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Vamos a hablar de instituciones, de lo instituido por las gentes dentro del orden social,
que bien podríamos imaginar como algo forjado, o grabado, lo asumido o heredado,
pero en rigor de verdad siempre proveniente de previos ejercicios humanos de
institucionalización que nos alejan por ende de aquello a lo que habitualmente
denominamos orden natural en un sentido griego o cristiano.
Cabe preguntarnos, entonces, para entender mejor un asunto que por muy usual, no
llama la atención de nadie ¿de dónde provienen? ¿y a causa de qué, tales
institucionalizaciones? La pregunta procederá pertinente en razón de que como es bien
sabido los animales también respetan reglas y jerarquías dentro de sus manadas, y sus
regularidades de comportamiento son rápidamente verificables como en el caso del
macho más fuerte o a veces en el del más bello, que por encima de sus pares suele gozar
de derechos de copulación sobre las hembras.
Claro está, sin embargo, que no podrán confundirse dichos fenómenos naturales, en
razón de su carácter instintivo, con las institucionalizaciones promovibles
exclusivamente en la órbita humana. De suyo, éstas pudieran describirse como artificios
trascendidos en el intento de ordenar la convivencia.... o acaso indicarlas como ficciones
encaminadas a encauzar y contener las conductas dentro de parametrizaciones
acordadas o al menos aceptadas en procura de soluciones a los problemas de una
comunidad.
Hayek diría que las instituciones son más bien conducidas por el cauce de las
tradiciones hasta alejarse en el desconocimiento incluso de su originario promotor. Son
el fruto de la acción humana pero no el fruto del designio de ningún hombre en
particular, se deslizan por un sendero intermedio al de la razón y al del instinto, para
admitir tras su adopción social recién una ulterior teorización. Enumerables en lo
profuso de sus variedades que abarcan desde el lenguaje hasta la moneda, pasando por
la familia y el Estado, y la propiedad privada, o la administración de justicia, hasta las
aduanas, la iglesia o el matrimonio, son precedidas siempre de algún tipo de desafío,
que las hace continentes de alguna carga de sabiduría. Veamos por caso la institución de
la adopción, que podríamos interpretar como una abstracción materializada en un
instrumento jurídico, tal como la preveía el derecho romano, para insertar a los
desprotegidos huérfanos de un guerrero en el seno de una renovada familia que les diera
cobijo. Lo ficto es a todas luces visible pues la descendencia es de cualquier modo
intransferible, pero no así la educación y la rehabilitación del niño que puede
reemplazar genuinamente sus afectos de mejor manera en la medida que la aceptación
general del asunto no le marcara al adolescente a diario, lo ruinoso de la circunstancia.
Es lógico pensar, entonces, que la adopción sería comunicada públicamente a todos los
habitantes del lugar, quienes en adelante la internalizarían sin más, pasando a aceptar a
esta convención y a sus efectos casi como un hecho natural. Nada habrá tardado el
lector tras el ejemplo en reconocer la potencia institucional del matrimonio y tanto más
de la familia como el seno natural de la procreación y como fuente de protección de los
hijos.
Entonces no es que la gente se casa para tener hijos, sino que la familia es consecuencia
del designio de la crianza, o sea, una prueba más de la existencia de algún desafío que
siempre las precede. Ergo subyacen endógenas al concepto de institución sus directas
aportaciones en un conjunto de soluciones sociales facilitadoras del mejor
desenvolvimiento del orden que, cual regularidades de comportamiento, se traducen
luego instrumentalmente en el bastidor normológico que enmarca las futuras relaciones
entre las gentes.
Tras recalar una vez más y casi de manera obsesiva sobre el concepto de aprendizaje,
meollo de todas nuestras futuras conclusiones, será conveniente repasar los elementos
característicos de las instituciones para intentar al través de ellos alcanzar una
dimensión más cabal de la totalidad de su sentido en una sociedad. Finalmente, huelga
aclarar, entonces, que el grado de repristinación institucional alcanzado por cada
sociedad se relaciona con algún grado posible de aprendizaje social que dará espacio
para interpretar el ideario o el sentir moral de esa comunidad transfundido en lo acabado
de sus instituciones.
Toda regla de juego implica de fondo para las personas, un modo de comportamiento, el
que emerge libre en forma de conductas, respetuosas de lo prescripto por ella.
Naturalmente, tal planteo normativo va apuntado a la preservación o mejor protección
de algún valor merced, justamente, al repertorio de conductas permitidas o prohibidas
por la regla en cuestión.
Entonces debe desprenderse para alcanzar acabada eficiencia, un prerrequisito de
aceptación general que la ponga en funcionamiento, o que se encargue luego de
sostenerla. Por lo tanto, adyacente a ello se adherirán aparejados los castigos previstos
para dar sanción a los infractores, entrará en discusión si los valores a proteger son en sí,
e independientes de toda finalidad de las personas o si han de ser bienes nacidos de
conductas preciadas por la conducencia y utilidad que revelan hacia benéficos objetivos
ulteriores.
El referido detalle divide, por caso, a las normas morales en categóricas o consensuales,
según se organicen desde ciertos valores basales o, mejor, en procura de alcanzar otros
quizás más prudentemente consensuables. Pero entonces y a sabiendas de que toda
conducta humana se despega de una emoción que la subyace, hemos de considerar a la
regla florecida de una regularidad de comportamiento, como un esfuerzo social
transcurrido para dar seguranza en mérito de su valor, a ese conjunto de conductas
aprobadas y habitualizadas en alguna sintonía con aquella más remota pretensión
emocional, a fin de evitarle lesiones o menoscabo, nacidos de aquellos potenciales
conflictos que en virtud de los haceres de terceros pudieran ocasionarle agravio.
Pero de momento apostados sobre esta segunda manera de ver el asunto, nos bastará
plantear para mejor describirlo, algunas de sus características enfocadas más bien desde
sus consecuencias. 1) Las normas como regularidades de comportamiento serían el
resultado de alguna especie de acuerdos, mencionados en su sentido más amplio. 2) A
la vez, esos resultados en sí, se convertirán obviamente en condicionamientos de
futuras acciones. 3) En tal sentido la prescripción dotada de valor y cargada de cierta
sabiduría elemental con miras al mejor ordenamiento social, es también una
señalización que opera casi al modo de una semaforización de las conductas que la
suceden. Pensemos en un grupo de personas decididas a cenar juntas; pensemos
también en las diferencias demarcatorias de las situaciones particulares de cada una de
ellas al momento de ingresar al restaurante: todas tienen apetitos disímiles a
consecuencia de innumerables circunstancias personales, cansancio, o quizás
responderán al modo en cómo almorzaron; pero además muchas de ellas estarán a
dieta.
Por otra parte, las disponibilidades económicas de cada una han de ser distintas y sus
presupuestos deberán prepararse para dar cabida a otras opciones concomitantes con
esta erogación, por supuesto variadas para cada una de ellas. Por último, sus ánimos
habrán de ser además repartidos, alguno festejará su cumpleaños o un buen negocio,
otros se levantarán más temprano o más tarde al día siguiente, y alguno irá más por
compromiso que por placer al encuentro. Así es de suyo es la vida, un auténtico
tutifruti, todo el tiempo plagada de infinitas circunstancias personales, además
cambiantes, que condicionan todo nuestro hacer y motorizan nuestras emociones,
incluso en el tracto de ida y vuelta para con los demás. Sentados a la mesa, pudiera
elegirse pagar a la carta cada uno lo suyo o bien repartir por cabeza: ¿cuáles han de ser
los efectos de una u otra solución institucional? En el primero de los supuestos cada
comensal hará bien sus cuentas, medirá bien su apetito y tomará individualmente su
propia decisión sin influencia alguna del resto, ajustándose a su propio estómago y a su
propio bolsillo. Pero en el segundo supuesto, cuando se divida la cuenta entre todos,
entonces cada cual estará llamado a solicitar su cena con el rabillo del ojo puesto en el
pedido de cada uno de los otros.
Con esta nueva solución no se corre con los costos de transacción propios de realizarse
facturaciones individuales a cada uno de los comensales, que entorpecerían los usos
administrativos del restaurant, pero tampoco se deja abierta la puerta a un conflicto
latente fruto de las transferencias impartidas entre los participantes a consecuencia de la
espiralización de sus comportamientos estratégicos de consumo. Nótese nuevamente
que la regla de juego a adoptar será un resultado de la decisión colectiva cuando se
organice la velada, pero a su vez en función de la selección de ella se desatarán distintos
comportamientos posibles de sus miembros en tanto sus incentivos sean preconducentes
a asimétricas maximizaciones individuales pero dentro del seno del grupo. Habrá notado
el lector el posible desdoblamiento que admite el tema, según se lo enfoque
retrospectivamente en aras de una explicación del proceso de conformación de la
norma, o bien prospectivamente intentando analítico tratamiento de los incentivos que
ella sea capaz de establecer. En suma, estaremos refiriéndonos a dos campo de estudios
posibles cuando hablamos de reglas e instituciones. El uno, preocupado más bien por
sus naturalezas y quizás por develar mejor sus orígenes y recorridos, enfatizando el
estudio sobre sus fuerzas subyacentes.
La otra posición viene montada sobre la inquietud de analizar más bien sus
consecuencias, prestando atención más a los incentivos que como premios o castigos se
desprenden de ella. Por caso, una buena ilustración del asunto sería la que presentan los
sistemas de gobierno, los que conocemos con formas más parlamentarias o bien más
presidencialistas, lo que obligaría en consecuencia al planteo de diferentes estrategias
en las alianzas electorales. Lógicamente un sistema parlamentario permite a los
partidos ensayar sus coaliciones luego de medir sus fuerzas propias en la elección, en
tanto que un sistema más presidencialista de seguro presionará más frecuentemente al
bipartidismo y a la conformación de alianzas políticas pre-electorales. Ahora bien,
atendiendo al proceso de formación de la norma y a esta como su resultado, el
economista encontrará alguna rápida semejanza funcional entre tal fenómeno y el que
se suscita en los mercados de bienes divisibles cuando la oferta y la demanda operan
determinando los precios que de igual modo vienen a anoticiarnos indirectamente de
las escaseces relativas existentes que a la sazón también nos ponen en conocimiento de
las preferencias y las restricciones subyacentes.
Sin embargo, a nadie se le ocurre pensar en tales mutaciones como explícitos efectos de
culposas dominancias. En tanto que cada vez que una regla de juego muta somos más
proclives a pensar conspirativamente en la modificación como a instancia de una
estrategia de transferencias de usufructos entre los jugadores del sistema. ¿Qué justifica
esta suposición?
¿Por qué se hace más difícil asumir a la norma como un resultado Pareto superior? O a
la inversa ¿por qué pensar intuitivamente que todo cambio
normológico que ciertamente se extiende redefiniendo la suerte de los jugadores con el
nuevo dibujo del tablero, fluye ilegítimamente fruto de alguna inaceptable dominancia?
Para aclarar un poco más el tema cabría preguntarnos: ¿cuándo procede en forma
Pareto superior la institucionalización de una regla? Este asunto es en principio un tanto
más delicado, quizás a fuerza de ser bastante más complejo. Si bien no caben dudas de
que existe la necesidad de un acuerdo o armonización sobre ciertas preferencias
declaradas idénticas por las partes, y pese a las diferentes intensidades subjetivas que
éstas pudieran reportar respectivamente para cada una de ellas, diremos al respecto que
el consenso en la aprobación de un mismo objeto en cuestión debiera ser
necesariamente unánime para validar la operancia del principio, tema que retomaremos
luego. Tal vez una referencia insoslayable sería la formulación clásica de John Rawls: si
uno acepta una regla con el "velo de Rawls" sobre sus ojos, es decir sin conocer su
posición institucional, la regla será justa.
Repárese, sin embargo, que a poco de retirar la lente de encima del asunto y dotarlo de
un foco más expandido, aportado desde una visión menos inmediata y circunstancial,
habrían encontrádose en suficientes razones imparciales de justicia al decir de Rawls, la
necesidad de tales cambios, pero más aún, al unísono, desde otra perspectiva más
teleológica de largo plazo.
Sucederá que la demanda se fortalecerá en cantidades a tal menor precio en tanto que la
oferta al mismo tiempo se restringirá en función de los menguados márgenes de
ganancias. Así, los primeros compradores en alguna medida aleatoriamente
afortunados, accederán al producto más barato hasta agotarlo, en tanto que los postreros
demandantes rebotarán con los faltantes de un mercado desabastecido, cuando no con
los superiores precios del mercado negro.
En síntesis, algunos menos compran con precio de privilegio en desmedro de otros que
se quedan sin comprar, aunque paradójicamente hubieran estado dispuestos quizás a
pagar incluso por encima del anterior precio libre de mercado. Otro tanto se puede
graficar apelando a la figura del salario mínimo, que refuerza la posición remunerativa
de aquel trabajador en actividad, pero que opera como inexpugnable barrera para
aquellos que buscan empleo en el límite de la informalidad, pues bien sabido es que las
industrias más pequeñitas o incluso las más grandes a la hora de adicionar un empleado,
sopesarán cuantitativamente la incrementada retribución en función de la decrecida
productividad marginal de sus últimos contratados.
Ergo, se benefician quienes dentro del sistema yacen protegidos por la ley laboral y
gozan de los beneficios conferidos, que a la postre resultarán inversamente más
inalcanzables a los que resulten despedidos; pero además, en general, a todos aquellos
que venían operando en el límite mismo del mercado, bregando por su inclusión.
No debe perder de vista el lector que Coase trabajaba en su teorema sobre un supuesto
de derechos de propiedad bien delimitados, aunque a veces insuficiente para evitar
disputas, y principalmente en la ausencia de costos de transacción. Sobre este supuesto,
entonces, calcula Coase que si la rentabilidad marginal de las ultimas 5 vacas que
justamente serían las que hicieron los destrozos en la primera hectárea vecina fuera de
10 dólares pero los sembradíos destruidos reportaran tan solo 2 dólares en esa hectárea
lindera, y de suyo si el alambrado costara, además, 20 dólares, independientemente de
cualquier sentencia, sería más conveniente, para el caso de juegos con una única jugada,
que el poseedor de las vacas arrendara a un precio de entre 2 y digamos 9, al campesino,
pues ambos estarían muy contentos con el acuerdo.
En tanto que si el juez, por caso, se inclinara en su fallo por disponer la colocación del
alambre de 20 dólares a cargo del ganadero, seguramente antes de ello este reduciría en
5 vacas su rodeo, abortándose toda posibilidad en el perfeccionamiento de rentas
superiores compartidas por ambos terratenientes. Más aún, si el fallo obligara a ambos
por mitades a cargar el costo del alambrado en esa primera y única jugada en cuestión,
los 10 dólares por jugador no justificarían ni la siembra de la hectárea amenazada, ni
tampoco el incremento en 5 vacas del rodeo pues su ganancia se neutralizaría con el
costo de la cerca.
Pero téngase en cuenta por último a este respecto que si la indemnización predefinida
fuera de 5 vacas en favor del agricultor, este se vería tentado indefectiblemente a
sembrar a un beneficio de 2 dólares e incluso ante ningún beneficio en la medida que
será indemnizado por un daño que le aporta tanto más que su propia rentabilidad, al
punto de ser tan ridículo de aceptar que su ganancia nace en realidad de que lo dañen.
Por esto enfatiza Coase que en ausencia de costos de transacción entre las partes hasta
podría sostenerse que les convendría ignorar la sentencia en pos de la realización de
aquel mejor acuerdo privado. Definitivamente, la advertencia no es menor. Con ella se
formula un llamado de atención a los magistrados para que actúen con cautela y sentido
económico amplio cuando se les presenten controversias sobre derechos de propiedad
con incumbencias lucrativas. En segundo lugar, acude insoslayable la idea de que el
perfeccionamiento en la definición de los derechos de propiedad nos conmina a su
ejercicio, en cuanto su establecimiento indiscutible proveerá naturalmente hacia una
más productiva asignación de los recursos. Una tercera enseñanza decanta en forma de
corolario demostrativo, de cómo en el ingenio de un acuerdo nace la posibilidad de una
asociación; de hecho una empresa o una organización cualquiera, no es mucho más que
la espontánea solución en sus dos variantes conocidas: 1) la de instituciones apuntadas a
sinergizar acciones complementarias y proactivas, o bien 2) la que se encauza a evitar
en conjunto las recíprocas restricciones que pudieran imponerse los mismos jugadores
entre sí, cuando se aprontaran en confrontación. Dicha enunciación abre ´de par en par´
las puertas al análisis genético de toda clase de organizaciones, incluido el estado, razón
suficiente para justificar el Nobel otorgado a Coase desde la riqueza conceptual de sus
aportaciones. Lo curioso de esta tercera enseñanza es que se trata del mismísimo puente
que Coase instala para salvar el irrealismo de sus propios supuestos. Deberemos volver
más tarde sobre este asunto pues sabemos que los derechos de propiedad no gozan en la
realidad de perfecta definición; más aún cuando sufren fuertes condicionamientos desde
lo renovado de situaciones tecnológicas que podrían indistintamente resolverlos o
ponerlos en profundizados jaques, como ocurre con los llamados bienes públicos a los
que nos dedicaremos en otro momento. Además de ello, debemos ser conscientes de
que pudieran existir entre las partes de un conflicto situaciones de dominancias no
removibles por ningún acuerdo posible, en virtud de la posición inflexible en la que se
halla parapetado su beneficiario, lo que viene a dar cuentas de que el segundo supuesto
de Coase, es decir, la ausencia de los costos de transacción, también se desvanece en lo
patente de la realidad. Entonces, apenas unos metros más allá de la postura coaseniana
nos toparemos con la dificultad real de definir el alcance legítimo de una externalidad
positiva o negativa para hacerla pasible de judiciales compensaciones cuando no se
arribara satisfactoriamente a una negociación.
Claro que lo complicado del tema radica aquí mismo en que tales percepciones son
subjetivas y el criterio para hacerlas punibles o subsidiables impone de un
reconocimiento previo. Es el juez el intérprete de la regla invocada por las partes y el
responsable de laudar conforme a su designio. Tal circunstancia no encaja en el
universo coaseniano, de propiedades definidas y costos de transacción cero, en donde el
referido concepto de legitimidad sería absolutamente impertinente, por tanto que el
propio acuerdo voluntario entre partes habría de mejor conciliar intereses entre
personas racionales bien predispuestas a hacerlo.
Nótese que el Nobel quita de plano bajo sus supuestos la existencia de definiciones
previamente acordadas en general, acerca de las prelaciones de las diferentes
expectativas de las gentes representadas en la norma. Al punto que podría conjeturarse
que la vigencia de dicha regulación podría haber sido incluso la razón para que abortara
toda vocación negociadora.
Así las cosas, la recomendación de prudencia a los jueces inferida del pensamiento del
profesor de Chicago sería ahora prolongable también a la labor de los legisladores en
cuanto al establecimiento de marcos normativos que debieran desplegarse a efectos de
bajar los costos de transacción y facilitar el mayor ejercicio libre de los propios
interesados en sinergizar sus posibilidades o evitarse males recíprocamente.
Delimitando correctamente los derechos de propiedad las personas asignarán a los
recursos la alocación mas eficiente que pudiera imaginarse, dándolos y traspasándolos
de persona a persona, contractualmente, para ser reubicados de actividad en actividad en
procura de su mejor aprovechamiento.
Más aún, quien no supiera qué hacer con ellos y no estuviera dispuesto a venderlos,
pudiera invertirlos o prestarlos dándoles curso más allá de sus conocimientos y
capacidades de aplicación. ese es el punto que Coase intenta resaltar, en cuanto a que
ninguna ley puede dar más efectivo destino a los recursos que la voluntad y
apreciaciones circunstanciales de los mismos individuos en pro de sus objetivos o en el
relevamiento de sus perjuicios, cuando no estuvieran afectados por costos de
transacción. Desde otro punto de partida, bajo una lectura alternativa iniciada con la
figura del daño en primer plano, nos permitiremos poner en autos al lector de que a
contramano de las sugerencias de Coase, todo el derecho civil en su tratamiento de las
obligaciones, recala sobre el tratamiento de tal problemática, es decir la de indemnizar
en función del daño que se hubiera cometido y sobre el que cupiera responsabilidad.
Por lo tanto, para que gravite el concepto de daño, de manera previa debió existir un
damnificado, y tutelado legalmente su interés protegido, andarivel por el cual nos
conduciríamos en justicia a la resolución del asunto.
Acto seguido cuestionó: ¿cuál sería una indemnización justa que reparara el asunto ante
la imposibilidad del pillo de restituir el objeto? Lo que el viejo docente marcaba era lo
dificultoso que resultaría sopesar y luego mensurar el concepto de daño erigible desde
una lesión con fundamento subjetivo. Más grave aún deviene la encrucijada si por caso
supusiéramos que aquél ganado antes mencionado, hubiese destruido un predio en el
que hubiera habido un miserable cementerio familiar que solo reunía un entrañable
valor de uso para sus propietarios. ¿Qué juez se animaría a ponerle precio a dicho daño
que naturalmente no cotiza en el mercado? ¿Y hasta donde el encargado de responder, a
veces más por su negligencia o descuido aunque sin culpa, puede ser impuesto de
indemnizar materialmente la fortuita desgracia de los terceros? Según seamos capaces
de sopesar más favorablemente la restauración de la suerte de la víctima, o por el
contrario priorizar las posturas consecuencialistas del análisis económico del derecho,
es que arribaremos a conclusiones harto distantes entre sí. Es que por una margen la
escuela de las responsabilidades objetivas priorizan el daño, por la otra las escuelas del
análisis económico del derecho no priman un criterio indemnizatorio amparado en la
necesidad de restitución sino que la sentencia del juez debiera inspirarse en la solución
económica más eficiente. Tras cartón imaginemos ahora a aquel cementerio pisoteado
por el ganado: ¿qué suerte correspondería esperar a los deudos de los difuntos allí
enterrados? En un caso, la lesión espiritual pudiera emerger cuantiosa en
indemnización, y en el otro menos que despreciable. Repasemos nuevamente lo
elemental del planteo de Coase, en su mundo de contrataciones libres y voluntarias para
deslizarnos luego con coherencia deductiva hacia su formulación del estado como
organización en aras a la resolución de conflictos. Sabemos que tantas veces en mundos
cooperativos brotarán en forma de soluciones espontáneas las procuras colectivas por
recíprocas evitaciones de daños o aprovechamientos conjuntos de sinergias en la
explotación de externalidades positivas. Más aún, la idea de transacción voluntaria del
conflicto por fuera de la prescripción de la norma o bien la constitución en casi igual
sentido de una empresa en aras de eliminar los costos de transacción reinantes en el
mercado son expresiones coasenianas de posibles agregaciones de preferencias bajo
una modalidad más individuada o colectiva según convenga a los participantes en
función de sus costos y utilidades. Reconocemos así distintas variantes posibles de
acuerdos interpersonales apuntados por los jugadores en procura de la satisfacción de
sus preferencias bajo las siguientes formas: 1) a través de los intercambios de bienes
divisibles realizados en el mercado libre; 2) por los acuerdos voluntarios en torno de
reglas generales; 3) por los acuerdos que agremian las preferencias dentro de una misma
placenta de interrelaciones personales, como por caso ocurre con las empresas u otras
asociaciones en general; 4) acuerdos en función de transacciones resolutorias de
conflictos respetando los incentivos económicos que las rigen. En la isla de pensamiento
coaseniana, las asociaciones son la solución pertinente para la superación de las
barreras levantadas por los costos de transacción entre los participantes.
Pero cuando se enfrentan situaciones de dilema del prisionero, Coase confía en cierta
instancia racional y en negociaciones entre las partes capaces de limpiar los conflictos
para el posterior arribo a un estadio Pareto superior. El supuesto utilizado es a mi
juicio, un supuesto fuerte, pues presupone al homo economicus lanzado hacia
estabilizadores acuerdos de largo plazo y además mostrándolo siempre insensible al
llamado de sus mezquinas maximizaciones inmediatas y depredatorias en desmedro de
los intereses de sus prójimos. En la otra margen, volviendo a la potencialidad de fracaso
en los acuerdos y tanto más cuando se trate de la imposibilidad de alcanzar
unanimidades, y si en consecuencia resulta impuesta la solución por algún mecanismo
de dominancias, incluso el de las mayorías, en las decisiones políticas, habrá de
prestarse singular atención a la inmediata aparición en escena de perdedores
directamente cooptados en sus libertades negativas, como jugadores obligados a
satisfacer a disgusto las pretensiones de los ganadores, o bien al menos a financiarles
sus beneficios panegirizados de universalidad, amputándose las efectivas libertades
positivas de las víctimas tras los recortes aplicados en sus bolsillos. Al respecto, los
subsidios son su especie más típica. Recuerdo la inquietud formulada por un grupo de
lobbystas que representaban a una línea aérea. Los fundamentos esgrimidos en pro de la
justificación para la obtención de un subsidio estatal operativo eran enfatizados desde el
presunto derroche de externalidades positivas que tal proyecto desparramaba sobre la
referida región al contactarla con el resto del país. Lo remarcable es que no se trataba de
una zona mediterránea, muy aislada de las demás regiones, pues justamente en ella la
necesidad de comunicaciones y el valor asignado a ellas seguramente no habrían hecho
nacer nunca la necesidad de subsidio alguno.
Por ende, donde el mercado no florecía solo a falta de rentabilidades que hicieran
atractivo tal producto, los empresarios locales argumentaban en favor de la necesidad de
tal consolidación forzada, desde el apalancamiento de fondos públicos; con ello, las
tarifas bajarían y se llenarían los aviones. Claro que semejante ahorro para los futuros
pasajeros habría de ser sufragado con los dineros de tantos otros que en general no
subían a las naves, y que quedarían disminuidos de acceder a otros consumos
particularmente seleccionados por ellos. De naturaleza diferente, aunque como una
segunda categoría de la misma dominancia pero dirigida en otro sentido, surgen
asfixiantes de los grados de libertad negativa de algunos participantes, las prohibiciones
generales promovidas desde el sentir de aquellos ganadores que identificaron a tales
conductas como lesivas de las suyas. Aquí podría instalarse para el análisis, el conflicto
acerca de si los bares deben ser para fumadores o para no fumadores, y si acaso podrá
ser pensado tal vez de forma reconciliatoria. Es más, las absolutas prohibiciones de
fumar en bares les recortan a éstos a diario de sus rentabilidades originadas en lo
complementario del café y el cigarrillo. ¿Quién daña a quién ahora? La ausencia de ley
de facto permitía cierta externalidad indeseada por algunos no fumadores, aunque
admitida consuetudinariamente como fruto de un hacer lícito, y rentable, de los
emprendimientos con esas características en el mercado; pero a la inversa, su radical
prohibición quizás ponga en peligro la suerte de tales sitios de reunión o conduzca al
menos a ciertos reacomodamientos forzados en el mercado. Pues un cambio en la
regulación obviamente modifica los resultados del negocio. Acaso una solución
intermedia y menos dramática para la suerte de ambos colectivos sociales pudiera
instalarse habilitando solo bares de alguno de los dos tipos. Es cierto que esta hipótesis
jamás estuvo prohibida, y a pesar de ello los bares sin humo igualmente nunca fueron
una alternativa recogida por el mercado. El propietario del bar ha perdido absolutamente
hoy día la discrecionalidad de admitir o no a su conveniencia y gusto fumadores en su
local. Pareciera ser que la provisión de un café o una cena han sido parcialmente
substraídas de la órbita privada para darles incursión y cabida dentro de los ámbitos
públicos de discusión ¿Por qué habrían de tener los no fumadores derecho a disfrutar de
un bar libre de humo no aparecido espontáneamente en el mercado? Me corrijo... a
disfrutar de todos los bares ahora libres de humo? ¿Quizás la procedencia del reclamo
habría de resultar más pertinente formulada en torno de un ámbito de trabajo, aplicable
sobre un trasporte público? Sin embargo, los fumadores parecen no haber presentado
queja ante cines o teatros, tampoco ante hospitales donde nunca estuvo permitido el
hábito de fumar. ¿Es que en ellos rige un derecho superior al del fumador? ¿Se trata
solo de la voluntad del propietario o es que en estos casos coadyugan factores de
seguridad o de higiene, generalmente aceptados para tales ámbitos? ¿Podría
interpretarse luego que
La expectativa de esparcimiento de todos es superior al placer de exhalación de unos
menos? Ergo. el derecho de ingresar a un bar de un no fumador se erige por sobre el de
quien fuma? ¿Sometiendo además al dueño del establecimiento a la condición de poder
abrir un negocio de expendio de café solo si en él queda prohibido el humo? Mucho
más clara sería, a mi juicio, la situación en el bar de un club privado en el que todos sus
socios en calidad de fumadores y no fumadores son propietarios. Para mí allí sí existe
una dañosa externalidad inadmisible en perjuicio de quienes prefieren bares limpios en
tanto en los estatutos del club ello no hubiera sido expresamente contemplado. El
criterio aquí prevaleciente sería que el clubhouse es el living de todos y de suyo cada
cual debiera comportarse en él como si hubiera entrado en la casa del otro. En este
ámbito las restricciones se agigantan en procura de asegurar la convivencia.
Esto es, debiéramos saber si a un no fumador le molesta tanto el humo como para no ir a
un bar enviciado, o bien, saber si estaría dispuesto a exigir políticamente las
reglamentaciones administrativas que lo liberen de humo.
La brecha entre ambas posturas radicales parece insalvable. ¿O se las acepta tal como el
mercado las instituyó? O bien para reversarlas se abren dos alternativas de orden
político: 1) se cobran más impuestos para que el estado abra locales para no fumadores
a pérdida, lo que les evita el daño asegurándoles el goce a expensas de todos los
contribuyentes; 2) que el beneficio de no discriminación ante el asmático y demás no
fumadores lo paguen en especie todos los fumadores en adelante prohibidos de fumar en
todos los bares. Puesto en otros términos, si el estado en lugar de velar por el
cumplimiento de la prohibición de matar, estuviera encargado del aseguramiento del
derecho a la vida entonces en este sentido son indiscutibles los hospitales públicos o los
comedores para indigentes. Y yendo unos metros más allá, ¿sería prudente también
entonces condicionar desde el estado -montado sobre tal preocupación- las
prohibiciones suficientes que meriten para encarrilar los comportamientos de los
ciudadanos más torpes hacia su propia felicidad? Parecido ocurrirá prontamente con la
prohibición de comidas rápidas ricas en colesterol, pues la obesidad ya es una pandemia
en la preocupación de científicos pero también de los burócratas. ¿Acaso corresponderá
que el estado nos obligue diariamente a hacer deportes? En realidad ya nos obliga a
sujetarnos el cinturón de seguridad en los automóviles so pena de multarnos con un
castigo pecuniario. En este caso, nótese, curiosamente, que la misma inquietud está
internalizada de fábrica en aquellos vehículos que gradualmente ofrecen resistencia a
ponerse en movimiento hasta que el conductor no hubiérase colocado el cinto protector.
Es muy interesante el asunto, pues cabría preguntarse si no ha sido la respuesta de las
terminales automotrices una respuesta intencionada en el ánimo de evitarse juicios que
las inculparan de responsabilidad objetiva porque los choferes no se hubieran sujetado
debidamente. ¿O bien la instalación proviene como una mejora del producto tomada del
sentir de los consumidores que la apreciarán en el mercado por sus demostrados
beneficios? Cabría también preguntarnos si tales enforzamientos paralegales o legales
no se deducen lógicos una vez que se hubieran decidido políticamente costear hospitales
públicos?. El debate filosófico es rico, pero ¿dónde se originan sus más legítimas
vertientes? La conservación de la vida revolotea sugerida sobre el asunto en sus formas,
espontáneas o coactivas hasta posarse sobre la pregunta de si ella debiera ser
auténticamente en este caso, una preocupación de orden público. Por último, el debate
pareciera guardar algunas aristas tocantes, o más bien inescindibles con el asunto de la
discriminación. Pues para empezar, alérgicos o fumadores terminarán a uno u otro lado
de la solución de humo implementada, inexorablemente en la posición de agentes
discriminados. Es que la tarea de contentar a los distintos luce imposible a tenor de que
sean contrapuestos y su articulación se tradujera en un juego de suma cero. El verbo
discriminar yace flotando justo a dos aguas en medio de posibles agremiaciones y de
desagremiaciones. De suyo, el mercado cada vez que segmenta su demanda habilita una
discriminación cuando fija su mercado meta y desatiende deliberadamente al resto de
los consumidores.
Ahora bien, la felicidad de las personas gordas devendrá en el sacrificio de las más
flacas. Lo curioso radica en que si la gordura es una enfermedad, qué bueno habría de
ser la permanencia de incentivos discriminatorios para los obesos como pródigos
incentivos adicionales para que apresuren la reducción de su peso. ¿No es esto mismo lo
que hace un muchacho en el baile cuando se abstiene de sacar a bailar a la gorda?
Discriminar al gordo sería lo mismo que discriminar al fumador o al menos podrían
asimilarse los argumentos en tanto que mostrarían la preocupación estatal por su salud.
¿No luce esto razonable? Dejaremos para otro momento, cuando el tratamiento de las
reglas de juego, el análisis de legitimidad de las preferencias y expectativas para ser
recogido en una norma positiva. De suyo, adelantamos que la coacción de unos sobre
otros ha de ser factor fundamental del análisis. Es momento entonces apenas de dejar
flotando interrogantes a propósito de lo que hemos visto hasta ahora. ¿Existe coacción
del fumador sobre quien no fuma? ¿También lo existiría dentro de un lugar privado en
el cual el dueño expendiera servicios sin establecer previa prohibición de humo a sus
clientes? ¿Y existe coacción del fabricante de ropa sobre las personas obesas? Para
hacer más gráfico este interrogante, creo estamos en condiciones de proponer el
intercambio de la palabra coacción por la palabra daño, si es que entendiéramos a este
como a una coacción ilegítima. Pero más aún en virtud del reemplazo podríamos
preguntarnos a la postre, si existen daños en ausencia de coacciones, engaños o fraudes.
Este ejercicio nos permitirá estar conscientes de la existencia del daño, tutelar
positivamente los derechos preexistentes que pudieran haberse visto afectados por las
impropias determinaciones de los demás, o bien prepararnos en contrasentido a
desregular para evitar las coacciones ilegítimas que una ley positiva pudiera entrañar en
perjuicio de algunos ciudadanos. A cierta distancia del ganado y de los sembradíos
esparcidos en campos privados, ubiquemos a algunos turistas en una playa pública. La
imagen nos permite ver a un niño aprendiz surfeando con su filosa tabla entre los
bañistas que lo insultan vehementemente a su paso. Es que sus arriesgadas piruetas
dibujadas entre las olas son capaces de guillotinar a alguien desprevenido. Unos metros
más allá son muchos los muchachos que surfean en el espacio marítimo que se había
reservado una escuelita de surf que anoticiaba de su existencia al público mediante
carteles informativos.
Por supuesto, ningún veraneante incursionaba al mar por esa zona, y, naturalmente, si
algún niño lo hacía, sus propios papás y el bañero lo obligaban a retirarse del sitio.
Las cosas así parecían bien claras a los ojos de todos en un mar organizado a múltiples
efectos a fuer de puro orden espontáneo. Allí la figura de daño pasa por la ilegitima
intromisión, siendo que ocasionalmente surfistas y bañistas pueden ser a cada turno,
unos dañinos de los otros. Creo que este ejemplo sería gratificante a los ojos de Coase,
pero cabría preguntarse si en un orden social el curso de las cosas o los
comportamientos de las gentes tienden siempre a tales armónicos equilibrios.
Al efecto, por último, cabría formular sobre el ejemplo una ulterior salvedad, pues la
mirada atenta del lector podría no tardar en remarcarnos en beneficio de la
argumentación del Nobel que el referido ordenamiento hubo sido alcanzado incluso en
una playa, emblemáticamente representativa más bien del tipo de bien harto conocido
como público, en donde ni siquiera operan las mínimas delimitaciones de los derechos
de propiedad, lo que viene a debilitar fuertemente el planteo de nuestro último
interrogante.
Es entonces en aras de restituirlo que estamos obligados a aclarar que a nuestro modo de
ver las cosas, tal armonización equívocamente conceptualizada, podría remitirnos
peligrosamente al seno de la ilusión optimista de generalizarla en sus ocurrencias ¿Por
qué? Porque lo espontáneo del acomodamiento se ´produce en este caso´, a nuestro
juicio, incluso no a pesar del carácter público del bien, sino en virtud de que los cientos
de metros disponibles de arena y los miles de hectolitros de mar que las entornan,
hicieron de la playa un bien libre más que un bien público, acortando las posibilidades
de conflicto entre los turistas agremiados como bañistas o surfistas, en la posibilidad
geográfica de apropiarse de espacios independientes y por lo demás no competitivos
entre sí.
Nótese que tal vez sin ley no haya acuerdo y las perniciosas externalidades se impongan
sin más, pero con ley a lo mejor la fábrica hubiera tenido que cerrar antes mismo de
poder negociar un tratado ventajoso para todos.
Ahora bien, apelando a un tercer escenario, cuando por ley la empresa pudiera licenciar
un acuerdo individual por cada participante pero sometido a la necesidad última de la
conformidad de todos, los más renuentes podrían tomar ventaja de su veto al punto de
hacer caer lo avanzado de la negociación con la mayoría de sus predecesores
previamente desinteresados. Como habrá notado el lector, las consecuencias de un
mismo suceso rolado por dentro de supuestos institucionales diferenciados, conducirá a
variadas soluciones con asimétricas distribuciones de pérdidas y ganancias entre sus
participantes.
La existencia de muchos jugadores pequeñitos arrastra generalmente a la imposibilidad
material de ponerlos a trabajar en procura de un club que represente sus difusos
intereses mancomunados.. En lo inestable de esta posición y en ausencia de lo palpable
de sus preferencias reveladas, sería fácil imaginar a un gran consorcio sobornando
representantes políticos para obtener la minimización de sus costes o internalizar en la
oportunidad mayores ganancias. Pero a la inversa pudiera darse también el caso en que
los votantes de un colectivo más o menos identificable en la targetización de sus votos
inclinaran una decisión política que interfiriera sobre los derechos de propiedad
libremente transferidos en el mercado, reasignándolos lesivamente en perjuicio de sus
titulares, demagógicamente en consonancia con las desideratas de sus impostados
beneficiarios.
En síntesis, el poder económico concentrado podría dañar los intereses de aquellos más
débiles que permanecieran desorganizados, y hasta empero podría aparecer como un
corruptor de las consabidas formas indirectas de la política representativa, aunque
curiosamente en la margen opuesta también la política podría inmoralmente transferir
en forma discrecional los derechos legítimamente perfeccionados en el libre accionar
económico de las gentes en los mercados. Una vez más, el principio de justicia
sindicado ex ante como la clave del orden a través de las organizaciones que lo
encarnan debe resultar ahora en su efectivo garante.