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Una visión introductoria sobre las instituciones

Por Walter Castro

Vamos a hablar de instituciones, de lo instituido por las gentes dentro del orden social,
que bien podríamos imaginar como algo forjado, o grabado, lo asumido o heredado,
pero en rigor de verdad siempre proveniente de previos ejercicios humanos de
institucionalización que nos alejan por ende de aquello a lo que habitualmente
denominamos orden natural en un sentido griego o cristiano.

Una descripción más precisa de lo que llamamos instituciones podría sintetizarse en el


conjunto de reglas de juego que funcionan en una sociedad, pero al mismo tiempo se
trata también de las organizaciones dirigidas a consolidar y proteger los incentivos que
la instalación de esas reglas transmiten.

Cabe preguntarnos, entonces, para entender mejor un asunto que por muy usual, no
llama la atención de nadie ¿de dónde provienen? ¿y a causa de qué, tales
institucionalizaciones? La pregunta procederá pertinente en razón de que como es bien
sabido los animales también respetan reglas y jerarquías dentro de sus manadas, y sus
regularidades de comportamiento son rápidamente verificables como en el caso del
macho más fuerte o a veces en el del más bello, que por encima de sus pares suele gozar
de derechos de copulación sobre las hembras.

Claro está, sin embargo, que no podrán confundirse dichos fenómenos naturales, en
razón de su carácter instintivo, con las institucionalizaciones promovibles
exclusivamente en la órbita humana. De suyo, éstas pudieran describirse como artificios
trascendidos en el intento de ordenar la convivencia.... o acaso indicarlas como ficciones
encaminadas a encauzar y contener las conductas dentro de parametrizaciones
acordadas o al menos aceptadas en procura de soluciones a los problemas de una
comunidad.

Pero ¡cuidado!, su carácter artificial visto a lo Hume no devendrá de su instalación


deliberada en un solo acto a través de un ejercicio colectivo, sino que se tornará como
el resultado de un proceso social, en general prolongado, un trabajo de refinación que
concluye con su generalizada aceptación, fruto de pruebas, errores y emulaciones de las
gentes que la perfeccionen universalmente a lo largo de un periodo de tiempo.

Hayek diría que las instituciones son más bien conducidas por el cauce de las
tradiciones hasta alejarse en el desconocimiento incluso de su originario promotor. Son
el fruto de la acción humana pero no el fruto del designio de ningún hombre en
particular, se deslizan por un sendero intermedio al de la razón y al del instinto, para
admitir tras su adopción social recién una ulterior teorización. Enumerables en lo
profuso de sus variedades que abarcan desde el lenguaje hasta la moneda, pasando por
la familia y el Estado, y la propiedad privada, o la administración de justicia, hasta las
aduanas, la iglesia o el matrimonio, son precedidas siempre de algún tipo de desafío,
que las hace continentes de alguna carga de sabiduría. Veamos por caso la institución de
la adopción, que podríamos interpretar como una abstracción materializada en un
instrumento jurídico, tal como la preveía el derecho romano, para insertar a los
desprotegidos huérfanos de un guerrero en el seno de una renovada familia que les diera
cobijo. Lo ficto es a todas luces visible pues la descendencia es de cualquier modo
intransferible, pero no así la educación y la rehabilitación del niño que puede
reemplazar genuinamente sus afectos de mejor manera en la medida que la aceptación
general del asunto no le marcara al adolescente a diario, lo ruinoso de la circunstancia.

Es lógico pensar, entonces, que la adopción sería comunicada públicamente a todos los
habitantes del lugar, quienes en adelante la internalizarían sin más, pasando a aceptar a
esta convención y a sus efectos casi como un hecho natural. Nada habrá tardado el
lector tras el ejemplo en reconocer la potencia institucional del matrimonio y tanto más
de la familia como el seno natural de la procreación y como fuente de protección de los
hijos.

Entonces no es que la gente se casa para tener hijos, sino que la familia es consecuencia
del designio de la crianza, o sea, una prueba más de la existencia de algún desafío que
siempre las precede. Ergo subyacen endógenas al concepto de institución sus directas
aportaciones en un conjunto de soluciones sociales facilitadoras del mejor
desenvolvimiento del orden que, cual regularidades de comportamiento, se traducen
luego instrumentalmente en el bastidor normológico que enmarca las futuras relaciones
entre las gentes.

Sin más, este proceso debiera calificarse esencialmente como un proceso de


aprendizaje social, a sabiendas de que ya he mencionado esta cuestión y que luego
insistiré sobre este punto en el capítulo siguiente. No obstante, quisiera asentar ya
mismo que tal concepto de aprendizaje no refiere ni remotamente al modelo de
enseñanza escolar ni a ningún otro que practique la transmisión discursiva o lecto-
interpretativa de algún asunto en estudio.

Apunto con tal designación a la captura por sus aprendientes de conocimientos


adquiribles bajo formas ejemplares, que han de ser leídas o, mejor dicho, más
profundamente asimiladas en sus mentes a través de un proceso tanto más complejo
como efectivo, a la manera wittgensteniana de aprendizaje a través de ´juegos del
lenguaje´.

Tras recalar una vez más y casi de manera obsesiva sobre el concepto de aprendizaje,
meollo de todas nuestras futuras conclusiones, será conveniente repasar los elementos
característicos de las instituciones para intentar al través de ellos alcanzar una
dimensión más cabal de la totalidad de su sentido en una sociedad. Finalmente, huelga
aclarar, entonces, que el grado de repristinación institucional alcanzado por cada
sociedad se relaciona con algún grado posible de aprendizaje social que dará espacio
para interpretar el ideario o el sentir moral de esa comunidad transfundido en lo acabado
de sus instituciones.

Toda regla de juego implica de fondo para las personas, un modo de comportamiento, el
que emerge libre en forma de conductas, respetuosas de lo prescripto por ella.
Naturalmente, tal planteo normativo va apuntado a la preservación o mejor protección
de algún valor merced, justamente, al repertorio de conductas permitidas o prohibidas
por la regla en cuestión.
Entonces debe desprenderse para alcanzar acabada eficiencia, un prerrequisito de
aceptación general que la ponga en funcionamiento, o que se encargue luego de
sostenerla. Por lo tanto, adyacente a ello se adherirán aparejados los castigos previstos
para dar sanción a los infractores, entrará en discusión si los valores a proteger son en sí,
e independientes de toda finalidad de las personas o si han de ser bienes nacidos de
conductas preciadas por la conducencia y utilidad que revelan hacia benéficos objetivos
ulteriores.

El referido detalle divide, por caso, a las normas morales en categóricas o consensuales,
según se organicen desde ciertos valores basales o, mejor, en procura de alcanzar otros
quizás más prudentemente consensuables. Pero entonces y a sabiendas de que toda
conducta humana se despega de una emoción que la subyace, hemos de considerar a la
regla florecida de una regularidad de comportamiento, como un esfuerzo social
transcurrido para dar seguranza en mérito de su valor, a ese conjunto de conductas
aprobadas y habitualizadas en alguna sintonía con aquella más remota pretensión
emocional, a fin de evitarle lesiones o menoscabo, nacidos de aquellos potenciales
conflictos que en virtud de los haceres de terceros pudieran ocasionarle agravio.

Retrotrayéndonos un paso más y considerando que toda emoción es además destilada a


partir de algún instinto, es dable pensar al modo en que lo hacían los filósofos
escoceses, que tales regularidades comportamentales llamadas a fijar autorrestricciones
habrían de ser el fruto exteriorizado de naturales empatías emocionales sobre ciertos
sucesos, previamente compartidas por los sujetos que arribaran a su ecualización en
virtud de otorgarse recíprocos reconocimientos. Esto es un acuerdo voluntario en torno
de igual objeto que implica la necesidad de su aceptación por las partes que
intervinieron. Hemos de volver más tarde también sobre este vital asunto, pues debajo
del instinto de supervivencia podrían convivir de un lado las conductas competitivas
biológicas a partir de las cuales el más grande se come al más débil o bien enfrentadas a
éstas las conductas más inteligentes de competencia cooperativa que provienen en el
ejercicio de acuerdos voluntarios y especializaciones derramadas en la posibilidad de
beneficios compartidos. La enorme distancia que en grados de aprendizaje separa a
ambas posiciones se resume, no obstante, a una mínima diferencia.

El poder decir no. No al llamado de nuestros instintos, no a las tentaciones presentes en


protección de las bondades del más largo plazo, no a la invitación a participar en los
planes de los demás en la medida en que no se advengan a los nuestros. Acaso de la
forma más directa y brutal sean los animales en su incapacidadd racional de comprender
o de planear la mejor demostración de lo que significa no poder decir ´no´. A la
inversa, el proceso de aprendizaje social que nos habilite luego en mayores grados
comunes de libertad será la clave explicativa de la referida cooperación.

Pero de momento apostados sobre esta segunda manera de ver el asunto, nos bastará
plantear para mejor describirlo, algunas de sus características enfocadas más bien desde
sus consecuencias. 1) Las normas como regularidades de comportamiento serían el
resultado de alguna especie de acuerdos, mencionados en su sentido más amplio. 2) A
la vez, esos resultados en sí, se convertirán obviamente en condicionamientos de
futuras acciones. 3) En tal sentido la prescripción dotada de valor y cargada de cierta
sabiduría elemental con miras al mejor ordenamiento social, es también una
señalización que opera casi al modo de una semaforización de las conductas que la
suceden. Pensemos en un grupo de personas decididas a cenar juntas; pensemos
también en las diferencias demarcatorias de las situaciones particulares de cada una de
ellas al momento de ingresar al restaurante: todas tienen apetitos disímiles a
consecuencia de innumerables circunstancias personales, cansancio, o quizás
responderán al modo en cómo almorzaron; pero además muchas de ellas estarán a
dieta.

Por otra parte, las disponibilidades económicas de cada una han de ser distintas y sus
presupuestos deberán prepararse para dar cabida a otras opciones concomitantes con
esta erogación, por supuesto variadas para cada una de ellas. Por último, sus ánimos
habrán de ser además repartidos, alguno festejará su cumpleaños o un buen negocio,
otros se levantarán más temprano o más tarde al día siguiente, y alguno irá más por
compromiso que por placer al encuentro. Así es de suyo es la vida, un auténtico
tutifruti, todo el tiempo plagada de infinitas circunstancias personales, además
cambiantes, que condicionan todo nuestro hacer y motorizan nuestras emociones,
incluso en el tracto de ida y vuelta para con los demás. Sentados a la mesa, pudiera
elegirse pagar a la carta cada uno lo suyo o bien repartir por cabeza: ¿cuáles han de ser
los efectos de una u otra solución institucional? En el primero de los supuestos cada
comensal hará bien sus cuentas, medirá bien su apetito y tomará individualmente su
propia decisión sin influencia alguna del resto, ajustándose a su propio estómago y a su
propio bolsillo. Pero en el segundo supuesto, cuando se divida la cuenta entre todos,
entonces cada cual estará llamado a solicitar su cena con el rabillo del ojo puesto en el
pedido de cada uno de los otros.

Si algunos piden, por caso, un vino que encarecerá el promedio de la cuenta,


probablemente aquellos que no lo hubieran elegido estarían -ahora que lo tienen que
pagar- dispuestos a hacerlo. Tal vez las personas que no toman vino pidan postre para
que les justifique su erogación con su consumo y la cuenta colectiva seguramente irá
trepando hacia límites superiores a los del primer supuesto. En este segundo evento los
comportamientos de los participantes son estratégicos, es decir irán relacionados los
unos con los de los otros al momento de correrse las decisiones individuales ajustadas
de inmediato por las acciones y expectativas de los quehaceres ajenos.
En tanto que los autores internalizan su placer al tiempo que se van externalizando
recíprocamente sus costos entre todos ellos. Pero ¡atención!, para salvar semejante
deslizamiento que pudiera haber llevado a algunos ex ante a optar por no participar en
la reunión, también podría considerarse la idea de seleccionar y comunicar previamente
la alternativa de un menú fijo quizás con algunos platos opcionales pero con un único
precio preestablecido de antemano.

Con esta nueva solución no se corre con los costos de transacción propios de realizarse
facturaciones individuales a cada uno de los comensales, que entorpecerían los usos
administrativos del restaurant, pero tampoco se deja abierta la puerta a un conflicto
latente fruto de las transferencias impartidas entre los participantes a consecuencia de la
espiralización de sus comportamientos estratégicos de consumo. Nótese nuevamente
que la regla de juego a adoptar será un resultado de la decisión colectiva cuando se
organice la velada, pero a su vez en función de la selección de ella se desatarán distintos
comportamientos posibles de sus miembros en tanto sus incentivos sean preconducentes
a asimétricas maximizaciones individuales pero dentro del seno del grupo. Habrá notado
el lector el posible desdoblamiento que admite el tema, según se lo enfoque
retrospectivamente en aras de una explicación del proceso de conformación de la
norma, o bien prospectivamente intentando analítico tratamiento de los incentivos que
ella sea capaz de establecer. En suma, estaremos refiriéndonos a dos campo de estudios
posibles cuando hablamos de reglas e instituciones. El uno, preocupado más bien por
sus naturalezas y quizás por develar mejor sus orígenes y recorridos, enfatizando el
estudio sobre sus fuerzas subyacentes.
La otra posición viene montada sobre la inquietud de analizar más bien sus
consecuencias, prestando atención más a los incentivos que como premios o castigos se
desprenden de ella. Por caso, una buena ilustración del asunto sería la que presentan los
sistemas de gobierno, los que conocemos con formas más parlamentarias o bien más
presidencialistas, lo que obligaría en consecuencia al planteo de diferentes estrategias
en las alianzas electorales. Lógicamente un sistema parlamentario permite a los
partidos ensayar sus coaliciones luego de medir sus fuerzas propias en la elección, en
tanto que un sistema más presidencialista de seguro presionará más frecuentemente al
bipartidismo y a la conformación de alianzas políticas pre-electorales. Ahora bien,
atendiendo al proceso de formación de la norma y a esta como su resultado, el
economista encontrará alguna rápida semejanza funcional entre tal fenómeno y el que
se suscita en los mercados de bienes divisibles cuando la oferta y la demanda operan
determinando los precios que de igual modo vienen a anoticiarnos indirectamente de
las escaseces relativas existentes que a la sazón también nos ponen en conocimiento de
las preferencias y las restricciones subyacentes.

Ellos son imperfectos pero muy efectivos sintetizadores de información, encargados de


concentrar remotos conocimientos a partir de millones de indistinguibles acciones
interconectadas a través de un vasto proceso de intercambio operado en todas las
latitudes que termina por asignarles magnitudes y convertirlos en reflejo dinámico de
sus cambios. Los precios vistos como resultados se revelarán en consecuencia como
antecedente necesario para la toma de las decisiones económicas que vendrán a mejor
asignar en el futuro los recursos escasos hacia las rentabilidades más apetecibles. Es
decir, que los precios son consecuencia de las decisiones de mercado y de las
valoraciones que las anteceden, pero a su vez retroalimentarán la procedencia de otras
tantas subsiguientes valoraciones y decisiones en función de ellos. En este sentido,
pareciera ocurrir lo mismo con la norma, vista a la vez cual output de un proceso para
significar inmediatamente la suerte de un nuevo input. A su turno, el orden de mercado
es en sí Pareto superior, cada vez que permite a los contratantes portadores de
preferencias dispares entre sí, la posibilidad de un acuerdo voluntario en intercambio
que mejore el estadio de ambas partes al mismo tiempo aunque no necesariamente en
las mismas proporciones. Sin embargo, las asimétricas valoraciones subjetivas de los
actores que motivan la transacción, aunque desconocidas para cualquier observador
externo, no le impedirán presumir igualmente la aparición de ganancias para ambos,
verificando lo postulado por el principio de Pareto, en la medida de que dicho acuerdo
hubiera sido voluntariamente perfeccionado y no sufriera los vicios de la estafa o del
fraude.

Luego la expansión de los mercados obrará en beneficio de la profundización de las


especializaciones individuales, explotando al máximo las ventajas nacidas de las
diferencias de los participantes. Los contratos como expresión de armónicos enlaces
nacidos en oportunidad de las disparidades de valoraciones y tenencias de sus
intervinientes, nos acercan inesperadamente a la concepción de la observada tendencia
al equilibrio de los mercados, que es por demás familiar a economistas y no
economistas, en razón de que a su turno las normas, cuando alcanzadas merced a
voluntarias armonizaciones sobre su objeto acordado, revelan también una muestra de lo
Pareto superior en ausencia de coerción tendiendo al equilibrio y recortando sus
brechas de imposición. Pero oponible a tal confirmación de Pareto surge la visión
schumpeteriana, esa de la innovación desequilibradora que pone en posición
gananciosa, aunque de manera legítima, a cientos de jugadores favorecidos por el
cambio en desmedro de otros que pierden su posicionamiento de la noche a la mañana:
de cómo los trenes reemplazaron a las carretas o a los chasquis, o de cómo las señales
satelitales o por cable descolocaron a los antenistas. No hace falta abundar para
comprender de qué estamos hablando.

Sin embargo, a nadie se le ocurre pensar en tales mutaciones como explícitos efectos de
culposas dominancias. En tanto que cada vez que una regla de juego muta somos más
proclives a pensar conspirativamente en la modificación como a instancia de una
estrategia de transferencias de usufructos entre los jugadores del sistema. ¿Qué justifica
esta suposición?
¿Por qué se hace más difícil asumir a la norma como un resultado Pareto superior? O a
la inversa ¿por qué pensar intuitivamente que todo cambio
normológico que ciertamente se extiende redefiniendo la suerte de los jugadores con el
nuevo dibujo del tablero, fluye ilegítimamente fruto de alguna inaceptable dominancia?
Para aclarar un poco más el tema cabría preguntarnos: ¿cuándo procede en forma
Pareto superior la institucionalización de una regla? Este asunto es en principio un tanto
más delicado, quizás a fuerza de ser bastante más complejo. Si bien no caben dudas de
que existe la necesidad de un acuerdo o armonización sobre ciertas preferencias
declaradas idénticas por las partes, y pese a las diferentes intensidades subjetivas que
éstas pudieran reportar respectivamente para cada una de ellas, diremos al respecto que
el consenso en la aprobación de un mismo objeto en cuestión debiera ser
necesariamente unánime para validar la operancia del principio, tema que retomaremos
luego. Tal vez una referencia insoslayable sería la formulación clásica de John Rawls: si
uno acepta una regla con el "velo de Rawls" sobre sus ojos, es decir sin conocer su
posición institucional, la regla será justa.

En el orden de la política no habría espacio ni cabida para el ejercicio de dominancias


de unos sobre otros en un idílico momento cero en el cual se diera origen al orden. En
ese hipotético punto de partida, el carácter binario de cualquier decisión política
quedaría de lado y suspendido, factoreado por el comprensivo alcance mismo del
acuerdo.

No obstante, sabemos de la imposibilidad de recapitular las jugadas hasta dicho utópico


instante conciliar tan añorado por los intelectuales para dar teorética explicación al
asunto. El orden político es a cada momento –más cuando las gentes se van
incorporando a él- una realidad factual.

A pesar de esta inevitable concesión, en una sociedad podríamos abrigar expectativas


sobre ejercicios normativos Pareto superiores capaces de replantear hacia adelante en
beneficio de algunos y sin perjuicio de nadie, la normología del orden. La propiedad
privada, la abolición de la esclavitud, la reciente incorporación de la mujer al ejercicio
de roles sociales que le estaban antiguamente vedados, son muestras increíbles de
máximas armonizaciones reales difícilmente imaginables desde la resignación de las
posiciones políticas dominantes que les daban imperio.

Repárese, sin embargo, que a poco de retirar la lente de encima del asunto y dotarlo de
un foco más expandido, aportado desde una visión menos inmediata y circunstancial,
habrían encontrádose en suficientes razones imparciales de justicia al decir de Rawls, la
necesidad de tales cambios, pero más aún, al unísono, desde otra perspectiva más
teleológica de largo plazo.

Seguramente cualquier observador exterior habría percibido enormes ventajas


económicas Pareto superadoras, en concurrencia de esclavos y propietarios, siervos y
nobles, mujeres y hombres, toda vez que se hubiera permitido imaginar el desarrollo
colectivo, luego devenido como resultado en beneficio de todos con la incorporación de
dichas modificaciones decisivamente influyentes sobre las futuras perfomances de
todas las personas. Apenas una mirada más abierta, más abarcadora, a la vez más
hundida profundamente en el tiempo acaso posibilitada desde alguna clase de
aprendizaje preliminar, habría de aportar, cual barreta, la alternativa de apertura de un
orden mediante la remoción de sus dominancias internas. Claro que absolutamente en
contrario serán las cosas en presencia de una mirada ahora más miope, recortada en su
alcance e imposibilitada de advertir las diferencias entre los efectos más indirectos de
aquellos otros más inminentes y derechamente desembocados de cualquier relación
social. Ante un escenario más mezquino, más envidioso, más dañino, las bondades de la
cooperación se van acortando, las sinergias se irán desvaneciendo, tornando más rustico
y acotado el paisaje de sus posibles concreciones de tinte Pareto inferior. Entonces, la
válida tensión ya mencionada entre la innovación y sus reequilibramientos en los
mercados competitivos, en verdad está llena de legitimidad solo en virtud de la
legitimidad que el propio marco legal previamente pudiera otorgarle. De suyo, sin
embargo, ante lo imperfecto del supuesto, igualmente se intentarán cuasi-
mecánicamente arbitrajes equilibrantes a la postre viciados en razón del antecedente
normativo que los precede.

En síntesis, si tenemos legitimidad en las normas del sistema igualmente legítimo


devendrá el aséptico funcionamiento del mercado, que opera por debajo de ellas, en
innovaciones y ecualizaciones de segundo grado. Ahora bien, por lo hasta aquí visto la
legitimidad normológica es consecuencia de lo unánime de las apreciaciones, dato que
en política no se presenta con asiduidad a la hora de configurarla en función de las
preferencias de los jugadores. Recomendaremos al lector un alto para bien percatarse
que:

1. El escenario en cuestión no es más que el set de reglas de juego que a la sazón


hubiera sido plasmado. Recuerde también que...
2. Tal instalación es la resultante del proceso estructurador que para asegurar su
funcionamiento, en armonía o al menos en tregua, se da el propio orden.
3. Dicho proceso indetenible además trasunta aluvional de un amasijo de deseos, y
explicaciones, de comportamientos, con más sus aprobaciones o sanciones,
entremezclados con las cuotas de poder o autoridad que al efecto se hubieran puesto en
juego más o menos legítimamente por sus participantes en cada ronda.
4. Téngase presente también que la resultante normativa fruto de acuerdos voluntarios y
o dominancias descolgará en uno u otro caso subsumidas en sus demarcaciones legales
y sujetos a sus grados de libertad, y a los incentivos que ella alumbre como premios o
castigos, la posibilidad de intercambios competitivos en el mercado.
5. Por último, es dable entonces remarcar que tal interacción económica profundizable
en especializaciones muy cooperativas, encontrará su factibilidad y dimensión posible
amañada a la suerte que los previos ejercicios antitéticos de cooperación o competencias
políticas le hubieran reservado a su primer término. La sugerencia económica revenida
de este último punto resultará bien legible de solo imaginar que de la mera instalación
por ley del control de precios sobre algún artículo de góndola, los efectos no se harán
esperar.

Sucederá que la demanda se fortalecerá en cantidades a tal menor precio en tanto que la
oferta al mismo tiempo se restringirá en función de los menguados márgenes de
ganancias. Así, los primeros compradores en alguna medida aleatoriamente
afortunados, accederán al producto más barato hasta agotarlo, en tanto que los postreros
demandantes rebotarán con los faltantes de un mercado desabastecido, cuando no con
los superiores precios del mercado negro.

En síntesis, algunos menos compran con precio de privilegio en desmedro de otros que
se quedan sin comprar, aunque paradójicamente hubieran estado dispuestos quizás a
pagar incluso por encima del anterior precio libre de mercado. Otro tanto se puede
graficar apelando a la figura del salario mínimo, que refuerza la posición remunerativa
de aquel trabajador en actividad, pero que opera como inexpugnable barrera para
aquellos que buscan empleo en el límite de la informalidad, pues bien sabido es que las
industrias más pequeñitas o incluso las más grandes a la hora de adicionar un empleado,
sopesarán cuantitativamente la incrementada retribución en función de la decrecida
productividad marginal de sus últimos contratados.

Ergo, se benefician quienes dentro del sistema yacen protegidos por la ley laboral y
gozan de los beneficios conferidos, que a la postre resultarán inversamente más
inalcanzables a los que resulten despedidos; pero además, en general, a todos aquellos
que venían operando en el límite mismo del mercado, bregando por su inclusión.

Las restricciones impuestas a las libertades de contratación indudablemente lesionan las


cantidades finales producidas al tiempo que bosquejan una arbitraria y distorsionada
asignación de los recursos, por cierto económicamente muy substractiva en términos
macroeconómicos, disminuyendo el tamaño de la torta, hasta que paradójicamente las
leyes que promulgan bienestar por decreto de la ilusión, lo conceden a unos pocos
restándolo más que sobradamente de las participaciones de todos los demás. Temo que
en otras tantas esferas del comportamiento humano hayan de ocurrir algo similar cada
vez que por disposiciones positivas instauradas coercitivamente por el capricho de
alguien en particular, se vulnere el criterio de generalizada aceptación.

Imaginemos por caso la designación en un cargo de alguien que no goza de aprobación


ni consenso para merecerlo y ejercerlo. El poder del cual fue investido tropezará
deslegitimado recurrentemente con la falta de autoridad nacida de la ausencia de
reconocimiento de sus pares y subalternos. Así, las cosas funcionarán en un principio
hasta que los rozamientos terminen por vaciar de contenido el suceso bajo análisis y
apuren su desmoronamiento completo a consecuencia de la miopía conceptual que
afectó la coyuntura del nombramiento.

Aclaremos inmediatamente este punto apelando al ejemplo de un guardavidas que el


intendente de una ciudad balnearia hubiera designado hipotéticamente para la seguridad
de los bañistas; si la persona en cuestión lejos de ser un tipo con características de
deportista fuera un gordo con aspecto de pizzero que por efecto de su cigarrillo y de los
quilos que le cuelgan se agita a cada paso, la gente no se tardará en desatenderlo de su
rol y quejarse públicamente por ello. Es razonable que así ocurra si entendemos al
respeto como un crédito por reconocimiento que los demás otorgan en virtud de las
superiores contraprestaciones del autor hasta munirlo de genuina autoridad para el
ejercicio de lo que le encomendaron. Volveré sobre esto en otro momento. Eventos
como este caen naturalmente por su propio peso, mientras otros, a la inversa, se elevan
en virtud de la operancia del mismo principio que hemos figurado como el efecto de
cierta ley sociológica de la gravedad. Sorprenda o no al lector, temo informarlo de que
así sucede en todos los mercados, enunciándolos en su acepción más amplia, extensiva a
sus otras clases de relaciones interpersonales perfeccionadas más allá de las
compraventas de bienes. Análogamente, aunque refiriéndome ahora a las normas, mi
sospecha radica en que el respeto de una regla construido ascendentemente a partir de su
aceptación general estará mejor otorgado desde una posición de unanimidad que
legitime a la vez que proteja, el desarrollo de las conductas seleccionadas como válidas
dentro del andamiaje legal levantado como límite común del comportamiento de todos
los participantes dentro de esa misma regla.

Es que la unanimidad ratificará de base la agremiación sobre un set de preferencias


compartidas a desarrollar, en tanto tales motivaciones individuales se ubiquen por
encima de los costos personales a afrontar a tal fin por sus adherentes. Lo que quiero
decir es que tal acuerdo, como cualquier otro, ha de tener que responder a ecuaciones
personales de los contratantes que ponderen el valor de uso de la institución, por cierto
subjetivo, sobre el valor de cambio que ella exige de sus participantes para su
perfeccionamiento. A medida que se diera la aproximación a la unanimidad, las
incrementales adhesiones de cada nuevo participante irán restando automáticamente el
contrapeso que significan las posiciones de resistencia al acuerdo, quitándole lastre y
permitiendo figuradamente, cual globo aeroestático, su mayor elevación. Percibiremos
la fuerza indiscutible de toda institucionalización cuando la unanimidad se vislumbre
incluso para dar trato distinto o concedente de una excepción, a alguno de los
participantes, como por ejemplo pudiera ser el otorgamiento de un subsidio a los
huerfanitos. Tal contemplación en razón de la categorización invocada prodigará trato
parejo a todos aquellos que revistan una situación de igualdad, pero frente a esa
condición contemplada allí nacen las igualdades de trato ante diferentes categorías
reconocidas en su validez bajo algún criterio de justicia por la totalidad de los actuantes.
Pero ¡atención!, pues cosa muy diferente ha de ser el tratamiento con diferencias ante
preferencias en conflicto y no reconciliadas mediante acuerdos consensuados de los
miembros; entonces la cuestión se tornará de suyo inevitablemente en una imposición
de unos para con otros, la que a su vez podrá revistar como legítima o no, tema del cual
nos ocuparemos en otro momento cuando tratemos sobre los bienes públicos.
Instantáneamente me viene a la mente el ejemplo de fumadores y no fumadores en
disputa por el humo en un lugar cerrado. Es que en el límite mismo de toda acción
individual privada se vislumbrarán varias alternativas hacia el ámbito de interacción
pública: 1) la posibilidad de acordar voluntariamente en intercambio con los demás
nuestros producidos, u organizarlos en común en función de nuestras asimiladas
preferencias, o bien 2) la posibilidad de entrar con los demás en conflicto por los
resultados externalizados de nuestras acciones individuales o colectivas, en la medida
que previamente no hubiéramos concertado de forma preventiva soluciones diluyentes
de tales potenciales contrariedades. Parece que nos hemos acercado a la frontera misma
de lo público en donde las acciones de algunos se trasuntan en externalidades positivas
o negativas para los otros, conforme a sus subjetivas percepciones. pero lo
verdaderamente interesante de esta cuestión radica en delimitar dentro de esta órbita, la
verdadera proximidad en la circunscripción de esos territorios de conflicto, lo que estará
en sintonía con la demostrada capacidad social para generar instituciones aptas para
canalizarlos eficientemente. A la sazón, si todas, todas, todas esas externalidades
negativas pudieran cauterizarse desde la tolerancia social o reconducirse mediante
reglas que impidan desmejorar la armonía del orden, o cuando incluso detectadas ciertas
externalidades positivas los integrantes de la comunidad pudieran organizarse
voluntariamente para mejor explotarlas, estaríamos a las puertas de la materialización de
la utopía anarquista. Como esto no luce sencillamente desembocado, es fácil percibir al
orden todo como el fruto de una construcción colectiva de acciones y omisiones
encaminadas hacia sus estabilizaciones posibles, removiendo dominancias y
transformándolas en consensos en un continuo gestado desde la propia dinámica de
cambio que todo sistema representa. Idea esta, la de los desequilibrios y
reacomodamientos, ya anticipada en ocasión de presentar los movimientos en los
mercados de bienes, sobre la que posteriormente volveremos. Sin embargo, acaso
dándole una vuelta más de tuerca al tema, nos informaremos debidamente de la
complejidad que lo gobierna. Imaginemos ahora ya definida la institucionalización de
los derechos de propiedad con toda su potencia transformadora revenida de convertir
una sociedad conflictiva de competencias biológicas en razón de las miserias naturales
de sus dones, en otra radicalmente divergente en su esencia nacida de la competencia
cooperativa fruto de la especialización, la acumulación y el intercambio. Semejante
revolución que ha venido a mutar derechamente el concepto de riqueza alejándolo de
sus especies más naturales para transportarlo al campo de sus nuevas formas de
generación afincado sobre la institucionalización de los derechos de propiedad, no
alcanzará sin embargo para evitar, de tanto en tanto, la propagación de externalidades
negativas a terceros en forma de costos asociados a la internalización de beneficios por
algún individuo en cumplimiento de sus planes.

Alrededor de ese punto relumbrarían las aportaciones de Ronald Coase.


Su célebre teorema venía a demostrar que aún en presencia de una regla previa,
aceptada por los participantes pero en ausencia de costos de transacción, su aplicación
judicial sería inconducente cuando la fuerza de los circunstanciales incentivos propios
del negocio -o mejor, si se quiere, del conflicto- terminaran por sobrepasarla en
eficiencia resolutiva.
Ejemplificaba Coase que cuando el tamaño del rodeo de un ganadero desvirtuárase en el
arrasamiento de los sembradíos linderos, pudiera ser que la norma mandara
directamente a indemnizar los daños al primero en recompensa del segundo, sin siquiera
cuestionarse por la antigüedad en el ejercicio de ambas explotaciones, ni mucho menos
por explorar en sus rentabilidades. Podría uno inquirir además ¿por qué no
correspondería a ambos financiar los alambrados?.La solución coaseniana no pasa por
hacer foco en la tradicional aplicación de la justicia en función del criterio de la norma,
sino en rescatar la trascendencia de los incentivos económicos de cada negocio para
perfeccionar hacia adelante un acuerdo resolutorio Pareto superior, fruto de una
contratación racional entre partes.

No debe perder de vista el lector que Coase trabajaba en su teorema sobre un supuesto
de derechos de propiedad bien delimitados, aunque a veces insuficiente para evitar
disputas, y principalmente en la ausencia de costos de transacción. Sobre este supuesto,
entonces, calcula Coase que si la rentabilidad marginal de las ultimas 5 vacas que
justamente serían las que hicieron los destrozos en la primera hectárea vecina fuera de
10 dólares pero los sembradíos destruidos reportaran tan solo 2 dólares en esa hectárea
lindera, y de suyo si el alambrado costara, además, 20 dólares, independientemente de
cualquier sentencia, sería más conveniente, para el caso de juegos con una única jugada,
que el poseedor de las vacas arrendara a un precio de entre 2 y digamos 9, al campesino,
pues ambos estarían muy contentos con el acuerdo.
En tanto que si el juez, por caso, se inclinara en su fallo por disponer la colocación del
alambre de 20 dólares a cargo del ganadero, seguramente antes de ello este reduciría en
5 vacas su rodeo, abortándose toda posibilidad en el perfeccionamiento de rentas
superiores compartidas por ambos terratenientes. Más aún, si el fallo obligara a ambos
por mitades a cargar el costo del alambrado en esa primera y única jugada en cuestión,
los 10 dólares por jugador no justificarían ni la siembra de la hectárea amenazada, ni
tampoco el incremento en 5 vacas del rodeo pues su ganancia se neutralizaría con el
costo de la cerca.

Pero téngase en cuenta por último a este respecto que si la indemnización predefinida
fuera de 5 vacas en favor del agricultor, este se vería tentado indefectiblemente a
sembrar a un beneficio de 2 dólares e incluso ante ningún beneficio en la medida que
será indemnizado por un daño que le aporta tanto más que su propia rentabilidad, al
punto de ser tan ridículo de aceptar que su ganancia nace en realidad de que lo dañen.
Por esto enfatiza Coase que en ausencia de costos de transacción entre las partes hasta
podría sostenerse que les convendría ignorar la sentencia en pos de la realización de
aquel mejor acuerdo privado. Definitivamente, la advertencia no es menor. Con ella se
formula un llamado de atención a los magistrados para que actúen con cautela y sentido
económico amplio cuando se les presenten controversias sobre derechos de propiedad
con incumbencias lucrativas. En segundo lugar, acude insoslayable la idea de que el
perfeccionamiento en la definición de los derechos de propiedad nos conmina a su
ejercicio, en cuanto su establecimiento indiscutible proveerá naturalmente hacia una
más productiva asignación de los recursos. Una tercera enseñanza decanta en forma de
corolario demostrativo, de cómo en el ingenio de un acuerdo nace la posibilidad de una
asociación; de hecho una empresa o una organización cualquiera, no es mucho más que
la espontánea solución en sus dos variantes conocidas: 1) la de instituciones apuntadas a
sinergizar acciones complementarias y proactivas, o bien 2) la que se encauza a evitar
en conjunto las recíprocas restricciones que pudieran imponerse los mismos jugadores
entre sí, cuando se aprontaran en confrontación. Dicha enunciación abre ´de par en par´
las puertas al análisis genético de toda clase de organizaciones, incluido el estado, razón
suficiente para justificar el Nobel otorgado a Coase desde la riqueza conceptual de sus
aportaciones. Lo curioso de esta tercera enseñanza es que se trata del mismísimo puente
que Coase instala para salvar el irrealismo de sus propios supuestos. Deberemos volver
más tarde sobre este asunto pues sabemos que los derechos de propiedad no gozan en la
realidad de perfecta definición; más aún cuando sufren fuertes condicionamientos desde
lo renovado de situaciones tecnológicas que podrían indistintamente resolverlos o
ponerlos en profundizados jaques, como ocurre con los llamados bienes públicos a los
que nos dedicaremos en otro momento. Además de ello, debemos ser conscientes de
que pudieran existir entre las partes de un conflicto situaciones de dominancias no
removibles por ningún acuerdo posible, en virtud de la posición inflexible en la que se
halla parapetado su beneficiario, lo que viene a dar cuentas de que el segundo supuesto
de Coase, es decir, la ausencia de los costos de transacción, también se desvanece en lo
patente de la realidad. Entonces, apenas unos metros más allá de la postura coaseniana
nos toparemos con la dificultad real de definir el alcance legítimo de una externalidad
positiva o negativa para hacerla pasible de judiciales compensaciones cuando no se
arribara satisfactoriamente a una negociación.
Claro que lo complicado del tema radica aquí mismo en que tales percepciones son
subjetivas y el criterio para hacerlas punibles o subsidiables impone de un
reconocimiento previo. Es el juez el intérprete de la regla invocada por las partes y el
responsable de laudar conforme a su designio. Tal circunstancia no encaja en el
universo coaseniano, de propiedades definidas y costos de transacción cero, en donde el
referido concepto de legitimidad sería absolutamente impertinente, por tanto que el
propio acuerdo voluntario entre partes habría de mejor conciliar intereses entre
personas racionales bien predispuestas a hacerlo.

¿Quién no ha visto alguna vez como en un aeropuerto, en ocasión de un vuelo


sobrevendido, las compañías licitan el desistimiento de alguno de los pasajeros
ofreciendo ascendentemente millas, o noches de hotel, o dinero en efectivo o incluso un
combo de todos estos beneficios hasta incentivar la bajada de algún cliente y
reestablecer el equilibrio entre los pasajes y los asientos disponibles en la nave? ¿Quién
no ha visto resolverse un conflicto de tal especie entre pasajeros todos legitimados por
la previa compra de sus boletos hasta desactivar los derechos de algunos de ellos con el
intercambio de premios e incentivos -a costos de la compañía- que mejor valorados por
algunos pasajeros les dan pie y contento para posponer sus partidas diluyendo el
conflicto sobrevenido por el accidental exceso de ventas patentizado sobre el yerro en
los intervalos de confianza del cálculo de probabilidades? Ésta es la lección de Coase,
de cómo el mercado instrumenta de facto bis a bis una solución más eficiente, a menos
costo que la que hubiera podido contemplar al efecto alguna norma preexistente.

Nótese que el Nobel quita de plano bajo sus supuestos la existencia de definiciones
previamente acordadas en general, acerca de las prelaciones de las diferentes
expectativas de las gentes representadas en la norma. Al punto que podría conjeturarse
que la vigencia de dicha regulación podría haber sido incluso la razón para que abortara
toda vocación negociadora.

Así las cosas, la recomendación de prudencia a los jueces inferida del pensamiento del
profesor de Chicago sería ahora prolongable también a la labor de los legisladores en
cuanto al establecimiento de marcos normativos que debieran desplegarse a efectos de
bajar los costos de transacción y facilitar el mayor ejercicio libre de los propios
interesados en sinergizar sus posibilidades o evitarse males recíprocamente.
Delimitando correctamente los derechos de propiedad las personas asignarán a los
recursos la alocación mas eficiente que pudiera imaginarse, dándolos y traspasándolos
de persona a persona, contractualmente, para ser reubicados de actividad en actividad en
procura de su mejor aprovechamiento.

Más aún, quien no supiera qué hacer con ellos y no estuviera dispuesto a venderlos,
pudiera invertirlos o prestarlos dándoles curso más allá de sus conocimientos y
capacidades de aplicación. ese es el punto que Coase intenta resaltar, en cuanto a que
ninguna ley puede dar más efectivo destino a los recursos que la voluntad y
apreciaciones circunstanciales de los mismos individuos en pro de sus objetivos o en el
relevamiento de sus perjuicios, cuando no estuvieran afectados por costos de
transacción. Desde otro punto de partida, bajo una lectura alternativa iniciada con la
figura del daño en primer plano, nos permitiremos poner en autos al lector de que a
contramano de las sugerencias de Coase, todo el derecho civil en su tratamiento de las
obligaciones, recala sobre el tratamiento de tal problemática, es decir la de indemnizar
en función del daño que se hubiera cometido y sobre el que cupiera responsabilidad.
Por lo tanto, para que gravite el concepto de daño, de manera previa debió existir un
damnificado, y tutelado legalmente su interés protegido, andarivel por el cual nos
conduciríamos en justicia a la resolución del asunto.

Obviamente, aquí la ley predetermina conductas legítimas o no, conforme a la


evaluación legal de las externalidades que proyectan fijando resarcimientos para el caso
en que los incumplimientos o los meros comportamientos y hasta los sucesos pasibles
de atribuirse a alguien en responsabilidad, hubieran resultado dañosos a terceros. Esta
visión, como ya anticipáramos, no está ausente sin embargo de tropezar contra sus
propios escollos. Al efecto permítame el lector apuntar una digresión esclarecedora en
tal sentido. En una oportunidad, un profesor de economía me marcó agudamente que un
hurto conlleva al ladrón un beneficio nacido del valor de cambio o de mercado de la
pieza sustraída, en tanto que es su valor de uso lo que determina el daño al propietario.

Acto seguido cuestionó: ¿cuál sería una indemnización justa que reparara el asunto ante
la imposibilidad del pillo de restituir el objeto? Lo que el viejo docente marcaba era lo
dificultoso que resultaría sopesar y luego mensurar el concepto de daño erigible desde
una lesión con fundamento subjetivo. Más grave aún deviene la encrucijada si por caso
supusiéramos que aquél ganado antes mencionado, hubiese destruido un predio en el
que hubiera habido un miserable cementerio familiar que solo reunía un entrañable
valor de uso para sus propietarios. ¿Qué juez se animaría a ponerle precio a dicho daño
que naturalmente no cotiza en el mercado? ¿Y hasta donde el encargado de responder, a
veces más por su negligencia o descuido aunque sin culpa, puede ser impuesto de
indemnizar materialmente la fortuita desgracia de los terceros? Según seamos capaces
de sopesar más favorablemente la restauración de la suerte de la víctima, o por el
contrario priorizar las posturas consecuencialistas del análisis económico del derecho,
es que arribaremos a conclusiones harto distantes entre sí. Es que por una margen la
escuela de las responsabilidades objetivas priorizan el daño, por la otra las escuelas del
análisis económico del derecho no priman un criterio indemnizatorio amparado en la
necesidad de restitución sino que la sentencia del juez debiera inspirarse en la solución
económica más eficiente. Tras cartón imaginemos ahora a aquel cementerio pisoteado
por el ganado: ¿qué suerte correspondería esperar a los deudos de los difuntos allí
enterrados? En un caso, la lesión espiritual pudiera emerger cuantiosa en
indemnización, y en el otro menos que despreciable. Repasemos nuevamente lo
elemental del planteo de Coase, en su mundo de contrataciones libres y voluntarias para
deslizarnos luego con coherencia deductiva hacia su formulación del estado como
organización en aras a la resolución de conflictos. Sabemos que tantas veces en mundos
cooperativos brotarán en forma de soluciones espontáneas las procuras colectivas por
recíprocas evitaciones de daños o aprovechamientos conjuntos de sinergias en la
explotación de externalidades positivas. Más aún, la idea de transacción voluntaria del
conflicto por fuera de la prescripción de la norma o bien la constitución en casi igual
sentido de una empresa en aras de eliminar los costos de transacción reinantes en el
mercado son expresiones coasenianas de posibles agregaciones de preferencias bajo
una modalidad más individuada o colectiva según convenga a los participantes en
función de sus costos y utilidades. Reconocemos así distintas variantes posibles de
acuerdos interpersonales apuntados por los jugadores en procura de la satisfacción de
sus preferencias bajo las siguientes formas: 1) a través de los intercambios de bienes
divisibles realizados en el mercado libre; 2) por los acuerdos voluntarios en torno de
reglas generales; 3) por los acuerdos que agremian las preferencias dentro de una misma
placenta de interrelaciones personales, como por caso ocurre con las empresas u otras
asociaciones en general; 4) acuerdos en función de transacciones resolutorias de
conflictos respetando los incentivos económicos que las rigen. En la isla de pensamiento
coaseniana, las asociaciones son la solución pertinente para la superación de las
barreras levantadas por los costos de transacción entre los participantes.

El estado podría entenderse en este sentido como un artificio organizado a fin de


impartir justicia ante la aparición de estafas y dolos que lesionen los contratos.
Entonces, entre gentes desconocidas es dable pensar en un guardián o garante que acorte
entre ellas sus distancias y les transfiera previsibilidad a falta de confianza suficiente
para asegurar el cumplimiento de la palabra empeñada, lo que significaría una buena
forma de bajar costos de transacción.

Pero cuando se enfrentan situaciones de dilema del prisionero, Coase confía en cierta
instancia racional y en negociaciones entre las partes capaces de limpiar los conflictos
para el posterior arribo a un estadio Pareto superior. El supuesto utilizado es a mi
juicio, un supuesto fuerte, pues presupone al homo economicus lanzado hacia
estabilizadores acuerdos de largo plazo y además mostrándolo siempre insensible al
llamado de sus mezquinas maximizaciones inmediatas y depredatorias en desmedro de
los intereses de sus prójimos. En la otra margen, volviendo a la potencialidad de fracaso
en los acuerdos y tanto más cuando se trate de la imposibilidad de alcanzar
unanimidades, y si en consecuencia resulta impuesta la solución por algún mecanismo
de dominancias, incluso el de las mayorías, en las decisiones políticas, habrá de
prestarse singular atención a la inmediata aparición en escena de perdedores
directamente cooptados en sus libertades negativas, como jugadores obligados a
satisfacer a disgusto las pretensiones de los ganadores, o bien al menos a financiarles
sus beneficios panegirizados de universalidad, amputándose las efectivas libertades
positivas de las víctimas tras los recortes aplicados en sus bolsillos. Al respecto, los
subsidios son su especie más típica. Recuerdo la inquietud formulada por un grupo de
lobbystas que representaban a una línea aérea. Los fundamentos esgrimidos en pro de la
justificación para la obtención de un subsidio estatal operativo eran enfatizados desde el
presunto derroche de externalidades positivas que tal proyecto desparramaba sobre la
referida región al contactarla con el resto del país. Lo remarcable es que no se trataba de
una zona mediterránea, muy aislada de las demás regiones, pues justamente en ella la
necesidad de comunicaciones y el valor asignado a ellas seguramente no habrían hecho
nacer nunca la necesidad de subsidio alguno.

Por ende, donde el mercado no florecía solo a falta de rentabilidades que hicieran
atractivo tal producto, los empresarios locales argumentaban en favor de la necesidad de
tal consolidación forzada, desde el apalancamiento de fondos públicos; con ello, las
tarifas bajarían y se llenarían los aviones. Claro que semejante ahorro para los futuros
pasajeros habría de ser sufragado con los dineros de tantos otros que en general no
subían a las naves, y que quedarían disminuidos de acceder a otros consumos
particularmente seleccionados por ellos. De naturaleza diferente, aunque como una
segunda categoría de la misma dominancia pero dirigida en otro sentido, surgen
asfixiantes de los grados de libertad negativa de algunos participantes, las prohibiciones
generales promovidas desde el sentir de aquellos ganadores que identificaron a tales
conductas como lesivas de las suyas. Aquí podría instalarse para el análisis, el conflicto
acerca de si los bares deben ser para fumadores o para no fumadores, y si acaso podrá
ser pensado tal vez de forma reconciliatoria. Es más, las absolutas prohibiciones de
fumar en bares les recortan a éstos a diario de sus rentabilidades originadas en lo
complementario del café y el cigarrillo. ¿Quién daña a quién ahora? La ausencia de ley
de facto permitía cierta externalidad indeseada por algunos no fumadores, aunque
admitida consuetudinariamente como fruto de un hacer lícito, y rentable, de los
emprendimientos con esas características en el mercado; pero a la inversa, su radical
prohibición quizás ponga en peligro la suerte de tales sitios de reunión o conduzca al
menos a ciertos reacomodamientos forzados en el mercado. Pues un cambio en la
regulación obviamente modifica los resultados del negocio. Acaso una solución
intermedia y menos dramática para la suerte de ambos colectivos sociales pudiera
instalarse habilitando solo bares de alguno de los dos tipos. Es cierto que esta hipótesis
jamás estuvo prohibida, y a pesar de ello los bares sin humo igualmente nunca fueron
una alternativa recogida por el mercado. El propietario del bar ha perdido absolutamente
hoy día la discrecionalidad de admitir o no a su conveniencia y gusto fumadores en su
local. Pareciera ser que la provisión de un café o una cena han sido parcialmente
substraídas de la órbita privada para darles incursión y cabida dentro de los ámbitos
públicos de discusión ¿Por qué habrían de tener los no fumadores derecho a disfrutar de
un bar libre de humo no aparecido espontáneamente en el mercado? Me corrijo... a
disfrutar de todos los bares ahora libres de humo? ¿Quizás la procedencia del reclamo
habría de resultar más pertinente formulada en torno de un ámbito de trabajo, aplicable
sobre un trasporte público? Sin embargo, los fumadores parecen no haber presentado
queja ante cines o teatros, tampoco ante hospitales donde nunca estuvo permitido el
hábito de fumar. ¿Es que en ellos rige un derecho superior al del fumador? ¿Se trata
solo de la voluntad del propietario o es que en estos casos coadyugan factores de
seguridad o de higiene, generalmente aceptados para tales ámbitos? ¿Podría
interpretarse luego que
La expectativa de esparcimiento de todos es superior al placer de exhalación de unos
menos? Ergo. el derecho de ingresar a un bar de un no fumador se erige por sobre el de
quien fuma? ¿Sometiendo además al dueño del establecimiento a la condición de poder
abrir un negocio de expendio de café solo si en él queda prohibido el humo? Mucho
más clara sería, a mi juicio, la situación en el bar de un club privado en el que todos sus
socios en calidad de fumadores y no fumadores son propietarios. Para mí allí sí existe
una dañosa externalidad inadmisible en perjuicio de quienes prefieren bares limpios en
tanto en los estatutos del club ello no hubiera sido expresamente contemplado. El
criterio aquí prevaleciente sería que el clubhouse es el living de todos y de suyo cada
cual debiera comportarse en él como si hubiera entrado en la casa del otro. En este
ámbito las restricciones se agigantan en procura de asegurar la convivencia.

Lógicamente iguales episodios requieren particulares juzgamientos según la cualidad


pública o privada del escenario en donde sucedan, en donde el concepto de coacción
cobra o no sentido, para lo que resulta pertinente, además, el esclarecimiento de la
naturaleza de su financiamiento. Pero la cosa parece haberse enturbiado bastante más
por nuestros días. Actualmente en lugar de contemplar prohibiciones en el ámbito
público nos extendemos a darlas en ámbitos privados sometidos a designio público. En
este caso, el punto del asmático o del no fumador sería tal vez su presunto derecho a
gozar irrecusablemente de las prestaciones de un bar sin que nadie le eche humo en la
cara. El argumento invocaría el superior rango jerárquico del derecho a la vida y a la no
discriminación. Nótese que impulsados por las nuevas tendencias, se instalan en las
incumbencias de la esfera pública ya no las prohibiciones, sino la aseguranza de
derechos sociales. Ergo traducibles en costos puros para quienes de ello no tomaran
beneficio alguno. Enfrente de nuestros ojos revista un conflicto demandante de una
nueva prelación en las expectativas de las gentes. Se demandan bajo formas políticas
soluciones que hasta hoy el propio mercado no había sido capaz de cristalizar. De
pronto, un básico análisis económico casi intuitivo nos insinuaría que si tal tendencia en
ciernes orientada a discriminar fumadores estuviera caldeándose, el mercado mismo no
habría demorado mucho más en ofrecer establecimientos afines. Otros dirían que la
fuerza de tantos no fumadores desperdigada sería siempre insuficiente para oponerse a
la compulsa acción de quien necesita fumar para satisfacerse. Acaso un plesbicito
pudiera poner transparencia al modo de pensar al respecto de cada gente, pero tampoco
nos daría cuentas de las intensidades de sus preferencias.

Esto es, debiéramos saber si a un no fumador le molesta tanto el humo como para no ir a
un bar enviciado, o bien, saber si estaría dispuesto a exigir políticamente las
reglamentaciones administrativas que lo liberen de humo.
La brecha entre ambas posturas radicales parece insalvable. ¿O se las acepta tal como el
mercado las instituyó? O bien para reversarlas se abren dos alternativas de orden
político: 1) se cobran más impuestos para que el estado abra locales para no fumadores
a pérdida, lo que les evita el daño asegurándoles el goce a expensas de todos los
contribuyentes; 2) que el beneficio de no discriminación ante el asmático y demás no
fumadores lo paguen en especie todos los fumadores en adelante prohibidos de fumar en
todos los bares. Puesto en otros términos, si el estado en lugar de velar por el
cumplimiento de la prohibición de matar, estuviera encargado del aseguramiento del
derecho a la vida entonces en este sentido son indiscutibles los hospitales públicos o los
comedores para indigentes. Y yendo unos metros más allá, ¿sería prudente también
entonces condicionar desde el estado -montado sobre tal preocupación- las
prohibiciones suficientes que meriten para encarrilar los comportamientos de los
ciudadanos más torpes hacia su propia felicidad? Parecido ocurrirá prontamente con la
prohibición de comidas rápidas ricas en colesterol, pues la obesidad ya es una pandemia
en la preocupación de científicos pero también de los burócratas. ¿Acaso corresponderá
que el estado nos obligue diariamente a hacer deportes? En realidad ya nos obliga a
sujetarnos el cinturón de seguridad en los automóviles so pena de multarnos con un
castigo pecuniario. En este caso, nótese, curiosamente, que la misma inquietud está
internalizada de fábrica en aquellos vehículos que gradualmente ofrecen resistencia a
ponerse en movimiento hasta que el conductor no hubiérase colocado el cinto protector.
Es muy interesante el asunto, pues cabría preguntarse si no ha sido la respuesta de las
terminales automotrices una respuesta intencionada en el ánimo de evitarse juicios que
las inculparan de responsabilidad objetiva porque los choferes no se hubieran sujetado
debidamente. ¿O bien la instalación proviene como una mejora del producto tomada del
sentir de los consumidores que la apreciarán en el mercado por sus demostrados
beneficios? Cabría también preguntarnos si tales enforzamientos paralegales o legales
no se deducen lógicos una vez que se hubieran decidido políticamente costear hospitales
públicos?. El debate filosófico es rico, pero ¿dónde se originan sus más legítimas
vertientes? La conservación de la vida revolotea sugerida sobre el asunto en sus formas,
espontáneas o coactivas hasta posarse sobre la pregunta de si ella debiera ser
auténticamente en este caso, una preocupación de orden público. Por último, el debate
pareciera guardar algunas aristas tocantes, o más bien inescindibles con el asunto de la
discriminación. Pues para empezar, alérgicos o fumadores terminarán a uno u otro lado
de la solución de humo implementada, inexorablemente en la posición de agentes
discriminados. Es que la tarea de contentar a los distintos luce imposible a tenor de que
sean contrapuestos y su articulación se tradujera en un juego de suma cero. El verbo
discriminar yace flotando justo a dos aguas en medio de posibles agremiaciones y de
desagremiaciones. De suyo, el mercado cada vez que segmenta su demanda habilita una
discriminación cuando fija su mercado meta y desatiende deliberadamente al resto de
los consumidores.

Toda la teoría de marcas no es más que un esfuerzo de discriminación perfecta, y algo


no muy lejano ocurre cada vez que una chica acepta la invitación de alguno de sus
pretendientes en expresa exclusión de todos sus competidores. Discrimina alguien un
producto de otro o por precio o por calidad o por ambas razones combinadas.
Discrimina cada jugador su set de amigos de su set de enemigos o al menos de aquellos
que le resultan indiferentes. Sabido es que nos gusta relacionarnos con algunos y
alejarnos de otros como circunstancia que engloba los comportamientos de nuestra
especie. Todo ello se propicia desde actitudes discriminatorias. El tema de fondo en
danza no pasa por la acción sino por el móvil legítimo o no de ella. La supina
ignorancia de algunos legisladores, sin embargo, es de tal magnitud que los he visto
sancionar una ley que obliga a los fabricantes de prendas de vestir a proveer todos sus
modelos en todos sus talles posibles. Justamente para evitar la discriminación. Así
resulta que desarrollar esa actividad económica lleva de suyo una nueva restricción de
costos cual es asegurar mas prendas a medida a que se incursione en nuevos modelos, lo
que es económicamente irracional, al punto de que si esta ley se aplicara con coacción
suficiente los fabricantes optarían por reducir sus producciones y por tanto elevar sus
precios a consecuencia de la ridícula regulación que entorpece el funcionar eficiente del
mercado.

Ahora bien, la felicidad de las personas gordas devendrá en el sacrificio de las más
flacas. Lo curioso radica en que si la gordura es una enfermedad, qué bueno habría de
ser la permanencia de incentivos discriminatorios para los obesos como pródigos
incentivos adicionales para que apresuren la reducción de su peso. ¿No es esto mismo lo
que hace un muchacho en el baile cuando se abstiene de sacar a bailar a la gorda?
Discriminar al gordo sería lo mismo que discriminar al fumador o al menos podrían
asimilarse los argumentos en tanto que mostrarían la preocupación estatal por su salud.
¿No luce esto razonable? Dejaremos para otro momento, cuando el tratamiento de las
reglas de juego, el análisis de legitimidad de las preferencias y expectativas para ser
recogido en una norma positiva. De suyo, adelantamos que la coacción de unos sobre
otros ha de ser factor fundamental del análisis. Es momento entonces apenas de dejar
flotando interrogantes a propósito de lo que hemos visto hasta ahora. ¿Existe coacción
del fumador sobre quien no fuma? ¿También lo existiría dentro de un lugar privado en
el cual el dueño expendiera servicios sin establecer previa prohibición de humo a sus
clientes? ¿Y existe coacción del fabricante de ropa sobre las personas obesas? Para
hacer más gráfico este interrogante, creo estamos en condiciones de proponer el
intercambio de la palabra coacción por la palabra daño, si es que entendiéramos a este
como a una coacción ilegítima. Pero más aún en virtud del reemplazo podríamos
preguntarnos a la postre, si existen daños en ausencia de coacciones, engaños o fraudes.

Este ejercicio nos permitirá estar conscientes de la existencia del daño, tutelar
positivamente los derechos preexistentes que pudieran haberse visto afectados por las
impropias determinaciones de los demás, o bien prepararnos en contrasentido a
desregular para evitar las coacciones ilegítimas que una ley positiva pudiera entrañar en
perjuicio de algunos ciudadanos. A cierta distancia del ganado y de los sembradíos
esparcidos en campos privados, ubiquemos a algunos turistas en una playa pública. La
imagen nos permite ver a un niño aprendiz surfeando con su filosa tabla entre los
bañistas que lo insultan vehementemente a su paso. Es que sus arriesgadas piruetas
dibujadas entre las olas son capaces de guillotinar a alguien desprevenido. Unos metros
más allá son muchos los muchachos que surfean en el espacio marítimo que se había
reservado una escuelita de surf que anoticiaba de su existencia al público mediante
carteles informativos.

Por supuesto, ningún veraneante incursionaba al mar por esa zona, y, naturalmente, si
algún niño lo hacía, sus propios papás y el bañero lo obligaban a retirarse del sitio.

Las cosas así parecían bien claras a los ojos de todos en un mar organizado a múltiples
efectos a fuer de puro orden espontáneo. Allí la figura de daño pasa por la ilegitima
intromisión, siendo que ocasionalmente surfistas y bañistas pueden ser a cada turno,
unos dañinos de los otros. Creo que este ejemplo sería gratificante a los ojos de Coase,
pero cabría preguntarse si en un orden social el curso de las cosas o los
comportamientos de las gentes tienden siempre a tales armónicos equilibrios.

Al efecto, por último, cabría formular sobre el ejemplo una ulterior salvedad, pues la
mirada atenta del lector podría no tardar en remarcarnos en beneficio de la
argumentación del Nobel que el referido ordenamiento hubo sido alcanzado incluso en
una playa, emblemáticamente representativa más bien del tipo de bien harto conocido
como público, en donde ni siquiera operan las mínimas delimitaciones de los derechos
de propiedad, lo que viene a debilitar fuertemente el planteo de nuestro último
interrogante.

Es entonces en aras de restituirlo que estamos obligados a aclarar que a nuestro modo de
ver las cosas, tal armonización equívocamente conceptualizada, podría remitirnos
peligrosamente al seno de la ilusión optimista de generalizarla en sus ocurrencias ¿Por
qué? Porque lo espontáneo del acomodamiento se ´produce en este caso´, a nuestro
juicio, incluso no a pesar del carácter público del bien, sino en virtud de que los cientos
de metros disponibles de arena y los miles de hectolitros de mar que las entornan,
hicieron de la playa un bien libre más que un bien público, acortando las posibilidades
de conflicto entre los turistas agremiados como bañistas o surfistas, en la posibilidad
geográfica de apropiarse de espacios independientes y por lo demás no competitivos
entre sí.

Es momento de intentar ensayar algún ordenamiento de nuestras tesis a fin de poder


descansar más ampliamente sobre una conclusión final.

1) La empresa según Coase es justamente un intento por reducir los costos de


transacción del mercado y si pensamos al estado solo como a un guardián y protector de
derechos de propiedad lo veremos cual institución dedicada a aportar la estabilidad de
cimientos enriquecedora del ordenamiento en marcha al cabo de la reducción de los
costos de intermediación atendibles para evitar por caso algún daño o estafa.2) Tales
emprendimientos asociativos, cuando incubados en el seno de la órbita privada, lucirán
como eficaces antídotos reductores de los costes de transacción. 3) En tanto que se
conocen, sin embargo, debidamente en la órbita pública sus inescindibles elementos de
coacción representados por la carga impositiva y la concentración en el monopolio de la
fuerza presentados como un dispositivo abortivo de las futuras reluctancias que
conspirarían contra la utópica unanimidad original de los consensos básicos.4) Estas
utilizaciones, cuando traducidas en normas de derecho público, dotadas de contenidos
específicos enmarcarán con sus designios una senda de incentivos que a modo de
premios o castigos penderán sobre las conductas según resulten legalmente
encuadrables por dentro de ellas. Este doble acicate ajustado con la aplicación de la ley
puede convertir a la regla en verdugo de conductas cada vez que no se verificara un
costo de transacción en el revenible acuerdo espontáneo de las partes.
5) Lo interesante del tema radica en que si hay acuerdo voluntario que indica la
superación de la barrera erigida por cualquier costo de transacción, no hace falta ley;
pero cuando se impone la ley puede devenir ella en guillotina de nuevos acuerdos
voluntarios. 6) Si entendemos a tales acuerdos voluntarios, y luego a los consensos
normativos unánimes como la fuente de ordenamiento social más legítima, entonces
toda regla en desmedro de futuras modificaciones podría operar como la cooptación en
la genuina evolución del orden.7) El problema del bien público toma enorme
envergadura pues su solución podría ser impedimento de otras futuras soluciones
mejoradoras en la medida que ofrecería legalmente el veto de ello a quienes velan por la
inmutabilidad de sus fosilizados contenidos con los beneficios de las mayorías con las
que en general nunca cuentan las aventuras de los innovadores. Estamos a tiempo de
verificar muy nítidamente el contraste entre la suerte de los innovadores en el mercado
de los bienes divisibles de la que podrían correr aquellos que advoquen preferencias
comportamentales sujetas a algún tipo de protección legal preexistente. 8) En suma,
cuando se incurre en la órbita privada merced a acuerdos de mercado, las decisiones
están en condiciones de generar poder creciente y repartido toda vez que generen
riqueza subjetivamente valorable en función de la satisfacción de las necesidades. 9) En
tanto que en el ámbito de la política en el cual se toman decisiones por mayoría, el
carácter binario de sus resultados posibles y contrapuestos convierte al poder bajo tales
juegos de dominancias en una constante, que otorgando créditos al vencedor debe
necesariamente substraerlos fácticamente de los perdedores.

Conclusión final. Columpiemos ahora un mismo caso, entonces, en las inmediaciones


de ambos órdenes para reconocer las diferencias en sus efectos. Afrontemos el clásico
ejemplo pigoviano de la fábrica que contamina. Como se recordará, rolaremos el
supuesto primeramente en ausencia de toda ley reparatoria del daño producido por el
humo a los vecinos. A propósito de la existencia y mensura de dicha externalidad
negativa, el célebre economista proponía indemnizar en su medida correspondiente.
Sabemos que tal cuantificación resultaría imposible cada vez que respetemos lo
personal de las valuaciones.

Entonces podríase en ausencia de costes de transacción, imaginar una negociación


originaria de múltiples acuerdos resarcitorios practicados en paralelo a cargo de la
fábrica para que le fuera permitido seguir humeando.
Muchos damnificados pequeños difícilmente puedan reunirse exitosamente para
negociar tal acuerdo y en ausencia de tal organización se desmoronaría la hipótesis del
pago. Ahora bien, podríamos en remedio fijar por ley una indemnización, la que pudiera
resultar superior incluso al mínimo deseado por los vecinos, pero de tal cuantía que
hiciera cerrar inmediatamente a la fábrica imposibilitada de pagarla, aún cuando
paradójicamente hubiera podido afrontar los menores costos surgidos de un acuerdo
voluntario general.

Nótese que tal vez sin ley no haya acuerdo y las perniciosas externalidades se impongan
sin más, pero con ley a lo mejor la fábrica hubiera tenido que cerrar antes mismo de
poder negociar un tratado ventajoso para todos.
Ahora bien, apelando a un tercer escenario, cuando por ley la empresa pudiera licenciar
un acuerdo individual por cada participante pero sometido a la necesidad última de la
conformidad de todos, los más renuentes podrían tomar ventaja de su veto al punto de
hacer caer lo avanzado de la negociación con la mayoría de sus predecesores
previamente desinteresados. Como habrá notado el lector, las consecuencias de un
mismo suceso rolado por dentro de supuestos institucionales diferenciados, conducirá a
variadas soluciones con asimétricas distribuciones de pérdidas y ganancias entre sus
participantes.
La existencia de muchos jugadores pequeñitos arrastra generalmente a la imposibilidad
material de ponerlos a trabajar en procura de un club que represente sus difusos
intereses mancomunados.. En lo inestable de esta posición y en ausencia de lo palpable
de sus preferencias reveladas, sería fácil imaginar a un gran consorcio sobornando
representantes políticos para obtener la minimización de sus costes o internalizar en la
oportunidad mayores ganancias. Pero a la inversa pudiera darse también el caso en que
los votantes de un colectivo más o menos identificable en la targetización de sus votos
inclinaran una decisión política que interfiriera sobre los derechos de propiedad
libremente transferidos en el mercado, reasignándolos lesivamente en perjuicio de sus
titulares, demagógicamente en consonancia con las desideratas de sus impostados
beneficiarios.

En síntesis, el poder económico concentrado podría dañar los intereses de aquellos más
débiles que permanecieran desorganizados, y hasta empero podría aparecer como un
corruptor de las consabidas formas indirectas de la política representativa, aunque
curiosamente en la margen opuesta también la política podría inmoralmente transferir
en forma discrecional los derechos legítimamente perfeccionados en el libre accionar
económico de las gentes en los mercados. Una vez más, el principio de justicia
sindicado ex ante como la clave del orden a través de las organizaciones que lo
encarnan debe resultar ahora en su efectivo garante.

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