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Adolfo Ibáñez

Lunes 10 de Mayo de 2010


Signos

Las acciones humanas constituyen signos que nos develan las esencias. Ellas están llenas de
significados que nos iluminan. En el caso del gobierno que se inicia, sus primeros pasos son
particularmente decidores por cuanto muestran sus aspiraciones fundamentales. Más que
las declaraciones explícitas, y más allá de las urgencias impuestas por el terremoto, estos
primeros pasos aclaran en forma muy decidora el rumbo que lo orienta.
A muchos les ha llamado poderosamente la atención que sus propuestas apunten en una
dirección opuesta a las ideas de la Alianza y de lo planteado en la campaña presidencial.
Para otros, esta discordancia mostraría una flexibilidad que señalaría el rumbo
correspondiente a una derecha moderna, rejuvenecida y abierta a nuevas circunstancias e
ideas que, de alguna manera, la aproximaría a las posiciones pretendidamente progresistas
que la Concertación ha querido exhibir como exclusivas de ella. En esta última
combinación política se ha percibido, además, una cierta desazón porque el nuevo gobierno
habría tenido el coraje de plantear algunas medidas queridas por ellos y que no se
atrevieron a impulsar en su momento.
En resumen, el nuevo gobierno ha sorprendido con actos y hechos que no significan una
meta propia, sino que lo acercan al camino de la Concertación desgastada y derrotada.
Seguramente pretende limar asperezas con sus rivales para aprobar sus proyectos en el
Congreso en el menor tiempo posible, ya que la rapidez y eficiencia gubernativas están
presentes desde su primer momento como un signo predilecto.
Por este camino el Gobierno estaría dejando de ser quien es para ser otro diferente y sin
explicar claramente el porqué de sus opciones. Así sólo se gana el desprecio y el
endurecimiento de los opositores, y se debilita el apoyo de quienes lo llevaron al triunfo. El
resultado es que, desmarcado de su programa básico y lanzado a navegar entre dos aguas,
surge desde sus filas una cantidad de dirigentes y parlamentarios que ven cómo se abre un
amplio horizonte para el ejercicio de la dialéctica más variada que los desliza hacia la
demagogia.
Si el Gobierno opta por la eficiencia como máxima propuesta a los chilenos, olvidando
realzar el camino de oportunidades que ofreció y que aseguró que es el que lleva a las
metas más cautivantes, su actuar sólo significará falta de certidumbres y horizontes de
confusión. Alejará las voluntades y debilitará las fortalezas que se requieren para sustentar
un rumbo hacia lo más alto.
Adolfo Ibáñez
Lunes 12 de Abril de 2010
Recursos

La reconstrucción implica movilizar cuantiosos recursos. El ministro de Hacienda propuso


mayores impuestos, ahorros fiscales y reasignación presupuestaria. Él cumple con su
misión exponiendo las mejores alternativas técnicas, pero su plan constituye una solución
estatista, por cuanto se subentiende que la tarea le competerá sólo al Gobierno. Llama la
atención que la discusión se haya centrado exclusivamente en esta propuesta.
Ciertamente hay que reconstruir obras públicas y bienes fiscales. Pero hay diversas formas
de enfrentar su financiamiento y gestión. Ha faltado la voz superior del Presidente de la
República que señale la pauta fundamental para conducir este complejo y urgente proceso
de reconstrucción. Pocas veces puede un nuevo gobierno contar con una oportunidad como
la que abrió el terremoto y maremoto. Más aún cuando se trata de una combinación política
definida en torno a la necesidad de custodiar la libertad, la dignidad y las iniciativas
humanas, tan menoscabadas por las fuerzas estatistas que predominaron durante los 20 años
recién pasados, y que redujeron los ámbitos para expresar las potencialidades de las
personas.
Lo fundamental es preguntarse si ese financiamiento estatizado puede ser tan protagónico
frente a los postulados de ensanchar el campo de las oportunidades para las personas, tal
como lo sostuvo el actual Presidente durante la reciente campaña electoral. Todo señalaba
que ante la catástrofe telúrica, la ineludible reconstrucción se orientaría precisamente a
abrir espacio para la manifestación de la acción humana múltiple y creativa, reservándose el
Gobierno sólo la compleja y apasionante tarea de conducir y orientar tamaña empresa. En
vez de legislación pro impuestos, se requiere facilitar la participación de muchas personas,
empresas y organizaciones que se aúnen en torno al desafío común.
El principal recurso que hay que movilizar es el empuje de los chilenos: el del país entero,
que es el llamado a superar las adversidades agrupándose tras una gran tarea. El camino
fácil que afirma que la reconstrucción corresponde sólo al Gobierno con los recursos que
extrae de cada uno de los chilenos nos hundirá aún más en el continuismo de la
mediocridad y la decepción de los horizontes cerrados: futuro gris que fue rechazado para
abrir oportunidades. El país que surja de la reconstrucción nunca podrá ser mejor que el
anterior si no brota de la acción libre y mancomunada de todos.
Agustín Squella
Viernes 06 de Agosto de 2010
Bolívar, Bello y Chávez

Si siempre resulta presuntuoso y hasta abusivo invocar el nombre de Dios a favor de


planteamientos propios con los que se pretende convencer a los demás, algo similar ocurre
cuando lo que se invoca es el nombre de líderes largo tiempo muertos para apoyar causas
que hoy nos interesan. Quienes van por ahí nombrando a Dios o a algún político fenecido
para utilizarlos en apoyo de sus propias posiciones, cuentan con que, por distintos motivos,
aquél y éste guardarán absoluto silencio, impedidos de desmentir a quienes se aprovechan
de ellos con absoluto descaro. Algo parecido acontece con las invocaciones a un pretendido
derecho natural cada vez que se trata de producir derecho positivo, como si aquél hubiera
resuelto de antemano lo que legisladores y jueces tienen el deber de decidir en sus
respectivos campos de trabajo.
Todo lo cual menciono a raíz del sueño bolivariano que Chávez intenta llevar a cabo para
pesadilla de los venezolanos, un sueño prolongado hasta el delirio de considerarse un
enviado del viejo Libertador y de ordenar la exhumación de sus restos en medio de una
acción nocturna profusamente filmada y con trazos de inequívoca necrofilia.
Si la democracia estableciera reglas sólo para acceder al poder —elecciones libres,
periódicas, competitivas e informadas en las que puede participar toda la población adulta
—, el régimen de Chávez sería perfectamente democrático. Pero la democracia fija reglas
que condicionan también el ejercicio, el incremento y la conservación del poder, de manera
que un gobierno democrático en su origen puede dejar de serlo si pasa reiteradamente por
encima de las normas que regulan el ejercicio, incremento y conservación del poder. Tal
parece ser el caso de Chávez y otros mandatarios latinoamericanos con pretensiones
vitalicias, y que, una vez llegados al poder, vulneran las reglas de la democracia a la hora
de ejercerlo, incrementarlo o conservarlo, exponiéndose de esa manera a la crítica interna y
a la reprobación internacional. Una reprobación enteramente justificada —los estados de
América concordaron una Carta Democrática que se encuentra vigente—, y que no puede
ser eludida en nombre del ya desdibujado principio de no intervención que en su momento
utilizaron también las dictaduras militares de derecha para intentar sustraer a los ojos de la
comunidad internacional las violaciones masivas, sistemáticas y prolongadas a los derechos
humanos en que incurrieron sin el menor cargo de conciencia.
Bolívar no fue un buen alumno en la secundaria, y su familia tuvo que contratar a Andrés
Bello para que le diera lo que hoy llamamos clases particulares. Dotado de un
extraordinario talento, aunque de carácter ardoroso y maneras a veces extravagantes, el
futuro Libertador parece haberse aburrido bastante con los modos exigentes y circunspectos
de Bello, lo cual puede explicar que, andando el tiempo, Bolívar, ya instalado en el poder,
se mostrara poco receptivo a la carta que Bello le enviara desde Londres, en 1826,
contándole las penurias económicas por las cuales atravesaba.
La posterior vida y obra de Bello en Chile, a partir de 1829 y hasta su muerte en 1865, le
depararon gloria y honores, los mismos que, según cuenta la leyenda, le auguró el Cristo
del crucifijo que mantuvo durante su juventud en la casa familiar en Caracas, aunque yo
prefiero pensar que no le fueron concedidos por la divinidad y que se trató sólo de la justa y
humana recompensa por el denodado trabajo que el ilustre venezolano hizo entre nosotros,
en los más diversos campos, desde la política al derecho, desde el periodismo a la
gramática, y desde la educación a las relaciones internacionales, en un inusual y opulento
despliegue de talento en múltiples y hasta contrapuestas direcciones.

Agustín Squella
Viernes 09 de Julio de 2010
Un nuevo trato impostergable
Nuestro sistema de educación superior ha constituido más una preocupación que una prioridad para
los poderes del Estado que tendrían que intervenir en su reforma, y la mejor prueba de ello es que
15 de las 16 universidades estatales continúan regulándose por estatutos impuestos por el gobierno
militar que las intervino y puso en ellas a rectores delegados.
En educación superior se dispone ya de suficientes diagnósticos y proposiciones. La primera
Comisión pública al respecto data de 1990, mientras que la última entregó su informe en 2008. Sin
embargo, es muy poco lo que se ha avanzado para pasar de las propuestas a las decisiones.
Tratándose de educación superior, los diagnósticos y las propuestas han recorrido ya un largo
camino y alcanzado un estimable espesor, algo que no puede decirse de las decisiones que tienen
que ser tomadas en sede gubernamental y legislativa. La paralización de tales decisiones es
producto de la diversidad de intereses y de las contradictorias visiones que tienen los distintos
actores institucionales. Sin embargo, gobiernos y parlamentos no deberían eludir las decisiones sólo
porque no existe acuerdo en el contenido de éstas. Gobernar es decidir, y si la democracia opera con
la regla de mayoría, no queda más que aplicarla cuando el acuerdo no resulta posible.
Tratándose de universidades del Estado, la demora en adoptar políticas y decisiones ha sido mucho
más evidente. Tan evidente como inexcusable, puesto que se trata de instituciones del propio
Estado, respecto de las cuales éste debería permanecer menos indiferente. Y si lo que esas
universidades piden hoy al Estado es un nuevo trato, o sea, un acuerdo acerca de derechos y deberes
recíprocos, vea usted cómo el solo hecho de demandar eso, y no, de entrada, un trato preferente,
produce una inmediata e iracunda reacción de parte de establecimientos no estatales que muchas
veces no pasan de ser negocios educacionales orientados al enriquecimiento de sus dueños y a los
que el Estado no tendría por qué apoyar con recursos públicos. El argumento de que la provisión de
un bien público como la educación debe ir acompañada necesariamente de financiamiento estatal
podría llevar al absurdo de reclamar este tipo de financiamiento para panaderías, farmacias, y hasta
funerarias, que también suministran bienes de incuestionable interés público.
Chile es un país tan raro que sólo aquí es preciso argumentar a favor de un trato preferente del
Estado hacia sus propias universidades. Preferente, decimos, y no excluyente, porque un trato de ese
tipo no tiene por qué significar desatención de las instituciones privadas de educación superior. Un
trato preferente que se fundamenta no sólo en la propiedad de las universidades estatales y en la
efectiva ausencia de fines de lucro, sino en la circunstancia de que ellas son las que garantizan un
espacio público para el pluralismo en la educación superior, pluralismo que si para las universidades
privadas constituye una opción, para las estatales importa un deber.
El Presidente de la República se ha mostrado dispuesto a concordar un nuevo trato con las
universidades estatales, aunque resta por verse si se llegará o no a un trato preferente. Por lo mismo,
cabe esperar que las restantes universidades no se pongan en pie de guerra por el solo hecho de que
el Estado y sus universidades se apresten a sentarse a una misma mesa para debatir seria y
lealmente los términos de existencia y funcionamiento de 16 planteles tan indispensables para el
desarrollo del país como para la subsistencia de un pluralismo que universidades privadas a la
medida de los intereses económicos o confesionales de sus dueños, como es el caso de la mayoría,
no están en posición y ni siquiera en ánimo de satisfacer.

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