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Se oye siempre el mismo cuento: "Por favor, ¡no más!, no soporto las matemáticas". "Qué
tortura, desde que uno entra al colegio. No puedo entender cómo diablos logré
graduarme de bachillerato". "¡Qué pesadilla! Además, ni hablar de mi falta de talento. A
duras penas puedo sacar el IVA con mi calculadora de bolsillo, cualquier otra cosa me
queda grande". "Fórmulas matemáticas... veneno puro, sencillamente me producen un
cortocircuito".
Todos los días oímos este tipo de afirmaciones. Gente sin duda inteligente, culta e
instruida las repite sin descanso, con una mezcla especial de orgullo y resignación. Parten
de la base de que quienes los escuchan los comprenden y en ello no les falta razón. Se ha
formado una especie de consenso soterrado y general que determina la actitud de la
gente hacia las matemáticas. El hecho de que su exclusión del ámbito de la cultura
signifique una especie de castración intelectual parece no importar a nadie. Quien
considere lamentable este estado de cosas, quien se atreva a murmurar algo sobre los
encantos, el significado, la belleza y los alcances de las matemáticas, será contemplado con
asombro como si se tratara de un experto; y en el caso que de antemano se hubiese
declarado principiante, si le va bien, será visto como un estrafalario que se dedica a un
extraño hobby, similar al de criar tortugas o coleccionar pisapapeles victorianos.
No es usual, por el contrario, encontrar gente que diga, con el mismo ímpetu, que le
parece una tortura sin igual el solo hecho de pensar en tener que leerse una novela, o
contemplar un cuadro o ir al cine; que sostenga que desde que salió del colegio ha evitado,
a como dé lugar, cualquier contacto con las artes y que preferiría no recordar aquellos
tiempos en que le tocó vérselas con la literatura y la pintura. Menos aun, y si acaso, oye
uno diatribas contra la música. Sin duda hay gente que reconoce -no sin razón- ser poco
musical. Hay aquel que canta de manera estridente y desafinada; el otro que no sabe tocar
ningún instrumento, y también existe esa inmensa mayoría de gente que va al concierto
sin llevar la partitura bajo el brazo. Pero, ¿quién de ellos diría con toda seriedad que no se
sabe ninguna canción? No importa si se trata de las Spice Girls o del himno nacional, de la
música tecno o del canto gregoriano, nadie se declara franca y totalmente vacunado
contra la música. Y hay razones para ello, la habilidad o el talento de crear o escuchar
música está anclada genéticamente; se trata de uno de los universales antropológicos. Lo
que no significa, por supuesto, que todos estemos igualmente dotados en lo musical.
Como los demás dones y cualidades, también en este aspecto nuestra dotación genética
se rige bajo las normas distributivas gaussianas. Es exactamente igual de difícil -tómese la
población que se quiera- encontrar una persona extremadamente dotada para la música,
como dar con una totalmente bloqueada para ella. El máximo estadístico se encuentra en
el medio campo.
Lo mismo ocurre con las habilidades matemáticas. También ellas están genéticamente
ancladas en el cerebro y también ellas se encuentran distribuidas entre la población según
el modelo de la curva de la campana gaussiana. Por lo tanto, es una idea nacida de la
superstición creer que el pensamiento matemático sea una excepción, un hecho aislado,
una casual y exótica manifestación de la naturaleza.
Estamos frente a un acertijo. ¿Cuál es la razón para que en nuestra civilización las
matemáticas hayan permanecido como un punto ciego, como un reducto ajeno en el que
se encuentra apertrechada una élite de iniciados?
Un cierto aislamiento
Quien quiera responder de la manera fácil, diría que la culpa recae sobre los matemáticos
mismos. Esta explicación goza de la enorme ventaja de la sencillez. Además, corrobora un
viejísimo lugar común que tiene la gran mayoría de las personas sobre los profesionales
representantes de la disciplina en cuestión. Bajo la idea de un matemático, se imagina a un
sacerdote profano que vigila su santo grial; que da la espalda a las cosas mundanas y se
dedica exclusivamente a la solución de sus incomprensibles problemas, dificultándosele en
gran medida la comunicación con el mundo exterior. Vive en una especie de retiro;
considera que las dichas y desgracias de la sociedad son pesados estorbos y permanece en
tal grado de ensimismamiento que raya en la misantropía. Nos exaspera con su pedantería
lógica y su insoportable arrogancia. Inteligente, como definitivamente lo es -nadie opina lo
contrario-, contempla con soberano desprecio los vanos intentos de los demás por
entender este o aquel concepto. Por lo mismo, no se le ocurriría jamás hacerle
propaganda a su oficio.
Basta ya del lugar común que, por lo demás, es creído por muchos al pie de la letra.
Obviamente no es más que un absurdo. Dejando de lado su profesión, los matemáticos se
diferencian poco de los demás seres humanos, y puedo decir que conozco hombres y
mujeres del ramo que son alegres, mundanos, divertidos y a ratos aun insensatos. Sin
embargo, no se puede negar que, como es usual, algo de verdad se esconda tras el cliché.
Toda profesión conlleva sus propios riesgos, sus patologías específicas, su déformation
professionelle. Los mineros padecen problemas pulmonares, los escritores sufren neurosis
narcisísticas, los directores de cine delirios de grandeza. Dichos defectos pueden derivar de
las condiciones de producción bajo las cuales trabaja el afectado.
En lo que respecta a los matemáticos, su profesión exige ante todo una prolongada y
extrema capacidad de concentración; tienen que taladrar unos listones muy duros y
espesos. No debe entonces resultar extraño que les parezca un descaro inadmisible
cualquier molestia o interrupción proveniente del exterior. Es un hecho que la época de los
matemáticos universales, al estilo de Euler o Gauss, pertenece al pasado. Nadie puede hoy
en día dominar todos los aspectos de su ciencia; lo que significa, a su vez, que en los
terrenos de la investigación el círculo de aquellos que se dedican a lo mismo se reduce
cada vez más.
Trabajos verdaderamente originales sólo serán comprendidos por unos pocos colegas del
ramo; llegarán a un puñado de lectores, vía e-mail, en Tokio, Princeton y Bonn. El resultado
inevitable es un cierto aislamiento. El propósito de hacerse comprensible a los no iniciados
es algo que los investigadores abandonaron hace rato, y es posible que en los mismos
viñedos de la matemática esta actitud haya sido asumida por otros colegas menos
aventajados.
A lo anterior hay que agregar que los matemáticos, como el común de los científicos, no
sólo tienen su propia jerga profesional, sino que disponen de una notación diferente de la
escritura común, la cual les es imprescindible para la comunicación entre sí. (Aquí cabría,
una vez más, una analogía con la música, pues también maneja su propio código de
escritura). Ahora bien, la mayoría de los mortales entra en pánico cuando se ve enfrentada
a una fórmula matemática. Difícil saber de dónde viene esta actitud que, valga decirlo, les
parece incomprensible a los matemáticos. Ellos piensan que su notación es
asombrosamente clara, distinta y superior a cualquier lenguaje natural. Por lo tanto, no
están dispuestos a tomarse la molestia de traducir sus ideas al español o al inglés. El
esfuerzo les parece un despropósito aterrador.
Así pues, ¿son los propios matemáticos los responsables del aislamiento al que han llevado
a su ciencia? ¿Dieron ellos mismos la espalda a la sociedad y, de manera voluntariosa,
subieron los puentes levadizos de su disciplina? Sería demasiado simplista presumir que
esta es una respuesta adecuada para un asunto de las dimensiones del que estamos
tratando. Es poco probable que la culpa recaiga en una docena de expertos, mientras la
inmensa mayoría de la humanidad tiene que renunciar a adquirir un capital cultural de
inmensas proporciones, significado y belleza.
Cualquiera sabe que la ignorancia es de una fortaleza invencible. La mayoría de los seres
humanos está convencida de que se puede vivir prescindiendo de conocimientos
matemáticos y considera esta ciencia tan poco importante que no ve ningún problema en
dejarla en las manos de los científicos. Hay quienes van más allá y albergan la sospecha de
que se trata de una profesión ingrata y poco lucrativa cuyo provecho no se deja ver por
ninguna parte. En dicho error se afianzan con más fuerza gracias a los matemáticos
mismos, que se encargan de propagar y defender la pureza de su saber. Como lo confesó el
eminente teórico de los números, el inglés Godfrey Harold Hardy: "No he hecho nunca
nada que pueda ser considerado de utilidad. Ninguno de mis descubrimientos -para bien o
para mal- ha tenido el más mínimo significado para el bienestar del mundo; y lo más
probable es que esto no vaya a cambiar. He colaborado en la formación de otros
matemáticos, pero matemáticos en el sentido en que yo lo soy, y el trabajo de ellos -en la
medida en que lo he apoyado- ha sido tan inútil como el mío. Desde cualquier punto de
vista práctico, el valor de mi vida matemática es nulo, y por fuera de las matemáticas es de
todas maneras trivial". Ahí la tenemos otra vez, la palabra trivial, esa que contramarca
todo aquello que desprecia el autor. "Sólo tengo una posibilidad", continúa Hardy, "de
escapar al veredicto de la trivialidad total, y ello sería a través de que se me concediera el
haber creado algo que valiera la pena de ser creado. Es innegable que yo he creado algo; la
pregunta es si tiene algún valor" (A Mathematician's Apology, Cambridge, 1967).
La autonomía que reclama Hardy para sus investigaciones básicas halla su contraparte en
las artes. Y no es ninguna casualidad que la mayoría de los matemáticos se sienta muy a
gusto con los criterios estéticos. Para ellos no es suficiente que la demostración sea
contundente: su ambición corre también tras la elegancia, que expresa el particular
sentido de la belleza que ha caracterizado el trabajo matemático desde sus más remotos
orígenes. Y aquí volvemos a la pregunta clave: ¿por qué el grueso del público, que sabe
apreciar las catedrales góticas, las óperas de Mozart y los cuentos de Kafka, no siente lo
mismo ante el método de recursión infinita o el análisis de Fourier?
Sin embargo, en lo que respecta a los beneficios sociales, resulta fácil refutar las
afirmaciones de Hardy. Un ingeniero que debe diseñar un motor eléctrico común y
corriente hace uso, de la manera más natural, de los números complejos. Esto no se lo
hubieran imaginado nunca Wessel o Argand, Euler o Gauss, cuando en las postrimerías del
siglo XIX creaban los fundamentos teóricos de dicha ampliación del sistema numérico. Sin
el código binario, desarrollado por Leibniz, nuestros computadores serían impensables.
Einstein no habría podido formular su teoría de la relatividad sin los trabajos previos de
Riemann y, de no existir la teoría de los conjuntos, no tendrían nada que hacer los
mecánicos cuánticos, los cristalógrafos y los técnicos en comunicaciones. La investigación
en torno a los números primos, una rama excitante de la teoría de los números, fue
considerada durante mucho tiempo una especialidad esotérica. Ya hace varios milenios
-no apenas desde Eratóstenes y Euclides- las mejores cabezas se han ocupado de estos
números caprichosos, sin que tuvieran la menor idea de para qué podrían servir... hasta
que en el siglo XX, repentinamente, agentes secretos, programadores, militares y
banqueros reconocieron que las descomposiciones factoriales y los códigos correctores
llegarían a ser claves en la conducción de guerras y negocios.
La cabeza y el universo
Un atraso similar en otros campos como la medicina o la física sería considerado grave. De
manera menos directa, esto debería también valer para las matemáticas, puesto que
nunca se había dado una civilización que estuviera de tal manera imbuida en, y fuera tan
dependiente de, el método matemático como la actual.
La paradoja cultural a la que nos vemos enfrentados se agudiza cada vez más. Se podría
decir, con buen fundamento, que vivimos en la era dorada de las matemáticas. En todo
caso, los resultados y los avances contemporáneos en este campo son verdaderamente
sorprendentes. Me temo que las artes plásticas, la literatura y el teatro saldrían mal
librados de intentarse una comparación.
No me atrevo a fundamentar tal afirmación de manera más precisa. Como novato sin
esperanzas, a duras penas puedo seguir de manera burda los argumentos de los
matemáticos. A veces me doy por bien librado cuando más o menos logro entrever de qué
va la cosa. También para mí, el puente que conduce a su isla está fuera de servicio; lo que
no me impide alcanzar a echar un vistazo a la otra orilla. Lo que logro ver me faculta para
lanzar algunos ejemplos que hacen mi tesis plausible.
Probablemente la mayoría de la gente no ha oído hablar nunca del problema del número
de clase. Se trata de uno de los problemas más complejos de la teoría de los números.
Formulado por Gauss en 1801, sólo fue solucionado definitivamente -después de muchos
trabajos preliminares- por Zagier y Gross en 1983. El mismo tiempo se tardó para la
demostración del llamado teorema de la clasificación. En este último, se trata de ordenar
la infinita diversidad de los grupos simples (nombre que llevan sin razón alguna, ya que
son de una naturaleza endemoniadamente compleja). Sólo 180 años después de ser
concebida la teoría de los grupos, lograron Aschbacher y Solomon desentrañar la clave del
asunto. Podría ahorrarme más pruebas y ejemplos. Los dos teoremas de la incompletitud
de Gödel, quizás el más genial de los lógicos matemáticos del siglo, son suficientemente
conocidos. Supongo asimismo que ya se debe haber regado la noticia de que el último
teorema de Fermat, en el que muchos se quemaron las pestañas durante siglos, fue
finalmente demostrado en 1995 por Andrew Wiles. Ya quisiera uno ver una Copa Mundo
que pudiera contar con este tipo de triunfos, para no hablar de exposiciones en la
Dokumenta de Kassel o de los festivales de teatro del último año.
Sin embargo, las expresiones de júbilo del público no se ven por ninguna parte. Esto nos
lleva a la pregunta que formulé al comenzar estas reflexiones. Creo, por lo tanto, que
tendremos que pensar en un último chivo expiatorio, es decir, en el proceso de nuestra
socialización intelectual; más exactamente: en el colegio. No se trata solamente de la
sobrecarga excesiva de trabajo a la que se ve sometida esta institución hoy en día. Las
deficiencias se encuentran más en lo profundo y tienen raíces bastante más antiguas. Cabe
preguntarse si las que se imparten en el currículum de los primeros cinco años de la
primaria pueden de veras llamarse clases de matemáticas. Lo que allí se enseña podría
perfectamente llamarse, al igual que antaño, sencillamente aritmética. Todavía hoy en día
los niños son torturados con una rutina de años de insípidas tareas; método cuyos
orígenes se remontan a los inicios de la era de la industrialización y que ya deberían estar
completamente superados. Hasta mediados del siglo XX, el mercado laboral exigía de los
trabajadores básicamente tres destrezas: leer, escribir, sumar y restar (aritmética). La
escuela primaria existía para producir este nivel de alfabetización. Ésta podría ser la
explicación de por qué arraigó tanto en la educación inferior una relación meramente
instrumental con las matemáticas. No voy a negar que es importante conocer las tablas de
multiplicar, así como la regla de tres simple o la suma de factoriales. Pero eso no tiene
nada que ver con el pensamiento matemático. Sería como pretender introducir a alguien
en la música enseñándole año tras año y siempre el do-re-mi de la escala musical. Con
seguridad el resultado sería un odio de por vida a dicha expresión artística.
Fascinación infantil
No sería del todo justo responsabilizar únicamente a los profesores de matemáticas del
desastre ocurrido. Estos pobres seres, dignos de compasión, no sólo tienen que aguantar
los lineamientos de los pedagogos, sino que además, y por encima de ello, les toca
maniobrar bajo los dictámenes de la burocracia ministerial que les prescribe metas y
planes pedagógicos en esencia brutales. Quizás su calidad de funcionarios públicos los
haga conducirse a la manera servil del gremio, algo que se hizo evidente en el caso de la
reciente reforma ortográfica del alemán. Un cierto temor impide a muchos aprovechar la
libertad que ofrece la irrevocabilidad de su cargo. También es cierto que hay profesores
que rechazan los dictámenes obsoletos que les imponen y logran transmitir a sus alumnos
la belleza, la riqueza y los desafíos de la matemática. Sus éxitos hablan por sí mismos
También por fuera del sistema educativo hay síntomas aislados que parecen indicar la
posibilidad de estar cruzando la raya que supera la sima de la ignorancia matemática. Para
empezar, se está dando un cambio en la actitud de los científicos. La generación actual de
matemáticos no se corresponde para nada con el lugar común aquel del introvertido y
ensimismado vuelto de espaldas al mundo. Esto es ante todo válido para el mundo
anglosajón. No sólo los motivos externos evidentes en la lucha por los medios de
investigación explican este cambio de mentalidad; tiene por sobre todo que ver con las
matemáticas mismas. La llamada crisis de fundamentos de la primera mitad del siglo XX
puede haber colaborado a que se impusiera una actitud menos rígida. También es cierto
que la distancia entre la investigación pura y aplicada comenzó a reducirse desde que los
empresarios y los inversionistas tomaron conciencia de las utilidades que se le pueden
sacar a la investigación básica. Un mundo lleno de nuevas posibilidades ha sido abierto
gracias a las matemáticas experimentales que crean los computadores; si bien es
igualmente cierto que sus métodos poco rigurosos generan sospechas y desconfianza.
Aproximaciones semánticas
No son difíciles de imaginar las implicaciones que han tenido estas dificultades en la
comunicación. Es un buen presagio que en las últimas décadas el número de intérpretes
especializados en traducir el lenguaje técnico a las lenguas naturales haya aumentado. Se
trata de una osadía delicada y provechosa. También en estos terrenos los anglosajones
están a la vanguardia. Famosos constructores de "puentes" como Martin Gardner, Keith
Devlin, John Conway y Philip Davis son pioneros en este trabajo. En Alemania hay que
agradecer su labor de intermediarios a periódicos como Spektrum der Wissenschaft y a
publicistas como Thomas von Randow. Ocasionalmente, hasta los grandes medios han
puesto su grano de arena y se han metido con temas matemáticos. Así fue en el año 1976,
cuando Appel y Haken resolvieron el tristemente célebre y poco relevante problema de los
cuatro colores. Es inevitable correr el riesgo de "ponerse de moda" como ocurrió en el
caso de las teorías del caos y las catástrofes. En aquel caso no se trataba tan sólo de un
problema de malentendidos semánticos. El affair Sokal mostró el nivel de ridículo en que
se puede caer cuando los diletantes incorporan los conceptos científicos a su jeringonza,
sin tener la menor idea de lo que dicen. Por otro lado, es un prometedor indicio que El
último teorema de Fermat, un thriller científico y serio de Simon Singh, se haya convertido
en un best-seller internacional.
Se necesita de mucha audacia para llevar a cabo todos estos intentos por interpretar las
matemáticas en una cultura que se ha destacado por su profunda ignorancia del tema. No
resisto la tentación de traer a cuento un diálogo inventado por el matemático Ian Stewart,
quien escribe magistralmente, como prólogo de su libro The Problems of Mathematics, en
el cual un experto conversa con un aficionado: