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El criminal de guerra nazi Adolf

Eichmann y su paso por la


Argentina
Fuente: Felipe Pigna, Los Mitos de la Historia Argentina 4, Buenos
Aires, Editorial Planeta. 2008, págs. 240-243.

Uno de los más importantes criminales de guerra nazi, Adolf Eichman, llegó
a la Argentina en 1950 luego de pasar por Génova y recibir de un sacerdote
franciscano italiano un pasaporte que lo habilitó para viajar a Buenos Aires.

Eichmann no olvidará el gesto de la Iglesia de Roma hacia él: se convertirá


al catolicismo, bautizará a uno de sus hijos con el nombre de Francisco en
honor a la orden que lo ayudó y dejará estas palabras imborrables:
“Recuerdo con profunda gratitud la ayuda que me prestaron sacerdotes de
la Iglesia Católica en mi huida de Europa y decidí honrar a la fe católica
convirtiéndome en miembro honorario”. 1

Lo que la mayoría de las crónicas omite, y que afortunadamente remarca la


notable filósofa y ensayista alemana Hannah Arendt, es que el primer
refugio del criminal Eichmann tras la derrota nazi en la Segunda Guerra
Mundial no fue un “poco confiable país sudamericano” sino la propia
Alemania bajo control de los aliados, donde permaneció oculto por nada
menos que cuatro años muy cerca de la ciudad de Hamburgo. También
suele omitirse que Eichmann fue detenido por las fuerzas norteamericanas
y encerrado en un campo de concentración, del que pudo fugarse antes de
ser identificado.

Este es relato de Arendt: “Eichmann fue apresado por los soldados


norteamericanos y confinado en un campo de concentración destinado a los
miembros de las SS, donde, pese a los numerosos interrogatorios a que fue
sometido y a que algunos de sus compañeros de campo lo conocían, no se
descubrió su identidad. Eichmann fue muy cauteloso, se abstuvo de escribir
a sus familiares, y dejó que lo creyeran muerto. (…) La esposa de
Eichmann quedó sin un céntimo, pero la familia de Eichmann en Linz se
encargó de mantenerla, así como a sus tres hijos. En noviembre de 1945 se
iniciaron, en Nuremberg, los juicios de los principales criminales de guerra,
y el nombre de Eichmann comenzó a sonar con inquietante regularidad. En
enero de 1946, Wisliceny compareció ante el tribunal de Nuremberg, como
testigo de cargo e hizo su acusadora declaración, ante lo cual Eichmann
decidió que más le valdría desaparecer. Con la ayuda de otros internados,
escapó del campo de concentración, y fue a Lüneburger Heide, lugar en un
bosque, unas cincuenta millas al sur de Hamburgo, donde el hermano de
uno de sus compañeros de internamiento le proporcionó trabajo como
leñador. Allí permaneció durante cuatro años, oculto bajo el nombre de
Otto Henninger, y es de suponer que se aburrió mortalmente. A principios
de 1950, logró establecer contacto con la ODESSA, organización
clandestina de ex miembros de las SS, pasó, a través de Austria, a Italia,
donde un franciscano, plenamente conocedor de su identidad, le dio
pasaporte de refugiado, en el que constaba el nombre de Richard Klement,
y lo embarcó con rumbo a Buenos Aires. Llegó allá a mediados de julio, y
obtuvo, sin dificultades, los precisos documentos de identidad y el
correspondiente permiso de trabajo a nombre de Ricardo Klement, católico,
soltero, apátrida, y de treinta y seis años de edad, siete menos de los que
en realidad contaba”. 2

El jerarca permaneció entre nosotros sin ser molestado hasta 1960,


atravesando los gobiernos de Perón, Lonardi, Aramburu 3 y Frondizi, hasta
que fue secuestrado por un comando israelí para ser juzgado en Jerusalén,
donde fue condenado a muerte. Sus últimas palabras fueron: “Dentro de
muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de
todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva la Argentina! ¡Viva Austria! Nunca
las olvidaré”.4
El entonces cardenal primado, Antonio Caggiano, expresó que el jerarca
nazi había llegado “a nuestra patria en busca de perdón y olvido, y no
importa cómo se llame, Ricardo Clement o Adolf Eichmann: nuestra
obligación de cristianos es perdonar lo que hizo”.5

Lo escalofriante es la continuidad en la pretensión de mantener la


impunidad de estos genocidas que se expresa, por ejemplo, en
declaraciones como las del efímero canciller de la llamada “Revolución
Libertadora”, Mario Amadeo: “La Argentina siempre acogió generosamente
a los refugiados que vienen de todas partes: eso permitió a Adolfo
Eichmann ingresar por medios fraudulentos, así como también lo hicieron
numerosos refugiados judíos”.6

Consultado sobre el tema, el estrecho colaborador de Perón Jorge Antonio


nos dijo: “Perón no tenía relación con los nazis. Él tenía relación con el
embajador alemán y con los alemanes. Tenía una gran relación con
Freude 7. Y Freude defendía mucho a los alemanes, en un principio
defendía a los nazis que venían o que pretendían venir, o que incluso
habían llegado ya a hacer contacto con la Argentina porque esto había
empezado mucho antes de que terminara la guerra. Entró a trabajar en mi
organización un montón de gente, entre ellos Adolf Eichmann. Todo el
mundo sabía perfectamente que era Adolf Eichmann y figuraba en la
Mercedes-Benz como Eichmann desde 1950 hasta que lo detuvieron en
1960. A nadie le molestaba, nadie se ocupó de él. Pero no estaba él solo;
había 36 alemanes, casi todos ingenieros o contadores, principalmente
ingenieros. Era una de las condiciones que los alemanes me ponían: que
tomara el personal que ellos me proponían. Todos tenían pasaportes
españoles o portugueses”.8

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