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Por un Cartujo
PRÓLOGO
Hace ya unos años que me habías pedido que te hablara de la oración del corazón aunque yo
te contesté que no quería lanzarme a hablar sobre un tema que no conocía suficientemente.
Desde entonces ha pasado tiempo. He adquirido cierta experiencia basada en lo que he podido
constatar en los demás y a partir de los descubrimientos que he podido hacer en mi propia
búsqueda del Señor. Te voy a confiar pues unas reflexiones pidiéndote que no les atribuyas
demasiada importancia.
Mi intención no es dibujar un cuadro rígido o una estructura estable. Es más bien una
dirección que quisiera indicar, un camino hacia el que hay que dirigirse sin prever por
adelantado exactamente dónde vas a llegar. La oración del corazón no es un objetivo a
obtener, sino una forma de ser, una forma de ponerse a la escucha y de avanzar.
Antes de empezar a leer, si estás de acuerdo, ponte a rezar y pide al Espíritu del Señor que
nos ilumine a los dos porque mi único deseo es ayudarle a que alumbre nuestros corazones.
Llamar así a Dios significa tener la certeza de que nos quiere. Una certeza que no forma parte
de ideas muy sabias, sino de una convicción muy íntima. Tenemos la impresión de haber
llegado a esta certeza, a la fe, al término de una serie de reflexiones, meditaciones y voces
interiores pero, al fin y a cabo, esta certeza es un don. Creemos en el amor en nuestro corazón
porque es el mismo Padre quien ha enviado a su Espíritu y desde entonces su Hijo está
glorificado.
Él es el Padre. ¿Qué significa esto? Que da la vida. Pero no la da como un objeto diferente
de él mismo. La da entregándose a sí mismo. El único regalo que puede hacer es su propia
persona y el resultado de este regalo es su Hijo, un hijo al que quiere infinitamente, por el
cual siente ternura y a quien el Hijo en respuesta también siente lo mismo por su padre.
Ese es el Abba a quien me dirijo yo. El único que me puede dar una vida que es copia exacta
de la suya; él me exige que sea su propia imagen y semejanza en este momento y no por una
cierta apariencia exterior a mi mismo sino porque él me ha engendrado a partir de su propia
subsistencia.
Eso es lo que quiero decir cuando le pido: “Santificado sea tu nombre, Abba”. Que seas tú
mismo, Abba, dentro de mí. Que tu nombre de Padre se realice a la perfección en la relación
que se establece entre nosotros. Abba, te pido que seas mi Padre, que me engendres a tu
imagen y semejanza por puro amor para que yo en respuesta pueda llegar a ser, por pura
gratuidad tuya, ternura hacia ti.
La oración del corazón consiste simplemente en encontrar el camino que me permita tener
respecto al Padre una actitud gracias a la cual él mismo pueda santificar su nombre en mí. En
mi y en todos sus hijos. En su único hijo compuesto de sí mismo y de todos sus hermanos.
Rezar es acoger al Padre, participar en esta vida que él nos da por gracia. Acoger al Padre es
permitirle engendrar al Hijo y hacer nacer su reino en mi corazón. De esta manera, el Espíritu
podrá establecer entre yo y el Padre lazos que no se pueden destruir, relaciones de unidad
que se extenderán a todos mis hermanos.
¿Qué camino debemos tomar para llegar a ese encuentro con el Padre al que aspiramos? ¿Qué
facultades ha puesto a nuestra disposición para esto? ¿Será la inteligencia, como capacidad
de conocer y de reflexionar? Escuchemos la respuesta de Jesús:
“Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber escondido estas cosas a los
sabios y habérselas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien” (Mt
11, 25-26).
Esto parece extraño: el camino está cerrado a los inteligentes y a los que saben pensar y
calcular. No es a ellos a quienes Dios ha decidido revelar sus secretos.
Sin embargo, ¿no nos ha dado Dios la cabeza y la capacidad de reflexionar, de ver las cosas,
de imaginárnoslas, como medio para ponernos en contacto con los demás?
Efectivamente, estas facultades nos las ha dado Dios. Son buenas. Son indispensables. No
debemos odiarlas ni despreciarlas. Pero debemos, sin embargo, reconocer sus límites.
Cuando pienso en un problema -o con más precisión en una persona muy cercana- con mi
cabeza y no con mi corazón, la mantengo a distancia. La manipulo de manera que la puedo
analizar a mi voluntad sin comprometerme con ella. En el fondo, no me implico, mantengo
mis distancias, conservo mi seguridad respecto a esa persona.
Hago todo lo que puedo para conocerla sin dejar que me “lleve o contamine” el dinamismo
que podría emanar de su corazón. Quiero permanecer libre respecto a ella. En ciertos casos,
este método de actuar quizás sea bueno. Pero si lo que yo quiero es amar, seguro que no es
éste el camino a seguir.
“Todo me lo ha dado el Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre
salvo el Hijo y aquel a quien el Hijo decide revelarlo” (Mt 11,27).
“Todo me lo ha dado el Padre”. Esto quiere decir que entre el Padre y el Hijo están suprimidas
todas las distancias. Ninguno de los dos ha buscado conservar su seguridad ante el otro. Han
asumido implicarse recíprocamente. Y de esta manera pueden conocerse uno a otro con un
conocimiento de amor que se presenta como un misterio del que solo los iniciados pueden
participar. “Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo”. Nadie
le conoce porque nadie le abre su corazón. Si queremos conocer al Padre hay que aceptar el
hecho de que vamos a recibir este conocimiento del Hijo en la medida en que él vea que
nuestro corazón está preparado para acogerle.
Para conocer de verdad a Dios tendré que renunciar pues a mis seguridades. Tengo que
eliminar las distancias que el pensamiento y el mundo material me permiten guardar respecto
a él. Tengo que reconocer que soy vulnerable. Este hecho que yo suelo esconder tan bien, lo
tengo que aceptar a plena luz del día, vivirlo, es decir dejar que se expresen las verdaderas
reacciones de mi corazón. A partir de este momento tendré la oportunidad de ponerme en
relación con el Padre y el Hijo… y con todos mis hermanos.
Esto significa -en la realidad concreta- que tengo que aceptar situarme al nivel de mi corazón.
Le tengo que dar el derecho a existir, a manifestarse, a expresarse según su propio modo, es
decir a través de sentimientos profundos: confianza, alegría, entusiasmo, pero también
miedo, a veces angustia, rabia. Esto no quiere decir que hay que vivir al nivel de la
sensibilidad superficial. Al contrario, significa que tenemos que aceptar que se están
desarrollando en nosotros esos movimientos profundos que nos llevan a encontrar la
verdadera cara del otro. Eso es ser “pequeño”: expresarse espontáneamente y dejarse querer
por el que está ante nosotros. ¡Qué difícil es tener el valor de ser pequeños!
Estas reflexiones que se sitúan en el contexto del Evangelio también encuentran su sitio en
un proceso psicológico normal. Los dos niveles son evidentemente distintos, pero se
completan y compenetran. Tenemos que aprender a llegar a todo a través de la mirada de
amor de Jesús hacia todas sus criaturas e incluso hacia las personas divinas. Eso es lo que yo
llamo “ver con el corazón”: aceptar que el Hijo me revela al Padre si yo soy capaz de asumir
esta revelación, es decir siempre y cuando, y según mi capacidad de ser humano, que haya
en mí y en mi corazón una imagen de la relación de intimidad que existe entre el Hijo y el
Padre.
PURIFICACIÓN DEL CORAZÓN
Continuamente vemos que el lenguaje de nuestro corazón está situado al nivel de las
emociones. Todos los desequilibrios que acabo de enumerar se convierten en emociones
fuera de lo normal; aparecen casi sin que nos demos cuenta, nos mandan, nos destruyen, nos
cierran a Dios, nos unen a una especie de automatismo del mal. Y todo esto viene de nuestro
corazón.
“Lo que sale de la boca proviene del corazón y eso es lo que ensucia al hombre. Del corazón
provienen las malas intenciones, los asesinatos… Esas son las cosas que manchan al hombre”
(Mt 15, 18-20).
Ante esta urgente necesidad de rectificación, normalmente acudimos a lo que podemos llamar
la “ascesis clásica”. Es una técnica probada y practicada por numerosas generaciones de
monjes cristianos, hombres de buena voluntad, decididos a liberarse de la esclavitud en la
que estamos apresados. Es una forma de accionar que apela a todos los recursos de nuestra
voluntad, de nuestra energía y de nuestra perseverancia iluminados por la fe y el amor. La
ascesis tiene sus méritos y no hay por que abandonarla, pero también tiene sus límites.
En particular, en lo que se refiere a la auténtica purificación del corazón, hay que ir más allá
de las técnicas humanas. Releamos la invitación que hace San Bruno a su amigo Raúl:
“¿Qué hacer entonces, querido amigo? ¿Qué hacer sino creer en los consejos divinos, creer
en la verdad que nunca engaña? Efectivamente ésta avisa a todo el mundo: “Venid a mi todos
los agobiados y yo os aliviaré”. ¿No es cierto que es una pena horrible e inútil estar
atormentados por los propios deseos, castigarse sin piedad por las preocupaciones y las penas,
el miedo y el dolor que dan vida a esos deseos? ¿Qué carga más aplastante que ésta puede
haber, cuyo peso rebaja el espíritu injustamente de su sublime dignidad hasta lo más bajo de
este mundo?” (A Raúl, 9).
Existe pues una manera de purificación donde, antes que cualquier otra, hay que dirigirse a
Jesús, llegar a él con el fin de recibir alivio. Él nos dirige esta invitación justo después de
habernos dicho que teníamos que renunciar a ser sabios e inteligentes para convertirnos en
pequeños. Entrar en el camino del corazón es reconocer que la única pureza verdadera es un
don de Jesús.
“Tomad mi yugo y aprended de mi que soy manso y humilde de corazón y hallaréis alivio en
vuestras fatigas” (Mt 11,29).
La purificación fundamental se produce a partir del momento en que las impurezas y los
desequilibrios que me afectan los ponemos cara a cara con Jesús. Esto no es una tarea más
difícil que la ascesis clásica pero es más eficaz porque nos obliga a establecernos en la verdad:
la verdad sobre nosotros mismos que nos obliga a abrir los ojos sobre la realidad de nuestro
pecado; la verdad de Jesús que es el verdadero salvador de nuestras almas no solo de manera
general y lejana sino porque también entra en contacto inmediato y concreto con cada una de
las suciedades que nos afectan. Es necesario, pues, que aprenda a ofrecerme a él, a entregarme
a él sin esperar nada, en medio de las circunstancias o a través de un movimiento profundo
de mi corazón que quiere por fin re-encontrarse con su verdadera libertad.
Cada vez que constato en mi la presencia de uno de esos lazos que me paralizan, me convenzo
a mí mismo de que lo más necesario no es declarar la guerra a esta servidumbre porque en la
mayoría de los casos no haría más que cortar las ramas sin llegar a la raíz. Lo más importante
es sacar fuera esas raíces, ponerlas a la luz del día, aunque resulten muy feas y muy
desagradables. Se trata precisamente de asumirlas tal y como son y poder ofrecerlas al Señor
con un gesto libre y consciente. Desde esta perspectiva, la clásica invocación: “Jesús, Hijo
del Dios, ten piedad de mí, pecador”, no corre el riesgo de convertirse en una repetición vana.
Es la constatación indefinidamente renovada de que va a producirse un nuevo encuentro entre
el corazón purificador de Jesús y mi sucio corazón.
Es evidente que en este proceso hay un elemento de pura psicología humana pero ¿qué es
entonces lo chocante? ¿No actúa siempre la gracia sobre las estructuras de la naturaleza? En
este caso se convierte en soporte de la Redención que realiza en mi corazón la transformación
y cicatrización de las heridas por el encuentro personal con el Jesús resucitado. Así nos
acostumbramos poco a poco a dirigirnos a Él siempre, sobre todo cuando se trata de lo que
hay de oscuro, tenebroso e inquietante dentro de nosotros.
Esta actitud del corazón en el principio asusta. Demasiadas veces nos han enseñado que lo
único que se le puede ofrecer al Señor son actuaciones buenas y bellas. Todo lo demás no
forma parte de las virtudes así que no se le puede presentar. Pero esto ¿no va en contra del
Evangelio? El mismo Jesús afirma que ha venido no para curar a los sanos sino a los
enfermos. Habrá que aprender pues, sin falsa vergüenza, a ser auténticos enfermos delante
del medico divino que reconocen lealmente todo lo tienen de falso, engañoso y contrario a
Dios. El es el único que nos puede curar.
A menudo nos gustaría tomar la formula “oración del corazón” de manera simbólica. Hablar
del corazón seria un modo imaginario de evocar algo de nuestro interior, es decir algo
espiritual. Eso no es correcto. Todos los movimientos del corazón que representan el soporte
de nuestra relación con el Padre son movimientos ligados a nuestro ser sensible, material.
Sabemos por experiencia -a veces incluso a precio de nuestra salud- que las emociones
verdaderamente profundas afectan a nuestro corazón físico.
Dios nos ha hecho así. En el relato del Génesis vemos a Yhavé modelando al hombre del
barro de la tierra y afirmando al mismo tiempo que este ser material estaba hecho a su imagen
y semejanza. Nuestro cuerpo no es un obstáculo en la relación con Dios. Al contrario, es la
mismísima obra del Señor que nos ,ha creado como hijos llamados a recibirle a El en
herencia.
Toda la economía de la encarnación del Hijo de Dios nos sitúa en las mismas perspectivas.
La Iglesia, desde los primeros siglos, ha luchado con mucho empeño por defender la realidad
de que Jesús es verdaderamente un hombre. Nació en la carne y vivió; nos enseñó, sufrió,
murió y resucitó.
Estas son las obras humanas del Verbo de Dios que nos han dado y siguen dándonos la vida
cada día. La Palabra de Dios llega a nosotros con palabras humanas. Nuestro pecado no ha
sido purificado de manera simbólica sino a través de la efusión de la sangre que brota del
cuerpo de Jesús. Él verdaderamente ha muerto y resucitado en su carne. Es esta resurrección
material la que salva nuestras almas igual que nuestros cuerpos.
En fin, el Espíritu se nos dio a partir de la resurrección corporal del Hijo. Es él, el hijo de
María quien nos envía al Espíritu desde el seno del Padre. No es la Palabra increada sino la
Palabra encarnada que ha compartido nuestra existencia convirtiéndose en uno de los
nuestros.
Experimentamos esta encarnación cada día a través de los sacramentos, la liturgia, la vida en
comunidad, la pertenencia al cuerpo de la Iglesia. Todo esto es el fundamento inmediato, la
presencia en nuestras vidas de la realidad de Cristo. Sepamos pues acoger a Jesús tal y como
viene a nosotros, es decir dirigiéndose a nosotros en nuestro cuerpo. No nos precipitemos
deshaciéndonos rápidamente de este intermediario que a veces consideramos un poco como
una falta de pureza en nuestra relación con Dios. Eso no es verdad, no es una impureza, sino
el mismísimo lugar de encuentro con nuestro Abba.
Igual que nos sería imposible imaginar la vida en comunidad si nuestros hermanos fueran
seres sin cuerpo, puros espíritus a los que deberíamos de llegar más allá de su envoltura
carnal, de la misma forma sería un rechazo a la realidad del amor de Dios querer abstraerse
de la realidad material y carnal presente en el Hijo que viene a nosotros. Efectivamente, la
Eucaristía que celebramos cada día es la celebración de un acto que ha contribuido a llegar
en su Cuerpo y su Sangre a transformaciones profundas sin abandonarlas ni olvidarlas sino
dándoles su plena significación: son una realidad material que es el Hijo de Dios. De la misma
manera, nuestro cuerpo es la realidad de lo que somos nosotros con todo su peso, sus límites,
sus restricciones. Es mi cuerpo quien entra en contacto con aquella realidad de la cual Jesús
dijo:
“Si no coméis mi cuerpo y no bebéis mi sangre no tendréis vida en vosotros. Igual que el
Padre me ha enviado y yo estoy vivo por él, así el que me come vivirá por mí” (Jn 6,57).
Es necesario, pues, aprender a vivir con mi cuerpo y con todas las restricciones que me
impone. La comida, el sueño, el sosiego, las enfermedades, los limites de mis fuerzas… no
son obstáculos entre Dios y yo, al contrario representan la trama de la tela que establece la
continuidad que no puede fallar entre lo más íntimo de la realidad divina y lo más concreto
de mi existencia cotidiana. ¿Quién de nosotros no ha pasado por esta experiencia a veces
terriblemente dolorosa de sentirse limitado, casi prisionero por culpa, por ejemplo, de
problemas de salud?
Si nuestro corazón es leal no podemos decir más que una cosa: que es Dios quien viene a
nosotros a través de esos contratiempos dolorosos. Ellos son el verdadero punto de inserción
del amor de Dios en nuestra vida. Nuestro corazón acoge a Dios en la medida en que está
atento a esta realidad que nos gustaría poder considerar inferior a nuestra vocación espiritual.
Tengamos cuidado con las mentiras permanentes que el Príncipe de las mentiras intenta
sembrar en nuestro corazón. No juguemos a espíritus puros; sepamos ser algo mucho mejor:
hijos de Dios.
“El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad; pues no sabemos pedir como conviene;
pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. El que escudriña los
corazones sabe cuál es la intención del Espíritu porque conforme a la voluntad de Dios
intercede por nosotros” (Rm 8, 26-27).
Conocemos todos los pasajes de san Pablo que nos repiten lo mismo pero ¿no tenemos
demasiada tendencia a considerarlos como algo puramente teórico? O, por expresarnos de
manera más noble, como “verdades de la fe” es decir algo de lo que se habla con convicción
pero que lo vivimos en total oscuridad.
Esta presencia del Espíritu en mi corazón seria algo que se situaría únicamente al nivel de
Dios y con la cual no podría yo comunicarme más que a través de fórmulas intelectuales. La
misma realidad escaparía totalmente de mi experiencia. ¿Es esto lo que verdaderamente
quiere decir san Pablo?
En reacción ante lo que esta actitud tiene de excesiva, ¿es necesario exigir que toda existencia
cristiana auténtica sea una experiencia de Espíritu, como la de los Apóstoles cuando
recibieron las lenguas de fuego el día de Pentecostés? Esto nunca lo ha enseñado así la Iglesia.
Pero, entre los dos extremos, se sitúa una actitud verdadera, accesible a todos los cristianos,
en la que la presencia del Espíritu en nuestras vidas es una realidad que tiene una influencia
directa sobre nuestra manera de ser, sobre nuestras relaciones de amor con nuestros hermanos
y sobre nuestra oración.
Si retomamos las diferentes etapas de las que hemos hablado, constatamos una progresión.
Renunciar a considerar el centro de nuestra actividad de oración al nivel de la cabeza, de las
representaciones, de los sistemas de pensar, entrar en nuestro corazón, y descubrir todo un
mundo desordenado de emociones y heridas que emanan de nuestro corazón y que tienen
necesidad de ser purificadas. Tenemos que descubrir que hay una posibilidad efectiva de
integrar todas las heridas de nuestro corazón en el movimiento de la redención, sacándolas a
la luz, de manera que las podamos ofrecer conscientemente a la acción redentora de Jesús.
De esta manera y sin haberlo dicho, hemos conseguido hablar del movimiento del Espíritu
en nosotros. Podemos realizar lo que acabo de decir, o sea que, realmente, el Espíritu del
Señor actúe en nosotros, que nos permita desenredar, en la compleja red de nuestras
emociones, lo que podemos ofrecer con paciencia y perseverancia a la gracia de purificación
y de resurrección del Salvador. Todo lo que hemos hablado es ya obra del Espíritu.
Sigamos el mismo camino. Más allá de todos los movimientos caóticos del corazón y sobre
todo a partir del momento en que Jesús empieza a restablecer el orden en él, observamos
movimientos menos confusos que progresivamente acaban siendo ordenados y así sin más
cuidado, el fondo de nuestro corazón aprende a volverse espontáneamente hacia el Señor. Y
únicamente más tarde, observando lo ocurrido, nos damos cuenta de que, en verdad, el
Espíritu del Señor ha estado actuando en lo más profundo de nuestro corazón en pleno
silencio y con mucha discreción. A medida que la paz se instala, nace un cierto dinamismo
misterioso con el que tenemos que aprender a cooperar.
De esta manera nos acostumbramos a asumir todos los movimientos de nuestro corazón, los
buenos, los menos buenos y los malos, para orientarlos hacia Dios. Unos provienen
directamente del Padre y vuelven a él. Otros necesitan estar transformados y asumidos por la
muerte y la resurrección de Jesús. Todos piden estar integrados conscientemente en este
dinamismo del Espíritu extendido en nuestros corazones. Se trata de aprender a estar atentos
a los movimientos de nuestro corazón para llegar a unirlos voluntaria y conscientemente a la
acción del Espíritu Santo que mora en nosotros.
Todo esto no supone ninguna “gracia mística”. Es cuestión únicamente de darse cuenta, con
ayuda de la ternura y de la simplicidad, de que nuestro corazón sigue vivo y que esta vida la
podemos ofrecer al Espíritu Santo para que él la lleve en su movimiento hacia el Padre.
San Pedro dice que el Espíritu nos habla con susurros difíciles de expresar. Esto último
merece que le prestemos atención. La acción normal del Espíritu no es darnos ideas claras,
ni iluminarnos, ni nada de esto. La acción del Espíritu consiste en llevarnos hacia el Padre.
“Todos los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Porque no habéis
recibido el espíritu de esclavos para caer en el temor; si no que se os ha dado un Espíritu de
hijos adoptivos que os hace gritar: “¡Abba! Padre!” El Espíritu en persona se une a nuestro
espíritu para confirmar que somos hijos de Dios”.
El Espíritu es un testigo, un dinamismo que nos arrastra. No busquemos para nada atraparle,
identificarle, asirle con el fin de poder controlarle. Esto significaría expulsarle de nuestro
corazón y apagarle. Dejémosle libertad plena para orar en nosotros con su manera velada,
oculta y misteriosa que valoraremos luego por los resultados. Cuando empecemos a constatar
que estamos aprendiendo a rezar y que, sin saber por qué, somos capaces de pedir a Dios y
ser acogidos, podríamos considerar que a pesar de todas nuestras debilidades evidentes, el
Espíritu ora en nosotros.
El reflejo espontáneo del ser humano es tener miedo de sus propias debilidades. En el
momento en que constatamos que no siempre podemos contar con nuestras propias fuerzas,
una cierta inquietud nos invade y corremos el riesgo de acabar angustiados. De hecho, todo
lo escrito hasta aquí nos lleva a perder la seguridad personal que tenemos, sacando a la vista
nuestra vulnerabilidad, nuestros desequilibrios escondidos, los límites de nuestra condición
de criaturas, etc. Y cada vez decimos: sólo hay una solución que consiste en reconocer la
verdad de lo que somos y entregarla al Señor para que se ocupe de ella.
Acordémonos del episodio de la tormenta calmada. Los apóstoles están asustados por la
tempestad que sacude el barco y despiertan a Jesús que les pregunta sorprendido: “¿Por qué
tenéis miedo, hombres de poca fe?” Luego, con un solo gesto calma las olas.
¿Por qué tener miedo de mis debilidades? Existen. Durante mucho tiempo me he negado a
mirarlas a la cara. Poco a poco he empezado a domesticarías. Estoy obligado a reconocer que
forman parte de mi mismo. No son un efecto exterior del cual podré deshacerme
definitivamente un día. Aún más: si tuviera la tendencia a olvidarlas, el Padre se encargaría
rápidamente de recordármelas. Me permitirá algún error, ante el cual no podré negar mi
naturaleza de pecador. Dejará que la salud me falle de tal forma que tendré que declararme
vencido y entregarme sin defensa al amor del Padre. Así me hará comprobar, sin posibilidad
de duda alguna, la gran limitación de mis facultades.
Pero lo nuevo en todo esto es que a partir de ahí, en lugar de representar un peligro para mí,
mis propias debilidades se convertirán en una oportunidad para ponerme en contacto con
Dios. Por esta razón tengo que dejarme domesticar por ellas; dejar de considerarlas como un
lado inquietante de mi personalidad para verlas como una dimensión deseada o aceptada por
el Padre. Esto no supone un paso atrás sino una estructura fundamental de la vida divina tal
y como me ha sido dada. Cuando me veo inesperadamente enfrente de una nueva debilidad
de mi carácter que todavía no había descubierto, mi primera reacción debería ser intentar ver
al Padre en ella en lugar de asustarme.
Entonces, ¿cómo no plantear una pregunta? La transformación de la debilidad -parecida en
todo a un fracaso- en victoria del amor ¿podría ser una especie de recuperación a través de la
cual Dios transforma el mal en bien? o, al contrario ¿no estaríamos en presencia de una
dimensión fundamental del orden divino?
Muchas cosas se podrían decir sobre este punto. Conformémonos con comprobar
simplemente que incluso en la naturaleza todo auténtico amor es una victoria de la debilidad.
Amar no consiste en dominar, poseer o imponerse. Amar quiere decir acoger al otro sin
pensar en defensa o protección, teniendo, por tanto, la certeza de ser acogido de todo corazón
por el otro sin ser juzgado, condenado y, aún menos, comparado. No hay pruebas entre dos
seres que se aman. Hay una especie de inteligencia mutua interior gracias a la cual no se teme
ningún mal que venga del otro.
Esta experiencia, aunque nunca llega a ser perfecta, es bastante convincente. Y por lo tanto
es solo un reflejo de la realidad divina.
A partir del momento en que empezamos a creer de verdad, con el corazón, en la ternura
infinita del Padre, nos sentimos en cierto grado
obligados a ir bajando -cada vez más y más- hacia una aceptación positiva y alegre del hecho
de no tener, no saber, no poder. En esto no hay ninguna autohumillación malsana.
Simplemente estamos penetrando en el mundo del amor y de la confianza. Y así, casi sin
darnos cuenta, entramos en comunión con la vida divina. Las relaciones del Padre y el Hijo
en el Espíritu son, a un nivel que desborda totalmente nuestra capacidad de comprender, la
encarnación perfecta de esta debilidad plenamente asumida en la comunión.
De manera más cercana a nosotros, se manifiesta la ternura íntima del tres veces Santo en la
relación del Hijo encarnado con su Padre. ¿Cómo no asombrarse de la serenidad y de la
infinita seguridad con la que Jesús declara tranquilamente que él no tiene nada suyo, que no
puede hacer nada por si mismo si no fuera por el Padre? ¿Qué hombre aceptaría semejante
desposesión? Por lo tanto ¿no es ésta la dirección que estamos obligados a seguir si queremos
realmente vivir en la profundidad de nuestro corazón tal y como lo ha creado el Padre y tal y
como lo ha transformado a través de la muerte y la resurrección de su Hijo?
Ambos van a la par. Desde el principio ella reconoció y aceptó su completa debilidad y así
fue capaz de acoger al Hijo que el Padre le da. Ella se convirtió en la Madre de Dios porque
es la que está más cerca de la pobreza de Dios.
ENTRAR EN EL SILENCIO
Siguiendo el camino del que estoy hablando es normal que, progresivamente, la actividad
intelectual se apacigüe durante el tiempo de oración; en la medida en que las emociones del
corazón están canalizadas, cualquier distracción o divagación pierde su razón de ser. Es decir,
que la oración del corazón, de un movimiento casi espontáneo, nos orienta hacia el silencio.
Algunos días esta sensación es más fuerte y resulta inevitable no encontrarse expuesto, por
así decirlo, a la “tentación del silencio”.
El silencio es un bien que seduce el corazón desde el momento en que haya tenido una
agradable experiencia. Pero hay muchas formas de silencio y no todas son buenas. La
mayoría incluso se pueden considerar deformaciones antes que auténtica oración de silencio.
La primera tentación es hacer del silencio una actuación a pesar de estar convencido
íntimamente de lo contrario. Bajo el pretexto de que la inteligencia está parada y que el
corazón parece estar en reposo, nos imaginamos que hemos llegado al verdadero silencio del
ser. En realidad, este silencio, aunque posea una indiscutible autenticidad, es el resultado de
una tensión de la voluntad que al fin y a cabo es lo más sutil pero también lo más pernicioso.
En lugar de tener nuestro corazón disponible, eso nos mantiene en un estado que nos impone
una actitud artificial que, en última instancia, no ofrece al Señor una acogida porque nos
estamos apoyando en nuestras propias fuerzas. En el caso de personas con una voluntad
enérgica, esto puede representar mayor obstáculo para una verdadera disponibilidad al Señor.
Hablando materialmente, el silencio es grande pero es un silencio replegado sobre sí mismo,
y apoyado en sí mismo.
Otra tentación representa el deseo de hacer del silencio un fin. Nos imaginamos que la razón
de ser de la oración del corazón e incluso de cualquier existencia contemplativa es el silencio.
Estamos en una realidad material. No nos paramos en la persona del Padre o en la de su Hijo,
ni en la del Espíritu. Es mi estado el que cuenta y no la relación real de amor y de
disponibilidad que tengo respecto a Dios. Ya no es una oración sino una contemplación de
mi mismo.
Una tentación análoga a la anterior consiste en hacer del silencio una realidad en sí misma.
El silencio es suficiente. A partir del momento en que todos los ruidos de los sentidos, de la
inteligencia, de la imaginación han sido calmados, se instala en nosotros un auténtico placer
y esto es suficiente. No necesitamos nada más. Nos negamos a buscar otra cosa. Todo lo que
introduciría una nueva idea, aunque sea sobre el Señor, aunque venga de él parece un
obstáculo. La única realidad divina en aquel momento es el silencio. Ya no hay oración;
estamos creando un ídolo llamado silencio.
No digo que el auténtico silencio no sea una realidad muy importante a la cual hay que
atribuir su gran precio. Pero si queremos entrar en el auténtico silencio habrá que renunciar
al silencio en el fondo del corazón. O sea, no hay que deshonrarle, ni despreciarle, ni siquiera
renunciar a buscarle sino evitar convertirle en un fin.
Sobre todo hay que evitar creer que el verdadero silencio es el resultado de mi esfuerzo
personal. No tengo por qué construir el silencio pieza a pieza como si fuera un producto de
fábrica. Demasiado a menudo nos imaginamos que el silencio consiste únicamente en
establecer la paz en las facultades intelectuales, imaginativas y sensuales. Si, esto es un
aspecto del silencio pero no es todo el silencio. Además, es necesario que nuestro corazón
profundo, en la medida en que se identifique con la voluntad, esté él mismo en silencio y que
esté calmado cualquier otro deseo distinto al de hacer la voluntad del Padre. Es decir, que mi
deseo en lugar de estar dispuesto a imponerse al resto del ser humano, permanezca en pura
disponibilidad, a la escucha y acogedor. Entonces aparece la posibilidad de entrar en un
auténtico silencio del ser entero ante Dios, un silencio que nace de la conformidad real de mi
ser profundo con el Padre, del que es imagen y semejanza.
Sólo Dios basta. Lo demás es nada. El auténtico silencio es la manifestación de esta realidad
fundamental de cualquier oración. Hay un verdadero silencio en el corazón a partir del
momento en que han desaparecido todas las impurezas que se oponen al Reino del Padre. El
verdadero silencio se establece únicamente en un corazón puro, en un corazón que haya
llegado a ser parecido al de Dios.
Por esta razón, un corazón puro de verdad puede guardar un silencio completo hasta cuando
está sumergido en diferentes actividades porque ya no hay desacuerdo entre él y Dios. Incluso
si su inteligencia y su sensibilidad están en actividad, por estar en conformidad con la
voluntad de Dios, el auténtico silencio continúa reinado en ese corazón.
LA ORACIÓN TEOLOGAL
La oración del corazón no es más que la introducción a un tema muy amplio, demasiado
amplio tal vez, porque es algo muy sencillo y siempre nos cuesta identificar y formular las
cosas sencillas. Hoy me gustaría hablarte de la oración teologal que es, en realidad, otra forma
de acercarnos a la oración del corazón.
¿Que significa la fórmula “oración teologal”? La fórmula “oración teologal” evoca a una
orientación del corazón que se apoya en las tres virtudes teologales: fe, esperanza y amor.
Supongo que esto es algo bastante preciso; las virtudes teologales son, en resumen, las
capacidades que nos da Dios gratis para poder llegar a él directamente, mientras que las
demás virtudes, las morales, tienen que ver con los medios que nos ayudan a caminar hacia
Dios.
Nos reencontramos aquí con una orientación esencial de la oración del corazón que apunta
directamente al corazón de Dios. Es lo más profundo de mi corazón quien está en la búsqueda
de un encuentro directo con Dios. No solamente es un encuentro afectivo para experimentar
la ternura divina que viene a satisfacer mis necesidades más íntimas y secretas, de probar la
bondad de Dios siendo una persona hu-mana, sino también la oportunidad que me ha sido
ofrecida por el Padre: es él quien viene a mi y, más allá de todos los medios o intermediarios,
este encuentro se realiza porque él está de acuerdo y me da esta oportunidad.
En este momento me pregunto si tú no querrás interrumpirme para decirme: “¿Por qué insistir
en algo que parece más que evidente? Rezar es buscar a Dios, es ir al encuentro más
inmediato entre él y yo en el amor”.
Efectivamente, me parece que muy a me-nudo en lugar de rezar así, gastamos el tiempo y la
energía en actividades que tal vez solo se parecen a la oración. Ya no es Dios sino el yo de
cada uno el que se convierte en el centro de interés de semejante actuación. Esto lo
experimentamos todos pero quizás no sacamos las conclusiones que conlleva. Permíteme que
te cuente algo de mi vida para ilustrar lo dicho.
En la evolución de mi oración, he vivido una aventura y sé que muchos han pasado por una
experiencia análoga; por eso creo útil decir unas palabras sobre lo que ha golpeado y
orientado el resto de mi existencia. Cuando yo era adolescente, un día, aparentemente por
casualidad, encontré un volumen de las obras de la gran santa Teresa. Y esta lectura
transformó mi vida. En cierto modo ella hizo surgir instantáneamente de lo más profundo de
mi corazón una fuente cuyo contenido me seria difícil de describir aunque yo sabia que esta
lectura estaba estableciendo un vinculo infinitamente profundo y verdadero entre mi corazón
y Dios.
Esta fuente era lo suficientemente abundante como para regar toda mi vida; ella me llevó a
mi celda de la Cartuja donde respondía a todas mis necesidades tanto las de soledad como
las de liturgia. Sin ni siquiera hacerme preguntas, podía volver a mi fuente que nunca me
decepcionó.
No obstante, un día se matizó cuando se me presentó una duda. ¿Qué es lo que me daba esta
fuente? ¿Respondía de verdad a los deseos íntimos de mi corazón? Dicho de otra manera ¿era
Dios lo que encontraba en ella? ¿O tal vez -y es ahí donde se hacía dolorosa la pregunta- no
era, en última instancia, donde yo me encontraba a mí mismo aunque fuera a través de ella,
como me llegaba el reflejo de Dios que me cautivaba desde hace años? La cuestión se hacía
cada vez más clara: esta fuente no era Dios y yo sólo tenía sed de él. Debería pues abandonar
a mi querida fuente. Si esto había sido posible, ahora yo la había secado y obstruido pues
empezaba a sentirla como un obstáculo porque ocupaba el lugar de Dios en mi corazón.
Entonces fue cuando descubrí la necesidad de encontrar el medio, la actitud del corazón a
través de la cual abriría la puerta directamente a quien desde hacía tanto tiempo estaba
llamando en vano porque en mi oración, de lo primero que me ocupaba era de mí mismo.
He contado este episodio para dar un ejemplo de lo que me parece que es una trampa
inevitable de la soledad: bajo el pretexto de buscar a Dios, al final acaba uno encontrándose
a sí mismo, de manera muy piadosa, y en esto consiste su felicidad. ¿Cómo escapar a esta
emboscada?
Muchas veces me acuerdo de otra dificultad tanto en mi vida personal como en la existencia
religiosa de los que están a mi alrededor. Aunque las relaciones que mantengamos con
nuestro entorno sean cordiales, es difícil afirmar que siempre estamos dispuestos a establecer
con ellos verdaderas relaciones de intimidad. Si ocurre así con un hermano mío al que puedo
ver ¿cómo no imaginar que este mismo fenómeno no se produce también con Dios al que no
veo? Si existe de verdad un lugar donde el sacramento del hermano sea eficaz es en el
encuentro auténtico con nuestro amado Señor. La ventaja del sacramento del hermano
consiste en que se sitúa en un nivel en el que nos resulta difícil negar un cierto número de
evidencias que escapan fácilmente en nuestro corazón cuando intentamos preparar los
caminos del Altísimo.
De hecho ¿qué me enseña la experiencia del encuentro con mi hermano? ¿Soy lo
suficientemente acogedor como para dejarle penetrar en lo más profundo de mi ser? O, por
el contrario, ¿tal vez estoy demasiado protegido, blindado, lleno de rechazos? Esas fortalezas
interiores forman parte de mi fisonomía secreta; cumplen pues necesariamente su papel en la
oración y son obstáculo para la marcha del Señor en la búsqueda del camino que conduce al
santuario íntimo de mi corazón.
Si yo observo la marcha del encuentro con mi hermano en otro sentido, es decir, cuando yo
soy la persona que se esfuerza en ir hacia él, ¿soy mejor actor? No lo creo. Estoy pensando
por ejemplo en todas las formas de agresividad que instintivamente se movilizan en mí frente
a cualquier otro ser humano: muy a menudo adopto una actitud lejana frente a la atención
delicada y afectuosa que con razón se espera de mí. A lo mejor esto es una expresión del
miedo de otro o mía pero el hecho es que esos reflejos entran en juego en mis relaciones con
el hermano y con el Señor.
Perdóname por haber hablado tanto sobre esas observaciones que sin lugar a duda te
parecerán fastidiosas o descorazonadoras, pero escucha lo que nos aconseja el mismo Jesús:
“¿Quién de vosotros si quiere edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a
ver si tiene lo que necesita para acabarla?” (Lc 14, 28).
Igual ocurre en el presente caso. ¿No parecería una broma pesada hablar de la construcción
de una torre para el encuentro íntimo con Dios sin ni siquiera preocuparse por saber si
tenemos el terreno libre para echar los cimientos? Es inútil intentar un verdadero encuentro
de mi yo con el Padre en la libertad de los hijos de Dios si desde el principio no me doy
cuenta de que estoy atado a miles de costumbres, y que liberarme de ellas representaría una
tarea bastante dura que, en última instancia, es el Señor el único que puede realizarla
completamente.
A decir verdad, tengo la impresión de que no soy un socio muy atractivo para Dios. ¿Pero es
ésta la respuesta que espera de mí? Dios ha enviado a su Hijo para encontrarme a mí, tal y
como soy en la realidad que estoy viviendo hoy. Desde este punto hay que intentar tener una
mirada de fe de la situación. ¿Consistirá el proyecto de Dios en ponerse en contacto con seres
sin tacha, sin defectos y sin debilidades? ¿O más bien nos dice lo contrario? El Padre ha
enviado a su Hijo para cogernos sobre sus hombros, perdidos y heridos como estamos, y
llevarnos al aprisco donde se puede gozar de la inmensa alegría de ver cómo los pecadores
acogen en sus corazones a Jesús.
Nos estamos aproximando paso a paso a lo que constituye la oración teologal: el encuentro
en mi ser real de hoy con Dios que viene a mí no para rechazarme ni para condenarme, sino
para hacer de mí su hijo nacido en la fe:
“A los que creen en su nombre los ha permitido llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,12).
El tres veces Santo no exige como preámbulo a nuestro encuentro que yo sea perfecto, que
tenga obras importantes que ofrecerle ni que sea capaz de servirle en el futuro. Todo esto no
le interesa. No me pone ninguna condición. El único elemento indispensable para que el
nacimiento se produzca es que yo tenga fe en su amor y que desee sinceramente ser
transformado. Si pudiera ofrecerle una huella de esta fe, todo sería posible.
La dificultad de lo sencillo
Esto es sencillo. Es infinitamente sencillo. Y eso es, tal vez, lo que hace la cosa tan difícil
para mí. Se parece un poco a la historia de Naamán el Sirio que estaba dispuesto a someterse
a cualquier tipo de pruebas difíciles pero que no aceptaba la idea de que Dios le podía curar
tan solo con bañarse en el Jordán fiándose de la palabra de Eliseo.
Me gustaría mucho que me dijeran que la calidad de mi encuentro con Dios es obra mía.
Serían mis cualidades, mis virtudes, las que agradarían a Dios y le atraerían a mi corazón.
Gracias a mis esfuerzos yo llegaría a ser santo a mis propios ojos y ante los ojos del
Todopoderoso. ¿No nos seduciría este programa, a pesar de ser costoso y exigente?
Por el contrario, el camino propuesto por Dios nos desvía tanto que dudamos muchísimo
antes de lanzarnos en él y, si empezamos con un paso indeciso, nos quedamos con la
impresión de que falta seriedad en nuestro deseo de gustar a Dios.
Tal vez éste es el principal obstáculo que nos disuade de entregarnos a la oración del corazón.
Parece que es algo que está por encima de nuestras fuerzas presentarnos ante Dios sin tener
nada más para ofrecerle que nuestra pobreza, una pobreza que nos da miedo porque es la de
nuestras heridas, nuestra extrema indigencia espiritual, nuestra incapacidad para franquear
por nuestras solas fuerzas la distancia que nos separa de la santidad de Dios.
Aspirar al encuentro
Éste es pues el camino del cual quiero hablarte porque creo que corresponde a lo que el Señor
nos pide: aspirar a un encuentro entre él, tal y como es realmente, y yo tal y como soy de
verdad.
Primera pregunta: ¿Cómo llegar a Dios tal y como él es? Cuando se habla de Dios, nos resulta
más cómodo definirle de manera negativa que positiva. Es más fácil decir lo que no es Dios
que lo que es. Simplificando un poco las cosas, al final incluso admitimos que es imposible
saber quién es en verdad. Nuestras facultades naturales no disponen de ningún medio para
ponerse en contacto directo con él. ¿Estaría entonces perdida la causa por adelantado? No,
porque el Todopoderoso desde siempre desea encontrarnos implicándose totalmente en esta
búsqueda.
Personalmente yo no puedo llegar a él solo por mis medios. Pero él sí puede, cuando quiere,
traspasar la infinita distancia que nos separa. “La luz verdadera ilumina a todo hombre” dice
Juan. En el fondo de cualquier corazón humano brilla una llamita que pregunta: “¿Me
quieres?” y la respuesta global es como la de Juan: “Él vino a los suyos (a ti, a mí…) y los
suyos no le recibieron” (Jn 1,11). Entonces el Padre de la viña envió a sus servidores, los
profetas, a los que los viñadores asesinaron. Y al final envió a su propio hijo que hoy todavía
sigue llamando a la puerta de tu corazón.
Jesús, me atrevo a expresarme así, no es nada más que el enviado del Padre. Esta es una de
las ideas más relevantes de la oración sacerdotal: “Ellos han creído que tú me enviaste” (Jn
17). Y, a partir del momento en que Jesús hace asumir a sus discípulos la certeza de que es
el Enviado del Padre, ya ha cumplido su misión y él vuelve al Padre. Desde entonces hay un
abismo permanente entre nosotros y él.
¿Qué abismo permanente es éste que perfora los cielos y nos permite llegar a este Dios
inaccesible? Es la fe. Ella no ve la cara del Padre pero en la cara de Jesús, la fe de los
discípulos ha visto al Padre. Y de manera análoga nos llega hasta hoy día el testimonio de
Jesús transmitido por los apóstoles:
“Te pido por ellos, pero no solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí
por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, Padre, en mi y yo en ti; que también
ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 20-21).
Allí está el punto decisivo: sólo la fe nos permite acoger de verdad al mismo Dios que viene
a nosotros. Ella no ilumina nuestra inteligencia sobre él porque seguimos permaneciendo en
las tinieblas, pero estamos seguros porque hemos descubierto un más allá de las luces de la
inteligencia: el amor del Padre que la inteligencia no sabría abrazar pero que descubre la
verdad en esta estabilidad que le da la fe.
En la fe que transforma tu corazón puedes acoger al mismo Dios presente en ti por su Espíritu:
“El amor de Dios llena nuestro corazón por el Espíritu que se nos ha dado” (Ro 5,5). En esto
tienes el verdadero y eficaz medio de llegar a Dios en la persona del Padre, del Hijo y del
Espíritu, en su ternura, fidelidad y misericordia por ti y por todas las criaturas.
Puede ser que hayas tenido una cierta duda sobre lo que he dicho acerca de la manera por la
que la fe se implanta y crece en nuestro corazón. Es verdad; se trata de un punto delicado y
no quisiera atosigar con largas explicaciones teóricas. En última instancia, me he dicho que
lo más seguro es simplemente observar cómo actúa Jesús en el Evangelio; precisamente, los
relatos de Pascua nos ofrecen dos ejemplos notables.
Miremos los discípulos caminando tristemente, al atardecer, por el camino que lleva de
Jerusalén a Emaús. Están hablando y discutiendo mientras van de camino pero tienen el
corazón triste, sumergido en la oscuridad, abatido y desanimado. Hasta aquel momento, su
vida había estado iluminada por la predicación de Jesús y éste acababa de morir, estaba
muerto de verdad. ¿A dónde dirigirse ahora?
Pero, he aquí que Jesús está de nuevo a su lado. Ellos no le reconocen pero, sin ruido, desde
las primeras palabras, él recobra su sitio en sus corazones a los que una nueva llama convierte
en ardientes. Luego, repentinamente, en el momento en que el misterioso extranjero empieza
a partir el pan, resplandece el rayo. Es él, que desaparece en el acto aunque en sus corazones
brilla la fe, una fe que nunca más se apagara.
Pero él está aunque ella no le reconoce. ¿Ha intentado por lo menos verle ya que está
obsesionada con sus recuerdos y con su propósito de encontrar el cuerpo? ¿Es capaz, por lo
menos, de suponer que el extraño que la habla podría ser Jesús? Una sola palabra, María, es
suficiente para que resplandezca la luz. Ahora, aunque la envíe lejos de él, ya nada podrá
arrancarle la certeza que ha llenado el corazón de la Magdalena.
Es aquí donde el Evangelio del que acabamos de hablar, nos revela el secreto que permite a
la fe nacer en nuestro corazón. Nos la da el mismo Jesús que por su propia iniciativa viene
como si se estuviera escondiendo, sin hacerse reconocer, se queda en nuestra compañía y
enciende un fuego en nosotros hasta el momento en que descubramos que él está aquí. Por
encima de la muerte está aquí vivo y resucitado en nuestros corazones.
Apenas hemos tenido tiempo de darnos cuenta de esta maravilla cuando ya ha desaparecido
pero queda la luz que alumbra nuestro corazón, luz de la fe, puro don gratuito surgido de su
misteriosa presencia y capaz de afrontar la prueba del tiempo, de las tinieblas, de las
contradicciones. La fe es esa luz que sale del Resucitado que brilla en nosotros e ilumina a
todo lo que tocamos para llevárselo al misterio de la resurrección, más allá de las tinieblas
mortales de las que antes hemos sido esclavos.
Por lo tanto, la fe nunca se extiende de golpe a todas las profundidades de nuestra alma. En
cierto modo progresa como por ondas sucesivas llegando hasta los lugares que permanecen
en la oscuridad y cada vez se repite más o menos el mismo escenario. Un día descubrimos
que nuestra oración parece haber cogido un camino sin salida. Si: los medios de los que
disponemos son insuficientes para llegar más lejos; entonces nos invade la incertidumbre y
nos desanimamos. Jesús es el único que nos podrá sacar de este agujero. Cuando esta certeza
empieza a crecer en nuestro corazón, es ya una señal de que el Señor ha vuelto, nos acompaña
en el camino y “nos explica lo que dicen de él las Escrituras” (Lc 24,27). De forma misteriosa
el Señor destila la fe en nuestro corazón; cuando desaparece es porque la oscuridad ha hecho
lugar a la paz, a una luz discreta pero fuerte que no nace de la lógica de nuestros
razonamientos si no que es un don gratuito del Espíritu, más sólido y más puro que cualquier
seguridad humana.
Avanzando en fe
La luz de la fe te introduce en la vida eterna porque es la única que puede hacerlo. Todo lo
demás queda al lado de acá de lo que nos ofrece Dios desde el día en que Jesús ha resucitado.
Cualquier otra luz intelectual o cualquier otra experiencia espiritual sobre las que nos gustaría
apoyarnos de vez en cuando son res-petables y dignas de estima, pero al fin y a cabo no son
fuentes de vida en la medida en que no llevan a la fe.
La fe nos ha sido dada por Dios desde el bautismo y es un don que se multiplica de acuerdo
con nuestro deseo de recibirlo y según nuestra voluntad de hacerlo fructificar. Si dejamos
nuestra fe desocupada por ignorancia o negligencia, se oxidará, se volverá esclerótica
mientras gastamos nuestras fuerzas en ejercicios espirituales que nos gustan más pero que no
nos van a dar fruto.
Si quieres vivir en fe, tienes que desarrollar la que el Espíritu Santo ya ha depositado en ti:
Dios espera que le pidas con insistencia y perseverancia un crecimiento de tu fe. Es una
oración que, más que cualquier otra, puedes estar seguro de que Dios siempre quiere acoger
porque él desea mucho más que tú verte progresar sobre los caminos de la vida eterna. Lo
que no significa que -sobre todo en el principio- no vas a tener la sensación de que el Señor
no se da demasiada prisa en hacer aumentar tu fe. Esto prueba que la tuya es todavía bastante
débil y que primero tienes que plantar las raíces antes de ver desarrollarse el tallo. No te
desanimes pues aunque tus primeros pasos parecieran vanos, seguro que no lo son. Pon en
obra la fe de la que eres portador y cree firmemente que tu Padre del cielo ya te ha acogido.
Entonces podrás empezar a vivir cada vez más y más en la fe. Durante la liturgia, en el tiempo
de la oración, en el trabajo, tu corazón se pondrá más fácilmente en contacto con el Señor si
recibes de él este amor oscuro, a menudo poco gratificante pero tan divino; el amor que él te
da si tú le entregas tu fe carente de bellas ideas o de los caprichos de tu sensibilidad. No tengo
trucos que enseñarte. Tienes que pedir a Dios con fe viva que te enseñe a rezar. Es él quien
ocupará tu corazón, tu atención, poco importa que no tengas una imagen exacta en la que
fijarte. El Señor está vivo y tú estás en su presencia.
Vivir en esperanza
Sin embargo, si permites a la fe que se desarrolle en tu corazón, un día llegarás a descubrir
que la esperanza está actuando en ti. Ella estuvo ya activa desde el principio en la medida en
que tu fe se basa en la certeza de que Dios te quiere. Esta certeza es ya un aspecto de la
esperanza a partir del momento en que ya no se trata únicamente de acceder a la realidad del
mundo divino sino de percibir claramente hasta qué punto tú también existes para Dios. Tú
tienes valor a sus ojos y él está dispuesto a regalar universos enteros solo por ti.
Este es el punto inicial de la esperanza: saber que Dios te ama a ti de manera irrepetible.
Nadie logrará ocupar tu lugar en su corazón. El ha dado a su Hijo por ti y sigue entregándolo
cada día en la celebración eucarística. Respaldado por esta certeza tú puedes pedir a tu Padre
todo, sin cesar y sin vacilar, siempre y cuando reces en el nombre de Jesús. Puedes estar
seguro de que te va a escuchar y de que los frutos que obtendrás de tu oración van a ser
mejores de lo que esperabas.
La esperanza tiene otro aspecto que a me-nudo pone a prueba nuestra pobre inseguridad
humana. A partir del momento en que sé que Dios me ama de manera única y como
consecuencia se ha hecho cargo de mi existencia, todo es diferente. El me envía por caminos
desconocidos en los que yo dependo únicamente de su luz, de su fuerza, de su amor. Entonces
me pide, en el sentido más banal de la palabra, confiar en él. A menudo en la oscuridad, en
la incertidumbre, pero finalmente en la paz, siem-pre y cuando que no me aleje de su mano
y de su corazón.
“Bienaventurados los pacíficos porque ellos se llamarán hijos de Dios”. Por encima de todas
las inquietudes -tuyas o de los demás- el Padre te pide que le ayudes a que reine la paz en tu
corazón por la única razón , más sólida que cualquier razón humana, de que él te ama sin
cesar y vela sobre ti. Cuántas tormentas le gustaría calmar, si tú escucharas su llamada y
confiaras en él. Entonces te llamarás hijo de Dios y lo serás de verdad (cf. 1 Jn 3-1).
Esta esperanza es válida no solo para ti sino para todos tus seres queridos, si intercedes por
ellos, te identificas con sus necesidades y también con la realidad del amor que despiertan en
el corazón de Dios. Cuanta más confianza tengas en este doble amor del Señor por ti y por
los que tú amas, mejor acogida tendrás.
Igual que la fe, la esperanza no es una capacidad natural del corazón. Es tuya pero es un don
gratuito, está en ti desde el bautismo y necesita crecer y llegar a ser “operativa” bajo la acción
del Espíritu Santo y gracias a las ocasiones que se te presentan para entrenaría y ablandarla
a fin de que te mantenga disponible y en alerta en las manos del Señor. Pero no olvides que
tienes que entrenaría, hacerla trabajar fuertemente para llegar a esto. A cambio, qué alegría
saber que el Señor encuentra en ti su felicidad.
Nos queda la última de las virtudes teologales, la más grande según san Pablo, la caridad, el
amor. Ella ejerce en tres registros: el amor al Señor, el amor hacia el de al lado, el amor por
nosotros mismos. Esos tres amores no son iguales pero crecen sobre la misma raíz: los tres
juntos son la imagen del amor eterno que une al Padre y al Hijo en el Espíritu. Es el mismo
Espíritu que nos ha sido dado en Pentecostés el que nos permite amar como aman el Padre y
el Hijo.
Este amor divino tiene, por supuesto, puntos en común con el amor humano que es un reflejo
de Dios en nuestros corazones porque Dios es amor. Cualquier amor verdadero, sean cuales
sean sus límites, nos remite a Dios aunque muchas veces lo hace de manera lejana. Pero el
amor divino que nos interesa aquí, más todavía que la fe y la esperanza, es un don nuevo,
salido directamente del corazón de Dios. No es una técnica a pesar de tener que aprenderlo
paso a paso para introducirlo en nuestra vida real. No es una técnica, es el mismo ímpetu que
viven las personas divinas y del que participamos para poder vivir a su imagen.
La realidad del amor en ti se reconoce por la calidad de la mirada que diriges a una persona;
es decir, si eres incapaz de condenarla, de no respetarla, de no admirarla, vivirás en una
pobreza completa ante ella sin retener nada de lo que le puedes dar. Al mismo tiempo, aspiras
a recibir lo mismo de su parte no como un derecho que podrías exigir sino como un
cumplimiento de tu amor.
No hay que confundir el amor teologal con los grandes impulsos pasionales que despiertan
los estratos del fondo del corazón o de nuestra sensibilidad. No se oponen necesariamente al
verdadero amor pero están situados a otro nivel. La verdadera caridad no se acaba en este
mundo ni en el otro. Las grandes pasiones se parecen a las olas del mar, violentas, a veces
poderosas pero cambiantes y que pueden dar lugar a la tranquilidad absoluta.
Parece enseñarnos la experiencia que el amor más difícil de desarrollar en nuestro corazón y
sobre todo al principio, es el amor hacia nosotros mismos que no tiene nada que ver con el
egoísmo, el amor propio o el repliegue sobre uno mismo. Es un don del Todopoderoso que
nos llega porque somos sus hijos: cualquiera que sean las miserias que podamos descubrir en
nosotros mismos casi no cuentan al lado de esta divinización. Esto no puede por menos que
provocar nuestra admiración, alegría, respeto y amor, en la luz y la transparencia. No dejes
jamás de cuidar este amor en ti, porque si fuera demasiado deficiente toda la comunión con
Dios lo padecería.
Hay que leer de nuevo el discurso de Jesús en la última Cena y la primera carta de san Juan
si queremos escuchar lo que nos dice el corazón de Dios sobre el amor a los demás. Todos
tenemos la oportunidad de practicarlo en la vida cotidiana pero hay que desarrollarlo y
profundizarlo sin descanso en la oración abriendo cada vez más nuestro corazón al del Padre
y del Hijo.
Hablando del amor a Dios llegamos al único fin de esas paginas. Un fin cuyas arras hemos
recibido desde el principio de la vida espiritual, pero que no podremos llevar a su plenitud
antes de la segunda llegada del Señor cuando, en cuerpo y alma, en la comunión de todos los
santos, veremos a Dios que se nos entrega y seremos capaces de acogerle.
Después de haber evocado brevemente la cara de las tres virtudes teologales me gustaría
decirte una palabra sobre algo que me parece ser una característica completamente distinta
de la oración teologal. Al principio de estas páginas te decía que su objetivo era hacernos
llegar directamente a Dios. Esto es lo que quisiera precisar de manera más rigurosa. La
oración teologal nos pone en relación personal con Alguien y no con algo: es un verdadero
encuentro entre tú y el Padre o su Hijo o su Espíritu. Ya no vas a ellos a través de la mediación
de las ideas por muy sublimes que sean o de contemplaciones intelectuales del misterio. La
palabra de Jesús, que es el fundamento de nuestra fe, nos lleva directamente a su corazón sin
ningún intermediario, igual que al del Padre o al del Consolador, en la simplicidad de la
unidad divina.
¿Te has dado cuenta como a lo largo del evangelio de san Juan el reproche que Jesús lanza
constantemente a los judíos, que no pueden o no quieren creer, es siempre el mismo? Son
incapaces o se hacen incapaces de acogerle a él. Escuchan las mismas palabras que los
discípulos, son testigos de las mismas señales, son herederos de las mismas promesas pero
se quedan lejos de Jesús, no entran en contacto con él. Lo único que hacen es proyectar sobre
él sus pensamientos y sus teorías en lugar de verle y dejarse iluminar hasta lo más profundo
de su corazón. No creen. Quieren mantener una distancia entre las ideas que creen que son
de su propiedad y la realidad del don de Dios que les obligaría a despojarse de todo y abrir
sus corazones a la persona del Hijo.
Eso es más o menos lo que estamos vivien-do nosotros también en la medida que como los
judíos nos atamos a las cosas creadas que nos dan más seguridad en lugar de entregarnos a
la Persona divina que no puede darnos nada más que a ella misma. ¿Y no es la oración
teologal precisamente este don de nosotros mismos, sin límite ni restricción, al que nos ama?
Siento la necesidad de pararme en el episodio del publicano algún tiempo porque estamos
ante una verdadera oración teologal que pone la mirada sobre Dios y nadie más: “Jesús, Hijo
de Dios, ten piedad de mi, pecador”, tan distinta de la oración con la que el fariseo expone
sus peticiones, complaciéndose en su propia persona. Es una oración que gusta a Dios. El
mismo Jesús nos lo garantiza. Es una oración que se refiere a nosotros porque nadie tiene
nada que decir salvo implorar la misericordia divina por nuestra condición de pecadores.
Es importante reconocer que nuestros pecados no nos impiden presentarnos ante el Padre
misericordioso. Al contrario. Solo él puede tener piedad y hacer, por el misterio de su ternura
y poder, que seamos justificados, agradables, acogidos con benevolencia por haber creído
que él está lleno de compasión y misericordia.
Insisto sobre este punto porque me parece que constituye el núcleo de nuestra oración
teologal como pobres herederos de Adán que somos. Algunas tradiciones espirituales falsas
y una “educación cristiana” estrecha han conseguido que, en la inmensa mayoría de los casos,
el pecador esté convencido de que a los ojos de Dios no tiene derecho a existir y que lo mejor
que puede hacer es huir lo más lejos posible del implacable vengador del cielo. ¡Qué
caricatura del evangelio!
“Dios amó tanto al mundo que le entregó a su único Hijo para que el mundo sea salvado, no
condenado” (Jn 316-17).
Podríamos añadir numerosas citas en este sentido del evangelio y de las epístolas. El pecado
se ha convertido en el revelador del amor profundo e infinito del Padre hacía sus hijos.
Todos tenemos vocación de publicanos porque todos somos pecadores llamados a buscar la
intimidad con Dios. El nunca nos dirá: “Vete primero a purificarte y luego preséntate ante
mí”. Al contrario, si reconocemos la verdad de nuestra pobreza y nos dirigimos a su
misericordia él nos dirá: “Ven para que te purifique, ven y alegra mi corazón y el cielo entero.
La paradoja del amor divino es tan fuerte que no me parece excesivo decir que la ora-ción
del publicano es la única forma normal de oración teologal para nosotros. Nunca podremos
presentarnos ante Dios sin llevar en el corazón obstáculos, como pecados, huellas que dejan
esos pecados, obstáculos involuntarios pero demasiado reales para dejar obrar a Dios en
nuestra vida, etc. Todos y siempre nos presentamos ante nuestro Padre como el hijo pródigo
seguros de que nos abrazará antes de que empecemos a darle explicaciones.
Habría mucho que decir en este sentido sobre la oración de curación, la oración de esos
múltiples pecadores, débiles y enfermos cuya purificación se revela en el evangelio a través
de la presencia de Jesús, con una sola palabra de su boca o un simple gesto de su parte. Y
esto siempre es verdad. ¿Quién puede hablar de esas curaciones rápidas y progresivas de
almas heridas, de corazones presos, de sensibilidades revueltas que en el secreto de una
oración dirigida directamente a Jesús se han visto curadas y resucitadas en la medida en que
han creído en él, han tenido confianza y han intentado amarle?
En esos casos realmente se trata de una oración teologal. Se produce un encuentro con el Hijo
de Dios y un cambio: “El toma sobre sí nuestras debilidades” (Mt 8, 17) mientras que la vida
divina empieza a brillar en nuestro corazón; no sólo nos da esta consolación sino que también
nos hace partícipes de su propia vida.
¿No es también una oración de publicano la oración de Jesús que repiten desde siglos e
incansablemente los hesicastas. El texto de la jaculatoria con la que rezan está parcialmente
tomado de la fórmula del publicano: “Jesús, hijo de Dios, ten piedad de mi, pecador”.
Generaciones de monjes no han tenido otra oración interior distinta de ésta que a su vez les
ha llevado a la intimidad silenciosa con Dios, al fondo de su pobreza.
“Tu rostro busco, Señor, no me escondas tu rostro” (Sal 26,8-9). Este versículo del salmo,
entre muchos otros, permite presentir el profundo deseo del Señor que anima tantos
corazones. ¿Encontrarán el medio de llegar hasta el fin de su búsqueda? ¿No nos perderemos
en el camino o cansados por la falta de éxito, nos sentaremos desanimados al borde del
camino?
Me pregunto si esos buscadores de Dios a la deriva cuentan con las ayudas suficientes. Saber
esto debería causar una herida en nuestro corazón, Ojalá el Padre infinitamente
misericordioso escuche nuestra oración por ellos.
Para terminar, tengo que reconocer la imprudencia que he cometido empezando esas paginas
cuyo tema desborda enormemente mi competencia. Gracias por perdonarme. Amén.