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Las acciones humanas constituyen signos que nos develan las esencias. Ellas están llenas de
significados que nos iluminan. En el caso del gobierno que se inicia, sus primeros pasos son
particularmente decidores por cuanto muestran sus aspiraciones fundamentales. Más que
las declaraciones explícitas, y más allá de las urgencias impuestas por el terremoto, estos
primeros pasos aclaran en forma muy decidora el rumbo que lo orienta.
A muchos les ha llamado poderosamente la atención que sus propuestas apunten en una
dirección opuesta a las ideas de la Alianza y de lo planteado en la campaña presidencial.
Para otros, esta discordancia mostraría una flexibilidad que señalaría el rumbo
correspondiente a una derecha moderna, rejuvenecida y abierta a nuevas circunstancias e
ideas que, de alguna manera, la aproximaría a las posiciones pretendidamente progresistas
que la Concertación ha querido exhibir como exclusivas de ella. En esta última
combinación política se ha percibido, además, una cierta desazón porque el nuevo gobierno
habría tenido el coraje de plantear algunas medidas queridas por ellos y que no se
atrevieron a impulsar en su momento.
En resumen, el nuevo gobierno ha sorprendido con actos y hechos que no significan una
meta propia, sino que lo acercan al camino de la Concertación desgastada y derrotada.
Seguramente pretende limar asperezas con sus rivales para aprobar sus proyectos en el
Congreso en el menor tiempo posible, ya que la rapidez y eficiencia gubernativas están
presentes desde su primer momento como un signo predilecto.
Por este camino el Gobierno estaría dejando de ser quien es para ser otro diferente y sin
explicar claramente el porqué de sus opciones. Así sólo se gana el desprecio y el
endurecimiento de los opositores, y se debilita el apoyo de quienes lo llevaron al triunfo. El
resultado es que, desmarcado de su programa básico y lanzado a navegar entre dos aguas,
surge desde sus filas una cantidad de dirigentes y parlamentarios que ven cómo se abre un
amplio horizonte para el ejercicio de la dialéctica más variada que los desliza hacia la
demagogia.
Si el Gobierno opta por la eficiencia como máxima propuesta a los chilenos, olvidando
realzar el camino de oportunidades que ofreció y que aseguró que es el que lleva a las
metas más cautivantes, su actuar sólo significará falta de certidumbres y horizontes de
confusión. Alejará las voluntades y debilitará las fortalezas que se requieren para sustentar
un rumbo hacia lo más alto.
Adolfo Ibáñez
Lunes 12 de Abril de 2010
Recursos
Agustín Squella
Viernes 09 de Julio de 2010
Un nuevo trato impostergable
Nuestro sistema de educación superior ha constituido más una preocupación que una prioridad para
los poderes del Estado que tendrían que intervenir en su reforma, y la mejor prueba de ello es que
15 de las 16 universidades estatales continúan regulándose por estatutos impuestos por el gobierno
militar que las intervino y puso en ellas a rectores delegados.
En educación superior se dispone ya de suficientes diagnósticos y proposiciones. La primera
Comisión pública al respecto data de 1990, mientras que la última entregó su informe en 2008. Sin
embargo, es muy poco lo que se ha avanzado para pasar de las propuestas a las decisiones.
Tratándose de educación superior, los diagnósticos y las propuestas han recorrido ya un largo
camino y alcanzado un estimable espesor, algo que no puede decirse de las decisiones que tienen
que ser tomadas en sede gubernamental y legislativa. La paralización de tales decisiones es
producto de la diversidad de intereses y de las contradictorias visiones que tienen los distintos
actores institucionales. Sin embargo, gobiernos y parlamentos no deberían eludir las decisiones sólo
porque no existe acuerdo en el contenido de éstas. Gobernar es decidir, y si la democracia opera con
la regla de mayoría, no queda más que aplicarla cuando el acuerdo no resulta posible.
Tratándose de universidades del Estado, la demora en adoptar políticas y decisiones ha sido mucho
más evidente. Tan evidente como inexcusable, puesto que se trata de instituciones del propio
Estado, respecto de las cuales éste debería permanecer menos indiferente. Y si lo que esas
universidades piden hoy al Estado es un nuevo trato, o sea, un acuerdo acerca de derechos y deberes
recíprocos, vea usted cómo el solo hecho de demandar eso, y no, de entrada, un trato preferente,
produce una inmediata e iracunda reacción de parte de establecimientos no estatales que muchas
veces no pasan de ser negocios educacionales orientados al enriquecimiento de sus dueños y a los
que el Estado no tendría por qué apoyar con recursos públicos. El argumento de que la provisión de
un bien público como la educación debe ir acompañada necesariamente de financiamiento estatal
podría llevar al absurdo de reclamar este tipo de financiamiento para panaderías, farmacias, y hasta
funerarias, que también suministran bienes de incuestionable interés público.
Chile es un país tan raro que sólo aquí es preciso argumentar a favor de un trato preferente del
Estado hacia sus propias universidades. Preferente, decimos, y no excluyente, porque un trato de ese
tipo no tiene por qué significar desatención de las instituciones privadas de educación superior. Un
trato preferente que se fundamenta no sólo en la propiedad de las universidades estatales y en la
efectiva ausencia de fines de lucro, sino en la circunstancia de que ellas son las que garantizan un
espacio público para el pluralismo en la educación superior, pluralismo que si para las universidades
privadas constituye una opción, para las estatales importa un deber.
El Presidente de la República se ha mostrado dispuesto a concordar un nuevo trato con las
universidades estatales, aunque resta por verse si se llegará o no a un trato preferente. Por lo mismo,
cabe esperar que las restantes universidades no se pongan en pie de guerra por el solo hecho de que
el Estado y sus universidades se apresten a sentarse a una misma mesa para debatir seria y
lealmente los términos de existencia y funcionamiento de 16 planteles tan indispensables para el
desarrollo del país como para la subsistencia de un pluralismo que universidades privadas a la
medida de los intereses económicos o confesionales de sus dueños, como es el caso de la mayoría,
no están en posición y ni siquiera en ánimo de satisfacer.