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En verdad, tú no tienes
que retornar a mí, porque siempre has estado
y estás en la corriente continua de mi sangre.
(Alberti, “Retornos del pueblo español”,
Retornos de lo vivo lejano, 2006: 359).
Cuando un vínculo especial queda cercenado por factores ajenos a uno mismo e
impuestos, es sencilla la propensión a la furiosa melancolía. Esta es la situación que
experimentó Alberti con el mar –la mar– que bañaba su bahía y que se convirtió, junto
con toda la naturaleza que abrigaba aquel espacio –orilla inicial y terminal de su vida–
en el escenario receptor de su fervor. Sin embargo, la necesaria distancia que se
produce entre el poeta y su tierra natal no supone una ruptura entre ambos, pues
siempre quedará un espacio de la mente de Alberti conectado a ella. Como expresa el
poeta en los versos que encabezan este estudio: no existe su retorno a la geografía
natal porque esta ha permanecido siempre en él.
Rafael Alberti nació en 1902 en el Puerto de Santa María y quince años más tarde, en
1917, ha de marchar con su familia a Madrid. Este traslado supone la primera ruptura
del joven pintor y poeta con su querida bahía gaditana1 y, fruto de esta añoranza, nace
su primer libro de poemas: Marinero en tierra (1924). No obstante, es en la etapa del
exilio –que dura treinta y ocho años– donde se puede rastrear tal añoranza con nitidez.
Algunos motivos que forzaron al poeta a emprender la marcha fueron la afiliación al
Partido Comunista, a la Alianza de Intelectuales Antifascistas y la colaboración, junto
con otros estudiosos, en la conservación de importantes obras de arte. Así pues, con el
fin de la Guerra Civil española y la derrota republicana, Alberti y María Teresa León
inician juntos un camino que los llevará por Orán, Marsella, París, Córdoba (Argentina),
Buenos Aires y Roma.
Se produce, por tanto, una salida física del paraíso, pero no mental ni espiritual. En su
viaje de ida y vuelta a El Puerto –muere en el mismo lugar en que nació, en 1999–
sucede el exilio; un exilio contra el que lucha, deseoso de regresar a su tierra –lo cual
consigue, a pesar de estar lejos, en la medida en que la memoria y el acto de escritura
se lo permiten–. Ricardo Senabre (ápud Guillén, 2004: 30) destaca la importancia del
recuerdo en la poesía del portuense. Considera que «Marinero en tierra es la
búsqueda del paraíso a través del recuerdo» y que Alberti se hizo con «la fórmula para
recuperar, en los momentos de mayor desaliento, el lejano paraíso perdido» (Senabre,
2003: 29). Por su parte, Solita Salinas (1975: 53) señala que el destierro supone la
promesa del regreso al paraíso perdido de la niñez. El recuerdo, por tanto, unido a la
invención2, permite al poeta recobrar algo que, en esencia, siempre estuvo en él: el
espacio de su infancia.
Francia
Alberti y María Teresa León se instalan en París entre marzo de 1939 y febrero de
1940. Es en esta etapa donde el poeta publica Vida bilingüe de un refugiado español
en Francia (1939-1940); una obra que constituye un importante testimonio, como
señala Nigel Dennis (2004: 250), del periodo en el que Alberti «tiene que asumir una
doble derrota: la de la República a manos de las tropas de Franco y la de la indiferencia
o el acoso de las autoridades y buena parte de la población francesas».
París.
El exilio constituye un giro en la vida del poeta. Un cambio de rumbo que aún
desconoce si hacia una nueva etapa feliz o hacia la muerte en vida. Recuerda, ya en el
país vecino, su vida en España, donde, como expresa en la segunda composición de
este poemario, «tenía sol, tenía/ libros, libros y libros/ que daban a la luz cuando se
abrían» (Alberti, 2003a: 259) y ahora, en París, le queda «este Jardín de Plantas/ y este
frío...» (Alberti, ibidem). El nexo telúrico que experimentaba en un inicio con su Puerto
natal crece ahora hasta conectarlo con toda la Península. Ya, incluso, la capital se
convierte en un destino deseable para el poeta, por lo que le pregunta al mirlo: «mirlo,
mirlillo:/ ¿te vienes a Madrid?» (Alberti, ibidem).
América
El poeta gaditano, desde América, no deja de evocar su tierra de juventud; una tierra
profundamente añorada y recuperada de modo intermitente gracias a la observación
de espacios naturales que le remiten a ella. Son esos recuerdos los que le permiten
reconstruir el paraíso anhelado a través de la escritura. En los poemas de esta época,
enmarcados en títulos como Entre el clavel y la espada (1941), Pleamar (1942-1944),
Poemas de Punta del Este (1945-1956), Retornos de lo vivo lejano (1952), Ora
marítima (1953) y Baladas y canciones del Paraná (1953-1954), se hace partícipe al
lector tanto de un dolor intenso ante la situación de España como de un estado de
melancolía y añoranza. Seguidamente se realiza una aproximación, por orden
cronológico, a cada una de las obras citadas.
El dolor que experimenta el poeta ante las desgracias ocasionadas por la Guerra Civil
española se traduce en el malestar que experimenta el toro y en la nefasta
alimentación que recibe a base de pastos amargos, hierba en la que yacen cuerpos,
negras hieles y sangre. Este país con forma de toro era «jardín de naranjas./ Huerta de
mares abiertos» (Alberti, 2003a: 339), pero «con pólvora te regaron./ Y fuiste toro de
fuego» (Alberti, ibidem). Ahora, inflamado y ardiendo, el toro lucha por recuperar su
verdor inicial, su libertad para correr y saltar por valles y laderas, como hacía antaño.
Sin embargo, el dolor que el sujeto de este poema muestra ante la situación del país se
mezcla con una congoja suave, aplacada por la distancia. El recuerdo permanece vivo,
aunque los kilómetros entre el mapa con forma de toro y su poeta sean demasiados:
«Quiero decirte, toro, que en América,/ desde donde en ti pienso...» (Alberti, 2003a:
362).
La ilusión de regreso al paraíso se deja sentir también en Poemas de Punta del Este
(1945-1956), especie de diario íntimo escrito, como apunta el propio poeta, durante
sus veranos uruguayos en Punta del Este y en La Gallarda, su casa próxima al mar
(Alberti, 2006: 790). En la sección titulada “El bosque y el mar” el lector asiste al
reencuentro con el reflejo de la naturaleza gaditana en la costa de Uruguay (Peri Rossi,
2004):
Estos rumores, estos
leves susurros conocidos
de cielos, hojas, vientos y oleajes
son mis aires mejores, ya felices
o confesadamente melancólicos.
Vuelvo a encontrarlos, vuelvo
a sentirlos tan míos
después de tan alegres y cansados
recorridos por tierras veneradas
que eran mi vida antigua,
la clara vida cuando mis cabellos
al sol volaban libres, sin temores.
La naturaleza de Punta del Este, su cielo, su viento y, sobre todo, su mar, hacen al
poeta evocar el lugar conocido y abandonado. Todo le resulta familiar en Punta del
Este, todo le trae a la memoria sus años más felices, claros, cuando sus cabellos
bailaban, libres, con la brisa marina. Todos los elementos se aúnan para componer un
concierto ya conocido, que lo embriaga con su misterio y lo hace sentir pleno.
En cuanto a Retornos de lo vivo lejano, esta obra constituye según Eduardo González
Lanuza (ápud Gullón, 1975: 257), la «orgía de la añoranza». Como señala este mismo
crítico (ibídem), cada escenario que vislumbra el poeta se le presenta como reflejo de
uno anterior –ahora imposible de alcanzar–. Ricardo Gullón (1975: 258) señala,
respecto a esta obra, que el poeta vive en la poesía y es esta la que le permite salvar lo
que el tiempo va destruyendo. Términos como sombras, sueño, niebla, bruma, humo...
son, según Gullón (ibid.) «las palabras insistentes de estos Retornos», con las que
«expresar la frágil sustancia de que están tejidos». Suceden “Retornos de una isla
dichosa” (Alberti, 2006: 323), donde el sujeto poético se encuentra con las «alegres
olas de mis años, risueños/ labios de espuma abierta de las blancas edades». Se
producen también “Retornos a través de los colores”, donde los días de juventud del
poeta se hacen palpables a través de toda la paleta cromática de la naturaleza. El
verde primaveral, el azul en toda su variedad de tonalidades, la gama del blanco –
pasando por el marfil y el albo–, el dorado, el rosa y hasta el negro se aúnan para
configurar el paraíso perdido del sujeto poético. Él es consciente de ello: «Aquí están.
Tú los tocas. Son los mismos colores/ que en tu corazón viven ya un poco despintados»
(Alberti, 2006: 325). Se producen también los “Retornos de la dulce libertad” cuando la
mañana del sujeto poético se abre sobre el horizonte del mar (Alberti, 2006: 350), y
hay “Retornos frente a los litorales españoles” donde, sin olvidar que por ellos «la
alegría corrió con el espanto», el sujeto confiesa: «éste es mi mar, el sueño de mi
infancia/ de arenas, de delfines y gaviotas» (Alberti, 2006: 355). Mar de juventud y mar
de la «¡...poesía hermosa, fuerte y dulce,/ mi solo mar al fin, que siempre vuelve!»,
exclama en “Retornos de la invariable poesía” (Alberti, 2006: 357). Es la tierra de la
Península el lugar que siempre vuelve –o que nunca salió de él–. El paraíso recobrado
en la distancia, perdido en el nivel material, pero nunca en el espiritual. Son los
regresos continuos al lugar de la infancia los que hacen comprender al lector que
Alberti nunca llega a ausentarse del todo de su paraíso. Es el vínculo más allá de la
mera presencia, la conexión a través del espacio y a pesar del tiempo.
En relación con esta recuperación del paraíso, resulta especialmente relevante una
obra como Ora marítima, «un retorno a su paisaje nativo por el camino del mito»
(Salinas, 1975: 63). Las doce composiciones, dedicadas a Cádiz poseen una intensa
vinculación con la mitología. Cádiz, «blanca Afrodita nacida en medio de las olas»
(Alberti, “Los fenicios de Tiro fundan Cádiz”, 2006: 469), sueño de la infancia del poeta
–como titula otro de sus poemas (Alberti, 2006: 462)–, paisaje de su contemplación,
“Bahía de los mitos” (Alberti, 2006: 463), fémina atractiva y seductora, “Bahía del
ritmo y de la gracia”:
La última obra que mencionamos en este estudio sobre el exilio americano de Alberti
es Baladas y Canciones del Paraná. Las composiciones de este poemario «se centran en
lo presente, en la naturaleza y la realidad argentina donde Alberti trataba de afirmarse.
Pero todavía “los pinos de la barranca/ son los del Mediterráneo” y las nubes le traen
“volando, el mapa de España”. El esfuerzo por ahuyentar los retornos fracasa» (Gullón,
1975: 262). El Paraná respira «con aliento de azahares» (Alberti, “Canción 11”, 2006:
500), lo que desorienta al poeta, que confiesa: «perdido está el andaluz/ del otro lado
del río» (Alberti, “Balada del andaluz perdido”, 2006: 507). Este desconcierto, esta
«inseparable/ nostalgia que todo lo aleja y lo cambia» (Alberti, “Balada de la nostalgia
inseparable”, 2006: 509), hace al poeta percibir a su alrededor escenarios conocidos
antaño, sin embargo, es consciente de que «ni es el mismo viento quien te está
azotando» (Alberti, “Balada de la nostalgia inseparable”, 2006: 509), «ni es la misma
tierra la de tu garganta» (ibidem), «ni es el mismo sueño de amor quien te llena»
(ibidem), «ni es la misma estrella quien te está durmiendo» (ibidem), «ni es la misma
noche clara quien te quema» (ibidem). No obstante, el recuerdo se confunde con la
realidad y el poeta viaja hasta su arboleda, en la que, a pesar de la lejanía, siempre ha
permanecido:
El poeta se dirige a la ciudad eterna pidiéndole retribución por todo lo que ha dejado
atrás al estar en ella: «Dame tú, Roma, a cambio de mis penas/ tanto como dejé para
tenerte» (Alberti, 1977: 387). El arte que adorna la ciudad rebosa al sujeto del poema,
que se pregunta ante tal situación “¿Qué hacer?” (Alberti, 1977: 381-382), a lo que se
responde: «Si tanta admiración por tanto arte/ le sirve a Roma para devorarte,/ pasa
por Roma como pasa el viento».
3. Palabras finales