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LA PERSONALIDAD DEL MAESTRO

De la falta de vocación surge la ausencia de personalidad.


Iguala entre sí las maestras, mecánica su enseñanza, tendientes siempre a nivelar el paso, a
nivelar las actitudes, y los corazones. Me remito a los niños para deducir.
—¿Con qué maestra estuvo el año pasado?
—Con… con… No me acuerdo la señorita.
_¿y en segundo grado?
_…
_ ¿ Y en primero?
_¡…!
¡Horror! Antes, cuando las maestras no tenían vergüenza de serlo, los chicos se acordaban
de su maestrita de primero, de la señorita de segundo…
Da pena pensar, que de seguir así, un día llegará en que las maestras puedan reemplazarse
por un muñeco mecánico con discos seriados y una máquina de proyecciones.
Oprimiéndole un botón, ese muñeco explicaría el descubrimiento de América, la orografía
de Buenos Aires, las partes de la planta, y en realidad, los niños saldrán ganando, porque
algunas maestras son simples enseñadoras a sueldo, sin personalidad, sin conciencia de su
misión.
Luis de Zolueta define la personalidad, sencilla y admirablemente, en este párrafo que no
me resisto a transcribir:
“¡En qué consiste una personalidad completa y elevada? No es ningún secreto:
entendimiento claro, abierto a todos los vientos del espíritu, a todas las corrientes del
pensamiento; sentido estético, moral profunda; amor y simpatía hacia todos los hombres;
tolerancia, que es la virtud de nuestro tiempo. También necesita el maestro espíritu de
ciudadano. No formará ciudadanos quien no lo sea, quien no se interese por los grandes
problemas nacionales y sociales, quien no tenga sensibilidad para percibir la vibración de
las ideas en el ambiente contemporáneo. Y luego religiosidad, sí, religiosidad, confianza en
que el triunfo definitivo es del bien, en que los hombres y los pueblos no se sacrifican en
provecho de la nada, ni se pierden en el vado; fe en que el último de nuestros actos, como
nazca de una buena intención, tiene un valor universal y un sentido eterno”.
He aquí descripta la personalidad de una manera sintética, y coronando ello, la palabra de
Herder, en una conferencia sobre “De la gracia en la escuela”, pronunciada en 1765, y que
dice:
“¿La gracia? Llámenla ustedes encanto, decoro, hermosura, donaire, simpatía, agrado,
amabilidad; todo esto son partes, grados, caracteres de la gracia, sin que ninguno de ellos
por separado agote plenamente su concepto. Lo que los griegos designaron con el nombre
de Venus, lo que el maestro de belleza —Platón— descubrió como la seducción de las
ciencias y el incentivo de la virtud; la bella naturaleza que llevan en sí los verdaderos sabios
y los buenos; esa diosa incomparable quiero yo ahora mostrarla bajo las formas humanas de
un maestro y su discípulo, introduciéndola en la escuela, en el lugar en que los muchachos,
todos en la edad de la gracia, esperan recibir su educación. La escuela no es ya escuela: es
un jardín encantador. El maestro marcha con el rostro alegre, entre sus amigos que le
confían el alma. Se vuelve con ellos muchacho, y les enseña las ciencias del modo que
cuando niño hubiera querido aprenderlas. Es su camarada, trabaja con ellos y los inflama
con su entusiasmo, lo mismo que un carbón ardiente enciende a los demás. La escuela es lo
que fué para los romanos; “ladus” pasatiempo; lo que para los griegos: “gymnasium”, lugar
de ejercicios, donde los niños, puros como la aurora y lozanos como las Gracias, se animan
mutuamente y se desarrollan y resplandecen como flores”.
Pero para no —terminemos el pensamiento de Zulueta y Herder —deben las maestras sentir
la alegría del oficio, adquirir una cultura general digna de un estudios, renovarse día a día y
marchar a la vanguardia de los ideales humanos, atento el corazón al más pequeño dolor de
los hombres para comprenderlo, para perdonarlo, y si es posible, para mitigarlo.

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