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¿Cuántas malas decisiones has tomado por hacerlas en caliente?

Por Ignacio Fernández | 2015-05-06

Hay mucho escrito sobre emociones e inteligencia emocional para la vida personal y
social. No obstante, es habitual que no sepamos qué es gestionar las emociones.
Entendemos que es importante el balance emocional-corporal-racional, aunque no
sabemos qué es ni cómo hacerlo.

Necesitamos distinguir que no estamos hablando de control sino que de gestión


emocional. El control implica un dique de contención que amordaza la emoción. El
control nos deja cansados, gastando la energía en detener “eso” que nos pasa.

Los pasos para gestionar las emociones son cinco:

1. Detenerse para sentir la emoción


Es conectar con tu sensación, abriendo la puerta a que esa señal que está en nuestro
cuerpo sea “escuchada” por la mente. Si estamos funcionando en piloto automático,
enajenados por algo, en un ritmo frenético que no se detiene en ningún estímulo y
consume información y datos a destajo, será imposible sentir. No hay mayor avance
que detenerse. Las señales del camino de crecimiento personal están dentro de uno.
Es necesario frenar, detenerse y escuchar para luego avanzar.

2. Ponerle nombre a la emoción.


Muchos no tenemos palabras para las emociones que sentimos. Para referirnos a
nuestro estado emocional usamos palabras como lata, afectado, chato, cargado, entre
otras. No tener el lenguaje de las emociones dificulta enormemente sentir en el
cuerpo y en la mente la alegría, tristeza, amor, rabia o lo que sea que sintamos. Sin
nombre no hay emoción que gestionar, sólo hay una intuición que se nos escapará
como agua entre los dedos. Nombrar una emoción es el primer paso para que la
mente pueda “tratar” con ella y dirigirla hacia un fin útil para mí.

3. Identificar el mensaje positivo de la emoción.


Como dicen los investigadores en Psicología Positiva, no hay emociones positivas o
negativas en sí mismas, buenas o malas. Todas las emociones tienen un mensaje
positivo de autoprotección y autocuidado. Nuestra tarea es escuchar y entender ese
mensaje, reflexionarlo y no actuar impulsivamente y sin filtro ante el primer destello
emocional.
La rabia, por ejemplo, no es en sí misma mala. Es una reacción agresiva ante un ataque
que uno siente que recibe sin justificación. La mayoría se concentra en pensar qué le
pasa al otro, cuando la primera pregunta es ¿qué es eso que me agrede?, ¿qué me
pasa a mí que eso me altera? Las emociones hablan en primer lugar de mí mismo y
luego de los otros. La rabia se vuelve negativa cuando ataco a otro sin pensar que,
antes de actuar, es necesario que observe las causas de mi turbación y enojo.

4. Dejar ir la intensidad de la emoción.


Sean positivas o negativas, las emociones tienen una intensidad emotiva que
habitualmente nos saca de nuestro centro reflexivo. No hay que tomar decisiones en el
éxtasis del entusiasmo ni en las sombras de la pena. La intensidad emocional está ahí
para decirnos que hay un tema o situación relevante para nosotros que requiere
nuestra atención y reflexión. La intensidad no tiene el sentido de encender un polvorín
y dejar un descalabro con una conducta impulsiva. Es la llamada de alerta para poner
la atención en el mensaje positivo de la emoción.
Cuando la mente se da cuenta que la intensidad de la emoción nos perturba y logra
identificarla, puedo respirar profundo y concentrarme para sacar de mi interior esa
incomodidad, dejando ir la intensidad de la emoción. Ante cualquier emoción intensa
es necesario respirar profundo durante 30 segundos, con los ojos cerrados y poniendo
la atención en la respiración. Eso hace que mis emociones se equilibren y mi mente
vuelva a tomar el lugar del conductor. Así me libero y hago un espacio dentro de mí,
me vacío, permitiendo que la emoción intensa no quede dentro mío, me habite,
controle ni contamine la reflexión lúcida y centrada del pensamiento. Así de simple, así
de efectivo.

Cuando digo “stop a esa intensidad emocional que me hace mal” permito que la mente
tome mejores decisiones y mi acción sea más efectiva. Las emociones en sí mismas
tienen el poder de descentrarnos con su alta intensidad. Una vez que dejamos ir la
emoción quedan los sentimientos estables que impulsan nuestra conducta sustentable
en el tiempo.

Por ejemplo, el entusiasmo te puede llevar a decir cosas o a hacer compromisos que
después, en la calma del silencio o la soledad, se te pueden aparecer como
desproporcionados, maníacos y exaltados. ¿En qué estaba que dije eso?
O la culpa. Nos podemos sentir las personas más despreciables por una intensidad
emocional puntual y exagerada, por ejemplo, cuando un hijo te dice “te odio” cuando
le pones un límite. Si nos enganchamos con la intensidad de la emoción y con el deseo
de ser queridos, relajaremos el límite, el hijo te sonreirá y le harás un daño al
confirmarle que eres manipulable por un ataque de culpa. Un padre-madre centrado
sabe que los hijos requieren pequeñas frustraciones y límites para aprender las normas
de convivencia, más allá de cualquier pena o culpa emocional de corto plazo.

5. Reflexionar y decidir qué hacer


Tomar una decisión con respecto al mensaje que me regala la emoción en el contexto
específico en el que estoy. Prudentemente, luego de esta reflexión, me muevo a la
acción. La secuencia es siento – pienso – actúo. El pensamiento es el mediador entre
mi mundo emocional y mis comportamientos, y mientras más entrenado tenga el
músculo de las gestión emocional, más efectivo y orientado a soluciones será mi
comportamiento, pues dará buena cuenta de mi sabiduría interior y su ajuste a las
personas, grupos y situaciones que vivo.

Esto es usar las emociones para mi propio crecimiento y para la construcción de


vínculos. Entender que la impulsividad es el peor de los consejeros. Que la intensidad
de la sensación debe dejarse ir para que la mente escuche qué es necesario hacer.
Ponerle atención y pensamiento a la emoción, administrarla y saber que dentro de mi
tengo un impulsor de acción. Si es de comportamiento centrado o extraviado depende
de mi capacidad de gestionar mis emociones.

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