Los discursos éticos de los moralistas de cualquier cuño, que ayer declamaban en los templos y plazas y hoy
circulan más bien en Internet, tienen todos una curiosa característica común: en general dicen todos lo
mismo y lo que dicen nos parece siempre cierto, evidente, obvio, por no decir trivial: “Hay que hacer el Bien
y no el Mal”, “hay que vivir siempre como si fuera el último día de nuestra vida”, “hay que poner lo
importante siempre delante de lo superficial”, etc.
El resultado es que, salvo talento literario peculiar, el discurso de los moralistas es siempre profundamente
aburrido. ¿Por qué? Porque, en general, todo el mundo “sabe” lo que debería hacer, y no necesita que
alguien le venga a recordar lo que ya sabe. Kant lo menciona en la Crítica de la Razón Práctica: lo que se
puede calificarse como ley moral “lo puede distinguir el entendimiento más vulgar sin enseñanza”1. ¿Para
qué habría pues que enseñar algo que ya todo el mundo conoce? ¡Con mayor razón si nadie obedece
realmente a la orden del deber que todo el mundo conoce, y sabe que está mal, y sabe que los demás lo
saben también, y lo hacen también! Y fingimos más o menos todos no darnos cuenta de lo hueco de
nuestros discursos bien pensantes, nuestras declaraciones de buenas intenciones entonadas en complicidad
y connivencia armoniosa. Sí, pues, hay que hacer el bien, amar a su prójimo como a sí mismo, y no ser
malos, es decir no mentir, no agredir, no robar y no matar. ¿Esto valdría la pena mencionarlo, y encima
enseñarlo, aunque sea dicho de modo elegante o poético? ¿Para qué? Si todos ya lo saben, sobre todo los
mismos ladrones que no quieren ser robados, y los mismos mentirosos que no quieren ser engañados.
Peor aún, si seguimos a las enseñanzas del Tao Te King, parece ser que mencionar ni siquiera la ética sería ya
signo de una profunda decadencia moral, la cual haría desesperada dicha mención, o en todo caso inútil:
“Cuando el Tao fue olvidado
Aparecieron las enseñanzas sobre la virtud y la equidad...
Cuando los parientes próximos se enemistaron
Aparecieron los ideales de la piedad filial y el amor paternal.
Cuando el Estado cayó en la anarquía
Se inventó el ideal del ministro fiel.”
Tao Te King, XVIII
1
Crítica de la Razón Práctica, Ed. Victoriano Suarez, Madrid (1963): Teorema 3 p 47.
2
“Hay que recordar a Sócrates” decía Merleau-Ponty en su Elogio de la Filosofía. El mismo definía esa última
no como “un cierto tipo de saber, sino como la vigilancia que no nos deja olvidar el origen de todos los
saberes”.
O sea, si hablamos de “ética”, es que la ética se fue, y nuestros discursos moralizadores no hacen más que
tratar de esconder este hecho. Cruel ironía, y sospecha esencial contra los afanes didácticos éticos. ¿Cómo
pensar la legitimidad de la enseñanza ética en estas condiciones?
Este carácter obvio y trivial de la ética, reacia al discurso y a la exposición a la luz de la explicación racional,
se aclara si nos acercamos al origen etimológico del término “Ethos”. En efecto, Ethos designa la “morada” y
lo “habitual”, “lo que la gente hace normalmente”. De ahí que la ética tenga que ver con nuestro modo
habitual de “morar en el mundo”, tan sencilla y simplemente que al hablar de esto mismo que somos, no se
podría ir más allá ni más lejos de esta intimidad residencial de la normalidad cotidiana, es decir
efectivamente lo obvio, lo trivial, y cualquier intento de resaltar esta normalidad sería, justamente, anormal,
raro, sospechoso.
O quizás subversivo. Y aquí nos vuelve en mente la subversión intrínseca que es la reflexión filosófica, la
sospecha socrática esencial2 que apunta e interroga nuestra residencia mundana y su “modo de ser”:
¿Cómo moramos en el mundo? ¿Cómo deberíamos morar en él? ¿Cómo debemos vivir? Preguntas por
cierto capciosas mientras “todo va bien”, pero preguntas imprescindibles cuando ya no fluyen las cosas,
cuando el Tao se fue, cuando se pierde la sencillez de saber qué es normal y qué no. La Filosofía y el
interrogante ético, pues, serían el nítido síntoma de una crisis, la peor de todas, la crisis de la normalidad y la
residencia. Pero por lo menos, este síntoma sería legítimo, a modo de denuncia.
Otro problema es de saber si el síntoma (la reflexión ética) puede servir además como remedio (la
enseñanza ética para salvarnos de la “crisis de valores” que tanto se lamenta). Si de “enseñar ética” se trata,
esta curiosa disciplina se dedicaría a formar en lo obvio, lo trivial, lo que la gente hace normalmente, lo que
el entendimiento más vulgar sin enseñanza sabe. Esta enseñanza sería muy sutil, puesto que se trataría de
una educación casera, educación a la morada, que debería hacerse en silencio, callados, desde lo obvio y lo
trivial de la vida diaria (y de hecho siempre se hace así, si pensamos en cómo enseñamos a nuestros hijos los
hábitos cotidianos de nuestra “cultura”). Vista así, parece difícil cumplir con esta enseñanza ética casera
desde la formalidad de una institución educativa especializada, y más aun universitaria, si se asemeja a la
más llana crianza familiar.
Pero de repente, si pensamos así, es porque no sabemos ver que nuestras universidades también son unas
“moradas”, en las que no sólo “dictamos” como doctos desde las cátedras, sino también moramos en
silencio, a través de los gestos cotidianos simples, los saludos, trámites administrativos, almuerzos y
edificios... Este punto es muy importante para quienes quieren empezar a pensar la enseñanza universitaria
en términos de Responsabilidad Social.
Y es en este punto que el enfoque de la ética considerada como “morada” nos puede ayudar a entender si y
cómo se podría enseñar algo como los “valores”: los valores no se proclaman, se viven y actúan desde la
vida cotidiana. De igual manera, si algo ha demostrado ser profundamente ineficaz en cuanto a la formación
en valores... es la prédica moral. Ningún discurso de exhortación moral tiene efecto, ni en los niños (que
hacen lo que sus padres hacen, no lo que dicen), ni en los estudiantes universitarios (que hacen lo que
quieren cuando pueden y sino se moldean a su entorno y sus obligaciones, al igual que nosotros sus
docentes).
Si la prédica discursiva no funciona, de repente funcionará el hecho de cuidar con qué calidad ética se vive a
diario en la institución académica, qué valores se promueven en silencio a través de las rutinas cotidianas,
lo normal, lo trivial institucional: ¿Cómo nos tratamos a diario en la Universidad? ¿Nos respetamos? ¿Nos
escuchamos y ponemos de acuerdo? ¿O reinan las reacciones agónicas entre nosotros (atacar, defenderse,
someter y/o someterse)? ¿Hablamos de “promover la ciudadanía democrática” sólo durante las horas de
clase de ética, o la promovemos cotidianamente en nuestras reglas de vida institucional? Sencillamente:
¿cómo moramos en nuestra Universidad? ¿Cuál es nuestro Ethos?
Esta simple pregunta no dejará de aparecer como subversiva, puesto que es filosófica. Pero no pretende
conducirnos ni a la Revolución, ni a la salida de la práctica institucional utilitaria hacia esferas metafísicas
etéreas. Quiere de modo muy pragmático invitarnos a mirar y juzgar lo que hacemos, ni más ni menos, lo
que podemos llamar examinar el Ethos oculto de la Universidad. Tarea muy útil en verdad, que debe
conducirnos a develar lo más difícil de ver... lo obvio, lo evidente, lo que hacemos sin darnos cuenta, por ser
demasiado nuestro para darnos cuenta. Diagnosticar el Ethos oculto de la institución académica, es
reconocer lo que realmente promovemos en cuanto a actitudes éticas, valores y patrones de conducta,
modo de vida y de pensamiento; es mirar lo que realmente enseñamos al enseñar lo que enseñamos.
Ningún currículo declarado deja de tener su lado oculto, y sin embargo muy eficaz, justamente por ser
oculto, es decir muchas veces... ¡obvio! La organización espacial del salón de clase por ejemplo (en general
diseñada como un vil homenaje al cuadrado y el ordenamiento militar de las personas, bien difícil de
“deformar” en círculos democráticos), o bien la tácita aceptación jerárquica entre docentes y alumnos (que
reproduce sin cesar el binomio saber-poder), o bien los supuestos epistemológicos no dichos de las teorías
enseñadas (¿en qué carreras universitarias se suele no olvidar de mencionar la existencia de una Física no
newtoniana? Una Matemática no euclidiana? Una Lógica no aristotélica? ¿y cómo nuestros paradigmas
epistemológicos positivistas influyen en el contenido y la forma de nuestra enseñanza?)...
Si tomamos realmente en serio nuestro trabajo de profesores de ética en medio universitario, es
imprescindible empezar por examinar el Ethos oculto de la institución, es decir no autoengañarse sobre lo
que pretendemos enseñar y producir: ¿no será lo mínimo que podemos pedirnos a nosotros doctos
académicos universitarios?
Cambiar nuestra propia esencia corpórea y la de las demás especies vivas del planeta (manipulaciones
genéticas).
Esta nueva manera de residir en el mundo nos da poder y responsabilidad frente a entes otrora inaccesibles
al campo de nuestros cuidados éticos como son: el Espacio, la Naturaleza, el Futuro, los procesos
ecosistémicos o biológicos… Pero el sujeto de este poder y responsabilidad no es el individuo y su conciencia
moral, sino la misma sociedad y sus fuerzas tecnocientíficas. Desde luego, se crea una situación en la cual (1)
la responsabilidad moral es ante todo una responsabilidad social, y (2) el conocimiento se vuelve
importante para poder saber qué debemos hacer o no. Luego, sin querer, esta situación le da una nueva
legitimidad a la enseñanza universitaria para arbitrar la formación moral de la humanidad moderna. En
efecto, es imposible entender cuáles son nuestras responsabilidades colectivas y personales en el mundo de
hoy si no se conoce cuáles son los riesgos ligados a las actividades profesionales y tecnocientíficas
modernas.
5
E. Morin: La Méthode 6: Ethique, Ed. du Seuil, París, 2004.
A partir del momento en que el saber científico se vuelve imprescindible para la determinación del deber
(en el ámbito ecológico por ejemplo), ya no podemos declarar, como Kant, que cualquiera “sin enseñanza”
conoce su deber. Sería por ejemplo imposible reprocharle a la industria el uso de ciertos gases refrigerantes
antes de conocer su efecto negativo en la capa de ozono. El fenómeno cognitivo penetra pues con fuerza
en la problemática ética en nuestra “Era de la Globalización”, a medida que la tecnociencia penetra con
fuerza la vida diaria en la “morada” terrestre, y que lo obvio de antes se vuelve confuso y complejo. La
Universidad tiene pues que investigar los nuevos campos deontológicos de las profesiones y acciones
colectivas modernas, calcular los riesgos, pronunciarse sobre las soluciones posibles, medir las nuevas
responsabilidades personales y colectivas, etc. Todos estos problemas ocupan las reflexiones de los
especialistas en “éticas aplicadas” (bioética, ética del desarrollo, etc.). Los casos casuísticos se multiplican a
medida que se incrementa nuestro poder de manipulación sobre el mundo y realización de posibles que
nuestros abuelos no podían ni soñar (como caminar en la luna, o clonar un feto).
Este aumento endémico de los problemas éticos no cambia el fundamento de la racionalidad moral que
sigue siendo el principio kantiano de universalización de la regla de conducta, pero complejiza
dramáticamente la esfera de nuestras responsabilidades. Es lo que Edgar Morin llama la “ecología de la
acción”5, es decir el hecho de que cada acción tiende a escapar cada vez más de la voluntad e intención de
su autor a medida que “entra en el juego de las inter-retro-acciones del medio en el cual interviene” (ibid. p
41). La complejidad del contexto de la acción en una sociedad tecnocientífica globalizada introduce
necesariamente la incertidumbre y la contradicción en la ética, subraya Morin. Hace borrosa la frontera
entre nuestra responsabilidad personal y nuestra responsabilidad colectiva y entre estas dos y nuestra
irresponsabilidad. En una sociedad de la comunicación, la inmediatez, y del sobre-poder científico ¿de qué
cosa no somos imputables?
Esta incursión de la complejidad en el campo ético no interesa solamente a las “éticas especializadas”, es
decir no se trata meramente de un incremento de los problemas deontológicos de los diversos
profesionales, sino que la complejidad invade la “morada” y la responsabilidad de cualquier persona: La ama
de casa yendo a comprar al mercado no escapa más de los conflictos éticos acerca del comercio justo y el
consumidor socialmente responsable. Puede participar, por ejemplo, de una “cruzada ética” y boicotear una
determinada empresa habiendo incurrido en malas gestiones. Pero, eso sí, para poder hacerlo, tiene
previamente que saberlo, lo que crea una relación estrecha y compleja entre el Conocimiento, la
Comunicación, la Responsabilidad y el Deber. Luego, vemos que instituciones sociales como los medios de
comunicación, las comunidades científicas y las universidades, empiezan a cumplir un papel clave en la
determinación de nuestras responsabilidades éticas, al poder brindarnos (o no) el saber necesario para
ensanchar nuestros deberes morales más allá de los tradicionales, los obvios que todo el mundo conoce (no
mentir, no agredir, no robar, no matar, y amar a su prójimo).
Tal complejidad de la morada común y tal dependencia creciente de la información pertinente para poder
determinar qué comportamiento moral adoptar o no, obliga la
Universidad a cumplir con su rol formativo y brindar a los estudiantes, futuros profesionales actores y líderes
de la peligrosa tecnociencia, los conocimientos necesarios para poder ser ciudadanos responsables, en los
campos de los problemas medioambientales, tecnocientíficos y socioculturales, a la luz de los grandes
acuerdos internacionales actuales que funcionan algo así como el “marco ético global” de nuestras
naciones: Pacto Global de la ONU, Carta de la Tierra, Declaración de los Derechos Humanos, Declaración del
Milenio, Protocolo de Río, etc. Son ahora estos grandes acuerdos internacionales entre gobiernos y/o
intelectuales que constituyen la bibliografía principal de los cursos de ética universitarios, así como el marco
teórico de los cursos de deontología profesional. Aquí hay una enseñanza no trivial que debe de ser
instituida en nuestras universidades.
3. Nuevos procesos de toma de decisiones éticas: Democracia multicultural y Responsabilidad Social de las
Organizaciones
Pero también la nueva morada global obliga a cambiar el protocolo para dilucidar los problemas éticos y
tomar decisiones adecuadas. La Democracia multicultural de hoy pone fin de hecho al conflicto entre éticas
tradicionales y ley moral universalista, puesto que las reivindicaciones legítimas de las minorías y
comunidades tradicionales a practicar su particularidad propia y ser diferentes (“¡sé diferente y sé feliz!”
decía Nietzsche), son “legítimas” justamente desde el punto de vista del universalismo moral (“universaliza
tu máxima”, decía Kant) que les otorga a cada una de ellas el derecho (universal) a vivir su particularidad
comunitaria. Es decir, en la era democrática planetaria, el acatamiento de una costumbre particular se
justifica y garantiza no más desde la misma tradición, sino desde el derecho universal a la tradición.
Esto significa dos cambios fundamentales:
(1) Nunca más será posible definir la ética en términos de modo de vida ideal, perfecto, desde luego exigible
para todos, que todos deberían seguir: ningún modo de “morar” en el mundo es el “mejor”, ni el tuyo, ni el
mío. La racionalidad de las concepciones de la “vida buena” es una racionalidad débil, falible y limitada, muy
dependiente de los contextos. Dicho de otro modo: Nadie puede pretender universalizar su modo de
concebir la vida, su escala de valores, su interpretación de los patrones de conducta “correctos”.
(2) La solución a los conflictos éticos, los problemas de “convivencia” (¿cómo debemos morar juntos en el
mundo?) no puede darse más a través de la integración a la costumbre, el acatamiento mimético de un
patrón de conducta predeterminado (fijado en la memoria colectiva de la tradición de una cierta “morada”)
sino a través del diálogo, la negociación, la práctica del debate y la búsqueda de consenso. Otra vez se trata
de un protocolo racionalmente débil para la solución “heurística”, es decir riesgosa y falible, de los conflictos
morales.
la Transparencia (como regla formal de todos los procesos de la morada pública común);
la Responsabilidad Social y Ambiental (para todos los actos realizados en la morada común cuyos
efectos podrían dañarla, es decir dañar a todos en ella); el Diálogo (como único proceso legítimo para la
solución de los conflictos que se presentan entre moradores).
Dentro de este marco ético democrático, los procesos de toma de decisión no pueden estar centrados en la
tradición o los argumentos de autoridad (que ésta sea religiosa, política o científica), sino en los debates
públicos entre partes interesadas (los famosos “stakeholders” de la Responsabilidad Social Corporativa).
Si la Universidad no enseña estos valores a través de prácticas democráticas, hábitos y protocolos de gestión
en y desde la vida cotidiana de su comunidad de trabajadores, autoridades, docentes y estudiantes, no
puede pretender formar éticamente a los alumnos en el mundo global de hoy. Si no enseña estos valores
“morando” en ellos, limitará fuertemente el alcance de sus declaraciones de buenas intenciones, puesto que
la incongruencia entre sus actos y su discurso le restará la credibilidad que necesita. Al igual que la Empresa
contaminante con el medio ambiente y autoritaria con sus trabajadores no puede llamarse socialmente
responsable por el mero hecho de gastar dinero en una Fundación para la realización de buenas obras (¡las
sobras para las obras!), la Universidad que no practica las reglas de Buen Gobierno participativo con su
gente no puede pretender ser calificada de socialmente responsable por sólo tener cursos de ética en la
malla curricular y/o iniciativas de voluntariado solidario en su oficina de proyección y extensión social. Existe
una tradición de co-gobierno y autonomía de gestión en la Universidad latinoamericana desde la Reforma de
Córdoba; existen los estándares de convivencia laboral socialmente responsables (Normas de la OIT,
Certificación SA 8000, etc.)... ¡Adelante!
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