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ETTY HILLESUM

Diario
1941-1943

Traducción hecha por Carlos Cardó Franco S.J.


a partir de las versiones :

ETTY HILLESUM DIARIO 1941-1943


A cura di J.G. Gaarland
Traduzione di Chiara Passanti
Adelphi Edizioni S.P.A. Milano 1985

ETTY HILLESUM Une Vie bouleversée


Suivi de LETTRES DE WESTERBORK
JOURNAL
Traduit du néerlandais par Philippe Noble
Éditions du Seuil, Paris 1985

Con una selección de textos inéditos


del Diario de Etty Hillesum
publicados por:
PAUL LEBEAU S.J.
Etty Hillesum, un itinerario espiritual
Sal Terrae, Santander 2000
Título del original en Neerlandés:
Het verstoorde leven
Dagboek van Etty Hillesum, 1941-1943
De Haan/Unieboek b.v., Bussum, Nederland

ETTY HILLESUM
Diario
1941-1943
Domingo 9 de marzo. ¡Pues bien, vamos a ello! Momento penoso, barrera casi
infranqueable para mí: vencer mis reticencias y entregar el fondo de mi corazón a un
cándido trozo de papel cuadriculado. Los pensamientos se encuentran a veces muy
claros y muy netos en mi cabeza, y los sentimientos son muy profundos; pero ponerlos
por escrito..., sencillamente es algo que aún no me sale. Me parece que se trata,
esencialmente, de un sentimiento de pudor. Gran inhibición: no me atrevo a
abandonarme, a desahogarme libremente; y, sin embargo, tendré que hacerlo si quiero
hacer a la larga algo con mi vida, darle un curso razonable y satisfactorio. Es como en
las relaciones sexuales: el último grito de liberación se me queda siempre encerrado en
el pecho por timidez. Desde el punto de vista erótico soy bastante refinada, incluso me
atrevo a decir que soy lo suficientemente experta como para que se me considere una
buena amante; conmigo el amor puede parecer perfecto y, sin embargo, no es más que
un pasatiempo para eludir lo esencial. En el fondo de mí hay algo que queda siempre
bloqueado. Y así ocurre con todo. He recibido bastantes dotes intelectuales para poder
sondearlo todo, abordarlo todo, recogerlo todo en fórmulas claras. Se me considera
superiormente informada en muchos problemas de la vida. Sin embargo, ahí, en el
fondo de mí, hay como una bola aglutinada, algo que me retiene con puño de acero, y ni
toda mi claridad de pensamiento me impide ser una pobre lerda miedosa.

Quiero fijar ese momento de la mañana que ya casi se me ha desvanecido. Por


un instante, a fuerza de pensar, llegué a adueñarme de S. : sus ojos límpidos y puros, su
boca carnosa y sensual, su silueta maciza casi taurina, y sus movimientos dotados de
una ligereza aérea, liberados: el espíritu y la materia están aún en plena lucha en este
hombre de cincuenta y cuatro años. Siento que yo misma he quedado casi aplastada por
el peso de esta lucha. He quedado como sepultada baja aquella personalidad tan grande
y no sé cómo liberarme: y entre tanto, mis problemas –que considero bastante
semejantes a los suyos- se agitan y se debaten. Entiendo que todo es muy distinto y
difícil de expresar, que quizá no soy todavía lo suficientemente honesta conmigo misma
y que, por otra parte, no es fácil penetrar con las palabras en el fondo de las cosas.

Primera impresión, al cabo de unos instantes: cara no muy sensual, tipo


extranjero, no holandés, fisonomía en cierto modo familiar, que me recordaba a
Abrasch, y no me caía del todo simpático.
Segunda impresión: unos ojos grises, viejos como el mundo, inteligentes,
increíblemente inteligentes, que lograban desviar durante mucho tiempo mi atención de
esa boca carnosa, sin conseguirlo del todo. Me quedé impresionada de su trabajo: el
análisis de mis conflictos profundos a través de la lectura de mi segundo rostro: mis
manos. En cierto momento me sentí golpeada de modo muy desagradable: no había
prestado atención, pensaba que estaba hablando de mis padres: «No, se trata de usted:
persona tan dotada filosófica e intuitivamente, —y siguió con una serie de piropos por
el estilo— todo eso es usted». Y me lo decía con el aire de quien pone un caramelo en
la mano de una niña: «Bien, todas esas buenas las cualidades las tiene usted ¿no queda
contenta?». Vino luego un instante repulsivo —me sentí en cierto modo humillada, tal
vez tocada simplemente en lo más vivo de mi sentido estético, pero en todo caso lo
sentí ofensivo. Sin embargo, poco más tarde, allí estaban nuevamente esos maravillosos
ojos tan humanos, que viniendo de una profundidad gris, se posaban sobre mí,
indagadores. Tuve ganas de besarlo. Y ya que estamos en esto, recuerdo también otro
momento de esa misma mañana del lunes, — han pasado ya semanas y no me olvido—
en que me molesté mucho: Se trata de su alumna la señorita Holm, allí presente. Había
venido a verle hacía un año, a causa de un eczema que le cubría todo el cuerpo de la
cabeza a los pies. Hizo un tratamiento con él y se curó completamente hasta ahora. Esta
mujer siente por el una verdadera adoración, aunque todavía no he llegado a saber hasta
qué punto. En un momento dado, se habló de mi “ambición”, porque generalmente
quiero resolver yo sola mis problemas. Entonces, la señorita Holm me respondió
significativamente: «No estamos solos en el mundo», lo cual me pareció gentil y
convincente. A continuación, me contó lo del eczema que le había salido por todo el
cuerpo, incluso en la cara. S. se volvió hacia ella y comentó, con un gesto que no acabo
de recordar bien, pero que me sonó realmente antipático: «¡Y qué piel tiene ahora,
hmm…!». Me pareció como si hubiese estado hablando de una vaca en la feria. No sé,
me sonó desagradable, sensual, un poco cínico, pero al mismo tiempo otra cosa.
Al final de la entrevista me dijo: «Ahora hay que preguntarse cómo se puede
ayudar a esta persona». Y fue como si dijese: «Hay que ayudar a esta persona». En ese
momento, yo ya me sentía conquistada por la capacidad que había demostrado en mi
caso, y me sentía necesitada de ayuda.
Después vino su conferencia. Asistí únicamente para poder observar a este
hombre a una cierta distancia, antes de confiarme a él totalmente. Me causó muy buena
impresión, fue una conferencia brillante.
Es un hombre encantador, con una sonrisa encantadora, a pesar de todos sus
dientes postizos. Quedé impresionada aquel día por una especie de libertad interior que
emanaba de él, por una flexibilidad, una soltura, una gracia muy especial que había en
ese cuerpo compacto. Su mirada era muy diferente esta vez. Por lo demás, cambia en
cada uno de nuestros encuentros. Cuando estoy sola en mi casa, no puedo
representármelo. Ensamblo como en un rompecabezas todos los rasgos que me resultan
conocidos, pero no forman un todo, los contrastes nublan la imagen. En ocasiones, ese
rostro se impone claramente a mí por un instante, pero para diseminarse de inmediato
en otros tantos fragmentos contradictorios. Es un verdadero tormento.
A la conferencia asistieron muchas mujeres y chicas lindas. Era impresionante el
efecto casi tangible que algunas chicas “arias” demostraban por él —por este judío
emigrado de Berlín, que había venido de lejos a ponerles en orden su ánimo confuso.
En el pasillo había una muchacha delgadita, de aspecto frágil y cara no tan bonita. S. le
dijo algo durante el intermedio, y la muchacha le sonrió con tal rendición e intensidad,
tan desde el fondo de su alma, que casi me dolió. Me sobrevino entonces una sensación
desagradable: me pareció que aquello no había estado bien, que aquel hombre le había
robado esa sonrisa, y que los sentimientos que ella le había transmitido se los había
sustraído a otro, al hombre que tendría después. Fue una conducta baja, deshonesta. Es
un hombre peligroso, pensé.
Segunda entrevista: – «Puedo pagar 20 florines». – «Bien, puede usted venir por
dos meses, después ya veremos ».
Heme aquí, pues, en su casa, yo y mi «oclusión del alma». Él iba a poner orden
en este caos interior, orientando él mismo las fuerzas contradictorias que actúan en mí.
Me tomaba, por así decirlo, de la mano, diciéndome: “Así es como hay que vivir”. Toda
mi vida he tenido este deseo: ¡si alguien viniera a cogerme de la mano y a ocuparse de
mí…! Tengo un aspecto enérgico, me basto a mí misma, pero me haría terriblemente
feliz abandonarme. Y, mira por dónde, ese perfecto desconocido, ese señor S., ese
hombre de rasgos complicados, se ocupa de mí y en una semana ha hecho ya milagros.
Gimnasia, ejercicios respiratorios, algunas palabras luminosas, liberadoras, a propósito
de mis depresiones, de mis relaciones con los demás, etc. De repente, tenía yo una vida
diferente, más libre, más fluida. Se borraba la sensación de bloqueo, se instalaba dentro
de mí un poco de paz y de orden; toda esta mejora, de momento, se ha producido por la
influencia de su personalidad mágica. Pero no tardará en fundamentarse psíquicamente,
en convertirse en un acto consciente.
Pero atención: «cuerpo y alma no son más que uno». Fue, sin duda, este axioma
lo que le impuso la obligación de medir sus fuerzas físicas mediante una especie de
lucha conmigo. Pues bien, mis fuerzas se revelaron más bien grandes. Fue entonces
cuando sucedió algo asombroso: yo derribé sobre la alfombra a este coloso. Toda mi
tensión interior, toda la energía acumulada, quedaron liberadas, y fui yo quien lo tendió
allí, tanto física como psíquicamente, como él mismo me confesó a continuación. Jamás
lo había conseguido nadie. No podía entender cómo lo había hecho. Su labio sangraba
y me permitió que lo limpiara con agua de colonia. Fue una pequeña tarea extrañamente
confidencial. Pero él se mostraba profundamente «libre», inocente, abierto, natural en
sus movimientos — incluso cuando ambos caímos enredados por tierra; incluso cuando,
estrechada entre sus brazos, domada finalmente, me hallé tendida bajo él, y él siguió
como si fuera de mármol, siendo así que yo me abandonaba fugitivamente al encanto
físico que emanaba de él. Sin embargo, esta lucha no tenía más que cosas buenas, era
algo nuevo para mí, inesperado, liberador, aun cuando, más tarde, el incidente me
excitara fuertemente la fantasía.

Domingo por la noche, en el cuarto de baño. He hecho una verdadera limpieza


moral. Esta noche, hablando por teléfono, su voz ha puesto mi cuerpo en revolución.
Pero me he recuperado soltando palabrotas como un carretero. Me he dicho que yo no
era una niñita histérica. De pronto, he comprendido muy bien a los monjes que se
flagelan para domar una carne impura. Un breve, aunque violento, combate contra mí
misma, y mi furor ha dado paso a una gran claridad, a una gran paz. Ahora me siento
perfectamente bien, limpiada desde el interior. Una vez más, S. ha sido vencido. ¿Por
cuánto tiempo? No estoy enamorada de él, no lo amo, pero, de un modo u otro, siento
que su personalidad, inacabada, todavía en lucha consigo misma, pesa enormemente
sobre mí. Pero no en este momento. Ahora mismo lo veo con una cierta perspectiva:
como un ser vivo que lucha, dividido entre sus fuerzas primitivas y su espiritualidad,
como un hombre de ojos límpidos y boca sensual.

La jornada había comenzado muy bien: claridad y lucidez de mente (conviene


anotar esto para después), pero luego vino una gran depresión: sentí una fuerte tensión
en la cabeza; me había enfrascado en meditaciones profundas, demasiado profundas; y
al final de todo me quedaba el vacío de la gran pregunta «¿por qué?». Pero contra todo
esto también se luchará.

«El mundo surge como una melodía de la mano de Dios»


: estas palabras de Verwey han resonado en
mi cabeza durante toda la jornada. Yo también quisiera ser como una melodía que surge
de la mano de Dios. Pero ya está bien por ahora, buenas noches.

Lunes 10 de marzo de 1941, nueve de la mañana. ¡Hija mía, hija mía, o te pones
a trabajar esta vez o ya verás lo que hago contigo! Y, sobre todo, no vayas a ponerte a
pensar: ahora me duele un poco la cabeza; estoy un poco mareada y siento náuseas, no
me siento bien. Eso es completamente indecente. ¡Tienes que trabajar, y basta! Basta de
ensueños, basta de pensamientos grandiosos y de intuiciones fulgurantes. Desarrollar un
tema, buscar palabras en el diccionario, eso es lo que cuenta. Una cosa más que voy a
tener que aprender, y voy a tener que hacerlo luchando con todas mis fuerzas: expulsar
de mi cerebro todos los fantasmas y todos los ensueños, y hacer una limpieza interior a
fondo, para dejar sitio a las cosas del estudio, sean humildes o elevadas. A decir verdad,
nunca he sabido trabajar. Me ocurre como con la sexualidad. Si alguien me impresiona,
soy capaz de sumergirme durante días y noches en fantasías eróticas. Creo que todavía
no he caído en la cuenta del desperdicio de energía que ello representa. Y si se establece
un contacto real, la desilusión es grande. La realidad no coincide con lo que fabrica una
imaginación demasiado inflamada. Esto se ha verificado también con S. Aquel día yo
me había formado una idea bien precisa de cómo iba a ser mi visita, y me dirigí a su
casa sintiendo una especie de excitación placentera. Me había puesto una malla de
gimnasia debajo del vestido de lana. Pero nada sucedió como lo había previsto. Él
estuvo de nuevo frío y distante; hasta tal punto, que yo me puse rígida en seguida. La
gimnasia resultó un verdadero fiasco. Cuando me puse ante él en malla, nos lanzamos
unas miradas tan incómodas como las de Adán y Eva después de haber mordido la
manzana. Corrió las cortinas y cerró con llave la puerta, había desaparecido toda la
libertad habitual de sus gestos. Yo hubiera querido desaparecer, por lo horrible de la
situación. Cuando rodamos por el suelo, me agarré a él con sensualidad, pero también
con repugnancia; sus gestos, además, me parecieron un poco turbios, y todo me
disgustó. Todo habría sido diferente si yo no me hubiera complacido por adelantado con
esos fantasmas. Se había producido un choque brutal y formidable entre mi imaginación
exaltada y el efecto desengañador de la realidad, que tomaba esta vez el aspecto de un
hombre tímido, que reajustaba su camisa arrugada dentro del pantalón, y sudaba
abundantemente.

En mi trabajo ocurre lo mismo. Hay momentos en que soy capaz de penetrar y


analizar con mucha agudeza la materia que sea, incluso pensamientos abstractos,
difíciles de captar, lo cual me hace sentir una persona importante. Pero si tratara de
escribirlos, se encogerían, se reducirían a la nada, razón por la cual me cuesta tanto
escribir. Seguramente me sentiría morir de ver a la montaña parir un ridículo ratón, en
el caso de escribir, por ejemplo, un ensayo insignificante.
Pero hay una cosa que tienes que tener en cuenta, querida: no es la elaboración
de grandes y profundas ideas lo que te hará ser alguien. El ensayo más corto, el más
insignificante que puedas escribir, vale más que toda la oleada de ideas grandiosas en
las que te embriagas. Conserva tus presentimientos y tu intuición, son una fuente de la
que siempre podrás beber, ¡pero procura no ahogarte en ella! Pon un poco de orden en
todo ese fárrago, ¡un poco de higiene mental, qué diablos! Tu imaginación, tus
emociones, etc. son un gran océano sobre el cual debes ir conquistando pequeñas
franjas de tierra, siempre amenazadas de inundación. El océano es un elemento
gradioso, pero lo importante son esas zonas de tierra que logres extraerle. El tema de
que vas a tratar vale más que todos los pensamientos profundos sobre Tolstoy o
Napoleón que te han venido durante la noche, y la clase que vas a dictar el próximo
viernes a esa muchacha tan llena de buena voluntad, vale más que toda tu filosofía
pensada en el vacío. No te olvides de esto. No sobreestimes esas orgías de vida interior,
no te creas por ellas entre el número de los «elegidos», superior a las gentes
«ordinarias», cuya vida interior, por lo demás, te es completamente desconocida; pero si
sigues embriagándote y deleitándote en tus remolinos interiores, no vas a servir para
nada.
¡No pierdas de vista la tierra firme y deja ya de patalear impotente en medio del
océano! Y ahora sí, ¡al tema!

Miércoles 12 de marzo de 1941, por la noche. […] Mis migrañas prolongadas:


masoquismo. Mi compasión con complacencia: sensualidad. La compasión puede ser
creadora, pero puede también consumir tus energías. Atiborrarte de grandes ideas…:
más vale el realismo. Lo que exigimos de nuestros padres. Se ha de considerar a los
padres como personas con destino cumplido. Deseo de prolongar momentos de éxtasis:
un error. Comprensible, por cierto: se ha tenido una hora de vida intelectual o espiritual
intensa y se quiere naturalmente tener otra igual a continuación. Yo tenía la costumbre
de quejarme, de sentirme cansada y de querer que se repitieran tales momentos, en vez
de pasar a ocuparme de las cosas ordinarias de cada día. En esto consiste mi
«ambición»: Lo que pongo en el papel debe ser perfecto desde el principio. Me niego a
ir con tanteos. Pero ni siquiera yo misma estoy convencida de mis dones, ese
sentimiento no ha entrado orgánicamente en mí. En momentos cercanos al éxtasis me
siento capaz de todo, pero enseguida vuelvo a caer en abismos de incertidumbre. Por
todo ello se hace necesario un trabajo cotidiano y regular en relación con aquello para
lo que me creo más dotaba: escribir.
Todo esto lo sé en teoría desde hace mucho tiempo. Hace algunos años, escribí
en un trozo de papel: durante sus raras visitas, la inspiración debe encontrar una técnica
apropiada. Pero esta idea, salida tal cual de mi cabeza, no ha llegado aún a «encarnarse»
en mí. ¿Será que una fase nueva en mi vida está a punto de comenzar? El signo de
interrogación está de más. ¡Por supuesto que ha comenzado una nueva fase en mi vida!
Ya la lucha está entablada. Aunque sería mejor no hablar de «lucha» en estos momentos
en que me siento tan bien, llena de armonía interior y salud; digamos más bien: se ha
tomado conciencia y todas las bellas fórmulas teóricas que tenía tan bien esculpidas en
la cabeza van a descender en adelante a mi corazón y hacerse carne y sangre. Tendré
que deshacerme también de esta conciencia exacerbada. Saboreo todavía demasiado
esta situación intermedia. Todo debe volverse más natural y más simple, y quizás acabe
por sentirme adulta y capaz de asistir, a mi vez, a otras criaturas de esta tierra, y
llevarles un poco de claridad mediante mi trabajo, pues, a fin de cuentas, eso es lo que
importa.

15 de marzo, nueve y media de la mañana. [...] Ayer a mediodía, leímos juntos


las notas que él me había prestado. Y cuando llegamos a las palabras: «Bastaría que
exista un solo hombre digno de este nombre para que se pudiera creer en el hombre, en
la humanidad», siguiendo un impulso espontáneo le eché los brazos alrededor del
cuello. Es el problema de nuestra época. El odio feroz que sentimos contra los alemanes
vierte un veneno en nuestros corazones. Expresiones como: «¡Habría que ahogar a esta
raza asquerosa, destruirlos hasta el último!», han pasado a formar parte de nuestro
modo cotidiano de hablar, y a veces tenemos la impresión de no poder continuar
viviendo en esta época maldita. Hasta el día en que, hace unas semanas, de repente me
vino este pensamiento liberador, que ha brotado como una joven brizna de hierba,
todavía vacilante, en medio de una jungla de dificultades: que aunque no hubiera más
que un solo alemán digno de respeto, merecería ser defendido contra toda la horda de
bárbaros, y que su existencia nos arrebataría el derecho a derramar nuestro odio sobre
todo ese pueblo.
Esto no significa ser indulgente respecto a determinadas tendencias ideológicas,
se deben tomar posiciones claras, indignarse ante ciertas cosas que están ocurriendo,
procurar entender lo que está pasando, pero aquel odio indiferenciado es la cosa peor
que puede haber. El odio es una enfermedad del alma. Odiar no va con mi carácter. Si
en estos tiempos llegase verdaderamente a odiar, me sentiría herida en el alma y tendría
que ver la manera de curarme lo más pronto posible. Alguna vez me lo expliqué de
modo superficial cuando me sentí desgarrada entre el odio y otros sentimientos, y creí
que se debía a mis instintos primitivos de judía amenazada por la destrucción y
condenada a vivir en conflicto con las concepciones racionales socialistas que había
adquirido — y que me había enseñado a mirar al pueblo no como un conjunto, sino
como una mayoría buena, engañada por una minoría mala. Se trataba, pues, de un
instinto primitivo contrapuesto a un hábito racional de pensar.
Pero el problema es mucho más profundo. El socialismo abre una puerta trasera
al odio contra todo lo que no es socialista. Lo he dicho mal, pero sé lo que quiero decir.
Últimamente he visto que mi deber es mantener la armonía en esta familia tan
contradictoria: una alemana cristiana, de origen campesino, que ha venido a ser para mí
como una segunda madre; una estudiante judía de Amsterdam; Bernard, un viejo
socialdemócrata, equilibrado y pequeño burgués, persona culta y bastante inteligente,
pero limitado precisamente por sus orígenes pequeño-burgueses; y un joven estudiante
de economía, leal, buen cristiano, que tiene toda la gentileza y comprensión, junto con
la combatividad y las maneras típicas de los cristianos que hemos venido a conocer en
este tiempo. Era —y es — un pequeño mundo atareado, que corría el riesgo de ser
destruido desde fuera por la política. Pero creo que vale la pena mantener en pie esta
pequeña comunidad para desmentir todas las teorías racistas, nacionalistas, etc., para
probar que la vida no se deja encerrar en un esquema preestablecido. Con todo, la cosa
no deja de plantear conflictos interiores e innumerables tristezas, heridas morales
recíprocas, nerviosismo y remordimientos. Si la lectura del periódico o una noticia
recogida del exterior me llenan de odio, empiezo a soltar de pronto andanadas de
injurias contra los alemanes. Y sé que lo hago adrede para herir a Käthe, para descargar
mi odio sobre alguien, aunque sea sobre esta inocente, cuyo amor por su patria conozco.
Un amor perfectamente natural y admisible; pero no puedo soportar que ella no
experimente, al mismo tiempo que yo, el mismo odio; en el fondo busco coincidir en el
odio con todos mis semejantes. Sin embargo, sé muy bien que ella reprueba tanto como
yo «el espíritu nuevo», y que sufre tanto como yo los excesos de su pueblo. En lo más
hondo de su ser, Käthe mantiene, como es natural, vínculos con ese pueblo, y lo
comprendo, pero en esos momentos no lo soporto. Hay que exterminar hasta el último
de los alemanes. Exhalo mi odio: ¡esa raza asquerosa!; y al mismo tiempo me muero de
vergüenza, soy profundamente desgraciada, no consigo recobrar mi serenidad, y tengo
la impresión de encontrarme en un enorme atolladero. Y es verdaderamente emotivo
escucharnos decir a Käthe, uno tras otro, con un tono amable y reconfortante: “Sí, por
supuesto que todavía quedan alemanes buenos. Incluso entre los soldados hay tipos
decentes, y finalmente ellos no pueden hacer otra cosa”. Pero es pura teoría, destinada a
camuflar la inquina con palabras amables. Si lo pensáramos y lo sintiéramos de verdad,
no tendríamos necesidad de decirlo con tanta insistencia, nos sentiríamos animados por
un mismo sentir, tanto la campesina alemana como los estudiantes judíos, y podríamos
hablar simplemente del tiempo o de la sopa de verduras, en vez de atormentarnos con
discursos políticos que sólo sirven para desfogar nuestro odio. En aquellas
conversaciones casi no se tocan los temas políticos, ni se señalan líneas, ni se interpreta
lo que hay en ellas: nos quedamos a un nivel muy bajo y da gusto conversar así con el
prójimo en estos tiempos. Por eso S. significa para mí un oasis en un desierto y ayer, de
repente, me entraron ganas de echarle los brazos al cuello. Podría decir muchas cosas
todavía, pero ahora debo pensar en mi trabajo — aunque es mejor que salga primero a
tomar un poco de aire.

Domingo 16 de marzo de 1941, once de la mañana. [...] El orden jerárquico de


mi vida ha cambiado un poco. «Antes» prefería comenzar en ayunas con Dostoievski o
con Hegel, y para pasar el tiempo, cuando me sentía nerviosa, me ponía, por ejemplo, a
zurcir una media, si no había otra cosa que hacer. Ahora comienzo con la media, en el
sentido estricto de la palabra y, poco a poco, pasando por las distintas ocupaciones
cotidianas, subo hasta la cima, donde me reencuentro con los poetas y pensadores.
Tendré que trabajar todavía para librarme de estas expresiones patéticas si quiero lograr
un estilo decente, pero creo que se trata sobre todo de pereza para buscar las palabras
exactas.
Doce y media, la caminata, que ya se me ha hecho una buena costumbre. Martes
por la mañana, estudiando a Lermontov, anotaba que detrás de él veía siempre a S., que
hubiese querido tener delante de mí ese rostro querido, hablarle y acariciarlo, y esto me
impedía trabajar. Ha pasado ya mucho tiempo y las cosas son distintas. Su rostro sigue
ahí mientras trabajo, pero ya no me distrae, se ha convertido en una especie de paisaje
amado y familiar, sus rasgos se han esfumado, ya no distingo un rostro preciso — se ha
disuelto como en una atmósfera, espíritu, o algo así. Toco aquí un punto esencial.
Antes, cuando me encontraba con una bonita flor, hubiera querido apretarla contra mi
corazón, y hasta comérmela. Habría sido más difícil con otras bellezas naturales, pero el
sentimiento era el mismo. Yo era demasiado sensual, diría incluso que demasiado
«posesiva»: lo que me parecía hermoso, lo deseaba de una manera excesivamente física,
quería tenerlo. Así, tenía siem​pre esa sensación penosa de un deseo inextinguible, esa
aspiración nostálgica a algo que me parecía inaccesible, y a eso lo lla​maba mi «instinto
creador». Creo que estas emociones fuertes fueron las que me llevaron a pensar que
había nacido para ser artista. De pronto, todo ha cambiado y no sé adivinar cuál ha sido
el proceso, pero el cambio está ahí. He caído en la cuenta esta mañana, al recordar un
pequeño paseo que di la otra noche por los alrededores del Ijsclub. Caía la tarde: colores
suaves en el cielo, misteriosas siluetas de las casas, árboles frondosos, con la red
transparente de sus ramas, en una palabra, un encanto. Recuerdo muy bien cómo
reaccionaba «antes» ante tales escenas: sentía esta belleza hasta el punto de
experimentar un dolor en el corazón. La belleza me dolía y no sabía qué hacer con ella.
Tenía necesidad de escribir, de hacer poesía, pero las palabras no acudían nunca.
Entonces me quedaba como un alma en pena. Me embriagaba literalmente con la
belleza de un paisaje así, y quedaba agotada. Derrochaba una enorme cantidad de
energías. «Onanismo», lo llamaría hoy.
La otra noche, por el contrario, reaccioné de un modo comple​tamente distinto.
Acogí, bañada en alegría, y a despecho de todo, la intuición de la belleza del mundo
creado por Dios, pero ya no me molestaba. Ya no se trataba de un goce egoísta. Disfruté
intensamente de aquel paisaje silencioso y misterioso en el crepúsculo, de un modo
«objetivo», por así decir. Ya no quise «poseerlo». Volví a casa fortalecida para mi
trabajo. Y aquel paisaje ha seguido presente en el fondo como un traje que reviste mi
alma —tanto que debo decirlo con palabras solemnes—, pero no me hartaba, ya no era
«onanismo».
Lo mismo me ocurre en mis relaciones con S. y con todos. Por eso pienso que la
crisis que tuve aquella tarde, cuando me quedé sentada mirándolo, toda rígida y sin
poder abrir la boca, se debió probablemente a una actitud «posesiva» de mi parte. Me
había contado varias cosas de su vida personal: de su mujer, de la que está separado
pero con quien mantiene correspondencia, de la amiga con la que quiere casarse pero
vive en Londres — «está sola y sufre» —, y de otra amiga que tuvo una vez, una
cantante bellísima con la que también se cartea. Después, al volver a hacer la lucha,
sentí la insinuación de su cuerpo grueso y atrayente.
Luego, cuando me senté de nuevo frente a él, enmudecida, tuve quizá la misma
sensación que tengo cuando atravieso un paisaje que me llega al alma. Lo quise
«poseer». Quería que S. fuera mío. No es que lo desee como hombre —en realidad
todavía no me atrae sexualmente, aunque siento una cierta tensión en ese sentido—; lo
que pasa es que S. me ha tocado en lo hondo de mí misma y eso es más importante. Por
eso yo quería poseerlo..., y odiaba a todas esas mujeres de las que él me había hablado,
estaba celosa de ellas, y es posible que pensara de manera inconsciente: «¿Qué queda
para mí?», y sentía que él se me escapaba. Unos sentimientos muy mez​quinamente
humanos, a decir verdad, y bastante bajos. Pero sólo ahora me doy cuenta... También
me parece que comprendo esta necesidad de escribir. Es otra manera de poseer, de
atraer las cosas hacia mí por medio de palabras y de imágenes, y de apropiármelas de
esa forma. De esto es de lo que estaba constituida hasta ahora mi necesidad de escribir:
esconderme lejos de todos con todos los teso​ros que había acumulado, anotarlo todo,
retenerlo para mí y gozarlo. Y esta rabia de posesión -no encuentro una formulación
mejor-​ acaba de abandonarme. Los mil lazos que me oprimían se han roto. Respiro
libremente, me siento fuerte y proyecto una mirada radian​te sobre todas las cosas. Y
ahora que no quiero poseer nada, ahora me siento libre, ahora todo me pertenece, y mi
riqueza interior es inmensa.
Ahora S. es completamente mío, aun cuando mañana tuviera que irse a la China:
siento su presencia junto a mí y vivo en su esfera; si he de verlo el próximo miércoles,
me gustará, pero ya no estoy contando ansiosamente los días como hacía la semana
pasada. Tampoco estoy preguntándole a Han cien veces al día: «¿Me quieres?», «¿Me
quieres mucho todavía?», «¿Soy tu tesoro?». También esto era un modo de aferrarme,
un aferrarme físico a algo que no lo es. Ahora vivo y respiro con «el alma», si se me
concede usar este término tan desacreditado.

Ahora entiendo las palabras de S. después de mi primera entrevista con él: «Lo
que está aquí (y señalaba la cabeza), debe acabar aquí» (y señalaba el corazón).
Entonces no comprendí cómo podía darse ese proceso a través de la terapia, pero en
todo caso ha ocurrido, aunque no sabría decir cómo. S. les ha asignado su lugar justo a
las cosas que formaban parte de mí, como un rompecabezas: todos los trocitos estaban
dispersos desordenadamente y él les ha dado la forma de un conjunto lleno de
significado; no sé cómo lo ha logrado, es cosa de su competencia, al fin y al cabo en eso
consiste su trabajo, pero por algo se dice que tiene una «personalidad mágica».

Miércoles 19 de marzo de 1941 [...] Me sorprendo con necesidad de música.


Parece que no tengo cualidades musicales, pero la música siempre me conmueve
cuando la escucho: nunca tuve paciencia para aprenderla, mi atención se iba siempre
por la literatura y el teatro, es decir, a aquellos campos en los que puedo seguir
«pensando»; pero he aquí que, en esta etapa de mi vida, la música comienza a hacer
valer sus derechos, y de nuevo me siento capaz de abandonarme a algo y de olvidarme a
mí misma. Sobre todo, me siento atraida por la claridad y la serenidad de los clásicos y
no de los modernos, demasiado atormentados. Las nueve de la noche. Dios mío,
quédate junto a mí y dame fuerzas, porque la lucha promete ser dura. Su boca y su
cuerpo estaban tan cerca de mí esta tarde, que no puedo olvidarlos. No quiero tener una
relación con él. Sin embargo, estamos tomando claramente ese camino. Pero no lo
quiero. Su futura esposa está en Londres, sola, y lo espera. Para mí los vínculos son
muy importantes. Ahora que me estoy volviendo poco a poco más «recogida», me doy
cuenta de que soy una persona terriblemente seria que no bromea con el amor. Lo que
yo quiero es un solo hombre para toda la vida y construir algo juntos. A fin de cuentas,
todas esas aventuras y relaciones que he tenido me han desgarrado por dentro y me han
hecho mortalmente desgraciada. Pero no me reconocía con la fuerza suficiente para
defenderme, y era la curiosidad la que acababa ganando. Pero ahora que mis fuerzas
interiores se han organizado, también ellas comienzan a luchar contra mi deseo de
aventuras y contra mi curiosidad erótica, que se inclina hacia muchos hombres. En el
fondo no es más que una Spielerei (un pasatiempo): a un hombre se le puede conocer
muy bien con la intuición, no es necesario tener una relación con él. Pero, ¡santo cielo!
¡qué difícil me está resultando! Esta tarde, su boca me pareció tan natural y
encantadora, que casi la he podido rozar con mis labios. Habíamos comenzado a hacer
la lucha distanciados los dos y al final terminamos reposando el uno en brazos del otro.
No me ha besado, pero en cierto momento me ha dado un buen mordisco en la mejilla y
lo más inolvidable ha sido cuando, sobrepuesto completamente, me ha preguntado con
sospecha y timidez casi dolorosa: «¿Y mi boca, no le gusta mi boca?». Sin duda alguna
es su punto débil. El combate contra su propia sensualidad localizada en aquella boca
carnosa y maravillosamente expresiva. Y el temor a asustar a los demás con aquella
boca. Me conmueve este tipo. Y perdí la paz. Él añadió: «Pero mi boca puede hacerse
pequeña», y me señaló una parte de su labio inferior que sobresale singularmente del
ángulo derecho y forma una curva muy pronunciada —una parte del labio que se le va
por su cuenta—, «¿ha visto usted alguna vez algo tan caprichoso? Esto no se ve casi
nunca», no recuerdo bien las palabras que empleó. Entonces volví a rozar con mis
labios aquel caprichoso pedacito de carne. Pero no llegué a besarlo realmente. Todavía
no siento una verdadera pasión por él, pero lo quiero mucho y no quisiera que este
sentimiento tan bueno y tan humano se enturbiase con una relación.
Viernes 21 de marzo, ocho y media de la mañana. En realidad, no quiero escribir
nada: me siento tan ligera, tan radiante y contenta que, en contraste, cualquier palabra
me va a parecer de plomo. Pero esta mañana me he ganado merecidamente esta alegría
interior que siento, porque he tenido que conquistarla con un corazón inquieto y
palpitante. Después de haberme lavado con agua helada de la cabeza a los pies, me he
tendido sobre las losetas del baño el tiempo suficiente para recuperar una calma
perfecta. Ahora ya estoy, como se dice, «dispuesta al combate», y este combate no deja
de llenarme de una cierta excitación deportiva. […]

Debo llegar a vencer ese miedo indefinido que llevo dentro. La vida es difícil
ciertamente, un combate minuto tras minuto (¡no exageres, tesoro!), pero es un combate
atrayente. Antes me imaginaba un futuro caótico porque me negaba a vivir el instante
siguiente. Era como un niño engreído que quiere que le regalen todo. A veces sentía la
certeza — muy vaga por lo demás— de que en el futuro iba a lograr ser «alguien», de
«hacer grandes cosas»; otras veces, en cambio, me replegaba por aquel miedo caótico a
desaparecer sin dejar huellas. Ahora comienzo a entender por qué: me negaba a cumplir
los deberes que tenía delante, me negaba a subir hacia el futuro escalón por escalón.
Pero ahora, ahora que cada minuto es pleno, pleno hasta el borde de vida y de
experiencia, de lucha, de victorias y caídas, y nuevamente lucha y a veces paz— ahora
ya no pienso en el futuro, en otras palabras, me es indiferente lograr hacer algo
extraordinario o no, porque estoy convencida de que algo bueno saldrá. Antes vivía
como en una fase preparatoria, con la sensación de que nada de lo que hacía era lo
«verdadero», sino una preparación para algo distinto, para lo grande, lo verdadero, eso.
Ahora ya no siento así. Vivo, vivo plenamente, y la vida vale la pena vivirla ahora, hoy,
en este mismo momento. Por eso, si supiera que voy a morir mañana, diría: ¡Qué
lástima, pero como ha sido, ha sido un bien! Esto lo he predicado ya otras veces, pero
en teoría. Recuerdo que una tarde de verano me había sentado a conversar con Frans
cerca de Reijnders y mis palabras expresaban sobre todo una especie de cansancio, algo
así como: «Mira, si mañana acabase todo, dado como están las cosas no me haría un
gran problema. Ya hemos conocido la vida, lo hemos vivido todo, aunque sea en el
espíritu, podemos decir que no estamos aferrados rabiosamente a la vida». Más o menos
así era mi manera de pensar, propia de gente vieja, prudente, cansada. Ya no pienso así.
Pero ahora, ¡a trabajar se ha dicho!

Sábado, ocho de la noche. [...] Debo esforzarme por no perder el contacto con
este cuaderno, es decir, conmigo misma; de lo contrario, tendré problemas. Todavía
corro el peligro de perderme y extraviarme a cada instante. Lo siento vagamente en este
momento, aunque quizá se deba sólo al cansancio.

Domingo 23 de marzo, a las cuatro. Me he equivocado otra vez. «No sé qué es


lo que quiero». De nuevo me siento invadida por una gran inquietud, por una especie de
ansia de búsqueda, que me produce una gran tensión. Pienso con nostalgia en los dos
últimos domingos: aquellas jornadas se abrían ante mí como grandes llanuras abiertas,
que podía atravesar libremente, perspectivas amplias y despejadas. Ahora, en cambio,
me vuelvo a hallar en medio de malezas.

Todo arrancó ayer por la tarde, cuando la inquietud comenzó a subir dentro de
mí como los vapores de un pantano.
Quería hacer un poco de filosofía — pero comencé a dudar: quizá sea mejor el
ensayo sobre La Guerra y la Paz, o tal vez Alfred Adler vaya mejor con el humor que
tengo. Y terminé leyendo una historia de amor hindú. Simplemente he estado luchando
contra el agotamiento natural hasta ver, finalmente, que lo mejor era parar. Esta mañana
me he sentido mejor, pero mientras pedaleaba por el Apollolaan me ha vuelto ese
cansancio, ese cuestionamiento ansioso, que me lleva a pensar que todo es vacío y que
la vida no se realiza plenamente porque es una mezcolanza sin sentido. Ahora me siento
hundida en el pantano. Y ni siquiera el pensamiento de que «esto, después de todo, va a
pasar», me tranquiliza en lo más mínimo.

Lunes, nueve y media de la mañana. Un poco más tarde, una simple anotación
entre dos frases. [...] Es extraño, en cierto modo S. sigue siendo un extraño para mí. A
veces, cuando acaricia mi cara con su mano fuerte y cálida, o roza fugazmente mis
pestañas con la punta de sus dedos, con un gesto verdaderamente inimitable, me entran,
después, ganas de rebelarme: ¿quién te ha dado permiso, con qué derecho me tocas?
Ahora creo comprender. La primera vez que hicimos la lucha me resultó una cosa
simpática, deportiva, un tanto inesperada, pero «entré» a ella pensando: «debe ser parte
de la terapia». Y, por lo visto era así, ya que, acabada la lucha, al separarse, S. comentó:
«Cuerpo y alma son una sola cosa». No puedo negar que aquello movilizó mis instintos
eróticos, pero al ver a S. tan frio y objetivo, me sobrepuse de inmediato. Más tarde, al
estar de nuevo sentados uno frente al otro, me dijo: «Espero que esto no la turbe
demasiado, porque, a fin de cuentas, yo la agarro un poco por todas partes», y como
demostración de sus palabras, me rozaba con su mano el pecho, los brazos y los
hombros. Yo dije para mis adentros: ¡Qué maldito eres! Sabes perfectamente lo
«excitable» que soy eróticamente como tú mismo me lo has dicho; sin embargo, eres
honesto al hablarme abiertamente y, en cuanto a mí, ya sabré reponerme. S. me había
dicho también que no debía enamorarme de él, que era una advertencia que solía hacer
al inicio de la terapia. Me pareció responsable de su parte, aunque no me gustó del todo.
Pero la segunda vez fue diferente. También S. se puso «erótico» esta vez, y
cuando, llegados a un cierto punto, él estaba sobre mí y dejaba escapar pequeños
gemidos y le vinieron las más antiguas convulsiones del mundo, entonces afloraron en
mí los pensamientos más bajos, semejantes a los miasmas que exhalan los pantanos, y
pensé: «¡Qué buen modo de curar a sus pacientes…! Te das tu placer y encima te pagan,
aunque sea poco».
Pero el modo como sus manos me habían apretado durante aquella lucha, la
forma como me mordisqueó la oreja o como me agarró la cara con sus manos fuertes,
todo eso me hizo enloquecer. En todos esos gestos constaté el toque de un amante
experto y fascinante. Al mismo tiempo, me desagradaba mucho el que se aprovechase
de la situación. Pero al final, desapareció esa aversión, y se creó entre los dos una
intimidad y un contacto tan personal que no se ha vuelto a repetir nunca más. Mientras
estábamos acostados en el suelo, le oí decir: «No quiero establecer una relación con
usted». Y también: «Debo confesarle sinceramente que usted me gusta mucho».
Después añadió algo acerca de la compatibilidad de caracteres. Y un poco más tarde: «Y
ahora deme un besito de amiga…», pero yo ya no estaba dispuesta y giré tímidamente
la cabeza. Terminada la sesión, él había vuelto a ser el de siempre y comentó con
naturalidad, como reflexionando: «Es comprensible, al fin y al cabo; además, sabe
usted, yo de niño era muy soñador…», y me contó un trozo de su vida. Él hablaba y yo
escuchaba tranquilamente; de vez en cuando me acariciaba tiernamente el rostro con la
mano. Y así volví a casa, cargada de sentimientos contradictorios: rebeldía por su mal
comportamiento, ternura, amistad buena y humana, y un tremendo fantaseo erótico,
provocado por sus gestos tan refinados. En los dos días siguientes no hice otra cosa que
pensar en él; pero pensar no es la palabra justa, era más bien una sujeción física. Su
cuerpo grueso y ágil me amenazaba por todas partes, estaba sobre mí, debajo de mí, por
todos lados y amenazaba aplastarme, no podía trabajar, no podía hacer nada y pensaba
horrorizada: «¡Qué lío, Dios mío! He ido donde él a curarme psicológicamente, a poner
un poco de claridad en mi vida, y me viene a ocurrir esto, peor que nunca». Me he
pasado estos días pensando en la próxima entrevista en su casa y me he estado llenando
la cabeza de pensamientos eróticos, luego vino aquello que ocurrió cuando fui a verle
con mi malla de gimnasia bajo la falda de lana, aquella vez en que mis fantasías
desenfrenadas se estrellaron violentamente contra su frialdad objetiva. Ahora entiendo.
En el intervalo, S. había recapacitado y recuperado su objetividad, había librado su
propia batalla. Al verme nuevamente, me preguntó: «¿Ha pensado en mí esta
semana?». Le respondí vagamente y bajé la cabeza. Él continuó francamente: «La
verdad es que yo sí he pensado muchísimo en usted en los primeros días de la semana».
Bueno, después siguió esa lucha de la que ya he hablado tanto, que fue una cosa
desagradable y me produjo aquella crisis. S. no sabe todavía por qué me comporté
aquella vez de manera tan rígida y extraña, cree que fue por mi excitación erótica. Pero
también sus propios conflictos quedaron al descubierto aquella vez. Recuerdo que me
dijo: «Usted también es una “desafío” para mí», y me contó que había podido
mantenerse fiel a su amiga durante dos años, a pesar de su temperamento fuerte.
Confieso que eso de ser un «desafío», me sonó a una cosa neutral y estrictamente
profesional; yo quería ser «yo» para él; era una niña engreída que quería «tener» a aquel
hombre, aun cuando mi corazón no estuviese de acuerdo: en mis fantasías, me había
propuesto que S. fuera mi hombre, quería tenerlo de amante, y punto. Yo no estaba muy
bien en aquel momento, pero de esto ya he escrito.
Ahora me siento a la par con él, siento que mi lucha es comparable a la suya,
que también en mí se enfrentan los instintos impuros con los más nobles.
Pero por el hecho de haberse mostrado de golpe como un hombre, de haberse
quitado deliberadamente la máscara de «psicólogo» y haberse convertido en persona, S.
ha perdido un poco de autoridad — me ha enriquecido, pero también me ha golpeado
un poco, me ha hecho una pequeña herida que todavía no se ha curado y que me hace
sentirlo más extraño todavía: «¿Quién eres tú?, ¿quién te ha dicho que puedes
inmiscuirte en mi vida tan íntimamente?». Rilke ha escrito una espléndida poesía sobre
este estado de ánimo, espero encontrarla y volverla a leer una y otra vez.
Después de buscar un poco, he encontrado la poesía de Rilke en que estaba
pensando. Me la dio a conocer Abrascha hace varios años, en una tarde de verano
paseando por el Zuidelijke Wandelweg, porque según él –por no sé que oscura razón- se
aplicaba a mí: tal vez, quién sabe, porque seguía viéndolo como un extraño, a pesar de
la intimidad que había entonces entre los dos. Ahora comienzo a notar en mí esta
ambivalencia, gracias a mi «enfrentamiento»con S. y a la aclaración que se hizo. Lo que
aquí me interesan son los dos últimos versos:
Y extrañamente sentí a un extraño decir:
¡yo estoy junto a ti!

Martes 25 de marzo, nueve de la noche. [...] Cuando se es, como yo, todavía
muy joven, y se está llena de una inquebrantable voluntad de resistencia, consciente de
poder ayudar a restañar las brechas que se han abierto y de tener la fuerza para hacerlo,
apenas se da uno cuenta del empobrecimiento intelectual que ha padecido nuestra
generación y de la soledad en que se encuentra. A menos que esta inconsciencia sea otra
forma de embrutecimiento. Bonger, muerto; Ter Braak, Du Perron, Marsman, muertos;
Pos y Van den Bergh, internados en campos de concentración, y con ellos muchos más.
Tampoco puedo olvidar a Bonger. Unas horas antes de la capitulación [del ejército
holandés]. De repente, apareció la silueta maciza, densa, perfectamente reconocible, de
Bonger que bordeaba el muro de la pista de patinaje y levantaba su gruesa cabeza para
ver mejor, a través de sus gafas azules, las nubes de humo que subían del puerto
petrolero y se acumulaban por encima de la ciudad. Esta imagen, esta silueta maciza
que estiraba el cuello hacia las lejanas nubes de humo, no la olvidaré jamás. Siguiendo
un impulso espontáneo, sin ponerme la chaqueta, salí corriendo, lo alcancé y le dije:
«Buenos días, profesor Bonger, he pensado mucho en usted estos últimos días, quiero
caminar un poco con usted». Me lanzó una mirada de soslayo a través de sus gafas
azules, incapaz de acordarse de quién era yo, a pesar de haberme examinado dos veces
y de que yo había seguido sus clases durante un curso. Pero en aquellos días la gente se
sentía tan cercana entre sí, que continué caminando a su lado, con el corazón lleno de
amistad. Ya no me acuerdo exactamente de nuestra conversación. La epidemia de huida
a Inglaterra hacía estragos aquella tarde, y le pregunté: «¿Cree usted que huir sirve para
algo?». Él respondió: «Los jóvenes deben quedarse». Dije yo: «¿Cree usted que se
impondrá la democracia?». Dijo él: «Ciertamente, aunque habrá que sacrificar algunas
generaciones». También él, el vehemente Bonger, estaba desarmado como un niño, casi
afable. De pronto, tuve el deseo irreprimible de echarle mi brazo por la espalda y
guiarle, como a un niño. Y así, ciñéndole yo con mi brazo, caminamos a lo largo de la
pista de patinaje. El parecía estar roto por dentro, lo que le proporcionaba una gran
bondad. Su pasión y su agresividad se habían apagado. Mi corazón se encoge cuando
vuelvo a recordar cómo lo hallé aquel día, a él, el terror de los estudiantes. Al llegar a la
plaza Jan Willen Brouwer, me despedí de él. Me planté ante él y tomé una de sus manos
entre las mías. Él inclinó su gruesa cabeza con aire sumamente afable, me miró a través
de sus cristales azules y me dijo con un tono ceremonioso bastante cómico: «¡Hasta que
tenga el placer de volver a verla!».
Al día siguiente, la primera cosa que oí al llegar a la clase de Becker fue:
«¡Bonger ha muerto!». «No es posible, grité, he estado con él ayer a las siete». Becker
observó: «Entonces usted ha sido una de las últimas personas que han hablado con él».
Se había disparado un tiro a la cabeza a las ocho de la mañana.
Así, pues, una de sus últimas palabras había sido para una estudiante
desconocida, que él había mirado con bondad a través de un par de anteojos oscuros:
«¡Hasta que tenga el placer de volver a verla!».
Bonger no es un caso aislado. Es todo un mundo el que están derrumbando. Pero
el mundo continuará, y yo con él, hasta nueva orden, llena de coraje y de buena
voluntad. Estas desapariciones nos dejan como despojados, pero yo me siento tan rica
interiormente que esta indigencia aún no ha recorrido del todo su camino hasta mi
conciencia. No obstante, es preciso conservar el contacto con el mundo real, con el
mundo actual, intentar definir nuestro propio lugar en él. No tenemos derecho a vivir
sólo con los valores eternos. Eso podría degenerar en la política del avestruz. Vivir
totalmente tanto en el exterior como en el interior, no sacrificar nada de la realidad
exterior a la vida interior, ni tampoco al revés: he ahí una tarea exaltante. Voy a leer un
rato una estúpida novelita de la revista «Libelle» y luego a dormir. Y mañana, de nuevo
al trabajo, en la ciencia, en la casa y conmigo misma; no debo descuidar nada, ni
tampoco tomarme demasiado en serio. Buenas noches.

08.04.41. Tengo algo así como la impresión de hilar un solo y mismo hilo a
través de estas páginas. Se trata de algunos momentos de continuidad en mi vida que
constituyen mi propia realidad y que, como un camino ininterrumpido… (no sé cómo
expresarlo de una manera más precisa). Está, desde luego, el Evangelio de Mateo, del
que leo algunos versículos mañana y noche, y del que a veces cito algunas palabras en
este cuaderno. O mejor: no son ni siquiera mis pobres palabras garrapateadas sobre las
líneas azules de este cuaderno, sino la impresión de volver siempre al mismo punto, a
partir del cual sigo tejiendo el mismo hilo continuo. Y esta continuidad es la de mi vida.

Viernes 8 de mayo, 3 de la tarde, en la cama. No hay nada que hacer, tengo que
volver a ocuparme de mí misma. Durante algunos meses, dejé de lado este cuaderno
porque mi vida transcurrió clara, límpida e intensa: contactos con el mundo interior y
exterior, enriquecimiento, cabal desarrollo de mi personalidad; el contacto en Leyde con
los estudiantes, Wil, Aimé, Jan; el estudio; la Biblia, Jung, y después S., de nuevo y
siempre S.
Estoy en una especie de estancamiento, una intranquilidad un poco turbia; pero
no es propiamente intranquilidad; me siento hundida por esto. Quizá no sea más que el
cansancio físico, — el cansancio que sienten todos en esta primavera tan fría— lo que
está impidiendo que las cosas que ocurren a mi alrededor hallen resonancia en mí.
Pero debo confesar que esa relación tan particular y no explícita con S es lo que
me causa estos problemas. Debo vigilar cada paso que doy.

Las ocho de la noche. Se busca siempre una fórmula liberadora, un pensamiento


clarificador. Hace poco, mientras daba un paseo en bici, a pleno frío, me vino de
repente este pensamiento: quizá lo hago todo demasiado complicado o «interesante»
para no mirar los hechos simples y desnudos. Esta es la verdad: yo no estoy en absoluto
enamorada de él, ni siquiera lo amo. Él me apasiona, me fascina a veces como ser
humano, y me enseña una enormidad de cosas. Desde que lo conozco, he emprendido
un proceso de maduración que me parecía imposible a mi edad. No ha habido nada más.
Pero este dichoso erotismo, del que los dos estamos colmados, viene a mezclarse en el
asunto y nuestros cuerpos se han sentido atraídos el uno al otro, de manera irrevocable,
contra la voluntad de ambos. Así nos lo dijimos al principio con gran claridad. Ejemplo
de esto fue la noche de aquel domingo, creo que el 21 de abril, la primera noche que
pasé con él. Hablábamos, mejor dicho, él me hablaba de la Biblia y me leyó algo
también de Tomás de Kempis, mientras yo estaba sentada en sus rodillas. Hasta ahí todo
bien, casi no había erotismo, sólo calor humano, amistoso. Pero poco después, de
improviso, su cuerpo se hallaba sobre el mío. Permanecí largo rato entre sus brazos, y
me vino de pronto un sentimiento de tristeza y soledad; él besaba mis muslos desnudos
y yo me sentía cada vez más y más sola. «Ha sido una velada muy bella», comentó, y
yo volví a mi casa con el corazón encogido, afligida y sola. Me puse en seguida a
elaborar teorías interesantísimas sobre mi soledad, pero ¿no será simplemente que, en el
fondo de mí misma, me resisto a entregarme al contacto físico con él? No llego a
amarlo verdaderamente, y sé que su ideal es mantenerse fiel a una sola mujer; y aunque
ésta viva en Londres, eso no cambia nada. Si yo fuera de verdad una mujer magnánima
y responsable, renunciaría a todo contacto físico con él, puesto que es algo que no me
hace más que desgraciada en lo más profundo de mí misma. Pero no me siento aún con
la fuerza necesaria para renunciar a todas las posibilidades de comunicación que se
perderían con ello. Y me parece que tengo a miedo a herirlo en su orgullo masculino —
debe tenerlo también, como los demás. Sin embargo, eso “elevaría” nuestra amistad y,
en definitiva, me agradecería que le ayudara a realizar su ideal de fidelidad a esa única
mujer. Pero no soy aún más que un pequeño ser ávido. De vez en cuando, vuelvo a
desear acurrucarme en sus brazos, con riesgo de sentirme, después, desdichada. Cuenta
también, sin duda, esta vanidad pueril: «Todas esas chicas, todas esas mujeres que lo
rodean, están locas por S.; pero yo, la última que ha llegado, soy la única que ha
penetrado tan adentro en su intimidad». ¡Si de verdad hubiera en mí un sentimiento de
este tipo, sería repugnante! De hecho, corro un enorme riesgo de arruinar nuestra
amistad por culpa del erotismo.

Por la noche. Comienzo a apreciar en su justo valor el sentido de nuestra


relación. No estoy verdaderamente enamorada de él, aunque siento por él un gran
cariño. Es el primer compañero válido de verdad que he tenido frente a mí. Antes,
cuando un hombre me gustaba, me lanzaba la mayor parte de las veces sobre él, aunque,
por lo general, el contacto era decepcionante. Él ha sido el primero en luchar de verdad
contra los sentimientos impuros, y por eso mismo, simplemente siendo él mismo, me ha
enseñado a resistirlos. Ahora existe entre nosotros una tensión, una plenitud cargada de
virtualidades para el futuro, y un combate leal que me engrandece. En el fondo de mi
corazón estoy orgullosa de ser capaz de mantener tal relación.

Domingo 8 de junio de 1941, nueve y media de la mañana. Creo que lo voy a


hacer: cada mañana, antes de ponerme a trabajar, dedi​caré media hora a «volverme
hacia el interior», a escuchar lo que pasa en mí. «Volver a mí misma». También podría
decir: meditar. Pero esa palabra me horripila todavía un poco. Sí, ¿por qué no media
hora de paz conmigo misma? Mover los brazos, las pier​nas y otros músculos por la
mañana en el cuarto de baño, pero eso no basta. El hombre es cuerpo y espíritu. Media
hora de gimnasia y media hora de «meditación» pueden proporcionarnos una buena
base de concentración para toda la jornada.
Pero conseguir una «hora de paz» no es tan sencillo. Es algo que se aprende.
Tendríamos que borrar del interior todo ese peque​ño fárrago bajamente humano, todas
las fiorituras. Una cabecita como la mía se llena siempre de inquietud por tonterías. Hay
también sentimientos y pensamientos que nos elevan y nos liberan, pero ese fárrago se
insinúa por todas partes. El fin de la meditación debería consistir en crear en nuestro
interior una llanura grande y extensa, limpia de los matorrales disimulados que nos
tapan la vista. Hacer entrar un poco de «Dios» en nosotros, del mismo modo que hay un
poco de «Dios» en la Novena de Beethoven. Hacer entrar también un poco de «Amor»
en nosotros, no de un amor de lujo de media hora con el que te regalas, orgullosa de la
elevación de tus sentimientos, sino de un amor que podamos transferir de algún modo a
la modesta práctica cotidiana.
Yo podría naturalmente leer la Biblia todas las mañanas, pero no me considero
madura para ello, todavía no tengo la suficiente paz interior, y lo que hago es
esforzarme por penetrar en las intenciones de ese libro de modo demasiado cerebral,
para sumergirme en él.
Lo que voy a hacer, más bien, cada mañana es leer algunas páginas del Jardín de
la Filosofía, y tomar algunas notas en mi cuaderno cuadriculado. Podría también
ejercitarme pacientemente en dar forma a algunas ideas, por modestas que sean. Antes
eras incapaz de escribir nada debido a tu ambición. Necesitabas lo excepcional, lo
perfecto, y cosas por el estilo, te impedías simplemente escribir lo que fuera, a pesar de
que a veces te morías de ganas de hacerlo.
¡Quisiera pedirte que no te mires demasiado en el espejo, cabeza de chorlito!
¡Debe de ser espantoso ser toda una belleza! Queda una separada de su vida interior por
la ceguera que produce esa espléndida apariencia. Por otra parte, tus semejantes no
reaccionan más que a esa belleza exterior, aunque tú, interiormente, estés quizá hecha
trizas por completo. El tiempo que paso ante el espejo, impresionada de repente por una
expresión divertida, cautivadora o interesante de este rostro mío, que, no obstante, dista
mucho de ser bello, es un tiempo que podría emplear de una manera más útil. Ese
narcisismo me exaspera. En alguna ocasión me encuentro bonita, aunque se deba quizá
a la luz tamizada del baño. Y en esos momentos no puedo desprenderme de mi imagen,
me dirijo toda clase de zalamerías. Presento a mi propia mirada de admiración mi
rostro, en sus mejores ángulos. Mi fantasía favorita en esos momentos es imaginarme
en una sala, sentada a una mesa, frente al público que me mira y me encuentra bonita.
Dices siempre que quieres olvidarte de ti por completo, pero sigas siendo tan
vanidosa, no avanzarás gran cosa en la vía del olvido de ti misma. Incluso cuando
trabajo, siento a veces la necesidad repentina de ver mi rostro. Me quito las gafas y me
miro en los cristales. A veces es una auténtica compulsión. Eso me hace muy
desgraciada, porque me hace ver lo mucho que me obstaculizo todavía a mí misma. Y
de nada sirve obligarme desde fuera a no complacerme en mi imagen en el espejo. Es
del interior de donde debe venir una cierta indiferencia ante mi aspecto físico. No debo
preocuparme del mismo, sino «interiorizar» aún más mi vida. También cuando se trata
de los demás, presto a veces demasiada atención a la apariencia, a la seducción. Lo que
importa, en definitiva, es el alma, o el ser, como se quiera, que irradia a través de la
persona.

Sábado 14 de junio, siete de la noche. Nuevamente arrestos, terror, campos de


concentración, padres, hermanas y hermanos arrancados arbitrariamente a los suyos.
Todo esto lleva a buscar el sentido de esta vida, a preguntarnos si todavía tiene alguno.
Pero éste es un asunto a decidir a solas con Dios. Es posible que cada vida tenga su
propio sentido, y tal vez haga falta toda una vida para descubrirlo. De todos modos,
tengo la impresión de haber perdido toda relación con la vida y con las cosas, que todo
es efecto del azar y que es mejor desapegarse interiormente de tomar distancia respecto
a todo. Todo se presenta enormemente amenazador y aununciador de una catástrofe…
¡Y, encima, se siente esta inmensa impotencia!

Sábado, doce del mediodía. No somos más que odres vacíos en los que se vierte
la historia del mundo. Todo es azar, o nada es azar. Si creyese en la primera afirmación
no podría vivir, pero aún no estoy convencida de la segunda. He podido recobrar un
poco mis fuerzas. Creo que puedo resolver mis problemas. Al comienzo, uno tiende a
pedir la ayuda de los demás y a pensar: «No voy a poder salir de esta», pero de pronto,
se da cuenta de que ha franqueado un nuevo obstáculo, y que lo ha hecho por sí solo, y
se siente más fuerte. El domingo último (hace apenas una semana) yo estaba
desesperada por la idea de haberme vinculado totalmente con él y de tener que
prepararme para un período de grandes sufrimientos. Pero logré desprenderme, y no sé
cómo. Ciertamente no por razonamientos. Yo tiré con todas mis fuerzas psíquicas de
una cuerda imaginaria, me debatí como un pobre diablo, me defendí como pude y de
pronto me sentí libre. Vinieron después algunos breves encuentros (una noche en un
banco del Stadionkade, algunos paseos por la ciudad) más intensos que nunca –para mí
al menos. Me sentí liberada y todo mi amor, mi comprensión, mi interés y mi alegría
iban hacia él, pero sin exigir nada a cambio, sin demandar nada, lo aceptaba tal cual y
gozaba de su presencia. Quisiera solamente saber cómo he podido llegar a esta
liberación. No acabo de distinguir aún por qué caminos la he logrado. Pero debo
clarificarlo porque con ello podría quizá ayudar a otros que se vean en problemas
semejantes. Quizá no haya mejor comparación que ésta: una persona atada a otra con
una cuerda, y que tira y se debate hasta que se libra. Ella tal vez no sepa decir cómo,
será cosciente sólo de haber tenido la voluntad de liberarse y de haber empeñado en ello
todas sus fuerzas. Es lo que yo he hecho, sin duda, en el orden psíquico. Puedo sacar
todavía otra lección: el razonar, analizar lo que pasa o buscar las causas, no sirve para
nada; hay que actuar psicológicamente, invertir toda la energía para obtener un
resultado.
Ayer creí por un momento que no voy a poder seguir viviendo, que tengo
necesidad de ayuda. Había perdido el sentido de la vida y del sufrimiento; tenía la
sensación de «hundirme» bajo un peso enorme. Con todo, he continuado luchando, y
ahora, de improviso, me siento con mayores fuerzas para seguir adelante. He intentado
mirar en el fondo de los ojos al «sufrimiento» de la humanidad, valiente y sinceramente,
me las he visto con él o, mejor dicho, algo dentro de mí se ha explayado con él.
Algunos interrogantes desesperados han hallado respuesta. El gran absurdo ha cedido el
puesto a un poco más de orden y de coherencia: ahora me siento capaz de proseguir mi
camino. Ha sido otra batalla, breve pero violenta, de la que salgo enriquecida con un
poquito más de madurez. Digo que me he enfrentado con el «sufrimiento de la
humanidad» (palabras grandes que me hacen siempre rechinar los dientes), pero no es
del todo exacto. Me percibo más bien como un pequeño campo de batalla, en el que
combaten las querellas, las cuestiones planteadas por nuestra época. Lo único que
puedo hacer es permanecer humildemente disponible para que la época haga de mí un
campo de batalla. Esos problemas tienen que hallar hospitalidad en alguna parte, un
lugar donde combatir y apaciguarse, y nosotros, pobres hombres, debemos abrirles
nuestro espacio interior y no huir de ellos.
Quizá sea yo, a este respecto, un poco demasiado acogedora. A veces me
convierto en el escenario de sangrientos enfrentamientos y después lo pago muy caro,
quedo exhausta, con terribles migrañas. Pero, por el momento, no soy más que yo
misma: Etty Hillesum, una estudiante aplicada, en un cuarto risueño, con libros y un
florero con margaritas. El río ha vuelto tranquilamente a su cauce; el contacto con la
«Humanidad», «la Historia Universal» y «Sufrimiento», se ha roto. Pero así debe ser,
pues de lo contrario me volvería loca. Uno no puede estar siempre enfrascado en las
grandes cuestiones, no hay que ser un perpetuo campo de batalla. Es bueno recuperar
nuestros estrechos límites personales, entre los cuales podemos seguir nuestra pequeña
vida consciente y concienzudamente, que ha madurado y se ha vuelto más profunda por
obra de las experiencias acumuladas en estos momentos, por así decir, «impersonales»,
de contacto con toda la humanidad. Tal vez en el futuro logre expresar mejor esta vida
interior, o lo haga a través de un personaje de un cuento o de una novela, pero habrá que
esperar aún mucho tiempo.

Martes 17 de junio por la mañana. [...] Cuando uno se ha enfermado del


estómago debería comenzar por una dieta razonable, en vez de preocuparse de las
golosinas que, según él, son las causantes de su indisposición; en vez de comportarse
como un niño, debería preocuparse de sus desarreglos.
Lo he aprendido hoy en mí misma y estoy contenta. También la tristeza que me
ha acompañado en los últimos días va pasando.
Miércoles 18 de junio, nueve y media de la mañana. Tengo que aplicarme el
consejo de la sabiduría antigua: «Quien reposa en sí mismo no lleva cuenta del tiempo
que pasa; la madurez verdadera no se mide a base de tiempo».
La fuente de donde brota todo ha de ser la propia vida, no otra persona. Sin
embargo, muchos —sobre todo mujeres— extraen de los demás sus propias fuerzas: la
persona es su fuente, no la vida. Me parece una actitud por lo menos errónea y no
natural.

4 de julio. Me encuentro agitada por una agitación extraña, diabólica, que podría
ser productiva si supiera qué hacer de ella: es una agitación «creadora», no física —ni
una docena de noches tórridas de amor bastarían para aplacarla. Es una agitación casi
«sagrada». ¡Dios mío, llévame de la mano y haz de mí un instrumento tuyo, haz que
pueda escribir! Todo ha sido por culpa de Lenie, la pelirroja, y de Joop, el estudiante de
filosofía. S., con su análisis, ha puesto al descubierto sus corazones, pero me he dado
cuenta de que no se puede explicar al ser humano con ninguna fórmula psicológica:
sólo el artista es capaz de entregarnos el subsuelo irracional del ser humano.
Ignoro cómo llevar a cabo este deseo de «escribir». Todo se presenta aún
demasiado caótico, y me falta la confianza en mí o, mejor dicho, la urgente necesidad
de decir algo algo concreto. Espero todavía el momento en que todo saldrá
espontáneamente y encontrará su forma de manera natural; pero, para ello, primero hace
falta que yo misma encuentre esa forma, mi forma.

Mis días en Deventer fueron como amplios espacios soleados. Cada jornada
formaba un gran bloque, sin fisuras. Me sentía en contacto con Dios y con todos los
hombres — sin duda porque no veía a casi nadie. No olvidaré jamás esos trigales, ante
los cuales me habría arrodillado. Estaba el Ijssel y, en sus orillas, los parasoles de
colores vivos y aquellos caballos tan pacientes. Y el sol, que yo absorbía por todos mis
poros. Aquí [en Amsterdam], en cambio, cada día está dividido en mil fragmentos, la
vasta extensión ha desaparecido, y Dios se ha vuelto imposible de encontrar. Si esto
sigue así, voy a recomenzar a plantearme cuestiones sobre el sentido de los seres y de
las cosas. Esto no tiene nada que ver con un afán de profunda reflexión filosófica; es,
simplemente, la prueba de que no estoy bien. Y para colmo, sigo teniendo esa
intranquilidad tan extraña, que todavía no sé cómo encauzar. A lo mejor llega a dar
fruto, si consigo dominarla.
Todavía te falta, querida amiga, tienes aún que ganarle mucho terreno a las olas
enfurecidas, tienes que poner en orden el caos. Me viene a la mente una observación
reciente de S.: «No, usted no es tan caótica. Lo que pasa es que sigue creyendo que el
ser caótica es más genial que el ser disciplinada. Pero usted logra concentrarse muy
bien».

Lunes 4 de agosto de 1941, dos y media. S. dice que el amor a todos los hombres
vale más que el amor a uno solo, porque el amor a una sola persona no es más que una
forma de amarse a sí mismo.
Es un hombre maduro de 55 años, que ha alcanzado el amor a toda la humanidad
tras haber amado a muchos seres individuales durante toda su vida. Yo en cambio soy
una mujercita de 27 años, y llevo en mí un amor muy fuerte a la humanidad, pero me
pregunto si, durante toda mi vida, no andaré buscando a un hombre único. Y me
pregunto si eso no será una limitación, un encerramiento para la mujer. ¿Se tratará de
una tradición secular de la que debería liberarse, o se tratará, por el contrario, de un
elemento tan esencial a la naturaleza femenina que la mujer tendría que hacerse
violencia para entregar su amor a toda la humanidad y no a un solo hombre? (confieso
que la síntesis de ambos amores no está aun a mi alcance). Quizá esto explique el que
haya tan pocas mujeres importantes en las ciencias y las artes. La mujer busca siempre
al hombre único y a él le entrega su saber, su calor, su amor, su energía creadora. La
mujer busca al hombre, no a la humanidad.
Pero esta cuestión femenina no es tan sencilla. A veces, al ver en la calle a una
mujer bonita, elegante, cuidada, totalmente femenina, y quién sabe si un poco tonta,
siento que pierdo mi equilibrio: mi inteligencia, mis luchas conmigo misma, mi
sufrimiento, me parecen algo así como una carga opresora, una cosa fea, antifemenina y
quisiera ser solamente bella y tonta, una muñeca bonita deseada por un hombre. Cosa
extraña, querer ser deseada así por un hombre, como si eso fuera la consagración
suprema de nuestra condición de mujeres, cuando se trata de una necesidad muy
primitiva. Para nosotras las mujeres, la amistad, la estima, el amor que se nos da en
cuanto seres humanos, son cosas muy bellas por cierto; pero todo lo que queremos, a fin
de cuentas, ¿no es que un hombre nos desee como mujeres? Me resulta todavía
demasiado difícil anotar todo lo que quisiera decir sobre este tema.
Quizá la verdadera, la auténtica emancipación femenina no haya empezado
todavía. Aún no somos del todo seres humanos, somos mujercillas. Aún estamos atadas
y trabadas por tradiciones seculares. Aún estamos por nacer a la humanidad verdadera.
Hay en esto una tarea exaltante para la mujer.

¿Cómo estoy en relación a S.? Si pudiese a la larga poner en claro esta relación,
estoy segura de que habré puesto en claro, al mismo tiempo, mi relación con todos los
otros hombres, e incluso con la humanidad entera (¡y no les tengamos miedo a las
grandes palabras!). No me importa que parezca patético, yo debo llegar a decir las cosas
como las siento, y cuando haya logrado evacuar todo lo patético, todo lo hiperbólico,
entonces quizá me habré acercado por fin a mí misma.
¿Amo a S.? Sí, ¡hasta la locura!
¿Cómo hombre? No, sino como ser humano. Amarlo como hombre, creo que
sería no amar en él, por encima de todo, el calor, el amor, la tendencia a la bondad, que
emanan de su persona. Pero ese no es mi caso. Lo que estoy haciendo aquí es un
borrador en el que trato de formular algo, liberarme de algo, en la esperanza de que
algún día todos esos fragmentos se organicen en un todo. Lo que está claro es que no
debo huir de mí misma, ni huir de los problemas y dificultades. Aunque en realidad no
huyo, sino que me es difícil escribir. Todo lo que escribo me parece mal. Pero no te
preocupes, ¿no escribes acaso para buscar claridad? Tú no estás escribiendo obras
maestras… El sólo mirarte te molesta. No te atreves todavía a liberarte, a expulsar lo
que hay en ti, sigues terriblemente inhibida, simple y llanamente porque no te aceptas
aún tal como eres.

Es muy difícil vivir en buena armonía con Dios y con el bajo vientre. Este
pensamiento fue para mí una verdadera obsesión durante una velada musical reciente,
en la que S. y Bach estuvieron igualmente presentes. Mi relación con S. es una cosa
muy complicada. Basta que lo tenga delante y que sienta el afecto y calor, que se
desprenden de su presencia, para que me deje envolver por ellos sin más ni más. Pero al
mismo tiempo, no puedo dejar de ver en él a un tipo de rostro expresivo, cuyas manos
sensibles se tienden a veces hacia mí y cuyos ojos pueden acariciarme con una mirada
verdaderamente desgarradora. Una caricia totalmente impersonal, se entiende; que va
dirigida al ser humano, no a la mujer que tiene allí delante. Solamente la mujer quiere
que la acaricien como mujer, no como ser humano. Al menos, así lo siento yo
generalmente. Pero al obrar así, él me sitúa ante una enorme tarea, para la que hay que
esforzarse, como para un combate. Recuerdo que en una de nuestras primeras citas me
dijo que yo era para él un desafío. Pues bien, él es también para mí un desafío. Y basta,
porque me voy sitiendo cada vez peor mientras escribo, signo de que no llego a
expresar mis sentimientos reales.
No hay nada que hacer, tengo que resolver mis problemas. Tengo la impresión
de que, si lo logro, lo habré resuelto tambièn para miles de mujeres. Por eso debo
«explicarme a mí misma». Aunque la vida resulta muy difícil de explicar, sobre todo
cuando no se encuentran las palabras.
Devorar los libros, como he hecho yo desde mi más tierna infancia, no es más
que un tipo de pereza. Dejo a otros la tarea de expresarse por mí. Busco por todas partes
la confirmación de lo que fermenta y actúa en mí, pero debería intentar verlo claro con
mis propias palabras. Tengo que echar por la borda mucha pereza, pero sobre todo
muchas inhibiciones e incertidumbres, para llegar a mí misma. Y para llegar a los
demás a través de mí. Debo ver claro en este punto y aceptarme a mí misma. ¡Todo en
mí es tan pesado, y yo querría ser tan ligera...! Desde hace años, no hago más que
almacenar en un gran depósito, pero todo lo que almaceno deberá un día salir a la luz;
de lo contrario, tendré la impresión de haber vivido para nada, de haber despojado a la
humanidad sin darle nada a cambio. A veces tengo la impresión de ser un parásito; de
ahí esos accesos de profunda depresión y de duda en cuanto a la utilidad de mi vida.
Quizá la misión que me corresponde sea explicarme, vérmelas de verdad con todo lo
que me hostiga, me atormenta y me exige desesperadamente solución y formulación.
Porque estos problemas no son exclusivamente míos, sino de muchos otros. Si,
al final de una larga vida, logro encontrar una forma para lo que todavía es caótico en
mí, quizás haya cumplido mi pequeña misión. Al escribir estas palabras, creo sentir
cómo en alguna parte de mi subconsciente crece una auténtica náusea. La causa son
estas palabras: «misión», «humanidad», «solución a los problemas». Estas palabras me
parecen pretenciosas, y yo misma me veo como una insignificante y pequeña pedante,
aunque es por falta de coraje. ¡No, hija mía, aún te falta mucho, andas aún muy lejos! Y
debería prohibirte tocar a un solo filósofo de cierta profundidad, en tanto no te tomes a
ti misma un poco más en serio.
En la espera de ello, creo que voy a salir a comprar el melón que quiero
ofrecerle esta noche a los Nethe. ¡También eso forma parte de la vida!
A veces me siento como un basurero: turbia por dentro, vanidosa, indecisa, llena
de sentimientos de inferioridad. Pero hay en mí una auténtica sinceridad y un deseo
apasionado, casi elemental, de claridad y de armonía entre lo exterior y lo interior.
Con frecuencia aspiro a vivir en la celda de un monje, con un concentrado de
sabiduría secular en unas estanterías que recorran el largo de las paredes, y con vista a
unos campos de trigo que ondeen al viento. Allí querría estar para hundirme en los
siglos y en mí misma, y a la larga encontraría la paz y la claridad. Pero no debe ser tan
difícil. Es aquí y ahora, en este lugar, en este mundo, donde debo encontrar la claridad,
la paz y el equilibrio. Debo meterme sin cesar en la realidad, debo confrontarme con
todo lo que encuentre en mi camino, debo acoger y nutrir el mundo exterior con mi
mundo interior y viceversa, pero me resulta terriblemente difícil y por eso me siento
como oprimida.
Una tarde en el campo, S. miraba absorto el horizonte y yo le dije: «¿En qué
está pensando usted?». Me respondió: «En los demonios que atormentan a la
humanidad» le acababa de contar que Klaas por poco mata a su hija, porque no le había
traído el que él le había pedido). S. estaba sentado a la sombra de un árbol y yo tenía mi
cabeza sobre sus rodillas, de pronto exclamé, mejor dicho, se me escapó decirle: «¡Qué
bien me vendría ahora un beso no demoníaco!». Me contesto: «Entonces venga a
buscarlo». Me levanté bruscamente, como fingiendo no haberle dicho nada, pero ahí
estábamos los dos, acostados sobre la hierba, boca a boca. Pasado lo cual, me preguntó:
«¿Y a esto llama usted “no demoníaco?».
​Pero, ¿qué representa en realidad este beso? Es un hecho aislado en nuestra
relación. Él me hace desear al hombre entero y, sin embargo, no lo quiero. No lo amo en
absoluto en cuanto hombre, ¡es lo más extraño! ¿Será entonces, una vez más, ese
maldito afán de afirmarse uno mismo poseyendo a otro? En mi caso, sería poseerlo
físicamente, dado que que ya lo “poseo” espiritualmente, ¡lo cual es, sin duda, lo más
importante! ¿Se trata de esa tradición malsana por la cual, cuando dos personas de sexo
opuesto establecen relaciones estrechas, se creen obligadas, llegado un momento, a
medirse también físicamente? En mí, ciertamente, esto se da de manera muy fuerte.
Basta que esté con un hombre, para que me ponga de inmediato al acecho de lo que me
podría ofrecer sexualmente. Obviamente, es una mala costumbre que habrá que extirpar.
Pero en el caso de él, probablemente él ha recorrido un mayor camino que yo, aunque a
pesar de ello yo tenga a veces que luchar contra sus pulsiones eróticas. Ambos somos
en realidad un «desafío», el uno para el otro; aunque tal vez parezca tonto y alguien
podría decirnos que nos gusta hacernos problemas, porque todo podría ser mucho más
simple…
Lo siento por el melón, no podré comprarlo esta vez. Me siento podrida por
dentro, siento una pelota que me asfixia, y también en lo físico me siento horriblemente
mal. Pero no te engañes, hija mía: no se trata de tu cuerpo, es tu almita descontrolada la
que te hace de las suyas.
Dentro de un rato, sin duda, volveré a escribir: «¡Qué bella es la vida! ¡Y qué
feliz me siento!». Pero de momento, no puedo ni imaginar el estado de ánimo que eso
supone.
Me falta todavía un leitmotiv. Un río subterráneo único y bien determinado: el
manantial interior, en el que me abrevo, se me empantana continuamente –y, encima,
pienso demasiado.
Mis ideas flotan entorno a mí como un vestido demasiado grande, dentro del
cual todavía puedo crecer. Mi espíritu se aplica a seguir mi intuición; lo cual está bien.
Pero mi espíritu, o mi razón –como quiera llamársele–, debe hacer a veces esfuerzos
terribles para atrapar toda suerte de presentimientos antes de que se le escapen. Una
multitud de ideas vagas pugnan dentro por hallar desesperadamente una formulación
concreta, pero tal vez todavía no estén maduras para ello. Debo seguir escuchándome a
mí misma, debo «escuchar dentro de mí»…, y comer y dormir bien para mantener mi
equilibrio, de lo contrario, caeré en lo de Dostoievski, aun cuando en nuestra época el
estilo haya cambiado.

5 de agosto de 1941. Hay que empezar a labrar el gran bloque de granito bruto
que llevamos en nosotros mismos, y sacar de él algunas modestas figuras, si no
queremos ser aplastados a la larga. Si no nos esforzamos por encontrar nuestra «forma»,
nos veremos engullidos en la noche y el caos; cada vez estoy más convencida de ello.

(¿5 de agosto de 1941?) Todavía no soy capaz de escribir. Quiero escribir lo que
hay en el corazón de la realidad, pero todavía no consigo alcanzarlo. Lo que me
interesa, de momento, es la atmósfera de las cosas, casi podría​mos decir su «alma»,
pero su realidad substancial se me escapa. No tengo dominio sobre ella. Debemos llegar
a describir lo concreto, lo terrestre, y a iluminarlo desde el interior con nuestras
palabras, con nuestro espíritu, de tal modo que quede revelada el alma de las cosas. Si
queremos ir directamente al «alma», las cosas quedan vagas y sin forma. Cuando me
haya metido bien en la cabeza que quiero escribir, escribir de verdad, eso se convertirá
para mí en un largo camino de sufrimiento, lo percibo perfectamente, y me inspi​ra un
cierto escalofrío. La cuestión es saber si tendré el talento sufi​ciente para hacerlo.

Deventer, viernes 8 de agosto, diez y cuarto de la mañana. [...] Hasta ahora,


ninguna carta de S., ¡el bribón! Me gustaría tanto verlo allí, en Wageningen, en el lujoso
desorden de aquella casona, rodeado de todas esas piadosas hijas.
Lo primero que dijo mi madre al subir a verla fue: «¡Ay, me siento tan mal!». Y
es curioso: basta que papá dé un pequeño suspiro para que se me parta el corazón, pero
si mamá dice algo con ese pathos que la caracteriza, como por ejemplo: «¡Ay, qué
martirio! No he podido pegar ojo en toda la noche, etc. etc.», no me conmueve en
absoluto.
Antes, cuando me levantaba tarde, me desanimaba y pensaba: ya eché a perder
todo el día, no voy a poder hacer nada. Todavía lo siento, es una especie de malestar,
como si perdiera algo que no voy a poder recuperar nunca. Podría escribir un tratado de
psicología sobre este tema, pero me he propuesto ya no escribir sobre temas «difíciles»,
lo haré más adelante, cuando se vuelvan fáciles. No tengo idea de lo que voy a hacer
hoy. No logro trabajar en esta casa, no encuentro lugar para mí, y no logro
concentrarme. Mejor me dedicaré a descansar lo más que pueda.

«Charlatana, arpía, ¿hasta cuándo vas a seguir lloriqueando? Cotorrea de una


vez, todo lo que llevas dentro». Así pienso yo de mi madre cuando me habla. Mamá
tiene el don de vaciarme de mi energía. Me esfuerzo por ser objetiva y quererla, pero en
el fondo no puedo dejar de pensar de ella: qué loca, qué ridícula eres. Reconozco que es
muy mala actitud la mía, pero siento también que aquí yo no vivo, no se me permite
vivir; tengo que dejar mi vida para después, para cuando me marche de esta casa. Siento
que me falta energía para trabajar con inteligencia, es como si en esta casa te chuparan
toda tu energía. Ya son las once y no he hecho más que mecerme en este banco junto a
la ventana, los platos del desayuno siguen sobre la mesa y mi madre sigue con sus
jeremiadas patéticas sobre la cartilla de racionamiento de la mantequilla, o sobre su
salud o cosas por el estilo. Y sin embargo no es una mujer exenta de calidad. Eso es lo
trágico de la situación: hay aquí todo un capital de cultura y calidad humana, en papá y
en mamá, pero se mantiene ampliamente inutilizado. Nos rompemos la cabeza en un
montón de problemas no resueltos y cambios repentinos de humor; es una situación
caótica y triste que refleja, a su manera, el caos demasiado visible que reina en el hogar.
Se cree una excelente ama de casa, y no advierte cómo anula a los que rodean con sus
afanes domésticos. La cabeza se me carga hasta estallar. Pero hay que seguir adelante.
La vida en esta casa se echa a perder en tonterías, se ahoga en menudencias, no se la
emplea en lo que es de veras importante. Si me quedase a vivir aquí, caería en una
suerte de melancolía crónica. Y no se puede hacer nada, no se puede ayudar o
intervenir. Todo está tan desequilibrado. La noche en que les hablé con gran entusiasmo
de S. y de su trabajo, reaccionaron de manera deliciosa, con asombro, con fantasía, con
sentido del humor. Me fui a dormir contenta, pensando dentro de mí que a pesar de todo
podían ser personas simpáticas. Pero al día siguiente todo fue escepticismo y bromas
estúpidas: fue como si no pudiesen confiar en el entusiasmo de la noche anterior, y
creyesen que mejor era así. Bien, Etty, levanta el ánimo y sigue adelante. Pero el dolor
de estómago me impide sentirme bien. Esta tarde dormiré un poco e iré después a la
biblioteca a seguir estudiando al Dr. Pfister. Debo mostrarme agradecida por tanto
tiempo que tengo a mi disposición. No seas estúpida, empléalo bien en nombre de Dios.
Y basta ya con esta cháchara.

Once de la noche. Comienzo a pensar que se está convirtiendo en una amistad


importante, en el más pleno sentido de la palabra amistad. Lo asumo con profunda
seriedad — pero no con una seriedad que se impone sobre la realidad y que después
podría parecerme exagerada, no natural. Al menos, así me parece. Cuando recibí su
carta esta, tarde a las seis –acababa de llegar de Gorssel toda empapada por la lluvia–,
no sentí ningún contacto con sus palabras. Estaba muerta de cansancio, física y
espiritualmente, no sabía qué hacer. Decidí meterme en la cama y, bien acurrucada,
estudiar atentamente esa bonita caligrafía. Entonces caí en la cuenta del influjo tan
grande que va a ejercer S., en el desarrollo futuro de mi persona, si persevero en
«explicarme» seria y sinceramente con él y conmigo misma, y con los numerosos
problemas que me va a traer nuestra relación. Carga de significado: debo tener el valor
de vivir la vida con la «carga de significado» que traiga consigo, sin sentirme por ello
pesada, o sentimental, o no natural. Tampoco debo ver a S. como un fin, sino como un
medio para seguir creciendo y madurando. No debo pretender poseerlo. Es cierto que la
mujer busca lo concreto del cuerpo y no lo abstracto del espíritu. Para la mujer el centro
de gravedad es el hombre concreto, para el hombre es el mundo. ¿Cómo puede una
mujer desplazar este centro sin abusar de sí misma y sin violentar su propia naturaleza?
Ésta y muchas otras interrogantes saltaron a mi mente con la lectura de su carta, que ha
sido para mí muy estimulante.
Ponerme en el lugar de la otra persona. La amistad debe tender también hacia
un fin.

Esta casa mezcla curiosamente la barbarie con la cultura más refinada. Abunda
el capital intelectual pero está mal invertido y administrado, se dilapida a manos llenas.
Es deprimente, trágico. ¡Qué manicomio es esta casa! Un ser humano no puede ser feliz
aquí.
No logro anotar todas estas cosas cotidianas. No tienen importancia para mí.

Sábado 9 de agosto de 1941. Conozco dos tipos de soledad. Una me pone triste
hasta la muerte y me hace tener la impresión de estar perdida y sin dirección. La otra,
por el contrario, me hace fuerte y feliz. La primera proviene del hecho de tener la
impresión de no estar ya en contacto con mis semejantes, de estar totalmente separada
de cada uno de ellos y de mí misma, hasta el punto de no comprender ya qué sentido
puede tener la vida. Me parece que la vida y no tiene coherencia alguna y que no
encuentro mi sitio en ella. Pero la experiencia de la otra soledad me hace fuerte y segura
de mí misma: en ella me siento en comunión con cada uno, con todo y con Dios… Me
siento insertada en un gran todo pleno de sentido, y tengo la impresión de que también
puedo compartir con otros esta fuerza que hay en mí.

Miércoles 13 de agosto. [...] Una objetividad clínica y fría naturalmente no va


con mi carácter. Tengo demasiado sentimiento. Pero no me quiebro como antes.
Daan se ha estrellado con su avión. Uno de tantos y tantos jóvenes llenos de
vida, ricos de promesa, que mueren día y noche. No sé qué pensar. Con tanto dolor a mi
alrededor, me da vergüenza andar preocupada por mis estados de ánimo. Pero a pesar de
todo debes seguir tomándote en serio, debes seguir siendo tu centro de interés, y en
cierto modo debes procurar dominar los hechos de este mundo; no puedes cerrar los
ojos ante ninguna situación, debes «explicarte» con esta época terrible, y buscar
respuesta a las innumerables cuestiones de vida y muerte que te plantean. Es la forma
de poder hallarles alguna respuesta, y no sólo para ti, sino también para los demás. Es
evidente que tengo que vivir y afrontar todo lo que ocurra. A veces me siento como un
poste clavado al borde de un mar embravecido, batido por todos lados por las olas. Pero
permanezco erguida, afronto la erosión de los años. Quisiera seguir viviendo
plenamente. Quisiera llegar a ser el cronista de los hechos de este tiempo (hay una bulla
tremenda en el piso de abajo, se oyen los gritos de papá: «¡Vete de una vez!», dice, y
tira la puerta; también esto lo tengo que digerir, pero me echo a llorar, señal de que
todavía no logro ser objetiva; no se puede vivir en esta casa, pero ¡coraje!, sigamos
adelante); sí, ser cronista, decía. Observo que junto a mis sufrimientos personales tengo
siempre una curiosidad objetiva, un interés apasionado por todo lo que afecta al mundo,
a los hombres, y a los movimientos de mi alma. A veces creo que esta es la tarea que
me toca realizar: clarificar todo lo que sucede a mi alrededor, para describirlo más tarde.
¡Pobre cabeza y pobre corazón, cuántas cosas vais a tener que digerir! ¡Rica cabeza,
rico corazón, que tenéis una vida tan bella! Y dejo de llorar. Pero mi cabeza me da
vueltas horriblemente. Esto es un infierno. Para describirlo tendría que saber escribir
muy bien. Pero el hecho es que yo vengo de este caos, y debo saber ponerme por
encima. S. lo llama «construir con material noble» - mi querido amigo.
A veces te quedas tan confundida y descompuesta por los traumatizantes
acontecimientos que se desarrollan a tu alrededor, que a continuación encuentras todas
las dificultades del mundo para abrir de nuevo el camino que conduce a ti misma. Y, sin
embargo, hay que hacerlo. No debes dejarte tragar por las cosas que están sucediendo,
en virtud de una suerte de sentimiento de culpabilidad. Las cosas deben aclararse
dentro de ti. Tú no debes dejarte tragar por las cosas.
Una poesía de Rilke es tan real e importante como un muchacho que cae con su
avión de combate, recuérdalo bien. Ambas son cosas que forman parte de este mundo y
no se puede ignorar una para favorecer a la otra. Vete a dormir. Hay que aceptar las
numerosas contradicciones de la vida. Tú, en cambio, quieres fundirlas todas en un
único conjunto para simplificarlas de alguna manera dentro de ti y así simplificarte la
vida. Pero el hecho es que la vida está compuesta de contradicciones, que han de
aceptarse como partes integrantes de ella, y que no se puede acentuar una a costa de
otra. Deja que el todo gire y quizá se convierta en un único conjunto. Como ya te dije,
deberías ir a dormir en vez de estar escribiendo cosas que todavía no eres capaz de
formular.

Once de la noche. Por fin un momento de paz, de bonanza. Ya no tengo nada en


que pensar. Puede deberse también a las cuatro aspirinas que me he tomado,
naturalmente.
De un diálogo con papá, paseando por el Singel:
Yo: «Compadezco a las mujeres que tengan que ver con Mischa».
Papá: «¿Qué quieres? El muchacho es famoso, no hay nada que hacer».

Sábado 23 de agosto de 1941, por la noche. Conviene de nuevo registrar


exactamente mis malos humores porque la cosa no marcha bien. Un simple resfrío
estúpido no puede ennegrecer mi visión de la vida, eso es exagerado. ¿Y cómo ha
sucedido? Todo andaba tan bien el jueves por la tarde, en el tren de Arnhem a
Amsterdam. La noche caía serena, amplia y majestuosa detrás de las ventanillas del
compartimiento. El trencito estaba atiborrado de obreros animosos, llenos de vida. Y
yo, sentada en una esquina en penumbra, observaba con un ojo la naturaleza tranquila y
con el otro las caras expresivas y los gestos pintorescos de las personas. Todo me
parecía bien, la vida, la gente. Después vino ese trecho a pie desde la estación de
Amstel por la ciudad casi a oscuras, como encantada. De repente tuve la sensación de
no estar sola, sino de «ser dos»: como si estuviese compuesta de dos personas que se
apretaban una a otra afectuosamente, y se estaba muy bien así, calentitas las dos. Fue un
estrecho contacto conmigo misma, que me hizo sentir un calor interior, una sensación
de autosuficiencia. Iba charlando animadamente conmigo misma y trotando con gran
placer por aquellas alamedas a lo largo del Amstel, inmersa completamente en mí
misma. Me daba gusto constatar que me hacía buena compañía y que estaba de acuerdo
conmigo misma. La misma sensación tuve al día siguiente. Y ayer en la tarde, cuando
salí a comprar un queso para S. y atravesaba esa parte bella del Amsterdam Sur, me
sentía como el viejo judío que camina envuelto en una nube. Seguramente debe figurar
en la mitología el judío que camina envuelto en una nube. La nube eran mis
pensamientos y sentimientos, que me envolvían, me acompañaban, y me hacían sentir
abrigada, protegida y segura. Y ahora, en cambio, con este resfrío que tengo, no siento
más que desgano, malestar y antipatía. Es realmente incomprensible la antipatía que
siento en estos casos por personas que normalmente quiero mucho. Es una actitud
negativa, destructiva, crítica, etc. etc. Y lo más extraño es que todo esto se deba a una
simple nariz tupida. Tenerle antipatía a mi prójimo no va conmigo. Cuando me siento
así debería parar de inmediato la máquina de mis pensamientos, porque se echa a correr
y arroja por los aires todo lo que encuentra. Lo prudente es irme a la cama, no me siento
bien: es mejor que tus acciones no sigan a tus pensamientos. Hans debía volver esta
noche, y esa perspectiva me irritaba considerablemente. En cuanto se manifiesta en mí
esta aversión por la gente, él se convierte automáticamente en el blanco, sin duda
porque forma parte de mi entorno inmediato. Temía, pues, su vuelta, repitiéndome lo
enojoso, lento y aburrido que me parece este muchacho. Y, sin embargo, ha vuelto
completamente fresco y lleno de vigor de su campamento y de su barca a vela. Y me
sorprendo, de repente, manteniendo con él una conversación agradable y jovial,
experimentando simpatía, interés por su rostro bronceado, sus ojos azules, todavía un
poco vagos, pero llenos de lealtad; me sorprendo levantándome de un salto para
prepararle la sopa, hablándole con animación; y descubro que en el fondo lo quiero,
como amo a todas las criaturas de Dios. No había nada de forzado en mi
comportamiento, creo más bien que lo natural en mí no es la cólera: ciertamente no va
con mi manera de ser. Pero ahora debo controlarme un poquito. Esto significa que
cuando no estoy en condiciones de trabajar o de estudiar, lo mejor es irme a dormir.

Martes 26 de agosto, por la noche. Hay en mí un pozo muy profundo. Y en ese


pozo está Dios. A veces consigo llegar a él, pero lo más frecuente es que las piedras y
escombros obstruyan el pozo, y Dios queda sepultado. Entonces es necesario volver a
sacarlo a la luz.
Me imagino que muchas personas oran con los ojos vueltos al cielo: buscan a
Dios fuera de sí mismas. Otras inclinan la cabeza y la esconden entre las manos, creo
que buscan a Dios dentro de sí.

Jueves 4 de septiembre, diez y media de la noche. La vida es un tejido de


anécdotas que esperan ser relatadas por mí. ¡Pero qué difícil me resulta! De nuevo me
siento mal. Puedo llegar a comprender bien a quienes se dedican a la bebida o se van a
la cama con cualquiera. Pero eso para mí no es el camino. A mí me corresponde
atravesar las pruebas, manteniéndome por encima y conservando la cabeza fría. Y
además, yo sola. Espero que ese desgraciado no haya estado en su casa esta tarde, pues
habría corrido de inmediato a verlo. ¡Auxilio, socorro, soy una desdichada! Estoy a
punto de estallar. ¡Sí, yo que pido a los demás que resuelvan ellos mismos sus
problemas! «Estar a la escucha de sí misma». ¡Eso lo piensas tú! Me he sentado en el
suelo, en el rincón más escondido de mi cuarto, encajada entre dos paredes, con la
cabeza inclinada hacia el suelo. Me he quedado así, completamente inmóvil, centrada,
por así decirlo, en mi ombligo, esperando recogidamente que nuevas fuerzas quieran
aflorar en mí.
Mi corazón había caído en una trampa, nada circulaba en mí, todas mis naves
estaban encalladas y mi cabeza como apretada por un casco de hierro. Cuando me
siento así y me enfrasco en mí misma, espero que algo se asiente y vuelva a circular
dentro de mí.
En fin, creo que he presumido de mis fuerzas al leer las cartas de la Freundin.
Querría ser más sencilla, como el hombre que vi esta noche, o como una pradera.
Pienso que me sigo dando demasiada importancia. Por eso, en un día como el que he
pasado, me figuro que nadie sufre tanto como yo. Sufrir en todo el cuerpo, hasta el
punto de ni siquiera soportar el roce de la punta de unos dedos, eso es justamente lo que
yo siento en mí «alma» (si se acepta denominarla así). La impresión más fugaz me hace
sufrir. «Un alma sin epidermis», como escribió Mme. Romein, creo, a propósito de
Carry van Bruggen. Quisiera irme lejos y ver cada día nuevas caras, que permanezcan
anónimas. A veces tengo la impresión de que las personas con las que tengo lazos muy
fuertes me cubren el horizonte. ¿Pero de qué horizonte estás hablando? Etty, eres una
pequeña bribona sin conciencia. Serías perfectamente capaz de analizar el origen de tus
melancolías y de tus fuertes migrañas. Pero no, no me da la gana, soy demasiado
perezosa. Señor, dame un poco de humildad.
¿Tengo una actividad demasiado intensa? Quisiera conocer este siglo por dentro
y por fuera. Lo palpo cada día, sigo al dedillo los contornos de nuestra época. ¿O vivo
sólo una ficción?
Además, me sumerjo sin cesar en la realidad. Me confronto con todo lo que se
cruza en mi camino. A veces tengo la impresión de desollarme viva. Se podría decir que
soy la primera en lanzarme de cabeza, con todas mis fuerzas, para no salir sino llena de
llagas y chichones. Pero me imagino que es necesario. A veces también, me veo como
hundida en un fuego de infierno en el que me forjo. Pero ¿forjarme para convertirme en
qué cosa? Una vez más lo veo como un proceso pasivo, como una transmutación que
tengo que sufrir. Pero también creo que las grandes cuestiones de nuestra época en
particular, y de la humanidad en general, tienen que ser enfrentadas y resueltas en mi
pequeña cabeza y no fuera. Esto sí es activo. En fin, lo peor ya pasó, me fui arrastrando
como borracha a lo largo de la pista de patinaje, manteniendo discursos extravagantes, a
la luz de la luna. Esta linda luna no es de invierno. Gentes como yo la han debido ver
muchas veces, y de todas maneras ella las ha visto. En fin, ¡qué vida tan difícil de llevar
es la mía! Me llega a hartar. En momentos como éste, preveo todo lo que me va a
suceder y me siento tan agotada que me parece inútil el vivirla todavía. Pero la vida
siempre se levanta y yo vuelvo a hallarlo todo interesante y apasionante, y me siento
combativa y llena de ideas. Hay que «saber darse pausas». Pero yo no hago otra cosa
que pasar de pausa en pausa, al menos así me parece. Pero ya está bien por ahora.
Buenas noches.
Otra idea más: quizá yo me dé demasiada importancia, pero también espero de
los otros que me den importancia. De S., por ejemplo. Querría que él supiera cuánto
sufro y al mismo tiempo se lo oculto. ¿Estará en relación con los sentimientos de
oposición que él me inspira con tanta frecuencia?

Viernes 5 de septiembre de 1941, nueve de la mañana. Me siento como quien


está saliendo de una grave enfermedad. Con la cabeza bastante ligera, pero con las
piernas todavía un poco tembleques. La pasé mal ayer. Me falta sencillez de vida. Me
entrego demasiado a desenfrenos, a bacanales de vida interior. Y quizá me identifico
demasiado con lo que leo o estudio: Dostoievski, por ejemplo, me quiebra todavía y no
sé por qué. Debo hacerme más simple, vivir sin más, no pretender ver ya los resultados.
Ya sé en qué consiste mi cura: acurrucarme en un rinconcito y escuchar a aquel que
llevo dentro, bien recogida en mí misma. Con el pensamiento no llegaré nunca. Pensar
es una bella, una soberbia ocupación para cuando estudias, pero no puedes pensarte
cuando pasas por un mal estado de ánimo. Por eso, lo mejor es hacerte pasiva, escuchar,
tomar contacto con un fragmento de eternidad.
Debes saber que estás sola y que, en cierto sentido, nadie puede ayudarte…
Todo ser humano debe seguir su propio camino, cada vez más adelante. Esta expresión
tan simple y tan trivial está, de hecho, preñada de sentido, a poco que reflexionemos
sobre su origen.
Se trata de ser más simple y de moderar mis pretensiones, incluso en mi trabajo.
Cuando desarrollo un simple tema ruso tengo siempre presente en la mente, como telón
de fondo, la Rusia entera, y creo que es mi deber escribir un libro por lo menos tan
grande como Los Hermanos Karamazov. Por una parte, me impongo exigencias muy
elevadas y, en momentos de inspiración, me siento capaz de lo máximo, pero la
inspiración no dura eternamente y, por eso en los momentos más cotidianos, me agarra
de pronto la angustia y pienso que voy a ser incapaz de realizar lo que siento dentro de
mí, en mis instantes más intensos. ¿Pero por qué voy a tener que realizar tales cosas?
Simplemente tengo que ser, vivir, intentar alcanzar una cierta humanidad. No podemos
dominarlo todo por medio de la razón; dejemos, pues, que las fuentes de los
sentimientos y de la intuición broten también ellas un poco. Saber es poder, sin duda, y
por eso es que yo acumulo saber, por una suerte de voluntad de poder. Pero a fin de
cuentas, no sé nada. Señor, dame sabiduría en vez de saber. O mejor dicho: dame ese
saber que conduce a la sabiduría y trae consigo la felicidad, y no aquél que lleva al
poder. Cuando siento en mí un poco de paz, una gran dulzura y algo de sabiduría, todo
marcha bien. Por eso reaccioné cruelmente a la observación que Fri Heil, esa famosa y
distinguida escultora, le hizo a S. respecto a mí: que parecía una tártara, así dijo, y que
bien me podía haber visto montada en una caballo salvaje galopando a través de la
estepa. Nunca sabemos gran cosa de nosotros mismos. En unas de sus cartas a S.,
Hertha le dijo: «Ayer pusiste tu mano sobre mí».
Para mí, en el fondo, la realidad no tiene nada de real y por eso me siento
incapaz de pasar a los actos; porque nunca capto ni el peso ni el alcance que tienen. Un
solo verso de Rilke es para mí más real que un desalojo. No me queda otra cosa que
pasarme toda la vida sentada ante un escritorio. Pero tampoco me creo una soñadora
estúpida. Me intereso terriblemente por todo lo que ocurre, pero a condición de
observarlo desde mi escritorio, no de vivirlo y actuar allí donde sucede. Para
comprender a los hombres y a las ideas hay que conocer también al mundo real, el
marco real donde todo se vive y se desarrolla.

Martes 9 de septiembre, por la mañana. S. es el «motor» en la vida de muchas


mujeres. Por eso, Henny en una de sus cartas lo llama: «mi Mercedes, mi grande,
elegante y querido Mercedes». Sobre él habita «la pequeña» Riet, por ejemplo. S.
confiesa que cuando ella lucha con él, se pone como una gran gata precauciosa, que
evita hacerle daño. El viernes S. llamó por teléfono a esta muchachita de dieciocho años
y su voz cambió, sí, se hizo cantarina mientras hablaba con ella: «Sí, sí, sí, Ri-ri-et».
Pero al mismo tiempo, con su otra mano acariciaba mi cara y, encima de su mesa, yo
veía abierta la carta de la otra chica, aquella con la que se quiere casar, que comenzaba
con estas palabras: «Oh, Jul, amor mío…» Y yo ahí, petrificada, mirando todo esto…
Me siento triste, terriblemente triste en estos últimos días. ¿Por qué, pues? No lo
estoy todo el tiempo y siempre me repongo a fuerza de voluntad, pero vuelvo a caer.
Jamás he encontrado una persona tan llena de amor, fuerza e inquebrantable
confianza en sí misma como S. Ese mismo viernes me dijo a este propósito: si yo
vertiese todo mi amor y mi fuerza en una sola persona, la destruiría (verderben). A
veces me hace sentir así, como sepultada por su peso. No sé. A veces pienso que
debería correr hasta el otro extremo de la tierra para liberarme de él, pero al mismo
tiempo sé que debo resolver las cosas aquí, cerca de él y con él. Otras veces no me da
ningún problema, va todo bien, pero justo entonces me hace sentir enferma: ¿cómo es
posible? Después de todo no es una persona enigmática ni complicada. ¿Será quizá la
enorme cantidad de amor que posee y dispensa a un numero infinito de personas, y que
yo quisiera que fuese sólo para mí? Hay momentos en que es así, momentos en que
quisiera que todo su amor se concentrase en mí. Pero ¿no es un deseo demasiado
«físico»? ¿O demasiado personal? No sé en absoluto cómo comportarme con este
hombre.
Intentaré recordar lo que pasó aquel viernes por la tarde: había tenido la
sensación de haber penetrado por fin en el enigma (o mejor dicho en el no-enigma) de
aquel hombre, como si él mismo me hubiese dado la llave de su personalidad oculta.
Durante varios días llevé a S. bien metido en mi corazón y creí que nunca lo perdería.
¿Y por qué, entonces, me siento ahora tan triste? ¿Por qué no tengo ya ningún contacto
con él y quisiera desligarme de él? Siento como si S. fuera demasiado para mí. ¿Cómo
fue aquel viernes? A veces, cuando se sentaba en su poltrona frente a mí, macizo y
dulce a la vez, con un no sé qué de opulento y sensual, tan humano y lleno de
benevolencia, me hacía pensar en un emperador romano en su vida privada. El por qué
lo ignoro. Hay algo de voluptuoso en esa figura, junto con un calor y una bondad
infinita; demasiado para una sola persona. ¿Debo pensar en un romano de la
decadencia? En realidad no sé nada.
Ciertamente, el dolor de estómago, la opresión, la sensación de tener un nudo
por dentro y de estar aplastada por un enorme peso, son el precio a pagar, de vez en
cuando, por mi ansia de querer conocerlo y probarlo todo. Cometo excesos a veces. El
test que me ha aplicado Taco Kuiper ha dado como resultado que soy una persona que
pretende vivirlo todo y es capaz de asimilarlo. Quiere decir, entonces, que las
«oclusiones del alma» son parte del proceso, aunque hay que procurar reducirlas al
mínimo, pues de lo contrario me harán imposible vivir. Ayer, volviendo a casa en
bicicleta, llena de una indecible tristeza, aplastada por una capa de plomo, oí aviones
pasar sobre mi cabeza, y la idea súbita de que una bomba pudiera poner fin a mis días
me llenó de una sensación de liberación. Suele ocurrirme en estos últimos tiempos que
encuentre más fácil morir que vivir.

Jueves, nueve de la mañana. [...] Pues sí, nosotras las mujeres, pobres mujeres
locas, idiotas, ilógicas, buscamos el Paraíso y el Absoluto. Sé, no obstante, en virtud del
inte​lecto -un intelecto que funciona a la perfección- que nada hay abso​luto, que todo es
relativo y matizado al infinito, que todo está preso en un perpetuo movimiento, y que
precisamente eso es lo que hace al mundo tan fascinante, tan seductor, aunque tan
doloroso también. Nosotras, las mujeres, queremos eternizarnos en el hombre. Por eso,
yo quiero que él me diga: «Tesoro, tú eres mi único bien, te amaré eternamente». Pero
eso es un sueño. Y hasta que no me lo diga, todo lo demás no tiene sentido ni existe. Lo
curioso es que yo, por mi parte, no lo amo, no quiero tener a S como mi eterno y único
hombre, pero sin embargo pretendo de él lo contrario. ¿Será que busco un amor
absoluto precisamente porque no soy capaz de él? Por lo demás, siempre deseo un
mismo nivel de intensidad, aun sabiendo, por experiencia, que eso no es posible. Sin
embargo, apenas noto en el otro una disminución eventual de nivel, me doy a la fuga.
En esto, claro está, entra en juego un sentimiento de inferioridad, algo así como: si no
consigo seducirlo hasta hacerlo arder continuamente por mí, prefiero que no haya nada
entre él y yo. Es terriblemente ilógico, lo admito, y debo extirpar de mí este
pensamiento; puesto que yo misma no sabría que hacer con un tipo que estuviese todo
el tiempo suspirando: ¡Etty, Etty! ¡Qué incómoda, qué aburrida, qué oprimida me haría
sentir!
Ayer en la noche, S. me dijo entre otras cosas: «Creo que para ti yo soy un
«primer paso» hacia un amor verdaderamente grande». Es extraño, yo he sido un
«primer paso» para muchas personas.

Probablemente sea verdad, pero me da una pena inmensa. Rechazo esas


palabras. Y creo entender por qué. Pienso que él debería ponerse celoso como un tigre
ante la posibilidad de que un gran amor entre en mi vida. Es decir, aparece en mí
nuevamente la exigencia de lo absoluto. Él me tiene que amar eternamente a mí y
únicamente a mí. Esta «eternidad» y esta «unicidad» son una idea fija que tengo. Desde
hace algunos días me siento muy sensual. Anoche fue muy fuerte. Y cuando me llamó a
las nueve: «¿Tiene usted ganas de venir?», yo salí corrriendo, loca de alegría, de
sensualidad, de abandono. Pero, hija mía, tú te cuentas historias; no hubo más que
sensualidad. No caímos de inmediato uno en los brazos del otro, no; tuvimos primero
una conversación muy intensa sobre un caso muy interesante de una personalidad
esquizoide, que había analizado esa tarde. En esos momentos yo estaba pendiente de
sus labios y totalmente asombrada por su exposición tan clara y precisa. Siento que
aprendo una enormidad de cosas con él y que estos contactos intelectuales me llenas
infinitamente más que el contacto físico. Quizá tienda a sobreestimar lo físico en virtud
de sabe Dios qué ficción que identifica sensualidad con feminidad.
Sí, es extraño. Ahora quisiera arrojarme a sus brazos y no ser más que mujer, o
mejor dicho, un pedazo de carne acariciada. Sobrestimo terriblemente el elemento
sensual, tanto que esos arrebatos de sensualidad me pueden durar varios días. Lo malo
es que estas crisis de sensualidad pueden proyectarse a toda la vida y llegar a eclipsar
todo lo demás. Y para colmo, se las quiere santificar mediante frases como: «tú eres la
eterna y la única». Reconozco que no veo las cosas con claridad, pero lo esencial es que
tengo que librarme de esto. Si sobrestimamos tanto la sensualidad, quiere decir que a
ese pequeño añadido de calor corporal que dos seres humanos se dan de vez en cuando,
uno al otro, lo elevamos por encima de su significación corriente, mediante fórmulas
mágicas, tales como «te amo por toda la eternidad». Pero hay que dejar las cosas como
son, y no intentar elevarlas hasta alturas imposibles. Entonces, justamente, al dejarlas
ser como son, les permitimos desarrollar su verdadero valor. Partir del absoluto que no
existe y que, además, en realidad no se quiere, es impedirse vivir la vida en sus
verdaderas dimensiones.

Once de la noche. En realidad, una jornada es un tiempo largo en el que pueden


ocurrir muchas cosas. En este instante, sentada en mi escritorio, me siento
extraordinariamente contenta. Con la cabeza apoyada en mi mano izquierda, siento
dentro de mí una paz benéfica; me siento encerrada en mí misma. Un verdadero éxito la
sesión de quirología en casa de Tide. En otra ocasión me habría hecho huir toda es
banda de mujeres. De hecho, el clima era muy ameno, no podía ser más sano. Swiep
trajo peras, Gera trajo pasteles, y yo mi psicología profunda. Al final, Tide, infatigable,
a las cinco de la mañana habló de su trabajo.
Pero ahora me siento incapaz de anotar lo esencial porque se habla demasiado a
mi alrededor. Hans, Bernard y Han están armando un rompecabezas. Antes yo no habría
sido capaz de leer o escribir como lo hago ahora, replegada en una esquina de la pieza y
rodeada de varias personas. Eso me habría enervado demasiado. Pero ahora yo entro tan
bien en mí misma, que los demás apenas me molestan, y me creo capaz de lograrlo
incluso en medio de una multitud. Si fuese una «niña buena», me iría a acostar, me
metería en la cuna virginal que me espera en mi cuartito, pero mi sed de compañía,
tanto como mi costumbre, amable costumbre, me retienen aquí, en esta cama, en este
«amplio refugio del amor» como lo llamé cierto día con humor patético. En fin, debo
decir que me he tomado tres aspirinas, lo cual explica esta dulce somnolencia que
siento. Mañana tendré otro programa recargado, me voy a tener que ocupar mucho de
ese desdichado que bordea la esquizofrenia y de su «complejo de padre», después
tendré que redactar una carta para S., preparar una clase de ruso y finalmente telefonear
a Aleida Schot. Y, ante todo, debo domir bien. La vida vale la pena de ser vivida. Dios
mío, te siento cada vez más cerca de mí.

Sábado, de noche. [...] Suarès a propósito de Stendhal: «Tiene fuertes ataques de


tristeza, que revela a sus amigos, pero que oculta en sus libros. Usa su mente como
máscara para cubrir sus pasiones. Dice “bons mots” para que lo dejen en paz con sus
profundos sentimientos».

He aquí tu enfermedad: pretendes encerrar la vida en tus fórmulas, abrazar todos


los fenómenos de la vida con tu mente, en vez de dejarte abrazar por la vida. Está bien
que eleves tu mente al cielo, pero no pretendas contener el cielo en tu mente. Siempre
has querido rehacer el mundo en vez de disfrutar de él tal como es. Es una actitud un
tanto despótica.

15 de septiembre de 1941. Esta tarde me he encontrado arrodillada, de repente,


sobre la alfombra oscura del cuarto de baño, con la cabeza envuelta en la bata, que
estaba echada sobre la silla de mimbre. No soy capaz de arrodillarme bien, siento una
especie de molestia. ¿Por qué? Seguramente, porque hay en mí una inclinación crítica,
racionalista e incluso atea. Con todo, siento en mí, de vez en cuan​do, una profunda
aspiración a arrodillarme, con las manos en el rostro, y a encontrar así una paz
profunda, poniéndome a la escu​cha de una fuente escondida en lo más profundo de mí
misma.

29 de septiembre de 1941. ¡Parece sencillo, pero habrá aún muchas pequeñas


crisis! ¿Dónde estamos, de hecho? Esta tarde fui en bicicleta hasta su casa,
completamente absorta en cuestiones relacionadas con su trabajo, sin ningún
sentimiento de ser «mujer». Este pensamiento me viene de repente a la mente, y yo lo
acojo con la mayor seriedad: «Trabajaría de buena gana con él, como colaboradora,
durante algunos años. Estoy verdaderamente conectada con él. Él puede enseñarme un
montón de cosas, y yo soy capaz de prestarle no pocos servicios». Llego a su casa, ¡y
todo va de una manera agradable, intensa y plena de humor! Me sentía contenta de él y
de la calidad de nuestra relación. Él mismo me había dicho, además, ayer noche: «Soy
exactamente el amigo que tú necesitas». Con ello quería decir que yo también tengo mis
ocupaciones, que trabajo con seriedad y que no estoy preocupada de por ser «mujer».
Pero descubre también que, de vez en cuando, la mujer que hay en mí se manifiesta por
sorpresa, y eso tiene un encanto particular… Es, ciertamente, un hombre amable, bueno
y apasionante, y también bastante emotivo, lleno de temperamento y, en ocasiones, con
una brizna de fantasía. A veces, puedo «sentir deseos de él», como él de mí, pero en
realidad se trata de algo secundario. Y cuando tiendo a dejar que esto ‘secundario’ deje
sentir su peso sobre la calidad real de nuestra relación, ¡debería volver a ocuparme
firmemente de mí misma! Si no lo hago, se estropearía algo precioso de verdad.

5 de octubre de 1941. Antes pensaba yo que las molestias de orden físico -


dolores de cabeza, de estómago, reumáticos- no eran más que físicas. Hoy debo
constatar que están condicionadas sobre todo por lo psíquico. El cuerpo y el ama están
muy estrechamente ligados en mí. Cuando algo no va bien psicológica o
espiritualmente, actúa asimismo sobre él cuerpo. La higiene espiritual es, pues,
terriblemente importante en mí. Uno de los aspectos positivos de estos últimos seis
meses es que ahora soy muy consciente de ello, y que ya no puedo hacer responsable a
mi cuerpo de esas molestias.

Lunes 6 de octubre, nueve de la mañana. Ayer, hacia el mediodía, me quedó


grabada una frase en la cabeza. Le pregunté a Henny: «Tide, ¿nunca has querido
casarte?». Su respuesta fue: « Dios no me ha enviado todavía un marido ». Si quisiera
aplicar esta respuesta a mí misma, debería traducirla así: si quiero vivir en armonía con
mis verdaderas fuentes, no hay duda de que debería permanecer soltera. En todo caso,
es inútil que me rompa la cabeza pensando en esto. Si escucho con toda sinceridad mi
voz interior, sabré perfectamente, cuando llegue el momento, si un hombre me ha sido
«enviado por Dios». Pero no es un tema para rumiar constantemente. Tampoco para
transigir; ni para embarcarse en un matrimonio en virtud de todo tipo de teorías
engañosas. Debo tener confianza, decirme claramente que debo seguir un camino
particular y, sobre todo, no tener la obsesión de terminar en la soledad, si no me caso
mientras todavía estoy a tiempo; no preguntarme si seré capaz de ganarme yo sola el
pan, si terminaré como una vieja solterona, o si los que me rodean se compadecen de mí
porque no tengo marido.
Ayer por la noche le dije a Han en la cama: «¿Crees que alguien como yo tiene
derecho a casarse? ¿Soy una “verdadera mujer”?». De hecho, la sexualidad no juega en
mí un gran papel, aun cuando, visto desde el exterior, dé a veces impresión de lo
contrario. ¿No es una especie de engaño atraer a los hombres en virtud de esta
impresión exterior, y no darles, sin embargo, lo que ellos desean? No soy
fundamentalmente femenina, al menos desde el punto de vista sexual. Ya no soy una
«hembra», y experimento a menudo un sentimiento de inferioridad por ello. En mí, lo
físico puro está contrariado y debilitado, desde diversos motivos, por un proceso de
espiritualización. Y, a veces, se diría en verdad que tengo vergüenza de esta
espiritualidad. Lo original y primero en mí son los sentimientos humanos. Hay en mí
como una fuente misteriosa de amor y compasión por los seres humanos, por todos los
seres. No creo que esté hecha para ser la compañera de un solo hombre. Es como si, en
ocasiones, tuviera la impresión de que es un tanto pueril no amar más que a una sola
persona. Tampoco podría permanecer fiel a un solo hombre. No tanto a causa de otros
hombres, sino porque me siento habitada por un montón de presencias. Tengo
veintisiete años, y me parece que he amado y que he sido amada hasta la saciedad. Me
siento muy vieja. Sin duda, no es casual que el hombre con el que vivo maritalmente
desde hace cinco años haya alcanzado una edad que impide cualquier proyecto de
futuro, ni que mi mejor amigo tenga la intención de casarse algún día con una joven que
vive en Londres. Un solo hombre, un solo amor...: nunca será ese mi camino; al menos,
así lo creo. Queda en pie que tengo un fuerte temperamento erótico y una gran
necesidad de caricias y de ternura. Y no me han faltado hasta ahora. Pero debo constatar
que lo que estoy escribiendo aquí no se corresponde exactamente con lo que sentía ayer
noche y esta mañana.
«Dios no me ha enviado todavía un marido».

Mi intuición interior todavía no me ha hecho decir nunca «sí» para siempre a un


hombre, y esa voz interior debe ser mi único hilo de Ariadna en todo, es cierto, pero de
modo particular en este asunto. Quiero decir, simplemente, que debe descender sobre
mí una especie de paz, con la certeza de seguir mi vía personal, confirmada por una voz
interior. Y sobre todo, no has de huir del matrimonio diciéndote: «Se ven tan pocos
hogares felices a tu alrededor…» En ese caso, sólo nos guía una especie de oposición,
de miedo y de falta de confianza en nosotros mismos. Pero, en cambio, sí rechazar el
matrimonio porque sabemos que no es nuestro propio camino. Y no hemos de
consolarnos con esta observación sarcástica tan apreciada por todas las solteronas:
«Para lo que se ve en las familias…, muchas gracias, ¡vaya cosa». Yo creo en verdad en
los matrimonios bien avenidos, y quizá fuera capaz de lograrlo; pero dejemos que las
cosas sigan su curso, no empecemos a lanzar teorías, no nos preguntemos qué es lo
mejor que podemos hacer, no calculemos en este campo. Si le place a Dios «enviarte un
marido», tanto mejor. Si no, es que tu camino es otro. Pero no te dejes ir
retrospectivamente a la amargura, y que no tengas que decir algún día: «En aquel
tiempo hubiera debido hacer esto o aquello». Nadie tiene derecho a decir tal cosa. Por
eso, a lo que ahora debes prestar tú mayor atención es al murmullo de tu fuente interior,
en vez de dejarte extraviar siempre por los decires de tu entorno y por los que pretenden
influirte. Y ahora, a trabajar.

Los sentimientos universalmente humanos son en mí más fuertes y están más


profundamente arraigados que los que son propios de la mujer como tal. Pero tendré
que entablar aún combates colosales para distanciarme de mí misma en cuanto mujer
(como esposa potencial), si eso es lo que se me presenta como la vía a la que estoy
llamada.

Martes 7 de octubre de 1941. No debes vivir de manera cerebral, sino beber en


fuentes más pro​fundas, más eternas. Eso no debe impedirte mostrarte agradecida por tu
inteligencia, que es un instrumento precioso para examinar y profundizar en las
cuestiones que surgen de tu alma. Para expresar​lo de manera más sobria, es posible que
eso quiera decir que debo dar más confianza a mi intuición. Y también significa creer
en Dios, lo cual no debe volverte pasiva, sino, al contrario, hacerte más fuer​te.

Lunes 20 de octubre, por la mañana. «Comieron hasta saciarse, engordaron y se


apegaron cada vez más a esta tierra». Todo esto viene a continuación de una buena
rebanada de pan con mantequilla y tomate, otra con mermelada de manzana y tres tazas
de té con azúcar verdadera. Tengo tendencia a la ascesis, a vencer el hambre y la sed, el
frío y el calor. Pero no sé qué romanticismo hay en todo esto; porque apenas comienza a
hacer un poquito de frío, inmediatamente quiero estar metida en cama y no salir por
nada.

Anoche le dije a S. que todos esos libros eran peligrosos para mí, por lo menos
algunas veces; que de tanto leer me estaba volviendo cada vez más perezosa y pasiva y
no quería otra cosa que seguir leyendo. De su respuesta recuerdo una palabra precisa:
«degenerativos».

A veces me supone tal esfuerzo realizar con fidelidad las acciones que deben
estructurar mi jornada — levantarme, asearme, hacer la gimnasia matinal, ponerme las
medias sin que se corran, poner la mesa, en suma, insertarme en la vida diaria —, que
apenas me quedan fuerzas para nada más. Pero cuando me levanto a tiempo como
cualquier ciudadano, experimento ya un sentimiento de orgullo, como si hubiera hecho
algo magnífico. Por el contrario, si me quedo en la cama una hora más por la mañana,
no supone para mí un reposo suplementario, sino que no he estado a la altura de lo que
debo vivir, que he flaqueado. Mientras la disciplina interior no se desarrolle, la exterior
es importantísima.

Hay una melodía dentro de mí que quiere a veces traducirse en palabras, pero a
causa de mi inhibición, de mi falta de confianza, de mi dejadez, y de no sé qué más,
permanece sofocada y escondida. A veces me vacía completamente por dentro y a veces
me colma de nuevo de una música dulce y melancólica.

A veces querría refugiarme con todo lo que llevo dentro en algunas palabras,
encontrar para todo un abrigo en algunas palabras. Pero aún no he encontrado las
palabras que quieran alojarme. Así es, en efecto. Busco un techo que me proteja, pero
debo construirme una casa, piedra sobre piedra. Todos se buscan una casa, un refugio.
Yo busco siempre para mí un par de palabras.

A veces me parece que toda palabra pronunciada y todo gesto adoptado


acrecientan el gran equívoco. Entonces quisiera hundirme en un gran silencio e imponer
este silencio a los demás. Sí, hay momentos en que cualquier palabra acrecienta los
malentendidos en esta tierra demasiado locuaz.

Deja hacer a tus manos y no pienses más. Ahora, por ejemplo, se hace la cama,
o se llevan las tazas a la cocina…; después, ya se verá. Tide tendrá sus girasoles hoy
mismo, tendré que enseñarle los rudimentos de pronunciación rusa a mi alumna, y
terminar el análisis de ese esquizoide, cuyo caso supera ampliamente mi competencia
psicológica. Haz lo que tu mano y tu alma tienen que hacer, sumergidos en cada hora, y
no te pongas en seguida a rumiar con el pensamiento tus palabras y tus preocupaciones
sobre las horas sucesivas. Debes retomar tu propia educación.

Martes 21 de octubre, después del mediodía. El nacimiento de una auténtica


autonomía interior es un proceso largo y doloroso. Implica la toma de conciencia de que
los demás no pueden ser ni apoyo ni refugio para ti, pues son inseguros, débiles e
indefensos, y tú tendrás que ser siempre la persona más fuerte. No creo que seas de las
personas que buscan esto en los demás. Siempre te has sabido valer por ti misma. Y eso
es lo que cuenta, lo demás es ficción. ¡Debes recordártelo! ¡Sobre todo porque eres
mujer y, como tal, siempre vas a querer perderte en el otro! Pero esto es otro cuento,
aunque sea bello. Dos vidas no pueden coincidir. Al menos, eso no va conmigo.
Pueden, a lo más, experimentar algunos momentos de comunión, pero ¿pueden tales
momentos justificar toda una vida en común?, ¿pueden mantenerla unida? Reconozco
que es un sentimiento fuerte, sin duda, y que puede hacer feliz a una persona. ¡Qué duro
es estar sola, Dios mío! ¡El mundo es tan inhospitalario! Mi corazón se apasiona, pero
nunca por una sola persona: ¡por todas! Es un corazón muy rico, creo. Antes pensaba
que le entregaría todo mi corazón a una sola persona; ahora veo que es imposible. Y
cuando, a los veintisiete años, se llega a «verdades» tan duras, una se siente
desesperada, sola y atemorizada muchas veces, pero también muy independiente y
orgullosa. Sólo dependo de mí y debo saber arreglármelas sola. Suelo decirme: La única
norma eres tú misma. Es la única responsabilidad que puedes tener en la vida. Y debes
asumirla plenamente. Ahora sí, llama por teléfono a S.

Miércoles 22, ocho de la mañana. Señor, dame menos pensamientos y más agua
fría y gimnasia en la mañana temprano. La vida no puede encerrarse en unas cuantas
fórmulas. Pero es lo que estás buscando hace tiempo y que te lleva a pensar demasiado:
estás intentando aprisionar la vida en fórmulas, pero no es posible, la vida es
infinitamente rica en matices, no puede quedar aprisionada ni simplificada. Pero tú sí
puedes ser simple...

Jueves 23, en la mañana. ¡Qué loca eres! ¡Deja ya de triturar tus meninges! Deja
ya de intentar meterte toda entera en una palabra o en muchas palabras rebuscadas.
Jamás las palabras te podrán contener totalmente. La tierra y el cielo de Dios son tan
vastos…
Deseo de hundirme en la oscuridad, en el seno maternal, en la colectividad.
Volverme independiente, encontrar mi estilo propio y conquistarlo sobre el caos.
Tironeada entre estas dos aspiraciones.

Viernes 24 de octubre. Esta mañana vino Levi. No debemos contagiarnos


mutuamente con nuestros abatimientos. Esta tarde, una nueva ordenanza contra los
judíos. Me permití pasar media hora de depresión y angustia por estas noticias. En otro
tiempo, me habría consolado abandonando mi trabajo para dedicarme a leer una novela.
Pero quiero terminar ahora el análisis de Mischa. La excelente reacción que ha
mostrado al teléfono es demasiado alentadora como para renunciar a ello. No es bueno
caer en un excesivo optimismo, pero lo cierto es que él merece ser ayudado. Mientras
esté abierto el acceso a su personalidad, aunque sea muy estrecho, hay que
aprovecharlo. Quizás esto pueda serle de alguna utilidad en la vida. No siempre se
pueden esperar grandes resultados, pero hay que creer también en los pequeños. Ya
llevo dos días trabajando sin dejarme vencer por mis estados de ánimo. ¡Muy bien,
muchacha! «Estoy muy apegada a esta vida». ¿Qué quieres decir con esta «vida»? ¿Una
vida como la que llevas ahora? Con los años se verá si estás verdaderamente apegada a
la vida pura y simple, en cualquier forma que se presente. Tienes suficientes fuerzas
dentro de ti. Además sueles decir: que la pase uno riendo o llorando, la vida es la vida.
Pero ese fatalismo no es lo único; está también el dinamismo occidental, que se hace
sentir con fuerza de vez en cuando: eres muy sana, estás creciendo en dirección a ti
misma, te estás volviendo autónoma. Pero ahora ¡al trabajo!

Después de una conversación con Jaap: de tanto en tanto nos intercambiamos


mutuamente fragmentos sobre nosotros mismos, pero no creo que nos comprendamos.

Martes 28 de octubre de 1941. Hace algunos días, me estaba diciendo a mí


misma: «De ingenio estoy bien servida, no tengo gran necesidad de buscado en los
demás; pero lo que sí busco en ellos es un poco de alma y de verdadero afecto
humano». Pensé entonces en un gesto de Tideman durante el último concierto de
Mischa: puso su mano sobre la mía y luego escribió en el programa: «Rezo por ti».
Desde entonces, cuando me abandona el ánimo, siento la necesidad de correr a su casa
y decirle: «¡Sí, por favor, reza por mí, lo necesito enormemente!».

Jueves 30 de octubre de 1941, por la mañana. Ayer, de repente, al abrir este


cuaderno para escribir, me vino el deseo de exclamar: ¡Quiero un hombre, un hombre
para mí sola! En ocasiones lo pienso. Pero, de hecho, no lo quiero en absoluto. Tengo la
impresión de que debo hacerlo todo completamente sola. Deseo a veces la presencia de
un hombre como una especie de límite, de frontera protectora de mi ser, porque tengo
miedo a perderme en un espacio cuyo centro no conozco. Pero ese centro debo
encontrarlo en mí, escondido en lo más profundo de mí misma.

¡Qué estúpida! ¡Deja en paz ese cerebro! Intentas expresarte toda tú en una
palabra, o en palabras coloridas y extensas; pero tales palabras jamás podrán contenerte.
El mundo y el cielo de Dios son tan vastos… ¿No lo son suficientemente?
Este querer retornar a la oscuridad, al seno materno, al colectivo; y, por otra
parte, volverme autónoma, hallar mi propia forma, arrancarla del caos... Me siento
tironeada ora de un extremo, ora del otro.
Angustia por la vida, desde todo punto de vista. Decaimiento completo. Falta de
confianza en mí misma. Repulsión. Miedo.

Esto es, lisa y llanamente, cobarde y asqueroso, y recuerda lo peor que hay en tu
pasado: vuelves a refugiarte en libros y en antologías de poesía; repites por enésima vez
el emotivo relato de tus estados anímicos: que nadie te comprende, que quisieras
escribir poemas, pero que padeces porque eres incapaz de hacerlo... Te acurrucas en el
diván, y dejas que Käthe, que se siente muy mal en estos últimos tiempos, recorra las
calles bajo la lluvia para hacer las compras. Alimentas de nuevo sublimes pensamientos
de suicidio, lo que sería pura cobardía y una solución fácil. En pocas palabras, ¡estás
regando fuera del tiesto! Y todavía te excusas a ti misma diciendo: «¡Me siento tan
estremecida...! ¡Ya no puedo más!». Y encima te has fumado esta mañana la clase de
ruso. ¡Me das vergüenza!
Hoy a mediodía, Jaap y mamá se han encontrado juntos, de repente, en mi fría y
reducida sala de estar. Jaap me da la impresión de que alberga una mortal hostilidad
contra mí, con esa crispación glacial e insegura a la vez, con esa arrogancia tras la que
se oculta un profundo desconcierto. Siento una enorme piedad por él, pero me rechaza.
Esto quizá se explique -al menos ésa es mi impresión- porque siente hacia mí un cierto
desprecio. Un día, al salir de un período de enfermedad (en un hospital psiquiátrico),
me escribió: «Cogito, ergo sum. Credis, ergo non es» [Pienso, luego existo. Crees,
luego no existes]. Sigo pensando aún que eso es lo que explica esta oposición entre
nosotros, que, sin duda, es imposible de superar. Pero no por eso debo dejar de recibido
cada vez que viene, simplemente porque es mi hermano (aunque apenas me parece que
esta razón tenga algún sentido). Si hay en él alguna hostilidad contra mí, debe de ser,
seguramente, inconsciente. Es probable que no conozca la verdadera razón. Quizá se
deba a que yo no soy suficientemente sincera con él. En cualquier caso, algo tengo que
ver en ello. Si soy tan sensible a sus críticas y a su escepticismo, lo único que eso
demuestra es que todavía hay en mí playas de inseguridad. Si no fuera así, no me
sentiría afectada por su actitud crítica y altiva.

11 de noviembre por la mañana. Muchas semanas han pasado y he vivido un


número incalculable de cosas. Sin embargo, de nuevo me encuentro ante el mismo
problema: esa necesidad, esa fantasía, esa quimera (o como se llame), de querer poseer
a un solo ser para toda la vida, hay que reducirla a añicos. Ese deseo de absoluto, hay
que pulverizarlo. Y no va a significar un empobrecimiento personal, sino todo lo
contrario, un enriquecimiento. Será una verdadera promesa cargada de matices y
sutilezas. Aceptar en las relaciones un comienzo y un fin; y verlo como un hecho
positivo y no como un motivo de tristeza. No querer apropiarse del otro, de modo que
no se pueda renunciar a él. Respetar su libertad plena, lo cual no significa en absoluto
resignación. Comienzo ahora a discernir la verdadera naturaleza de mi pasión en mis
relaciones con Max. La desesperación por sentir al otro inaccesible a fin de cuentas, era
lo que llevaba mi excitación al culmen. Probablemente yo quería alcanzar al otro de
manera errónea, demasiado absoluta. Y el absoluto no existe. La vida y las relaciones
humanas poseen multitud de matices; nada hay absoluto o totalmente objetivo –lo sé;
pero es preciso que este saber se te haga carne y sangre, no se te quede sólo en la
cabeza; hay que vivirlo. Vuelvo sobre ello a cada rato y hace falta toda una vida para
lograrlo: la vida tal como se la concibe según la propia filosofía, debe vivirse también
en el campo de la afectividad; sin duda, es el único medio que existe para alcanzar la
armonía.

Viernes 21 de noviembre. Es curioso. Últimamente me he estado sintiendo llena


de impulso creativo, capaz de escribir páginas y páginas (de mi novela «La muchacha
que no sabía arrodillarse», o algo sobre la pequeña Sra. Levi que me interesa bastante o
sobre tantas otras cosas), pero he aquí que, de repente, tengo que anotar esto: como
mordida por una víbora, salto del cubrecama azul, apremiada por una pregunta, sí, “la
pregunta”. Estoy repleta de problemas de ética, de verdad, y aun de Dios, pero salta
afuera el problema de la comida. Podría ser materia para el análisis, después de todo.
Con frecuencia —pero ya menos que antes— me estropeo el estómago simplemente por
comer demasiado, por no controlarme. Sé que debo estar atenta, pero me viene una
avidez indomable y no hay razón que valga. Sé que voy a pagar caro el simple placer de
comerme un bocado demás, pero no logro dominarme. Pienso que debo tener un
problema con el comer y que debo aclararlo, porque sin duda es un hecho simbólico.
Quién sabe si esa misma avidez la tengo en mi vida espiritual. Ese querer atiborrarme
de tantas cosas, que suele acabar en una verdadera indigestión, podría ser una
explicación. Además, es evidente la relación que existe entre mi avidez y mi querida
madre. Siempre tiene que estar hablando de la comida, es su tema recurrente: «Ya,
levántate, come algo. No has comido bastante. Qué delgada estás». Recuerdo cómo la
vi comer en una fiesta de amas de casa hace algunos años. Yo estaba sentada en la
galería de la pequeña sala del teatro de Deventer. Mi madre estaba abajo, frente a una
gran mesa, con muchas amas de casa. Tenía un vestido azul adornado de encajes. Y
comía, absorta completamente en la comida: comía con avidez y verdadera pasión. Al
verla comer así, desde lo alto de aquella galería, me vinieron dos sentimientos
contrarios: un gran disgusto y una pena enorme. No podía explicármelo.
Quizá actuaba así porque temía que le llegase a faltar algo en la vida. Para mí
era un espectáculo terriblemente triste, bestialmente desagradable. Aunque, en realidad,
no era más que un ama de casa de vestido azul con encajes, que tomaba su sopa. Si
pudiese entender todo aquello que sentí y cómo la observo ahora, entendería muchas
cosas de mi madre. Por el miedo a que algo te falte en la vida, acabas por perderlo todo.
El miedo te impide alcanzar lo esencial.
Psicológicamente se podría establecer la fórmula siguiente (ojo: habla una
simple profana): Yo experimento, con relación a mi madre, un conflicto que no acabo
de resolver; por eso reproduzco fielmente los comportamientos que detesto en ella. En
el fondo, no le doy tanta importancia a la comida aunque el comer tenga sus aspectos
simpáticos y agradables. No se trata de eso. Mi manera de estropearme el estómago
deliberadamente o contra toda razón, ciertamente oculta otra cosa. Y hay que ver qué
relación tiene con esa otra gran aspiración a la ascética, a una vida monacal a base de
pan de centeno, agua clara y fruta.

Podemos tener hambre de vida pero la avidez de vida te puede impedir alcanzar
el fin. Veo que no te faltan verdades profundas.
Pero un hecho sigue siendo interesante: Mientras estoy amenazada por una
depresión, tengo sin embargo que dedicar tiempo a pensar en el significado de mis
dolores de estómago.
Todo esto tiene relación con las últimas conversiones con S. sobre las ventajas e
inconvenientes del análisis y también con una discusión con Münsterberg. S. les
reprocha a los analistas que no aman al ser humano, y que se interesan por éste sólo
objetivamente. «No se puede curar sin amor a las personas que tienen problemas
psicológicos». Sin embargo, yo comprendía que se tratasen estas cuestiones bajo una
mirada estrictamente profesional. Un análisis te toma una hora diaria y puede durar
años, y ésta es otra cosa más que critica S. Para él, esto puede volver al individuo inapto
para la vida social. Yo formulo todo esto vulgarmente y sin matices, por supuesto, pero
no tongo tiempo (ni ganas, en verdad) de ahondar en estas cuestiones. Es un campo
difícil, en el que no soy más que una simple profana. Sin embargo, estos problemas me
ocupan de continuo y tendré que saber orientarme en la materia. ¡Ay, ay, ay, qué
caminos tan sembrados de espinas tendré que recorrer! Habrá que atravesarlo todo,
guiada sólo por mi criterio, inventándolo todo yo misma, encontrando un lenguaje
personal y descubriendo las pequeñas verdades que hay en mí. A veces maldigo las
fuerzas credoras que hay en mí y que me empujan no sé dónde; pero me ocurre también
sentir una profunda gratitud que me lleva casi al éxtasis. Estos momentos privilegiados
de gratitud por la vida que hay en mí y mi capacidad para comprender las cosas –
aunque sea a mi manera- me hacen la vida preciosa y son como los pilares que
sostienen toda mi existencia. Pero en estos momentos todo vuelve a ir al revés. La
presencia de Mischa en la ciudad debe ser por algo. No lo sé en realidad. ¡Ah Dios mío,
son tantas cosas!

Sábado 22 de noviembre, por la mañana. Deseo y temo a la vez el momento de


mi vida en que estaré finalmente conmigo misma y con una hoja de papel y no haré más
que escribir. Todavía no me atrevo. No sé por qué. El miércoles, por ejemplo, fui al
concierto con S. Cuando veo a mucha gente reunida, me viene el deseo de escribir una
novela. En el entreacto, sentí la necesidad de un lápiz y de un trozo de papel para
escribir algo, cualquier cosa, sólo por desenredar mis ideas. Pero lo que S. me ofreció
no fue un papel cualquiera sino unas notas sobre un paciente suyo. Era un tema
interesantísimo, incluso extraño, por cierto, — pero me obligó a no pensar en mí. El
tener que dar cuenta de mí misma, el sentir continuamente la necesidad de escribir, sin
atreverme aún a asumirlo… Creo que, en general, rechazo demasiado mis cosas. Pienso
que mi personalidad es más bien fuerte, pero a veces demuestro una gentileza, un
interés y una benevolencia que van en perjuicio de mí misma. Por eso, me he formado
esta teoría: una persona debe tener suficiente sentido social para no fastidiar a los demás
con sus propios humores. Aunque no se trata sólo de humores. Cuando me reprimo, me
vuelvo una asocial, ya no estoy para nadie, y esto puede durar días enteros.
Hay dentro de mí, sabe Dios por qué, una cierta dosis de melancolía, de ternura y de
sabiduría, que buscan una forma de expresarse. A veces pasan por mi mente fragmentos
de diálogos, imágenes, personajes, atmósferas. Es el aflorar repentino de lo que debe
llegar a ser mi verdad personal. Es el amor a los demás que debo conquistar — no en la
política o en un partido, sino en mí misma. Pero mantengo una timidez que me impide
confesarlo. La chica que no sabía arrodillarse terminó por aprenderlo sobre la áspera
alfombrilla de esparto de un cuarto de baño un tanto revuelto. Pero son gestos íntimos,
más íntimos aún que los que tengo en la intimidad con un hombre. A la evolución que
se ha produ​cido en mí, «la chica que no sabía arrodillarse» quisiera darle forma en
todos sus matices.
He dicho tonterías. Tengo todo el tiempo del mundo para escribir.
Probablemente, más tiempo que otros. Pero tengo esta incerti​dumbre dentro de mí. ¿Por
qué exactamente? ¿Porque te conside​ras obligada a decir cosas geniales? ¿Porque, a fin
de cuentas, eres incapaz de expresar lo que importa de verdad? Pero a eso se llega por
grados. Ser «fiel a sí mismo». Decididamente, S. tiene siem​pre razón. Lo amo tal cual es
y al mismo tiempo desbordo de hostilidad contra él. Y esta hostilidad está vinculada
todavía a afectos aún más profundos, que no me atrevo ni a tocar.

Domingo, diez de la mañana. Interesante la relación que puede haber entre los
estados de ánimo y la menstruación. Anoche yo estaba con un humor visiblemente
«exaltado» y de golpe esta noche siento que me ha cambiado toda la circulación
sanguinea. Una vivencia totalmente diferente. Uno no sabe lo que pasa y de pronto
descubre o reconoce la inminencia de sus reglas. Yo me suelo decir: si yo no quiero un
niño, ¿por qué tengo que soportar cada mes este absurdo malestar? Y me pregunto, en

momentos de irreflexión y ligereza, si no sería mejor que me quitasen todo. Pero tienes
que aceptarte como te han creado y cesar ya de verte tus lados malos. Hay tales
misterios en esa interacción entre el cuerpo y el alma. Ese humor extraño, soñador y no
obstante luminoso en el que yo estaba anoche y esta mañana, provenían de un cambio
corporal.

Esta noche he respondido con un sueño a mi reciente «complejo de comida».


Estaba muy claro, al menos así lo creía hasta que empecé a describirlo y, entonces, se
difumina. Había muchas personas en torno a una mesa, yo entre ellas, y S. a la
cabecera. S. me pregunta: «¿Por qué nunca vas a encontrarte con los demás?» Le
respondo: «Porque el comer me resulta tan aburrido». Entonces él me ha hecho esa
típica mueca suya — me pasaré la vida intentando imitarla, la hace cuando se irrita, y
pienso que es la más dura expresión que puede tener su rostro—, en la que he podido
leer algo así como: «Ah bueno, así es la cosa, ¿de modo que la comida es tan
importante para ti…?». Y he tenido esta sensación: «¡Me ha visto por dentro! Ahora ya
sabe exactamente lo materialista que soy yo». No he contado bien este sueño, ni es un
sueño que se pueda entender. Pero aquella sensación repentina —«me ha visto por
dentro, ahora ya sabe cómo estoy hecha»— fue muy fuerte, así como el espanto que me
produjo.

Todavía me queda algo más de la «trasfigurada» amplitud de esta noche. Paz, y


nuevo espacio para situar todas las cosas. Un poco enamorada, y más aficionada a Han.
Ya no en conflicto con S., ni con su trabajo. Andaré por mi propio camino, que no es
pesado, no hay por qué correr. «Su vida maduraba lentamente hacia su propia
realización». A veces pienso así. ¡Si fuera verdad! Toda esta gran jornada me pertenece:
me deslizaré por ella suavemente, sin nerviosismo y sin prisa. Gratitud, una súbita,
profunda y consciente gratitud por esta habitación clara y espaciosa, con ese ancho
diván, el escritorio con todos esos libros, el hombre tranquilo que es viejo y joven al
mismo tiempo. Y sobre ese fondo, el amigo de la boca carnosa y buena; que no tiene
secretos para mí y, sin embargo, a veces puede tornarse secretísimo. Y por encima de
todo, siempre aquella claridad y paz y confianza en mí misma. Como si, hallándome en
un bosque cerrado, de repente llegara a un lugar espacioso, donde puedo acostarme y
reposar mirando al cielo. Sé muy bien que dentro de un rato todo puede ser distinto.
Sobre todo en esta situación precaria en que me encuentro, con la parte inferior de mi
cuerpo en fermento.

Martes 25 de noviembre de 1941, nueve y media de la mañana. Algo me esta


sucediendo y no se si se trata de un simple estado de ánimo o de un cambio esencial.
Siento que soy nuevamente dueña de mí, más autónoma, más independiente. Ayer por
la tarde montaba en bici por la fría y oscura Larissestraat. Ah, si pudiera repetir ahora
todo lo que iba murmurando...:
Dios mío, tómame de la mano, te seguiré de manera resuelta, sin poner mucha
resistencia. No huiré de ninguna de las tormentas que caigan sobre mí en esta vida.
Soportaré el choque con lo mejor de mis fuerzas. Pero eso sí: concédeme de vez en
cuando un breve instante de paz. No creeré ingenuamente que la paz que descenderá
sobre mí sea eterna. Aceptaré la intranquilidad y el combate que vendrán después. Me
gusta mantenerme en el calor y la seguridad, pero no me rebe​laré cuando haya que
afrontar el frío, con tal de que tú me lleves de la mano. Yo te seguiré por todas partes e
intentaré no tener miedo. Esté donde esté, intentaré irradiar un poco de amor, del
verdadero amor al prójimo que hay en mí. (Pero ni siquiera me gloriaré de este «amor al
prójimo». No sé si lo poseo realmente). No quiero aparecer como alguien especial, sólo
quiero procurar ser aquella que, dentro mí, busca realizarse plenamente. A veces
quisiera estar en la soledad de un claustro. Pero debo realizarme entre los hombres, en
este mundo.
Y lo lograré, sé que lo lograré, a pesar de mis cansancios y de la rebeldía interior
que a veces siento. Prometo que viviré esta vida hasta el fondo y hasta el final, y que
seguiré adelante. A veces pienso que mi vida apenas ha comenzado y que las
dificultades están por comenzar; otras veces, pienso que he luchado ya lo suficiente.
Estudiaré y buscaré comprender. Pero creo que es preferible dejarme confundir por lo
que acontezca aunque aparentemente me desvíe: sí, me dejaré confundir, para alcanzar
así, quizá, una mayor y mayor seguridad. Hasta cuando, finalmente, ya no pueda
perderme y se establezca un equilibrio profundo — un equilibrio, en fin, en el que todas
las direcciones serán posibles. No sé si podré llegar a ser amiga de todos. Si no lo
puedo, porque no va con mi carácter, tendré que afrontarlo también. En todo caso, no
debes desilusionarte. Debes aprender a medirte. Y tu única medida, eres tú misma.
Es como si cada día se me arrojara a un crisol y cada día saliera de él.
A veces pienso que mi vida está completamente errada, que es un verdadero
error; pero esto sólo ocurre cuando nos formamos una idea de la vida, respecto a la cual
puede parecer errada la forma como vivimos.

Me parece que, de repente, ha cambiado mi actitud respeto a S. — como si de


golpe me hubiese desprendido de él. Ya me siento libre. Como si hubiese entendido en
el fondo de mi alma que mi vida va a ser totalmente independiente de la suya. Recuerdo
a este propósito que, hace unos días, veíamos que los judíos iban a ser enviados a un
campo de concentración en Polonia y S. exclamó: «Entonces nos casamos, así
permaneceremos juntos y podremos seguir haciendo el bien». El sentido de sus palabras
me caló profundamente en el alma y durante varios días me sentí llena de calor interior
y de afección hacia él. Ahora, en cambio, ese sentimiento ha desaparecido. Y no sé
como, pero así me siento: como si me hubiese desprendido completamente de él y
siguiera adelante en mi propio camino. Compruebo que todas mis fuerzas se habían
concentrado en aquel hombre. Ayer en la tarde, mientras pedaleaba a pleno frío, caí en
la cuenta de cuánta intensidad, cuanto empeño de toda mi persona, había invertido en
absorber a S., a su trabajo y a su vida en estos últimos seis meses. Y ahora creo que se
ha logrado. S. se ha convertido en una parte integrante de mi ser. En adelante, puedo ya
seguir sola. Por fuera, nada va a cambiar, naturalmente. Seguiré siendo su secretaria,
seguiré interesándome en su trabajo, pero por dentro ya me siento libre.
¿O todo lo que estoy diciendo no es más que otro estado del ánimo? Creo que
surgió después de ese gesto mío con el que demostré una gran independencia: descolgar
el teléfono y, por propia iniciativa, sin referírselo a S., dar por canceladas la citas de esta
dama, diciendo: «Ya no voy a seguir, no es mi camino» Cuendo sientes dentro de ti algo
más fuerte que tú misma, que te impulsa a realizar «actos» (¡pobrecita!) y a tomar
medidas que crees que debes tomar, entonces súbitamente te haces más fuerte. Y puedes
decir también convencida: este no es mi camino.
La relación de la literatura con la vida. Encontrar mi camino sobre este terreno.

Viernes, nueve menos cuarto de la mañana. Anoche sentí que debía pedirle
perdón por todos los pensamientos feos, de rebeldía, que me ha inspirado en estos
últimos días. Pero he comenzado a darme cuenta de que, cuando sentimos aversión por
el prójimo, en el fondo sentimos aversión por nosotros mismos. «Ama a tu prójimo
como a ti mismo». Sé tambièn que soy yo la reponsable de esos sentimiento, no él.
Tenemos distintos ritmos de vida, se debe permitir al otro ser como es. Cuando
pretendemos configurar al otro según nuestras propias ideas, chocamos siempre contra
un muro y nos desilusionamos, pero no de la otra persona, sino de nuestras pretensiones
insatisfechas. Estas pretensiones son muy poco democráticas, pero humanas a fin de
cuentas. Tal vez con ayuda de la psicología se pueda hallar un camino hacia la
verdadera libertad. Nunca se recordará suficientemente que debemos liberarnos de los
demás y, al mismo tiempo, liberarlos, evitando el reducirlos a una idea predeterminada
en nuestra fantasía. En la fantasía tenemos campo para todo, pero no sabemos aplicarla
bien a nuestros seres queridos. Ayer en la tarde pedaleaba hacia mi casa en este estado
de ánimo: «No tengo ganas de nada, no diré una palabra, me siento decaída». De
repente, en la esquina de Apollolaan con Michelangelostraat, sentí un impulso a
escribir; y allí mismo, a pesar del frío que hacía, me puse a garabatear algo en mi block
de notas sobre la cantidad de cadáveres que hay esparcidos en la literatura mundial y lo
horrible que es esa hecatombe. Tantos muertos sin razón alguna. Lo que escribí no fue
más que una simpleza — como es normal cuando uno cree que ha concebido una idea
grandiosa y la da a luz al aire libre, en la esquina de dos calles, en medio de un
balbuceo confuso. Y así llegué donde S., a sus celdas familiares que lo hacen aparecer
casi gigantesco. Estaba Gera, y nos pusimos a charlar un poco sin que S. pudiese oírnos
(es un poco sordo), y de nuevo me sentí bien. Me puse entonces (a pesar de sentirme tan
aplanada) a tirar aquí y allá todas mis cosas por la habitación, desordenadamente —
abrigo, sombrero, guantes, bolsa, block —, desconcertando y divertiendo a la vez a S. y
a Gera, que se preguntaban qué podía estar pasándome esta vez. Les respondí: «No
quiero trabajar, quiero sabotear esta sesión». Y fue por milagro que no salieron volando
hechos trizas los floreros que había en las ventanas. Mi desahogo, por lo visto, le hizo
bien a Gera.
Llevaba tiempo queriendo ella también explotar como yo ante S., pero le había
faltado coraje. «¡Bravo!», decía. Y probablemente el alboroto contestatario que armé le
puso en evidencia lo que ella misma había sentido: esa rebeldía que se siente algunas
veces contra personalidades más fuertes que nosotros. Uno no debe adelantarse, ni
siquiera cinco minutos, y decir: «Ahora mismo voy a ser así, voy a decir esto, voy a
hacer tal cosa». Iba preparada a lanzarle todo un discurso. «Objeciones de principio». Y
dar por terminadas mis sesiones de quirología, etc. Me sentía virulenta, totalmente a la
defensiva. Pero de repente, justo al subir donde él, mi humor se me vino al piso y no
quise decir nada.
Cuando se marchó Gera, en vez de ponerme a trabajar con S., me hallé
enfrascada completamente en una especie de pugilato con él. Lo arrojé sobre el diván y
casi lo mato. Finalmente, quedó S. sentado en su gran poltrona, forrada en cuero, y yo,
como de costumbre, a sus pies, inmersos los dos en una apasionada discusión sobre la
cuestión judía. Al escucharlo, me parecía beber de una fuente revigorizante. Y su vida,
sin nada que la deformase por mi anterior irritación, aparecía de nuevo con claridad en
su fructuoso desarrollarse día tras día. Me ocurre últimamente tomar una frase aislada
de la Biblia y verla a una nueva luz, llena de significado y de vida. «Dios creó al
hombre a su imagen». «Ama a tu prójimo como a ti mismo».

Ya va siendo hora de que me decida a ocuparme, con tanta energía como amor,
de mis relaciones con mi padre.
Mischa me ha anunciado la venida de papá para el sábado. Primera reacción:
«¡Qué mala pata! Mi libertad amenazada. ¡Qué fastidio! ¿Qué voy a hacer con él?». En
vez de: «¡Qué alegría que este hombre tan bueno haya podido escapar algunos días de
su furia de mujer y de su agujero provinciano! ¿Cómo hacer, con mis pobres medios,
para proporcionarle algunos días lo más agradables posible?». ¡Ah, desvergonzada,
sucia, pequeña egoísta! ¡Siempre pensando primero en ti misma! En tu precioso tiempo,
que dedicas a seguir acumulando más y más saber libresco en una cabeza que ya está
tan embrollada. «¿Y de qué me sirven todas estas cosas si no tengo amor?». Siempre
tienes a mano una hermosa teoría para complacerte en el sentimiento de tu nobleza de
alma, pero el más pequeño gesto de amor que debes poner en práctica te hace
retroceder. No, no se trata de un pequeño gesto de amor. Se trata de un acto básico y
fundamental, importante y difícil: amar de corazón a nuestros padres en lo más
profundo de nosotros mismos. Esto es: perdonarles todas las dificultades que nos han
hecho padecer por el solo hecho de su existencia: por la dependencia, el disgusto, el
peso de la complejidad de su vida, añadido al fardo ya pesado de nuestras propias
dificultades. Pero me parece que estoy escribiendo las peores tonterías. En fin, no se
trata de nada grave. Y ahora debo pensar en hacer la cama de Pa Han y preparar la
lección para nuestro discípulo Lévi. En todo caso, éste es mi programa para el fin de
semana: amar a mi padre en lo más profundo de mí, y perdonarle que venga a sacarme
de mi tranquilidad egoísta. De hecho, lo quiero mucho, aunque con un amor complicado
—o que ha sido complicado—: forzado, crispado y mezclado de piedad hasta romperme
el corazón. Pero se trataba, además, de una piedad con tendencias masoquistas. Un
amor que se resolvía en explosiones de piedad y de pena, pero sin inspirar el menor
gesto de atención. Muchas demostraciones de afecto, en compensación, pero con tal
intensidad que cada día que él pasaba aquí me costaba un tubo entero de aspirinas. Pero
todo esto pertenece ya a un pasado lejano. En estos últimos tiempos, todo ha ido mucho
mejor, aunque con un sentimiento de obligación, a pesar de todo. Este sentimiento
derivaba del hecho de que estaba resentida contra él por venir a verme de este modo. Es
lo que debo ahora perdonarle de corazón. Diciéndome –y pensándolo de verdad: «¡Qué
suerte que pueda escaparse de allí algunos días!». Ésta es una oración matutina que vale
tanto como cualquier otra.

Domingo 30 de noviembre de 1941, diez y media de la mañana. [...] Todavía no


hay suficiente espacio dentro de mí para dar lugar a las múltiples contradicciones, mías
y de esta vida. En el momento en que reconozco una, olvido la otra. Viernes por la
noche, diálogo entre S. y L.: Cristo y los judíos. Dos concepciones de la vida,
claramente definidas ambas, brillantemente documentadas, completas y armoniosas,
defendidas por las dos partes con pasión y con agresividad. A pesar de todo, no puedo
quitarme la impresión de que en cualquier concepción de la vida que sea objeto de este
tipo de justificación hay una especie de violencia, que atenta contra «la verdad» que
está en juego. Sin embargo, también yo misma debo –y quiero– apropiarme de un
ámbito personal, conquistado en gran batalla y buena lid, y defendido después con
pasión. Con todo, al hacerlo, siempre tendré la impresión de mutilar la vida. Pero si no

lo hago, temo hundirme en la indeterminación y el caos. El hecho es que, después de


este debate, volví a mi casa llena de energía y de excitación intelectual. Pero siempre
me viene la misma reacción: ¿No es absurdo todo esto? ¿Por qué tendremos que
hacernos la vida tan difícil los unos a los otros? ¿No nos estaremos tomando demasiado
en serio? Siempre hay cierta ambigüedad en estos temas.

Después llegó mi padre: lleno de cariño, pero con un amor estudiado. El día
anterior, después de aquella vigorosa oración matinal, me había sentido liberada, feliz,
aliviada. Cuando llegó papá, mi pequeño papá, con sombrero nuevo, corbata nueva a
cuadros y cargado de paquetes de sándwiches, casi indefenso, me sobrecogió una
especie de bloqueo, una inhibición y una gran tristeza. Tuve una actitud negativa, de
rechazo, para con él, a causa de la discusión de la noche anterior. Y el amor no ayudaba.
Había desaparecido, simplemente. Me quedé paralizada –sensación extraña. Y de nuevo
el caos y confusión dentro de mí. Fueron horas de crisis y de recaída como en los peores
momentos. Me vino el mal sabor de boca de las angustias propias de las épocas
pasadas. Por la tarde me fui a la cama. La vida de todos los hombres se me figuró como
un inmeso camino de cruz, etc. Tema demasiado grande para escribirlo aquí.
Entonces caí en la cuenta de la lógica que puede haber en esta relación. Mi
padre, a su edad avanzada, ha logrado disimular todas sus incertidumbres y dudas, quizá
incluso algún complejo de inferioridad en lo físico, su ineptitud para resolver sus
problemas conyugales, etc., mediante una filosofía personal que le permite aparecer
franco, amable, lleno de humorismo y sutileza, pero manteniéndose casi siempre en el
plano de lo vago. Con esta filosofía lo justifica todo y se fija sólo en lo anecdótico.
Sabe que la realidad tiene su profundidad, pero por eso mismo renuncia a la reflexión
que clarifica la cosas. Se excusa diciendo: ¿Y quién puede saberlo? Con esto, se abre al
caos. Es el mismo caos que a mí también me amenaza y del que debo salir — y en lo
que consiste la tarea de mi vida; el caos en que caigo una y otra vez. En el fondo las
más pequeñas expresiones de mi padre —de resignación, de humor, de duda—, me
tocan en algún que aspecto que tengo en común con él, pero del que debo desprenderme
para seguir evolucionando.
En cuanto a la discusión tenida la otra noche, detrás de mis reacciones siempre
me queda una duda: ¿Será todo absurdo? Y este ligero telón de fondo se ha vuelto aún
más intenso con la imprevista intromisión de mi padre en mi mundo. A eso se debe,
entonces, aquella resistencia mía frente a él, mi bloqueo y el sentirme si fuerzas. En el
fondo, nada de esto tiene que ver con mi padre —es decir, con su persona, tan querida,
tan conmovedora y amable—, sino que se trata de un proceso interior mío. El vínculo
entre las generaciones. A partir del caos de mis padres, de su indefinición, debo yo
formarme a mí misma; es decir, tomar posición, confrontarme con la realidad, sin
dejarme avasallarme por el sentimiento del absurdo. ¡Ah, hijos míos, así es la vida. Etc.
Una vez aclarada la lógica de esta relación, sentí que me volvía el valor y la
fuerza, y que desaparecía el espanto de aquellas pocas horas.

Lunes 1 de diciembre de 1941. […] Resultado: S. se volvió a casa con el libro de


Josef Kastein bajo el brazo, mientras que Werner Levie se comprometía a profundizar
en el conocimiento del Nuevo Testamento. … ¿No es verdad?, ¿de qué sirve la ciencia,
si no tengo amor? Sin embargo, la una no excluye al otro.

Miércoles, ocho de la mañana, en el baño. Despierta en medio de la noche. Me


vuelve a la mente aquel sueño lleno de significado. Durante unos minutos he intentado
evocarlo con todas mis fuerzas, con verdadera avidez. Tenía la sensación de que aquel
sueño fuera parte de mi personalidad, que tenía derecho a él y no debía dejarlo escapar:
que debía conocerlo bien para sentirme finalmente una persona completa y armoniosa.
A las cinco de la madrugada me sentía de nuevo hinchada, con náuseas y
vértigo. ¿O eran puras fantasías? Durante cinco minutos pasé por todas las angustias de
las jóvenes que de pronto descubren con espanto que esperan un hijo no deseado.
Creo que soy una mujer desprovista absolutamente de instinto materno y me lo
explico así: para mí la vida es un gran calvario, y los hombres son infelices, por tanto
no quiero asumir la responsabilidad de aumentar el número de los desventurados.

Más Tarde. He prestado a la humanidad algunos servicios inmortales: no he


escrito nunca un mal libro, ni tengo sobre mi conciencia el haber traído al mundo a un
desgraciado más.

De nuevo me arrodillo sobre la áspera alfombrilla, me cubro la cara con las


manos, y oro: Señor, hazme vivir con un solo y gran sentimiento — haz que cumpla con
verdadero amor las mil pequeñas acciones de cada día, y dirige todas esas pequeñas
acciones hacia un único centro, hacia un profundo sentimiento de disponibilidad y de
amor. Entonces lo que yo haga o el lugar donde me encuentre, ya no tendrá importancia
para mí. Pero todavía no he llegado a este punto. Hoy tendré que tragar veinte píldoras
de quinina, no me siento bien debajo del diafragma.

Viernes 5 de diciembre, nueve de la mañana. Al caminar ayer en la niebla, me


vino nuevamente este estado de ánimo: he tocado el fondo, ya ha ocurrido todo, he
vivido todo, ¿para qué seguir viviendo? Ya lo conozco todo y no podré seguir dando
más pasos adelante, los confines se hacen cada vez más sutiles, y una vez que los
sobrepase, no me quedará otra cosa que el manicomio. ¿O la muerte? Pero no había
pensado aún en esta solución extrema. La mejor medicina en estos casos depresivos es
un poco de árida gramática, o de sueño. La única cosa que me hace sentirme realizada
en esta vida es perderme en un trozo de prosa, o en una poesía que haya podido
conquistar palabra tras palabra. Un hombre no es lo más importante para mí. ¿Será
porque siempre he tenido tantos hombres a mi alrededor? A veces me siento incluso
como si estuviese ya saciada de amor, en sentido positivo quiero decir. La vida ha sido
en verdad muy buena conmigo, siempre y ahora también. A veces es como si ya hubiese
pasado el estadio del «Yo» y del «Tú». Es fácil decir estas cosas después de una noche
como la que acabo de pasar. Ahora será mejor que meta mis queridos piecesitos en el
agua. Incluso ese trance por el hijo no nato es algo imposible para mí. Pero finalmente
todo andará bien.

Por la tarde, a las cinco menos cuarto. No me debo dejar dominar por lo que
está sucediendo. De un modo o de otro un solo hecho debe quedar siempre subordinado
al resto; quiero decir: no me puedo quedar paralizada por una sola cosa, por grave que
sea; la gran corriente de la vida debe continuar circulando. Me tomo de la mano y me
digo: ahora tienes que preparar la clase de mañana y esta tarde vas a tener que comenzar

El Idiota de Dostoievski — pero no como un capricho, sino que debes estudiarlo


pacientemente de comienzo a fin. Como si fueses un asalariado. Mientras tanto, daré
mis saltos y cumpliré mis ceremonias con el agua. Tengo también la sensación de que
dentro de mí se realiza un misterio del que nadie sabe nada. Después de todo, estoy
participando en un acontecimiento fundamental. En esta situación indudablemente
penosa, constato en mí una gran voluntad de no dejarme aplastar. Procuraré que todo
vaya bien, en lo que de mí dependa, y creo que lo lograré. Seguiré trabajando tranquila
sin desperdiciar mis fuerzas. He tenido con S. una caminata estimulante hoy a las dos.
Había en él algo de radiante y de juvenil. Irradiaba bondad por todos los seres, también
por mí, y yo, por mi parte, me volvía radiante. Había comprado yo un manojo de
crisantemos blancos. «Como una novia», me dijo él. En mi corazón yo le soy fiel.
También soy fiel a Han. Soy fiel a todos. Camino por la calle al lado de un hombre, con
estas flores blancas como un ramo de recién casada, y lo miro con ojos radiantes; y sólo
doce horas antes estaba en los brazos de otro hombre, le amaba y le amo. ¿Es una cosa
vulgar? ¿Es decadente? Para mí todo está perfectamente en orden. Quizá porque lo
físico no es, ya no es, para mí lo esencial, ni me importa mucho. Se trata de otra clase
de amor, que va más allá, más amplio, más abierto. Pero ¿no me estaré engañando? ¿No
estaré confundida con respecto a estas relaciones? No lo creo. Pero, entonces, ¿por qué
estoy con esta obsesión de que todo pueda estar equivocado?

Sábado 6 de diciembre, nueve y media de la mañana. En primer lugar, debo


mimarme un poco para encontrar coraje de hacer frente a la jornada. Esta mañana, al
despertarme, he sido presa de una opresión agobiante, de una angustia negra. ¡No se
trrata de un asunto sin importancia!
Tengo la impresión de dedicarme a salvar la vida de un ser humano. No, es
ridículo decir que yo salve la vida de un ser por el hecho de cortarle a toda costa el
camino a esta vida. Quiero evitarle la entrada en este valle de lágrimas. Voy a dejarte,
pequeño ser en devenir, en la seguridad del no nacimiento. Deberías estarme
agradecido. Siento casi ternura por ti. Te estoy agrediendo con agua hirviendo y con
instrumentos horribles. Te combatiré con paciencia y con tenacidad hasta que quedes
disuelto en la nada. Entonces tendré la sensación de haber hecho una buena acción, de
haber actuado de manera responsable. Yo no puedo darte la fuerza suficiente. Rondan
demasiados gérmenes mórbidos en la herencia que porta esta familia, mi familia.
Recientemente, cuando ha habido que llevar a la fuerza a Mischa, en plena crisis, a una
clínica psiquiátrica, y he visto con mis propios ojos aquella violenta escena, me he
jurado a mí misma que no dejaré jamás salir de mis entrañas a un ser tan desgraciado.
Espero que no dure mucho tiempo para que no me angustie. Al cabo de una
semana, ya estoy cansada y molesta de todas estas «precauciones». Pero yo te prohibiré
el acceso a esta vida y, créeme, no lo vas a lamentar.

Jueves 11 de diciembre de 1941. Mi querido Señor: no puedo, lo sé, pedirte


ayuda en cualquier circunstancia fútil. Pero esta vez, el hecho de haberte llamado con
todo mi ser, en virtud de una especie de impulso profundo, sigue actuando en mí y
dándome fuerzas.
Viernes 12 de diciembre de 1941, nueve de la mañana. Hay quien se lamenta de
la oscuridad de la mañana. Para mí, en cambio, es la mejor hora del día — cuando el
alba se asoma gris y silenciosa a mi ventana. En aquella penumbra y silencio brilla
todavía, luminosa y violenta, la pequeña lámpara sobre mi escritorio. Durante toda la
semana pasada, ésta ha sido la mejor hora. He estado inmersa en El Idiota, traducía
seriamente alguna frase, añadía algún comentario en mi cuaderno, y así me daban las
diez. Entonces pensé: sí, así es como debes estudiar, absorta, así va bien. Esta mañana
me he sentido muy tranquila. Como si hubiese cesado una tempestad. Caigo en la
cuenta de que este estado de ánimo se repite de vez en cuando: después de varios días
de intensa vida interior, de búsqueda de claridad, de dolores y padecimientos por
sentimientos o pensamientos que no acaban de aflorar, de pretender hallar la forma
propia de expresión, esfuerzo que adquiere una importancia capital, etc., — he aquí que,
de pronto, todo este afán desaparece; mi mente queda agradablemente rendida, recupero
mi quietud interior, siento una especie de dulzura respecto a mí misma, y cae sobre mí
un velo, a través del cual la vida se filtra más nítida y sonriente. Entonces me siento una
sola cosa con la vida. Más aún, observo que no se trata de que yo individualmente
quiera o deba hacer esto o aquello, sino que la vida es, en sí misma, grande, buena,
apasionante y eterna — y que si me doy tanta importancia a mí misma y me agito y
alboroto, entonces se me escapa esa gran corriente poderosa y eterna, que es la vida. En
esos precisos momentos —¡qué agradecida me siento por ello!— desaparecen todas mis
aspiraciones personales, mis ansias por conocer y saber se sosiegan, y un pedacito de
eternidad desciende sobre mí en un abrir y cerrar de ojos. No dura mucho este estado de
ánimo, lo sé: puede durar apenas una media hora, pero lo suficiente para reparar las
fuerzas. Por lo demás, que esta sensación de sosiego y dulzura se deba a las seis
aspirinas que me tomé para el dolor de cabeza, o a la música que tocó Mischa, o al
cuerpo caliente de Han en el que me sepulté completamente esta noche, ¿quién podrá
decirlo?, y a fin de cuentas poco importa. Siento detrás de mí el tic tac del reloj. Los
ruidos en casa y en la calle son como una marea lejana. Una lámpara redonda de luz
blanca, en la casa de enfrente, corta la penumbra mañana brumosa. Me siento ante la
gran superficie oscura de mi escritorio, como en una isla desierta. La muchacha
marroquí de piel morena mira la mañana gris con una mirada oscura, grave, animal y
límpida al mismo tiempo. ¿Y qué importa que estudie una página más o una página
menos de mi libro, con tal que vivas escuchando el ritmo que llevas dentro y que brota
del fondo de ti misma? Gran parte de tu comportamiento es una forma de imitación, o
responde a deberes inventados, o a preconceptos erróneos de cómo debe ser una
persona. La única seguridad de cómo te debas comportar te debe venir de las fuentes
que brotan en lo profundo de ti misma. Lo digo ahora con toda humildad, gratitud y
sinceridad, aunque sé muy bien que volveré a mostrarme susceptible y rebelde: «Dios
mío, te doy gracias porque me has creado como soy. Te doy gracias porque a veces me
siento llena de amplitud, de aquella amplitud que no es otra cosa que mi ser colmado de
ti. Te prometo que toda mi vida será un tender hacia aquella bella armonía, y hacia
aquella humildad y amor verdadero de que me siento capaz en los mejores momentos».
Y ahora, a retirar el desayuno de la mesa y preparar un momento la clase de Levi — y
no debo dejar de pintarme un poquito los labios.

Domingo en la mañana. Anoche, antes de acostarme, me encontré súbitamente


de rodillas en medio de la sala, entre las sillas de hierro y sobre la estera de paja que
cubre el suelo. Así, sin haberlo querido, encorvada hacia el suelo por un impulso más
fuerte que mi volun​tad. Hace algún tiempo, me decía: «Me ejercito en arrodillarme».
Sentía aún cierta molestia al hacer este gesto, tan íntimo como los que tengo en la
intimidad con un hombre, gestos de los que no se puede hablar si no se es poeta. «A
veces siento a Dios dentro de mí, sobre todo cuando escucho la Pasión según San
Mateo», le había dicho a S. un paciente. Y S. le había respondido algo así como: «en
esos momentos estaba usted en contacto directo con las fuerzas creativas y cósmicas
que obran en toda persona»; y añadió que «este principio creativo era en definitiva una
parte de Dios, y había que tener el coraje de decirlo».
Estas palabras me acompañan desde hace semanas: «Hace falta tener el coraje
de expresarlo abiertamente». El coraje de pro​nunciar el nombre de Dios. S. me dijo un
día que le había costado mucho tiempo atreverse a pronunciar el nombre de Dios, como
si encontrase algo de ridículo en ello. Y ello a pesar de que era creyente. «Y por la
noche, rezo también, rezo por la gente». Entonces le pregunté, con mi descaro y sangre
fría habituales: «¿Y qué pide usted en sus plegarias?». Pues bien, este hombre, que
siempre da a mis preguntas más sutiles y más indis​cretas respuestas siempre claras e
iluminadoras, me replicó con un aire confuso: «No se lo voy a decir. Todavía no, es
demasiado pron​to. Más tarde...». A veces me pregunto por qué esta guerra, con todas
sus implicancias, me afecta tan poco. ¿Será porque es mi segunda guerra mundial? La
primera la viví, violenta e intensamente, a través de la literatura de la post-guerra.
Rebelión, aversión, pasión, discusiones, justicia social, lucha de clases, etc., todo eso ya
lo vivimos antes. Comenzar de nuevo no se puede. Se vuelve un cliché. Una vez más
cada país ruega por su justa victoria, y vuelven a aparecer los antiguos slogans; pero ya
que vivimos esta situación por segunda vez, sería demasiado ridículo e insulso dejarnos
llevar de la agitación y de la pasión.
A Hans, que tiene veintiún años, le dije anoche, en medio del calor de la
discusión que tuvimos: «Lo que pasa es que la política no es lo más importante para ti».
Él me respondió: «No hay necesidad de que me lo repitas todo el día, es lo más
importante». Entre sus veintiún años y mis veintisiete hay la distancia de una
generación a otra. Son ya las nueve y media de la mañana. Detrás de mí, al fondo de la
habitación en penumbra, Han ronca con un sonido suave y familiar. La mañana
dominical, grisacea y silenciosa, crece y se va haciendo día claro; el día a su vez tenderá
hacia la tarde, y yo lo seguiré. Siento que en estos tres últimos días he pasado por un
proceso de maduración de varios años. Y ahora, niña buena y aplicada, regresa a la
traducción y a la gramática rusa.

Dos de la tarde: catalogando los libros de la biblioteca de S., encuentro El Libro


de las Horas de Rilke. Puede parecer paradójico, pero S. cura a las personas
enseñándoles a aceptar el sufrimiento.

[…] Lunes 15 de diciembre de 1941. Ayer me vino este pensamiento: existe una
gran diferencia entre buscar el sufrimiento y aceptar el sufrimiento. En el primer caso se
trata de un masoquismo mórbido; en el segundo, de un sano consentimiento a la vida.
No debemos buscar «sufrir»; pero cuando se nos impone, no debemos huir del
sufrimiento. Y se nos impone a cada paso: ¡lo que no impide que la vida sea bella!
Intentando jugar al escondite con el sufrimiento, maldiciéndolo, se sufre más.
Naturalmente, no siempre he pensado así. Pero tengamos al menos el coraje de escribir,
de vez en cuando, aunque no sea más que algunas palabras en este sentido. Quizá sean,
más tarde, otros tantos ganchos donde podré colgar alguna reflexión más personalmente
madurada.

«El dolor no es el lugar de nuestro deseo, sino el de nuestra plena verdad… No


pretendo que debamos convertir el dolor en un estado predilecto. Al contrario, debemos
recurrir a todo para liberarnos de él. Pero también debemos conocerlo. El hombre
verdadero no es el dueño de su dolor, ni el que huye de él, ni tampoco su esclavo. Debe
ser, en él, el redentor».

Miércoles por la noche. En una pequeña aldea alemana, Ruth recibe regalos de
sus admiradores, aficionados al teatro, y en un quiosco de libros de un parque
londinense, Hertha, por su parte, los recibe de las prostitutas. La rubia cantante de
opereta tiene veintidós años y la morena melancólica veinticinco; la segunda es la
futura madrastra de la primera. La madre verdadera tiene ya cincuenta años y está en
amores con un hombre de veinticinco. Su ex-marido, el padre y futuro esposo, vive en
un pequeño apartamentito en Amsterdam, lee la Biblia, se afeita todas las mañanas, y
los senos de las mujeres que lo circundan son como frutas de un opulento vergel, hacia
el cual no tiene más que alargar su ávida mano. Por su parte, la «secretaria rusa» intenta
hacerse una idea de todo este conjunto. Nace una amistad que echa raíces cada vez más
profundas en su corazón impaciente. Ella le sigue tratando de «usted», porque esto sirve
tal vez para restablecer constantemente la distancia necesaria, que hace posible
aprehender el conjunto de la situación. El deseo loco y apasionado de «perderme» en él
ya se ha calmado hace tiempo y ha cedido el puesto a un sentimiento «razonable». La
idea de perderme en otra persona ha desaparecido de mi vida; tal vez sólo me queda el
deseo de «entregarme» a Dios, o a un poema.

El gran cráneo de la humanidad. El poderoso cerebro y el gran corazón de la


humanidad. Todos los pensamientos, por contradictorios que sean, provienen de ese
único gran cerebro, el cerebro de la humanidad, de toda la humanidad. Intuyo su
existencia como la de un gran todo y creo también que de él procede, como de su
fuente, aquel sentimiento profundo de armonía y paz que tengo, a pesar de todas mis
contradicciones. Habría que conocer todos los pensamientos, sentirse atravesada por
todas las emociones, para poder saber todo lo que salió de aquel inmenso cerebro, y
todo lo que pasó por aquel gran corazón.

Tu vida es un pasar de una liberación a otra. Y quizá todavía tendré que seguir
buscando mi liberación en un mal trozo de prosa, al igual que un hombre, llegado al
fondo de su desamparo, puede encontrarla al lado de aquellas que llamamos tan
vigorosamente «putas» – porque hay momentos en que se grita por hallar una
liberación, cualquiera que sea.

Lunes 22 de diciembre de 1941, cinco de la tarde. Sus gestos íntimos con las
mujeres ya los conozco; ahora quiero conocer los gestos que tiene en su relación con
Dios. Ora todas las noches. ¿Se arrodilla en medio de su pequeña habitación? ¿Esconde
su rostro macizo entre sus grandes y bondadosas manos? ¿Y qué dice? ¿Se arrodilla
antes de haberse quitado la dentadura postiza o lo hace después? El otro día, en
Arnhem, me dijo: «Voy a mostrarle el aspecto que tengo sin mis dientes. Parezco muy
viejo y muy docto».
«Historia de la muchacha que no sabía arrodillarse». En la madrugada gris de
hoy, por un impulso repentino, me he encontrado súbitamente por tierra, arrodillada
entre la cama deshecha de Han y su máquina de escribir, acurrucada completamente y
con la cabeza tocando el suelo. Una tentativa, tal vez, de hallar paz a la fuerza. Han ha
entrado en ese momento y se ha quedado un tanto extrañado al ver la escena. Para
disimular, he dicho que estaba buscando un botón. Tideman, la robusta pelirroja de
treinta y cinco años, dijo aquella tarde con voz clara y sonora: «En eso yo soy como los
niños: cuando tengo una dificultad me arrodillo en medio de mi habitación y le
pregunto a Dios qué debo hacer». «Ella besa como una niña» — me hizo ver S. cierta
vez—, pero sus gestos para con Dios demuestran madurez y seguridad.

Mucha gente tiene una visión de las cosas demasiado inflexible, demasiado
petrificada, y por eso petrifican a sus hijos mediante la educación que les dan. Les dejan
muy poca libertad de movimientos. En mi caso sucedió exactamente todo lo contrario.
Me parece que mis padres se dejaron hundir en la complejidad infinita de la vida, que
cada día se hundían en ella un poco más y nunca supieron tomar una decisión. Dejaron
a sus hijos una excesiva libertad de movimientos, nunca pudieron marcarles puntos de
orientación, porque tampoco ellos los tuvieron. No pudieron, pues, contribuir a nuestra
formación, porque ellos mismos no habían encontrado su forma.
Por mi parte, voy entendiendo cada vez mejor la tarea que nos corresponde:
permitir que sus pobres talentos erráticos, que nunca fueron fijados ni delimitados,
encuentren en nosotros la posibilidad de crecer, de madurar y hallar su propia forma.
En reacción contra esta falta de forma – que lejos de dejar campo libre a la
personalidad, no es más que negligencia e incertidumbre –, nos lanzamos a una
búsqueda frenética de unidad, de delimitación, de sistema. Pero la única unidad positiva
es la que integra todos los contrarios y todos las fuerzas irracionales, so pena de
constreñir la vida en un corset que la martirice.

Martes 30 de diciembre de 1941, diez de la mañana. En Deventer me despertaba


de excelente humor, despejada, con mi cuerpo bien en forma en la mañana helada.
Escribo ahora unas cuantas líneas por el simple placer de acompañarme un momento a
mí misma, a la luz de mi lámpara fiel. Algunas cosas no marchan bien. Observo que
levantarme temprano me hace bien. Y el baño en agua fría me sigue pareciendo heroico.
Básicamente soy una persona sana, lo más importante para mí es el equilibrio espiritual,
lo demás funciona por sí solo. El desayuno se alegra con una pierna de pollo. ¡Ah,
mamynka querida, que traduces todo tu amor en piernas de pollo y huevos duros!
En el tren de Deventer. Cuando veo tantos rostros entorno a mí me entran ganas
de escribir una novela. Abelardo y Eloísa. El paisaje amplio, quieto, un poco triste.
Miraba por la ventanilla y era como si atravesara el paisaje de mi alma. El paisaje del
alma. Muchas veces el paisaje exterior es como un espejo del interior. Jueves por la
tarde, paseo por el Ijssel. Paisaje amplio, sereno y lleno de luz. Nuevamente la
sensación de andar a través de mi alma. ¡Pero qué manera tan repugnante de decir las
cosas! Mejor cállate.
Mamá. De golpe, una oleada de amor y compasión ha borrado todas mis
pequeñas irritaciones. ¡Naturalmente, volví a sentirlas cinco minutos después! Pero más
tarde, durante el día, y todavía por la noche, tuve este pensamiento: ya llegará el día
(cuando seas una anciana) en que me quedaré más tiempo contigo, y podré explicarte

todo lo que hay en ti, y liberarte así de tu angustia, pues poco a poco voy
comprendiendo de qué estás hecha.
Mamá exclamó en un momento dado: «Sí, en el fondo yo soy una persona
religiosa». «Tía Piet» había usado esas mismas palabras días antes: En el fondo soy
religiosa. Lo importante es ese «fondo» de la actitud, es lo que marca la diferencia. La
gente se acostumbra a omitirlo — a no tener el valor de decir sí a sus sentimientos más
profundos. Pero, ¿qué quería decir con «en el fondo»?
Estoy agradecida –no sabría decir cuánto–, de haberlo conocido en la mejor
etapa de su vida. Pero agradecida no es la palabra.

Ocho de la noche. El especialista en pulmones casi casi se ha reído en sus


narices por el tamaño de su tórax. A cada pregunta suya –si tenía tos, o catarro, o lo que
fuere–, S. respondía invariablemente: «Lo siento, no puedo complacerlo». Y lo primero
que dijo al volver a casa fue: «Debo viajar de inmediato a Davos». Yo protesté diciendo
que, en ese caso, todo su harem se iría detrás de él. Y él me respondió: «Seguramente, y
la Suiza me lo agradecerá». En la calle le seguí tomando el pelo y él se defendía:
«Espere usted un poco, el viernes se verán las radiografías». Dudamos mucho antes de
comprar tres limones a un vendedor ambulante, que nos cobró diez céntimos por cada
uno en vez de siete. Teníamos ganas de comer pasteles con crema. Y seguimos andando
por las calles como una extraña «pareja de enamorados», yo agarrada a su brazo y con
mi gorro de cosaco sobre la cabeza, él con su sobrerito alpino que destacaba sobre aquel
paisaje gris.
Son casi las ocho y media de esta última noche de este año, que ha sido para mí
el más rico y fecundo, y también el más feliz de todos los que han precedido Si tuviera
que decir en una palabra lo que me ha aportado — desde aquel 3 de febrero, en que tiré
tímidamente de la campanilla del 27 de la Courbetstraat, donde un horrible hombrecillo,
ridículamente ataviado con una antena sobre la cabeza, me examinó las manos —, sería
ésta: una profunda toma de conciencia. Toma de conciencia y liberación de las fuerzas
más profundas que hay en mí. Antes, también yo era de los que de vez en cuando se
dicen: «En el fondo, yo soy creyente». O algo semejante. Y ahora siento a menudo la
necesidad de arrodillarme al pie de mi cama, incluso en las frías noches de invierno, y
ponerme a la escucha de mí misma. Dejarme guiar, no ya por las instigaciones del
mundo exterior, sino por una urgencia interior. Y esto no es más que el principio, lo sé.
Pero los primeros balbuceos han pasado, los cimientos están puestos.
Son las ocho y media. La estufa a gas está encendida, hay tulipanes amarillos y
rojos, salta a mi vista una tableta de chocolate de tía Hes; hay también tres piñas de la
finca de Laren al lado de la jovencita marroquí y de Puskin. Me siento una persona
«normal» — ya sin esos pensamientos profundos y tormentosos, sin esos sentimientos
abrumadores—, sí, normalísima, pero llena de vida y profunda, con una profundidad
que me parece también muy «normal» La ensalada de salmón ya está lista para la
noche. Debo poner a hervir el agua par el té. Tía Hes está tejiendo un suéter a croché y
Han se entretiene con una máquina fotográfica — ¿y por qué no? Que sea dentro de
estas cuatro paredes o dentro de otras, ¿qué importa? Al fin y al cabo, lo que cuenta está
en otra parte. Y esta noche espero todavía avanzar un poco con Jung.

Miércoles 7 de enero de 1942, ocho de la noche. En la tarde, caminando a lo


largo del canal cubierto de nieve, después de aquella escena inesperada en el Consejo

Judío, S me dijo: «Me siento mucho más seguro de mis habilidades que de mi valentía».
Y más tarde, bien prendidos los dos del pasamanos del tranvía número 24: «¡Qué bueno
que haya estado conmigo! Usted siempre me estimula porque participa en todo
intensamente. Yo, en cambio, soy algo así como un “hombre de escena”, que necesita
tener público para sentirse seguro. Debo confesarlo ».

De un modo o de otro, me gusta siempre decir algo ingenioso, agudo, especial


— y si no se me ocurre, prefiero no decir nada. Y así, por miedo a parecer «insulsa»
dejo de anotar muchos pequeños incidentes cómicos. Pero ahora voy a relatar el
episodio de esta tarde, los hechos simples y objetivos: aunque ya sé que «hechos
simples» no existen con S., porque la atmósfera que emana de él impregna todas las
situaciones. El hecho es que teníamos que encontrarnos a las cuatro y media en el
Consejo Judío, y no era nada halagador lo que nos esperaba: interrogatorios, informe de
ingresos y propiedades, «número del carné de migración», Gestapo, y cosas de este
género. Un joven detrás de un pequeño escritorio. Mirada sensible, dulce, inteligente.
La «secretaria rusa» trota de un lado a otro, siguiendo a S., en principio a causa de la
sordera de éste, pero en realidad porque no quiere perderse nada de lo que ocurra. Y
valió la pena. Después de intercambiar tranquilamente algunas frases con el joven de
mirada dulce, que se muestra muy comprensivo, aparece de pronto un hombrecillo que,
lleno de entusiasmo, se acerca a S. y le dice: «Buenos días, señor S.». S. lo mira
sorprendido. El hombrecillo tiene una enorme cabeza de Mefistófeles sobre un cuerpo
pequeñito. S. no lo reconoce, pero le dice para salir del paso: «Ah, sí, usted debe haber
sido alumno mío». Como mi amigo es tan conocido, esta escena podría ocurrirle en
cualquier lugar de Europa, pienso para mis adentros. De hecho, cuando voy con él por
la calle, ya sé que en cualquier momento puede acercársele alguno con la mano tendida
y S. va a decirle prontamente: «Ah, sí, usted debe haber sido paciente mío». El
hombrecillo —cuyo aspecto de diablillo sarcástico contrastaba notablemente con la cara
dulce y sensible del joven— no había asistido a ningún curso de S., pero lo conocía por
Nethe, y quería ser paciente suyo. Se dirige entonces al joven dulce y le dice en tono
mordaz: «Ten cuidado con el señor S.: sabe todo de ti, le basta con observar tus
manos». Y el joven dulce abre inmediatamente su mano derecha y la pone sobre la
mesa. S. se muestra interesado y entra en el juego. Pero es difícil describir lo que sigue.
La razón es que cuando S. dice: «Esto es una mesa», y el otro asiente, se trata en
realidad de dos mesas fundamentalmente diferentes. Las cosas que S. dice, por simples
que sean, parecen más impresionantes, más significativas, incluso más «densas», que
cuando otro las dice. Y esto ocurre no porque S. se dé aires de importancia, sino porque
las cosas brotan de él desde fuentes muy profundas, muy vivas, hondamente humanas.
En su trabajo, S. busca siempre el elemento humano, no el sensacional — aunque nunca
deja de causar sensación, precisamente porque sondea la profundidad del hombre.
Así, pues, nos hallábamos en la pequeña y desnuda oficina del Consejo Judío. El
joven de mirada dulce mantenía sus manos extendidas, ante la mirada absorta del
Mefisto, y S., con sólo un par de observaciones, había logrado establecer un contacto
humano muy fuerte con aquél. Y lo curioso del caso era que habíamos venido a que se
nos interrogara sobre nuestra situación financiera. No recuerdo exactamente todas las
observaciones de S., pero una fue ésta: «Usted hace bien su trabajo, pero va contra su
manera de ser». Y, como hablando aparte, añadió: «Es muy introvertido este señor...».
No recuerdo qué más le dijo. Yo, como buena alumna, observaba, aunque añadiendo
algo de mi propia cosecha, como: «Y tiene, además, algo de femenino, es una persona
muy sensible». El joven llegó a reconocer que poseía muchas cualidades, pero que no
podía expresarlas por falta de confianza en sí mismo. S. le dijo: «Cuando tiene usted
algo que hacer, lo hace bien; pero si tiene que escoger entre varias posibilidades, se
muestra inseguro». Y cosas por el estilo. El resultado fue que, en pocos minutos, el
joven había quedado, por así decir, vencido y perplejo, obligado a reconocer: «Señor S.,
lo que usted me ha revelado en dos minutos, aparece palabra por palabra en un test
que me han aplicado». E inmediatamente pidió una cita con S. y nos dio mil consejos
para llenar los formularios. Lástima que no sea capaz de escribir todo el lado
humorístico que tuvo aquella situación tan inesperada. Más tarde, caminando a lo largo
del canal cubierto de hielo, nos reímos de ello como dos escolares bullangueros,
repasando el extraño giro que había dado aquel caso burocrático: una cita para un
interrogatorio y un empleado que, movido por un arranque de simpatía, se habría
mostrado dispuesto a violar la ley en favor nuestro, de haber podido.

11 de enero, once y media de la noche. Me alegra ver que me espera toda esa
pila de platos por lavar en la cocina desordenada. Será una especie de penitencia. Creo
poder entender a los monjes, que con sus ásperos hábitos se arrodillan sobre fríos
pavimentos de piedra. Tengo que reflexionar sobre estas cosas. De todas maneras, me
siento un poco triste esta tarde; pero he sido yo quien ha querido esos abrazos. Él, mi
tesoro, acababa justamente de proponerse guardar castidad durante algunas semanas,
pensando que deberá presentarse a la Gestapo dentro de poco. Quería así –explicado en
términos ingenuos– poder irradiar sólo bondad y pureza, y atraer sobre su persona los
buenos espíritus del cosmos. ¿Por qué no se ha de creer en una cosa así, después de
todo? Pero he aquí que una muchacha medio salvaje viene a desvanecerle esos sueños
de pureza. Le he preguntado si esta noche, al hacer su examen de conciencia, ha sentido
algún remordimiento. «No, me ha respondido, yo no me arrepiento de nada, ha sido
bello, y me ha servido de lección: me ha enseñado que todavía hay en mí un “lado
terreno”». Para mí, en cambio, todas estas crisis súbitas de deseo físico provienen
siempre de un sentimiento de «cercanía espiritual» y, por eso, no son condenables. Sin
embargo, sólo saco de ellas tristeza y la toma de conciencia de que no me basta con
tener a un hombre entre mis brazos para poder expresarle mis sentimientos. Más aún,
siento que el hombre se me escapa justo cuando lo tengo entre mis brazos. Prefiero
mirar su boca y desearla, que sentirla sobre la mía y poseerla. En muy raros instantes
esta posesión me aporta una suerte de felicidad, por decirlo de modo solemne. Y esta
noche me iré a dormir junto a Han, por la pena que tengo. Todo un caos
verdaderamente…
Ya lo sé: S. ora después de quitarse los dientes postizos. Lo cual es lógico: antes
de rezar, hay que acabar con todos los actos de aquí abajo.
Parece que estoy atravesando un período de gran florecimiento, que irradio luz
por todas partes, como me dice S., y se alegra conmigo. Hace un año, en cambio, yo era
una enferma grave, con mis siestas de dos horas y mi medio kilo de aspirinas a la
semana. Pienso en ello y reconozco que estaba en un estado de veras inquietante. Esta
tarde me he puesto a revisar al azar mis cuadernos. Me han parecido «literatura
antigua», tan lejanos veo mis problemas de entonces. He tenido que recorrer un camino
laborioso para poder volver a tener con Dios ese gesto íntimo que tuve en la noche junto
a la ventana, cuando dije: «Te doy gracias, Señor». En mi mundo interior reina la
tranquilidad y la paz. Ha sido ciertamente un camino trabajoso. Pero ahora todo me
parece sencillo y natural. Durante varias semanas tengo en mi mente esta frase: «Es
necesario atreverse a expresar su fe». Atreverse a pronunciar el nombre de Dios. En este
preciso momento estoy un poco desanimada, cansada y triste, no del todo contenta
conmigo misma, por eso no siento esa evidencia de la fe, pero sé que está en mí. Esta
noche no le diré nada a Dios, me siento como piedra, debo reflexionar y tomarme las
cosas en serio. Las cosas del cuerpo. Mi temperamento se va todavía por sus caminos,
no va en armonía con el alma. Deseo alcanzar esa armonía. No obstante, creo cada vez
menos que un único hombre pueda colmarme física y espiritualmente. De todas
maneras, mi tristeza actual no es como la de antes. Ya no me deprimo tanto, y en mi
misma tristeza descubro la posibilidad de restablecerme. Antes, cuando me ponía triste,
pensaba que toda mi vida iba a ser así, llena de aflicción. Ahora sé que también esos
momentos de depresión forman parte de mi ritmo vital, y que está bien así. Confianza,
he recobrado una gran confianza en todo y en mí misma. Confío también en la seriedad
de mi empeño, y sé que con el tiempo lograré «administrar» bien mi vida. Hay
momentos –momentos de soledad, generalmente- en que siento un amor profundo y
lleno de gratitud por él, y digo para mis adentros: «Te siento tan cerca de mí, que
quisiera compartir las noches contigo». Son los momentos más intensos de mi relación
con él. Pero puede darse también que una noche así resulte un verdadero desastre. ¿No
es esto una falla extraña que se abre en mí?
Pero ya basta. Buenas noches. El sueño que tengo me está haciendo desvariar.
¡Ah, esos platos por lavar mañana…!
Debo decir que no quiero su cuerpo, aunque a veces me sienta locamente
enamorada de él. ¿Será que lo quiero de una manera profunda, de una manera por así
decir demasiado «cósmica» y no sé si con el cuerpo se puede llegar a expresar una cosa
así?
Tide y yo somos las dos personas más cercanas a S., y somos opuestas las dos.
Tenemos que querernos también, ella y yo. Esta tarde, cuando Tide nos acompañó a la
puerta y nos dio un beso a cada uno, se creó un momento de intimidad maravillosa entre
los tres. ¿Y ahora sí te vas a ir a la cama?

Jueves 19 de febrero de 1942, dos de la tarde. Si tuviese que decir qué cosa me
ha impresionado más hoy, diría que las manos llenas de sabañones de Jan Bool. Han
torturado a otro hasta hacerlo morir, otro más. Esta vez ha sido aquel muchacho
tranquilo de la Librería Cultura. Recuerdo que tocaba la mandolina. Tenía una novia
muy bonita, con la que después de casó, y tuvieron un niño. «¡Son unas bestias!», decía
Jan Bool en el corredor lleno de gente de la Universidad, «lo han despedazado». Y Jan
Romein, Tielrooy y varios otros profesores, entre los más ancianos y frágiles, han sido
internados en una barraca miserable, precisamente en medio del parque de Veluwe,
donde solían pasar sus vacaciones de verano en una hermosa pensión. No les permiten
ni siquiera usar un pijama, no han podido llevar ni sus efectos personales, contaba
Aleida Schot en la cafetería de la Universidad. Quieren embrutecerlos, crearles un
sentimiento de inferioridad. Moralmente son fuertes, pero la mayoría de ellos tienen
una salud muy frágil. Dicen que Pos está en un convento en Haren y que escribe un
libro. Había un clima lúgubre hoy en las clases. Pero brilló una pequeña luz de
esperanza en el curso de una breve e inesperada conversación con Jan Bool, mientras
recorríamos el frío y estrecho Langebrugsteeg, y esperábamos el tranvía. Jan se
preguntaba con amargura: «¿Qué puede impulsar al ser humano a destruir así a sus
semejantes?». «Los seres humanos, los seres humanos, ¡no olvides que tú eres uno de
ellos!», le dije yo. Por una vez, el gruñón de Jan convino en que estaba de acuerdo
conmigo. Proseguí mi sermón: «La porquería de los otros está también en nosotros. Y
yo no veo otra solución, ninguna otra solución verdadera, que entrar en nosotros
mismos y extirpar de nuestras almas toda esa podredumbre. Yo no creo en absoluto que
podamos corregir nada en el mundo exterior que no hayamos corregido primero en
nosotros. La única lección de esta guerra es que nos ha enseñado a buscar en nosotros
mismos y no en los demás». Jan parecía compartir mi opinión, estaba abierto a la
discusión, se interrogaba como en otros tiempos. Dijo: «Resulta muy fácil el deseo de
venganza. Pero eso no nos aportará nada». Estábamos en medio del frío, esperando el
tranvía. Jan tenía dolor de muelas y las manos amoratadas. Pero no proclamábamos
teorías. Nuestros profesores habían sido internados. Un amigo de Jan acababa de morir
aplastado. Los temas angustiosos eran incontables, pero nos decíamos: «El deseo de
venganza es demasiado fácil». Esta es la luz de esperanza de esta jornada.
Y ahora a dormir un poco, que mañana vas a conocer a la amiga de Rilke. Todo
va a ir bien, ¿y por qué no? Debería escribir con más frecuencia en este cuadernito, pero
me falta tiempo.

Viernes 20 de febrero de 1942. El 3 de febrero he cumplido un año. Creo que a


partir de ahora esta fecha será la de mi verdadero cumpleaños… Por la noche, cuando
me metí en la cama, tenía la impresión de tener entre mis brazos la rica y abundante
cosecha de ese día. Pero no hay que sentarse a descansar con esta impresión. Es preciso
aceptar superarla y ser deportado hacia otra insatisfacción, a fin de poder experimentar
otra plenitud que nos colme aún más.

Domingo 22 de febrero de 1942. Mientras él leía el salmo al comienzo de la


comida, de pie bajo la lámpara, de manera muy sobria, sin el menor pathos, se había
extendido una inmensa bondad sobre el amable paisaje de sus rasgos. Yo experimentaba
en ese instante un amor por él que me hacía un daño terrible, pues superaba de tal modo
todo erotismo, toda sensualidad, que de pronto parecía inaccesible.

Estoy enormememente agradecida por esta vida. Me siento crecer. Cada día me
doy cuenta de mis faltas y de mis mezquindades, pero conozco asimismo mis
posibilidades. Y. además, amo, amo a los buenos amigos; pero este afecto no me aísla
de los demás seres humanos. Amo a todo lo ancho y hasta los confines del mundo, amo
una enormidad, incluso a aquellas personas por las que no experimento
espontáneamente ninguna simpatía; ¡es preciso llegar hasta ahí! Han duerme en el piso
con la patética tosecilla que le produce su bronquitis, y yo me meto, agradecida, en mi
pequeña cama solitaria. Es sorprendente: cuando me encuentro así, extendida sobre mi
espalda, tengo verdaderamente la impresión de estar acurrucada contra esta buena y
vieja tierra, aunque en realidad reposo sobre un confortable colchón. Pero cuando me
encuentro acostada así, tan intensamente presente y distendida a la vez, y tan
desbordante de gratitutud por todo, es como si estuviera en comunión con… sí, ¿con
qué? Con la tierra, con el cielo, con Dios, con todo.

Miércoles 25 de febrero. Son las siete y media de la mañana. Me he cortado las


uñas de los pies, me he tomado una taza de auténtico cacao van Houten y me he comido
una rebanada de pan con miel; todo con verdadera pasión. He abierto la Biblia al azar,

pero el pasaje encontrado no me ha dicho nada para comenzar la mañana. No importa;


tampoco tenía preguntas que hacer, sólo sentía una gran confianza y gratitud porque la
vida es tan bella, y porque éste es un momento histórico; y no porque dentro de poco
tenga que ir con S. a la Gestapo, sino porque, de hecho, la vida me parece bella a pesar
de todo.

Viernes 27 de febrero, diez de la mañana. «Aunque hable las lenguas de los


hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como bronce que suena o címbalo que
retiñe. Aunque tenga el don de profecía, y conozca todos los misterios y toda la ciencia;
aunque tenga plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada
soy… El amor es paciente, es generoso; el amor no es envidioso, no es jactancioso, no
se engríe; es decoroso; no busca su propio interés; no se irrita; no piensa mal…». ¿Qué
estaba pasando en mí mientras leía este texto? Todavía no lo puedo expresar bien. Tenía
la impresión de que una varita mágica venía a tocar la superficie endurecida de mi
corazón y al instante hacía brotar de él fuentes ocultas. Y me encontré arrodillada, de
repente, junto a mi mesita, mientras que el amor, como liberado, me recorría toda
entera, liberado de la envidia, de los celos, de las antipatías…

[...] Me parece presuntuoso afirmar que un hombre pueda determinar el propio


destino desde su interior. Escribí esto el miércoles por la mañana muy temprano. De
pronto me pareció todo tan claro como el agua. Por supuesto que todo el mundo crea
desde su interior su propio destino. Las situaciones en las que se pude ser algo en esta
tierra no son tantas: se es esposo, padre, esposa, madre, se está en prisión o se es
guardián de una prisión. No hay tanta diferencia ya que son las mismas paredes las que
le rodean. (Etcétera, elaborar más tarde) Pero cómo se sitúa uno interiormente ante los
acontecimientos de la vida, eso sí determina el destino. En eso consiste la vida. Los
hechos exteriores no se diferencian tanto en la vida de cada uno. Lo que el hombre
puede determinar es el modo de acoger ese destino. Los hechos externos no bastan para
entender la vida de una persona: hay que conocer los sueños, la relación con la familia,
los estados de ánimo, las decepciones, la enfermedad, la muerte.

[...] El miércoles bien temprano, estábamos allí todo un grupo grande de judíos
reunidos en el local de la Gestapo. Me di cuenta de que la realidad de nuestra vida era la
misma para todos: para los interrogadores, atrincherados detrás de sus mesas, y para los
que esperábamos a ser interrogados. Lo que distinguía a todas esas vidas entre sí era la
actitud interior de cada uno. Los ojos se sintieron atraídos de inmediato por un
muchacho que iba y venía con aire descontento (sin intentar disimularlo en modo
alguno), acosado y atormentado. Todos los pretextos le parecían buenos para abrumar
con gritos (en alemán) a aquellos desdichados judíos: «¡Fuera las manos de los
bolsillos!», etc. Me parecía más digno de lástima que aquellos a quienes increpaba de
aquel modo, y que éstos últimos no lo eran, por lo demás, sino en la medida en que
tenían miedo. Cuando me llegó el turno, me lanzó rugiendo: «¿Qué es lo que le parece
risible aquí?». Me vinieron ganas de responderle: «Aparte de usted, nada», pero
diplomáticamente preferí tragarme esa respuesta. «¿Sigue usted riéndose?», volvió a
rugir. Y yo, con mi aire más inocente, le dije: «No me doy cuenta. Es mi expresión
habitual». A lo que él replicó: «¡No se haga la tonta, y salga inmediatamente!»,
acompañando sus palabras con un gesto que significaba: «¡Ya volveremos a vernos!».
Probablemente era el momento psicológico en que yo hubiera debido morir de espanto,
pero enseguida puse al descubierto su truco.
De hecho, yo no tengo miedo. Sin embargo, no soy valiente, pero siempre tengo
la impresión de que me las veo con seres humanos, y me mueve la voluntad de
comprender, en la medida de lo posible, el comportamiento de cada uno. Era eso lo que
le daba a esta mañana su valor histórico: no el hecho de padecer los rugidos de un
miserable miembro de la Gestapo, sino el de tener piedad de él en vez de indignarme, y
tener deseos de preguntarle: «¿Has tenido una infancia muy desgraciada, o es que tu
novia se ha marchado con otro?». Tenía aquel hombre un aire atormentado y acosado,
aunque también, debo decirlo, muy desagradable y fofo. Hubiera querido comenzar con
él de inmediato un tratamiento psicológico, pues sé perfectamente que estos muchachos
son dignos de compasión mientras no pueden hacer mal, pero terriblemente peligrosos
cuando se les arroja como fieras sobre la humanidad. Lo que es criminal es el sistema
que utiliza tipos así. Y si hablamos de exterminar, sería mejor exterminar el mal en el
hombre y no al hombre mismo.
Otra lección de esta mañana: la clarísima sensación de que, a pesar de todos los
sufrimientos infligidos y de todas las injusticias cometidas, no llego a odiar a los
hombres. Y que todos los horrores y atrocidades perpetrados no constituyen una
amenaza misteriosa y lejana, exterior a nosotros, sino que están muy cerca de nosotros y
emanan de nosotros mismos, de los seres humanos. Así me resultan más familiares y
menos espantosos. Lo que da miedo es el hecho de que ciertos sistemas sean capaces de
crecer hasta superar a los hombres y tener aprisionados en una prensa diabólica tanto a
los autores como a las víctimas: así, grandes edificios y torres, construidos por mano de
los hombres, se levantan por encima de nosotros, nos dominan, y pueden caer sobre
nosotros y sepultarnos.

3 de marzo de 1942. El alma no tiene patria o, mejor aún, no tiene más que una
sola gran patria sin fronteras. Es posible comprenderse mutuamente y acercarse. Debo
contribuir a ello por mi parte, porque experimento en mi alma y en mi razón un
sentimiento de solidaridad con todas las épocas y todos los países.

8 de marzo de 1942 […] …los países extranjeros que todavía tengo que recorrer
–estoy cada vez más segura de ello: es un deseo de juventud que se ha convertido en
una certeza– y todos esos rostros que constituyen para mí otros tantos paisajes por
recorrer. Debería dedicarme más a aprender idiomas. Y, después, escuchar, escuchar por
todas partes, escuchar hasta en lo más profundo de los seres y de las cosas. Amar, y
dejar a los que amo, aceptando así morir, pero para renacer. Todo eso es enormemente
doloroso, pero está también tan lleno de vida... Tengo veintiocho años, y a veces me
digo que ya soy vieja, cuando no he hecho más que comenzar.

[…] Por la noche, en el cuarto de baño, con el rostro untado de crema. Es algo
que brota en mí, de repente, como una certeza cada vez más clara: no me casaré nunca.
No quiero fragmentar un gran Deseo en una multitud de pequeñas satisfacciones. Es
posible que ese Deseo pueda encontrar una sola vez, grande e intacto, un lugar seguro
donde expresarse, una sola noche de amor. Pero, si es así, será preciso seguir
conservando este gran Deseo intacto y extraer de él la fuerza necesaria para un amor
abierto a todos.

Jueves 12 de marzo de 1942, once y media de la noche. Fue indescriptiblemente


bello: Max, la taza de café, el cigarrillo de mala calidad, nuestro paseo tomados del
brazo por la ciudad sumergida en la oscuridad del black-out, y todo por el simple hecho
de ser dos y de caminar juntos después de tanto tiempo. Si alguien conociera nuestra
historia se asombraría de este extraño encuentro, producido así, por puro placer, sin
razón, simplemente porque Max piensa casarse y quería consultarme, a mí
precisamente. ¡Cómico realmente! Era tan hermoso volver a ver al amigo de mi
juventud y compararlo con mi propia madurez, una madurez acrecentada. Max me dijo
al comienzo de la velada: «No sé qué es, pero algo ha cambiado en ti. Creo que estás
hecha toda una mujer». Y al final: «No, no has cambiado en sentido negativo, no es eso
lo quiero decir; tus rasgos y expresiones siguen siendo tan vivaces y elocuentes como
antes, pero por encima de ellos se siente una mayor serenidad. Es hermoso estar
contigo». Antes de dejarme, orientó hacia mi rostro el haz de luz de su pequeña linterna,
sonrió levemente, sacudió la cabeza en señal de reconocimiento, y dijo con un tono
convencido: «Sí, eres tú». A continuación nuestras mejillas se rozaron de forma torpe e
íntima a la vez, y nos marchamos cada cual por su lado. Sí, fue en verdad de una belleza
indescriptible. Y por muy paradójico que pueda parecer, fue seguramente nuestro
primer encuentro cara a cara verdaderamente bien logrado. Mientras paseábamos, me
dijo de pronto: «Pienso que algún día, dentro de unos años, podremos llegar a ser
amigos de verdad». Así, pues, nada se pierde. La gente vuelve a nosotros, e
interiormente seguimos viviendo con ellos, hasta que vuelven a unirse con nosotros
años más tarde.
El 8 de marzo escribí a S.: «Mi carácter apasionado de antes no era más que un
modo de aferrarme desesperadamente... ¿a qué cosa exactamente? En todo caso a algo
a lo que no es posible aferrarse con el cuerpo».
Ahora bien, fue justamente al cuerpo de Max, de este hombre que caminaba
fraternalmente a mi lado esta noche, a lo que estuve aferrada en aquel tiempo con la
fuerza de una desesperación inhumana. Pero lo más reconfortante es que subsistió, a
pesar de todo, este intercambio feliz y confiado de nuestros puntos de vista, esta breve
reunión de nuestras dos atmósferas, la evocación de unos recuerdos que ya no nos
hacían sufrir, mientras que antes nuestra vida en común nos había destruido
literalmente. Y también debo reseñar esta tranquila constatación: sí, al final de aquella
relación, ambos habíamos quedado hartos.
He vuelto a reconocer a Max cuando me preguntó: «¿Y tenías alguna relación en
aquella época?». Yo levanté dos dedos sin decir nada. Un poco más tarde, al declarar yo
la posibilidad de casarme con un judío alemán emigrado, a fin de estar a su lado si
llegaba a ser deportado, Max se entristeció por un momento. Y me dijo al despedirme:
«Prométeme que no cometerás ninguna tontería. Tengo mucho miedo de que te
destruyas». Yo le contesté: «No tienes nada que temer». Quise añadir algo más, pero ya
estábamos demasiado lejos el uno del otro. Esto es lo que hubiera querido decirle:
«Cuando se tiene vida interior, poco importa, sin duda, estar dentro o estar fuera de un
campo de concentración». ¿Seré capaz de estar a la altura de estas palabras? ¿Seré
capaz de vivirlas? No podemos hacernos muchas ilusiones. La vida se va a volver muy
dura. Vamos a ser separados nuevamente de todos aquellos a quienes amamos. Me
parece que el momento no está muy lejos. Debemos prepararnos para ello interiormente
con creciente intensidad.
Me gustaría poder leer las cartas que escribía a Max cuando tenía dieciocho
años. Él me dijo: «Siempre abrigué grandes esperanzas respecto a ti, creí que llegarías a
escribir grandes libros». Le dije: «Max, todo eso vendrá, ¿tienes prisa? Yo sé escribir y
sé también que tendré algo que decir. Pero ¿por qué no podemos tener paciencia?». «Sí,
me dijo, yo sé que escribes bien. De vez en cuando releo tus cartas y veo que sabes
escribir».
A pesar de todo, resulta reconfortante pensar que tales momentos son posibles en
este mundo desgarrado. Y tal vez haya muchas más cosas posibles de lo queremos
reconocer. Que sea pueda volver a encontrar así a un amor de juventud, y echar una
mirada sonriente sobre el pasado. Que sea posible una reconciliación con el pasado. Eso
es lo que yo he experimentado. Era yo quien marcaba el tono aquella noche. Max me
seguía, y eso ya es mucho.
Además, nada es pura casualidad, esmaltada aquí o allá de un simple amorío o
de una simple aventura cautivante. Es más bien la sensación de tener un destino en el
que los diversos hechos se entrelazan formando una sucesión rica de significado. Por
eso, cuando vuelvo a vernos a los dos caminando por la ciudad oscura, maduros y
enternecidos por nuestro pasado, seguros de tener aún muchas cosas que contarnos,
pero dejando sin concretar la fecha de nuestro próximo encuentro –pues quién sabe si
nos volveremos a ver–, la posibilidad de que tales momentos existan en la vida me llena
de una grave y profunda gratitud. Ya es casi medianoche, me voy a dormir. Sí, ha sido
muy bello. Al final de cada día, me dan ganas de decir: a pesar de todo, la vida es muy
bella. Sí, me estoy forjando una opinión personal sobre esta vida, e incluso una opinión
que me siento capaz de defender frente a otros, y no es decir poco para la chica tímida
que siempre he sido. Además, hay discursos como el de anoche con Jan Polak, en los
que las palabras se convierten en testimonio.

13 de marzo de 1942.
«A través de todo lo que existe
se extiende el único espacio auténtico:
el espacio interior al mundo».
Me parece que éstas son las palabras más hermosas que conozco, sin duda
porque a través de su armonía y perfección expresan lo que estoy viviendo cada vez con
más fuerza. Sigo leyendo precisamente algunos poemas de Rilke. No hay que añadirles
ni una sola palabra.
Rilke comprende de un modo más profundo que la mayoría de los maestros del
pasado y los autores contemporáneos qué es el amor de verdad. Expresa este carácter
inmemorial y trágico del amor de una manera nueva: «No ser nunca uno con aquel
(aquella) a quien se ama». Según él, la cumbre del amor, que debemos aprender a
alcanzar, consiste en esto: salvaguardar la libertad del ser amado. Si hay algo culpable
en el amor, es no aumentar la libertad del amado con toda la libertad que uno lleva
dentro. Si amamos de verdad, se impone una sola exigencia: respetarse mutuamente en
la propia libertad.
14 de marzo de 1942. Antes, yo estimaba que el conflicto se situaba entre mi
instinto hereditario [oer-instinct] de judía, de hija de un pueblo amenazado en su misma
existencia, y las ideas socialistas que me habían inculcado, según las cuales no hay que
considerar a un pueblo como un conjunto homogéneo, sino como una mayoría de
explotados de los que abusa una minoría de explotadores. En pocas palabras, un instinto

hereditario frente al uso ilustrado de la razón. Pero hay que ver más lejos: el socialismo
permite que el odio vuelva a entrar por una puerta oculta: el odio a lo que no es
socialista.

La verdad política debe integrarse en la gran «Verdad». Voy a explicar lo que


pretendo decir con esta fórnula abisal. A veces me encuentro rodeada de gente que
estalla en observaciones odiosas -bastante comprensibles, por otra parte- contra los
nuevos dueños del país. Cuentan así historias que son puros embustes, pero que excitan
a la gente y le proporcionan razones para odiar más... Eso es demagogia. Así proceden
los propagandistas del «Tercer Reich» cuando exacerban el fanatismo de las masas con
teorías en las que no creen ni ellos mismos. Esto prueba el inmenso desprecio que
sienten por las masas. En resumen, esto es lo que quiero decir: la barbarie nazi puede
despertar en nosotros otra barbarie, que podría utilizar los mismos métodos si nosotros
pudiéramos hacer hoy lo que quisiéramos. Debemos extirpar esta barbarie de nosotros
mismos. No nos está permitido alimentar este odio en nosotros; si lo hacemos, el mundo
no dará un solo paso para salir del atolladero en que nos encontramos.

Es perfectamente posible ser combativo y fiel a los propios principios, sin


hundirse en el odio.

Para decirlo crudamente, cosa que quizá haga daño a mi pluma: si un miembro
de las SS me pisoteara hasta matarme, yo lanzaría una última mirada hacia su rostro y
me preguntaría con estupefacción y un arranque de humanidad: «Dios mío, ¿qué cosas
tan terribles has podido vivir, pobre muchacho, para hacer semejante cosa?».

Martes 17, nueve y media de la mañana. Ayer por la tarde, mientras iba a su
casa, sentía una agradable languidez primaveral. Y mientras pedaleaba soñando sobre el
asfalto de la Larissestraat, impaciente por verlo, me sentí de pronto acariciada por una
tibia brisa de primavera, y pensé: ¡Qué bien está esto! ¿Y por qué no se podría sentir
una tierna y profunda embriaguez amorosa en contacto con la primavera y con todos los
seres? Se puede también tener amistad con el invierno, o con una ciudad, o con el
campo… Recuerdo el haya de color rojo-vino de mi adolescencia. Tenía yo una relación
muy especial con aquel árbol. Algunas tardes, presa de un repentino deseo de verlo,
hacía media hora de bicicleta para ir a visitarlo y me ponía a girar en torno a él,
hipnotizada por su aspecto rojo-sangre. Así, pues, ¿por qué no se va a poder tener una
experiencia amorosa con una primavera? Y la caricia de aquella brisa era tan tierna y
tan envolvente que, comparadas con ella, las manos de un hombre (¡incluso las suyas!)
me parecían ásperas.
Con este estado de ánimo fui a su casa. La luz de su estudio iluminaba
débilmente su pequeño domitorio contiguo. Al entrar, vi su cama abierta, que
perfumaba un gran ramo de orquídeas encima de las sábanas. Y en la mesilla de noche,
al lado de la almohada, narcisos completamente amarillos, asombrosamente amarillos y
frescos. Una cama así dispuesta, con orquídeas, narcisos: ya ni siquiera hay necesidad
de acostarse juntos en un lecho así; de pie en la penumbra de esta habitación, tenía la
impresión de levantarme de una noche de amor. Él estaba sentado frente a su pequeño
escritorio y nuevamente me impactó el aspecto de su rostro: era como un paisaje gris,

viejo, marcado por las intemperies.


Así es, hay que tener paciencia. Tu deseo debe ser como una nave lenta y
majestuosa que navega por océanos infinitos, sin buscar un lugar donde echar el ancla,
hasta que, de repente, inesperadamente lo encuentra por un momento. Anoche, él
encontró su puerto. Me cuesta creer que han transcurrido apenas catorce días desde
aquella ocasión en que, con tanta violencia y avidez lo atraje a mí que su cuerpo me
cayó encima; después me sobrevino una gran tristeza, al pensar que no podría vivir sin
él. Así mismo, hace una semana, me dejé deslizar entre sus brazos, y nuevamente me
sentí apenada después, porque sentí que aquella situación había sido un tanto forzada.
Creo, no obstante, que todas esas «estaciones» han sido necesarias para poder
llegar a este atraernos dulcemente el uno al otro, a esta intimidad confiada, a esta
capacidad de querernos y ser un bien el uno para el otro. Una noche como ésta queda
grabada en la memoria. Y ni siquiera hay necesidad de muchas noches así para
convencerse de poseer una vida amorosa rica y plena.

Nueve de la noche. Mi pequeña marroquí de rostro grave y cabello negro, fija de


nuevo su mirada, que es animal y serena al mismo tiempo, en mi jardín de flores, o
mejor dicho, se pierde más allá, como siempre. Las pequeñas orquídeas amarillas,
violetas y blancas, penden extenuadas sobre el borde del frasco de chocolate en polvo, y
están, respecto a ayer, ya casi completamente marchitas. Y las campanillas amarillas en
el vaso de cristal verde, ¿cómo os llamáis exactamente? Las ha comprado S., en un
arranque primaveral. Anoche me trajo ese ramo de tulipanes. Ese pequeño capullo rojo
y ese minúsculo capullo blanco, cerrados, impenetrables y, sin embargo, tan
encantadores, no he podido dejar de mirarlos esta tarde, durante el recital de Hugo
Wolf. Veía también el Rijksmuseum a través de las ventanas, fresco y nuevo en sus
contornos como una provocación, y al mismo tiempo tan viejo y familiar.
Se nos ha prohibido pasear por el Wandelweg. El más mínimo grupo de dos o
tres árboles ha sido declarado «bosque» y lleva el letrero: «Prohibido a los judíos».
Estos letreros son cada vez más numerosos, y están por todas partes. No obstante,
¡queda todavía bastante sitio donde vivir con alegría, hacer música juntos y amarse!
Glassner había llevado un saquito de carbón, Tide un poco de leña, S. azúcar y galletas,
yo llevé el té, y nuestra pequeña artista vegetariana suiza llegó con un gran pastel.
Primero S. nos leyó algo sobre Hugo Wolf. Y mientras leía algunos pasajes sobre
aquella vida trágica, su cara le temblaba un poco, por el lado de la boca. Por esto
también lo quiero: me parece tan auténtico. Vive cada palabra que pronuncia, canta o
lee. Por eso, si lee cosas tristes, se pone triste también él. Me conmueve mucho cuando
se emociona; parece que estuviera a punto de llorar. Por eso, voy a llorar ahora un
poquito con él.

Glassner sigue haciendo progresos con el piano. Esta tarde le dije en privado:
«Te acompañamos en tu crecimiento, silencioso Glassner».
Hay momentos en que entiendo de pronto, o mejor dicho, siento casi en mi
propia carne, cómo pueden los artistas creativos caer en la bebida, entregarse a
libertinajes, envilecerse, etc. Un artista tiene que tener un carácter muy bien templado
para no desquiciarse moralmente, para no caer en abismos sin fondo. Se trata de un
riesgo que yo no sé todavía cómo describir, pero que a veces me ocurre también a mí y
con mucha intensidad: toda mi ternura, la intensidad de mis emociones, la marejada de

ese lago agitado, de ese mar, de ese océano del alma, quiero volcarlos como una
catarata en un pequeño poema, pero siento que si lo lograra, inmediatamente después
querré lanzarme de cabeza en un abismo, emborracharme, etc. Después de una
experiencia creadora, uno tiene que saber sostenerse en su propia fuerza de carácter, en
una moral que le ofrezca un asidero, o en lo que sea, con tal de no arrojarse, sabe Dios,
a qué bajezas. ¿Y cuál es esa oscura pulsión? No lo sé, pero la siento; en los momentos
más fecundos y creativos, siento que se levantan los demonios dentro de mí, y las
fuerzas destructivas y autodestructivas se ponen al acecho. No se trata del deseo normal
que se tiene del otro, del hombre; es algo mucho más cósmico, universal, imparable.
Pero siento también que llegaré a controlarme, incluso en momentos así. Necesito para
ello arrodillarme en algún rinconcito tranquilo, controlarme y mantenerme recogida en
mí misma, velar para que mis fuerzas no se pulvericen hasta el infinito.
Al final de la tarde, me he sentido interceptada y detenida por la barrera de la
mirada límpida y gris claro de S., que se ha fijado en mí un instante, y por esa boca
sensual que quiero tanto. Por un momento me he sentido segura, protegida por aquella
mirada. Toda la tarde, justamente, había estado errando en un espacio ilimitado, sin
confines que pudieran contenerme; y de pronto, aparece ese límite, aquél por quien ya
no se soporta más la dispersión —, aquel que te impide entregarte, por desesperación, a
cualquier tipo de excesos.
¡La sombría red de ramas a la luz diáfana y ligera de la primavera! Esta mañana,
al despertar, he encontrado las copas de los árboles ante mi ventana. Esta tarde, un piso
más abajo, eran los troncos los que se mostraban ante los amplios ventanales. El botón
rojo y el botón blanco de tulipán inclinados uno hacia el otro, el piano de cola noble,
negro, misterioso y complicado, un ente muy particular, y, detrás de las ventanas, las
ramas oscuras sobre un cielo claro, y al fondo el Rijksmuseum. S. me parece extraño en
un momento y familiar en otro, lejano y cercano a la vez, un feo y antiquísimo gnomo
que es también un tío benévolo, un poco gordo, comilón de pasteles, y a la vez el
charmeur de la voz cálida — siempre distinto, mi amigo íntimo y lejano.

29 de marzo de 1942. «Se me ha hecho evidente que tengo que imitar a Rodin -
no trasladando a la escultura mi capacidad de crear, sino reorientando desde el interior
mi proceso artístico. De él no debo aprender a esculpir, sino a recogerme en lo profundo
para dar forma a lo que hago. Debo aprender a trabajar, Lou, a trabajar: ¡lo necesito
enormemente! «Il faut toujours travailler, toujours» [Tenemos que trabajar siempre,
siempre], me decía un día en que le hablaba de las angustias que me surgen en el
intervalo de mis períodos buenos».

De pronto me he dado cuenta de que experimento de nuevo esa sensación de


sosiego y de seriedad, que apenas me abandona ya desde hace no poco tiempo, incluso
en los momentos de gran devoción. Recorro con la mirada mi mesa de trabajo. Están
sobre ella algunos volúmenes de la correspondencia de Rilke, que me gustaría poder
leer a fondo, de manera sistemática, sin esperar demasiado. Está también la obra de
Jung, que acabo de empezar. Y después El Idiota de Dostoievski, que reclama ser
estudiado a fondo, tanto en lo que se refiere a la lengua como en el contenido. Y están
también mis alumnos de mis clases de ruso, cuyo número va en aumento, lo que me
obliga a estudiar la lengua cada vez más a fondo. Está aún mi colaboración en el trabajo
de S., que me supone una disponibilidad constante, una gran apertura de espíritu con

respecto a él. Para compartir su vida y para aprender de él cada vez más –aunque por
otro lado no quiero que ello sea a costa de mi estudio del ruso. Sigue estando ahí,
constantemente, mi segunda patria, la literatura, a través de la cual comprendo mis
exploraciones. Y las gentes, los amigos, los muchos amigos. No hay prácticamente
ninguno con el que mantenga una relación superficial. Cada una de mis relaciones tiene
su carácter propio y conlleva un matiz particular. No puedo ser infiel a una en beneficio
de otra. ¡Se terminaron el tiempo perdido y los minutos de aburrimiento! Debo aprender
a relajarme cada vez mejor entre dos respiraciones profundas, o recogiéndome para una
oración de cinco minutos. A pesar de todos estos encuentros, de todas estas cuestiones,
de todas estas materias que debo estudiar, es preciso que llegue a disponer de un gran
espacio de silencio interior donde pueda retirarme y volver a mis raíces profundas,
incluso en medio de una gran agitación o de una conversación intensa.

Miércoles 1 de abril de 1942. Antes era la sensualidad la que impregnaba mi


imaginación, y yo le deseaba, sin más, como amante. Ahora ya no es así. Sé que las
posibilidades de lo corporal alcanzan pronto sus límites. Su cuerpo no me interesa hoy
sino en la medida en que puede servir de expresión de nuestra amistad. De otro modo,
no lo deseo. Lo que me queda de deseo puramente físico, puedo dominarlo ahora
bastante bien. Dado que he vivido durante tantos años una vida intensamente física, me
ha llegado una gran calma. Ya no tengo necesidad de satisfacer mi cuerpo coûte que
coûte [cueste lo que cueste], ¡y agradezco mucho haberlo conseguido!... Por
consiguiente, debo y voy a evitar, con obstinación, paciencia, prudencia y dominio de
mí misma, los contactos que no son ni tan verdaderos ni tan armoniosos como yo los
deseo.

3 de abril de 1942. La reunión del Movimiento de Oxford, en la que participé


hace algún tiempo, me dejó una impresión negativa. ¡Demasiado exhibi​cionista! ¿Cómo
se puede hacer de ese modo el amor con Dios en público? Parecía una bacanal, con una
asistencia formada por honestos pequeños burgueses y solteronas en busca de
novedades. ¡No! ¡Nunca más! Vale con una vez, como experiencia de una sensación
fuerte. […]

Cuando ayer por la noche, a las diez y media, me retiré a mi habi​tación, cuya
cortina está siempre abierta sobre el gran hueco que da al exterior, mi gran árbol se
erguía en la noche, despojado y solita​rio. Lentamente, como vacilante, se fue elevando
una estrella a lo largo de su delgado cuerpo de asceta, reposó un momento en el hueco
de una de sus ramas, y se perdió luego en el vasto cielo, libe​rada de los líos de las
ramas. El Rijksmuseum se parecía en la leja​nía a una ciudad erizada de torres. Entre los
estantes de la bibliote​ca de Spier, que se yergue, alta y profunda cual un templo
miste​rioso, lleno de sabiduría, y mi estrecha cama monacal, hay justo el espacio para
arrodillarse.
Hace días, semanas, que pienso escribirlo, pero no llegaba a for​mularlo;
¿timidez o aún falsa vergüenza? Mi acción de arrodillar​me: es como si ese gesto
correspondiera ahora a un impulso de todo mi cuerpo. Lo siento en todo mi cuerpo. A
veces, en los momentos de profunda gratitud, experimento en mí una honda necesidad
de arrodillarme, con la cabeza profundamente inclinada y las manos cubriendo mi
rostro. Se ha convertido en un gesto que corresponde a un profundo impulso de mi
cuerpo y que aspira, en ocasiones de manera imperiosa, a concretarse. Y me acuerdo de
La chica que no sabía arrodillarse y de la ruda alfombra del cuarto de baño. Con todo,
en el momento en que escribo esto, experimento aún una cier​ta molestia en expresar lo
que pertenece a lo más íntimo de mi inti​midad. Tendría menos reservas y menos pudor
en evocar mi vida amorosa. ¿Qué puede ser más íntimo que la relación de un ser
humano con Dios? […]

Más adelante iré a Rusia como embajadora de Europa. Después volveré a


Europa como embajadora de Rusia. Europa está en mí, y mucho más tarde todo lo que
conozco, lo que siento, lo que descubro por intuición, lo emplearé para comprender a
Rusia y para contársela a continuación, tal cual es, a Europa. Me parece que, al final,
todo esto desembocará en lo siguiente: todo lo que acumulo en mí, y en cuya
perspectiva me construyo a mí misma, tendrá como finalidad comprender este extenso
país, asimilármelo y dar forma a las experiencia que podré hacer en él. Kto znajet
[quién sabe].
[…] Quisiera, por ejemplo, llevar de nuevo a Rilke a Rusia. ¡Tuvo siempre tanta
nostalgia de la tierra rusa…! Y traería a los rusos a Europa. Convertirme en una figura
mediadora entre estos dos mundos, que tienen, a pesar de todo, tantos puntos de
coincidencia. Mas para ello tengo que aprender, madurar y comprender muchas cosas.

5 de abril de 1942. […] Cuando ya no lo creía posible, se me presentaba un


nuevo avance gracias a que, de repente, un tipo de amistad, aún no cultivada por mí, se
ponía a florecer. Y esta amistad puede crecer y extenderse aún más, porque ambos
somos conscientes de las fuerzas que hay en nosotros; porque ponemos el acento en los
mismos valores; porque cada día estamos más abiertos el uno respecto al otro y respecto
al mundo entero. Porque comprendemos muy bien el arte de gozar de las pequeñas
alegrías de cada día, y porque creemos del mismo modo en Dios.

15 de abril de 1942. Mientras me hablaba de su intensa actividad como


terapeuta (pues recibía cada vez más pacientes), me había acurrucado en el suelo a sus
pies, con mis codos apoyados en sus rodillas. De pronto, me miró con aire pensativo y
me dijo: «Hace año y medio habría sido impensable que yo dejara a una joven como tú
vivir así, sin acostarme con ella. Ahora estoy asombrado de haberme convertido en lo
que soy. Pero, si no fuera así, es seguro que no podría trabajar con la misma
intensidad». Y yo le dije: «Respeto absolutamente esa opción de vida; sí, la respeto
profundamente». Y añadí, en sustancia: «La paciencia se aprende. Me parece que los
contactos corporales tienen a menudo algo de forzado. Puedo vivir durante mucho
tiempo de una sola señal de ternura de su parte».
16 de abril de 1942. Cuando veo a mis padres o pienso en ellos, ya no me agoto
en consideraciones narcisistas ni en inculpaciones. Veo su vida de manera más objetiva:
es su vida, tal como se ha ido construyendo a lo largo de los años, y yo no puedo
cambiar en ella gran cosa. Mi relación con mis padres ha evolucionado profundamente.
Se han desanudado muchas crispaciones y, de este modo, se han liberado fuerzas
nuevas que me permiten amarlos de verdad.

[…] ¡No es muy serio leer a Maimónides y pretender rehacer el mundo después
de la guerra, cuando uno se envenena, de manera sistemática y a sabiendas, fumando
tantos paquetes de cigarrillos al día! Pues lo mismo: si uno no se esfuerza, hasta en los
detalles más pequeños, por poner su vida cotidiana en armonía con las nobles ideas que
profesa, esas ideas no tienen ningún sentido.

22 de abril. Él (Spier) es una especie de cemento entre los trozos de mi vida y


las amistades que he conocido hasta ahora. Enlaza todo eso, y todo mi pasado desfila en
sus dos pequeñas habitaciones. En cada encuentro descubro uno de sus aspectos, lo
recojo y se lo presento, y él encuentra enseguida su lugar en el conjunto. Ése es el caso,
por ejemplo, de mi encuentro con Pieter y Hanneke Starreveld, que surgieron de pronto
en mi recuerdo. Pieter, en su salón, con su cabeza gris, como modelada en arcilla, y
Hanneke, con sus ojos penetrantes, en sus profundas órbitas. Fue en su apartamento,
situado en la parte alta del Stadionkade, adornado con preciosas esculturas modeladas
por Pieter, donde descubrí que Hanneke frecuentaba también la lectura de las obras de
Jung y de Rilke.

En él (Spier), la pasión se ha centrado en su trabajo de terapeuta, pero todavía


mantiene una lucha titánica contra le sensualidad, contra esa parte de ésta que no ha
encontrado aún su orientación.

[…] En este momento experimento un deseo apasionado de leer todo lo que ha


escrito Rilke, de acogerlo en mí, y luego desprenderme de él, olvidarlo y vivir de mi
propia substancia. De pasar, a continuación, por la experiencia de la profunda influencia
que ejerce sobre mí; y descubrir más tarde que los modos en que él y yo sentimos las
cosas coinciden, hasta el punto de que ni siquiera se trata de influencia.

26 de abril de 1942. ¡Oh, una pequeña anémona roja, un poco ajada por haber
festejado demasiado! Pero dentro de algunos años la volveré a encontrar dentro de estas
páginas. Para entonces, yo estaré convertida ya en una matrona, cogeré esta flor
disecada y diré con nostalgia: ¡Oh, la anémona que llevé en mis cabellos en aquel
quincuagésimo quinto cumpleaños del grande e inolvidable amigo de mi juventud! Era
el tercer año de la segunda guerra mundial, comíamos macarrones comprados en el
mercado negro y bebíamos auténtico café. Estábamos todos muy contentos y nos
preguntábamos si aquella guerra duraría aún hasta el siguiente cumpleaños o si no sería
entonces más que un mal recuerdo. Yo llevaba una anémona roja en el pelo, lo cual hizo
decir a alguien: «Eres una mezcla de rusa y española». Y otro, ese gran suizo de
cabellos rubios y cejas pobladas que estaba entre nosotros, añadió: «Es una Carmen
rusa»; después de lo cual le pedí que recitara una poesía sobre Guillermo Tell, con su
graciosa erre de suizo.
Después nos marchamos a pie por esas calles tan familiares del sur de
Amsterdam y nos detuvimos en una terraza para admirar las flores. Mientras tanto,
Liesl se nos había adelantado a su casa y se había endosado un vestido de seda negra
reluciente, muy ceñido a su cuerpo delgado y con anchas mangas transparentes de color
azul, el mismo azul que cubría sus pequeños senos blancos. Y pensar que es madre de
dos niños, tan delgada y frágil... Pero tiene una especie de fuerza primordial. Han, por

su parte, mostraba un ánimo desenvuelto y activo, y sobre su tarjeta en la mesa estaba


escrito: «Amante eternamente joven, padre de heroínas», definición que él aceptaba
pero protestando. Más tarde, le oí decir a Liesl: «Yo me podría enamorar de este
hombre».
Pero lo que dio brillo a la velada, al menos para mí, fue esto: eran ya cerca de las
once y media, Liesl estaba sentada al piano, S. junto a ella en una silla, y yo apoyada
sobre él. Liesl preguntó algo de psicología. El rostro de S. adoptó de repente esa
expresión de vitalidad intensa y disponible que le es habitual. Empezó a responder a la
joven en términos claros y vivos. Llevaba a sus espaldas, sin embargo, una larga
jornada compuesta de envíos de flores y de cartas, de visitas, de compras, la
organización de la cena que debía presidir, había bebido una buena cantidad de vino,
que, a decir verdad, apenas soporta, y estaba, sin duda, muy cansado. Pero he aquí que
le plantean una cuestión sobre un tema grave, y de inmediato sus rasgos se tensan en
actitud de atención: entra del todo en el juego, como si hablara desde una cátedra de
profesor a un auditorio numeroso. La cara de Liesl se cubrió de un rubor de emoción
que contrastó con su azul transparente, y mirándolo con ojos exorbitados balbuceó con
su típico tono conmovedor: «Me emociona que usted sea así». Yo me apoyé más sobre
S., acaricié su grande y expresiva cabeza y dije a Liesl: «Sí, él es siempre así: siempre
está presente, siempre está dispuesto a aportar una respuesta. Es algo que procede de su
gran serenidad y de su gran disponibilidad, que nunca se desdicen, y por eso las horas
pasadas con él tienen un sentido profundo y nunca son tiempo perdido». S. me
escuchaba con un asombro de niño, con una expresión que yo no sabría describir, y
acabó diciendo: «Pero ¿acaso no ocurre lo mismo con todos los seres humanos?». A
continuación besó a la pequeña Liesl en la mejilla y en la frente y me atrajo más cerca
de sus rodillas, y me acordé de que hace unas semanas Liesl me dijo en su terraza al sol:
«Me gustaría mucho pasar algunos días con S. y contigo... ».

S. decía: «No hay que tocar los límites, siempre hay que dejar algo para nutrir a
la fantasía».

[…] 29 de abril de 1942. Me siento muy dichosa de que él sea judío y de que
también yo lo sea… También esto constituye una razón para quedarme a su lado y vivir
con él esta dura época.

18 de mayo de 1942. [...] Las amenazas y el terror crecen día a día. Elevo la
oración en torno a mí como un muro protector, me retiro a la oración como a la celda de
un convento, salgo de allí más «recogida», concentrada y fuerte. Este retirarme a la
celda cerrada de mi oración se convierte para mí en una realidad cada vez más intensa,
en un hecho cada vez más objetivo. La concentración interior construye altos muros,
dentro de los cuales me reencuentro conmigo misma y con mi propia unidad, lejos de
toda distracción. Y puedo imaginar un tiempo en el que estaré arrodillada días y días,
hasta no sentir estos muros en torno a mí, que me libran de deshacerme, perderme y
arruinarme.

23 de mayo de 1942 […] Cuando me dijo: «No, yo no podría vivir sin un lazo
afectivo, sin marido, sin hijos», me di cuenta de inmediato, por mi reacción instintiva,

que no era ese mi caso. Sí, yo podría vivir perfectamente sin todo eso. Podría quizá
aguantar durante años, sola, arrodillada en el suelo, en una fría celda. Incluso en esas
circunstancias habría en mí una vida intensa y fecunda. Todo lo que la vida hace posible
estaría siempre en mí.

Por la noche. Dijo S.: «Si yo te exigiera ahora que fueras sólo para mí, y que
dejaras tu relación con Wegerif, crearía ciertamente una situación de conflicto, no para
ti, sino para él». Y añadió: «No tiene ninguna importancia darse un gusto de vez en
cuando, con tal de que se sea creativo», etc. Hay aquí una angustiosa derogación de las
normas tradicionales, que me da la impresión de desembocar en un vacío. ¿No me da
miedo jugar con valores humanos fundamentales? Pero ¿no es en él donde los valores
esenciales de la vida se encuentran más seguros?.... ¿Por qué no puede uno darse por
completo a alguien? ¿Eso sólo está permitido cuando podemos decirle: «Yo soy tu
mujer»? ¿Debe tratarse siempre de este tipo de relación? ¿Acaso estoy todavía
demasiado aferrada a concepciones tradicionales? ¿Y este deseo de entregarse total y
corporalmente, que en ocasiones es tan fuerte, en cuanto que sería la realización plena y
necesaria de unos sentimientos profundos respecto a él?... Pero no siempre quieres
realizar este deseo, pues sabes los peligros a que puede exponerte. ¿No exageras, una
vez más, la importancia de ese breve momento sexual? Y dado que la sexualidad no
desempeña un papel tan importante en tu vida, ¿no te dejas influenciar demasiado por
una mentalidad convencional con respecto a estas cosas? Ahora, querida niña, ya es
hora de irte a dormir, no con Han, pues es demasiado tarde, sino sola. Es bueno, sin
embargo, que haya cogido por los cuernos, de una vez por todas, estas cosas tenebrosas
y confusas, que, de otro modo, podrían escapar a mi control como un toro enloquecido.

24 de mayo. He ido demasiado lejos en mis sentimientos con respecto a él. ¡Pero
nunca es posible ir demasiado lejos en amar a alguien! Cuando digo: «He ido
demasiado lejos», quiero decir que tengo miedo de que eso me destruya. Pero es algo
que todavía está por probar. Hasta ahora, estos sentimientos no me han dado más que
vida y fuerza. La fórmula que me vino ayer a la mente era más o menos ésta: Si tuviera
con él una relación completa, su relación con Hertha sufriría un perjuicio y una tensión
tan grandes que sería mucho mayores que el enriquecimiento relacional que hubiera
podido significar para nosotros. Y el malestar que ello hubiera originado en sus
sentimientos respecto a Hertha, habría tenido consecuencias desastrosas para nuestra
propia relación. Y si ésa es la frontera, más allá de la cual se sentiría infiel, ésa es
subjetivamente su frontera, y yo debo respetarla… ¿Y por qué no consentir ese pequeño
gesto de abstinencia pensando en esa pobre criatura, tan desgraciada, que espera del
otro lado del Channel? Ayer por la tarde se explicó con tanta claridad y honestidad, que
le estoy profundamente agradecida.

[…] Es como si un perro loco hubiera clavado sus colmillos en mi corazón y lo


mordiera, sacudiéndolo sin querer soltarlo.

Martes 26 de mayo, nueve y media de la mañana. He caminado a lo largo del


andén, con un viento tibio y refrescante al mismo tiempo. Hemos pasado delante de las
lilas, de pequeñas rosas silvestres, y de los centinelas alemanes. Hablamos de nuestro

futuro y del deseo nuestro de permanecer juntos. No puedo describir cómo fue el día de
ayer. Al volver a mi casa, envuelta por la tibia noche, encontré de repente, de manera
fugitiva, una certeza que, en este momento preciso en que tengo la pluma en la mano, se
ha vuelto a esfumar por completo: algún día seré escritora. Las largas noches que pase
escribiendo serán mis noche más bellas. Entonces todo brotará de mí; se derramará
desde mí, en un flujo ininterrumpido y sin fin, todo lo que hoy estoy reuniendo en mí.

En la noche, después de la cena. [...] Hoy nuevamente: Miguel Ángel y


Leonardo da Vinci. Ellos también han entrado en mi vida, pueblan mi vida.
Dostoievski, Rilke, San Agustín y los Evangelistas. ¡Estoy en óptima compañía! Y sin
nada de ese esnobismo literario que yo buscaba en otros tiempos. Cada uno de ellos, a
su manera, tiene realmente algo que contarme y que me toca íntimamente. Algunos
rasgos de Miguel Ángel me han afectado en lo más vivo y me han hecho sentir un
encuentro intenso y directo.
«Abandonarse inmoderadamente a crisis de melancolía hasta la
autodestrucción», se ha convertido en una frase legendaria. Ahora ya no ocurre así.
Aun en los días de mayor cansancio y tristeza no me permito derrumbarme. La vida
sigue siendo una corriente ininterrumpida; quizá en estos días transcurra un poco más
lenta y con dificultad, pero sigue corriendo. Ya no digo: «Soy una infeliz, ya no sé qué
hacer, nada me importa». Antes pretendía ser la persona más infeliz de la tierra.

Dios mío, qué difícil es entender y aceptar lo que tus semejantes se hacen unos a
otros sobre la tierra, en estos tiempos desenfrenados. Pero no por eso voy a encerrarme
en mi cuarto, Dios mío. Sigo mirando la realidad de frente y no huyo ante nada, quiero
llegar a analizar y comprender los más graves delitos, quiero descifrar el enigma del ser
humano en su desnudez y fragilidad, del ser humano que es tantas veces irreconocible,
sobre todo cuando queda sepultado bajo las ruinas monstruosas de sus acciones
absurdas. Yo no me quedo aquí, en una habitación tranquila, adornada de flores,
dedicada a gozar de mis poetas y pensadores y a glorificar a Dios; no habría ningún
mérito en ello, por cierto. Tampoco creo ser una persona extraña al mundo, como les
gusta llamarme a mis amigos con cierto tonillo compasivo. Cada cual es dueño de su
propia realidad, lo sé, pero no soy una soñadora visionaria, un «alma bella», bloqueada
en una pubertad interminable (Werner decía de mi «novela»: «De un alma bella a un
alma grande»). Yo miro tu mundo de frente, Dios mío, y no huyo de la realidad para
refugiarme en los sueños. Lo que quiero decir es que aun junto a las realidades más
atroces hay lugar para los sueños bellos y para seguir alabando tu creación, a pesar de
todo. Así, cuando dentro de poco S. me llame por teléfono y me pregunte con su tono
inquisitivo: «Entonces, ¿cómo está usted?», yo podré responderle sinceramente:
«¡Arriba, muy bien; abajo, muy mal!».
Muchas veces en el momento en que se enfrentan los problemas, ya están casi
resueltos. En psicología, al menos, suele ser así; en la vida puede ser diferente. Me he
dado cuenta de que mis enfermedades y mis fluctuaciones anímicas dependen mucho de
mis relaciones con S., y lo he anotado en una torpe frasecita: así, con un pequeño e
imprevisto corte, me he soltado de él, para dentro de poco volver a encontrarlo, después
de haberme ganado otro pedacito de libertad. El proceso de mutuo acercamiento es
paralelo al de la mutua liberación. Quizá en los días de mayor debilidad me aferro a su
fuerza como para salvarme. Pero al mismo tiempo, esa fuerza sobreabundante me

desalienta, porque me hace sentir desigual y temo no poder seguirlo. Ni una reacción ni
la otra son justas. Mi curación y mi regeneración deben venir de mis propias fuerzas, no
de las suyas. En períodos como éste, su aplastante fuerza vital puede llegar también a
irritarme o espantarme, de modo semejante a como una persona enferma puede sentirse
carente frente a una muy sana.

Sábado 30 de mayo de 1942, siete y media de la mañana. «“¡Oh Dios del


universo!, conviértenos, muéstranos tu rostro y seremos salvos” (Sal 79, 4). Porque
adondequiera que se vuelva el alma del hombre y se apoye fuera de ti, hallará siempre
dolor, aunque se apoye en las hermosuras que están fuera de ti y fuera de ellas, las
cuales, sin embargo, no serían nada si no estuvieran en ti. Nacen éstas y mueren, y
naciendo comienzan a ser, y crecen para llegar a perfección, y ya perfectas comienzan
a envejecer y perecen. Y aunque no todas las cosas envejecen, pero todas perecen.
Luego cuando nacen y tienden a ser, cuanta más prisa se dan por ser, tanta más prisa
se dan por no ser. Tal es la ley que rige su condición. Se la dicta por la única razón de
que son partes de cosas que no existen todas a un tiempo, sino que, muriendo y
sucediéndose unas a otras, componen todas el conjunto cuyas partes son.
Que mi alma te alabe por ellas, “¡a Ti, Dios creador de cuanto existe!” (Sal 145,
2); pero no se pegue a ellas con el viso del amor por medio de los sentidos del cuerpo,
porque están yendo a su término fijado, el no ser, y desgarran el alma con tantos deseos
malsanos, y ella aspira al Ser y ama el descanso en las cosas que ama. Pero no halla
en ellas dónde pueda encontrar reposo, porque son inestables, huyen, ¿y quien podrá
seguirlas con los sentidos carnales? ¿O quién podrá asirlas, aunque estén a su
alcance? Torpes son los sentidos carnales, precisamente porque son sentidos de la
carne. Son en sí mismos su propio límite».

Ah, este cuerpo mío! De repente surge ante mí la imagen de una vieja ruina toda
desvencijada. Pero de sus grietas escapan blancas palomas, y entre las hendiduras
brotan flores plenamente jóvenes y frescas, ¡tan tiernamente frescas entre estos muros
tan deteriorados! Así es como me siento...

[...] Los troncos despojados que se alzan ante mi ventana se cubren ahora de
frescas hojas verdes, vellón rizoso sobre sus cuerpos de ascetas desnudos y recios.
Impresiones de ayer por la tarde en mi reducida habitación. Me había acostado
pronto y, desde mi cama, miraba afuera por la ventana abierta. Podría decir una vez más
que la vida con todos sus secretos estaba muy cerca de mí, tanto que podía tocarla.
Tenía la sensación de reposar sobre el pecho desnudo de la vida y de oír el dulce latido
regular de su corazón. Estaba tendida entre los brazos desnudos de la vida y me sentía a
salvo, protegida. Pensaba: ¡qué extraño! Hay guerra, campos de concentración,
mezquinas crueldades se añaden a otras crueldades. Cuando voy por las calles, sé que
en la casa de enfrente tienen a un hijo en prisión, en la otra al padre secuestrado, o a un
hijo de dieciocho años condenado a muerte. Y todo esto ocurre a dos pasos de mi casa.
Sé que la gente anda agitada, conozco el inmenso dolor que crece y crece sin parar, la
persecución, la opresión, el odio impotente y el sadismo; sé que todas estas cosas
suceden, pero no obstante sigo mirando de frente a cada pedacito de realidad adversa.
En momentos de abandono, me siento reclinada sobre el pecho desnudo de la
vida, y sus brazos que me enlazan son tan tiernos y protectores, y el latido de su
corazón, ni siquiera sabría describirlo: tan lento, tan regular, tan dulce, casi ahogado,
pero tan fiel, lo bastante fuerte para no cesar nunca y, al mismo tiempo, tan bueno, tan
misericordioso…
Yo siento así la vida y creo que ni la guerra ni cualquier otra barbarie humana
podrán jamás cambiarla.

Jueves 4 de junio de 1942, nueve y media de la mañana. En un día de verano


como hoy te sientes acunada por mil tiernos brazos. Te vuelves lánguida y perezosa,
pero dentro de ti hay un mundo que fermenta hacia un destino desconocido. Y quiero
decir esto también: cuando, hace algún tiempo, él cantó el Lindenbaum (me gustó tanto
que le habría pedido cantar un bosque entero de tilos), los pliegues y surcos de su rostro
dibujaban senderos antiguos, inmemoriales, en un paisaje tan viejo como la creación
misma.
Cierta vez, en casa de Geiger, el rostro joven y delicado de Münsterbergen se
asomó entre el de S. y el mío. De golpe advertí, casi desconcertada, lo viejo que es su
rostro, tanto que parecía llevar los estigmas de muchas vidas, no sólo de una. De rebote
y como en una fotografía instantánea, he visto claramente que no habría podido ligar mi
vida a la suya para siempre, pues hubiese sido una cosa imposible. Pero era una
reacción mezquina, basada en una idea convencional del matrimonio. Era mi vida
ligada a su vida, o mejor dicho, comunicada con la suya. Y no tanto nuestras vidas,
cuanto nuestras almas — me doy cuenta de que esto puede parecer grandilocuente, pero
puede depender probablemente de que no domino aún del todo el significado de la
palabra «alma», no es de mi «competencia».
Me parece extraordinariamente vano y mezquino que cuando su rostro me
agrada, yo quiero casarme con él, y cuando lo veo viejo –sobre todo comparándolo con
un rostro fresco y juvenil – entonces diga no, mejor no. Son criterios y reacciones que
debería borrar de mi vida, porque son un obstáculo que molesta y paraliza el gran afecto
que nos une, más allá de los límites de lo convencional y del matrimonio, o mejor, de la
idea que nos hacemos de él.
Eso simplemente no debería darse –pensar en un momento dado, porque me ha
gustado una expresión de su rostro o cosa semejante: «Sí, quisiera casarme con él», y
un instante después pensar lo contrario, eso no puede ser porque va en contra totalmente
de lo esencial. Confieso que una vez más tropiezo con mis dificultades para expresarme
como quiero. Pero lo queda en claro es que debemos extirpar muchas cosas de nosotros
mismos a fin de liberar un vasto espacio, en el que puedan expandirse plenamente los
grandes sentimientos y los grandes afectos, sin estar obstaculizándolos continuamente
con reacciones mezquinas y bajas.
Viernes 5 de junio de 1942, siete y media de la noche. Esta tarde he contemplado
láminas japonesas con Glassner. Me ha impactado una evidencia repentina: así es como
yo quiero escribir. Con mucho espacio en blanco en torno a pocas palabras. Odio el
exceso de palabras. No quisiera escribir más que palabras que se inserten orgánicamente
en un gran silencio, y no palabras que lo único que hacen es dominar y desgarrar el
silencio. En realidad, las palabras deben acentuar el silencio. Como esta lámina con una
rama en flor en un ángulo inferior. Unas cuantas pinceladas delicadas — ¡pero que dan
cuenta del más ínfimo detalle! — y, alrededor, un gran espacio, no un vacío. Digamos
mejor: un espacio inspirado. Odio la acumulación de palabras. Después de todo, se

requieren pocas palabras para decir las cuatro cosas que realmente cuentan en la vida.
Si alguna vez llegara a escribir — y quién sabe qué cosa —, me gustaría pintar pocas
palabras sobre un fondo de silencio. Y será más difícil representar aquel silencio y dar
alma a los espacios en blanco, que encontrar las palabras mismas. Habrá que encontrar
una justa dosificación entre lo dicho y lo no dicho; lo no dicho está más cargado de
acción que todas las palabras que podamos tejer juntas. En cada novela, o lo que sea
que escriba, el fondo de lo no dicho deberá tener un color particular y un contenido
específico, como ocurre justamente en las estampas japonesas. No será un silencio vago
e inasible, sino que tendrá sus propios contornos, sus ángulos y su forma; por
consiguiente, las palabras deberán servir solamente para dar al silencio su forma y sus
contornos, y cada una de ellas deberá ser como una pequeña piedra miliar, o como un
pequeño relieve, a lo largo de caminos planos y sin fin o en las márgenes de vastas
llanuras. Es bastante cómico: ¡podría escribir volúmenes enteros para explicar cómo
querría escribir, y es muy posible que, aparte de esas recetas, no alumbre jamás una sola
línea sobre el papel! Pero estas láminas japonesas me han permitido, de repente,
visualizar el estilo de escritura que busco. Y quisiera recorrer un día verdaderos paisajes
japoneses, para tomar aún mejor conciencia de ello. De manera general, me parece que
saldré algún día para Oriente, a fin de encontrar, vivida en aquellas latitudes en su
forma cotidiana, esa atmósfera que aquí creemos que no es posible conocer más que en
el aislamiento y la disonancia.

Lunes 8 de junio de 1942. «Ante todo, debemos afirmar que existe un tipo de
cólera cuya significación es de orden biológico. A menudo, la cólera es una manera de
protestar contra el mal. El alma se yergue y resiste al mal con profunda indignación. Sin
duda, Nietzsche tenía razón cuando decía: “Vuestra virtud no significa gran cosa si no
se deja llevar por la cólera…” El mismo Jesús era capaz de encolerizarse: “Entonces,
mirándolos con cólera, entristecido por la dureza de su corazón…” (Mc 3,5). Pero
¡ojo!: se trataba de una cólera mezclada de tristeza. Estaba “entristecido”. Ésa es la
diferencia entre la cólera legítima y la cólera ilegítima. Cuando incluye un fondo de
sufrimiento moral, y no un afán personal de venganza, entonces la indignación es
buena, digna y sana».

Martes 9 de junio de 1942, diez y media de la noche. Esta mañana, en el


desayuno, noticias detalladas del ghetto. Ocho personas en una habitación pequeña, con
lo que eso supone. No se entiende, no se logra entender que todo eso suceda a pocas
calles de aquí, y que pueda ser el destino que te espera. Esta noche, al volver de mi
amigo vegetariano suizo al domicilio de S. — donde el geranio continua floreciendo —,
le he preguntado a bocajarro: «Dime de una vez por todas qué debo hacer con los
sentimientos de culpa que me vienen cuando sé, por ejemplo, que ocho personas se ven
forzadas a vivir en una pequeña habitación, mientras yo tengo una gran habitación llena
de sol, toda para mí». Él me ha mirado de reojo con una expresión casi diabólica, y me
ha respondido: «O dejas tu habitación (y ha puesto una cara irónico-interrogativa, como
diciendo: ¡A ver, pues, si eres capaz!), o buscas entender qué hay detrás de tus
sentimientos de culpa. ¿Piensas, acaso, que no trabajas lo suficiente?». Se me abrieron
los ojos y le respondí resueltamente: «Es verdad, mi trabajo me permite permanecer
siempre en los niveles altos del espíritu; y cuando me entero de situaciones como ésta
me pregunto inconscientemente, o — como ahora — conscientemente: ¿sería capaz de

realizar mi trabajo con la misma convicción y dedicación si viviera junto con otras siete
personas en un sucio cuartucho? A mi modo de ver, el trabajo espiritual, la intensa vida
interior sólo tienen valor a condición de que puedan ejercitarse en cualquier
circunstancia, y si no es posible en la práctica, al menos mentalmente; de lo contrario,
todas las cosas que hago no pasan de ser un lujo intelectual. Quizá lo que me paraliza
un poco es el miedo a no poder seguir siendo la misma en esas condiciones, la
inseguridad de no poder superar esa prueba (antes me habría quedado paralizada
durante varias semanas, probablemente porque no creía todavía en la necesidad de mi
trabajo). Tengo, pues, que demostrarme la validez de ese modo de ser, si voy a seguir
viviendo como hasta ahora. Yo no podría ser una obrera socialista o una revolucionaria
política, eso tengo que quitármelo de la cabeza, aunque sé que mis sentimientos de
culpa podrían empujarme también en esa dirección».
Naturalmente, no le he dicho todas estas cosas durante nuestra breve caminata.
Sólo le he dicho: «Quizá sea el temor a no superar esa prueba». Y él, muy serio y
calmado, ha añadido: «Esa prueba nos vendrá a todos». Después de lo cual, me ha
comprado cinco capullos de rosa y me los ha puesto en la mano diciendo: «Usted no
espera nada del mundo, por eso siempre recibe algo».

Miércoles 10 de junio de 1942, siete y media de la mañana. Es tan cautivante y


ardiente mi San Agustín leído con el estómago vacío... Un resfrío ya no me hace perder
totalmente el equilibrio, pero no es agradable. ¡Buenos días, escritorio mío
desordenado! El trapo del polvo se enrolla en curvas indolentes en torno a mis cinco
tiernísimos capullos de rosa, y el Über Gott de Rilke está medio aplastado bajo el Ruso
Comercial. El anarquista Kropotkin, todo arrugado en una esquina, no se halla en su
propio ambiente en esta casa; lo he bajado del estante polvoriento de mi habitación
porque quería leer la descripción que hace de su reacción ante la celda, en la que tuvo
que vivir varios años de prisión. Si se traspone esa descripción a un plano interior,
puede servir de imagen de la reacción que debemos tener frente a las normas que nos
restringen cada vez más el espacio en que podemos movernos: debemos evaluar de
inmediato las posibilidades que ofrece ese espacio, por estrecho que sea, y traducirlas
en pequeños actos reales y concretos:
«Entonces me dije: ante todo debo procurar mantenerme fuerte, no enfermarme.
Supongamos que, durante una expedición al Polo Norte, se me obligara a pasar unos
cuantos años en la región: estaría en movimiento el mayor tiempo posible, haría
ejercicios de gimnasia y no me dejaría consumir por el ambiente que me circunda. Diez
pasos de un lado a otro de mi celda ya son algo; multiplicados por 150, son una versta.
Me he propuesto caminar cada día siete verstas, cerca de cinco millas: dos verstas en la
mañana, dos antes de almuerzo, dos después de almuerzo, y una antes de irme a
dormir».

Esta hora antes del desayuno es para mí como la antesala de mi jornada. Hay
una gran tranquilidad, aun cuando el vecino tenga la radio encendida, y aunque Han —
si bien pianissimo — ronque detrás de mí. No siento ninguna presión en este ambiente.

A veces, cuando voy lentamente en bici por las calles, absorta completamente en
lo que sucede dentro de mí, me siento capaz de expresarme con toda seguridad y fuerza;
pero después me asombro de que lo escrito resulte tan mal construido y con tan poca
gracia. Algunas veces, las palabras y las frases circulan dentro de mí tan seguras y
persuasivas, que deberían salirme por sí solas y pasar naturalmente al papel. Pero no he
llegado a alcanzar aún esa facilidad. Me pregunto si no se debe tal vez a que dejo volar
mi imaginación y no la controlo, no la fuerzo lo suficiente a asumir formas concretas.
Pero no se trata sólo de una imaginación descontrolada y errática: también es verdad
que hay cosas que están tomando cuerpo y están asumiendo una forma cada vez más
definida y tangible — pero, sin embargo, todavía no sale nada concreto. ¿Cómo es
posible? A veces me siento como un gran taller en el que se trabaja duramente, se
martillea, se talla, etc. Otras veces me siento como si fuera de granito por dentro, como
un peñasco golpeado sin cesar por fuertes corrientes — una roca de granito cada vez
más cincelada, en la que van quedando grabadas siluetas y formas con el paso del
tiempo. Quizá llegará el día en que esas formas quedarán bien definidas, bellas y
precisas en sus contornos, y entonces será cuestión solamente de transcribirlas tal como
las encuentre dentro de mí misma. Pero ¿no estaré simplificando la cosa? ¿No estaré
confiando demasiado en el trabajo que habré de realizar? Quiero poner todo mi empeño
y mi atención, pero para que asistan, por así decir, al «trabajo» en mi nombre, como mis
delegados en el taller, simplemente, sin proporcionar ninguna ayuda efectiva.

Viernes 12 de junio de 1942. [...] Increíble, ahora parece que los judíos ya no van
a poder entrar a las tiendas de frutas y verdura, se les requisarán las bicicletas, no
podrán subir al tranvía ni salir de casa después de las ocho de la noche.
Si me deprimen estas prohibiciones — como esta mañana, cuando por un
momento las percibí como una amenaza plúmbea que podía asfixiarme — eso no se
debe a las prohibiciones en sí mismas. Lo que pasa es que siento dentro de mí una gran
tristeza que busca un motivo para manifestarse al exterior.
Ocurre así que una clase poco agradable que debo dar me infunde tanto miedo y
angustia como las más duras medidas adoptadas por las fuerzas de ocupación. Por
consiguiente, no son las circunstancias externas, sino los estados de ánimo internos —
de depresión, de inseguridad, o lo que sea — lo que da a estas circunstancias una
apariencia triste o amenazadora. En mi caso todo funciona siempre desde el interior al
exterior, nunca al revés. Comúnmente, las prohibiciones más duras y amenazadoras —
y las hay muchas actualmente — se estrellan contra mi seguridad y confianza interior, y
al resolverse dentro de mí, pierden mucho de su fuerza amenazadora.
Tengo también que cuidar el resfrío y malestar que siento porque consumen mis
energías y ganas de trabajar. Debo quitarme de la cabeza esta idea: que sólo porque me
afecta tanto el frío, el resfriado y el dolor de cabeza, tenga derecho a no hacer nada o a
trabajar menos. Más bien tendría que hacer lo contrario; aunque no se deben forzar las
cosas porque las actitudes forzadas no dan buen resultado. El hecho es que nuestra
alimentación se va a ir deteriorando cada vez más y eso reducirá nuestra capacidad de
resistencia al frío y a los resfriados; como ya me está sucediendo a mí. ¡Y eso que el
invierno aún no ha venido! Sin embargo, debemos seguir adelante y ser productivos.
Debo esforzarme desde ahora en integrar ese handicap físico que voy a tener, para no
sentirlo, cuando se manifieste, como un problema exterior imprevisto que me paralice.
Debo, por así decir, aclimatarlo a mi condición cotidiana, a mi pequeña persona, a fin
de dominarlo y no permitirle hacerme sufrir tanto. Así, dejaré de verlo como un factor
paralizante que hay que eliminar con un gran dispendio de tiempo y energías, y lo veré
más bien como un elemento ya integrado en mi persona, que no requerirá ninguna
atención especial. Tal vez me he expresado muy mal, pero sé lo que quiero decir.

Sábado 13 de junio de 1942, por la mañana. Cansada, desanimada y frustrada


como una solterona. Somnolienta como la llovizna fría que cae afuera. Débil y sin
fuerzas. Ya ves, no deberías quedarte leyendo en el baño hasta la una de la madrugada,
con los ojos que se te caen de sueño. Claro que la razón es otra. Inquietud y fatiga
constante, ¿no será un fenómeno puramente físico? Como otros tantos pequeños
fragmentos del yo, que acaban por obstruir el camino a espacios más amplios. Ese yo
limitado, que no busca más que la satisfacción de deseos extremadamente limitados, va
a tener que ser arrancado, extinguido.
Cuanto más cansada y débil me siento, tanto más me desconciertan su fuerza y
su amor, que se mantienen disponibles para todos. Me asombra ver cuánta energía
derrocha, aun en días como éstos. En cualquier momento pueden arrojarnos a un
barracón en Drenthe, y en las tiendas de comestibles han pegado carteles: «Prohibido a
los Judíos». Esto solo bastaría para que una persona normal se sintiera agotada. Él, en
cambio, recibe hasta seis pacientes por día, le dedica a cada uno horas de intensa
actividad, los «opera» para extraerles los humores purulentos, perfora en ellos hasta las
fuentes en que Dios se mantiene oculto –sin que ellos lo sepan–, en fin, hace todo lo
necesario para que el agua vuelva a irrigar por fin sus almas secas. Las confesiones
escritas se acumulan sobre su mesita, y todas –o casi todas– terminan con una llamada
de socorro: «¡Ayúdeme!». Y ahí está él para cada uno, dispuesto siempre a ayudar.
Anoche, en el cuarto de baño, leí esto sobre un sacerdote: «Era un intermediario entre
Dios y los hombres. Las cosas ordinarias no habían podido afectarle. Precisamente por
esto, podía comprender bien la pena de todos los seres en devenir».
Hay días en que no consigo ir a su ritmo, por cansancio o por lo que sea.
Entonces quisiera que su atención y su amor se concentraran sólo en mi persona; me
quedo reducida a ese yo limitado; los espacios cósmicos que llevo dentro se me cierran.
Naturalmente, pierdo todo contacto con él. Y querría que también él fuera sólo un yo
limitado, para que esté enteramente a mi disposición. Se trata de un deseo femenino
muy comprensible, quizá. Pero, felizmente, ya me he alejado bastante de este yo
egoista, y voy a continuar en ese camino. Doy por descontado, como parte del mismo
proceso, que habrá recaídas. En el pasado solía escribir: «Lo amo mucho, lo amo
infinitamente». Ahora este sentimiento ha desaparecido. Y tal vez sea por esto que me
siento tan oprimida, triste y extenuada. Ni siquiera he podido rezar en estos últimos
días. Ya ni me amo a mí misma. Probablemente, estas tres cosas están vinculadas entre
sí. Me vuelvo rebelde, como un mulo que, ante un camino escarpado, no quiere dar un
paso más. Y cuando mi afecto hacia él está como «muerto», porque no tengo ni espacio
ni energía para vivirlo, me pregunto: «¿Me habrá dejado él también a mí? ¿Le habrán
agotado tantas personas que vienen a verlo cada día, y ha tenido necesidad de tomar
distancia de mí?». ¡Etty, me disgusta verte tan egocéntrica y mezquina! En vez de estar
junto a él con tu amor y tu atención, te preguntas como una niña quejumbrosa si él te
tiene suficientemente en cuenta. Eres la típica mujer mezquina, que pretende acaparar
todo el amor y atención del otro. Acabo justamente de tener una conversación telefónica
con él, breve, neutra, incolora. Creo que tengo, además, la tendencia a inflar en mí una
especie de «sentimiento trágico». En mi caso, no se trata sólo de sentirme triste, sino de
querer sentirme siempre más triste. Es un llevar a extremos dramáticos las situaciones
difíciles, para sufrirlas con delectación. ¿Vestigios de masoquismo? Por otra parte, de
poco sirve hacer sabios razonamientos de sentido común y moderación, en nuestro
«estrato superior», cuando en nuestras capas inferiores crece una vegetación lujuriante y
venenosa que hay que erradicar. Probablemente, él se reiría a carcajadas si me oyera
hablar de mis «sentimientos muertos» hacia él, y me respondería con toda objetividad,
resignación y seriedad: «En toda relación se dan esos momentos de depresión; hay que
dejar que pasen simplemente, que después todo volverá a su lugar».
De modo, pues, que confiero un valor absoluto a tales momentos. En una época
que devora tantas energías, tú, hija mía, demuestras una candidez increíble al creerte
una infeliz, simplemente porque ha bajado un poco la tensión afectiva que suele haber
entre tú y un hombre. Tú, que no tienes que hacer cola durante horas, sino que
encuentras tu comida servida cada día, porque Kathe se ocupa de ello. Tú, que tienes un
escritorio y unos libros que te acogen cada mañana. Y, además, el hombre más
importante de tu vida vive a pocas calles de aquí y hasta ahora no se lo han llevado. Tú,
hija mía, lo que deberías hacer es irte a dormir tu mona. Vergüenza te debería dar.
Arregla sola tus problemas y no molestes a los demás con tus pequeñas
susceptibilidades. No te dejes atrapar por un estado de ánimo, ni por un momento de
indolencia; procura más bien discernir las grandes líneas, el camino a recorrer. Ponte
triste, si quieres, pero con sencillez y franqueza, sin armar tremendos dramas. Hay que
ser sencillos aun en la tristeza, de lo contrario, se cae en la histeria. Deberías, pues,
encerrarte en una celda desnuda, y quedarte sola contigo misma hasta que te aclares y
hayas calmado tus tendecias histéricas.

Viernes 19 de junio, nueve y media de la mañana. «¿Sabes, pequeña mía, qué es


lo que me produce náuseas en ti? Esa semi-sinceridad y esa semi-grandilocuencia. Ayer
por la noche que​ría escribir todavía algunas palabras, pero no eran más que vagas
tonterías. A veces tengo miedo de llamar las cosas por su nombre. ¿Quizá porque,
cuando lo hago, todo se difumina? Las cosas deben poder ser llamadas por su nombre.
Si no lo resisten, es que no tienen derecho a la existencia. A muchas cosas de la vida se
las intenta salvar por medio de una especie de vago misticismo. Ahora bien, el
misticismo debe reposar en una honestidad de una pureza cristalina. Por tanto, primero
hay que reducir las cosas a su cruda realidad.

Muchas veces, cuando vuelvo a casa por la tarde, siento que he vivido
experiencias extraordinarias durante la jornada, y quisiera de inmediato ponerlas por
escrito, inmortalizarlas incluso. No quiero registrar mis experiencias con palabras
simples ni mucho menos sin gracia — después de todo escribo sólo un diario —, sino
que pretendo de inmediato extraer aforismos y verdades eternas a partir de experiencias
banales. Pienso que menos que eso no debo hacer. Pero entonces es cuando empiezan
las vacilaciones y las generalizaciones. Hablar, por ejemplo, de mi barriga (apelativo
grosero y ridículo, por cierto, de una parte tan importante del cuerpo humano) me
resulta por debajo de mi dignidad intelectual. Si quisiera escribir algo sobre mis estados
de ánimo de ayer, tendría que advertir ante todo, con toda sinceridad, que era el día
primero de mis menstruaciones, y que, en esos días, soy responsable sólo a medias. Si
Han no me hubiera mandado a la cama pasada ya la medianoche, seguiría todavía
sentada ante mi escritorio. Ni creo que se trate de momentos realmente creadores, lo son
sólo en apariencia. Entonces, todo se desordena y conmociona dentro de mí, me agito,
llego a desconectarme, me vuelvo incluso desconsiderada: y todo por causa de aquel
fenómeno femenino que tiene lugar —en mi caso, lamentablemente cada tres semanas
— al sur de mi diafragma. Así se explican varias de mis reacciones de anoche.

«Por tu culpa, dentro de poco tendremos manchas de grasa en los libros y


manchas de tinta en el pan con mantequilla», me dice Han. La familia sigue almorzando
todavía, pero yo, por mi parte, he dejado de lado mi plato y me he puesto a copiar a
Rilke, entre aquellas fresas (regalo excepcional) y aquella especie de conejo con
ensalada que estamos comiendo... Ahora el comedor está vacío y me quedo escribiendo
entre las migajas que hay sobre el mantel, un rabanito olvidado y varias servilletas
sucias. Kathe lava los platos en la cocina. Es la una y media. Voy a dormir una hora,
para calmar un poco mi dolor de vientre. A las cinco va a venir una persona enviada por
Becker, supongo que para recibir clases de ruso. Esta tarde leeré todavía a Puskin
durante una hora. No tengo que hacer cola ni preocuparme de la marcha de la casa. No
creo que haya en Holanda una persona que viva en mejores condiciones que yo; así me
parece, al menos. Esto me hace sentir el peso de mi obligación moral de aprovechar lo
mejor posible cada minuto del tiempo de que dispongo para mí, libre completamente de
preocupaciones cotidianas. Cada día que pasa observo que no me concentro
suficientemente en mi trabajo. Y eso es una obligación para mí, una obligación moral.

Sábado 20 de junio de 1942, doce y media de la noche. [...] Para humillar se


requieren dos: el que humilla, y el que es humillado y, sobre todo, alguien que acepte
dejarse humillar. Si falta este último o, dicho de otro modo, si la parte pasiva está
inmunizada contra todo tipo de humillación, las humillaciones infligidas se devanecen
como humo. Lo único que queda son las medidas vejatorias que trastornan la vida
cotidiana, pero no esa humillación o esa opresión que agota el alma. Hay que educar a
los judíos en este sentido. Esta mañana, bordeando en bicicleta el Stadionkade, me
encantó contemplar el vasto horizonte que se descubre en los linderos de la ciudad y
respirar el aire fresco que todavía no nos han racionado. Todo está lleno de carteles que
prohíben a los judíos andar por los senderos que conducen a la naturaleza. Pero por
encima de este trozo de camino que sigue aún abierto para nosotros, se extiende todo
entero el cielo. Nada pueden hacernos, verdaderamente nada. Pueden hacernos muy
dura la vida, despojarnos de ciertos bienes materiales, quitarnos cierta libertad de
movimiento puramente exterior, pero somos nosotros mismos quienes nos despojamos
de nuestras mejores fuerzas mediante una actitud psicológica desastrosa. Sintiéndonos
perseguidos, humillados, oprimidos. Experimentando odio. Fanfarroneando para tapar
nuestro miedo. Todo el mundo tiene derecho a estar triste y abatido de vez en cuando
por lo que nos hacen sufrir. Es humano y comprensible. Sin embargo, somos nosotros
quienes nos infligimos el verdadero expolio. Yo encuentro hermosa la vida y me siento
libre. En mí se despliegan unos cielos tan amplios como el firmamento. Creo en Dios y
creo en el ser humano, y me atrevo a decirlo sin falsas vergüenzas. La vida es difícil,
pero eso no es grave. Hay que empezar por «tomar en serio lo que en nosotros merece
ser tomado en serio»; lo demás fluye, cae por su peso. Trabajar sobre sí mismo no es
individualismo malsano. Si algún día se instala la paz, ésta sólo podrá ser auténtica si
cada individuo hace la paz primero en sí mismo, si arranca de sí todo sentimiento de
odio hacia cualquier raza o pueblo, o bien si domina ese odio y lo transforma en otra
cosa, quizás incluso, a la larga, en amor; ¿o es demasiado pedir? Sin embargo, es la
única solución. Podría seguir páginas y páginas en esta línea. Pero puedo detenerme
aquí. Ese pequeño fragmento de eternidad que llevamos en nosotros mismos puede ser
evocado tanto con una sola palabra como con diez voluminosos tratados. Soy una mujer

feliz y canto las alabanzas de esta vida –¡sí, ha leído usted bien!–, en el año del Señor –
todavía y siempre del Señor– de 1942, enésimo año de la guerra.

Domingo 21 de junio de 1942, ocho de la mañana. [...] Tengo junto a mí el


desayuno: un vaso de suero, dos rebanadas de pan moreno con tomate y pepino. He
renunciado a la taza de chocolate con que siempre me regalo gratamente los domingos
por la mañana. Quiero acostumbrarme a este desayuno más monacal, que me convendrá
más. Así es como voy acorralando mi sensualidad hasta en sus rincones más ocultos,
menos aparentes, y como la extirpo. Eso es lo mejor. Debemos aprender a liberarnos,
cada vez más, de las necesidades físicas que no sean las más fundamentales. Debemos
educar a nuestro cuerpo para que no nos reclame nada que no sea lo estrictamente
necesario, sobre todo en materia de comida, pues los tiempos, al parecer, van a volverse
extremadamente duros al respecto. Mejor dicho, no es que vayan a volverse duros; es
que ya lo son. A pesar de todo, me parece que todavía nos arreglamos asombrosamente
bien. Pero es mejor hacerse voluntariamente a la abstinencia en tiempo de relativa
abundancia, que hacerlo obligado y a la fuerza en tiempos de escasez. Lo que hemos
obtenido espontáneamente de nosotros mismos está mejor fundado y es más duradero
que lo que hemos desarrollado a la fuerza (recuerdo al profesor Becker con su paquete
de colillas de cigarro). Debemos liberarnos suficientemente de las cosas materiales y
exteriores para permitir al espíritu proseguir su vía y llevar a cabo su obra en todas las
circunstancias. Por tanto, ¡se acabó el chocolate!; ¡paso al suero! ¡Claro que sí!
¡Cuántas cosas por hacer sobre mi escritorio! El geranio que Tide me dio, hace
apenas una semana, después de aquel inesperado torrente de lágrimas, sigue allí. Y
están también las piñas. Me acuerdo muy bien de cuándo las recogí: fue en la landa,
detrás de la casa de campo de la señora Rümke. Creo que fue la primera vez que
pasamos juntos una jornada en el campo. Estábamos hablando de lo «demoníaco» y de
lo «no-demoníaco». Y ya no volveríamos a ver una landa por mucho tiempo. Rara vez
siento estas prohibiciones como una privación opresora. En general, sé que el cielo todo
entero se extiende sobre mí, sobre la única y estrecha calle que todavía nos permiten
recorrer. Y estas tres piñas me acompañarán, si es necesario, hasta Polonia. ¡Santo cielo,
este escritorio se asemeja al mundo en el primer día de la creación! Aparte de los
exóticos lirios japoneses, el geranio, las rosas té ya marchitas, las piñas que han venido
a ser verdaderas reliquias, y una muchacha marroquí de mirada animalesca y límpida,
se hallan también en desorden: san Agustín y la Biblia, las gramáticas rusas y los
diccionarios, Rilke e innumerables libretas, un botella de limonada, papel de máquina,
papel carbón, Rilke, una vez más, y Jung. Y todo esto no es más que lo que de momento
puedo inventariar.

Lunes 22 de junio de 1942. ¡Encuentro a veces tan primitiva esta palabra...!


Finalmente, no es más que una parábola, un acercamiento a nuestra más grande y más
constante aventura interior. Me parece que ni siquiera tengo necesi​dad de la palabra
«Dios». A veces me produce la impresión de ser un grito primitivo, o de ser una prótesis
útil. Y cuando a veces, por la noche, me vienen ganas de dirigirme a Dios y decirle a la
mane​ra de un niño: «¡Dios, decididamente las cosas ya no marchan!», es como si me
dirigiera a algo que hay en mí, como si intentara recon​ciliarme con una parte de mí
misma.

Martes 23 de junio de 1942, ocho y media de la mañana. Hace pocos días tuve
un arranque de rabia y sed de venganza; esta mañana, en cambio, me he reído a más no
poder en mi cama, en un rapto de locura infantil, al recordar lo ocurrido la última vez
que estuve con S. Al llegar a la puerta de su habitación, mis ojos se fijaron en el retrato
de Hertha que está sobre la cómoda, con su mirada soñadora y su eterna sonrisa. La
cama de S. estaba ya preparada para la noche. Yo miraba con un ojo aquella sonrisa,
que me crispa desde hace dieciséis meses, y, con el otro observaba la disposición de la
cama. Y pensé con una mezcla de furia, tristeza y sensación de soledad: «¡Claro, la
cama adornada para esa insulsa señorita de la sonrisa desabrida!». Si S. hubiese
adivinado mi desahogo de mujer ofendida, seguramente habría hecho temblar las
paredes del cuarto con su risa. ¡Pobre Hertha, qué injusta soy contigo! A veces me
pregunto cómo será tu vida en Londres. A veces, sí, como cuando llego en bicicleta por
su calle silenciosa, y veo de lejos a S. que me hace gestos de impaciencia, y se asoma
sobre el geranio que con sus largos tallos se desangra sobre el borde de la ventana.
Subo corriendo la escalera de piedra hasta la puerta de su casa, que, por lo general, él
deja abierta mientras me espera, y entro sin aliento a sus habitaciones. Algunas veces,
me lo encuentro de pie en medio de la sala, con aire imponente, como esculpido en la
piedra gris de una roca tan antigua como la creación. Otras veces, en cambio, su porte
no me parece en absoluto impresionante, sino más bien bonachón y desmañado, como
el de un oso tímido y amable, tan amable como no podría serlo un hombre a menos que
sea afectado o afeminado. A veces, un pensamiento se refleja en sus rasgos, que se
tensan como vela al viento, y dice: «Escuche un momento...», y prosigue hablando,
generalmente de manera muy instructiva. Y están también sus grandes manos, que
transmiten un calor y una ternura que no brotan de su cuerpo sino de su alma. ¡Pobre
Hertha, allí en Londres! Soy yo quien se aprovecha de la mejor parte de lo que nuestras
vidas tienen en común. En el futuro voy a poder explicarte muchas cosas de él, cosas
aprendidas a través del sufrimiento, que me ha enseñado, además, que el amor ha de
compartirse con toda la creación y con el cosmos entero. Porque, en cierto modo, se
llega también al cosmos, aunque el precio del billete de ingreso es alto y oneroso, y se
obtiene ahorrando a largo plazo, con sangre y con lágrimas. Pero ningún dolor, ninguna
lágrima es demasiado para esto. Y tú vas a tener que pasar a través de las mismas cosas,
comenzando desde cero. Para entonces, yo estaré viajando frenéticamente por el
mundo, porque todavía no me habré integrado del todo en el cosmos, y seguiré siendo,
por diversos motivos, una «mujercita limitada».
Sin duda alguna tú tendrás que recorrer un camino semejante al mío, porque este
hombre está tan impregnado de valores eternos, que, probablemente, no podrá cambiar
mucho. Pienso que tú y yo debemos tener mucho en común — de otro modo, ¿cómo
habría podido nacer esta amistad entre él y yo? Tú debes ser más tímida y solitaria que
yo, y más aburrida también, pues yo soy más fantasiosa. Mi frustración comenzará
cuando entres físicamente en nuestra vida. A él le parecerá tonta la palabra frustración,
porque tiene amor para dar en abundancia no sólo a una persona, y porque con él nadie
tiene que renunciar a nada. Pero nosotras las mujeres hemos sido fabricadas de una
manera especial. Mi vida se cruza muchas veces con la tuya. ¿Cómo será después, en la
realidad? Si tuviésemos que encontrarnos de veras, tendríamos desde ahora que
establecer el acuerdo de estar bien dispuesta la una hacia la otra. Porque eso podría
significar que la historia nos permite respirar de nuevo, y vivir libremente. Y en la
experiencia común de aquel gran bien ya no deberían subsistir los contrastes entre las
personas. ¿No te desesperas a veces allí donde estás, a la otra parte de La Mancha? Te

lo pregunto porque conozco bien todas tus cartas. ¿Y cómo puedes soportar todo esto tú
sola, una muchachita tan joven en esa ciudad bombardeada? En el fondo te admiro, y si
me permitiese sentir compasión por ti, no acabaría nunca de compadecerte.
En Amsterdam hay una mujer que reza siempre por ti, y esto es algo grande de
su parte, porque, después de Dios, a quien ella ama es a él, como si fuera el primero y
último amor de su vida. Me alegro de que alguien rece por ti, de este modo tu vida está
más protegida, como yo no sería capaz de hacerlo por ahora. En realidad, yo no tengo
esa grandeza de alma, excepto tal vez en algún raro momento de iluminación; de
ordinario estoy llena de todos los defectos que vuelven pesado el camino del hombre
hacia el cielo: celos, resistencias mezquinas y cosas por el estilo. Felizmente conozco
las pocas cosas grandes que cuentan en la vida, y tal vez llegará una noche en que pida
por ti, libre por fin de todo pensamiento recóndito y mezquino, y de los celos. Y en
aquella noche tú te sentirás de golpe tan bien y tan reconciliada con la vida como no lo
has estado en mucho tiempo, y ni siquiera sabrás de dónde proviene ese sentimiento.
Pero yo no he llegado todavía a ese punto. Y ahora, al trabajo. No sé qué estarás
haciendo tú en estos momentos. Tu lucha cotidiana por la sobrevivencia es tanto o más
difícil que la mía y podría sentirme en culpa respecto a ti como ya me siento con
respecto a aquellos que tienen que bregar para procurarse su ración cotidiana, hacer
largas colas, etc. Todo esto me crea grandes deberes morales y responsabilidades. Entre
mis ocupaciones principales está el estudio de la lengua rusa y del grande amado país
en que se habla esa lengua. El día que arribes aquí, yo me iré a ojos cerrados a la
estación y compraré un billete que me lleve directo al corazón de ese país. ¿Qué me
dices de todo este romanticismo infantil, temprano en la mañana y en tiempos como
éstos? Me da un poco de vergüenza, pero la verdad es que a veces veo las cosas así, en
mi fantasía. Hertha, si supieses lo amenazada que esta nuestra existencia. En esta
mañana de sol escribo ingenuamente de «arribar» y «encontrarnos», pero podríamos
encontrarnos antes, quizá, en un campo inhóspito. Nuestra vida aquí está cada día más
amenazada y no sabemos como acabará.

Jueves 25 de junio de 1942, por la tarde. De una carta de mi padre, con su


humorismo inigualable: «Hemos entrado hoy en la era sin bicicleta. Yo mismo he ido a
entregar la de Mischa. Me entero por el periódico de que en Amsterdam los yehudim
siguen teniendo derecho a desplazarse sobre dos ruedas. ¡Qué privilegio! En cualquier
caso, ya no tenemos que temer que nos roben las bicicletas. Algo que va a aliviar
nuestros nervios. Otrora, en el desierto, nos las arreglamos muy bien sin bicicletas...
¡durante cuarenta años!».

Sábado 27 de junio de 1942, ocho y media de la mañana. Con muchas personas


en una celda estrecha. ¿Nuestro objetivo no será entonces el de «mantener bien
perfumada nuestra alma», en medio de todas aquellas exhalaciones fétidas de nuestros
cuerpos?

En nuestra velada musical de anoche, después de un Schubert a cuatro manos y


de Mozart, comentó S.: « Con Schubert he tenido que pensar en las limitaciones del
piano, con Mozart en sus posibilidades».
Y Mischa, después de dudar un poco en la selección de las palabras, le respondió
muy preciso: «Es verdad, en esta pieza Schubert abusa del piano para producir
música». Después del concierto, caminé un poquito con él a lo largo del canal. Me sentí
de pronto abrumada por el presentimiento de una separación que me parece ya próxima,
y comente: «Quizá no tengamos ya ningún futuro...» Y su respuesta fue: «Sí, es muy
posible, si entiendes el futuro en sentido materialista...».

«Sin café y sin cigarrillos se puede vivir, protestaba Liesl, pero sin la naturaleza
no, no se debe quitar a nadie la naturaleza». Yo dije: «Imagina que estamos condenados
a la cárcel más o menos por un año, y que esos dos árboles que hay frente a tu casa son
un verdadero bosque. Verás que, para estar en prisión, gozamos todavía de una relativa
libertad de movimientos».
Liesl me hace pensar a veces en un pequeño duende que toma baños de luna en
las cálidas noches de verano. Pero ella se pasa tres horas al día limpiando espinacas y
hace la cola para comprar alimentos hasta casi perder el sentido. A veces lanza
pequeños suspiros que le salen de dentro y hacen temblar de pies a cabeza su cuerpo
menudo. Está como revestida de timidez y de pudor, aunque algunos hechos de su vida
puedan parecer no tan pudorosos. Posee, además, un no sé qué de robusto, una especie
de fuerza primordial de la naturaleza. Aquella baja de tensión afectiva que sentí hacia
ella, fue más bien breve. Si supiese lo que estoy escribiendo, le asombraría mucho:
efectivamente, es mi única amiga «femenina».

Lunes 29 de junio de 1942, diez de la mañana. [...] Dios no tiene que darnos
cuentas, es a la inversa. Sé todo lo que nos puede suceder todavía. A partir de ahora
estoy separada de mis padres y no puedo reunirme con ellos, siendo así que no viven
más que a dos horas en tren. Sé que viven en una casa confortable, que no padecen
hambre y que están rodeados de mucha gente de buena voluntad. También ellos saben
dónde estoy yo. Pero quizá llegue un día en que ya no sepa dónde están, adónde habrán
sido deportados, dónde morirán de angustia. Sé que puede llegar ese momento. Según
las últimas noticias, todos los judíos de Holanda van a ser deportados a Polonia,
pasando por la Drenthe. La radio inglesa ha hecho saber que, desde abril del año
pasado, han sido asesinados setecientos mil judíos en Alemania y en los territorios
ocupados. Y si sobrevivimos, serán otras tantas heridas que deberemos llevar sobre
nosotros durante el resto de nuestros días. Y sin embargo, no puedo ver absurda la vida.
Y Dios, por su parte, no es responsable de los absurdos que nosotros cometemos. ¡Los
responsables somos nosotros! He muerto ya mil veces en mil campos de concentración.
Sé todo lo que pasa y ya no me preocupo de las noticias que pueden venir: de un modo
u otro, lo sé todo. Y sin embargo, encuentro la vida bella y llena de sentido. A cada
instante.

1 de julio de 1942, por la mañana. Mi espíritu ha logrado aceptar todos los


acontecimientos de estos últimos días. Los rumores que corren son más destructivos
que los hechos, al menos aquí. En Polonia parece que las masacres han llegado al
colmo. Pero mi cuerpo no ha logrado aún aceptarlo; se ha fragmentado en mil pedazos,
cada uno con un dolor distinto. Es curioso cómo mi cuerpo tiene que digerir las cosas
en un segundo momento, no como el espíritu.

Cuántas veces he pedido, hasta hace poco menos de un año: «Señor, te lo ruego,

hazme un poco más sencilla». Y si algo me ha traído este año, ha sido justamente una
mayor sencillez interior. Creo que en el futuro llegaré incluso a expresar las cosas
difíciles de esta vida con palabras muy sencillas. En el futuro.

No puedo mover ni los miembros de mi cuerpo ni las ideas de mi mente; estoy


hecha pedazos físicamente. Ya es casi la una. Después del café procuraré dormir un
poco. Y a las cinco menos cuarto, a casa de S. Mi jornada puede estar hecha, a veces, de
cien jornadas distintas. De momento, estoy rota. Esta mañana, a las siete, se ha
encendido en mí un infierno de inquietud y de angustia al pensar en todas estas nuevas
prohibiciones. Pero está bien, eso me hace sentir un poco el miedo de los otros, pues ese
miedo se ha convertido cada vez más en algo ajeno a mí. A las ocho, ya era yo otra vez
la misma tranquilidad en persona. Y estaba casi orgullosa de poder dar hora y media de
clase de conversación rusa, a pesar de mi decaimiento físico. Antes me bastaba con mi
estado físico para suprimir la clase. Pero esta tarde comienza un nuevo día. Vamos a
recibir la visita de una persona con problemas, una muchacha católica. Que un judío
pueda ayudar a un no-judío a resolver sus problemas, tal y como están los tiempos,
proporciona una singular sensación de fuerza.

Cuatro y cuarto de la tarde. Sol en este mirador y una suave brisa en el jazmín.
Mira: ha comenzado un nuevo día, uno más; ¿cuánto ha pasado desde las siete de la
mañana? Me quedo todavía diez minutos junto al jazmín; y luego, sobre la bicicleta,
que todavía nos permiten usar, voy donde mi amigo, que está en mi vida desde hace
dieciséis meses, pero que me parece que lo conozco desde hace mil años, aunque a
veces aparece ante mí con una luz tan nueva que me deja sin aliento. Qué curioso, ese
jazmín tan tierno y tan radiante en medio de toda esa grisalla y esa borrosa penumbra.
No comprendo en absoluto a ese jazmín. Pero tampoco tienes por qué comprender. En
este siglo veinte, aún se puede creer en milagros. Y yo creo en Dios, aunque dentro de
poco tenga que ser devorada en Polonia por los piojos.

El sufrimiento no está por debajo de la dignidad humana. Es decir: se puede


sufrir de una manera digna o de una manera indigna al ser humano. Quiero decir: la
mayoría de los occidentales no comprende el arte del sufrimiento, y por eso vive
obsesionada por mil temores. La vida que hoy vive la gente no es vida verdadera,
porque está hecha de miedo, resignación, amargura, odio, desesperación. Dios mío, todo
esto se puede entender muy bien, pero si se elimina una vida así, ¿se elimina mucho? Se
debe aceptar la muerte, aun la más atroz, como parte de la vida. ¿No vivimos cada día
una vida entera? ¿Tiene mucha importancia que vivamos un día más o un día menos?
Todos los días estoy en Polonia, en esos campos que bien podrían llamarse campos de
batalla. A veces me oprime el ver que se han vueltos verdes de veneno. Me siento al
lado de los hambrientos, de los maltratados y de los moribundos cada día; pero también
cercana al jazmín y a aquel trozo de cielo que asoma en mi ventana. Hay lugar para
todo en la vida: para la fe en Dios y para una muerte miserable.
Se debe también tener fuerza para sufrir solo y no ser gravoso a los demás con
los propios miedos y con los propios fardos. Tendríamos que aprenderlo y educarnos
recíprocamente en ello, con dulzura mientras sea posible, o con severidad. Cuando digo
que de un modo u otro he arreglado las cuentas con la vida, no es por resignación.
«Todo lo que se dice es mal entendido». Si quiero decir una cosa así, se me entiende de
otra forma. No es resignación, no lo es, ciertamente. ¿Qué quiero decir? ¿Que yo ya he
vivido esta vida mil veces, y que otras tantas veces he muerto, y que, por tanto, no
puede suceder nada nuevo?, ¿un modo de ser insensible? No, es vivir la vida mil veces,
minuto a minuto, dejando espacio al sufrimiento, un espacio que no puede ser pequeño,
hoy en día. ¿Y acaso hay gran diferencia en que sea la Inquisición la que hace sufrir a
los hombres en una época, y la guerra y los pogroms en otra? ¿Es todo absurdo, como
dicen ellos? Siempre el sufrimiento ha reclamado su puesto y su derecho, de un modo o
de otro. Lo que cuenta es el modo como se lo asume, y si se le integra en la propia vida
y se ama igualmente la vida. ¿Estoy teorizando detrás de mi escritorio, rodeada
familiarmente por mis libros y por ese jazmín, allí afuera? ¿Es pura teoría, todavía no
sometida a la prueba de ninguna práctica? No lo creo. Dentro de poco tendré que
enfrentar las más extremas consecuencias de mis principios. Nuestras conversaciones se
llenan de frases como: «Espero que él pueda todavía saborear estas fresas con
nosotros». Sé que Mischa, con su cuerpo delicado, tiene que ir a pie a la Estación
Central, pienso en las caritas pálidas de Myriam y Renate, en las preocupaciones de
muchos, sé todo, todo, en cada momento; a veces debo inclinar la cabeza por el gran
peso que llevo sobre la nuca, y entonces siento necesidad de juntar las manos, en un
gesto casi automático, y permanecer así sentada durante horas enteras — lo sé todo, soy
capaz de soportarlo todo, cada vez mejor, y además estoy convencida de que la vida es
bellísima, digna de ser vivida y rica de sentido. A pesar de todo. Lo cual no quiere decir
que uno esté siempre en el estado de ánimo más elevado y lleno de fe. Se puede estar
cansado como perro después de una carrera o de haber hecho una larga cola, pero esto
también forma parte de la vida, y dentro de ti hay algo que nunca te abandonará.

Viernes 3 de julio de 1942, ocho y media de la noche. Estoy sentada frente al


escritorio como siempre, pero pienso que debo trazar una línea final y comenzar en otro
tono. Tenemos que asimilar una nueva certeza: quieren nuestro fin, nuestra
aniquilación; ya no nos podemos hacer ninguna ilusión al respecto; tenemos que aceptar
la realidad para seguir viviendo. Hoy he experimentado por primera vez un inmenso
desánimo, y tengo que quitármelo de encima. Si tenemos que irnos al diablo, que sea al
menos con gracia – hasta ahora nunca he querido expresarme así, tan crudamente.
Pero, ¿por qué este desaliento me afecta sólo ahora? ¿Porque tengo los pies llenos de
ampollas por haber tenido que caminar por la ciudad con este calor y porque mucha
gente tiene los pies destrozados desde que nos han prohibido tomar el tranvía?, ¿por la
carita ofendida de Renate, obligada a ir a pie a su escuela, una hora de ida y una hora de
vuelta?, ¿porque Liesl tiene que hacer horas de cola para, al final, comprobar que para
ella no hay legumbres verdes? Por todo esto y por una infinidad de cosas que, tomadas
por separado, pueden parecer detalles, pero que constituyen otras tantas operaciones de
la gran guerra de exterminio que nos han declarado. Por el momento, todo lo demás
parece aun grotesco e inimaginable: S., que ya no puede entrar en esta casa para
encontrarse con su piano y sus libros. Y yo, que ya no puedo ir a casa de Tide, etc.

Quieren nuestro total exterminio... ¡Está bien!: acepto esta nueva certeza. Ahora
lo sé. No impondré a los demás mis angustias, y me abstendré de todo rencor hacia
quienes no comprenden lo que nos sucede a nosotros, los judíos. Pero que una certeza
adquirida no sea socavada o debilitada por otra. Yo trabajo y vivo con la misma
convicción, y encuentro la vida llena de sentido, sí, llena de sentido a pesar de todo,

aunque apenas me atrevo a decirlo en sociedad.


La vida y la muerte, el sufrimiento y la alegría, las ampollas de los pies
destrozados, el jazmín detrás de la casa, las persecuciones, las atrocidades sin cuento,
todo, todo está en mí y forma un conjunto poderoso. Lo acepto como una totalidad
indivisible, y empiezo a comprender cada vez mejor -para mi propio uso, sin poder
explicarlo a los demás- la lógica de esta totalidad. Quisiera vivir mucho tiempo, para
estar un día en condiciones de explicarlo. Pero si no es posible, ya lo hará otro por mí.
Otro proseguirá el hilo de mi vida allí donde haya quedado interrumpido. Y por eso
debo vivir esta vida hasta mi último aliento con toda la conciencia y la convicción
posibles, de suerte que mi sucesor no tenga que volver a empezar de cero y encuentre
menos dificultades. ¿No es esto una manera de trabajar para la posteridad?
Después del anuncio de las últimas prohibiciones anti judías, Bernard me ha
preguntado, de parte de un amigo judío, si no me bastaba ya todo esto para pensar que
todos «ellos» [los alemanes] deberían ser exterminados, más aún, cortados a pedacitos.

3 de julio de 1942. ¡Ah, tenemos todo esto en nosotros: Dios, el cielo, el


infierno, la tierra, la vida, la muerte y los siglos, muchos siglos! Las circunstancias
exteriores forman un decorado y una acción cambiantes. Pero lo llevamos todo en
nosotros, y las circunstancias no desempeñan nunca un papel determinante. Siempre
habrá situaciones buenas o malas que aceptar como un hecho consumado; lo que no
impide a nadie consagrar su vida a mejorar las malas. Pero es preciso conocer los
motivos de la lucha que llevamos adelante, y empezar por reformarnos a nosotros
mismos, y volver a empezar cada día.

Antes creía un deber el concebir muchas ideas geniales cada día; actualmente,
me siento con frecuencia como una tierra inculta, en la que no crece absolutamente
nada, pero sobre la cual se extiende un cielo alto y sereno. Mejor así: en los tiempos que
corren no puedo fiarme demasiado de pensamientos brillantes, a veces prefiero más
bien dejar reposar la cabeza, y esperar. Ha sucedido una enormidad de cosas en mí estos
últimos días, pero todas ellas han acabado cristalizando en torno a una idea. El
lamen​table final que probablemente nos aguarda y que ya desde ahora se deja ver en las
pequeñas cosas de la vida corriente, lo he mirado de frente y le concedido un lugar en
mi sentimiento de la vida, sin que por ello haya perdido nada de su gravedad. No estoy
amargada ni indignada; he conseguido vencer mi abatimiento y no sé lo qué es la
resignación. Continúo creciendo serena, día a día, aun teniendo aquella posibilidad ante
mis ojos. No voy a jugar con palabras que generan malentendidos, como por ejemplo:
«he saldado las cuentas con la vida, no puede sucederme nada, no se trata de mí ni de
mi destrucción, sino del hecho de que se destruya».
Así hablo a veces con los demás, pero no tiene mucho sentido, ni logro
explicarme — aunque esto importa poco, a fin de cuentas.
Con «haber saldado mis cuentas con la vida» quiero decir que la eventualidad de
la muerte está ya integrada perfectamente en mi vida. Mirar la muerte de frente y
aceptarla como parte integrante de la vida es tanto como ensanchar la vida. Y a la
inversa, sacrificar ya desde ahora a la muerte una parte de esta vida, por miedo a la
muerte y por negarse a aceptarla, es la mejor manera de no preservar más que un pobre
y pequeño fragmento de vida mutilada, que apenas merecería ser llamada «vida». Esto
puede parecer paradójico: excluyendo la muerte de nuestra vida, no vivimos en

plenitud; mientras que acogiendo la muerte en el corazón mismo de nuestra vida,


ensanchamos y enriquecemos ésta. Es mi primera confrontación con la muerte. Nunca
he sabido bien cómo abordarla. Me siento absolutamente virgen al respecto. Nunca he
visto una persona muerta. Imaginen ustedes lo siguiente: en este mundo sembrado de
millones de cadáveres, yo, a mis veintiocho años, ¡aún no he visto jamás un muerto! Me
he preguntado a menudo: ¿cuál es mi postura con respecto a la muerte? Pero nunca he
reflexionado seriamente sobre ello. El tiempo no se prestaba. Pero ahora, por primera
vez, la muerte está ahí, tan intensa como la vida y, sin embargo, como una vieja
conocida, que forma parte de la vida y a la que debemos acoger. Así de simple. La
muerte está ahí de repente, grande, simple y natural y ha entrado en mi vida sin hacer
ruido. En adelante, tiene su sitio en ella, y ahora sé que es parte integrante de la vida.
Eso es, ahora ya puedo dormir en paz. Son las diez de la noche. Hoy no he
hecho gran cosa, porque he tenido que resolver el problema de mis pies, llenos de
ampollas por las largas caminatas, y otra serie de pequeños problemas semejantes: hay
que saber padecer y aceptar cada cosa. En cierto momento, sentí un gran desaliento y
una gran inseguridad, y pasé un momento donde él. Le dolía el cráneo, y eso le
inquietaba, porque todo sigue funcionando a la perfección en ese cuerpo grande y
poderoso. Estuve un momento entre sus brazos. Lo sentí dulce, tierno, casi melancólico.
Creo que comienza una nueva era en nuestra vida. Una era aún más seria, más intensa,
y haremos bien en concentrarnos en lo que es de veras esencial. Cada día nos
desprendemos de más pequeñeces. «Está claro que están preparando nuestro
exterminio, no nos hagamos ilusiones». Mañana en la noche dormiré en la cama de
Dicky, S. dormirá en el piso de abajo y por la mañana subirá a despertarme. Todo esto
es posible todavía. Y ya sabremos hallar el modo de ayudarnos mutuamente en los
tiempos difíciles que vendrán.

Un poco más tarde. Y aunque no hubiese habido nada en esta jornada —ni
siquiera esa positiva confrontación que he tenido con la muerte y con el aniquilamiento
—, nunca podré olvidar al soldado alemán kasher [bravo] que esperaba en el kiosko con
su cesto de zanahorias y coliflores. Éste comenzó por poner, de manera discreta, un
billete en la mano de la joven en el tranvía. Después vino lo de su carta, que yo voy a
tener que leer algún día. En esta carta él le decía que ella le recordaba a la hija de un
rabino a la que había asistido y velado en su lecho de muerte, y a la que acababa de
visitar esa tarde.
Cuando Liesl me contó esta historia, me dije enseguida: «Esta noche tendré que
rezar también por este soldado alemán». De pron​to, uno de los innumerables uniformes
que nos rodean adquirió un rostro. Probablemente hay entre ellos otros rostros en los
que podemos leer un lenguaje comprensible para nosotros. Él sufre también. No hay
fronteras entre los que sufren. Se sufre en ambos lados de todas las fronteras, y tenemos
que rezar por todos. Buenas noches.
Desde ayer, de golpe, tengo muchos años más. Sé que mi vida tiene un término.
No estoy acobardada, me siento fuerte. Uno se vuelve fuerte cuando aprende a conocer
y aceptar sus propias fuerzas y sus propias insuficiencias. Todo es simple y evidente
para mí, y quisiera poder vivir lo suficiente para hacerlo comprender a los demás. Y
ahora sí, buenas noches.

Sábado 4 de julio de 1942, nueve de la mañana. Me parece que se están

produciendo grandes cambios en mí y creo que son algo más que simples estados de
ánimo.
Ayer se ha abierto ante mí una nueva perspectiva — si se la puede llamar
perspectiva—, y esta mañana estaba de nuevo tranquila, serena y segura como no me
había sentido en mucho tiempo. Y todo esto ha ocurrido gracias a esa pequeña ampolla
de mi pie izquierdo.
Mi cuerpo es el receptáculo de múltiples dolores. Almacenados en todos los
rincones, vuelven a aflorar cada uno en su momento. Pero también en esto he tomado
partido. Y me asombro a mí misma por mi capacidad de trabajo y de concentración
contra viento y marea. Pero si nuestra situación se llegase a agravar de verdad, no
bastará con la energía espiritual; esto no debo perderlo de vista. Este pequeño paseo a
pie hasta la oficina de Impuestos ha bastado para enseñármelo. Al principio,
caminábamos como felices turistas que visitan una ciudad soleada. Al caminar, él había
tomado mi mano, y así la suya y la mía se encontraban bien juntas. Luego empecé a
sen​tir una inmensa fatiga. Era, sin duda, una sensación extraña produ​cida por no poder
subir en ningún tranvía de esta ciudad de largas calles, ni sentarme en ninguna terraza
(muchas de ellas me traen recuerdos, y se lo digo: «Mira, allí fue donde vine hace dos
años con un grupo de amigos después de mi examen de derecho»). Pensé entonces o,
mejor dicho, no lo pensé, fue una intuición que surgió en mí: a través de los siglos, los
hombres se han derrengado, se han hecho polvo los pies recorriendo la tierra del Buen
Dios, hiciera frío o calor, y también eso forma parte de la vida. Es una experiencia que
siento cada vez más fuerte en mí en estos últimos tiempos: tanto en mis acciones como
en mis sensacio​nes cotidianas más ínfimas, se introduce una pizca de eternidad. No soy
la única que está cansada, enferma, triste o angustiada. Lo estoy al unísono con
millones de otros seres humanos a través de los siglos. Todo esto es la vida. La vida es
bella y está llena de sentido en medio de su absurdo, a poco que sepamos disponer en
ella un sitio para todo y llevarla toda entera en su unidad. Entonces la vida, de un modo
u otro, forma un conjunto perfecto. En cuanto rechaza​mos o queremos eliminar ciertos
elementos, en cuanto nos entrega​mos a nuestro gusto y nuestro capricho para admitir tal
aspecto de la vida y rechazar tal otro, entonces la vida se vuelve, efectivamen​te,
absurda. En cuanto se pierde el conjunto, todo se vuelve arbitra​rio.
Al volver de nuestro largo paseo, nos esperaba una habitación alquilada, que nos
ofrece seguridad y un diván confortable sobre el que podemos tendernos, después de
quitarnos los zapatos. Hallamos una acogida generosa, había una canasta de cerezas,
mandada por los amigos del Betuwe. Antes, un buen almuerzo era una cosa
completamente normal, hoy es un regalo inesperado; y si, por una parte, la vida se ha
vuelto más dura y amenazadora, por otro se ha hecho vuelto más rica, porque ya no hay
pretensiones y cada cosa buena se convierte, justamente, en un don inesperado, que
llena de gratitud. Yo, al menos, siento así las cosas, y él también, y a veces nos
maravillamos los dos de no sentir odio ni indignación ni amargura. Estas cosas ya no se
pueden decir delante de la gente: creo que acabaremos sintiéndonos terriblemente
aislados decido a nuestras convicciones. Mientras caminaba, sabía que me esperaba una
casa segura, pero sabía también que va a llegar el día en que no tendremos ya esta
seguridad. Entonces se andará por las calles para acabar en la sala común de un
barracón. Sabía que esto era lo que me esperaba a mí y a los demás, y lo he aceptado.
He aprendido otra lección en esa caminata: al cabo de dos horas, la cabeza me dolía
terriblemente, como a punto de explotar, y mis pies estaban tan maltratados, que me
preguntaba cómo iba a volver a caminar. Las muchas aspirinas que me tomé (lo creí

necesario para no irme inmediatamente a la cama, aunque reconozco que debo


acostumbrarme a soportar mis males sin remedios artificiales) me hicieron sentirme
atontada y como intoxicada todo el día siguiente. De todas maneras, no lo consideré
grave, mi vida no se hizo menos bella o intensa por esto; pero debo constatar
objetivamente lo siguiente: «Hija mía, ya no puedes con tu cuerpo. Te has quedado sin
defensas, y así no serías capaz de resistir tres días en un campo de trabajo; toda la
fuerza espiritual de este mundo no te podría salvar si, un paseo tan agradable, de poco
menos de dos horas, hecho además con la perspectiva de contar después con todas las
comodidades, te causa un dolor de cabeza tan fuerte y te agota de esa manera».
Personalmente no lo considero tan grave: me tiendo sobre el piso, me relajo y... se
acabó todo. ¡A seguir alabando a Dios y a la vida! Al menos así lo pienso por ahora.
Pero nuevamente me preocupó y entristeció la idea de ser gravosa a los demás, de
hacerles la vida aún más difícil. Antes no hacía notar que me cansaba o que me faltaban
las fuerzas; no soportaba molestar a nadie, actuaba como los demás: iba a todas las
fiestas, me acostaba tarde, quería estar en todo. Quizá era por amor propio: temía no
caer simpática o perder el aprecio y compañía de los demás si les aguaba la fiesta con
mis malestares. Ahí está la raíz de uno de mis complejos de inferioridad. Pero la
caminata me había angustiado por otra razón, además: había convenido con S. en ir
mañana al ghetto, para ver si podíamos echar una mano en alguna casa: y el ghetto está
aún más lejos que la Oficina de Impuestos.
Hasta ayer en la noche no me había atrevido a decirle que no iba a poder
caminar tanto. Sabía que iba a ser una distracción para él. Pensaba, además que si Tide
era capaz de caminar horas y horas con él, yo también debería poderlo. Es decir,
siempre el mismo temor infantil a perder en algo el amor de los demás si no me igualo a
ellos. Pero ya he comenzado a librarme de estos condicionamientos. Hay que reconocer
las propias limitaciones, incluso las físicas; hay que aceptar que uno no puede ser para
los demás todo lo que quisiera.
Reconocer las propias debilidades no significa lamentarse de ellas: esto sí que
sería una miseria, aun para los demás. Creo que este estado de ánimo es lo que me ha
hecho correr donde él anoche, poco antes de las ocho. Para ello, he suspendido incluso
una clase, cosa que no suelo hacer, con tal de poder estar un momento con él. Y al
tenderme junto a él en el diván, le he dicho de buenas a primeras que sentía mucho
haber quedado tan cansada de la caminata; y no por mí misma, sino porque me había
dado cuenta de lo poco que puedo esperar de mis reales condiciones físicas. De
inmediato, y como la cosa más natural del mundo, él me ha respondido que lo mejor,
entonces, sería no hacer ese paseo la mañana del domingo; a lo cual he añadido yo que
podía, en todo caso, llevar a mano mi bicicleta para usarla al regreso. Todo esto parece
una pequeñez, pero para mí es importantísimo, pues de lo contrario podía arruinarme
los pies sólo por contentarlo y por evitar de cualquier modo molestarle.
Claro que todas estas suposiciones eran fruto de mi fantasía. Ahora me siento
capaz de decir con toda simplicidad y naturalidad: Eso es, mis fuerzas llegan hasta aquí,
nada más; no puedo hacer otra cosa; me tienes que aceptar como soy. Considero que
esto es un paso adelante hacia una madurez e independencia que voy logrando de día en
día.

Muchos de los que ahora se indignan por las injusticias que se cometen, a decir
verdad se indignan sólo porque tales injusticias los tocan a ellos: luego, no es una
indignación verdaderamente arraigada y profunda.

Sé que en un campo de trabajo tardaré tres días en morir. Me acostaré para


morir, pero a pesar de todo la vida no me parecerá injusta.

Al final de la mañana. Poder ponerse todavía una camisa limpia es casi una
fiesta; y lo mismo se diga si puedes lavarte con un jabón perfumado, en un baño que es
todo para ti durante esa media hora. Es como si ya me estuviese despidiendo de todas
estos refinamientos de la civilización. Y si algún día ya no pueda disfrutar de ellas, al
menos sabré que existen y que pueden hacer placentera la vida, y, en cuanto tales, las
alabaré, aun cuando no me hubiesen tocado en suerte. Lo que cuenta, pues, no es que
me toquen a mí - ¿no es verdad?

Hemos de asumir todo lo que nos asalta de improviso, incluso que un tipo,
adoptando traidoramente la forma de uno de nuestros hermanos humanos, se te acerque
cuando sales de una farmacia en la que has comprado un tubo de pasta dentífrica, te
señale con un dedo acusador y te pregunte con aspecto de inquisidor: «¿Tiene usted
derecho a comprar en esa tienda?» —«Sí, señor, puesto que es una farmacia», le
respondí yo, con cierta timidez, pero con firmeza y con mi acostumbrada amabilidad.
—«¡Ah! Está bien», dijo él, en tono seco y desconfiado, antes de seguir su camino. Yo
no estoy dotada para las réplicas mordaces, a no ser en una discusión intelectual de
igual a igual. Ante la chusma de la calle, para llamar a esa gente por su nombre, me
siento desarmada del todo, entregada de pies y manos. Me siento confusa, entristecida y
asombrada de que unos seres humanos puedan tratarse así. Pero replicar secamente,
cerrar el pico al adversario (incluso dentro de los límites de la buena educación), es algo
que nunca me vendrá a la mente. Ese hombre no tenía, ciertamente, el menor derecho a
someterme a ese interrogatorio. ¡Otro más de esos idealistas dispuestos a ayudar al
ocupante a purgar la sociedad de sus elementos judíos! ¡Allá cada cual con lo que le
proporcione placer en la vida! Con todo, el impacto de estos pequeños encontronazos
con el mundo exterior resulta bastante duro de encajar. Así mismo, no tengo el más
mínimo interés en aparentar que soy una persona arrogante frente a tal o cual
perseguidor; y no veo por qué esforzarme en este sentido. Podrán darse cuenta
perfectamente de que estoy angustiada y completamente indefensa frente a ellos. No
veo ninguna necesidad de aparecer como aguerrida. Tengo mi fuerza interior, y eso
basta. Lo demás me resulta irrelevante.

(Domingo) Ocho y medio de la mañana. Cuando entró a mi cuarto llevaba un


pijama celeste y una expresión tímida en la cara; pero parecía estar bien. Se sentó al
borde de mi cama y hablamos un poco. Después se fue a prepararse, durante una hora:
lavarse, hacer gimnasia, «leer». La lectura me permite compartir con él. Cuando me
dijo que necesitaba una hora para sus cosas, me vino un sentimiento de tristeza; no sé,
me vino a la mente que nos separaríamos para siempre. Una súbita oleada de
melancolía afluyó a mi mente. ¡Oh, dejar completamente libre a la persona que se ama,
dejarla del todo libre para que haga su vida, es lo más difícil que hay! Con él lo estoy
aprendiendo.

Fuera de casa, un verdadero regocijo de trinos de pájaros, un techo plano


cubierto de gravilla y una paloma ante mi ventana abierta de par en par. El sol ya
brillaba temprano. S. tosía un poco y seguía con su dolor de cabeza en el mismo sitio.
«No iremos a comer con Adri», dijo. Había dormido mal, con pesadilla; «sueño
premonitorio» lo llamó.
A las cinco y media yo ya estaba despierta. A las siete y media ya me había
lavado completamente desnuda, había hecho un poco de gimnasia y vuelto a tenderme
sobre la cama. Poco después entró él, dubitativo y tímido en su pijama celeste, tosía, y
dijo: «Estoy completamente agotado». Esta mañana iremos al médico, en vez de hacer
el largo paseo planeado. Y quiero hoy retirarme a descansar en mi silencio: en el
espacio de mi silencio interior, al que pido que me aloje por un día entero. Creo que así
lograré descansar. Cuerpo y mente están agotados, funcionan mal; pero hoy no tengo
que trabajar, y creo que me pondré bien.
Sol sobre aquel techo y regocijo de trinos de pájaros. Esta habitación está ya tan
recogida entrono a mí, que podría ponerme a rezar. Ambos hemos llevado una vida muy
liberal, él con las mujeres y yo con los hombres. Pero allí estaba él, con su pijama
celeste, sentado al borde de mi cama. Por un momento, su cabeza reposó sobre mis
brazos desnudos, y charlamos un poquito; después se marchó. Quedé conmovida. Pero
ni él ni yo quisiéramos abusar de una situación demasiado fácil, sería de muy mal gusto.
Cargamos a nuestra espalda una vida libre y desarreglada de amores en camas ajenas,
pero, no obstante, en cada encuentro que tenemos sentimos la misma timidez de la
primera vez. Me parece bonito que así sea y me alegro. Ahora me pongo mi bata roja y
bajo al primer piso para leer la Biblia con él. Voy a quedarme todo el día en un rincón
de esa enorme sala de silencio que hay en mí. Todavía puedo llevar una vida
privilegiada. Hoy no tengo que trabajar, no tengo tareas domésticas y no tengo que dar
clases. Mi desayuno está listo en una bolsa de papel y Adri nos traerá el almuerzo
caliente. Permanezco así, ligeramente cansada, en una rincón de mi silencio, sentada y
con las piernas cruzadas como un Buda, incluso con la misma sonrisa, una sonrisa
interior, por supuesto.

Domingo 5 de julio de 1942, diez menos cuarto. Excelente pasto para un


estómago en ayunas estos cuantos salmos, que encuentran ahora un eco en nuestra vida
cotidiana.
Hemos vivido juntos el principio de un día y ha sido una experiencia muy bella,
cargada de energía. Pero de nuevo he sentido esa estúpida punzada al corazón cuando
me dijo que iba a hacer su gimnasia y a vestirse: come si, por regresar él al piso de
arriba, yo me quedase sola y abandonada en el mundo. Cierta vez escribí: «Quisiera
compartir mi cepillo de dientes con él». ¡Qué necesidad de sentirme cerca de una
persona, hasta en sus más íntimos detalles cotidianos! Sin embargo, estoy convencida
de que esta distancia nos hace bien: siempre nos volvemos a encontrar, así como dentro
de poco él volverá a llamarme para tomar juntos el desayuno en la mesa redonda, junto
al geranio que se desangra cada día más y más. ¡Oh, los pajaritos y el sol que brilla
sobre el tejado! Siento en el alma una gran clama y una gran dulzura, un sentimiento de
satisfacción que me viene de Dios. Emana del Antiguo Testamento una fuerza
primitiva, un carácter «popular». Vemos vivir en él naturalezas excepcionales. Poéticas
y austeras. Es un libro terriblemente apasionante, rudo y tierno, ingenuo y sabio. No
apasiona sólo por lo que en él se dice, sino por quienes lo dicen. – Vemos vivir en él a
linajes enteros de figuras por descubrir. Cuando lo leo diez minutos con S., de pronto
me siento tocada en pleno corazón por el contenido de este Libro. Todo lo que pasa por
el espíritu y el corazón de los hombres, y que luego ha cristalizado en –ismos, en las
diferentes formas de fe y en sus divisiones, todo eso está también en la Biblia. Ahora
tengo que volver de nuevo a mis palabras propias, tan sosas y tan pálidas, tras haber
bebido en esta fuerza llena de colores y ternuras.

Diez de la noche. Sólo esto: cada minuto de esta jornada ha transcurrido en un


abrir y cerrar de ojos, pero la jornada entera permanece dentro de mí como un don
pleno de consolación, como un recuerdo reconfortante que me será necesario y me
acompañará como una realidad siempre presente. Cada aspecto de esta jornada ha
difuminado a los que la han precedido. No se puede mirar sólo a la conservación o a la
destrucción, ambas cosas existen como posibilidades extremas, pero no se puede mirar
a una sola de las dos. Lo importante, más bien, es enfrentar lo urgente de cada día. Ayer
hablábamos de los campos de trabajo forzado y yo decía: «No me puedo hacer
ilusiones, yo sé que me moriré al cabo de tres días porque mi cuerpo no aguantará».
Werner pensaba iguaol de sí mismo. Liesl, en cambio, afirmaba: «No lo sé, pero tengo
la sensación de que yo sí voy a resistir». La comprendo. Antes yo era como ella, creía
poseer una energía indestructible. Ahora sigo pensando que tengo dentro de mí un
núcleo muy fuerte, pero no en sentido material. La cuestión no es si un cuerpo poco
ejercitado sea capaz de resistir, eso es secundario a fin de cuentas. La auténtica fuerza,
la primordial, consiste en que, aun cuando sucumbamos miserablemente, sintamos hasta
el final que la vida es bella y llena de sentido, que hemos realizado en nosotros todas
sus virtualidades a lo largo de nuestra existencia que ha sido buena. No logro expresarlo
del todo, siempre acabo usando las mismas palabras.

Lunes 6 de julio, once de la mañana. Creo que voy a poder escribir varias horas
sobre lo más esencial. Rilke escribe en alguna parte a su amigo paralítico, Ewald: «Pero
hay también días en que él envejece, los minutos pasan sobre él como años». Fue lo que
nos ocurrió ayer: las muchas horas del día pasaron sobre nosotros. Al despedirnos, me
apoyé un momento sobre S. y le dije: «Quisiera permanecer contigo el mayor tiempo
posible». Él me respondió con aire absorto y su boca me pareció dulce, indefensa y
melancólica, me dijo: «Sí, cada uno de nosotros tiene todavía sus propios deseos...».
Por eso me pregunto: ¿no deberíamos comenzar ya desde ahora a dejar de lado
nuestros deseos? Si se trata de aceptar, ¿no sería mejor aceptarlo todo, ya ahora? S.
estaba recostado a la pared del cuarto de Dicky y yo estaba apoyada sobre él un poco
tiernamente; aparentemente, no había nada distinto a tantos momentos de nuestra vida.
De pronto he tenido la impresión de que un gran cielo se desplegaba por encima de
nosotros como en una tragedia griega. Por un momento todo se volvió confuso a mis
sentidos y me encontré en medio de un espacio, cargado de amenazas y también de
eternidad. Fue entonces, quizá, cuando se realizó en nosotros una grande y definitiva
trasformación. S. se mantuvo todavía un momento apoyado sobre la pared y luego
comentó en un tono casi de lamento: «Esta tarde tengo que escribir a mi amiga, porque
dentro de poco será su cumpleaños. Pero ¿qué debo escribirle? Me faltan ganas e
inspiración». Yo le dije: «Tienes que ver la manera de ayudarla a aceptar desde ahora la
idea de que no te volverá a ver; debes apoyar su vida futura. Debes ayudarla a
reconocer que en todos estos años habéis vivido juntos, a pesar de la distancia física;
que ella tiene que seguir viviendo en tu espíritu y conservar de él un pedacito para este
mundo. Eso es lo que cuenta». Así nos hablamos hoy, discursos de este género ya no

nos parecen absurdos, es como si hubiéramos entrado en una realidad nueva, en la que
las cosas adquieren colores y acentos diferentes. En nuestros ojos, en nuestras manos y
en nuestras bocas circula un flujo ininterrumpido de dulzura y ternura, en el que se han
extinguido los pequeños deseos: ahora se trata simplemente de ofrecernos unos a otros
toda la bondad que cada uno tiene. Toda reunión es al mismo tiempo un adiós. Esta
mañana me ha dicho por teléfono, con tono enternecido: «¡Qué bien lo pasamos ayer:
deberíamos tratar de estar juntos el mayor tiempo posible de todo el día!
Ayer en la tarde —mientras estábamos sentados entorno a su mesita redonda y,
como dos solteros todavía mimosos, disfrutábamos de un almuerzo abundante que no
tenía nada que ver con la situación actual— cuando le dije que no quería dejarlo nunca,
me respondió con un tono sorprendentemente severo y solemne: «No se olvide de lo que
siempre dice, no debe olvidarlo». Me pareció, entonces, que yo había dejado de ser una
niñita en un drama que supera su capacidad de comprensión, como me parecía tantas
veces en el pasado, y que ahora se trataba más bien de mi vida y de mi destino, y que
era capaz de soportarlo: y mi destino, con todas las amenazas e inseguridades, con toda
la fe y el amor, me asentaba perfectamente como un vestido expresamente hecho para
mí. Lo amo, ciertamente, libre ya del afán de poseerlo, y de descargar sobre él mis
angustias y deseos. Renunciaré incluso al deseo de estar junto a él hasta el último
momento. Todo mi ser está a punto de metamorfosearse en una gran oración por él.
¿Pero por qué sólo por él? ¿Por qué no por todos los demás?
Hasta muchachitas de dieciséis años son enviadas a los campos de trabajos
forzados. Los que somos mayores que ellas tendremos que tomarlas bajo nuestra
protección, cuando les llegue el turno a nuestras jóvenes holandesas. Anoche quise
decírselo a Han —que están enviando a muchachitas de dieciséis años a los campos—
pero me quedé callada, pensado que debía ser buena con él y no sobrecargarlo con
mayores pesares: ¿acaso no puedo resolver yo sola estas cosas? Es cierto que cada uno
de nosotros debe saber lo que está pasando, pero ¿no debemos también ser considerados
unos con otros y evitar cargar a los demás todo el tiempo con pesares que bien
podríamos sobrellevar solos?
Hace unos días pensaba que lo peor va a ser cuando ya no tenga ni lápiz ni papel
para aclararme las ideas de vez en cuando. Privada de esto, que para mí es de una
importancia fundamental, podría explotar y destruirme por dentro.
Hoy tuve esta certeza: Cuando se empieza a renunciar a las propias exigencias y
deseos, se puede renunciar a todo. Me he dado cuenta de ello en el espacio de unos
cuantos días. Quizá pueda permanecer aquí todavía durante un mes, hasta que
descubran cómo nos estamos escapando de las disposiciones. Comenzaré a poner orden
en mis cartas. Cada día digo adiós. De ese modo, el verdadero adiós no será más que
una pequeña confirmación exterior de lo que irá produciéndose en mí día tras día.
Estoy en un estado de ánimo muy singular. Me veo a mí misma escribiendo con
toda tranquilidad y madurez. ¿Podría alguien comprenderme si le dijese que me siento
extraordinariamente feliz, y no de manera artificial, sino simplemente feliz, porque
percibo que crece dentro de mí una gran ternura y una gran confianza de día en día?
¿Por qué las amenazas y cargas que pesan sobre nosotros no me llevan ni por un
momento a la alienación mental? Porque sigo viendo y sintiendo la vida clara y nítida
en sus contornos. Porque nada ofusca mis pensamientos y sentimientos. Porque puedo
soportarlo y aceptarlo todo, y porque la conciencia del bien que se ha dado en la vida —
en mi vida también— no ha sido suplantada por todas estas otras cosas, antes bien se ha
ido convirtiendo cada vez más en parte de mí. No me atrevo a añadir más, no sabría qué

más decir. Es como si, con mi desapego, me lanzara mucho más allá de todo aquello
que conduce a la alineación mental. Si supiera con certeza que debo morir la próxima
semana, me quedaría estudiando en mi escritorio todo este tiempo, con la mayor
tranquilidad de espíritu y sin que esto signifique una huída. Ahora sé que vida y muerte
están significativamente ligadas entre sí. Será un deslizarse de la una a la otra — aun
cuando el final sea lúgubre o incluso atroz en su forma exterior.
Tenemos que soportar todavía por muchas vicisitudes. Nos llevarán a la pobreza
y, si este proceso se prolonga, harán de nosotros una masa miserable. Ya nuestras
fuerzas declinan cada día, y esto debido no solamente a la angustia e inseguridad en que
vivimos, sino también a pequeñas contrariedades cotidianas que nos causan — como la
prohibición de entrar a ciertas tiendas, o la obligación de caminar largas distancias a
pie, cosa que está enfermando a muchas personas que conozco. Nuestra aniquilación se
acerca furtivamente por todas partes, pronto se cerrará el cerco entorno a nosotros,
ninguna buena persona que quiera ayudarnos podrá franquearlo. Todavía hay muchas
pequeñas aperturas, pero aun éstas serán taponadas dentro de poco. El ser humano
obedece a leyes de lo más curiosas: ahora hace un tiempo frío y lluvioso; pero se diría
que, de la altura de una sofocante noche de verano, uno fuera de pronto arrojado a un
valle frío y húmedo. La última noche que pasé con Han fue como el momento del paso
brutal del calor al frío. Anoche, mientras hablábamos ante su ventana de las graves
cuestiones del momento actual, su rostro estaba tan descompuesto que pensé: esta
noche lloraremos abrazados. Abrazados hemos estado, pero no hemos llorado. Sólo al
final, cuando sentí su cuerpo en éxtasis sobre el mío, me sentí abrumada súbitamente
por una ola de tristeza profundamente humana, seguida de un sentimiento de compasión
por mí y por todos, y por el cariz que han tomado los acontecimientos. En la oscuridad
he podido esconder mi cabeza entre sus hombros desnudos y he saboreado mis lágrimas
en solitario. Después, de golpe, me acordé de la torta de la señora W. de esta tarde y de
la capa de fresas que la cubría, y me puse a reír sola, casi con alegría. Ahora debo
ocuparme del almuerzo y a las dos me iré donde él. Podría añadir que mi estómago no
está bien, pero me he propuesto ya no escribir de mi salud, empleo demasiado papel y
me las arreglo igualmente. Antes escribía más sobre eso, porque no sabía cómo valerme
con esos problemas, pero ahora ya lo sé, al menos me parece. ¿Soy un poco imprudente
y presuntuosa? No lo sé.

Martes 7 de julio de 1942, nueve y media de la mañana. Mine acaba de avisar


por teléfono que ayer Mischa se hizo el examen médico del que dependerá que le
manden o no a Drenthe. Todavía no se sabe el resultado. Dijo también que mamá tiene
los nervios alterados y que papá lee mucho; él tiene muchos recursos interiores.
Las calles por las que pasamos en bicicleta ya no parecen las mismas, cielos
bajos y amenazadores pesan sobre ellas y parecen siempre presagiar tormentas, incluso
con un sol radiante. Vivimos continuamente codo a codo con el destino, descubrimos
gestos para intentar verlo a diario, y todo esto es totalmente distinto de lo que hayamos
podido leer en los libros. En cuanto a mí, sé que debemos deshacernos hasta de la
inquietud que experimentamos por nuestros seres queridos. Lo que quiero decir es esto:
toda la fuerza, todo el amor, toda la confianza en Dios de que disponemos (y que se
cruzan de un modo tan extraño en mí en estos últimos tiempos) debemos mantenerlos
en reserva para todos aquellos con quienes nos cruzamos en el camino y los necesitan.
Ayer S. decía: «Me he acostumbrado terriblemente a usted». Pero sólo Dios sabe cuán
terriblemente me he acostumbrado yo a él. De todas maneras, debo abandonarlo. Quiero
decir: mi amor por él debe ser una reserva de fuerza y amor para dar a todos cuantos lo
necesiten; y, a la inversa, el amor y la solicitud que él me inspira no deben consumirme
al extremo de privarme de todas mis fuerzas. Porque eso sería egoísmo. E incluso del
sufrimiento se pueden sacar fuerzas. Con el amor que siento por él puedo nutrir mi vida
y la de otros juntos con la mía. Hay que ser coherentes hasta el final. Uno puede decir:
hasta aquí soy capaz de soportarlo todo, pero si sucede algo, o debo abandonarlo,
entonces ya no soy capaz de continuar. Pero incluso en ese caso habrá que continuar.
Sólo hay dos caminos: o pensar cada cual en sí mismo y en su propia conservación
únicamente, o tomar distancia de los propios deseos y rendirse. Pero para mí, esta
rendición no tiene nada que ver con la resignación, que es una forma de morir, sino que
se dirige hacia aquello adonde Dios por ventura me pueda mandar para ayudar en
cuanto pueda — y no para macerarme en mi dolor y mi rabia. Sigo con un estado de
ánimo muy singular. Me atrevo a decir que es como si me entregase en vez de caminar,
como si no viviese en la realidad, como si no supiese lo que está sucediendo.
Hace algunos días escribía aún: querría sentarme un rato ante mi escritorio y
estudiar para mí. Esto ya no es posible. Es decir, podrá serlo algún día, pero es mejor
renunciar a esta exigencia. Hay que renunciar a todo para poder hacer cada día por los
demás las mil pequeñas cosas que hay que hacer, pero sin perderse en ellas.
Werner decía ayer: «No nos vamos a mudar, no vale la pena». Y añadía
mirándome: «A no ser que podamos pertir juntos». El pequeño Weyl miraba tristemente
sus delgadas piernas y decía: «Esta semana tendría que conseguirme un par de
calzoncillos largos, pero no sé cómo voy a hacer», y, volviéndose a los otros: «Si al
menos pudiésemos ir juntos en el mismo compartimiento…». La partida está fijada para
la próxima semana, a la una y media de la mañana; viaje en tren gratis –¡por supuesto,
gratis!–, y no se podrán llevar animales domésticos. Así estaba escrito en la
convocatoria. Se dice, además, que hay que llevar una par de zapatos de trabajo, dos
pares de calcetines y una cuchara, pero nada de oro ni de plata ni de platino, nada de
eso; en cambio sí se permite llevar el anillo de boda, ¿no es conmovedor? Yo no llevaré
ningún sombrero, decía F., en cambio sí un gorro, me caerá mejor.
Y así transcurrió nuestra conversación a la hora de nuestro habitual aperitivo. Al
volver de nuestra habitual reunión, me preguntaba de dónde iba a sacar fuerzas para dar
una hora de clase. Podría, sí, escribir un libro entero sobre esa hora y media pasada con
W., sobre su tersa cara de chiquillo y sus ojos insolentes. Espero poder recordar todo lo
de este periodo, para escribir algo sobre él aunque sea de manera fragmentaria. Nada de
lo que vivimos es como aparece en los libros, nada.
No puedo consignar los mil detalles que vivo diariamente, pero espero
recordarlos. Compruebo que mis facultades de observación registran todo con gran
exactitud y que eso me da cierto placer. A pesar de la gravedad de las cosas, de mi
fatiga, de mi sufrimiento, de todo, me queda al menos la alegría, la alegría del artista al
observar las cosas y transformarlas en su espíritu en una imagen suya. Me siento capaz
de descifrar con interés y de conservar en mí la última expresión del rostro de un
moribundo. Comparto el sufrimiento de todos aquellos que veo cada tarde y que la
próxima semana estarán trabajando en uno de esos lugares más amenazados de la tierra,
en una fábrica de municiones, o sabe Dios donde, siempre que se les deje todavía
trabajar. Pero yo registro en mí el más pequeño gesto, la menor frase pronunciada, el
más fugitivo gesto de sus caras, y lo hago con distancia, con objetividad, casi con
frialdad. Adopto instintivamente la actitud del artista y creo que más adelante, cuando
sienta la necesidad de relatar todo, tendré el talento necesario para ello.

Por la tarde. Un amigo de Bernard se ha encontrado con soldado alemán que le


ha pedido un cigarrillo. Se estableció una conversación entre ellos: el soldado era
austriaco, y había sido profesor en París antes de la guerra. Quiero conservar una frase
del diálogo referido por Bernard. Decía el soldado: «En Alemania, el cuartel mata más
soldados que el enemigo».

El agente de Bolsa le decía la mañana del domingo en la terraza a Leo Krijn:


«Tenemos que rezar con todas nuestras fuerzas para que la situación mejore, mientras
seamos todavía capaces moralmente de aceptar tal mejora. Cuando el odio nos
convierta en bestias salvajes como ellos, será ya demasiado tarde».

Me preocupan muchísimo mis pies inhábiles. Espero que mi ampolla se cure, de


lo contrario, voy a ser una carga molesta en los amontonamientos humanos que van a
ser mi compañía en el futuro. Me tengo, en fin, que decidir a ir al dentista, es decir,
todas esas pequeñas faenas que he ido posponiendo, ahora tengo que resolverlas de
prisa y corriendo. Así mismo, voy a tener que dejar de hurgar en la gramática rusa; con
lo que ya sé me basta para enseñar a mis alumnos y para los meses que vienen sería
mejor terminar de leer El Idiota.
No voy a seguir haciendo resúmenes de mis libros, demanda mucho tiempo y
seguramente no me dejarán cargar toda esa cantidad de papel. En adelante será mejor
extraer con la mente lo más esencial de todo lo que lea y mantenerlo como en reserva
para tiempos de necesidad. Creo que me haré mejor a la idea de mi partida si voy
concretizando mi adiós en una serie de pequeños actos, de modo que no reciba el
«fatídico final» como un golpe mortal: destruir cartas, papeles, cosas viejas que tengo
amontonadas en los cajones de mi escritorio. Intuyo de todas maneras que a Mischa lo
van a declarar inhábil.
Tengo que acostarme más temprano, de lo contrario, ando somnolienta todo el
día y eso no está bien. Antes de que Liesl parta para Drenthe, debo ver cómo obtengo la
carta de nuestro soldado alemán kasher; quiero conservarla como document humain.
Después de producir un desaliento enorme, aplastante, en un primer momento, esta
historia ha tenido un revés de lo más singular. La vida es tan curiosa, tan sorprendente,
tan llena de matices, que en cada curva de su camino nos descubre una vista
completamente nueva. La mayoría de la gente tiene una idea convencional de la vida;
pues bien, tenemos que liberarnos interiormente de todo: de todas las representaciones
establecidas, de todo slogan y de toda idea tranquilizadora; hay que tener el coraje de
desprendernos de todo, de toda norma y de todo criterio convencional. Hay que
atreverse a dar el gran salto al cosmos, porque entonces, sólo entonces, la vida se hace
infinitamente rica, desbordante de dones, incluso en sus más profundos sufrimientos.
Cómo querría poder leer todo Rilke, antes de que suene la hora de abandonar todos mis
libros, sabe Dios hasta cuándo. Me identifico intensamente con el pequeño grupo de
personas que he conocido por casualidad en casa de Werner y Liesl, y que la próxima
semana serán deportadas a trabajar en Alemania bajo vigilancia policial. Esta noche he
soñado que debo ya preparar mi maleta. Ha sido una noche inquieta; los zapatos, sobre
todo, me desesperaban; todos me hacían daño. ¿Y qué voy a hacer con la ropa interior,
con la comida para tres días y con las mantas, todo en una sola valija o en una mochila?
Pero tengo que ver la manera de hacerle un sitio a la Biblia y, si es posible, también al
Libro de Horas y a las Cartas de un Joven Poeta de Rilke. Además, me gustaría tanto
poder llevar mis dos pequeños diccionarios de ruso y El Idiota, para ejercitarme en el
idioma. Naturalmente todo me puede ocurrir si, al momento del registro, declaro como
profesión que soy profesora de ruso. Eso podría sonar a algo raro, a un caso curioso, de
consecuencias difícilmente previsibles. Y quién sabe si, después de todo, acabe yendo a
Rusia (Dios sabe por qué extraños caminos), tras haberme tenido ellos entre sus garras a
mí y a mis conocimiento lingüísticos.

Las ocho. Basta, le pongo una tapa a todo el ruido de esta jornada. La noche, con
toda la calma y concentración que hay en mí, me pertenece. Sobre mi escritorio se
yergue una rosa té amarilla, entre dos floreritos de violetas. La hora de nuestro aperitivo
ha pasado. S. me ha preguntado, completamente exhausto: «¿Cómo hacen los Levie
para resistir noche tras noche? Yo ya no resisto más, estoy completamente
desesperado». Por mi parte, pongo a un lado la realidad y la conversación, y me pongo
a estudiar toda la tarde. Pero ¿yo cómo estoy, en realidad? Ninguna de las
preocupaciones y amenazas de esta jornada me han afectado; sentada ante mi escritorio,
me siento como virgen y recién nacida, dispuesta simplemente a estudiar, como si nada
ocurriera en el mundo. Todo se me ha desprendido de encima sin dejar huella y me
siento más receptiva que nunca. Probablemente, la próxima semana todos los
holandeses serán llamados al examen médico. Minuto a minuto, deseos, necesidades y
vínculos afectivos se van desprendiendo de mí; estoy disponible para aceptar cualquier
cosa, cualquier lugar de la tierra adonde Dios me quiera mandar, disponible también
para testimoniar a través de cualquier situación que tenga que vivir o incluso en la
muerte, que la vida es bella y llena de sentido, y que no es por culpa de Dios sino por
culpa nuestra que haya llegado a estar como está. Se nos han dado todas las
posibilidades para desarrollar nuestros talentos; pero aún no hemos aprendido a hacer
buen uso de ellas. Se diría que a cada instante fardos más y más numerosos caen de mis
espaldas, que las fronteras que separan actualmente a los hombres y a los pueblos se
borran ante mí; diría incluso que la vida misma se me ha hecho transparente y el
corazón humano también; veo, veo y entiendo cada vez más cosas; siento dentro de mí
una paz creciente y una confianza en Dios, cuyo rápido crecimiento me asustaba al
comienzo, pero que ha venido a ser ya parte de mí. Y ahora sí, a trabajar.

Jueves 9 de julio, nueve y media de la mañana. Palabras como Dios, Muerte,


Dolor y Eternidad, habría que olvidarlas. Habría que volverse tan sencillos y tan mudos
como el trigo que crece o la lluvia que cae. Se debe, simplemente, ser.
Y yo, ¿he progresado ya lo suficiente como para poder decir con sinceridad:
quiero que me envíen a un campo de trabajos forzados para poder servir de apoyo a esas
muchachitas de dieciséis años que han sido deportadas?
Para tranquilizar a los padres que quedan aquí: No se preocupen, yo velare por
sus hijas.

Cuando digo a los demás: «No sirve de nada huir o esconderse, no vamos a
poder escapar, es mejor permanecer con los demás y procurar hacer por ellos lo que
podamos hacer — puedo dar la impresión de resignación, actitud que no va conmigo.
Todavía no he encontrado el tono adecuado para expresar ese sentimiento tan perfecto y
radiante que hay en mí y que abraza todo sufrimiento y toda violencia. Estoy
empleando un lenguaje demasiado libresco y filosófico, lo cual puede hacer pensar que
me he inventado una teoría consoladora para facilitarme la vida. Tendría mejor que
aprender a callar, provisionalmente, y a «ser».

Viernes por la mañana. Una vez fue un Hitler, otra vez fue un Iván el Terrible,
por ejemplo; una vez fue la resignación, otra vez fueron las guerras, la peste, los
terremotos, el hambre. Los instrumentos del dolor poco importan, lo que cuenta es la
manera de llevar, de soportar, de asumir un dolor consubstancial a la vida y conservar
intacto a través de las pruebas un trozo del alma.

Más tarde. Pienso y pienso, y me rompo la cabeza, tratando de resolver lo más


rápido posible las amenazadoras preocupaciones cotidianas — tengo un nudo dentro de
mí que me corta la respiración, tengo que echar cuentas, buscar, dejar de lado el estudio
por un momento, camino de un lado a otro en mi cuarto, tengo dolor de vientre, etcétera
—; y he aquí que de pronto surge esta certeza: «Algún día, si sobrevivo a todo esto,
escribiré pequeñas historias sobre esta época. Unas historias que serán como pinceladas
delicadas sobre un gran fondo de silencio, que significará Dios, la Vida, la Muerte, el
Dolor, la Eternidad». A veces las preocupaciones se nos pegan encima como parásitos.
Bueno, basta rascarse un poco, eso va a parecer feo, pero debes quitártelo de encima.
He decidido considerar el breve período que aún voy a pasar aquí, como un regalo
inesperado, como un tiempo de vacaciones. En estos últimos días estoy recorriendo la
vida como si tuviera dentro de mí una placa fotográfica, en la que voy imprimiendo
exactamente todo lo que me rodea hasta en sus más mínimos detalles. Siento que todo
se graba dentro de mí con toda nitidez.
Algún día —lejano quizá—, lograré desarrollar e imprimir todas esas imágenes;
será cuando encuentre el tono justo para expresar ese nuevo modo de sentir la vida.
Hasta que no encuentre ese tono, todo debería guardar silencio. Pero cuando se ha de
hablar también hay que buscarlo y no callar, pues en este caso el silencio sería una
escapatoria y no una solución. Habría que procurar observar la transición del viejo al
nuevo tono hasta en sus articulaciones más finas.

Un día pesado, muy pesado de asumir... Estamos en presencia de un “destino


colectivo”, y debemos aprender a asumirlo, desembarazándonos de todas nuestras
puerilidades personales. Quien intente salvarse debe saber que si él no va en el tren,
meterán a otro en su lugar. ¿Qué más da que sea yo, o ese o aquel? Nuestra suerte se ha
convertido en un destino colectivo, y es preciso saberlo. ¡Un día pesado de vivir! Pero
yo me encuentro siempre conmigo misma en la oración — y orar, podré hacerlo
siempre, incluso en el espacio más estrecho. Lo que yo puedo cargar de este destino
colectivo, lo cargo cada vez más sólidamente sobre mi espalda como un equipaje atado
a mí con fuertes nudos, y me habitúo a él, y lo llevo conmigo por las calles.
Debería blandir esta frágil pluma estilográfica como si fuese un martillo y mis
palabras deberían ser como verdaderos martillazos al hablar de nuestro destino y al
relatar un episodio de la historia que no ha tenido jamás otro igual. Jamás se ha visto
una persecución tan totalitaria, organizada a escala de grandes masas y englobando a la
Europa entera. Alguno tendrá que sobrevivir para poder contarlo. Modestamente, me
gustaría ser la cronista.
Su boca temblaba cuando dijo: “Entonces ni Adri ni Dicky tendrán ya el derecho
de traerme mis alimentos”.

Sábado 11 de julio de 1942, once de la mañana. Sólo deberíamos hablar de las


cosas más importantes y graves de esta vida cuando las palabras broten de nosotros
simples y naturales como el agua de una fuente.

Si Dios cesa de ayudarme, seré yo quien tenga que ayudar a Dios. Poco a poco,
toda la superficie de la tierra no será más que un inmenso campo de concentración, y
nadie, o casi nadie, podrá quedar fuera de él. Es una fase que hemos de atravesar. Aquí
los judíos se cuentan cosas de lo más divertidas, mientras que en Alemania los judíos
son emparedados vivos o exterminados con gases asfixiantes. No es prudente divulgar
este tipo de historias; además, aunque sea verdad que esas atrocidades se están
cometiendo en la forma que sea, ¿cómo podríamos responder a ello? Desde ayer está
lloviendo con una furia casi infernal. Ya he vaciado un cajón de mi escritorio. He
encontrado esa fotografía suya que perdí hace casi un año, pero que tenía la esperanza
de encontrar: allí estaba, en el fondo de un cajón revuelto. Típico en mi caso: tengo la
certeza de que las cosas grandes o pequeñas, al final se arreglan solas, sobre todo
cuando se trata de cosas materiales. Tengo este sentimiento en mi vida práctica. Nunca
me preocupo del mañana; por ejemplo, sé que dentro de poco voy a tener que dejar esta
casa y no tengo la más mínima idea de dónde iré a parar; de momento mis ingresos
económicos son escasos, pero eso no me preocupa; ya algo caerá. Si añadimos nuestras
propias preocupaciones a las cosas que ocurren, impedimos que éstas se desarrollen
orgánicamente. Tengo dentro de mí una inmensa confianza: no en que todo me saldrá
bien en lo exterior, sino que yo seguiré aceptando la vida y la seguiré considerando
buena, aun en los peores momentos.
Me asombro de ver cómo me voy preparando psicológicamente para la vida en
el campo de concentración, hasta en los más mínimos detalles. Anoche caminaba con él
a lo largo del canal, llevaba unas sandalias muy cómodas y, de improviso, me vino este
pensamiento: «Voy a llevar también estas sandalias para poder cambiarme los zapatos
más pesados» ¿Qué me está ocurriendo? ¿De dónde me viene esta alegría tan ligera y
festiva? La jornada de ayer fue dura, muy dura, y tuve mucho que soportar y que
asumir. Pero lo hice. Absorbí una vez más todo lo que me asaltaba, y soy capaz de
afrontar algunas cuantas cosas más que ayer. Eso es, probablemente, lo que me
proporciona esta alegría y paz interior: soy capaz de conseguirlo todo sola, sin que mi
corazón se seque de amargura; y hasta mis peores momentos de tristeza, incluso de
desesperación, dejan en mí surcos fértiles y me hacen más fuerte. No me hago muchas
ilusiones sobre la realidad de la situación, y renuncio incluso a pretender ayudar a los
demás. Adoptaré como principio el «ayudar a Dios» tanto como sea posible, y si lo
consigo, entonces estaré ahí también para los demás. Pero no nos hagamos ilusiones
heroicas sobre este punto.
Me pregunto qué haría, efectivamente, si tuviera en el bolsillo mi orden de envío
a Alemania y tuviese que partir dentro de una semana. Supongamos que ese papel me
llegara mañana, ¿qué haría? Comenzaría por no decir nada a nadie, me retiraría al
rincón más silencioso de mi casa, me recogería en mí misma y reuniría todas mis
fuerzas de todos los ángulos de mi cuerpo y de mi alma. Me haría cortar el pelo a lo
chico y tiraría mi lápiz de labios. Durante esa semana, procuraría terminar las Cartas de
Rilke. Con el retal de tela que me queda me mandaría hacer un pantalón y una chaqueta

corta. Naturalmente querría ver a mis padres y contarles muchas cosas de mí, todas
consoladoras; y cada minuto que me quedara libre lo emplearía en escribirle a él, al
hombre cuya ausencia y nostalgia me hacen morir. Hay momentos en que me siento
morir ya ahora, cuando pienso, por ejemplo, que voy a tener que dejarlo y que ya no
sabré nada de él. Dentro de algunos días iré al dentista para que me tapone todos esos
dientes picados: realmente sería grotesco que me viniera el dolor de dientes allí. Me voy
a buscar una mochila y llevaré en ella lo estrictamente necesario, poco, pero todo de
buena calidad. Me llevaré la Biblia. ¿Hallaré cómo esconder en mi mochila los libritos
de las Cartas de un Joven Poeta y del Libro de las Horas? No me llevaré fotos de mis
seres queridos; prefiero tapizar mis grandes paredes interiores con los rostros y gestos
que he reunido en mi numerosa colección y que siempre me acompañarán.
Me acompañan también estas dos manos, con sus dedos largos y expresivos que
son como ramas jóvenes y vigorosas. Con frecuencia estas manos se extenderán sobre
mí durante la oración en un gesto protector, y no me abandonarán hasta el fin. También
estos ojos negros me acompañan con su mirada buena, dulce y perspicaz. Y cuando los
rasgos de mi cara se vuelvan feos y desfigurados por el exceso de sufrimiento y por el
trabajo demasiado duro, entonces toda la vida de mi alma podrá concentrarse en los
ojos y todos […]. Et cœtera. Naturalmente no se trata más que de un simple estado de
ánimo, uno de tantos estados de ánimo numerosos y cambiantes que se suelen tener en
circunstancias como ésta. Pero es también una parte de mí misma, una de las
posibilidades que yo tengo. Una parte de mí que está hablando cada vez más alto. Por lo
demás, un ser humano no es más que un ser humano. Desde ahora estoy ejercitando a
mi corazón a aceptar la idea de tener que seguir mi propio camino, aun separada de
aquel sin el cual creo no poder vivir. A cada instante, aflojo un poco más nuestros lazos
exteriores para concentrarme más intensamente en un sentimiento interior: en la
voluntad de seguir viviendo y en la persistencia de una unión interior, por más lejano
que pueda estar uno del otro. Sin embargo, cuando voy con él, agarrados de la mano, a
lo largo del canal —que ayer, por cierto, tenía un aspecto otoñal, tempestuoso— o
cuando, en su estrecha habitación, sus gestos generosos y dulces calientan mi corazón,
una esperanza y un deseo profundamente humanos se adueñan de mí: ¿por qué no
podremos seguir juntos? Todo lo demás me importaría un bledo, si siguiéramos juntos.
No quiero dejarlo. Pero pienso también otras veces: quizá sea más fácil orar por alguien
desde lejos, que verlo sufrir a tu lado.
En este mundo destrozado, los caminos más cortos entre un ser humano y otro
pasan sólo por el alma. En el mundo exterior, somos arrancados unos de otros y los
caminos que podrían comunicarnos están tan profundamente sepultados bajo los
escombros, que, en muchos casos, no podremos jamás hallar sus huellas. Seguir en
contacto, mantener una vida en común, eso sólo es posible interiormente. ¿No
conservamos siempre la esperanza de volver a encontrarnos algún día sobre esta tierra?
Naturalmente, yo no sé cómo voy a reaccionar cuando me vea forzada a dejarlo
de veras. Ahora resuena todavía en mis oídos su voz de esta mañana al teléfono, y esta
noche vamos a cenar juntos en la misma mesa. Mañana haremos nuestra caminata y
después almorzaremos con Liesl y Werner, y en la tarde tendremos música. Él está
todavía aquí. Quizá, en el fondo de mi corazón, no me acabo de creer que voy a tener
que separarme de él y de los otros. ¡Qué poca cosa es el ser humano! En esta nueva
situación, debemos aprender una vez más a conocernos. Muchos me reprochan porque
me ven indiferente y pasiva, y creen que así me rindo sin luchar. Dicen que todo el que
tiene posibilidad de escapar de sus garras, tiene el deber de intentarlo. Que debo pensar

en mí. Pero ese cálculo no resulta. En estos momentos, cada cual piensa en sí mismo y
en hallar la manera de escapar de la red; pero el hecho es que un determinado número
de personas — un número muy alto — deberá partir. Lo curioso es que no me siento en
las garras de nadie, sea que permanezca aquí, sea que me deporten. Me resultan tan
convencionales y primitivos esos razonamientos, que no los soporto. Yo no me siento
en las garras de nadie; me siento únicamente en los brazos de Dios –y lo digo con
énfasis. Y sea que me encuentre, como ahora, ante este escritorio mío tan íntimamente
querido y familiar, sea que dentro de un mes me halle recluida en una desnuda cámara
del ghetto, o en un campo de trabajo vigilado por las SS, siempre me sentiré en los
brazos de Dios. Podrán quizá hacerme pedazos físicamente; pero más no podrán. Caeré,
quién sabe, presa de la desesperación y sufriré privaciones que jamás habré podido
imaginar, ni aun en mis más vanas fantasías; pero todo eso es poco cosa en
comparación con mi infinita confianza en Dios, y con mi capacidad de vida interior.
Puede darse también que subestime lo que me espera...
Vivo cada día con la conciencia de las terribles posibilidades que pueden tocarle
en suerte a mi pequeña persona en cualquier momento, y que son ya una realidad para
una enorme cantidad de personas. Me doy cuenta de todo hasta en los más mínimos
detalles, creo que en mis «discusiones interiores» mantengo mis pies sobre la tierra,
sobre el duro suelo de la dura realidad. Mi aceptación no es ni resignación, ni falta de
voluntad. Siempre hay espacio para la más profunda indignación moral contra un
régimen que es capaz de tratar así a los seres humanos. Pero los acontecimientos han
cobrado ante mis ojos proporciones demasiado enormes, demasiado demoníacas, como
para que se pueda reaccionar simplemente con un rencor personal o con una hostilidad
exacerbada. Me parecería una reacción pueril, totalmente desproporcionada al carácter
fatal que tienen los acontecimientos. Muchas veces la gente se molesta cuando les digo:
«¿Y qué más da que parta uno o que parta otro? Lo malo es que sean miles los que han
de partir». No es que yo quiera salir al encuentro de mi aniquilación con una sonrisa de
sumisión en mis labios. No es eso. Lo que hay en mí es el sentimiento de lo ineluctable
y de su aceptación, junto con la conciencia de que, en última instancia, no podrán
quitarnos nada. No es que una especie de masoquismo me impulse a querer partir de
todas maneras, a querer que se me arranque del fundamento mismo de mi existencia —
pero ¿sería verdaderamente feliz en caso de poder eludir la suerte que tantos otros han
de sufrir? Me suelen decir: «Una persona come tú tiene el deber de ponerse a salvo,
tienes tanto que hacer en la vida, tienes tanto que dar todavía». Pero eso poco o mucho
que tengo para dar, ¿no lo puedo dar esté donde esté, ya sea en un pequeño círculo de
amigos, ya sea en otra parte, como en un campo de concentración? No obstante, me
parece también una curiosa sobreestima de uno mismo el creerse tan valioso como para
compartir con los demás un «destino de masas».
Si Dios piensa que todavía tengo mucho que hacer, pues bien, yo lo haré,
después de haber pasado por las mismas pruebas de los demás. El valor de mi persona
se demostrará en el modo como sabré comportarme en esa situación tan absolutamente
nueva. Y aun si no sobreviviera, mi modo de morir hará ver «quién soy yo». No se trata
de mantenerse fuera a toda costa de una situación determinada, sino de saber cómo
comportarse y cómo seguir viviendo en cualquier situación. Lo que razonablemente
debo hacer, lo haré. Mis riñones siguen inflamados y mi ampolla en el pie sigue
haciendo de las suyas, voy a pedir que me den un certificado médico, si es posible. De
hecho, me están recomendando que me busque un pequeño trabajo, una especie de
empleo en el Consejo Judío. La semana pasada se le concedió al Consejo contratar a no

menos de ciento ochenta personas y ahora los desesperados se agolpan en masa a sus
puertas: al igual que cuando en un naufragio queda una tabla a la deriva en medio de la
inmensidad del océano y todos los náufragos tratan de aferrarse a ella. Pero a mí me
parece absurda e ilógica esta iniciativa. Yo no soy de las personas que se aprovechan de
sus buenas relaciones. Además, me parece que el Consejo se ha convertido en el teatro
de toda clase de tráficos sucios, razón por la cual crece de hora en hora el resentimiento
de la gente contra este extraño órgano de mediación. Por último, tarde o temprano les
tocará también el turno a los miembros del Consejo. Sí, pero –me pueden decir– llegado
ese momento los ingleses podrán haber desembarcado. Así hablan los que abrigan
todavía una esperanza política. Pero yo creo, más bien, que se debe renunciar a toda
expectativa que se funde en el mundo exterior; creo que es inútil hacer cálculos sobre la
duración del tiempo. Y ahora, preparemos la mesa.

12 de julio de 1942. Oración del domingo por la mañana. Dios mío, estos
tiempos son tiempos de terror. Esta noche, por primera vez, me he quedado despierta en
la oscuridad, con los ojos ardientes, mientras desfilaban ante mí, sin parar, imágenes de
sufrimiento. Voy a prometerte una cosa, Dios mío, una cosa muy pequeña: me abstendré
de colgar en este día, como otros tantos pesos, las angustias que me inspira el futuro.
Pero esto requiere cierto entrenamiento. De momento, a cada día le basta su pena. Voy a
ayudarte, Dios mío, a no apagarte en mí, pero no puedo garantizarte nada por
adelantado. Sin embargo, hay una cosa que se me presenta cada vez con mayor
claridad: no eres tú quien puede ayudarnos, sino nosotros quienes podemos ayudarte a ti
y, al hacerlo, ayudarnos a nosotros mismos. Esto es todo lo que podemos salvar en esta
época, y también lo único que cuenta: un poco de ti en nosotros, Dios mío. Quizá
también nosotros podamos contribuir a sacarte a la luz en los corazones devastados de
los otros. Sí, Dios mío, pareces bastante poco capaz de modificar una situación que, a
fin de cuentas, es indisociable de esta vida. Pero no te pido cuentas de ello. Por el
contrario, es a ti a quien corresponde convocarnos un día a dar cuentas. Me parece cada
vez más claro, a cada latido de mi corazón, que tú no puedes ayudarnos, sino que nos
corresponde a nosotros ayudarte y defender hasta el final la morada protectora que
tienes en nosotros. Hay personas –¿quién lo creería? – que en el último momento tratan
de poner a salvo sus máquinas aspiradoras y sus cubiertos de plata, en lugar de
protegerte a ti, Dios mío. Y hay quienes intentan proteger su propio cuerpo, que, sin
embargo, no es más que el receptáculo de mil angustias y de mil odios. Dicen: «¡Yo no
he de caer en sus garras!», olvidando que mientras estemos en tus brazos no estaremos
en las garras de nadie. Esta conversación contigo, Dios mío, empieza a devolverme un
poco de calma. Por eso habremos de tener otras muchas, y de ese modo impediré que
me rehuyas. Sin duda, conocerás también momentos de escasez en mí, Dios mío,
momentos en los que mi confianza ya no te alimentará con tanta abundancia. Pero,
créeme, seguiré trabajando para ti, te seguiré siendo fiel y no te echaré de mi recinto.
Para afrontar el gran sufrimiento, el sufrimiento heroico, no me faltan las
fuerzas, Dios mío, temo más bien las mil preocupaciones pequeñas de cada día, que te
saltan encima y te muerden como verdaderos parásitos. En fin, me rasco
desesperadamente y me digo cada día: una jornada más sin novedad, las paredes
protectoras de una casa acogedora se deslizan sobre tus espaldas como un vestido
conocido, que has llevado puesto muchas veces; tienes suficiente comida para hoy y tu
cama, con sus sábanas blancas y sus cálidas mantas, está preparada para que pases la
noche; no tienes, pues, ninguna excusa para perder ni siquiera un átomo de energía en
pequeñas preocupaciones materiales. Usa y emplea bien cada minuto de este día, hazlo
fructífero; haz de él una piedra maciza sobre la cual puedan cimentarse y apoyarse los
días de miseria y angustia que nos esperan.
La lluvia y la tempestad de los últimos días han destrozado el jazmín de detrás
de la casa. Sus flores blancas flotan desparramadas más abajo, en los charcos negros
que se han estancado sobre el tejado del garaje. Pero en alguna parte de mí este jazmín
continúa floreciendo, tan exuberante y tierno como en el pasado. Y esparce su perfume
alrededor de tu morada, Dios mío. ¡Fíjate cómo cuido de ti! No te ofrezco sólo mis
lágrimas y mis tristes presentimientos. ¡En este domingo ventoso y grisáceo, te traigo
hasta este jazmín oloroso! Y te regalaré todas las flores que encuentre en mi camino;
son muchas, ya lo verás. ¡Así te sentirás todo lo bien que sea posible en mi casa! Y para
poner un ejemplo al azar: si, encerrada en una estrecha celda, viera flotar una nube a
través de la reja de mi estrecha ventana, te la llevaré, Dios mío, si aún tengo fuerzas
para ello. No puedo garantizarte nada a priori, pero mis intenciones son las mejores del
mundo, como puedes ver.
Ahora voy a dedicarme a esta jornada. Hoy me voy a mezclar entre la gente: los
malos rumores y las amenazas me asaltarán, como soldados enemigos que asedian una
fortaleza imbatible.

Martes 14 de julio, por la noche. Cada uno tiene que vivir de acuerdo a su
propio estilo. Yo me siento incapaz de actuar para «salvarme»; eso me parece absurdo,
me inquieta y me pone triste. La carta de solicitud de trabajo que he dirigido al Consejo
Judío, escrita por insistencia de Jaap, me ha hecho perder el equilibrio —de serenidad y
quietud— en que estaba hasta hoy. Ha sido como una acción indigna. Esa multitud que
se agolpaba entorno al único trozo de madera que flotaba a la deriva después del
naufragio; ese salvar lo insalvable, y rechazarse unos a otros a codazos, provocando que
el otro se ahogue: me ha parecido indigno, ese litigar me repugna. Soy probablemente
de los que prefieren seguir flotando boca arriba en el océano, con los ojos puestos en el
cielo, y que, con un gesto resignado y piadoso, terminan yéndose al fondo. No puedo
hacer otra cosa. Mis batallas las libro dentro de mí, contra mis propios demonios;
combatir en medio de millares de gentes aterrorizadas, contra fanáticos que quieren
nuestra muerte y juntan en su actuación el furor y la frialdad más gélida, no, eso no, no
es para mí, no va conmigo. Tampoco tengo miedo; es extraño, me siento tranquila y
tengo la impresión de estar sobre las almenas del palacio de la historia, abarcando con
mi vista territorios lejanos. Me siento capaz de soportar, sin sucumbir, el peso de la
historia que estamos viviendo Sé muy bien lo que está pasando y mantengo fría la
cabeza. A veces es como si una capa de ceniza se esparciera sobre mi corazón. A veces
me parece también que mi rostro se marchita y disuelve y que en sus líneas
difuminadas, los siglos se precipitan uno tras otro: todo se deshace y mi corazón se
desprende de todo. Son sólo breves momentos, después de los cuales todo se
recompone, mis ideas vuelven a ser claras y me siento capaz de soportar este trozo de la
historia, sin sucumbir bajo el peso. Cuando se ha comenzado a caminar con Dios, se
prosigue simplemente el camino; la vida no es más que una larga marcha. Extraño
sentimiento.
Alcanzo a comprender sólo un pequeño fragmento de la historia, una pequeña
parcela de la humanidad. Pero no tengo ganas de hablar de esto por ahora; cada palabra
se volvería pálida y vieja al instante porque la palabra nueva, capaz de sustituir a la
vieja, está aún por nacer.
Si fuese capaz de registrar tantas cosas que pienso y siento, y que a veces se me
aclaran como en un relámpago — cosas que tienen que ver con la vida, con las personas
y con Dios —, estoy segura de que saldría algo muy bello. Una vez más tengo que tener
paciencia y esperar a que todo madure dentro de mí.
Nos angustiamos demasiado por nuestro pobre cuerpo. Y el espíritu..., nos
olvidamos del espíritu, que se queda acartonado en un rincón. Se vive entonces, de
manera errada, sin dignidad, incluso sin conciencia histórica. El sentido histórico puede
también ayudarnos a padecer. Yo no odio a nadie. No soy una amargada. Una vez que el
amor por la humanidad comienza a expandirse en nosotros, crece hasta el infinito.
Mucha gente me creería loca y completamente ajena a la realidad, si supieran lo
que pienso y lo que siento. Sin embargo, vivo metida en la realidad que cada día trae
consigo. El hombre de Occidente no acepta el sufrimiento como inherente a la vida y
por eso es incapaz de extraer las fuerzas positivas del sufrimiento. Voy a buscar unas
frases de una carta de Rathenau que copié alguna vez. Esto es lo que me hará falta:
basta con alargar la mano para encontrar las palabras, los fragmentos de los que mi
alma desea nutrirse en este preciso momento. Necesito tenerlo todo dentro de mí; debo
aprender a vivir sin libros, sin nada. Sin duda, siempre habrá un pedacito de cielo que
contemplar, y dentro de mí un espacio suficientemente amplio para juntar las manos en
oración.

Son las once y media de la noche. Weyl ata las correas de su mochila, demasiada
pesada para su frágil espalda, y se marcha a pie a la Estación Central. Yo lo acompaño.
No debemos cerrar el ojo en esta noche, sólo debemos rezar.

Miércoles 15 de julio de 1942, por la mañana. Creo que no he rezado lo


suficiente esta noche. Cuando leí su nota esta mañana, la emoción me venció, algo se
rompió dentro de mí. Estaba poniendo la mesa para el desayuno cuando, de golpe, he
tenido que juntar mis manos, he inclinado profundamente la cabeza y las lágrimas que
había retenido dentro de mí tanto tiempo han inundado mi corazón; había en mí tanto
amor, tanta compasión, tanta dulzura, y también tanta fuerza, que me resulta
impensable que mi oración no haya servido para algo. Después de leer su nota, he
sentido dentro de mí un recogimiento verdaderamente intenso y profundo.
Por extraño que parezca, estas pequeñas líneas pálidas, garabateadas de prisa
con un lápiz, son la primera carta de amor que recibo. ¡Oh, tengo valijas llenas de estas
famosas «cartas de amor»!; tantos hombres me han escrito palabras apasionadas,
tiernas, de promesas y deseo, tantas palabras con las que buscaban encender en ellos o
en mí lo que muchas veces no pasaba de ser fuego de pajas.
Pero las palabras que S. me dijo de ayer: «Siento que me pesa el corazón», y las
de esta mañana: «Amor mío, debo seguir rezando», han sido los regalos más preciosos
que mi mimado corazón jamás había recibido.

Por la noche. No, no creo que vaya a sucumbir. Esta tarde he vivido un
momento de enorme desesperación y tristeza — no por los acontecimientos sino
simplemente por mí misma, por la idea de dejarlo solo: y me sentía triste no tanto por
dejarlo, sino por el dolor que sentirá él. Hace sólo unos cuantos días pensaba que ya lo
había sufrido todo y soportado todo como por anticipado, y que nada me habrá de
suceder cuando me llegue la orden de partida. Hoy, sin embargo, me he dado cuenta de
que me va a afectar en lo más vivo y que va a ser muy duro. Dios mío, te he sido un
poco infiel, pero sólo por un momento. Es bueno atravesar de vez en cuando por estos
momentos de desesperación, en los que toda claridad parece apagarse: una paz
ininterrumpida sería algo sobrehumano. Ahora tengo la certeza de poder superar la peor
desesperanza. Esta misma tarde no habría podido imaginar que estaría después tan
tranquila y concentrada ante mi escritorio: en un momento dado, la desesperación había
apagado en mí toda luz, había anulado toda coherencia y había en mí una profunda
tristeza. Se añadían a todo eso las mil preocupaciones pequeñas, los pies adoloridos por
la media hora de marcha, la migraña que me hacía estallar la cabeza, etc. Ahora ya todo
ha pasado. Sé que seré abatida, que muchas veces me sentiré hecha pedazos, destruida
en esta tierra de Dios. Pero con mi tenacidad sé que siempre lograré levantarme. Debo
confesar, sin embargo, que esta tarde he pasado por una fase de endurecimiento y
embrutecimiento espiritual, y he advertido cómo puede quedar reducida una persona
después de vivir durante años una situación desesperada. Gracias a Dios, ahora mi
cabeza está más clara que nunca. Mañana me toca hablar con él de la actitud que
debemos tener respecto a nuestro destino — ¡Debemos hacerlo!
Me han traído las cartas de Rilke, de 1907-1914 y de 1914-1921, espero darme
tiempo para leerlas todas. También me han enviado Schubert. Jopie es la que me ha
traído todos estos libros. Y, como otro San Martín, se ha desprendido de su buzo de
pura lana virgen, que protege tanto de la lluvia y del frío: con esto ya tengo qué
ponerme para el viaje. ¿Podré meter entre mis mantas los dos tomos de El Idiota y el
pequeño diccionario Langenscheidt? Preferiría llevar menos provisiones de comida para
hacer espacio a esos libros. Menos mantas no es posible, porque padezco mortalmente
de frío. Esta tarde encontré la mochila de Hans en el corredor: me la he probado a
escondidas, no estaba del todo llena pero me resultó demasiado pesada para mí. En fin,
estoy en las manos de Dios. Y lo estoy con mi cuerpo y con todas mis pequeñas
enfermedades. Cuando me vea por tierra, destruida y entorpecida, tendré que
reencontrar, en algún rincón de mi alma, la certeza de que me levantaré nuevamente; si
no, estaré perdida.
Yo sigo un camino y me siento guiada para recorrerlo. Encuentro siempre mis
recuerdos y sé mejor que nunca cómo debo comportarme. Mejor dicho, sé que en toda
circunstancia sabré muy bien cómo actuar.
«Amor mío, quiero seguir orando».
Lo quiero tanto.
Me pregunto hoy, una vez más, si no será más fácil orar desde lejos por alguien
con quien uno sigue viviendo internamente, que verlo sufrir de cerca. Sea como sea, el
riesgo que corro es que mi corazón se quiebre por el amor que le tengo.
Y ahora quiero leer un poco.
Cuando rezo, no lo hago nunca por mí, sino siempre por otros. O bien prosigo
un diálogo extravagante, infantil o terriblemente grave con lo más profundo que hay en
mí, y que, para mayor comodidad, llamo «Dios». Rezar para pedir algo para uno mismo
me parece sobremanera pueril. De todas maneras, mañana le preguntaré si reza por sí
mismo; y si es así, yo también lo haré. También me resulta infantil orar para que otro
esté bien: lo único que se puede pedir es que sea capaz de soportar las pruebas de la
vida. Y cuando se ora por alguien, se le transmite un poco de la propia fuerza.
Para la mayoría de la gente, el peor sufrimiento consiste en su falta total de
preparación interior, por lo cual sucumben miserablemente aun antes de ver un campo
de concentración. Para ellos, nuestra catástrofe es total y definitiva. En comparación, el

Infierno de Dante resulta una comedia frívola. «¡Esto es el infierno!», me dijo él hace
poco, como quien hace una constatación simple y objetiva. Por momentos, tengo la
impresión de oír aullidos, gritos y silbidos en torno a mí y los cielos me parecen bajos,
amenazadores. No obstante, de tanto en tanto, reaflora en mí aquel humor ligero y
espontáneo que, en realidad, nunca me abandona, y que ciertamente no es humor negro,
al menos no me parece. Lentamente, con el transcurso de los meses, he ido madurando
y preparándome de tal manera para estos momentos, que ahora puedo seguir viviendo
sin enloquecer y mirar las cosas con clarividencia. Lo que he hecho en mi oficina en los
últimos años no ha sido más que literatura y juego intelectual.
Estos dieciocho últimos meses podrían muy bien compensar toda una vida de
sufrimientos y persecuciones. Ellos se han fundido dentro de mí, se han convertido en
parte de mí y han acumulado dentro de mí una cantidad suficiente de provisiones que
me ayudará a vivir la vida entera sin conocer el hambre.

Más tarde. Hay un hecho que quiero recordar en los momentos difíciles y tener
siempre a la mano: Dostoievski se pasó cuatro años preso en Siberia, teniendo, como
única lectura, la Biblia. No se le permitió nunca estar solo y las condiciones de higiene
dejaban mucho que desear.

16 de julio, nueve y media de la noche. ¿Tienes otros planes para mí, Dios mío?
¿Puedo aceptar? ¡Me mantengo disponible! Mañana descenderé al infierno, debemos
descansar bien esta noche para poder afrontar mañana el trabajo que nos espera. Podría
hablar un año entero de la jornada que he vivido hoy. Jaap y Loopuit, este viejo amigo,
exclamó: «¡No vamos a permitir que Etty sea enviada a Drenthe!». Leo de Wolf nos
había hecho ahorrar una espera de varias horas y yo dije a Jaap: «Tendré que hacer
mucho bien a mi alrededor para compensar estos favoritismos. Hay algo podrido en
nuestra sociedad. ¡No hay justicia!». Liesl ha comentado con malicia: «La prueba es
que tú, precisamente tú, eres víctima del favoritismo».
A pesar de todo, allí, en ese corredor, con toda esa humedad y apretujamiento de
gente, alcancé a leer algunas cartas de Rilke, es decir, sigo viviendo a mi manera. ¡Qué
pánico, Dios, mío, qué angustia mortal en todos esos rostros!
Ahora me voy a dormir. Espero llegar a ser un fermento de paz en ese
manicomio. Me voy a levantar temprano para poder concentrarme. Dios mío, ¿qué
esperas hacer conmigo? Apenas había tenido tiempo para advertir que me habían
convocado para Westerbork, cuando dos horas después ya lo habían anulado. ¿Cómo
pudo ocurrir tan rápido?
S. me dijo: «He leído tu diario esta tarde y me ha dejado la certeza de que no te
va a pasar nada». Tengo que hacer algo por Liesl y por Werner, de todas maneras. Pero
no precipitadamente sino con prudencia y reflexión. Tal vez les ponga una carta en su
bolsillo.
Ha ocurrido un milagro y esto también debo aceptarlo y asumirlo.

Domingo 19 de julio, nueve y cincuenta de la noche. Tengo tantas cosas que


decirte, Dios, mío, pero debo irme a dormir. Estoy como drogada, y si no me voy a
acostar a las diez, mañana no voy a poder soportar otra jornada como ésta. Tendré que
encontrar un lenguaje completamente nuevo para hablar de todo lo que conmueve mi
corazón desde hace algunos días. Ciertamente no he acabado lo que quiero tratar
contigo, Dios mío, y con el mundo. Estoy dispuesta a vivir mucho tiempo y a compartir
todas las pruebas a que quieran someternos. ¡Qué días, Dios mío, qué días estos que
hemos vivido! ¡Y esta misma noche! ¡Qué noche! S. respira como camina,
ansiosamente. Yo le decía, bajo las mantas: recemos juntos. No, no puedo expresar todo
lo que han sido estos últimos días, y la última noche.
Sin embargo, soy una de tus elegidas, Dios mío, porque me concedes participar
de manera íntima en todos los aspectos de esta vida, y porque me das la fuerza para
asumirlos. Y porque mi corazón es capaz de soportarlo todo. Anoche a las dos, cuando
subí finalmente a la habitación de Dicky y me arrodillé medio desnuda y
completamente exhausta, exclamé: «Ciertamente he vivido grandes cosas este día y esta
noche. Dios mío, te doy gracias porque me has hecho capaz de asumirlos y porque me
haces aprovechar tantas experiencias». Y ahora sí, a la cama.

Lunes 20 de julio, nueve y media de la noche. Despiadado, despiadado. Pero,


aún así, tanto más misericordiosos debemos ser en el fondo de nuestro corazón. En esto
consiste mi oración de esta madrugada: Dios mío, esta época es demasiado dura para
personas tan frágiles como yo. Ya sé que después vendrá otra época mucho más
humana. Cuánto quisiera poder sobrevivir para transmitir a esa nueva época toda la
humanidad que he preservado en mí, a pesar de las experiencias de las que soy testigo
cada día. El único modo que tenemos de preparar esos tiempos nuevos consiste en
prepararlos desde ahora en nosotros mismos. Me siento interiormente ligera,
absolutamente exenta de rencor, llena de fuerza y de amor. Quiero vivir, quiero
contribuir a preparar esos tiempos nuevos, a transmitirles esa parte indestructible que
hay en mí: porque esos tiempos vendrán ciertamente. ¿Acaso no siento que crecen día a
día dentro de mí?
Así ha sido, más o menos, mi oración de esta mañana. Me he arrodillado
espontáneamente sobre la alfombrilla de pita del cuarto de baño y las lágrimas han
corrido por mi rostro. Y creo que esa oración me dio la fuerza para toda la jornada.
Ahora voy a leer una pequeña novela. Me he propuesto mantener contra viento y marea
mi propio estilo de vida, aun cuando tenga que escribir a máquina mil cartas al día, de
las diez de la mañana a las siete de la tarde, y vuelva a casa a las ocho con los pies
destrozados y sin haber cenado. Siempre podré sacar una hora para mí. Permaneceré
fiel a mí misma, no me resignaré, no flaquearé. ¿Podría continuar haciendo este trabajo
si no bebiera del gran pozo de calma y de quietud que hay dentro de mí?
Sí, Dios mío, te soy fiel contra viento y marea, no me dejaré abatir, persisto en
creer en el sentido profundo que tiene esta vida; sé cómo debo vivir en adelante; tanto
en mí como en él hay grandes certezas; quizá te pueda parece incomprensible, pero
encuentro la vida tan bella y me siento tan feliz… ¿No es maravilloso? Claro que no me
atrevería a decírselo a nadie tan abiertamente.

Martes 21 de julio, siete de la tarde. Esta tarde, durante el largo trayecto de mi


oficina a mi casa, como las preocupaciones querían asaltarme de nuevo y parecía que
no iban a dejarme en paz, me dije de repente:
«Tú, que pretendes creer en Dios, sé consecuente y abandónate, pues, a su
voluntad con entera confianza. No debes preocuparte del mañana». Después, cuando
dábamos un paseíto, el y yo, a lo largo del canal — y te agradezco, Dios, mío, de que
todavía podamos hacerlo; cuando no pueda estar sino cinco minutos diarios con él, esos

instantes serán para mí una buena recompensa de toda mi jornada de trabajo —, S. me


dijo: «¡Ay, esas preocupaciones que tenemos todos!». Yo le repliqué: «Seamos lógicos,
si confiamos en Dios, confiemos hasta el fondo».

Me siento depositaria de un precioso fragmento de vida, con toda la


responsabilidad que eso implica. Me siento responsable de ese sentimiento tan grande y
tan bello que la vida me inspira, y debo procurar mantenerlo intacto durante este tiempo
para poder trasmitirlo en tiempos mejores. Es lo único que cuenta y de eso estoy muy
consciente. Hay momentos en que me parece que voy a acabar resignándome o
sucumbiendo bajo el peso de las dificultades, pero siempre el sentido de mis
responsabilidades logra reanimar la vida que llevo en mí. Voy a leer todavía unas cartas
de Rilke y luego me iré temprano a la cama. Hasta ahora, mi vida personal ha sido
realmente feliz.
Hoy, entre dos trabajos urgentes que hubo que hacer a máquina, y en ese
ambiente que tiene algo de infierno y algo de manicomio, he podido leer un poco de
Rilke y su voz me ha «hablado» tanto como si lo hubiera leído en el retiro silencioso de
mi habitación.
Pero yo he descubierto en mí el gesto que permite contraponer la grandeza a la
grandeza, no para liberarme de su peso, que es grande en todo lo que es grande, e
infinito en todo lo que es inaprensible: sino para poder reencontrarlo siempre en aquel
lugar elevado, donde él desarrolla su existencia, independientemente de nuestra
aflicción confusa, por encima de la cual crece desmesuradamente.
Y quise añadir esto: creo haber llegado poco a poco a aquella simplicidad que
siempre he deseado.

22 de julio, ocho de la mañana. Dios mío, dame fuerza, no sólo espiritual sino
también física. En un momento de debilidad quisiera confesarte sinceramente que si
debo dejar esta casa, no voy a saber qué hacer. Pero no quiero echar a perder ni un sólo
día por esta preocupación. Por consiguiente, aleja de mí estas inquietudes: porque si
tuviese que cargar con ellas y con todo el resto, la vida me sería imposible.
Estoy muy cansada esta mañana, siento el cansancio en todo mi cuerpo, y apenas
tengo ánimo para hacer frente al trabajo del día. Además, no creo mucho en este
trabajo. Si hubiera de prolongarse, me parece que acabaría totalmente amorfa y
desanimada. Sin embargo, te estoy agradecida (Dios mío), por haberme arrancado de la
paz de mi cuarto de trabajo para lanzarme en medio del sufri​miento y de las inquietudes
de este tiempo. No se puede decir que haya nada verdaderamente notable en el hecho de
mantener un «idi​lio» contigo en la atmósfera preservada de una oficina; lo que cuenta
es llevarte conmigo, intacto y preservado, a todas partes, y permanecerte fiel en todo y
contra todo, como siempre te he pro​metido.
Cuando camino así por las calles, tu mundo me hace meditar mucho; pero no,
«meditar» no es la palabra, lo que hago, más bien, es intentar profundizar en las cosas
con un nuevo sentido. Con frecuencia tengo la impresión de que puedo abrazar con mi
mirada toda la época que estamos viviendo, como una fase de la Historia cuyo inicio y
fin puedo discernir y puedo encuadrar en el todo.
Y me siento agradecida de no sentir odio ni rencor, sino más bien una gran
aquiescencia que no tiene nada de resignación — ¡e incluso una especie de
comprensión de nuestra época, por extraño que pueda parecer! Tenemos que llegar a

comprender nuestra época así como comprendemos a las personas; porque, al fin y al
cabo, somos nosotros quienes hacemos la época. El presente es lo que es y nos toca
comprenderlo tal como es, a pesar de todo el desconcierto que nos hace vivir a cada
rato. Yo sigo mi propio camino interior, que se va haciendo cada vez más simple, cada
vez más despojado, pero también cada vez más pavimentado de benevolencia y de
confianza.

Jueves 23 de julio, nueve de la noche. Mientras estuve allí abajo, en el infierno,


continuaron floreciendo, muy lenta y suavemente, mis rosas rojas y amarillas. Todas se
han abierto. Muchos me dicen: «¿Cómo puedes pensar aún en flores?».
Ayer tarde, tras una larga caminata bajo la lluvia, y a pesar de las ampollas de
mis pies, hice un rodeo para buscar algún puesto ambulante de flores, y volví a casa con
un gran ramo de rosas. Y ahí están. No son menos reales que toda la angustia de que
soy testigo en una jornada. En mi vida hay sitio para muchas cosas. ¡Tengo tanto sitio,
Dios mío! Al atravesar hoy estos pasillos abarrotados, he sido presa de un impulso
repentino: he sentido deseos de arrodillarme en el suelo en medio de toda esa gente. Es
el único gesto de dignidad humana que nos queda en esta época terrible: arrodillarnos
ante Dios. Cada día aprendo a conocer mejor a los hombres y me doy cuenta cada vez
más de que no podemos esperar ayuda de los demás, sino que debemos contar cada vez
más con nuestras propias fuerzas interiores.
«El sentido de la vida supera a la vida misma» me dijo una vez S. cuando
comentábamos lo importante que es no perder el sentido de la vida.
Con frecuencia me viene a la mente esta frase: «Esto es una porquería». Pero
hoy he pensado: si voy a estar repitiendo la palabra «porquería», va a terminar por
propagarse en la atmósfera y va a hacerla más fea aún de lo que es.
Lo que más deprime es ver que casi ninguna de las personas con quienes trabajo
ha podido experimentar que su horizonte interior se amplía aunque sea un poco.
Tampoco sufren verdaderamente. Lo que hacen es odiar, moverse en un optimismo
ciego respecto a sus pequeñas personas, generar intrigas, mostrarse ambiciosos en sus
insignificantes empleos; en una palabra, una verdadera porquería, y por eso hay
momentos en que me desaliento y quisiera reclinar la cabeza sobre mi máquina de
escribir y exclamar: «¡Ya basta, ya no puedo seguir». Pero me sobrepongo y cada día
aprendo algo más sobre el género humano.
Ya son las diez. Debo dormir, pero quisiera tanto poder leer algo. Me siento
divinamente bien. Liesl, la pequeña y valerosa Liesl, se mantiene en pie hasta las tres de
la mañana confeccionando bolsas de mano para un industrial. Y Werner se ha pasado
sesenta horas seguidas sin poder quitarse la ropa. Están pasando cosas realmente
extrañas en nuestras vidas. Dios mío, danos fuerza. Y, sobre todo, devuélvele la salud,
no me lo quites de mi lado. Hoy me vino de improviso una gran angustia: miedo a
perderlo de improviso.
Dios mío, te he prometido confiar en ti, y he podido, por eso, librarme de la
angustia y preocupación que él me causa. El sábado por la noche estaré con él. No sabré
cómo agradecerte si eso es posible. Hoy he tenido de nuevo una jornada muy pesada,
pero he sido capaz de soportarla; ahora tengo ganas de decir algo bello, no sé por qué,
algo sobre las rosas o sobre mi amor por él. Voy a leer dos poesías de Rilke y después
me iré a dormir.
Ya está decidido: el sábado me tomo el día libre.
Lo extraño es que lo físico funciona ahora perfectamente: nada de dolores de
cabeza, ni de estómago, etc. A veces me comienza algún malestar, pero inmediatamente
me retiro al fondo de mi paz interior hasta que la sangre vuelva a circular regularmente
en mis venas. Mis males han tenido probablemente un origen psicológico. La paz que
siento no tiene nada de forzado como muchos piensan, tampoco es un síntoma de
agotamiento. Si las cosas que estoy viviendo últimamente me hubiesen sucedido hace
un año, en tres días me habría hundido, me habría suicidado, o habría adoptado un
comportamiento alegre totalmente ficticio. Actualmente, en cambio, gozo de un gran
equilibrio, de una gran resistencia, de una gran paz, de una visión sintética de las cosas,
de una intuición de su lógica interna, en fin, no sabría decir por qué pero, sea como
fuere, me siento muy bien, Dios mío. Esta noche no leeré, me siento muy cansada;
mañana me levantaré temprano y estaré un momento en mi escritorio.
Hoy, mientras nos decíamos una vez más nuestro deseo de permanecer juntos,
me vino este pensamiento: «Tienes tan mal aspecto, te veo tan enfermo y te quiero
tanto, que lo peor para mí sería verte sufrir junto a mí, padeciendo tantas privaciones;
preferiría rezar por ti desde lejos». Dios mío, acepto todo lo que venga y como venga.
No creo mucho en una ayuda venida del exterior, eso no entra en mis previsiones. Los
ingleses, los americanos, la revolución, o sabe Dios qué. No podemos hacer depender
de cosas así nuestras esperanzas. Lo que venga será bueno. Buenas noches.

Viernes 24 de julio, siete y media de la mañana. Quiero estudiar intensamente


durante una hora antes de comenzar la jornada, siento necesidad de ello y tengo la
concentración necesaria. Esta mañana, cuando me vino de nuevo la angustia, me
levanté de prisa. Aléjala de mí, Dios mío.
No sé qué voy a hacer si él recibe su «convocatoria» para un campo, ¿qué
medios podré emplear para ayudarlo?
Una cosa es cierta: debemos aceptarlo todo en nuestro interior, debemos estar
dispuestos a todo y saber que no nos podemos atrincherar interiormente contra las
«cosas últimas»; entonces, con esa paz interior, sabremos dar los pasos necesarios en
cada circunstancia. No rumiemos las angustias. Pensemos las cosas con calma y
claridad. Llegado el momento, ya sabré qué hacer.
Mis rosas están siempre allí. Le voy a llevar a Jaap esta media libra de
mantequilla. Me siento muy cansada. Pero me creo capaz de soportar esta época,
incluso la entiendo un poco. Si sobrevivo, entonces diré: la vida es bella y rica de
sentido, y me creerán.
Si todo este sufrimiento no sirve para alcanzar un mayor horizonte de miras, una
mayor humanidad, y una liberación de todas las mezquindades y pequeñeces de esta
vida, entonces se podrá decir que todo ha sido en vano.
Esta noche voy a cenar con él en el Café de Paris, aunque este tipo de salidas
resulta ya un tanto grotesco. Liesl decía: «Indudablemente es una gracia que podamos
soportar todo esto».
Liesl es una gran mujer, grande en verdad. Algún día quisiera escribir sobre ella.
Lograremos salir de esto.

Sábado 25 de julio, nueve de la mañana. He comenzado el día de manera


estúpida: hablando de la «situación», ¡como si hubiese palabras para describirla! No
puedo desperdiciar el regalo precioso que es este día de descanso, hablando y
entristeciendo a los que me rodean. Esta mañana quiero nutrir un poquito mi espíritu,

siento una necesidad creciente de dotar a este espíritu recalcitrante de alimento que
pueda asimilar provechosamente. En la semana pasada he experimentado una
confirmación patente de lo que yo soy. En medio de aquel manicomio, escucho mi voz
interior y sigo mi propio camino. Un centenar de personas discuten en medio del caos
de una pequeña pieza, las máquinas de escribir no paran de hacer ruido y yo, sentada en
una esquina, leo a Rilke. De improviso, a media mañana, hemos tenido que desmantelar
todo: me han quitado mi mesa y mi silla; la gente que esperaba, pugnaba por entrar a
empujones en la sala; todo el mundo daba órdenes y contraórdenes hasta por una silla
insignificante; pero Etty seguía sentada en una esquina sobre el piso mugriento, entre su
máquina de escribir y su bolsita de sándwiches, leyendo a Rilke. En aquel lugar, yo
misma me promulgo mi propia legislación social, llego y salgo cuando me parece. En
medio de aquel caos y miseria, vivo a mi ritmo y en cualquier momento, entre una y
otra carta por copiar, puedo abstraerme para dedicarme a lo que de veras importa. No es
aislarme del dolor que hay en torno a mí, ni una forma de apatía. Soporto todo muy bien
y lo conservo todo dentro de mí, pero sigo imperturbablemente mi camino. Ayer fue un
día loco; un día en el que mi humor, casi endiablado, afloró en mí y me sentí
súbitamente convertida en una niña traviesa.
Dios mío, concédeme sólo una cosa: que no vaya al mismo campo que esta
gente con quien trabajo diariamente. Algún día podré escribir un montón de sátiras
sobre ellos. A pesar de todo, las posibilidades de aventuras no faltan en esta vida:
anoche cené con él un pescado frito, verdaderamente inolvidable tanto por el precio
como por la calidad. Y esta tarde me iré a su casa hasta mañana en la mañana. Vamos a
leer, escribir y estar juntos toda la tarde, toda la noche, hasta el desayuno. Sí, todavía es
posible una cosa así. Desde ayer me he vuelto a sentir fuerte, contenta y serena, libre de
temores, ni siquiera respecto a él. Totalmente libre de preocupaciones. De tanto
caminar, se me están fortaleciendo mucho los músculos de mis piernas. A este paso,
llegaré a ser capaz de atravesar la Rusia, con mi mochila a la espalda.
S. me dice: «Los tiempos que vivimos nos invitan a poner en práctica el
mandamiento: “amad a vuestros enemigos”». Y si lo decimos, habrá que creer que es
posible. Así lo espero. Quiero copiar un pasaje de Rilke que me conmovió ayer, cuando
lo leí, porque me lo puedo aplicar, como tantas cosas que él escribió.

Hay en mí un silencio inmenso que no cesa de crecer. Lo envuelve por todas


partes un flujo de palabras que agotan porque no expresan nada.
Es necesario ahorrar cada vez más las palabras insignificantes a fin de hallar
aquellas pocas que realmente nos son necesarias. El silencio es lo que ha de nutrir esta
nueva forma de expresión. Son las nueve y media. Quiero quedarme aquí en mi
escritorio hasta el mediodía. Pétalos de rosa entre las páginas de mis libros. Una rosa
amarilla se ha abierto de par en par y me mira con su gran ojo. Las dos horas y media
que tengo ante mí me parecen una eternidad de aislamiento. Estoy tan agradecida por
estas pocas horas y también por el recogimiento que está creciendo dentro de mí.

27 de julio de 1942. A cada instante hay que estar dispuesto a revisar la propia
vida y a recomenzar todo de nuevo en un contexto completamente diferente. Soy
engreída e indisciplinada.
En medio de todas las pruebas que estamos viviendo, quizá sigo deseando
demasiado gozar de la vida. Dado el estado de ánimo en que me encuentro desde

anoche, no puedo dejar de decirme: realmente eres una ingrata. Ha habido tantas cosas
buenas en este fin de semana. Tantas cosas que podrían nutrirme durante semanas
enteras, aun cuando éstas vinieran llenas de desgracias. En verdad, soy muy egoísta con
mis colegas mecanógrafas del Consejo. Lo que pasa es que me parece estúpido y
absurdo el trabajo que hacemos allí y procuro esquivarlo lo más posible. Me siento
insatisfecha, triste e insegura ya al comienzo de la mañana, como no lo estaba desde
hacía tiempo, pero, lo que me atormenta no es el «gran sufrimiento», sino pequeñas
insatisfacciones y mi desadaptación a este nuevo medio. ¡Qué pena me da que un
pequeño incidente de nada haya podido sepultar y ahogar tantos bienes preciosos que
tuvo el fin de semana! A las cinco de la tarde, cuando ya me disponía a marcharme
subrepticiamente, una dactilógrafa un tanto grosera que se las da de jefa, me dice:«¡Ah,
no! Tú no te puedes ir ahora, tienes que acabar de copiar esas instrucciones, ¡piensa en
tus colegas!». Y como con mi máquina sólo se pueden hacer cinco copias a la vez y
había que hacer diez, he tenido que escribir todo dos veces.
Pero tú tienes tantas ganas de juntarte con tus amigos, te duele la espalda y todas
las células de tu cuerpo se rebelan… Tu actitud es deplorable. Deberías, más bien,
pensar que gracias a este empleo que te has conseguido, puedes seguir en Amsterdam,
junto a tus seres queridos. Además, te la pasas bastante bien. Ayer por la tarde, caí
bruscamente en la cuenta de hasta qué punto es siniestra, aflictiva y carente de futuro la
actividad que realizamos aquí: «Tengo el honor de solicitar ser favorecida con una
exención del trabajo forzoso en Alemania, porque aquí mismo trabajo duro para la
Wehrmacht y soy indispensable». Resulta deprimente. No obstante, sostengo que si no
oponemos a toda esta grisalla una alternativa fuerte y luminosa, gracias a la cual
podamos recomenzar todo desde el comienzo en un lugar enteramente nuevo, entonces
estamos perdidos, perdidos de verdad y para siempre.
Ciertamente, voy a reencontrar el camino de acceso a esa renovación luminosa –
por ahora está obstruido. Estoy cansada y deprimida. Tengo una media horita y quisiera
escribir días enteros todo lo que haga falta, para alejar de mí esta angustia repentina.
Tengo que partir: tengo que recorrer una serie de galerías subterráneas estrechas y
oscuras, antes de llegar bruscamente al aire libre y a la luz. Ayer por la tarde me pasé
una hora y media esperando a Werner en un corredor estrecho, atiborrado de gente. Yo
estaba sentada en un taburete junto a la pared y la gente circulaba delante de mí,
chocaban contra mí, los tenía encima todo el tiempo. Pero yo seguía allí, con mi Rilke
en mis rodillas, leyendo. Y lograba leer verdaderamente, concentrada y absorta.
Encontré un pasaje que me va a sostener varios días, un pasaje que copié de inmediato.
Más tarde, en el patio que hay detrás de nuestras nuevas oficinas, encontré un cubo de
basura, abandonado allí a pleno sol, y me senté sobre él para continuar mi lectura.
La noche del sábado: el anillo de nuestra relación se cerró naturalmente, xcon
toda simplicidad. Como si nunca hubiese dormido sino bajo esta colcha a flores.
Los canales que recorro en cada trayecto, los grabo hondamente en mí para que
estén siempre conmigo. ¿Te va a privar de ello el quedarte una hora más en el trabajo,
por estúpido e insoportable que te parezca? ¿Tanto te va a afectar que vas a olvidar que
existe todo lo demás? Mis miedos tienen raíces muy profundas, que he de llegar a
soltar, pero de momento no tengo tiempo.
Voy a andar de nuevo a lo largo de los canales, procuraré estar en calma y
prestaré oídos únicamente a lo que pasa en mi interior. Hoy debo experimentar todavía
muchas «metamorfosis».
Más aún: creo contar dentro de mí con una especie de regulador. Una señal, el

malhumor por ejemplo, me advierte siempre que voy por el camino equivocado; y si de
ahora en adelante, mantengo mi sinceridad, mi disponibilidad y mi voluntad de ser lo
que debo ser y de hacer sólo lo que mi conciencia me dicte en una época como ésta,
entonces podré estar segura de que todo andará bien. Creo que la vida me impone altas
exigencias y tiene grandes planes para mí, pero a condición de no ser sorda a mi voz
interior, sino que la obedezca siempre, y me mantenga sincera y disponible, sin
pretender tampoco rechazar mis sentimientos.

Martes 28 de julio, siete y media de la mañana. Voy a dejar que la cadena de


este día se desenvuelva anillo tras anillo, no voy a intervenir, simplemente voy a tener
confianza. Respetaré tus decisiones, Dios mío. Esta mañana encontré un impreso en mi
buzón de cartas. Vi que el sobre contenía un papel blanco. Yo estaba muy tranquila y
pensé: «Un papel blanco: mi convocatoria. Lástima que no tenga tiempo ni para
preparar mi mochila». Instantes después, advertí que mis rodillas temblaban. Pero no,
no era la convocatoria; era un formulario a llenar, dirigido al personal del Consejo
Judío. Por ahora no tengo ni siquiera número de identidad. Voy a hacer las gestiones
que creo que debo hacer. Quizá tenga que esperar bastante, me llevo a Jung y Rilke, hoy
espero poder trabajar mucho. Aunque, en el futuro, no sea capaz de recordar tantas
imágenes, estos dos últimos años brillarán siempre en el horizonte de mi memoria como
un bellísimo país, que sólo por un momento fue mi patria, pero siempre me pertenecerá.
La jornada de ayer me da dado mucho valor. Ella me ha enseñado que Dios renueva
constantemente mis fuerzas. Siento que millares de fibras me ligan todavía a todo lo
que existe aquí. Tendré que arrancarlas una a una y llevar a bordo todos mis tesoros, de
modo que no deje nada detrás cuando leve anclas. Todo lo llevaré dentro de mí.
Hay momentos en que me siento como un pajarillo escondido en una gran mano
protectora. Ayer mi corazón era un pájaro caído en una trampa. Hoy ha recobrado su
libertad y reemprende su vuelo sin trabas, deshaciendo los obstáculos. Hoy hace sol.
Preparo mi fiambre y me pongo en camino.
Algún día escribiré la crónica de nuestras tribulaciones. Lo haré en una nueva
lengua que compondré para ello y si no tuviere ocasión de escribir nada, lo conservaré
todo dentro mí. Quedaré anulada y volveré a la vida, caeré en tierra y me levantaré, y
llegará un día, tal vez, un lejano día, en que tendré de nuevo a mi alrededor y para mí
sola una habitación en completa calma, en la que permeneceré todo el tiempo que
quiera, un año si fuere necesario, para que la vida vuelva a resurgir en mí y vengan las
palabras necesarias para expresar el testimonio de todo aquello que deberá ser
testimoniado.

Cuatro de la tarde: este día ha tomado un curso totalmente inesperado.

Ocho y media de la noche. Aparte de su aspecto histórico, por decirlo fríamente,


ésta ha sido una jornada azarosa, de negligencia profesional y de sol. Me he ido a
caminar a lo largo de los canales como colegiala escapada de la escuela, y me he
acurrucado en un ángulo de su habitación, frente a su cama. Hay cinco nuevas rosas té
en el florerito de estaño.

No es lo mismo hacerse fuerte que endurecerse. Con frecuencia se confunden las

cosas en estos tiempos. Creo que me voy haciendo fuerte de día en día (excepto con esa
ampolla indisciplinada), pero volverme dura, jamás. Todo tipo de cosas empiezan a
perfilarse con nitidez en mí. Por ejemplo: no deseo ser su mujer. Constatémoslo con
toda imparcialidad y con la objetividad que salta a la vista: la diferencia de edad es
demasiado grande. Ya he visto, ante mis ojos, cómo cambia un hombre al paso de los
años. Ahora es a él a quien veo cambiar. Es un hombre viejo a quien yo amo, a quien
amo infinitamente, y con quien siempre me sentiré vinculada interiormente. Pero
«casarme» con él, como dirían los pequeños burgueses –seamos francos y objetivos de
una vez–, no lo quiero. Precisamente la idea de que debo hacer sola mi camino es lo
que me hace fuerte, y con una fuerza que se alimenta justamente, hora tras hora, en el
amor que experimento hacia él y hacia los demás. Son infinidad las parejas que se
forman en los últimos momentos, cuando cunde la desesperación y el pánico. Yo sigo
prefiriendo estar sola, pero estar ahí para todos.

Naturalmente, la colaboración que ha prestado una minoría de judíos a la


deportación de la gran mayoría de los otros, es desde todo punto de vista un acto
irreparable. La historia los juzgará.

Permanece, sin embargo, el hecho de que la vida es «interesante» en todas las


vicisitudes. Experimento una necesidad casi diabólica de observar los acontecimientos.
Una voluntad de ver, de oír, de estar allí, de arrancarle todos sus secretos a la vida, de
observar fríamente las expresiones de los rostros de la gente hasta en sus últimos
espasmos. El coraje también para encontrarme de repente frente a mí misma y extraer
muchas enseñanzas del espectáculo que ofrezca mi alma en medio de las pruebas de
estos tiempos. Y más tarde, tendré que hallar las palabras aptas para describir todo eso.
Voy a seguir leyendo mis viejos cuadernos. No los voy a destruir. Tal vez me puedan
ayudar después a retomar contacto conmigo misma, si llegara a perderlo.
Hemos tenido todo el tiempo necesario para prepararnos para la catástrofe
actual: dos largos años. ¡Y pensar que el último año ha sido, justamente, el más decisivo
en mi vida, el año más bello de mi vida! Estoy segura de poder establecer una
continuidad entre mi vida pasada y la que ahora me espera. Porque esta vida se realiza
en un teatro interior y el decorado exterior tiene cada vez menos importancia.

«Fortalecida», no «endurecida», distinguirlo claramente.

Miércoles 29 de julio, ocho de la mañana. El domingo en la mañana yo estaba


acurrucada en el suelo, en una esquina de su cuarto, bien abrigada con mi bata a rayas y
remendando medias. Hay aguas tan claras que te permiten distinguir todos los detalles
del fondo. (A ver, ¿serías capaz de formularlo de una manera menos repugnante?).
Lo que quiero decir es que tuve la impresión de que la vida, con sus mil detalles,
con sus meandros y sus movimientos, aparecía ante mí perfectamente clara y
transparente. Como si hubiese estado a la orilla de un océano y hubiese podido ver el
fondo a través del agua cristalina. ¿Llegaré a escribir bien algún día? Esto me
desespera, realmente. Creo que pasarán años antes de que sea capaz de describir un
momento así de mi vida, una «cumbre» verdadera.
Estoy, pues, allí, sentada en el suelo en un rincón de la habitación del hombre

amado, remendando medias y, al mismo tiempo, a la orilla de un mar inmenso, de aguas


tan cristalinas y transparentes, que se puede ver el fondo. Así percibes la vida en un
momento privilegiado, y es algo en verdad inolvidable. Pero ahora creo que me va a dar
la gripe o algo parecido… ¡y eso no debe suceder, me opongo totalmente! Mis pobres
piernas, todavía mal entrenadas, sufren las consecuencias de las largas marchas de ayer.
Hoy tengo que obtener de todas maneras la carta de identidad de Werner. Me voy a
plantar delante de esa oficina con la misma determinación, cortés pero inflexible, que
exhibí ayer en mi caso. Además, ya es hora de ir al dentista. ¿Habrá mucho trabajo hoy?
Voy para allá. Nunca se sabe lo que nos traerá el día; pero, al fin y al cabo, no tiene
importancia, uno no puede vivir dependiendo de los acontecimientos del día, menos aún
en los tiempos que corren. ¿Exagero tal vez? ¿Y si me llegase mañana la tarjeta blanca
de la convocatoria? Parece que las deportaciones han cesado provisionalmente en
Amsterdam. Ahora le toca el turno a Rotterdam. Protégelos, Dios mío, protege a los
judíos de Rotterdam.

[Parece que Etty no mantuvo su diario entre el 29 de julio y el 5 de septiembre.


En ese período, su vida experimentó un cambio dramático: el Consejo Judío decidió
enviar a una parte de su personal al campo de Westerbork para desempeñar allí un
servicio de “ayuda social a la población en tránsito”. Etty aprovechó esta oportunidad
y pidió de inmediato su traslado. «Fue, pues, en estas condiciones como llegó el 30 de
julio a Westerbork, no como deportada sino por propia voluntad y en calidad de
‘funcionaria’». Fue en “ese infierno” –como pronto escribirá ella misma– donde sus
opciones más profundas encontrarán su forma y validez definitivas. Gracias a su
estatuto de empleada del Consejo Judío, pudo regresar a Ámsterdam por un período de
convalecencia entre el 14 y el 21 de agosto de 1942. A comienzos de septiembre de
1942, Etty obtiene un nuevo permiso para volver a Amsterdam por algunos días. Llega
enferma y sufre, al mismo tiempo, a causa de otro acontecimiento inesperado: la
enfermedad y muerte súbita de Julius Spier el 15 de septiembre de 1942. En su último
cuaderno conservado describe la muerte de Spier, expresa su propia nostalgia de
Westerbork, y evoca en pequeños relatos personas y situaciones dejadas allí.]

Martes 15 de septiembre de 1942, diez y media de la mañana. ¡Teniendo todo en


cuenta, Dios mío, quizás esto ha sido un poco excesivo! Se me ha recordado ahora que
el ser humano tiene tam​bién un cuerpo. Llegué a creer que mi espíritu y mi corazón
eran capaces, por sí solos, de soportarlo todo, pero, mira por dónde, mi cuerpo se
manifiesta y dice: ¡Alto ahí! Ahora siento el peso de todo lo que me has dado a llevar,
Dios mío. ¡Tanta belleza y tantas pruebas!, y siempre, en cuanto me mostraba dispuesta
a afrontarlas, las prue​bas se mudaban en algo bello. Y la belleza, la grandeza, se me
reve​laban, en ocasiones, más duras de llevar que el sufrimiento, por la profundidad con
que me estremecían. ¿Cómo es posible, Dios mío, que un simple corazón humano
pueda experimentar tantas cosas, sufrir tanto y amar tanto? Te estoy enormemente
agradecida, Dios mío, por haber elegido mi corazón, en esta época, para hacerle pade​cer
todo lo que ha padecido. Quizá esta enfermedad sea una cosa buena. A decir verdad,
aún no me he reconciliado con ella, todavía ando un tanto entumecida, desorientada y
sin fuerzas, pero, al mismo tiempo, intento rebuscar en todos los rincones de mi ser para
sacar de él un poco de paciencia, una paciencia completamente nueva para una
situación completamente nueva; me doy buena cuen​ta de ello. Voy a reemprender aquel

buen método, ya probado, de conversar de vez en cuando conmigo misma sobre las
líneas azules de este cuaderno. Conversar contigo, Dios mío. ¿Te parece bien? Más allá
de la gente, no deseo dirigirme más que a ti. Amo tanto a los hombres porque en cada
uno amo un pedacito de ti, Dios mío. Te busco en todos los hombres y muchas veces
encuentro en ellos algo de ti. E intento sacarte a la luz en los corazones de los otros,
Dios mío. Ahora necesito mucha paciencia y reflexión, esto va a ser muy difí​cil. En
adelante, tengo que hacerlo todo yo sola. La mejor, la parte más noble de mi amigo, del
hombre que te despertó en mí, ya se ha reu​nido contigo. De él ya no queda más que la
apariencia de un ancia​no senil y extenuado en ese pequeño apartamento de dos
habitaciones, donde he conocido las alegrías más grandes y profundas de mi vida. He
permanecido junto a su cabecera, y me he encontrado así frente a tus últimos misterios,
Dios mío. Concédeme aún toda una vida para comprender todo eso. Al mismo tiempo
que lo escri​bo, lo voy sintiendo: es bueno tener que permanecer aquí. Después de
haberlo pasado, me doy cuenta de que he vivido muchas cosas en estos últimos meses:
he consumido en pocos meses las reser​vas de toda una vida. ¿Me he entregado quizá de
manera exce​sivamente imprudente a una vida interior que rompía todos los diques?
Pero si oigo tu aviso, no habré sido demasiado imprudente.

Tres de la tarde. Siempre está ahí [delante de mi ventana] ese árbol que podría
escribir mi biografía. Sin embargo, ya no es el mismo. ¿O acaso soy yo quien ya no es
la misma? Su biblioteca [la de S.] está ahí, a un metro de mi cama. No tengo más que
alargar el brazo izquierdo para tener en la mano a Dostoievski, Shakespeare o
Kierkegaard. Pero no alargo el brazo. La cabeza me da vueltas. Tú me colocas ante tus
últimos misterios, Dios mío. Te estoy agradecida. Siento en mí la fuerza para
confrontarlos y saber que no hay respuesta. Hemos de ser capaces de asumir tus
misterios.
Creo que debería dormir, dormir días enteros, y dejar que mi espíritu se
desprenda de todo. El doctor decía ayer que llevo una vida interior demasiado intensa,
que vivo demasiado poco sobre la tierra, casi en los límites del cielo, y que mi cuerpo
ya no puede soportar todo eso. Quizá tenga razón. ¡Qué seis últimos meses, Dios mío...!
¡Y estos dos últimos, que son por sí solos una vida entera...! Cuántas horas habrá habido
de las que decía: esta hora ha sido toda una vida, y si tuviera que morir enseguida, ¿no
valdría esta hora todo el resto de mi vida? ¡He vivido tantas de esas horas! ¿Qué es lo
que me impide vivir también en el cielo? El cielo existe. ¿Por qué no habría de vivir en
él? Pero, de hecho, es más bien lo contrario: es el cielo el que vive en mí. Esto me hace
pensar en una expresión de un poema de Rilke: universo interior [Weltinnenraum].
Es verdaderamente necesario dormir y dejar todo eso. La cabeza me da vueltas.
Algo se ha trastornado en mi cuerpo. Me gustaría recobrar rápidamente la salud. Pero
de tus manos, Dios mío, lo acepto todo tal como venga. Siempre es bueno, lo sé. He
aprendido que soportando las pruebas las podemos transformar en bien.
Ves, sigo con el mismo problema, no puedo decidirme a dejar de escribir: al
último momento quisiera todavía hallar la fórmula liberadora, la palabra que me
permita decir todo lo que hay dentro de mí: este exceso, esta opulencia del sentimiento
de la vida. ¿Por qué no me has hecho poeta, Dios mío? ¡Pero si soy poeta! Lo único que
tengo que hacer es esperar pacientemente que maduren en mí las palabras que darán el
testimonio que creo debo dar, Dios mío: que es bello y bueno vivir en tu mundo, a pesar
de lo que nosotros, los humanos, nos hacemos sufrir mutuamente.
El corazón pensante del barracón.

Miércoles 16 de septiembre de 1942, una de la madrugada. Un día escribí que


deseaba leer tu vida hasta la última página. Ya lo he hecho. La he leído hasta el final.
Me siento llena de una ale​gría profunda: todo lo que ha sido, ha sido bueno ciertamente;
de lo con​trario, yo no tendría en mí esta fuerza, esta alegría, esta certeza. Aquí estás,
pues, querido, grande y buen amigo, acostado en este pequeño apartamento de dos
piezas. Un día te escribí: mi corazón volará siempre hacia ti como un pájaro libre, esté
donde esté en la tierra, y siempre te encontrará. Y está también lo que escri​bí en el
diario de Tide: de tal modo te has convertido en mi expe​riencia vital, en una cara del
cielo que se extiende sobre mí, que me basta con levantar los ojos al cielo para estar
cerca de ti. Y aun cuan​do estuviera encerrada en una celda subterránea, esa cara del
cielo se desplegaría en mí, y mi corazón, como pájaro, emprendería su libre vuelo hacia
él y por eso, todo es tan simple, lo sabes, terrible​mente simple, bello y pleno de sentido.
Todavía tenía yo mil cosas que preguntarte y aprender de tu boca. Me las tendré
que arreglar yo sola en adelante. Pero me siento muy fuerte, ¿sabes?, persuadida de que
voy a llevar a buen puerto mi vida. Eres tú quien ha liberado en mí las fuerzas de que
dispongo. Tú me has enseñado a pronunciar sin reticencias el nombre de Dios. Tú has
servido de mediador entre Dios y yo, pero ahora tú, el mediador, te has retirado, y mi
camino lleva directamente a Dios. Siento perfectamente que es así. Y yo misma serviré
de mediadora para todos aquellos a quienes pueda llegar.
Estoy sentada a mi mesa de trabajo, a la luz de mi pequeña lámpa​ra, en el mismo
sitio desde donde te escribía con tanta frecuencia, donde también hablaba tan a menudo
de ti en mi diario. Es pre​ciso que te diga algo asombroso: nunca he visto un muerto. En
este mundo en el que mueren miles y miles de seres humanos cada día, yo todavía no he
visto un solo muerto... Y que seas tú, precisamente tú, el primer muerto que me sea
dado ver, me parece un hecho especialmente significativo e importante. En nuestros
días se derrochan y se echan a perder las grandes, las últimas verdades de la vida.
Montones de personas se ponen enfermas –o se hacen pasar por tales–, por miedo a ser
deportadas. Muchos otros se matan, tam​bién por miedo. Pero tu vida ha encontrado su
fin natural, y me sien​to muy agradecida por ello. Agradecida por saber que también tú
has tenido que soportar tu parte de sufrimiento. Tide dice: «Este sufrimiento le ha sido
impuesto por Dios, y le ha sido dispensado el que le hubieran impuesto los hombres».
Pero tú, hombre querido y tan mimado, ¿habrías sido capaz de soportarlo? Yo sí puedo,
y al hacerlo prolongo tu vida y la transmito a los demás.
Una vez que se llega a encontrar la vida bella y llena de sentido, incluso y sobre
todo en nuestra época, se tiene la impresión de que todo lo que sucede debe ser así y no
de otro modo. ¡Increíble el estar sentada de nuevo ante mi escritorio! No estoy en
condiciones de volver mañana a Westerbork, pero al menos tendré ocasión de volver a
ver a todos mis amigos cuando demos sepultura a tus restos mortales. Pues, como sabes,
nadie se libra de eso, es una antigua costumbre de higiene humana. Pero todos nosotros
estaremos reunidos. Tu espíritu estará entre nosotros y Tide cantará para ti. ¡Si supieras
la dicha que supone para mí poder estar aquí…! Llegué justo a tiempo para besar tu
boca seca, moribunda, y una vez más tomaste mi mano y la llevaste a tus labios. Dijiste
también, cuando entraba en el cuarto: «¡La joven viajera!». Después dijiste todavía:
«Tengo sueños muy extraños: he soñado que Cristo me bautizaba». Tide y yo
estábamos a la cabecera de tu cama. Por un instante creímos que había llegado el fin,
que tus ojos se que​daban en blanco. Tide me había cogido entre sus brazos, yo besé su
querida boca pura, y ella dijo muy bajo: «Nos hemos buscado, y nos hemos
encontrado». Estábamos delante de tu cama. ¡Qué feliz te hubiera hecho vernos allí a
las dos, entre todas! ¿Quizá nos viste efectivamente, aunque en ese preciso instante te
creíamos a punto de morir?
Tus últimas palabras fueron: «Hertha, espero...». Y de eso también estoy
agradecida. ¡Cómo has debido luchar para mantenerte fiel a ella! Tu fidelidad ha
terminado por ponerla por encima de todo lo demás. Soy yo quien más te ha
complicado la tarea, lo sé. Pero también soy yo quien te ha enseñado lo que es la
fidelidad, la lucha y la debilidad.
Todo lo que se puede encontrar de malo y de bueno en un hombre, se encontraba
en ti. Todos los demonios, todas las pasiones, toda la bondad, toda la caridad anidaban
en ti, en el gran descifrador, en el gran buscador y descubridor de Dios. Buscaste a Dios
por todas partes, en todos los corazones que se abrían a ti –¡y que han sido tantos...!– y
por todas partes encontraste una pequeña parcela de Dios. No renunciabas nunca. A
veces te mostrabas muy impaciente en las pequeñas cosas, pero en las grandes eras la
paciencia misma.
Tuvo que ser precisamente Tide quien viniera a darme la noticia esta tarde. Tide,
con su rostro dulce y luminoso. Nos sentamos un momento en la cocina. Joop, mi
“compañero de armas” en Westerbork, estaba en el salón. Más tarde, se nos unió
también Han, pero permaneció al fondo de la pieza. Tide rozó con sus manos las teclas
de tu piano y cantó un breve lied: «Arriba, arriba corazón mío, con alegría» [Auf, auf
mein Herz, mit Freude]. Ya son las dos de la mañana y la casa está en silencio. Debo
decirte una cosa extraña, pero que tú comprenderás muy bien. Hay una foto tuya en la
pared. Yo quisiera romperla y tirarla; esto me hará sentir más cerca de ti. Tú y yo nunca
nos llamamos por nuestros nombres. Durante mucho tiempo nos tratamos de “usted”, y
sólo después, bastante después, me tuteaste. Oírte decirme «tu» con tu boca fue para mí
oír una de las palabras más acariciantes que ningún hombre me había dirigido jamás. Y
las he oído muchas, pues sabes bien que no fuiste mi primer amor. Tú firmabas siempre
tus cartas con un punto de interrogación, y yo hacía lo mismo. Comenzabas siempre tus
cartas con: «¡Escúcheme bien...! », tu característico «Escúcheme bien», pero tu última
carta comenzó con «Amor mío». Pero para mí tú no tienes nombres, eres sin nombre
como el cielo. Y quisiera tirar todas tus fotos, no verlas más, son para mí todavía una
presencia demasiado física. Quiero llevarte siempre dentro de mí, presencia sin nombre,
y te haré surgir, te transmitiré a los demás por medio de gestos sencillos y tiernos,
gestos que antes yo desconocía.

Miércoles, nueve de la mañana (en la sala de espera del doctor). Muchas veces,
en Westerbork, cuando circulaba por el campo en medio de los gritos y discusiones de
aquellos miembros excesivamente activos del Consejo Judío, me solía venir este
pensamiento: ¡Ah, dejadme ser un pedacito de vuestra alma! Dejadme ser el barracón
en donde se refugie lo mejor que hay en vosotros, aquella mejor parte que existe
ciertamente en cada uno de vosotros. Yo no tengo tanto que hacer, sólo quiero estar allí.
Dejadme ser el alma de ese cuerpo. Y tarde o temprano, observaba en cada uno de ellos
una actitud, una mirada más noble de lo que solían expresar de ordinario y de lo que
quizá ni siquiera eran conscientes. De ello me sentía yo la guardiana.

Miércoles, 16 de septiembre, tres de la tarde. Voy a visitar una vez más su calle.
Tres calles, un canal y un pequeño puente me han separado siempre de él. Murió ayer a

las siete y cuarto, el mismo día en que expiraba mi salvoconducto. Voy a hacerle una
última visita. Hace un instante estaba en el cuarto de baño. Y pensaba: voy a ver a mi
primer muerto. A decir verdad, la idea me dejó fría. Me decía a mí misma: voy a tener
que hacer un gesto solemne, extraordinario. Y me arrodillé sobre la alfombrilla de pita
del pequeño cuarto de baño. Entonces, de improviso, pensé: no, es más bien algo
convencional. El ser humano esta lleno de convencionalismos, de ideas preconcebidas
sobre actos que cree necesario cumplir en determinadas circunstancias. A veces, en
momentos en que menos se espera, alguien se arrodilla de pronto en un rincón de mi
ser. Estoy caminando por la calle, o en plena conversación con un amigo, y hay alguien
que se arrodilla, y ese alguien soy yo.
Allí está, pues, un despojo mortal sobre esa cama que tanto conozco. ¡Ah, esa
colcha de cretona! No tengo ninguna necesidad de volver allí una vez más. Todo sucede
en alguna parte dentro de mí, donde hay extensas y elevadas mesetas sin tiempos ni
fronteras, y todo sucede en ese lugar. Y heme aquí, de nuevo, recorriendo estas calles.
¡Cuántas veces las he recorrido, y cuántas veces con él, sumergidos los dos en un
diálogo siempre fructuoso y apasionante...! ¡Y cómo volveré a recorrerlas, en cualquier
parte del mundo en que me encuentre, al sur​car las altas mesetas interiores donde se
desarrolla mi verdadera vida...! ¿Se espera de mí que ponga un rostro triste de
circuns​tancias? ¡Pero si no estoy triste! Quisiera juntar las manos y decir: «Hijos míos,
me siento llena de dicha y de gratitud, encuentro la vida tan bella y tan rica de sentido.
Pues sí, bella y rica de sentido, en el mismo momento en que me encuentro a la
cabecera de mi amigo muerto –muerto demasiado joven– y en el que me preparo para
ser deportada un día u otro a regiones desconocidas. ¡Dios mío, te estoy tan agradecida
por todo...!».
Seguiré viviendo con aquello que, en los muertos, vive para siempre, y traeré a
la vida aquello que, en los vivos, está ya muerto. Así, en todo no habrá más que vida,
una gran vida universal, Dios mío.
Tide cantará por última vez más para él, y espero con alegría el momento en que
escucharé el testimonio luminoso de su voz.
Joop, compañero de armas, viajo contigo ahora. O mejor dicho, con mi
pensamiento me dirijo a ti de tanto en tanto; estás muy presente en mi pensamiento, y
siento gratitud de poder transmitirte todo lo que no puedo dejar de dar.
Tu entrada en mi vida ha sido muy significativa; estaba escrito. Buenas noches.

Jueves 17 de septiembre, ocho de la mañana. El sentimiento que tengo de la


vida es tan grande y sereno, tan lleno de gratitud, que no puedo pretender expresarlo en
una sola palabra. Hay en mí una felicidad tan completa y perfecta, Dios mío. Una vez
más el mejor modo de decirlo es con sus palabras: «recogerse en sí mismo», que sería
quizá la definición más perfecta de cómo siento la vida: yo me recojo en mí misma. Y
este «mí misma», que corresponde a la parte más profunda y más rica de mí, en la que
me recojo, yo la llamo «Dios» En el diario de Tide he encontrado varias veces esta
frase: «Padre, tómalo dulcemente en tus brazos». Así me siento siempre,
ininterrumpidamente: como estar en tus brazos, Dios mío, protegida, abrigada,
impregnada de eternidad. Como si cada respiración mía estuviese penetrada de
eternidad; como si el menor de mis actos, la palabra más anodina, tuviesen un vastísimo
trasfondo y un profundo significado. S. me dijo en una de sus primeras cartas: «Y si
pudiera transmitir en torno a mí algo al menos de esta fuerza sobreabundante, me
sentiría feliz».
Dios mío, considero un bien el que le hayas hecho decir a mi cuerpo: «¡Basta
ya!». Porque debo recuperar la salud para poder cumplir lo que me espera. Pero ¿no
será ésta también una idea convencional? ¿No debe el espíritu seguir trabajando y
dando fruto aun en un cuerpo enfermo? Y seguir amando, escuchar dentro de mí, a los
demás, al contexto de esta vida y a ti. Hineinhorchen [«escuchar dentro»], me gustaría
encontrar una buena expresión neerlandesa para traducir lo que esa palabra significa.
De hecho, mi vida no es más que una perpetua escucha «dentro» de mí, de los otros y
de Dios. Y cuando digo que escucho «dentro», en realidad es Dios en mí quien escucha.
Lo más esen​cial y lo más profundo que hay en mí escucha lo que hay de más esencial y
de más profundo en el Otro. Dios a Dios.

«¡Qué grande es, Dios mío, la angustia interior de tus criaturas terrenas...! Te
doy gracias por haber hecho venir a mí a tanta gente con toda su angustia. Me están
hablando con calma, sin tomar precauciones, y de pronto se revela su angustia en toda
su desnudez. Y tengo delante de mí a un pobre y pequeño ser humano, desesperado y
preguntándose cómo va a seguir viviendo. Ahí es donde empiezan mis dificultades. No
basta con predicarte, Dios mío, para exhumarte, para sacarte a la luz en los corazones de
los otros. Es preciso despejar en el otro el camino que lleva a ti, Dios mío; y para
hacerlo es preciso ser un gran conocedor del alma humana; es preciso tener una
formación de psicólogo: relación con el padre y la madre, recuerdos de infancia, sueños,
sentimientos de culpabilidad, complejos de inferioridad...: en fin, todo el almacén de los
accesorios. Comienzo una exploración prudente en todos los que vienen a mí. Los
instrumentos que me sirven para abrir la vía hacia ti en los otros son aún muy
rudimentarios. Pero ya dispongo de algunos, y los iré perfeccionando poco a poco y con
mucha paciencia. Y te agradezco que me hayas dado el don de leer en el corazón de los
demás. A veces, las personas son para mí como casas con las puertas abiertas. Entro,
vago a través de los pasillos, de las habitaciones. La disposición es un poco diferente en
cada casa. Sin embargo, todas son semejantes, y debería ser posible hacer de cada una
de ellas un santuario para ti, Dios mío. Y te lo prometo, te lo prometo, Dios mío, te
buscaré un alojamiento y un techo en el mayor número de casas posible. Es una imagen
divertida: me pongo en camino para buscarte un techo. Hay tantas casas deshabitadas, y
te introduzco en ellas como al Huésped más importante que puedan recibir. Perdóname
esta metáfora no muy fina, por cierto.

Diez y media de la noche. Dios mío, dame paz y hazme superarlo todo. Hay
tanto por hacer. Tengo que ponerme de una vez por todas a escribir. Pero antes debo
comenzar a vivir de manera más disciplinada. En este momento han apagado la luz en
el barracón de los hombres. ¿O estoy soñando? Si ni siquiera tienen luz… ¿Dónde has
estado esta tarde, pequeño compañero de armas? A veces me invade una gran tristeza:
cuando abro la puerta de mi barracón y no encuentro ante mí la amplia landa. Paseo un
poco por el campo y no pasa mucho tiempo antes de que de una parte o de otra aparezca
mi compañero de armas, con su cara bronceada y esa arruga vertical e inquisitiva entre
los ojos. Cuando comienza a atardecer escucho a lo lejos las primeras notas de la
Quinta de Beethoven.
Quisiera poder dominarlo todo con la palabra — poder describir estos dos meses
pasados detrás de las alambradas de púas, que han sido sin duda los meses más intensos
y ricos de mi vida, y que me han aportado la confirmación más patente de los más altos

e importantes valores de mi vida. He llegado a amar a Westerbork, y siento nostalgia de


él. Allí, cuando me dormía en mi estrecha litera, tenía nostalgia del escritorio ante el
que estoy sentada ahora. Te doy gracias, Dios mío, porque en cualquier lugar en que me
encuentre me haces la vida bella, tanto que siento nostalgia cuando me alejo. Pero esto
hace también dura y difícil la vida. Ya ves, son las diez y media pasadas, la luz del
barracón se apaga, tengo que ir a dormir. «La paciente debe llevar una vida tranquila»,
dice el impresionante certificado médico que me han expedido. Y debo comer arroz,
miel y otras delicias casi legendarias.
Me viene a la mente aquella mujer de cabellos blancos como la nieve que
enmarcaban un noble rostro oval; llevaba un paquetito de tostadas en su morral. Era la
única provisión que llevaba para su viaje a Polonia, tenía que seguir una dieta muy
rigurosa. Era extremadamente gentil y tranquila, de estatura alta y con una silueta de
jovencita. Pasé toda una tarde con ella, sentadas al sol, delante de los barracones de
tránsito. Le regalé un libro que había traído de la biblioteca de Spier, Die Liebe, de
Johanna Müller, y le gustó mucho. Poco después, se nos juntaron algunas jovencitas y
ella les dijo: «Atención: mañana temprano cuando tengamos que partir, ninguna de
nosotras tendrá derecho a llorar más de tres veces». Una de las chicas le respondió:
«Todavía no he recibido mi cupón de racionamiento para llorar».
Ya son cerca de las once. ¡Qué rápido se ha pasado el día, será mejor que vaya a
dormir! Mañana Tide se pondrá su traje sastre de color gris y cantará: «Arriba, arriba,
corazón mío, con alegría» en la antesala del cementerio. Por primera vez en mi vida me
voy a sentar en un automóvil con cortinillas negras. Tengo tantas cosas de que escribir
día y noche... Dame paciencia, Dios mío, dame una paciencia completamente nueva.
Esta oficina se me ha vuelto familiar y el árbol ante de mi ventana ya no parece girar.
Debes tener planes precisos sobre mí, al permitirme estar nuevamente ante mi
escritorio; procuraré cumplirlos lo mejor posible. Y ahora sí, buenas noches.
Jopie, ¡temo mucho que pases momentos muy difíciles y quisiera ayudarte allí
donde estés! Sí, te ayudaré. ¡Buenas noches!

Domingo 20 de septiembre, por la noche. Traducir en palabras, en sonidos, en


imágenes.

Muchos hombres son todavía para mí verdaderos jeroglíficos, pero suavemente


voy aprendiendo a descifrarlos. No conozco nada más bello que leer la vida,
descifrándola en las personas.
En Westerbork, tenía le impresión de hallarme ante el armazón desnudo de la
vida: ante la osamenta, despojada de todo el revestimiento de carne. Dios mío, te doy
gracias porque me enseñas a leer cada vez mejor.

Sé que voy a tener que optar y que será una opción muy difícil. Si deseo escribir
y llegar a anotar todo lo que dentro de mí pugna por ser expresado en palabras, tendré
que apartarme de los hombres mucho más de lo que hago ahora. Tendré que cerrar mi
puerta definitivamente y emprender una lucha, sangrienta y saludable a la vez, contra
una materia que me parece imposible de dominar. Tendré que salir de una pequeña
comunidad para poder dirigirme a otra más amplia. Quizá ni siquiera se trate de
dirigirme a una comunidad. Quizá se trate de la urgencia de un instinto puramente
poético, que impulsa a materializar al menos una parcela de ese tesoro de imágenes que
llevo dentro de mí. En fin, es algo tan elemental que, en realidad, ni siquiera tengo
necesidad de explicar en qué consiste. A veces me pregunto si no estaré viviendo
demasiado intensamente: vivo, gozo de la vida, la asumo completamente, la consumo
hasta no dejar nada. Y quizá para poder crear habría que dejar algo, disponer de un
resto, de un residuo no consumido, para que nazca de él la tensión, el estímulo
necesario para toda obra de creación.
Hablo mucho con las personas, sobre todo últimamente. Suelo hablar ahora de
manera mucho más expresiva y lúcida que cuando escribo. Por eso, a veces me digo
que no debería dispersarme así en palabras vanas, sino que debería recogerme en mí
misma y proseguir mi búsqueda silenciosa sobre el papel. Una parte de mí quiere ese
retiro, la otra no se decide todavía y se dispersa en palabras en medio de los hombres.

Max, ¿has visto a esa mujer sordomuda, que está en el octavo mes de embarazo,
con el marido epiléptico? ¿Cuántas mujeres rusas a su noveno mes son expulsadas de
sus casas en estos momentos y empuñan todavía el fusil?

Mi corazón es una esclusa contra la que se abate un oleaje ininterrumpido de


sufrimiento.

Jopie estaba sentado sobre la landa, bajo el gran cielo estrellado, y hablábamos
de la nostalgia. «Yo no siento ninguna nostalgia, dijo él, porque me encuentro en casa».
Para mí fue una revelación. Estamos en nuestra casa. Por todas partes por donde se
extienda el cielo, estamos en nuestra casa. En cualquier lugar de esta tierra, si lo
llevamos todo en nosotros, estamos en nuestra casa.
Me he sentido muchas veces –y me siento aún– como un navío que acaba de
embarcar un precioso cargamento. Largan las amarras, y el barco se hace a la mar, libre
de toda traba. Hace escala en todos los países y carga a bordo lo más precioso que hay
en cada lugar. Debemos ser nuestra propia patria. Me han hecho falta dos veladas para
decidirme a contarle lo más íntimo que hay en mí. Sin embargo, tenía muchas ganas de
decírselo, como para hacerle un regalo. Entonces me arrodillé allí, sobre la extensa
landa, y le hablé de Dios.

Es evidente que el doctor se equivoca. Antes, me habría dejado impresionar,


pero ahora he aprendido a atravesar a las personas y a sus afirmaciones con la luz de
mis intuiciones. «Lleva usted una vida demasiado exclusivamente espiritual. No se
prodiga demasiado. Permanece extraña a las cosas más elementales de la vida». Estuve
a punto de preguntarle: «¿Tengo que acostarme a su lado en el diván?». Una réplica
muy poco refinada, lo reconozco, pero todo su monólogo tendía a eso. Añadió aún el
médico: «Usted no vive suficientemente en la realidad». Tras haberle dejado, me dije:
lo que dice este hombre carece de sentido común. ¡La realidad! La realidad es que en
muchos lugares de este mundo los hombres y las mujeres se encuentran en la
imposibilidad de reunirse. Los hombres están en el frente. Y está, además, el
internamiento en los campos, las prisiones, la separación de los esposos: ¡ésta es la
realidad! Con esta realidad es con la que tenemos que intentar arreglárnoslas. ¡Y no
estamos obligados en absoluto a consumirnos vanamente de deseo ni a cometer el
pecado de Onán! Este amor que no podemos verter en una persona única, en el otro

sexo, ¿no podríamos convertirlo en una fuerza benéfica para la comunidad humana,
cosa que también merecería seguramente el nombre de amor? Y cuando nos esforzamos
por hacerlo, ¿no nos encontramos precisamente en plena realidad? Realidad sin duda
menos tangible que la de un hombre y una mujer acostados en una cama. Pero ¿no hay
otras realidades? Hay algo de pueril e indigente en escuchar a un hombrecillo, ya no
muy joven, hablarte (¡en estos tiempos, Dios mío, en estos tiempos!) de «liberar
nuestras pulsiones». Me gustaría que de una vez por todas me explicara qué quiere decir
con todo eso.

«Después de la guerra, dos corrientes atravesarán el mundo: una corriente de


humanismo y otra de odio». Al oír esto, me he reafirmado una vez más en mi propia
certeza: combatiré contra el odio.

22 de septiembre de 1942. Hay que aprender a vivir con uno mismo como con
una multitud de gente. Entonces, uno descubre en sí mismo todas las buenas y malas
cualidades de la humanidad. Y ante todo, habría que aprender a perdonarse los propios
defectos, si se quiere perdonar los de los demás. Uno de los aprendizajes más difíciles
(como constato en los demás y también en mí en otro tiempo, aunque ahora ya no tanto)
es quizá el de saber perdonarse los propios errores y las propias faltas, porque supone
poder aceptar y aceptar honestamente el hecho mismo de cometer faltas y errores.

Querría vivir como los lirios del campo. Si comprendiéramos bien esta época,
ella podría enseñarnos a vivir como los lirios del campo.

Una vez escribí en uno de mis cuadernos: querría palpar con la punta de mis
dedos los contornos de este tiempo. Estaba sentada ante mi escritorio, y no sabía bien
cóme acercarme a la vida. Todavía no había accedido a la vida que hay en mí. Ha sido
en ese escritorio en donde he aprendido a tocar la vida que llevo en mí. Después, he
sido arrojada violentamente a uno de los focos de sufrimiento humano — a uno de los
tantos pequeños frentes abiertos por toda Europa. Y ahí, súbitamente, al analizar los
rostros de la gente, al descifrar los millares de gestos y actitudes, de pequeñas frases y
de vidas contadas, me vi descifrando el mensaje de nuestra época, mensaje que, a su
vez, la sobrepasa. Había aprendido a leer en mí misma y esto me había hecho capaz de
leer también en los demás. Fue como si rozara con mis dedos sensibles las más mínimas
asperezas y los contornos de este tiempo y de esta vida. ¿Cómo es posible que ese
pedacito de landa cercado de alambre espinoso, donde se vertía y corría tanto dolor
humano, haya dejado en mi memoria una imagen casi dulce? ¿Cómo es posible que mi
espíritu, lejos de ensombrecerse, se haya vuelto más luminoso y sereno? En Westerbork
he leído un fragmento de nuestro tiempo y no me ha parecido desprovisto de sentido.
Sentada ante mi escritorio, en medio de mis escritores, de mis poetas y de mis flores, he
amado intensamente la vida. Y allí, entre los barracones poblados de gente acosada y
perseguida, he hallado la confirmación de mi amor a la vida. Mi vida, en esos
barracones atravesados de corrientes de aire, no se oponía en nada a la que había
llevado en esta habitación tranquila y cálida. En ningún momento me sentí arrancada de
una vida, por así decir, pasada; para mí había habido una gran continuidad llena de
sentido. ¿Cómo podría describirlo? ¿Qué tendría que hacer para hacerles sentir a los

demás que la vida es bella, que merece ser vivida y que es justa, sí, es justa? ¿Me
concederá Dios las palabras que hacen falta para ello, palabras sencillas, y a la vez
coloridas, apasionadas y serias, pero sobre todo sencillas? ¿Cómo podría representar
con unas cuantas pinceladas tiernas, ligeras y firmes, esa pequeña aldea de barracones
situada entre el cielo y la landa? ¿Cómo hacer para que otros lean conmigo en todas
aquellas personas — personas que hay que descifrar como jeroglíficos, rasgo tras rasgo,
hasta que todas compongan un todo, un gran conjunto único, legible e inteligible,
encuadrado entre el cielo y la landa?

En todo caso, tengo ya desde ahora una certeza: jamás podré llegar a escribir
todo aquello como la vida lo ha escrito ante mí, con caracteres vivientes. He leído todo
con mis propios ojos y con todos mis sentidos, pero no sabré jamás contarlo del mismo
modo. Esto podría desesperarme, pero he aprendido que debemos aceptar nuestra
limitadas fuerzas, y sacarles el mejor partido posible.

Camino al lado de los hombres como se pasa revista a las plantaciones y


compruebo hasta cuánto ha crecido en ellos la planta de la humanidad.

Siento que esta casa empieza a desprenderse muy suavemente de mí, del mismo
modo que un vestido te resbala de los hombros. Y es bueno que así sea. Es un primer
paso hacia el desprendimiento completo. Con precaución y nostalgia, aunque también
con la certeza de que así está bien, la dejo deslizarse día tras día.
Una camisa encima, y la otra en la mochila (eso me recuerda el cuento de
Kormann, la historia del hombre sin camisa: Un rey hizo buscar por todo su reino la
camisa del más feliz de sus súbditos; y cuando lo encontró, se dio cuenta de que no
llevaba camisa); meteré también en la mochila mi pequeña Biblia. Quizá pueda
llevarme además mis diccionarios rusos y los Relatos Populares de Tolstoi, y hasta es
posible que aún me quede un poco de sitio para un volumen de la correspondencia de
Rilke. Y luego un suéter de lana tejido por una amiga. ¡Cuántos bienes tengo aún, Dios
mío, yo que quisiera ser un «lirio del campo»! Así pues, con esta única camisa en mi
mochila es como voy adelante hacia un «futuro desconocido». Pero bajo mis pasos, en
mis peregrinaciones, está siempre y en todas partes la misma tierra, y para mi asombro
sobre mi cabeza y en todas partes, siempre el mismo cielo, unas veces con el sol y otras
con la luna y todas las estrellas. Entonces, ¿por qué hablar de futuro desconocido?

23 de septiembre. El odio no nos conducirá a nada, Klaas, la realidad es muy


distinta a lo que queremos ver en ella con nuestros esquemas preestablecidos. Toma,
por ejemplo, a ese administrador nuestro. Lo veo con frecuencia en mi pensamiento. La
primera cosa que golpea en él es su cuello estirado, su cabeza rígida. Siente hacia
nuestros perseguidores un odio que supongo funda​mentado. Pero él mismo es un
verdugo. Podría ser el típico comandante de un campo de concentración. Lo he
observado a menudo cómo se pone a la entrada del campo para recibir a sus hermanos
de raza: en acecho como para atraparlos y que no se le escapen. Es un espectáculo de lo
más desagradable. Recuerdo también la manera como le dio a un niñito de tres años que
lloraba dos caramelos negruscos y mugrientos; se los arrojó sobre la mesa y le dijo en
tono paternal: «¡Cuidado con ensuciarte la jeta!». Pensándolo bien, creo que se trataba
más de torpeza y timidez que de voluntad deliberada de herir; simplemente era incapaz
de hallar el tono justo. Pero lo asombroso es que se trataba de uno de los juristas más
brillantes de Holanda, cuyos artículos, siempre muy profundos, han estado siempre
escritos a la perfección. Este mismo señor recibe ahora la noticia de que un hombre se
ha ahorcado en el hospital, y su única reacción es: «Hay que cancelar su nombre en el
fichero». Al verlo moverse entre la gente, con la cabeza alta, la mirada dominante, la
pipa pegada a los labios, pensaba para mí misma: lo único que le falta es un látigo en la
mano, le caería perfectamente bien. Sin embargo, no lo detestaba y me interesaba
mucho observar lo que hacía. A decir verdad, por momentos me daba una lástima
tremenda. Su boca le confería siempre un aire de insatisfecho o, mejor dicho, de
profundamente infeliz: era la boca de un niño pequeño a quien su madre no le ha
permitido algún capricho. Había ya sobrepasado la treintena, era un hombre fuerte, un
profesional famoso y padre de dos hijos. Pero su rostro había conservado esa boca
insatisfecha de niño de tres años, aunque, naturalmente, más grande y gruesa por el
paso del tiempo. Mirándolo bien, no tenía nada en absoluto de atractivo.
¿Te das cuenta, Klaas? Así era: desbordaba de odio contra aquellos a quienes
podíamos llamar nuestros verdugos, pero él mismo podía haber sido un perfecto
verdugo y un modelo de perseguidor de seres indefensos. Y, a pesar de todo, me
inspiraba lástima. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo? Aquel hombre no tenía
ningún contacto humano con sus semejantes, y cuando veía que otros conversaban
amistosamente, les lanzaba a escondidas una mirada de envidia (yo podía verlo y
observarlo con toda facilidad, la vida en el campo estaba a la vista de todos). Más tarde,
un colega, que lo conocía desde hacía años, me contó algunos detalles de su vida. En
mayo del 40 se había arrojado de un tercer piso, pero no logró matarse, como era su
intención. Poco después reintentó suicidarse, lanzándose bajo un automóvil en marcha,
pero volvió a fallar. Finalmente, se internó por algunos meses en una clínica
psiquiátrica. Era el miedo, nada más que miedo. Tenemos, pues, un jurista tan brillante
como sutil, que tiene siempre la última palabra en los debates académicos, pero que, en
el momento decisivo, se arroja de una ventana. Su mujer tenía siempre que andar en
puntas de pie por su casa porque no soportaba ruido alguno, y le hacía tales escenas que
sus hijos se aterrorizaban. A mí me inspiraba una profunda compasión, profunda en
verdad. ¿Qué vida puede ser esa?
Pero lo que yo quiero decirte, Klaas, es esto: tenemos tanto que cambiar en
noso​tros mismos, que ni siquiera deberíamos preocupamos de odiar a aquellos a
quienes llamamos nuestros enemigos. Ya somos bastan​te enemigos los unos de los
otros. Y tampoco agoto la cuestión diciendo que entre los nuestros también hay
verdugos y gente mala. A decir verdad, no creo en absoluto en esa pretendida
«mal​dad». Me gustaría llegar a la fuente mismas de las angustias de ese hom​bre, buscar
el origen de las mismas y emprender una especie de pesquisa sobre él, para sacarle
fuera sus propios ámbitos interiores; es todo los que podemos hacer por él, Klaas, en un
tiem​po como el que nos ha tocado vivir.
Klaas hizo un gesto de hastío y de desánimo y me dijo: «Lo que quieres hacer es
a demasiado largo plazo y ya no disponemos del tiem​po suficiente». Yo le repliqué:
«Pues lo que tú quieres hacer es lo que se viene intentando desde el comienzo de la era
cristiana, incluso desde hace milenios, desde los comienzos de la humani​dad.
Permíteme la pregunta: ¿cuál crees que va a ser el resultado?».
Y le repetí una vez más, con la pasión que suelo poner siempre (a pesar de que

yo misma empezaba también a sentirme aburrida por el hecho de llegar siempre a las
mismas conclusiones): «Es la única solu​ción, verdaderamente la única, Klaas, que cada
cual se examine retrospectivamente su conducta y extirpe y aniquile en sí todo cuanto
crea que hay que aniquilar en los demás. Y convenzámonos de que el más pequeño
átomo de odio que añadamos a este mundo lo vuelve más inhóspito de lo que ya es».
Y Klaas, el viejo partisano, el veterano de la lucha de clases, dijo entonces,
dividido entre el asombro y la consternación: «Pero... ¡eso sería volver al
cristianismo!». Y yo, divertida al verlo en semejante aprieto, proseguí sin inmutarme:
«Pues sí, al cristia​nismo, ¿y por qué no?».

¡Consérvame la fuerza y la salud!

A veces, al ver aquel barracón a la luz de la luna, hecho de plata y de eternidad,


se me figuraba un juguete escapado de la mano de Dios.

24 de septiembre. «Al menos tenemos un consuelo», decía Max con su sonrisa


sardónica y ese aire duro e insolente que lo caracteriza. «En invierno, cae tanta nieve
que cubre las ventanas de los barracones, así estará oscuro incluso de día». Se creía
gracioso: «Al menos tendremos calorcito, la temperatura no descenderá bajo cero.
Además, en el barracón-oficina nos han instalado dos estufas –continuaba con su
mismo tono mordaz–. Y quienes las han traído nos han dicho que calientan tan bien,
que estallan a la primera vez que las encienden».

Podríamos soportar y compartir muchas cosas durante este invierno: con tal que
sepamos ayudarnos unos a otros a soportar el frío, la oscuridad y el hambre; con tal que
no perdamos de vista que este invierno lo vamos a soportar junto con una buena parte
de la humanidad y con nuestros «enemigos»; y con tal que nos sintamos imbricados
como en un gran todo y nos reconozcamos como los combatientes de uno de los tantos
frentes diseminados sobre la superficie de la tierra.
Tendremos un barracón de madera bajo el cielo, con literas recuperadas de la
línea Maginot, superpuestas de tres en tres, y sin luz porque el cable de París no acaba
de llegar aquí. Y si hubiese luz, nos haría falta papel para camuflar las ventanas.
He dejado todo sin acabar, y ya es de noche. Mi cuerpo se ha comportado hoy
odiosamente. Hay un ciclamen rosa fucsia bajo mi lámpara metálica. Esta tarde he
estado mucho tiempo en compañía de S. Sentí de improviso un comienzo de tristeza,
pero esto también forma parte de la vida. No obstante, te agradezco, Dios mío, me
siento casi orgullosa de que me hayas considerado digna de afrontar tus últimos, tus
más profundos misterios. Podría reflexionar sobre ellos mi vida entera. Pero esta noche
me vinieron de golpe tantas cuestiones que plantearle, cuestiones sobre él, cosas que de
pronto me parecieron totalmente oscuras. Pero ya sé que tengo que encontrarles
respuesta yo sola. ¡Qué responsabilidad tan pesada! Pero debo reconocer que me siento
capaz de asumirla. Me resulta extraño que, cuando suene el teléfono, ya no oiga nunca
más su voz, medio tierna, medio imperiosa, que me decía: «Escuche usted…». Me va a
resultar muy difícil, algunas veces. ¡Y cuánto tiempo hace que no veo a Tide!
Mi enriquecimiento de estos últimos días: las aves del cielo y los lirios del
campo, y Mateo, 6, 33: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas

cosas se os darán por añadidura».


Mañana, cita con Ru Cohen en el Café de Paris. En la plaza Adama van
Scheltema he visto a cinco personas en camisa de noche y pantuflas, y comienza ya a
hacer mucho frío; han trasladado a un enfermo de cáncer terminal, y anoche han abatido
a un judío en la Van Baerlestraat, es decir, a la vuelta de mi casa, porque intentó huir. Se
mata a tanta gente en todas partes, mientras yo escribo junto a mi ciclamen rosa fucsia y
mi lámpara metálica de escritorio. Mientras escribo, mi mano izquierda reposa sobre la
pequeña Biblia abierta. Me duele la cabeza, y también el vientre; pero en el fondo de mi
corazón brilla aún el sol de los días de verano en la landa [de Westerbork] y el campo
de lupinos amarillos, que se extendía hasta la barraca de espulgo. Hace menos de un
mes, el veintisiete de agosto, me escribía Joop: «Aquí estoy de nuevo sentando sobre la
baranda de la ventana, con las piernas colgando hacia el exterior, y escuchando el gran
silencio. El campo de lupinos ha perdido el aspecto triunfante de las horas en que los
bañaba un sol consolador. Todo se muestra ahora con una solemnidad y una paz que me
llenan de silencio y de gravedad. Salto de mi ventana, doy algunos pasos en la arena
fina, en la que me hundo, y miro la luna». Y esta carta nocturna -con una escritura
pequeña y concentrada sobre un papel infame- termina con estas palabras: «Comprendo
que se pueda decir que el único gesto imaginable aquí es arrodillarse. No, no lo he
hecho; no me parecía necesario. Me he arrodillado mentalmente, sentado sobre el
reborde de la ventana; después, he ido a acostarme».
Es tremendamente sorprendente la llegada repentina, casi furtiva, de este
hombre a mi vida, con toda su vitalidad y su entusiasmo. Y justo en el momento en que
el gran amigo, el partero de mi alma, ya entonces enfermo en la cama, sufría y volvía a
la infancia. En algunos momentos difíciles, como el que he conocido esta noche, me
pregunto qué quieres hacer de mí, Dios mío. Pero ¿es posible que eso dependa,
justamente, de lo que yo quiero hacer de ti?

De improviso, todas las aflicciones y soledades nocturnas de una humanidad


sufriente atraviesan mi humilde corazón y lo colman de un dolor nauseabundo. ¿Qué
carga debo llevar a mis espaldas en este invierno?
Pasada la guerra, quiero recorrer los diferentes países de tu mundo, Dios mío;
siento en mí el deseo de franquear todas las fronteras y descubrir el fondo común a las
diferentes criaturas, que luchan entre sí sobre la tierra. Y quisiera hablar de este fondo
común, con una voz suave y dulcísima, a la vez que incansable y persuasiva. Dame las
palabras y dame la fuerza. Pero antes quisiera estar en todos los frentes, entre todos los
que sufren. ¿No voy a tener el derecho a expresarme? Es como una pequeña ola de
calor que remonta siempre en mí, aun en los momentos más difíciles: «¡Qué bella es la
vida, a pesar de todo!». Es un sentimiento inexplicable. No encuentra ningún apoyo en
la realidad que estamos viviendo. ¿Pero no existen otras realidades que la que nos
ofrecen el periódico y las conversaciones irreflexivas y exaltadas de las gentes
atemorizadas? Existe también la realidad de ese pequeño ciclamen rosa fucsia y la del
vasto horizonte, que se puede siempre descubrir más allá de los tumultos y del caos de
esta época.
Dios mío, dame cada día una pequeña frase de poesía, y si no pudiera escribirla
porque no hay papel o no hay luz, yo la susurraré por la noche, con los ojos levantados
hacia tu inmenso cielo. Pero dame de vez en cuando una pequeña frase poética.

25 de septiembre, once de la noche. Tide me ha contado que una amiga le había


dicho después de la muerte de su marido: «Es como si Dios me hubiese hecho pasar de
una clase escolar inferior a una superior, las bancas de la nueva clase me resultan
todavía un poco altas para mí».
Y como hablábamos de su ausencia y nos asombrábamos de no sentir ningún
vacío, sino más bien una plenitud, Tide se apretujó un poco y dijo con una sonrisa
jactanciosa: «Sí, las bancas son todavía demasiado altas, a veces resulta un tanto
difícil».

Mateo, 5, 23-24: «Si en el momento de llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu


hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y ve primero a
reconciliarte con tu hermano; luego regresa y presenta tu ofrenda».

Cierto día, una flota de galeones cargados de tesoros naufragó en el océano. A


partir de entonces, la humanidad no ha cesado de intentar rescatar los tesoros hundidos.
Innumerables galeones han naufragado en mi corazón y no me será suficiente toda la
vida para intentar sacar a la superficie una parte siquiera de los tesoros que yacen en el
fondo. Me falta además el instrumento adecuado. Tendré que fabricarlo pieza por pieza.

Caminaba yo con paso corto y rápido al lado de Ru y, al final de una larga


discusión en la que una vez más habíamos agitado las «cuestiones últimas», me paré en
seco justo en medio de la Govert Flinkstraat, tan estrecha como monótona, y le dije:
«Has de saber, Ru, que tengo aún otro rasgo infantil que me hace encontrar siempre la
vida bella y que me ayuda quizás a soportarlo todo con tanta entereza». Ru me lanzó
una mirada inquisitiva, y yo le dije como si se tratara de la cosa más natural del mundo
(¿no es así, por lo demás): «Mira, creo en Dios». Me parece que se quedó un tanto
desconcertado, y se me quedó mirando un momento como para leer una indicación
miste​riosa en mi rostro; pero con un cierto distanciamiento dijo que esta​ba muy
contento de mí. ¿Será el motivo por el que me he sentido tan radiante y fuerte durante
todo el resto de la jornada? Por haber sido capaz de decir con tanta llaneza, como algo
que mana de su fuente, en medio de la grisalla de este barrio popular: «Sí, mira, creo en
Dios».

Es bueno que me haya quedado aquí algunas semanas. Voy a vol​ver a partir con
fuerzas nuevas. No he sido verdaderamente solida​ria con el grupo (de internos), estaba
demasiado a mis anchas. Es evidente que tenía que haber ido a ver (a mi llegada aquí) a
esos ancianos, los Bodenheimer, en vez de desentenderme del asunto con una mala
excusa: «De todos modos no puedo hacer nada por ellos». Hay un montón de cosas en
las que no he estado a la altura. He buscado demasiado mi placer personal. ¡Me gustaba
tanto mirar a los ojos, cara a cara, a ciertos seres, por la noche, sobre la landa...! Era
muy bello y, sin embargo, he hurtado mi atención a tantos otros seres... Incluso con
respecto a las muchachas de mi sala. De vez en cuando, les lanzaba como pasto un
trocito de mí misma, y después me ponía a salvo a toda velocidad. Eso no estaba bien.
Y, sin embar​go, estoy agradecida a lo que ha sido. Era ya muy bello, maravillo​samente
bello, y estoy agradecida también porque tendré pronto la ocasión de redimir mis faltas.
Creo que volveré con más seriedad y concentración, que estaré menos pendiente de mi

satisfacción per​sonal. Cuando se quiere ejercer una influencia moral sobre los otros, es
preciso empeñarse seriamente en nuestra moral personal. Yo vivo constantemente en
familiaridad con Dios como si fuera la cosa más simple del mundo, pero también es
necesario que ponga en regla mi propia vida de acuerdo con esto. Todavía no he llegado
hasta ahí, ¡oh, no!, y, sin embargo, me comporto a veces como si ya hubiera alcanzado
mi meta. Soy juguetona, me gusta estar a mis anchas, a menudo me tomo las cosas más
como artista que como mujer responsable, y hay también en mí el gusto por lo extraño,
por lo caprichoso y la aventura. Pero sentada a esta mesa de trabajo, en medio de la
noche que avanza, siento en mí la fuerza apremiante y directiva de una gravedad cada
vez más presente, cada vez más pro​funda, una especie de voz silenciosa que me dicta lo
que debo hacer y me obliga a anotar con toda franqueza: he fallado a mi misión por
todas partes. Mi verdadero trabajo no ha hecho más que comenzar. En el fondo, hasta
ahora se trataba más de una diversión que de otra cosa.

26 de septiembre, nueve y media. Dios mío, te doy gracias porque me has hecho
conocer a una de tus criaturas, alma y cuerpo.

Debería remitirte muchas más cosas, Dios mío. Y dejar de ponerte condiciones:
«Si me das buena salud, entonces…». Aunque no goce de buena salud, la vida continúa
y no deja de ser la mejor posible. ¿Cómo voy a ponerte exigencias? No, no lo haré.
Además, desde el momento en que he renunciado a ello, mis dolores de vientre han
mejorado.

Temprano en la mañana, me puse a hojear mis cuadernos. Mil recuerdos


vinieron a mi mente. Ha sido un año extraordinariamente rico. Además, cada día aporta
una nueva riqueza. Gracias por haberme concedido tanto espacio interior para poder
acogerlas todas.

Me doy cuenta cada vez más de que Rilke ha sido uno de mis grandes
educadores en este último año, cada instante que pasa me lo confirma.

27 de septiembre de 1942. ¿Cómo puede uno quemar con un fuego tan


centelleante? Todas las palabras, todas las expresiones empleadas por mí hasta ahora me
parecen grises, pálidas y descoloridas, en comparación con esta intensa alegría de vivir,
este amor y esta fuerza que brotan de mí como llamaradas.
Mi hermano pianista, de veintiún años, me ha escrito mientras se encontraba en
un hospital psiquiátrico, en este enésimo año de la gue​rra: «Henny, yo también creo, sé
que después de esta vida existe otra. Creo incluso que algunas personas son capaces de
ver y sentir la presencia de la otra vida en esta misma vida. En ese otro mundo, las
discretas sugerencias de la mística se transforman en realidad viva; los objetos y las
palabras de todos los días, en su trivialidad, acceden a un sentido superior. Es posible
que después de la guerra los hombres se abran más a esta realidad y se persuadan
colectivamente de la existencia de un orden superior del universo».

«Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres..., si no tengo amor, de nada

me sirve».

Tú, que eras tan vulnerable, ya no tienes necesidad de sufrir. Yo puedo


soportarlo muy bien, este frío y estas decenas de metros de alambre espino​so, y
continúo viviendo de ti. Lo que en ti era inmortal, yo lo prolongo en mi vida.

Es curioso cómo una persona acaba siempre por remitirse a algo material: Tide
me ha dado este pequeño peine rosa todo roto, que pertenecía a S. En el fondo no quiero
tener ni siquiera sus fotos, y tal vez llegue el momento en que ni mencionaré ya su
nombre, pero este peinecito rosa, todo sucio, con el que le vi durante un año y medio
poner en orden sus ralos cabellos, me lo he guardado en mi cartera entre mis
documentos más importantes, y seré capaz de alocarme si lo pierdo. El ser humano es,
sin duda, una criatura extraña.

28 de septiembre. «Audi et alteram partem» [escucha también la otra parte].


El asesino del gas asfixiante que se oculta bajo un nombre falso, el muguete y la
enfermera seducida.

Me ha impresionado, ciertamente, que ese médico de carácter galante me haya


dicho, después de observarme con sus ojos melancólicos: «Tiene usted una vida
espiritual demasiado intensa, le hace mal a la salud, su cuerpo no la soporta». Cuando
se lo dije a Jopie, él me dijo, con tono pensativo y aprobatorio: «Probablemente tiene
razón». He pensado mucho en estas palabras y estoy cada vez más persuadida de que es
todo lo contrario. Es cierto que llevo una vida muy intensa, con una intensidad que a
veces me parece incluso demoníaca y extática, pero cada día renuevo mis fuerzas en la
fuente originaria, en la vida misma, y de tanto en tanto gozo del reposo que me da una
oración. Y esto, las gentes que me dicen «tú vives demasiado intensamente», no lo
saben, ignoran que uno puede retirarse en la oración como en una celda monacal, y que
así se puede seguir adelante con renovada paz y energía.
Creo que a la mayoría de la gente el miedo a dispersarse es lo que le priva de sus
mejores fuerzas. Cuando, al término de un largo y laborioso proceso mantenido de día
en día, logramos hallar en nosotros un acceso a las fuentes originales, que yo he optado
por llamar «Dios», y cuando en adelante nos esforzamos por liberar de todo obstáculo
el camino que nos conduce a Dios (lo cual sólo se obtiene mediante un trabajo interior
sobre uno mismo), entonces nos abrevamos continuamente de aquella fuente y ya no
hay por qué temer que nuestras fuerzas se agoten.

Yo no creo en las constataciones objetivas. Infinito haz de interacciones


humanas.

Se dice que has muerto demasiado pronto. Bueno, habrá un libro menos de
psicología publicado, pero habrá entrado un poco más de amor a este mundo.

29 de septiembre. Muchas veces decías: «Esto es un pecado contra el espíritu y


se tendrá que pagar; todo pecado contra el espíritu se paga tarde o temprano». Yo creo
también que todo pecado contra el amor a los demás se paga, en el hombre mismo y en
el mundo circundante.

Una vez más, anoto para mi propio uso: Mateo 6,34: «Así que no os preocupéis
del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su
propia fatiga».
Tenemos que eliminar a diario, como a pulgas, las mil pequeñas preocupaciones
que nos inspiran los días futuros y corroen nuestras mejores fuerzas creado​ras.
Tomamos mentalmente toda una serie de medidas para los días siguientes, y nada, pero
nada de nada, sucede como habíamos pre​visto. Cada día tiene bastante con su propia
fatiga. Es preciso hacer lo que hemos de hacer y, respecto a lo demás, tener buen
cuidado de no dejarnos contaminar por las mil pequeñas angustias que son otras tantas
mociones de desconfianza respecto a Dios. Acabará arre​glándose todo lo referente a mi
permiso de residencia en Amsterdam y a mis cupones de racionamiento; no hay de qué
atormentarse por el momento, mejor será dedicarme un rato a un tema ruso. Nuestra
única obligación moral consiste en desbrozar en nosotros extensos claros de paz y
exten​derlos poco a poco, hasta que esa paz irradie hacia los demás. Y cuanta más paz
haya en los seres, tanta más habrá también en este mundo en ebullición.

Ante todo, llamar por teléfono a Toos. Jopie escribe que no mandará más
paquetes. Está sucediendo de todo, allí. Haanen ha escrito una carta a su mujer: dice
demasiado poco para poder entender y demasiado como para no preocuparse.
Sentimiento horrible. Y también dentro de mí siento que despunta una angustia nefasta.
Tengo que reaccionar. Tengo que retirarme, aislarme de todos esos rumores estériles
que se expanden como una enfermedad contagiosa. Me hago una idea aproximativa de
la vida interior de toda esa gente. Vida pobre y árida. Por eso se llega a decir, como he
oído tantas veces: «Ya no soy capaz ni de leer un libro, no puedo concentrarme. En otro
tiempo, mi casa estaba siempre llena de flores, pero ahora no, y ni ganas tengo». Son
vidas empobrecidas, indigentes. He aprendido claramente a qué me debo oponer. Si
sólo se pudiera enseñar a esas gentes que pueden «trabajar» su vida interior y
reconquistar su paz… Si tan sólo se les pudiera hacer ver que pueden mantener una vida
productiva y confiada a pesar de los miedos y rumores que nos asaltan. Que podrían
arrodillarse en el rincón más remoto y apacible de su ser y permanecer allí hasta que por
encima de ellos se extienda un cielo claro y transparente, nada más ni nada menos.
Desde anoche he podido experimentar de nuevo en mí misma todo lo que la gente debe
estar sufriendo; es bueno sumergirse en ello periódicamente y probar los remedios que
hay que aportar. Y luego, continuar imperturbables el camino por los vastos y abiertos
paisajes del propio corazón. Pero todavía no he llegado a ese punto. Ahora debo ir al
dentista y por la tarde al Keizersgracht.

Miércoles 30 de septiembre de 1942. Debemos permanecer fieles a todo lo


emprendido en un momento de entusiasmo espontáneo, demasiado espontáneo quizá.
Debemos permanecer fieles a todo pensamiento, a todo sentimiento que haya
empezado a germinar.
Debemos mantenernos fieles en el sentido más universal de la palabra: fieles a
nosotros mismos, fieles a Dios, fieles a lo que consideramos como nuestros mejores
momentos.
Y allí donde nos encontremos, debemos estar presentes al cien por cien. Mi
«hacer» consistirá en «ser». Ahora bien, hay un punto en el que mi fidelidad debe
fortalecerse, un punto en el que he faltado más que en otros a mis deberes: es el que
estoy obligada a llamar «mi talento creador», por escaso que sea. Sea como fuere, hay
un montón de cosas que esperan ser dichas o escritas por mí. Ya va siendo hora de que
me ponga a ello. Pero me sustraigo con los más diversos pretextos, falto a mi misión.
También es verdad, lo sé muy bien, que debo tener la paciencia de dejar crecer en mí lo
que tenga que decir. Pero debo contribuir a este crecimiento, ir por delante de él y no
esperarlo pasivamente. Siempre pasa lo mismo; quisiéramos escribir enseguida cosas
sorprendentes o geniales, nos dan vergüenza nuestras trivialidades. Sin embargo, si en
mi vida, si en este momento de mi vida, en la época en que nos encontramos, tengo un
verdadero deber, es el escribir, anotar, conservar. Mientras tanto, dirigiré mis cosas
normalmente. Leo la vida como un todo coherente y sé que soy capaz de leerla. Por
presunción y por indolencia juvenil, creo que seré capaz de recordarlo y que podré
después contarlo. Pero debo ponerme pequeñas metas. Vivo intensamente mi vida, hasta
el fondo, y siento crecer en mí la conciencia de mis obligaciones con respecto a lo que
es preciso llamar mis talentos. Pero, ¿por dónde comenzar, Dios mío? Hay tantas cosas.
No debes pretender escribirlas tal como las acabas de vivir, con tanta intensidad; eso
sería un error. No se trata de eso. Pero ¿cómo voy a arreglármelas para dominar toda la
materia? Todo lo que sé es que voy a tener que aplicarme a la tarea, y que tendré la
fuerza y paciencia necesarias para llegar a puerto sola. Pero necesito permanecer fiel a
mi misión, cesar de dispersarme como arena al viento. Me divido y me reparto entre la
multitud de afectos, impresiones, personas y emociones que me alcanzan. Debo
permanecer fiel a todos. Pero a todo eso añadiré una nueva fidelidad: la que debo a mi
talento. No basta con vivir todo eso. Es preciso que añada algo de mi propia cosecha.
Me parece discernir con una creciente nitidez los abismos abiertos donde se
desvanecen las fuerzas creadoras de un ser y su alegría de vivir. Son las fallas que se
abren en nuestro psiquismo y se lo tragan todo. Cada día tiene bastante con su propia
fatiga. Los peores sufrimientos del hombre son aquellos de los que tiene miedo. Y,
además, está la materia, que siempre tira del espíritu y no a la inversa. «Tú vives
demasiado en el espíritu». ¿Y por qué no? ¿Porque mi cuerpo no ha cedido de
inmediato a tus ávidas manos? Decididamente, el hombre es una criatura extraña.
¡Cuánto querría escribir! En un lugar, al fondo de mi ser, hay un taller en el que los
titanes forjan de nuevo el mundo. En cierta ocasión, estando al límite de mis fuerzas,
escribí: «¿Por qué ha de ser en mi cabecita, en mi cerebro, donde tenga que explicarse
el mundo?». Pero el hecho es que lo sigo pensando de tanto en tanto, con una
presunción casi diabólica. Puedo cada vez más liberar mis fuerzas creadoras de las
necesidades materiales, de la representación del hambre, del frío y de los peligros.
Porque el gran obstáculo es siempre la representación, no la realidad. La realidad la
asumimos con todo el sufrimiento y todas las dificultades que la acompañan, nos
hacemos cargo de ella, nos la cargamos a la espalda, y llevándola es como crece nuestra
resis​tencia. Pero la representación del sufrimiento -que no es el sufri​miento, pues éste
es fecundo y puede hacer que nuestra vida sea pre​ciosa- hay que romperla. Y
rompiendo estas representaciones que aprisionan la vida detrás de sus rejas, liberamos
en nosotros mismos la vida real con todas sus fuerzas, y nos volvemos capaces de
sopor​tar el sufrimiento real, tanto en nuestra propia vida como en la de la humanidad.

Viernes 2 de octubre de 1942, por la mañana, en mi cama. Voy a asumir los


riesgos – no soy del todo honesta conmigo misma. Tengo que aprender una lección, la
más difícil, Dios mío: aceptar los sufrimientos que tú me envíes, no los que yo he
escogido.

Gasto demasiadas palabras en estos días para convencer a los demás y a mí


misma de que debo volver al campo y de que mis dolores de estómago no son nada
serio: quizá no lo sean en verdad, pero cuando hay necesidad de tantas argumentaciones
es porque la cosa no marcha. Y de hecho es así, algo no va bien. Sea como sea, el hecho
es que debo reponerme y animarme a mí misma: «Por supuesto que, en los tiempos que
corren, cualquiera puede tener náuseas o sentirse sin fuerzas alguna vez, pero eso así
como viene se va en pocos días, no se habla más y se sigue adelante».

Tengo la impresión de que, con sólo extender la mano, podría tener en el puño a
toda Europa, incluida la Rusia; así de pequeñas y familiares se me han vuelto todas esas
tierras. ¡Todo me parece tan tangible y tan cercano, aun a esta cama! Recuérdalo bien:
aun a esta cama. Aunque me vea obligada a quedar postrada en ella, quieta e inmóvil,
semanas enteras. Pero esto me parece muy difícil de soportar. No puedo hacerme a la
idea de tener que guardar cama.
Te prometo [Dios mío] vivir de acuerdo con lo mejor de mis fuerzas creativas,
allí donde a ti te plazca que yo esté y permanezca. Pero me gustaría muchísimo volver
al campo a partir del miércoles, aunque sólo sea por dos semanas. Sí, ya sé que hay
riesgos, que el campo está llenándose de SS y cubriéndose de alambre de espino, y que
la vigilancia es mayor cada día... Es posible que ya ni nos dejen salir en dos semanas.
Son cosas que siempre pueden pasar. ¿Estás dispuesta a asumir ese riesgo?
De hecho, el médico no me ha mandado en absoluto que guarde cama. Incluso
estaba extrañado de que no hubiera vuelto a Westerbork. Pero ¿qué importa ese
médico? Aunque cien médicos de todo el mundo diagnosticaran que gozo de perfecta
salud, si una voz interior me intima la orden de no volver al campo, no volveré.
Esperaré una señal tuya, Dios mío. Mientras tanto, me dispongo a partir. Quiero
proponerte un trato: ¿quieres hacerme un favor? Si el próximo miércoles me encuentro
bien, regresaré a la landa por dos semanas. Si me encuentro mal y no puedo partir, te
prometo quedarme aquí y cuidar mi salud. — ¿Aceptas este tipo de transacciones? Me
temo que no... No obstante, ¡cuánto quisiera poder partir el miércoles, por tantos buenos
motivos! De momento, debo procurar dormir un poco, aunque tengo todavía mucho que
decirte. Siento que mi paciencia, la más profunda y verdadera, me ha desaparecido. Ya
volveré a recuperarla cuando sea necesario. Mi sinceridad siempre estará conmigo. Pero
por ahora todo se ha puesto muy difícil.
Esperaré hasta el domingo: si veo que no se trata de simples mareos pasajeros,
seré razonable y me quedaré. Me doy tres días de plazo. Pero tengo que estar tranquila.
Querida, no hagas estupideces. No consumas en unas semanas la energía de toda una
vida. Ya tendré tiempo para encontrar a las personas que quiero encontrar. No todo se
juega en un par de semanas, no juegues con tu vida, que es preciosa. No provoques
deliberadamente a los dioses, que han arreglado todo maravillosamente para ti, no
destruyas ahora su trabajo. Me doy tres días de plazo.

Más tarde. Estoy firmemente decidida a partir... Tengo la impresión de que mi


vida allí no ha terminado. Mi vida no forma un todo. Es un libro (¡y qué libro!) que he
abandonado justo a la mitad. ¡Me gustaría tanto proseguir mi lectura...! Allí abajo, tuve
a veces la impresión de que toda mi existencia anterior no había sido más que una larga
preparación para la vida en el seno de la colectividad del campo, mientras que yo había
vivido siempre en medio del aislamiento y el retiro.

Más tarde. Florecer y dar frutos en cualquier terreno en que sea plantada — ¿no
sería ésta nuestra finalidad? ¿Y no debemos justamente colaborar en su realización?

Creo que aprenderé. Se debería renunciar a todos esos nombres científicos, o


dejarlos sólo para los especialistas. Hemorragia estomacal, úlcera, anemia, no es
necesario saber esos nombres para darse cuenta del estado en que uno está. Lo más
probable es que tenga que guardar cama unos días, pero no quiero aceptarlo y me
invento razonamientos bellísimos para demostrar que lo que tengo no es grave y que
debo partir el miércoles. Voy a mantener lo dicho: me pondré tres días de plazo y si
constato que sigo presa de este caparazón de flaqueza que siento que se ha cerrado
sobre mí, entonces renunciaré provisionalmente; es decir, renunciaré a mis proyectos
presuntuosos. ¿Y si el lunes me siento bien? En ese caso, iré a buscar a Neuberg y le
diré con mi estilo más cautivador — ya me veo sonriéndole con todos mis dientes,
exhibiéndole mi nueva corona de porcelana bordeada de oro—: «Doctor, vengo a
hablarle como a un amigo. Usted sabe cómo andan las cosas allá, por eso me gustaría
tanto volver… ¿cree usted que sería razonable?» Y estoy segura de que me responderá
que sí, porque seré lo más persuasiva posible. Le haré darme la respuesta que quiero oír.
Así es como viven los hombres: se sirven de los demás para persuadirse de algo en lo
que, en el fondo, no creen. Se busca en el otro un instrumento para cubrir el sonido de
su propia voz interior. Si cada uno de nosotros escuchase sólo un poco más su voz
interior, si intentáramos hacerla resonar dentro de nosotros, ciertamente habría menos
caos en el mundo.
Creo que aprenderé a aceptar la parte que me corresponda, cualquiera que sea.
¡Cuantas cosas he aprendido estando en cama esta mañana!

Siento siempre una profunda satisfacción cuando veo que los planes humanos
más ingeniosos se derrumban como castillos de cartas. Deberíamos habernos casado;
juntos, habríamos ciertamente afrontado con éxito los peligros de estos tiempos. Pero he
aquí que en la más remota esquinita de aquel gran cementerio florido de Zorgvlied, un
cuerpo consumido yace bajo una losa (me gustaría verla); y yo en mi caparazón de
flaqueza, me encuentro acostada en esta pequeña pieza que me sirve de habitación
desde hace ya casi seis años. Vanidad de vanidades — pero lo que ciertamente no fue
vanidad fue el descubrir en mí la facultad de confiarme totalmente a alguien, de ligarme
a él y de compartir con él la angustia. Además, ¿acaso no me ha allanado el camino que
conduce directamente a Dios, después de haberme trazado este camino con sus manos
tan imperfectas, por cierto, y tan demasiado humanas?
No, querida, no me gusta nada cómo se está portando tu cuerpo bajo las mantas.
No hay nada peor que no poder moverse. ¡Y cuánto me he movido, Dios mío,
cuánto me he movido! Me asombraba y me quedaba encantada al ver cómo recorría tus
caminos desconocidos, cargando una mochila sobre mis espaldas poco avezadas. Era un
verdadero milagro. De repente, se me abrieron las puertas al mundo, a ese mundo al que
jamás hubiera creído poder tener acceso. ¡Y ahora el acceso está completamente
abierto! Pero heme aquí, de momento, enferma, desagradablemente enferma. Querida,
te quedan todavía dos días y medio de plazo.

Un día iré a visitar, uno por uno, a todos los que han pasado por mis manos allí
abajo, en ese rincón de landa. Y si no los encuentro, encontraré sus tumbas. Ya no podré
quedarme tranquilamente sentada ante esta mesa de trabajo. Quiero recorrer el mundo,
ir a cerciorarme con mis propios ojos y oídos de lo que les ha sucedido a todos los que
hemos dejado partir.

Al final de la tarde. He andado un poco por casa. Tal vez esto se pueda arreglar
mejor de lo previsto, ​quizá no sea más que un poco de anemia general, que podré
solucionar con algún frasco de medicina. Por lo demás, una persona no puede ser corta
de miras, no puede ver las cosas sólo a cortos plazos.

Ahora resulta, por lo visto, que mi nombre está en una «lista bloqueada». «Si
entiendo bien, tendría entonces que saltar de alegría», le he dicho al notario cojo. Pero
yo no quiero en absoluto esos folletos por los cuales los judíos se pelean a muerte entre
sí. ¿Por qué tenían que tocarme justamente a mí? Quisiera estar presente en todos los
campos de que está cubierta Europa, presente en todos los frentes. No quiero en
absoluto estar, como suele decirse, «en seguridad». Quiero estar en el teatro de las
operaciones. Quisiera suscitar, allí donde me encuentre, un inicio de fraternización
entre aquellos a quienes se llama «enemigos». Quiero comprender lo que pasa, y
quisiera que todos aquellos a quienes pueda llegar (y sé que hay muchos: ¡devuélveme
la salud, Dios mío!) comprendan los acontecimientos del mundo a través de mí. Pero
¿qué es todo eso «si no tengo amor»?

Sábado 3 de octubre, seis y media de la mañana, en el baño. Comienzo a sufrir


de insomnio. Esto no va. Esta mañana, al alba, salté de la cama y me arrodillé ante la
ventana. El árbol familiar se erguía inmóvil en la madrugada grisácea y silenciosa. He
rezado: Dios mío, concédeme esa paz profunda y poderosa que se difunde sobre tu
naturaleza. Si quieres hacerme sufrir, inflígeme un gran sufrimiento, de esos que lo
invaden todo, pero no esas mil pequeñas preocupaciones que roen hasta los huesos y
consumen completamente. Dame paz y confianza. Haz que cada una de mis jornadas
sea más y mejor que la suma de las preocupaciones por la vida cotidiana. Todas
nuestras preocupaciones por el alimento, el vestido, el frío, la salud, ¿no son acaso otras
tantas mociones de desconfianza respecto a ti, Dios mío? ¿Y no nos castigas tú
inmediatamente, con el insomnio, por ejemplo, o vaciando nuestra vida de todo
sentido? Estoy dispuesta a reposar en cama algunos días, pero no quiero ser otra cosa
que una gran oración ininterrumpida. Y una gran paz. Debo volver a tener paz en mí.
«La paciente debe llevara una vida tranquila». Cuida tú mi paz, Dios mío, donde me
encuentre. Puede ser que ya no la sienta porque me estoy lanzando a actividades
equivocadas. Tal vez, no lo sé. Soy una persona muy sociable, Dios mío, y no me he
dado cuenta. Quiero estar entre los hombres, entre sus angustias, quiero verlo todo y
comprenderlo para contarlo después.
¡Me gustaría tanto tener buena salud...! Me atormento en exceso pensando en mi
salud, y eso no me sirve de nada. ¡Ojalá pudiera ser ganada por esa impasibilidad que
impregnaba esta mañana tu alba grisácea! ¡Ojalá haya en mi jornada algo más y distinto
que la preocupación por mi cuerpo! Mi último recurso ha sido siempre saltar de la cama
y arrodillarme en un rincón protegido de la habitación. Tampoco quiero obligarte, Dios
mío, a curarme en dos días. Sé que todo debe desarrollarse orgánicamente, siguiendo un
lento proceso. Ya son casi las siete. Voy a asearme, voy a rociarme con agua fría de la
cabeza a los pies; luego, volveré a acostarme y ya no me moveré, no me moveré en
absoluto, ni escribiré en este cuaderno; me esforzaré en mantenerme distendida en la
cama y en no ser más que oración. Ya me ha ocurrido con mucha frecuencia
encontrarme tan mal que estaba segura de no poder recuperarme antes de dos semanas;
y sin embargo, al cabo de algunos días, se había acabado. Pero, de momento, no vivo
como debiera. Intento forzar el destino. Con todo, si tengo la menor posibilidad, me
gustaría partir el miércoles. Sé muy bien que, en el estado en que me encuentro, no seré
de gran ayuda para la colectividad. Me gustaría recobrar un poco de salud. Pero no
hemos de «querer» las cosas. Es preciso dejarlas que se cumplan en nosotros, y eso es
precisamente lo que estoy olvidando hacer en este momento. No lo que yo quiero, sino
que se cumpla tu voluntad.

Un poco más tarde. ¡No cabe duda, es nuestro total exterminio! Pero
soportémoslo al menos con gracia.
No hay un poeta en mí, hay un pedacito de Dios que podría volverse creación
poética.
Debe haber un poeta en un campo de concentración, que viva como poeta esa
vida (¡sí, esa misma vida!) y sepa cantarla.
Por la noche, acostada en mi litera, en medio de mujeres y muchachas que
roncaban suavemente, o soñaban en voz alta, o lloraban silenciosamente, o se agitaban
— las mismas que de día afirmaban tantas veces: «No queremos pensar», «No
queremos sentir, para no volvernos locas» —, experimentaba a veces una ternura
infinita, y me quedaba despierta, dejando desfilar antes mis ojos los acontecimientos
vividos y las impresiones, siempre demasiadas, del día, siempre demasiado largo, y
pensaba: «Quisiera ser el corazón pensante del barracón». Ahora quiero serlo
nuevamente. Querría ser el «corazón pensante» de todo un campo de concentración.
Ahora estoy aquí acostada, pero ya plena de paciencia y de nuevo en paz y, sin forzar
las cosas, ya me siento mejor; leo las Cartas de Rilke sobre Dios, Über Gott, y cada
palabra suya me parece llena de sentido; yo hubiera podido escribir esas cartas, y si las
hubiese escrito, habrían sido exactamente así. Me siento de nuevo con fuerzas para
partir; y ya no pienso en proyectos ni en riesgos; venga lo que venga, todo irá bien.

Sábado, cuatro de la tarde. No, renuncio, me rindo totalmente. No puedo partir


el miércoles con estas piernas tan vacilantes. ¡Qué pena me da! Pero agradezco el poder
seguir descansando aquí con toda tranquilidad, rodeada de personas tan dispuestas a
cuidarme. Primero tengo que curarme bien; no quiero ser una carga pesada para la
comunidad. Me sigo sintiendo un poco enferma de la cabeza a los pies, aprisionada en
un caparazón de debilidad y de vértigos.
Por consiguiente, nada de caprichos ni de impaciencias. ¿A qué tanta prisa para
ir a compartir mis miserias con las de mis compañeros de infortunio detrás de una
alambrada espinosa? ¿Y qué son seis semanas en comparación con una vida entera?
Siento como si un círculo de hierro ciñera mi cráneo y que el peso de toda una ciudad
en escombros y ruinas agobiara mi cabeza. No quiero ser la hoja enferma y seca que se
desprende del tronco de la comunidad.

Sábado 3 de octubre, nueve de la noche. Si quieres realmente curarte, tienes que


llevar otra vida: deberías callarte durante algunos días, encerrarte en tu cuarto y no dejar
entrar a nadie; es la única manera. Lo que estás haciendo no está bien. ¿Vas, por fin, a
entrar en razón?
Deberíamos orar día y noche por esos miles de personas. No deberíamos
interrumpir ni un minuto nuestra oración.

Yo sé que llegará el día en que me sabré expresar bien.

Domingo 4 de octubre, por la noche. Esta mañana me visitó Tide. Esta tarde, el
profesor Becker. Más tarde, Jopie Smelik. Almuerzo con Han. Mareos y debilidad.
¡Dios mío, tú confías a mi cuidado tantas cosas preciosas...! Esperemos que sepa
cuidarlas y administrarlas con tino. Todas esas conversaciones con mis amigos no me
valen de nada en este momento. Me repito en ellas hasta la saciedad. No tengo aún la
fuer​za necesaria para aislarme. Encontrar el justo equilibrio entre mi lado introvertido y
mi lado extrovertido es la tarea más árdua que me espera. Ambas tendencias tienen la
misma fuerza en mí. Me gustan los contactos humanos. Diríase que la intensidad de mi
atención consigue sacar de ellos lo mejor y más profundo que tienen. Se abren a mí, y
cada ser se me convierte en una historia, una historia que me cuenta la vida misma. Y
mis ojos, maravillados, no cesan de leer este gran relato. La vida me confía un montón
de historias, que yo debería contar a mi vez y exponer, en términos claros, a todos los
que no saben leer a libro abierto el texto de la vida. Dios mío, tú me has dado el don de
leer. ¿Querrás darme también el de escribir?

De pronto, en medio de la noche. He quedado a solas con Dios. No hay ninguna


persona para ayudarme. Tengo responsabilidades, pero todavía no las he cargado del
todo sobre mis hombros. Continúo jugando y todavía soy indisciplinada. No me siento
empobrecida, sino todo lo contrario, enriquecida y en paz. En lo sucesivo, estoy
completamente a solas con Dios. Buenas noches.

Jueves 8 de octubre, por la tarde. Sigo enferma, no soy capaz de hacer nada.
Una vez curada, iré a recoger allí todas mis lágrimas y todos mis miedos. Aunque de
algún modo ya lo hago aquí, en la cama. ¿No será ésta la causa de mis mareos y de mi
fiebre? No quiero ser la cronista de atrocidades. Tampoco de sensaciones violentas.
Justo esta mañana le decía a Jopie: «A pesar de todo, vuelvo a la misma idea: la vida es
bella». Y creo en Dios. Y quiero plantarme en medio de todo eso que los hombres
llaman «atrocidades», para decir y repetir: «La vida es bella». Pero, por ahora, aquí
estoy acostada en un rincón, con fiebre y mareos, sin poder hacer nada. Hace poco me
desperté con la garganta seca, tomé mi vaso y sentí una profunda sensación de gratitud
por ese sorbo de agua, que me hizo exclamar: «¡Ah, si pudiese tan sólo circular allí
entre esos desdichados amontonados a millares para poder ofrecer siquiera un sorbo de
agua a algunos de ellos». Pero me tranquilizo y tengo siempre la misma reacción:
«¡Vamos, no es tan grave, cálmate, no es tan grave, tranquilízate!». Cada vez que una
mujer o un niño hambriento se ponían a llorar detrás de nuestras oficinas de registro, me
acercaba a ellos y me quedaba allí, como para protegerlos, con mis brazos cruzados
sobre el pecho, sonriendo y diciendo para mis adentros a ese pequeño ser humano
encogido en sí mismo y desamparado: «Vamos, no es tan grave, no es tan terrible». Y
me quedaba allí, ofreciendo sólo mi presencia, ¿qué más se podía hacer? Otras veces,
me sentaba al lado de alguno, le pasaba un brazo por su hombro, no decía nada, sólo
miraba a las personas a la cara. Nada me parecía extraño, ninguna de esas formas de
sufrimiento humano. Todo me resultaba tan familiar, como si ya lo hubiese conocido o
vivido ya alguna vez. Algunos me dicen: tú debes tener nervios de acero para poder
resistir tanto. Pero nada de eso; no tengo nervios de acero sino, más bien, nervios a flor
de piel, pero sí soy capaz de resistir. Tengo el valor de mirar cara a cara al sufrimiento;
el sufrimiento no me da miedo. Y al final de cada jornada, siempre tengo el mismo
sentimiento: el amor a mis semejantes. No he sentido ninguna amargura ante los
sufrimientos que les infligían; sólo he sentido amor por ellos, por el modo como los
soportaban, por más que no estaban preparados para soportar nada. Me viene a la mente
aquel rubio Max, de cabeza rapada en la que comenzaba a crecer el pelo, y de ojos
azules tiernos y soñadores: lo habían maltratado tanto en Amersfoort, que tuvieron que
sacarlo del grupo de los que iban a ser deportados y mandarlo a un hospital. Una noche
nos relató todas las torturas que le habían hecho sufrir. Llegará un día en que otros, no
yo, publicarán detalladamente estas prácticas de tortura, describiendo todos sus
refinamientos; y será necesario que se haga para que se sepa completa la historia de este
tiempo. Pero estas descripciones no van conmigo, y yo personalmente no siento esa
necesidad.

Al día siguiente. Entre tanto y de manera imprevista llegó mi padre. Muchos


nervios por ambas partes. «Pequeña beguina melosa». «Don Quijote con faldas». Y yo:
«Señor, haz que desee más comprender que ser comprendida».
Ahora son las once de la mañana. Jopie debe haber llegado ya a Westerbork.
Con ella va un pedazo de mí. Esta mañana he tenido que luchar de nuevo contra la
impaciencia y el desaliento: me dolía la espalda, las piernas me pesaban terriblemente,
estas piernas con las que quisiera recorrer el mundo entero, pero que de momento son
incapaces de todo. Pero todo vendrá. No seamos tan materialistas: ¿acaso no recorro
todo el mundo estando como estoy, postrada en mi cama de enferma?
En mí circulan los grandes ríos y se levantan las grandes montañas. Detrás de los
arbustos de mis angustias y de mi desasosiego, se extienden las vastas planicies de mi
paz interior y de mi dichosa confianza. Llevo dentro de mí todos los paisajes. Tengo
todo el espacio que quiero. Llevo en mí la tierra y llevo el cielo. Y entiendo
perfectamente que los hombres hayan podido crear el infierno. Ya no viviré jamás mi
infierno personal — ya lo he experimentado suficientemente una vez y me basta para
toda mi vida —, pero puedo vivir muy intensamente el de los otros. Y conviene que así
sea, para no volverse demasiado autosuficiente.

Por paradójico que pueda parecer, cuando se desea encarecidamente la presencia


física de un ser amado, cuando se aplican todas las propias energías en el deseo estar
junto a la persona amada, en el fondo no se le hace justicia: porque ya no se conserva
ninguna fuerza para estar realmente con ella.

Voy a retomar mi lectura de San Agustín. ¡Qué severidad, pero qué fuego! ¡Qué
pasión! ¡Y qué abandono sin reservas en sus cartas de amor a Dios! A decir verdad, no
se debería escribir cartas de amor más que a Dios. ¿Soy realmente presuntuosa si digo
que tengo demasiado amor en mí para contentarme con darlo a un solo ser? La idea de
que toda la vida se tenga que amar siempre y únicamente a una persona, excluyendo a
las demás, me resulta ridícula. Sería empobrecedor y mezquino. ¿Llegaremos algún día
a comprender que el amor a todo ser humano nos aporta infinitamente más felicidad y
es más fecundo que el amor (exclusivo) al sexo opuesto, que priva de su sustancia a la
comunidad humana?
Junto mis dos manos en un gesto que se me ha vuelto entrañable y te envío, a
través de la oscuridad de este anochecer, palabras locas y palabras graves. Imploro una
bendición sobre tu cabeza llena de rectitud y bondad. En una palabra, se puece decir
que oro. ¡Buena noches, querido!

Sábado por la noche. Me siento capaz de soportar y aceptar esta vida y este
tiempo.
Y aunque las turbulencias sean demasiado fuertes y no sepa cómo salir de ellas,
siempre tendré dos manos que juntar y una rodilla que doblar. Es éste un gesto que a
nosotros, los judíos, no nos lo ha transmitido de generación en generación. Yo he tenido
que aprenderlo con esfuerzo. Es la herencia más preciada que he recibido del hombre,
cuyo nombre ya casi he olvidado, pero cuya mejor parte continúa viviendo en mí.
¡Qué extraña historia la mía, la de la chica que no sabía arrodillarse. O, mejor
dicho, de la chica que aprendió a orar. Es mi gesto más íntimo, más íntimo aún que el
que tengo en la intimidad con un hombre. Ciertamente, no se puede poner en una sola
persona todo el amor que uno tiene.

Domingo 11 de octubre, por la tarde entre dos siestas. Que haya en nosotros una
sustancia (no encuentro otra palabra) con vida propia y de la que podríamos extraer
muchas cosas, es un hecho del que voy tomando consciencia cada vez más. A partir de
esa sustancia, puedo crear una multitud de vidas, que se nutrirán de mí. Yo no la
domino bien todavía. Quizá porque todavía no confío mucho en su existencia. Por mi
parte, lo único que tengo que aportar es el espacio para que esas vidas se desarrollen, y,
aparte de eso, la mano que sostendrá la pluma para describir todas esas vidas, con las
ideas y experiencias que les sean propias.

12-10-42. Todas mis impresiones están aquí, como estrellas centelleantes sobre
el terciopelo oscuro de mi memoria.

La edad del estado civil no es la del alma. Pienso que, cuando se nace, el alma
ya ha alcanzado una cierta edad que no cambia en lo sucesivo. Se puede nacer con un
alma de doce años. Pero se puede nacer también con un alma de mil años, hay
muchachitos de doce años en los se siente un alma así. Creo que el alma es la parte más
inconsciente del hombre, sobre todo en Occidente; pienso que un oriental «vive» su
propia alma mucho más. El occidental no sabe en verdad qué hacer y se avergüenza de
ella como de una cosa indecente. El alma es otra cosa distinta de lo que llamamos
«temperamento». Hay personas que tienen mucha «personalidad», pero poca alma.

Ayer le pregunté a Maria, a propósito de cierta persona: ¿Es inteligente? – Sí, me


respondió ella, pero sólo cerebralmente.
S. solía decir de Tide: «Tiene la inteligencia del alma».

Cuando S. y yo hablábamos de nuestra diferencia de edad, S. me decía siempre:


«Pero, ¿quién podría decir que el alma de usted no sea más vieja que la mía?».
A veces vuelvo a encenderme completamente, como con fuego y llama, cuando
siento, como ahora, que se eleva dentro de mí en toda su grandeza y me inunda de
gratitud esa amistad y todas las personas que he conocido en este último año. Ahora
estoy, como quien dice, enferma y anémica, obligada más o menos a guardar cama; sin
embargo, siento cada minuto pleno y fecundo — ¿será que ya estoy curada? Yo no dejo
de elevar hacia ti, Dios mío, la misma aleluya: ¡te estoy tan agradecida por haberme
concedido una vida así!

El alma es un compuesto de fuego y de cristal de roca. Austera y dura como el


Antiguo Testamento; dulce como el gesto delicado de las puntas de sus dedos, con que
acariciaba a veces mis pestañas.

Por la noche. Así, pues, hay instantes en que la vida nos parece de una dureza
desesperante. En esos momentos, me siento violenta, agitada y cansada a la vez. Esta
tarde he tenido momentos de intensa emoción creadora, después de lo cual he quedado
agotada como si hubiera estado esparciendo mi semilla.
No puedo hacer otra cosa que quedarme inmóvil bajo mis cobijas y esperar
pacientemente que este abatimiento, esta «pequeña muerte», se me pasen. Antes,
cuando me sentía así, hacía disparates: me dedicaba a beber con mis amigos o pensaba
en el suicidio o me pasaba noches enteras leyendo centenares de libros a la vez.
Es preciso saber aceptar aquellos momentos en los que la creatividad te
abandona; cuanto más sincera es esta aceptación, más rápido se pasan tales momentos.
Hay que tener el valor de parar, de estar a veces vacíos y desanimados. Buenas noches,
querido espino amarillo.

Al día siguiente, temprano. Agito un lápiz como si fuese una hoz, pero no logro
cortar la tupida vegetación de mi espíritu.
Hay personas que llevo dentro de mí como capullos de flor y dejo que se abran
en mí. Hay otras que llevo como úlceras, hasta que supuran y revientan (Frans
Bierenbach).
Vorwegnehmen [anticipar]: no conozco una buena traducción holandesa de esta
palabra. Desde anoche, tendida en mi cama, asimilo un poco del sufrimiento infinito
que, diseminado por el mundo entero, aguarda almas que lo asuman. Acumulo un poco
de este sufrimiento en previsión del invierno. No se puede hacerlo en un día. La jornada
de hoy va a ser muy pesada. Me quedaré en cama, y probaré un «anticipo» de las duras
jornadas que me esperan todavía.

Cuando sufro por los débiles, ¿no sufro tal vez por la debilidad que siento en
mí?

He partido mi cuerpo como pan y lo he repartido entre los hombres. ¿Y por qué
no? Estaban hambrientos y habían sufrido largas privaciones.
No puedo dejar de citar a Rilke para todo. ¿No es curioso? Rilke era un hombre
frágil, que escribió la mayor parte de su obra entre los muros de los castillos que lo
hospedaron; si hubiese vivido en las condiciones en que nos hallamos, probablemente
no habría podido resistir. ¿Pero no es justamente un signo de buena economía el hecho
de que en épocas pacíficas y circunstancias favorables, artistas de gran sensibilidad
puedan buscar con toda tranquilidad la forma más bella y más propia para expresar sus
intuiciones profundas, de modo que todos aquellos que vengan después y les toque vivir
épocas más turbulentas y devastadoras puedan reconfortarse con esas creaciones y
encontrar en ellas un refugio siempre disponible para las angustias y cuestionamientos,
que ellos mismos no sabrán expresar ni resolver, dado que su energía estará empeñada
en las necesidades cotidianas? En tiempos difíciles, se tiende a despreciar la adquisición
espiritual de los artistas que han vivido en épocas, por así decir, más fáciles (pero ser
artista ¿no es ya de por sí difícil?), y se suele decir: ¿para que nos puede servir todo
eso?
Reacción comprensible, pero miope. E infinitamente empobrecedora.

Querría ser un bálsamo vertido sobre tanta llaga.

FIN
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