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Nada más nacer en Israel la fiesta de Pascua, nace también con ella la
pregunta sobre su significado: ¿Qué significa este rito? (Ex 12, 26). Esta
pregunta, que se repite al comienzo de la cena pascual judía, acompañará la
historia de la fiesta, exigiendo de ella una comprensión cada vez más profunda.
Esta interpelación equivale a otra pregunta que también encontrarnos en las
fuentes cristianas. «¿Qué recordamos esta noche?», o twnbién: «¿Por qué
velamos en esta noche?» 1. Es una pregunta importante porque pennite
descubrir cuál es el acontecimiento salvífico que se encuentra en el origen de la
Pascua; en otras palabras, se trata de saber de qué es «memorial» la Pascua.
También para nosotros, los cristianos, esa pregunta puede ser un extraordinario
instrumento para lograr una comprensión cada vez más profunda del misterio
pascual y, sobre todo, para hacer nuestra la comprensión que otros antes que
nosotros han tenido de este misterio.
piten las fuentes bíblicas: «Deja libre a mi pueblo para que me sirva» (cfr. Ex 4,
23; 5, l).
Esta doble interpretación -la teológico y la antropológica- se mantiene a lo largo
de todo el Antiguo Testamento. En tiempos de Jesús encontramos esta diversa
situación. En eljudaísmo oficial palestinense, a la sombra del templo y del
sacerdocio judío, predomina la interpretación teológico: la Pascua conmemora,
ante todo, el paso de Dios. Hay un texto muy bello en donde la historia de la
salvación está resun-úda en cuatro acontecimientos fundamentales que son:
creación, sacrificio de Isaac, Pascua y escatología (las «cuatro noches»). En
este texto, la Pascua se describe como la «noche en la que Dios se manifestó
contra los egipcios y protegió a los primogénitos de Israel» 2. En este ambiente
-que fue el de Jesús- la Pascua presenta un aspecto fuertemente ritual y
sacrificial. Es decir, consiste en una liturgia concreta, cuyos momentos
esenciales son la inmolación del cordero en el templo, la tarde del 14 de Nisán,
y el banquete sacrificial en cada una de las fan-úlias, la noche siguiente,
durante la cena pascual. En eljudaísmo helenístico, o de la diáspora, predon-
úna, en cambio, la otra explicación, la antropológica. Aquí el acontecimiento
histórico central conmemorado por la Pascua es el paso del pueblo a través del
mar Rojo. Pero también éste queda relegado a un segundo plano, respecto al
significado alegórico del acontecimiento, que es «el paso del hombre de la
esclavitud a la libertad, del vicio a la virtud». El más conocido representante de
esta tendencia escribe: «La fiesta de Pascua es un recuerdo y una acción de
gracias por la máxima emigración de Egipto. Mas para aquellos que están
acostumbrados a transformar las cosas narradas en alegoría, la fiesta del Paso
significa la purificación del alma». «Propiamente hablando, la Pascua significa el
paso de toda pasión hacia lo que es inteligible y divino» 3. Emigración, éxodo,
paso,
salida: son imágenes de gran resonancia espiritual, especialmente si se
cua cristiana. Así fue cómo el retomo ant" de la Pascua acabó siendo
celebrado por los discípulos también como una fi,esta propia, cada vez más
consciente de su novedad.
¿Cómo se llegó a una transfonnacióri tan rápida y nítida de la institución
pascual del Antiguo al Nuevo Testamento, de Israel a la Iglesia? El punto de
encuentro fue, aparentemente, un dato puramente cronológico: Cristo había
muerto (y resucitado) en Jerusalén, con ocasión de una Pascua judía. Para el
evangelista Juan, además, se da una coincidencia horaria con el momento de la
inmolación de los corderos pascuales en el templo. Indudablemente, este dato
cronológico, por sí solo, no hubiera sido suficiente para obrar esa gran
transfonnación de la Pascua, si no hubiese intervenido también otro dato más
importante: el tipológico. Aquel acontecimiento -la inmolación de Cristo- era
considerado como la realización de todas las figuras y de todas las esperas
contenidas en la antigua Pascua. Melitón de Sardes expresa esta convicción
con un lenguaje que reproduce voluntariamente el lenguaje joanneo de la
encarnación, como si quisiera decir que el misterio pascual no es sino la línea
extrema y la conclusión coherente de un proceso iniciado con la encarnación:
2. La Pascua-pasión
tar perseguidos por todos y condenados a morir, celebramos la fiesta [de Pascua],
incluso entonces, y cada lugar de padecimiento de cada uno se nos convirtió en paraje
de asamblea festiva: campo, desierto, nave, albergue, cárcel. Pero la más
esplendoroso de todas las fiestas la celebraron los mártires perfectos, siendo admitidos
al festín celestial» 6.
El recuerdo de la pasión no está de ningún modo ausente entre aquellos que celebran
la Pascua el domingo. Del mismo modo, aquellos que celebraban la fiesta el 14 de
Nisán, en el aniversario de la pasión de Jesús, no descuidaban por ello la resurrección.
Éstos veían, de hecho, la muerte de Jesús tal como la concibe Juan, es decir como
«glorificación», como muerte gloriosa que contiene y anticipa ya la resurrección. En
esta era de martirio, al vocablo mismo de passio está inseparablemente asociada la
idea de victoria y de gloria y, por lo tanto, de resurrección. El mártir es admitido al
festín celes cec m arriba san Dionisio; es decir, hace aquí abajo su viernes santo y
celebra en el cielo su domingo de resurrección.
Así pues, en esta época antiquísima, el centro de la Pascua está constituido por la
muerte de Cristo; pero no por la muerte en sí misma, como hecho bruto, sino en cuanto
ella supuso la «muerte de la muerte»; «tragada ha sido la muerte en la victoria» (cfr. 1
Co 15, 54). La muerte de Cristo es concebida en su impetuosa «vitalidad» y fuerza de
salvación, por lo que -como dice san Ignacio de Antioquía- «su pasión es nuestra
resurrección» 7. Porque Jesús, además de hombre, era también Dios; y «quien por su
Espíritu no podía morir, acabó con la muerte homicida» 1.
Así pues, tanto si es contemplado desde el viernes santo -como hacen los
cuartodecimanos-, como si es contemplado desde el domingo -como hacen todos los
demás-, el misterio pascual cambia de perspectiva y de clima espiritual, pero no de
contenido teológico.
3. La Pascua-paso
tiempos del papa Dámaso. «Pascua -escribe- significa inmolación y no paso, como
algunos van diciendo. En efecto, primero viene la figura del Salvador y después el
signo de la salvación» 15. Con esto se quiere decir que la Pascua debe conmemorar
ante todo la causa de la salvación, que es la inmolación de Cristo, en vez de su efecto,
que es el paso del hombre.
Existe una dificultad de fondo que impide a estos autores alcanzar una unanimidad
en tomo al significado de la Pascua; dicha dificultad -todavía no percibida- consiste en
la diversidad existente entre el nombre y el contenido de la Pascua. Aquellos que
interpretaban la Pascua como paso explicaban el nombre de la Pascua y su continuidad
con la Pascua del Antiguo Testamento, sin embargo, no daban razón de su contenido n-
ústérico y de la novedad de la Pascua cristiana. Y por el contrario, aquellos que
explicaban la Pascua como pasión, daban razón del nuevo contenido de la Pascua
cristiana (la pasión y resurrección de Cristo), pero no conseguíanjustificar el nombre de
la Pascua y su relación con la antigua institución. ¿Por qué llamar a la pasión de Cristo
«Pascua», si Pascua significa paso?
En este punto muerto se encontraba la teología pascual cuando Agustín, en plena
madurez, afrontó el problema del significado de la Pascua cristiana. El santo de I-
lipona resolvió ese contraste entre las dos explicaciones que parecía insoluble. Lo hizo
con una mejor lectura de un texto de Juan. Pero oigámoslo con sus mismas palabras:
«El bienaventurado evangelista, explicándonos este nombre de Pascua, que traducido
en latín significa "paso", dijo: el día antes de
"Pascua sabiendo Jesús que había llegado la hora de "pasar" de
este mundo al Padre... ¡Éste es el paso! ¿De dónde y hacia dónde? De
este mundo al Padre» 16.
A partir de este texto, se alcanza finalmente el equilibrio y la síntesis entre pasión y
paso, entre Pascua de Dios y Pascua del hombre, en-
tre pasión y resurrección de Cristo; entre Pascua litúrgico y sacramental y Pascua moral
y ascética. Agustín se basa en un hecho que hasta ese momento se les había
escapado a los autores que se habían ocupado de la Pascua, es decir, el hecho de que
el Nuevo Testamento contiene, él mismo, una explicación del nombre de la Pascua.
Juan, acercando entre sí los términos «Pascua» y «pasar» (metabaino), ha tratado, en
efecto, de dar una interpretación y un contenido cristianos al nombre de la Pascua. No
pocos exegetas se inclinan también hoy a pensar que Agustín haya dado en el blanco.
De todos modos, después de Agustín y durante todo el medioevo, será ésta la
definición predilecta de la Pascua cristiana: «Paso de Jesús de este mundo al Padre».
Pero veamos de qué modo, en esa definición, se realizan las síntesis enunciadas más
arriba. El paso de Jesús de este mundo al Padre, abraza en una unidad muy estrecha
pasión y resurrección: es a través de su pasión como Jesús alcanza la gloria de la
resurrección. Ésta es la quintaesencia de la teología joannea (cfr. por ejemplo Jn 12, 20-
36) y de todo el Nuevo Testamento. «Mediante su pasión -escribe Agustín el Señorpasó
de la muerte a la vida» 17. Pasión y paso ya no son, pues, dos explicaciones
contrapuestas, sino articuladas entre sí. La Pascua cristiana es un transitus per
passionem: un paso a través de la pasión. Vienen a la memoria de inmediato las
palabras de Jesús a los discípulos de Emaús: ¿No era necesario, pues, que el Cristo
padeciese estas cosas y que así entrase en su gloria? (Lc 24, 26) y las palabras de
Pablo: Es necesario sufrir muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios (Hch 14,
22). «Pasión y resurrección del Señor, ésta es la verdadera Pascua», puede escribir ya
Agustín 18, llevando a término el proceso de cristianización de la Pascua antigua y
haciéndole abrazar, finalmente, con pleno derecho, tanto la pasión como la
resurrección de Cristo. En efecto, hasta esta época nadie había explicado
abiertamente el ténnino transitus referido a la resurrección de Cristo.
1. El misterio pascual
en el amor de Jesús por los suyos qtie lo empuja a dar la vida por ellos. El
evangelio deja de aparecer como lo que es en realidad -es decir, evangelio del
amor de Dios en Cristo- si se hace de Jesús una pura objetivación, una
expresión irresponsable e inconsciente del amor de Dios, en lugar de ver en él
la suprema subjetivación y personificación del amor del Padre. Esto es tan
cierto que Juan, al formular el misterio pascua], en vez de decir que Jesús
murió «por nuestros pecados», dice que murió «por amor»: «Habiendo amado
a los suyos que estaban en el mundo, los amó hayta elfin» (Jn 13, 1) y
también: Nadie tiene t,mor mayor que éste: da¡, la vida enfavor de sus amigos
(Jn 15, 13). Por otra parte, ambas cosas, es decir dar la vida por los pecados y
dar la vida por amor, son lo ni¡ smo: «Nos amó y (por esto) se entregó a sí
mismo por nosotros» (Cfr. Ga 2, 20; Ef 5, 2), o sea, por nuestros pecados.
Ya he dicho que la opinión contrzba es fruto de una lectura de la Escritura
radicalmente secularizada. ]Parte, efectivamente, del presupuesto de que
aquello que ha acontecido realmente en la historia, no se puede conocer más
que a través del estudio crítico y no a través de la revelación. Todo lo que no
es transmitido por una cadena ininterrumpida de testimonios escritos, o
aquello que excede lo que comúnrnente se pensaba y se esperaba del Mesías
en tiempos de Jesús, es considerado no histórico. De este modo, se acaba en
el absurdo de negar al hombre Jesús aquello que se observa normalmente en
la vida de los santos; esto es, que Dios haya podido revelarle de fon-na
directa, mediante iluminaciones, el sentido de su vida y de sus opciones.
Como si el Espíritu Santo no tuviera nada que ver cuando consideramos la
verdad histórica de la Escritura, como si Pablo dijera algo absurdo al afirmar
con fuerza que conocía «el pensa"ento de Cristo» (1 Co 2, 16), o como si el
Espíritu que revelaba al Apóstol el pensamiento de Clisto resucitado no
pudiera revelarle el Pcnsamiento de Jesús antes de la resurrección. Si es
verdad que «nadie conoce las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre
que está en él» (cfr. 1 Co 2, 1 l), es verdad también que nadie conoce las
cosas de Cristo, sino el Espíritu de Cris-
24 EL MISTERIO PASCUAL
to que estaba en él y que después inspiró las Escrituras. Pablo les podría
repetir a esos exegetas que hoy quieren imponemos «otro evangelio», privado
del amor de Jesucristo y de la compasión por nuestros pecados, lo mismo que
dijo a los Gálatas: Si alguno os predica un evangelio distinto del que habéis
recibido, sea anatema (Ga 1, 9).
La fe pascual de los cristianos requiere, pues, que se crea en estas tres cosas
a la vez: primero, que Jesús realmente murió y resucitó; segundo, que murió
por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación; tercero, que murió
por nuestros pecados sabiendo que moría por nuestros pecados; que murió por
amor, no a la fuerza ni por casualidad.
De este misterio pascual de muerte y resurrección, quiero profundizar en este
capítulo el primer aspecto, el de la muerte por nuestros pecados, reservando
para el siguiente capítulo la reflexión sobre la resurrección.
Escribió san Agustín: «No es cosa grande creer que Cristo murió. Esto también
lo creen los paganos, los judíos y todos los perversos. Todos creen que Cristo
murió. La fe de los cristianos consiste en creer en la resurrección de Cristo.
Tenemos por grande creer que Cristo resucitó» 1. Pero con esto, Agustín no sólo
quiere decir que la resurrección es más importante para nosotros que la
muerte, sino que también afinna que creer en la resurrección de Jesucristo es
más comprometido y más comprehensivo (quien cree que ha resucitado, cree
también que ha muerto), y por ello es también lo que identifica de manera
peculiar al verdadero creyente. Más aún, el mismo santo doctor dice que, de
las tres cosas simbolizadas por el triduo pascual -crucifixión, sepultura y
resurrección-, la más importante para nosotros, porque nos concieme más
directamente, es precisamente la simbolizada por el viernes santo, es decir, la
muerte: «El primer día, que significa la cruz, transcurre en la presente vida; los
que significan la sepultura y la resurrección los vivimos en fe y en esperanza» 2.
1. Enarr. Ps. 120, 6; CCL 40,179 1.
del Verbo que, en cuanto encarnado, pronuncia su «sí» a la voluntad divina (el
«tú») que él mismo tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo. Quien
dice «sí» y aquel al cual dice «sí» son la misma voluntad, considerada en dos
tiempos o dos estados diferentes: en el estado de Verbo encamado y en el
estado de Verbo eterno (la voluntad divina, en efecto, es una sola, y es común
a las tres personas divinas). El drama -si podemos hablar de drama- se
desarrolla más que entre Dios y el hombre, en el mismo seno de Dios, y la
razón de esto es porque todavía no se reconoce claramente la existencia en
Cristo también de una voluntad humana y libre. Ello explica por qué los
teólogos de esta escuela mostrarán siempre una cierta incomodidad al
ocuparse de este aspecto de la experiencia de Jesús, así como de otros
aspectos análogos (ignorancia del día de la parusía, tentaciones, crecin-úento
en sabidutía, etc.). A veces @omo ocurre en Atanasio y en lfilario de Poitiers-
la experiencia n-úsma es trivializada con el recurso a la explicación
«pedagógica», según la cual Jesús no tuvo miedo de verdad, ni lloró
verdaderamente, ni tampoco ignoraba en realidad el día de la parusía, sino
que quiso mostrarse en todo parecido a nosotros, para instruirnos y
edificamos.
Más válida, en este punto, es la interpretación de la escuela antioquena. Los
autores de esta escuela descubren una correspondencia entre lo que sucede
en el huerto de Getsemaní y lo que tiene lugar en el jardín del Edén. Si el
pecado consistió en el principio, y consiste todavía hoy, esencialmente, en un
acto libre con el que la voluntad del hombre desobedece a Dios, la redención
no podrá configurarse más que como una vuelta del hombre a la perfecta
obediencia y sumisión a Dios. Por otra parte, Pablo lo dice claramente: Como
por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores,
así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidosjustos (Rm
5, 19). Pero para que pueda darse dicha obediencia perfecta, es necesario
que exista un sujeto que obedece y un sujeto al que obedecer: ¡nadie puede
obedecerse a sí mismo! Aquí descubrimos, pues, quiénes son ese «yo» y ese
«tú» que resuenan en la frase de Jesús: es
MURIÓ POR NUESTROS PECADOS 27
el hombre Jesús que obedece a Dios. Es el Nuevo Adán que habla en nombre
de todos los hombres y se dirige finalmente a Dios para pronunciar ese «sí»
libre y filial, por el cual Dios creó, al comienzo, el cielo, la tierra y el hombre. Si
la salvación consiste en obedecer a Dios, se comprende el lugar tan importante
que la humanidad de Cristo ocupa en la redención. La humanidad de Cristo no
es sólo una «naturaleza» inerte, y ni siquiera un simple sujeto pasivo al que
atribuir todas las cosas «indignas de Dios» que hay en la vida de Cristo; sino
que, por el contrario, es un principio activo y libre, es un agente coesencial en
la obra de nuestra salvación; es un «obediente».
Pero también esta interpretación tan sugestiva tenía una grave laguna. Si
elfiat de Jesús en Getsemaní es esencialmente el «sí» de un hombre (el homo
assumptus), aunque sea el sí de un hombre unido indisolublemente al Hijo de
Dios, ¿cómo puede tener este «sí» un valor universal de modo que pueda
«constituirjustos» a todos los hombres? Jesús aparece más como un modelo
sublime de obediencia que como una «causa de salvación» intrínseca para
todos aquellos que le obedecen a él (cfr. Hb 5, 9). Es éste el límite no sólo de
la cristología antioquena, sino también de todas aquellas cristologías modernas
en las que el mismo Jesús no es claramente reconocido como Dios, y en donde
los actos redentores son concebidos como pertenecientes a la «persona
humana» de Jesús.
El desarrollo de la cristología colmó esa laguna, gracias sobre todo a la obra
de san Máximo el Confesor y al concilio Constantinopolitano III. San Máximo
volvió a plantearse la pregunta: ¿Quién es ese «yo» y ese «tú» de la oración de
Jesús en Getsemaní? Y respondió de una forma muy ilun-finadora: no es la
humanidad la que habla a la divinidad (antioquenos); ni tampoco es Dios que,
en cuanto Verbo encarnado, se habla a sí n-úsmo como Verbo eterno
(alejandrinos). El «yo» es el Verbo que habla, pero en nombre de la libre
voluntad humana que ha asumido; el «tú», en cambio, es la voluntad trinitaria
que el Verbo tiene en común con el Padre. En Jesús, el Verbo (Dios) obedece
humanamente al Padre. Y, sin embargo, no se anula el con-
28 EL MISTERIO PASCUAL
contrario, que podía vencer, no debía nada a nadie. Por eso ni uno ni otro
iniciaba la batalla, y el pecado reinaba, y así era imposible que surgiese para
nosotros la vida verdadera, ya que uno debía obtener la victoria, pero sólo el
otro podía alcanzarla. Por eso era necesario que uno y otro se unieran y que
en uno solo se encontraran unidas las dos naturalezas: la de aquel que debía
combatir y la de aquel que podía vencer. Y así sucedió. Dios se hace hombre
y hace suya la lucha en nombre de los hombres: siendo hombre, vence como
hombre al pecado, estando puro sin embargo de todo pecado por ser Dios»4.
¡Dios ha obedecido humanamente! Se comprende entonces el poder universal
de salvación que encierra elfiat de Jesús: es el acto humano de un Dios; un
acto divino-humano, teándrico. Esefiat, empleando la expresión de un salmo,
es verdaderamente «la roca de nuestra salvación» (Sal 95, l). La salvación de
todos nosotros reposa en él. Nadie puede poner un fundamento distinto de
éste (cfr. 1 Co 3, 1 l); quien vulnera este fundamento mina las bases mismas
de la fe cristiana porque le quita su carácter absoluto y universal.
Pero volvamos un momento a la frase de Jesús: «No se haga lo que yo quiero,
sino lo que tú quieres». En el paso misterioso de ese «yo» a ese «tú» se
encierra el verdadero, definitivo y universal éxodo pascual de la humanidad.
Es éste el paso del verdadero mar Rojo; un paso entre dos orillas que se han
aproximado mucho, pero entre las que media un verdadero abismo; se trata
en efecto de pasar de la voluntad humana a la voluntad divina, de la rebelión
a la obediencia. Seguir a Jesús en este éxodo significa pasar del «yo» viejo al
«yo» nuevo, pasar de «mí» a los otros; de este mundo al Padre.
Decía que en ese paso del «yo» al «tú» de la oración de Jesús hay
un abismo de por medio. Para lanzar una mirada a este abismo, ya no
Sería bueno paramos aquí y no tratar de ir más lejos con nuestra mirada,
sino hacerlo sólo con el corazón. Ahora sabemos lo que le, costó a Jesús
pronunciar sufiat y a qué dijo estefiat. Dijo «sí» a beber el cáliz de la justicia y
de la santidad de Dios por todos nosotros, Dijo «sí» también a su pasión real, si
entendemos la pasión no como el resultado de causas accidentales y políticas,
sino como el resultado del pecado. Dijo «sí», en definitiva, a realizar sobre sí
mismo el destino del Siervo de Yahvé:
¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los
que soportaba!... Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por
nuestras culpas.
Él soportó el castigo que nos trae la paz (ls 53, 4ss.).
concedido su complacencia en tal medida, que ésta se desborda sobre todos los
hombres; en él son bendecidas todas las estirpes de las naciones, por su
obediencia, todos son «constituidos justos» (Rm 5, 19).
5. Pensaiiiieiitos, 806.
MURIÓ POR @STROS PECADOS 35
el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidwnente el ser igual a Dios, sino
que se anonadó a sí mismo tomando forma de siervo, hecho a la semejanza de
hombre, y hallado en la condición de hombre. Se hun-úlló a sí mismo, hecho
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
Por lo cual Dios le exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.
Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es
Señor para gloria de Dios Padre».
iii
* Esta meditación -al igual que todas las que contiene este libro- fue
pronunciada por primera vez en la Casa Pontificia, en presencia del Papa.
38 EL MISTERIO PASCUAL
Nada ha podido impedir que llegara la Pascua este aflo, nada impedirá que
vuelva a llegar tarnbién el próximo aiío, hasta su vuelta definitiva. Nada le
puede impedir a la Iglesia repetir en cada n-fisa: «Anunciamos tu muerte,
proclamamos tu resurrección, ven Seiíor Jesús».
Como hemos visto, fue Agustín quien hizo posible la superación de estas
dificultades. Él fue quien descubrió que Juan había dado una nueva
interpretación del término Pascua: el paso de Cristo «de este mundo al Padre»
(Jn 13, l). Sobre esta base, extendió el concepto de Pascua hasta alcanzar
también con él la resurrección de Cristo y formular el misterio pascual como
nústerio de pasión y resurrección a la vez, de muerte y de vida; es más, de paso
de la muerte a la vida. «El Señor pasó, por la pasión, de la muerte a la vida, y
se hizo camino a los creyentes en su resurrección para que nosotros pasemos
igualmente de la muerte a la vida» 6. «Pasión y resurrección del Señor, ésta es
la verdadera Pascua», exclama todavía san Agustín 7. «Pascua es el día en que
celebramos conjuntamente la pasión y la resurrección del Señor» 8. En el plano
de la fe, Agustín pone la resurrección de Cristo por encima de la misma muerte,
escribiendo: «La fe de los cristianos consiste en creer en la resurrección de
Cristo» 9.
Muerte y resurrección unidas constituyen, pues, el misterio pascual. Pero no
como dos realidades o momentos yuxtapuestos, que se equilibran o que
simplemente se suceden, sino más bien como un movi"ento, como un paso de
uno a otro. Algo dinámico, que indica el dinamismo profundo de la redención
que consiste en hacemos pasar de la muerte a la vida, del dolor a la alegría.
Más que un «hecho», la Pascua es unfieri -un hacerse-, un movimiento que no
se puede detener. Así pues, ella misma muestra una tendencia a la
resurrección, se realiza y se cumple sólo en la resurrección. Una Pascua de
pasión sin la resurrección, sería una pregunta sin respuesta, una noche que no
termina en el alba de un nuevo día; sería fin, en vez de con-fienzo de todo.
Después de haber hablado de la muerte de Cristo en el capítulo anterior, ha
llegado ahora el momento de hablar de su resurrección, completando así
nuestro estudio del misterio pascual «en la historia».
Con la pasión y la muerte de Jesús, esa luz que se había ido encendiendo en
el alma de los discípulos no resiste la prueba de su trágico fin. La más total
oscuridad lo cubre todo. Se había estado muy cerca de reconocerlo como el
enviado de Dios, como alguien que era más que todos los profetas. Ahora ya
no se sabe qué pensar. El estado de ánimo de los discípulos nos es descrito
por Lucas en el episodio de los dos discípulos de Emaús: Nosotros
esperábamos que sería él .. pero llevamos ya tres días desde que esto pasó
(Lc 24, 2 l). Nos encontramos en un punto muerto de la fe. El caso Jesús es
considerado cerrado.
Ahora -siempre en calidad de historiadores- trasladémonos a algún año
después. ¿Qué vemos? Un grupo de hombres -el mismo que había estado con
Jesús- que, de viva voz y por escrito, proclama que Jesús de Nazaret es el
Mesías, el Señor, el Hijo de Dios; que él está vivo y que vendrá a juzgar el
mundo. El caso Jesús no sólo queda abierto de nuevo, sino que en un breve
período de tiempo alcanza una dimensión increíblemente profunda y universal.
Aquel hombre interesa no sólo al pueblo judío, sino a los hombres de todos los
tiempos. La piedra que desecharon los arquitectos -dice san Pedro- es ahora
la piedra angular (1 P 2, 4), esto es, principio de una nueva humanidad. De
ahora en adelante, ya no hay ningún otro nombre dado a los hombres bajo el
cielo, en el cual sea posible ser salvados, sino el de Jesús de Nazaret (cfr. Hch
4, 12).
¿Qué ha sucedido? ¿Qué es lo que ha determinado un cambio tal por el que
los mismos hombres que antes habían renegado de Jesús o habían huido,
ahora dicen en público estas cosas, fundan Iglesias en nombre de Jesús y,
tranquilamente, se de . an apresar, flagelar y matar por él? Ellos nos dan una
respuesta a coro: «¡Ha resucitado!» El último acto que puede cumplir el
historiador, antes de ceder la palabra a la fe, es verificar esa respuesta: ir
también él al sepulcro, como las piadosas mujeres, para ver cómo están las
cosas.
La resurrección es un acontecimiento histórico, en un sentido muy
particular. Está al límite de la historia, como esa sutilísima separación que
divide el mar de la tierra finne. Está dentro y fuera al mismo tiem-
46 EL MISTERIO PASCUAL
po. Con ella la historia se abre a lo que está más allá de la historia, a la
escatología. Es por lo tanto, en cierto sentido, la ruptura de la historia y su
superación, del n-úsmo modo que la creación supone su comienzo. Esto hace
que la resurrección sea un acontecin-úento en sí mismo no testificable y que
desborda nuestras categorías mentales, que están ligadas a la experiencia del
tiempo y del espacio. Y de hecho, nadie asiste al instante en que Jesús
resucita. Nadie puede decir que ha visto resucitar a Jesús, sino tan sólo que lo
ha visto resucitado. La resuffección, pues, se conoce a posterior¡, después.
Exactamente como ocurre con la encarnación en el seno de María. Es la
presencia ffsica del Verbo en M@a la que demuestra el hecho de su
encarnación; del n-úsmo modo, es la presencia espiritual de Cristo en la
comunidad, hecha visible por las apariciones, la que demuestra que ha
resucitado. Esto explica el hecho de que ningún historiador profano mencione
la resurrección. Tácito, que recuerda también la muerte de un cierto Cristo en
tiempos de Poncio Pilato 10, calla la resurrección. Aquel acontecimiento no
tenía relevancia ni sentido, sino para quien experimentaba sus consecuencias,
en el seno de la comunidad.
¿En qué sentido, entonces, hablamos de una aproximación histórica a la
resurrección? Lo que se ofrece a la consideración del historiador y le permite
hablar de la resurrección, son dos hechos: el primero, la inesperada e
inexplicable fe de los discípulos, una fe tan tenaz como para resistir la prueba
del martirio; el segundo, la explicación que los interesados -esto es, los
discípulos- nos han dejado de dicha fe. «En el momento decisivo, cuando Jesús
fue capturado y ajusticiado, los discípulos no nutrían espera alguna de una
resurrección. Éstos huyeron y dieron por concluido el caso Jesús. Algo debió de
suceder entonces, algo que en poco tiempo no sólo provocó el cambio radical
de su estado de ánimo, sino que los llevó también a una actividad totalmente
nueva y a la fundación de la Iglesia. Este "algo" es el núcleo histórico de la
de algo que no tiene analogía en la experiencia humana y, por tanto, debe ser
expresado con tén-ninos impropios o figurados. La resurrección de Cristo es
algo completamente distinto de todas las demás resurrecciones de muertos
conocidas, incluidas las que fueron realizadas por Jesús mismo durante su vida;
éstas son sólo un aplazamiento, o un retraso de la muerte. En cambio, la
resurrección de Jesús es la victoria definitiva e irreversible sobre la muerte.
Se apareció (en griego, ophthe), en el sentido de «se mostró», fue hecho visible
por Dios. De este ténnino sólo se puede deducir que los testimonios están
convencidos de la identidad entre el crucificado que dejaron en el Gólgota y
aquel que se apareció después. Se trata de una experiencia muy fuerte y
concreta, por la que «no pueden dejar de hablar» (Hch 4, 20). Quien la ha
realizado está seguro de haber encontrado personalmente a Jesús de Nazaret,
no a un fantasma. Pablo dice que algunos todavía viven, remitiendo así
tácitamente a éstos al lector que quisiera asegurarse de ello. La experiencia
hecha por los demás, es confinnada por la propia experiencia: «se me apareció
también a mí».
12. Cfr. R. BULTMANN, Glauben und Verstehen, 11, Tubinga 1938, 258.
«¡ES VERDAD! ¡EL SEÑOR HA RESUCITAW!» 51
critura ni con el dogma. Los n-úsmos argumentos que se hacen valer contra la
posibilidad de la resurrección, actuarían también contra la encamación. Los padres de
la Iglesia no se equivocaban al aproximar estrechamente la encarnación y la
resurrección, demostrando una con la otra. Del n-úsmo modo que la presencia corporal
del Verbo en el seno de Maiía demuestra la encarnación, así también la presencia
espiritual de Cristo en la comunidad postpascual, hecha visible por las apariciones,
demuestra su resurrección. Como el Verbo entró en el mundo sin violar la virginidad de
la madre, así entró en el cenáculo con las puertas cerradas. ¿Se puede admitir una
encarnación real y una unión hipostática como las definidas por los antiguos concilios y
profesadas por los cristianos en su credo para negar después la resurrección? El
desmoronamiento de la fe, en este caso, no se queda sólo en la encarnación, sino que
quita de en medio inexorablemente incluso la Trinidad, porque nosotros no conocemos
al Hijo sino en virtud de la encarnación.
Negado el carácter histórico, es decir el carácter objetivo y no sólo subjetivo, de la
resurrección, el nacin-úento de la Iglesia y de la fe, se convierte en un misterio más
inexplicable aún que la resurrección misma. El mismo autor que niega toda relevancia
al Jesús histórico y hace depender todo el cristianismo de la experiencia pascua] de los
apóstoles, trivializa después esta experiencia pascual, haciendo de ella un hecho
interior más o menos visionario. Se ha apuntado, justamente: «La idea de que el
imponente edificio de la historia del cristianismo sea como una enon-ne pirámide
puesta en vilo sobre un hecho insignificante, es ciertamente menos creíble,que la
afinnación de que el aconteci"ento en su conjunto -esto es, el dato de hecho más el
significado inherente al mismo- haya ocupado realmente un lugar en la historia
paragonable al que le atribuye el Nuevo Testamento» 13.
¿Cuál es entonces el punto de llegada de la investigación histórica a propósito de la
resurrección? Podemos verlo en las palabras de los discípulos de Emaús: Algunos
discípulos, la mañana de Pascua, fue-
ron al sepulcro de Jesús y vieron que todo estaba como habían contado las
mujeres, que fueron antes que ellos, «pero a él no lo vieron». También la
historia se acerca al sepulcro de Jesús y debe constatar que todo está como
dijeron los testigos. Pero a él, al Resucitado, no lo ve. No es suficiente la
constatación histórica, hay que ver al Resucitado y esto no lo puede ofrecer la
historia, sino sólo la fe 14. Por otro lado, les sucedió lo mismo a los testigos de
aquellos tiempos. También para ellos fue necesario dar un salto. De las
apariciones y, quizá, del sepulcro vacío que son hechos históricos, llegaron a la
afirmación: «Dios lo ha resucitado», que es una afirmación de fe. Y, en cuanto
afinnación de fe, más que una conquista es un don. Y de hecho vemos en el
Evangelio que no todos ven al Resucitado, sino sólo aquellos a quienes él se da
a conocer. Los discípulos de Emaús habían caminado con él sin reconocerlo
hasta que, cuando él quiso y cuando sus corazones estaban preparados para
acoger la gracia, «se les abrieron los ojos y le reconocieron» (Lc 24, 30).
citó al tercer día (Hch 10, 38ss.). En la cruz el Padre parecía haber
desautorizado a Jesús, hasta arrancarle aquel grito de angustia: «Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?»; pero ahora, resucitándolo, el Padre
demuestra identificarse con el crucificado y con su causa. Desde ese momento,
sólo será posible ver al crucificado «en la gloria del Padre» y contemplar la
gloria del Padre en el rostro del crucificado. La resurrección es, pues, como un
faro enfocado más allá de la Pascua, sobre la vida terrena de Jesús. A su luz los
discípulos han recordado, comprendido y fijado las palabras y los gestos
realizados por Jesús; sobre todo ese último gesto misterioso, cuando tomó el
pan, lo partió y les dijo: «Tomad y comed, éste es mi cuerpo entregado por
vosotros».
La resurrección eleva a un estado nuevo las mismas palabras pronunciadas en
vida por Jesús y recogidas en el Evangelio, sustrayéndolas a su tiempo histórico
y elevándolas a la categoría de absoluto universal. Ya no se trata sólo de una
enseñanza sapiencias o profético, sino que aparecen tal como son: «palabras
que no pasan», Palabra de Dios. Jesús había proclamado durante su vida: «El
reino de Dios está cerca». Éste había sido el centro de su mensaje, el corazón
de su anuncio. La resurrección nos da testimonio de que no se ha equivocado:
con Jesucristo, muerto y resucitado, ha llegado el reino de Dios. El fin ya ha
empezado; poco importa cuándo se concluirá, si dentro de pocos años como
pensaron los primeros testigos, o dentro de miles de n-úllones de años.
En los dos capítulos anteriores, he ilustrado la Pascua de Cristo, esto es, su paso de
este mundo al Padre a través del abismo de su pasión y a través de su resurrección.
Esta Pascua de Cristo se prolonga y se perpetua en la Iglesia de dos modos, o en dos
planos distintos, si bien están íntimamente relacionados entre sí. El primero es elplano
litúrgico y comunitario que podríamos llwnar plano objetivo, o también plano n-ústérico
porque se realiza principalmente en los «nústerios», es decir, en los sacramentos. A
este plano pertenecen, además de la fiesta anual de Pascua, los sacramentos del
bautismo, eucaristía y penitencia, en la medida en que también este último es un
sacramento pascual. El segundo es el plano existencias y personal, que podríamos
definir como plano subjetivo, o también plano moral porque se realiza a través del
esfuerzo moral y ascético del cristiano. A este segundo plano pertenece el discurso
sobre la conversión, la purificación y, en general, eso que los padres de la Iglesia
definen como «el paso de los vicios a la virtud, de la culpa a la gracia».
60 EL MISTERIO PASCUAL
Desde el punto de vista de los ritos, desde los orígenes hasta mediados del
siglo IV, la Pascua de la Iglesia se presenta con una fisionoida muy simple.
Todo gira en torno a la vigilia pascual que se celebra en la noche entre el
sábado y el domingo (para los cuatordecimanos, en la noche entre el 13 y el
14 de Nisán), precedida por uno o más días de ayuno. La vigilia comienza en
la puesta del sol y termina a la mañana siguiente, con el canto del gallo,
celebrando la eucaristía. Durante la vigilia se adn-únistra el bautismo, se leen
pasajes de la Bibha, entre los que nunca está ausente el relato de Ex 12 (hoy,
por desgracia, ha desaparecido de la vigilia), se cantan himnos y el obispo
pronun-
62 EL MISTERIO PASCUAL
cia la homilía. En este período más antiguo, también la vigilia, como toda la
Pascua, tiene un contenido cristológico, más que moral o ascético. Es,
literalmente, una «vigilia del Señor» (Ex 12, 42) y no una vigilia del hombre. Y
lo que quiere decir «vigilia del Señor», nos lo explica de forma insuperable san
Cromacio de Aquileya en este sermón para la noche pascual: «Todas las vigilias
que se celebran en honor del Señor son gratas a Dios; pero esta vigilia está por
encima de todas las demás vigilias. Ésta se llama, por antonomasia, "la vigilia
del Señor". Está escrito: Esta misma noche será la noche de guardia en honor
de Yahvé para todos los hijos de Israel (Ex 12, 42). Por derecho propio, esta
noche se llama "vigilia del Señor"; él, en efecto, veló durante su vida para que
nosotros no nos durmiéramos en la muerte. En el misterio de la pasión, él se
sometió por nosotros al sueño de la muerte, pero aquel sueño del Señor se ha
convertido en la vigilia de todo el mundo, dado que la muerte de Cristo ha
expulsado de nosotros el sueño de la muerte eterna. Es lo que él mismo dice
por medio del profeta: Me acosté y me dormí. En esto me desperté y vi que mi
sueño era sabroso para mí (cfr. Sal 3, 6; Jr 3 1, 26). Ciertamente aquel sueño
de Cristo se ha hecho sabroso porque nos ha llamado de la muerte amarga a la
dulce vida. Finalmente, esta noche se llama "vigilia del Señor" porque él veló
también en su mismo sueño de la muerte. Él mismo lo indica por boca de
Salomón cuando dice: Yo dormía, ero mi . corazón velaba (Ct 5, 2),
aludiendo abiertamente al misterio de su divinidad y de su carne.
Dunnió en su carne, pero veló en su divinidad, que no podía dormir.
De la divinidad de Cristo leemos: No duerme ni donnita el guardián de
Israel (Sal 121, 4). Por esta razón dijo: Yo donnía pero mi corazón
velaba. En efecto, en el sueño de su muerte, él dunnió según la carne,
pero con su divinidad inspeccionaba los inflemos, para arrancar de allí
al hombre que estaba prisionero. Nuestro Señor y Salvador quiso
visitar todos los lugares para tener piedad de todos. Desde el cielo
descendió a la tierra para visitar el mundo; de la tierra descendió a los
inflemos para iluminar a aquellos que estaban encerrados en los
inflemos, según lo que
«HACED ESTO EN MEMORIA MíA» 63
dice el profeta: Sobre los que vivían en tierra de sombras brilló una
luz (cfr. Is 9, l). Así pues, es justo que sea llamada "vigilia del Señor"
esta noche en la que él ha iluminado no sólo este mundo, sino también
a todos aquellos que se contaban entre los muertos» 3.
Como vemos, la vigilia pascual es «vigilia del Señor» en dos sentidos:
en el sentido de que el sueiío de la muerte del Señor proporcionó la
vigilia, esto es, la vida a todo el mundo; y en el sentido de que n-
úentras su humanidad «dormía» en la muerte, su divinidad -el
corazón- velaba, es decir, estaba viva. El misterio pascual aparece,
una vez más anclado en el misterio cristológico, esto es, en la
estructura de la persona de Cristo, hombre y Dios. Porque Cristo era
Dios y hombre, podía donnir y velar -esto es, morir y estar vivo-; podía
al mismo tiempo donnir como hombre y velar como Dios, sufrir la
muerte como hombre y dar la vida como Dios.
Estaba hablando de la homilía del obispo. Era un resumen de toda la
historia de la salvación y, más concretamente, de toda la vida y de
todo el misterio de Jesucristo, desde la encarnación hasta su ascensión
al cielo. Y se comprende también por qué. En este período, no
existían durante el año otras fiestas si exceptuamos la Pascua; ni
siquiera la fiesta de Navidad, que aparecerá a principios del siglo IV
Todo estaba centrado en la Pascua. La Pascua era una celebración
sintética, en el sentido de que todos los acontecimientos pascuales se
celebraban juntos, en su propia unidad dialéctica de muerte-vida,
como un único misterio.
A partir del siglo IV, se añade a esta celebración sintética una
celebración analítica o historizada, esto es, una celebración que
distribuye los acontecimientos, celebrando cada uno de ellos en el día
en que había acontecido históricamente (la institución de la eucaristía,
el jueves santo; la pasión, el viernes; la resurrección, el domingo; la
ascensión, el cuadragésimo día; ... etc.). En poco tiempo se pasa de la
«fiesta» de Pascua al «ciclo pascua]», que antes de Pascua comprendía la
do con él, hoy con él soy resucitado» 7. También el sacramento se convierte, así,
en acontecimiento; pero se trata de un acontecimiento espiritual, no de un
acontecin-úento histórico. Recuerdo la primera Pascua celebrada en su fon-na
renovada, en los años 50. Para mí fue verdaderamente un acontecimiento
espiritual; tenía la sensación de haber celebrado la Pascua por primera vez en
ni¡ vida; finalmente, había sido «apresado» por la liturgia. Cuando llegó el
domingo de resurrección sentía que había pasado, como Jesús, a través del
viernes de pasión y la espera en el sepulcro del sábado santo. Todo parecía
más luminoso, hasta el sonido de las campanas.
Sin embargo, no quedaba todo resuelto con la distinción entre acontecirniento y
sacramento. Si la Pascua de la Iglesia -tal como afirtna toda la tradición
antigua- consiste esencialmente en la eucaristía, se planteaba un problema:
¿qué relación existe entre la eucaristía que se celebra cada domingo y la Pascua
que se celebra una sola vez al año? Éste era un problema nuevo, propio del
cristianismo. La liturgia judía conocía sólo un memorial anual de la Pascua, no
un memorial semanal. En algunos sectores de la cristiandad -especialmente
entre los griegos-, el deseo de distinguir lo más posible la Pascua cristiana de la
Pascuajudía (debido también a algunas divergencias entrejudíos y cristianos
sobre el cómputo pascual) llevó a acentuar hasta tal punto la Pascua semanal y
cotidiana, que debilitó la importancia de la solemnidad anual. «La Pascua
-escribe Juan Crisóstomo- se hace tres veces a la semana, alguna vez hasta
cuatro veces, o incluso cada vez que se quiere... La Pascua, en efecto, no
consiste en el ayuno, sino en la oblación que se hace en cada asamblea... Por
ello, cada vez que te acercas con conciencia pura, tú haces Pascua» ".
Pero ésta era una solución excesiva que, tomada al pie de la letra, ya no
conservaba el significado de la fiesta anual de Pascua, sino que más bien
destruía la idea misma de «solemnidad», entendida como ce-
12.1,3; PG 150,501.
Se comprende así, cómo san Ambrosio haya podido decir: «Te has mostrado a
mí, oh Cristo, cara a cara. Yo te he encontrado en tus sacramentos» 16. Se
podrían mulúphcar los ejemplos de este tipo. El Exultet pascual, con ese grito
de júbilo en el centro que comienza con las palabras: ofelix culpa!, nos da una
idea de cómo debían de ser estas antiguas celebraciones pascuales, y de
cuánto entusiasmo y esperanza eran capaces de suscitar entre los fieles. Si con
sólo oír entonar hoy el Exultet en la vigilia pascual sentimos un escalofrío que
recorre todo nuestro cuerpo, pensemos lo que debió suponer cuando resonó por
primera vez en una asamblea reunida alrededor de su obispo. Me viene a la
memoria también un sennón pronunciado por san Agustín durante una vigilia
pascual, del que se saca la impresión de que tanto el obispo como el pueblo
gustan con antelación de la Pascua de la Jerusalén celeste: «Ved qué alegría,
hermanos míos; alegría por vuestra asistencia, alegría de cantar salmos e
himnos, alegría de recordar la pasión y resurrección de Cristo, alegría de
esperar la vida futura. Si el simple esperarla nos causa tanta alegría, ¿qué será
el poseerla? Cuando estos días escuchamos el Aleluya, ¡cómo se transfonna el
espíritu! ¿No es como si gustáramos un algo de aquella ciudad celestial?» 17. Se
entiende cómo los fieles que tenían la fortuna de tener tales pastores y tales
liturgias esperaran con santa impaciencia la llegada de la vigilia pascual,
«madre de todas las santas vigilias», y se dijeran unos a otros aquellas palabras
que han llegado hasta nosotros: «¿Cuándo será la vigilia? ¡Dentro de tantos días
será la vigilia!» 18
¿Cuál era el secreto de esta extraordinaria fuerza que poseían los ritos?
Pienso que una razón sería, quizá, sin duda, la fe y la santidad de los pastores.
Sin embargo, también entonces había miserias y no todos los obispos eran
santos o poetas. Entonces... ¿qué podemos pensar? Sencillamente, dejaban
mucho espacio a la acción del Espíritu Santo,
la lengua del pueblo (los santos padres no utilizaban el griego o el latín porque
era la lengua universal de entonces, sino porque era «su» lengua, ¡la lengua de
la gente!). Tan sólo es necesario meter en estos «odres nuevos» que son los
ritos renovados de la Pascua, el vino siempre nuevo de la fe y del Espíritu
Santo. Los sacerdotes que presiden la liturgia pueden ser de gran ayuda para la
asamblea en esta tarea. Viéndoles a ellos, los fieles deberían poder darse
cuenta de que la piel de su rostro está radiante a causa del diálogo con Dios,
como lo estaba la de Moisés (cfr. Ex 34,29).
Que el Seiíor nos conceda poder exclamar también nosotros, al salir de los ritos
de Pascua, lo que dijeron los primeros discípulos a Tomás, que estaba ausente:
«¡Hemos visto al Señor!»
v
«¡FELIZ LA CULPA!»
viva es aquella que brota del ver y el oír a la vez. Así lo pone de refleve san
Cirilo de Jerusalén: «También en el pasado -decía a los neófitos- deseaba
hablaros de estos misterios espirituales y celestiales. Pero como sabía que es
más fácil creer lo que se ve que aquello que tan sólo se oye, esperé hasta este
momento. Ahora que la experiencia os ha preparado mejor para comprender lo
que se os dirá, podré guiaros hacia el espléndido y perfumado prado de este
paraíso» 3.
Lo específico de la catequesis mistagógica, aquello que la distingue de
cualquier otro tipo de catequesis, no es, por tanto, el hecho de relacionar entre
sí figuras y realidades; es decir, los tipos del Antiguo Testamento con las
realidades cristianas. Esto constituye el elemento tipológico que es común a
cualquier catequesis patrística. Basta confrontar entre sí las catequesis
prebautismales, atribuidas al mismo san Cirilo' con sus cinco catequesis
mistagógicas para darse cuenta de que la explicación tipológica está incluso
más presente en las primeras que en las segundas. Lo específico de la
catequesis mistagógica consiste en otro tipo de relación que incluye también la
explicación tipológica como una más de sus partes. Precisamente en la relación
que se establece entre los acontecimientos de la historia de la salvación
-prefigurados primero y realizados después, es decir, figuras y realidades a la
vez- y los ritos que hacen operantes y renuevan en el presente esos mismos
acontecimientos. En otras palabras, consiste en la explicación del rito
realizado, entendiendo sin embargo por «explicación» no cualquier
interpretación personal, alegóiica o edificante, sino el nexo eficaz que existe
entre dicho rito y el acontecinúento. Es el principio que la teología sacramental
latina ha expresado con el célebre axioma: Significando causant, mientras
simbolizan confieren, o confieren aquello que significan. Reproduciendo en
imagen la muerte y la resurrección de Clisto nosotros no sólo conseguimos la
inwgen de la salvación, sino su realidad.
La mistagogia pascualjudía
Ahora es importante darse cuenta de que este esquema nace con la Pascua. Y
cuando -se lee en el libro del Éxodo- os pregunten vuestros hijos: ¿ Qué
significa para vosotros este rito 21 responderéis: Éste es el sacrificio de la
Pascua de Yahvé, que pasó de largo por las casas de los israelitas en Egipto
cuando hirió a los egipcios y salvó nuestras casas (Ex 12, 26-27). Aquí tenemos
la explicación de algunos ritos y signos en relación a algunos acontecimientos
pasados, realizada en el marco de una liturgia de iniciación o de
conmemoración. Es decir, tenemos aquí una catequesis mistagógica. La
referencia al acontecimiento consiste en este caso en el recuerdo de la
salvación obrada por Dios con ocasión de la salida de Egipto.
La historia de la Pascua judía nos pennite hacer una constatación importante.
En el judaísmo tardío y, en particular, en el judaísmo de la época
neotestamentaria, existen dos modos muy distintos de interpretar y celebrar la
Pascua: un modo -propio del judaísmo palestinenseque está ligado al templo y
al sacerdocio, y otro modo -propio del judaísmo de la diáspora- conocido sobre
todo gracias a Filón de Alejandría. En el primero se conserva el carácter n-
ústagógico de la celebración pascual, hecho posible por la presencia de una
liturgia pascua], del sacerdocio y del templo; en el segundo, este carácter se
pierde y
5. Pesachim, X, 5.
80 EL MISTERIO PASCUAL
«Porque éstas son las fiestas de Pascua, en las que se inmola el verdadero
Cordero, cuya sangre consagra las puertas de los fieles. Ésta es la noche en que
sacaste de Egipto a los israelitas, nuestros padres y los hiciste pasar a pie el
mar Rojo. Ésta es la noche en que la columna de
«iFELIZLACULPA!» 83
fuego esclareció las tinieblas del pecado. Ésta es la noche en la que, por toda
la tierra, los que confiesan su fe en Cristo son arrancados de los vicios del
mundo y de la oscuridad del pecado, son restituidos a la gracia y son agregados
a los santos. Ésta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo
asciende victorioso del abismo».
Todas las puertas se abren de una sola vez, todos los antagonismos se disipan,
todas las contradicciones se resuelven» (R Claudel) '(,.
Si comparamos el conjunto de la historia de la salvación con el desarrollo de
una misa, la Pascua de Cristo representa en ella el momento de la
consagración, cuando los signos -el pan y el vino- se transforman en el cuerpo y
en la sangre de Cristo. Del mismo modo que las especies del pan y del vino no
son depreciadas ni desvalorizadas por el hecho de convertirse en cuerpo y
sangre de Cristo, sino que por el contrario son elevadas a la suma dignidad, así
también sucede con las figuras del Antiguo Testamento al ser reemplazadas por
la realidad que es el Cristo. En un texto antiquísimo sobre la Pascua, su autor
expresa de este modo esa repentina transformación:
A veces los padres de la Iglesia han ido mucho más lejos en esta línea, como
cuando el mismo autor apenas citado compara la Pascua antigua a un boceto
de cera, arcilla o madera que se destruye una vez rea-
l 0. Cfr. H. DE LUBAC, Exégése médiévale. Les quatre sens de I'Ectiture, 1, 1, París 1959, 305-327.
13. Véanse las «Notas para el correcto modo de presentar a los judíos y al judaís-
mo en la predicación y en la catequesis de la Iglesia católica», emanadas por el Consejo Pontificio para la Unidad
de los Clistianos en junio de 1985.
86 EL MISTERIO PASCUAL
la del ofendido -que en este caso es Dios mismo-, era necesaria una
reparación de valor infinito que ningún hombre, evidentemente, podía ofrecer
11. Ésta era, pues, la situación sin salida a la que se había llegado antes de la
venida de Cristo: por una parte estaba el hombre, que debía pagar la deuda,
pero que no podía hacerlo; por otra, estaba Dios que podía pagar, pero que no
debía hacerlo, por no haber cometido él la culpa. La encarnación resolvió de
fon-na imprevisible esta situación. En Cristo, hombre y Dios, se encuentran
reunidos, en la misma persona, aquel que debía pagar la deuda y aquel que
únicamente podía pagarla.
Todo esto lo tenemos expresado de forma maravillosa en el Exultet, donde se
dice: «Porque él ha pagado por nosotros al eterno Padre la deuda de Adán y,
derramando su sangre, canceló el recibo del antiguo pecado» (§ 3). Es una
visión de la salvación que se deriva directamente del Nuevo Testamento. Cristo
-leemos en él- ha venido para dar su vida «en rescate por muchos» (Mt 20, 28);
en su sangre tenemos «la redención y el perdón de los pecados» (Ef 1, 7; 1 Co
1, 30; 1 Tm 2,6); Dios lo exhibió como «instrumento de propiciación» (Rm 3,
25); en la cruz, Cristo canceló «la nota de cargo que había contra nosotros» (Col
2, 14).
La visión teológico que se extrae de estos textos ha sido a veces sobrecargada
y ensombrecida por excesos, como en el caso de la teoría según la cual el
rescate habría sido pagado por Cristo al diablo, al que el hombre, con el
pecado, se había vendido como esclavo. En nuestro texto litúrgico no hay nada
de todo esto. Cristo ha pagado por nosotros la deuda «al eterno Padre».
Aun así, la explicación presenta un punto flaco, una inquietante objeción.
Predicadores célebres del pasado se dejaron llevar en sus sermones de viernes
santo, hablando de «la cólera de un Dios irritado»: «Jesús ora -dice Bossuet- y el
Padre, airado, no le escucha; es la justicia de un Dios vengador de los ultrajes
recibidos; Jesús sufre
15. Cfr. SAN ANSELMO, Cur Deus homo?, H, 18. 20; SANTO TomÁS, S. Th. Ifl,
q. 46, art. 1, ad 3.
«iFELIZLACULPA!» 89
y el Padre no se aplaca» 16. ¿Se puede seguir llamando «Padre» a un Dios así?
En el Exultet este peligro es eliminado de raíz porque la perspectiva jurídica es
apartada y corregida de inmediato por otra que la libera de cualquier
connotación negativa de justicia fría, conduciéndola nuevamente a la revelación
del Dios-amor. Es cierto, efectivamente, que el Hijo ha pagado la deuda al
eterno Padre, pero el Padre no sólo es aquel que recibe el precio del rescate; es
también aquel que lo paga. Aún más, es aquel que paga el precio más alto de
todos, porque ha entregado a su único Hijo: «¡Qué asombroso beneficio de tu
amor por nosotros! -exclama el texto dirigiéndose al Padre- ¡Qué incomparable
ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!» (§ 5).
Raramente el pensamiento cristiano, en todas sus fon-nas, ha alcanzado estas
cotas de profundidad. Raramente el amor invencible de Dios Padre por la
humanidad ha sido cantado con mayor pasión y sencillez. Es un eco de Rm 8,
32: Dios noperdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos
nosotros.
secreto entre los judíos quiere que éste sea el tiempo en el que Dios, artífice y
creador de todas las cosas, creó el universo» 17. Esta información corresponde a la
verdad. En la catequesis pascual judía se había ido afirmando la idea «secreta» -es
decir, no contenida en los libros canónicos- de que el mundo hubiera tenido inicio con
el equinoccio de primavera y que por ello la Pascua era el aniversario de la creación,
una especie de genetlíaco del mundo. «En el equinoccio de primavera -escribe Filón-
tenemos una réplica y un reflejo de aquel principio según el cual fue creado este
mundo. Así cada año Dios nos recuerda la creación del mundo» 18. Un texto pascual
judío, anterior quizá al Nuevo Testamento, resume toda la historia sagrada en «cuatro
noches»: la noche de la creación, la noche de la inmolación de Isaac, la noche del
éxodo de Egipto y la noche final cuando el mundo desaparezca 19. Todas estas
noches encuentran su punto de unión en la Pascua, en cuanto que acontecieron o
acontecerán todas en el mismo tiempo del año, el tiempo de la noche de Pascua.
Esta tradición pasó muy pronto a la catequesis cristiana, favorecida por el hecho de
que también el Apóstol había hablado de la Pascua de Cristo y del bautismo como de
una nueva creación (cfr. 2 Co 5, 17; Ga 6, 15). «Es éste -exclama san Cirilo de
Jerusalén- el tiempo de la creación del mundo. En la n-úsma fecha que tuvo lugar la
pérdida de la imagen de Dios, ha tenido lugar también su restauración» 20. Son
innumerables las formas que este tema asume en la catequesis pascual cristiana. La
expresión quizá más elaborada es la que tenemos en una hon-úlía escrita para la
Pascua del aiío 387 d. C. La Pascua es allí definida como «recapitulación»,
«recreación», «renovación», «restauración», «rectificación». Palabras todas ellas que
indican una inversión del curso del mundo, conduciéndolo de nuevo a sus orígenes.
«Esto es
lo que hace el Hijo único de Dios queriendo procurar la resurrección del hombre
caído, queriendo, mediante su pasión, renovarlo y recrearlo en su estado
original: Siendo él mismo el creador del primer hombre, después de su caída
quiso ser también su salvador, llevando a cabo así la restauración de toda la
naturaleza. Pero no contento con ofrecerse a sí rrúsmo a la pasión, reúne para
esta renovación todos aquellos elementos cronológicos que se habían asociado
en la creación, de modo que el final estuviera en armonía con el principio; y el
modo de obrar del creador fuera consecuente consigo MISMO» 21. La idea más
original de este autor es la de la renovación no sólo de la realidad del mundo y
del hombre, sino también del tiempo. Dios creó «un tiempo purísimo»; el
pecado contaminó incluso el tiempo, en cuanto que había sido cometido en el
tiempo. Y así, Dios renueva en Pascua aquel «tiempo purísimo», dado que
también la muerte y resurrección de Cristo tienen lugar «en el tiempo». Para
mostrar esta restauración del tiempo prinúgenio, Dios hace que en la muerte de
Cristo se encuentren urúdas todas aquellas circunstancias de tiempo
(equinoccio, plenilunio y sexto día de la semana) que se habían dado en el
momento de la creación del hombre 22.
Esta visión tan grandiosa, penetró muy pronto en la liturgia, donde la Iglesia
siempre ha recogido -cribándolo, purificándolo y reduciéndolo a lo esencial- lo
mejor de aquello que se iba descubriendo de nuevo en la palabra de Dios,
gracias al desarrollo de la teología y al contacto con nuevas culturas. La
elección de Génesis 1 -el relato de la creación- como primera lectura de la
vigilia pascual, enlaza con esa tradición y quiere significar que la Pascua es una
nueva creación. Una oración estupenda que se remonta al Sacramentario
Gelasiano del VII siglo -que se ha vuelto a introducir, afortunadamente, en los
textos de la vigilia, precisamente después de la séptima lectura- dice: «Que
todo el mundo experimente y vea cómo lo abatido se levanta, lo viejo se re-
mino», decía una antigua máxima hablando de Dios (uno itinere non potest
porvenir¡ ad tam grande secretum). Esto vale también para el misterio pascual.
La comparación de las dos tradiciones no sólo sirve para ensanchar el horizonte
y hacerse una idea más completa del misterio, sino también para comprender
mejor la propia tradición y espiritualidad.
La idea central de la visión latina de la salvación -se ha dicho- es la del
rescate, esa idea de la redención que, inspirándose sobre todo en san Pablo,
pone el acento en el «nústerio pascual». La idea central de la teología griega
es la divinización que, siguiendo más de cerca a san Juan, pone el acento en la
encarnación. Provocados por el arrianismo que negaba la plena divinidad de
Jesucristo, los padres griegos fueron inducidos a poner de relieve la divinización
del cristiano como consecuencia y prueba de la divinidad de Cristo: «Cristo nos
diviniza, por tanto es Dios», «Cristo es Dios, por tanto nos diviniza». De aquí la
importancia de la encarnación, vista como el momento en el que Dios
desciende a la humanidad y, asumiéndola, la santifica y le confiere la
incorruptibilidad.
Ahora sabemos que estas dos perspectivas -encarnación y misterio pascual-
nunca fueron profesadas rígidamente separadas o como alternativas una de
otra. Los padres griegos ven la Pascua como el cumplimiento último de la
encarnación y, en cierto sentido, como su objetivo: «Cristo ha nacido para poder
morir», dice san Gregorio de Nisa 27. Los padres latinos, a su vez, ven la
encarnación como el presupuesto sobre el que se fundamenta la Pascua. La
redención de Cristo es absoluta y universal porque ha sido operada por alguien
que es Dios y hombre a la vez y que, en cuanto Dios, confiere a lo que hace un
valor que trasciende el espacio y el tiempo.
Sin embargo, es innegable que entre las dos tradiciones existe una diferencia
de acento que se refleja fielmente también en las respectivas liturgias
pascuales. El tema dominante en los textos pascuales de la li-
«Una Pascua divina ha sido revelada hoy .. Pascua nueva y santa; Pascua
misteriosa... Pascua que nos abre las puertas del Paraíso, Pascua que
santifica a todos los fieles... ¡Es el día de la Resurrección! lffadiemos la
alegría de esta fiesta, abracémonos. Llamemos hertnano también a quien
nos odia, perdonémoslo todo por la Resurrección» 30.
Siempre he pensado que un solo sujeto habría sido digno de la música coral
que cierra la IX Sinfonía de Beethoven: la resurrección de Cristo. Sólo ella
habría constituido un «texto» adecuado para esas notas tan sublimes. Y de
pronto nos encontramos en este himno litúrgico escrito muchos siglos antes,
casi las núsmas palabras del «I-Iimno a la alegría» de Schiller, musicado por el
genio alemán de la música («Estrechaos todos en un gran abrazo universal.
Todos los hombres se hacen hermanos, apenas son rozados por las suaves alas
de la alegría»). Solamente que la alegría que aquí se canta no existe en
realidad, tan sólo se trata de una alegría deseada; mientras que nuestro himno
pascual habla de una alegría ya realizada y ofrecida al hombre. Se fundamenta
sobre un hecho objetivo, repetido continuamente en el Tropario pascual:
vadas, además, del acompañamiento musical gregoríano que las hizo todavía
más queridas. Por otra parte, su frecuente repetición atenúa también su carga
emotiva y su capacidad evocadora. Assueta vilescunt! No es el caso de aflorar
el latín simplemente y lamentarse de su desaparición de las celebraciones
ordinarias. Esto significaría ignorar una observación elemental: el hecho de que
aquellos textos fueron escritos en la lengua hablada por el pueblo, no en una
lengua distinta. Si hubieran razonado como hacen hoy algunos nostálgicos del
latín, el Exultet habría debido ser escrito en griego, no en latín, porque el griego
había sido la lengua litúrgico en Roma y en occidente, durante los dos primeros
siglos.
Es necesaria, por tanto, una mediación entre estos venerandos textos y
nosotros; y dicha mediación no puede tener lugar más que mediante el
ministerio de la palabra. Una función providencial para mantener vivo el
patrimonio de la vigilia pascual, la pueden llevar a cabo ciertas celebraciones
particulares (como, por ejemplo, las celebraciones de los grupos
neocatecumenales) que celebran la vigilia en su forma integral, no reducida ni
en el tiempo ni en la forma, con una preparación y en un clima que se inspiran
en aquellos de los primeros siglos. Esto sirve, en efecto, para mantener vivo el
paradigma, como ejemplo y estímulo para el resto de la comunidad. Y es
comprensible que algo así no esté exento de problemas y dificultades, pero lo
que está en juego es demasiado importante para renunciar a dichas
experiencias. Si ninguna comunidad, o solamente unas pocas, celebran la
vigilia pascual como ésta es propuesta, en su fonna completa, es de temer que
dentro de poco tiempo acabe por no ser más que una bella reforma que se ha
quedado sólo en el papel.
En cualquier caso, el papel decisivo corresponde al ministerio de la palabra. Si
la liturgia pascual es la gran catequesis mistagógica de la Iglesia, el celebrante
-obispo o sacerdote- debe ser su n-ústagogo. Entre el pueblo que asiste a la
celebración, son increíbles los frutos que produce una horrúlía bien hecha que
aproxime la palabra de Dios y el misterio celebrado a la experiencia de las
personas que fortnan la
«iFELIZLACULPA!» 99
«PURIFICAOS DE LA
LEVADURA VIEJA»
del pecado para ser salvado, sino que debemos decir: me purifico del pecado
porque he sido salvado, porque Cristo ha sido inmolado por mis pecados. Lo
contrario -es decir, seguir viviendo en el pecado- es «absurdo». Es como
pretender estar vivos para la gracia y para el pecado; es decir, como pretender
estar vivos y muertos, ser libres y esclavos al mismo tiempo (cfr. Rm 6, 2.
15ss.).
Santiago (St 3, 2). Pero si nos quedarnos aquí, no tocamos más que las
consecuencias, permaneciendo muy en la superficie. El evangelista Juan habla
a menudo del pecado, en singular y en plural: «el pecado del mundo», «si
decimos que no tenemos pecado»... San Pablo distingue claramente el pecado
como estado de pecaminosidad (el «pecado que habita en mí»: Rm 7, 17), de
los pecados que son manifestaciones externas de ese estado; del mismo modo
que el fuego subterráneo de un volcán se distingue de las erupciones que de
vez en cuando éste provoca en el exterior. Dice: No reine, pues, el pecado en
vuestro cuerpo mortal de modo que obedezcáis a sus apetencias. Ni hagáis ya
de vuestros miembros armas de injusticia al servicio del pecado (Rm 6, 12-13).
Este pecado, en singular, nos es presentado por el Apóstol como un «rey»
escondido en la intimidad de su palacio que «reina» mediante sus emisarios (las
apetencias) y sus instrumentos (los miembros).
No basta combatir, pues, los distintos pecados que cometemos cada día. Esto
sería como poner el hacha en las ramas de un árbol podrido, en vez de hacerlo
en la raíz; no se resolvería absolutamente nada. Quien se contentara haciendo
esto y cada vez en el examen de conciencia pasara revista a sus pecados
pacientemente para acusarse de ellos en el sacramento de la penitencia, sin
descender nunca en mayor profundidad, se parecería al agricultor inexperto
que, en lugar de erradicar la grama, pasa periódicamente a recoger sus puntas
floridas.
Existe, pues, una operación más radical que se ha de realizar en relación con
el pecado; sólo quien realiza esta operación hace verdaderamente la Pascua; y
esta operación consiste en «romper definitivamente con el pecado» (1 P 4, l),
consiste en «destruir el cuerpo mismo del pecado» (Rm 6, 6).
Quiero explicarme con un ejemplo, o más bien contar una pequeña
experiencia. Estaba recitando yo solo aquel salmo que dice: Señor tú me
sondeas y me conoces... De lejos penetras mis pensamientos.. todas mis
sendas te sonfamiliares (Sal 139, lss.). Cuando, de repente, sentí como si me
hubiera trasladado con el pensamiento al lugar don-
«PURIRCAOS DE LA LEVADURA VIEJA» 105
de está Dios y me escrutara a mí mismo con sus ojos. En mi mente surgió nítidamente
la imagen de una estalagmita, es decir una de esas columnas que se forman en el
fondo de ciertas grutas debido a la caída de gotas de agua calcárea desde el techo de
la misma gruta. Al mismo tiempo, tuve la explicación de esta insólita imagen. Mis
pecados actuales, en el curso de los años, habían ido cayendo en el fondo de mi
corazón como si se tratara de gotas de agua calcárea. Cada una de ellas fue
depositando un poco de su componente «calizo», es decir, un poco de opacidad, de
endurecimiento y resistencia a Dios, e iba formando una masa con lo anterior. Lo más
gordo resbalaba de vez en cuando, gracias a las confesiones, las eucaristías y la
oración. Pero cada vez se quedaba algo que no se «disolvía», y esto porque el
arrepentimiento y la contrición no siempre eran totales y absolutos. Y así mi
estalagmita creció, como una «columna infame», dentro de mí; se había convertido en
una gran piedra que me hacía más pesado y obstaculizaba todos mis movimientos
espirituales, como si estuviera «inyesado» en el espíritu. Éste es, precisamente, ese
«cuerpo del pecado» de que hablaba san Pablo, esa «levadura vieja» que, al no elin-
únarla, introduce un elemento de corrupción en todas nuestras acciones,
obstaculizando el caniino hacia la santidad. ¿Que podemos hacer en este estado? No
podemos quitar esa estalagmita solamente con nuestra voluntad, porque ella está
precisamente en nuestra voluntad. Es nuestro viejo «yo»; es nuestro amor propio; es,
literalmente, nuestro «corazón de piedra» (Ez 11, 19). Tan sólo nos queda la
imploración. Implorar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo para que
quite también nuestro pecado. Hemos visto de qué dolor somos hijos y lo que han
ocasionado en Jesús nuestras culpas. Dichosos nosotros si el Espíritu Santo pone en
nuestro corazón el deseo de una nueva contrición, distinta y más fuerte que la del
pasado: el deseo de disolver en el llanto nuestros pecados si nunca hasta ahora lo
hemos hecho. Quien todavía no ha experimentado el sabor de estas lágrimas que han
derramado los santos, no debe quedar tranquilo hasta que lo haya obtenido del
Espíritu Santo (¡porque es un don del Espíritu Santo!). El que no nazca de agua y
106 EL MISTERIO PASCUAL
Rocíame con el hisopo, y seré limpio, lávame, y quedaré más blanco que la
nieve... Crea en mí, oh Dios, un corazón puro...
El sacrificio a Dios es un espíritu contrito (Sal 51, 9. 12. 19).
2. Purificación y renovación
cado está aquí o allá», no los creáis, porque el pecado está dentro de vosotros
(cfr. Lc 17, 21).
Con relación al pecado, muchos cristianos han caído en una especie de
narcosis: desconcertados por los grandes medios de comunicación y por la
mentalidad del mundo, ya no se dan cuenta de él. Bromean con la palabra
«pecado», como si fuese la cosa más inocente del mundo; viven junto a él
durante años y años sin miedo alguno; en realidad, ya no saben qué es el
pecado. Una encuesta sobre lo que la gente piensa que es el pecado daría unos
resultados que probablemente nos asombrarían.
Si se quiere llevar la renovación conciliar de las estructuras de la Iglesia y de los
principios teóricos a la «vida» cotidiana de los creyentes, para renovarla en
santidad (como creo que es la intención de todos en la Iglesia), es necesario
«alzar la voz» también hoy, «clamar a voz en grito para denunciar al pueblo sus
delitos» (cfr. Is 58, lss.), y en primer lugar el delito de haber olvidado a Dios, o
de haberío relegado al último lugar entre las propias preocupaciones. Es
necesario lograr hacer comprender esa verdad tan reiterada por la Biblia de que
el pecado es muerte. Decir también nosotros, como decían los profetas de
Israel: Descargaos de todos los crímenes que habéis cometido contra mí, y
haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿ Por qué habéis de morir, casa
de Israel?(Ez 18, 3 l); ¿@ Dónde seguimos hiriendo, si acumuláis delitos? (ls 1,
5). Cuando Dios habla a los hombres de arrepentimiento y de purificación de
los pecados, es porque quiere hacerlos fefices, no infelices; quiere la vida, no la
muerte. Por tanto, es un don que ofrece y no un peso que impone. Un
movimiento penitencial auténticainente cristiano y evangélico debe dejar
siempre esta huella positiva de amor a la vida, de alegría, de impulso, como
hacía el movimiento penitencial iniciado por san Francisco y por sus
compañeros, los cuales, al principio se llamaban precisamente «los penitentes
de Asís». La sincera contrición es el camino más seguro a la «perfecta leticia».
El pecado es el primer responsable de la gran infelicidad que reina en el mundo.
«PU@CAOS DE LA LEVADURA VIEJA» 109
Una vez más partimos del texto de san Pablo donde se menciona por primera
vez la Pascua cristiana. Este texto, a pesar de su brevedad, dice muchas cosas.
Purificaos de la levadura vieja, para ser masa nueva; pues sois ázimos. Porque
nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. Asíque, celebremos laflesta,
no con vieja levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino con
ázimos de pureza y verdad (1 Co 5, 7-8).
En este texto se habla, en realidad, de dos pascuas: una Pascua de Cristo,
que consiste en su inmolación, y una Pascua del cristiano que consiste en pasar
de lo viejo a lo nuevo, de la corrupción del pecado a la pureza de vida. La
Pascua de Cristo ya está «hecha»; el verbo en este caso está en pasado: «ha
sido inmolado». Con relación a ésta, tan sólo tenemos el deber de creer en ella
y celebrarla. La Pascua del cristiano, en cambio, está completamente «por
hacer»; los verbos están, en este caso, en imperativo: «purificaos»,
«celebremos».
En el ámbito cristiano, como podemos ver, encontramos de nuevo la
característica dialéctica entre Pascua de Dios y Pascua del hombre.
112 EL MISTERIO PASCUAL
Esta distinción refleja, por otra parte, otras distinciones más notorias y
generales: las que existen entre kerigma y parénesis, fe y obras, gracia y
libertad, Cristo-don y Cristo-modelo. La Pascua de Dios, personificada ahora
por Cristo, es el objeto del kerigma; es don de gracia que se acoge mediante
la fe y es siempre eficaz por sí núsma. La Pascua del hombre es objeto de la
parénesis; se realiza mediante las obras y la ¡natación, postula la libertad,
depende de las disposiciones del sujeto. La Pascua aparece así como la
concentración de toda la historia de la salvación; en ella se reflejan las líneas y
las estructuras conductoras de la entera revelación bíblica y de toda la
existencia cristiana.
La tradición de la Iglesia ha comprendido y desarrollado esta tensión entre
las dos dimensiones de la revelación, distinguiendo dentro del sentido
espiritual de la Biblia dos componentes o sentidos fundamentales: el sentido
tipológico y el sentido tropológico. La teología (que san Pablo en Ga 4, 24
llama alegoría) se realiza cuando se explica un «hecho» del Antiguo
Testamento -ya sea una palabra o una acciónen referencia a otro «hecho» del
Nuevo Testamento que concieme a Cristo o a la Iglesia. La tropología, o
sentido moral, se da cuando se explica un «hecho», tanto del Antiguo como
del Nuevo Testamento, en relación a algo que está «por hacerse». Más tarde,
cuando la teología comience a diferenciarse en distintos tratados autónomos,
el primer sentido -el tipológico o alegórico- se hará objeto de la teología
dogmática, mientras que el segundo sentido -el moral- se hará objeto de la
teología moral y espiritual.
Esta doctrina patrística y medieval de los tres, o cuatro, niveles o sentidos
distintos de la Escritura, se ha visto a menudo con sospecha y, en tiempos
recientes, ha sido arrinconada; pero esta doctrina está fundamentada, como
muy pocas cosas lo están, en el Nuevo Testamento. Rechazarla en bloque, o
rechazar su misma legitimidad, significa descalificar en bloque o definir como
«pueril» la fonna que los apóstoles tenían de leer las Escrituras; y, antes que
los apóstoles, la fonna en que el mismo Jesucristo practicaba dicha lectura.
Pongamos un sólo ejemplo que muestra cómo los tres niveles o sentidos de la
Escritura, recor-
«¡ENTRA DENTRO DE TI MISMO!» 113
1. Volver al corazón
serva. Por ejemplo, se hace notar que, después de todo, no existe ningún tén-
nino bíblico que corresponda exactamente a estas palabras; que podría haber
habido, en este punto, un influjo detenninante de la filosofía platónico; que
podría favorecer el subjetivismo... Un síntoma revelador de este descenso del
gusto y de la estima por la interioridad es la suerte corrida por la Imitación de
Cristo, que es una especie de manual de introducción a la vida interior. De ser
el libro más querido después de la Biblia entre los cristianos, ha pasado, en
pocos decenios, a ser uno de los libros menos estimados y menos leídos.
Algunas causas de esta crisis son antiguas e inherentes a nuestra misma
naturaleza. Nuestra «composición», es decir, el estar constituidos de carne y
de espíritu, hace que seamos como un plano inclinado, pero inclinado hacia el
exterior; hacia lo visible y lo múltiple. Como el universo, después de la
explosión inicial (el famoso Big-bang), también nosotros estamos en fase de
expansión y de alejamiento del centro. No se cansa el ojo de ver ni el oído de
oír, dice la Escritura (Qo 1, 8). Estarnos perennemente «en salida», a través de
esas cinco puertas 0 ventanas que constituyen nuestros sentidos. Otras causas
son, en cambio, más específicas o actuales. Una es la manifestación de lo
«social» que es, ciertamente, un valor positivo de nuestros tiempos, pero que si
no es equilibrado, puede acentuar la proyección hacia el exterior y la
despersonalización del hombre. En la cultura secularizada y laica de nuestros
tiempos, el papel que desarrollaba la interioridad cristiana ha sido asuniido por
la psicología y el psicoanálisis, que, no obstante, se quedan tan sólo en el
inconsciente del hombre y, por tanto, en su subjetividad; prescindiendo de su
vínculo íntimo con Dios.
En el campo eclesial, la afirmación -con el Concilio- de la idea de una «Iglesia
para el mundo», ha hecho, ciertamente, que el antiguo ideal de la fuga del
mundo, haya sido sustituido tal vez por el ideal de la fuga hacia el mundo. El
abandono de la interioridad y la proyección hacia el exterior es un aspecto -y es
uno de los más peligrososdel fenómeno del secularismo. Ha habido incluso un
intento de justificar teológicamente esta nueva orientación que ha tomado el
nombre
118 EL MISTMO PASCUAL
3. La interioridad en la Biblia
mismo» 5.
Pero ¿qué añadía todo esto de nuevo al mensaje evangélico? Nada más que
un medio expresivo útil para hacer más cercano dicho mensaje bíblico a la
cultura helenista del tiempo, caracterizada por una distinción entre alma y
cuerpo, mucho más marcada que en la doctrina bíblica. Ha aportado también
un enriquecin-úento y una puntualización a nivel de expresión y de símbolos.
Los santos padres han continuado en la línea del discurso de Pablo en Atenas:
«Lo que habéis vislumbrado y buscado casi a tientas, nosotros os lo anunciamos
como ya realizado» (cfr. Hch 17, 23). Pero es mucho más lo que los padres de
la Iglesia han aportado de nuevo a la doctrina platónico de la interioridad que lo
que han tomado de ella. La mayor novedad es ésta: entrando dentro
Es necesario reconocer que, con el pasar del tiempo, en esta visión clásica de
la interioridad cristiana algo se había ensombrecido contribuyendo a esa crisis
de la que he hablado más arriba 13. En ciertas co-
9. Ibid., 111, 1; V, 1.
rrientes espirituales, como por ejemplo en algunos místicos renanos, había ido
ensombreciéndose el carácter objetivo de esta interioridad. Ellos insisten en la
vuelta al «fondo del alma» a través de lo que llaman «introversión». Pero no
siempre aparece claramente si este fondo del alma pertenece a la realidad de
Dios o a la del propio yo; o peor todavía, si se trata de ambas cosas a la vez
fundidas de manera panteísta. La interioridad objeúva se convierte, o
enteramente objetiva, cuando Dios sustituye al yo (panteísmo), o enteramente
subjetiva, cuando el yo sus-
de orquesta, etc. No hay nada tan perjudicial, para un atleta o para un artista,
como el estar «desconcentrado» y es precisamente a ello a lo que se atribuye
de buen grado un eventual fracaso. Pero esto es tan sólo una pálida idea de lo
que tiene lugar en el campo del espíritu, de la importancia de la contemplación
y del recogimiento, de donde debe brotar la acción.
Si queremos, pues, imitar lo que Dios ha hecho, imitémosle de verdad, hasta el
final. Es verdad que él se vació, que salió de sí mismo, de la interioridad
trinitaria para venir al mundo. Pero sabemos cómo esto ha tenido lugar. «Lo
que era, permaneció; lo que no era, fue asumido», dice un antigua máxima a
propósito de la encamación. El Hijo de Dios hace su entrada en la bajeza de
este mundo, bajando desde el trono celestial, sin abandonar la gloria que tiene
junto al Padre, siendo engendrado en un nuevo orden de cosas; «conservando
la totalidad de la esencia que le es propia y asumiendo la totalidad de nuestra
esencia humana» 18. También nosotros vamos hacia el mundo, pero sin llegar
a salir nunca del todo de nosotros mismos. «El hombre interior -dice la
Imitación de Cristo- se concentra espontáneamente en sí mismo porque nunca
se dispersa del todo en las realidades exteriores. La actividad exterior y las
necesarias ocupaciones, no suponen para él daño alguno, pues sabe adaptarse
a las circunstancias» 19.
5. El eremita y su eremitorio
Señor hablaba con Moisés «cara a cara, como habla un hombre con su amigo»
(Ex 33, 1 l).
Pero esto tampoco se puede hacer siempre. No siempre podemos retiramos a
una capilla o a un lugar solitario para entrar de nuevo en contacto con Dios.
San Francisco de Asís sugiere por ello otra estratagema más a mano. Al enviar
a sus frailes por los caminos del mundo, les decía: «El hermano cuerpo es la
ennita y el alma es el eremita que habita en ella para poder orar a Dios y
meditar» 20. Francisco recoge así, de un modo muy particular la antigua y
tradicional idea de la celda interior que cada uno lleva consigo, aunque vaya de
camino y a la que siempre es posible retirarse con el pensamiento, para
reanudar un contacto vivo con la Verdad que habita en nosotros.
María es la imagen plástica de la interioridad cristiana. Ella, que durante
nueve meses llevó en su seno -también físicamente- al Verbo de Dios; ella que
lo «concibió primero en su corazón antes que en el cuerpo», es el icono mismo
del alma introvertido; es decir, literalmente, vuelta hacia dentro, atraída hacia
dentro. De ella se dice que meditaba todas las cosas en su corazón (cfr. Lc 2,
19). Las interiorizaba, las vivía dentro. ¡Cuánta necesidad tiene la Iglesia de
reflejarse en este modelo! Nunca como en este caso habría que tomarse tan en
serio la doctrina del Vaticano H, según la cual María es «figura de la Iglesia»: lo
que se ve en ella debería verse también en la Iglesia.
A ella le suplicamos que le pida al Padre por nosotros para que realicemos esta
Pascua nueva que consiste en pasar de la exterioridad a la interioridad, del
ruido al silencio, de la disipación al recogimiento, de la dispersión a la unidad,
del mundo a Dios.
«ALMA CRISTIANA,
AL SALIR DE ESTE MUNDO ... »
1. De la espera de la parusía
a la doctrina de los Novísimos
«La letra dice lo que ha acontecido, la alegoría lo que hay que creer.
La moral dice qué hay que hacer, la anagogia a dónde hay que tender» 5.
Aplicando este esquema a la Pascua, dice un autor medieval con perfecta coherencia:
«La Pascua puede tener un significado histórico, alegórico, moral y anagógico.
Históricamente, la Pascua tuvo lugar cuando el ángel exterminador pasó por Egipto;
alegóricamente, cuando la Iglesia, en el bautismo, pasa de la infidelidad a la fe;
moralmente, cuando el alma, a través de la confesión y de la contrición, pasa del vicio
a la virtud; anagógicainente, cuando pasamos de la miseria de esta vida a los gozos
eternos» 6.
La escatología sobrevive, por tanto, en la conciencia cristiana y en la liturgia de la
Pascua, en fonna de una orientación constante a las cosas de allá arriba (cfr. Col 3, l),
de una orientación a la Pascua eterna, como un recuerdo permanente del propio final y
del propio fin. Traducido literalmente, anagogia indica, en efecto, la tendencia hacia lo
alto.
He antepuesto estas breves observaciones, para mostrar desde qué aspecto y de qué
fon-na el primero de los Novísimos -la muerte- entra en un estudio del nústerio
pascual, porque precisamente es de ella de la que queremos ocupamos a partir de este
momento. Por otra parte, veremos también a continuación que no es éste el único
motivo por el que la muerte forma parte del misterio pascual; hay todavía otro mucho
más profundo e intrínseco.
5. Littera gesta Doce, quid credas alegoría. Moralis quid agas, quo tendas
anagogia.
6. SICARDO DE CREMONA, Mitrale, VI, 15; PL 213,543.
«ALMA CRISTIANA, AL SALIR DE ESTE MUNDO ... » 135
Se está
como en otoño
sobre los árboles
las hojas (G. Ungaretti).
7. Cfr. SAN AGUSTÍN, Ser. 229 Güelf. 12, 3; Misc. Ag. 1, 482s.
S. SAN AGUSTÍN, Confesiones, 1, 6,7.
19
55). Ha sido abatido el último muro. Entre Dios y nosotros se alzaban tres
muros de separación: el de la naturaleza, el del pecado y el de la muerte. El
muro de la naturaleza fue abatido en la encarnación, cuando la naturaleza
humana y la naturaleza divina se unieron en la perso-
1 1. SAN GREGORIO NICENO, Or. cat. 32; PG 45, 80; SAN AGUSTÍN, Ser. 23A, 3; CCL 41, 322.
12. MELITÓN DE SARDES, Sobre la Pascua, 66; SCh 123,96.
«ALMA CRISTIANA, AL SALIR DE ESTE MUNDO ... » 139
nes que te aporta este tránsito feliz» 13. Como vemos, aplica a la muerte la
misma definición que, en otro lugar, da a la Pascua. Como queriendo decir:
¡Se le Rama muerte, pero se trata de una Pascua!
Nuestra muerte, por tanto, no entra en la esfera del misterio pascual tan sólo
como el primero de los Novísimos, sino que lo hace, sobre todo, por un motivo
más profundo e intrínseco. No sólo por lo que hay delante de ella, sino
también por lo que está detrás. No sólo por vía de la escatología, sino
también por vía de la historia. La muerte ya no sólo es una terrible pedagoga
que enseña a vivir, una amenaza y un poderoso medio de persuasión; se ha
convertido en una muerte n-ústagoga, un can-úno para penetrar en el corazón
del misterio cristiano. El cristiano que muere puede decir con toda verdad:
«Completo en mi carne lo que falta a la muerte de Cristo», y también: «No soy
yo el que muere, es Cristo quien muere en mí».
dio a la Iglesia muchos santos y que, ciertamente, no hay que despreciar; pero
una época también que, en muchos puntos, había perdido el contacto vivo con
la palabra de Dios y por ello quedaba muy ernpobrecida. La visión
predominante de la muerte no era su aspecto rnistérico, sino el sapiencias. La
muerte era concebida esencialmente como una maestra de vida, como un
poderoso medio de persuasión ante los vicios o una pedagoga severa. El gusto
por lo macabro, a pesar de no ser nuevo en el arte, ahora se desbordaba en
formas bien contrarias a todo lo artístico: criptas abiertas al público y que
podían visitarse, con huesos de muertos dispuestos artísticamente y calaveras
por todas partes. Todos los cuadros de los santos, pintados en este período,
tienen una calavera, incluso los de san Francisco de Asís que había llamado
«hermana» a la muerte. Éste es una especie de criterio de datación de un
cuadro. Lo macabro dominaba sobre todo en los libros de meditación sobre la
muerte.
Como sucede siempre, también esta vez la crisis del valor cristiano tiene una
doble causa: una externa proveniente de los ataques de la cultura secular, y
otra interna debida al ofuscan-fiento del modo de vivir y de anunciar dicho
valor. La vuelta y la renovación de una auténtica predicación cristiana sobre los
Novísimos, y en parücular sobre la muerte, no puede consistir, evidentemente, en un volver a
las formas de un determinado tiempo, a aquella espiritualidad heredada del seiscientos y del setecientos.
Ciertamente, hay que salvar todo lo que en esa espintualidad había de bueno y de eficaz, pero hay que
enmarcarlo en un nuevo contexto que responda a la conciencia de la Iglesia de hoy.
La Constitución del Vaticano II sobre la liturgia hace una breve pero muy importante anotación al ordenar: «El
rito de las exequias debe expresar más claramente el sentido pascual de la muerte cristiana» 14 . A
continuación, nos pusimos manos a la obra para encontrar aquella visión que he llamado mistérica y pascual de
la muerte. El nuevo Ritual de Exequias tiene una introducción que empieza así: «La liturgia cristiana de los
funerales es una celebración del misterio pascual de Cristo el Señor». Los prefacios y las oraciones de difuntos
se esfuerzan por traducir en la práctica este mismo espíritu. En la constitución sobre la Iglesia en el mundo
contemporáneo, Gaudium et spes, el Concilio dedica una atención particular al problema de la muerte y trata de
dar una respuesta, basada en el misterio pascual cristiano, a las inquietantes preguntas que el hombre, desde
siempre, se hace frente a ella.
A estos principios han seguido, en algunos casos, también frutos maravillosos. Es cada vez menos raro, en
ambientes y comunidades de fe viva, la experiencia de funerales que se van transformando, poco a poco, en
auténticas fiturgias pascuales, con todos los signos que la caracterizan: el canto del aleluya, la serenidad y la
fiesta. Cuando se asiste a este tipo de funerales, nos parece ver realizadas las palabras de san
Pablo: «La muerte ha sido transformada en victoria» (cfr. 1 Co 15, 55).
5. «¿Crees esto?»
algo que expiar, y si debe expiar, tendrá también que suffir. La reencarnación
puede servir para todo, excepto para infundir consuelo ante la muerte. Existe
un único y verdadero remedio para la muerte: Jesucristo. Y ¡ay de nosotros!,
los cristianos, si no lo proclamarnos al mundo.
6. La pedagogía de la muerte
15.1,23.
16. Apotegmas del ms. Coislin, 126, n. 58.
«ALMA CRIS~A, AL SALIR DE ESTE MUNDO ... » 147
ese estado de sobriedad que hace caer las falsas ilusiones, la embriaguez y la
exaltación vana; y hace penetrar en la más absoluta verdad.
Mirar la vida desde el punto de observación de la muerte, proporciona una
extraordinaria ayuda para vivir mejor. ¿Estás angustiado por problemas o
dificultades? Sigue adelante, sitúate en el lugar adecuado: mira estos
problemas y dificultades desde tu lecho de muerte. ¿Cómo te hubiera gustado
actuar entonces? ¿Qué importancia darías a estas cosas? ¡Haz esto y te
salvarás! ¿Tienes alguna diferencia con alguien? Míralo desde tu lecho de
muerte. ¿Qué te hubiera gustado hacer entonces, haber vencido tú o haberte
humillado? ¿Haber prevalecido sobre alguien o haber perdonado?
Pero la muerte pedagoga custodia la gracia y está al servicio de la muerte-n-
ústerio, también de otra forma. En efecto, nos impide aferramos a las cosas,
poner aquí abajo la morada del corazón, olvidando «que no tenemos aquí
ciudad permanente» (cfr. Hb 13, 14). El hombre, dice un salmo, nada ha de
llevarse a su muerte, su boato no bajará con él (Sal 49, 18).
La muerte pedagoga nos sirve, además, porque nos enseña la vigilancia, nos
enseña a preparamos. En la muerte se realiza la más extraña combinación de
dos opuestos: certidumbre e incertidumbre. La muerte es, al mismo tiempo, lo
más cierto y lo más incierto. Lo más cierto es «que» será; lo más incierto
«cuándo» será. Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora (Mt 25, 13).
Cualquier momento puede ser «bueno». Cierto día David, perseguido por Saúl,
soltó una exclamación que siempre quedó grabada en mi memoria por la
verdad universal que contiene: Por Yahvé ypor tu vida, que no hay más que
unpaso entre mí y la muerte (1 S 20, 3). Es ésta una verdad eterna. Siempre
estarnos -también ahora cada uno de nosotros- a un solo paso de la muerte. Su
posibilidad está sobre nosotros en todo instante. ¡La muerte está detrás de la
esquina! ¡Cuántos estarán dando ese paso, seguramente, en este mismo
momento! Se calcula que millares de personas mueren cada minuto y muchos
de éstos no pensaban en su propia muerte más de cuanto lo estemos haciendo
nosotros en este momento...
148 EL MISTERIO PASCUAL
que hacer el bien por wnor a la vida eterna, que se dejen al menos convencer
de huir del mal por miedo a la muerte eterna.
El Apocalipsis la denomina «segunda muerte» (Ap 20,6). ¿Qué es la segunda
muerte? Es la única que merece verdaderamente el nombre de muerte, porque
no es un paso, una Pascua, sino un ténnino, un terrible fin de trayecto. Ni
siquiera es la pura y simple nada. No. Es un precipitarse desesperadamente
hacia la nada para escapar de Dios y de uno mismo sin poder alcanzarla nunca.
Es una muerte eterna, en el sentido de un eterno morir, una muerte crónica.
Pero no se ha dicho nada respecto a su realidad. Tener una ligera idea del
pecado -ha dicho alguien- fortna parte de nuestro ser pecadores. Yo digo que
tener alguna ligera idea de la eternidad forma parte de nuestro ser en el
tiempo. Tener una ligera idea de la muerte forma parte de nuestro estar todavía
vivos.
Para salvar a los hombres de esta desdicha es por lo que debemos volver a
predicar sobre la muerte. ¿Quién mejor que Francisco de Asís ha conocido el
nuevo rostro pascual de la muerte cristiana? Su muerte fue verdaderamente un
paso pascual, un transitus, y es con este nombre como ella es recordada por
sus hijos en la vigilia de su fiesta. Cuando se sintió cercano a su fin, el
Pobrecillo exclamó: «Sea bienvenida mi hermana, la muerte» 17. Sin embargo,
en su Cántico de las criaturas, junto a palabras dulcísimas sobre la muerte,
conserva también algunas de sus palabras más terribles: «Bienaventurados
-diceaquellos que acertaren a cumplir tu santísima voluntad, pues la muerte
segunda no les hará mal. Pero ¡ay de aquellos que mueran en pecado mortal!»
El aguijón de la muerte es el pecado, dice el Apóstol (1 Co 15, 56). Lo que da
a la muerte su más temible poder de angustiar al hombre y de darle miedo, es
el pecado. Si uno vive en pecado morw, para él la muerte conserva todavía su
aguijón, su veneno, como antes de Cristo; y por esta razón hiere, mata y envía
a la Gehenna. No temáis Dicta Jesús- a la
muerte que puede matar el cuerpo y después de esto ya no puede hacer más.
Temed más bien aquella muerte que, después de matar el cuerpo, tiene poder
para arrojar a la Gehenna (cfr. Lc 12, 4-5). Elin-úna el pecado y habrás
eliniinado también el aguijón de la muerte.
3. La resurrección de Cristo:
aproximación histórica 44
4. La resurrección de Cristo:
aproximación de fe 52
5. Conclusión: una fe más pura 57
V. «¡FELIZ LA CULPA!»
El misterio pascual en la liturgia (11) 75
1. Pascua y catequesis mistagógica 75
2. «Ésta es la noche»: la Pascua,
cumplimiento de la historia de la salvación 82
3. « ¡Feliz la culpa!»: La Pascua
como renovación del mundo 89
4. «Oh grande y santa Pascua»: una mirada
a la Pascua de los hennanos orientales 93
5. Cómo transn-útir la herencia a los hijos 96
1. De la espera de la parusía
a la doctrina de los Novísimos..............132
2. La muerte en la consideración sapiencias134
3. La muerte en la consideración pascual137
4. El cristiano ante la muerte..................140
5. «¿Crees esto?......................................143
6. La pedagogía de la muerte.................146
7. La muerte, predicador cristiano..........148
8. Nacidos para poder morir...................151