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El mayocol era un tipo de capataz. Al parecer, la palabra es una derivación de mayoral
a la que se le agrega col, que significa milpa en el maya de la península de Yucatán, es decir
que en sus orígenes la figura correspondía al mayoral de la milpa y se fue transformando en
el capataz de la finca.
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al grupo mestizo de poder oligárquico que acaparaba tierras y poder político en el Yucatán
porfirista.
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en el consumo mundial y, a la vez que el valle que las producía servía como una
gigantesca jaula, en la que estaban aprisionados indios y clasemedieros por igual,
de jaula pasaba a ser panteón de esos desgraciados que morían como moscas,
tal como lo decían los mismos finqueros.
Durante su visita, Turner presenció los castigos corporales a los esclavos,
que no peones, de las fincas y haciendas; la vejación, exprimirle a un hombre
la vida para obtener ganancia, y lo documentó lo mejor posible, así también
dio cuenta de otros elementos centrales en el sistema económico mexicano: los
pobres en la ciudad, las huelgas de Cananea y Río Blanco, así como el engranaje
del sistema de Díaz, el papel de los Estados Unidos y el contubernio existente
para mantener así al país. A finales de 1909 los reportajes de Turner empiezan
a ser publicados en American Magazine y son compilados en un libro titulado
México bárbaro, que apareció en 1911, aunque sólo fue traducido al español
hasta 1955, siete años después de la muerte de Turner. No obstante la crudeza
de los escritos, el mismo Turner sabía que únicamente había visto una parte del
mosaico, quizás la más cruel.
Casi un siglo después, mientras los indios de Chiapas reivindicaban su
dignidad y justicia ante el mundo en 1994, Armando Bartra amplió la mirada de
John Kenneth Turner. Aun cuando dejó fuera el análisis del henequén –debido a
que estaba bastante documentado–, su perspectiva se fijó en la importante rama
agroexportadora del porfiriato; así, bajo su lupa, y desde el análisis de la historia
económica, Bartra estudió la producción de tabaco en el Valle Nacional, la de
hule y el chicle en la península yucateca, de maderas preciosas en Tabasco y
Chiapas, así como la de café en Oaxaca y en Chiapas y desentrañó las abigarradas
relaciones sociales que se daban en esas economías de enclave, sólo orientadas al
sistema mundial, que se chupaban los recursos con base en las necesidades del
mercado y que no guardaban mayor relación con el país que los albergaba.
A pesar de las décadas que han pasado, lo que John Kenneth Turner y Armando
Bartra documentaron ha cambiado poco. Las formas de explotación se han vuelto
más sutiles, el despojo más legal, el racismo más oculto. Una de las diferencias
entre los gobiernos actuales y el porfiriato es que ahora alternan las cabezas visibles,
pero la dictadura del capital es una dictadura, así como la corrupción, el tráfico de
influencias y recursos, y la asociación con las empresas para explotar a los mexicanos
son hoy lo mismo, pero han adquirido novedosas formas.
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por desposesión y rentas que les permita tener ganancias extraordinarias, ya sea
por el diferencial que representa el robo, hurto o despojo de bienes comunales
y servicios e infraestructura pública, metidos a la mala como mercancías al
mercado capitalista, o por la posibilidad de lograr rentas tanto diferenciales como
monopólicas. Esto sucede con el control de bienes como el agua, bosques, suelos,
minerales, conocimientos, fuentes de energía o con servicios e infraestructura
pública que son esenciales (salud, educación, carreteras, agua potable, telefonía),
donde el complejo proceso no sólo es acumular al convertir un bien colectivo en
mercancía, sino lograr controlarlo bajo condiciones monopólicas, al grado de
incrementar las utilidades y que vayan más allá de la tasa media de ganancia. Los
gobiernos neoliberales en nuestro país han generado las condiciones jurídicas,
institucionales y políticas para que las empresas asedien de forma permanente
a los territorios que poseen esos recursos fundamentales. En esos territorios
se intenta imponer un modelo extractivo basado en la explotación de recursos
naturales, que pone en evidencia las formas más crudas de saqueo económico
y depredación ambiental.
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sustentable”. Finalmente expone las geo-grafías de los rebeldes y busca una respuesta
a la interrogante de civilización o barbarie, reformulándola en la gramática
rebelde de ¿autonomía o capitalismo salvaje?
En “Escala y conflicto social. El caso de la hidroeléctrica La Parota,
Guerrero”, Alejandra Toscana Aparicio y Javier Delgado Campos analizan la
defensa territorial, así como el conflicto añejo entre el Consejo de Comuneros
y Ejidatarios en Oposición a La Parota (CECEOP) y la Comisión Federal de
Electricidad (CFE) por la construcción del proyecto hidroeléctrico La Parota,
proyectada para construirse en la cuenca del río Papagayo en el estado de
Guerrero. El proyecto estaba previsto desde la década de 1970 por la CFE,
pero fue hasta principios de este siglo que se promovió como una megaobra
–hasta ahora fallida– del gobierno de Vicente Fox (2000-2006). En el conflicto
se enfrentan básicamente dos lógicas diferentes de valoración del espacio: la de
la CFE, que considera que la presa es una obra de infraestructura, motor para el
desarrollo regional; y la del CECOP, para quien la presa representa la pérdida del
territorio y de las formas de vida de la población local. Para el análisis propuesto,
Toscana y Delgado hacen uso del concepto escala –como red y como relación. La
noción de escala como red aparece en la geografía política en la década de 1980
para analizar conflictos y relaciones entre diversos actores sociales; las escalas
son entendidas como las arenas de movilización de poder en las que diferentes
imaginarios espaciales convergen en circunstancias desiguales. La noción de
escala como relación permite observar el área de influencia de manifestación
de los acontecimientos, esta escala se enfoca en la dinámica de las relaciones
entre los elementos y su importancia relativa en cada nivel jerárquico distinto.
Metodológicamente, facilita el análisis de la dinámica e interconexión de los
procesos sociales.
Tanto Turner como Bartra tomaron como punto de arranque de sus artículos
y análisis a la producción agrícola. Henequén, tabaco, hule, chicle, maderas y
café fueron los productos en torno a los que desarrollaron su obra y analizaron
las complejas relaciones sociales y económicas en el seno de las unidades de
producción –fincas y haciendas. Aunque todo eso se sigue produciendo en el país,
su importancia ha venido a menos, salvo el excepcional caso del café. Tendiendo
un puente histórico entre la producción porfiriana y la producción actual, Ramses
Arturo Cruz Arenas, en su artículo “Cafés negros y rojos en Chiapas: entre la
barbarie y desarrollo desde abajo”, nos muestra el desarrollo del aromático en
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Chiapas. El autor plantea que existen dos tipos de producción de café en el estado.
Una que se realiza en fincas cafetaleras cuyo último reducto es posible encontrarlo
hoy de manera generalizada en el Soconusco, que históricamente ha sido una
región cafetalera surgida como economía de enclave, que preserva lógicas como
la centralización del capital en manos extranjeras, o de los descendientes de
éstos, y cuya producción está basada en el sistema de finca que conlleva mano
de obra semiesclavizada con condiciones infrahumanas; a ésta lo denomina cafés
negros. Por su parte, los cafés rojos serían aquellos cuya producción cafetalera son
resultado de un largo proceso de lucha por la tierra y la apropiación del proceso
productivo, que se ha desarrollado en la mayor parte del estado; iniciada con
los primeros repartos de tierras en el cardenismo, pero que cobra importancia
en la segunda mitad del pasado siglo; proceso que devino en una producción
de corte social estrechamente relacionada con la formación de organizaciones
sociales y con el actuar de una extensa línea libertaria, producción en huertas
diversificadas, que además en muchos ejemplos es una producción orgánica y
puesta en el mercado por organizaciones de comercio justo.
Un elemento que muestra los procesos de despojo actuales, es que la barbarie
se ha reconfigurado, ya que lo que antes pasaba en torno a la madera y el
tabaco, por ejemplo, ahora se expresa en la producción de hortalizas, tomates,
pepinos, melón, y un largo etcétera. La documentación de este tipo de prácticas
se explora en “Cien años de despojo y explotación de los peones indígenas en
tierras sinaloenses” de Jesús López Estrada. Sinaloa, territorio famoso por la
producción de tomate y por ser la cuna de todos los capos del narcotráfico actual
y del mayor cártel de la droga que opera en el mundo –el de Sinaloa–, reproduce
en su actuar el despojo y la explotación al indígena. Poseedores de un importante
territorio, los pueblos indios han visto crecer la presión de grupos que buscan
quedárselo. Jesús López hace un análisis de este tipo de dinámicas en torno a las
tierras de los pueblos indios de Sinaloa, que data desde la hacienda porfirista. Por
otro lado, el autor considera que en la actualidad la explotación de los indígenas
migrantes y locales se lleva a cabo en los campos agrícolas dedicados al cultivo
de hortalizas. El artículo expone a los campamentos agrícolas como un caldo
de cultivo donde se propicia la exclusión, así como la explotación laboral de los
jornaleros agrícolas –hombres mujeres y niños–, quienes son la base de una
agricultura que compite con los estadounidenses en un mercado muy dinámico y
exigente, al cual le exporta la producción. El autor aporta datos de los programas
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La constitución del mundo de la vida como sustitución del Caos por el Orden y
de la Barbarie por la Civilización se encauza a través de ciertos requerimientos
especiales. Éstos son los del proceso de construcción de una entidad muy
peculiar: la Gran Ciudad como recinto exclusivo de lo humano. Se trata de una
absolutización del citadinismo propio del proceso civilizatorio, que lo niega y lo
lleva al absurdo al romper la dialéctica entre lo rural y lo urbano (1997:152).
Entender esta dialéctica entre urbano y rural, vista también como una tensión,
fue central en los dos trabajos de la cuarta parte. El primero de Martha Angélica
Olivares Díaz, quien en “Los pueblos originarios de la Ciudad de México,
entre la civilización y la barbarie” aborda en una discusión la conformación y los
principales preceptos del mundo moderno, fundamentalmente de la construcción
del espacio y la lógica bajo la cual se erigieron las ciudades, sus paisajes,
prácticas, ideologías y modos de vida, como el símbolo más representativo de
la modernidad y el progreso. La ciudad se conformó, entonces, como el espacio
elitista de fabricación y habitación del hombre moderno (civilizado), donde
no se daba cabida a lo diferente (lo otro, el bárbaro). La idea de que la ciudad
expulsa lo ajeno, reconvierte y se apropia del espacio y de los recursos en aras
de la civilización, se justifica entonces el despojo y la colonización “civilizadora”
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contundentes. Por ello, el panorama puede ser desalentador; sin embargo, hay
una propuesta que subyace en esto: si el veneno es la modernidad/barbarie, las
sociedades –en su resistencia y prácticas alternativas– también han creado los
antídotos para el sistema capitalista. Por todos lados proliferan las expresiones
de inconformidad al sistema que nos ha tocado vivir, van de las manifestaciones
más o menos espontáneas hasta los complejísimos movimientos antisistémicos.
Nuestro continente es rico en esas experiencias: el Ejército Zapatista de Liberación
Nacional (EZLN), el Movimiento de los Sin Tierra en Brasil (MST), los Piqueteros
y los movimientos de recuperación de fábricas en Argentina, la Minga Social en
Colombia, los movimientos indígenas en Ecuador y Perú; a los que debemos
sumar las experiencias de la oleada de gobiernos de izquierda que han tomado el
poder como el movimiento político de Evo Morales en Bolivia, de José Mujica en
Uruguay, y el Socialismo Bolivariano que Hugo Chávez impulsó en Venezuela.
En México, pese a que la transición política llevó a derrocar al priísmo en el
2000, el partido que ganó –el PAN– no marcó un cambio en lo sustancial, con
gobernantes cuya principal característica es que no tienen conexión con el pueblo
raso y además son en suma mediocres; a tal grado que sólo dos sexenios después
el dinosaurio priista regresa disfrazado de modernidad; así las cosas no existe
alternativa del cambio desde arriba. No obstante, abajo otros vientos soplan
y quien lleva la delantera parece ser el robusto sujeto histórico que llamamos
campesinos, así como los indígenas: el movimiento indígena nacional del que
destacan la lucha del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, la lucha por
la Autonomía Triqui en San Juan Copala en Oaxaca, pero también en Cherán
en Michoacán, así como el proceso de apropiación de sistemas productivos por
parte de cooperativas y organizaciones sociales, de comunicaciones por Radios
verdaderamente alternativas, de la educación por un puñado de combativas escuelas
y un largo etcétera. En suma, si bien la barbarie es el pan nuestro de cada día, el
límite somos nosotros. Las personas de carne y hueso, los de a pie somos la frontera
que no podrán pasar, la esperanza de un mundo solidario y fraterno, es decir la
posibilidad de la existencia, hoy, ahora, de un mundo más humano.
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