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La Psicología de la liberación concentra toda su energía en ayudar a que la gente se sienta

bien consigo misma, con sus vidas y con su entorno social, en dotarles de herramientas
para afrontar situaciones que creen imposibles, en potenciar sus competencias y
habilidades para que sean capaces de retomar el control sobre su propia vida, en
convencerles de que pueden llegar a ser protagonistas de su propio proceso de cambio, en
hacerles conscientes de que a veces es necesario cambiar algunos elementos del medio
en el que se encuentran para poner freno a sus desventuras, y en demostrarles que juntos
pueden más que solos. Parece claro, ya de entrada, que no podemos hablar de intervención
sin tomar en consideración a las personas implicadas en ella como beneficiarios. Además
de parecer una obviedad, contar como protagonistas con las personas a las que va dirigida
constituye hoy en día un supuesto imprescindible en cualquier programa de intervención.
Interesa subrayar desde el principio que ese protagonismo no los convierte en meros
receptores de las indicaciones procedentes de los expertos, ni los reduce a simples
participantes en las actividades que requiera el programa, sino que requiere de ellos el
papel de “actores” en cada uno de los tres momentos del proceso: en el diseño, en la
ejecución, y en la evaluación del programa (ver epígrafes “La participación comunitaria” y
“La Investigación-Acción-Participativa” en los Capítulos 6 y 20 respectivamente). A lo largo
de este manual hay ejemplos muy clarificadores, sobre todo aquellos que definen de
manera explícita la naturaleza comunitaria de la intervención, como es el caso de la
recuperación de la memoria histórica, el trabajo en salud mental en la Comunidad Aurora 8
de octubre, o el intento de ayudar a adolescentes latinos de California a demorar el inicio
de su actividad sexual para prevenir el HIV y el embarazo no deseado mediante un
programa escolar.

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