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SALMO 38 (37): Súplica en la desgracia

Comentario del P. Ángel Aparicio

Ave María
1
Salmo. De David. En memoria.
2
Yahvé, no me castigues enfadado,
no me corrijas enojado.
3
En mí llevo clavadas tus saetas,
tu mano has descargado sobre mí;
4
nada intacto hay en mi carne por tu enfado,
nada sano en mi cuerpo por mi pecado.
5
Mis culpas sobrepasan mi cabeza,
como peso harto grave para mí;
6
mis llagas son hedor y putridez,
todo por mi insensatez;
7
encorvado, totalmente abatido,
todo el día camino sombrío.
8
Tengo la espalda túmida de fiebre,
no hay nada sano en mi carne;
9
entumecido, totalmente molido,
me hace gemir la convulsión del corazón.
10
Señor, tú eres testigo de mis ansias,
no se te ocultan mis gemidos.
11
Mi corazón se agita, las fuerzas me flaquean,
y hasta me falta la luz de mis ojos.
12
Compañeros y amigos huyen de mi llaga,
mis allegados se quedan a distancia;
13
los que persiguen mi vida tienden lazos,
los que traman mi mal hablan de ruina,
urdiendo falsedades todo el día.
14
Pero yo me hago el sordo y nada oigo,
como un mudo que no abre la boca;
15
soy como un hombre que no oye,
ni tiene réplica en sus labios.
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SALMO 38 (37): Súplica en la desgracia
Comentario del P. Ángel Aparicio

16
Que en ti, Yahvé, yo espero,
tú responderás, Señor, Dios mío.
17
Me dije: «No sea que se rían de mí,
que me dominen cuando mi pie resbale».
18
Y ahora estoy a punto de caer,
tengo siempre presente mi pena.
19
Sí, confieso mi culpa,
me apena mi pecado.
20
Aumentan mis enemigos sin razón,
muchos son los que me odian sin motivo*,
21
los que mal por bien me devuelven
y me acusan cuando busco el bien*.
22
¡No me abandones, Yahvé,
no te me alejes, Dios mío!
23
¡Date prisa en socorrerme,
oh Señor, mi salvación!.

v. 20 «sin razón» conj.; «vivos» hebr.; otros: «mis enemigos mortales» en paralelismo
con el segundo hemistiquio: «mis enemigos [los que me odian] traidores».

I. VISIÓN DE CONJUNTO

El Sal 38 es la oración de un enfermo arrepentido. Responde a la


siguiente secuencia lógica: pecado – enfermedad sufrida – vivida como
castigo de Dios – efectos personales y sociales de la enfermedad –
confesión del pecado – súplica de ayuda. Esta secuencia lógica se
diluye a lo largo de los 22 versos del salmo (el 23 es una añadidura),
que le convierten en un poema de estructura acróstica, aunque no siga
el artificio del acróstico, como el Sal 33. Una súplica introductoria (v.
2) y otra conclusiva (vv. 22-23) forman las dos riberas por las que
discurre el cauce del salmo (vv. 3-21).

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SALMO 38 (37): Súplica en la desgracia
Comentario del P. Ángel Aparicio

El protagonista del salmo es, desde luego, un enfermo grave; acaso


enfermo de lepra (cf. v. 12), que se convierte en espectador del
desmoronamiento de su cuerpo y atestigua sus dolores más íntimos. Se
ve reducido a la más espantosa soledad, conforme a lo legislado en Lv
13,1-17 para esta clase de enfermedad. Esta enfermedad maldita, como
todas las enfermedades, viene de Dios: es una flecha (v. 3), un fardo
(v.5b), un peso, una descarga de la mano divina (v. 3b), un torbellino
de agua arrolladora (v. 5); en todo caso una consecuencia del enfado y
del enojo divino (v. 1). El yo del salmo descubre en la enfermedad una
consecuencia del pecado (vv. 5.6), que irrita a Yahvé, y destruye las
relaciones humanas. El clamor oracional (vv. 1.16), encauzado entre
gemidos (vv. 9.10), con el acompañamiento de la confesión (v. 19),
evitará la caída fatal y apresurará el socorro divino (v. 23). Aunque el
salmista está sumergido en las tinieblas sabe captar la presencia de
Yahvé, cuando comienza su oración, cuando se alza hacia él a través de
ella y cuando se ampara en él en la invocación final. La tradición
cristiana clasificó este salmo entre los penitenciales.

Los motivos básicos del salmo están tan entrelazados que es difícil
identificar las estrofas. Podíamos rastrear la actuación de los agentes,
pero nos parece una estructura poco convincente. Por simplificar y con
la finalidad de que nos sirva de pauta para el comentario, proponemos
la siguiente:
a) Introducción (v. 2).
b) Descripción de la enfermedad (vv. 3-11).
c) Reacción de los amigos y de los conocidos ante la enfermedad (vv. 12-21).
d) Conclusión (vv. 22-23).

II. COMENTARIO: “EN TI, YAHVÉ, YO ESPERO”

Hemos elegido esta frase del salmo (v. 16) porque nos sitúa a medio
camino entre el castigo y la ayuda definitiva. A lo largo de la espera se
soporta la enfermedad, se aguanta el abandono de los amigos de
antaño, se intenta mover a Dios a la acción, se confiesa el pecado y se
espera la ayuda liberadora de Yahvé.

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2.1. Súplica inicial y descripción de la enfermedad (vv. 2.3-11)


inevitable que el orante del Antiguo Testamento relacione la
enfermedad con la culpa, y que ésta encienda la cólera de Yahvé. La
enfermedad es la reacción de Yahvé ante una trasgresión culpable. La
corrección y el castigo son recursos pedagógicos que el discípulo no
debe rechazar (cf. Pr 3,11; 5,12; 6,23; 10,17; 12,1; 13,18; 15,5).
Tampoco 1os rechaza el salmista, que repite la petición de Sal 6,2; pero
que sea una corrección y un castigo con medida, con comprensión y
misericordia; porque el peso es demasiado agobiante para un ser tan
frágil como humano.

Doloroso es el dolor. Se hace insoportable cuando se tiene la


sensación, y aun la convicción, de que el causante del dolor es nada
menos que Yahvé. Entonces el dolor es “un exceso de mal”. Yahvé,
como el dios infernal de la mitología cananea, es un arquero certero:
donde pone el ojo clava sus flechas, que son pestes y enfermedades
expandidas por toda la tierra. «Las flechas de Sadday están en mí, / mi
espíritu bebe su veneno, / y contra mí se alinean los terrores de Dios»,
proclama Job (6,4; cf. Lm 3,12-13). Las enfermedades son flechazos, y
también el peso plúmbeo de la mano divina, que oprime y aplasta: «En
mí llevo clavadas tus saetas, / tu mano ha descargado sobre mí» (v. 3).
La consecuencia de un dolor tan fiero es la desolación total: no hay
nada intacto en la carne y nada sano en el cuerpo o en los huesos, que
son el armazón de la existencia. El concurso de dos causas –“tu
enfado” y “mi pecado” (v. 4)– dan ese resultado estremecedor.

Ya sabemos las causas de un mal tan extenso y agudo. Antes de entrar


en la descripción pormenorizada del estado actual, el enfermo evoca
una vez más su culpa, que es una gran insensatez. La culpa es
caudalosa y destructora como las aguas enfurecidas del mar. Las olas
encrespadas arrollan y anegan al salmista. Algo así son mis culpas, que
«sobrepasan mi cabeza» (v. 5). Plomiza es la mano divina que aplasta
(v. 3). Pesado es el fardo que se carga sobre la espalda. Así son las
culpas, «peso harto grave para mí» (v. 5b). Un peso que Caín no podía
soportar (cf. Gn 4,13). Las culpas son en realidad una “insensatez” o
una locura, que se ramifica por todo el ser. En el aspecto externo, la
piel es una pura supuración que hiede. Internamente, tras el gesto
luctuoso o penitencial de la curvatura y el no menos elocuente gesto de
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SALMO 38 (37): Súplica en la desgracia
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andar errante (cf. Gn 4,14), se oculta un estado de abatimiento total.


Acaso ambos símbolos pueden unirse en una solo: caminar curvado,
bajo el yugo opresor (cf. Mi 2,3). Se acabó la altivez. «¿Por qué
encorvado? –se pregunta San Agustín–. Porque se había erguido. Si te
humillas serás ensalzado... Este peso es la carga de tus pecados; [Dios]
le inclinará sobre tu cabeza y te encorvarás» (Enarraciones, 662).

Las espaldas o los lomos arden, como si estuvieran expuestos al sol


estival; la carne está convertida en llaga. Al enfermo, sin poder
moverse, triturado y hecho polvo, no le queda más que el gemido –
acaso tan vehemente como el rugido del león o como el bramido del
mar– (vv. 8- 9). No es una mera queja por el dolor, sino que, por el
contexto inmediato, puede pasar por una forma de orar, cuyo contenido
explicita el verso siguiente: «Señor, tú eres testigo de mis ansias, / no
se te ocultan mis gemidos» (v. 10). El clamor del que está mortalmente
enfermo no queda oculto a los ojos de Dios. El desmoronamiento del
cuerpo se completa con el verso siguiente (v. 11). Las taquicardias, el
desvanecimiento y la ceguera añaden nuevos brochazos a la situación
lamentable del enfermo. El poeta lo ha expuesto con grafismo y viveza
para conmover a Yahvé. Aunque suene a contradicción, quien hirió
puede curar. Ha recurrido al castigo como método didáctico. Hora es
ya de que retire la mano y deje de arrojar sus flechas, porque todo el
cuerpo del enfermo pide tregua y piedad. Todo ha acontecido en la
presencia del único Dueño. El cuerpo entero suplica: «Señor, tú eres
testigo de mis ansias» (v. 10).

2.2. Reacción de los amigos y conclusión (vv. 12-21.22-23). Los


amigos del enfermo tienen ante sí un espectáculo bochornoso: a
alguien que ha sido herido acaso por la lepra (cf. Lv 13,2) o al menos
golpeado por la vara divina (cf. Sal 89,33). Ponerse de parte del
enfermo sería enfrentarse con Dios. Mejor es huir o al menos
mantenerse a distancia, y dejar solo al enfermo, como hacen los
amigos de Job (cf. Jb 2,11- 13) y también sus familiares (cf. Jb 19,13-
19). Los amigos se tornan enemigos y pasan a la acción. Se preguntan
posiblemente: ¿por qué este estado lamentable? Se inventarían delitos
que justificasen tan grave enfermedad. Tal es su ocupación a lo largo
del día: urden “falsedades todo el día” (v. l3c). ¿Para qué responder a
una torrentera de falsedades? Job estimaba que si callaba se moriría (Jb
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13,19). El siervo sufriente opta por el silencio (cf. Is 53,7). Es lo que


hace el enfermo de este salmo: se hace el sordo y el mudo; no quiere
responder. ¿Para qué? Su palabra no convencería a nadie (vv. 14-15), y,
por otra parte, quedaría preso en el lazo que le tienden los enemigos (v.
13). No obstante, tiene alguien a quien dirigirse.

Es mudo ante los hombres, que le dejan desamparado; no ante Yahvé, a


quien dice: «En ti, Yahvé, espero, / tú responderás, Señor, Dios mío»
(v. 16). Es una espera llena de ansiedad (cf. Sal 22,5-6), hasta que
llegue la respuesta. Ésta será tan personal como lo es el Dios invocado.
Pese al pecado, y precisamente por el pecado, no se ha roto la unión
entre Dios, el único Dueño, y el enfermo; de ahí que se dirija a él
llamándole “Dios mío”. ¡Cuánto abandono y esperanza en esta
invocación! Existen motivos para mantener una espera expectante. El
primero, los rivales no han de cantar victoria ante la caída del enfermo
(cf. Sal 13,5; 35,19), precisamente cuando éste está a punto de caer (v.
18). Los enemigos se habrían salido con la suya, habrían apresado al
enfermo en el lazo tendido por ellos, y sería en desprestigio de Yahvé.
Segundo, si el único Dueño es testigo de mis ansias (v. 10), yo «tengo
siempre presente mi pena» (v. 18). La culpa es la pena que aflige al
enfermo. Tercero, confesando el pecado, se aliviará el dolor y hasta
desaparecerá: «Sí, confieso mi culpa, / me apena mi pecado» (v. 19).
Es una de las grandes oraciones penitenciales de la Biblia.

Los numerosos enemigos mortales, sean amigos antiguos o enemigos


de siempre, no tienen ninguna razón para comportarse así; al contrario,
tratan mal y acusan a quien se portó bien con ellos y buscaba el bien
(vv. 20-2 1). «Si el orante ha buscado el bien y ha favorecido a sus
rivales, entonces su pecado no ha sido de injusticia, y sus rivales, en
justicia, no deben triunfar. El aspecto social ocupa el primer plano»
(Alonso-Carniti, 573). Será Yahvé, sin embargo, quien ha de responder,
una vez confesado el pecado. Para el enfermo, de momento, «es bueno
esperar en silencio la salvación del Señor...» (Lm 3,26).

El salmo se cierra con un grito de auxilio. Los amigos y familiares han


huido o se mantienen a distancia; que Yahvé no me abandone, ni se
aleje (v. 22). Continúa siendo el Dios en el que se espera con ansiedad:
“Dios mío” (v. 16). Que altere también la terrible cercanía del
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comienzo del salmo, cuando la mano de Yahvé caía sobre el salmista, y


se transforme en cercanía que socorre y salva (v. 23). El orante, desde
su espera anhelante, apremia a Yahvé para que todo esto suceda pronto.

***

Desde el Nuevo Testamento no es necesario mantener una relación de


causa a efecto entre el pecado y la enfermedad. Pero el pecado sigue
existiendo, y también la enfermedad. No es infrecuente, por otro lado,
que al enfermo se le abandone, que sus amigos y familiares se alejen
de él, y que deba soportar su dolor –acaso postrero– en la más absoluta
soledad. ¿No será el momento de que el pecador y el enfermo oren con
este salmo? Con él podrán exponer ante “mi Dios” sus dolores más
íntimos y permitir que el dolor del cuerpo enfermo –también del alma–
se eleve hacia Dios en clamor oracional. No pocos pecadores y
enfermos han encontrado a Dios en el seno del pecado y en el
transcurso de la enfermedad. Pueden orar, podemos orar con este
salmo, y esperar anhelantes la respuesta de nuestro Dios. ¡Responderá!

III. ORACIÓN
«Oh Dios, que curas todas las heridas, ayúdanos en la enfermedad y
cauteriza nuestras heridas mortales; así, vertiendo ante ti nuestras
lágrimas y expresando nuestro dolor, haremos frente a los insultos de
nuestros adversarios, los vicios. Por nuestro Señor Jesucristo tu Hijo,
que vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios por los
siglos de los siglos» (PL 142,165).

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