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BRYAN JEFFREY ESPONDA VENTURA

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GRÁFICA CATS Real 313 Stand 20 Hyo.

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autorización del AUTOR Y EDITOR.

HECHO EL DEPÓSITO LEGAL Nº 2008-13126


RAZON SOCIAL: GRAFICA CATS
DOMICILIO: Real Nº 313 Stand 20 - Huancayo
PRIMERA EDICIÓN
A
mis padres, José y Ediht,
por su entendimiento,
comprensión y por los
buenos consejos
PROLOGO
Escribir es un arte que ayuda a comunicar lo que siente el alma,
para algunos de nosotros, se nos hace difícil comunicar nuestros
pensamientos, pero es el método de más práctico para expresar al
mundo lo que sentimos; aunque está virtud es la más accesible a
veces es la más difícil de practicar por que lamentablemente la
sociedad moderna tiene entre su parámetro la tecnología en la cual
leer o escribir ya paso de moda.
En la secundaria es una buena edad para fomentar esta práctica
de escribir, pues es en esta edad donde la creatividad y la creación
se incrementan por el sin fin de vivencias y emociones que
experimentan cada uno, la persona siente la necesidad de
expresarse por ello es importante que se fomente la lectura y
escritura de los diversos géneros literarios.
A continuación les presentamos una serie de cuentos verídicos o
verdaderos solo ustedes pueden juzgarlos, pero eso sí escritos por
un joven para cualquiera que quiera saber lo que piensan y
sienten, para así comprenderlos y convivir mejor con ellos, porque
de ellos tenemos mucho pero mucho que aprender.

EL AUTOR
MAMÁ, ¿DE QUÉ COLOR SON LOS BESOS?
Eran pasadas las nueve cuando, como cada noche, Pablo se
deslizó en la cama de su madre y se acurrucó a su lado. ¡Cómo
disfrutaba de aquél calor tan familiar y a la vez tan especial!
La miró de reojo y le preguntó:
—Mamá, ¿de qué color son los besos?
—¿Los besos? Vaya..., pues... los besos pueden tener muchas
formas y colores. En realidad, cambian de color según lo que nos
quieren decir.
Algunos besos, hijo mío..., son pequeños, ruidosos, divertidos y
muy, muy bromistas. Son de un rojo brillante como... ¡como las
cerezas! Y nos dicen: “te quiero por tu alegría, frescor y vitalidad”.
—¡Ah, como las cerezas que nos ponemos en las orejas como si
fueran pendientes!-dijo Pablo.
—¡Eso es!
También hay momentos, hijo mío, en los que los besos son
jugosos y están llenos de vitaminas de color naranja. Son los que
nos aprietan fuerte y dicen: “¡Buenos días, es hora de levantarse!”
—¡Ya los conozco!— le interrumpió Pablo—.Son los que me
das cuando me dices: “¡Te voy a comer a besos!”, ¿verdad,
mamá?
—¡Los mismos!
—¿Y de color amarillo, mamá?, ¿existen besos de color amarillo?
—¡Pues claro! Los días en que los besos son cálidos e intensos, su
color amarillo brilla como el sol. Es cuando nos dicen cuánto les
gusta nuestro cariño y compañía.
—¡Ah, sí! Y nos regalan abrazos y caricias...ésos me gustan
mucho, mamá-dijo Pablo.
—Mamá, ¿y los que hacen cosquillas en la oreja, en las mejillas y
en el cuello? ¿Ésos de qué color son?
—Pues...ésos...ésos son los que se mueven al ritmo de la música,
y son de color verde luminoso como los campos y los bosques
cuando sopla el viento. A los besos verdes, les encanta la vida y
les gusta ver respirar y crecer a los seres queridos.
La madre, viendo que a Pablo se le cerraban los ojos, bajó la voz y
continuó:
—A veces, en cambio, los besos son largos y tranquilos, de un azul
suave y esponjoso como el cielo. Son los que nos explican que su
amor es profundo, sin límites, un amor tan grande que, mires
donde mires, parece que nunca se acaba.
—¿Y pueden llegar hasta la luna?-preguntó Pablo-
—Seguro que sí— le contestó su madre.
—Y ¿sabes? Muchas veces los besos son de un color lila
oscuro y misterioso. Son los besos que nos consuelan cuando
estamos tristes o confundidos o no sabemos qué hacer o adónde ir
y nos dicen: “No te preocupes, que yo estaré siempre a tu lado”.
Pablo, haciendo un esfuerzo por no cerrar los ojos, exclamó:
—¡Mamá, los besos son de los colores del Arco Iris!
La madre lo miró, sonrió y le besó en la frente. Con un hilo de voz,
Pablo volvió a preguntar:
—¿Y éste, mamá? ¿De qué color era este beso? La madre le
susurró a la oreja:
—Éste, hijo mío, era un beso de “buenas noches”, blanco como la
nieve
y te quería expresar cómo me gusta el silencio, la paz y la
tranquilidad que siento a tu lado.
Y ¿sabes cómo nació el color blanco, Pablo?
De un beso que se dieron todos lo colores del Arco Iris.
LOS TRES REYES DE LA MESA
Un día se presentó una fuerte discusión entre el Cuchillo y el
Tenedor, porque ambos querían determinar cuál de ellos era el
más importante utensilio de la mesa. El Cuchillo sostenía que sin
él, las personas que se sentaran a comer no podían cortar las
carnes ni otros alimentos mientras que el Tenedor argumentaba
que él era muy indispensable para sostener las comidas de
manera cómoda y fácil como en el caso de comer espaguetis. Para
dilucidar la situación hicieron una apuesta, esperarían la llegada de
un cliente al restaurant y según la comida solicitada, algunos de
ellos dos sería el seleccionado y por lo tanto el ganador. Pasados
los minutos, llegó un cliente a comer y todos escucharon cuando
pidió muy amablemente que le sirvieran un hervido de pescado.
Inmediatamente el mesonero sirvió la comida y le entregó al cliente
una reluciente cucharilla, incrédulos ambos contrincantes
comprendieron que había otro utensilio tan importante e
indispensable como ellos en la mesa. La llegada al restaurant de
un nuevo cliente calmó las tensiones ya que la persona solicitó le
sirvieran como plato principal unos deliciosos macarrones con pollo
y allí tanto el Tenedor como el Cuchillo fueron de gran utilidad para
el comensal, mientras en una esquina muy tranquila y serena la
Cucharilla esperaba que la utilizaran cuando sirvieran algún postre.
Así terminó la discusión entre el Cuchillo y el Tenedor porque ese
día comprendieron que tanto ellos dos como la Cucharilla eran
importantes e indispensables en la mesa, cuando se sirven las
comidas.
LA AGUJA Y EL HILO
Había una vez un gran mago, que vivía en un apartado castillo en
la montaña. Un día le llegaron dos jóvenes muchachos que querían
ser sus discípulos y aprender los secretos de su magia. Con el
transcurrir de los años, el anciano mago se dio cuenta que los
aprendices tenían malas intenciones y sólo querían aprender los
secretos mágicos para hacer maldades a las personas. Entonces
el gran mago decidió castigarlos, a uno de los jóvenes lo convirtió
en aguja y al otro en hilo y así estarían juntos para siempre, serían
de gran utilidad para las señoras de la casa, con ellos coserían la
ropa, las sabanas y demás prendas de vestir. Una cosa muy
importante, el gran mago siempre los vigilaría, aunque de vez en
cuando el anciano mago se queda dormido y entonces la aguja
aprovecha el descuido de las personas y se clava en sus dedos
provocándoles dolor mientras que el hilo es más dócil, sólo que
con el paso de los años se pone viejo y se rompe, por lo que las
personas deciden entonces cambiarlo y comprar un hilo nuevo.
Desde aquellos tiempos remotos, la aguja y el hilo viven juntos,
haciendo el bien a las personas y todo gracias a la sabia decisión
del gran mago.
LA PESCA
Una de las historias que el abuelo Teófilo solía contar era la de un
día en que fue a pescar al río con unos amigos. Resulta que
tendría unos siete u ocho años de edad cuando unos compañeritos
de juegos algo mayores que él lo invitaron a pescar en bote. Una
vez en el río, lo interesante (e irresponsable de esta actividad), era
que los angelitos no llevaban consigo cañas de pescar sino…
cartuchos de dinamita. Según nos manifestaba encendían los
cartuchos y a la cuenta de tres los arrojaban al agua. Luego de
unos segundos de silencio se producía tremenda explosión que
levantaba cientos de litros de agua y luego de calmado el ambiente
ellos se limitaban simplemente a recoger los peces que flotaban sin
vida sobre las aguas. Repitieron esto una y otra vez hasta obtener
una buena cantidad para cada uno. Se concentraron tanto en el
trabajo que olvidaron el tiempo…… Su abuelita lo buscó y buscó y
no lo encontró. Entrada la noche lo vio orgullosamente parado en
el umbral de la puerta, cargando un costal más grande que él y
repleto de peces. Luego de pedir las explicaciones del caso, lejos
de felicitarlo (como él esperaba), la dulce abuelita lo puso sobre
sus rodillas y con chancleta en mano le dio en la cola una buena
zurra a la criaturita por la tremenda hazaña…
LA LEYENDA DEL ALGODÓN
Cuenta la leyenda, que en lejanos tiempos, en el Gran Chaco, los
indios eran felices, no se conocían las estaciones porque no había
cambios de clima, ni fenómenos atmosféricos.
En esa armonía y felicidad los indígenas brindaban todos sus
tributos a NAKTÁNOÓN (el bien). Esta actitud puso furioso a
NAHUET CAGÜEN (el Mal) que vivía en las tinieblas, que para
vengarse y calmar su ira creo NOMAGA (el invierno).Satisfecho de
su obra se dirigió al pueblo indígena diciendo:- Ja, ja, ja, morirán
de frío. Mi nuevo servidor los hará padecer y se les helará la
sangre en las venas. El sol no brillará en el cielo chaqueño. Un
perpetuo nublado cubrirá la tierra toba. El invierno será helado y
dañino. La naturaleza irá pereciendo. Los indios gritarán y se
retorcerán implorando a NAKTÁNOÓN (el Bien) que les dé calor y
castigue a NAHUET CAGUEN (el Mal).Fue entonces cuando
cuatro embajadores, los preferidos y más escuchados a lo alto
suplicaron al Bien, que derramecalor sobre la tierra. Los
embajadores fueron:
El palo borracho
La planta del patito
El picaflor
La viudita
Compadeciendo el Bien, los convierte en una flor, la flor del
algodón (Gualok) que tiene de cada uno un atributo.
- El calor de la planta del patito
- El capullo como el palo borracho
- La bandada del picaflor
- La blancura de la viudita.
Despejado el cielo de nubes, la flor (Gualok) llega a la tierra y se
abre, mientras siguen resonando los tambores indios y las semillas
vuelan y vuelan, y al caer nuevos algodonales nacen... y nuevas
semillas... y nuevos algodonales hasta que todo el territorio se
cubre de blanco.El urundai se hace telar para tejer la hebra suave
del algodón convirtiéndose en níveas túnicas que cubren a los
indígenas dándoles calor de vida. El canto aborigen se eleva.El
bien ha vencido. Ante todo lo acontecido el demoníaco NAHET
CAGUEN (el Mal) enfurecido nuevamente y en un último intento,
maldiciendo, se convirtió en "Lagarta rosada" plaga del algodón.
LA PALOMA TORCAZ.
Había una vez un guerrero valiente y apuesto. Amaba la caza y
así, con frecuencia, iba por los bosques persiguiendo animales. En
una de sus cacerías llegó junto a un lago y, lleno de asombro,
contempló a una mujer bellísima que bogaba en una canoa.
El guerrero quedó tan enamorado que, muchas veces, volvió al
lugar con el ánimo de verla; pero fue inútil, pues, ante sus ojos,
sólo brillaron las aguas del lago. Entonces pidió consejo a una
hechicera, la cual le dijo:
—No la verás nunca más, a menos que aceptes convertirte en
palomo.
—¡Sólo quiero verla otra vez!
—Si te vuelves palomo jamás recuperarás tu forma humana.
—¡Sólo quiero volverla a ver!
—Si así lo deseas, hágase tu voluntad.
Y la hechicera le clavó en el cuello una espina y en el acto el joven
se convirtió en palomo. Este levantó el vuelo y fue al lago y se
posó en una rama y al poco rato vio a la mujer y, sin poderse
contener, se echó a sus pies y le hizo mil arrumacos.
Entonces la mujer lo tomó entre sus manos y, al acariciarlo, le quitó
la espina que tenía clavada en el cuello. ¡Nunca lo hubiera hecho,
pues el palomo inclinó la cabeza y cayó muerto! Al ver esto, la
mujer, desesperada, se hundió en el cuello la misma espina y se
convirtió en paloma. Y desde aquel día llora la muerte de su
palomo.
Texto extraído del libro Leyendas y Consejas del Antiguo Yucatán
de Emilio Abreu Gómez. Editado por el Fondo de Cultura
Económica, México.
EL FORASTERO Y LA NIÑA
Leyenda real de una niña de 8 años que anda en los pueblos de la
sierra del Perú.

Esta leyenda nació en un pueblo alejado de las carreteras, rodeado


por chacras donde las casas están a 600 metros de distancia entre
si.

La historia ya era conocida en ese pueblo. Un dia un forastero


decide hospedarse por unos dias en una casa de ese pueblo por
una semana y luego continuar su viaje.
En ese día el forastero ya dormido a la media noche escucha la
puerta Él se desperto y se pregunto quien toca a estas horas, al
abrir la puerta se encuentra con una niña con rasgos de
quemaduras, entonces el forastero le pregunta: ¿que necesitas
niña a estas horas?, ella responde, ¿me regalaría un vaso con
agua?, y el le dice si claro que si, después de darle el vaso con
agua la niña se retira.
Al día siguiente la misma niña fue a la misma hora donde el
forastero y lo mismo le pidió; pasaron 4 días seguidos que la niña
iba. Entonces el Forastero decide hacerle unas preguntas, esperó
que sea la media noche, y llegada la hora la niña toca la puerta, el
forastero abre la puerta y la niña le pide si le pudiera regalar un
poco de agua en su vaso, el forastero saca un poco de agua y le
da a la niña.
Cuando la niña se iba ,el forastero decide preguntarle y le dice:
¿niña para quien llevas ese vaso con agua?..ella dice para mi papá
, y el forastero pregunta ¿y donde esta tu papá?..ella le dice: él se
esta quemando...el forastero queda sorprendido y le pregunta:
¿QUIEN ES TU PAPA?..y la niña grita con una voz aterrorizante:
¡es EL DIABLOOO!.
Aquel grito fue escuchado por todo el pueblo y el forastero falleció
2 días después..se dice que la niña sale a penar los 21 de febrero
de todos los años, durante 2 semanas atacando a turistas ....quien
será la próxima victima?
MARIANA, MARINA Y MARUANA, LAS TRES
BRUJAS HERMANAS.
En la familia Skiroletta todos sabían que las hermanas Mariana,
Marina y Maruana eran las brujas más despistadas de la región.
Por eso el día que decidieron presentarse en el concurso de
BRUJA MALOSA, todos se rieron e hicieron chistes sobre ellas;
pero lejos de avergonzarse las tres hermanas se prepararon
para la competencia de hechizos y otras yerbas con más ganas
que nunca.
Mariana decidió mostrar sus poderes como hechicera y practicaba
día
y noche pociones mágicas para convertir sapos en príncipes,
arañas en princesas y lombrices en... vaya a saber en qué, porque
nunca ninguno de sus hechizos dio resultado y lo único que logró
fue llenar la casa de sapos que no dejaban dormir con su croar,
arañas que tejían muy tranquilas en todos los rincones y lombrices
que corrían a esconderse en las macetas del patio.
Por su parte Marina, practicaba todo el día, el vuelo con la escoba
y se daba cada golpe contra la chimenea de la casa, los árboles
del patio o las palomas desprevenidas que por allí pasaban.
En cambio Maruana, viendo los desastres de sus hermanas, se
entrenaba en las artes de la adivinación y perseguía a todos los
que llegaban para practicar con ellos su magia, fue por eso que el
cartero se negó a llevarle
más cartas después de que Maruana le pronosticara que se
casaría con Eduviges, la chica más fea del pueblo, y el lechero
dejó de entregarle leche porque le anunció que sus vacas
dejarían de darla por siete años. Por supuesto que ninguna de
sus adivinaciones dieron resultado, por lo menos hasta ahora.
Y así pasaban los días practicando y practicando.
El día de la competencia, estaban presentes todas las brujas de la
región y cada una demostró sus habilidades, pero cuando le tocó el
turno a Mariana, Marina y Maruana todo fue un verdadero
desastre. La gente del pueblo no podía parar de reírse con cada
una de las actuaciones y fue así como las hermanas no ganaron
el premio de Bruja Malosa, pero si les dieron un premio y fue
el de Brujas Chistosas que ellas muestran con orgullo a toda su
familia.
EL CAMELLO COJITO
El camello se pinchó
Con un cardo en el camino
Y el mecánico Melchor
Le dio vino.

Baltasar fue a repostar


Más allá del quinto pino...
E intranquilo el gran Melchor
Consultaba su "Longinos".

—¡No llegamos,
no llegamos
y el Santo Parto ha venido!

—son las doce y tres minutos y tres reyes se han perdido—.

El camello cojeando
Más medio muerto que vivo Va espeluchando su felpa Entre los
troncos de olivos.
Acercándose a Gaspar, Melchor le dijo al oído:
—Vaya birria de camello
que en Oriente te han vendido.

A la entrada de Belén
Al camello le dio hipo.
¡Ay, qué tristeza tan grande con su belfo y en su hipo!

Se iba cayendo la mirra A lo largo del camino, Baltasar lleva los


cofres, Melchor empujaba al bicho.

Y a las tantas ya del alba


—ya cantaban pajarillos- los tres reyes se quedaron boquiabiertos
e indecisos,
oyendo hablar como a un Hombre a un Niño recién nacido.
—No quiero oro ni incienso ni esos tesoros tan fríos, quiero al
camello, le quiero. Le quiero, repitió el Niño.

A pie vuelven los tres reyes Cabizbajos y afligidos. Mientras el


camello echado Le hace cosquillas al Niño.
ADIVINA CUANTO TE QUIERO
Era la hora de dormir.
La liebre pequeña color avellana se agarraba fuertemente a las
orejas de la gran liebre color avellana. Quería estar segura de que
la liebre grande la escuchaba.
”Adivina cuanto te quiero”,— le dijo—.
“¡Uf!, no creo que pueda adivinarlo”, contestó la liebre grande.
“Así”, dijo la liebre pequeña abriendo los brazos todo lo que podía.
La gran liebre color de avellana tenía los brazos aún más largos:
“Pues yo te quiero así”, —le respondió—.
“¡Umm..., cuánto!”, pensó la liebre pequeña.
“Yo te quiero hasta aquí arriba”, añadió la liebre pequeña. “Y yo te
quiero hasta aquí arriba”, contestó la liebre grande.
“¡Qué alto...! ¡Ojalá yo tuviese brazos tan largos!”, pensó la liebre
pequeña. Entonces tuvo una idea: se puso boca abajo apoyando
las patas sobre el tronco de un árbol.”Te quiero hasta la punta de
mis pies”, dijo.
“Y yo te quiero hasta la punta de tus pies”, dijo la liebre grande
color avellana alzándola por encima de su cabeza.
“Te quiero todo lo alto que pueda saltar”, se reía la liebre pequeña
dando brincos arriba y abajo.
“Pues yo te quiero todo lo alto que pueda saltar”, sonrió la gran
liebre. Y dio tal brinco que sus orejas rozaron las ramas de un
árbol.
“¡Qué salto!”, pensó la liebre pequeña. “¡Cómo me gustaría saltar
así!”. “¡Te quiero de aquí hasta el final de aquel camino, hasta
aquel río a lo lejos!”. gritó la liebre pequeña.
“Yo te quiero más allá del río y de las lejanas colinas”, dijo la liebre
grande.
“¡Qué lejos!”, pensó la liebre pequeña color de avellana. Tenía
tanto sueño que no podía pensar más. Entonces miró por encima
de los arbustos, hacia la enorme oscuridad de la noche. Nada
podía estar más lejos que el cielo.”Te quiero de aquí a la LUNA”,
dijo, y cerró los ojos.
“Eso está muy lejos”, dijo la liebre grande. “Eso está lejísimos”. La
gran liebre color de avellana acostó a la liebre pequeña en una
cama de hojas. Se quedó a su lado y le dio un beso de buenas
noches. Luego se acercó aún más y le susurró con una sonrisa:
“Yo te quiero de aquí a la luna...Y VUELTA.”
LA GATA ENCANTADA
Érase un príncipe muy admirado en su reino. Todas las
jóvenes casaderas deseaban tenerle por esposo. Pero el no se
fijaba en ninguna y pasaba su tiempo jugando con Zapaquilda, una
preciosa gatita, junto a las llamas del hogar. Un día, dijo en voz
alta:
—Eres tan cariñosa y adorable que, si fueras mujer, me casaría
contigo. En el mismo instante apareció en la estancia el Hada de
los imposibles,
que dijo:
—Príncipe, tus deseos se han cumplido.
El joven, deslumbrado, descubrió junto a él a Zapaquilda,
convertida en una bellísima muchacha.
Al día siguiente se celebraron las bodas y todos los nobles y
pobres del reino que acudieron al banquete se extasiaron ante la
hermosa y dulce novia. Pero, de pronto, vieron a la joven
lanzarse sobre un ratoncillo que zigzagueaba por el salón y
zampárselo en cuanto lo hubo atrapado. El príncipe empezó
entonces a llamar al Hada de los imposibles para que
convirtiera a su esposa en la gatita que había sido. Pero el Hada
no acudió, y nadie nos ha contado si tuvo que pasarse la vida
contemplando como su esposa daba cuenta de todos los ratones
de palacio.
CUENTO TONTO DE LA BRUJITA QUE NO
PUDO SACAR EL CARNET
Era una brujita
Tan boba, tan boba, Que no conseguía Manejar la escoba. Todos
le decían:
—Tienes que aprender o no podrás nunca sacar el carnet.

Ahora, bien lo sabes,


ya no hay quien circule, por tierra o por aire,
sin un requisito tan indispensable.
Si tú no lo tienes,
¡no podrás volar!
pues, ¡menudas multas ibas a pagar!
¡Ea! no es difícil. Todo es practicar:

—Bueno...dijo ella con resignación. Agarró la escoba se salió al


balcón, miró a todos lados
y arrancó el motor...

Pero era tan boba, que, sin ton ni son, de puro asustada, dio un
acelerón
y salió lanzada contra un paredón. Como no quería darse un
coscorrón, frenó de repente...
y cayó en picado dentro de una fuente: se dio un remojón,
se hirió una rodilla, sus largas narices se hicieron papilla y, como la
escoba salió hecha puré, pues, la pobrecilla,
además de chata se quedó a pie.

Ya no intentó nunca sacar el carnet.


Se quitó de bruja y se puso a hacer labores de aguja.
SONATINA
La princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa? Los suspiros se
escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color. La princesa está
pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro,
y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.

El jardín puebla el triunfo de los pavos reales. Parlanchina, la


dueña dice cosas banales,
y vestido de rojo piruetea el bufón.
La princesa no ríe, la princesa no siente;
la princesa persigue por el cielo de Oriente la libélula vaga de una
vaga ilusión.
¿Piensa, acaso, en el príncipe de Golconda o de
China,
o en el que ha detenido su carroza argentina para ver de sus ojos
la dulzura de luz?
¿O en el rey de las islas de las rosas fragantes,
o en el que es soberano de los claros diamantes, o en el dueño
orgulloso de las perlas de Ormuz?

¡Ay!, la pobre princesa de la boca de rosa quiere ser golondrina,


quiere ser mariposa, tener alas ligeras, bajo el cielo volar;
ir al sol por la escala luminosa de un rayo, saludar a los lirios con
los versos de mayo
o perderse en el viento sobre el trueno del mar.

Ya no quiere el palacio, ni la rueca de plata, ni el halcón


encantado, ni el bufón escarlata, ni los cisnes unánimes en el lago
de azur.
Y están tristes las flores por la flor de la corte, los jazmines de
Oriente, los nelumbos del Norte, de Occidente las dalias y las rosas
del Sur.

¡Pobrecita princesa de los ojos azules!


Está presa en sus oros, está presa en sus tules, en la jaula de
mármol del palacio real;
el palacio soberbio que vigilan los guardas,
que custodian cien negros con sus cien alabardas, un lebrel que no
duerme y un dragón colosal.

¡Oh, quién fuera hipsipila que dejó la crisálida! (La princesa está
triste, la princesa está pálida)
¡Oh visión adorada de oro, rosa y marfil!
¡Quién volara a la tierra donde un príncipe existe,
—la princesa está pálida, la princesa está triste—, más brillante
que el alba, más hermoso que abril!

—«Calla, calla, princesa —dice el hada madrina—;


en caballo, con alas, hacia acá se encamina, en el cinto la espada
y en la mano el azor,
el feliz caballero que te adora sin verte,
y que llega de lejos, vencedor de la Muerte,
a encenderte los labios con un beso de amor».
El pequeño abeto

Sara Cone Bryant y Natha Caputo


Érase una vez un pequeño abeto.
Solo, en el bosque, en medio de otros árboles que tenían hojas, él
tenía agujas. ¡Cómo se quejaba!
—Todos los demás árboles tienen unas bonitas hojas verdes,
¡y yo tengo espinas! ¡Me gustaría tener, para darles envidia, hojas
de oro!
Y al día siguiente, cuando se despertó, se quedó deslumbrado.
—¿Dónde están mis agujas? Ya no las tengo. En cambio, me han
salido las hojas de oro que yo quería. ¡Qué contento estoy!
Y todos sus vecinos que le veían decían:
—¡El pequeño abeto es de oro!
Pero, entonces, un malvado ladrón que pasaba por el bosque los
oyó y se dijo:
"Un abeto de oro. ¡Esto es buen negocio!"
Pero temía que lo viesen así que volvió por la noche con un
gran saco.Se llevó todas las hojas sin dejar ni una.
Al día siguiente, el pobre abeto, que se vio desnudito, se puso a
llorar.
—Ya no quiero tener oro —se decía—.Cuando vienen los ladrones,
te
quitan todo y te quedas sin nada. ¡Me gustaría tener hojas de
cristal! El cristal también brilla.
Así, al día siguiente, cuando se despertó, tenñia las hojas que
deseaba. Se puso muy contento.
—En lugar de hojas de oro, tengo hojas de cristal. Estoy tranquilo.
No me las quitarán
Y todos sus vecinos que lo veían decían a su vez:
—¡El pequeño abeto es de cristal!
Pero cuando llegó la noche, hubo una tormenta con un viento
muy fuerte. Y, por mucho que suplicó el pequeño abeto, el viento lo
sacudió y, de todas sus hojas, no dejó ni una.
Pasó la noche, y ya era de día. Al ver el daño, el pobre abeto se
puso a llorar.
—¡Qué mala suerte tengo! Otra vez me he quedado desnudito. Me
robaron todas mis hojas de oro, y ahora se han roto mis hojas de
cristal. Me gustaría tener como mis compañeros, unas bonitas
hojas verdes.
Así que, al día siguiente, cuando se despertó, tenía lo que había
pedido.
—¡Qué contento estoy! Ahora sí que estoy tranquilo. Ya no hay
nada que temer.
Y todos sus vecinos al verle decían:
—¡El pequeño abeto! ¡Mira por donde! ¡Es como nosotros!
Pero, durante el día, una cabra y sus cabritillos vinieron de
paseo. Cuando la cabra vió al pequeño abeto, dijo:
—¡Venid, pequeños; venid, hijos míos! Disfrutad y no dejéis ni una.
Los cabritillos llegaron saltando y se comieron todas las hojas en
un momento.Después, cuando llegó la noche, el pequeño abeto,
desnudito y tiritando, se puso a llorar como un pobre niño.
—Se han comido todo —decía muy bajito—, y ya no tengo nada.
He perdido mis hojas, mis bonitas hojas verdes, mis hojas de cristal
y mis hojas de oro. Si volviese a tener mis agujas, ¡qué contento
estaría!
Y al día siguiente, al despertarse, el pequeño abeto ya no sabía
qué decir: ¡tenía otra vez todas sus agujas de antes!
¡Qué contento está! ¡Cómo disfruta!
Se le ha pasado todo su orgullo. Y todos sus vecinos que le oyen
reír
dicen al verle:
—¡El pequeño abeto es otra vez como antes!
Rapunzel

Hermanos Grimm

Había una vez... una pareja feliz que desde hacía mucho
tiempo deseaban tener un hijo o una hija. Un día, la mujer sintió
que su deseo ¡por fin! se iba a realizar.
Su casa tenía una pequeña ventana en la parte de atrás, desde
donde se podía ver un jardín magnífico lleno de flores hermosas y
de toda clase de plantas, árboles frutales y verduras maravillosas.
Estaba rodeado por una muralla alta y nadie se atrevía a entrar
porque allí vivía una bruja.
Un día, mirando hacia el jardín, la mujer se fijó en un árbol
cargadito de espléndidas manzanas que se veían tan frescas
y tan deliciosas que ansiaba comerlas. Su deseo crecía día a día
y, como pensaba que nunca podría comerlas, comenzó a
debilitarse, a perder peso y se puso pálida y frágil. Comenzaba a
enfermarse.
Su esposo se preocupó y le preguntó:
—¿Qué te pasa, querida esposa?
—Ay —dijo—, ¡si no puedo comer unas manzanas del huerto que
está detrás de nuestra casa, moriré!
Su esposo, que la amaba mucho, le respondió:
—No permitiré que fallezcas, querida.
Cuando oscureció, el hombre trepó la pared, entró en el jardín de
la bruja y rápidamente cogió algunas de aquellas manzanas tan
rojas, las fue metiendo en un pequeño saco que llevaba y
corrió a entregárselas a su esposa. Ella, de inmediato, comenzó
a comerlas con deleite saboreando hasta el último pedacito. Eran
tan deliciosas que al día siguiente creció su deseo por comer más.
Para mantenerla contenta, su esposo sabía que tenía que ser
valiente e ir al huerto otra vez. Esperó toda la tarde hasta que
oscureció, pero cuando
saltó la pared, se encontró cara a cara con la bruja.
—¿Cómo te atreves a entrar en mi huerto a robarte mis
manzanas? —
dijo ella furiosa.
—¡Ay! —contestó él—, tuve que hacerlo, tuve que venir aquí
porque me sentí obligado por el peligro que amenaza a mi
esposa. Ella vio tus manzanas desde la ventana y fue tan grande
su deseo de comerlas que pensó que moriría si no saboreaba
algunas.
Entonces la bruja dijo:
—Si es verdad lo que me has dicho, permitiré que tomes cuantas
manzanas quieras, pero a cambio me tienes que dar el hijo que tu
esposa va a tener. Tendrá un buen hogar y yo seré su madre.
El hombre estaba tan aterrorizado que aceptó. Cuando su esposa
dio a luz una pequeña niña, la bruja vino a su casa y se la
llevó. La llamó Rapunzel.
Rapunzel llegó a ser la niña más hermosa de todo el planeta.
Cuando cumplió doce años, la bruja la encerró en una torre en
medio de un tupido bosque. La torre no tenía escaleras ni puertas,
sólo una pequeña ventana en lo alto. Cada vez que la bruja quería
subir a lo alto de la torre, se paraba bajo la ventana y gritaba:
—¡Rapunzel, Rapunzel, lanza tu trenza de oro!
Rapunzel tenía un maravilloso y abundante cabello largo, dorado
como el sol. Parecía de oro. Siempre que escuchaba el llamado
de la bruja se soltaba el cabello, lo ataba alrededor de uno de los
ganchos de la ventana y lo dejaba caer al piso. Entonces la bruja
trepaba por la trenza de oro.
Un día un príncipe, que cabalgaba por el bosque, pasó por la torre
y escuchó una canción tan gloriosa que se acercó para escuchar.
Quien cantaba era Rapunzel. Atraído por tan melodiosa voz, el
príncipe buscó una puerta o una ventana para entrar a la torre pero
todo fue en vano. Sin embargo, la canción le había llegado tan
profundo al corazón, que lo hizo regresar al bosque todos los días
para escucharla.
Uno de esos días, vio a la bruja acercarse a los pies de la torre. El
príncipe se escondió detrás de un árbol para observar y la escuchó
decir:
—¡Rapunzel, Rapunzel, lanza tu trenza de oro!
Rapunzel dejó caer su larga trenza y la bruja trepó hasta la
ventana.
—¡Oh, es así como se entra a la torre! —se dijo el príncipe—.
Tendré que probar mi suerte.
Al día siguiente al oscurecer, fue a la torre y llamó:
—¡Rapunzel, Rapunzel, lanza tu trenza de oro!
El cabello de Rapunzel cayó de inmediato y el príncipe subió. Al
principio Rapunzel estaba muy asustada al ver a un hombre
extraño, pero el príncipe le dijo gentilmente que la había
escuchado cantar y que su dulce melodía le había robado el
corazón.
Entonces Rapunzel olvidó su temor. El príncipe le preguntó si
le gustaría ser su esposa a lo cual accedió de inmediato y sin
pensarlo mucho porque —además de que lo vio joven y bello—
estaba deseosa de salir del dominio de esa mala bruja que la tenía
presa en aquel tenebroso castillo. El príncipe la venía a visitar
todas las noches y la bruja, que venía sólo durante el día, no sabía
nada.
Un día, en su ascenso, la bruja le dio un gran tirón en la trenza a
Rapunzel y ella reaccionó cometiendo una terrible
equivocación; le preguntó:
—Dime, ¿por qué eres tan pesada que me tiras del cabello,
mientras que el príncipe sube hacia mí, rápido y sin hacerme
daño?
—Niña perversa —gritó la bruja—, ¿qué es lo que escucho? ¡Así
es que me has estado engañando!
En su furia, la bruja tomó el hermoso cabello de Rapunzel, lo
enrolló un par de veces alrededor de su mano y, rápidamente, se
lo cortó. Todo el cabello de oro y las maravillosas trenzas cayeron
al piso. Después la bruja llevó a Rapunzel a un lugar remoto y
la abandonó para que viviera en soledad.
Esa tarde, cuando oscurecía, la bruja se escondió en la torre.
Pronto llegó el hijo del rey y llamó:
—¡Rapunzel, Rapunzel, lanza tu trenza de oro!
Cuando la bruja escuchó el llamado del príncipe, amarró el cabello
de la pobre Rapunzel a un gancho de la ventana y lo dejó caer al
suelo. El príncipe trepó hasta la ventana y cuál no sería su
sorpresa cuando se encontró con la malvada bruja en lugar de su
dulce Rapunzel.
Ella lo miró con ojos perversos y diabólicos y le dijo:
—Has perdido a Rapunzel para siempre. ¡Nunca más la verás otra
vez! El príncipe estaba desolado. Para colmo de su desgracia, se
cayó desde
la ventana sobre un matorral de zarza. No murió, pero las
espinas del matorral lo dejaron ciego.
Incapaz de vivir sin Rapunzel, el príncipe se internó en el bosque.
Vivió muchos años comiendo frutas y raíces, hasta que un día, por
casualidad, llegó al solitario lugar donde Rapunzel vivía en la
miseria.
De repente, escuchó una melodiosa voz que le era conocida y se
dirigió hacia ella. Cuando estaba cerca, Rapunzel lo reconoció. Al
verlo se volvió loca de alegría, pero se puso triste cuando se dio
cuenta de su ceguera. Lo abrazó tiernamente y lloró.
Sus lágrimas cayeron sobre los ojos del príncipe ciego. De
inmediato, los ojos de él se llenaron de luz y pudo ver como antes.
Entonces, feliz de estar reunido con su amor, se llevó a Rapunzel
a su reino, en donde se casaron y vivieron felices para siempre.
Metida de pata
Raquel Barthe
Lo que me pasó para el Día de la Madre es realmente
como para morirse de vergüenza.
Resulta que yo quería comprarle un regalo y había pensado
en un florero de porcelana que sabía que a ella le gustaba.
Aunque era un poco caro, decidí que era el regalo ideal y que
ahorraría lo suficiente como para comprarlo.
Finalmente, después de contar hasta la última moneda, fui al
negocio. La vendedora era muy amable y bonita. Quizá este último
detalle haya sido lo que me distrajo porque mientras ella me
sonreía y me explicaba que era una auténtica pieza de arte y qué
sé yo qué más, tomé el florero entre mis manos para verlo mejor
y... y no puedo explicar lo que pasó, pero el florero se me cayó y se
rompió.
Me quedé parado con la boca abierta sin saber qué hacer o decir,
hasta que escuché la voz de la vendedora:
—¡Qué lástima!, porque de todos modos tendrás que pagarlo, ya
que
vos lo rompiste...
Me sentí como un tonto frente a esa maravilla de mujer que
parecía salida de un catálogo de modelos publicitarios y, por otro
lado, me sentí desesperado porque acababa de esfumarse el
regalo del Día de la Madre.
Y en medio de tanta angustia, se me encendió una chispa
de imaginación y le dije con un tono de hombre de mundo:
—No importa, lo pagaré, pero póngalo en una caja y envuélvalo
para regalo.
—¿Lo va a llevar igual?
—Sí, por supuesto, las obras de arte se pueden restaurar, ¿no?
Mientras yo pagaba, ella se acercó para entregarme el paquete y
otra vez su sonrisa me envolvió en una nube rosada.
Salí a la calle preparando mentalmente la escena de mi llegada al
hogar. Tendría que recurrir a todas mis dotes teatrales para quedar
bien con mi madre.
Llegué, abrí la puerta de calle y desde allí grité:
—¡Mamá, feliz díaaa...!
Y al mismo tiempo, simulé tropezar con el felpudo y caer de narices
a sus pies.
—¿Te lastimaste, Gabriel? —preguntó preocupada mamá.
—No, pero se debe haber roto tu regalo... —fingí lamentarme.
Y ahora viene lo insólito, lo increíble y lo vergonzoso: mamá abrió
la caja y adentro encontró cada pedazo del florero, ¡prolijamente
envuelto en papel de seda!
¡Hola, hola!, ¿Cómo estás?

Douglas Wright
¡Hola, hola! ¡Hola, hola!
¡Hola, hola! ¿Cómo estás?
¡Hola, hola! Te pregunto, te pregunto: ¿cómo estás?

Estoy como el sol que brilla de día; contento, radiante, con mucha
alegría.

Estoy como el cielo cuando está nublado; apagado, triste


y un poco enojado.
Estoy todo rojo, igual que la tarde
cuando el cielo entero parece que arde.

Estoy muy azul,


de un azul profundo, cuando por la noche en sueños me hundo.

¡Hola, hola! ¡Hola, hola!


¡Hola, hola! ¿Cómo estás?
¡Hola, hola! Te pregunto, te pregunto: ¿cómo estás?
A miles de kilometros

Alfredo Gómez Cerdá


José tenía doce años y trabajaba doce horas al día. No quería
cumplir más años por si al patrón se le ocurría aumentarle también
la jornada. A pesar de eso, era una suerte, pues solo los niños más
afortunados de su barrio conseguían un trabajo, como él. El resto,
vivía en la calle y de la calle. Un día, José se encontró un pequeño
cofre de madera. Estaba muy viejo y su cerradura de hierro,
roñosa. Desde luego, no servía para nada. Intentó abrirlo varias
veces, pero no lo consiguió. La tapa parecía literalmente soldada al
resto. Cansado de forcejear con él, lo guardó junto a sus pocas
pertenencias, pensando que le serviría para hacer astillas con las
que prender el fogón, y se echó a dormir.
A miles de kilómetros de donde José vivía, Santiago salió de
un moderno edificio. Antes de entrar en el lujoso coche que le
estaba esperando en la puerta, con el chofer haciéndole una
reverencia, volvió la cabeza y sonrió satisfecho. Aquel edificio era
la sede central de su empresa, que ya estaba extendida por todo
el planeta. Por eso, Santiago era una de los hombres más
ricos del mundo. Antes de entrar en el coche, junto al bordillo de la
acera, vio algo que brillaba. Aunque no acostumbraba a hacerlo, se
agachó y recogió un objeto. Ya en el coche, lo estuvo
observando con detenimiento. Se trataba de una llave de oro. Se
preguntó qué podría abrir aquella llave; sin duda, tendría que ser
algo muy valioso. Pero como no encontraba una respuesta, se
guardó aquella llave en el bolsillo de su
americana, apoyó la cabeza en el respaldo mullido del asiento y se
quedó dormido...
...Tenía un largo camino por delante de miles de kilómetros y
necesitaba estar descansado. Su edad era también de doce años,
al igual que José, pero sólo trabajaba dos horas escasas al día. Se
dirigía hacia un pobre barrio, por motivos de trabajo. José se había
enterado de que iba a visitar su barrio Santiago el consejero.
Santiago era un niño rico, sin dificultades en la vida y del que
decían que tenía respuesta a todo. Pero José no se creía esto
último y, para demostrar que era un estafador, decidió preguntarle
algo que nunca podría responder, así que cogió su cofre y se
dirigió al edificio más moderno del barrio, la empresa de Santiago.
Santiago llegó a su lujoso despacho y se acomodó en el sillón.
Sabía que en ese tipo de barrios tan lúgubres, los niños,
andrajosos y sucios, entraban en su tienda pero no compraban
nada, sino que le pedían consejo. Casi al caer la tarde llegó uno de
esos niños con un viejo cofre en la mano.
—¿Puedes abrir esto?— preguntó José sin andarse con rodeos.
Santiago estuvo a punto de decirle que no pero, para sorpresa de
José, se sacó una llave del bolsillo y la insertó en la cerradura. El
pequeño cofre se abrió mostrando un espejito de oro, que reflejaba
por las dos caras. José se miro en una y se vio todo despeinado,
sucio y con la ropa echa jirones; Santiago se miró en la otra cara y
se vio limpio, bien arreglado y con su chaqueta más cara. De
repente, al estar los dos reflejados, José entendió el mundo de
Santiago, que era más duro de lo que el pensaba y Santiago
entendió a José, que era feliz a pesar de su pobreza. Y así, los dos
se hicieron muy amigos, y los miles de kilómetros que les
separaban se convirtieron en unos escasos centímetros".
Cuento de Navidad

Ray Bradbury
El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían
a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban
preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el
espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más
agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el
regalo porque pasaba unos pocos kilos del peso máximo permitido
y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les
quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño
esperaba a sus padres en la terminal. Cuando éstos llegaron,
murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.
—¿Qué haremos?
—Nada, ¿qué podemos hacer?
—¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La
madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre
ellos, pálido y silencioso.
—Ya se me ocurrirá algo —dijo el padre.
—¿Qué...? —preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó
una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de
2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no
había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el
resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea según
sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
—Quiero mirar por el ojo de buey.
—Todavía no —dijo el padre—. Más tarde.
—Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
—Espera un poco —dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a
otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol
con sus velas blancas que había tenido que dejar en la
aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba
resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
—Hijo mío —dijo—, dentro de medía hora será Navidad.
La madre lo miró consternada; había esperado que de algún modo
el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron
los labios.
—Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol?
Me lo prometieron.
—Sí, sí, todo eso y mucho más —dijo el padre.
—Pero... —empezó a decir la madre.
—Sí —dijo el padre—. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho
más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
—Ya es casi la hora.
—¿Puedo tener un reloj? —preguntó el niño.
Le dieron el reloj, y el niño lo sostuvo entre los dedos: un resto del
tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el momento insensible.
—¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
—Ven, vamos a verlo —dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa.
La
madre los seguía.
—No entiendo.
—Ya lo entenderás —dijo el padre—. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina.
El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La
puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de
voces.
—Entra, hijo.
—Está oscuro.
—No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente
estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el
ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de
ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin
aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el
espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias
personas se pusieron a cantar.
—Feliz Navidad, hijo —dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño
avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de
buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio,
la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil
millones de maravillosas velas blancas.

Las 7 princesas encerradas

Pedro Pablo Sacristan


Cuando la malvada Bruja de las Cumbres encerró a las 7 princesas
en los 7 castillos de las 7 montañas, custodiadas por 7 halcones, 7
ogros y 7 dragones, nadie pensó que se las pudiera volver a ver
con vida. Pero años después, el valiente Sir Pentín juntó un
aguerrido grupo de nobles caballeros que cabalgaron hasta las
Grandes Cumbres, vencieron a halcones, ogros y dragones, y
acudieron a liberar a las princesas.
Los caballeros fueron entrando a cada uno de aquellos castillos
para rescatar a las jóvenes. Eran unos lugares tan fríos y oscuros
que parecían muertos, y los valientes se preguntaban qué clase de
terrible maldad debía poseer el negro corazón de la bruja para
hacer encerrado allí a las princesas. Las jóvenes liberadas se
mostraron enormemente agradecidas a sus salvadores, pues
su vida en aquel encierro era la más vacía y aburrida que se
pudiera imaginar. Y sonrientes, escuchaban las hazañas de los
caballeros, enamorándose de su valentía y de su arrojo.
Pero al llegar al último de los castillos, que en nada
parecía diferenciarse de los anteriores, descubrieron un interior
precioso, primorosamente cuidado y adornado, lleno de luz y
color. Podía incluso oírse una bella música de fondo, como si se
tratara de un lugar mágico. Y cuando corrieron a rescatar a la
princesa de su alcoba en la torre más alta,
como habían hecho con las demás, no la encontraron allí. La
buscaron por todas partes hasta que siguiendo la mágica melodía,
fueron a parar a una pequeña salita. No encontraron en ella nada
más mágico que una alegre princesa tocando un arpa con gran
destreza.
Nada desconcertó tanto a los caballeros como la actitud
entusiasmada y alegre de la joven. Era culta, ingeniosa, elegante y
con un especial don para las artes, y al contrario que el resto de
princesas, en quienes el efecto de su encierro era bien visible, esta
última parecía haber vivido una vida mucho más activa e
interesante. Pero tras mucho preguntar e indagar, los caballeros
concluyeron que había estado tan encerrada y solitaria como
todas las demás.
Extrañados, recorrieron el palacio buscando una explicación,
hasta llegar a la biblioteca. Faltaban muchísimos libros, y sólo
entonces se dieron cuenta del motivo: el castillo entero estaba
lleno libros. Sobre cada mesa y cada mueble era fácil encontrar
algún libro. ¡La princesa no dejaba de leer! Y así había podido
aprender y vivir tantas cosas que parecía que nunca hubiera
llegado a estar encerrada, viviendo su encierro entre múltiples
actividades que nunca dejaron paso al aburrimiento.
El viaje de vuelta fue un viaje extraño. Salvo ésta última, las demás
princesas resultaron tan sosas y aburridas, que ninguno de los
caballeros pudo corresponder su amor. Al contrario, todos ellos
estaban prendados del encanto de la joven Clara, quien sin
dejarse llevar por el brillo de las hazañas y las armaduras, pudo
elegir su amor verdadero mucho tiempo después. Pero eso, es otra
historia.
El sombrero de estrellas
Sofía Reina
Se abre la puerta y muy despacito aparece caminando,
aunque casi pareciera que flota, una señora con un sombrero de
pico bastante alto y ala redonda, un tul blanco cubre todo el
sombrero, la cara y medio cuerpo de la dueña del sombrero.
La música suena muy lentamente acompañando sus movimientos
casi lunares, el tul va y viene, saluda con su mano a los niños
que la están mirando sin decir ni "mu". Al llegar delante de los
chicos, daba la impresión que estaba volando, su velo volaba, sus
brazos, el sombrero...
—Hola chicos, soy la Maga Cuenta-Cuentos— dijo todavía sin
levantarse el tu—, éste es mi sombrero mágico, cada estrella tiene
su propia historia: algunas las he traído desde muuuy lejos, otras
me las han regalado magas amigas, y las mas chiquititas de todas,
son regalos de niños como ustedes que cuando me sonríen le
brota una estrellita al cabo de unos días
(igualito que las flores).
Les preguntó a los niños si sabían volar, como ninguno sabía les
ofreció hacer un vuelo despacito con ella, de a uno por vez podían
acercarse a ella, agarrar el velo suavemente y cerrando los ojos
levantar vuelo muy despacito, también les aconsejó mover el brazo
libre para ayudar un poco a mantenerse elevado. Volaron y
volaron, les dijo que para aterrizar tenían que hacerlo muy
suavemente, y sobre todo no olvidarse de doblar las rodillas...
"Puuuum" hizo algún niño, sin tener suficiente cuidado en el
aterrizaje... pero sin hacerse ningún daño por suerte.
—Esta es la caja mágica— dijo señalando una preciosa caja
multicolores.
Cuando abrió la caja, salió un polvo plateado volando por los aires,
cuando cayó al suelo apareció por detrás del sombrero de estrellas
el Señor de la Buena Pipa, que no era él del cuento de la
buena pipa, era un hombrecito tán chiquitito que cabía en la
palma de una mano. Pero también era un poco tímido, así que
iba escondiéndose de un lado al otro del sombrero espiando a
los niños con cuidado de no ser descubierto.
—¡Eh, señor...!— lo descubrió un chiquito-¿qué hace ahí?
—Ah...Ah...si...¡hola! soy el Señor de la Buena Pipa, ¿qué tal
están?
Todos los chiquitos le contestaron como estaban, pero el Señor de
la Buena Pipa estaba un poco sordeli así que tuvieron que
repetirlo unas cuantas veces a grito pelado.
El Señor de la Buena Pipa se puso a contarles que era un viejo
marino y que estaba esperando el barco que lo llevaría a una isla
muy especial, dónde las cosas no eran para nada normales, las
palmeras en vez de tener higos tenían caramelos en forma de
higos, las plantas de tomates tenían deliciosas nubes de azúcar
con forma de tomates, las flores también eran caramelos, los
champiñones eran chupa-chups, y así con todas las cosas, pero
también les dijo, bastante en secreto, que los ríos eran limonadas,
y que cuando llovía juntaban el agua porque una vez en un
recipiente se convertía en Coca- Cola... Claro que si le ponías
pétalos de margaritas amarillas (de las que también son
caramelos) se convertía en Fanta de limón o de naranja si le
ponías trocitos de naranjas.
Había una vaca muy divertida, que cantaba canciones, cuya leche
era
riquísima y además con solo beberla limpiaba los dientes de una
sola vez.
Pero parecía que el barco no llegaba nunca y empezaba a creer
que la bailarina rusa que se lo contó lo habría soñado.
—No, no... nada de eso! —dijo Nadriushka, la bailarina folklórica
rusa que guardaba cinco hermanitas pequeñas mientras aparecía
por detrás del sombrero, ese barco exist—, yo me he embarcado
una vez cuando formaba parte de un ballet muuuy importante,
después de un montón de actuaciones nos fuimos a esa isla a
descansar y a comer todas las cosas ricas que queríamos...
—Bueno entonces me voy al muelle a esperarlo, adiós,
adioooooos—
dijo el Señor de la Buena Pipa.
Nadriushka les contó a los chicos que ella era una bailarina rusa, y
se puso a mostrarles como era el baile que ella hacía, la señora del
sombrero hizo lo que la bailarina le indicaba, para acompañarla en
su baile.
Animó a los chicos a intentar bailar como ella, claro que era una
danza bastaaaaante difícil, así que les enseñó un poquitín, algún
paso para que todos pudieran alegremente bailar. Cuando había
terminado el baile, Nadriushka esperaba el aplauso que siempre
tenía al finalizar una actuación, al oír los primeros aplausos
saludó muy formalmente con su reverencia hacia delante, y se
fue por donde vino.
El sombrero había entristecido en ese momento, estaba
escuchando que un chiquitín estaba llorando, al sombrero no le
gustaba entristecer a nadie, así que la señora lo puso a descansar,
el pequeñín se alegraría un poco y el sombrero mágico no perdería
más estrellitas de niños.
En ese momento todos pudieron ver la cara de la Maga Cuenta-
Cuentos, y ¡qué sorpresa...! también tenía estrellitas doradas como
si fuera un antifaz alrededor de sus ojos...
—¡¡¡OOOHHHH...!!!— se oyó de todas las boquitas.
De la caja salió una carita de lo mas simpática, que parecía una
flauta triangular con sonrisa... ocurría que esta carita hablaba con
una risita todo el rato, y lo mas gracioso fue que todos los niños
terminaron riéndose a carcajadas, hasta el que estaba llorando
antes. Se puso a contarles chistes, y cosas divertidas, tantas que
se tuvo que ir rápido porque no podía dejar de
reirse...jijijijijijij...
Después sin que nadie supiera cómo, la maga tenía antenitas
de marciana en la cabeza, que terminaban en dos bolitas
plateadas, y claro que se había convertido en una extraterrestre.
Era una marciana muy marchosa porque les venía a enseñar el
baile de su lugar, y les explicaba que hasta su planeta era un gran
bailarín porque bailaba el "ula-ula" con los dos anillos que tenía al
rededor. Terminaron todos bailando los bailes marcianos y un poco
de "ula-ula".
La música fue acabándose poquito a poco, algunos niños fueron
sentándose, otros a buscar sus bebidas, y otros querían darle la
mano a la maga-marciana, o mirar de cerca las estrellitas que
llevaba en la cara... Al final volvió a ser maga-maga, y con muchos
besitos al aire y nubes de polvo brillante se despidió de los niños
hasta el próximo cuento...
Juan y la habichuela mágica
Roald Dhal
La madre de Juan dijo: "Se acabó.
No queda un chavo en casa... Y digo yo que en el mercado,
echándole tupé, podrás vender la vaca, conque ve
y cuenta allí lo sana que es la Juana, aunque tú y yo sepamos que
es anciana".

Se fue Juan con la vaca y volvió luego diciendo: "¡Madre, cómo les
di el pego! Jamás habrá un negocio tan redondo
como el que hizo tu Juan". "¡Mira el sabihondo!
Seguro que tu trato es un desastre
y que te ha dado el timo algún pillastre...". Mas cuando Juan, con
gesto artero y pillo, extrajo una habichuela del bolsillo
su madre saltó un cuádruple mortal, se puso azul y le gritó:
"¡Animal!
¿Te has vuelto loco? Dime, tarambana,
¿te han dado una habichuela por la Juana?
¡Te mato!", y tiró al huerto la habichuela, agarró a Juan y le atizó
candela
con la mangueta de la aspiradora zurrándole lo menos media hora.

A las diez de la noche, sin embargo,


la alubia empezó a echar un tallo largo, tan largo que la punta se
perdía
entre las nubes cuando llegó el día. Juanito gritó: "¡Madre, echa un
vistazo y dime si ayer no hice un negociazo!". La madre dijo:
"¡Calla, pasmarote!
¿Acaso da habichuelas ese brote que pueda yo meter en el
puchero?
¡No agotes mi paciencia, majadero!".
"¡Por Dios, mamá, que no hablo de semillas!
¿No ves que es de oro? ¡Mira cómo brilla!".
¡Cuánta razón tenía el rapazuelo!
Allá afuera, estirándose hasta el cielo, brillaba una alta torre de
hojas de oro más imponente que el mayor tesoro. La madre de
Juanito, espeluznada,
pegó otro brinco y dijo: "¡Qué burrada!
Hoy mismo compro un Rolls, me voy a Ibiza y abro una cuenta en
una banca suiza.
¡Vamos, mastuerzo, tráeme las que puedas y las que no sean de
oro te las quedas!".
Y Juan, sin atreverse a vacilar, trepó por la habichuela sin tardar,
ganando altura, —no preguntéis cuánta hasta alcanzar la punta de
la planta. Mas una vez allí ocurrió una cosa
de lo más espantable y horrorosa:
se levantó un estruendo tremebundo como si se acercara el fin del
mundo
y habló una voz terrible, muy cercana,
que dijo: "¡¡_Estoy oliendo a carne humana_!!". Juanito se dio un
susto de caballo
y sin pensarlo más bajó del tallo.
"¡Ay, madre!, si lo sé yo no te escucho, que arriba hay un señor
que grita mucho, que yo lo he visto, y me parece injusto subir y que
me peguen otro susto...!
Es un gigante. Y anda bien de olfato". "¡Qué tonterías dices,
mentecato!". "Me olió sin verme, madre, te lo juro.
Es un gigante enorme, estoy seguro...". "Naturalmente que te olió,
marrano,
que no te duchas más que en verano
y apestas como un chivo y no obedeces
por más que te lo mande cien mil veces...". Juan respondió:
"Mamá, ¿por qué no subes, ya que eres tan valiente, hasta las
nubes
tú misma?", y ella dijo: "¡Desde luego! Yo sin luchar a tope no me
entrego". Se arremangó las faldas y de un salto tomó la enorme
planta por asalto
y se perdió en sus hojas, mientras Juan
dudaba del buen éxito del plan, temiendo que el tufillo mareante
de su mamá enfadara a aquel gigante.

Mirando arriba estaba... hasta que un ruido que no esperaba, más


bien un chasquido terrible, y una voz desde la altura
llegaron a su oído: "¡_Estaba dura
y le sobraban huesos, pero al menos
los dos muslitos me han sabido buenos_!". "¡Atiza! —exclamó
Juan—. ¡Ese chiflado
se merendó a mi madre de un bocado!
—Olfateó— ya lo decía yo.
Ese tufillo horrible...". Y contempló
la inmensa planta de oro: "¡Mala suerte! Tendré que enjabonarme y
frotar fuerte para poder pasar por inodoro
si quiero reincidir en lo del oro". Conque se dirigió al cuarto de
baño por la primera vez en aquel año, gastó siete champús, doce
jabones y se llenó los pelos de lociones,
se cepilló las muelas y los dientes y se dejó las uñas relucientes.
Volvió luego a la planta nuestro chico y allí arriba seguía, hecho un
borrico, sorbiéndose los mocos y escupiendo, nuestro gigante
bárbaro y horrendo: "¡¡_No estoy oliendo a nada por ahora_!!",
gruñía sordamente. Varias horas
esperó Juan. Por fin cayó dormido
el monstruo, y el muchacho, sin un ruido, hizo cosecha de oro a
troche y moche
y durmió billonario aquella noche. "Bañarse, —dijo—, es algo muy
seguro. Me daré un baño al mes en el futuro".
Un cuento de año nuevo

Anónimo
Uno de enero
La mañana del uno de enero, Irene se despertó pensando: “Llevo
todo el año sin desayunar”. Así que se levantó de un salto y fue
corriendo a la cocina, a prepararse un buen tazón de leche con
cacao.
Estaba terminando la taza cuando un pensamiento le sobrevino
repentinamente: “Llevo todo el año sin cepillarme los dientes”.
Apresuradamente de nuevo, corrió hasta el cuarto de baño, puso
pasta en el cepillo y se lavó los dientes a toda prisa porque en
cuanto terminase tenía que peinarse: “¡Es que llevo todo el año sin
peinarme!”.
“¡Llevo todo el año sin jugar!”, descubrió repentinamente,
abalanzándose sobre el armario rojo, abrió las puertas y sus ojos
crecieron ante el descubrimiento de sus juguetes más queridos,
como si hubiera estado separado de ellos largo, largo tiempo.
Y así pasó Irene el día, descubriendo su bicicleta, el gato del
vecino, las plantas del jardín, el cajón de la cocina donde se
guarda la barra de
chocolate... a su amiga Julia, a su hermanito Diego... a mamá, a la
abuela...
Cuando por fin se acostó y su madre le leyó un cuento para
dormirse, algo que llevaba también todo el año nuevo sin hacer, le
preguntó:
—Mamá, ¿no podría ser uno de enero todos los días para disfrutar
tanto todas las cosas?
—Podría ser, Irene: eso depende solamente de que tú lo quieras.
El aguinaldo
Cuento popular español
Esto eran unos niños muy muy pobres que en la víspera del día de
Reyes iban caminando por un monte y, como era invierno, en
seguida se hizo de noche, pero los pobrecitos seguían andando.
Entonces se encontraron con una señora que les dijo:
—¿Adónde vais tan de noche, que está helando? ¿No os dais
cuenta de que os vais a morir de frío?
Y los niños le contestaron:
—Vamos a esperar a los Reyes, a ver si nos dan aguinaldo. Y la
señora del bosque, que era muy hermosa, les dijo:
—Y ¿qué necesidad teníais de alejaros tanto de vuestra
casa? Para esperar a los Reyes sólo habéis de poner vuestros
zapatitos en el balcón y después acostaros tranquilamente en
vuestras camitas.
A lo que los niños contestaron:
—Es que nosotros no tenemos zapatos, y en nuestra casa no hay
balcón, y no tenemos camita sino un montón de paja...
Además el año pasado
pusimos nuestras alpargatas en la ventana, pero se ve que los
Reyes no las vieron porque no nos dejaron nada.
Así que la señora del bosque se sentó en un tronco que había en
el suelo y miró a los pequeños, que la contemplaban ateridos sin
saber qué hacer; y ella les preguntó que si querían llevar una carta
a un palacio y los niños le dijeron que sí que se la llevarían;
entonces ella buscó en una bolsa que llevaba colgada de la
cintura y sacó un gran sobre sellado que contenía la carta.
—Pues ésta es la carta —dijo, y se la dio.
Luego les explicó cómo tenían que hacer para encontrar el palacio
y que el camino era peligroso porque tendrían que pasar ríos
que estaban encantados y atravesar bosques que estaban llenos
de fieras.
—Los ríos los pasaréis poniéndoos de pie en la carta y la misma
carta os llevará a la otra orilla; y para atravesar los bosques, tomad
todos estos pedazos de carne que os doy y, cuando os
encontréis con alguna fiera, echadle un pedazo, que os dejará
pasar. Y en la puerta del palacio encontraréis una culebra, pero
no tengáis miedo: echadle este panecillo que os doy y no os hará
nada.
Y los pobrecitos cogieron la carta, la carne y el pan y se
despidieron de la señora del bosque.
Conque siguieron su camino y, al poco rato, llegaron a un río de
leche, después a un río de miel, después a un río de vino, después
a un río de aceite y después a un río de vinagre. Todos los ríos
eran muy anchos y ellos eran tan pequeños que les dio miedo no
poder cruzarlos, pero hicieron como ella les dijo: echaron la carta al
río, se subieron encima de ella y la carta les condujo siempre a la
otra orilla.
Cuando terminaron de cruzar los ríos empezaron a encontrar
bosques y bosques, a cual más frondoso y oscuro, donde les
salían fieras que parecía que los iban a devorar. Unas veces eran
lobos, otras tigres, otras leones, todos prestos a devorarlos, pero
en cuanto les echaban uno de los pedazos de carne que la señora
del bosque les había dado, las fieras los cogían con sus bocas y
desaparecían en lo hondo del bosque, dejándolos continuar
su camino.
Hasta que por fin, cuando ya había caído la noche, vieron a lo lejos
el
palacio y corrieron hacia él. Pero delante del palacio había
una enorme culebra negra que, apenas los vio, se levantó sobre
su cola amenazando con comérselos vivos con su inmensa
boca; pero los niños le echaron el panecillo y la culebra no les
hizo nada y los dejó pasar. Entraron los niños en el palacio y en
seguida salió a recibirlos un criado negro, vestido de colorado y de
verde, con muchos cascabeles que sonaban al andar; entonces los
niños le entregaron la carta y el criado negro, al verla, empezó a
dar saltos de alegría y fue a llevársela en una bandeja de plata a
su señor.
El señor era un príncipe que estaba encantado en aquel palacio y
en cuanto cogió la carta se desencantó; así es que ordenó a su
criado que le trajera inmediatamente a los niños y les dijo:
—Yo soy un príncipe que estaba encantado y vuestra carta
me ha librado del encantamiento, así que venid conmigo.
Y los llevó a una gran sala donde había quesos de todas
clases, y requesón, y jamón en dulce, y miles de golosinas más,
para que comieran todo lo que quisieran. Después los llevó a otra
sala y en ésta había huevo hilado, yemas de coco, peladillas,
pasteles de muchas clases y miles de confituras más, para que
comieran lo que quisieran. Y después los llevó a otra sala donde
había caballos de cartón, escopetas, sables, aros, muñecas,
tambores y miles de juguetes más, para que cogieran los que
quisieran. Y después de todo eso, y de besarlos y abrazarlos, les
dijo:
—¿Veis este palacio y estos jardines y estos coches con sus
caballos? Pues todo es para vosotros porque éste es vuestro
aguinaldo de Reyes. Y ahora vamos en uno de estos coches a
buscar a vuestros padres para que se vengan a vivir con nosotros.
Los criados engancharon un lujoso coche y se fue el príncipe con
los niños a buscar a sus padres. Y ya todo el camino era una
carretera muy ancha y muy bien cuidada y los ríos y los bosques y
las fieras habían desaparecido. Y luego volvieron todos muy
contentos al palacio y vivieron muy felices.
La falsa apariencia

Cuento popular
Un día, por encargo de su abuelita, Adela fue al bosque en busca
de setas para la comida. Encontró unas muy bellas, grandes y de
hermosos colores y llenó con ellas su cestito.
—Mira abuelita-dijo al llegar a casa—, he traído las más
hermosas...
¡Mira qué bonito color escarlata! Había otras más arrugadas, pero
las he dejado.
—Hija mía —repuso la anciana— esas arrugadas son las que
yo siempre he recogido. Te has dejado guiar por las apariencias
engañosas y has traído a casa hongos que contienen veneno. Si
los comiéramos, enfermaríamos; o quizás algo peor...
Adela comprendió entonces que no debía dejarse guiar por el
bello aspecto de las cosas, que a veces ocultan un mal
desconocido.
...y colorín colorado
este cuento se ha acabado.
Como se dibuja a un niño

Gloria Fuertes
Para dibujar un niño
hay que hacerlo con cariño. Pintarle mucho flequillo,
—que esté comiendo un barquillo —;
muchas pecas en la cara que se note que es un pillo;
—pillo rima con flequillo
y quiere decir travieso —. Continuemos el dibujo:
redonda cara de queso.

Como es un niño de moda,


bebe jarabe con soda. Lleva pantalón vaquero con un hermoso
agujero; camiseta americana
y una gorrita de pana. Las botas de futbolista
—porque chutando es artista —. Se ríe continuamente,
porque es muy inteligente. Debajo del brazo un cuento por eso
está tan contento.

Para dibujar un niño


hay que hacerlo con cariño.
Los Reyes Magos son verdad

Cuento anónimo
Apenas su padre se había sentado al llegar a casa,
dispuesto a escucharle como todos los días lo que su hija le
contaba de sus actividades en el colegio, cuando ésta en voz algo
baja, como con miedo, le dijo:
—¿Papa?
—Sí, hija, cuéntame
—Oye, quiero... que me digas la verdad
—Claro, hija. Siempre te la digo —respondió el padre un poco
sorprendido
—Es que... —titubeó Blanca
—Dime, hija, dime.
—Papá, ¿existen los Reyes Magos?
El padre de Blanca se quedó mudo, miró a su mujer,
intentando descubrir el origen de aquella pregunta, pero sólo pudo
ver un rostro tan sorprendido como el suyo que le miraba
igualmente.
—Las niñas dicen que son los padres. ¿Es verdad?
La nueva pregunta de Blanca le obligó a volver la mirada hacia la
niña y tragando saliva le dijo:
—¿Y tú qué crees, hija?
—Yo no se, papá: que sí y que no. Por un lado me parece que sí
que
existen porque tú no me engañas; pero, como las niñas dicen eso.
—Mira, hija, efectivamente son los padres los que ponen los
regalos pero...
—¿Entonces es verdad? —cortó la niña con los ojos
humedecidos—.
¡Me habéis engañado!
—No, mira, nunca te hemos engañado porque los Reyes Magos sí
que existen —respondió el padre cogiendo con sus dos manos la
cara de Blanca.
—Entonces no lo entiendo, papá.
—Siéntate, Blanquita, y escucha esta historia que te voy a
contar porque ya ha llegado la hora de que puedas comprenderla
—dijo el padre, mientras señalaba con la mano el asiento a su
lado.
Blanca se sentó entre sus padres ansiosa de escuchar cualquier
cosa que le sacase de su duda, y su padre se dispuso a narrar lo
que para él debió de ser la verdadera historia de los Reyes Magos:
—Cuando el Niño Dios nació, tres Reyes que venían de Oriente
guiados por una gran estrella se acercaron al Portal para adorarle.
Le llevaron regalos en prueba de amor y respeto, y el Niño se puso
tan contento y parecía tan feliz que el más anciano de los Reyes,
Melchor, dijo:
—¡Es maravilloso ver tan feliz a un niño! Deberíamos llevar regalos
a todos los niños del mundo y ver lo felices que serían.
—¡Oh, sí! —exclamó Gaspar—. Es una buena idea, pero es muy
difícil de hacer. No seremos capaces de poder llevar regalos a
tantos millones de niños como hay en el mundo.
Baltasar, el tercero de los Reyes, que estaba escuchando a sus
dos compañeros con cara de alegría, comentó:
—Es verdad que sería fantástico, pero Gaspar tiene razón y,
aunque somos magos, ya somos ancianos y nos resultaría muy
difícil poder recorrer el mundo entero entregando regalos a todos
los niños. Pero sería tan bonito.
Los tres Reyes se pusieron muy tristes al pensar que no podrían
realizar su deseo. Y el Niño Jesús, que desde su pobre cunita
parecía escucharles muy atento, sonrió y la voz de Dios se
escuchó en el Portal:
—Sois muy buenos, queridos Reyes Magos, y os agradezco
vuestros regalos. Voy a ayudaros a realizar vuestro hermoso
deseo. Decidme: ¿qué necesitáis para poder llevar regalos a todos
los niños?
—¡Oh, Señor! —dijeron los tres Reyes postrándose de rodillas.
Necesitaríamos millones y millones de pajes, casi uno para cada
niño que pudieran llevar al mismo tiempo a cada casa nuestros
regalos, pero. no podemos tener tantos pajes., no existen tantos.
—No os preocupéis por eso —dijo Dios—. Yo os voy a dar, no uno
sino dos pajes para cada niño que hay en el mundo.
—¡Sería fantástico! Pero, ¿cómo es posible? —dijeron a la vez los
tres
Reyes Magos con cara de sorpresa y admiración.
—Decidme, ¿no es verdad que los pajes que os gustaría tener
deben querer mucho a los niños? —preguntó Dios.
—Sí, claro, eso es fundamental — asistieron los tres Reyes.
—Y, ¿verdad que esos pajes deberían conocer muy bien los
deseos de los niños?
—Sí, sí. Eso es lo que exigiríamos a un paje —respondieron cada
vez más entusiasmados los tres.
—Pues decidme, queridos Reyes: ¿hay alguien que quiera más a
los niños y los conozca mejor que sus propios padres?
Los tres Reyes se miraron asintiendo y empezando a comprender
lo que
Dios estaba planeando, cuando la voz de nuevo se volvió a oír:
—Puesto que así lo habéis querido y para que en nombre de los
Tres Reyes Magos de Oriente todos los niños del mundo reciban
algunos regalos, YO, ordeno que en Navidad, conmemorando
estos momentos, todos los padres se conviertan en vuestros
pajes, y que en vuestro nombre, y de vuestra parte regalen a
sus hijos los regalos que deseen. También ordeno que, mientras
los niños sean pequeños, la entrega de regalos se haga como si la
hicieran los propios Reyes Magos. Pero cuando los niños sean
suficientemente mayores para entender esto, los padres les
contarán esta historia y a partir de entonces, en todas las
Navidades, los niños harán también regalos a sus padres en
prueba de cariño. Y, alrededor del Belén, recordarán que gracias a
los Tres Reyes Magos todos son más felices.
Cuando el padre de Blanca hubo terminado de contar esta historia,
la niña se levantó y dando un beso a sus padres dijo:
—Ahora sí que lo entiendo todo papá. Y estoy muy contenta de
saber
que me queréis y que no me habéis engañado.
Y corriendo, se dirigió a su cuarto, regresando con su hucha en la
mano mientras decía:
—No sé si tendré bastante para compraros algún regalo, pero para
el año que viene ya guardaré más dinero.
Y todos se abrazaron mientras, a buen seguro, desde el Cielo, tres
Reyes
Magos contemplaban la escena tremendamente satisfechos.
El abeto friolero

Carles Cano
«Había una vez un árbol, un abeto, que había nacido donde nacen
la mayoría de los abetos, en un país frío del norte de
Europa. Era increíblemente grande y majestuoso y desplegaba
sus enormes ramas en todas direcciones. Era tan grande porque
tenía tanto, tanto frío, que había crecido más que ninguno de sus
hermanos buscando un poco de sol en las alturas del espeso
bosque. Pero ni aun así podía quitarse aquel terrible frío que
recorría hasta la última de sus hojitas en invierno, y en ese país los
veranos y las primaveras eran tan cortos...
Así que, cuando se enteró de que el dueño de unos grandes
almacenes de un país del Sur lo había comprado para trasplantarlo
al jardín de la puerta principal de su tienda y decorarlo como árbol
de Navidad, le entró tal alegría que le salieron brotes nuevos.
Lo transportaron, con sumo cuidado en un camión gigantesco,
tumbado y con una buena cantidad de tierra para que no sufriera
ningún daño, y a los pocos días ya estaba plantado a la puerta de
los grandes almacenes, viendo pasar oleadas de gente. Era
divertidísimo mirar las caras e imaginar sus pensamientos, pero lo
mejor de todo era que ¡no pasaba frío!
De todas formas, como se acercaban las Navidades, lo
llenaron de
adornos de arriba abajo, y esto no fue lo peor, porque al encargado
de los grandes almacenes se le ocurrió la brillante idea de cubrir el
abeto de nieve el día de Nochebuena. Para ello, hizo traer un
camión cargado de nieve de las montañas.
¡El pobre árbol no estaba dispuesto a aguantar aquello! Había
permitido que lo llenaran de lucecitas intermitentes, de bolas
brillantes, de paquetes de regalo, de figuritas de Papá Noel y
ni siquiera había gritado cuando le clavaron la estrella en la
coronilla, pero ¡aquello era demasiado! Había venido huyendo
de los terribles fríos de su país y de las horrorosas heladas, y se
negaba en redondo a pasar más frío. Ya pensaría cómo
solucionarlo.
Aquel día lo cubrieron de nieve para que hiciera bonito y navideño,
pero, al llegar la noche, cuando ya se habían apagado los últimos
ecos de las zambombas y panderetas y nadie lo veía, con un
esfuerzo descomunal, el abeto enrolló sus ramas alrededor del
tronco y, al desenrollarlas con todas sus fuerzas, lanzó los copos
de nieve tan lejos, tan lejos, que la mayoría cayeron en países muy
distantes y produjeron curiosas historias.
Unos alcanzaron un lugar donde nunca antes habían visto la nieve
y en su camino arrastraron algunas nubes que aliviaron la
larga sequía que padecía aquella zona: aquello se interpretó
como un milagro.
Otros copos fueron a parar a los agujeros de los cañones de dos
países que estaban en guerra: las armas se estropearon y tuvieron
que firmar la paz. Otros cayeron justo en el momento en que se
producía un incendio en un hermoso bosque y lo apagaron.
Los paquetes de regalo aterrizaron en un pueblo tan pobre que
apenas si les llegaba para comer, de modo que aquellas
Navidades todos tuvieron bonitos regalos. Por fin, los copos que
quedaron se convirtieron en estrellas fugaces que surcaron la
noche y concedieron pequeños deseos a los que estaban tristes
y no podían dormir.
Al día siguiente, por la mañana, sólo quedaban las tiras de
espumillón por el suelo y la estrella que, obstinada, continuaba
prendida en lo alto, pero todo el mundo se maravilló, porque nunca
habían visto un abeto tan verde y resplandeciente como aquél.»

El renacuajo paseador

Cuento en verso de Rafael Pombo


El hijo de Rana, Rinrín Renacuajo,
salió esta mañana, muy tieso y muy majo. Con pantalón corto,
corbata a la moda, sombrero encintado y chupa de boda.
"¡Muchacho, no salgas!" Le grita mamá. Pero él hace un gesto y
orondo se va.
Halló en el camino a un ratón vecino.
Y le dijo: "¡Amigo! venga, usted conmigo. Visitemos juntos a doña
Ratona
y habrá francachela y habrá comilona". A poco llegaron, y avanza
Ratón. Estirase el cuello, coge el aldabón.
Da dos o tres golpes, preguntan: "¿Quién es?" "-Yo, doña Ratona,
beso a usted los pies". "¿Está usted en casa?" —"Sí, señor, sí
estoy:
y celebro mucho ver a ustedes hoy;
estaba en mi oficio, hilando algodón.
“Pero eso no importante; bienvenidos son".
Se hicieron la venia, se dieron la mano, y dice Ratico, que es más
veterano:
"Mi amigo el de verde rabia de calor, démele cerveza, hágame el
favor".
Y en tanto que el pillo consume la jarra mandó la señora traer la
guitarra
y a Renacuajito le pide que cante versitos alegres, tonada
elegante.
"-¡Ay! de mil amores lo hiciera, señora, pero es imposible darle
gusto ahora,
que tengo el gaznate más seco que estopa y me aprieta mucho
esta nueva ropa".
"-Lo siento infinito, responde tía Rata, aflójese un poco chaleco y
corbata,
y yo mientras tanto les voy a cantar una cancioncita muy
particular".
Mas estando en esta brillante función. De baile y cerveza, guitarra
y canción, la Gata y sus Gatos salvan el umbral,
y vuélvase aquello el juicio final. Doña Gata vieja trinchó por la
oreja al niño Ratico maullándole: "Hola"
y los niños Gatos a la vieja Rata uno por la pata y otro por la cola.
Don Renacuajito mirando este asalto
Tomó su sombrero, dio un tremendo salto, y abriendo la puerta con
mano y narices,
se fue dando a todos "noches muy felices". Y siguió saltando tan
alto y aprisa,
que perdió el sombrero, rasgó la camisa, se coló en la boca de un
pato tragón
y éste se lo embucha de un solo estirón. Y así concluyeron, uno,
dos y tres,
ratón y Ratona, y el Rana después;
los gatos comieron y el Pato cenó.
¡Y mamá Ranita solita quedó!
Rayo de fuego
Fábula de Escandinavia
Esto sucedió hace tiempo, en un lejano país del norte donde
los hombres eran grandes y fuertes como gigantes.
El rey, Erico el Viejo, se sintió un día muy cansado y buscó un
sucesor. Llamó entonces a los máximos héroes de su país y
les pidió que
contaran sus hazañas para saber cuál de ellos merecía ser el
nuevo rey.
Primero habló Trym, el de la barba roja:
—Un día, para salvar mi barco en una tormenta, me zambullí en el
mar, lo alcé con una mano y, nadando con un brazo, lo llevé hasta
la costa.
—¡Formidable! —dijo el rey.
Y escuchó a otro de los héroes:
—Mi tormenta fue aún peor —dijo Trom, el de la barba negra—. El
viento era tan fuerte que de nada sirvió zambullirme y tratar de
sostenerlo con una mano...
¿Qué hiciste? —preguntó Erico el Viejo.
—Lo sostuve con las dos manos y me mantuve a flote pataleando
hasta llegar a la costa.
—¡Qué notable! —se admiró el rey.
Le tocó el turno al último aspirante al trono.
Este era Trum, el más ambicioso de los tres.
—A mí también me sorprendió el temporal —afirmó—. Pero
mis manos no bastaban porque yo comandaba toda una flota.
Trym, Trom y Erico el Viejo lo escucharon con atención:
—¿Qué hice entonces? Llamé a Rayo de Fuego, mi caballo que
anda por la tierra y el mar...
...Lo monté y recorrí con él el fondo del mar, hasta llegar a la costa.
Entonces tomé las raíces de todos los árboles, hice una trenza con
ellas, las até a la cola de mi caballo y remolqué al país entero
hasta donde estaban los barcos.
—¡Increíble! —se sorprendió el rey.
—Así es señor; puesto que las naves no podían llegar a la costa,
yo acerqué la costa hasta ellas.
—¡Extraordinario!
Trum miró a su alrededor, seguro de haber ganado el derecho al
trono. Pero no encontró caras felices; el pueblo sabía que era
prepotente y
ambicioso.
Erico el Viejo supo interpretar el sentimiento de su gente y dijo
sabias palabras:
—Tu hazaña es muy grande pero hay alguien que demostró ser
más fuerte que tú.
—¿Quién?
—Tu caballo Rayo de Fuego —afirmó el rey—. ¡Salvó a toda la
flota y merece ser el rey!
El pueblo aplaudió, feliz de haberse librado de Trum.
Dicen que el caballo gobernó muy bien. Rápido como el rayo, viajó
por todo el país, se enteró de los problemas y cuidó la paz.
Algunos dirán:
—¿Rey un caballo?
Por qué no. Es mejor que un tirano.
¿Dónde está el abuelo?

Mar Cortina Selva


Hace días que el abuelo no está,
hace días que no lo veo en su mecedora.

He preguntado a mi madre

Mi madre dice que el abuelo está en el cielo y que desde allí me


cuida, pero la verdad,
me es difícil imaginármelo sentado en una estrella mientras fuma
su pipa.
He preguntado a mi padre.

Mi padre dice que no me preocupe,


que ahora el abuelo es un ángel, pero,
la verdad,
me cuesta imaginármelo con alas blancas mientras fuma su pipa...

He preguntado a mi abuela.

Mi abuela, que llora cuando cree que no la veo, dice que el abuelo
está de viaje.

He decidido que la historia que más me gusta es la de la abuela y


entonces
le he escrito una carta.
Una carta que es un dibujo mío para que sepa que lo añoramos.

El abuelo ni vuelve de viaje, ni lo veo en una estrella


ni con las alas blancas.
Así es que he decidido otra cosa.
Hacer "la caja del abuelo".
En la parte de arriba le he pegado una foto
de nosotros dos y dentro le estoy guardando, hasta que vuelva,
su pipa, mi dibujo, piedras y hojas que voy recogiendo del parque.

El abuelo está tardando mucho y yo quiero que esté aquí.


He gritado muy fuerte al aire: "¡Abuelooooooo! ¿Donde
estás???????" El aire no responde
y la caja ya la tengo llena. No sé donde está el abuelo, pero se que
no volverá.

Ahora es papá quién me lleva al parque, la abuela quién me cuenta


aventuras
y mamá quien me mece. Como hacía EL.

No sé donde está el abuelo, no lo veo, pero lo noto dentro de mí.

Cuando yo me muera, lo buscaré


y entonces podré abrir la caja y le daré todo lo que he ido
guardando para EL
y le contaré todas las aventuras del parque y todo lo que le he
querido...
¡Vuela, Mariposa! ¡Vuela!

Lydia Giménez Llort


Un día de primavera, un ratoncito encontró unas extrañas bolitas
negras en un tiesto del jardín. Intrigado por saber qué eran, decidió
esperar y pronto vio nacer unos seres blancos muy pequeñitos que
se movían muy lentamente.¡Eran unas oruguitas! ¡Y una de ellas
era muy simpática! Día tras día, el ratoncito dio de comer a la
oruguita para que creciera hasta convertirse en una gran oruga. Y
el ratoncito y la oruga se convirtieron en inseparables. Pasaban
muy buenos ratos jugando a cartas. Se divertían mucho
jugando al escondite y leyendo juntos grandes historias. Así que su
amor fue creciendo y creciendo, haciéndose cada vez más y más
grande. Pero un día, el ratoncito no lograba encontrar a la oruga
por ninguna parte. Finalmente, el ratoncito la encontró en un sitio
muy extraño. Apenas podía verla. No entendía qué estaba
pasando, ni por qué la oruga estaba allí. Pasaron los días y
el capullo de seda quedó completamente cerrado. La oruga se
había quedado allí, durmiendo, durmiendo. Y el ratoncito lloró con
mucha pena... El ratoncito se quedó sentado, enfadado, esperando
a que la oruga despertara del sueño. Quería volver a estar con ella.
Agotado, triste y cansado de esperar, el ratoncito quedó dormido.
Cuando el ratoncito se despertó, vio que el capullo de seda se
había abierto. Pero al mirar en su interior comprobó, desolado, que
la oruga no estaba. Así que se volvió a sentar esperando, por si la
oruga volvía. Pensó que quizás fue culpa suya. Si él no se hubiese
dormido ahora estarían juntos. Entonces, se le acercó una
mariposa. El ratoncito se sorprendió mucho cuando la bella dama
le dijo quien era y le recordó los buenos momentos pasados
juntos jugando y leyendo. El ratoncito, se sintió muy feliz de volver
a ver a su querida oruga, que ahora era una bellísima mariposa y
le pidió que no se fuera nunca, nunca más. Pero a medida que
pasaban los días, la mariposa perdía su belleza. El ratoncito no
sabía por qué. Por fin, el ratoncito comprendió que las
mariposas están hechas para volar. Así que el ratoncito le dijo a su
querida mariposa: ¡Vuela, Mariposa! ¡Vuela!. Y la mariposa alzó el
vuelo y con sus majestuosas alas se alejó. Aquella noche, el
ratoncito soñó con la mariposa. Y en su sueño, volvieron a estar
juntos, felices como siempre. Y antes de despertar, la bella
mariposa le contó un secreto al ratoncito. Le dijo que le había
dejado un regalo. El ratoncito despertó y corrió hacia el tiesto
donde una vez encontró aquellas bolitas negras. ¡Y sí, allí estaba
su regalo! ¡La mariposa había puesto sus huevos! Así que el
ratoncito esperó hasta ver nacer a las nuevas oruguitas que le
hicieron recordar todos los bellos momentos vividos. Y el ratoncito
entendió el ciclo natural de la vida. Ahora, cuando ve una
mariposa, recuerda todos los buenos momentos vividos con su
querida oruga. Si miramos una mariposa veremos que tiene cuerpo
de oruga y dos alas en forma de corazón unidas para siempre. La
belleza de las mariposas nos recuerda que el amor es eterno.
Kaperucito con K

Gloria Fuertes
Kaperucito era un chinito muy bajito.
Su color era amarillo,
su coleta hasta el tobillo.

Llevaba gafa en un ojo


y siempre un gorrito rojo.

Y por el rojo gorrito


le llaman Kaperucito.

Pequeño como un limón, dormía como un lirón.

Tenía un gato más alto que él


y los domingos le ponía un cascabel.

Con Kim, su amigo el poeta, jugaban con la cometa.

Kaperucito
era muy inteligente, pero algo desobediente,
—No toques el tocador —
dijo su abuelo tenor.

Kaperucito y el gato
van a pasar un mal rato. Creyendo que era colonia... Cogió un
frasco de su abuelo...
Y sobre el pelo, se le cayó el crecepelo.

Ver al gato daba pena, se pisaba la melena.

Empezó a crecer la felpa de la alfombra del salón.

En un minuto en bosque la alfombra se convirtió.

Creció, con el crecepelo de su chulísimo abuelo.


—¡Kaperucito! ¿Dónde estás? Su madre no le encontraba
(soponcio chino le daba).
—¡Kaperucito! ¿Dónde estás?

—Mami, no sé dónde estoy...


Pero no me pises la coleta, ¡por favor!
Los siete conejos blancos

Cuento popular español


Un rey tenía una hija muy hermosa a la que amaba con todo su
corazón. Su esposa, la reina, había educado con mucho cariño y
atención a la princesa y le había enseñado a coser y bordar de
manera primorosa, por lo que la princesa disfrutaba muchísimo
haciendo toda clase de labores.
La habitación de la princesa tenía un balcón que daba al campo.
Un día se sentó a coser en el balcón, como solía hacer a menudo;
entre puntada y puntada contemplaba los magníficos campos
que se extendían ante el castillo, los bosques y las colinas,
cuando, de pronto, vio venir a siete conejos blancos que
hicieron una rueda bajo su balcón. Estaba tan entretenida y
admirada observando a los conejos que, en un descuido, se le
cayó el dedal; uno de los conejos lo cogió con la boca y todos
deshicieron la rueda y echaron a correr hasta que los perdió de
vista.
Al día siguiente volvió a ponerse a coser en el balcón y, al cabo del
rato, vio que llegaban los siete conejos blancos y que formaban
una rueda bajo ella.
Y al inclinarse para verlos mejor, a la princesa se le cayó una cinta,
la cogió uno de los conejos con la boca y todos echaron a correr
otra vez hasta que se perdieron de vista.
Al día siguiente volvió a ocurrirle lo mismo, pero esta vez lo que
perdió fueron las tijeras de costura.
Y después de las tijeras fueron un carrete de hilo, un cordón de
seda, un alfiletero, una peineta...
Y a partir de entonces los conejos ya no volvieron a aparecer más.
Como los conejos ya no volvían, por más que ella saliera todos los
días al balcón, la princesa acabó enfermando de tristeza y la
metieron en cama y sus padres creyeron que se moría. Pero el rey
la quería tanto que mandó llamar a los médicos más famosos, y
cuando éstos confesaron que no sabían qué clase de
enfermedad tenía la princesa, mandó echar un pregón
anunciando que la princesa estaba enferma de una enfermedad
desconocida y que cualquier persona que tuviera confianza en
poder curarla acudiera de inmediato a palacio; y a quien la curase
le ofrecía, si era mujer, una gran cantidad de dinero, y si era
hombre sin impedimento para casarse, la mano de su hija.
Mucha gente acudió al pregón del rey, pero nadie supo curar
a la princesa, que languidecía sin remedio.
Un día, una madre y una hija que vivían en un pueblo cercano,
determinaron acercarse a palacio para ver si lograban curar a la
princesa, pues ambas se dedicaban a la herboristería y confiaban
en que, con su conocimiento de todas las plantas del reino, alguna
fórmula encontrarían para poderla sanar. Conque se pusieron en
camino.
E iban de camino cuando decidieron ganar tiempo tomando un
atajo; y cuando iban por el atajo, decidieron hacer un alto para
comer y descansar un poco. Pero quiso la suerte que, al sacar el
pan, se les cayera rodando por la loma en cuyo alto habían tomado
asiento y las dos, sin dudarlo, corrieron tras él hasta que lo vieron
caer dentro de un agujero que había al pie de la loma. Conque
llegaron hasta él y, al agacharse para recuperarlo, vieron que el
agujero comunicaba con una gran cueva que estaba iluminada por
dentro. Mirando por el agujero, vieron una mesa puesta con siete
sillas y, a poco,
vieron a siete conejos blancos que entraron en la cueva y,
quitándose el pellejo, se convirtieron en siete príncipes y los siete
se sentaron alrededor de la mesa.
Entonces oyeron a uno de ellos decir, mientras cogía un dedal de
la mesa:
—Éste es el dedal de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí! Y a otro:
—Ésta es la cinta de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí! Y a otro:
—Éstas son las tijeras de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí! Y así
sucesivamente, uno tras otro, hasta hablar los siete.
Las dos mujeres se retiraron prudentemente y sin hacer ruido,
pero antes de alejarse se fijaron en que no lejos del agujero había
una puerta muy bien disimulada entre la maleza.
Entonces se apresuraron a llegar a palacio y, una vez allí, pidieron
ver a la princesa. La princesa estaba acostada y ya no deseaba ver
a nadie más, pero las dos mujeres empezaron a hablar con ella y
le contaron quiénes eran y a qué se dedicaban y, por fin, le
contaron el viaje que habían hecho y, contándole el viaje, le
relataron la misteriosa escena de la cueva y los siete conejos
blancos.
En este punto, la princesa se enderezó en su cama y pidió que le
trajeran algo de comer. Y el rey, al enterarse, fue inmediatamente a
su habitación lleno de contento, pues era la primera vez que la
princesa quería comer desde que cayera enferma.
—Padre —le dijo la princesa—, ya me voy a curar, pero me tengo
que ir con estas señoras.
—¡Eso no puede ser! —protestó el rey—. ¡Aún estás demasiado
débil!
—Pues así ha de ser —dijo la princesa, empeñada.
Y el rey comprendió que no tenía más remedio que ceder y ordenó
que preparasen su coche.
Partieron en seguida las tres y, a la mitad del camino, allí donde las
mujeres le dijeran, la princesa ordenó detener el coche y las tres se
apearon para buscar la cueva, que se hallaba bastante apartada
del camino. Por fin llegaron al agujero y a la puerta disimulada y
miraron por uno y otra, pero
no veían nada y la noche comenzaba a echárseles encima en
aquel paraje. Tanto oscureció que las tres acordaron volver al día
siguiente a la misma hora con la esperanza de tener mejor fortuna,
cuando, de pronto, vieron que se iluminaba el interior de la cueva y
vieron también a los siete conejos blancos, que se despojaban de
sus pellejos y se convertían en príncipes.
Los siete se sentaron a la mesa y volvieron a repetir lo que las dos
mujeres ya habían oído:
—Éste es el dedal de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí! Y el
siguiente:
—Ésta es la cinta de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí! Hasta el
último:
—Ésta es la peineta de la princesa. ¡Quién la tuviera aquí!
Entonces la princesa dio un empujón a la puerta, entró y dijo:
—Pues aquí me tenéis.
Y escogió al que más le gustaba de todos; y a las dos mujeres que
tanto la habían ayudado y a los otros seis príncipes les pidió que la
acompañaran al palacio porque todos quedaban convidados a la
boda.
El cuento de las siete estrellas
Basado en una leyenda kaxinawá (Brasil)

Había una india que vivía en una región de la Amazonia y que


tenía siete hijos pequeños. La chica no los cuidaba y era la abuela
la que velaba por ellos. Les daba de comer, les tapaba cuando
tenían frío y los arropaba cuando se encontraban enfermos. Un día
la abuela se murió y los niños se encontraron sin protección. El
mayor de ellos buscaba miel y frutas para alimentar a sus
hermanos pero como todavía era muy pequeño a veces volvía con
las manos vacías. Cuando los siete hermanitos lloraban de
hambre, su madre no les prestaba mucha atención y los
alimentaba con cualquier cosa.
Los niños cada vez se ponían más y más débiles hasta que uno de
ellos
dijo: ¿Por qué no nos vamos al cielo? Allí habrá miel y frutas en
abundancia y jamás pasaremos hambre. Un colibrí que pasaba
cerca de la choza escuchó el lamento. Se condolió de la suerte de
los niños y llamó el viento para ayudarle a llevárselos al cielo. La
madre se despertó y desesperada intentó impedir que sus hijos
se fueran. Pero ya era tarde. Los niños seguían subiendo y al
llegar al cielo se transformaron en siete estrellitas. Cuando los
indios los descubrieron en el cielo les llamaron a partir de entonces
Eixú que significa siete estrellas en guaraní.

Nota.— Las siete estrellas del cuento se refieren a las Pléyades,


cúmulo de estrellas que se encuentra en la constelación de Tauro.
Pájaros Prohibidos
Eduardo Galeano
Los presos políticos uruguayos no pueden hablar sin permiso,
silbar, sonreír, cantar, caminar rápido, ni saludar a otro preso.
Tampoco pueden dibujar ni recibir dibujos de mujeres
embarazadas, parejas, mariposas, estrellas ni pájaros. Didoskó
Pérez, maestro de escuela, torturado y preso "por tener ideas
ideológicas", recibe un domingo la visita de su hija Milay, de cinco
años. La hija le trae un dibujo de pájaros. Los censores se
lo rompen a la entrada de la cárcel. Al domingo siguiente, Milay le
trae un dibujo de árboles. Los árboles no están prohibidos y el
dibujo pasa.
Didoskó le elogia la obra y le pregunta por los circulitos de colores
que aparecen en las copas de los árboles, muchos pequeños
círculos entre las ramas:
—¿Son naranjas? ¿qué frutos son?
—La niña lo hace callar:
—Ssshhhhh...
Y en secreto le explica:
—Bobo ¿no ves que son los ojos? Los ojos de los pájaros que te
traje a escondidas.
La bolsa repleta de cuentos

(Cuento camboyano)
"Cuéntame otro cuento, por favor", suplicó Lom. "No, ya es hora de
dormir", contestó su anciano criado. Así que el pequeño se
acurrucó en la cama pensando en la historia que acaba de
escuchar.
Desde que Lom era muy niño, el viejo criado le contaba cada
noche historias maravillosas: cuentos sobre enormes gigantes y
poderosos magos, tigres feroces y sabios elefantes,
emperadores opulentos y hermosas princesas. Cada noche
tocaba una historia nueva, y a Lom le encantaba escucharlas.
Sabía que el criado había oído los cuentos de labios de su
madre, su abuela, su bisabuela, y que eran historias muy antiguas.
Lom solía alardear delante de sus amigos de saberse muchos
cuentos. "¿Por qué no nos cuentas uno?", le pedían una y otra vez.
"No —gritaba Lom
—, son míos, y no se los contaré a nadie".
Todo el mundo sabe que los cuentos están para ser contados, pero
como Lom no los compartía con nadie, se iban quedando
aprisionados en una vieja bolsa, colgada en su habitación.
Lom siguió creciendo, acompañado por los cuentos que el viejo
criado le contaba cada noche, y se convirtió en un apuesto joven.
Decidió casarse con una bonita joven de un pueblo vecino. La
noche antes de la boda, el viejo criado oyó unos extraños
murmullos en la habitación de Lom. “¿Qué será eso?", refunfuño, y
se puso a escuchar atentamente.
Los murmullos venían de la vieja bolsa. Eran los cuentos, que
charlaban entre sí lamentándose: "Mañana se casa y por su culpa
nos quedaremos aquí apretujados".
"Debió dejarnos salir", se quejó otro cuento. "Le haremos pagarlo
caro", gritó un tercero. "Tengo un plan". Dijo el primer cuento.
"Cuando vaya mañana al pueblo para la boda le entrará sed. Me
convertiré en pozo y, cuando beba agua, le entrará un dolor de
estómago terrible".
"Por si el plan no funciona, yo me convertiré en sandía. Cuando se
la coma, sufrirá un dolor de cabeza espantoso", dijo el segundo
cuento.
"Yo me convertiré en serpiente y le morderé", dijo el tercero.
"Sentirá un dolor insoportable en la pierna." Y los cuentos se
rieron cruelmente tramando su venganza.
El viejo sirviente se quedó horrorizado. "¿Qué hago?", se
preguntó. "Tengo que evitarlo". El criado pasó toda la noche entera
pensando como salvar al joven.
Por la mañana, cuando Lom se disponía a partir en su caballo al
pueblo vecino, el criado salió apresuradamente y agarró las bridas
del animal. Guió al animal por las colinas hasta llegar a un pozo.
"¡Alto! — gritó Lom—, tengo sed", pero el anciano hizo seguir
al caballo sin detenerse en el pozo. Al poco llegaron a sembrado
repleto de sandías. "¡Para!, gritó Lom. "Estoy muerto de sed.
Quiero una sandía". El criado no quiso detenerse y siguieron
adelante.
Llegaron al pueblo y durante la boda el criado se pasó todo el
tiempo mirando por todas partes, pero no vio ninguna serpiente.
Al anochecer, los novios se dirigieron a su casa. Los vecinos
habían
cubierto todo el suelo de la casa de alfombras.
De repente, el viejo criado entró corriendo en los aposentos
de los novios. "¿Cómo te atreves a entrar aquí de ese modo?"
El viejo criado levantó la alfombra y dejó al descubierto una
serpiente venenosa. La cogió por la cabeza y la tiró por la ventana.
"¿Cómo sabías que estaba ahí?", preguntó Lom asustado.
El criado le habló de los cuentos apretujados en la bolsa y de sus
planes de venganza por haberlos olvidado y no compartirlos con
nadie.
Desde aquel día Lom empezó a contarle los cuentos a su mujer.
Uno por uno, fueron saliendo todos los cuentos de la bolsa con
gran alegría.
Años más tarde, Lom se los contó a sus hijos, y a su vez, ellos se
los contaron a los suyos.
Hoy en día se siguen contando. Lo sé muy bien, porque yo también
los he escuchado y porque yo soy uno de esos cuentos
apretujados en la bolsa.
La vaca que puso un huevo

Andy Cutbill
Macarena es una vaca
que se siente un poco triste. Las gallinas le repiten:
“¿Qué te pasa, amiga Maca?” “Que no valgo ni un comino”,
contesta desesperada.
“En bici no se montar,
ni andar solo con dos patas como el resto de las vacas.
¡Soy un animal vulgar!”. Esa noche, a las gallinas se les ocurrió
una idea... cloc,cloc, cloc, cloquean... En la granja, de repente, a la
mañana siguiente,
se organizó una buena cuando gritó Macarena: "¡He puesto un
huevo!" Atónitas, confundidas, las vacas no lo creían... Ninguna de
ellas había
puesto un huevo en su vida. Al verlo, gritó el granjero: “¡Si no lo
veo no lo creo!
¡Macarena ha puesto un huevo!” Su mujer, Celsa,
no se lo piensa
y llama a la prensa. Fue en verdad muy sorprendente que acudiera
tanta gente.
Al granjero le hace ilusión salir en televisión.
Y la vaca Macarena
recuperó la autoestima. Sus amigas, las gallinas, estaban de
enhorabuena. Pero no todo era genial.
Las otras vacas se sentían fatal. “Nuestras piruetas en bicicleta
ya no interesan”, “esto me inquieta.
¿Será una treta?”
“las vacas no ponen huevos.” “pero las gallinas sí. ¡ya veo...!”
Y las envidiosas vacas acusaron a Maca: “¡Qué patraña, qué
mentira,
ese huevo es de gallina!”. Macarena sintió pena.
"¡Demostradlo!"
las retaron las gallinas. Las vacas vigilaban
a Maca mientras empollaba.
Ella incubaba el huevo, pero nada... No se abría el huevo, no.
Hasta que un día se oyó: Croc Croc CROC...
“¡Por fin!”, “¡Venid!” Macarena miró el huevo y éste sonó de nuevo:
Croc Croc CROC...
El huevo crujió, se abrió, apareció y saltó una cosa marrón.
Una vaca exclamó:
“¡Maca se terminó el embrollo!
¡Es un pollo!”
Pero el recién nacido
miró a Maca, dio un suspiro, tomó mucho aire y dijo:
¡Muuuuuuuu!
Macarena sonrió y abrazó a su bebé. “Ya no hay duda, es una
vaca.
La llamaré...
¡Turuleta!”.
A jugar con el bastón
Gianni Rodari
Un día el pequeño Claudio jugaba en el zaguán, y por la calle pasó
un hermoso anciano con los lentes de oro, que caminaba
encorvado, apoyándose en un bastón, y precisamente delante del
portón se le cayó el bastón.
Claudio fue presuroso a recogérselo y se lo dio al viejo, que le
sonrió y
dijo:

—Gracias, pero no me sirve. Puedo caminar muy bien sin él. Si te


gusta, tenlo.
Y sin esperar respuesta se alejó, y parecía menos encorvado que
antes. Claudio permaneció allí con el bastón entre las manos y no
sabía qué
hacer.
Era un bastón común de madera, con el mango curvo y la punta de
hierro, y no se notaba nada más especial. Claudio golpeó dos o
tres veces la punta en el suelo, después, casi sin pensarlo montó a
horcajadas el bastón y he aquí que no era más un bastón, sino un
caballo, un maravilloso potro negro con una estrella blanca en la
frente, que se lanzó al galope alrededor del patio, relinchando y
haciendo salir centellas de los guijarros.
Cuando Claudio, un poco maravillado y un poco asustado, logró
poner
el pie en el suelo, el bastón era nuevamente un bastón, y no tenía
cascos sino una sencilla punta oxidada, ni crines de caballo, sino el
mismo mango encorvado.
—Quiero probar de nuevo —dijo Claudio, cuando logró
recobrar el aliento.
Montó de nuevo el bastón, y esta vez no fue un caballo, sino un
solemne camello con dos jorobas —y el patio era un inmenso
desierto para atravesar, pero Claudio no tenía miedo y observaba
desde lejos, para ver aparecer el oasis.
“Ciertamente es un bastón encantado”, se dijo Claudio, montándolo
por tercera vez.
Ahora era un automóvil de carreras, todo rojo con el número escrito
en blanco sobre el capó, y el patio una pista ruidosa, y Claudio
llegaba siempre el primero a la meta.
Después, el bastón fue una motonave y el patio un lago con
aguas tranquilas y verdes, y después una nave espacial que
surcaba los espacios, dejando tras de sí una estela de estrellas.
Cada vez que Claudio ponía el pie en tierra el bastón tomaba su
aspecto pacífico, el mango lúcido, el viejo herrete. La tarde
pasó rápida entre aquellos juegos.
Hacia la noche Claudio se asomó hacia la carretera, y he aquí que
ve al viejo con los lentes de oro.
Claudio lo observó con curiosidad, pero no pudo ver en él nada
de especial: era un viejo señor cualquiera, un poco cansado por el
paseo.
—¿Te gusta el bastón?, preguntó sonriendo a Claudio. Claudio
creyó que se lo pedía, y se lo alargó, enrojecido. Pero el viejo hizo
señal de que no.
—Tenlo, tenlo— dijo. ¿Qué hago yo con un bastón? Tú puedes
volar, yo sólo podré apoyarme. Me apoyaré en el muro y será lo
mismo.
Y se fue sonriendo, porque no hay persona más feliz que el viejo
que puede regalar alguna cosa a un niño.
Invierno

Anónimo español
Esta mañana, al abrir la puerta, me encontré con el Sr. Invierno
recién llegado a la ciudad. Buenos días, le dije. Buenos días tenga
usted, él me respondió. Venía, como cada año, a invitarme a
pasear y a charlar. El Sr. Invierno es alto y delgado. Afilado, casi
puntiagudo y muy atildado. Es muy friolero por eso viste siempre,
como mínimo, con quince abrigos, diez bufandas, cinco gorras,
varios pares de guantes, ocho calcetines y sólo usa un par de
botas porque si se pone más, anda como un pato. El Sr. Invierno
es bastante taciturno, reservado, circunspecto... Vamos, que es
muy callado. Y hay quien piensa que es seco, adusto y bastante
agrio. Él se queja, es normal,
de que nadie parece quererle, de que todos le vienen a protestar,
que si hace mucho frío, que si no se puede ver el sol, que si las
flores, que si las plantas, que cuando vuelve el calor... Y yo dejo
que proteste porque no tiene con quien hablar. Y lo dejo que se
queje porque no tiene con quien charlar. Y me cuenta que todo el
mundo le pregunta por la primavera y todos suspiran por ella: —
¡Ay, cuándo llegará!— y el pobre no lo comprende porque a él, el
invierno, le parece, ella, la primavera, una cabeza a pájaros sin un
gramo de seriedad. Y con el verano —se lamenta— ya es una
locura: que si el sol, que si la playa, que si los helados, que si la
alegría... ¡menuda chaladura! Y el pobre no lo comprende porque a
él, el invierno, le parece él, el verano, un cabeza loca sin un gramo
de formalidad. Hasta al otoño, su hermano más cercano, me
cuenta, lo prefieren antes que a él. Porque dicen que es
romántico, bufa desdeñoso, y nostálgico y... otras zarandajas. Y el
pobre no lo comprende porque a él, el invierno, le parece que él, el
otoño, un cabeza loca sin un gramo de gravedad. Y yo dejo que
proteste porque no tiene con quien hablar. Y lo dejo que se queje
porque no tiene con quien charlar. Y seguimos paseando mientras
él se sigue lamentando sin parar. En el fondo, es su modo de
disfrutar. Y poquito a poquito, pasito a pasito, a casa regresamos
charlando sin parar. Llegamos a casa, sirvo un chocolate bien
caliente y el Sr. Invierno, da un suspiro satisfecho y guarda
silencio. No se quita ni abrigos, ni bufandas, ni guantes ni nada, es
muy friolero. Sentado cerca del radiador me pide una manta y
contempla con aire tristón la nieve que cae en el exterior. Es un
poco huraño el Sr. Invierno, un tanto taciturno, algo melancólico, y
bastante quejicoso, no lo no voy a negar pero en cuanto le
conoces —créeme, es la verdad— es bastante agradable
sentarse en silencio junto al fuego mientras, allá afuera, el frío, la
lluvia, el viento, la nieve, la niebla y el hielo llegan tras él. Cuando
cae la noche el Sr. Invierno se despide porque su trabajo debe
continuar. Buenas tardes, le digo, vuelva para Navidad. Buenas
tardes, me responde, aquí estaré sin faltar. Y, mientras cierro la
puerta, y le veo marchar pienso en que me gusta el invierno, no lo
puedo evitar.
El puma Yagüá

Leyenda Guaraní
Cuenta un relato guaraní, que un cachorro de puma que había
quedado huérfano porque unos cazadores aborígenes
asesinaron a sus padres; fue criado a escondidas por Luna, la
hija del jefe de la tribu Chichiguay.
Con el tiempo, este cachorro creció y se convirtió en un majestuoso
animal. Ya no era posible ocultarlo y pasó a formar parte de toda la
comunidad. La relación entre el puma y la princesa se fue
convirtiendo en algo tan estrecho que, donde iba ella, él la
acompañaba y cuidaba de los posibles peligros. Compartían los
juegos y descansos.
El puma, como excelente cazador, proveía la mayor parte de los
alimentos que se consumían en la aldea Chichiguay. Cuando una
tribu vecina y enemiga ancestral, los Queraguay, resolvió atacarlos
por sorpresa durante la noche, Luna, al igual que los demás,
estaba entregada al descanso pero fue
despertada por el felino que emitía enormes y aterradores
rugidos. Para cuando los guerreros Chichiguay tomaron sus armas
y se prestaron a dar batalla contra los invasores, el puma, ya había
atacado y puesto en fuga a la mayor parte de ellos. El resto, con el
temor del ataque producido por ese gran gato, fue tomado
prisionero o muerto por los defensores.
Pasado el tiempo, "Yagüá", como se lo había bautizado, ocupó un
lugar preponderante en la aldea. Los niños jugaban con él. Las
mujeres podían ir tranquilas al interior de la selva a recoger los
frutos que eran parte de su dieta, porque eran custodiados siempre
por Yagüá. Ni la poderosa anaconda se animaba a molestar a
algún integrante de la comunidad Chichiguay.
Los Queraguay, que habían escapado en esa última batalla,
unieron sus fuerzas con sus otros ancestrales enemigos: Los
Quitiguay. Estos últimos, aunque siempre fueron neutrales
entre las contiendas Chichiguay- Queraguay, formaron parte de
esa alianza y atacaron en conjunto a los Chichiguay. Sabían de
antemano que, el arma más poderosa que disponían los
Chichiguay era a Yagüá. La estrategia que debían utilizar era
fundamentalmente, matar al puma.
Nuevamente, con la traicionera cobertura de las sombras
nocturnas, los guerreros Queraguay y sus aliados Quitiguay,
atacaron la aldea Chichiguay. Yagüá, como siempre, estaba en
una sigilosa vigilancia de la aldea. Los atacantes se dirigieron en
dos grupos fuertemente armados. Unos a la choza de la princesa
Luna a la que tomaron y quisieron llevarla prisionera, y los otros,
formaron una barrera de lanzas y flechas entre Yagüá y la
princesita.
El puma atacó valientemente a los secuestradores de su
amiga. Destrozó con sus grandes y afiladas garras los cuerpos de
sus enemigos. Trituró con sus enormes colmillos muchos cuellos y
cabezas. Pero en el fragor de la lucha, fue lanceado muchas veces
por los atacantes. Las flechas colgaban a montones de su esbelto
y fornido cuerpo. Los dardos, embebidos en "curaré", que le fueron
arrojados, comenzaban a hacer su efecto.
En un final esfuerzo, Yagüá, destrozó al último de los enemigos. La
princesa Luna había sido salvada. Herido y moribundo, se despidió
de Luna y de los demás integrantes de la tribu Chichiguay con un
enorme rugido. En él, expresaba a todos los integrantes de la
selva, tanto humanos como animales que, debían respetar para
siempre a la comunidad Chichiguay.
Se dirigió al río acompañado por Luna, se despidió en la orilla de
ella y penetró en las aguas. Dice la leyenda que en honor a tan
valeroso Puma, esas transparentes aguas, se convirtieron del color
de su majestuosa piel.
Hoy el río es "del color del León" conocido como el Río de la Plata.
Mirándolo, siempre recordaremos a Yagüá... "el inmortal".
La Flor de Lirolay

Leyenda argentina
Este era un rey ciego que tenía tres hijos. Una enfermedad
desconocida le había quitado la vista y ningún remedio de cuantos
le aplicaron pudo curarlo. Inútilmente habían sido consultados
sabios más famosos.
Un día llegó al palacio, desde un país remoto, un viejo mago
conocedor de la desventura del soberano. Le observó, y dijo que
sólo la flor del lirolay, aplicada a sus ojos, obraría el milagro. La flor
del lirolay se abría en tierras muy lejanas y eran tantas y tales las
dificultades del viaje y de la búsqueda que resultaba casi imposible
conseguirla.
Los tres hijos del rey se ofrecieron para realizar la hazaña. El padre
prometió legar la corona del reino al que conquistara la flor del
lirolay.
Los tres hermanos partieron juntos. Llegaron a un lugar en el que
se abrían tres caminos y se separaron, tomando cada cual por el
suyo. Se marcharon con el compromiso de reunirse allí mismo el
día en que se cumpliera un año, cualquiera fuese el resultado de la
empresa.
Los tres llegaron a las puertas de las tierras de la flor del lirolay,
que daban sobre rumbos distintos, y los tres se sometieron, como
correspondía a
normas idénticas.
Fueron tantas y tan terribles las pruebas exigidas, que ninguno de
los dos hermanos mayores la resistió, y regresaron sin haber
conseguido la flor.
El menor, que era mucho más valeroso que ellos, y amaba
entrañablemente a su padre, mediante continuos sacrificios y
con grande riesgo de la vida, consiguió apoderarse de la flor
extraordinaria, casi al término del año estipulado.
El día de la cita, los tres hermanos se reunieron en la encrucijada
de los tres caminos.
Cuando los hermanos mayores vieron llegar al menor con la flor de
lirolay, se sintieron humillados. La conquista no sólo daría al joven
fama de héroe, sino que también le aseguraría la corona. La
envidia les mordió el corazón y se pusieron de acuerdo para
quitarlo de en medio.
Poco antes de llegar al palacio, se apartaron del camino y cavaron
un pozo profundo. Allí arrojaron al hermano menor, después de
quitarle la flor milagrosa, y lo cubrieron con tierra.
Llegaron los impostores alardeando de su proeza ante el padre
ciego, quien recuperó la vista así que pasó por los ojos la flor de
lirolay. Pero, su alegría se transformó en nueva pena al saber que
su hijo había muerto por su causa en aquella aventura.
De la cabellera del príncipe enterrado brotó un lozano cañaveral.
Al pasar por allí un pastor con su rebaño, le pareció espléndida
ocasión para hacerse una flauta y cortó una caña.
Cuando el pastor probó modular en el flamante instrumento un aire
de la tierra, la flauta dijo estas palabras:

N o me toques, pastorcito, ni me dejes tocar;


mis hermanos me mataron por la flor de lirolay.
La fama de la flauta mágica llegó a oídos del Rey que la quiso
probar por sí mismo; sopló en la flauta, y oyó estas palabras:

No me toques, padre mío, ni me dejes tocar;


mis hermanos me mataron por la flor de lirolay.

así:

Mandó entonces a sus hijos que tocaran la flauta, y esta vez el


canto fue

No me toquen, hermanitos, ni me dejen tocar;


porque ustedes me mataron por la flor de lirolay.

Llevando el pastor al lugar donde había cortado la caña de su


flauta, mostró el lozano cañaveral. Cavaron al pie y el príncipe vivió
aún, salió desprendiéndose de las raíces.
Descubierta toda la verdad, el Rey condenó a muerte a sus
hijos mayores.
El joven príncipe, no sólo los perdonó sino que, con sus
ruegos, consiguió que el Rey también los perdonara.
El conquistador de la flor de lirolay fue rey, y su familia y su reino
vivieron largos años de paz y de abundancia.
Toñito el invisible

Gianni Rodari
Una vez, un muchacho llamado Toñito fue al colegio sin saberse la
lección, y estaba muy preocupado temiendo que el maestro se la
preguntara.
"¡Ay —pensaba—, si pudiera volverme invisible...!"[1]
El maestro pasó lista, y cuando llegó al nombre de Toñito
éste respondió: "¡presente!", pero nadie le oyó y el maestro dijo:
—Lástima que no haya venido Toñito; precisamente había
pensado preguntarle a él la lección. Espero que si está enfermo no
sea nada grave.
Así Toñito comprendió que se había vuelto invisible, como había
deseado. De la alegría, dio un salto desde su pupitre y fue a
parar a la papelera. Se levantó y fue dando vueltas por la clase,
tirando del pelo a sus compañeros y volcando tinteros. Hubo
ruidosas protestas y discusiones interminables. Los alumnos se
acusaban los unos a los otros, sin poder sospechar que el culpable
de todo era Toñito el invisible.
Cuando se cansó de jugar de esta manera, se marchó del colegio y
se subió a un autobús, sin pagar billete, naturalmente, porque el
cobrador no podía verle. Encontró un asiento libre y se sentó. A la
parada siguiente subió
una señora con la cesta de la compra y fue a sentarse allí
precisamente, pues a sus ojos parecía un asiento desocupado.
Pero en cambio se sentó sobre las rodillas de Toñito que apenas si
podía sostenerla: La señora gritó:
—¿Qué truco es éste? ¿Es que ya no podemos ni sentarnos?
Mirad, intento dejar la cesta en el suelo y se queda suspendida en
el aire.
Pegaojos.

Hermanos Andersen
Le llamaban Pegaojos y decían que nadie en el mundo sabía
tantos cuentos como él.
Pegaojos era un duendecillo que todas las noches, cuando los
niños están todavía sentados a la mesa, subía las escaleras
quedito, quedito, pues iba descalzo, sólo con calcetines; abría
las puertas sin hacer ruido y,
¡chitón!, vertía en los ojos de los pequeñuelos leche dulce, con
cuidado, pero siempre bastante para que no pudieran tener los
ojos abiertos y, por tanto, verle a él. Se deslizaba por detrás, les
soplaba suavemente en la nuca y se quedaban dormiditos.
A los niños no les dolía, pues Pegaojos era su mejor amigo y solo
pretendía que se estuvieran quietos. Para ello era mejor aguardar
a que estuviesen acostados.
Si había de contarles cuentos, debían permanecer calladitos.
Cuando los niños estaban ya dormidos, Pegaojos se sentaba en la
cama. Iba muy bien vestido, con un traje de seda; es imposible
decir de qué color, pues tenía destellos verdes, rojos o azules,
según sus movimientos. ¡Ah!, llevaba dos paraguas, uno debajo de
cada brazo.
Uno de estos paraguas estaba adornado con bellas imágenes y
era el que abría sobre los niños buenos; entonces ellos soñaban
durante toda la noche los cuentos más deliciosos; el otro paraguas
carecía de estampas y lo desplegaba sobre los niños traviesos, los
cuales se dormían como marmotas y por la mañana despertaban
sin haber tenido ningún sueño.
La gallina roja

Cuento popular
Había una vez una gallina roja llamada Marcelina, que vivía en una
granja rodeada de muchos animales.
Era una granja muy grande, en medio del campo. En el establo
vivían las vacas y los caballos; los cerdos tenían su propia
cochiquera. Había hasta un estanque con patos y un corral con
muchas gallinas. Había en la granja también una familia de
granjeros que cuidaba de todos los animales.
Un día la gallinita roja, escarbando en la tierra de la granja,
encontró un grano de trigo. Pensó que si lo sembraba crecería y
después podría hacer pan para ella y todos sus amigos.
—¿Quién me ayudará a sembrar el trigo? — les preguntó.
—Yo no— dijo el pato.
—Yo no— dijo el gato.
—Yo no— dijo el perro.
—Muy bien, pues lo sembraré yo— dijo la gallinita.
Y así, Marcelina sembró sola su grano de trigo con mucho cuidado.
Abrió un agujerito en la tierra y lo tapó.
Pasó algún tiempo y al cabo el trigo creció y maduró,
convirtiéndose en una bonita planta.
—¿Quién me ayudará a segar el trigo? — preguntó la gallinita roja.
—Yo no— dijo el pato.
—Yo no— dijo el gato.
—Yo no— dijo el perro.
—Muy bien, si no me queréis ayudar, lo segaré yo—
exclamó
Marcelina.
Y la gallina, con mucho esfuerzo, segó ella sola el trigo. Tuvo que
cortar con su piquito uno a uno todos los tallos. Cuando acabó,
habló muy cansada a sus compañeros:
—¿Quién me ayudará a trillar el trigo?
—Yo no— dijo el pato.
—Yo no— dijo el gato.
—Yo no— dijo el perro.
—Muy bien, lo trillaré yo.
Estaba muy enfadada con los otros animales, así que se puso ella
sola a trillarlo. Lo trituró con paciencia hasta que consiguió separar
el grano de la paja. Cuando acabó, volvió a preguntar:
—¿Quién me ayudará a llevar el trigo al molino para convertirlo en
harina?
—Yo no— dijo el pato.
—Yo no— dijo el gato.
—Yo no— dijo el perro.
—Muy bien, lo llevaré y lo amasaré yo— contestó Marcelina.
Y con la harina hizo una hermosa y jugosa barra de pan. Cuando la
tuvo terminada, muy tranquilamente preguntó:
—Y ahora, ¿quién comerá la barra de pan? — volvió a preguntar la
gallinita roja.
—¡Yo, yo!— dijo el pato.
—¡Yo, yo!— dijo el gato.
—¡Yo, yo!— dijo el perro.
—¡Pues no os la comeréis ninguno de vosotros! contestó Marcelina
—.
Me la comeré yo, con todos mis hijos.
Y así lo hizo. Llamó a sus pollitos y la compartió con ellos.
La gallina roja (nueva versión)
Cuento popular
Había una vez una gallina roja llamada Marcelina, que vivía en una
granja rodeada de muchos animales.
Era una granja muy grande, en medio del campo. En el establo
vivían las vacas y los caballos; los cerdos tenían su propia
cochiquera. Había hasta un estanque con patos y un corral con
muchas gallinas. Había en la granja también una familia de
granjeros que cuidaba de todos los animales.
Un día la gallinita roja, escarbando en la tierra de la granja,
encontró un grano de trigo. Pensó que si lo sembraba crecería y
después podría hacer pan para ella y todos sus amigos.
—¿Quién me ayudará a sembrar el trigo? — les preguntó.
—Yo te ayudaré — dijo el pato.
—Yo te ayudaré — dijo el gato.
—Yo te ayudaré — dijo el perro.
—Muy bien, pues lo sembraremos entre todos— dijo la gallinita.
Y así, Marcelina y sus amigos sembraron el grano de trigo con
mucho cuidado. Abrieron un agujerito en la tierra y lo taparon.
Pasó algún tiempo y al cabo el trigo creció y maduró,
convirtiéndose en
una bonita planta.
—¿Quién me ayudará a segar el trigo? — preguntó la gallinita roja.
—Yo te ayudaré — dijo el pato.
—Yo te ayudaré — dijo el gato.
—Yo te ayudaré — dijo el perro.
—Muy bien, ahora segaremos el trigo entre todos—
exclamó
Marcelina.
Y la gallina, ayudada por sus amigos segó el trigo. Tuvieron que
cortar, cada uno como pudo, uno a uno todos los tallos. Cuando
terminaron, la gallina preguntó a sus compañeros:
—¿Quién me ayudará a trillar el trigo?
—Yo te ayudaré — dijo el pato.
—Yo te ayudaré — dijo el gato.
—Yo te ayudaré — dijo el perro.
—Muy bien, lo trillaremos entre todos.
Estaba muy contenta con los otros animales, así que se pusieron a
trillarlo. Lo trituraron con paciencia hasta que consiguieron separar
el grano de la paja. Cuando acabaron, volvió a preguntar:
—¿Quién me ayudará a llevar el trigo al molino para convertirlo en
harina?
—Yo te ayudaré — dijo el pato.
—Yo te ayudaré — dijo el gato.
—Yo te ayudaré — dijo el perro.
—Muy bien, lo llevaremos y lo amasaremos — contestó Marcelina.
Y con la harina hicieron una hermosa y jugosa barra de pan.
Cuando la tuvieron terminada, muy tranquilamente preguntó:
—Y ahora, ¿quién comerá la barra de pan? — volvió a preguntar la
gallinita roja.
—¡Yo, yo!— dijo el pato.
—¡Yo, yo!— dijo el gato.
—¡Yo, yo!— dijo el perro.
—¡Pues nos la comeremos entre todos!— contestó Marcelina —.
Y
haremos una gran fiesta.
Y así lo hicieron.

Una moneda de ¡ay!

Cuento popular recogido por Juan de Timoneda (S. XVI)

en su libro Sobremesa y alivio de caminantes (Cuento


LI)
(Versión infantil)
Tenía un caballero un criado nuevo, un mozo llamado Pedro que
parecía un poco tonto. Para burlarse de él, le dio dos monedas y le
dijo:
—"Pedro, vete al mercado y cómprame una moneda de uvas y otra
de
¡ay!"
El pobre mozo compró las uvas, pero cada vez que pedía una
moneda de
¡ay! todos se reían y mofaban de él.
Al darse cuenta de la burla de su amo, puso las uvas en el fondo
de una bolsa y sobre las uvas un manojo de ortigas.
Cuando regresó a su casa, le dijo su amo:
—¿Lo traes todo? Contestó el mozo:
—Sí, señor, está todo en la bolsa
El caballero extrañado metió rápidamente la mano y al tocar las
ortigas, exclamó:
—¡Ay!
A lo que dijo el mozo:
—Debajo están las uvas, señor
Las tres hijas
Anónimo

Érase una vez una valiente mujer que trabajaba muy duro durante
el día y se esforzaba hasta tarde por las noches para dar de comer
y para vestir a sus tres pequeñas hijas.
Las tres pequeñas hijas crecieron y se convirtieron en tres
jovencitas alegres como pájaros y bellas como el día.
Una tras otra, se fueron casando y se marcharon cada una
con su marido.
Pasaron los años, y la esforzada mujer, que se había hecho muy
vieja, cayó gravemente enferma. Quería volver a sus hijas y mandó
en su busca a la pequeña ardilla roja.
—Diles, amable ardilla, diles que vengan pronto.
La ardilla corrió y corrió, y llegó a casa de la mayor de las hijas. La
hija estaba fregando unos barreños.
—¡Oh!— suspiró ella al enterarse de las malas noticias—.¡Oh!
Iría ahora mismo, pero antes tengo que fregar estos dos barreños.
—¡Ah! ¡De verdad tienes que fregar estos dos barreños ANTES
QUE NADA?-respondió enfadada la ardilla—.Pues bien, no te
separarás nunca de ellos.
Y los dos barreños saltaron de repente desde el fregadero, uno
sobre la espalda y el otro sobre la tripa de la joven, aprisionándola
como una concha.
La malvada hija cayó al suelo y salió de la casa a cuatro
patas, convertida en una gran tortuga.

La ardilla roja corrió y corrió más, y llegó a casa de la otra hija. Ella
estaba tejiendo.
—¡Oh!-suspiró la hija al oír las malas noticias—. ¡Oh! Iría
ahora mismo, pero tengo que tejer esta tela para venderla en la
feria.
—¡Ah! ¿De verdad tienes que tejer una tela para venderla en la
feria ANTES QUE NADA?-respondió enfadada la ardilla—. Pues
bien, tejerás durante el resto de tu vida, tejerás para siempre.
Y, en un instante, la menor se vio convertida en una gran araña
que tejía
su tela.

La ardilla corrió y corrió de nuevo, y llegó a casa de la tercera hija.


La hija estaba amasando.
Escuchó las malas noticias y no respondió nada, sino que, sin
siquiera molestarse en lavarse las manos, salió hacia casa de su
madre.
—Tu eres una buena hija-dijo contenta la ardilla—.En adelante,
darás al mundo dulzura y felicidad. Todos te cuidarán y amarán,
igual que tus hijos, nietos y bisnietos.
Y así fue. La tercera hija vivió mucho tiempo, amada y mimada por
todo el mundo.
Después, cuando llegó su hora de morir, se convirtió en una bonita
abeja dorada.

Y, desde entonces, durante los largos días de verano, la pequeña


abeja dorada recoge la miel de las flores desde la mañana hasta la
noche, y sus patas delanteras amasan constantemente la dulce
masa. Durante el invierno, duerme apaciblemente en una templada
colmena, y, cuando se despierta, se alimenta de azúcar y miel.
Ratón de campo y ratón de ciudad

Esopo
Érase una vez un ratón que vivía en una humilde madriguera en
el campo. Allí, no le hacía falta nada. Tenía una cama de hojas, un
cómodo sillón, y flores por todos los lados. Cuando sentía hambre,
el ratón buscaba frutas silvestres, frutos secos y setas, para comer.
Además, el ratón tenía una salud de hierro. Por las mañanas,
paseaba y corría entre los árboles, y por las tardes, se tumbaba
a la sombra de algún árbol, para descansar, o
simplemente respirar aire puro. Llevaba una vida muy tranquila y
feliz.
Un día, su primo ratón que vivía en la ciudad, vino a visitarle. El
ratón de campo le invitó a comer sopa de hierbas. Pero al ratón de
la ciudad, acostumbrado a comer comidas más refinadas, no le
gustó. Y además, no se habituó a la vida de campo. Decía que la
vida en el campo era demasiado aburrida y que la vida en la ciudad
era más emocionante. Acabó invitando a su primo a viajar con él a
la ciudad para comprobar que allí se vive mejor. El ratón de campo
no tenía muchas ganas de ir, pero acabó cediendo ante la
insistencia del otro ratón.
Nada más llegar a la ciudad, el ratón de campo pudo sentir que
su
tranquilidad se acababa. El ajetreo de la gran ciudad le
asustaba. Había peligros por todas partes. Había ruidos de
coches, humos, mucho polvo, y un ir y venir intenso de las
personas. La madriguera de su primo era muy distinta de la
suya, y estaba en el sótano de un gran hotel. Era muy elegante:
había camas con colchones de lana, sillones, finas alfombras, y las
paredes eran revestidas. Los armarios rebosaban de quesos, y
otras cosas ricas. En el techo colgaba un oloroso jamón. Cuando
los dos ratones se disponían a darse un buen banquete, vieron a
un gato que se asomaba husmeando a la puerta de la madriguera.
Los ratones huyeron disparados por un agujerillo.
Mientras huía, el ratón de campo pensaba en el campo
cuando, de repente, oyó gritos de una mujer que, con una escoba
en la mano, intentaba darle en la cabeza con el palo, para matarle.
El ratón, más que asustado y hambriento, volvió a la madriguera,
dijo adiós a su primo y decidió volver al campo lo antes que
pudo. Los dos se abrazaron y el ratón de campo emprendió
el camino de vuelta. Desde lejos el aroma de queso recién hecho,
hizo que se le saltaran las lágrimas, pero eran lágrimas de alegría
porque poco faltaba para llegar a su casita. De vuelta a su casa el
ratón de campo pensó que jamás cambiaría su paz por un montón
de cosas materiales.
Los pasteles y la muela

Cuento popular recogido por Juan de Timoneda (S. XVI)

en su libro Sobremesa y alivio de caminantes (Cuento


XXII)
Un labrador tenía muchas ganas de ver al Rey porque pensaba
que el
Rey sería mucho más que un hombre.
Así que le pidió a su amo su sueldo y se despidió.
Durante el largo camino hasta la Corte se le acabó todo el dinero y
cuando vio al Rey y comprobó que era un hombre como él, pensó:
«Por ver un simple hombre he gastado todo mi dinero y sólo me
queda medio real»
Del enfado le empezó a doler una muela y con el dolor y el hambre
que tenía no sabía qué hacer, porque pensaba: «Si me saco la
muela y pago con este medio real, quedaré muerto de hambre. Si
me compro algo de comer con el medio real, me dolerá la muela»
Estaba pensando lo que iba a hacer cuando, sin darse cuenta, se
fue arrimando al escaparate de una pastelería donde los ojos se le
iban detrás de los pasteles.
Vinieron a pasar por allí dos lacayos que le vieron tan embobado
contemplando los pasteles que para burlarse de él le preguntaron:
—Villano, ¿cuántos pasteles te comerías de una vez? Respondió:
—Tengo tanta hambre que me comería quinientos. Ellos dijeron:
—¡Quinientos! ¡Eso no es posible! Replicó:
—¿Os parecen muchos?, podéis apostar a que soy capaz de
comerme mil pasteles.
Dijeron:
—¿Qué apostarás?
—Que si no me los comiere me saquéis esta primera muela—
dijo señalando la muela que le dolía.
Estuvieron de acuerdo, así que el villano empezó a comer pasteles
hasta que se hartó, entonces paró y dijo:
—He perdido, señores. Los otros, muy regocijados y bromeando,
llamaron a un barbero que le sacó la muela.
Para burlarse de él decían:
—¿Habéis visto este necio villano que por hartarse de pasteles se
deja sacar una muela?
Respondió él:
—Mayor necedad es la vuestra, que me habéis matado el hambre
y sacado una muela que me estaba doliendo.
Al oír esto todos los presentes comenzaron a reír. Los
lacayos humillados pagaron y se fueron.
Mirando por la ventana

Pedro Pablo Sacristán


Había una vez un niño que cayó muy enfermo. Tenía que estar
todo el día en la cama sin poder moverse. Como además los niños
no podían acercarse, sufría mucho por ello, y empezó a dejar
pasar los días triste y decaído, mirando el cielo a través de la
ventana.
Pasó algún tiempo, cada vez más desanimado, hasta que un día
vio una extraña sombra en la ventana: era un pingüino
comiendo un bocata de chorizo, que entró a la habitación, le dio
las buenas tardes, y se fue. El niño quedó muy extrañado, y aún no
sabía qué habría sido aquello, cuando vio aparecer por la misma
ventana un mono en pañales inflando un globo. Al principio el niño
se preguntaba qué sería aquello, pero al poco, mientras seguían
apareciendo personajes locos por aquella extraña ventana, ya
no podía dejar de reír, al ver un cerdo tocando la pandereta, un
elefante saltando en cama elástica, o un perro con gafas que sólo
hablaba de política...
Aunque por si no le creían no se lo contó a nadie, aquellos
personajes terminaron alegrando el espíritu y el cuerpo del niño, y
en muy poco tiempo este mejoró notablemente y pudo volver al
colegio.
Allí pudo hablar con todos sus amigos, contándoles las cosas tan
raras que había visto. Entonces, mientras hablaba con su mejor
amigo, vio asomar algo extraño en su mochila. Le preguntó qué
era, y tanto le insistió, que finalmente pudo ver el contenido de la
mochila:
¡¡Allí estaban todos los disfraces que había utilizado su buen amigo
para intentar alegrarle!!
Y desde entonces, nuestro niño nunca deja que nadie esté solo y
sin sonreír un rato

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