bendición al niño y salió
de la casa.
Desde un ranchito cercano un hombre lo llamó a gritos. Era Lorenzo
Funes, el padre de la joven mujer. Le insistía para que se acercara a
hablarle.
El cura recordó a Rafael Ahumada: «dicen que Funes está leproso».
—¡Más luego vuelvo, don Funes! —gritó. Y montó rápidamente su mula
para atravesar el vado.
El miedo a la lepra real o no había sido más fuerte que su voluntad de
sacerdote.
Marchaba al paso parejo de su mula, cuando cerca de la iglesia lo
saludó otro vecino. Se presentó como Juan Aguirre. El hombre estaba
orgulloso de sus plantaciones.
—Vea todo lo que tengo sembrado aquí, señor. ¡Si este lugar y este
clima es una gloria! Maíz, zapallo, batata... Pero hace falta agua, agua...
¡Y teniendo el río ahí nomás!
Eso se arregla con una acequia, amigo respondió el cura recordando su
infancia en Santa Rosa del Río Primero. Y agregó:
—Yo puedo ayudarlo a hacer la acequia, si usted quiere.
El hombre lo miró asombrado.
—¿Usted, señor? Los curas no están para eso...
—Mire, amigo, usted búsquese algunos vecinos que hagan punta y
entre todos hacemos el trabajo.
Y siguió camino a la iglesia. Pero cuando llegó se encontró con una
desagradable sorpresa. Un hombre estaba tirado en la puerta, en total
estado de ebriedad. Un grupo de chicos le tiraba pelotas de barro.
—¿Qué hacen ustedes? —gritó severamente el cura—. ¿Quién es este
hombre?
Los chicos se quedaron de piedra. Uno solo atinó a decir:
—Es Rafael Pereyra, señor...
—¿No saben que no se trata así a la gente? —dijo Brochero enojado—.
¡Fuera de aquí enseguida!
Los changos salieron disparados. Brochero bajó de la mula y se
aproximó al borracho. El hombre lo miró con ojos perdidos con una
sonrisa entre estúpida y agresiva.
—¿Quién es usted? preguntó el cura.
—¿Qué te importa a vos, jue... ? El insulto murió en sus labios cuando
Brochero lo zamarreó con rabia.
—¡La iglesia es casa de Dios! ¡Andalo sabiendo, y andá a dormir la
mona a otra parte!

36
El borracho se incorporó como pudo, caminó tambaleando y alcanzó a
amenazar al cura:
—¡Te vi’hacer sentir quién es Rafael Pereyra, esperá nomás...!

15
Va cruzando el territorio
de un oeste león de piedra,
donde es poco lo que dicen
sobre el vicio y la miseria.

Al día siguiente, con una pala al hombro y llevando de las riendas a su


mula, Brochero se encaminó a la plantación de Juan Aguirre. Varios
vecinos, entre ellos Altamirano, se habían reunido para abrir la acequia.
Se asombraron al verlo llegar; no imaginaban que el cura vendría a
trabajar. Pero ahí estaba él, con la sotana arremangada y atada con un
trapo colorado que había encontrado en su pieza.
Comenzó la tarea. A fuerza de pico y pala iban cuarteando la tierra en
busca de la conexión con el río Panaholma, que era como el genio
bueno de ese pueblo, Brochero trabajaba en silencio, poniendo en
acción su robusta musculatura y su férrea voluntad templada en los
años del Seminario.
En un descanso, Rafael Ahumada le convidó cigarro de chala. Brochero
trataba de descubrir qué había detrás de esa mirada tan cristalina
como sagaz.
—Es bueno para el trabajo, señor —comentó Ahumada.
—Se hace lo que se puede, amigo —respondió el cura aspirando con
gusto el humo del cigarro. Y continuó
—¿Usted no me ayudaría para arreglar un poco la iglesia? Los techos se
llueven y el piso parece que tuviera lomas... Es la casa de Dios, después
de todo.
—Bueno, vamos a ir... Con don Ireneo, puede ser, ¿no, don Ire?
Altamirano asintió mientras colocaba el morral a su mula. El trato
quedó hecho: los dos se encargarían de refaccionar un poco el templo
de la villa del Tránsito.
Al atardecer quedó lista la primera acequia. Aguirre no sabía cómo
agradecer al cura su colaboración.
—Si me quiere agradecer, dígale a su patrona que me haga patay para
endulzarme la vida. Soy goloso, yo...
Vaya tranquilo, señor, que se va a hacer agua la boca —respondió
Aguirre.
En la quietud de aquel anochecer fue otra vez a la iglesia a rezar sus
oraciones. Se acercaba el domingo, y quería llamar a todo los vecinos a
Misa para hacerles sentir la presencia de Dios en sus vidas y en ese
pequeño paraíso acariciado por la corriente suave del Panaholma.
Alumbrado por el candil de grasa de potro, consultaba los libros que
había traído en sus petacas. Eran textos de religión, de teología, de
ideas para preparar los sermones e instruir en la fe al pueblo cristiano.

37
Estaba preocupado por dar a su gente una prédica con mucho
contenido, llena de verdades que los hicieran conmover y cambiar sus
vidas. Pasó así largo rato leyendo y escribiendo, hasta que quedó
satisfecho de su tarea. Miró una vez más las hojas escritas y se acostó a
dormir.
La Iglesia del Tránsito tenía una sola campana, modesta y cantarina,
suspendida en lo alto de una precaria torre. Cuando llegó el domingo,
Brochero la hizo sonar prolongadamente, como si toda Córdoba fuera a
concurrir a su Misa. En realidad sólo había en el templo diez personas,
entre ellas Palito.
Este Palito era un ahijado de Rafael Ahumada. Muchacho de unos
diecisiete años, sumamente delgado, tímido hasta parecer tonto. Su
verdadero nombre era Desiderio. Brochero lo había conocido cuando
hicieron la acequia de Aguirre y lo llevó como ayudante a la iglesia. El
caso es que ese domingo Palito encendió las velas y casi tira al suelo las
vinajeras con el vino y el agua para la Misa.
El cura empezó la Misa, en latín, como se usaba entonces, en medio de
un gran silencio. Cuando llegó el momento del sermón, se dio vuelta
mirando a la gente, se persignó y comenzó su meditada pieza oratoria.
—Hermanos, nosotros debemos creer en el verdadero Dios, que es uno
en esencia y trino en persona. Dios es uno en tres personas que tienen
el mismo poder, la misma sabiduría y la misma bondad. La distinción
está en las relaciones propias de cada una de las tres Personas con las
otras dos. El Padre conoce, y el objeto de ese conocimiento no puede ser
otro que El mismo.
Palito miraba una telaraña grande en el techo. Brochero continuó:
—Esa imagen viva que el Padre tiene de sí mismo es el Verbo, la
Palabra, porque es la expresión del pensamiento del Padre. El Padre
ama necesariamente a su Imagen, el Verbo, y el Verbo ama al Padre.
Este amor sustancial entre el Padre y el Hijo es un yo divino: el Espíritu
Santo.
Ireneo Altamirano inclinó la cabeza para bostezar disimuladamente.
—Dios —enfatizó el cura— nos concede participar de su naturaleza
divina por medio de la gracia santificante, que es un modo de ser, una
cualidad inherente a la sustancia del alma, a la cual transforma y eleva
por encima de todos los seres naturales, aún los más perfectos.
Ahumada se levantó para sacar a un perro que se había metido entre
los bancos.
Cuando terminó el sermón, Brochero continuó la Misa y despidió a sus
fieles con la bendición del Dios todopoderoso.
Mientras se quitaba las ropas de ceremonia, sintió un ramalazo de
frustración. La gente no entendía lo que él quería decirle.
Para colmo, al salir del templo vio a Rafael Pereyra tirado en la Puerta
diciendo estupideces y groserías contra Dios y la Virgen. Se le subió la
sangre a la cabeza y tuvo ganas de patearlo.
—¡Respetá la casa de Dios, borracho indigno! le gritó con mucha rabia.
Rafael estaba tan beodo que ni articular pudo un insulto al cura.
Brochero lo levantó con gran esfuerzo y lo arrastró con dificultad hasta
su rancho.

38
Días después decidió visitar Mina Clavero, a una legua del Tránsito.
Cargó su mula con lo necesario para el viaje y, desgranando rosarios,
marchó por un sendero que dejaba bastante que desear.
En Mina Clavero había una hostería que atendía doña Anastasia Favre,
casada con Merlo. Esta señora era de origen francés; había venido
traída por Urquiza cuando fue presidente de la Nación, para
desempeñarse como maestra en Entre Ríos. Con el tiempo fue a parar a
Traslasierra y allí se había afincado. El matrimonio no tenía hijos, pero
se contaba que Anastasia era la madre de todos los chicos del pueblo.
Brochero se había informado también de que un hermano de Anastasia
había entrado a la congregación de los jesuitas en Córdoba.
Tenía ganas de conocer a esa mujer de la cual se hablaba tan bien. Y no
quedó defraudado. Apenas se presentó en la hostería, ella y su marido
lo recibieron con gran afecto y respeto. La dueña de casa le hizo probar
una carbonada que era un manjar de los dioses; bebió vino casero y
fueron tejiendo una sabrosa conversación.
Anastasia era muy moderada en todas sus expresiones y
transparentaba en su hablar una cultura refinada y un espíritu
profundamente cultivado. Era muy prudente en sus apreciaciones sobre
los demás; por eso midió mucho sus palabras cuando tuvo que
informar a Brochero que vendrían a visitarlo dos vecinos que andaban
peleando por la posesión de un potrillo.
—Saben que viene el nuevo cura de visita, y me han dicho que quieren
hablarle —informó—. Además, hay uno que se ha metido a
componedor, Prudencio Correa; pero primero tendría que arreglar sus
propios asuntos. . .
—¿Por qué? preguntó el cura.
—Sedujo a una mujer y la dejó embarazada; y ahora no quiere saber
nada de ella ni de la criatura. Tal vez usted pueda convencerlo...
Al rato aparecieron los hombres en cuestión. Brochero los saludó
amablemente, y mientras terminaba de fumar su cigarro de chala
escuchó el pleito.
—Está bien —dijo el cura . Tráiganme cada uno la yegua que tiene; y
usted, don Prudencio, venga trayendo el potrillo.
Cuando llegaron al patio, les ordenó:
—Póngase usted en esa punta con su yegua y usted en la otra punta
con la suya. Y don Prudencio se me queda en el medio teniendo al
potrillo.
Muy impresionados por la solemnidad de la cosa, los paisanos
obedecieron como autómatas.
—Suelten las yeguas gritó entonces Brochero.
Una de las dos se quedó pastando cerca de donde estaba ubicada; la
otra, en cambio, corrió a acariciar al potrillo.
La cosa estaba clara. El falso dueño quedó masticando protestas por lo
bajo, mientras el cura hacía un aparte con Prudencio Correa.
—¿Se dio cuenta, amigo, cómo la madre reconoció al potrillo?
—Sí. señor —respondió Prudencio muy serio.
—¿Y usted qué espera para hacer lo mismo?

39
—No entiendo, señor. ¿De qué me habla? Yo no tengo yeguas ni
potrillos.
—Pero tiene un hijo de la Edelmira y no lo quiere reconocer...
—Ese hijo es cosa de ella. La mujer que hace eso se ensucia, el hombre
nunca se ensucia. Que se arregle ella, señor.
—Vea, hijo: la yegua, que es un animal, ha reconocido a su hijo. ¿Usted
va a ser más animal que ella? ¡No me diga, porque usted es hombre de
ley! ¿Sabe lo que tiene que hacer? Casarse con la Edelmira delante de
Dios y cuidar entre los dos a ese hijo. Piénselo, y cuando yo venga la
próxima vez lo voy a ayudar en lo que necesite.
Anastasia sonreía viendo la habilidad del cura para manejar la
situación que se le había presentado de improviso. Por otra Parte, en
Mina Clavero había corrido la voz de que Brochero había ayudado a
Francisco Aguirre a cavar una acequia. Por eso unos vecinos se le
acercaron para hablarle de la necesidad de abrir mejor el camino de
Mina Clavero al Tránsito.
Sin pensarlo mucho, el cura decidió quedarse allí unos días para dar el
primer envión al trabajo. Se hospedaba en la hostería de Anastasia y
pasaba la jornada en el trazado del camino. Había que marcar los
lugares, buscar los mejores rodeos para los animales, desmalezar,
transportar tierra. Con la sotana atada con el trapo colorado y el
breviario sujetado a la cintura como si fuera un arma (y lo era),
Brochero trabajaba como el que más. Cada tanto hacían descansos
para fumar cigarro de chala, tomar unos mates o apurar una ginebra.
Era entonces cuando el cura les enseñaba la doctrina cristiana.
Mateando en lo de Anastasia había visto una cabra subida a un horno
de pan. De repente, mientras pitaba su cigarro entre los paisanos surgió
una comparación en su cabeza. Pero, ¿no era una falta de respeto
hablar así de Dios? ¿Podía un sacerdote usar ese lenguaje?
La vacilación duró poco. Con la mirada puesta en las montañas, les
dijo:
—Hijos, desde el cielo la gracia de Dios se desparrama sobre el mundo.
La gracia es como cuando una cabra se sube a uno de esos hornos
grandes de pan, levanta la colita y empieza a hacer su caquita. El guano
se desparrama por todos lados del horno ¿no es cierto? Bueno, lo
mismo pasa con la gracia de Dios. ¡Desde arriba la larga y alrededor del
mundo comienza a desparramarse para todos!
Esa vez, ninguno de los oyentes bostezó de aburrimiento.

16
Va con su mula
firme y segura
va don Brochero, va.

Ahora estaba en el pueblito de San Vicente, sumamente pobre en


recursos. Había encontrado la iglesia en un estado lamentable, si se la
dejaba así, en poco tiempo más se venía abajo.

40
La gente lo recibió con afecto. Cualquiera que se acordara de ellos era
bienvenido a sus ranchos. Brochero pasó casa por casa viendo cuántos
niños estaban sin bautizar, cuántos tenían que aprender el catecismo,
qué personas estaban enfermas y precisaban su apoyo espiritual. Al
paso que descubría esas urgencias, constataba la imperiosa necesidad
que tenían de ayuda material. Era un panorama que lo desbordaba; no
sabía por dónde empezar. Pero tampoco era cuestión de tirar golpes al
aire y desperdiciar energías sin una debida planificación de las tareas.
Desde entonces tomó la costumbre de ir con una ayuda cada vez que
entraba a una casa para atender a los enfermos o rezar con la familia.
Un día era comida, otra vez ropa o algo de dinero; pero nunca iba con
las manos vacías. Quien se quedaba vacío de fondos era él mismo; pero
eso no parecía preocuparle demasiado.
Cada vez veía más claro que no podía limitarse a repartir hostias y
bendiciones. Tenía que ser también maestro, constructor de caminos,
arquitecto, arreador de animales. Debía afrontar cualquier otro
menester que se presentara como indispensable.
Precisamente por eso, en un alto de los trabajos de refacción de la
iglesia se puso a conversar sobre el tema de los caminos con los
voluntarios que lo ayudaban. Les contó que había iniciado el trazado de
la senda de Tránsito a Mina Clavero. Ellos respondieron que también
allí se hacía necesario mejorar los senderos de mulas que comunicaban
con otras poblaciones. Y querían contar con él.
—Pero yo no soy Dios —se defendía el cura—. No puedo estar en todas
partes al mismo tiempo, amigos. Hay que buscar otra solución.
Pitando su cigarro la encontró. Era algo nunca visto por esos pagos.
—¿Ustedes no son capaces de formar una cuadrilla y trabajar solos en
el camino?
—Sí, señor, aquí nadie le esquiva el bulto al trabajo, pero... uno trabaja
pa’que le paguen. De no, ¿con qué comen los hijos? Si estamos
haciendo el camino no podemos hacer ninguna otra changa y...
Brochero sintió el desafío y, sin pensarlo dos veces, contestó seguro:
—Yo pago.
Los paisanos lo miraron con asombro.
—¿Usted, señor? ¿Y con qué, si puede saberse?
Todos sabían que el cura no tenía un peso en el bolsillo.
—Yo pago —insistió Brochero mirándolos fijo.
Y pagó. A partir de ese momento comenzó a recorrer la zona para pedir
provisiones y animales de regalo para sus cuadrillas de construcción.
Llegó hasta San Luis y San Juan, siempre a lomo de mula y rodando un
montón de veces. Su trasero llevaba ya las marcas de tantas horas
sobre la montura, y había días en que necesitaba un gran esfuerzo para
subirse al animal y emprender una nueva jornada de camino. Pero la
ayuda llegaba. Cuando había juntado varios animales, los arreaba él
mismo con un amigo y se los llevaba a un tal Olmedo que conoció en
Panaholma. Olmedo los marcaba y se encargaba de venderlos en las
ferias de ganado. Con el dinero obtenido se compraba la comida para
las cuadrillas de construcción de caminos.

41
Cierta tarde volvía de una de esas correrías en busca de recursos, y
paró en la casa de don Basilio López, en San Vicente. Su mula estaba
exhausta y Brochero pretendía llegar hasta el Tránsito para ver cómo
andaban las cosas allí.
Este animal no da más, señor sentenció López . Un paso que dé y se le
cae muerto.
—¿Qué quiere que haga, entonces?
—No se asuste, que no se va a quedar de a pie, señor Brochero. Yo
tengo para usted un macho malacara que le va a servir para todos los
viajes.
Fueron al corral y el cura pudo contemplar un animal de excelente
calidad.
—¿Pero cómo se va a desprender de este macho tan bueno, don Basilio?
—Es suyo, señor, es suyo. Y no hablemos más del asunto.
Brochero agradeció emocionado ese acto de generosidad. Decidió
pernoctar en San Vicente y postergar la ida al Tránsito hasta la mañana
siguiente. En la iglesia no podía dormir, porque estaba prácticamente
sin techo y a mitad del arreglo. No quería molestar a don Basilio, que ya
había sido muy generoso con él.
En esas dudas estaba, cuando se le acercó Juana Torres. Podía tener
no más de veinticinco años y traía a su hijito menor en los brazos.
—Señor, yo vengo para que me ayude. Usted ve ahí mi rancho, mi
corral, mis gallinitas, trabajo todo el día para dar de comer a mis
changos. Y fíjese que la otra noche han venido los cuatreros de
Guayama y me han robado todas mis ovejas. Hágame justicia, señor,
consígame algunas ovejitas, dos aunque más no sea, que soy sola...
Brochero sabía que Juana vivía con un hombre.
—¿Sola? dijo subrayando las palabras de la mujer . Pero usted tiene un
hombre en su rancho...
La mujer bajó la cabeza.
—Sí, señor... Mi pobre marido, el Ramón, se fue al Paraguay con el
coronel Olmedo y nunca volvió...
Brochero quedó en silencio, respetando el dolor de la mujer. Recordó las
veces que había visto en Córdoba a las madres amontonadas alrededor
de la diligencia que traía las noticias de la triste guerra. Después de un
momento, preguntó:
—¿Puedo pasar la noche en su casa? La iglesia está sin techo, y usted
tiene ahí una piecita donde guarda cosas...
La mujer no sabía qué responder. Era la primera vez que veía un cura a
su lado. ¿Cómo podía dormir un personaje tan importante en ese
cuchitril?
Brochero intuyó sus dudas e insistió amablemente:
No se preocupe, déjeme acomodar ahí adentro y yo duermo sobre los
aperos.
La mujer accedió. Se hacía noche. Le trajo mazamorra caliente y una
pava para matear. Luego se retiró vergonzosa.
El cura consumía su comida a la puerta de la casucha, mirando la
figura esbelta del macho malacara, atado a un poste. Brillaban ya las

42
estrellas en el cielo, y el fresco de la noche llegaba cargado de olores
verdes y murmullos misteriosos.
Brochero meditaba en su situación de ese momento. Estaba en casa de
una mujer que vivía en concubinato, al margen de la ley de Dios. ¿Qué
podía pensar la gente del pueblo? ¿Este cura no tiene mejor lugar para
pasar la noche?
Al fin, casi sin darse cuenta, comenzó a pensar en voz alta y a contarle
su reflexión al macho malacara:
—¿Has visto vos dónde nos hemos metido? Lo que irá a decir mañana la
gente del pueblo... El cura en casa de la Juana... Porque parece que
esta Juana había sido rápida para el amor, ¿sabés? Sí, te digo que
dicen que antes del Ramón anduvo con otro, y cuando el Ramón se fue
al Paraguay anduvo de amores con uno de San Lorenzo, y ahora con
éste que ni sé cómo se llama...
Chupó ruidosamente el mate, y siguió hablándole a la mula:
—¿Y vos qué pensás? A lo mejor tenés más discernimiento que los
cristianos. Porque si mal no recuerdo una vez a Jesús le trajeron una
mujer que andaba en malos pasos y la querían matar tirándole piedras
esos judíos que se la daban de santos. Jesús los embromó bien, ¡no era
zonzo el hombre, no ... ! Les dijo que si alguno nunca había tenido
amores con una mujer ajena que le tirara la primera piedra. Y se fueron
uno detrás del otro como cabras al corral, calladitos nomás. Y bueno, yo
digo lo mismo. Nunca anduve con mujeres, Dios libre y guarde, que soy
cura, pero, ¿por qué le voy a tirar piedras si el Cristo no se las tiró? ¿No
te parece? ¿O te estás durmiendo ya con tanta música que te doy? Esos
judíos con las piedras en la mano ¿sabés lo que son? Son los que
inventaron la confesión, claro que sí, la inventaron ellos, porque cuando
salieron calladitos estaban diciendo sin palabras que habían pecado.
Claro que hay una diferencia: no tenían ni gana de arrepentirse. Lo
único que querían era embromar a esa pobre mujer. Bueno, ya basta de
hablar zonceras. Vamos a dormir, que mañana te vas a estrenar yendo
conmigo al Tránsito. Vas a ver qué lindo pueblo es. Dios te bendiga a
vos y a toda esta gente.
Y se durmió profundamente, con una gran paz en su conciencia.

17
Ponchito marrón,
cigarrito’i chala,
humito gris:
¡brava fue la helada!

Volvió al Tránsito. Era mediodía cuando su mula trotaba en dirección a


la iglesia. Al detenerse junto a la puerta, Brochero vio una vez más a
Rafael Pareyra, borracho, tumbado en el suelo y pronunciando
incoherencias.
Se repitió el gesto. El cura lo alzó como pudo y se lo llevó a la mujer
para que lo ayudara a dormir la mona. Aquel cuerpo pesaba como

43
piedra durante el corto trayecto. El cura oscilaba entre la rabia y la
compasión. Echaba mano de frases del Evangelio, de consideraciones
oídas en los días de Ejercicios Espirituales; todo para encontrarle un
sentido a la ayuda que prestaba a esa esponja empapada en alcohol.
Cuando regresó a la parroquia sentía asco del olor a bebida que le
impregnaba la sotana. Era como si un hedor de pecado se le metiera en
el cuerpo sin poder evitarlo.
Dio vueltas y más vueltas por su pieza, por el corral de atrás, por la
iglesia. Se lavó bien, tomó unos mates, hizo unas oraciones, pero no
conseguía sacarse de encima ni el olor a alcohol ni una secreta
sensación de angustia.
Armó un cigarro de chala y se puso a pensar. Era su primera
evaluación de la tarea desde su llegada al Tránsito.
No quiso cerrarse los ojos a la dura realidad. Aquí la mayoría viven en
concubinato. Además, son muy pobres. Por si esto fuera poco, los
asaltan a cada rato los cuatreros de Santos Guayama y les sacan sus
animales. Hay pocas escuelas. Los caminos son malísimos. Conclusión:
la gente toma para ahogar las penas...
Los razonamientos tenían una perfecta lógica. Si iba a Córdoba y le
contaba eso al Obispo, el prelado lo felicitaría por la lucidez de sus
planteos. Todo muy lindo, pero ¿cómo se arreglaba semejante
desbarajuste?
De pronto lo asaltó una idea, No. Imposible. ¿Estos paisanos? De
ninguna manera. No están preparados. No se lo aguantan. No entienden
nada.
Sin embargo, la idea lo perseguía. Durmió la siesta y soñó con eso. Se
levantó a cortar leña y el pensamiento permanecía fijo en su frente
como un clavo remachado.
¿De qué se trataba? Nada más y nada menos que de llevara su gente a
Córdoba para que hicieran allí los Ejercicios Espirituales y de una vez
por todas se convirtieran a Dios y cambiaran de vida.
Era tan descabellado el proyecto que Brochero intentaba una y otra vez
sacárselo de la cabeza. Pero la idea volvía, impertinente, testaruda , con
el sonido de un fuerte aldabonazo sobre puerta de madera.
No esperó más. Al atardecer se acercó a la casa de su vecino Ireneo
Altamirano y le planteó su proyecto.
Altamirano escuchó en silencio; era como si con cada sorbo de mate
tratara de introducir en la mente lo que el cura quería transmitirle.
—¿Y qué es eso de los ejercicios, señor Brochero?
El cura le explicó. Mientras iba hablando, en su interior se removía el
oleaje de los recuerdos. Y revivía los sentimientos de aquellos días de
duda, de desconcierto, de búsqueda, de serena alegría, de decisiones
fundamentales. Sus palabras llevaban consigo toda la carga de esas
vivencias. Altamirano quedó impresionado por el relato.
—Pero hay que ir hasta Córdoba, señor... ¿Y los alimentos? ¿Y los
animales para andar? ¿Y el trabajo aquí ... ?
Habiendo ganas, todo se puede arreglar. Así pensaba el cura, y así se lo
transmitía a su gente.

44
La idea se fue abriendo paso como el agua por las acequias.
Lentamente, porque así se hace todo en Traslasierra. Pero con
seguridad. Sin mucha palabra, pero con firmeza.
Anastasia Favre dijo que iba; su marido quedaba a cargo de la hostería.
Después de mucho trabajo había logrado convencerlo. Basilio López se
venía desde San Vicente trayendo a su mujer y al menor de sus hijos.
Aportaba además cabras para carnear y varias mulas de andar. Juan
Aguirre confirmó su presencia. En cambio, el cura no pudo convencer al
ladino de Rafael Ahumada. El hombre se le escapaba como lagarto por
las piedras. No había manera de echarle el lazo. Siempre salía con
alguna dificultad, tan bien urdida que Brochero se quedaba sin
palabras. Pero el cura se tomó el desquite; y a cambio de la negativa lo
hizo trabajar fuerte a Ahumada en los preparativos del viaje.
Ireneo Altamirano era el brazo derecho del párroco. Tenía talento
organizativo y sabía prever todas las contingencias. Se llevaba bien con
Ahumada, y entre los dos fueron haciendo los aprestos para la gran
aventura.
Se avisó que tal día saldrían para Córdoba. Había gente que tenía que
recorrer diez leguas para llegar al Tránsito y allí incorporarse a la
caravana. Algunos traían sus hijos para dejarlos en el pueblo en casa
de vecinos que se los cuidaran. En la parroquia se iban amontonando
las provisiones, mantas, cacharros y demás elementos indispensables,
mientras las mulas cedidas por la gente comían su ración en el corral
del cura.
Cuando todo estaba listo para partir, Brochero tuvo la certeza de que
faltaba alguien en la caravana. No se podía salir si esa persona no
venía. Aunque todo estuviera pronto. Aunque los changuitos lloraran y
las mulas se pusieran nerviosas.
Fue al rancho de Rafael Pereyra. De pura casualidad lo encontró sobrio.
Ahí nomás lo trincó para que fuera a hacer los ejercicios y dejara de
una vez la bebida. El hombre no quería saber nada. La mujer
escuchaba la conversación con aire resignado, mientras los hijitos
desarrapados deambulaban alrededor de ellos.
—Bueno, te hago un trato dijo finalmente el cura.
—Ya me va a proponer algo que no pueda cumplir contestó Pereyra.
—Sí que podés. El trato es que vengas al lado mío a los ejercicios. Y yo
me voy a j... por vos. Para que sepás lo que es tener fuerza para pelearle
al vicio. Ya sabrás que a mí me gustan los dulces. Pues de aquí a dos
años no te pruebo ni un poquitito de patay.
—¿Y de qué le va a valer? preguntó el paisano.
Pero será condición de que vos tampoco tomés un solo trago de vino en
ese tiempo. Y te venís conmigo a los Ejercicios.
Pereyra quedó aturdido. Brochero aprovechó su perplejidad para volver
a la carga. Le habló de su familia, de su dignidad de persona humana.
Por fin, el paisano se levantó. Los dos hombres se dieron la mano para
sellar el pacto. Pereyra tomó su poncho, se puso el sombrero y salió
detrás del cura, rumbo a una vida diferente.
Ahora sí, era el momento de iniciar el viaje. Al amanecer, los hombres
liaron sus cigarros, espolearon a las mulas y pusieron rumbo hacia la

45
pampa de Achala. Aquello parecía, en miniatura, el éxodo de Israel con
Moisés el frente. Hombres, mujeres y niños, con un rebaño de ovejas y
cabras para alimentarse durante el viaje, y sus pocas pertenencias
apiladas en el lomo de las mulas de carga. Brochero iba al frente con
Ireneo Altamirano, que conocía bien el camino de las altas cumbres. El
cura retrocedía cada tanto hasta el final de la columna para ver si todo
andaba normalmente, y animaba a los viajeros con palabras de aliento
y algún chiste oportuno.
La cosa marchó bien hasta que, ya de noche, se vio venir la tormenta de
nieve. Apurando, llegaron a una cueva grande donde se acomodaron
como pudieron, las mujeres y los changos primero. Los animales,
poniendo el anca contra el viento, aguantaban las ráfagas heladas. Su
aliento se desparramaba en la cueva como un llamado a la confianza.
Esa noche Brochero por única vez lo autoriz6 a Rafael Pereyra a tomar
una ginebra para calentarse. Fueron horas inacabables. Al amanecer,
los hombres salieron a buscar leña para encender un fuego. Tuvieron
que hundir sus manos en la nieve para cortar tabaquillo y traerlo a la
cueva.
Todos sentían fuertes dolores en brazos y piernas, por haber pasado la
noche encogidos y a medio cubrirse con los ponchos. El mate los fue
reanimando y les dio fuerzas para proseguir el camino.
Llegaron por fin a Córdoba. Aquella caravana, encabezada por un cura
que llevaba la sotana arremangada y atada con un pañuelo colorado,
llamó la atención de la gente. Era una tropa de gitanos en la docta
ciudad, paseando ovejas y cabras a media cuadra de la catedral, con
ruido de cascos y de cacharros y una estela de bosta detrás de ellos.
¿Qué era eso?
Por fin, Brochero instaló a su gente en la casa de Ejercicios Comenzó el
retiro. El cura seguía de cerca a los serranos, viendo cómo reaccionaban
ante esa experiencia desconocida para ellos. Los predicadores, por su
parte, trataban de adaptar sus palabras a la sencillez de su auditorio.
El primer día costó bastante, el segundo fue mejor, y al promediar el
tercero el grupo ya estaba totalmente a tono con lo que se pretende en
los Ejercicios. Mientras tanto, Brochero se ocupaba de cuidar las mulas
que quedaban pastando en los altos del abrojal, buscaba comida para el
grupo y estaba en los mil detalles de la organización, sin sacar el ojo de
encima a cada uno de los que había traído, sobre todo a Rafael Pereyra.
Después del sermón sobre el infierno, el ex borracho parecía otra
persona: mateaba en silencio, con un ligero temblor en el cuerpo, y
daba la impresión de que se sentía transformado. Brochero daba
gracias a Dios por ese cambio.
Como no podía ser de otro modo, Miguel Juárez Celman se enteró de su
llegada y fue a visitarlo. Con gran sorpresa lo encontró viniendo del alto,
con la sotana toda sucia, pues había estado ocupándose de las mulas.
El pulcro abogado se negaba a creer lo que veían sus ojos.
—¡José! ¿Qué hacés con ese aspecto?
—No te me acerqués, que se te va a’pegar el olor a mula que llevo
respondió sonriente Brochero.

46
Y le contó sus andanzas en Traslasierra. Miguel lo escuchaba
asombrado. José no parecía la misma persona. El oeste cordobés lo
había transformado; su cutis estaba renegrido; el andar era tosco, por
tantas leguas hechas a lomo de mula; y, cosa extraña, se había puesto
más conversador y muy divertido.
Charlaron de muchas cosas. Cada cual contó en qué andaba. El cura
en sus obras parroquiales, caminos, iglesias, catecismo; y el abogado en
las trenzas políticas, en ese camino sin retorno que es la vida del
hombre público.
A toda costa Miguel quiso llevarlo a la Exposición Nacional que había
sido inaugurada por el presidente Sarmiento unos días antes. En esa
oportunidad, Sarmiento había dicho que era preciso avanzar con pasión
civilizadora, para evitar estar rodeado por la barbarie; y había
expresado su satisfacción por haber contribuido a que el país mostrara
cuánto podía hacer. La exposición mostraba toda suerte de productos
argentinos y también de otros países, y daba la visión de un futuro
impresionante de grandeza. Además, durante esa visita Sarmiento
había dejado iniciadas las obras del ferrocarril a La Calera, y había
inaugurado el observatorio astronómico.
Progreso, ciencia, industria, civilización... Brochero rumiaba esas ideas
a la noche, solo en su cuarto, después de terminar el rezo del Breviario.
Ese día había hecho una oración especial por su amigo Simón Luengo,
muerto un tiempo antes, en un enfrentamiento con la policía. Así se lo
había contado Juárez Celman. Luengo había sido el jefe de la partida
que asesinó a Urquiza en su palacio de San José. Los viejos federales se
habían tomado así venganza de las vacilaciones y traiciones del caudillo
entrerriano.

Los Ejercicios Espirituales terminaron. Brochero participó en la


ceremonia de despedida. Había un clima de gran fervor, de contagiosa
alegría. Anastasia Favre le confesó que esos días habían sido los
momentos más felices de su vida; Rafael Pereyra le dio un fuerte
apretón de manos sin decir palabra; Ireneo Altamirano dijo su
agradecimiento con palabras entrecortadas. Todos habían recibido un
fuerte sacudón de la gracia divina.
Era el momento de regresar. Se despidieron y enfilaron las mulas hacia
la sierra. Los esperaban otros tres días de camino.
El comienzo del viaje fue bueno. Pero, cuando llegaron a la pampa de
Achala, el frío se hizo sentir brutalmente. El cielo color panza de burro
presagiaba una tormenta de nieve que nunca se decidía a caer. Si la
nevazón los pillaba al atardecer, corrían serio peligro de no encontrar
donde guarecerse. A medida que avanzaba espoleando al macho
malacara, Brochero sentía una creciente sensación de frío en sus pies.
No conseguía calentarlos ni siquiera con unos tragos de ginebra.
Se hacía noche, y la nevada era inminente. Buscaron unas cuevas y se
dividieron en dos grupos para entrar todos en las rocas. El cura sentía
un fuerte dolor en los pies. Era tan intenso que no aguantó más y
comenzó a quejarse. Entonces, Basilio López dejó de lado el respeto que

47
los paisanos tienen al cura y le sacó sin más vueltas el calzado y las
medias.
Se le están helando los pies dijo el hombre . Si sigue así se le ponen
negros y se muere...
Rafael Pereyra lo escuchó. El temor circuló rápidamente por todo el
grupo. ¿Qué hacer? El cura apretaba los dientes para no llorar, y se
encomendaba a Dios. El calor había huido de su cuerpo; sus pies eran
una masa rígida donde la sangre circulaba a paso de hormiga, debajo
de la piel que ya tenía un color morado.
Basilio López se decidió. Acompañado por Pereyra, sacó su facón y mató
una oveja de las que llevaban para alimentarse. Enseguida la
despanzurraron y la fueron arrastrando hacia la cueva donde el cura
estaba tirado sobre los aperos. López tomó la pierna derecha del
Brochero y metió el pie aterido en las tripas calientes del animal. De
inmediato, Pereyra lo ayudó a hacer lo propio con el pie izquierdo. La
sangre corría por las piedras, por las manos, por los ponchos. Todo
estaba mezclado: las vísceras, la ropa, el aliento. Pero el calor volvía a
los pies hinchados; lentamente, como el caminar de esa oveja que había
dado su último calor al cura. Un rato después, las extremidades habían
reaccionado. Los hombres continuaron frotándolas con trapos de lana
hasta que se normalizó la circulación. Brochero los miraba en silencio:
¡y pensar que el borracho Pereyra le había salvado la vida!
Al día siguiente continuó la marcha. Antes de montar, Brochero quiso
celebrar la Misa en la cueva donde había escapado de la muerte. Las
mulas formaron un cerco protector, y todos siguieron con respeto la
acción sagrada, como un agradecimiento al Dios que nunca se olvida de
sus hijos.

18
Va con sus rezos
y sus consejos,
va don Brochero, va.

Cuando iniciaron el descenso de la pampa de Achala, Brochero se las


ingenió para separar del grupo a Ireneo Altamirano y hacerlo llegar
antes al Tránsito. Su objetivo era que en el pueblo prepararan un arco
de triunfo para recibir a los ejercitantes que regresaban.
Ireneo cumplió. Y cuando la caravana se acercaba al poblado, los
animales se asustaron al oír el ruido de unas bombas de estruendo. Los
vecinos estaban todos en el camino, saludando a los viajeros. Y un
modesto arco de ramas, preparado a todo apuro, fue el homenaje a los
aventureros del espíritu, que volvían con su mundo interior
profundamente renovado.
Hubo besos y abrazos, lágrimas y felicitaciones. Como ya era el
atardecer, cada cual se fue metiendo en su casa para matear y contar
las fuertes experiencias vividas. Y así fue corriendo de boca en boca la
narración del temple de fierro de Brochero, capaz de cuidar de todos los

48
detalles del largo viaje y de poner en peligro hasta la vida para
acompañar a su gente.
Esa noche, ya en la cama, alumbrado con su candil de grasa de potro,
el cura dio gracias a Dios. Había logrado hacer algo muy importante
para su parroquia. Ese era el camino para cambiar a su gente, esa
gente tan buena y tan alejada de la religión. Pero, ¿estaban realmente
alejados... ? ¿Puede estar lejos de Dios el que me regala una cabra o me
presta una mula para que lleve a otros a Córdoba? ¿Quién es el buen
cristiano? ¿Quién garantiza que alguien esté más cerca o más lejos de
Dios?
El sueño lo venció antes que pudiera responder a ese malón de
interrogantes. Durmió como un bendito y se despertó más tarde que de
costumbre. Cuando había terminado de decir la Misa en la soledad de
su iglesia, se puso a matear al sol y vio que se acercaba un hombre
montado en una mula; traía detrás otra con carga.
El hombre se detuvo frente al cura, se quitó respetuosamente el
sombrero de alas anchas y saludó cortésmente.
—Soy el comandante Manuel Morillo—dijo—. ¿Puedo molestarlo un
momento, señor Brochero?
—Ninguna molestia, amigo —respondió el cura arrimando una silla
destartalada—. ¿Qué lo trae por aquí?
—Yo soy de la zona —explicó el comandante—. Ya he dejado el servicio
activo, y hace tiempo vengo oyendo lo que se cuenta de usted, señor.
Usted se está preocupando muy mucho de la gente. Y eso hacía falta
aquí. Por eso he querido venirme hasta el Tránsito para hacerle un
presente.
Brochero quedó mudo de asombro. No esperaba semejante elogio.
Morillo continuó:
—¿Ve la montura que tiene esa mula? Es la que me acompañó en todas
mis campañas militares. Porque yo he peleado en serio, señor. Pertenecí
al batallón «Córdoba libre» y tuve que enfrentar al Chacho Peñaloza
cuando nos invadió en el invierno del 63. El pueblito de San Pedro aquí
cerca nomás, lo tuvieron sitiado varios días con nosotros adentro
defendiéndolo. Pasamos hambre y sed hasta que el mayor Ayala pudo
dispersar a los montoneros. Después, yo luché en las Playas, en la
puerta misma de Córdoba, a las órdenes de Paunero y Sandes. Ahí se
terminó el Chacho... Fue una matanza como nunca había visto...
Se hizo un silencio. Brochero no quiso hacer comentarios; pero por su
mente comenzaron a pasar las imágenes apocalípticas de aquella
mañana, cuando recorrió el campo de muerte sacramentando a los
agonizantes, chapaleando en el barro sembrado de cadáveres. Ahora
venían a darle la montura de uno que había peleado y seguramente
matado a muchos en ese lugar...
Se quedó sin palabras. Solamente atinó a convidar un mate al
comandante Morillo. El militar siguió contándole sus aventuras en las
tristes guerras civiles argentinas, y finalmente se dirigió a la mula para
sacarle el recado. Cuando lo hubo hecho, se acercó al cura y le dijo:
—Aquí le dejo este recuerdo tan querido para mí. Está en buenas
manos. Usted lucha por Dios. Ojalá este presente le sea útil.

49
Brochero se emocionó y agradeció el gesto con palabras entrecortadas.
Morillo volvió a montar y se alejó a paso lento.
Al día siguiente el cura decidió hacer una recorrida por los alrededores
para visitar a sus parroquianos. Iba a estrenar la montura de Morillo.
Estaba terminando de ensillar el macho malacara cuando pasó por ahí
Rafael Ahumada.
—¿Y esa montura, señor Brochero? Es de milico...
En efecto, el recado tenía una gran pistolera a cada costado.
—Me la ha regalado el comandante Manuel Morillo. ¿Lo conoce?
—Sí... —respondió el otro como tratando de no dar importancia al
dato—. Pero, ¿y usted va a andar con las pistoleras? —preguntó con
sorna—. No me diga que...
—Sí, señor, voy a andar con las pistoleras, ¿y qué ... ?
—Ah... ¿Y qué va a meter en las pistoleras, si se puede saber?
—¡A los santos! —respondió rápido el cura. Y sin esperar más entró en
la casa parroquial y salió al rato con una cantidad de estampas
sagradas, libros de oraciones y medallas. Llenó las pistoleras con ese
material y después miró fijo a Ahumada:
—Y no te andes riendo de mí, porque el que ríe último ríe mejor, ¿eh?
Vadeó sin dificultades el río Panaholma y se acercó al rancho de los
Funes. Allí las cosas seguían como siempre: la hija con su concubino,
los changos mal alimentados y don Lorenzo solo en su pieza. Esta vez
Brochero fue derecho a verlo.
Lo encontró mateando, mientras disfrutaba el sol tibio de ese día.
—¿Cómo anda, don Funes? fue el saludo.
—Ya lo ve, señor...
Brochero lo miró, tratando de superar sus miedos. Funes estaba
leproso. La piel de su cara estaba arrugada; las orejas eran enormes y
llenas de tubérculos; los labios se habían agrandado; ya no tenía cejas
ni barba.
—¿Quiere un mate, señor? ofreció Funes con voz ronca.
El mate está hecho para compartir. Pasa de mano en mano y de boca en
boca, como un signo de fraternidad. Brochero lo sabía muy bien. Pero,
¿y si se contagiaba?
—¿Un mate, señor? insistió Lorenzo Funes.
Brochero no se animó a negarse. Tomó el porongo resobado y sorbió el
mate con la misma bombilla que usaba el leproso. Así siguieron un
rato, hablando espaciada-mente del tiempo, de las cabras, de la vida. . .
Volvió al pueblo. Después de la siesta llegaron los chicos para el
catecismo. Los metió en la iglesia y les explicó la doctrina, los hizo rezar
y les enseñó un cántico sagrado. Después tocó la campana para llamar
al rezo del Rosario. Vinieron las señoras de siempre, Palito encendió las
velas de la imagen de la Virgen, y pronto el rumor de las plegarias
recorría el templo como una brisa bienhechora.
Arrodillado al pie del altar, Brochero dirigía la oración. Pero su mente se
iba muy lejos. Recordó el sueño que había tenido durante los Ejercicios
Espirituales, poco antes de ser ordenado sacerdote. La Virgen María era
la que debía conducirlo a él y a su gente hacia Jesús. Se había logrado
mucho llevando un grupo de personas a Córdoba, para hacer Ejercicios;

50
pero eso no bastaba. Y mientras repetía avemarías, él le preguntaba a
su Purísima qué se podía hacer para transformar a toda la gente de su
extensa parroquia. De pronto afloró en su conciencia el recuerdo de sus
pies congelados en la pampa de Achala; tembló de miedo al recordarlo.
Eso no, eso nunca más, eso había sido horrible. Pero, si no se podía ir a
Córdoba a hacer Ejercicios, ¿dónde hacerlos?
El Rosario tocaba a su fin cuando en su imaginación vio una casa llena
de gente rezando. Allí mismo, en el Tránsito, en ese pueblo de doce
casas y unas pocas chacras. ¿Sería posible?
Días después estaba en el pueblito de Ambul, donde lo habían llamado
para atender a un enfermo grave. Lamentablemente, el hombre murió
en sus brazos. Por los síntomas que mostró en su agonía, Brochero
dedujo que podía ser un contagiado de cólera. ¿Y si se desataba una
epidemia en la zona? Era mejor no pensarlo; muy bien recordaba él los
días siniestros del cólera en Córdoba. Por eso fue muy afectuoso con los
deudos del difunto, dejándoles el dinero que pudo y algunas
provisiones; pero al mismo tiempo se mostró muy firme para
convencerlos de que había que quemar ese rancho y edificar otra casita.
En eso andaba cuando pasó por el pueblo un tal Fidel Gallardo, que
entendía de construcciones. El hombre simpatizó con el cura y se prestó
a colaborar en la edificación.
Para hacer el adobe prepare el barro con pastos viejos aconsejó don
Fidel. Es bueno mezclarlo con bosta de caballo y de mula. Se ocupa tres
carretilladas de tierra, una y media de pasto y unos cien litros de agua.
Si va a ocupar bosta, pone cuatro carretilladas de tierra, dos de bosta y
cien litros de agua.
Brochero y los vecinos lo escucharon con atención y enseguida pusieron
manos a la obra. El cura se sujetó la sotana con su pañuelo colorado y
comenzó a palear y mezclar material a la par de todos.

19
Cielo limpio,
pasto puna,
aquí vengo
a darles música.
¡Sí!

Cuando volvía al Tránsito después de trabajar varios días de peón de


albañil, rodó de su macho malacara en una cuesta del camino y quedó
resentido. Tuvo que pasar un tiempo quieto, sin poder decir la Misa,
aprendiendo a ejercitar la paciencia y el amor a la soledad. Pero los
vecinos, enterados de su dolencia, venían a verlo; y Juan Aguirre lo
curaba con friegas de ruda empapada en alcohol.
—Dios se lo pague, amigo le dijo una tarde el cura . Yo no sé qué haría
si no los tuviera a ustedes aquí...
—Qué agradece, señor... No se preocupe, lo importante es que sane
pronto para poder seguir dando vueltas por los pueblos.

51
—¿Sabe, Aguirre? —dijo muy lentamente Brochero—. Hace rato que
ando con una idea que me da vueltas en la cabeza como mosca de
verano.
—¿Y de qué se trata, si puede saberse?
—Estoy pensando que tenemos que hacer aquí una casa de Ejercicios.
—¿Como esa donde estuvimos en Córdoba, señor?
—Ahá.
—Pero eso es muy grande, señor Brochero. ¿Cómo vamos a levantar
nosotros tantas paredes, tantas piezas, todo eso que tienen allá?
Brochero parecía un iluminado, y continuaba hablando como si el
edificio ya estuviera en pie:
—¿Se imagina, Aguirre? Gente de todos los pueblos, hombres y
mujeres, todos aquí, rezando, confesando sus pecados, cantando a la
Purísima... ¡Hay que hacer la casa de Ejercicios!
—Pero, señor, ¿usted pensó cuántos habemos aquí? Pocos hombres,
cada cual cuidando su tierra y sus animalitos, todos pobres...
—Pero podemos pedir ayuda a los hombres de los otros poblados...
—Podría ser...
Aguirre salió de la casa parroquia¡ convencido de que Brochero tenía
fiebre y deliraba. En el boliche de Galván se encontró a tomar una
copas con Ireneo Altamirano y le contó las visiones del cura.
—Vea, amigo le respondió Altamirano, yo creo que este hombre es capaz
de hacer todo lo que se le pone en la cabeza. Usted lo está viendo. Dijo
que había que ir a Córdoba y nos llevó allá aunque casi le cuesta la
vida. Lo que quiere lo hace, porque es más terco que su macho
malacara.
—¿Usted ayudaría si don Brochero empieza a edificar?
—¿Por qué no? Si después de todo estábamos dejados de la mano de
Dios y este hombre se deshace por nosotros, ¿cómo no lo voy a ayudar?
La voz comenzó a correr por el pueblo y por los caseríos vecinos: el cura
Brochero quería edificar una Casa de Ejercicios en el Tránsito. Parecía
una hazaña imposible de realizar, pero todos hablaban del asunto. Un
día en que el cura estaba arreglando unos agujeros en el techo de su
iglesia, llegó a visitarlo Jesús María Soria, de los Soria de Pacho.
Conocía a Brochero solamente de oídas. Después de un rato de
conversación, el hombre fue a lo que le interesaba:
—Me han dicho que anda por construir una casa para Ejercicios aquí
en el Tránsito. No soy hombre rico, pero algunos miles puedo disponer
para eso. Usted empiece nomás el trabajo y no tenga miedo, que la plata
no va a faltar.
—Pero yo le acepto la plata prestada, amigo respondió Brochero; de
otro modo no puede ser.
—Eso lo veremos más luego; no se preocupe. Usted empiece a trabajar,
nomás.
Fue el espaldarazo que le faltaba. Comprendió que la Virgen andaba
detrás de su idea y se lanzó a recorrer todo el curato para entusiasmar
a la gente.
La recorrida iba a ser larga; por eso le encargó a don Pedro Miranda que
se ocupara de anotar los bautizos y casamientos, y le mostró cómo eran

52
los libros parroquiales. Consiguió varias mulas de refresco y se lanzó a
hacer leguas de camino acompañado por el sacristán Palito.
Cada vez le dolían más las nalgas, como consecuencia del constante
andar en mula. Tenía llagas que no cicatrizaban nunca y le hacían muy
dolorosa la marcha. Pero había que hacer la casa de Ejercicios...
Salieron a la mañana temprano, y al mediodía estaban cerca de un
poblado. Brochero le dijo a Palito:
—Andá a ver cuántos nudos tiene el lazo.
—¿Cómo dice, señor?
—Que vayas a ver lo que tienen de comer. Hacete el zonzo, que no te
cuesta mucho, y deciles que viene el cura a visitarlos; de paso te fijás lo
que andan cocinando, venís y me contás.
Palito cumplió la orden y regresó al trote con la noticia:
—Un caldo de cordero están calentando, nomás.
El cura ordenó de inmediato:
—Andá al rancho de al lado y fijate ahí.
Cuando se enteró de que en la olla hervía un locro con chorizo colorado,
zapallo y cebolla de verdeo, enderezó al malacara para ese lugar.
—¡Ave María Purísima! —gritó, tratando de imponerse al ladrido de los
perros.
Salió una mujer limpiándose la! manos en el delantal.
—Sin pecado concebida, señor. Gusto de verlo.
En eso apareció el hombre de la casa trayendo un caballo para ponerle
el morral.
—¡Aquí vengo a darles música! —le dijo el cura sonriendo.
—¿Cómo es eso, señor?
—Déjeme bajar y le cuento —respondió Brochero.
Se sentaron a la sombra de un árbol y matearon. La mujer escuchaba
desde el fogón. El cura contó lo que quería hacer en el Tránsito.
Usted no sabe cómo volvieron los que llevé a Córdoba para los
Ejercicios. Parecían otras personas. Porque cuando uno escucha a Dios
es como si se lavara por adentro con lejía; sale blanco y nuevo, no se
emborracha más, no le pega a la mujer, y se siente feliz. ¿Usted es feliz,
dígame? ¿Eh?
El hombre se quedó en silencio. El cura volvió a la carga:
—Usted me tiene que ayudar a hacer la casa de Ejercicios, amigo.
—Yo no tengo que hacer nada de eso. La religión es cosa de las mujeres
y los changos. Usted lo que quiere es comer locro gratis aquí.
Brochero se indignó.
—¡Está bien! ¡Podrite en tus pecados, perdido que sos! Pero fijate lo que
te voy a decir: yo me voy, pero antes quiero ver si te atrevés a decirle a
éste que no te interesa la religión.
Y ahí nomás se levantó el poncho y le mostró el Cristo de bronce que
lleva colgando del cuello.
—¡Andá, decile que no a éste, dale, vamos...!
El paisano se quedó helado de asombro y de miedo.
—No se ponga así, señor. Siéntese y vamos a comer el locro. Después de
todo usted es un amigo...

53
Comieron el sabroso guiso y el hombre quedó comprometido a ir al
Tránsito el 15 de agosto para la fiesta patronal.
—Venga con su familia y le vamos a hacer un lugarcito para dormir.
Hacemos una fiesta con cabritos al asador y después empezamos a
construir la casa de Ejercicios.
Se despidió. Pasó por el rancho donde solamente había caldo de
cordero, y también allí dijo: « ¡Aquí vengo a darles música!».
Así hizo correr la idea por los pueblos de su curato. Se deshacía de
cansancio, pero conseguía voluntarios para el trabajo. En una de esas
recorridas habló con Fidel Gallardo y le explicó lo que quería hacer. El
hombre le dijo que la cosa no era nada fácil, que se necesitarían
muchos materiales y mucha mano de obra, pero que todo era posible si
había voluntad y un poco de organización.
—Usted hágame un plano, don Fidel —dijo Brochero— y lo demás lo
deja por mi cuenta. Lo espero dentro de unos días en el Tránsito.
Y siguió recorriendo, con tenacidad y paciencia. A todos les repetía lo
mismo: queremos hacer una casa para que la gente vuelva a Dios.
Vengan al Tránsito para la fiesta patronal y después empezamos el
trabajo.
Así pasó el invierno de aquel año 1875. Y cuando la naturaleza parecía
querer apurar la llegada de la primavera, en ese agosto frío pero lleno de
sol, la gente comenzó a llegar al Tránsito, movida por imperceptibles
motivaciones, respondiendo a un eco que resonaba en el interior de las
conciencias como un llamado a vivir de una manera diferente.

20
No se vaya, don Brochero,
que aquí lo necesitamos,
en su Casa de Ejercicios,
para bien de los serranos.

El 15 de agosto, Tránsito era un hervidero de gente. Típico clima de


fiesta popular. La gente amontonada en los ranchos, durmiendo sobre
los aperos, o hacinada en los tinglados para leña.
La iglesia se llenó de público ese día. Mientras duraba la misa, ya había
unos hombres encendiendo el fuego para poner los cabritos al asador.
Un regimiento de señoras preparaba las ensaladas de berro y demás
yerbas; otras limpiaban el lugar para comer.
En el sermón, Brochero lanzó a los presentes una verdadera arenga en
pro de la casa de Ejercicios. Era la voluntad de la Virgen; había que
levantar ese edificio para que la gente de todos esos pagos tuviera la
felicidad de sentirse hija de Dios. Por eso, el cura les pedía que al día
siguiente vinieran todos a colaborar para empezar la obra en el terreno
vecino a la iglesia.
El asado resultó un verdadero encuentro de todos con todos. El cura
estaba inspirado, y los chistes le brotaban como agua de manantial.
Comieron carne sabrosa bien rociada con vino, aunque Brochero no le

54
sacaba el ojo de encima a Rafael Pereyra para ver si el ex borracho
cumplía su compromiso. ¡Y vaya si lo cumplía!
Pero el cura se sentía mal. Le dolían todos los huesos, la cabeza estaba
embotada y el pecho se sacudía con una tos seca que le producía fuerte
malestar. Tantas horas sobre su mula, tantas noches durmiendo poco
menos que al sereno, tanta privación para recorrer los pueblos
invitando a la gente, lo habían dejado sin defensas y con evidentes
síntomas de agotamiento.
Cuando amaneció el día 16 de agosto no podía salir de la cama. Había
caído como un árbol talado al ras. Imposible moverse: su cuerpo era
una sola sensación de dolor y de fiebre. ¡Pero había que empezar el
trabajo!
Ireneo Altamirano golpeó la puerta de su pieza y se impresionó al ver
tan caído al cura.
—No hay caso, amigo, no me puedo mover —decía Brochero entre
quejidos—. Pero tenemos que empezar... ¡Justamente hoy me tenía que
agarrar esta peste... ¿Se animará la gente a trabajar si yo no estoy?
—¿Por qué no, señor? Si quiere, yo les digo que usted pide que vengan a
colaborar.
—Está bien. Llámelo a Gallardo, porque todavía no me ha mostrado los
planos.
Un rato después Fidel Gallardo desplegaba sobre la cama del cura unos
papeles.
Aquí está la entrada y el primer patio. Después viene la capilla y el
segundo patio. Alrededor están las piezas para que duerma la gente.
—¿Y dónde van a comer? ¿Y la cocina?
—Bueno, eso se puede poner aquí —dijo Gallardo señalando en el
papel.
—El comedor hágalo como de cincuenta metros, mire que tiene que
entrar mucha gente.
Ireneo y Gallardo se miraron con disimulo, ¿Era la fiebre o se había
vuelto loco?
—Está bien, señor, se hará un comedor grande.
—Y la cocina... ¿Sabe la idea que tengo para la cocina? Hacemos una
mesada como de diez metros de largo y ahí se ponen seis ollas para el
locro, y se calienta todo por abajo...
Nuevas miradas de Altamirano y Gallardo.
—Quédese tranquilo, señor Brochero. Mi señora le va a traer un
menjunje de esos que bajan la fiebre. Nosotros nos vamos a trabajar.
Mientras el cura rezaba un Rosario tras otro en su cama, la gente se fue
juntando en el terreno. Habían dormido bien esa noche y querían
cumplir con el pedido de Brochero antes de volverse a sus pueblos. El
primer trabajo, muy duro por cierto, fue limpiar de malezas el terreno.
Picos y palas, azadas de todo tamaño arañaron sin pausa la tierra
endurecida. El humo de las fogatas subía al cielo en medio de ese día
soleado. Pronto el terreno estuvo limpio como para hacer el replanteo.
Al día siguiente, Gallardo se aprovisionó de sogas y estacas y fue
marcando en el terreno el lugar de cada parte de la futura casa. Era
algo tan enorme que los trabajadores se negaban a creerlo. Altamirano

55
tuvo que echar mano de sus condiciones de líder para que no se
desanimaran. Aunque a él también le parecía una locura esa
construcción tan grande, les dijo que, si eran gente de palabra, no
podían dejar de ayudar en esa empresa.
Así fue como comenzaron a cavar los cimientos de la casa de Ejercicios.
Fueron muchos días de trabajo. Los que habían venido a la fiesta de¡ 15
de agosto ya se habían vuelto a sus pueblos, y se contaba solamente
con los vecinos del Tránsito y algunos voluntarios que mandaba
Anastasia Favre desde Mina Clavero o desde Nono, más las cuadrillas
que Brochero había armado para hacer caminos.
El caso es que, cuando el cura se sintió mejor y pudo dejar la cama, vio
con ojos asombrados la traza de su sueño dorado sobre la tierra
generosa de ese pueblo. No lo podía creer; le brotó del alma la acción de
gracias a Dios y a la Virgen, y reverdeció su entusiasmo por esa obra.
Entonces decidió que había que poner la piedra fundamental de la casa
con una ceremonia solemne. Y el domingo siguiente, después de la
Misa, se fue con todo el pueblo al terreno. Unos hombres prepararon
mezcla y la echaron en el fondo de la zanja. El cura buscó una piedra
bastante grande, la levantó y la tiró con todas sus ganas sobre la
mezcla, mientras gritaba:
—¡¡Te jodiste, diablo...!!
El golpe fue tan recio que la mezcla le salpicó la sotana, en medio de las
risas de la gente. Y así, con la sotana toda sucia, Brochero le dio la
bendición a esa piedra y comprometió a los presentes a seguir
colaborando para levantar la casa de Ejercicios.
Ahora el objetivo era rellenar los cimientos. Nadie cobraba su trabajo.
Cuando llegaban los días festivos la concurrencia era mayor. Mientras
tanto, el cura seguía pidiendo fondos por todos los rincones de su
parroquia. Cualquier cosa venía bien: postes, piedras, animales, sogas,
lo que fuera. El se las ingeniaba para encontrar quién le transportara
cada cosa.
Cuando terminaron los cimientos, Gallardo dio las indicaciones para
comenzar a levantar las paredes. Ante todo era preciso fabricar ladrillos.
Conversando con el cura decidieron poner el horno frente mismo a la
iglesia, así, todos los que pasaban veían la marcha del trabajo y se
animaban a dar una mano.
Yo les voy a preparar las cosas para hacer los ladrillos, señor Brochero
le garantizó don Fidel. En el medio del terreno vamos a poner el
malacate, ese palo donde se ata la mula; la mula da vueltas y mueve la
rueda que va amasando la tierra. La tierra hay que amasarla con agua y
con la liga de paja o bosta, cualquiera de las dos sirve. ¿Me entendió?
—Sí respondió el cura, Y después ¿qué se hace?
Después hay que llenar a mano los moldes con barro; cuando saca el
adobe de los moldes, lo pone a secar. Si hay sol fuerte, basta ponerlos
medio día acostados; después los pone de canto y los deja otro medio
día. Con dos días de buen sol basta para que se sequen.
Gallardo se fue a su pueblo, y Brochero quedó con la lección aprendida.
El domingo siguiente habló a sus fieles de esta gran necesidad, y
después de la Misa fue al terreno para arremeter con la fabricaci6n de

56
los ladrillos. Instaló él mismo el palo vertical con la ayuda de Aguirre;
aseguró luego el malacate y le adosó la rueda que Gallardo le había
prestado; entonces pidió a todos los vecinos que acarrearan agua,
mientras él y otros traían bosta de sus corrales, en carretillas. Así se
comenzó a hacer la «liga». Fue el momento de traer una mula vieja, que
Brochero ató al malacate. Con unos buenos sogazos en el anca el
animal empezó a dar vueltas en redondo y amasar el barro con sus
patas.
El resto se hizo siguiendo las precisas instrucciones de Gallardo.
Un tiempo después se había apilado frente a la iglesia una respetable
cantidad de ladrillos. Entonces se acordaron de que había que preparar
la cal. Buscaron un lugar apropiado e hicieron un horno cerrado para
quemar la piedra caliza. A los chicos los contrataban para que
acarrearan leña y él se turnaba con otros para mantener el fuego
encendido. A todo esto, Pereyra y Palito habían cavado un pozo para
apagar la cal viva salida del horno, tirándole mucha agua.
Y todo era así: sacrificio y más sacrificio. Pasaban los meses y Brochero
hacía milagros de simpatía y persuasión para traer gente a ayudar en la
obra. Pedía animales y víveres para alimentar a los trabajadores, los
hacía descansar en su casa, les contaba chistes para mantener alta la
moral. Y un día y otro día, un mes y otro mes, la obra comenzaba a
tomar forma.
Porque, en efecto, ya habían empezado a levantar las paredes. Los días
domingos y también los de semana, el cura lanzaba una de sus
características invitaciones al trabajo. Los vecinos acudían. El cura
abría la marcha con una pila de ladrillos al hombro. Lo seguía todo el
pueblo, llevando ladrillos y cal en las manos, en la cabeza, en una
mula, como fuera. Todos estaban allí: hombres, chicos y también
señoras y señoritas; todos se raspaban las manos acarreando
materiales detrás de la sotana sujetada con el pañuelo colorado.
En esa circunstancia era conveniente atender bien a los que podían
brindar una ayuda o hacer una donación. Habían llegado al pueblo dos
amigos de Brochero que vivían en Córdoba, y él quería ofrecerles una
buena comida. Como siempre andaba sin un peso en el bolsillo, antes
de empezar la Misa le dijo a Palito que fuera a pedirle al carnicero David
unos chinchulines para hacer un plato sabroso. Don David sabía
regalarle todo tipo de achuras, pero había empezado a cobrarle un peso,
cuando vio que la gente comenzaba a codiciar las achuras.
—¿Sabe lo que pasa, señor? explicó Palito . Que ahora David cobra dos
pesos por los chinchulines.
—¿Dos pesos? ¿Pero qué se ha creído ese loco? Bueno, andá y decile
que te los fíe, que mañana le vas a ir a pagar.
Y empezó la Misa. En el sermón estaba hablando de] pecado del rey
David, cuando se apoderó de la mujer de su soldado más fiel y abusó de
ella. Entusiasmado con el episodio, tenía electrizado a su auditorio
pintando el hecho con pelos y señales. En lo mejor del sermón,
Brochero se encaró con la gente:
—Y entonces, queridos hermanos, ¿qué dijo David? Vamos a ver, ¿qué
dijo David?

57
Palito, que venía entrando por el fondo de la iglesia, le contestó fuerte:
—¡Que si no manda los dos pesos, no hay chinchulines!
La gente empezó a reírse con ganas, y el cura también festejó la
ocurrencia de su inefable sacristán, que nunca se distinguió por ser
demasiado lúcido.

La obra llevaba ya más de un año. Se estaba llegando a la altura del


techo. Era preciso buscar postes para armar ese techado.
Para eso no hay como la madera del álamo le aconsejó Rafael
Ahumada.
—¿Y dónde vamos a encontrar en tanta cantidad? preguntó Brochero.
En Altautina, señor. Hay álamos hermosos allí. Es cuestión de ponerse
a hablar con esa gente, pagarles la madera, cortar...
El cura empleó entonces todos sus recursos para conseguir la madera.
Hubo donaciones, hubo también compra, y formó cuadrillas de
leñadores para talar los árboles.
Fidel Gallardo, que lo veía tan atareado y tan falto de fondos para
terminar la casa, le dijo un día:
—Pero usted es amigo de gente importante en Córdoba. ¿Por qué no le
pide plata al gobierno?
—No, mi amigo respondió Brochero . Si le pedimos plata al gobierno,
vamos a hacer un hoyo en el suelo de tanto esperar sentados...

21
¿Dónde estás, Santos Guayama?
Ven conmigo, no te escondas.

¡Dele nomás, no afloje, señor Brochero!


El ruido monótono de la sierra parecía un abejorro que zumbara en el
monte de álamos. El cura, con la sotana atada con el pañuelo colorado,
estaba talando un árbol con un paisano de cara de piedra, que movía
los brazos con la regularidad de un robot.
Brochero había ido esa mañana al monte para animar a los voluntarios
que cortaban álamos para los postes del techo de la casa de Ejercicios.
Había visto a un tal Correa que pitaba su cigarro mirando a los
trabajadores, y lo había desafiado a ver quién aguantaba más aserrando
un tronco. El tiro le estaba saliendo por la culata, porque Correa había
resultado un hombre muy resistente. El cura sudaba a mares y
empezaba a jadear, mientras el otro seguía moviendo la enorme sierra
como si nada pasara. El maestro del pueblo, que asistía a la escena,
empezó a preocuparse por el sacerdote. Hubo un significativo cruce de
miradas entre los dos, y Brochero gritó a Correa:
—¿Dejemos el convenio, amigo?
—Como usted quiera, señor.
Brochero dejó la sierra y se retiró en medio de las risas de los
aserradores, mientras le comentaba al maestro:
¡Caray, cómo me ha j... este hombre... !

58
Con estratagemas de ese estilo el cura había ido logrando que se
cortaran centenares de álamos. Veía más cercana la terminación de la
enorme casa de Dios en Villa del Tránsito. Pero ahora surgía un nuevo
desafío: transportar a destino los troncos, subiendo los veinticinco
kilómetros de la cuesta de Altautina.
Eustaquio Bazón, de Pozo del Tala, en la pampa de Pocho, se vino con
treinta hombres para colaborar. Desde San Luis habían llegado muchos
con un tal Chena y setenta mulas. Todo era poco para la gran cantidad
de madera que había que acarrear. Pero se trataba de empezar de una
vez.
Esa mañana Brochero ensilló al macho malacara, Mientras ajustaba
bien el recado sobre el lomo, le decía así:
—No me vas a fallar hoy, ¿eh? Hacé de cuenta que estás entrando a
Jesús en Jerusalén el domingo de Ramos. Tranquilito, no me hagás
rodar como el otro día, que todavía ando medio rengo porque se te
ocurrió pisar en unas piedras resbalosas...
Un rato después, estaba atando un tronco a la cincha de la mula. Cada
uno de los que lo ayudaban hacía lo mismo. El movimiento de hombres
y animales iba en aumento, como si fueran un ejército de hormigas
gigantes arrastrando su alimento después de un día de lluvia.
Cuando todos estuvieron listos, el cura se puso al frente y empezó a
rezar en voz alta el rosario, para que lo siguieran los demás. Las
avemarías se mezclaban con los gritos de: « ¡Vamos, mula!», y otras
expresiones que no conviene reproducir. El macho malacara abría la
marcha arrastrando el tronco que le había tocado en suerte; subía la
cuesta lentamente, como estudiando cada paso antes de afirmarse
sobre el suelo pedregoso.
Hubo tropezones, rodadas, necesidad de ayudar a algunos, recambio de
mulas agotadas. Por la tarde llegaban al Tránsito, donde los recibieron
con grandes muestras de alegría. La madera se dejó acopiada en un
campo cercano, y los paisanos se dedicaron a atender a los animales.
Esto se repitió muchas veces. Y un tal Santillán Vélez contaba que en
una de esas arrastradas de vigas se emplearon como dos mil mulas.
El final de la construcción estaba cerca. Brochero soñaba con esa casa
llena de hombres y mujeres escuchando la predicación de los Padres y
pidiendo perdón a Dios de sus pecados. Ya tocaba con la mano su gran
deseo.
En ese momento se cruzó por su mente Santos Guayama.
Lo había visto muchos años antes, aquella mañana del 14 de junio de
1863, cuando el Chacho Peñaloza entró con sus montoneros en
Córdoba. Brochero recordaba borrosamente su imagen. Pero los
paisanos entre los que vivía se encargaban de hacerle presente a
menudo la memoria de Guayama. Ese hombre, que vivía escondido
porque tenía la cabeza puesta a precio por el gobierno, asaltaba pueblos
y caravanas para procurarse alimentos y dinero, y así seguir viviendo.
Brochero estaba tan cansado que no podía dormirse. Las ideas le daban
vueltas en la cabeza como moscas alrededor de la carne cruda. Y
entonces fue cuando se le ocurrió la más audaz de las aventuras: traer
a Guayama a hacer los Ejercicios Espirituales.

59
Más claro que el agua. Santos Guayama era la madre del borrego, la
causa de un montón de problemas en la zona. Por culpa de él había
robos, contrabando de hacienda, concubinatos y peleas. «Muerto el
perro, muerta la rabia», pensaba el cura. Si Guayama se convierte a
Dios, se terminan todos estos líos. Pero el mayor de los problemas no
era el trastorno que producía la presencia del montonero, sino
encontrar su escondite. Porque Guayama llevaba ya como diez años
eludiendo a las partidas armadas que lo buscaban rastreando
prolijamente llanos y serranías.
—Este hombre parece la presencia de Dios —le comentaba Brochero al
macho malacara—. Está en todas partes y nadie lo ve. ¡Y no puede ser,
caray! ¿Cómo se va a comparar un bandido con la presencia del Dios
bendito? ¡Tengo que encontrarlo y mostrarle el Cristo para que se
convierta!
Brochero había observado que cada tanto desaparecía del pueblo su
amigo Rafael Ahumada. Nunca se sabía bien a qué iba y a dónde.
Hablaba de negocios, de compra de animales... Había en Rafael algo
misterioso: era un hombre que, evidentemente, no decía nunca todo.
Pero una vez, comiendo un cabrito al asador, Rafael se había ido de
boca y había soltado una serie de frases que daban a entender que
sabía de Guayama, o al menos de la gente que andaba con el ex
montonero del Chacho.
Un buen día Brochero lo paró y le espetó a boca de jarro:
—No me mientas, porque es pecado. Vos sabés dónde está Guayama.
El otro se quedó duro. Negó terminantemente saber nada.
—No me mientas, Rafael —insistió el cura.
Los ojos negros de Brochero magnetizaron al hombre. Bajando la
mirada dijo a media voz:
—Sí, yo sé por dónde anda. Pero usted, ¿qué quiere? ¿Entregarlo a los
milicos?
—No, señor. Yo quiero que se convierta a Dios, y que deje de andar
robando animales a la gente de mis pagos y de llevarse hombres para
sus correrías, que dejan a las mujeres solas y después ellas se juntan
con cualquier otro. Eso es pecado, ¿entendés? Y si Guayama se
convierte, se acaban esos pecados.
—Mire que está lejos de aquí. El viaje es largo y difícil, señor.
—No me importa nada. Ya tengo el traste a la miseria con tantas idas y
venidas. ¿Qué me hace un viaje más? Y si se me llaga el traste lo
ofreceré por la conversión de este pescado gordo. Porque éste debe tener
más pecados en la conciencia que piojos tiene un pobre.
Una madrugada, sin ser vistos por nadie, salieron hacia La Rioja.
Brochero había dejado dicho que «iba a buscar una hacienda que le han
dado a San Ignacio de Loyola»: una forma de expresar que iba a buscar
gente para que hiciera los Ejercicios
Legua tras legua, al paso acompasado de las mulas, fueron dejando
atrás las tierras fértiles de Traslasíerra. A lo lejos se divisaba una línea
amarillenta: eran los llanos de La Rioja.
El sol les cansaba los ojos, reverberando en la tierra reseca. El aire se
volvía denso y ardiente. Brochero, que sentía cada vez más dolor en las

60
nalgas, rezaba un rosario tras otro, poniendo esa aventura en manos de
Dios.
Sabía que se jugaba mucho. Guayama era de los que primero tiran y
después miran a ver quién fue el que cayó. Cualquier reacción podía
esperarse de él.
Las mulas comenzaban a pisar ahora un suelo arenoso. El panorama
era una desolación total. Los árboles surgían de entre la arena como
ánimas sufrientes. Y los dos hombres seguían marchando cual
autómatas, atornillados a sus mulas, adormeciéndose con el
movimiento uniforme de la marcha.
Iban atravesando un monte continuo de churquis, espinillos y
algarrobos. El cura no entendía cómo su amigo no se perdía allí, donde
no se veía ni la huella de un sendero.
Ahumada conocía bien las aguadas escasas que hay en ese desierto. Lo
guió serpenteando en el monte, y de pronto Brochero se encontró como
por encanto frente a un rancho con corrales de espinillo para las
cabras.
Los moradores los atendieron muy bien. Descansaron y se
aprovisionaron de agua del pozo. Y después, a seguir cruzando el
desierto...
Fueron ochenta leguas de ida y otras tantas de vuelta. De noche se
metían entre los árboles, se tiraban sobre los aperos y dormían
encogidos por el frío. Al amanecer, el cura sacaba de su petaca hostias
y vino y decía la Misa ante la mirada de Ahumada y de las mulas. Una
mateada, y otra vez a imaginar senderos entre la arena y el monte
impenetrable.
Aquel desierto puso a prueba el temple de Brochero. Llegó un momento
en que perdía el deseo de continuar la marcha. Y lo que era peor aun,
perdía las ganas de todo. Lo único que deseaba era tirarse a morir ahí,
tan agobiado estaba por la sed, la fatiga y el dolor indecible de sus
nalgas llenas de llagas. ¿ Aquello no era tentar a Dios? ¿Por qué tenía
que ser él quien convirtiera al gaucho Guayama? ¿No es el Espíritu
Santo el que transforma los corazones? ¿No tenía Dios mil formas de
salvar al montonero? ¿No se había metido en esa aventura para que
todo el mundo pudiera decir: «Brochero fue capaz de convertir a
Guayama, ¡qué hombre!»?
Exhausto, bajó de la mula y se tiró al pie de un algarrobo. Sacó del
bolsillo de su sotana un manoseado Evangelio, y empezó a pasar las
páginas ajadas por el uso. Pero no tenía ganas de nada. Cerró el libro.
Un instante después volvió a abrirlo al azar, y cuando puso sus ojos
sobre el escrito se encontró con estas palabras: «Jesús fue conducido
por el Espíritu al desierto, y el demonio lo tentó durante cuarenta días.
No comió nada durante esos días, y sintió hambre. Entonces el demonio
le dijo: «Si tú eres el Hijo de Dios, manda a esta piedra que se convierta
en pan. Pero Jesús le contestó: El hombre no vive solamente de pan».
Comprendió que su cuerpo físico estaba en ese momento en el desierto,
pero también lo estaba su alma. Dios lo había llevado allí para que se
sintiera totalmente solo y desprotegido, a merced de la implacable
naturaleza que le negaba todo: agua, alimento, sombra. Comprendió

61
que sí, que realmente había en su deseo de encontrar a Guayama un
poco de soberbia, de orgullo, de querer aparecer como el cura triunfador
a quien nadie podía decirle que no. Era la tentación del poder, la misma
que experimentó Cristo cuando el demonio le sugería que hiciera un
milagro espectacular para mostrar a todos que era el Hijo de Dios.
Entonces se tiró al suelo, como el día que lo habían ordenado sacerdote,
y pidió perdón a Dios de su orgullo. Y así como en ese desierto los
árboles brotan humildemente de la arena, así surgió de su alma
purificada por el dolor la plegaria de San Ignacio:
«Alma de Cristo, santifícame
Cuerpo de Cristo, sálvame...».

22
¿Dónde estás, Santos Guayama?
Ven conmigo, no te escondas.
«Venga cura, que me matan»,
le responderá su sombra.

—¿Eh? ¿Eh? ¿Dónde estamos?


—En Mascasín, señor Brochero. Provincia de San Juan. Parece que ha
dormido bien. . .
El cura, que estaba en el suelo hecho un ovillo, Comenzó a estirar los
músculos entumecidos. Había. pasado la noche durmiendo sobre los
aperos, tapado con el poncho. Era tal su estado de agotamiento que le
costaba hilar las ideas y ubicarse en el tiempo.
—¿Y Guayama? ¿Dónde está Guayama? —dijo nerviosamente saliendo
de su letargo.
—Cálmese, cálmese —respondió serenamente Ahumada—. Ya viene
para acá.
—¿ ¡Viene!? —El cura comenzó a sentir miedo.
—Así es. Cuando yo lo dejé a usted esperando aquí, fui a ver a don
Apolinario Tello y le mandé que le dijera a mi ahijado Segundo L6pez
que usted quiere verlo a Santos Guayama.
—¿Un ahijado tuyo anda con él?
—Sí, señor. Es el hombre de confianza de Guayama. Por eso yo sigo el
rastro de don Santos. Porque a este muchacho lo he criado yo, y un
buen día se fue con la montonera y ahora es como la mano derecha de
Guayama. Segundo López me ha mandado a decir con Apolinario que lo
aguardemos a don Santos en este lugar.
Guayama se hizo esperar. Y mucho. Pasó todo ese día, y nada. Cada
tanto miraban hacia el oeste, para ver si divisaban algún bulto. El cura
rezaba un rosario tras otro. Mateaban, hablaban de bueyes perdidos,
hacían largos ratos de silencio.
—A la noche vendrá, para estar más seguro... —aventuró Brochero.
—Vaya a saber... —fue la respuesta.
Se tendieron en el suelo para descansar. Brochero no lograba cerrar los
ojos. Guayama podía aparecer en cualquier momento. ¿Cómo

62
reaccionaría? ¿Y si lo tomaba como rehén? Cualquier cosa era posible
en un hombre que estaba fuera de la ley desde hacía años.
Dormían con la oreja pegada al suelo. Por eso, con la primera claridad
del día sintieron a lo lejos el paso de unas mulas.
Brochero se incorporó bruscamente. No había podido conciliar bien el
sueño en toda la noche. Aguzó el oído. A su lado, Ahumada se
desperezaba con la mayor serenidad del mundo.
Un rato después, Brochero distinguió entre las sombras del amanecer
varios hombres que rodeaban el lugar. Eran como fantasmas que iban y
venían ejecutando una misteriosa danza.
Más tarde, un grupo de gauchos formados en pelotón se acercó a los
árboles donde el cura esperaba con los cinco sentidos alerta.
Un jinete se separó del grupo y desmontó frente a Brochero. Era Santos
Guayama. Alto, robusto, de cutis moreno. Tenía el pelo largo y la barba
poblada. Como un signo indeleble de su vida bandolera, una cicatriz le
cruzaba la mejilla derecha. Los ojos negros y penetrantes eran el más
expresivo de sus leguajes. En la cintura llevaba un enorme trabuco.
Después de los primeros saludos, se sentaron a matear. Cada tanto,
hombres montados en mulas se acercaban para decir: «Sin novedad, mi
comandante». Y seguían sus recorridas por el lugar como si fueran la
presencia invisible de Dios en todas partes.
Al principio hablaron de cosas intrascendentes: el tiempo, las cosechas,
los animales, la falta de agua. Era evidente que ninguno de los dos se
animaba a entrar en cuestiones de fondo.
Por fin, Brochero apretó el mate como sí quisiera romperlo, y soltó la
primera frase que lo llevaba derecho al nudo de la cuestión.
—Don Santos, yo he venido a hacerle una invitación.
—¿De qué se trata, si puede saberse?
—Le habrán contado que estamos levantando una casa en Villa del
Tránsito. Para que la gente tome Ejercicios Espirituales como los hacía
San Ignacio de Loyola. Hay mucho pecado por aquí: se roban animales,
se busca la mujer ajena, se toma en demasía...
Guayama escuchaba en silencio.
—Emborracharse es pecado —siguió diciendo el cura . Y robarle las
cabras a una familia también es pecado.
Santos sacó la bombilla de la boca y lo fulminó con sus ojos negros.
—Usted está queriendo decir que mi gente...
Brochero ya estaba jugado. Miró el trabuco que colgaba de la cintura de
Guayama, se encomendó a Dios y respondió:
—Sí, Don Santos. Su gente roba. Su gente anda escondida y deja la
familia sola. No hay tranquilidad en mi curato porque sus hombres
rondan para hacerse de animales y dinero. No respetan a las mujeres.
Guayama volvió a mirarlo, esta vez con ojos de expresión indefinible.
Llevó la mano al bolsillo y le alargó al cura un papel doblado varias
veces. Estaba completamente amarillento y arrugado.
—Lea —dijo el montonero.
Aquello sonaba a una orden. Brochero desdobló la hoja.
«COMPATRIOTAS: Desde que Mitre usurpó el Gobierno de la Nación, el
monopolio de los tesoros públicos y la absorción de las rentas

63
provinciales vinieron a ser el patrimonio de los porteños, condenando al
provinciano a cederles hasta el pan que reservara para sus hijos. Ser
porteño es ser ciudadano exclusivista; y ser provinciano es ser mendigo
sin patria, sin libertad, sin derechos. Esta es la política del gobierno de
Mitre».
—Eso lo firmó Felipe Varela hace diez años explicó Guayama . Fue
cuando cruzó la cordillera para pelear contra los porteños. Yo estaba
con él ahí, como antes estuve con el Chacho.
Brochero continuó leyendo:
—«Tal es el odio que aquellos fratricidas tienen a los provincianos, que
muchos de nuestros pueblos han sido desolados, saqueados y
guillotinados por los puñales de los degolladores de turno: Sarmiento,
Sandes, Paunero, Campos, Irrazábal y otros varios oficiales dignos de
Mitre».
—Eso lo firmó Varela, pero dicen que lo escribió uno como usted, el
cura Castro Boedo. Andaba siempre con don Felipe y quiso hacer una
revolución en San Juan, pero le falló.
Brochero miraba fijo el papel, cada vez más impresionado. La proclama
terminaba así:
«COMPATRIOTAS: ¡A LAS ARMAS!... ¡Es el grito que se arranca del
corazón de todos los buenos argentinos!
COMPATRIOTAS NACIONALISTAS: El campo de la lid nos mostrará al
enemigo. Allá os invita a recoger los laureles del triunfo o la muerte,
vuestro jefe y amigo
FELIPE VARELA
Campamento en marcha, diciembre 6 de 1866»

—Si nos sacaron todo, ¿qué quiere que hiciéramos? Diez millones de
pesos dicen que producen las provincias con el sudor de su frente.
Buenos Aires se lleva todo para construir teatros de lujo, mientras los
pueblos lloran de miseria sin poder dar un paso por la vía del progreso.
Se hizo un largo silencio. Comenzó otra rueda de mate después que una
partida de tres hombres vino a dar el «Sin novedad, mi comandante».
—¿Gusta cabrito al asador, señor cura? —preguntó Guayama.
—Cómo no —respondió Brochero.
—Mire que es un animal robado —dijo Santos sonriendo con malicia—.
Se va a comer el pecado usted...
El cura se mordió de rabia: el montonero estaba manejando a su gusto
ese partido de truco...
Unos hombres comenzaron a cortar leña para el asado. Entretanto,
seguía la conversación.
—Como le iba diciendo, cura: los porteños nos han sacado todo, hasta
los hombres para llevarlos a morir en la guerra del Paraguay. ¡Luchar
con un país hermano! Entonces hubo que salir a pelear. Nosotros
entregábamos los prisioneros; ellos nunca. Después que el Chacho
perdió la batalla en Las Salinas, hizo un acuerdo con la gente de Mitre y
devolvió los prisioneros. Rivas no devolvió ni uno. ¿Qué iba a devolver si
los había fusilado a todos? Y al Chacho, ¿cómo lo mataron? La partida
lo encontró mateando con su familia. El viejo entregó su facón, y ahí

64
nomás Irrazábal le clavé una lanza en el vientre, delante de la esposa y
el hijo menor.
Brochero no tenía respuesta para esos argumentos. Guayama soltaba
verdades contundentes que iban cayendo en su alma como las piedras
desprendidas de la falda de un monte.
Guayama remató su argumentación con una pregunta:
—¿Qué pasa si yo voy a tomar esos Ejercicios que usted dice?
Y él mismo se adelantó a dar la respuesta:
—Me toman preso y me matan. ¿Usted no sabe que hay recompensa
para el que me encuentre?
Levantó el tono de su voz y le gritó a Brochero:
—¡Usted está aquí porque yo lo dejo estar! De no, ya lo habían muerto
mis hombres. Mi vida está puesta a precio, pero no se la voy a regalar a
ningún milico de los que me andan buscando.
El clima de la conversación se había puesto tenso. Brochero prefirió
sumarse al silencio de los llanos. Unos hombres preparaban el cabrito y
lo ensartaban en el asador, mientras las ramas quemadas de espinillo
iban formando brasa. Guayama fumaba despaciosamente.
Largo rato después, cuando la carne comenzaba a despedir un aroma
que estimulaba el apetito, el cura volvió a la carga:
—Don Santos, yo tengo amigos influyentes en el gobierno. Sin ir más
lejos, el ministro de gobierno de Córdoba, Miguel Juárez Celman, es mi
compañero de estudios y gran amigazo. Puedo conseguir que lo
indulten, y entonces usted se viene a tomar Ejercicios.
—Va a ser difícil sacar el indulto —respondió Guayama. Hace tiempo
que ando detrás de ese asunto. Hay un señor en Buenos Aires, Adolfo
Carranza, muy influyente el hombre, que todavía no ha podido
conseguirlo. Además, yo quiero garantías para toda mi gente. Ni uno
solo tiene que quedar encerrado.
Pasó otro buen rato de silencio. Cuando empezaron a comer el cabrito
asado, Guayama se mostró más cordial. El cura le había tocado fibras
muy íntimas. Entre bocado y bocado le contó que estaba cansado de
esa vida, de la continua zozobra, de andar siempre con el arma a la
cintura.
Se había desahogado. Y Brochero había descubierto al hombre detrás
del montonero. Ya eran amigos.
Al atardecer se separaron. Brochero volvió a andar legua tras legua con
una gran esperanza en su alma: conseguir el indulto de Guayama y
llevarlo con trescientos hombres a tomar los Ejercicios, para comenzar
una vida nueva.

23
El padrecito Brochero
en Ejercicios nos dijo:
sólo vale la conciencia
cuando llegamos al Juicio.

65
Cuando volvió al Tránsito, ya estaba adelantado el trabajo de los techos
de la casa de Ejercicios. Los trabajadores colocaban sobre las paredes
de adobe, uno tras otro, los postes de álamo. Pronto no se vería el cielo
desde esas moles de barro y habría cielo en las almas de los que
vinieran a pernoctar allí.
Casa de Dios, terreno de conversión, fuente de alegría, alero de amparo,
camino de reconciliación. En todo eso pensaba el cura mientras miraba
las hojas escritas a mano por Ireneo Altamirano.
Altamirano era un perro fiel, un líder natural y un colaborador
infatigable. Entre tantas cosas en que ayudaba a Brochero, se ocupaba
de llevar las cuentas de la construcción. Mientras el sacerdote utilizaba
su don de persuasión para conseguir ayuda en hombres, materiales y
dinero, Ireneo supervisaba el trabajo y administraba con prudencia los
fondos. Brochero era tan escrupuloso en este punto, que hacía revisar
periódicamente las cuentas a un notable de la ciudad de Córdoba, don
Justo Balmaceda.
En eso andaba ahora. Antes de viajar a la capital por el asunto de
Guayama, quería mirar los números y llevarse consigo los papeles.
Los dos hombres miraron despaciosamente las cifras y matearon
mientras comentaban las últimas novedades. Altamirano escuchaba
asombrado el relato del encuentro con Guayama. Aquello parecía
increíble.
—Yo le voy a sacar a Juárez Celman el indulto dijo Brochero con
absoluta seguridad . No me puede fallar. Y cuando don Santos venga a
tomar Ejercicios, ¡qué asado con cuero va organizar San Pedro allá
arriba!

Encontró a Miguel instalado en su despacho de Ministro de Gobierno de


la provincia de Córdoba. Estaba más señorial que nunca, con su traje
de casimir inglés, su peinado impecable y el ordenanza que te servía
refrescos.
—¡Pero vos estás loco, José! ¿Sabés en qué te has metido? Ese hombre
está buscado por la justicia. Te pueden meter preso por complicidad...
—Es un alma, qué caray. ¿Lo entendés o no? ¿No tiene derecho
Guayama a salvar su alma?
—Que se arregle con Dios como quiera, pero ante la ley tiene que
responder por sus delitos. ¡Hay una ley, hay una justicia, José!
—Mirá: Guayama quiere dejar la mala vida, me lo aseguró allá en los
llanos. Hay que darte una oportunidad. Al fin de cuentas, ¿qué buscan
ustedes los que mandan? ¿No buscan que haya tranquilidad, cordura,
paz y todo eso que se llenan la boca hablando en los discursos? Y
bueno, si lo indultan a Guayama se tranquiliza un montón de gente que
anda con él, se tranquilizan las familias, se puede vivir sin miedo en el
Oeste...
Miguel Juárez meditó un momento.
—¿Por qué no le pedís una mano a Julio Roca? —sugirió Brochero.
—En eso estaba pensando —respondió Miguel—. Mi concuñado está
haciendo una carrera brillante. Ya es general de la nación y está
destinado en Río Cuarto como comandante general de fronteras. Se

66
encarga de contener los ataques de los indios. Roca tiene mucha
influencia en Buenos Aires. Yo le voy a escribir para que vea si puede
tramitar el indulto de Guayama.
Llevándose la promesa como un trofeo de guerra, Brochero regresó a su
pago y encaró decididamente la preparación de la primera tanda de
Ejercicios Espirituales. Faltaban todavía revoques y pisos en la casa,
pero él ya no aguantaba más la espera.
Un domingo, en el sermón de la Misa, anunció a la gente que para
agosto se harían los Ejercicios.
—Ya sé que parezco un mamón que no se cansa nunca de chupar la
teta —les dijo—. Pero si han hecho tanto por levantar esta casa, ahora
ayúdenme a atender a la gente que va a venir hasta aquí para
convertirse a Dios. Necesito que las señoritas me ayuden para preparar
la comida y limpiar la casa; hace falta tener mucho pasto para las
mulas, que las vamos a poner al fondo, en ese terreno grande atrás de
la casa; hace falta...
Y seguía con la lista de necesidades, todo en forma desordenada,
repitiendo ideas, mechando un chiste, dando una explicación. La gente
se perdía en el montón de recomendaciones, pero salía de la iglesia con
una idea bien clara: había que colaborar con el cura.
Así fue como organizó un grupo de quince niñas del pueblo y de los
alrededores, que se comprometieron a la dura tarea de cocinar para los
ejercitantes y mantener limpia la casa durante esos días. Aguirre,
Ahumada y los colaboradores de siempre lo apoyarían en la búsqueda
de las provisiones y la atención de los animales.
Entonces inició la recorrida para comprometer a los pobladores de la
zona. Fueron leguas y leguas sobre su macho malacara, acompañado
por Palito. Iba casa por casa invitando a hombres y mujeres y
prometiéndoles solucionar todos los problemas que se presentaran: que
la comida, que los animales, que los changos...
En una de esas tantas recorridas se enteró de que un paisano había
dicho:
—Si el cura viene a invitarme lo voy a mandar al diablo.
Brochero no dudó un instante. Preguntó dónde quedaba el rancho de
ese hombre, y se apareció después de la siesta.
—¡Aquí vengo a darles música! —dijo al llegar.
El hombre estaba hachando leña, y lo miró atravesado.
—Vos dijiste en la pulpería que me vas a echar de mala manera si vengo
a invitarte a tomar Ejercicios.
Se echó hacia atrás el poncho y le mostró al hombre el Cristo de bronce
que llevaba sobre el pecho,
—¿A qué no te animás a mandarlo a éste al diablo...?
El hombre bajó la vista y clavó el hacha en un tronco, como para
disimular la vergüenza. No dijo nada. Brochero siguió su camino, y días
después se enteró de que aquel paisano se preparaba para ir a los
Ejercicios.
Estaba agotado de cansancio, pero aún así quiso hacer, la semana
anterior al comienzo del gran encuentro, una última redada para
asegurar la concurrencia de la gente. Efectuó dos viajes que

67
comenzaban en una punta del curato y terminaban en el Tránsito. En
cada pueblo iba arreando a los paisanos con sus bártulos y mulas; los
confesaba por el camino, como preparación para los «días de Dios»; y
como penitencia les decía que tenían que ir marchando delante de él
hasta llegar a destino, mientras rezaban un montón de rosarios. Así se
aseguraba que no se le escapara ninguno.
En el pueblo la gente no podía creer lo que estaba viendo. En diversas
tandas iban llegando cantidades de personas nunca vistas allí. Era un
verdadero milagro.
Se acomodaban como podían en las grandes habitaciones de la casa
que se inauguraba; y mateaban despaciosamente, mientras aguardaban
el comienzo de aquella experiencia nueva para todos ellos.
Era el día fijado para el inicio de los Ejercicios Espirituales. Brochero
esperaba con impaciencia a los dos Padres predicadores que había
apalabrado en Córdoba cuando fue a pedir el indulto para Guayama. A
propósito de esto: no había llegado ninguna noticia de ese pedido, y el
cura sentía pena por no poder tener a don Santos y a su gente en esa
primera tanda de ejercitantes.
«Si Dios lo ha querido así, por algo será», pensó.
En ese momento vio llegar a un hombre que traía de las riendas un
caballo.
Se detuvo frente al sacerdote y saludó respetuosamente.
Buenas tardes, señor. Soy José Zabala, para servirlo. He venido de Las
Palomas de a pie, cumpliendo una promesa. ¿Hay lugar para mí en los
Ejercicios?
El cura lo miró emocionado. Aquel hombre había caminado más de
sesenta kilómetros para encontrarse con Dios en el silencio y la oración.
Y cuentan que José Zabala repitió lo mismo siete años seguidos: venía a
pie a los Ejercicios y se volvía a caballo.
Brochero estaba sobre ascuas por la tardanza de los predicadores. Para
peor, decían que había habido tormenta en la pampa de Achala. Hacia
el atardecer juntó a la gente en la iglesia. Eran alrededor de 500
hombres que no cabían en el templo. El cura subió al altar y comenzó a
hacer una prédica para entusiasmarlos:
Queridos, ustedes están aquí porque Dios los ha traído con su gracia,
por la intercesión de la Purísima Virgen María. Dios los quiere mucho,
sobre todo a los más pobres. Porque las tres cosas que nunca le faltan
al pobre son el apetito, los piojos y la misericordia de Dios.
Y seguía hablando y exhortando, mientras miraba la puerta de la iglesia
para ver si aparecían los predicadores. De pronto emergió
misteriosamente Palito de entre la gente que rodeaba el altar, y le dijo
en voz baja:
—Ya han llegado los Padres, señor...
Brochero miró hacia la puerta. La gente amontonada le impedía ver.
Entonces, en el colmo de la alegría, empezó a gritar:
¡A ver, a ver, abran paso ahí en el medio y dejen camino como para
dos mulas cargadas!
Acribillados por las miradas de todos, los sacerdotes entraron en el
templo con caras cansadas, pero sonrientes.

68
Comenzaban los días de la iluminación y la gracia.

24
El padrecito Brochero
en Ejercicios nos dijo:
lindo es dentrar a la muerte
tan serenito y tranquilo.

La oscuridad era completa y el frío, intenso.


Alumbrándose con un candil, Brochero entró a la cocina de la casa de
Ejercicios. Eran las cuatro de la mañana.
Había discutido con sus amigos hasta que consiguió que hicieran la
cocina como él quería. A ellos les parecía algo enorme, exagerado. Pero
el tiempo le dio la razón al cura. Esas seis grandes ollas de hierro,
empotradas en una mesada de mampostería, alcanzaban apenas a
cocinar el locro para los quinientos paisanos que rezaban y meditaban a
lo largo del día.
Se arremangó la sotana y comenzó a poner leños en los boquetes que
tenía la mesada al ras del suelo. El interior de esa construcción era
hueco, y la leña introducida por los agujeros calentaba la comida.
Con paja seca, papeles viejos y leña menuda encendió el fuego. Cuando
vio que comenzaba a arder bien, abrió su breviario, acercó el candil y
comenzó a hacer sus oraciones. Era preciso rogar mucho para que la
gente se convirtiera a Dios.
Pasó un buen rato. La noche seguía imperando sin que el amanecer
pudiera hacerle frente.
A las cinco y media, el cura salió de la cocina.
Recorrió el segundo patio. Aguzando los ojos como gato en la oscuridad
pudo ver a los ejercitantes dormidos en las habitaciones, tirados en
catres algunos, y los otros sobre los aperos. Como era imposible meter a
todos en las piezas, muchos dormían en las galerías, también
recostados sobre los aperos y tapados con sus ponchos. Brochero pensó
en el frío que soportaba esa gente, y pidió a Cristo que tuviera en
cuenta esos sacrificios para darles a todos ellos la felicidad de su gracia
divina.
Ahora estaba en el primer patio, donde también campeaba soberano el
silencio. El cura se persignó y empezó a cantar con su bien entonada
voz:
«Misericordia, Señor,
misericordia de mí.
¡A tantas misericordias,
qué mal te correspondí!»
Era la señal para levantarse. Brochero recorría los patios mientras
continuaba cantando:
«Perdón, OH Dios mío,
perdón, indulgencia;
perdón y clemencia,

69
perdón y piedad».
La multitud comenzaba a moverse, envuelta en oscuridad y silencio. Se
acomodaban enseres, se desentumecían las piernas; algunos se dirigían
lentamente a la capilla. Allí los esperaba el padre predicador para
celebrar la Misa y luego pronunciar el primer sermón del día.
Cuando todos los ejercitantes estuvieron en el templo, Brochero volvió a
la cocina a vigilar el fuego. Ya había buenas brasas. Entonces fue al
corral donde pernoctaban centenares de mulas.
Allí pasó un buen rato ocupándose del pasto y el agua para los
animales. Después retornó a la cocina.
Desde la capilla llegaba la voz del predicador que hablaba del pecado, la
gran traición del hombre al amor de Dios.
Brochero, ayudándose con una pala ancha, sacaba brasas del fuego y
las colocaba en varios braseros. Luego los iba distribuyendo en las
galerías, poniendo encima pavas con agua.
Cuando terminó el sermón, la gente se sentó en las galerías para
matear. La infusión caliente reconfortaba el cuerpo. Entre sorbo y
sorbo, los paisanos iban asimilando las ideas que habían oído al
predicador. Se hablaba poco, en voz baja, mientras la claridad del
amanecer comenzaba a teñir de luz tenue los muros y las personas.
Durante la mateada, Brochero recorrió los patios rezando en voz alta el
rosario, cantando cánticos religiosos e invitando a todos a la
conversión. Enseguida se metió de nuevo en la cocina.
Comenzaron a llegar las niñas voluntarias que lo ayudaban a preparar
la comida. El cura dio las órdenes con la seguridad de un cocinero de
hotel de lujo.
Hoy hacemos un locro especial: ponen en las ollas el maíz y el poroto
que están desde anoche en remojo; tiene que hervir como dos horas, y
acuérdense, sin sal, ¿eh? sin sal. Cuando esté bien hervido todo, le
tiran zapallo y la carne de puchero que está colgada al sereno. Que
hierva otras dos horas, y después le echan sal y cebolla de verdeo. ¡Ah!
Un poco de chorizo colorado les voy a traer agorita, pero hoy no le
ponen ají ni pimentón.
A media mañana sonó una campanilla. Todos se dirigieron a la iglesia
para escuchar el segundo sermón del día. Brochero miraba las caras de
los hombres y trataba de descubrir quién se estaba «ablandando» y
quién se resistía aún a la gracia; quién se había metido de lleno en los
Ejercicios y quién se sentía todavía forzado y sin deseos de hacer esa
experiencia. Entonces se llevó con él a unas señoras y a dos chicas de
la cocina y se arrodillaron en un rincón de la casa para pedir al Señor
que ayudara a algunos que se mostraban ariscos al llamado de Dios.
A medida que transcurrían los días de Ejercicios, el cura iba entrando
como en un trance místico, en una unión más profunda con el Señor y
con su Purísima, como llamaba él a la Virgen María. Escuchaba los
sermones como uno más y ardía en el deseo de que todos se confesaran
y cambiaran de vida. Fue entonces, cuando, dejándose llevar por el
recuerdo de los Ejercicios hechos en su mocedad en el Seminario,
recordó el sentido que le da San Ignacio al sufrimiento. Y ese tercer día
de los Ejercicios, a la hora en que los paisanos iban entrando al

70
comedor para el almuerzo, Brochero se tiró al suelo en la puerta de
entrada para que lo pisaran todos al pasar. Quería sufrir en su propia
carne la humillación total, para combatir su orgullo y conseguir la
gracia de que todos, sin que ninguno fallara, se convirtieran a Dios.
La gente se amontonaba alrededor del cura tirado en el suelo. Unos no
entendían; otros querían ayudarlo a levantarse. Algunos, que
interpretaron el sentido del hecho, se lo explicaron a los demás. Y se
produjo así en la casa un clima de profunda conmoción interior.
Después del locro, la siesta. Luego, otro sermón. Para refocilar el
cuerpo, mate y pan hasta el anochecer.
La tarde era el momento de la «disciplina». En un rincón, al costado del
altar, estaba el cajón con las sogas trenzadas. Los predicadores
invitaban a los que quisieran a desnudar su espalda y castigarse en
expiación de sus pecados. Brochero no faltó un solo día a esta dura
práctica. En total oscuridad decía en voz alta: «Piedad de mí, Señor, por
tu gran misericordia», mientras se escuchaba el ruido sordo de las
sogas que lastimaban la piel desnuda de los ejercitantes. Por él y por
toda su gente, el cura se castigaba para conseguir la salvación y la paz
del alma.
El último día fue agotador. Brochero no dormía más de cuatro horas
cada noche, porque la limpieza de la cocina lo ocupaba a veces hasta la
una de la madrugada. Pero el último día era el de las confesiones. Se
había preparado el ambiente con tesón y ahora era el momento de la
iluminación, de la limpieza general, de la gran decisión. Desde la
mañana estuvo confesando a su gente. Escuchaba los pecados,
semblanteaba a cada cual y enseguida se daba cuenta de quién era el
que andaba peor en su vida. Entonces, después de aconsejarlo bien,
venían los «acuerdos»: «Vamos a ver, ¿sos capaz de no volver a engañar
más a tu mujer?». «Voy a tratar, señor Brochero, pero usted sabe que
uno...». «¿Cómo es eso de “uno...”? ¿Vas a ser capaz o no vas a ser?
Bueno, mirá, vos no te arrimás nunca más al rancho de esa que te
calienta la cabeza, y yo me comprometo a no tomar vino en todo un
año, para que Dios te dé fuerzas. ¿Hacemos el trato?».
Altamirano había estado colocando una gran cruz de palo en una
pequeña colina que hay a un costado del pueblo. La mañana en que
terminaban los Ejercicios, después de la Misa, Brochero pidió a los
predicadores que le dejaran pronunciar el sermón de despedida. Habló
de Dios, de sentirlo dentro de uno. Habló de lo que él vivía,
simplemente. Habló del árbol que crece, de los pájaros a quienes nunca
falta el alimento, de las flores que Dios cuida como un Padre. Les pidió
que fueran fuertes y perseverantes en el bien obrar. Y los invitó a
prometer todo eso a la Purísima, yendo en procesión hasta la cruz de la
colina.
Aquello fue emocionante. Una masa de quinientas personas se movía
lentamente por el sendero pedregoso. Al frente, dominado por sus
sentimientos de amor a la Virgen Madre, el cura cantaba a plena voz:
«Adiós, reina del cielo, madre del Salvador, dulce prenda adorada de mi
sincero amor». Y junto a la cruz los exhortó con palabras entrecortadas
por el llanto para que siguieran firmes en la fe y en el amor.

71
Después, saludos, abrazos, despedidas. Poco a poco la gente se volvía a
sus pueblos. Se iban cambiados, alegres, entusiastas. En Villa del
Tránsito había sucedido algo muy importante.
Esa tarde, después de una reparadora siesta, Brochero caminó solo por
la enorme casa de Ejercicios. No había un alma donde horas antes se
amontonaban hombres y mujeres. Estaba solo, sola su alma con el Dios
que lo había llamado en su adolescencia. Esa era su realidad: un
hombre solo, hombre de Dios, sin mujer, sin hijos, sin familia, para ser
puente entre Dios y los hombres.
En la soledad de la iglesia, encorvado en un banco de madera, dio
gracias al Altísimo.
Rafael Ahumada lo sacó de su meditación.
—Con su permiso, señor. Han venido de Córdoba y me han dado un
mensaje para usted.
Brochero abrió la carta que Ahumada le alcanzaba. Miguel Juárez
Celman le comunicaba que el general Roca ordenaría telegráficamente
desde Buenos Aires. que nadie acusara ni molestara a Guayama en
ninguna forma. La orden se despacharía a los fiscales de San Luis,
Mendoza, San Juan y La Rioja.
El cura miró hacia el altar con ojos llenos de gratitud. Después, dijo a
Rafael:
—Nos vamos otra vez a los llanos, amigo.

25
Todos llegamos arriba
a dar cuentas de ese asunto.
Castigo o recompensa,
cada cual tendrá lo suyo.

Y salió nuevamente para La Rioja. Ochenta leguas de ida y otras tantas


de vuelta. También lo acompañaba ahora Rafael Ahumada. Pero esta
vez el cura marchaba con un estado de ánimo muy distinto. Llevaba la
esperanza real del indulto de Guayama, y con ella la posibilidad cierta
de traer al montonero a su casa de Ejercicios.
El lugar convenido para el encuentro era la casa de Ángel Tello, en
Noveque.
Superada la fatiga del camino desértico, Brochero y Guayama se
sentaron a hablar. El clima del encuentro era muy distinto del de la
primera conversación que tuvieran tiempo antes. Guayama se sentía
ante un amigo sincero, más allá de las diferencias que pudiera tener
con él. Notaba que aquel hombre lo entendía, lo valoraba, lo quería.
A Brochero le sucedía lo mismo. El cura sentía que minuto a minuto
aumentaba su cariño por aquel hombre tan rudo y, en el fondo, tan
sufrido y sensible.
—Ese telegrama no basta —dijo lapidariamente Santos cuando terminó
de leerlo—. No basta, cura.
—¿Por qué no? ¿Usted no te tiene confianza a Roca?

72
Guayama sonrió irónicamente, dejando ver sus dientes amarronados
por el tabaco.
—¿Roca? ¡Vamos, cura, vamos! ¿No me dijo usted que estuvo en Las
Playas sacramentando a los muertos? ¿Y Roca no estaba ahí? ¿No
estaba al mando de los que nos mataron como moscas? ¡Tiene mala
memoria, usted!
Brochero quedó desorientado. La desconfianza de Guayama era total. Y
no le faltaban motivos...
—¿Qué se puede hacer entonces, don Santos? Usted quiere dejar esta
vida, me lo ha dicho. Necesita tranquilidad para su gente. Yo estoy
tratando de regularizar su situación ante el gobierno. Pero a usted no
hay nada que le venga bien...
Guayama lo miró de frente.
—Lo único que tiene valor es el indulto, cura. Sin indulto yo no me
muevo de los llanos. No hay más que hablar, señor.
Comieron un cordero al asador, rociado con vino riojano. La amistad se
expresaba en esa comida compartida en medio de las arenas y los
espinillos.
Guayama, a quien la ironía no lo abandonaba nunca, le comentó a
Brochero entre trago y trago:
—Usted anda muy preocupado por sacarme los pecados a mí. ¿Por qué
no lo campea al Gaucho Seco, ese que se esconde en las quebradas de
Los Gigantes?
No era la primera vez que el cura escuchaba ese apodo. Gaucho Seco
era un delincuente común del oeste cordobés. En muchas
oportunidades la gente de su parroquia se había quejado de los asaltos
de la banda de Gaucho Seco. Y Guayama tenía razón: aquel matrero se
escondía cerca de la Villa del Tránsito, pero Brochero nunca había
intentado rescatarlo para Dios.
El cura sintió que le tocaban el amor propio. Se tragó la ironía junto con
un trozo del cordero asado, y cambió de tema.
Volviendo a su pueblo paró en Ambul, donde lo hospedaron unos
vecinos que habían participado de los Ejercicios Espirituales. La alegría
de esa gente al ver a su cura era indescriptible. Hubo mazamorra,
queso serrano y vino del mejor. En clima de confianza, matizado por los
chistes del cura, le plantearon una inquietud: las niñas de los pueblos
de la zona.
—De chiquitas son todas buenas —le explicaron—. Pero después...
Usted sabe cómo es el ambiente aquí, señor. Por algo nos llevó a tomar
Ejercicios, ¿no? Y bueno, las niñas quieren casarse, hay hombres que
las engañan y se las llevan, ¿a qué? A sufrir, a tenerlas atadas a la
casa, a hacerlas vivir juntadas sin casarse por la ley de Dios...
—Todo eso ya lo sé —respondió Brochero—. ¿Qué quieren que haga? Yo
no me estoy mano sobre mano, ya lo ven. Pero...
—Lo que hace falta es un colegio, señor —sentenció el más viejo del
grupo—. Un colegio donde las niñas se eduquen bien, aprendan la
religión, la moral y la decencia.

73
—Eso —ratificó una de las patronas que cebaba mate con hojitas de
cedrón y mastuerzo—. Un colegio con monjas, que les enseñen a
comportarse como deben.
Cuando el cura montó nuevamente su macho malacara, llevaba consigo
el dolor de sus nalgas destrozadas y el peso de una nueva
responsabilidad: las niñas de su parroquia. La idea de un colegio para
ellas fue tornando cuerpo a medida que andaba las leguas que lo
llevaban de vuelta al Tránsito.

—Como lo oye, Ireneo: un colegio para niñas, aquí, al lado de la casa de


Ejercicios.
Brochero le explicaba el proyecto a su infatigable colaborador.
—Señor, todavía estamos sin acabar el comedor de la casa —objetó
Altamirano—. Falta comprar y pagar esos mil platos enlozados que
usted ha encargado que le traigan de España. ¿Y nos vamos a meter a
construir un colegio de niñas?
—Si está de Dios, tiene que salir, Ireneo. Hay que pensar en la
juventud. Nosotros nos vamos a volver viejos, ¿y quién mantiene la fe
sino los que vengan detrás de nosotros? Piénselo bien, amigo.
Altamirano continuó mostrando las dificultades que le veía al proyecto,
pero sabía que era tiempo perdido discutir con Brochero. Cuando una
idea entraba en su cabeza, se convertía en realidad aunque todas las
fuerzas del mundo se le pusieran en contra. Y él sentía admiración por
la tenacidad de su cura.
Así fue como, antes que estuviera terminada la casa de Ejercicios, los
hombres y mujeres de Traslasierra echaban los cimientos del colegio
para las niñas. Nuevamente se vio el horno de ladrillos frente a la
iglesia, el pozo de la cal, el movimiento de los trabajadores, el espíritu
de esa comunidad aglutinada por la fe y movida por el entusiasmo de
su líder.
Sin perder tiempo, Brochero viajó a Córdoba y habló con Juárez Celman
sobre el indulto de Guayama. Miguel era un experto abogado y redactó
la solicitud que el hombre debía presentar pidiendo se lo indultara. El
sacerdote aprovechó la visita a la capital para conversar con su amigo
el Padre Bustamente sobre la posibilidad de llevar al Tránsito algunas
monjas que se hicieran cargo del colegio de niñas y también de la casa
de Ejercicios. Había que pensar las cosas con tiempo...
Vuelto al pago, le mandó la solicitud a Guayama. El montonero se la
devolvió firmada un tiempo después, y de inmediato Brochero envió el
papel a Córdoba. Todo parecía estar bien encaminado.
Mientras se sucedían estos trámites, tuvo lugar un episodio del cual el
cura no quiso hablar mucho.
Una tarde, un paisano vino a buscarlo para que confesara a un enfermo
en la Pampa de Pocho. Brochero montó sin dilación su mula y salió tras
el guía.
Era ya de noche cuando pararon en el rancho de un amigo. La familia
salió a saludarlo y lo invitó a pernoctar allí, sugiriéndole que atendiera
al enfermo al día siguiente. Sin bajar de la mula, Brochero rechazó la
invitación.

74
—No se puede dejar pasar el tiempo si de un enfermo se trata —dijo por
toda explicación . Cuando pase de vuelta dormiré aquí.
Llegó al rancho en medio de una oscuridad total.
—¿Dónde está el enfermo, hijo?
—En esa esquina, señor, en el catre...
No había candiles, ni velas, ni nada. Brochero encendió un fósforo y
caminó a tientas hacia el catre. Impresionado, se detuvo a un paso de la
cama.
—Este hombre está muerto murmuró.
En efecto, la cara del paisano mostraba ya la rigidez cadavérica.
Brochero trazó la señal de la cruz sobre la frente y sintió el frío de la
muerte que subía por sus dedos.
Se dio vuelta y dijo al que lo había acompañado:
—Lamentablemente, hijo, hemos llegado tarde. Dios tendrá compasión
de él. Vamos a rezar por su alma.
No alcanzó a hacerlo, porque el hombre se tiró a sus pies gritando como
un loco.
—¡Perdónelo, señor, perdónelo!
—¿Qué le tengo que perdonar, pues?
El otro explicó entre sollozos:
—Este hombre quería asesinarlo... matarlo... sí, matarlo... En la cama
está el cuchillo...
Brochero levantó la manta que cubría el cadáver y descubrió un largo
facón en la mano derecha del muerto.
Se quedó mudo de espanto.
—¿Por qué quería matarme? —preguntó—. ¿Qué mal le hice?
El andaba con una mujer... Usted la convenció a ella de que no ande
juntada con un hombre, sin casarse por la Iglesia, y ella se volvió con
su familia. Por eso quería matarlo...
El cura rezó por el difunto y dejó ese rancho fuertemente impresionado.
Llegó a la casa de los amigos que lo esperaban con la cena. Se
extrañaron sobremanera cuando les dijo que no tenía deseos de comer
nada. Le habían preparado una cama en una pieza vecina a la del
matrimonio. Se desearon las buenas noches y se dispusieron a dormir.
Durante la noche, el dueño de casa sentía que Brochero caminaba
continuamente por la habitación.
—¿Por qué ha pasado la noche sin acostarse, señor Brochero? —le
preguntó a la mañana siguiente.
—Me ha pasado algo muy terrible —fue la respuesta—. Pero no me
preguntes más.
Y regresó de inmediato a su pueblo. La cosa vino a saberse cuando, ya
muerto Brochero, el paisano que lo había acompañado a la Pampa de
Pocho divulgó el episodio.

Animado por el éxito de la primera tanda de Ejercicios Espirituales,


Brochero organizó sin demora la segunda. Esta vez habría, según sus
cálculos, una importante novedad: la presencia del bandido Gaucho
Seco en los Ejercicios.

75
Ya lo había decidido. Traería al maleante costara lo que costase. Habló
con el comisario de la zona y le planteó su idea. Primero el policía trató
de disuadirlo. Fue inútil. Entonces le propuso que fuera acompañado
por personal policial. Tampoco quiso saber de esto Brochero.
Finalmente, el hombre accedió a darle las pistas del lugar donde podría
esconderse Gaucho Seco.
En las quebradas de Los Gigantes, por el lado del este, en unas cuevas
grandes que hay allí... Pero ándese con cuidado, señor Brochero, mire
que es gente de avería...
Solo, montado en su macho malacara, el cura llegó al pie de los cerros
Gigantes. Comenzó a subir por senderos de cabras. Tenía la sensación
de que ojos invisibles iban siguiendo todos sus pasos. Llegado a una
cierta altura, la mula no podía continuar la subida; era preciso hacerlo
a pie. Dejó al macho en lugar seguro y le pidió que lo esperara, porque
se iba a cazar leones. Mirando hacia arriba divisó varias cuevas
naturales en la falda de la montaña. Se arremangó la sotana y empezó a
trepar. Como una hora después llegó a la primera cueva: la encontró
vacía. El viento soplaba fuerte y la altura le producía vértigos. Sintió
miedo. Se encomendó a su Purísima y continuó la trepada por entre las
piedras que se desprendían bajo la presión de sus zapatones.
—¡Alto! ¿Qué quiere aquí?
Brochero casi se cae del susto. La voz venía, no de la cueva que tenía
frente a él, sino de unas rocas que se hallaban a un costado. Entre las
grietas vio la boca de un trabuco.
—Un paso más y tiro —sentenció la voz invisible.
El cura se sintió jugado. Ya no tenía nada que perder más que la vida.
Ese pensamiento le dio una sangre fría increíble.
—Soy el médico —dijo, mirando a las piedras—. Vengo a curar a
Gaucho Seco.
La salida descolocó al maleante. Quedó tan asombrado que hizo
emerger la cabeza por sobre las rocas.
—¿Qué está diciendo? Yo lo voy a enterrar a usted y a muchos más,
antes que caiga en la cama o me agarre la milicada.
«Ha mordido el anzuelo, se dijo Brochero. Y se largó a la carga:
—Usted está enfermo, amigo.
—¿Qué puede saber de mí, usted?
—Me lo ha dicho un ángel que se me apareció en el sueño hace unos
días. Y he venido a curarlo.
El miedo a la enfermedad y al contagio es uno de los sentimientos más
sordos, profundos e inconscientes del ser humano. Gaucho Seco perdió
su apostura y comenzó a experimentar una sensación de temor ante las
palabras tan seguras del sacerdote.
—Yo no siento nada... dijo con tono inseguro.
—Claro, amigo; porque lo que usted tiene mal es el alma. Usted está
enfermo de rencor, de pena, de soledad... Y yo le traigo el remedio.
—¿Se puede saber cuál es ese remedio?
—Los Ejercicios Espirituales, amigo.
Allí comenzó una larga conversación, ya en tono cordial. Gaucho Seco
había bajado la guardia y escuchaba a ese hombre que se había

76
acercado a él, no para condenarlo, sino para hacerle sentir el calor de
una amistad.
Brochero le explicó la finalidad de los Ejercicios. Le hizo ver que era
posible dejar esa vida al margen de la ley e integrarse a la convivencia
en un pueblo donde todos vivían pacíficamente, ayudándose entre sí.
Gaucho Seco exponía sus dificultades: estaba acusado de un asesinato
del cual, según él, no era culpable; y había andado en robos y peleas en
varios boliches. En fin, tenía cuentas pendientes con la justicia.
—Todo eso déjelo por mi cuenta —le dijo Brochero—. El comisario es
buena gente y yo lo voy a hablar. Lo que preciso es que usted venga con
sus amigos a tomar Ejercicios. Ya va a ver que después de ese remedio,
usted y su gente son como otras personas y se les acaban las penas.
—¿Cuándo quiere que vayamos?
—Ahora mismo.
Un rato después, cuatro hombres seguían al cura por las bajadas del
cerro.

26
¿Dónde estás,
Santos Guayama?
«Venga, cura,
que me matan».
¡Sí!

Aquella tanda de Ejercicios tuvo contornos dramáticos, Y al mismo


tiempo, cómicos. Porque los acompañantes de Gaucho Seco, medio
obligados como iban a la práctica religiosa, se llevaron unos chifles bien
cargados de aguardiente para aliviar los días de encierro.
Ya la entrada de los cuatro bandoleros en el pueblo había sido un
espectáculo. El comisario miraba por una ventana y se agarraba la
cabeza: si se enteraban en la capital de que Gaucho Seco se paseaba
tan tranquilo, él perdía su puesto. Brochero, al frente del pelotón de
maleantes, iba saludando a todo el mundo, mientras la gente observaba
recelosa a los forajidos que se dirigían a la casa de Ejercicios.
Una vez dentro, el cura se ingenió para que los tres acompañantes de
Gaucho Seco fueran alojados en una pieza que daba a la calle, con rejas
en la ventana. El matrero, en cambio, fue llevado a otra habitación
donde estaban instalados hombres de su edad, de aire respetuoso y
serio.
Comenzaron los sermones. Los acompañantes del Gaucho se
comportaban ejemplarmente: iban a la Misa, escuchaban las
predicaciones, guardaban silencio. Pero, cada tanto, se iban a la pieza y
les daban besitos a sus chifles.
Brochero, enterado del asunto, le pidió al predicador que hablara sobre
el infierno.
—Cargue bien la tinta, hágalo terrible, como para que tiemblen de
miedo hasta las paredes, ¿estamos?

77
El predicador cumplió fielmente la consigna. El sermón fue de tono
apocalíptico: parecía que todos estaban ya ahogados en las llamas de la
justicia eterna.
Los paisanos de Gaucho Seco se asustaron en serio con el asunto del
infierno. Nada mejor que unos tragos de aguardiente para calmar la
ansiedad y conciliar el sueño. Pero, no acababan de echarse en los
catres, cuando se empezó a oír un estruendo de patadas contra la
pared, gritos y golpes. Brochero había mandado colgar de las rejas
ramas de sauce, y arrimó un montón de mulas y caballos que las
movían. En la oscuridad de la noche, aquellos ruidos parecían los del
infierno. Unos instantes después, los tres paisanos salían disparados de
la pieza con sus chifles en la mano, y se los entregaron a Brochero, que
se reía disimuladamente.
Gaucho Seco, en cambio, tenía una actitud distinta. Estaba en los
Ejercicios en completo silencio, pero como un espectador. Su espíritu
parecía cerrado a lo que sucedía allí dentro. Era evidente que toda la
carga de su pasado, de una infancia abandonada, de una vida dura y
sin destino, pesaba fuertemente en su alma. En una palabra, no creía
que Dios pudiera interesarse por él, ni tenía la humildad suficiente para
superar sus resentimientos y pedir perdón al Altísimo.
Brochero lo observaba continuamente y rogaba por él sin cesar. Al
tercer día le habló con la mayor dulzura, y notó que su palabra llegaba
a ese hombre. Volvió a conversarlo al día siguiente, y Gaucho Seco se
mostró más flexible. Pero todavía no se había roto el hielo de su alma.
Sucedió que, un día después, Brochero no tenía ninguna gana de ir a la
capilla para la «disciplina». Estaba en uno de esos momentos en que
uno se cansa de portarse bien, de ser perfecto, de dar ejemplo a todo el
mundo. El cansancio físico, sin duda, influía en ese estado de ánimo.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para llegarse al templo junto con los
voluntarios que se disponían a flagelarse con las sogas trenzadas.
En la oscuridad de la capilla apenas se distinguían bultos. El
predicador comenzó a cantar «Ten piedad, Señor, de mí, según tu gran
misericordia». Brochero se golpeaba la espalda sin ganas, por dura
obligación, cuando de pronto comenzó a sentir gemidos a su lado. Daba
la impresión de un llanto que no quería brotar, de un sentimiento que
se negaba a expresarse, de un bloqueo interior tan duro como las
paredes de esa casa. El cura intuyó de inmediato. Aguzó sus sentidos: a
su lado estaba Gaucho Seco, soga en mano, intentando llorar. Brochero
lo tapó con su poncho para disimular ante los demás flagelantes; lo
llevó suavemente hacia el fondo y allí Gaucho Seco dio rienda suelta a
sus lágrimas. Junto a él, Brochero esperaba y daba gracias a Dios.
Cuando calmó su emoción, el bandido lo miró con ojos húmedos y dijo
entrecortadamente:
Hoy he nacido de nuevo...
Gaucho Seco salió transformado de los Ejercicios, prometiendo traer
unos trece hombres más a la próxima tanda. Cuando lo estaba
despidiendo, Brochero se enteró de que Santos Guayama había hecho
sacar copia de la solicitud de indulto y la andaba mostrando por todas
partes como si ya estuviera libre de culpa y cargo.

78
«¡Qué cabeza hueca!, pensó el cura. Y se dedicó a adelantar el trabajo
del colegio de niñas con el sistema de siempre: pedir por todas partes,
organizar la colaboración, y ser el primero en ir al trabajo.
Una tarde paseaba por la orilla del río Panaholma en compañía de
Aguirre. Recordaban la primera vez que se vieron, cerca de allí. Miraban
el movimiento sereno de las aguas, cuando Brochero divisó un poco
más allá un hermoso tronco de álamo caído sobre la orilla.
—Lo llevemos para el colegio de niñas —le sugirió Aguirre.
Sin saber explicarse él mismo por qué, Brochero se negó.
—Este tronco va a servir para alguna otra cosa —dijo.
Un rato después lo arrastraron con la mula hasta la parroquia. Y allí
quedó el tronco en el corral del fondo, esperando que le dieran un
destino.
El año siguiente, que fue el de 1878, Brochero llegó a organizar cinco
tandas de Ejercicios, llevando a ellas un total de 3.163 hombres y
mujeres. Lo fue a visitar su amigo el Padre Bustamante, que vio con sus
propios ojos lo que su antiguo discípulo espiritual había hecho en el
Tránsito. Recorriendo juntos el edificio del colegio de niñas, todavía en
construcción, Bustamante comprendió la necesidad de llevar allí unas
Hermanas que lo atendieran y aliviaran también a Brochero de la fatiga
increíble que significaban para él las tandas de Ejercicios.
El cura continuaba silenciosamente su tarea, pero llevaba una pena
secreta en el alma: su amigo Guayama no aparecía nunca. El indulto
parecía haber naufragado en las aguas quietas de la burocracia
porteña. ¿Podría alguna vez perdonarle los pecados a ese hombre a
quien quería mucho?
Se sentó a escribirle, y lo hizo en estos términos:
«Mi amigo:
Por ésta tengo el gusto de saludarlo por segunda vez, deseándole toda
felicidad; yo quedo bueno, gracias a Dios.
El otro día le escribí una carta por la que le ofrecí mi inútil amistad, y
fundado en su conocida generosidad no dudo, ni he dudado que usted
me ha admitido ya entre sus amigos; en la carta anterior le mandaba
una medalla enriquecida con muchas indulgencias para que la cargase
en su cuello; en la misma le prometía un santo Cristo para que tenga al
pecho; pero como el portador, Manuel Castillo, va personalmente a
verse con usted, no he querido demorarle una prenda tan preciosa
como es el santo Cristo que lo remito con el Sr. Castillo.
Don Santos, son tantos los deseos que tengo de verlo, de estrecharlo
entre mis brazos, que los días me parecen años...»
Cuando ya se hacían sentir los calores del verano, un mensajero
agotado llegó hasta la casa parroquial Había venido a marchas forzadas
desde San Juan. Traía un mensaje de Guayama. Pocas palabras
contenía el papel: «Venga, cura, que me matan».
El hombre le explicó: Guayama había caído en una emboscada y estaba
preso. Brochero escribió a personas influyentes que conocía en San
Juan, y de inmediato viajó a Córdoba. Habló con Juárez Celman, el cual
le dijo que se había hecho lo posible para ayudar a Guayama, pero...
Brochero estaba desesperado. Aquello tocaba sus fibras más íntimas.

79
Como todo recurso le parecía poco, mandó un telegrama a la esposa del
presidente de la república, Nicolás Avellaneda, para que su marido
influyera ante las autoridades de San Juan.
Viendo que ya no podía hacer más en Córdoba, volvió al Tránsito y puso
a Guayama en manos de Dios. Muchas horas permaneció ante el altar
rogando por su amigo. Hasta que un día Rafael Ahumada, envuelto en
un manto de silencio, le trajo un diario de la zona: allí se informaba que
Guayama había sido fusilado en la cárcel el 4 de febrero de 1879.
Apretando el papel en su mano, el cura rompió a llorar como un niño.
Ahumada lo miraba en silencio.
—Era mi mejor amigo... mi mejor amigo... repetía Brochero llorando sin
consuelo.
Se encerró en su pieza a masticar su pena. Todo el día lo pasó allí, sin
comer, llorando y rogando por el amigo muerto. Y hubiera seguido
mucho tiempo más en aquel estado depresivo, de no haberse producido
un hecho de los que nadie olvida en aquellos pagos.
Hacia las cinco de la tarde vinieron a llamarlo. Del otro lado del río se
estaba muriendo Lorenzo Funes, el leproso. Brochero se levantó como
movido por un resorte, sacó la mula del corral y fue corriendo a cruzar
el río.
Pero el Panaholma parecía otro. Había una imponente crecida. Las
aguas bajaban caudalosas, incontenibles. Era un verdadero peligro
atravesar esa correntada.
—¡No cruce, Señor Brochero, no cruce! —le gritaron los vecinos que lo
miraban aterrados desde sus casas.
—¡Cualquier día voy a dejar que el diablo me lleve un alma! —fue la
respuesta.
Y lo vieron arremangarse la sotana, agarrase a la cola del macho
malacara y zambullirse hombre y bestia en la corriente.
La mula nadaba con todas sus fuerzas. La cabeza del cura aparecía y
desaparecía de la superficie del agua. La creciente los arrastraba cada
vez más lejos. Juan Aguirre, que miraba la escena, se persignó y lo dio
por muerto.
Pero no fue así. Los ojos asombrados de la gente vieron llegar al cura a
la orilla, como trescientos metros más allá, hecho una sopa, agarrado
todavía a la cola de su mula, sacudiéndose el agua de la sotana.
Lorenzo Funes se venía muriendo desde hacía años. La lepra le había
agrandado las narices y las orejas de tal modo que su cara parecía casi
monstruosa. Se le había caído el pelo de las cejas y el cutis estaba lleno
de bultos y arrugas. Su voz era ronca y no se le entendía cuando
hablaba.
Brochero había compartido muchas veces el mate con él. Incluso lo
había cambiado cuando la familia se resistía a limpiar sus ropas llenas
de excremento. Ahora lo veía resollando con los ojos cerrados, con una
enorme fatiga que delataba la decisión indeclinable de su corazón:
detenerse para siempre.
Con gran cariño, el cura le habló al oído y el viejo pareció entender. Su
rostro fue adquiriendo una sensación de paz. Como lluvia bienhechora

80
cayeron sobre él las palabras del ritual, las preces de los agonizantes, el
aceite de la unción de los enfermos.
Murió en brazos de Brochero, que tiritaba dentro de sus ropas
empapadas.
José Gabriel, el serrano, había ganado otra silenciosa batalla.

27
Y yo me dije p’adentro:
¡Qué cierto lo del refrán!
Donde tan sólo hay pobreza
abunda necesidad.

Llevaba horas boca abajo, tendido en la cama que le había preparado


con maternal solicitud Anastasia Favre.
Sus nalgas habían llegado a un estado lamentable; ya ni sentarse podía.
Resolvió cortar la cosa por lo sano. En Mina Clavero había una especie
de cirujano que se comprometió a extirpar de raíz las callosidades que
se le habían formado a lo largo de tantos viajes a lomo de mula.
La operación fue olorosísima, y la convalecencia era quizás peor. Sin
poder moverse, acuchillado por constantes punzadas de dolor, el cura
ofrecía a Dios ese calvario por la gente que todavía no había concurrido
a tomar Ejercicios.
Anastasia Favre, que había preparado una habitación para él en su
hostería, lo atendía con afecto.
Brochero la miraba desde el fondo de su dolor. Era una mujer mayor
que él, de hermosas facciones, de larga cabellera recogida en un
elegante rodete. Sus modales eran sumamente delicados; su
conversación dejaba traslucir la cultura adquirida en su infancia
francesa.
El cura era en ese momento un ser indefenso, un niño desvalido, la
sombra apenas del hombre infatigable que había sido. Anastasia, yendo
y viniendo para cuidarlo, era la personificación de su madre Petrona
Dávila, que envejecía lejos de allí, del otro lado de las Sierras Grandes.
Anastasia fue en esos días enfermera y confidente. En ella volcó
Brochero sus angustias, su soledad de hombre de Dios, sus vivencias
ocultas, aquello que la gente no suele ver ni menos entender cuando
trata con el sacerdote. Fue una comunicación humana que le hizo tanto
bien como las curaciones que el cirujano le practicaba para cerrar las
llagas abiertas de su cuerpo.
En esas horas eternas de cama, su pensamiento volaba de un lado a
otro con la velocidad de la luz. Seguía rumiando proyectos y más
proyectos para su parroquia, para las almas que estaban bajo su
cuidado.
Ya se sabe que, cuando uno deja vagar el pensamiento, las ideas no se
presentan en orden, ni mucho menos. Así fue como, cuando estaba
viendo en su imaginación unas cabras que vendería para obtener

81
fondos para sus obras, de pronto se le apareció la figura de Cristo y,
acto seguido, vio el tronco de álamo al fondo de la casa parroquia.
Un Cristo tallado. Era lo que hacía falta en la capilla de la casa de
Ejercicios. Una imagen sacada de un solo tronco de árbol.
Se lo contó a Anastasia. Ella te dijo que su hermano, que estaba en la
casa de los Padres jesuitas de Córdoba, era un buen tallador de la
madera.
Cuando sus heridas estuvieron mejor, Brochero volvió al Tránsito;
pocos días después llegó el hermano de Anastasia con sus herramientas
de tallista. En una habitación dispusieron el tronco, y comenzó la
paciente tarea. Brochero posaba ante el jesuita, y éste iba cortando el
tronco con afilados cuchillos, dándole la forma de un cuerpo yaciente y
cubierto de llagas.
Fueron muchos días de trabajo, durante los cuales los dos hombres,
que habían consagrado sus vidas a Dios, iban comprendiendo lo que
debió ser la pasión y muerte de Cristo, de ese ser tan tierno, tan
humano, tan comprensivo, que murió totalmente solo y abandonado, en
medio de la burla y el escarnio de sus enemigos.
Al mejor estilo español, el Cristo de la casa de Ejercicios tuvo en su
cabeza cabello natural, el hermoso cabello castaño de alguna virtuosa
mujer.
Unos meses después quedó terminado el edificio del colegio de niñas.
Sólida construcción donde se notaba, sobre todo en la capilla, la mano
de expertos que habían colaborado con el cura para darle un estilo
coherente y bien definido.
Ahora era preciso traer a las Hermanas que se harían cargo de esa
obra. Brochero llevaba ya un buen tiempo buscando en Córdoba a las
religiosas que quisieran venir a su parroquia. El Padre Bustamante y su
antiguo profesor del Seminario el Padre David Luque conversaron con la
Madre Catalina de María Rodríguez, que había fundado el instituto de
las Hermanas Esclavas del Corazón de Jesús. Era un grupo muy
fervoroso, que atendía en Córdoba un asilo para mujeres de mal vivir y
una casa de retiros espirituales.
Quedó convenido que un grupo de quince religiosas Esclavas iría a vivir
al Tránsito, para atender la casa de Ejercicios y el colegio de Niñas. Sin
más dilaciones, Brochero organizó el viaje de las Hermanas, que
enfrentarían la aventura de atravesar la Pampa de Achala a lomo de
mula.
Salieron el viernes 30 de enero de 1880 a las ocho de la mañana. Iban
en unas carrozas que las trasladaron hasta Punta de Agua, donde se
detuvieron para almorzar. De allí en adelante, la travesía continuó en
mulas.
Hicieron noche en San Antonio; las hermanas fueron alojadas en la
única pieza de un rancho que allí había. Al día siguiente continuaron la
marcha y llegaron a almorzar en una casita de piedra.
El viaje se tornaba cada vez más difícil; tuvieron que continuar a pie,
dado lo peligroso de las cuestas del camino de cornisa. Brochero les dijo
que harían noche en Las Ensenadas.

82
El tercer día de viaje fue una marcha interminable por la pedregosa
Pampa de Achala. Almorzaron en lo de Pedro Varas Y continuaron su
camino, porque era preciso llegar con luz al Tránsito.
Entraron al pueblo al atardecer y se llevaron la gran sorpresa. Los
vecinos habían preparado arcos de triunfo y las recibieron con
campanas a vuelo, ramos de flores y cánticos sagrados.
Brochero sonreía satisfecho; las religiosas estaban experimentando la
hospitalidad serrana. Las condujo a las habitaciones que se habían
edificado para la comunidad, y todos dieron gracias a Dios por haber
concluido felizmente aquel largo viaje.
De inmediato, las Hermanas se vieron enfrentadas a una ingente tarea:
había ya anotadas como futuras alumnas del colegio 190 niñas, más
catorce que vendrían como internas desde varios pueblos de la zona. Y
cuando recorrieron la casa de Ejercicios y vieron la amplitud de las
instalaciones y el tamaño de la cocina, no les quedó duda de que en el
Tránsito tendrían poco tiempo para descansar...

Unos días después Brochero volvió a Córdoba. quería felicitar a Miguel


Juárez Celman por su reciente triunfo electoral en la provincia. En
efecto, su amigo había sido consagrado gobernador de Córdoba tras
unas elecciones que no habían sido muy limpias, pero... El caso era
que, el próximo 17 de mayo, Miguel ocuparía el sillón del mando en el
viejo cabildo de la ciudad.
La mañana del 26 de febrero de 1880 Brochero estaba con otros
señores en el despacho de Juárez Celman. Se conversaba de temas
diversos, cuando, a eso de las diez, reventó un petardo en la plaza.
Todos pensaron que era el anuncio de alguna noticia importante, según
la costumbre que tenían los diarios cordobeses de entonces.
Pero, después de la explosión del petardo, se escucharon disparos de
armas largas, seguidos de gritos: « ¡Viva la revolución!» «¡Viva la
libertad!».
Brochero quedó paralizado en su silla. Con rápido movimiento Juárez
se acercó a la ventana y miró. Un pelotón de soldados armados se
desplazaba hacia la calle de Santa Catalina, tratando de llegar al
Cabildo. Los centinelas de la policía habían sido desbordados. Uno de
los presentes, observando al grupo, advirtió a Juárez:
—El que va al frente es el coronel Lisandro Olmos.
—¡Maldición! masculló el gobernador electo.
La situación se tornó sumamente confusa. Los tiros arreciaban, y los
reunidos con Juárez comenzaron a escuchar fuertes gritos dentro del
edificio. Miguel no titubeó. Abrió la puerta de su despacho y salió
corriendo hacia la sala donde atendía el gobernador Del Viso. De allí
venía el bullicio.
Sólo después Brochero se enteró de lo ocurrido. Los insurrectos habían
desbordado a los guardias y enfrentaron al gobernador, exigiéndole la
renuncia.
—¿Quién me la pide? —preguntó Del Viso sin perder la calma.
—¡El pueblo! —fue la respuesta a gritos.

83
—¡Ustedes no son el pueblo, sino los alzados en armas contra el
gobierno de la ley!
La seguridad del gobernador desarmó a los cabecillas. Afuera, los
soldados leales al gobierno habían logrado dominar la situación. Pero
algunos de los que estaban en el despacho quisieron abrir fuego contra
Del Viso. Fue el propio coronel Olmos quien los apaciguó.
—Les propongo el cese del fuego —dijo con seguridad Del Viso.
Olmos dudó un momento. Pero cuando se acercó uno de los suyos y le
informó lo que ocurría afuera, aceptó la propuesta.
Yo ofrezco mi mediación para que los responsables no corran peligro de
muerte terció Juárez Celman.
Y sin esperar respuesta tomó del brazo al que tenía más cerca y
comenzó a caminar hacia la salida del edificio con una sangre fría
increíble. Detrás de él marchaban sus amigos y el resto de los
cabecillas. Brochero iba con el grupo, profundamente conmovido por
haber visto algunos heridos echados en el suelo.
En casa de Juárez Celman los complotados recibieron garantías con
respecto a sus vidas. Un rato después, el comisario Jerónimo Ortiz los
conducía detenidos como prisioneros políticos.
El ambiente continuaba tenso entre los amigos de Juárez. Uno de ellos
le preguntó a Brochero por qué buscaba una silla apenas pasado el
apurón del cabildo.
—¡Cómo no la voy a buscar, si con el miedo que tenía yo creí, que me
había ido a la...!
Las risotadas sirvieron como desahogo a todos, después de los
gravísimos momentos que habían vivido. Brochero agregó, a modo de
comentario:
Prefiero andar entre los serranos y entre las mulas... ¡Allá lo
arreglamos todo a patadas, pero esto de largarse plomo es peligroso!

Al día siguiente, conversó con Miguel a solas.


—Yo no entiendo nada de todo esto, Miguel. ¿En qué te andás
metiendo, vos? A ver si cualquier día de estos te matan. Pensá en tu
mujer, en tus hijos...
Juárez Celman sonrió.
—La política es un camino sin retorno, José. Y a mí me gusta la política.
El país está viviendo una instancia decisiva de su historia. ¿Sabías que
Julio Roca está formando una liga de gobernadores que lo apoyen para
ser presidente de la nación este mismo año? Avellaneda ya termina su
período, y los porteños del Partido Autonomista postulan a Carlos
Tejedor. Roca quiere levantar una bandera contra el porteñismo que
quiere manejar a las provincias...
—Ajá... ¿Y vos qué tenés que ver con eso?
—Está muy claro, José. Roca, está muy vinculado a Córdoba.. Nuestra
provincia tiene que ser el foco de la resistencia contra el porteñismo. Yo
estoy en un todo de acuerdo con mi concuñado, y desde la gobernación
de Córdoba seré su mayor apoyo para que triunfe su candidatura. Date
cuenta: ya tenemos apalabrados a los de Catamarca, La Rioja, Santiago,
Entre Ríos, Salta y pronto se sumarán las otras provincias. Lo que ha

84
ocurrido ayer no tiene que preocuparte; son nuestros adversarios
políticos de aquí, que no se aguantan que hayamos ganado las
elecciones.
Brochero hizo una pausa para armar su cigarro de chala. Algo que
quedaba totalmente fuera de lugar en el elegante salón donde los dos
amigos departían.
Sacudió con la mano el tabaco que había caído sobre la sotana color
ratón. Miguel, que lo observaba atentamente, comentó con afecto:
—Sos siempre el mismo, vos... Mirá cómo está esa sotana. Y te venís
aquí a fumar cigarro de chala... ¡No tenés arreglo! Burro viejo no agarra
trote contestó Brochero riendo entre dientes. Vos seguí con tu política.
Yo me quedo donde estoy. Pero ahora que vas a ser el señor gobernador,
no te olvidés de mis paisanos, ¿eh? Mirá que no te voy a dejar en paz ni
un día hasta que te acuerdes de nosotros...

28
Oigamé, don Juárez Celman,
usted nos puede ayudar.
Necesitamos caminos,
escuelas, iglesias, tren...

«Tránsito, 11 de agosto del 82.


Querido Miguel:
Al señor Pagliari le he encargado que te hable sobre una acequia
para poner cuatro pilas en el establecimiento y otra en la plaza, y de
una iglesia que es preciso hacer para que no desdiga el edificio. Hacé
una gauchada, viniendo a ver mi obra antes que te vayas a Buenos
Aires, porque es preciso verla, para que te gloríes de una obra que la
debes considerar tuya, porque la he hecho yo, así como yo me hincho
de todo lo que tú has hecho.
Tu cura que espera el contesto de esta y de otra que te mandé
días pasados.
José Gabriel Brochero»

Brochero cumplía su promesa. No le daba descanso a Juárez Celman


con sus requerimientos de que viniera a conocer la zona de Traslasierra.
Por fin logró su objetivo. El gobernador se decidió en 1883 a subir a un
carruaje con el cual recorrió centenares de kilómetros viendo
poblaciones, escuelas, caminos, y, por supuesto, la Casa de Ejercicios y
el colegio de Niñas de Villa del Tránsito. Brochero le organizó en todas
partes recibimientos triunfales, que conmovieron el ánimo de Juárez.
En una de las paradas de aquel viaje los dos amigos conversaron sobre
la necesidad de trazar como Dios manda un camino que uniera la
localidad de Traslasierra y las conectara con la capital de la provincia.
Miguel veía viable el proyecto, y José Gabriel le hacía ver que ese
camino ya estaba prácticamente hecho, primero por los animales, y
luego por las cuadrillas de obreros que él mismo había dirigido durante

85
años. Era cuestión tan sólo de mejorar el trazado y darle un ancho de
tres metros, para que se pudiera circular cómodamente.
Estaban en Nono. La comitiva del gobernador se disponía a cenar.
Juárez preguntó por Brochero, porque había notado su ausencia. Le
dijeron que estaba confesando.
Así era. Como el día había sido muy caluroso, el cura hizo avisar que
confesaría al anochecer. Le pusieron un sillón en la vereda de la casa de
un amigo, y la gente comenzó a desfilar ante él. Cada tanto, le daban un
mate. Lo sorbía con ganas, y seguía escuchando y aconsejando con
calma, como si tuviera todo el tiempo del mundo a su disposición.
Continuó sin desmayo hasta pasada la medianoche, con la satisfacción
de no haber dejado a nadie sin el sacramento de la reconciliación.
El 1 de marzo de 1883 Juárez Celman dio un decreto por el cual
ordenaba que se arreglaran los caminos de los departamentos de San
Javier y San Alberto que comunican con la capital. De ahí en más,
Brochero fue siguiendo de cerca los trabajos de quienes fueron
encargados de la tarea, la cual quedó terminada un tiempo después.
Viajó a Córdoba en mayo de 1884 y encontró la ciudad convertida en
una caldera del diablo. Había asumido la gobernación Gregorio Gavier,
del partido de Juárez Celman. El gobernador saliente había sido
nombrado senador nacional por Córdoba.
El obispo Fray Mamerto Esquiú, santo varón de Dios, había muerto
meses antes sin lograr conciliar las posiciones de los católicos
tradicionales y los liberales de la línea de Roca y Juárez. Estaba a cargo
del obispado Jerónimo Clara, aquel que fuera superior de Brochero en
el Seminario. Toda la ciudad hervía por la polémica desatada entre
Clara y el presidente de la Nación.
Brochero se dirigió al local del periódico «La Prensa Católica», que
dirigía el Padre Fernando Falorni. Iba con unos papeles que pretendía le
publicaran, donde daba noticias de las actividades religiosas en su
parroquia.
Encontró a Falorni paseándose por su despacho como león enjaulado.
Apenas lo vio, el sacerdote increpó duramente a Brochero:
—¿Usted me viene a pedir que le publique cosas? ¡Usted es un beduino,
un gran beduino!
Sin mosquearse, el serrano preguntó:
—¿Qué me quiere decir con eso?
Que usted está del lado que le conviene. Se ha llevado a recorrer su
parroquia a Juárez Celman, el hombre que encabeza el movimiento
liberal anticatólico en la provincia. ¡Usted le hace agasajos y fiestas
mientras él firma el decreto del Registro Civil!
Aquello era cierto. Ni bien asumió su cargo, Juárez Celman estableció el
Registro Civil de las personas. Hasta ese momento los nacimientos y
casamientos se anotaban ante los sacerdotes, en las parroquias; de
modo que la Iglesia Católica cumplía las funciones de registro civil. La
verdad era que las anotaciones parroquiales no se hacían muy bien;
pero la medida se interpretó como una manera de quitarle a la Iglesia
su influencia en la vida de la sociedad argentina.

86
—¡En este momento la lucha entre la Iglesia y el Estado está planteada
a muerte! —vociferaba Falorni—. ¿Se enteró usted de lo de la Escuela
Normal?
—No... —respondió Brochero.
—¡Por supuesto! ¡Usted sólo se entera de lo que quiere! Sepa que en el
mes de febrero pasado, el presidente Roca creó la Escuela Normal de
Maestras de Córdoba. ¿Sabe a quién nombra como directora? ¡A una
norteamericana, Francis Armstrong! Además de norteamericana,
¡protestante! ¡Es una bofetada en plena cara de la Iglesia, Brochero!
Pero usted se codea con ellos, con Roca, con Juárez, y ahora se codeará
con Gavier, claro, usted es hábil, no se quema, no enfrenta, siempre
está con el sol que más calienta...
Entre mandar al diablo a ese desorbitado y fumar un cigarro de chala,
Brochero optó por lo segundo. Paladeando el tabaco fuerte trataba de
entender lo que su enfurecido interlocutor barbotaba sin detenerse.
—Gracias a Dios, —dijo Falorni sentándose en la silla de su escritorio
cubierto desordenadamente de papeles— gracias a Dios tenemos al
frente del obispado al Vicario Jerónimo Clara. No le tiene miedo a nadie;
es el profeta que increpa a los descarriados sin pelos en la lengua. Ha
publicado el 25 de abril una carta abierta donde dice que nadie puede
obligar a los católicos a educar a sus hijos en escuelas protestantes.
¡Bien dicho! Así les hablaba Jesucristo a los fariseos, y así hay que
hablarles a estos fariseos de hoy, que se dicen cristianos y quieren
borrar a la Iglesia de la sociedad argentina!
Brochero insinuó con calma:
—Pero no me va a negar que Juárez Celman es buena gente, aunque
sea medio liberal...
—¡No me hable de ese Judas! ¡Quédese usted con él! Pero no se olvide
de lo que dice el Evangelio: «Nadie puede servir a dos señores...

La carta del Vicario Clara fue el comienzo de una verdadera batalla


política. Un grupo de mujeres, entre ellas madres y esposas de quienes
gobernaban la provincia, publicaron un documento de apoyo al Vicario.
Como consecuencia, la escuela normal de la señora Armstrong se
quedaba con muy pocos alumnos. El gobierno liberal no estaba
dispuesto a tolerar este desaire. El gobernador de Córdoba denunció al
Ministro de Educación de la Nación, Dr. Eduardo Wilde, que el Padre
Falorni decía cualquier barbaridad contra el gobierno en su periódico
«La Prensa Católica». El ministro replicó violentamente a la carta de
Jerónimo Clara y le exigió acatamiento al Gobierno central.
El presidente de la nación, general Roca, se sumó a la lucha
suspendiendo de su cargo al Vicario Clara. Pero el grupo de sacerdotes
que lo secundaba desconoció la medida.
En medio del fragor de la polémica, el Congreso de la Nación aprobó el 8
de julio de ese año la ley 1420 que establece la enseñanza primaria
gratuita y obligatoria para todos los niños del país, pero no permite que
se enseñe la religión en el aula: esto sólo puede hacerse antes o después
de las horas de clase, previa autorización de los Consejos escolares y
con grupos no menores de quince alumnos.

87
El golpe fue durísimo. Y para remachar bien el clavo, el 15 de octubre
un fiscal judicial pidió cuatro años de exilio para el Vicario Clara. La
medida no se cumplió; pero cuando Roca se enteró de que los obispos
de Salta, Santiago de¡ Estero y Jujuy habían apoyado a Clara, los
separó sin más vueltas de sus funciones y cargos.
Todo esto no impidió que, a fines de ese año, la ciudad de Córdoba
rindiera un homenaje al flamante senador nacional Miguel Juárez
Celman y al ministro de Educación Eduardo Wilde, que permaneció diez
días en la ciudad, agasajado por los gobernantes y buena parte del
pueblo.
Era un atardecer serrano. Brochero volvía de visitar unos ranchos
donde había atendido a un enfermo. De paso había conversado sobre la
forma de fabricar quesos para vender a los turistas que venían cada vez
con más frecuencia a la zona.
Cuajar la leche de cabra; prensarla en una tela fina; luego exprimirla y
colgarla al fresco 8 días, debajo del alero o a la sombra de un árbol. Así
quedaba preparado un exquisito queso serrano. Se podía vender caro;
total, los turistas traen buena plata...
El dolor de huesos producido por la marcha en su mula lo hizo
detenerse un rato. Sacó de la petaca una torta de patay Y se sentó a
comer apoyado en el tronco de un espinillo.
Corría una brisa agradable. El sol marchaba a ocultarse tras las sierras,
y esas moles ahora grises parecían cobrar vida y mirar con curiosidad al
hombre solo que acompañaba su comida con un trago de ginebra.
El pensamiento del cura atravesó las montañas y llegó a la ciudad de
Córdoba. Brochero sabía perfectamente lo que ocurría allí. La lucha
ideológica había dividido a sus comprovincianos. ¿Qué era ese espíritu
liberal que no aceptaba la presencia de la Iglesia en ninguna parte que
no fueran los templos?
Miró con cariño al macho malacara y se desahogó:
—Yo no entiendo nada, pues. Me parece que vos sos más inteligente que
todos estos señores que discuten y pelean. Falorni anda a los gritos
todo el día, Roca lo destituye a monseñor Clara, sacan la religión de las
escuelas... No entiendo nada, creeme. Y Miguel... Miguel... ¿Qué le pasa
a este muchacho? Eh, siempre fue medio chúcaro ése. Si me habrá
dado trabajo en el Seminario... Y está convencido de que hay que seguir
adelante con el registro civil, la escuela sin religión y todo eso. Yo no sé
cómo piensa así, si es un buen cristiano y va a Misa... Voy a tener que
rigorearlo, ¿sabés? Le voy a cantar las cuarenta a ése, ya vas a ver...
Ahora que yo, ¡je! si se creen que les voy a llevar el apunte... Vos sabés
cómo soy. ¡Cómo no vas a saber, si me has acompañado más que nadie
por estos pagos! Yo les hago reverencias, sonrisas, y después... en mi
parroquia mando yo, ¡qué caray! Yo lo hablo a cada maestro y aquí se
sigue enseñando el catecismo, ¡no faltaba más... ! Además, el colegio de
niñas está que no cabe un alfiler; y ahí las monjitas me las enseñan
bien.
Recostado sobre el tronco, continuó pensando en voz alta.
—Ya tengo catequistas en unos cuantos pueblos. A María Benegas, de
Panaholma, le di los libros para que enseñe la doctrina a los chicos. En

88
Mina Clavero, de doce años para arriba parecen teólogos de tanto que
saben el catecismo. Pero voy a buscar los catequistas en los pueblos
que faltan. En San Lorenzo lo voy a nombrar bautizador a don José
Bazán; la gente lo respeta mucho... También habrá que alentar a los
rezadores que hay en cada pueblo; ¡qué lindo que la gente se junte para
rogar, con los changos, con los nietitos, con las cabras!
Montó nuevamente su mula y se encaminó hacia el pueblo, mientras
musitaba las preces que él, igual que los rezadores, había aprendido en
su infancia de boca de sus abuelos:
Dulce Jesús mío,
mira con piedad,
no se pierda mi alma
por culpa mortal.
Conozco, Dios mío,
mi fragilidad,
también reconozco
tu suma bondad.
Dulce pastor mío,
de mi corazón, llagado y herido
sólo por mi amor.
Esa cruz pesada
que lleva el Señor,
peso de mi culpa
que le he puesto yo.
Oh Virgen del cielo,
rogad y alcanzad,
no viva ni muera
en culpa mortal.

29
Poco sobre poco es mucho,
mucho sobre nada es más.
A veces pienso y me digo:
alguien se habrá de embromar.

Por entre la nubecita de humo del cigarro de chala, Ireneo Altamirano


observó la figura del señor Brochero.
El cura estaba sentado junto a la mesa del despacho parroquial. El
mueble reviejo parecía a punto de desarmarse por el peso de tantos
papeles, libros, estribos y objetos de todo tipo que se superponían sobre
la tabla.
Brochero tenía un aspecto pensativo.
—¿Así que se nos va, señor? —dijo Ireneo mirándolo entre sonriente y
apenado.
—¿Qué anda diciendo, Ireneo?

89
—Lo que la gente comenta, señor. Ha venido Rafael Ahumada de
Córdoba y ha dicho que todos hablan de que usted va a ser el obispo,
ahora que se ha muerto monseñor Tissera.
Todo aquello era cierto. Desaparecido el santo Fray Mamerto Esquiú, y
después del interinato de Jerónimo Clara, ocupó la diócesis de Córdoba
el fraile Juan Capistrano Tissera. Pocos meses antes había estado en
Tránsito visitando las parroquias y capillas en compañía de Brochero.
Se lo había visto muy enfermo y decaído. Ahora los cordobeses estaban
otra vez como ovejas sin pastor.
—Los diarios dicen que lo van a nombrar obispo a usted, señor
Brochero —afirmó Altamirano—. Lo ha dicho «La Patria» y «El Porvenir».
Y, según cuenta Rafael, parece que hasta los diarios de Buenos Aires
hablan de usted.
—¡Puras macanas, hombre! —respondió el cura pitando fuerte su
cigarro.
Pero él sabía que Ireneo decía la verdad. Era el año 1887, Y Miguel
Juárez Celman había alcanzado su mayor aspiración: ser presidentede
la República Argentina. Julio Roca había maniobrado con su
característica habilidad, dejando descolocados a los candidatos Dardo
Rocha y Bernardo de Irigoyen. Jugó bien sus cartas y acabó imponiendo
la candidatura de su concuñado, que triunfó en las elecciones de
febrero de 1886, fraudulentas como todas las de entonces.
En aquel tiempo era el gobierno de la Nación el que nombraba a los
obispos, eligiendo a uno de los integrantes de una terna que le
presentaba el Senado. Juárez Celman tenía mucho interés en nombrar
a José Gabriel obispo de Córdoba. En la ciudad, los amigos del cura
estaban entusiasmados con la idea, y la versión corría como el río
Primero en tiempo de crecida. A pesar de que Brochero disimulaba
delante de Altamirano, tenía en la mesa un par de telegramas de
felicitación anticipada por su nombramiento, que se consideraba
seguro.
—¡Déjese de embromar con eso del nombramiento, Ireneo! —reclamó el
cura a su amigo—. Hablemos de la plata que hace falta para la próxima
tanda de Ejercicios Espirituales, ¿eh?
Había logrado desviar el tema de la conversación, pero no había
resuelto aún su dilema interior.
La idea de ser obispo lo halagaba. Más de una vez, en sus solitarias
andanzas a lomo de mula, había pensado: «Si yo fuera obispo, haría...».
Y ahora la oportunidad estaba al alcance de su mano. Era seguro que
Miguel apoyaría su candidatura. ¡Si eran como hermanos desde
aquellos verdes años del Seminario!
¡Se podían hacer tantas cosas siendo obispo! Impulsar el catecismo, los
Ejercicios, las escuelas... Ser el líder del movimiento cristiano en la
Córdoba llena de tradición espiritual. Problemas no faltaban,
ciertamente; pero nadie como él había logrado una relaci6n cordial y
fluida con los gobernantes liberales, que parecían dispuestos a comerse
a cuanto cura se les pusiera delante.

90
«Si alguien desea ser obispo, es un buen trabajo lo que quiere hacer». Lo
dice nada menos que San Pablo en una de sus cartas. ¿Por qué no
podía él permitirse esa aspiración?
La gente del pueblo lo vio retraído esos días. Se iba a orillas del
Panaholma a mirar el agua que corría sin apuro. Tiraba piedritas a la
corriente, mascaba yuyos, pitaba su cigarro. Y después del catecismo y
el rosario de la tarde se quedaba largo rato solo en la iglesia.
No necesitaba mucho esfuerzo para que lo hicieran obispo. El
nombramiento era un hecho. Pero, ¿debía aceptarlo?
Le pidió a su Purísima Virgen que lo iluminara. Y, en medio de los
rezos, se le cruzó la imagen de Jesús en el desierto.
«El diablo lo llevó a un cerro muy alto, y le mostró todos los países del
mundo y la grandeza de ellos; y le dijo: «Yo te daré todo esto, si de
rodillas me adoras». Y Jesús respondió: «Vete, Satanás».
Era la tentación del poder. El demonio le proponía a Cristo ser un
Mesías espectacular, un triunfador, un milagrero aplaudido, un líder
social. ¿Quién le aseguraba a él, José Gabriel Brochero, que no
sucumbiría a la tentación del halago, de la popularidad, del poder?
Le pareció que la imagen de la Virgen lo miraba con el mismo cariño
con que su madre Petrona Dávila lo contemplaba de niño en su lecho de
enfermo y le hacía rezar las oraciones antes de dormirse. Sintió mucha
paz, y saliendo de la iglesia fue a su curato, tomó la pluma y redactó sin
más un telegrama a uno de sus amigos de Córdoba:
«Agradezco voluntad suya, no felicitación; es deshonor para Córdoba
figure Brochero en terna. Soy idiota, sin tino, sin virtudes. Influya no
aparezca terna. José Gabriel Brochero».
Y para asegurarse de que su deseo se cumpliría, viajó poco después a la
capital para convencer a sus amigos de que no insistieran con la idea de
su nombramiento.
Cuando se enteró de que habían designado obispo de Córdoba al fraile
dominico Reginaldo Toro, decidió hacer un viaje a Buenos Aires. Tenía
ganas de darle un tirón de orejas al amigo que había estado a punto de
nombrarlo a él para ese importante cargo. Sentía curiosidad por ver
cómo sería ahora la vida de Miguel en la gran ciudad portuaria, rigiendo
los destinos de una Argentina cuya fisonomía se modificaba
aceleradamente.
Recorrió leguas y leguas de campos verdes, donde engordaban
soberbios ejemplares vacunos. El tren atravesaba la pampa húmeda, el
granero del mundo, la tierra de donde surgía la riqueza del país
pensado por los políticos de 1880. Aquello era muy distinto de su pobre
oeste cordobés, donde cada familia cuidaba como hijas a las pocas
cabras y ovejas que tenía...
La llegada a la estación Retiro fue impactante. En medio del bullicio de
la multitud, Brochero se abría camino llevando en cada mano una
pesada valija. No se trataba de un voluminoso ajuar personal: las
maletas iban llenas de quesos serranos y dulces caseros para obsequiar
a Miguel, a su esposa y a algún funcionario a quien iría a pedirle
favores para la zona de su parroquia.

91
Eloísa Funes lo recibió con gran alegría en su residencia. Pero miraba
con horror la sotana del cura, de color ratón y llena de remiendos y
lamparones.
—Usted no puede andar así en Buenos Aires, señor Brochero. Si lo ve
Miguel, le da un soponcio... —le dijo, acompañando el comentario con
su mejor sonrisa.
—¿Qué tiene que ver la sotana? Yo valgo por lo que soy y no por la ropa
que llevo puesta —contestó el cura.
—No lo dudo, no lo dudo —insistió Eloísa, Pero usted comprende que, si
va a ver a Miguel a la casa de gobierno, o si quiere entrevistarse con
algún diputado, es muy importante que vaya, bueno, digamos... usted
me entiende, ¿no?
—No, señor, yo no entiendo nada. Soy así y así tendrán que
aguantarme. Con esta sotana he andado por las sierras, por los llanos
de La Rioja, y ahora andaré por Buenos Aires. ¿Dónde lo puedo ver a
Miguel?
Eloísa temblaba de sólo pensar que Brochero pudiera aparecer con ese
atuendo en la antesala del despacho del presidente de la Nación. Con
mucha paciencia logró convencerlo de que se dejara confeccionar otra
sotana. Y lo mandó a una sastrería acompañado por dos mucamas,
para que le indicaran el camino. Cuando vio a las dos jóvenes con ropas
almidonadas, el cura dijo de inmediato:
No, yo no voy con ustedes. Vayan por la vereda de enfrente, y cuando
tenga que cruzar me hacen señas.

En la casa de gobierno, los dos amigos se abrazaron efusivamente.


—Te has vuelto importante, Miguel... Mirá si le empiezo a contar a esta
gente que anda por los pasillos las perrerías que hacías en el
Seminario...
—Por favor, José... Eso es historia antigua. ¿Qué te parece este salón?
El cura miraba atónito las molduras de paredes y techos, los tapices
europeos, las esculturas de mármol. Aquello era otro mundo.
Después de un rato de conversación, Juárez Celman le dijo que esa
tarde darían un paseo por la ciudad.
En un lujoso carruaje conducido por cocheros que vestían librea y
galera de copa, fueron recorriendo diversos lugares del Buenos Aires
que se modificaba de hora en hora.
Este es el palacio de Obras Sanitarias de la Nación. Dentro de estas
paredes está el gran depósito de agua potable para el consumo de la
población. ¿Ves los frisos, las piedras incrustadas en el revoque, los
adornos de la mampostería? ¡Todo es importado, José, todo traído de
Europa!
El cura miraba en silencio.
Miguel lo llevó luego a ver el edificio en construcción del Departamento
de Policía.
—Y ahora, la gran sorpresa. ¡Vamos a ver el trazado de la Avenida de
Mayo!
El carruaje marchó dificultosamente por entre montones de cascotes y
escombros. Los dos amigos vieron cómo cuadrillas de obreros

92
emparejaban el terreno y apisonaban la tierra de una ancha avenida
que brotaba de la histórica plaza de Mayo para meterse como un
símbolo de progreso en los barrios vecinos.
Se dirigieron después hacia el puerto de Buenos Aires inaugurado
hacía poco por el presidente. Para Brochero, hombre de tierra firme,
aquello era una experiencia inédita. En las aguas marrones del río de la
Plata se mecían barcos y más barcos. Muelles y galpones trasuntaban
un intenso movimiento comercial.
—Decime, Miguel: —dijo pausadamente— con tanta obra que estás
haciendo aquí en Buenos Aires, ¿te queda tiempo para pensar en tus
paisanos, en mi gente de Traslasierra? Mirá, que donde tan sólo hay
pobreza, abunda necesidad...
Miguel prefirió no contestar. Pasaron entonces junto al hotel de
inmigrantes. Una multitud de hombres desarrapados, de rostros
barbudos y miradas insondables, vieron pasar el carruaje. Brochero
alcanzó a escuchar algunas conversaciones. Hablaban unos en
castellano, y otros en idiomas que él no conocía.
—Son los inmigrantes —explicó Miguel—. Son la savia nueva que viene
de Europa a construir la Argentina moderna a la altura de los tiempos
que vivimos. Desde que asumí la presidencia se ha duplicado el número
de inmigrantes.
—Ahá —dijo Brochero por todo comentario. Y después de una pausa,
reflexionó:— ¿Y cuándo vas a hacer un ferrocarril allá en mis pagos? ¿0
no somos argentinos también nosotros?
—Ya llegará también la hora de tu ferrocarril, no te preocupes. ¿No te
hice los caminos cuando fui gobernador? Pero dame tiempo. Mirá:
desde que soy presidente se han fundado aquí cincuenta bancos que
dan crédito para obras, plantaciones y todo lo que se quiera hacer.
Dame tiempo, nomás, y vas a tener lo que quieras.

Habían terminado de cenar en la residencia de Juárez Celman. Eloísa


Funes y sus hijos se retiraron discretamente, y los dos amigos pasaron
a una sala para tomar solos el café.
Brochero se sentó en un mullido sofá tapizado de pana. Una lámpara de
porcelana de Sevres iluminaba tenuemente la habitación. Del techo
colgaba una araña de caireles, que esa vez habían preferido no
encender. A su derecha, el cura admiró un soberbio jarrón chino. Sobre
una repisa descansaban estatuas de puro marfil.
Miguel le ofreció un habano. José Gabriel prefirió su eterno cigarro de
chala. Cuando el humo del tabaco comenzaba a aromar el lugar, dos
mucamas trajeron el café. Vestían impecable uniforme azul oscuro con
encajes blancos, cofia y guantes también blancos.
—En el seminario te arreglabas con menos cosas ¿eh? —comentó el
cura señalando el moblaje y los adornos.
Miguel respondió esbozando una sonrisa.
—Mañana o pasado me vuelvo a Córdoba —continuó Brochero—. Pero
necesito hablarte de algo que me preocupa mucho. Vos sabés que yo
sigo siendo tu bedel, como cuando eras muchacho. No puedo dejar que
te me eches a perder, Miguel. Tanto lujo, tanta política... Decime una

93
cosa: ¿qué es eso del matrimonio civil que he andado oyendo todos
estos días?
Juárez Celman había enviado al Congreso un proyecto de ley por el cual
se establecía que, para el Estado argentino, era válido el matrimonio
contraído ante los jueces civiles designados por el gobierno. Se
relativizaba así la importancia del casarse por la Iglesia, además, la
iglesia dejaba de ser, como lo era hasta entonces, el único registro de
los matrimonios que se formalizaban en el país.
—Mirá, José —explicó Miguel aspirando el humo de su habano una
cosa es ser cristiano, y otra cosa es ser ciudadano de un país. Ser
cristiano es algo íntimo, privado, que no tiene nada que ver con los
compromisos de un ciudadano.
—Pero, ¿cómo podés hacer una separación tan tajante, si aquí
prácticamente somos todos cristianos?
—Porque la fe está para conducir la vida privada del hombre; pero no
tiene que ver con la vida del hombre en sociedad. La economía y la
política van por su lado, se manejan en base a la inteligencia; la fe es
otra cosa muy distinta.
—Hablame claro: ¿vos seguís siendo creyente?
—Por supuesto, José; creo en Dios, rezo... no te digo mucho, pero mi
mujer es una santa y reza por los dos. Sí, creeme que tengo fe, pero...
no hay que confundir las cosas.
Brochero lo miró con cariño.
—Me voy, Miguel —dijo lentamente—. Vos sabés que todos los días
ruego a mi Purísima por vos, para que te ilumine en esta difícil tarea.
No te dejés marear por los humos del poder. No te olvidés que este
pueblo, esta gente, esos paisanos sencillos y buenos que has vistos en
mi parroquia, son cristianos hasta el caracú, varón, y por sobre todas
las cosas, pensá que tenés que salvar tu alma.

30
A la huella, a la huella
de Santa Rosa,
huella chiquitita,
huella barrosa.

A su regreso de Buenos Aires encontró que Córdoba era un volcán de


pasiones encendidas. La ley de matrimonio civil había despertado fuerte
resistencia en los sacerdotes y los sectores católicos tradicionales. El
gobierno, por su parte, se mostraba inflexible en exigir su
cumplimiento. Era una orden perentoria: ningún sacerdote podía
bendecir un matrimonio si los novios no presentaban el comprobante de
que se habían casado por el Civil.
Se quedó unos días visitando a sus amigos de la capital de la provincia.
Así pudo enterarse de que el cura de Punilla se negaba a cumplir lo
establecido sobre matrimonios y casaba a cuanta pareja llegaba a su
iglesia, sin pedirle ningún certificado del Registro Civil. Un fiscal de la

94
provincia le dio la razón; el gobernador Marcos Juárez destituyó
inmediatamente al funcionario y, sin demora, metió preso al cura. Otro
tanto había ocurrido con el párroco de Alta Gracia.
En las sobremesas los amigos trataban de que Brochero diera su
opinión sobre el espinoso asunto. Nadie ignoraba su estrecha relación
con Juárez Celman, cerebro de estas innovaciones liberales. Brochero
respondía con medias palabras, aseguraba que Miguel era buena
persona, y cuando la discusión se volvía tensa, o cuando alguno lo
acusaba directamente de falta de fidelidad a la Iglesia y de
colaboracionismo con el gobierno laicista, entonces, sin inmutarse,
decía:
—Esto del matrimonio civil no cambia para nada las cosas. Ya se sabe
que el único matrimonio válido para Dios es el que instituyó Jesucristo.
El asunto del civil es como un censo que el gobierno hace, corno quien
hace unas anotaciones para saber qué cantidad de hacienda tiene uno.
No hay que dar por el pito más de lo que el pito vale...
El mismo criterio siguió cuando regresó a su parroquia. Allí la vida
continuaba su ritmo marcado por siembras y cosechas, lunas,
nevazones y primaveras. Ese era su mundo. Cada vez lo llenaba de
mayor emoción el trato con su gente tan sencilla, tan abierta a la gracia
de Dios, tan cambiada por las muchas tandas de Ejercicios
Espirituales. Cuando sus grandes amigos del Tránsito le preguntaron
sobre el matrimonio civil, les repitió lo que había dicho en Córdoba.
Pero en todas partes donde iba se preocupaba por robustecer el espíritu
y la moral de los casados, para que fueran fieles al compromiso de
fidelidad contraído ante el altar.
—Vean: —les decía— el matrimonio es lo mismo que una carreta con
dos ruedas; el marido es una rueda y la mujer la otra. Cuando las dos
ruedas andan bien, la carreta marcha perfectamente; pero cuando una
anda mal, no marcha y todo se lo lleva el diablo...
La quietud provinciana no se compadecía con el clima turbulento que
vivía la gran capital del país, la orgullosa Buenos Aires. El año 1890
trajo consigo malos presagios. Juárez Celman había encarado un
imponente plan de obras públicas en base a emisiones de papel moneda
y préstamos de capitales extranjeros. El país había acumulado
obligaciones de pago en forma excesiva. Eso, sin contar los negociados,
las concesiones al extranjero, las comisiones y las coimas. Los porteños
habían aprendido a recoger con mano rápida el préstamo fácil y
gastaban sin medida. En realidad no había auténtica producción de
bienes, sino una desenfrenada especulación: se compraban y vendían
tierras que aumentaban su valor de semana en semana porque algún
día pasaría por ellas el ferrocarril. Había sociedades ficticias que no
producían nada y cotizaban sus acciones en la Bolsa de Comercio para
obtener ganancias rápidamente. La falta de control era total y la ilusión
de la ganancia enceguecía a los compradores de acciones, que no
tomaban ninguna precaución.
La Argentina estaba embarcada en temerarias empresas de
especulación; y los recursos del país no podían aguantar
indefinidamente esas actitudes suicidas. A principio de 1890 disminuyó

95
la cantidad de oro circulante y el papel moneda perdió bruscamente su
valor. Con ello quedó afectado el comercio y la industria. En ese año las
inversiones extranjeras alcanzaban la cifra de 500 millones de pesos
oro. Y un día la ciudad se dio cuenta de que todo el oro de la Bolsa no
era más que «pura tiza». Los bancos europeos reclamaron el dinero que
habían prestado; pero no había con qué pagar.
En última instancia, la culpa de esta bancarrota la tenía el sistema
liberal instaurado por Roca. Pero el chivo emisario de la crisis fue
Juárez Celman.
El 26 de julio de 1890 Leandro Alem organizó una revolución para
derrocar al gobierno. Su estructura de apoyo era la Unión Cívica, una
mezcla de elementos políticos muy dispares que se unieron en torno a
un objetivo común: «derroquemos al gobierno para devolverlo al pueblo,
a fin de que el pueblo lo reconstituya sobre la base de la voluntad
nacional». Entre los hombres de la Unión Cívica, insondable y calma, se
perfilaba la figura del sobrino de Alem, Hipólito Yrigoyen.
La revolución del 90 fracasó desde el punto de vista militar. Los
insurrectos fueron dominados. Pero el gobierno quedó maltrecho. Roca,
que dominaba el Senado, sugirió como solución la renuncia de Juárez
Celman. Era la gran traición del «Zorro» a su concuñado. En plena,
sesión, el cordobés Pizarro dijo: «La revolución, señor presidente, está
vencida, pero el gobierno ha muerto». Pese a todos sus esfuerzos,
Juárez Celman debió renunciar ante un ultimatum del Congreso. Lo
hizo con estas palabras: «He sido vencido por la política del vacío de mi
propio partido. La confianza es esencial. Necesito los hombres y no
puedo encontrarlos».
Brochero estaba bien al tanto de aquellos acontecimientos políticos. Le
costaba aceptar el mal momento de su amigo, así como le resultaba
difícil entender los vericuetos de la política instrumentada por el
gobierno liberal.
Por si esto fuera poco, el 8 de setiembre de ese año ocurrió algo muy
pocas veces visto, en el Tránsito. Desde la puerta de su iglesia el cura
vio desfilar por el pueblo una entusiasta manifestaci6n de apoyo a la
Unión Cívica de Leandro Alem. Tuvo que abrir bien los ojos para
convencerse de quiénes la integraban. Al frente de la columna
marchaba nada menos que Anastasia Favre, vivando a la revolución;
detrás de ella se alineaban sus mejores amigos: Ireneo Altamirano,
Manuel Merlo, Aguirre... Supo que se había formado en el pueblo el
«Club Central de Unión Cívica», cuyo tesorero sería Altamirano.
El había tratado toda su vida de servir a Dios llevando las almas a él
por medio del catecismo, los Ejercicios y los sacramentos. La política
dividía a su gente, y ponía una barrera entre él y su pueblo. ¿0 acaso no
sabían que su cura era íntimo amigo del presidente caído? ¿Cómo podía
de ahora en más ser el pastor de todos? Cuando se diera vuelta para
predicar, ¿no le echarían en cara con la mirada que él era el compinche
de los que habían llevado el país a la bancarrota? Nunca se había visto
en esos pagos semejante efervescencia política. ¿Qué pasaba? ¿Era la
necesidad de participar, tal vez? Sabía bien que con Roca y Juárez las

96
elecciones eran una ficción; la voluntad real de la gente no se tenía en
cuenta.
¿Qué hacer de ahora en más? Se puso a rezar a su Purísima para que lo
iluminara. «La voz del pueblo es la voz de Dios», pensó una y otra vez.
«Por algo será que mi gente, tan buena, tan entregada, tan fiel, se
vuelca ahora a este movimiento».
Pero sentía la necesidad de ser fiel a su vieja amistad con Miguel. Por
eso guardó ante sus feligreses un prudente silencio; y, en la intimidad
de su pieza, escribió al amigo:

«Doctor querido: con sorpresa he recibido tu renuncia; pero tú sabrás


lo que haces. Como te habrá dicho Eloísa, yo iba todos los días al
ministerio a preguntarles cómo iba la revolución y se me contestaba que
iba bien, como que fue sofocada; pero luego vi en los diarios tu
renuncia. Repito: tú sabrás lo que has hecho. Yo nunca he valido nada,
pero puedes contar con mi amistad como siempre».
Aquel año 90 fue particularmente duro para José Gabriel. A más de la
desgracia política de su gran amigo, el 29 de octubre falleció su madre
en el pueblo donde había pasado toda su vida, Santa Rosa del río
Primero. Brochero no pudo estar con ella en el instante decisivo.
Solamente unos meses más tarde fue a llorar su dolor junto a la tumba
de quien lo había traído a este mundo.
Experimentó entonces la humana desazón del hombre solo, con
cincuenta años a cuestas, veinte de cura en el Tránsito, ciento quince
rodadas de caballos y mulas, y una sensación extraña de que sus dedos
no tenían ya la sensibilidad de antes. La vida le pesó como las piedras
que sacaban de las canteras para la casa de Ejercicios. Sintió su
fragilidad; le vinieron a la mente las palabras lapidarias de la Biblia:
«Hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir; ¿qué le queda al
hombre de todos sus afanes?». Su destino era la soledad; y la muerte,
un agujero insondable y misterioso.
De rodillas ante los restos de Petrona Dávila, lloró y rogó. La brisa de la
tarde trajo consigo el consuelo de la fe, de la presencia de Dios en su
vida. Y empuñó de nuevo el arado de su misión, para no soltarlo hasta
que la hermana muerte lo llevara a encontrarse de nuevo con su madre.

31
Fijesé que no hace mucho
alguien me dijo al pasar:
«No se olvide, don Brochero,
de traer algo pa’este lao»

Cuando volvió a su parroquia se encontró con una sorpresa. Frente a la


puerta de la casa había un sulky inglés, de maderas impecablemente
barnizadas y bronces lustrosos, con su caballo de tiro liviano.

97
Entre bromas y risas, los vecinos le explicaron: unos amigos de Córdoba
habían decidido regalarle ese vehículo para que sus constantes viajes
fueran más rápidos y menos gravosos para él.
Como chico con zapatos nuevos, el cura miraba el sulky por un lado y
por otro, observando hasta el último detalle de fabricación de esa joya
de la tracción a sangre. Y no tardó en estrenarlo: al día siguiente ya
estaba yendo a uno de los pueblos cercanos para visitar a los
catequistas y confesar a la gente. La llegada del sulky provocaba el
asombro de todos, mientras Brochero se daba aires de gran señor y
decía:
—Miren un poco esto: lo fabricaron los gringos, pero lo vamos a
aprovechar nosotros...
Y así fue. Comenzó a ir de pueblo en pueblo tratando de que los
pobladores instalaran pequeñas fábricas caseras de dulces y quesos
cumbreños. Le preocupaba que los muchachos y las niñas se fueran de
allí por falta de horizontes, porque en la gran ciudad perdían muchas
veces su honor y sus buenas costumbres. Viendo los montes de frutales
que producían manzanas exquisitas, se le ocurrió comercializar el
producto. De acuerdo con la gente se las ingeniaron para acondicionar
bien las manzanas en barriles y cajones y enviarlas a las autoridades
nacionales de Buenos Aires, con las que el cura seguía manteniendo
contactos a pesar del alejamiento de Juárez Celman de la escena
política.
Pasaron varios años. Brochero entraba lentamente en la etapa de la
vida en que el hombre alcanza su mayor maduración. No tenía ya el
empuje de las épocas en que acarreaba troncos atados a la cincha de su
mula, ni podía permitirse los viajes agotadores de años atrás. Era el
hombre que irradiaba serenidad y alegría, el árbol añoso cuya sombra
alcanzaba para aliviar a todos los que se le acercaran. Disfrutaba de la
naturaleza, disfrutaba de su gente. Recorría con calma los pueblos,
llevando siempre paz y gozo con su presencia campechana. Por eso la
gente deseaba tenerlo en sus casas y escuchar su palabra bondadosa y
sus chistes sabrosos.
Cuentan que una vez hubo un casamiento y lo invitaron a la fiesta.
Brochero aceptó. Cuando la reunión ya estaba animada, unos hombres
le mandaron preguntar si, estando él presente, se podía bailar.
—¿Y qué tiene que ver que yo esté o no esté? Si el baile es bueno,
háganlo nomás.
Al compás de guitarras y bombos legüeros comenzó la danza, mientras
el cura contaba chistes en un rincón. Entonces se le acercó una
patrona que le dijo:
—Señor Brochero, ahí anda una señora que sabe un canto al cura.
Dígale que lo cante, dígale...
Brochero le pidió sin más que cantara. Pero la mujer, ya anciana, no
quería saber. Se moría de vergüenza.
—Mire, doña Eufrasia —le intimó Brochero haciéndose el serio—, si no
canta, cuando venga a confesarse no le doy la absolución.

98
Los presentes estallaron en risas y gritos. Doña Eufrasia no tuvo más
remedio que aceptar el pedido. Carraspeó un poco, pidió al guitarrero
que la acompañara, y cantó esta sola copla:
«El cura no sabe arar,
ni tampoco amansar un buey;
pero con su justa ley,
cosecha sin sembrar».
—¡Me has j..., vieja! dijo el cura riendo a carcajadas.
Y se quedó en la fiesta hasta que le vino el sueño y dejó a los paisanos
que continuaron el festejo hasta el amanecer.
Volvía al Tránsito en el sulky inglés, cuando pasó por el caserío donde
vivía Misia Elina. Fue derecho a visitarla, pero encontró a todos los hijos
llorando alrededor de la cama. La señora se hallaba en estado de coma.
¡Qué manera de gritar es esta! dijo imperiosamente el cura. Y los hizo
salir a todos de la habitación. Enseguida tomó el rosario y comenzó a
caminar por la pieza. Así pasó un largo rato, hasta que se acercó al
lecho y le habló a la enferma:
Oiga, Misia Elina, levántese, que quiero que me haga las empanadas
tan ricas que me ha mandado de vez en cuando...
La enferma no se movió. Entonces Brochero la tomó de la mano y dijo
con voz trémula:
En nombre de Dios, te mando que te levantes.
Un instante después Misia Elina reaccionó, se levantó y se puso a
tomar mate con los hijos. Como si nada hubiera ocurrido, el cura subió
al sulky y prosiguió su camino.
Con los años, el país iba entrando en un camino de progreso material
que no se había conocido antes. Las líneas de ferrocarril avanzaban
desde Buenos Aires al interior, mejoraban las comunicaciones, llegaban
de Europa manufacturas que cambiaban las costumbres. Como esa
máquina de escribir, por ejemplo, que Brochero consiguió y guardaba
en el ropero para escribir cartas y telegramas importantes.
El cura aprovechó esas ondas de progreso para atraer turistas a la zona
de Mina Clavero. Estaba convencido de que esos lugares eran ideales
para el descanso, el cambio de aire y el esparcimiento de las personas
que vivían en las ciudades. Por aquellos tiempos, muchas familias
cordobesas pudientes iban a pasar el verano en las zonas serranas para
escapar al tremendo calor de esa olla donde está edificada la ciudad de
Córdoba.
Brochero tenía aleccionada a la gente para que sacara el mayor
provecho de estas visitas turísticas.
Fíjense les decía , van a venir a veranear unas familias de gente bien.
Son de los que se entusiasman con cualquier pilcha y pagan lo que les
pidan. Hay que cobrarles todo muy caro y sacarles toda la plata que
puedan. Ustedes son muy pobres y ellos tienen de más. No es pecado,
quédense tranquilos...
Una noche, en la pieza contigua a la del cura, descansaba nada menos
que el doctor Ramón J. Cárcano, importante figura política del partido
de Juárez Celman y más tarde gobernador de Córdoba. Como no

99
lograba conciliar el sueño, no pudo dejar de escuchar una conversación
que el cura sostenía con un muchacho.
—¿De dónde sos?
—De la quebrada del Pantanillo, señor.
—¿Tenés gallinas para vender?
—Sí.
—Traelas todas, y se las vendés a los turistas. A dos pesos cada una,
¿entendiste?
—Pero, señor, las gallinas se venden por ahí a treinta centavos...
—Dejate de pavadas. Aquí las vendés a dos pesos. Los turistas tienen
los bolsillos llenos. Y acordate que no te van a dejar ni una gallina.
Estos son como los zorros...
Pero se daba cuenta de que el progreso estaba manejado y digitado
desde Buenos Aires. A ellos les tocarían las migas del banquete. Y eso
no podía ser. Su corazón provinciano se rebelaba contra esa injusta
discriminación. Por eso, comenzó a hablar con la gente influyente que
conocía para lograr que se tendiera una línea de ferrocarril que uniera
todos los pueblos del oeste cordobés, de norte a sur, arrancando en
Soto para terminar en Villa Dolores.
Carta va, carta viene. Obsequios y regalos a los diputados cordobeses
que estaban en el Congreso Nacional. Telegramas y más telegramas a
Juárez Celman, que estaba en Buenos Aires retirado a la vida privada,
pero conservando todas sus amistades políticas, salvo las de aquellos
que lo habían utilizado como chivo emisario en la crisis de 1890.
Un año tras otro insistía con sus pedidos, e incluso viajaba a la ciudad
puerto para agilizar las gestiones. Así, con la rapidez con que pasa el
tiempo para quien tiene en paz su conciencia y en el alma la alegría de
la fe, vio llegar el siglo XX.
Ese año 1900 vino a visitar la parroquia el Obispo de Córdoba,
monseñor Reginaldo Toro. El recibimiento fue triunfal: caravana de
vecinos, fiesta popular, almuerzo presidido por el prelado. Terminada la
comida, monseñor se retiró a dormir la siesta. Pasaron varias horas y
no se levantaba. Por una ventana, Zoraida de Recalde, mujer muy
religiosa y gran colaboradora de Brochero, vio al obispo inmóvil, como si
estuviera muerto. Ni hablar del susto que se llevó la gente al enterarse.
Fueron a avisar a Brochero, que también estaba en la cama con un
terrible dolor de muelas. Había aguantado estoicamente todas las
ceremonias y festejos, y ya no daba más. Pero no podía quedarse sin
hacer nada ante tremenda noticia. Fue a la habitación y constató que
monseñor estaba como inerte. Lo llamó varias veces en voz alta y notó
que el prelado movía tan sólo el dedo meñique; por lo tanto, estaba vivo.
Pero, evidentemente, algo grave le había ocurrido.
Sin saber que se trataba de un ataque de hemiplejia, Brochero corrió a
su despacho, sacó la máquina de escribir y redact6 un telegrama
urgente:
«Toro empastado. Media res muerta. Mande médico. Yo loco muelas».
Monseñor Toro fue trasladado de urgencia a Córdoba y logró reponerse.
A pesar de su precaria salud gobernó la diócesis todavía cuatro años

100
más. Cuando le comentaban su famoso telegrama, Brochero siempre
negaba haberlo escrito. Pero...

32
No le teman a la muerte
porque la llevan encima
desde el día que nacieron
como una vela encendida.

Nunca se miraba al espejo. Ni siquiera había uno en su habitación.


Toda la vida se había higienizado y peinado «de memoria». Pero esa
mañana, al abrir la puerta de vidrio, un rayo de luz reflejó su rostro
sobre el cristal. Y vio lo que desde hacía tiempo se negaba a ver.
Los lóbulos de sus orejas se habían agrandado y tenían rugosidades
como sí fueran granos. Su nariz estaba hinchada. Se le estaba cayendo
el pelo de las cejas y de la barba.
Ya no sentía dolor cuando se pinchaba un dedo o metía la mano en el
agua caliente. Y su voz se tornaba día a día más ronca.
Celebró la Misa solo. Esa mañana había en él un inusitado temblor,
una oscura sensación de miedo, una angustia que se enroscaba en su
espíritu sin que pudiera dominarla.
La oración fue su refugio. El Cristo había ofrecido a Dios la vida en
plena juventud: tenía treinta y tres años. A él, José Gabriel, ¿qué le
tocaba ofrecer? La gente ya no se le acercaba como antes. Lo miraban
con cierto recelo. ¿Qué le pedía Dios en la madurez de su vida?
Un tiempo antes había recibido por escrito una nota del nuevo obispo
de Córdoba: el prelado le sugería que renunciara a su parroquia. No
daba razones muy concretas. Pero él se las imaginaba.
Y le costaba muchísimo decidirse a dejar ese pago que era toda su vida.
¿Había derecho a exigirle tamaño sacrificio?
La existencia se le iba escurriendo de entre las manos, que ya no
sentían el agua hirviente. En medio de su torturada soledad, se agarró
con todo el ánimo a la vida y se empeñó en ocuparse de su gente hasta
que las fuerzas se lo permitieran.
De allí nació la preocupación obsesiva por el ferrocarril serrano, del cual
venía hablando desde hacía tiempo con sus amigos dedicados a la
política. «Yo me llamo ferrocarril Soto—Villa Dolores», decía a cuanto
funcionario entrevistaba para interesarlo por el proyecto.
A punta de constancia logró que, en setiembre de 1904, se autorizaran
por ley de la Nación los estudios correspondientes a la línea férrea
citada. Y cuando se enteró de que en aquellos momentos llegaba el tren
hasta Villa Dolores, viniendo de Río Cuarto, le entró una verdadera
desesperación por concretar de una buena vez su ideal: los rieles debían
unir la zona de Traslasierra de norte a sur, para que sus paisanos no
quedaran al margen del progreso.
En el año 1905 hizo un nuevo viaje a Buenos Aires para apurar «su»
ferrocarril.

101
Habían sucedido cosas muy serias unos meses antes. Hipólito Yrigoyen
piloteaba con garra la oposición al «régimen» liberal. Había preparado
pacientemente una revolución que no pudo estallar en setiembre de
1904, tal como estaba previsto. El alzamiento se produjo en febrero de
1905. Tuvo éxito rápido en Mendoza, Córdoba, Rosario, Bahía Blanca y
la guarnición de Campo de Mayo. Pero los amotinados no lograron
adueñarse de Buenos Aires, que era su principal objetivo. El presidente
Manuel Quintana, abogado de empresas extranjeras y asesor del Banco
de Londres, dio órdenes terminantes a los encargados de la represión:
debían fusilar sin más a los oficiales sublevados que encontraran con
las armas en las manos.
Cuando el cura llegó a la capital federal, los ánimos se habían calmado
y el gobierno controlaba la situación, mientras don Hipólito continuaba
desarrollando su política de abstenerse de participar en cualquier acto
electoral, a pesar de las repetidas invitaciones del oficialismo. «El
peludo», como lo llamaban a Yrigoyen, llevaba hasta las últimas
consecuencias su consigna: «la causa contra el régimen».
Juárez Celman le hizo ver a Brochero que los propios diputados
cordobeses en el Congreso Nacional no apoyaban la idea del ferrocarril.
Muy poco debían conocer la geografía de la provincia, pues aseguraban
que esa línea no tendría suficiente carga para hacerla rentable,
olvidando las grandes riquezas naturales que allí se encontraban sin
posibilidad de salida. Merced a los esfuerzos del cura y de su amigo
Miguel, el 19 de setiembre de 1905 el Senado aprobó la entrega de cien
mil pesos para la construcción del ramal Soto—Villa Dolores.
Brochero creyó haber tocado el cielo con el dedo. Asistió a la sesión y
salió disparado al correo, donde despachó este telegrama al jefe político
del departamento de San Alberto:
«Avise pueblo haber triunfado. Calzó estrategia. Brochero».
Se alojaba en casa de Juárez Celman. Con la mayor discreción del
mundo, la familia se las había ingeniado para aislarlo. Tenía a su
disposición todo el confort necesario, pero los habitantes de la mansión
se escurrían de su presencia. En un rato de conversación, Miguel le
aconsejó que fuera a ver a un médico de su entera confianza.
El cura entró al consultorio con una tormenta de presentimientos en su
alma. Se dejó revisar, saludó cortésmente y volvió a la casa de su
amigo. El doctor le dijo que unos días después le comunicaría el
diagnóstico acerca de su estado.
Las noches húmedas de Buenos Aires no lo dejaban dormir. Tampoco
se lo permitían los presentimientos. Se levantaba y daba vueltas por la
casa rezando el Rosario. Quería saber lo que ya sabía.
En uno de esos crueles ratos de insomnio, Miguel lo descubrió
deambulando por las salas de la casa. El reloj había dado ya la una de
la madrugada. José Gabriel lo encaró:
—Miguel... Hoy te llamó el médico, ¿no es cierto?
Juárez Celman no pudo escaparse.
—Así es respondió con un hilo de voz.
—¿Qué te ha dicho? No me mientas, Miguel...
Juárez carraspeó y emitió muletillas:

102
—Eh... Bueno... Este...
—No me mientas, Miguel.
—Aconsejó aislamiento absoluto. Según cree, tenés...
José Gabriel lo interrumpió:
—Tengo lepra, Miguel. Decilo, nomás.
El silencio del amigo fue su respuesta afirmativa.
Brochero dio un gran suspiro. Una lágrima brilló en su pupila. Con voz
ronca y temblorosa dijo:
Por fin Dios se ha acordado de mí...
El regreso a Córdoba estuvo poblado de presagios. En la estación se
despidió de Miguel con la íntima certeza de que no volvería a verlo en
este mundo. Durante el trayecto, los años vividos desfilaban en
caravana interminable por su mente. Y cada tanto, como un fantasma
tenebroso, el pensamiento de la muerte interrumpía la evocación de
pasado.
Zarandeado por el movimiento del tren, desgranaba rosario tras rosario.
Como en aquellos interminables viajes a lomo de mula, en su querido
macho malacara. Pero esta vez, los rezos tenían el gusto salobre de las
lágrimas.
Pasó dos años más en su parroquia, dedicado a todos: los niños, los
enfermos, los viejos. Sentía que la gente le huía. Le habían mandado un
sacerdote, el Padre Acevedo, para que lo ayudara. Acevedo cumplía bien
sus tareas, pero evitaba cuidadosamente la cercanía de Brochero.
Su tormento interior aumentaba a cada hora. Llegaron nuevas
insinuaciones del obispo monseñor Zenón Bustos, en el sentido de que
dejara la parroquia. Finalmente, después de largos ratos de plegaria
ante su Purísima, garabateó con la mano insensible las palabras de su
renuncia:
«Mi querido obispo:
Mi vejez me ha apretado de golpe... Yo le dije que nunca se haría
mi voluntad, sino la suya. Y ahora mi vejez me dice que no puedo
soportar el peso de la parroquia. Por eso le aviso que sólo lo
acompañaré en los meses de calor del año entrante.
Por otra parte, algunos de los médicos dijeron que mi enfermedad
era lepra. Por eso me disparan las Hermanas, los Jesuitas y hasta la
Sra. de Recalde y su esposo, uno de mis principales amigos. Y le acaban
de pedir a usted que me saque pronto de la parroquia y lo ponga a
Acevedo antes que se vaya del Tránsito.
Yo le pido que no me deje llegar de cura al junio del año venidero,
y que lo ponga a Acevedo en lugar mío, porque como dice el refrán más
vale un diablo conocido que cien por conocer.
Sin más, eche la bendición a su cura viejo, y contéstele ésta.
J. Gabriel Brochero

Una de sus hermanas, Aurora Brochero, vino a vivir con él. Se


instalaron en una casita cercana a la iglesia.
Allí, con sufrimientos, plegarias y silencios, José Gabriel preparó
lentamente su último viaje.

103
33
Dicen que ha muerto solito
sobre su catre de tientos,
con un rosario en la mano
y los ojitos abiertos.

Andá y decile al chorizo ese que hasta ahora no me ha cumplido ni


Juárez Celman, ni Cárcano, ni Roca. Me han comido todos mis chivitos
y uvas de Mina Clavero y no han mantenido su honor de cumplir. Que
siquiera él, Figueroa Alcorta, que ahora está de presidente de la Nación,
nada menos, que siquiera él cumpla en mi muerte con estos pobres que
dejo...
Brochero interrumpió sus palabras con un suspiro. Frente a él estaba el
diputado nacional por Córdoba Antenor Cáceres, que lo escuchaba con
atención y reverencia. El cura, lagrimeando, agregó:
Decile a Figueroa que espero ver al menos el decreto de construcción
del ferrocarril del oeste; mirá que mis años me dicen que mi partida de
este mundo para la eternidad está muy cerca. . .
Unos meses después se enteró del fallecimiento de Miguel. Sentado en
su pieza, viendo los objetos en forma cada vez más borrosa,
experimentó hasta los huesos la ineludible soledad del hombre de Dios.
Se había ido su amigo de toda la vida. Era una amarra más que se
soltaba en su barco anclado todavía en este mundo.
El ferrocarril serrano seguía quitándole el sueño. Así fue como, en
agosto de 1911, juntó a un grupo de amigos suyos de Tránsito y de la
ciudad de Córdoba, y los mandó a Buenos Aires para pedir una vez más
que el gobierno central diera la orden de iniciar la obra. Varias semanas
después, la delegación volvió con el alma en los pies: las autoridades
nacionales no habían accedido a la petición.

Iba perdiendo día a día la vista. Él, que había sido capaz de increíbles
esfuerzos físicos, se sentía ahora tan sólo un montón de carne
insensible, un cuerpo sin rumbo; en una palabra, un trasto viejo que
sólo servía para molestar. Ya no era el líder religioso que arrastraba a
las multitudes hacia la casa de Ejercicios; mucho menos era el
trabajador infatigable que acarreaba materiales y organizaba cuadrillas
de labor; ni siquiera podía ser el predicador ameno de la palabra de
Dios, porque su voz no era más que un ronco sonido, casi imposible de
entender. ¿Qué era, entonces? ¿Qué quería el Señor que fuese ahora,
ciego y leproso como estaba?
Se animó a llamar a su amigo Palacio, antiguo vecino del pueblo, y le
pidió que le prestara alguno de sus hijos para que lo asistiera y
acompañara. El hombre se compadeció del cura y le mandó a José, su
hijo mayor. Pero el muchacho no era suficientemente cuidadoso.
Cuando iban por la calle, cada tanto lo soltaba y el pobre viejo se
desesperaba queriendo emitir sonidos que no brotaban de su garganta.
Y hubo algo peor: José dudaba de que Brochero estuviera realmente

104
ciego; y, para comprobarlo, una vez lo dejó caer al suelo. La escena fue
tristísima y muy humillante para el pobre cura. Palacio se enteró y fue a
decirle a Brochero que José no lo atendería más, por ser un
desconsiderado, y que él le daría un fuerte castigo.
—No lo hagas, por amor de Dios —murmuró el cura con el rostro
crispado de dolor—. No me dejen solo ahora, te lo pido...
Palacio quedó mudo de compasión. Miró el cuchitril donde se consumía
ese hombre que había dado la vida por todos ellos; le impresionó la
suciedad, el olor, el desorden, el abandono.
—Yo mismo lo voy a cuidar por las noches, señor —dijo—. Y le voy a
conseguir otro muchacho más juicioso para que le haga de lazarillo.
Esa misma noche Palacio comenzó a cumplir su promesa. Aurora, la
hermana del cura, había decidido vivir en la casa de al lado. El hombre
comenzó a desvestir a Brochero; cuando fue a quitarle las medias, vio
que la carne de los pies se desprendía a pedazos. Necesitó toda su
fuerza de voluntad para sobreponerse a la impresión de asco y miedo
que sintió. Brochero leyó su pensamiento y le susurró:
—No tengas miedo, hermano. Ni vos ni tus hijos se van a contagiar esta
lepra...
El hombre hizo recapacitar a José, y un tiempo después el muchacho
volvió a ser el lazarillo del cura ciego. El viejito gustaba de ir hasta la
orilla del río Panaholma a escuchar el rumor de la corriente. Sentado a
la sombra de los sauces, se enfrascaba en el trino de los pájaros y se
dejaba invadir por la brisa serrana. Constantemente rezaba el rosario.
Fue allí, en uno de esos paseos silenciosos, cuando entendió que ahora
podía salvar más almas que en sus audaces marchas a lomo de mula.
Estaba a la orilla del río: ya no podía cruzarlo como aquella vez,
agarrado de la cola de su macho malacara, para ir a sacramentar a
Lorenzo Funes. Lorenzo Funes... Allí había comenzado su lepra; ahora
lo veía claro. Tantas mateadas con aquel enfermo... Pero ahora,
totalmente impedido como estaba, podía salvar más almas que nunca.
Todo era cuestión de ofrecerle cada día a su Señor el sufrimiento de su
cuerpo insensible y sus ojos sin luz.
Como ya no podía leer nada, decía todos los días la misma Misa, la de
las fiestas de la Virgen, que ya sabía de memoria. Del colegio de niñas
venía una monjita joven que, después de la Misa, le leía la Biblia. Una
mañana el libro santo se abrió en aquella carta de San Pablo que dice
así:
«Sabemos que si se destruye nuestro cuerpo, que es como una casa que
no dura, Dios nos tiene preparada una casa eterna en los cielos, que no
fue hecha por manos de hombres. Y Dios es que nos ha preparado
precisamente para esto, y nos ha dado el Espíritu Santo como garantía
de lo que vamos a recibir.
Así pues, siempre tenemos confianza. Sabemos que mientras todavía
vivimos en el cuerpo, estamos fuera de casa, o sea que no estamos con
el Señor; pero tenemos confianza. Por eso procuramos agradar siempre
al Señor, porque todos tenemos que presentarnos ante el tribunal de
Cristo, para que cada uno reciba lo que le toca, según lo bueno o malo
que haya hecho cuando estaba en el cuerpo».

105
Cuando la monja llegó a este punto, el cura le hizo señas con la mano
para que detuviera la lectura. Y le dijo quedamente:
—Gracias, hija. Ya tengo pasto suficiente para rumiar todo el día.
Y se sumergió en la contemplación del amor de Dios, mientras la joven
volvía a sus tareas en el colegio.

A más de la soledad y los dolores físicos, lo amargaba constatar que su


querido ferrocarril serrano seguía durmiendo el sueño de los justos en
los escritorios de los altos funcionarios de la nación. Por fin no aguantó
más, y el 8 de setiembre de 1912 envió una carta abierta a todos los
vecinos del oeste cordobés. Sus términos eran contundentes:
«Si el futuro gobernador de Córdoba perteneciera al Partido Radical, se
construiría el ramal Soto—Villa Dolores, porque entonces yo estoy
seguro que el radical doctor Hipólito Yrigoyen con tres radicales más lo
licitarían, y entonces yo volvería a tomar cartas en este truco, a pesar
de haber dicho en mis cartas dirigidas al Oeste que me sosegaría para
siempre...
Vayan por todas partes enseñando esta carta a los opositores al partido
Radical, para que vean que ellos mismos con sus votos se labran su
propia ruina; y díganles que son malos los diputados y gobernadores
que con los ramales decretados para Córdoba no procuran engrosar
grandemente el tesoro provincial y enriquecer a los vecindarios por
donde ellos corren...
Dispénsenme que me exprese en un lenguaje tan duro para con mis
queridos habitantes del Oeste, pero estoy con la marca caliente y salgo
trotando para irme al Partido Radical, y trabajaré para que predomine
en la próxima elección».
El vecindario lo había marginado totalmente. El miedo a la lepra
congelaba muchos sentimientos. Pero él, que aguantaba estoicamente
su soledad, un día no resistió al deseo de volver a entrar en esa iglesia
donde más de treinta años antes había dicho la Misa como cura recién
llegado, solo ante su Dios, con todo el entusiasmo del sacerdote joven
almacenado en su corazón.
Era domingo. Se oyeron las campanas que llamaban a Misa. Guiado por
su lazarillo, el cura marchó lentamente hacia el templo.
La Misa había comenzado cuando Brochero entró arrastrando los pies.
El Padre Acevedo quedó un instante paralizado. Palito, que ya era un
cincuentón encanecido, lo miró con asombro. La gente se daba vuelta
para mirar.
Palito le acercó una silla. Se sentó trabajosamente, y mirando sin ver
habló por última vez en aquel recinto donde había sembrado la palabra
divina a lo largo de tantos años:
—Hijos, no hagan pecados... Y si los hacen, sepan que Dios está
siempre dispuesto a perdonarlos, como yo los perdoné cuando los
confesaba... El sacerdote que no tiene mucha lástima por los pecadores,
es medio sacerdote, y ni tanto. Estos trapos benditos que llevo encima
no son los que me hacen sacerdote: si no llevo en mi pecho la caridad,
ni a cristiano llego... Por eso les digo: quiéranse mucho, vivan en paz
con todos...

106
La emoción embargaba a todos los presentes. No pudo hablar mucho
tiempo. Salió arrastrándose, como había entrado, con una mezcla de
pena y alegría en su alma. Nunca más volvería a ese templo donde años
antes miraba las estrellas por los agujeros del techo. Pero estaba
cercano el momento de entrar a otro templo mil veces mejor: el de la
presencia viva y eterna de Dios.
Avanzaba ya el año 1913, cuando una mañana se apareció, Ireneo
Altamirano en la pieza donde Brochero desgranaba rosarios pidiendo
por toda su gente.
—Señor Brochero dijo el hombre quería avisarle que el doctor Hipólito
Yrigoyen viene más luego a Mina Clavero...
El cura dio un suspiro de asombro.
—El tren, Ireneo, el tren... —suspiró.
—Por eso mismo vengo, señor. Una delegación de vecinos del oeste
vamos a ir a ver al doctor. ¿No gustaría acompañarnos?
Con un gesto elocuente de su mano derecha, Brochero quiso decir: «¿No
ves en qué estado me encuentro?»
—No se preocupe —insistió Ireneo—. Nosotros nos vamos a encargar de
llevarlo sin que tenga molestias.
Así lo hicieron. Venciendo por una vez los miedos al contagio, subieron
al cura en el sulky inglés y lo llevaron a Mina Clavero. Cuando llegaron
al pueblo, Yrigoyen estaba ya reunido con un grupo de partidarios.
Llevado del brazo por Altamirano, el viejito se acercó al corpulento
político porteño. El hermético Yrigoyen taladró con su mirada a aquel
anciano que se apoyaba en un rústico bastón. Después de las
presentaciones de práctica, el caudillo habló pausadamente con
Brochero sobre sus proyectos de progreso para la región.
El cura lo escuchaba, hondamente conmovido. Apenas podía articular
palabra. Cuando Yrigoyen hizo silencio, el ciego levantó su mano hacia
él, y dijo entrecortadamente:
—El tren, doctor, el tren... Que no me muera sin tocar con esta mano
los rieles...
Las lágrimas lo traicionaron. Sus amigos lo llevaron nuevamente al
sulky que lo devolvería al Tránsito.
José Palacio te preguntó mientras trotaban por el camino:
—¿Está contento, señor?
—Sí, hijo. ¡Yrigoyen es un gran hombre...!
Y reflexionó luego:
—Mirá lo que son las cosas... Tantos políticos cordobeses que tuvimos,
y ninguno se ha interesado por nosotros. Y este, nacido y criado en
Buenos Aires, viene a visitarnos...
Fue presintiendo lúcidamente que su fin se acercaba. Ahora debía
soportar un sufrimiento atroz, que nunca había sospechado. En su
nariz de leproso, por efecto de las moscas que se posaban en su piel sin
que él las sintiera, se había producido una infección. Estaba
«embichado», como allí dicen: vale decir, agusanado. Pequeñas larvas de
gusanos le salían por la nariz, y debía tapársela constantemente con un
pañuelo. Esta infección le provocaba terribles dolores neurálgicos.

107
Ya no venía nadie a verlo. El lazarillo lo atendía como podía. Su
aislamiento era total. Hubo, sin embargo, alguien que pensó en él: era
Rafaela Villareal, una sirvienta del colegio de niñas. Rafaela pidió
permiso a las monjas para atender al viejo sacerdote. La superiora se lo
permitió, pero le dijo claramente que no podía volver al convento por
dos años más.
Brochero pasaba los días en el dolor y la oración. Rafaela consiguió que
alguien escribiera, en nombre del cura, una carta al obispo de Santiago
del Estero, monseñor Yañiz Martín, que había sido ordenado sacerdote
el mismo día que José Gabriel.
El leproso ciego había querido que le dijeran a su amigo:
«Recordarás que yo sabía decir de mí mismo, que iba a ser tan enérgico
siempre, como el caballo chesche que se murió galopando; pero jamás
tuve presente que Dios Nuestro Señor es y era quien vivifica y mortifica,
y quien da las energías físicas y morales y quien las quita: pues bien, yo
estoy ciego casi al remate, apenas distingo la luz del día, y no puedo
verme ni mis manos. A más estoy sin tacto desde los codos hasta la
punta de los dedos y de las rodillas hasta los pies. Ya ves el estado a
que ha quedado reducido el chesche, el enérgico, el brioso.
Pero es un grandísimo favor el que me ha hecho Dios Nuestro Señor en
desocuparme por completo de la vida activa, y dejarme con la vida
pasiva, quiero decir que Dios me da la ocupación de buscar mi último
fin y de orar por los hombres pasados, por los presentes y por los que
han de venir hasta el fin del mundo...».
El comienzo del año 1914 fue el momento elegido por Dios Padre para
llevarse con él a José Gabriel Brochero.
Su salud empeoró rápidamente. La infección producida por
agusanamiento de la nariz avanzaba en forma implacable y terminaría
provocándole la muerte. Los cuidados de Rafaela Villareal, las visitas de
su hermana Aurora, las plegarias y envíos de saludos de sus amigos,
nada lograba mitigar las terribles neuritis que soportaba sin quejarse.
El 23 de enero pasó por el pueblo el Padre Angulo, muy amigo de
Brochero. Cuando fue a visitarlo, comprendió de inmediato que el final
estaba muy cerca. El anciano se empeñó en celebrar la Misa. Angulo
trató de disuadirlo, pero fue en vano. Se levantó como pudo de la cama,
se vistió las ropas sagradas y comenzó a recitar de memoria las preces
de la Misa. Cuando estaba pronunciando las palabras de Jesús: «Y yo lo
resucitaré en el último día», le sobrevino un desmayo y debieron
acostarlo.
El Padre Angulo mandó llamar al médico, que le aplicó inyecciones de
morfina para calmar los escalofriantes dolores. Ya aliviado, Brochero le
pidió que lo ayudara a bien morir.
—¿Quiere que lo confiese? preguntó el amigo sacerdote.
El moribundo contestó:
—Sí. Aunque, a decir verdad poco tengo de qué confesarme. Porque el
diablo me tenía algunos recibos de deuda, pero esos ya los rompió
Jesucristo; y nadie cobra de palabra...
Sentado en la cama y con la sotana puesta, recibió la santa Comunión.
Tragó con dificultad el pan hecho Cuerpo de Cristo, y quedó sumido en

108
una profunda contemplación. Con el crucifijo apretado entre las manos,
su espíritu tocaba ya las orillas de la vida eterna.
Los dolores volvieron, torturantes. El pobre anciano se retorcía en la
cama. Pero tuvo la fuerza suficiente para darle al Padre Angulo un
último encargo:
—Ahí en el cajón está la escritura de un terreno que le compré hace
años a Claudio Guzmán. Sé que ha gastado mucho por la enfermedad
de su esposa. Dele la escritura y dígale que venda el terreno para
atender a sus gastos...
La mañana del 26 de enero, cuando Angulo le llevó la Comunión,
Brochero murmuró:
—Esta es la despedida...
Y volvió a sumirse en la contemplación del Dios a quien había servido
toda su vida. Entró en estado de coma, y con el correr de las horas su
vida se fue apagando lentamente, como las velas que en el altar rinden
su homenaje al Padre de todos.
Al día siguiente lo enterraron en la capilla de la Casa de Ejercicios.
Cavaron una fosa de cuatro metros de profundidad, bajaron al ataúd y
echaron sobre él una capa de cal viva, para alejar hasta el más mínimo
peligro de contagio. Quemaron todos sus papeles, menos los libros
parroquiales.
Pero ese día cantó el río Panaholma, florecieron los árboles, se rieron las
sierras, bailó el viento del oeste y las mulas retozaron alegres en sus
corrales. Porque José Gabriel Brochero se había metido bien adentro de
la madre tierra. Por eso la naturaleza entera celebró su tránsito, su
paso a la vida eterna. Porque el hijo de la tierra había ido a encontrarse
con Tata Dios, pero se quedaba aquí, bien hundido en las raíces del
suelo serrano, como semilla de esperanza para un pueblo que todavía
hoy sigue buscando su norte, su rumbo, su destino.

Y, con esta reflexión, termino


Una buena parte de los argentinos seguimos viviendo con identidad
prestada. Nos han inculcado prolijamente desde la niñez que nuestra
patria es grande, inmarcesible, heroica, llena de próceres que pueblan
las paredes de las aulas, granero del mundo, con su bandera nunca
atada al carro de ningún vencedor de la tierra...
Esa patria no existe. Pero, al amparo de tales teorizaciones, se ha
marginado al país autóctono por medio de una política pensada
mirando hacia el hemisferio norte y ejecutada desde el puerto de
Buenos Aires.
Esa política nos ha dificultado el robustecimiento de la identidad
nacional.
José Gabriel Brochero era un mestizo, un hombre «de tierra adentro» un
hombre consustanciado con su entorno, un producto puro de esa
mezcla fecunda de lo hispano con lo indígena que constituye el sustrato
de nuestra nacionalidad. El cura Brochero es un modelo de sacerdote
tal como lo necesita nuestra patria. Y lo es, porque antes que cura fue

109
un auténtico argentino, totalmente consciente de su identidad,
arraigado como árbol añoso a lo más genuino de nuestra tradición. Por
eso es tan importante revalorizar hoy su estampa criolla; porque este
país adolescente que todavía somos, debe seguir marchando de la mano
de estas figuras nuestras hacia el reconocimiento y robustecimiento de
su ser propio.
Para una nación que queremos «nuestra», un santo irremediablemente
nuestro».

110

Potrebbero piacerti anche