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Diario
1941-1943
ETTY HILLESUM
Diario
1941-1943
Domingo 9 de marzo. ¡Pues bien, vamos a ello! Momento penoso, barrera casi
infranqueable para mí: vencer mis reticencias y entregar el fondo de mi corazón a un
cándido trozo de papel cuadriculado. Los pensamientos se encuentran a veces muy
claros y muy netos en mi cabeza, y los sentimientos son muy profundos; pero ponerlos
por escrito..., sencillamente es algo que aún no me sale. Me parece que se trata,
esencialmente, de un sentimiento de pudor. Gran inhibición: no me atrevo a
abandonarme, a desahogarme libremente; y, sin embargo, tendré que hacerlo si quiero
hacer a la larga algo con mi vida, darle un curso razonable y satisfactorio. Es como en
las relaciones sexuales: el último grito de liberación se me queda siempre encerrado en
el pecho por timidez. Desde el punto de vista erótico soy bastante refinada, incluso me
atrevo a decir que soy lo suficientemente experta como para que se me considere una
buena amante; conmigo el amor puede parecer perfecto y, sin embargo, no es más que
un pasatiempo para eludir lo esencial. En el fondo de mí hay algo que queda siempre
bloqueado. Y así ocurre con todo. He recibido bastantes dotes intelectuales para poder
sondearlo todo, abordarlo todo, recogerlo todo en fórmulas claras. Se me considera
superiormente informada en muchos problemas de la vida. Sin embargo, ahí, en el
fondo de mí, hay como una bola aglutinada, algo que me retiene con puño de acero, y ni
toda mi claridad de pensamiento me impide ser una pobre lerda miedosa.
Lunes 10 de marzo de 1941, nueve de la mañana. ¡Hija mía, hija mía, o te pones
a trabajar esta vez o ya verás lo que hago contigo! Y, sobre todo, no vayas a ponerte a
pensar: ahora me duele un poco la cabeza; estoy un poco mareada y siento náuseas, no
me siento bien. Eso es completamente indecente. ¡Tienes que trabajar, y basta! Basta de
ensueños, basta de pensamientos grandiosos y de intuiciones fulgurantes. Desarrollar un
tema, buscar palabras en el diccionario, eso es lo que cuenta. Una cosa más que voy a
tener que aprender, y voy a tener que hacerlo luchando con todas mis fuerzas: expulsar
de mi cerebro todos los fantasmas y todos los ensueños, y hacer una limpieza interior a
fondo, para dejar sitio a las cosas del estudio, sean humildes o elevadas. A decir verdad,
nunca he sabido trabajar. Me ocurre como con la sexualidad. Si alguien me impresiona,
soy capaz de sumergirme durante días y noches en fantasías eróticas. Creo que todavía
no he caído en la cuenta del desperdicio de energía que ello representa. Y si se establece
un contacto real, la desilusión es grande. La realidad no coincide con lo que fabrica una
imaginación demasiado inflamada. Esto se ha verificado también con S. Aquel día yo
me había formado una idea bien precisa de cómo iba a ser mi visita, y me dirigí a su
casa sintiendo una especie de excitación placentera. Me había puesto una malla de
gimnasia debajo del vestido de lana. Pero nada sucedió como lo había previsto. Él
estuvo de nuevo frío y distante; hasta tal punto, que yo me puse rígida en seguida. La
gimnasia resultó un verdadero fiasco. Cuando me puse ante él en malla, nos lanzamos
unas miradas tan incómodas como las de Adán y Eva después de haber mordido la
manzana. Corrió las cortinas y cerró con llave la puerta, había desaparecido toda la
libertad habitual de sus gestos. Yo hubiera querido desaparecer, por lo horrible de la
situación. Cuando rodamos por el suelo, me agarré a él con sensualidad, pero también
con repugnancia; sus gestos, además, me parecieron un poco turbios, y todo me
disgustó. Todo habría sido diferente si yo no me hubiera complacido por adelantado con
esos fantasmas. Se había producido un choque brutal y formidable entre mi imaginación
exaltada y el efecto desengañador de la realidad, que tomaba esta vez el aspecto de un
hombre tímido, que reajustaba su camisa arrugada dentro del pantalón, y sudaba
abundantemente.
Ahora entiendo las palabras de S. después de mi primera entrevista con él: «Lo
que está aquí (y señalaba la cabeza), debe acabar aquí» (y señalaba el corazón).
Entonces no comprendí cómo podía darse ese proceso a través de la terapia, pero en
todo caso ha ocurrido, aunque no sabría decir cómo. S. les ha asignado su lugar justo a
las cosas que formaban parte de mí, como un rompecabezas: todos los trocitos estaban
dispersos desordenadamente y él les ha dado la forma de un conjunto lleno de
significado; no sé cómo lo ha logrado, es cosa de su competencia, al fin y al cabo en eso
consiste su trabajo, pero por algo se dice que tiene una «personalidad mágica».
Debo llegar a vencer ese miedo indefinido que llevo dentro. La vida es difícil
ciertamente, un combate minuto tras minuto (¡no exageres, tesoro!), pero es un combate
atrayente. Antes me imaginaba un futuro caótico porque me negaba a vivir el instante
siguiente. Era como un niño engreído que quiere que le regalen todo. A veces sentía la
certeza — muy vaga por lo demás— de que en el futuro iba a lograr ser «alguien», de
«hacer grandes cosas»; otras veces, en cambio, me replegaba por aquel miedo caótico a
desaparecer sin dejar huellas. Ahora comienzo a entender por qué: me negaba a cumplir
los deberes que tenía delante, me negaba a subir hacia el futuro escalón por escalón.
Pero ahora, ahora que cada minuto es pleno, pleno hasta el borde de vida y de
experiencia, de lucha, de victorias y caídas, y nuevamente lucha y a veces paz— ahora
ya no pienso en el futuro, en otras palabras, me es indiferente lograr hacer algo
extraordinario o no, porque estoy convencida de que algo bueno saldrá. Antes vivía
como en una fase preparatoria, con la sensación de que nada de lo que hacía era lo
«verdadero», sino una preparación para algo distinto, para lo grande, lo verdadero, eso.
Ahora ya no siento así. Vivo, vivo plenamente, y la vida vale la pena vivirla ahora, hoy,
en este mismo momento. Por eso, si supiera que voy a morir mañana, diría: ¡Qué
lástima, pero como ha sido, ha sido un bien! Esto lo he predicado ya otras veces, pero
en teoría. Recuerdo que una tarde de verano me había sentado a conversar con Frans
cerca de Reijnders y mis palabras expresaban sobre todo una especie de cansancio, algo
así como: «Mira, si mañana acabase todo, dado como están las cosas no me haría un
gran problema. Ya hemos conocido la vida, lo hemos vivido todo, aunque sea en el
espíritu, podemos decir que no estamos aferrados rabiosamente a la vida». Más o menos
así era mi manera de pensar, propia de gente vieja, prudente, cansada. Ya no pienso así.
Pero ahora, ¡a trabajar se ha dicho!
Sábado, ocho de la noche. [...] Debo esforzarme por no perder el contacto con
este cuaderno, es decir, conmigo misma; de lo contrario, tendré problemas. Todavía
corro el peligro de perderme y extraviarme a cada instante. Lo siento vagamente en este
momento, aunque quizá se deba sólo al cansancio.
Todo arrancó ayer por la tarde, cuando la inquietud comenzó a subir dentro de
mí como los vapores de un pantano.
Quería hacer un poco de filosofía — pero comencé a dudar: quizá sea mejor el
ensayo sobre La Guerra y la Paz, o tal vez Alfred Adler vaya mejor con el humor que
tengo. Y terminé leyendo una historia de amor hindú. Simplemente he estado luchando
contra el agotamiento natural hasta ver, finalmente, que lo mejor era parar. Esta mañana
me he sentido mejor, pero mientras pedaleaba por el Apollolaan me ha vuelto ese
cansancio, ese cuestionamiento ansioso, que me lleva a pensar que todo es vacío y que
la vida no se realiza plenamente porque es una mezcolanza sin sentido. Ahora me siento
hundida en el pantano. Y ni siquiera el pensamiento de que «esto, después de todo, va a
pasar», me tranquiliza en lo más mínimo.
Lunes, nueve y media de la mañana. Un poco más tarde, una simple anotación
entre dos frases. [...] Es extraño, en cierto modo S. sigue siendo un extraño para mí. A
veces, cuando acaricia mi cara con su mano fuerte y cálida, o roza fugazmente mis
pestañas con la punta de sus dedos, con un gesto verdaderamente inimitable, me entran,
después, ganas de rebelarme: ¿quién te ha dado permiso, con qué derecho me tocas?
Ahora creo comprender. La primera vez que hicimos la lucha me resultó una cosa
simpática, deportiva, un tanto inesperada, pero «entré» a ella pensando: «debe ser parte
de la terapia». Y, por lo visto era así, ya que, acabada la lucha, al separarse, S. comentó:
«Cuerpo y alma son una sola cosa». No puedo negar que aquello movilizó mis instintos
eróticos, pero al ver a S. tan frio y objetivo, me sobrepuse de inmediato. Más tarde, al
estar de nuevo sentados uno frente al otro, me dijo: «Espero que esto no la turbe
demasiado, porque, a fin de cuentas, yo la agarro un poco por todas partes», y como
demostración de sus palabras, me rozaba con su mano el pecho, los brazos y los
hombros. Yo dije para mis adentros: ¡Qué maldito eres! Sabes perfectamente lo
«excitable» que soy eróticamente como tú mismo me lo has dicho; sin embargo, eres
honesto al hablarme abiertamente y, en cuanto a mí, ya sabré reponerme. S. me había
dicho también que no debía enamorarme de él, que era una advertencia que solía hacer
al inicio de la terapia. Me pareció responsable de su parte, aunque no me gustó del todo.
Pero la segunda vez fue diferente. También S. se puso «erótico» esta vez, y
cuando, llegados a un cierto punto, él estaba sobre mí y dejaba escapar pequeños
gemidos y le vinieron las más antiguas convulsiones del mundo, entonces afloraron en
mí los pensamientos más bajos, semejantes a los miasmas que exhalan los pantanos, y
pensé: «¡Qué buen modo de curar a sus pacientes…! Te das tu placer y encima te pagan,
aunque sea poco».
Pero el modo como sus manos me habían apretado durante aquella lucha, la
forma como me mordisqueó la oreja o como me agarró la cara con sus manos fuertes,
todo eso me hizo enloquecer. En todos esos gestos constaté el toque de un amante
experto y fascinante. Al mismo tiempo, me desagradaba mucho el que se aprovechase
de la situación. Pero al final, desapareció esa aversión, y se creó entre los dos una
intimidad y un contacto tan personal que no se ha vuelto a repetir nunca más. Mientras
estábamos acostados en el suelo, le oí decir: «No quiero establecer una relación con
usted». Y también: «Debo confesarle sinceramente que usted me gusta mucho».
Después añadió algo acerca de la compatibilidad de caracteres. Y un poco más tarde: «Y
ahora deme un besito de amiga…», pero yo ya no estaba dispuesta y giré tímidamente
la cabeza. Terminada la sesión, él había vuelto a ser el de siempre y comentó con
naturalidad, como reflexionando: «Es comprensible, al fin y al cabo; además, sabe
usted, yo de niño era muy soñador…», y me contó un trozo de su vida. Él hablaba y yo
escuchaba tranquilamente; de vez en cuando me acariciaba tiernamente el rostro con la
mano. Y así volví a casa, cargada de sentimientos contradictorios: rebeldía por su mal
comportamiento, ternura, amistad buena y humana, y un tremendo fantaseo erótico,
provocado por sus gestos tan refinados. En los dos días siguientes no hice otra cosa que
pensar en él; pero pensar no es la palabra justa, era más bien una sujeción física. Su
cuerpo grueso y ágil me amenazaba por todas partes, estaba sobre mí, debajo de mí, por
todos lados y amenazaba aplastarme, no podía trabajar, no podía hacer nada y pensaba
horrorizada: «¡Qué lío, Dios mío! He ido donde él a curarme psicológicamente, a poner
un poco de claridad en mi vida, y me viene a ocurrir esto, peor que nunca». Me he
pasado estos días pensando en la próxima entrevista en su casa y me he estado llenando
la cabeza de pensamientos eróticos, luego vino aquello que ocurrió cuando fui a verle
con mi malla de gimnasia bajo la falda de lana, aquella vez en que mis fantasías
desenfrenadas se estrellaron violentamente contra su frialdad objetiva. Ahora entiendo.
En el intervalo, S. había recapacitado y recuperado su objetividad, había librado su
propia batalla. Al verme nuevamente, me preguntó: «¿Ha pensado en mí esta
semana?». Le respondí vagamente y bajé la cabeza. Él continuó francamente: «La
verdad es que yo sí he pensado muchísimo en usted en los primeros días de la semana».
Bueno, después siguió esa lucha de la que ya he hablado tanto, que fue una cosa
desagradable y me produjo aquella crisis. S. no sabe todavía por qué me comporté
aquella vez de manera tan rígida y extraña, cree que fue por mi excitación erótica. Pero
también sus propios conflictos quedaron al descubierto aquella vez. Recuerdo que me
dijo: «Usted también es una “desafío” para mí», y me contó que había podido
mantenerse fiel a su amiga durante dos años, a pesar de su temperamento fuerte.
Confieso que eso de ser un «desafío», me sonó a una cosa neutral y estrictamente
profesional; yo quería ser «yo» para él; era una niña engreída que quería «tener» a aquel
hombre, aun cuando mi corazón no estuviese de acuerdo: en mis fantasías, me había
propuesto que S. fuera mi hombre, quería tenerlo de amante, y punto. Yo no estaba muy
bien en aquel momento, pero de esto ya he escrito.
Ahora me siento a la par con él, siento que mi lucha es comparable a la suya,
que también en mí se enfrentan los instintos impuros con los más nobles.
Pero por el hecho de haberse mostrado de golpe como un hombre, de haberse
quitado deliberadamente la máscara de «psicólogo» y haberse convertido en persona, S.
ha perdido un poco de autoridad — me ha enriquecido, pero también me ha golpeado
un poco, me ha hecho una pequeña herida que todavía no se ha curado y que me hace
sentirlo más extraño todavía: «¿Quién eres tú?, ¿quién te ha dicho que puedes
inmiscuirte en mi vida tan íntimamente?». Rilke ha escrito una espléndida poesía sobre
este estado de ánimo, espero encontrarla y volverla a leer una y otra vez.
Después de buscar un poco, he encontrado la poesía de Rilke en que estaba
pensando. Me la dio a conocer Abrascha hace varios años, en una tarde de verano
paseando por el Zuidelijke Wandelweg, porque según él –por no sé que oscura razón- se
aplicaba a mí: tal vez, quién sabe, porque seguía viéndolo como un extraño, a pesar de
la intimidad que había entonces entre los dos. Ahora comienzo a notar en mí esta
ambivalencia, gracias a mi «enfrentamiento»con S. y a la aclaración que se hizo. Lo que
aquí me interesan son los dos últimos versos:
Y extrañamente sentí a un extraño decir:
¡yo estoy junto a ti!
Martes 25 de marzo, nueve de la noche. [...] Cuando se es, como yo, todavía
muy joven, y se está llena de una inquebrantable voluntad de resistencia, consciente de
poder ayudar a restañar las brechas que se han abierto y de tener la fuerza para hacerlo,
apenas se da uno cuenta del empobrecimiento intelectual que ha padecido nuestra
generación y de la soledad en que se encuentra. A menos que esta inconsciencia sea otra
forma de embrutecimiento. Bonger, muerto; Ter Braak, Du Perron, Marsman, muertos;
Pos y Van den Bergh, internados en campos de concentración, y con ellos muchos más.
Tampoco puedo olvidar a Bonger. Unas horas antes de la capitulación [del ejército
holandés]. De repente, apareció la silueta maciza, densa, perfectamente reconocible, de
Bonger que bordeaba el muro de la pista de patinaje y levantaba su gruesa cabeza para
ver mejor, a través de sus gafas azules, las nubes de humo que subían del puerto
petrolero y se acumulaban por encima de la ciudad. Esta imagen, esta silueta maciza
que estiraba el cuello hacia las lejanas nubes de humo, no la olvidaré jamás. Siguiendo
un impulso espontáneo, sin ponerme la chaqueta, salí corriendo, lo alcancé y le dije:
«Buenos días, profesor Bonger, he pensado mucho en usted estos últimos días, quiero
caminar un poco con usted». Me lanzó una mirada de soslayo a través de sus gafas
azules, incapaz de acordarse de quién era yo, a pesar de haberme examinado dos veces
y de que yo había seguido sus clases durante un curso. Pero en aquellos días la gente se
sentía tan cercana entre sí, que continué caminando a su lado, con el corazón lleno de
amistad. Ya no me acuerdo exactamente de nuestra conversación. La epidemia de huida
a Inglaterra hacía estragos aquella tarde, y le pregunté: «¿Cree usted que huir sirve para
algo?». Él respondió: «Los jóvenes deben quedarse». Dije yo: «¿Cree usted que se
impondrá la democracia?». Dijo él: «Ciertamente, aunque habrá que sacrificar algunas
generaciones». También él, el vehemente Bonger, estaba desarmado como un niño, casi
afable. De pronto, tuve el deseo irreprimible de echarle mi brazo por la espalda y
guiarle, como a un niño. Y así, ciñéndole yo con mi brazo, caminamos a lo largo de la
pista de patinaje. El parecía estar roto por dentro, lo que le proporcionaba una gran
bondad. Su pasión y su agresividad se habían apagado. Mi corazón se encoge cuando
vuelvo a recordar cómo lo hallé aquel día, a él, el terror de los estudiantes. Al llegar a la
plaza Jan Willen Brouwer, me despedí de él. Me planté ante él y tomé una de sus manos
entre las mías. Él inclinó su gruesa cabeza con aire sumamente afable, me miró a través
de sus cristales azules y me dijo con un tono ceremonioso bastante cómico: «¡Hasta que
tenga el placer de volver a verla!».
Al día siguiente, la primera cosa que oí al llegar a la clase de Becker fue:
«¡Bonger ha muerto!». «No es posible, grité, he estado con él ayer a las siete». Becker
observó: «Entonces usted ha sido una de las últimas personas que han hablado con él».
Se había disparado un tiro a la cabeza a las ocho de la mañana.
Así, pues, una de sus últimas palabras había sido para una estudiante
desconocida, que él había mirado con bondad a través de un par de anteojos oscuros:
«¡Hasta que tenga el placer de volver a verla!».
Bonger no es un caso aislado. Es todo un mundo el que están derrumbando. Pero
el mundo continuará, y yo con él, hasta nueva orden, llena de coraje y de buena
voluntad. Estas desapariciones nos dejan como despojados, pero yo me siento tan rica
interiormente que esta indigencia aún no ha recorrido del todo su camino hasta mi
conciencia. No obstante, es preciso conservar el contacto con el mundo real, con el
mundo actual, intentar definir nuestro propio lugar en él. No tenemos derecho a vivir
sólo con los valores eternos. Eso podría degenerar en la política del avestruz. Vivir
totalmente tanto en el exterior como en el interior, no sacrificar nada de la realidad
exterior a la vida interior, ni tampoco al revés: he ahí una tarea exaltante. Voy a leer un
rato una estúpida novelita de la revista «Libelle» y luego a dormir. Y mañana, de nuevo
al trabajo, en la ciencia, en la casa y conmigo misma; no debo descuidar nada, ni
tampoco tomarme demasiado en serio. Buenas noches.
08.04.41. Tengo algo así como la impresión de hilar un solo y mismo hilo a
través de estas páginas. Se trata de algunos momentos de continuidad en mi vida que
constituyen mi propia realidad y que, como un camino ininterrumpido… (no sé cómo
expresarlo de una manera más precisa). Está, desde luego, el Evangelio de Mateo, del
que leo algunos versículos mañana y noche, y del que a veces cito algunas palabras en
este cuaderno. O mejor: no son ni siquiera mis pobres palabras garrapateadas sobre las
líneas azules de este cuaderno, sino la impresión de volver siempre al mismo punto, a
partir del cual sigo tejiendo el mismo hilo continuo. Y esta continuidad es la de mi vida.
Viernes 8 de mayo, 3 de la tarde, en la cama. No hay nada que hacer, tengo que
volver a ocuparme de mí misma. Durante algunos meses, dejé de lado este cuaderno
porque mi vida transcurrió clara, límpida e intensa: contactos con el mundo interior y
exterior, enriquecimiento, cabal desarrollo de mi personalidad; el contacto en Leyde con
los estudiantes, Wil, Aimé, Jan; el estudio; la Biblia, Jung, y después S., de nuevo y
siempre S.
Estoy en una especie de estancamiento, una intranquilidad un poco turbia; pero
no es propiamente intranquilidad; me siento hundida por esto. Quizá no sea más que el
cansancio físico, — el cansancio que sienten todos en esta primavera tan fría— lo que
está impidiendo que las cosas que ocurren a mi alrededor hallen resonancia en mí.
Pero debo confesar que esa relación tan particular y no explícita con S es lo que
me causa estos problemas. Debo vigilar cada paso que doy.
Sábado, doce del mediodía. No somos más que odres vacíos en los que se vierte
la historia del mundo. Todo es azar, o nada es azar. Si creyese en la primera afirmación
no podría vivir, pero aún no estoy convencida de la segunda. He podido recobrar un
poco mis fuerzas. Creo que puedo resolver mis problemas. Al comienzo, uno tiende a
pedir la ayuda de los demás y a pensar: «No voy a poder salir de esta», pero de pronto,
se da cuenta de que ha franqueado un nuevo obstáculo, y que lo ha hecho por sí solo, y
se siente más fuerte. El domingo último (hace apenas una semana) yo estaba
desesperada por la idea de haberme vinculado totalmente con él y de tener que
prepararme para un período de grandes sufrimientos. Pero logré desprenderme, y no sé
cómo. Ciertamente no por razonamientos. Yo tiré con todas mis fuerzas psíquicas de
una cuerda imaginaria, me debatí como un pobre diablo, me defendí como pude y de
pronto me sentí libre. Vinieron después algunos breves encuentros (una noche en un
banco del Stadionkade, algunos paseos por la ciudad) más intensos que nunca –para mí
al menos. Me sentí liberada y todo mi amor, mi comprensión, mi interés y mi alegría
iban hacia él, pero sin exigir nada a cambio, sin demandar nada, lo aceptaba tal cual y
gozaba de su presencia. Quisiera solamente saber cómo he podido llegar a esta
liberación. No acabo de distinguir aún por qué caminos la he logrado. Pero debo
clarificarlo porque con ello podría quizá ayudar a otros que se vean en problemas
semejantes. Quizá no haya mejor comparación que ésta: una persona atada a otra con
una cuerda, y que tira y se debate hasta que se libra. Ella tal vez no sepa decir cómo,
será cosciente sólo de haber tenido la voluntad de liberarse y de haber empeñado en ello
todas sus fuerzas. Es lo que yo he hecho, sin duda, en el orden psíquico. Puedo sacar
todavía otra lección: el razonar, analizar lo que pasa o buscar las causas, no sirve para
nada; hay que actuar psicológicamente, invertir toda la energía para obtener un
resultado.
Ayer creí por un momento que no voy a poder seguir viviendo, que tengo
necesidad de ayuda. Había perdido el sentido de la vida y del sufrimiento; tenía la
sensación de «hundirme» bajo un peso enorme. Con todo, he continuado luchando, y
ahora, de improviso, me siento con mayores fuerzas para seguir adelante. He intentado
mirar en el fondo de los ojos al «sufrimiento» de la humanidad, valiente y sinceramente,
me las he visto con él o, mejor dicho, algo dentro de mí se ha explayado con él.
Algunos interrogantes desesperados han hallado respuesta. El gran absurdo ha cedido el
puesto a un poco más de orden y de coherencia: ahora me siento capaz de proseguir mi
camino. Ha sido otra batalla, breve pero violenta, de la que salgo enriquecida con un
poquito más de madurez. Digo que me he enfrentado con el «sufrimiento de la
humanidad» (palabras grandes que me hacen siempre rechinar los dientes), pero no es
del todo exacto. Me percibo más bien como un pequeño campo de batalla, en el que
combaten las querellas, las cuestiones planteadas por nuestra época. Lo único que
puedo hacer es permanecer humildemente disponible para que la época haga de mí un
campo de batalla. Esos problemas tienen que hallar hospitalidad en alguna parte, un
lugar donde combatir y apaciguarse, y nosotros, pobres hombres, debemos abrirles
nuestro espacio interior y no huir de ellos.
Quizá sea yo, a este respecto, un poco demasiado acogedora. A veces me
convierto en el escenario de sangrientos enfrentamientos y después lo pago muy caro,
quedo exhausta, con terribles migrañas. Pero, por el momento, no soy más que yo
misma: Etty Hillesum, una estudiante aplicada, en un cuarto risueño, con libros y un
florero con margaritas. El río ha vuelto tranquilamente a su cauce; el contacto con la
«Humanidad», «la Historia Universal» y «Sufrimiento», se ha roto. Pero así debe ser,
pues de lo contrario me volvería loca. Uno no puede estar siempre enfrascado en las
grandes cuestiones, no hay que ser un perpetuo campo de batalla. Es bueno recuperar
nuestros estrechos límites personales, entre los cuales podemos seguir nuestra pequeña
vida consciente y concienzudamente, que ha madurado y se ha vuelto más profunda por
obra de las experiencias acumuladas en estos momentos, por así decir, «impersonales»,
de contacto con toda la humanidad. Tal vez en el futuro logre expresar mejor esta vida
interior, o lo haga a través de un personaje de un cuento o de una novela, pero habrá que
esperar aún mucho tiempo.
4 de julio. Me encuentro agitada por una agitación extraña, diabólica, que podría
ser productiva si supiera qué hacer de ella: es una agitación «creadora», no física —ni
una docena de noches tórridas de amor bastarían para aplacarla. Es una agitación casi
«sagrada». ¡Dios mío, llévame de la mano y haz de mí un instrumento tuyo, haz que
pueda escribir! Todo ha sido por culpa de Lenie, la pelirroja, y de Joop, el estudiante de
filosofía. S., con su análisis, ha puesto al descubierto sus corazones, pero me he dado
cuenta de que no se puede explicar al ser humano con ninguna fórmula psicológica:
sólo el artista es capaz de entregarnos el subsuelo irracional del ser humano.
Ignoro cómo llevar a cabo este deseo de «escribir». Todo se presenta aún
demasiado caótico, y me falta la confianza en mí o, mejor dicho, la urgente necesidad
de decir algo algo concreto. Espero todavía el momento en que todo saldrá
espontáneamente y encontrará su forma de manera natural; pero, para ello, primero hace
falta que yo misma encuentre esa forma, mi forma.
Mis días en Deventer fueron como amplios espacios soleados. Cada jornada
formaba un gran bloque, sin fisuras. Me sentía en contacto con Dios y con todos los
hombres — sin duda porque no veía a casi nadie. No olvidaré jamás esos trigales, ante
los cuales me habría arrodillado. Estaba el Ijssel y, en sus orillas, los parasoles de
colores vivos y aquellos caballos tan pacientes. Y el sol, que yo absorbía por todos mis
poros. Aquí [en Amsterdam], en cambio, cada día está dividido en mil fragmentos, la
vasta extensión ha desaparecido, y Dios se ha vuelto imposible de encontrar. Si esto
sigue así, voy a recomenzar a plantearme cuestiones sobre el sentido de los seres y de
las cosas. Esto no tiene nada que ver con un afán de profunda reflexión filosófica; es,
simplemente, la prueba de que no estoy bien. Y para colmo, sigo teniendo esa
intranquilidad tan extraña, que todavía no sé cómo encauzar. A lo mejor llega a dar
fruto, si consigo dominarla.
Todavía te falta, querida amiga, tienes aún que ganarle mucho terreno a las olas
enfurecidas, tienes que poner en orden el caos. Me viene a la mente una observación
reciente de S.: «No, usted no es tan caótica. Lo que pasa es que sigue creyendo que el
ser caótica es más genial que el ser disciplinada. Pero usted logra concentrarse muy
bien».
Lunes 4 de agosto de 1941, dos y media. S. dice que el amor a todos los hombres
vale más que el amor a uno solo, porque el amor a una sola persona no es más que una
forma de amarse a sí mismo.
Es un hombre maduro de 55 años, que ha alcanzado el amor a toda la humanidad
tras haber amado a muchos seres individuales durante toda su vida. Yo en cambio soy
una mujercita de 27 años, y llevo en mí un amor muy fuerte a la humanidad, pero me
pregunto si, durante toda mi vida, no andaré buscando a un hombre único. Y me
pregunto si eso no será una limitación, un encerramiento para la mujer. ¿Se tratará de
una tradición secular de la que debería liberarse, o se tratará, por el contrario, de un
elemento tan esencial a la naturaleza femenina que la mujer tendría que hacerse
violencia para entregar su amor a toda la humanidad y no a un solo hombre? (confieso
que la síntesis de ambos amores no está aun a mi alcance). Quizá esto explique el que
haya tan pocas mujeres importantes en las ciencias y las artes. La mujer busca siempre
al hombre único y a él le entrega su saber, su calor, su amor, su energía creadora. La
mujer busca al hombre, no a la humanidad.
Pero esta cuestión femenina no es tan sencilla. A veces, al ver en la calle a una
mujer bonita, elegante, cuidada, totalmente femenina, y quién sabe si un poco tonta,
siento que pierdo mi equilibrio: mi inteligencia, mis luchas conmigo misma, mi
sufrimiento, me parecen algo así como una carga opresora, una cosa fea, antifemenina y
quisiera ser solamente bella y tonta, una muñeca bonita deseada por un hombre. Cosa
extraña, querer ser deseada así por un hombre, como si eso fuera la consagración
suprema de nuestra condición de mujeres, cuando se trata de una necesidad muy
primitiva. Para nosotras las mujeres, la amistad, la estima, el amor que se nos da en
cuanto seres humanos, son cosas muy bellas por cierto; pero todo lo que queremos, a fin
de cuentas, ¿no es que un hombre nos desee como mujeres? Me resulta todavía
demasiado difícil anotar todo lo que quisiera decir sobre este tema.
Quizá la verdadera, la auténtica emancipación femenina no haya empezado
todavía. Aún no somos del todo seres humanos, somos mujercillas. Aún estamos atadas
y trabadas por tradiciones seculares. Aún estamos por nacer a la humanidad verdadera.
Hay en esto una tarea exaltante para la mujer.
¿Cómo estoy en relación a S.? Si pudiese a la larga poner en claro esta relación,
estoy segura de que habré puesto en claro, al mismo tiempo, mi relación con todos los
otros hombres, e incluso con la humanidad entera (¡y no les tengamos miedo a las
grandes palabras!). No me importa que parezca patético, yo debo llegar a decir las cosas
como las siento, y cuando haya logrado evacuar todo lo patético, todo lo hiperbólico,
entonces quizá me habré acercado por fin a mí misma.
¿Amo a S.? Sí, ¡hasta la locura!
¿Cómo hombre? No, sino como ser humano. Amarlo como hombre, creo que
sería no amar en él, por encima de todo, el calor, el amor, la tendencia a la bondad, que
emanan de su persona. Pero ese no es mi caso. Lo que estoy haciendo aquí es un
borrador en el que trato de formular algo, liberarme de algo, en la esperanza de que
algún día todos esos fragmentos se organicen en un todo. Lo que está claro es que no
debo huir de mí misma, ni huir de los problemas y dificultades. Aunque en realidad no
huyo, sino que me es difícil escribir. Todo lo que escribo me parece mal. Pero no te
preocupes, ¿no escribes acaso para buscar claridad? Tú no estás escribiendo obras
maestras… El sólo mirarte te molesta. No te atreves todavía a liberarte, a expulsar lo
que hay en ti, sigues terriblemente inhibida, simple y llanamente porque no te aceptas
aún tal como eres.
Es muy difícil vivir en buena armonía con Dios y con el bajo vientre. Este
pensamiento fue para mí una verdadera obsesión durante una velada musical reciente,
en la que S. y Bach estuvieron igualmente presentes. Mi relación con S. es una cosa
muy complicada. Basta que lo tenga delante y que sienta el afecto y calor, que se
desprenden de su presencia, para que me deje envolver por ellos sin más ni más. Pero al
mismo tiempo, no puedo dejar de ver en él a un tipo de rostro expresivo, cuyas manos
sensibles se tienden a veces hacia mí y cuyos ojos pueden acariciarme con una mirada
verdaderamente desgarradora. Una caricia totalmente impersonal, se entiende; que va
dirigida al ser humano, no a la mujer que tiene allí delante. Solamente la mujer quiere
que la acaricien como mujer, no como ser humano. Al menos, así lo siento yo
generalmente. Pero al obrar así, él me sitúa ante una enorme tarea, para la que hay que
esforzarse, como para un combate. Recuerdo que en una de nuestras primeras citas me
dijo que yo era para él un desafío. Pues bien, él es también para mí un desafío. Y basta,
porque me voy sitiendo cada vez peor mientras escribo, signo de que no llego a
expresar mis sentimientos reales.
No hay nada que hacer, tengo que resolver mis problemas. Tengo la impresión
de que, si lo logro, lo habré resuelto tambièn para miles de mujeres. Por eso debo
«explicarme a mí misma». Aunque la vida resulta muy difícil de explicar, sobre todo
cuando no se encuentran las palabras.
Devorar los libros, como he hecho yo desde mi más tierna infancia, no es más
que un tipo de pereza. Dejo a otros la tarea de expresarse por mí. Busco por todas partes
la confirmación de lo que fermenta y actúa en mí, pero debería intentar verlo claro con
mis propias palabras. Tengo que echar por la borda mucha pereza, pero sobre todo
muchas inhibiciones e incertidumbres, para llegar a mí misma. Y para llegar a los
demás a través de mí. Debo ver claro en este punto y aceptarme a mí misma. ¡Todo en
mí es tan pesado, y yo querría ser tan ligera...! Desde hace años, no hago más que
almacenar en un gran depósito, pero todo lo que almaceno deberá un día salir a la luz;
de lo contrario, tendré la impresión de haber vivido para nada, de haber despojado a la
humanidad sin darle nada a cambio. A veces tengo la impresión de ser un parásito; de
ahí esos accesos de profunda depresión y de duda en cuanto a la utilidad de mi vida.
Quizá la misión que me corresponde sea explicarme, vérmelas de verdad con todo lo
que me hostiga, me atormenta y me exige desesperadamente solución y formulación.
Porque estos problemas no son exclusivamente míos, sino de muchos otros. Si,
al final de una larga vida, logro encontrar una forma para lo que todavía es caótico en
mí, quizás haya cumplido mi pequeña misión. Al escribir estas palabras, creo sentir
cómo en alguna parte de mi subconsciente crece una auténtica náusea. La causa son
estas palabras: «misión», «humanidad», «solución a los problemas». Estas palabras me
parecen pretenciosas, y yo misma me veo como una insignificante y pequeña pedante,
aunque es por falta de coraje. ¡No, hija mía, aún te falta mucho, andas aún muy lejos! Y
debería prohibirte tocar a un solo filósofo de cierta profundidad, en tanto no te tomes a
ti misma un poco más en serio.
En la espera de ello, creo que voy a salir a comprar el melón que quiero
ofrecerle esta noche a los Nethe. ¡También eso forma parte de la vida!
A veces me siento como un basurero: turbia por dentro, vanidosa, indecisa, llena
de sentimientos de inferioridad. Pero hay en mí una auténtica sinceridad y un deseo
apasionado, casi elemental, de claridad y de armonía entre lo exterior y lo interior.
Con frecuencia aspiro a vivir en la celda de un monje, con un concentrado de
sabiduría secular en unas estanterías que recorran el largo de las paredes, y con vista a
unos campos de trigo que ondeen al viento. Allí querría estar para hundirme en los
siglos y en mí misma, y a la larga encontraría la paz y la claridad. Pero no debe ser tan
difícil. Es aquí y ahora, en este lugar, en este mundo, donde debo encontrar la claridad,
la paz y el equilibrio. Debo meterme sin cesar en la realidad, debo confrontarme con
todo lo que encuentre en mi camino, debo acoger y nutrir el mundo exterior con mi
mundo interior y viceversa, pero me resulta terriblemente difícil y por eso me siento
como oprimida.
Una tarde en el campo, S. miraba absorto el horizonte y yo le dije: «¿En qué
está pensando usted?». Me respondió: «En los demonios que atormentan a la
humanidad» le acababa de contar que Klaas por poco mata a su hija, porque no le había
traído el que él le había pedido). S. estaba sentado a la sombra de un árbol y yo tenía mi
cabeza sobre sus rodillas, de pronto exclamé, mejor dicho, se me escapó decirle: «¡Qué
bien me vendría ahora un beso no demoníaco!». Me contesto: «Entonces venga a
buscarlo». Me levanté bruscamente, como fingiendo no haberle dicho nada, pero ahí
estábamos los dos, acostados sobre la hierba, boca a boca. Pasado lo cual, me preguntó:
«¿Y a esto llama usted “no demoníaco?».
Pero, ¿qué representa en realidad este beso? Es un hecho aislado en nuestra
relación. Él me hace desear al hombre entero y, sin embargo, no lo quiero. No lo amo en
absoluto en cuanto hombre, ¡es lo más extraño! ¿Será entonces, una vez más, ese
maldito afán de afirmarse uno mismo poseyendo a otro? En mi caso, sería poseerlo
físicamente, dado que que ya lo “poseo” espiritualmente, ¡lo cual es, sin duda, lo más
importante! ¿Se trata de esa tradición malsana por la cual, cuando dos personas de sexo
opuesto establecen relaciones estrechas, se creen obligadas, llegado un momento, a
medirse también físicamente? En mí, ciertamente, esto se da de manera muy fuerte.
Basta que esté con un hombre, para que me ponga de inmediato al acecho de lo que me
podría ofrecer sexualmente. Obviamente, es una mala costumbre que habrá que extirpar.
Pero en el caso de él, probablemente él ha recorrido un mayor camino que yo, aunque a
pesar de ello yo tenga a veces que luchar contra sus pulsiones eróticas. Ambos somos
en realidad un «desafío», el uno para el otro; aunque tal vez parezca tonto y alguien
podría decirnos que nos gusta hacernos problemas, porque todo podría ser mucho más
simple…
Lo siento por el melón, no podré comprarlo esta vez. Me siento podrida por
dentro, siento una pelota que me asfixia, y también en lo físico me siento horriblemente
mal. Pero no te engañes, hija mía: no se trata de tu cuerpo, es tu almita descontrolada la
que te hace de las suyas.
Dentro de un rato, sin duda, volveré a escribir: «¡Qué bella es la vida! ¡Y qué
feliz me siento!». Pero de momento, no puedo ni imaginar el estado de ánimo que eso
supone.
Me falta todavía un leitmotiv. Un río subterráneo único y bien determinado: el
manantial interior, en el que me abrevo, se me empantana continuamente –y, encima,
pienso demasiado.
Mis ideas flotan entorno a mí como un vestido demasiado grande, dentro del
cual todavía puedo crecer. Mi espíritu se aplica a seguir mi intuición; lo cual está bien.
Pero mi espíritu, o mi razón –como quiera llamársele–, debe hacer a veces esfuerzos
terribles para atrapar toda suerte de presentimientos antes de que se le escapen. Una
multitud de ideas vagas pugnan dentro por hallar desesperadamente una formulación
concreta, pero tal vez todavía no estén maduras para ello. Debo seguir escuchándome a
mí misma, debo «escuchar dentro de mí»…, y comer y dormir bien para mantener mi
equilibrio, de lo contrario, caeré en lo de Dostoievski, aun cuando en nuestra época el
estilo haya cambiado.
5 de agosto de 1941. Hay que empezar a labrar el gran bloque de granito bruto
que llevamos en nosotros mismos, y sacar de él algunas modestas figuras, si no
queremos ser aplastados a la larga. Si no nos esforzamos por encontrar nuestra «forma»,
nos veremos engullidos en la noche y el caos; cada vez estoy más convencida de ello.
(¿5 de agosto de 1941?) Todavía no soy capaz de escribir. Quiero escribir lo que
hay en el corazón de la realidad, pero todavía no consigo alcanzarlo. Lo que me
interesa, de momento, es la atmósfera de las cosas, casi podríamos decir su «alma»,
pero su realidad substancial se me escapa. No tengo dominio sobre ella. Debemos llegar
a describir lo concreto, lo terrestre, y a iluminarlo desde el interior con nuestras
palabras, con nuestro espíritu, de tal modo que quede revelada el alma de las cosas. Si
queremos ir directamente al «alma», las cosas quedan vagas y sin forma. Cuando me
haya metido bien en la cabeza que quiero escribir, escribir de verdad, eso se convertirá
para mí en un largo camino de sufrimiento, lo percibo perfectamente, y me inspira un
cierto escalofrío. La cuestión es saber si tendré el talento suficiente para hacerlo.
Esta casa mezcla curiosamente la barbarie con la cultura más refinada. Abunda
el capital intelectual pero está mal invertido y administrado, se dilapida a manos llenas.
Es deprimente, trágico. ¡Qué manicomio es esta casa! Un ser humano no puede ser feliz
aquí.
No logro anotar todas estas cosas cotidianas. No tienen importancia para mí.
Sábado 9 de agosto de 1941. Conozco dos tipos de soledad. Una me pone triste
hasta la muerte y me hace tener la impresión de estar perdida y sin dirección. La otra,
por el contrario, me hace fuerte y feliz. La primera proviene del hecho de tener la
impresión de no estar ya en contacto con mis semejantes, de estar totalmente separada
de cada uno de ellos y de mí misma, hasta el punto de no comprender ya qué sentido
puede tener la vida. Me parece que la vida y no tiene coherencia alguna y que no
encuentro mi sitio en ella. Pero la experiencia de la otra soledad me hace fuerte y segura
de mí misma: en ella me siento en comunión con cada uno, con todo y con Dios… Me
siento insertada en un gran todo pleno de sentido, y tengo la impresión de que también
puedo compartir con otros esta fuerza que hay en mí.
Jueves, nueve de la mañana. [...] Pues sí, nosotras las mujeres, pobres mujeres
locas, idiotas, ilógicas, buscamos el Paraíso y el Absoluto. Sé, no obstante, en virtud del
intelecto -un intelecto que funciona a la perfección- que nada hay absoluto, que todo es
relativo y matizado al infinito, que todo está preso en un perpetuo movimiento, y que
precisamente eso es lo que hace al mundo tan fascinante, tan seductor, aunque tan
doloroso también. Nosotras, las mujeres, queremos eternizarnos en el hombre. Por eso,
yo quiero que él me diga: «Tesoro, tú eres mi único bien, te amaré eternamente». Pero
eso es un sueño. Y hasta que no me lo diga, todo lo demás no tiene sentido ni existe. Lo
curioso es que yo, por mi parte, no lo amo, no quiero tener a S como mi eterno y único
hombre, pero sin embargo pretendo de él lo contrario. ¿Será que busco un amor
absoluto precisamente porque no soy capaz de él? Por lo demás, siempre deseo un
mismo nivel de intensidad, aun sabiendo, por experiencia, que eso no es posible. Sin
embargo, apenas noto en el otro una disminución eventual de nivel, me doy a la fuga.
En esto, claro está, entra en juego un sentimiento de inferioridad, algo así como: si no
consigo seducirlo hasta hacerlo arder continuamente por mí, prefiero que no haya nada
entre él y yo. Es terriblemente ilógico, lo admito, y debo extirpar de mí este
pensamiento; puesto que yo misma no sabría que hacer con un tipo que estuviese todo
el tiempo suspirando: ¡Etty, Etty! ¡Qué incómoda, qué aburrida, qué oprimida me haría
sentir!
Ayer en la noche, S. me dijo entre otras cosas: «Creo que para ti yo soy un
«primer paso» hacia un amor verdaderamente grande». Es extraño, yo he sido un
«primer paso» para muchas personas.
Anoche le dije a S. que todos esos libros eran peligrosos para mí, por lo menos
algunas veces; que de tanto leer me estaba volviendo cada vez más perezosa y pasiva y
no quería otra cosa que seguir leyendo. De su respuesta recuerdo una palabra precisa:
«degenerativos».
A veces me supone tal esfuerzo realizar con fidelidad las acciones que deben
estructurar mi jornada — levantarme, asearme, hacer la gimnasia matinal, ponerme las
medias sin que se corran, poner la mesa, en suma, insertarme en la vida diaria —, que
apenas me quedan fuerzas para nada más. Pero cuando me levanto a tiempo como
cualquier ciudadano, experimento ya un sentimiento de orgullo, como si hubiera hecho
algo magnífico. Por el contrario, si me quedo en la cama una hora más por la mañana,
no supone para mí un reposo suplementario, sino que no he estado a la altura de lo que
debo vivir, que he flaqueado. Mientras la disciplina interior no se desarrolle, la exterior
es importantísima.
Hay una melodía dentro de mí que quiere a veces traducirse en palabras, pero a
causa de mi inhibición, de mi falta de confianza, de mi dejadez, y de no sé qué más,
permanece sofocada y escondida. A veces me vacía completamente por dentro y a veces
me colma de nuevo de una música dulce y melancólica.
A veces querría refugiarme con todo lo que llevo dentro en algunas palabras,
encontrar para todo un abrigo en algunas palabras. Pero aún no he encontrado las
palabras que quieran alojarme. Así es, en efecto. Busco un techo que me proteja, pero
debo construirme una casa, piedra sobre piedra. Todos se buscan una casa, un refugio.
Yo busco siempre para mí un par de palabras.
Deja hacer a tus manos y no pienses más. Ahora, por ejemplo, se hace la cama,
o se llevan las tazas a la cocina…; después, ya se verá. Tide tendrá sus girasoles hoy
mismo, tendré que enseñarle los rudimentos de pronunciación rusa a mi alumna, y
terminar el análisis de ese esquizoide, cuyo caso supera ampliamente mi competencia
psicológica. Haz lo que tu mano y tu alma tienen que hacer, sumergidos en cada hora, y
no te pongas en seguida a rumiar con el pensamiento tus palabras y tus preocupaciones
sobre las horas sucesivas. Debes retomar tu propia educación.
Miércoles 22, ocho de la mañana. Señor, dame menos pensamientos y más agua
fría y gimnasia en la mañana temprano. La vida no puede encerrarse en unas cuantas
fórmulas. Pero es lo que estás buscando hace tiempo y que te lleva a pensar demasiado:
estás intentando aprisionar la vida en fórmulas, pero no es posible, la vida es
infinitamente rica en matices, no puede quedar aprisionada ni simplificada. Pero tú sí
puedes ser simple...
Jueves 23, en la mañana. ¡Qué loca eres! ¡Deja ya de triturar tus meninges! Deja
ya de intentar meterte toda entera en una palabra o en muchas palabras rebuscadas.
Jamás las palabras te podrán contener totalmente. La tierra y el cielo de Dios son tan
vastos…
Deseo de hundirme en la oscuridad, en el seno maternal, en la colectividad.
Volverme independiente, encontrar mi estilo propio y conquistarlo sobre el caos.
Tironeada entre estas dos aspiraciones.
¡Qué estúpida! ¡Deja en paz ese cerebro! Intentas expresarte toda tú en una
palabra, o en palabras coloridas y extensas; pero tales palabras jamás podrán contenerte.
El mundo y el cielo de Dios son tan vastos… ¿No lo son suficientemente?
Este querer retornar a la oscuridad, al seno materno, al colectivo; y, por otra
parte, volverme autónoma, hallar mi propia forma, arrancarla del caos... Me siento
tironeada ora de un extremo, ora del otro.
Angustia por la vida, desde todo punto de vista. Decaimiento completo. Falta de
confianza en mí misma. Repulsión. Miedo.
Esto es, lisa y llanamente, cobarde y asqueroso, y recuerda lo peor que hay en tu
pasado: vuelves a refugiarte en libros y en antologías de poesía; repites por enésima vez
el emotivo relato de tus estados anímicos: que nadie te comprende, que quisieras
escribir poemas, pero que padeces porque eres incapaz de hacerlo... Te acurrucas en el
diván, y dejas que Käthe, que se siente muy mal en estos últimos tiempos, recorra las
calles bajo la lluvia para hacer las compras. Alimentas de nuevo sublimes pensamientos
de suicidio, lo que sería pura cobardía y una solución fácil. En pocas palabras, ¡estás
regando fuera del tiesto! Y todavía te excusas a ti misma diciendo: «¡Me siento tan
estremecida...! ¡Ya no puedo más!». Y encima te has fumado esta mañana la clase de
ruso. ¡Me das vergüenza!
Hoy a mediodía, Jaap y mamá se han encontrado juntos, de repente, en mi fría y
reducida sala de estar. Jaap me da la impresión de que alberga una mortal hostilidad
contra mí, con esa crispación glacial e insegura a la vez, con esa arrogancia tras la que
se oculta un profundo desconcierto. Siento una enorme piedad por él, pero me rechaza.
Esto quizá se explique -al menos ésa es mi impresión- porque siente hacia mí un cierto
desprecio. Un día, al salir de un período de enfermedad (en un hospital psiquiátrico),
me escribió: «Cogito, ergo sum. Credis, ergo non es» [Pienso, luego existo. Crees,
luego no existes]. Sigo pensando aún que eso es lo que explica esta oposición entre
nosotros, que, sin duda, es imposible de superar. Pero no por eso debo dejar de recibido
cada vez que viene, simplemente porque es mi hermano (aunque apenas me parece que
esta razón tenga algún sentido). Si hay en él alguna hostilidad contra mí, debe de ser,
seguramente, inconsciente. Es probable que no conozca la verdadera razón. Quizá se
deba a que yo no soy suficientemente sincera con él. En cualquier caso, algo tengo que
ver en ello. Si soy tan sensible a sus críticas y a su escepticismo, lo único que eso
demuestra es que todavía hay en mí playas de inseguridad. Si no fuera así, no me
sentiría afectada por su actitud crítica y altiva.
Podemos tener hambre de vida pero la avidez de vida te puede impedir alcanzar
el fin. Veo que no te faltan verdades profundas.
Pero un hecho sigue siendo interesante: Mientras estoy amenazada por una
depresión, tengo sin embargo que dedicar tiempo a pensar en el significado de mis
dolores de estómago.
Todo esto tiene relación con las últimas conversiones con S. sobre las ventajas e
inconvenientes del análisis y también con una discusión con Münsterberg. S. les
reprocha a los analistas que no aman al ser humano, y que se interesan por éste sólo
objetivamente. «No se puede curar sin amor a las personas que tienen problemas
psicológicos». Sin embargo, yo comprendía que se tratasen estas cuestiones bajo una
mirada estrictamente profesional. Un análisis te toma una hora diaria y puede durar
años, y ésta es otra cosa más que critica S. Para él, esto puede volver al individuo inapto
para la vida social. Yo formulo todo esto vulgarmente y sin matices, por supuesto, pero
no tongo tiempo (ni ganas, en verdad) de ahondar en estas cuestiones. Es un campo
difícil, en el que no soy más que una simple profana. Sin embargo, estos problemas me
ocupan de continuo y tendré que saber orientarme en la materia. ¡Ay, ay, ay, qué
caminos tan sembrados de espinas tendré que recorrer! Habrá que atravesarlo todo,
guiada sólo por mi criterio, inventándolo todo yo misma, encontrando un lenguaje
personal y descubriendo las pequeñas verdades que hay en mí. A veces maldigo las
fuerzas credoras que hay en mí y que me empujan no sé dónde; pero me ocurre también
sentir una profunda gratitud que me lleva casi al éxtasis. Estos momentos privilegiados
de gratitud por la vida que hay en mí y mi capacidad para comprender las cosas –
aunque sea a mi manera- me hacen la vida preciosa y son como los pilares que
sostienen toda mi existencia. Pero en estos momentos todo vuelve a ir al revés. La
presencia de Mischa en la ciudad debe ser por algo. No lo sé en realidad. ¡Ah Dios mío,
son tantas cosas!
Domingo, diez de la mañana. Interesante la relación que puede haber entre los
estados de ánimo y la menstruación. Anoche yo estaba con un humor visiblemente
«exaltado» y de golpe esta noche siento que me ha cambiado toda la circulación
sanguinea. Una vivencia totalmente diferente. Uno no sabe lo que pasa y de pronto
descubre o reconoce la inminencia de sus reglas. Yo me suelo decir: si yo no quiero un
niño, ¿por qué tengo que soportar cada mes este absurdo malestar? Y me pregunto, en
momentos de irreflexión y ligereza, si no sería mejor que me quitasen todo. Pero tienes
que aceptarte como te han creado y cesar ya de verte tus lados malos. Hay tales
misterios en esa interacción entre el cuerpo y el alma. Ese humor extraño, soñador y no
obstante luminoso en el que yo estaba anoche y esta mañana, provenían de un cambio
corporal.
Viernes, nueve menos cuarto de la mañana. Anoche sentí que debía pedirle
perdón por todos los pensamientos feos, de rebeldía, que me ha inspirado en estos
últimos días. Pero he comenzado a darme cuenta de que, cuando sentimos aversión por
el prójimo, en el fondo sentimos aversión por nosotros mismos. «Ama a tu prójimo
como a ti mismo». Sé tambièn que soy yo la reponsable de esos sentimiento, no él.
Tenemos distintos ritmos de vida, se debe permitir al otro ser como es. Cuando
pretendemos configurar al otro según nuestras propias ideas, chocamos siempre contra
un muro y nos desilusionamos, pero no de la otra persona, sino de nuestras pretensiones
insatisfechas. Estas pretensiones son muy poco democráticas, pero humanas a fin de
cuentas. Tal vez con ayuda de la psicología se pueda hallar un camino hacia la
verdadera libertad. Nunca se recordará suficientemente que debemos liberarnos de los
demás y, al mismo tiempo, liberarlos, evitando el reducirlos a una idea predeterminada
en nuestra fantasía. En la fantasía tenemos campo para todo, pero no sabemos aplicarla
bien a nuestros seres queridos. Ayer en la tarde pedaleaba hacia mi casa en este estado
de ánimo: «No tengo ganas de nada, no diré una palabra, me siento decaída». De
repente, en la esquina de Apollolaan con Michelangelostraat, sentí un impulso a
escribir; y allí mismo, a pesar del frío que hacía, me puse a garabatear algo en mi block
de notas sobre la cantidad de cadáveres que hay esparcidos en la literatura mundial y lo
horrible que es esa hecatombe. Tantos muertos sin razón alguna. Lo que escribí no fue
más que una simpleza — como es normal cuando uno cree que ha concebido una idea
grandiosa y la da a luz al aire libre, en la esquina de dos calles, en medio de un
balbuceo confuso. Y así llegué donde S., a sus celdas familiares que lo hacen aparecer
casi gigantesco. Estaba Gera, y nos pusimos a charlar un poco sin que S. pudiese oírnos
(es un poco sordo), y de nuevo me sentí bien. Me puse entonces (a pesar de sentirme tan
aplanada) a tirar aquí y allá todas mis cosas por la habitación, desordenadamente —
abrigo, sombrero, guantes, bolsa, block —, desconcertando y divertiendo a la vez a S. y
a Gera, que se preguntaban qué podía estar pasándome esta vez. Les respondí: «No
quiero trabajar, quiero sabotear esta sesión». Y fue por milagro que no salieron volando
hechos trizas los floreros que había en las ventanas. Mi desahogo, por lo visto, le hizo
bien a Gera.
Llevaba tiempo queriendo ella también explotar como yo ante S., pero le había
faltado coraje. «¡Bravo!», decía. Y probablemente el alboroto contestatario que armé le
puso en evidencia lo que ella misma había sentido: esa rebeldía que se siente algunas
veces contra personalidades más fuertes que nosotros. Uno no debe adelantarse, ni
siquiera cinco minutos, y decir: «Ahora mismo voy a ser así, voy a decir esto, voy a
hacer tal cosa». Iba preparada a lanzarle todo un discurso. «Objeciones de principio». Y
dar por terminadas mis sesiones de quirología, etc. Me sentía virulenta, totalmente a la
defensiva. Pero de repente, justo al subir donde él, mi humor se me vino al piso y no
quise decir nada.
Cuando se marchó Gera, en vez de ponerme a trabajar con S., me hallé
enfrascada completamente en una especie de pugilato con él. Lo arrojé sobre el diván y
casi lo mato. Finalmente, quedó S. sentado en su gran poltrona, forrada en cuero, y yo,
como de costumbre, a sus pies, inmersos los dos en una apasionada discusión sobre la
cuestión judía. Al escucharlo, me parecía beber de una fuente revigorizante. Y su vida,
sin nada que la deformase por mi anterior irritación, aparecía de nuevo con claridad en
su fructuoso desarrollarse día tras día. Me ocurre últimamente tomar una frase aislada
de la Biblia y verla a una nueva luz, llena de significado y de vida. «Dios creó al
hombre a su imagen». «Ama a tu prójimo como a ti mismo».
Ya va siendo hora de que me decida a ocuparme, con tanta energía como amor,
de mis relaciones con mi padre.
Mischa me ha anunciado la venida de papá para el sábado. Primera reacción:
«¡Qué mala pata! Mi libertad amenazada. ¡Qué fastidio! ¿Qué voy a hacer con él?». En
vez de: «¡Qué alegría que este hombre tan bueno haya podido escapar algunos días de
su furia de mujer y de su agujero provinciano! ¿Cómo hacer, con mis pobres medios,
para proporcionarle algunos días lo más agradables posible?». ¡Ah, desvergonzada,
sucia, pequeña egoísta! ¡Siempre pensando primero en ti misma! En tu precioso tiempo,
que dedicas a seguir acumulando más y más saber libresco en una cabeza que ya está
tan embrollada. «¿Y de qué me sirven todas estas cosas si no tengo amor?». Siempre
tienes a mano una hermosa teoría para complacerte en el sentimiento de tu nobleza de
alma, pero el más pequeño gesto de amor que debes poner en práctica te hace
retroceder. No, no se trata de un pequeño gesto de amor. Se trata de un acto básico y
fundamental, importante y difícil: amar de corazón a nuestros padres en lo más
profundo de nosotros mismos. Esto es: perdonarles todas las dificultades que nos han
hecho padecer por el solo hecho de su existencia: por la dependencia, el disgusto, el
peso de la complejidad de su vida, añadido al fardo ya pesado de nuestras propias
dificultades. Pero me parece que estoy escribiendo las peores tonterías. En fin, no se
trata de nada grave. Y ahora debo pensar en hacer la cama de Pa Han y preparar la
lección para nuestro discípulo Lévi. En todo caso, éste es mi programa para el fin de
semana: amar a mi padre en lo más profundo de mí, y perdonarle que venga a sacarme
de mi tranquilidad egoísta. De hecho, lo quiero mucho, aunque con un amor complicado
—o que ha sido complicado—: forzado, crispado y mezclado de piedad hasta romperme
el corazón. Pero se trataba, además, de una piedad con tendencias masoquistas. Un
amor que se resolvía en explosiones de piedad y de pena, pero sin inspirar el menor
gesto de atención. Muchas demostraciones de afecto, en compensación, pero con tal
intensidad que cada día que él pasaba aquí me costaba un tubo entero de aspirinas. Pero
todo esto pertenece ya a un pasado lejano. En estos últimos tiempos, todo ha ido mucho
mejor, aunque con un sentimiento de obligación, a pesar de todo. Este sentimiento
derivaba del hecho de que estaba resentida contra él por venir a verme de este modo. Es
lo que debo ahora perdonarle de corazón. Diciéndome –y pensándolo de verdad: «¡Qué
suerte que pueda escaparse de allí algunos días!». Ésta es una oración matutina que vale
tanto como cualquier otra.
Después llegó mi padre: lleno de cariño, pero con un amor estudiado. El día
anterior, después de aquella vigorosa oración matinal, me había sentido liberada, feliz,
aliviada. Cuando llegó papá, mi pequeño papá, con sombrero nuevo, corbata nueva a
cuadros y cargado de paquetes de sándwiches, casi indefenso, me sobrecogió una
especie de bloqueo, una inhibición y una gran tristeza. Tuve una actitud negativa, de
rechazo, para con él, a causa de la discusión de la noche anterior. Y el amor no ayudaba.
Había desaparecido, simplemente. Me quedé paralizada –sensación extraña. Y de nuevo
el caos y confusión dentro de mí. Fueron horas de crisis y de recaída como en los peores
momentos. Me vino el mal sabor de boca de las angustias propias de las épocas
pasadas. Por la tarde me fui a la cama. La vida de todos los hombres se me figuró como
un inmeso camino de cruz, etc. Tema demasiado grande para escribirlo aquí.
Entonces caí en la cuenta de la lógica que puede haber en esta relación. Mi
padre, a su edad avanzada, ha logrado disimular todas sus incertidumbres y dudas, quizá
incluso algún complejo de inferioridad en lo físico, su ineptitud para resolver sus
problemas conyugales, etc., mediante una filosofía personal que le permite aparecer
franco, amable, lleno de humorismo y sutileza, pero manteniéndose casi siempre en el
plano de lo vago. Con esta filosofía lo justifica todo y se fija sólo en lo anecdótico.
Sabe que la realidad tiene su profundidad, pero por eso mismo renuncia a la reflexión
que clarifica la cosas. Se excusa diciendo: ¿Y quién puede saberlo? Con esto, se abre al
caos. Es el mismo caos que a mí también me amenaza y del que debo salir — y en lo
que consiste la tarea de mi vida; el caos en que caigo una y otra vez. En el fondo las
más pequeñas expresiones de mi padre —de resignación, de humor, de duda—, me
tocan en algún que aspecto que tengo en común con él, pero del que debo desprenderme
para seguir evolucionando.
En cuanto a la discusión tenida la otra noche, detrás de mis reacciones siempre
me queda una duda: ¿Será todo absurdo? Y este ligero telón de fondo se ha vuelto aún
más intenso con la imprevista intromisión de mi padre en mi mundo. A eso se debe,
entonces, aquella resistencia mía frente a él, mi bloqueo y el sentirme si fuerzas. En el
fondo, nada de esto tiene que ver con mi padre —es decir, con su persona, tan querida,
tan conmovedora y amable—, sino que se trata de un proceso interior mío. El vínculo
entre las generaciones. A partir del caos de mis padres, de su indefinición, debo yo
formarme a mí misma; es decir, tomar posición, confrontarme con la realidad, sin
dejarme avasallarme por el sentimiento del absurdo. ¡Ah, hijos míos, así es la vida. Etc.
Una vez aclarada la lógica de esta relación, sentí que me volvía el valor y la
fuerza, y que desaparecía el espanto de aquellas pocas horas.
Por la tarde, a las cinco menos cuarto. No me debo dejar dominar por lo que
está sucediendo. De un modo o de otro un solo hecho debe quedar siempre subordinado
al resto; quiero decir: no me puedo quedar paralizada por una sola cosa, por grave que
sea; la gran corriente de la vida debe continuar circulando. Me tomo de la mano y me
digo: ahora tienes que preparar la clase de mañana y esta tarde vas a tener que comenzar
[…] Lunes 15 de diciembre de 1941. Ayer me vino este pensamiento: existe una
gran diferencia entre buscar el sufrimiento y aceptar el sufrimiento. En el primer caso se
trata de un masoquismo mórbido; en el segundo, de un sano consentimiento a la vida.
No debemos buscar «sufrir»; pero cuando se nos impone, no debemos huir del
sufrimiento. Y se nos impone a cada paso: ¡lo que no impide que la vida sea bella!
Intentando jugar al escondite con el sufrimiento, maldiciéndolo, se sufre más.
Naturalmente, no siempre he pensado así. Pero tengamos al menos el coraje de escribir,
de vez en cuando, aunque no sea más que algunas palabras en este sentido. Quizá sean,
más tarde, otros tantos ganchos donde podré colgar alguna reflexión más personalmente
madurada.
Miércoles por la noche. En una pequeña aldea alemana, Ruth recibe regalos de
sus admiradores, aficionados al teatro, y en un quiosco de libros de un parque
londinense, Hertha, por su parte, los recibe de las prostitutas. La rubia cantante de
opereta tiene veintidós años y la morena melancólica veinticinco; la segunda es la
futura madrastra de la primera. La madre verdadera tiene ya cincuenta años y está en
amores con un hombre de veinticinco. Su ex-marido, el padre y futuro esposo, vive en
un pequeño apartamentito en Amsterdam, lee la Biblia, se afeita todas las mañanas, y
los senos de las mujeres que lo circundan son como frutas de un opulento vergel, hacia
el cual no tiene más que alargar su ávida mano. Por su parte, la «secretaria rusa» intenta
hacerse una idea de todo este conjunto. Nace una amistad que echa raíces cada vez más
profundas en su corazón impaciente. Ella le sigue tratando de «usted», porque esto sirve
tal vez para restablecer constantemente la distancia necesaria, que hace posible
aprehender el conjunto de la situación. El deseo loco y apasionado de «perderme» en él
ya se ha calmado hace tiempo y ha cedido el puesto a un sentimiento «razonable». La
idea de perderme en otra persona ha desaparecido de mi vida; tal vez sólo me queda el
deseo de «entregarme» a Dios, o a un poema.
Tu vida es un pasar de una liberación a otra. Y quizá todavía tendré que seguir
buscando mi liberación en un mal trozo de prosa, al igual que un hombre, llegado al
fondo de su desamparo, puede encontrarla al lado de aquellas que llamamos tan
vigorosamente «putas» – porque hay momentos en que se grita por hallar una
liberación, cualquiera que sea.
Lunes 22 de diciembre de 1941, cinco de la tarde. Sus gestos íntimos con las
mujeres ya los conozco; ahora quiero conocer los gestos que tiene en su relación con
Dios. Ora todas las noches. ¿Se arrodilla en medio de su pequeña habitación? ¿Esconde
su rostro macizo entre sus grandes y bondadosas manos? ¿Y qué dice? ¿Se arrodilla
antes de haberse quitado la dentadura postiza o lo hace después? El otro día, en
Arnhem, me dijo: «Voy a mostrarle el aspecto que tengo sin mis dientes. Parezco muy
viejo y muy docto».
«Historia de la muchacha que no sabía arrodillarse». En la madrugada gris de
hoy, por un impulso repentino, me he encontrado súbitamente por tierra, arrodillada
entre la cama deshecha de Han y su máquina de escribir, acurrucada completamente y
con la cabeza tocando el suelo. Una tentativa, tal vez, de hallar paz a la fuerza. Han ha
entrado en ese momento y se ha quedado un tanto extrañado al ver la escena. Para
disimular, he dicho que estaba buscando un botón. Tideman, la robusta pelirroja de
treinta y cinco años, dijo aquella tarde con voz clara y sonora: «En eso yo soy como los
niños: cuando tengo una dificultad me arrodillo en medio de mi habitación y le
pregunto a Dios qué debo hacer». «Ella besa como una niña» — me hizo ver S. cierta
vez—, pero sus gestos para con Dios demuestran madurez y seguridad.
Mucha gente tiene una visión de las cosas demasiado inflexible, demasiado
petrificada, y por eso petrifican a sus hijos mediante la educación que les dan. Les dejan
muy poca libertad de movimientos. En mi caso sucedió exactamente todo lo contrario.
Me parece que mis padres se dejaron hundir en la complejidad infinita de la vida, que
cada día se hundían en ella un poco más y nunca supieron tomar una decisión. Dejaron
a sus hijos una excesiva libertad de movimientos, nunca pudieron marcarles puntos de
orientación, porque tampoco ellos los tuvieron. No pudieron, pues, contribuir a nuestra
formación, porque ellos mismos no habían encontrado su forma.
Por mi parte, voy entendiendo cada vez mejor la tarea que nos corresponde:
permitir que sus pobres talentos erráticos, que nunca fueron fijados ni delimitados,
encuentren en nosotros la posibilidad de crecer, de madurar y hallar su propia forma.
En reacción contra esta falta de forma – que lejos de dejar campo libre a la
personalidad, no es más que negligencia e incertidumbre –, nos lanzamos a una
búsqueda frenética de unidad, de delimitación, de sistema. Pero la única unidad positiva
es la que integra todos los contrarios y todos las fuerzas irracionales, so pena de
constreñir la vida en un corset que la martirice.
todo lo que hay en ti, y liberarte así de tu angustia, pues poco a poco voy
comprendiendo de qué estás hecha.
Mamá exclamó en un momento dado: «Sí, en el fondo yo soy una persona
religiosa». «Tía Piet» había usado esas mismas palabras días antes: En el fondo soy
religiosa. Lo importante es ese «fondo» de la actitud, es lo que marca la diferencia. La
gente se acostumbra a omitirlo — a no tener el valor de decir sí a sus sentimientos más
profundos. Pero, ¿qué quería decir con «en el fondo»?
Estoy agradecida –no sabría decir cuánto–, de haberlo conocido en la mejor
etapa de su vida. Pero agradecida no es la palabra.
Judío, S me dijo: «Me siento mucho más seguro de mis habilidades que de mi valentía».
Y más tarde, bien prendidos los dos del pasamanos del tranvía número 24: «¡Qué bueno
que haya estado conmigo! Usted siempre me estimula porque participa en todo
intensamente. Yo, en cambio, soy algo así como un “hombre de escena”, que necesita
tener público para sentirse seguro. Debo confesarlo ».
11 de enero, once y media de la noche. Me alegra ver que me espera toda esa
pila de platos por lavar en la cocina desordenada. Será una especie de penitencia. Creo
poder entender a los monjes, que con sus ásperos hábitos se arrodillan sobre fríos
pavimentos de piedra. Tengo que reflexionar sobre estas cosas. De todas maneras, me
siento un poco triste esta tarde; pero he sido yo quien ha querido esos abrazos. Él, mi
tesoro, acababa justamente de proponerse guardar castidad durante algunas semanas,
pensando que deberá presentarse a la Gestapo dentro de poco. Quería así –explicado en
términos ingenuos– poder irradiar sólo bondad y pureza, y atraer sobre su persona los
buenos espíritus del cosmos. ¿Por qué no se ha de creer en una cosa así, después de
todo? Pero he aquí que una muchacha medio salvaje viene a desvanecerle esos sueños
de pureza. Le he preguntado si esta noche, al hacer su examen de conciencia, ha sentido
algún remordimiento. «No, me ha respondido, yo no me arrepiento de nada, ha sido
bello, y me ha servido de lección: me ha enseñado que todavía hay en mí un “lado
terreno”». Para mí, en cambio, todas estas crisis súbitas de deseo físico provienen
siempre de un sentimiento de «cercanía espiritual» y, por eso, no son condenables. Sin
embargo, sólo saco de ellas tristeza y la toma de conciencia de que no me basta con
tener a un hombre entre mis brazos para poder expresarle mis sentimientos. Más aún,
siento que el hombre se me escapa justo cuando lo tengo entre mis brazos. Prefiero
mirar su boca y desearla, que sentirla sobre la mía y poseerla. En muy raros instantes
esta posesión me aporta una suerte de felicidad, por decirlo de modo solemne. Y esta
noche me iré a dormir junto a Han, por la pena que tengo. Todo un caos
verdaderamente…
Ya lo sé: S. ora después de quitarse los dientes postizos. Lo cual es lógico: antes
de rezar, hay que acabar con todos los actos de aquí abajo.
Parece que estoy atravesando un período de gran florecimiento, que irradio luz
por todas partes, como me dice S., y se alegra conmigo. Hace un año, en cambio, yo era
una enferma grave, con mis siestas de dos horas y mi medio kilo de aspirinas a la
semana. Pienso en ello y reconozco que estaba en un estado de veras inquietante. Esta
tarde me he puesto a revisar al azar mis cuadernos. Me han parecido «literatura
antigua», tan lejanos veo mis problemas de entonces. He tenido que recorrer un camino
laborioso para poder volver a tener con Dios ese gesto íntimo que tuve en la noche junto
a la ventana, cuando dije: «Te doy gracias, Señor». En mi mundo interior reina la
tranquilidad y la paz. Ha sido ciertamente un camino trabajoso. Pero ahora todo me
parece sencillo y natural. Durante varias semanas tengo en mi mente esta frase: «Es
necesario atreverse a expresar su fe». Atreverse a pronunciar el nombre de Dios. En este
preciso momento estoy un poco desanimada, cansada y triste, no del todo contenta
conmigo misma, por eso no siento esa evidencia de la fe, pero sé que está en mí. Esta
noche no le diré nada a Dios, me siento como piedra, debo reflexionar y tomarme las
cosas en serio. Las cosas del cuerpo. Mi temperamento se va todavía por sus caminos,
no va en armonía con el alma. Deseo alcanzar esa armonía. No obstante, creo cada vez
menos que un único hombre pueda colmarme física y espiritualmente. De todas
maneras, mi tristeza actual no es como la de antes. Ya no me deprimo tanto, y en mi
misma tristeza descubro la posibilidad de restablecerme. Antes, cuando me ponía triste,
pensaba que toda mi vida iba a ser así, llena de aflicción. Ahora sé que también esos
momentos de depresión forman parte de mi ritmo vital, y que está bien así. Confianza,
he recobrado una gran confianza en todo y en mí misma. Confío también en la seriedad
de mi empeño, y sé que con el tiempo lograré «administrar» bien mi vida. Hay
momentos –momentos de soledad, generalmente- en que siento un amor profundo y
lleno de gratitud por él, y digo para mis adentros: «Te siento tan cerca de mí, que
quisiera compartir las noches contigo». Son los momentos más intensos de mi relación
con él. Pero puede darse también que una noche así resulte un verdadero desastre. ¿No
es esto una falla extraña que se abre en mí?
Pero ya basta. Buenas noches. El sueño que tengo me está haciendo desvariar.
¡Ah, esos platos por lavar mañana…!
Debo decir que no quiero su cuerpo, aunque a veces me sienta locamente
enamorada de él. ¿Será que lo quiero de una manera profunda, de una manera por así
decir demasiado «cósmica» y no sé si con el cuerpo se puede llegar a expresar una cosa
así?
Tide y yo somos las dos personas más cercanas a S., y somos opuestas las dos.
Tenemos que querernos también, ella y yo. Esta tarde, cuando Tide nos acompañó a la
puerta y nos dio un beso a cada uno, se creó un momento de intimidad maravillosa entre
los tres. ¿Y ahora sí te vas a ir a la cama?
Jueves 19 de febrero de 1942, dos de la tarde. Si tuviese que decir qué cosa me
ha impresionado más hoy, diría que las manos llenas de sabañones de Jan Bool. Han
torturado a otro hasta hacerlo morir, otro más. Esta vez ha sido aquel muchacho
tranquilo de la Librería Cultura. Recuerdo que tocaba la mandolina. Tenía una novia
muy bonita, con la que después de casó, y tuvieron un niño. «¡Son unas bestias!», decía
Jan Bool en el corredor lleno de gente de la Universidad, «lo han despedazado». Y Jan
Romein, Tielrooy y varios otros profesores, entre los más ancianos y frágiles, han sido
internados en una barraca miserable, precisamente en medio del parque de Veluwe,
donde solían pasar sus vacaciones de verano en una hermosa pensión. No les permiten
ni siquiera usar un pijama, no han podido llevar ni sus efectos personales, contaba
Aleida Schot en la cafetería de la Universidad. Quieren embrutecerlos, crearles un
sentimiento de inferioridad. Moralmente son fuertes, pero la mayoría de ellos tienen
una salud muy frágil. Dicen que Pos está en un convento en Haren y que escribe un
libro. Había un clima lúgubre hoy en las clases. Pero brilló una pequeña luz de
esperanza en el curso de una breve e inesperada conversación con Jan Bool, mientras
recorríamos el frío y estrecho Langebrugsteeg, y esperábamos el tranvía. Jan se
preguntaba con amargura: «¿Qué puede impulsar al ser humano a destruir así a sus
semejantes?». «Los seres humanos, los seres humanos, ¡no olvides que tú eres uno de
ellos!», le dije yo. Por una vez, el gruñón de Jan convino en que estaba de acuerdo
conmigo. Proseguí mi sermón: «La porquería de los otros está también en nosotros. Y
yo no veo otra solución, ninguna otra solución verdadera, que entrar en nosotros
mismos y extirpar de nuestras almas toda esa podredumbre. Yo no creo en absoluto que
podamos corregir nada en el mundo exterior que no hayamos corregido primero en
nosotros. La única lección de esta guerra es que nos ha enseñado a buscar en nosotros
mismos y no en los demás». Jan parecía compartir mi opinión, estaba abierto a la
discusión, se interrogaba como en otros tiempos. Dijo: «Resulta muy fácil el deseo de
venganza. Pero eso no nos aportará nada». Estábamos en medio del frío, esperando el
tranvía. Jan tenía dolor de muelas y las manos amoratadas. Pero no proclamábamos
teorías. Nuestros profesores habían sido internados. Un amigo de Jan acababa de morir
aplastado. Los temas angustiosos eran incontables, pero nos decíamos: «El deseo de
venganza es demasiado fácil». Esta es la luz de esperanza de esta jornada.
Y ahora a dormir un poco, que mañana vas a conocer a la amiga de Rilke. Todo
va a ir bien, ¿y por qué no? Debería escribir con más frecuencia en este cuadernito, pero
me falta tiempo.
Estoy enormememente agradecida por esta vida. Me siento crecer. Cada día me
doy cuenta de mis faltas y de mis mezquindades, pero conozco asimismo mis
posibilidades. Y. además, amo, amo a los buenos amigos; pero este afecto no me aísla
de los demás seres humanos. Amo a todo lo ancho y hasta los confines del mundo, amo
una enormidad, incluso a aquellas personas por las que no experimento
espontáneamente ninguna simpatía; ¡es preciso llegar hasta ahí! Han duerme en el piso
con la patética tosecilla que le produce su bronquitis, y yo me meto, agradecida, en mi
pequeña cama solitaria. Es sorprendente: cuando me encuentro así, extendida sobre mi
espalda, tengo verdaderamente la impresión de estar acurrucada contra esta buena y
vieja tierra, aunque en realidad reposo sobre un confortable colchón. Pero cuando me
encuentro acostada así, tan intensamente presente y distendida a la vez, y tan
desbordante de gratitutud por todo, es como si estuviera en comunión con… sí, ¿con
qué? Con la tierra, con el cielo, con Dios, con todo.
[...] El miércoles bien temprano, estábamos allí todo un grupo grande de judíos
reunidos en el local de la Gestapo. Me di cuenta de que la realidad de nuestra vida era la
misma para todos: para los interrogadores, atrincherados detrás de sus mesas, y para los
que esperábamos a ser interrogados. Lo que distinguía a todas esas vidas entre sí era la
actitud interior de cada uno. Los ojos se sintieron atraídos de inmediato por un
muchacho que iba y venía con aire descontento (sin intentar disimularlo en modo
alguno), acosado y atormentado. Todos los pretextos le parecían buenos para abrumar
con gritos (en alemán) a aquellos desdichados judíos: «¡Fuera las manos de los
bolsillos!», etc. Me parecía más digno de lástima que aquellos a quienes increpaba de
aquel modo, y que éstos últimos no lo eran, por lo demás, sino en la medida en que
tenían miedo. Cuando me llegó el turno, me lanzó rugiendo: «¿Qué es lo que le parece
risible aquí?». Me vinieron ganas de responderle: «Aparte de usted, nada», pero
diplomáticamente preferí tragarme esa respuesta. «¿Sigue usted riéndose?», volvió a
rugir. Y yo, con mi aire más inocente, le dije: «No me doy cuenta. Es mi expresión
habitual». A lo que él replicó: «¡No se haga la tonta, y salga inmediatamente!»,
acompañando sus palabras con un gesto que significaba: «¡Ya volveremos a vernos!».
Probablemente era el momento psicológico en que yo hubiera debido morir de espanto,
pero enseguida puse al descubierto su truco.
De hecho, yo no tengo miedo. Sin embargo, no soy valiente, pero siempre tengo
la impresión de que me las veo con seres humanos, y me mueve la voluntad de
comprender, en la medida de lo posible, el comportamiento de cada uno. Era eso lo que
le daba a esta mañana su valor histórico: no el hecho de padecer los rugidos de un
miserable miembro de la Gestapo, sino el de tener piedad de él en vez de indignarme, y
tener deseos de preguntarle: «¿Has tenido una infancia muy desgraciada, o es que tu
novia se ha marchado con otro?». Tenía aquel hombre un aire atormentado y acosado,
aunque también, debo decirlo, muy desagradable y fofo. Hubiera querido comenzar con
él de inmediato un tratamiento psicológico, pues sé perfectamente que estos muchachos
son dignos de compasión mientras no pueden hacer mal, pero terriblemente peligrosos
cuando se les arroja como fieras sobre la humanidad. Lo que es criminal es el sistema
que utiliza tipos así. Y si hablamos de exterminar, sería mejor exterminar el mal en el
hombre y no al hombre mismo.
Otra lección de esta mañana: la clarísima sensación de que, a pesar de todos los
sufrimientos infligidos y de todas las injusticias cometidas, no llego a odiar a los
hombres. Y que todos los horrores y atrocidades perpetrados no constituyen una
amenaza misteriosa y lejana, exterior a nosotros, sino que están muy cerca de nosotros y
emanan de nosotros mismos, de los seres humanos. Así me resultan más familiares y
menos espantosos. Lo que da miedo es el hecho de que ciertos sistemas sean capaces de
crecer hasta superar a los hombres y tener aprisionados en una prensa diabólica tanto a
los autores como a las víctimas: así, grandes edificios y torres, construidos por mano de
los hombres, se levantan por encima de nosotros, nos dominan, y pueden caer sobre
nosotros y sepultarnos.
3 de marzo de 1942. El alma no tiene patria o, mejor aún, no tiene más que una
sola gran patria sin fronteras. Es posible comprenderse mutuamente y acercarse. Debo
contribuir a ello por mi parte, porque experimento en mi alma y en mi razón un
sentimiento de solidaridad con todas las épocas y todos los países.
8 de marzo de 1942 […] …los países extranjeros que todavía tengo que recorrer
–estoy cada vez más segura de ello: es un deseo de juventud que se ha convertido en
una certeza– y todos esos rostros que constituyen para mí otros tantos paisajes por
recorrer. Debería dedicarme más a aprender idiomas. Y, después, escuchar, escuchar por
todas partes, escuchar hasta en lo más profundo de los seres y de las cosas. Amar, y
dejar a los que amo, aceptando así morir, pero para renacer. Todo eso es enormemente
doloroso, pero está también tan lleno de vida... Tengo veintiocho años, y a veces me
digo que ya soy vieja, cuando no he hecho más que comenzar.
[…] Por la noche, en el cuarto de baño, con el rostro untado de crema. Es algo
que brota en mí, de repente, como una certeza cada vez más clara: no me casaré nunca.
No quiero fragmentar un gran Deseo en una multitud de pequeñas satisfacciones. Es
posible que ese Deseo pueda encontrar una sola vez, grande e intacto, un lugar seguro
donde expresarse, una sola noche de amor. Pero, si es así, será preciso seguir
conservando este gran Deseo intacto y extraer de él la fuerza necesaria para un amor
abierto a todos.
13 de marzo de 1942.
«A través de todo lo que existe
se extiende el único espacio auténtico:
el espacio interior al mundo».
Me parece que éstas son las palabras más hermosas que conozco, sin duda
porque a través de su armonía y perfección expresan lo que estoy viviendo cada vez con
más fuerza. Sigo leyendo precisamente algunos poemas de Rilke. No hay que añadirles
ni una sola palabra.
Rilke comprende de un modo más profundo que la mayoría de los maestros del
pasado y los autores contemporáneos qué es el amor de verdad. Expresa este carácter
inmemorial y trágico del amor de una manera nueva: «No ser nunca uno con aquel
(aquella) a quien se ama». Según él, la cumbre del amor, que debemos aprender a
alcanzar, consiste en esto: salvaguardar la libertad del ser amado. Si hay algo culpable
en el amor, es no aumentar la libertad del amado con toda la libertad que uno lleva
dentro. Si amamos de verdad, se impone una sola exigencia: respetarse mutuamente en
la propia libertad.
14 de marzo de 1942. Antes, yo estimaba que el conflicto se situaba entre mi
instinto hereditario [oer-instinct] de judía, de hija de un pueblo amenazado en su misma
existencia, y las ideas socialistas que me habían inculcado, según las cuales no hay que
considerar a un pueblo como un conjunto homogéneo, sino como una mayoría de
explotados de los que abusa una minoría de explotadores. En pocas palabras, un instinto
hereditario frente al uso ilustrado de la razón. Pero hay que ver más lejos: el socialismo
permite que el odio vuelva a entrar por una puerta oculta: el odio a lo que no es
socialista.
Para decirlo crudamente, cosa que quizá haga daño a mi pluma: si un miembro
de las SS me pisoteara hasta matarme, yo lanzaría una última mirada hacia su rostro y
me preguntaría con estupefacción y un arranque de humanidad: «Dios mío, ¿qué cosas
tan terribles has podido vivir, pobre muchacho, para hacer semejante cosa?».
Martes 17, nueve y media de la mañana. Ayer por la tarde, mientras iba a su
casa, sentía una agradable languidez primaveral. Y mientras pedaleaba soñando sobre el
asfalto de la Larissestraat, impaciente por verlo, me sentí de pronto acariciada por una
tibia brisa de primavera, y pensé: ¡Qué bien está esto! ¿Y por qué no se podría sentir
una tierna y profunda embriaguez amorosa en contacto con la primavera y con todos los
seres? Se puede también tener amistad con el invierno, o con una ciudad, o con el
campo… Recuerdo el haya de color rojo-vino de mi adolescencia. Tenía yo una relación
muy especial con aquel árbol. Algunas tardes, presa de un repentino deseo de verlo,
hacía media hora de bicicleta para ir a visitarlo y me ponía a girar en torno a él,
hipnotizada por su aspecto rojo-sangre. Así, pues, ¿por qué no se va a poder tener una
experiencia amorosa con una primavera? Y la caricia de aquella brisa era tan tierna y
tan envolvente que, comparadas con ella, las manos de un hombre (¡incluso las suyas!)
me parecían ásperas.
Con este estado de ánimo fui a su casa. La luz de su estudio iluminaba
débilmente su pequeño domitorio contiguo. Al entrar, vi su cama abierta, que
perfumaba un gran ramo de orquídeas encima de las sábanas. Y en la mesilla de noche,
al lado de la almohada, narcisos completamente amarillos, asombrosamente amarillos y
frescos. Una cama así dispuesta, con orquídeas, narcisos: ya ni siquiera hay necesidad
de acostarse juntos en un lecho así; de pie en la penumbra de esta habitación, tenía la
impresión de levantarme de una noche de amor. Él estaba sentado frente a su pequeño
escritorio y nuevamente me impactó el aspecto de su rostro: era como un paisaje gris,
Glassner sigue haciendo progresos con el piano. Esta tarde le dije en privado:
«Te acompañamos en tu crecimiento, silencioso Glassner».
Hay momentos en que entiendo de pronto, o mejor dicho, siento casi en mi
propia carne, cómo pueden los artistas creativos caer en la bebida, entregarse a
libertinajes, envilecerse, etc. Un artista tiene que tener un carácter muy bien templado
para no desquiciarse moralmente, para no caer en abismos sin fondo. Se trata de un
riesgo que yo no sé todavía cómo describir, pero que a veces me ocurre también a mí y
con mucha intensidad: toda mi ternura, la intensidad de mis emociones, la marejada de
ese lago agitado, de ese mar, de ese océano del alma, quiero volcarlos como una
catarata en un pequeño poema, pero siento que si lo lograra, inmediatamente después
querré lanzarme de cabeza en un abismo, emborracharme, etc. Después de una
experiencia creadora, uno tiene que saber sostenerse en su propia fuerza de carácter, en
una moral que le ofrezca un asidero, o en lo que sea, con tal de no arrojarse, sabe Dios,
a qué bajezas. ¿Y cuál es esa oscura pulsión? No lo sé, pero la siento; en los momentos
más fecundos y creativos, siento que se levantan los demonios dentro de mí, y las
fuerzas destructivas y autodestructivas se ponen al acecho. No se trata del deseo normal
que se tiene del otro, del hombre; es algo mucho más cósmico, universal, imparable.
Pero siento también que llegaré a controlarme, incluso en momentos así. Necesito para
ello arrodillarme en algún rinconcito tranquilo, controlarme y mantenerme recogida en
mí misma, velar para que mis fuerzas no se pulvericen hasta el infinito.
Al final de la tarde, me he sentido interceptada y detenida por la barrera de la
mirada límpida y gris claro de S., que se ha fijado en mí un instante, y por esa boca
sensual que quiero tanto. Por un momento me he sentido segura, protegida por aquella
mirada. Toda la tarde, justamente, había estado errando en un espacio ilimitado, sin
confines que pudieran contenerme; y de pronto, aparece ese límite, aquél por quien ya
no se soporta más la dispersión —, aquel que te impide entregarte, por desesperación, a
cualquier tipo de excesos.
¡La sombría red de ramas a la luz diáfana y ligera de la primavera! Esta mañana,
al despertar, he encontrado las copas de los árboles ante mi ventana. Esta tarde, un piso
más abajo, eran los troncos los que se mostraban ante los amplios ventanales. El botón
rojo y el botón blanco de tulipán inclinados uno hacia el otro, el piano de cola noble,
negro, misterioso y complicado, un ente muy particular, y, detrás de las ventanas, las
ramas oscuras sobre un cielo claro, y al fondo el Rijksmuseum. S. me parece extraño en
un momento y familiar en otro, lejano y cercano a la vez, un feo y antiquísimo gnomo
que es también un tío benévolo, un poco gordo, comilón de pasteles, y a la vez el
charmeur de la voz cálida — siempre distinto, mi amigo íntimo y lejano.
29 de marzo de 1942. «Se me ha hecho evidente que tengo que imitar a Rodin -
no trasladando a la escultura mi capacidad de crear, sino reorientando desde el interior
mi proceso artístico. De él no debo aprender a esculpir, sino a recogerme en lo profundo
para dar forma a lo que hago. Debo aprender a trabajar, Lou, a trabajar: ¡lo necesito
enormemente! «Il faut toujours travailler, toujours» [Tenemos que trabajar siempre,
siempre], me decía un día en que le hablaba de las angustias que me surgen en el
intervalo de mis períodos buenos».
respecto a él. Para compartir su vida y para aprender de él cada vez más –aunque por
otro lado no quiero que ello sea a costa de mi estudio del ruso. Sigue estando ahí,
constantemente, mi segunda patria, la literatura, a través de la cual comprendo mis
exploraciones. Y las gentes, los amigos, los muchos amigos. No hay prácticamente
ninguno con el que mantenga una relación superficial. Cada una de mis relaciones tiene
su carácter propio y conlleva un matiz particular. No puedo ser infiel a una en beneficio
de otra. ¡Se terminaron el tiempo perdido y los minutos de aburrimiento! Debo aprender
a relajarme cada vez mejor entre dos respiraciones profundas, o recogiéndome para una
oración de cinco minutos. A pesar de todos estos encuentros, de todas estas cuestiones,
de todas estas materias que debo estudiar, es preciso que llegue a disponer de un gran
espacio de silencio interior donde pueda retirarme y volver a mis raíces profundas,
incluso en medio de una gran agitación o de una conversación intensa.
Cuando ayer por la noche, a las diez y media, me retiré a mi habitación, cuya
cortina está siempre abierta sobre el gran hueco que da al exterior, mi gran árbol se
erguía en la noche, despojado y solitario. Lentamente, como vacilante, se fue elevando
una estrella a lo largo de su delgado cuerpo de asceta, reposó un momento en el hueco
de una de sus ramas, y se perdió luego en el vasto cielo, liberada de los líos de las
ramas. El Rijksmuseum se parecía en la lejanía a una ciudad erizada de torres. Entre los
estantes de la biblioteca de Spier, que se yergue, alta y profunda cual un templo
misterioso, lleno de sabiduría, y mi estrecha cama monacal, hay justo el espacio para
arrodillarse.
Hace días, semanas, que pienso escribirlo, pero no llegaba a formularlo;
¿timidez o aún falsa vergüenza? Mi acción de arrodillarme: es como si ese gesto
correspondiera ahora a un impulso de todo mi cuerpo. Lo siento en todo mi cuerpo. A
veces, en los momentos de profunda gratitud, experimento en mí una honda necesidad
de arrodillarme, con la cabeza profundamente inclinada y las manos cubriendo mi
rostro. Se ha convertido en un gesto que corresponde a un profundo impulso de mi
cuerpo y que aspira, en ocasiones de manera imperiosa, a concretarse. Y me acuerdo de
La chica que no sabía arrodillarse y de la ruda alfombra del cuarto de baño. Con todo,
en el momento en que escribo esto, experimento aún una cierta molestia en expresar lo
que pertenece a lo más íntimo de mi intimidad. Tendría menos reservas y menos pudor
en evocar mi vida amorosa. ¿Qué puede ser más íntimo que la relación de un ser
humano con Dios? […]
[…] ¡No es muy serio leer a Maimónides y pretender rehacer el mundo después
de la guerra, cuando uno se envenena, de manera sistemática y a sabiendas, fumando
tantos paquetes de cigarrillos al día! Pues lo mismo: si uno no se esfuerza, hasta en los
detalles más pequeños, por poner su vida cotidiana en armonía con las nobles ideas que
profesa, esas ideas no tienen ningún sentido.
26 de abril de 1942. ¡Oh, una pequeña anémona roja, un poco ajada por haber
festejado demasiado! Pero dentro de algunos años la volveré a encontrar dentro de estas
páginas. Para entonces, yo estaré convertida ya en una matrona, cogeré esta flor
disecada y diré con nostalgia: ¡Oh, la anémona que llevé en mis cabellos en aquel
quincuagésimo quinto cumpleaños del grande e inolvidable amigo de mi juventud! Era
el tercer año de la segunda guerra mundial, comíamos macarrones comprados en el
mercado negro y bebíamos auténtico café. Estábamos todos muy contentos y nos
preguntábamos si aquella guerra duraría aún hasta el siguiente cumpleaños o si no sería
entonces más que un mal recuerdo. Yo llevaba una anémona roja en el pelo, lo cual hizo
decir a alguien: «Eres una mezcla de rusa y española». Y otro, ese gran suizo de
cabellos rubios y cejas pobladas que estaba entre nosotros, añadió: «Es una Carmen
rusa»; después de lo cual le pedí que recitara una poesía sobre Guillermo Tell, con su
graciosa erre de suizo.
Después nos marchamos a pie por esas calles tan familiares del sur de
Amsterdam y nos detuvimos en una terraza para admirar las flores. Mientras tanto,
Liesl se nos había adelantado a su casa y se había endosado un vestido de seda negra
reluciente, muy ceñido a su cuerpo delgado y con anchas mangas transparentes de color
azul, el mismo azul que cubría sus pequeños senos blancos. Y pensar que es madre de
dos niños, tan delgada y frágil... Pero tiene una especie de fuerza primordial. Han, por
S. decía: «No hay que tocar los límites, siempre hay que dejar algo para nutrir a
la fantasía».
[…] 29 de abril de 1942. Me siento muy dichosa de que él sea judío y de que
también yo lo sea… También esto constituye una razón para quedarme a su lado y vivir
con él esta dura época.
18 de mayo de 1942. [...] Las amenazas y el terror crecen día a día. Elevo la
oración en torno a mí como un muro protector, me retiro a la oración como a la celda de
un convento, salgo de allí más «recogida», concentrada y fuerte. Este retirarme a la
celda cerrada de mi oración se convierte para mí en una realidad cada vez más intensa,
en un hecho cada vez más objetivo. La concentración interior construye altos muros,
dentro de los cuales me reencuentro conmigo misma y con mi propia unidad, lejos de
toda distracción. Y puedo imaginar un tiempo en el que estaré arrodillada días y días,
hasta no sentir estos muros en torno a mí, que me libran de deshacerme, perderme y
arruinarme.
23 de mayo de 1942 […] Cuando me dijo: «No, yo no podría vivir sin un lazo
afectivo, sin marido, sin hijos», me di cuenta de inmediato, por mi reacción instintiva,
que no era ese mi caso. Sí, yo podría vivir perfectamente sin todo eso. Podría quizá
aguantar durante años, sola, arrodillada en el suelo, en una fría celda. Incluso en esas
circunstancias habría en mí una vida intensa y fecunda. Todo lo que la vida hace posible
estaría siempre en mí.
Por la noche. Dijo S.: «Si yo te exigiera ahora que fueras sólo para mí, y que
dejaras tu relación con Wegerif, crearía ciertamente una situación de conflicto, no para
ti, sino para él». Y añadió: «No tiene ninguna importancia darse un gusto de vez en
cuando, con tal de que se sea creativo», etc. Hay aquí una angustiosa derogación de las
normas tradicionales, que me da la impresión de desembocar en un vacío. ¿No me da
miedo jugar con valores humanos fundamentales? Pero ¿no es en él donde los valores
esenciales de la vida se encuentran más seguros?.... ¿Por qué no puede uno darse por
completo a alguien? ¿Eso sólo está permitido cuando podemos decirle: «Yo soy tu
mujer»? ¿Debe tratarse siempre de este tipo de relación? ¿Acaso estoy todavía
demasiado aferrada a concepciones tradicionales? ¿Y este deseo de entregarse total y
corporalmente, que en ocasiones es tan fuerte, en cuanto que sería la realización plena y
necesaria de unos sentimientos profundos respecto a él?... Pero no siempre quieres
realizar este deseo, pues sabes los peligros a que puede exponerte. ¿No exageras, una
vez más, la importancia de ese breve momento sexual? Y dado que la sexualidad no
desempeña un papel tan importante en tu vida, ¿no te dejas influenciar demasiado por
una mentalidad convencional con respecto a estas cosas? Ahora, querida niña, ya es
hora de irte a dormir, no con Han, pues es demasiado tarde, sino sola. Es bueno, sin
embargo, que haya cogido por los cuernos, de una vez por todas, estas cosas tenebrosas
y confusas, que, de otro modo, podrían escapar a mi control como un toro enloquecido.
24 de mayo. He ido demasiado lejos en mis sentimientos con respecto a él. ¡Pero
nunca es posible ir demasiado lejos en amar a alguien! Cuando digo: «He ido
demasiado lejos», quiero decir que tengo miedo de que eso me destruya. Pero es algo
que todavía está por probar. Hasta ahora, estos sentimientos no me han dado más que
vida y fuerza. La fórmula que me vino ayer a la mente era más o menos ésta: Si tuviera
con él una relación completa, su relación con Hertha sufriría un perjuicio y una tensión
tan grandes que sería mucho mayores que el enriquecimiento relacional que hubiera
podido significar para nosotros. Y el malestar que ello hubiera originado en sus
sentimientos respecto a Hertha, habría tenido consecuencias desastrosas para nuestra
propia relación. Y si ésa es la frontera, más allá de la cual se sentiría infiel, ésa es
subjetivamente su frontera, y yo debo respetarla… ¿Y por qué no consentir ese pequeño
gesto de abstinencia pensando en esa pobre criatura, tan desgraciada, que espera del
otro lado del Channel? Ayer por la tarde se explicó con tanta claridad y honestidad, que
le estoy profundamente agradecida.
futuro y del deseo nuestro de permanecer juntos. No puedo describir cómo fue el día de
ayer. Al volver a mi casa, envuelta por la tibia noche, encontré de repente, de manera
fugitiva, una certeza que, en este momento preciso en que tengo la pluma en la mano, se
ha vuelto a esfumar por completo: algún día seré escritora. Las largas noches que pase
escribiendo serán mis noche más bellas. Entonces todo brotará de mí; se derramará
desde mí, en un flujo ininterrumpido y sin fin, todo lo que hoy estoy reuniendo en mí.
Dios mío, qué difícil es entender y aceptar lo que tus semejantes se hacen unos a
otros sobre la tierra, en estos tiempos desenfrenados. Pero no por eso voy a encerrarme
en mi cuarto, Dios mío. Sigo mirando la realidad de frente y no huyo ante nada, quiero
llegar a analizar y comprender los más graves delitos, quiero descifrar el enigma del ser
humano en su desnudez y fragilidad, del ser humano que es tantas veces irreconocible,
sobre todo cuando queda sepultado bajo las ruinas monstruosas de sus acciones
absurdas. Yo no me quedo aquí, en una habitación tranquila, adornada de flores,
dedicada a gozar de mis poetas y pensadores y a glorificar a Dios; no habría ningún
mérito en ello, por cierto. Tampoco creo ser una persona extraña al mundo, como les
gusta llamarme a mis amigos con cierto tonillo compasivo. Cada cual es dueño de su
propia realidad, lo sé, pero no soy una soñadora visionaria, un «alma bella», bloqueada
en una pubertad interminable (Werner decía de mi «novela»: «De un alma bella a un
alma grande»). Yo miro tu mundo de frente, Dios mío, y no huyo de la realidad para
refugiarme en los sueños. Lo que quiero decir es que aun junto a las realidades más
atroces hay lugar para los sueños bellos y para seguir alabando tu creación, a pesar de
todo. Así, cuando dentro de poco S. me llame por teléfono y me pregunte con su tono
inquisitivo: «Entonces, ¿cómo está usted?», yo podré responderle sinceramente:
«¡Arriba, muy bien; abajo, muy mal!».
Muchas veces en el momento en que se enfrentan los problemas, ya están casi
resueltos. En psicología, al menos, suele ser así; en la vida puede ser diferente. Me he
dado cuenta de que mis enfermedades y mis fluctuaciones anímicas dependen mucho de
mis relaciones con S., y lo he anotado en una torpe frasecita: así, con un pequeño e
imprevisto corte, me he soltado de él, para dentro de poco volver a encontrarlo, después
de haberme ganado otro pedacito de libertad. El proceso de mutuo acercamiento es
paralelo al de la mutua liberación. Quizá en los días de mayor debilidad me aferro a su
fuerza como para salvarme. Pero al mismo tiempo, esa fuerza sobreabundante me
desalienta, porque me hace sentir desigual y temo no poder seguirlo. Ni una reacción ni
la otra son justas. Mi curación y mi regeneración deben venir de mis propias fuerzas, no
de las suyas. En períodos como éste, su aplastante fuerza vital puede llegar también a
irritarme o espantarme, de modo semejante a como una persona enferma puede sentirse
carente frente a una muy sana.
Ah, este cuerpo mío! De repente surge ante mí la imagen de una vieja ruina toda
desvencijada. Pero de sus grietas escapan blancas palomas, y entre las hendiduras
brotan flores plenamente jóvenes y frescas, ¡tan tiernamente frescas entre estos muros
tan deteriorados! Así es como me siento...
[...] Los troncos despojados que se alzan ante mi ventana se cubren ahora de
frescas hojas verdes, vellón rizoso sobre sus cuerpos de ascetas desnudos y recios.
Impresiones de ayer por la tarde en mi reducida habitación. Me había acostado
pronto y, desde mi cama, miraba afuera por la ventana abierta. Podría decir una vez más
que la vida con todos sus secretos estaba muy cerca de mí, tanto que podía tocarla.
Tenía la sensación de reposar sobre el pecho desnudo de la vida y de oír el dulce latido
regular de su corazón. Estaba tendida entre los brazos desnudos de la vida y me sentía a
salvo, protegida. Pensaba: ¡qué extraño! Hay guerra, campos de concentración,
mezquinas crueldades se añaden a otras crueldades. Cuando voy por las calles, sé que
en la casa de enfrente tienen a un hijo en prisión, en la otra al padre secuestrado, o a un
hijo de dieciocho años condenado a muerte. Y todo esto ocurre a dos pasos de mi casa.
Sé que la gente anda agitada, conozco el inmenso dolor que crece y crece sin parar, la
persecución, la opresión, el odio impotente y el sadismo; sé que todas estas cosas
suceden, pero no obstante sigo mirando de frente a cada pedacito de realidad adversa.
En momentos de abandono, me siento reclinada sobre el pecho desnudo de la
vida, y sus brazos que me enlazan son tan tiernos y protectores, y el latido de su
corazón, ni siquiera sabría describirlo: tan lento, tan regular, tan dulce, casi ahogado,
pero tan fiel, lo bastante fuerte para no cesar nunca y, al mismo tiempo, tan bueno, tan
misericordioso…
Yo siento así la vida y creo que ni la guerra ni cualquier otra barbarie humana
podrán jamás cambiarla.
requieren pocas palabras para decir las cuatro cosas que realmente cuentan en la vida.
Si alguna vez llegara a escribir — y quién sabe qué cosa —, me gustaría pintar pocas
palabras sobre un fondo de silencio. Y será más difícil representar aquel silencio y dar
alma a los espacios en blanco, que encontrar las palabras mismas. Habrá que encontrar
una justa dosificación entre lo dicho y lo no dicho; lo no dicho está más cargado de
acción que todas las palabras que podamos tejer juntas. En cada novela, o lo que sea
que escriba, el fondo de lo no dicho deberá tener un color particular y un contenido
específico, como ocurre justamente en las estampas japonesas. No será un silencio vago
e inasible, sino que tendrá sus propios contornos, sus ángulos y su forma; por
consiguiente, las palabras deberán servir solamente para dar al silencio su forma y sus
contornos, y cada una de ellas deberá ser como una pequeña piedra miliar, o como un
pequeño relieve, a lo largo de caminos planos y sin fin o en las márgenes de vastas
llanuras. Es bastante cómico: ¡podría escribir volúmenes enteros para explicar cómo
querría escribir, y es muy posible que, aparte de esas recetas, no alumbre jamás una sola
línea sobre el papel! Pero estas láminas japonesas me han permitido, de repente,
visualizar el estilo de escritura que busco. Y quisiera recorrer un día verdaderos paisajes
japoneses, para tomar aún mejor conciencia de ello. De manera general, me parece que
saldré algún día para Oriente, a fin de encontrar, vivida en aquellas latitudes en su
forma cotidiana, esa atmósfera que aquí creemos que no es posible conocer más que en
el aislamiento y la disonancia.
Lunes 8 de junio de 1942. «Ante todo, debemos afirmar que existe un tipo de
cólera cuya significación es de orden biológico. A menudo, la cólera es una manera de
protestar contra el mal. El alma se yergue y resiste al mal con profunda indignación. Sin
duda, Nietzsche tenía razón cuando decía: “Vuestra virtud no significa gran cosa si no
se deja llevar por la cólera…” El mismo Jesús era capaz de encolerizarse: “Entonces,
mirándolos con cólera, entristecido por la dureza de su corazón…” (Mc 3,5). Pero
¡ojo!: se trataba de una cólera mezclada de tristeza. Estaba “entristecido”. Ésa es la
diferencia entre la cólera legítima y la cólera ilegítima. Cuando incluye un fondo de
sufrimiento moral, y no un afán personal de venganza, entonces la indignación es
buena, digna y sana».
realizar mi trabajo con la misma convicción y dedicación si viviera junto con otras siete
personas en un sucio cuartucho? A mi modo de ver, el trabajo espiritual, la intensa vida
interior sólo tienen valor a condición de que puedan ejercitarse en cualquier
circunstancia, y si no es posible en la práctica, al menos mentalmente; de lo contrario,
todas las cosas que hago no pasan de ser un lujo intelectual. Quizá lo que me paraliza
un poco es el miedo a no poder seguir siendo la misma en esas condiciones, la
inseguridad de no poder superar esa prueba (antes me habría quedado paralizada
durante varias semanas, probablemente porque no creía todavía en la necesidad de mi
trabajo). Tengo, pues, que demostrarme la validez de ese modo de ser, si voy a seguir
viviendo como hasta ahora. Yo no podría ser una obrera socialista o una revolucionaria
política, eso tengo que quitármelo de la cabeza, aunque sé que mis sentimientos de
culpa podrían empujarme también en esa dirección».
Naturalmente, no le he dicho todas estas cosas durante nuestra breve caminata.
Sólo le he dicho: «Quizá sea el temor a no superar esa prueba». Y él, muy serio y
calmado, ha añadido: «Esa prueba nos vendrá a todos». Después de lo cual, me ha
comprado cinco capullos de rosa y me los ha puesto en la mano diciendo: «Usted no
espera nada del mundo, por eso siempre recibe algo».
Esta hora antes del desayuno es para mí como la antesala de mi jornada. Hay
una gran tranquilidad, aun cuando el vecino tenga la radio encendida, y aunque Han —
si bien pianissimo — ronque detrás de mí. No siento ninguna presión en este ambiente.
A veces, cuando voy lentamente en bici por las calles, absorta completamente en
lo que sucede dentro de mí, me siento capaz de expresarme con toda seguridad y fuerza;
pero después me asombro de que lo escrito resulte tan mal construido y con tan poca
gracia. Algunas veces, las palabras y las frases circulan dentro de mí tan seguras y
persuasivas, que deberían salirme por sí solas y pasar naturalmente al papel. Pero no he
llegado a alcanzar aún esa facilidad. Me pregunto si no se debe tal vez a que dejo volar
mi imaginación y no la controlo, no la fuerzo lo suficiente a asumir formas concretas.
Pero no se trata sólo de una imaginación descontrolada y errática: también es verdad
que hay cosas que están tomando cuerpo y están asumiendo una forma cada vez más
definida y tangible — pero, sin embargo, todavía no sale nada concreto. ¿Cómo es
posible? A veces me siento como un gran taller en el que se trabaja duramente, se
martillea, se talla, etc. Otras veces me siento como si fuera de granito por dentro, como
un peñasco golpeado sin cesar por fuertes corrientes — una roca de granito cada vez
más cincelada, en la que van quedando grabadas siluetas y formas con el paso del
tiempo. Quizá llegará el día en que esas formas quedarán bien definidas, bellas y
precisas en sus contornos, y entonces será cuestión solamente de transcribirlas tal como
las encuentre dentro de mí misma. Pero ¿no estaré simplificando la cosa? ¿No estaré
confiando demasiado en el trabajo que habré de realizar? Quiero poner todo mi empeño
y mi atención, pero para que asistan, por así decir, al «trabajo» en mi nombre, como mis
delegados en el taller, simplemente, sin proporcionar ninguna ayuda efectiva.
Viernes 12 de junio de 1942. [...] Increíble, ahora parece que los judíos ya no van
a poder entrar a las tiendas de frutas y verdura, se les requisarán las bicicletas, no
podrán subir al tranvía ni salir de casa después de las ocho de la noche.
Si me deprimen estas prohibiciones — como esta mañana, cuando por un
momento las percibí como una amenaza plúmbea que podía asfixiarme — eso no se
debe a las prohibiciones en sí mismas. Lo que pasa es que siento dentro de mí una gran
tristeza que busca un motivo para manifestarse al exterior.
Ocurre así que una clase poco agradable que debo dar me infunde tanto miedo y
angustia como las más duras medidas adoptadas por las fuerzas de ocupación. Por
consiguiente, no son las circunstancias externas, sino los estados de ánimo internos —
de depresión, de inseguridad, o lo que sea — lo que da a estas circunstancias una
apariencia triste o amenazadora. En mi caso todo funciona siempre desde el interior al
exterior, nunca al revés. Comúnmente, las prohibiciones más duras y amenazadoras —
y las hay muchas actualmente — se estrellan contra mi seguridad y confianza interior, y
al resolverse dentro de mí, pierden mucho de su fuerza amenazadora.
Tengo también que cuidar el resfrío y malestar que siento porque consumen mis
energías y ganas de trabajar. Debo quitarme de la cabeza esta idea: que sólo porque me
afecta tanto el frío, el resfriado y el dolor de cabeza, tenga derecho a no hacer nada o a
trabajar menos. Más bien tendría que hacer lo contrario; aunque no se deben forzar las
cosas porque las actitudes forzadas no dan buen resultado. El hecho es que nuestra
alimentación se va a ir deteriorando cada vez más y eso reducirá nuestra capacidad de
resistencia al frío y a los resfriados; como ya me está sucediendo a mí. ¡Y eso que el
invierno aún no ha venido! Sin embargo, debemos seguir adelante y ser productivos.
Debo esforzarme desde ahora en integrar ese handicap físico que voy a tener, para no
sentirlo, cuando se manifieste, como un problema exterior imprevisto que me paralice.
Debo, por así decir, aclimatarlo a mi condición cotidiana, a mi pequeña persona, a fin
de dominarlo y no permitirle hacerme sufrir tanto. Así, dejaré de verlo como un factor
paralizante que hay que eliminar con un gran dispendio de tiempo y energías, y lo veré
más bien como un elemento ya integrado en mi persona, que no requerirá ninguna
atención especial. Tal vez me he expresado muy mal, pero sé lo que quiero decir.
Muchas veces, cuando vuelvo a casa por la tarde, siento que he vivido
experiencias extraordinarias durante la jornada, y quisiera de inmediato ponerlas por
escrito, inmortalizarlas incluso. No quiero registrar mis experiencias con palabras
simples ni mucho menos sin gracia — después de todo escribo sólo un diario —, sino
que pretendo de inmediato extraer aforismos y verdades eternas a partir de experiencias
banales. Pienso que menos que eso no debo hacer. Pero entonces es cuando empiezan
las vacilaciones y las generalizaciones. Hablar, por ejemplo, de mi barriga (apelativo
grosero y ridículo, por cierto, de una parte tan importante del cuerpo humano) me
resulta por debajo de mi dignidad intelectual. Si quisiera escribir algo sobre mis estados
de ánimo de ayer, tendría que advertir ante todo, con toda sinceridad, que era el día
primero de mis menstruaciones, y que, en esos días, soy responsable sólo a medias. Si
Han no me hubiera mandado a la cama pasada ya la medianoche, seguiría todavía
sentada ante mi escritorio. Ni creo que se trate de momentos realmente creadores, lo son
sólo en apariencia. Entonces, todo se desordena y conmociona dentro de mí, me agito,
llego a desconectarme, me vuelvo incluso desconsiderada: y todo por causa de aquel
fenómeno femenino que tiene lugar —en mi caso, lamentablemente cada tres semanas
— al sur de mi diafragma. Así se explican varias de mis reacciones de anoche.
feliz y canto las alabanzas de esta vida –¡sí, ha leído usted bien!–, en el año del Señor –
todavía y siempre del Señor– de 1942, enésimo año de la guerra.
Martes 23 de junio de 1942, ocho y media de la mañana. Hace pocos días tuve
un arranque de rabia y sed de venganza; esta mañana, en cambio, me he reído a más no
poder en mi cama, en un rapto de locura infantil, al recordar lo ocurrido la última vez
que estuve con S. Al llegar a la puerta de su habitación, mis ojos se fijaron en el retrato
de Hertha que está sobre la cómoda, con su mirada soñadora y su eterna sonrisa. La
cama de S. estaba ya preparada para la noche. Yo miraba con un ojo aquella sonrisa,
que me crispa desde hace dieciséis meses, y, con el otro observaba la disposición de la
cama. Y pensé con una mezcla de furia, tristeza y sensación de soledad: «¡Claro, la
cama adornada para esa insulsa señorita de la sonrisa desabrida!». Si S. hubiese
adivinado mi desahogo de mujer ofendida, seguramente habría hecho temblar las
paredes del cuarto con su risa. ¡Pobre Hertha, qué injusta soy contigo! A veces me
pregunto cómo será tu vida en Londres. A veces, sí, como cuando llego en bicicleta por
su calle silenciosa, y veo de lejos a S. que me hace gestos de impaciencia, y se asoma
sobre el geranio que con sus largos tallos se desangra sobre el borde de la ventana.
Subo corriendo la escalera de piedra hasta la puerta de su casa, que, por lo general, él
deja abierta mientras me espera, y entro sin aliento a sus habitaciones. Algunas veces,
me lo encuentro de pie en medio de la sala, con aire imponente, como esculpido en la
piedra gris de una roca tan antigua como la creación. Otras veces, en cambio, su porte
no me parece en absoluto impresionante, sino más bien bonachón y desmañado, como
el de un oso tímido y amable, tan amable como no podría serlo un hombre a menos que
sea afectado o afeminado. A veces, un pensamiento se refleja en sus rasgos, que se
tensan como vela al viento, y dice: «Escuche un momento...», y prosigue hablando,
generalmente de manera muy instructiva. Y están también sus grandes manos, que
transmiten un calor y una ternura que no brotan de su cuerpo sino de su alma. ¡Pobre
Hertha, allí en Londres! Soy yo quien se aprovecha de la mejor parte de lo que nuestras
vidas tienen en común. En el futuro voy a poder explicarte muchas cosas de él, cosas
aprendidas a través del sufrimiento, que me ha enseñado, además, que el amor ha de
compartirse con toda la creación y con el cosmos entero. Porque, en cierto modo, se
llega también al cosmos, aunque el precio del billete de ingreso es alto y oneroso, y se
obtiene ahorrando a largo plazo, con sangre y con lágrimas. Pero ningún dolor, ninguna
lágrima es demasiado para esto. Y tú vas a tener que pasar a través de las mismas cosas,
comenzando desde cero. Para entonces, yo estaré viajando frenéticamente por el
mundo, porque todavía no me habré integrado del todo en el cosmos, y seguiré siendo,
por diversos motivos, una «mujercita limitada».
Sin duda alguna tú tendrás que recorrer un camino semejante al mío, porque este
hombre está tan impregnado de valores eternos, que, probablemente, no podrá cambiar
mucho. Pienso que tú y yo debemos tener mucho en común — de otro modo, ¿cómo
habría podido nacer esta amistad entre él y yo? Tú debes ser más tímida y solitaria que
yo, y más aburrida también, pues yo soy más fantasiosa. Mi frustración comenzará
cuando entres físicamente en nuestra vida. A él le parecerá tonta la palabra frustración,
porque tiene amor para dar en abundancia no sólo a una persona, y porque con él nadie
tiene que renunciar a nada. Pero nosotras las mujeres hemos sido fabricadas de una
manera especial. Mi vida se cruza muchas veces con la tuya. ¿Cómo será después, en la
realidad? Si tuviésemos que encontrarnos de veras, tendríamos desde ahora que
establecer el acuerdo de estar bien dispuesta la una hacia la otra. Porque eso podría
significar que la historia nos permite respirar de nuevo, y vivir libremente. Y en la
experiencia común de aquel gran bien ya no deberían subsistir los contrastes entre las
personas. ¿No te desesperas a veces allí donde estás, a la otra parte de La Mancha? Te
lo pregunto porque conozco bien todas tus cartas. ¿Y cómo puedes soportar todo esto tú
sola, una muchachita tan joven en esa ciudad bombardeada? En el fondo te admiro, y si
me permitiese sentir compasión por ti, no acabaría nunca de compadecerte.
En Amsterdam hay una mujer que reza siempre por ti, y esto es algo grande de
su parte, porque, después de Dios, a quien ella ama es a él, como si fuera el primero y
último amor de su vida. Me alegro de que alguien rece por ti, de este modo tu vida está
más protegida, como yo no sería capaz de hacerlo por ahora. En realidad, yo no tengo
esa grandeza de alma, excepto tal vez en algún raro momento de iluminación; de
ordinario estoy llena de todos los defectos que vuelven pesado el camino del hombre
hacia el cielo: celos, resistencias mezquinas y cosas por el estilo. Felizmente conozco
las pocas cosas grandes que cuentan en la vida, y tal vez llegará una noche en que pida
por ti, libre por fin de todo pensamiento recóndito y mezquino, y de los celos. Y en
aquella noche tú te sentirás de golpe tan bien y tan reconciliada con la vida como no lo
has estado en mucho tiempo, y ni siquiera sabrás de dónde proviene ese sentimiento.
Pero yo no he llegado todavía a ese punto. Y ahora, al trabajo. No sé qué estarás
haciendo tú en estos momentos. Tu lucha cotidiana por la sobrevivencia es tanto o más
difícil que la mía y podría sentirme en culpa respecto a ti como ya me siento con
respecto a aquellos que tienen que bregar para procurarse su ración cotidiana, hacer
largas colas, etc. Todo esto me crea grandes deberes morales y responsabilidades. Entre
mis ocupaciones principales está el estudio de la lengua rusa y del grande amado país
en que se habla esa lengua. El día que arribes aquí, yo me iré a ojos cerrados a la
estación y compraré un billete que me lleve directo al corazón de ese país. ¿Qué me
dices de todo este romanticismo infantil, temprano en la mañana y en tiempos como
éstos? Me da un poco de vergüenza, pero la verdad es que a veces veo las cosas así, en
mi fantasía. Hertha, si supieses lo amenazada que esta nuestra existencia. En esta
mañana de sol escribo ingenuamente de «arribar» y «encontrarnos», pero podríamos
encontrarnos antes, quizá, en un campo inhóspito. Nuestra vida aquí está cada día más
amenazada y no sabemos como acabará.
«Sin café y sin cigarrillos se puede vivir, protestaba Liesl, pero sin la naturaleza
no, no se debe quitar a nadie la naturaleza». Yo dije: «Imagina que estamos condenados
a la cárcel más o menos por un año, y que esos dos árboles que hay frente a tu casa son
un verdadero bosque. Verás que, para estar en prisión, gozamos todavía de una relativa
libertad de movimientos».
Liesl me hace pensar a veces en un pequeño duende que toma baños de luna en
las cálidas noches de verano. Pero ella se pasa tres horas al día limpiando espinacas y
hace la cola para comprar alimentos hasta casi perder el sentido. A veces lanza
pequeños suspiros que le salen de dentro y hacen temblar de pies a cabeza su cuerpo
menudo. Está como revestida de timidez y de pudor, aunque algunos hechos de su vida
puedan parecer no tan pudorosos. Posee, además, un no sé qué de robusto, una especie
de fuerza primordial de la naturaleza. Aquella baja de tensión afectiva que sentí hacia
ella, fue más bien breve. Si supiese lo que estoy escribiendo, le asombraría mucho:
efectivamente, es mi única amiga «femenina».
Lunes 29 de junio de 1942, diez de la mañana. [...] Dios no tiene que darnos
cuentas, es a la inversa. Sé todo lo que nos puede suceder todavía. A partir de ahora
estoy separada de mis padres y no puedo reunirme con ellos, siendo así que no viven
más que a dos horas en tren. Sé que viven en una casa confortable, que no padecen
hambre y que están rodeados de mucha gente de buena voluntad. También ellos saben
dónde estoy yo. Pero quizá llegue un día en que ya no sepa dónde están, adónde habrán
sido deportados, dónde morirán de angustia. Sé que puede llegar ese momento. Según
las últimas noticias, todos los judíos de Holanda van a ser deportados a Polonia,
pasando por la Drenthe. La radio inglesa ha hecho saber que, desde abril del año
pasado, han sido asesinados setecientos mil judíos en Alemania y en los territorios
ocupados. Y si sobrevivimos, serán otras tantas heridas que deberemos llevar sobre
nosotros durante el resto de nuestros días. Y sin embargo, no puedo ver absurda la vida.
Y Dios, por su parte, no es responsable de los absurdos que nosotros cometemos. ¡Los
responsables somos nosotros! He muerto ya mil veces en mil campos de concentración.
Sé todo lo que pasa y ya no me preocupo de las noticias que pueden venir: de un modo
u otro, lo sé todo. Y sin embargo, encuentro la vida bella y llena de sentido. A cada
instante.
Cuántas veces he pedido, hasta hace poco menos de un año: «Señor, te lo ruego,
hazme un poco más sencilla». Y si algo me ha traído este año, ha sido justamente una
mayor sencillez interior. Creo que en el futuro llegaré incluso a expresar las cosas
difíciles de esta vida con palabras muy sencillas. En el futuro.
Cuatro y cuarto de la tarde. Sol en este mirador y una suave brisa en el jazmín.
Mira: ha comenzado un nuevo día, uno más; ¿cuánto ha pasado desde las siete de la
mañana? Me quedo todavía diez minutos junto al jazmín; y luego, sobre la bicicleta,
que todavía nos permiten usar, voy donde mi amigo, que está en mi vida desde hace
dieciséis meses, pero que me parece que lo conozco desde hace mil años, aunque a
veces aparece ante mí con una luz tan nueva que me deja sin aliento. Qué curioso, ese
jazmín tan tierno y tan radiante en medio de toda esa grisalla y esa borrosa penumbra.
No comprendo en absoluto a ese jazmín. Pero tampoco tienes por qué comprender. En
este siglo veinte, aún se puede creer en milagros. Y yo creo en Dios, aunque dentro de
poco tenga que ser devorada en Polonia por los piojos.
Quieren nuestro total exterminio... ¡Está bien!: acepto esta nueva certeza. Ahora
lo sé. No impondré a los demás mis angustias, y me abstendré de todo rencor hacia
quienes no comprenden lo que nos sucede a nosotros, los judíos. Pero que una certeza
adquirida no sea socavada o debilitada por otra. Yo trabajo y vivo con la misma
convicción, y encuentro la vida llena de sentido, sí, llena de sentido a pesar de todo,
Antes creía un deber el concebir muchas ideas geniales cada día; actualmente,
me siento con frecuencia como una tierra inculta, en la que no crece absolutamente
nada, pero sobre la cual se extiende un cielo alto y sereno. Mejor así: en los tiempos que
corren no puedo fiarme demasiado de pensamientos brillantes, a veces prefiero más
bien dejar reposar la cabeza, y esperar. Ha sucedido una enormidad de cosas en mí estos
últimos días, pero todas ellas han acabado cristalizando en torno a una idea. El
lamentable final que probablemente nos aguarda y que ya desde ahora se deja ver en las
pequeñas cosas de la vida corriente, lo he mirado de frente y le concedido un lugar en
mi sentimiento de la vida, sin que por ello haya perdido nada de su gravedad. No estoy
amargada ni indignada; he conseguido vencer mi abatimiento y no sé lo qué es la
resignación. Continúo creciendo serena, día a día, aun teniendo aquella posibilidad ante
mis ojos. No voy a jugar con palabras que generan malentendidos, como por ejemplo:
«he saldado las cuentas con la vida, no puede sucederme nada, no se trata de mí ni de
mi destrucción, sino del hecho de que se destruya».
Así hablo a veces con los demás, pero no tiene mucho sentido, ni logro
explicarme — aunque esto importa poco, a fin de cuentas.
Con «haber saldado mis cuentas con la vida» quiero decir que la eventualidad de
la muerte está ya integrada perfectamente en mi vida. Mirar la muerte de frente y
aceptarla como parte integrante de la vida es tanto como ensanchar la vida. Y a la
inversa, sacrificar ya desde ahora a la muerte una parte de esta vida, por miedo a la
muerte y por negarse a aceptarla, es la mejor manera de no preservar más que un pobre
y pequeño fragmento de vida mutilada, que apenas merecería ser llamada «vida». Esto
puede parecer paradójico: excluyendo la muerte de nuestra vida, no vivimos en
Un poco más tarde. Y aunque no hubiese habido nada en esta jornada —ni
siquiera esa positiva confrontación que he tenido con la muerte y con el aniquilamiento
—, nunca podré olvidar al soldado alemán kasher [bravo] que esperaba en el kiosko con
su cesto de zanahorias y coliflores. Éste comenzó por poner, de manera discreta, un
billete en la mano de la joven en el tranvía. Después vino lo de su carta, que yo voy a
tener que leer algún día. En esta carta él le decía que ella le recordaba a la hija de un
rabino a la que había asistido y velado en su lecho de muerte, y a la que acababa de
visitar esa tarde.
Cuando Liesl me contó esta historia, me dije enseguida: «Esta noche tendré que
rezar también por este soldado alemán». De pronto, uno de los innumerables uniformes
que nos rodean adquirió un rostro. Probablemente hay entre ellos otros rostros en los
que podemos leer un lenguaje comprensible para nosotros. Él sufre también. No hay
fronteras entre los que sufren. Se sufre en ambos lados de todas las fronteras, y tenemos
que rezar por todos. Buenas noches.
Desde ayer, de golpe, tengo muchos años más. Sé que mi vida tiene un término.
No estoy acobardada, me siento fuerte. Uno se vuelve fuerte cuando aprende a conocer
y aceptar sus propias fuerzas y sus propias insuficiencias. Todo es simple y evidente
para mí, y quisiera poder vivir lo suficiente para hacerlo comprender a los demás. Y
ahora sí, buenas noches.
produciendo grandes cambios en mí y creo que son algo más que simples estados de
ánimo.
Ayer se ha abierto ante mí una nueva perspectiva — si se la puede llamar
perspectiva—, y esta mañana estaba de nuevo tranquila, serena y segura como no me
había sentido en mucho tiempo. Y todo esto ha ocurrido gracias a esa pequeña ampolla
de mi pie izquierdo.
Mi cuerpo es el receptáculo de múltiples dolores. Almacenados en todos los
rincones, vuelven a aflorar cada uno en su momento. Pero también en esto he tomado
partido. Y me asombro a mí misma por mi capacidad de trabajo y de concentración
contra viento y marea. Pero si nuestra situación se llegase a agravar de verdad, no
bastará con la energía espiritual; esto no debo perderlo de vista. Este pequeño paseo a
pie hasta la oficina de Impuestos ha bastado para enseñármelo. Al principio,
caminábamos como felices turistas que visitan una ciudad soleada. Al caminar, él había
tomado mi mano, y así la suya y la mía se encontraban bien juntas. Luego empecé a
sentir una inmensa fatiga. Era, sin duda, una sensación extraña producida por no poder
subir en ningún tranvía de esta ciudad de largas calles, ni sentarme en ninguna terraza
(muchas de ellas me traen recuerdos, y se lo digo: «Mira, allí fue donde vine hace dos
años con un grupo de amigos después de mi examen de derecho»). Pensé entonces o,
mejor dicho, no lo pensé, fue una intuición que surgió en mí: a través de los siglos, los
hombres se han derrengado, se han hecho polvo los pies recorriendo la tierra del Buen
Dios, hiciera frío o calor, y también eso forma parte de la vida. Es una experiencia que
siento cada vez más fuerte en mí en estos últimos tiempos: tanto en mis acciones como
en mis sensaciones cotidianas más ínfimas, se introduce una pizca de eternidad. No soy
la única que está cansada, enferma, triste o angustiada. Lo estoy al unísono con
millones de otros seres humanos a través de los siglos. Todo esto es la vida. La vida es
bella y está llena de sentido en medio de su absurdo, a poco que sepamos disponer en
ella un sitio para todo y llevarla toda entera en su unidad. Entonces la vida, de un modo
u otro, forma un conjunto perfecto. En cuanto rechazamos o queremos eliminar ciertos
elementos, en cuanto nos entregamos a nuestro gusto y nuestro capricho para admitir tal
aspecto de la vida y rechazar tal otro, entonces la vida se vuelve, efectivamente,
absurda. En cuanto se pierde el conjunto, todo se vuelve arbitrario.
Al volver de nuestro largo paseo, nos esperaba una habitación alquilada, que nos
ofrece seguridad y un diván confortable sobre el que podemos tendernos, después de
quitarnos los zapatos. Hallamos una acogida generosa, había una canasta de cerezas,
mandada por los amigos del Betuwe. Antes, un buen almuerzo era una cosa
completamente normal, hoy es un regalo inesperado; y si, por una parte, la vida se ha
vuelto más dura y amenazadora, por otro se ha hecho vuelto más rica, porque ya no hay
pretensiones y cada cosa buena se convierte, justamente, en un don inesperado, que
llena de gratitud. Yo, al menos, siento así las cosas, y él también, y a veces nos
maravillamos los dos de no sentir odio ni indignación ni amargura. Estas cosas ya no se
pueden decir delante de la gente: creo que acabaremos sintiéndonos terriblemente
aislados decido a nuestras convicciones. Mientras caminaba, sabía que me esperaba una
casa segura, pero sabía también que va a llegar el día en que no tendremos ya esta
seguridad. Entonces se andará por las calles para acabar en la sala común de un
barracón. Sabía que esto era lo que me esperaba a mí y a los demás, y lo he aceptado.
He aprendido otra lección en esa caminata: al cabo de dos horas, la cabeza me dolía
terriblemente, como a punto de explotar, y mis pies estaban tan maltratados, que me
preguntaba cómo iba a volver a caminar. Las muchas aspirinas que me tomé (lo creí
Muchos de los que ahora se indignan por las injusticias que se cometen, a decir
verdad se indignan sólo porque tales injusticias los tocan a ellos: luego, no es una
indignación verdaderamente arraigada y profunda.
Al final de la mañana. Poder ponerse todavía una camisa limpia es casi una
fiesta; y lo mismo se diga si puedes lavarte con un jabón perfumado, en un baño que es
todo para ti durante esa media hora. Es como si ya me estuviese despidiendo de todas
estos refinamientos de la civilización. Y si algún día ya no pueda disfrutar de ellas, al
menos sabré que existen y que pueden hacer placentera la vida, y, en cuanto tales, las
alabaré, aun cuando no me hubiesen tocado en suerte. Lo que cuenta, pues, no es que
me toquen a mí - ¿no es verdad?
Hemos de asumir todo lo que nos asalta de improviso, incluso que un tipo,
adoptando traidoramente la forma de uno de nuestros hermanos humanos, se te acerque
cuando sales de una farmacia en la que has comprado un tubo de pasta dentífrica, te
señale con un dedo acusador y te pregunte con aspecto de inquisidor: «¿Tiene usted
derecho a comprar en esa tienda?» —«Sí, señor, puesto que es una farmacia», le
respondí yo, con cierta timidez, pero con firmeza y con mi acostumbrada amabilidad.
—«¡Ah! Está bien», dijo él, en tono seco y desconfiado, antes de seguir su camino. Yo
no estoy dotada para las réplicas mordaces, a no ser en una discusión intelectual de
igual a igual. Ante la chusma de la calle, para llamar a esa gente por su nombre, me
siento desarmada del todo, entregada de pies y manos. Me siento confusa, entristecida y
asombrada de que unos seres humanos puedan tratarse así. Pero replicar secamente,
cerrar el pico al adversario (incluso dentro de los límites de la buena educación), es algo
que nunca me vendrá a la mente. Ese hombre no tenía, ciertamente, el menor derecho a
someterme a ese interrogatorio. ¡Otro más de esos idealistas dispuestos a ayudar al
ocupante a purgar la sociedad de sus elementos judíos! ¡Allá cada cual con lo que le
proporcione placer en la vida! Con todo, el impacto de estos pequeños encontronazos
con el mundo exterior resulta bastante duro de encajar. Así mismo, no tengo el más
mínimo interés en aparentar que soy una persona arrogante frente a tal o cual
perseguidor; y no veo por qué esforzarme en este sentido. Podrán darse cuenta
perfectamente de que estoy angustiada y completamente indefensa frente a ellos. No
veo ninguna necesidad de aparecer como aguerrida. Tengo mi fuerza interior, y eso
basta. Lo demás me resulta irrelevante.
Lunes 6 de julio, once de la mañana. Creo que voy a poder escribir varias horas
sobre lo más esencial. Rilke escribe en alguna parte a su amigo paralítico, Ewald: «Pero
hay también días en que él envejece, los minutos pasan sobre él como años». Fue lo que
nos ocurrió ayer: las muchas horas del día pasaron sobre nosotros. Al despedirnos, me
apoyé un momento sobre S. y le dije: «Quisiera permanecer contigo el mayor tiempo
posible». Él me respondió con aire absorto y su boca me pareció dulce, indefensa y
melancólica, me dijo: «Sí, cada uno de nosotros tiene todavía sus propios deseos...».
Por eso me pregunto: ¿no deberíamos comenzar ya desde ahora a dejar de lado
nuestros deseos? Si se trata de aceptar, ¿no sería mejor aceptarlo todo, ya ahora? S.
estaba recostado a la pared del cuarto de Dicky y yo estaba apoyada sobre él un poco
tiernamente; aparentemente, no había nada distinto a tantos momentos de nuestra vida.
De pronto he tenido la impresión de que un gran cielo se desplegaba por encima de
nosotros como en una tragedia griega. Por un momento todo se volvió confuso a mis
sentidos y me encontré en medio de un espacio, cargado de amenazas y también de
eternidad. Fue entonces, quizá, cuando se realizó en nosotros una grande y definitiva
trasformación. S. se mantuvo todavía un momento apoyado sobre la pared y luego
comentó en un tono casi de lamento: «Esta tarde tengo que escribir a mi amiga, porque
dentro de poco será su cumpleaños. Pero ¿qué debo escribirle? Me faltan ganas e
inspiración». Yo le dije: «Tienes que ver la manera de ayudarla a aceptar desde ahora la
idea de que no te volverá a ver; debes apoyar su vida futura. Debes ayudarla a
reconocer que en todos estos años habéis vivido juntos, a pesar de la distancia física;
que ella tiene que seguir viviendo en tu espíritu y conservar de él un pedacito para este
mundo. Eso es lo que cuenta». Así nos hablamos hoy, discursos de este género ya no
nos parecen absurdos, es como si hubiéramos entrado en una realidad nueva, en la que
las cosas adquieren colores y acentos diferentes. En nuestros ojos, en nuestras manos y
en nuestras bocas circula un flujo ininterrumpido de dulzura y ternura, en el que se han
extinguido los pequeños deseos: ahora se trata simplemente de ofrecernos unos a otros
toda la bondad que cada uno tiene. Toda reunión es al mismo tiempo un adiós. Esta
mañana me ha dicho por teléfono, con tono enternecido: «¡Qué bien lo pasamos ayer:
deberíamos tratar de estar juntos el mayor tiempo posible de todo el día!
Ayer en la tarde —mientras estábamos sentados entorno a su mesita redonda y,
como dos solteros todavía mimosos, disfrutábamos de un almuerzo abundante que no
tenía nada que ver con la situación actual— cuando le dije que no quería dejarlo nunca,
me respondió con un tono sorprendentemente severo y solemne: «No se olvide de lo que
siempre dice, no debe olvidarlo». Me pareció, entonces, que yo había dejado de ser una
niñita en un drama que supera su capacidad de comprensión, como me parecía tantas
veces en el pasado, y que ahora se trataba más bien de mi vida y de mi destino, y que
era capaz de soportarlo: y mi destino, con todas las amenazas e inseguridades, con toda
la fe y el amor, me asentaba perfectamente como un vestido expresamente hecho para
mí. Lo amo, ciertamente, libre ya del afán de poseerlo, y de descargar sobre él mis
angustias y deseos. Renunciaré incluso al deseo de estar junto a él hasta el último
momento. Todo mi ser está a punto de metamorfosearse en una gran oración por él.
¿Pero por qué sólo por él? ¿Por qué no por todos los demás?
Hasta muchachitas de dieciséis años son enviadas a los campos de trabajos
forzados. Los que somos mayores que ellas tendremos que tomarlas bajo nuestra
protección, cuando les llegue el turno a nuestras jóvenes holandesas. Anoche quise
decírselo a Han —que están enviando a muchachitas de dieciséis años a los campos—
pero me quedé callada, pensado que debía ser buena con él y no sobrecargarlo con
mayores pesares: ¿acaso no puedo resolver yo sola estas cosas? Es cierto que cada uno
de nosotros debe saber lo que está pasando, pero ¿no debemos también ser considerados
unos con otros y evitar cargar a los demás todo el tiempo con pesares que bien
podríamos sobrellevar solos?
Hace unos días pensaba que lo peor va a ser cuando ya no tenga ni lápiz ni papel
para aclararme las ideas de vez en cuando. Privada de esto, que para mí es de una
importancia fundamental, podría explotar y destruirme por dentro.
Hoy tuve esta certeza: Cuando se empieza a renunciar a las propias exigencias y
deseos, se puede renunciar a todo. Me he dado cuenta de ello en el espacio de unos
cuantos días. Quizá pueda permanecer aquí todavía durante un mes, hasta que
descubran cómo nos estamos escapando de las disposiciones. Comenzaré a poner orden
en mis cartas. Cada día digo adiós. De ese modo, el verdadero adiós no será más que
una pequeña confirmación exterior de lo que irá produciéndose en mí día tras día.
Estoy en un estado de ánimo muy singular. Me veo a mí misma escribiendo con
toda tranquilidad y madurez. ¿Podría alguien comprenderme si le dijese que me siento
extraordinariamente feliz, y no de manera artificial, sino simplemente feliz, porque
percibo que crece dentro de mí una gran ternura y una gran confianza de día en día?
¿Por qué las amenazas y cargas que pesan sobre nosotros no me llevan ni por un
momento a la alienación mental? Porque sigo viendo y sintiendo la vida clara y nítida
en sus contornos. Porque nada ofusca mis pensamientos y sentimientos. Porque puedo
soportarlo y aceptarlo todo, y porque la conciencia del bien que se ha dado en la vida —
en mi vida también— no ha sido suplantada por todas estas otras cosas, antes bien se ha
ido convirtiendo cada vez más en parte de mí. No me atrevo a añadir más, no sabría qué
más decir. Es como si, con mi desapego, me lanzara mucho más allá de todo aquello
que conduce a la alineación mental. Si supiera con certeza que debo morir la próxima
semana, me quedaría estudiando en mi escritorio todo este tiempo, con la mayor
tranquilidad de espíritu y sin que esto signifique una huída. Ahora sé que vida y muerte
están significativamente ligadas entre sí. Será un deslizarse de la una a la otra — aun
cuando el final sea lúgubre o incluso atroz en su forma exterior.
Tenemos que soportar todavía por muchas vicisitudes. Nos llevarán a la pobreza
y, si este proceso se prolonga, harán de nosotros una masa miserable. Ya nuestras
fuerzas declinan cada día, y esto debido no solamente a la angustia e inseguridad en que
vivimos, sino también a pequeñas contrariedades cotidianas que nos causan — como la
prohibición de entrar a ciertas tiendas, o la obligación de caminar largas distancias a
pie, cosa que está enfermando a muchas personas que conozco. Nuestra aniquilación se
acerca furtivamente por todas partes, pronto se cerrará el cerco entorno a nosotros,
ninguna buena persona que quiera ayudarnos podrá franquearlo. Todavía hay muchas
pequeñas aperturas, pero aun éstas serán taponadas dentro de poco. El ser humano
obedece a leyes de lo más curiosas: ahora hace un tiempo frío y lluvioso; pero se diría
que, de la altura de una sofocante noche de verano, uno fuera de pronto arrojado a un
valle frío y húmedo. La última noche que pasé con Han fue como el momento del paso
brutal del calor al frío. Anoche, mientras hablábamos ante su ventana de las graves
cuestiones del momento actual, su rostro estaba tan descompuesto que pensé: esta
noche lloraremos abrazados. Abrazados hemos estado, pero no hemos llorado. Sólo al
final, cuando sentí su cuerpo en éxtasis sobre el mío, me sentí abrumada súbitamente
por una ola de tristeza profundamente humana, seguida de un sentimiento de compasión
por mí y por todos, y por el cariz que han tomado los acontecimientos. En la oscuridad
he podido esconder mi cabeza entre sus hombros desnudos y he saboreado mis lágrimas
en solitario. Después, de golpe, me acordé de la torta de la señora W. de esta tarde y de
la capa de fresas que la cubría, y me puse a reír sola, casi con alegría. Ahora debo
ocuparme del almuerzo y a las dos me iré donde él. Podría añadir que mi estómago no
está bien, pero me he propuesto ya no escribir de mi salud, empleo demasiado papel y
me las arreglo igualmente. Antes escribía más sobre eso, porque no sabía cómo valerme
con esos problemas, pero ahora ya lo sé, al menos me parece. ¿Soy un poco imprudente
y presuntuosa? No lo sé.
Las ocho. Basta, le pongo una tapa a todo el ruido de esta jornada. La noche, con
toda la calma y concentración que hay en mí, me pertenece. Sobre mi escritorio se
yergue una rosa té amarilla, entre dos floreritos de violetas. La hora de nuestro aperitivo
ha pasado. S. me ha preguntado, completamente exhausto: «¿Cómo hacen los Levie
para resistir noche tras noche? Yo ya no resisto más, estoy completamente
desesperado». Por mi parte, pongo a un lado la realidad y la conversación, y me pongo
a estudiar toda la tarde. Pero ¿yo cómo estoy, en realidad? Ninguna de las
preocupaciones y amenazas de esta jornada me han afectado; sentada ante mi escritorio,
me siento como virgen y recién nacida, dispuesta simplemente a estudiar, como si nada
ocurriera en el mundo. Todo se me ha desprendido de encima sin dejar huella y me
siento más receptiva que nunca. Probablemente, la próxima semana todos los
holandeses serán llamados al examen médico. Minuto a minuto, deseos, necesidades y
vínculos afectivos se van desprendiendo de mí; estoy disponible para aceptar cualquier
cosa, cualquier lugar de la tierra adonde Dios me quiera mandar, disponible también
para testimoniar a través de cualquier situación que tenga que vivir o incluso en la
muerte, que la vida es bella y llena de sentido, y que no es por culpa de Dios sino por
culpa nuestra que haya llegado a estar como está. Se nos han dado todas las
posibilidades para desarrollar nuestros talentos; pero aún no hemos aprendido a hacer
buen uso de ellas. Se diría que a cada instante fardos más y más numerosos caen de mis
espaldas, que las fronteras que separan actualmente a los hombres y a los pueblos se
borran ante mí; diría incluso que la vida misma se me ha hecho transparente y el
corazón humano también; veo, veo y entiendo cada vez más cosas; siento dentro de mí
una paz creciente y una confianza en Dios, cuyo rápido crecimiento me asustaba al
comienzo, pero que ha venido a ser ya parte de mí. Y ahora sí, a trabajar.
Cuando digo a los demás: «No sirve de nada huir o esconderse, no vamos a
poder escapar, es mejor permanecer con los demás y procurar hacer por ellos lo que
podamos hacer — puedo dar la impresión de resignación, actitud que no va conmigo.
Todavía no he encontrado el tono adecuado para expresar ese sentimiento tan perfecto y
radiante que hay en mí y que abraza todo sufrimiento y toda violencia. Estoy
empleando un lenguaje demasiado libresco y filosófico, lo cual puede hacer pensar que
me he inventado una teoría consoladora para facilitarme la vida. Tendría mejor que
aprender a callar, provisionalmente, y a «ser».
Viernes por la mañana. Una vez fue un Hitler, otra vez fue un Iván el Terrible,
por ejemplo; una vez fue la resignación, otra vez fueron las guerras, la peste, los
terremotos, el hambre. Los instrumentos del dolor poco importan, lo que cuenta es la
manera de llevar, de soportar, de asumir un dolor consubstancial a la vida y conservar
intacto a través de las pruebas un trozo del alma.
Si Dios cesa de ayudarme, seré yo quien tenga que ayudar a Dios. Poco a poco,
toda la superficie de la tierra no será más que un inmenso campo de concentración, y
nadie, o casi nadie, podrá quedar fuera de él. Es una fase que hemos de atravesar. Aquí
los judíos se cuentan cosas de lo más divertidas, mientras que en Alemania los judíos
son emparedados vivos o exterminados con gases asfixiantes. No es prudente divulgar
este tipo de historias; además, aunque sea verdad que esas atrocidades se están
cometiendo en la forma que sea, ¿cómo podríamos responder a ello? Desde ayer está
lloviendo con una furia casi infernal. Ya he vaciado un cajón de mi escritorio. He
encontrado esa fotografía suya que perdí hace casi un año, pero que tenía la esperanza
de encontrar: allí estaba, en el fondo de un cajón revuelto. Típico en mi caso: tengo la
certeza de que las cosas grandes o pequeñas, al final se arreglan solas, sobre todo
cuando se trata de cosas materiales. Tengo este sentimiento en mi vida práctica. Nunca
me preocupo del mañana; por ejemplo, sé que dentro de poco voy a tener que dejar esta
casa y no tengo la más mínima idea de dónde iré a parar; de momento mis ingresos
económicos son escasos, pero eso no me preocupa; ya algo caerá. Si añadimos nuestras
propias preocupaciones a las cosas que ocurren, impedimos que éstas se desarrollen
orgánicamente. Tengo dentro de mí una inmensa confianza: no en que todo me saldrá
bien en lo exterior, sino que yo seguiré aceptando la vida y la seguiré considerando
buena, aun en los peores momentos.
Me asombro de ver cómo me voy preparando psicológicamente para la vida en
el campo de concentración, hasta en los más mínimos detalles. Anoche caminaba con él
a lo largo del canal, llevaba unas sandalias muy cómodas y, de improviso, me vino este
pensamiento: «Voy a llevar también estas sandalias para poder cambiarme los zapatos
más pesados» ¿Qué me está ocurriendo? ¿De dónde me viene esta alegría tan ligera y
festiva? La jornada de ayer fue dura, muy dura, y tuve mucho que soportar y que
asumir. Pero lo hice. Absorbí una vez más todo lo que me asaltaba, y soy capaz de
afrontar algunas cuantas cosas más que ayer. Eso es, probablemente, lo que me
proporciona esta alegría y paz interior: soy capaz de conseguirlo todo sola, sin que mi
corazón se seque de amargura; y hasta mis peores momentos de tristeza, incluso de
desesperación, dejan en mí surcos fértiles y me hacen más fuerte. No me hago muchas
ilusiones sobre la realidad de la situación, y renuncio incluso a pretender ayudar a los
demás. Adoptaré como principio el «ayudar a Dios» tanto como sea posible, y si lo
consigo, entonces estaré ahí también para los demás. Pero no nos hagamos ilusiones
heroicas sobre este punto.
Me pregunto qué haría, efectivamente, si tuviera en el bolsillo mi orden de envío
a Alemania y tuviese que partir dentro de una semana. Supongamos que ese papel me
llegara mañana, ¿qué haría? Comenzaría por no decir nada a nadie, me retiraría al
rincón más silencioso de mi casa, me recogería en mí misma y reuniría todas mis
fuerzas de todos los ángulos de mi cuerpo y de mi alma. Me haría cortar el pelo a lo
chico y tiraría mi lápiz de labios. Durante esa semana, procuraría terminar las Cartas de
Rilke. Con el retal de tela que me queda me mandaría hacer un pantalón y una chaqueta
corta. Naturalmente querría ver a mis padres y contarles muchas cosas de mí, todas
consoladoras; y cada minuto que me quedara libre lo emplearía en escribirle a él, al
hombre cuya ausencia y nostalgia me hacen morir. Hay momentos en que me siento
morir ya ahora, cuando pienso, por ejemplo, que voy a tener que dejarlo y que ya no
sabré nada de él. Dentro de algunos días iré al dentista para que me tapone todos esos
dientes picados: realmente sería grotesco que me viniera el dolor de dientes allí. Me voy
a buscar una mochila y llevaré en ella lo estrictamente necesario, poco, pero todo de
buena calidad. Me llevaré la Biblia. ¿Hallaré cómo esconder en mi mochila los libritos
de las Cartas de un Joven Poeta y del Libro de las Horas? No me llevaré fotos de mis
seres queridos; prefiero tapizar mis grandes paredes interiores con los rostros y gestos
que he reunido en mi numerosa colección y que siempre me acompañarán.
Me acompañan también estas dos manos, con sus dedos largos y expresivos que
son como ramas jóvenes y vigorosas. Con frecuencia estas manos se extenderán sobre
mí durante la oración en un gesto protector, y no me abandonarán hasta el fin. También
estos ojos negros me acompañan con su mirada buena, dulce y perspicaz. Y cuando los
rasgos de mi cara se vuelvan feos y desfigurados por el exceso de sufrimiento y por el
trabajo demasiado duro, entonces toda la vida de mi alma podrá concentrarse en los
ojos y todos […]. Et cœtera. Naturalmente no se trata más que de un simple estado de
ánimo, uno de tantos estados de ánimo numerosos y cambiantes que se suelen tener en
circunstancias como ésta. Pero es también una parte de mí misma, una de las
posibilidades que yo tengo. Una parte de mí que está hablando cada vez más alto. Por lo
demás, un ser humano no es más que un ser humano. Desde ahora estoy ejercitando a
mi corazón a aceptar la idea de tener que seguir mi propio camino, aun separada de
aquel sin el cual creo no poder vivir. A cada instante, aflojo un poco más nuestros lazos
exteriores para concentrarme más intensamente en un sentimiento interior: en la
voluntad de seguir viviendo y en la persistencia de una unión interior, por más lejano
que pueda estar uno del otro. Sin embargo, cuando voy con él, agarrados de la mano, a
lo largo del canal —que ayer, por cierto, tenía un aspecto otoñal, tempestuoso— o
cuando, en su estrecha habitación, sus gestos generosos y dulces calientan mi corazón,
una esperanza y un deseo profundamente humanos se adueñan de mí: ¿por qué no
podremos seguir juntos? Todo lo demás me importaría un bledo, si siguiéramos juntos.
No quiero dejarlo. Pero pienso también otras veces: quizá sea más fácil orar por alguien
desde lejos, que verlo sufrir a tu lado.
En este mundo destrozado, los caminos más cortos entre un ser humano y otro
pasan sólo por el alma. En el mundo exterior, somos arrancados unos de otros y los
caminos que podrían comunicarnos están tan profundamente sepultados bajo los
escombros, que, en muchos casos, no podremos jamás hallar sus huellas. Seguir en
contacto, mantener una vida en común, eso sólo es posible interiormente. ¿No
conservamos siempre la esperanza de volver a encontrarnos algún día sobre esta tierra?
Naturalmente, yo no sé cómo voy a reaccionar cuando me vea forzada a dejarlo
de veras. Ahora resuena todavía en mis oídos su voz de esta mañana al teléfono, y esta
noche vamos a cenar juntos en la misma mesa. Mañana haremos nuestra caminata y
después almorzaremos con Liesl y Werner, y en la tarde tendremos música. Él está
todavía aquí. Quizá, en el fondo de mi corazón, no me acabo de creer que voy a tener
que separarme de él y de los otros. ¡Qué poca cosa es el ser humano! En esta nueva
situación, debemos aprender una vez más a conocernos. Muchos me reprochan porque
me ven indiferente y pasiva, y creen que así me rindo sin luchar. Dicen que todo el que
tiene posibilidad de escapar de sus garras, tiene el deber de intentarlo. Que debo pensar
en mí. Pero ese cálculo no resulta. En estos momentos, cada cual piensa en sí mismo y
en hallar la manera de escapar de la red; pero el hecho es que un determinado número
de personas — un número muy alto — deberá partir. Lo curioso es que no me siento en
las garras de nadie, sea que permanezca aquí, sea que me deporten. Me resultan tan
convencionales y primitivos esos razonamientos, que no los soporto. Yo no me siento
en las garras de nadie; me siento únicamente en los brazos de Dios –y lo digo con
énfasis. Y sea que me encuentre, como ahora, ante este escritorio mío tan íntimamente
querido y familiar, sea que dentro de un mes me halle recluida en una desnuda cámara
del ghetto, o en un campo de trabajo vigilado por las SS, siempre me sentiré en los
brazos de Dios. Podrán quizá hacerme pedazos físicamente; pero más no podrán. Caeré,
quién sabe, presa de la desesperación y sufriré privaciones que jamás habré podido
imaginar, ni aun en mis más vanas fantasías; pero todo eso es poco cosa en
comparación con mi infinita confianza en Dios, y con mi capacidad de vida interior.
Puede darse también que subestime lo que me espera...
Vivo cada día con la conciencia de las terribles posibilidades que pueden tocarle
en suerte a mi pequeña persona en cualquier momento, y que son ya una realidad para
una enorme cantidad de personas. Me doy cuenta de todo hasta en los más mínimos
detalles, creo que en mis «discusiones interiores» mantengo mis pies sobre la tierra,
sobre el duro suelo de la dura realidad. Mi aceptación no es ni resignación, ni falta de
voluntad. Siempre hay espacio para la más profunda indignación moral contra un
régimen que es capaz de tratar así a los seres humanos. Pero los acontecimientos han
cobrado ante mis ojos proporciones demasiado enormes, demasiado demoníacas, como
para que se pueda reaccionar simplemente con un rencor personal o con una hostilidad
exacerbada. Me parecería una reacción pueril, totalmente desproporcionada al carácter
fatal que tienen los acontecimientos. Muchas veces la gente se molesta cuando les digo:
«¿Y qué más da que parta uno o que parta otro? Lo malo es que sean miles los que han
de partir». No es que yo quiera salir al encuentro de mi aniquilación con una sonrisa de
sumisión en mis labios. No es eso. Lo que hay en mí es el sentimiento de lo ineluctable
y de su aceptación, junto con la conciencia de que, en última instancia, no podrán
quitarnos nada. No es que una especie de masoquismo me impulse a querer partir de
todas maneras, a querer que se me arranque del fundamento mismo de mi existencia —
pero ¿sería verdaderamente feliz en caso de poder eludir la suerte que tantos otros han
de sufrir? Me suelen decir: «Una persona come tú tiene el deber de ponerse a salvo,
tienes tanto que hacer en la vida, tienes tanto que dar todavía». Pero eso poco o mucho
que tengo para dar, ¿no lo puedo dar esté donde esté, ya sea en un pequeño círculo de
amigos, ya sea en otra parte, como en un campo de concentración? No obstante, me
parece también una curiosa sobreestima de uno mismo el creerse tan valioso como para
compartir con los demás un «destino de masas».
Si Dios piensa que todavía tengo mucho que hacer, pues bien, yo lo haré,
después de haber pasado por las mismas pruebas de los demás. El valor de mi persona
se demostrará en el modo como sabré comportarme en esa situación tan absolutamente
nueva. Y aun si no sobreviviera, mi modo de morir hará ver «quién soy yo». No se trata
de mantenerse fuera a toda costa de una situación determinada, sino de saber cómo
comportarse y cómo seguir viviendo en cualquier situación. Lo que razonablemente
debo hacer, lo haré. Mis riñones siguen inflamados y mi ampolla en el pie sigue
haciendo de las suyas, voy a pedir que me den un certificado médico, si es posible. De
hecho, me están recomendando que me busque un pequeño trabajo, una especie de
empleo en el Consejo Judío. La semana pasada se le concedió al Consejo contratar a no
menos de ciento ochenta personas y ahora los desesperados se agolpan en masa a sus
puertas: al igual que cuando en un naufragio queda una tabla a la deriva en medio de la
inmensidad del océano y todos los náufragos tratan de aferrarse a ella. Pero a mí me
parece absurda e ilógica esta iniciativa. Yo no soy de las personas que se aprovechan de
sus buenas relaciones. Además, me parece que el Consejo se ha convertido en el teatro
de toda clase de tráficos sucios, razón por la cual crece de hora en hora el resentimiento
de la gente contra este extraño órgano de mediación. Por último, tarde o temprano les
tocará también el turno a los miembros del Consejo. Sí, pero –me pueden decir– llegado
ese momento los ingleses podrán haber desembarcado. Así hablan los que abrigan
todavía una esperanza política. Pero yo creo, más bien, que se debe renunciar a toda
expectativa que se funde en el mundo exterior; creo que es inútil hacer cálculos sobre la
duración del tiempo. Y ahora, preparemos la mesa.
12 de julio de 1942. Oración del domingo por la mañana. Dios mío, estos
tiempos son tiempos de terror. Esta noche, por primera vez, me he quedado despierta en
la oscuridad, con los ojos ardientes, mientras desfilaban ante mí, sin parar, imágenes de
sufrimiento. Voy a prometerte una cosa, Dios mío, una cosa muy pequeña: me abstendré
de colgar en este día, como otros tantos pesos, las angustias que me inspira el futuro.
Pero esto requiere cierto entrenamiento. De momento, a cada día le basta su pena. Voy a
ayudarte, Dios mío, a no apagarte en mí, pero no puedo garantizarte nada por
adelantado. Sin embargo, hay una cosa que se me presenta cada vez con mayor
claridad: no eres tú quien puede ayudarnos, sino nosotros quienes podemos ayudarte a ti
y, al hacerlo, ayudarnos a nosotros mismos. Esto es todo lo que podemos salvar en esta
época, y también lo único que cuenta: un poco de ti en nosotros, Dios mío. Quizá
también nosotros podamos contribuir a sacarte a la luz en los corazones devastados de
los otros. Sí, Dios mío, pareces bastante poco capaz de modificar una situación que, a
fin de cuentas, es indisociable de esta vida. Pero no te pido cuentas de ello. Por el
contrario, es a ti a quien corresponde convocarnos un día a dar cuentas. Me parece cada
vez más claro, a cada latido de mi corazón, que tú no puedes ayudarnos, sino que nos
corresponde a nosotros ayudarte y defender hasta el final la morada protectora que
tienes en nosotros. Hay personas –¿quién lo creería? – que en el último momento tratan
de poner a salvo sus máquinas aspiradoras y sus cubiertos de plata, en lugar de
protegerte a ti, Dios mío. Y hay quienes intentan proteger su propio cuerpo, que, sin
embargo, no es más que el receptáculo de mil angustias y de mil odios. Dicen: «¡Yo no
he de caer en sus garras!», olvidando que mientras estemos en tus brazos no estaremos
en las garras de nadie. Esta conversación contigo, Dios mío, empieza a devolverme un
poco de calma. Por eso habremos de tener otras muchas, y de ese modo impediré que
me rehuyas. Sin duda, conocerás también momentos de escasez en mí, Dios mío,
momentos en los que mi confianza ya no te alimentará con tanta abundancia. Pero,
créeme, seguiré trabajando para ti, te seguiré siendo fiel y no te echaré de mi recinto.
Para afrontar el gran sufrimiento, el sufrimiento heroico, no me faltan las
fuerzas, Dios mío, temo más bien las mil preocupaciones pequeñas de cada día, que te
saltan encima y te muerden como verdaderos parásitos. En fin, me rasco
desesperadamente y me digo cada día: una jornada más sin novedad, las paredes
protectoras de una casa acogedora se deslizan sobre tus espaldas como un vestido
conocido, que has llevado puesto muchas veces; tienes suficiente comida para hoy y tu
cama, con sus sábanas blancas y sus cálidas mantas, está preparada para que pases la
noche; no tienes, pues, ninguna excusa para perder ni siquiera un átomo de energía en
pequeñas preocupaciones materiales. Usa y emplea bien cada minuto de este día, hazlo
fructífero; haz de él una piedra maciza sobre la cual puedan cimentarse y apoyarse los
días de miseria y angustia que nos esperan.
La lluvia y la tempestad de los últimos días han destrozado el jazmín de detrás
de la casa. Sus flores blancas flotan desparramadas más abajo, en los charcos negros
que se han estancado sobre el tejado del garaje. Pero en alguna parte de mí este jazmín
continúa floreciendo, tan exuberante y tierno como en el pasado. Y esparce su perfume
alrededor de tu morada, Dios mío. ¡Fíjate cómo cuido de ti! No te ofrezco sólo mis
lágrimas y mis tristes presentimientos. ¡En este domingo ventoso y grisáceo, te traigo
hasta este jazmín oloroso! Y te regalaré todas las flores que encuentre en mi camino;
son muchas, ya lo verás. ¡Así te sentirás todo lo bien que sea posible en mi casa! Y para
poner un ejemplo al azar: si, encerrada en una estrecha celda, viera flotar una nube a
través de la reja de mi estrecha ventana, te la llevaré, Dios mío, si aún tengo fuerzas
para ello. No puedo garantizarte nada a priori, pero mis intenciones son las mejores del
mundo, como puedes ver.
Ahora voy a dedicarme a esta jornada. Hoy me voy a mezclar entre la gente: los
malos rumores y las amenazas me asaltarán, como soldados enemigos que asedian una
fortaleza imbatible.
Martes 14 de julio, por la noche. Cada uno tiene que vivir de acuerdo a su
propio estilo. Yo me siento incapaz de actuar para «salvarme»; eso me parece absurdo,
me inquieta y me pone triste. La carta de solicitud de trabajo que he dirigido al Consejo
Judío, escrita por insistencia de Jaap, me ha hecho perder el equilibrio —de serenidad y
quietud— en que estaba hasta hoy. Ha sido como una acción indigna. Esa multitud que
se agolpaba entorno al único trozo de madera que flotaba a la deriva después del
naufragio; ese salvar lo insalvable, y rechazarse unos a otros a codazos, provocando que
el otro se ahogue: me ha parecido indigno, ese litigar me repugna. Soy probablemente
de los que prefieren seguir flotando boca arriba en el océano, con los ojos puestos en el
cielo, y que, con un gesto resignado y piadoso, terminan yéndose al fondo. No puedo
hacer otra cosa. Mis batallas las libro dentro de mí, contra mis propios demonios;
combatir en medio de millares de gentes aterrorizadas, contra fanáticos que quieren
nuestra muerte y juntan en su actuación el furor y la frialdad más gélida, no, eso no, no
es para mí, no va conmigo. Tampoco tengo miedo; es extraño, me siento tranquila y
tengo la impresión de estar sobre las almenas del palacio de la historia, abarcando con
mi vista territorios lejanos. Me siento capaz de soportar, sin sucumbir, el peso de la
historia que estamos viviendo Sé muy bien lo que está pasando y mantengo fría la
cabeza. A veces es como si una capa de ceniza se esparciera sobre mi corazón. A veces
me parece también que mi rostro se marchita y disuelve y que en sus líneas
difuminadas, los siglos se precipitan uno tras otro: todo se deshace y mi corazón se
desprende de todo. Son sólo breves momentos, después de los cuales todo se
recompone, mis ideas vuelven a ser claras y me siento capaz de soportar este trozo de la
historia, sin sucumbir bajo el peso. Cuando se ha comenzado a caminar con Dios, se
prosigue simplemente el camino; la vida no es más que una larga marcha. Extraño
sentimiento.
Alcanzo a comprender sólo un pequeño fragmento de la historia, una pequeña
parcela de la humanidad. Pero no tengo ganas de hablar de esto por ahora; cada palabra
se volvería pálida y vieja al instante porque la palabra nueva, capaz de sustituir a la
vieja, está aún por nacer.
Si fuese capaz de registrar tantas cosas que pienso y siento, y que a veces se me
aclaran como en un relámpago — cosas que tienen que ver con la vida, con las personas
y con Dios —, estoy segura de que saldría algo muy bello. Una vez más tengo que tener
paciencia y esperar a que todo madure dentro de mí.
Nos angustiamos demasiado por nuestro pobre cuerpo. Y el espíritu..., nos
olvidamos del espíritu, que se queda acartonado en un rincón. Se vive entonces, de
manera errada, sin dignidad, incluso sin conciencia histórica. El sentido histórico puede
también ayudarnos a padecer. Yo no odio a nadie. No soy una amargada. Una vez que el
amor por la humanidad comienza a expandirse en nosotros, crece hasta el infinito.
Mucha gente me creería loca y completamente ajena a la realidad, si supieran lo
que pienso y lo que siento. Sin embargo, vivo metida en la realidad que cada día trae
consigo. El hombre de Occidente no acepta el sufrimiento como inherente a la vida y
por eso es incapaz de extraer las fuerzas positivas del sufrimiento. Voy a buscar unas
frases de una carta de Rathenau que copié alguna vez. Esto es lo que me hará falta:
basta con alargar la mano para encontrar las palabras, los fragmentos de los que mi
alma desea nutrirse en este preciso momento. Necesito tenerlo todo dentro de mí; debo
aprender a vivir sin libros, sin nada. Sin duda, siempre habrá un pedacito de cielo que
contemplar, y dentro de mí un espacio suficientemente amplio para juntar las manos en
oración.
Son las once y media de la noche. Weyl ata las correas de su mochila, demasiada
pesada para su frágil espalda, y se marcha a pie a la Estación Central. Yo lo acompaño.
No debemos cerrar el ojo en esta noche, sólo debemos rezar.
Por la noche. No, no creo que vaya a sucumbir. Esta tarde he vivido un
momento de enorme desesperación y tristeza — no por los acontecimientos sino
simplemente por mí misma, por la idea de dejarlo solo: y me sentía triste no tanto por
dejarlo, sino por el dolor que sentirá él. Hace sólo unos cuantos días pensaba que ya lo
había sufrido todo y soportado todo como por anticipado, y que nada me habrá de
suceder cuando me llegue la orden de partida. Hoy, sin embargo, me he dado cuenta de
que me va a afectar en lo más vivo y que va a ser muy duro. Dios mío, te he sido un
poco infiel, pero sólo por un momento. Es bueno atravesar de vez en cuando por estos
momentos de desesperación, en los que toda claridad parece apagarse: una paz
ininterrumpida sería algo sobrehumano. Ahora tengo la certeza de poder superar la peor
desesperanza. Esta misma tarde no habría podido imaginar que estaría después tan
tranquila y concentrada ante mi escritorio: en un momento dado, la desesperación había
apagado en mí toda luz, había anulado toda coherencia y había en mí una profunda
tristeza. Se añadían a todo eso las mil preocupaciones pequeñas, los pies adoloridos por
la media hora de marcha, la migraña que me hacía estallar la cabeza, etc. Ahora ya todo
ha pasado. Sé que seré abatida, que muchas veces me sentiré hecha pedazos, destruida
en esta tierra de Dios. Pero con mi tenacidad sé que siempre lograré levantarme. Debo
confesar, sin embargo, que esta tarde he pasado por una fase de endurecimiento y
embrutecimiento espiritual, y he advertido cómo puede quedar reducida una persona
después de vivir durante años una situación desesperada. Gracias a Dios, ahora mi
cabeza está más clara que nunca. Mañana me toca hablar con él de la actitud que
debemos tener respecto a nuestro destino — ¡Debemos hacerlo!
Me han traído las cartas de Rilke, de 1907-1914 y de 1914-1921, espero darme
tiempo para leerlas todas. También me han enviado Schubert. Jopie es la que me ha
traído todos estos libros. Y, como otro San Martín, se ha desprendido de su buzo de
pura lana virgen, que protege tanto de la lluvia y del frío: con esto ya tengo qué
ponerme para el viaje. ¿Podré meter entre mis mantas los dos tomos de El Idiota y el
pequeño diccionario Langenscheidt? Preferiría llevar menos provisiones de comida para
hacer espacio a esos libros. Menos mantas no es posible, porque padezco mortalmente
de frío. Esta tarde encontré la mochila de Hans en el corredor: me la he probado a
escondidas, no estaba del todo llena pero me resultó demasiado pesada para mí. En fin,
estoy en las manos de Dios. Y lo estoy con mi cuerpo y con todas mis pequeñas
enfermedades. Cuando me vea por tierra, destruida y entorpecida, tendré que
reencontrar, en algún rincón de mi alma, la certeza de que me levantaré nuevamente; si
no, estaré perdida.
Yo sigo un camino y me siento guiada para recorrerlo. Encuentro siempre mis
recuerdos y sé mejor que nunca cómo debo comportarme. Mejor dicho, sé que en toda
circunstancia sabré muy bien cómo actuar.
«Amor mío, quiero seguir orando».
Lo quiero tanto.
Me pregunto hoy, una vez más, si no será más fácil orar desde lejos por alguien
con quien uno sigue viviendo internamente, que verlo sufrir de cerca. Sea como sea, el
riesgo que corro es que mi corazón se quiebre por el amor que le tengo.
Y ahora quiero leer un poco.
Cuando rezo, no lo hago nunca por mí, sino siempre por otros. O bien prosigo
un diálogo extravagante, infantil o terriblemente grave con lo más profundo que hay en
mí, y que, para mayor comodidad, llamo «Dios». Rezar para pedir algo para uno mismo
me parece sobremanera pueril. De todas maneras, mañana le preguntaré si reza por sí
mismo; y si es así, yo también lo haré. También me resulta infantil orar para que otro
esté bien: lo único que se puede pedir es que sea capaz de soportar las pruebas de la
vida. Y cuando se ora por alguien, se le transmite un poco de la propia fuerza.
Para la mayoría de la gente, el peor sufrimiento consiste en su falta total de
preparación interior, por lo cual sucumben miserablemente aun antes de ver un campo
de concentración. Para ellos, nuestra catástrofe es total y definitiva. En comparación, el
Infierno de Dante resulta una comedia frívola. «¡Esto es el infierno!», me dijo él hace
poco, como quien hace una constatación simple y objetiva. Por momentos, tengo la
impresión de oír aullidos, gritos y silbidos en torno a mí y los cielos me parecen bajos,
amenazadores. No obstante, de tanto en tanto, reaflora en mí aquel humor ligero y
espontáneo que, en realidad, nunca me abandona, y que ciertamente no es humor negro,
al menos no me parece. Lentamente, con el transcurso de los meses, he ido madurando
y preparándome de tal manera para estos momentos, que ahora puedo seguir viviendo
sin enloquecer y mirar las cosas con clarividencia. Lo que he hecho en mi oficina en los
últimos años no ha sido más que literatura y juego intelectual.
Estos dieciocho últimos meses podrían muy bien compensar toda una vida de
sufrimientos y persecuciones. Ellos se han fundido dentro de mí, se han convertido en
parte de mí y han acumulado dentro de mí una cantidad suficiente de provisiones que
me ayudará a vivir la vida entera sin conocer el hambre.
Más tarde. Hay un hecho que quiero recordar en los momentos difíciles y tener
siempre a la mano: Dostoievski se pasó cuatro años preso en Siberia, teniendo, como
única lectura, la Biblia. No se le permitió nunca estar solo y las condiciones de higiene
dejaban mucho que desear.
16 de julio, nueve y media de la noche. ¿Tienes otros planes para mí, Dios mío?
¿Puedo aceptar? ¡Me mantengo disponible! Mañana descenderé al infierno, debemos
descansar bien esta noche para poder afrontar mañana el trabajo que nos espera. Podría
hablar un año entero de la jornada que he vivido hoy. Jaap y Loopuit, este viejo amigo,
exclamó: «¡No vamos a permitir que Etty sea enviada a Drenthe!». Leo de Wolf nos
había hecho ahorrar una espera de varias horas y yo dije a Jaap: «Tendré que hacer
mucho bien a mi alrededor para compensar estos favoritismos. Hay algo podrido en
nuestra sociedad. ¡No hay justicia!». Liesl ha comentado con malicia: «La prueba es
que tú, precisamente tú, eres víctima del favoritismo».
A pesar de todo, allí, en ese corredor, con toda esa humedad y apretujamiento de
gente, alcancé a leer algunas cartas de Rilke, es decir, sigo viviendo a mi manera. ¡Qué
pánico, Dios, mío, qué angustia mortal en todos esos rostros!
Ahora me voy a dormir. Espero llegar a ser un fermento de paz en ese
manicomio. Me voy a levantar temprano para poder concentrarme. Dios mío, ¿qué
esperas hacer conmigo? Apenas había tenido tiempo para advertir que me habían
convocado para Westerbork, cuando dos horas después ya lo habían anulado. ¿Cómo
pudo ocurrir tan rápido?
S. me dijo: «He leído tu diario esta tarde y me ha dejado la certeza de que no te
va a pasar nada». Tengo que hacer algo por Liesl y por Werner, de todas maneras. Pero
no precipitadamente sino con prudencia y reflexión. Tal vez les ponga una carta en su
bolsillo.
Ha ocurrido un milagro y esto también debo aceptarlo y asumirlo.
22 de julio, ocho de la mañana. Dios mío, dame fuerza, no sólo espiritual sino
también física. En un momento de debilidad quisiera confesarte sinceramente que si
debo dejar esta casa, no voy a saber qué hacer. Pero no quiero echar a perder ni un sólo
día por esta preocupación. Por consiguiente, aleja de mí estas inquietudes: porque si
tuviese que cargar con ellas y con todo el resto, la vida me sería imposible.
Estoy muy cansada esta mañana, siento el cansancio en todo mi cuerpo, y apenas
tengo ánimo para hacer frente al trabajo del día. Además, no creo mucho en este
trabajo. Si hubiera de prolongarse, me parece que acabaría totalmente amorfa y
desanimada. Sin embargo, te estoy agradecida (Dios mío), por haberme arrancado de la
paz de mi cuarto de trabajo para lanzarme en medio del sufrimiento y de las inquietudes
de este tiempo. No se puede decir que haya nada verdaderamente notable en el hecho de
mantener un «idilio» contigo en la atmósfera preservada de una oficina; lo que cuenta
es llevarte conmigo, intacto y preservado, a todas partes, y permanecerte fiel en todo y
contra todo, como siempre te he prometido.
Cuando camino así por las calles, tu mundo me hace meditar mucho; pero no,
«meditar» no es la palabra, lo que hago, más bien, es intentar profundizar en las cosas
con un nuevo sentido. Con frecuencia tengo la impresión de que puedo abrazar con mi
mirada toda la época que estamos viviendo, como una fase de la Historia cuyo inicio y
fin puedo discernir y puedo encuadrar en el todo.
Y me siento agradecida de no sentir odio ni rencor, sino más bien una gran
aquiescencia que no tiene nada de resignación — ¡e incluso una especie de
comprensión de nuestra época, por extraño que pueda parecer! Tenemos que llegar a
comprender nuestra época así como comprendemos a las personas; porque, al fin y al
cabo, somos nosotros quienes hacemos la época. El presente es lo que es y nos toca
comprenderlo tal como es, a pesar de todo el desconcierto que nos hace vivir a cada
rato. Yo sigo mi propio camino interior, que se va haciendo cada vez más simple, cada
vez más despojado, pero también cada vez más pavimentado de benevolencia y de
confianza.
siento una necesidad creciente de dotar a este espíritu recalcitrante de alimento que
pueda asimilar provechosamente. En la semana pasada he experimentado una
confirmación patente de lo que yo soy. En medio de aquel manicomio, escucho mi voz
interior y sigo mi propio camino. Un centenar de personas discuten en medio del caos
de una pequeña pieza, las máquinas de escribir no paran de hacer ruido y yo, sentada en
una esquina, leo a Rilke. De improviso, a media mañana, hemos tenido que desmantelar
todo: me han quitado mi mesa y mi silla; la gente que esperaba, pugnaba por entrar a
empujones en la sala; todo el mundo daba órdenes y contraórdenes hasta por una silla
insignificante; pero Etty seguía sentada en una esquina sobre el piso mugriento, entre su
máquina de escribir y su bolsita de sándwiches, leyendo a Rilke. En aquel lugar, yo
misma me promulgo mi propia legislación social, llego y salgo cuando me parece. En
medio de aquel caos y miseria, vivo a mi ritmo y en cualquier momento, entre una y
otra carta por copiar, puedo abstraerme para dedicarme a lo que de veras importa. No es
aislarme del dolor que hay en torno a mí, ni una forma de apatía. Soporto todo muy bien
y lo conservo todo dentro de mí, pero sigo imperturbablemente mi camino. Ayer fue un
día loco; un día en el que mi humor, casi endiablado, afloró en mí y me sentí
súbitamente convertida en una niña traviesa.
Dios mío, concédeme sólo una cosa: que no vaya al mismo campo que esta
gente con quien trabajo diariamente. Algún día podré escribir un montón de sátiras
sobre ellos. A pesar de todo, las posibilidades de aventuras no faltan en esta vida:
anoche cené con él un pescado frito, verdaderamente inolvidable tanto por el precio
como por la calidad. Y esta tarde me iré a su casa hasta mañana en la mañana. Vamos a
leer, escribir y estar juntos toda la tarde, toda la noche, hasta el desayuno. Sí, todavía es
posible una cosa así. Desde ayer me he vuelto a sentir fuerte, contenta y serena, libre de
temores, ni siquiera respecto a él. Totalmente libre de preocupaciones. De tanto
caminar, se me están fortaleciendo mucho los músculos de mis piernas. A este paso,
llegaré a ser capaz de atravesar la Rusia, con mi mochila a la espalda.
S. me dice: «Los tiempos que vivimos nos invitan a poner en práctica el
mandamiento: “amad a vuestros enemigos”». Y si lo decimos, habrá que creer que es
posible. Así lo espero. Quiero copiar un pasaje de Rilke que me conmovió ayer, cuando
lo leí, porque me lo puedo aplicar, como tantas cosas que él escribió.
27 de julio de 1942. A cada instante hay que estar dispuesto a revisar la propia
vida y a recomenzar todo de nuevo en un contexto completamente diferente. Soy
engreída e indisciplinada.
En medio de todas las pruebas que estamos viviendo, quizá sigo deseando
demasiado gozar de la vida. Dado el estado de ánimo en que me encuentro desde
anoche, no puedo dejar de decirme: realmente eres una ingrata. Ha habido tantas cosas
buenas en este fin de semana. Tantas cosas que podrían nutrirme durante semanas
enteras, aun cuando éstas vinieran llenas de desgracias. En verdad, soy muy egoísta con
mis colegas mecanógrafas del Consejo. Lo que pasa es que me parece estúpido y
absurdo el trabajo que hacemos allí y procuro esquivarlo lo más posible. Me siento
insatisfecha, triste e insegura ya al comienzo de la mañana, como no lo estaba desde
hacía tiempo, pero, lo que me atormenta no es el «gran sufrimiento», sino pequeñas
insatisfacciones y mi desadaptación a este nuevo medio. ¡Qué pena me da que un
pequeño incidente de nada haya podido sepultar y ahogar tantos bienes preciosos que
tuvo el fin de semana! A las cinco de la tarde, cuando ya me disponía a marcharme
subrepticiamente, una dactilógrafa un tanto grosera que se las da de jefa, me dice:«¡Ah,
no! Tú no te puedes ir ahora, tienes que acabar de copiar esas instrucciones, ¡piensa en
tus colegas!». Y como con mi máquina sólo se pueden hacer cinco copias a la vez y
había que hacer diez, he tenido que escribir todo dos veces.
Pero tú tienes tantas ganas de juntarte con tus amigos, te duele la espalda y todas
las células de tu cuerpo se rebelan… Tu actitud es deplorable. Deberías, más bien,
pensar que gracias a este empleo que te has conseguido, puedes seguir en Amsterdam,
junto a tus seres queridos. Además, te la pasas bastante bien. Ayer por la tarde, caí
bruscamente en la cuenta de hasta qué punto es siniestra, aflictiva y carente de futuro la
actividad que realizamos aquí: «Tengo el honor de solicitar ser favorecida con una
exención del trabajo forzoso en Alemania, porque aquí mismo trabajo duro para la
Wehrmacht y soy indispensable». Resulta deprimente. No obstante, sostengo que si no
oponemos a toda esta grisalla una alternativa fuerte y luminosa, gracias a la cual
podamos recomenzar todo desde el comienzo en un lugar enteramente nuevo, entonces
estamos perdidos, perdidos de verdad y para siempre.
Ciertamente, voy a reencontrar el camino de acceso a esa renovación luminosa –
por ahora está obstruido. Estoy cansada y deprimida. Tengo una media horita y quisiera
escribir días enteros todo lo que haga falta, para alejar de mí esta angustia repentina.
Tengo que partir: tengo que recorrer una serie de galerías subterráneas estrechas y
oscuras, antes de llegar bruscamente al aire libre y a la luz. Ayer por la tarde me pasé
una hora y media esperando a Werner en un corredor estrecho, atiborrado de gente. Yo
estaba sentada en un taburete junto a la pared y la gente circulaba delante de mí,
chocaban contra mí, los tenía encima todo el tiempo. Pero yo seguía allí, con mi Rilke
en mis rodillas, leyendo. Y lograba leer verdaderamente, concentrada y absorta.
Encontré un pasaje que me va a sostener varios días, un pasaje que copié de inmediato.
Más tarde, en el patio que hay detrás de nuestras nuevas oficinas, encontré un cubo de
basura, abandonado allí a pleno sol, y me senté sobre él para continuar mi lectura.
La noche del sábado: el anillo de nuestra relación se cerró naturalmente, xcon
toda simplicidad. Como si nunca hubiese dormido sino bajo esta colcha a flores.
Los canales que recorro en cada trayecto, los grabo hondamente en mí para que
estén siempre conmigo. ¿Te va a privar de ello el quedarte una hora más en el trabajo,
por estúpido e insoportable que te parezca? ¿Tanto te va a afectar que vas a olvidar que
existe todo lo demás? Mis miedos tienen raíces muy profundas, que he de llegar a
soltar, pero de momento no tengo tiempo.
Voy a andar de nuevo a lo largo de los canales, procuraré estar en calma y
prestaré oídos únicamente a lo que pasa en mi interior. Hoy debo experimentar todavía
muchas «metamorfosis».
Más aún: creo contar dentro de mí con una especie de regulador. Una señal, el
malhumor por ejemplo, me advierte siempre que voy por el camino equivocado; y si de
ahora en adelante, mantengo mi sinceridad, mi disponibilidad y mi voluntad de ser lo
que debo ser y de hacer sólo lo que mi conciencia me dicte en una época como ésta,
entonces podré estar segura de que todo andará bien. Creo que la vida me impone altas
exigencias y tiene grandes planes para mí, pero a condición de no ser sorda a mi voz
interior, sino que la obedezca siempre, y me mantenga sincera y disponible, sin
pretender tampoco rechazar mis sentimientos.
cosas en estos tiempos. Creo que me voy haciendo fuerte de día en día (excepto con esa
ampolla indisciplinada), pero volverme dura, jamás. Todo tipo de cosas empiezan a
perfilarse con nitidez en mí. Por ejemplo: no deseo ser su mujer. Constatémoslo con
toda imparcialidad y con la objetividad que salta a la vista: la diferencia de edad es
demasiado grande. Ya he visto, ante mis ojos, cómo cambia un hombre al paso de los
años. Ahora es a él a quien veo cambiar. Es un hombre viejo a quien yo amo, a quien
amo infinitamente, y con quien siempre me sentiré vinculada interiormente. Pero
«casarme» con él, como dirían los pequeños burgueses –seamos francos y objetivos de
una vez–, no lo quiero. Precisamente la idea de que debo hacer sola mi camino es lo
que me hace fuerte, y con una fuerza que se alimenta justamente, hora tras hora, en el
amor que experimento hacia él y hacia los demás. Son infinidad las parejas que se
forman en los últimos momentos, cuando cunde la desesperación y el pánico. Yo sigo
prefiriendo estar sola, pero estar ahí para todos.
buen método, ya probado, de conversar de vez en cuando conmigo misma sobre las
líneas azules de este cuaderno. Conversar contigo, Dios mío. ¿Te parece bien? Más allá
de la gente, no deseo dirigirme más que a ti. Amo tanto a los hombres porque en cada
uno amo un pedacito de ti, Dios mío. Te busco en todos los hombres y muchas veces
encuentro en ellos algo de ti. E intento sacarte a la luz en los corazones de los otros,
Dios mío. Ahora necesito mucha paciencia y reflexión, esto va a ser muy difícil. En
adelante, tengo que hacerlo todo yo sola. La mejor, la parte más noble de mi amigo, del
hombre que te despertó en mí, ya se ha reunido contigo. De él ya no queda más que la
apariencia de un anciano senil y extenuado en ese pequeño apartamento de dos
habitaciones, donde he conocido las alegrías más grandes y profundas de mi vida. He
permanecido junto a su cabecera, y me he encontrado así frente a tus últimos misterios,
Dios mío. Concédeme aún toda una vida para comprender todo eso. Al mismo tiempo
que lo escribo, lo voy sintiendo: es bueno tener que permanecer aquí. Después de
haberlo pasado, me doy cuenta de que he vivido muchas cosas en estos últimos meses:
he consumido en pocos meses las reservas de toda una vida. ¿Me he entregado quizá de
manera excesivamente imprudente a una vida interior que rompía todos los diques?
Pero si oigo tu aviso, no habré sido demasiado imprudente.
Tres de la tarde. Siempre está ahí [delante de mi ventana] ese árbol que podría
escribir mi biografía. Sin embargo, ya no es el mismo. ¿O acaso soy yo quien ya no es
la misma? Su biblioteca [la de S.] está ahí, a un metro de mi cama. No tengo más que
alargar el brazo izquierdo para tener en la mano a Dostoievski, Shakespeare o
Kierkegaard. Pero no alargo el brazo. La cabeza me da vueltas. Tú me colocas ante tus
últimos misterios, Dios mío. Te estoy agradecida. Siento en mí la fuerza para
confrontarlos y saber que no hay respuesta. Hemos de ser capaces de asumir tus
misterios.
Creo que debería dormir, dormir días enteros, y dejar que mi espíritu se
desprenda de todo. El doctor decía ayer que llevo una vida interior demasiado intensa,
que vivo demasiado poco sobre la tierra, casi en los límites del cielo, y que mi cuerpo
ya no puede soportar todo eso. Quizá tenga razón. ¡Qué seis últimos meses, Dios mío...!
¡Y estos dos últimos, que son por sí solos una vida entera...! Cuántas horas habrá habido
de las que decía: esta hora ha sido toda una vida, y si tuviera que morir enseguida, ¿no
valdría esta hora todo el resto de mi vida? ¡He vivido tantas de esas horas! ¿Qué es lo
que me impide vivir también en el cielo? El cielo existe. ¿Por qué no habría de vivir en
él? Pero, de hecho, es más bien lo contrario: es el cielo el que vive en mí. Esto me hace
pensar en una expresión de un poema de Rilke: universo interior [Weltinnenraum].
Es verdaderamente necesario dormir y dejar todo eso. La cabeza me da vueltas.
Algo se ha trastornado en mi cuerpo. Me gustaría recobrar rápidamente la salud. Pero
de tus manos, Dios mío, lo acepto todo tal como venga. Siempre es bueno, lo sé. He
aprendido que soportando las pruebas las podemos transformar en bien.
Ves, sigo con el mismo problema, no puedo decidirme a dejar de escribir: al
último momento quisiera todavía hallar la fórmula liberadora, la palabra que me
permita decir todo lo que hay dentro de mí: este exceso, esta opulencia del sentimiento
de la vida. ¿Por qué no me has hecho poeta, Dios mío? ¡Pero si soy poeta! Lo único que
tengo que hacer es esperar pacientemente que maduren en mí las palabras que darán el
testimonio que creo debo dar, Dios mío: que es bello y bueno vivir en tu mundo, a pesar
de lo que nosotros, los humanos, nos hacemos sufrir mutuamente.
El corazón pensante del barracón.
Miércoles, nueve de la mañana (en la sala de espera del doctor). Muchas veces,
en Westerbork, cuando circulaba por el campo en medio de los gritos y discusiones de
aquellos miembros excesivamente activos del Consejo Judío, me solía venir este
pensamiento: ¡Ah, dejadme ser un pedacito de vuestra alma! Dejadme ser el barracón
en donde se refugie lo mejor que hay en vosotros, aquella mejor parte que existe
ciertamente en cada uno de vosotros. Yo no tengo tanto que hacer, sólo quiero estar allí.
Dejadme ser el alma de ese cuerpo. Y tarde o temprano, observaba en cada uno de ellos
una actitud, una mirada más noble de lo que solían expresar de ordinario y de lo que
quizá ni siquiera eran conscientes. De ello me sentía yo la guardiana.
Miércoles, 16 de septiembre, tres de la tarde. Voy a visitar una vez más su calle.
Tres calles, un canal y un pequeño puente me han separado siempre de él. Murió ayer a
las siete y cuarto, el mismo día en que expiraba mi salvoconducto. Voy a hacerle una
última visita. Hace un instante estaba en el cuarto de baño. Y pensaba: voy a ver a mi
primer muerto. A decir verdad, la idea me dejó fría. Me decía a mí misma: voy a tener
que hacer un gesto solemne, extraordinario. Y me arrodillé sobre la alfombrilla de pita
del pequeño cuarto de baño. Entonces, de improviso, pensé: no, es más bien algo
convencional. El ser humano esta lleno de convencionalismos, de ideas preconcebidas
sobre actos que cree necesario cumplir en determinadas circunstancias. A veces, en
momentos en que menos se espera, alguien se arrodilla de pronto en un rincón de mi
ser. Estoy caminando por la calle, o en plena conversación con un amigo, y hay alguien
que se arrodilla, y ese alguien soy yo.
Allí está, pues, un despojo mortal sobre esa cama que tanto conozco. ¡Ah, esa
colcha de cretona! No tengo ninguna necesidad de volver allí una vez más. Todo sucede
en alguna parte dentro de mí, donde hay extensas y elevadas mesetas sin tiempos ni
fronteras, y todo sucede en ese lugar. Y heme aquí, de nuevo, recorriendo estas calles.
¡Cuántas veces las he recorrido, y cuántas veces con él, sumergidos los dos en un
diálogo siempre fructuoso y apasionante...! ¡Y cómo volveré a recorrerlas, en cualquier
parte del mundo en que me encuentre, al surcar las altas mesetas interiores donde se
desarrolla mi verdadera vida...! ¿Se espera de mí que ponga un rostro triste de
circunstancias? ¡Pero si no estoy triste! Quisiera juntar las manos y decir: «Hijos míos,
me siento llena de dicha y de gratitud, encuentro la vida tan bella y tan rica de sentido.
Pues sí, bella y rica de sentido, en el mismo momento en que me encuentro a la
cabecera de mi amigo muerto –muerto demasiado joven– y en el que me preparo para
ser deportada un día u otro a regiones desconocidas. ¡Dios mío, te estoy tan agradecida
por todo...!».
Seguiré viviendo con aquello que, en los muertos, vive para siempre, y traeré a
la vida aquello que, en los vivos, está ya muerto. Así, en todo no habrá más que vida,
una gran vida universal, Dios mío.
Tide cantará por última vez más para él, y espero con alegría el momento en que
escucharé el testimonio luminoso de su voz.
Joop, compañero de armas, viajo contigo ahora. O mejor dicho, con mi
pensamiento me dirijo a ti de tanto en tanto; estás muy presente en mi pensamiento, y
siento gratitud de poder transmitirte todo lo que no puedo dejar de dar.
Tu entrada en mi vida ha sido muy significativa; estaba escrito. Buenas noches.
«¡Qué grande es, Dios mío, la angustia interior de tus criaturas terrenas...! Te
doy gracias por haber hecho venir a mí a tanta gente con toda su angustia. Me están
hablando con calma, sin tomar precauciones, y de pronto se revela su angustia en toda
su desnudez. Y tengo delante de mí a un pobre y pequeño ser humano, desesperado y
preguntándose cómo va a seguir viviendo. Ahí es donde empiezan mis dificultades. No
basta con predicarte, Dios mío, para exhumarte, para sacarte a la luz en los corazones de
los otros. Es preciso despejar en el otro el camino que lleva a ti, Dios mío; y para
hacerlo es preciso ser un gran conocedor del alma humana; es preciso tener una
formación de psicólogo: relación con el padre y la madre, recuerdos de infancia, sueños,
sentimientos de culpabilidad, complejos de inferioridad...: en fin, todo el almacén de los
accesorios. Comienzo una exploración prudente en todos los que vienen a mí. Los
instrumentos que me sirven para abrir la vía hacia ti en los otros son aún muy
rudimentarios. Pero ya dispongo de algunos, y los iré perfeccionando poco a poco y con
mucha paciencia. Y te agradezco que me hayas dado el don de leer en el corazón de los
demás. A veces, las personas son para mí como casas con las puertas abiertas. Entro,
vago a través de los pasillos, de las habitaciones. La disposición es un poco diferente en
cada casa. Sin embargo, todas son semejantes, y debería ser posible hacer de cada una
de ellas un santuario para ti, Dios mío. Y te lo prometo, te lo prometo, Dios mío, te
buscaré un alojamiento y un techo en el mayor número de casas posible. Es una imagen
divertida: me pongo en camino para buscarte un techo. Hay tantas casas deshabitadas, y
te introduzco en ellas como al Huésped más importante que puedan recibir. Perdóname
esta metáfora no muy fina, por cierto.
Diez y media de la noche. Dios mío, dame paz y hazme superarlo todo. Hay
tanto por hacer. Tengo que ponerme de una vez por todas a escribir. Pero antes debo
comenzar a vivir de manera más disciplinada. En este momento han apagado la luz en
el barracón de los hombres. ¿O estoy soñando? Si ni siquiera tienen luz… ¿Dónde has
estado esta tarde, pequeño compañero de armas? A veces me invade una gran tristeza:
cuando abro la puerta de mi barracón y no encuentro ante mí la amplia landa. Paseo un
poco por el campo y no pasa mucho tiempo antes de que de una parte o de otra aparezca
mi compañero de armas, con su cara bronceada y esa arruga vertical e inquisitiva entre
los ojos. Cuando comienza a atardecer escucho a lo lejos las primeras notas de la
Quinta de Beethoven.
Quisiera poder dominarlo todo con la palabra — poder describir estos dos meses
pasados detrás de las alambradas de púas, que han sido sin duda los meses más intensos
y ricos de mi vida, y que me han aportado la confirmación más patente de los más altos
Sé que voy a tener que optar y que será una opción muy difícil. Si deseo escribir
y llegar a anotar todo lo que dentro de mí pugna por ser expresado en palabras, tendré
que apartarme de los hombres mucho más de lo que hago ahora. Tendré que cerrar mi
puerta definitivamente y emprender una lucha, sangrienta y saludable a la vez, contra
una materia que me parece imposible de dominar. Tendré que salir de una pequeña
comunidad para poder dirigirme a otra más amplia. Quizá ni siquiera se trate de
dirigirme a una comunidad. Quizá se trate de la urgencia de un instinto puramente
poético, que impulsa a materializar al menos una parcela de ese tesoro de imágenes que
llevo dentro de mí. En fin, es algo tan elemental que, en realidad, ni siquiera tengo
necesidad de explicar en qué consiste. A veces me pregunto si no estaré viviendo
demasiado intensamente: vivo, gozo de la vida, la asumo completamente, la consumo
hasta no dejar nada. Y quizá para poder crear habría que dejar algo, disponer de un
resto, de un residuo no consumido, para que nazca de él la tensión, el estímulo
necesario para toda obra de creación.
Hablo mucho con las personas, sobre todo últimamente. Suelo hablar ahora de
manera mucho más expresiva y lúcida que cuando escribo. Por eso, a veces me digo
que no debería dispersarme así en palabras vanas, sino que debería recogerme en mí
misma y proseguir mi búsqueda silenciosa sobre el papel. Una parte de mí quiere ese
retiro, la otra no se decide todavía y se dispersa en palabras en medio de los hombres.
Max, ¿has visto a esa mujer sordomuda, que está en el octavo mes de embarazo,
con el marido epiléptico? ¿Cuántas mujeres rusas a su noveno mes son expulsadas de
sus casas en estos momentos y empuñan todavía el fusil?
Jopie estaba sentado sobre la landa, bajo el gran cielo estrellado, y hablábamos
de la nostalgia. «Yo no siento ninguna nostalgia, dijo él, porque me encuentro en casa».
Para mí fue una revelación. Estamos en nuestra casa. Por todas partes por donde se
extienda el cielo, estamos en nuestra casa. En cualquier lugar de esta tierra, si lo
llevamos todo en nosotros, estamos en nuestra casa.
Me he sentido muchas veces –y me siento aún– como un navío que acaba de
embarcar un precioso cargamento. Largan las amarras, y el barco se hace a la mar, libre
de toda traba. Hace escala en todos los países y carga a bordo lo más precioso que hay
en cada lugar. Debemos ser nuestra propia patria. Me han hecho falta dos veladas para
decidirme a contarle lo más íntimo que hay en mí. Sin embargo, tenía muchas ganas de
decírselo, como para hacerle un regalo. Entonces me arrodillé allí, sobre la extensa
landa, y le hablé de Dios.
sexo, ¿no podríamos convertirlo en una fuerza benéfica para la comunidad humana,
cosa que también merecería seguramente el nombre de amor? Y cuando nos esforzamos
por hacerlo, ¿no nos encontramos precisamente en plena realidad? Realidad sin duda
menos tangible que la de un hombre y una mujer acostados en una cama. Pero ¿no hay
otras realidades? Hay algo de pueril e indigente en escuchar a un hombrecillo, ya no
muy joven, hablarte (¡en estos tiempos, Dios mío, en estos tiempos!) de «liberar
nuestras pulsiones». Me gustaría que de una vez por todas me explicara qué quiere decir
con todo eso.
22 de septiembre de 1942. Hay que aprender a vivir con uno mismo como con
una multitud de gente. Entonces, uno descubre en sí mismo todas las buenas y malas
cualidades de la humanidad. Y ante todo, habría que aprender a perdonarse los propios
defectos, si se quiere perdonar los de los demás. Uno de los aprendizajes más difíciles
(como constato en los demás y también en mí en otro tiempo, aunque ahora ya no tanto)
es quizá el de saber perdonarse los propios errores y las propias faltas, porque supone
poder aceptar y aceptar honestamente el hecho mismo de cometer faltas y errores.
Querría vivir como los lirios del campo. Si comprendiéramos bien esta época,
ella podría enseñarnos a vivir como los lirios del campo.
Una vez escribí en uno de mis cuadernos: querría palpar con la punta de mis
dedos los contornos de este tiempo. Estaba sentada ante mi escritorio, y no sabía bien
cóme acercarme a la vida. Todavía no había accedido a la vida que hay en mí. Ha sido
en ese escritorio en donde he aprendido a tocar la vida que llevo en mí. Después, he
sido arrojada violentamente a uno de los focos de sufrimiento humano — a uno de los
tantos pequeños frentes abiertos por toda Europa. Y ahí, súbitamente, al analizar los
rostros de la gente, al descifrar los millares de gestos y actitudes, de pequeñas frases y
de vidas contadas, me vi descifrando el mensaje de nuestra época, mensaje que, a su
vez, la sobrepasa. Había aprendido a leer en mí misma y esto me había hecho capaz de
leer también en los demás. Fue como si rozara con mis dedos sensibles las más mínimas
asperezas y los contornos de este tiempo y de esta vida. ¿Cómo es posible que ese
pedacito de landa cercado de alambre espinoso, donde se vertía y corría tanto dolor
humano, haya dejado en mi memoria una imagen casi dulce? ¿Cómo es posible que mi
espíritu, lejos de ensombrecerse, se haya vuelto más luminoso y sereno? En Westerbork
he leído un fragmento de nuestro tiempo y no me ha parecido desprovisto de sentido.
Sentada ante mi escritorio, en medio de mis escritores, de mis poetas y de mis flores, he
amado intensamente la vida. Y allí, entre los barracones poblados de gente acosada y
perseguida, he hallado la confirmación de mi amor a la vida. Mi vida, en esos
barracones atravesados de corrientes de aire, no se oponía en nada a la que había
llevado en esta habitación tranquila y cálida. En ningún momento me sentí arrancada de
una vida, por así decir, pasada; para mí había habido una gran continuidad llena de
sentido. ¿Cómo podría describirlo? ¿Qué tendría que hacer para hacerles sentir a los
demás que la vida es bella, que merece ser vivida y que es justa, sí, es justa? ¿Me
concederá Dios las palabras que hacen falta para ello, palabras sencillas, y a la vez
coloridas, apasionadas y serias, pero sobre todo sencillas? ¿Cómo podría representar
con unas cuantas pinceladas tiernas, ligeras y firmes, esa pequeña aldea de barracones
situada entre el cielo y la landa? ¿Cómo hacer para que otros lean conmigo en todas
aquellas personas — personas que hay que descifrar como jeroglíficos, rasgo tras rasgo,
hasta que todas compongan un todo, un gran conjunto único, legible e inteligible,
encuadrado entre el cielo y la landa?
En todo caso, tengo ya desde ahora una certeza: jamás podré llegar a escribir
todo aquello como la vida lo ha escrito ante mí, con caracteres vivientes. He leído todo
con mis propios ojos y con todos mis sentidos, pero no sabré jamás contarlo del mismo
modo. Esto podría desesperarme, pero he aprendido que debemos aceptar nuestra
limitadas fuerzas, y sacarles el mejor partido posible.
Siento que esta casa empieza a desprenderse muy suavemente de mí, del mismo
modo que un vestido te resbala de los hombros. Y es bueno que así sea. Es un primer
paso hacia el desprendimiento completo. Con precaución y nostalgia, aunque también
con la certeza de que así está bien, la dejo deslizarse día tras día.
Una camisa encima, y la otra en la mochila (eso me recuerda el cuento de
Kormann, la historia del hombre sin camisa: Un rey hizo buscar por todo su reino la
camisa del más feliz de sus súbditos; y cuando lo encontró, se dio cuenta de que no
llevaba camisa); meteré también en la mochila mi pequeña Biblia. Quizá pueda
llevarme además mis diccionarios rusos y los Relatos Populares de Tolstoi, y hasta es
posible que aún me quede un poco de sitio para un volumen de la correspondencia de
Rilke. Y luego un suéter de lana tejido por una amiga. ¡Cuántos bienes tengo aún, Dios
mío, yo que quisiera ser un «lirio del campo»! Así pues, con esta única camisa en mi
mochila es como voy adelante hacia un «futuro desconocido». Pero bajo mis pasos, en
mis peregrinaciones, está siempre y en todas partes la misma tierra, y para mi asombro
sobre mi cabeza y en todas partes, siempre el mismo cielo, unas veces con el sol y otras
con la luna y todas las estrellas. Entonces, ¿por qué hablar de futuro desconocido?
yo misma empezaba también a sentirme aburrida por el hecho de llegar siempre a las
mismas conclusiones): «Es la única solución, verdaderamente la única, Klaas, que cada
cual se examine retrospectivamente su conducta y extirpe y aniquile en sí todo cuanto
crea que hay que aniquilar en los demás. Y convenzámonos de que el más pequeño
átomo de odio que añadamos a este mundo lo vuelve más inhóspito de lo que ya es».
Y Klaas, el viejo partisano, el veterano de la lucha de clases, dijo entonces,
dividido entre el asombro y la consternación: «Pero... ¡eso sería volver al
cristianismo!». Y yo, divertida al verlo en semejante aprieto, proseguí sin inmutarme:
«Pues sí, al cristianismo, ¿y por qué no?».
Podríamos soportar y compartir muchas cosas durante este invierno: con tal que
sepamos ayudarnos unos a otros a soportar el frío, la oscuridad y el hambre; con tal que
no perdamos de vista que este invierno lo vamos a soportar junto con una buena parte
de la humanidad y con nuestros «enemigos»; y con tal que nos sintamos imbricados
como en un gran todo y nos reconozcamos como los combatientes de uno de los tantos
frentes diseminados sobre la superficie de la tierra.
Tendremos un barracón de madera bajo el cielo, con literas recuperadas de la
línea Maginot, superpuestas de tres en tres, y sin luz porque el cable de París no acaba
de llegar aquí. Y si hubiese luz, nos haría falta papel para camuflar las ventanas.
He dejado todo sin acabar, y ya es de noche. Mi cuerpo se ha comportado hoy
odiosamente. Hay un ciclamen rosa fucsia bajo mi lámpara metálica. Esta tarde he
estado mucho tiempo en compañía de S. Sentí de improviso un comienzo de tristeza,
pero esto también forma parte de la vida. No obstante, te agradezco, Dios mío, me
siento casi orgullosa de que me hayas considerado digna de afrontar tus últimos, tus
más profundos misterios. Podría reflexionar sobre ellos mi vida entera. Pero esta noche
me vinieron de golpe tantas cuestiones que plantearle, cuestiones sobre él, cosas que de
pronto me parecieron totalmente oscuras. Pero ya sé que tengo que encontrarles
respuesta yo sola. ¡Qué responsabilidad tan pesada! Pero debo reconocer que me siento
capaz de asumirla. Me resulta extraño que, cuando suene el teléfono, ya no oiga nunca
más su voz, medio tierna, medio imperiosa, que me decía: «Escuche usted…». Me va a
resultar muy difícil, algunas veces. ¡Y cuánto tiempo hace que no veo a Tide!
Mi enriquecimiento de estos últimos días: las aves del cielo y los lirios del
campo, y Mateo, 6, 33: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas
Es bueno que me haya quedado aquí algunas semanas. Voy a volver a partir con
fuerzas nuevas. No he sido verdaderamente solidaria con el grupo (de internos), estaba
demasiado a mis anchas. Es evidente que tenía que haber ido a ver (a mi llegada aquí) a
esos ancianos, los Bodenheimer, en vez de desentenderme del asunto con una mala
excusa: «De todos modos no puedo hacer nada por ellos». Hay un montón de cosas en
las que no he estado a la altura. He buscado demasiado mi placer personal. ¡Me gustaba
tanto mirar a los ojos, cara a cara, a ciertos seres, por la noche, sobre la landa...! Era
muy bello y, sin embargo, he hurtado mi atención a tantos otros seres... Incluso con
respecto a las muchachas de mi sala. De vez en cuando, les lanzaba como pasto un
trocito de mí misma, y después me ponía a salvo a toda velocidad. Eso no estaba bien.
Y, sin embargo, estoy agradecida a lo que ha sido. Era ya muy bello, maravillosamente
bello, y estoy agradecida también porque tendré pronto la ocasión de redimir mis faltas.
Creo que volveré con más seriedad y concentración, que estaré menos pendiente de mi
satisfacción personal. Cuando se quiere ejercer una influencia moral sobre los otros, es
preciso empeñarse seriamente en nuestra moral personal. Yo vivo constantemente en
familiaridad con Dios como si fuera la cosa más simple del mundo, pero también es
necesario que ponga en regla mi propia vida de acuerdo con esto. Todavía no he llegado
hasta ahí, ¡oh, no!, y, sin embargo, me comporto a veces como si ya hubiera alcanzado
mi meta. Soy juguetona, me gusta estar a mis anchas, a menudo me tomo las cosas más
como artista que como mujer responsable, y hay también en mí el gusto por lo extraño,
por lo caprichoso y la aventura. Pero sentada a esta mesa de trabajo, en medio de la
noche que avanza, siento en mí la fuerza apremiante y directiva de una gravedad cada
vez más presente, cada vez más profunda, una especie de voz silenciosa que me dicta lo
que debo hacer y me obliga a anotar con toda franqueza: he fallado a mi misión por
todas partes. Mi verdadero trabajo no ha hecho más que comenzar. En el fondo, hasta
ahora se trataba más de una diversión que de otra cosa.
26 de septiembre, nueve y media. Dios mío, te doy gracias porque me has hecho
conocer a una de tus criaturas, alma y cuerpo.
Debería remitirte muchas más cosas, Dios mío. Y dejar de ponerte condiciones:
«Si me das buena salud, entonces…». Aunque no goce de buena salud, la vida continúa
y no deja de ser la mejor posible. ¿Cómo voy a ponerte exigencias? No, no lo haré.
Además, desde el momento en que he renunciado a ello, mis dolores de vientre han
mejorado.
Me doy cuenta cada vez más de que Rilke ha sido uno de mis grandes
educadores en este último año, cada instante que pasa me lo confirma.
«Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres..., si no tengo amor, de nada
me sirve».
Es curioso cómo una persona acaba siempre por remitirse a algo material: Tide
me ha dado este pequeño peine rosa todo roto, que pertenecía a S. En el fondo no quiero
tener ni siquiera sus fotos, y tal vez llegue el momento en que ni mencionaré ya su
nombre, pero este peinecito rosa, todo sucio, con el que le vi durante un año y medio
poner en orden sus ralos cabellos, me lo he guardado en mi cartera entre mis
documentos más importantes, y seré capaz de alocarme si lo pierdo. El ser humano es,
sin duda, una criatura extraña.
Se dice que has muerto demasiado pronto. Bueno, habrá un libro menos de
psicología publicado, pero habrá entrado un poco más de amor a este mundo.
Una vez más, anoto para mi propio uso: Mateo 6,34: «Así que no os preocupéis
del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su
propia fatiga».
Tenemos que eliminar a diario, como a pulgas, las mil pequeñas preocupaciones
que nos inspiran los días futuros y corroen nuestras mejores fuerzas creadoras.
Tomamos mentalmente toda una serie de medidas para los días siguientes, y nada, pero
nada de nada, sucede como habíamos previsto. Cada día tiene bastante con su propia
fatiga. Es preciso hacer lo que hemos de hacer y, respecto a lo demás, tener buen
cuidado de no dejarnos contaminar por las mil pequeñas angustias que son otras tantas
mociones de desconfianza respecto a Dios. Acabará arreglándose todo lo referente a mi
permiso de residencia en Amsterdam y a mis cupones de racionamiento; no hay de qué
atormentarse por el momento, mejor será dedicarme un rato a un tema ruso. Nuestra
única obligación moral consiste en desbrozar en nosotros extensos claros de paz y
extenderlos poco a poco, hasta que esa paz irradie hacia los demás. Y cuanta más paz
haya en los seres, tanta más habrá también en este mundo en ebullición.
Ante todo, llamar por teléfono a Toos. Jopie escribe que no mandará más
paquetes. Está sucediendo de todo, allí. Haanen ha escrito una carta a su mujer: dice
demasiado poco para poder entender y demasiado como para no preocuparse.
Sentimiento horrible. Y también dentro de mí siento que despunta una angustia nefasta.
Tengo que reaccionar. Tengo que retirarme, aislarme de todos esos rumores estériles
que se expanden como una enfermedad contagiosa. Me hago una idea aproximativa de
la vida interior de toda esa gente. Vida pobre y árida. Por eso se llega a decir, como he
oído tantas veces: «Ya no soy capaz ni de leer un libro, no puedo concentrarme. En otro
tiempo, mi casa estaba siempre llena de flores, pero ahora no, y ni ganas tengo». Son
vidas empobrecidas, indigentes. He aprendido claramente a qué me debo oponer. Si
sólo se pudiera enseñar a esas gentes que pueden «trabajar» su vida interior y
reconquistar su paz… Si tan sólo se les pudiera hacer ver que pueden mantener una vida
productiva y confiada a pesar de los miedos y rumores que nos asaltan. Que podrían
arrodillarse en el rincón más remoto y apacible de su ser y permanecer allí hasta que por
encima de ellos se extienda un cielo claro y transparente, nada más ni nada menos.
Desde anoche he podido experimentar de nuevo en mí misma todo lo que la gente debe
estar sufriendo; es bueno sumergirse en ello periódicamente y probar los remedios que
hay que aportar. Y luego, continuar imperturbables el camino por los vastos y abiertos
paisajes del propio corazón. Pero todavía no he llegado a ese punto. Ahora debo ir al
dentista y por la tarde al Keizersgracht.
Tengo la impresión de que, con sólo extender la mano, podría tener en el puño a
toda Europa, incluida la Rusia; así de pequeñas y familiares se me han vuelto todas esas
tierras. ¡Todo me parece tan tangible y tan cercano, aun a esta cama! Recuérdalo bien:
aun a esta cama. Aunque me vea obligada a quedar postrada en ella, quieta e inmóvil,
semanas enteras. Pero esto me parece muy difícil de soportar. No puedo hacerme a la
idea de tener que guardar cama.
Te prometo [Dios mío] vivir de acuerdo con lo mejor de mis fuerzas creativas,
allí donde a ti te plazca que yo esté y permanezca. Pero me gustaría muchísimo volver
al campo a partir del miércoles, aunque sólo sea por dos semanas. Sí, ya sé que hay
riesgos, que el campo está llenándose de SS y cubriéndose de alambre de espino, y que
la vigilancia es mayor cada día... Es posible que ya ni nos dejen salir en dos semanas.
Son cosas que siempre pueden pasar. ¿Estás dispuesta a asumir ese riesgo?
De hecho, el médico no me ha mandado en absoluto que guarde cama. Incluso
estaba extrañado de que no hubiera vuelto a Westerbork. Pero ¿qué importa ese
médico? Aunque cien médicos de todo el mundo diagnosticaran que gozo de perfecta
salud, si una voz interior me intima la orden de no volver al campo, no volveré.
Esperaré una señal tuya, Dios mío. Mientras tanto, me dispongo a partir. Quiero
proponerte un trato: ¿quieres hacerme un favor? Si el próximo miércoles me encuentro
bien, regresaré a la landa por dos semanas. Si me encuentro mal y no puedo partir, te
prometo quedarme aquí y cuidar mi salud. — ¿Aceptas este tipo de transacciones? Me
temo que no... No obstante, ¡cuánto quisiera poder partir el miércoles, por tantos buenos
motivos! De momento, debo procurar dormir un poco, aunque tengo todavía mucho que
decirte. Siento que mi paciencia, la más profunda y verdadera, me ha desaparecido. Ya
volveré a recuperarla cuando sea necesario. Mi sinceridad siempre estará conmigo. Pero
por ahora todo se ha puesto muy difícil.
Esperaré hasta el domingo: si veo que no se trata de simples mareos pasajeros,
seré razonable y me quedaré. Me doy tres días de plazo. Pero tengo que estar tranquila.
Querida, no hagas estupideces. No consumas en unas semanas la energía de toda una
vida. Ya tendré tiempo para encontrar a las personas que quiero encontrar. No todo se
juega en un par de semanas, no juegues con tu vida, que es preciosa. No provoques
deliberadamente a los dioses, que han arreglado todo maravillosamente para ti, no
destruyas ahora su trabajo. Me doy tres días de plazo.
Más tarde. Florecer y dar frutos en cualquier terreno en que sea plantada — ¿no
sería ésta nuestra finalidad? ¿Y no debemos justamente colaborar en su realización?
Siento siempre una profunda satisfacción cuando veo que los planes humanos
más ingeniosos se derrumban como castillos de cartas. Deberíamos habernos casado;
juntos, habríamos ciertamente afrontado con éxito los peligros de estos tiempos. Pero he
aquí que en la más remota esquinita de aquel gran cementerio florido de Zorgvlied, un
cuerpo consumido yace bajo una losa (me gustaría verla); y yo en mi caparazón de
flaqueza, me encuentro acostada en esta pequeña pieza que me sirve de habitación
desde hace ya casi seis años. Vanidad de vanidades — pero lo que ciertamente no fue
vanidad fue el descubrir en mí la facultad de confiarme totalmente a alguien, de ligarme
a él y de compartir con él la angustia. Además, ¿acaso no me ha allanado el camino que
conduce directamente a Dios, después de haberme trazado este camino con sus manos
tan imperfectas, por cierto, y tan demasiado humanas?
No, querida, no me gusta nada cómo se está portando tu cuerpo bajo las mantas.
No hay nada peor que no poder moverse. ¡Y cuánto me he movido, Dios mío,
cuánto me he movido! Me asombraba y me quedaba encantada al ver cómo recorría tus
caminos desconocidos, cargando una mochila sobre mis espaldas poco avezadas. Era un
verdadero milagro. De repente, se me abrieron las puertas al mundo, a ese mundo al que
jamás hubiera creído poder tener acceso. ¡Y ahora el acceso está completamente
abierto! Pero heme aquí, de momento, enferma, desagradablemente enferma. Querida,
te quedan todavía dos días y medio de plazo.
Un día iré a visitar, uno por uno, a todos los que han pasado por mis manos allí
abajo, en ese rincón de landa. Y si no los encuentro, encontraré sus tumbas. Ya no podré
quedarme tranquilamente sentada ante esta mesa de trabajo. Quiero recorrer el mundo,
ir a cerciorarme con mis propios ojos y oídos de lo que les ha sucedido a todos los que
hemos dejado partir.
Al final de la tarde. He andado un poco por casa. Tal vez esto se pueda arreglar
mejor de lo previsto, quizá no sea más que un poco de anemia general, que podré
solucionar con algún frasco de medicina. Por lo demás, una persona no puede ser corta
de miras, no puede ver las cosas sólo a cortos plazos.
Ahora resulta, por lo visto, que mi nombre está en una «lista bloqueada». «Si
entiendo bien, tendría entonces que saltar de alegría», le he dicho al notario cojo. Pero
yo no quiero en absoluto esos folletos por los cuales los judíos se pelean a muerte entre
sí. ¿Por qué tenían que tocarme justamente a mí? Quisiera estar presente en todos los
campos de que está cubierta Europa, presente en todos los frentes. No quiero en
absoluto estar, como suele decirse, «en seguridad». Quiero estar en el teatro de las
operaciones. Quisiera suscitar, allí donde me encuentre, un inicio de fraternización
entre aquellos a quienes se llama «enemigos». Quiero comprender lo que pasa, y
quisiera que todos aquellos a quienes pueda llegar (y sé que hay muchos: ¡devuélveme
la salud, Dios mío!) comprendan los acontecimientos del mundo a través de mí. Pero
¿qué es todo eso «si no tengo amor»?
Un poco más tarde. ¡No cabe duda, es nuestro total exterminio! Pero
soportémoslo al menos con gracia.
No hay un poeta en mí, hay un pedacito de Dios que podría volverse creación
poética.
Debe haber un poeta en un campo de concentración, que viva como poeta esa
vida (¡sí, esa misma vida!) y sepa cantarla.
Por la noche, acostada en mi litera, en medio de mujeres y muchachas que
roncaban suavemente, o soñaban en voz alta, o lloraban silenciosamente, o se agitaban
— las mismas que de día afirmaban tantas veces: «No queremos pensar», «No
queremos sentir, para no volvernos locas» —, experimentaba a veces una ternura
infinita, y me quedaba despierta, dejando desfilar antes mis ojos los acontecimientos
vividos y las impresiones, siempre demasiadas, del día, siempre demasiado largo, y
pensaba: «Quisiera ser el corazón pensante del barracón». Ahora quiero serlo
nuevamente. Querría ser el «corazón pensante» de todo un campo de concentración.
Ahora estoy aquí acostada, pero ya plena de paciencia y de nuevo en paz y, sin forzar
las cosas, ya me siento mejor; leo las Cartas de Rilke sobre Dios, Über Gott, y cada
palabra suya me parece llena de sentido; yo hubiera podido escribir esas cartas, y si las
hubiese escrito, habrían sido exactamente así. Me siento de nuevo con fuerzas para
partir; y ya no pienso en proyectos ni en riesgos; venga lo que venga, todo irá bien.
Domingo 4 de octubre, por la noche. Esta mañana me visitó Tide. Esta tarde, el
profesor Becker. Más tarde, Jopie Smelik. Almuerzo con Han. Mareos y debilidad.
¡Dios mío, tú confías a mi cuidado tantas cosas preciosas...! Esperemos que sepa
cuidarlas y administrarlas con tino. Todas esas conversaciones con mis amigos no me
valen de nada en este momento. Me repito en ellas hasta la saciedad. No tengo aún la
fuerza necesaria para aislarme. Encontrar el justo equilibrio entre mi lado introvertido y
mi lado extrovertido es la tarea más árdua que me espera. Ambas tendencias tienen la
misma fuerza en mí. Me gustan los contactos humanos. Diríase que la intensidad de mi
atención consigue sacar de ellos lo mejor y más profundo que tienen. Se abren a mí, y
cada ser se me convierte en una historia, una historia que me cuenta la vida misma. Y
mis ojos, maravillados, no cesan de leer este gran relato. La vida me confía un montón
de historias, que yo debería contar a mi vez y exponer, en términos claros, a todos los
que no saben leer a libro abierto el texto de la vida. Dios mío, tú me has dado el don de
leer. ¿Querrás darme también el de escribir?
Jueves 8 de octubre, por la tarde. Sigo enferma, no soy capaz de hacer nada.
Una vez curada, iré a recoger allí todas mis lágrimas y todos mis miedos. Aunque de
algún modo ya lo hago aquí, en la cama. ¿No será ésta la causa de mis mareos y de mi
fiebre? No quiero ser la cronista de atrocidades. Tampoco de sensaciones violentas.
Justo esta mañana le decía a Jopie: «A pesar de todo, vuelvo a la misma idea: la vida es
bella». Y creo en Dios. Y quiero plantarme en medio de todo eso que los hombres
llaman «atrocidades», para decir y repetir: «La vida es bella». Pero, por ahora, aquí
estoy acostada en un rincón, con fiebre y mareos, sin poder hacer nada. Hace poco me
desperté con la garganta seca, tomé mi vaso y sentí una profunda sensación de gratitud
por ese sorbo de agua, que me hizo exclamar: «¡Ah, si pudiese tan sólo circular allí
entre esos desdichados amontonados a millares para poder ofrecer siquiera un sorbo de
agua a algunos de ellos». Pero me tranquilizo y tengo siempre la misma reacción:
«¡Vamos, no es tan grave, cálmate, no es tan grave, tranquilízate!». Cada vez que una
mujer o un niño hambriento se ponían a llorar detrás de nuestras oficinas de registro, me
acercaba a ellos y me quedaba allí, como para protegerlos, con mis brazos cruzados
sobre el pecho, sonriendo y diciendo para mis adentros a ese pequeño ser humano
encogido en sí mismo y desamparado: «Vamos, no es tan grave, no es tan terrible». Y
me quedaba allí, ofreciendo sólo mi presencia, ¿qué más se podía hacer? Otras veces,
me sentaba al lado de alguno, le pasaba un brazo por su hombro, no decía nada, sólo
miraba a las personas a la cara. Nada me parecía extraño, ninguna de esas formas de
sufrimiento humano. Todo me resultaba tan familiar, como si ya lo hubiese conocido o
vivido ya alguna vez. Algunos me dicen: tú debes tener nervios de acero para poder
resistir tanto. Pero nada de eso; no tengo nervios de acero sino, más bien, nervios a flor
de piel, pero sí soy capaz de resistir. Tengo el valor de mirar cara a cara al sufrimiento;
el sufrimiento no me da miedo. Y al final de cada jornada, siempre tengo el mismo
sentimiento: el amor a mis semejantes. No he sentido ninguna amargura ante los
sufrimientos que les infligían; sólo he sentido amor por ellos, por el modo como los
soportaban, por más que no estaban preparados para soportar nada. Me viene a la mente
aquel rubio Max, de cabeza rapada en la que comenzaba a crecer el pelo, y de ojos
azules tiernos y soñadores: lo habían maltratado tanto en Amersfoort, que tuvieron que
sacarlo del grupo de los que iban a ser deportados y mandarlo a un hospital. Una noche
nos relató todas las torturas que le habían hecho sufrir. Llegará un día en que otros, no
yo, publicarán detalladamente estas prácticas de tortura, describiendo todos sus
refinamientos; y será necesario que se haga para que se sepa completa la historia de este
tiempo. Pero estas descripciones no van conmigo, y yo personalmente no siento esa
necesidad.
Voy a retomar mi lectura de San Agustín. ¡Qué severidad, pero qué fuego! ¡Qué
pasión! ¡Y qué abandono sin reservas en sus cartas de amor a Dios! A decir verdad, no
se debería escribir cartas de amor más que a Dios. ¿Soy realmente presuntuosa si digo
que tengo demasiado amor en mí para contentarme con darlo a un solo ser? La idea de
que toda la vida se tenga que amar siempre y únicamente a una persona, excluyendo a
las demás, me resulta ridícula. Sería empobrecedor y mezquino. ¿Llegaremos algún día
a comprender que el amor a todo ser humano nos aporta infinitamente más felicidad y
es más fecundo que el amor (exclusivo) al sexo opuesto, que priva de su sustancia a la
comunidad humana?
Junto mis dos manos en un gesto que se me ha vuelto entrañable y te envío, a
través de la oscuridad de este anochecer, palabras locas y palabras graves. Imploro una
bendición sobre tu cabeza llena de rectitud y bondad. En una palabra, se puece decir
que oro. ¡Buena noches, querido!
Sábado por la noche. Me siento capaz de soportar y aceptar esta vida y este
tiempo.
Y aunque las turbulencias sean demasiado fuertes y no sepa cómo salir de ellas,
siempre tendré dos manos que juntar y una rodilla que doblar. Es éste un gesto que a
nosotros, los judíos, no nos lo ha transmitido de generación en generación. Yo he tenido
que aprenderlo con esfuerzo. Es la herencia más preciada que he recibido del hombre,
cuyo nombre ya casi he olvidado, pero cuya mejor parte continúa viviendo en mí.
¡Qué extraña historia la mía, la de la chica que no sabía arrodillarse. O, mejor
dicho, de la chica que aprendió a orar. Es mi gesto más íntimo, más íntimo aún que el
que tengo en la intimidad con un hombre. Ciertamente, no se puede poner en una sola
persona todo el amor que uno tiene.
Domingo 11 de octubre, por la tarde entre dos siestas. Que haya en nosotros una
sustancia (no encuentro otra palabra) con vida propia y de la que podríamos extraer
muchas cosas, es un hecho del que voy tomando consciencia cada vez más. A partir de
esa sustancia, puedo crear una multitud de vidas, que se nutrirán de mí. Yo no la
domino bien todavía. Quizá porque todavía no confío mucho en su existencia. Por mi
parte, lo único que tengo que aportar es el espacio para que esas vidas se desarrollen, y,
aparte de eso, la mano que sostendrá la pluma para describir todas esas vidas, con las
ideas y experiencias que les sean propias.
12-10-42. Todas mis impresiones están aquí, como estrellas centelleantes sobre
el terciopelo oscuro de mi memoria.
La edad del estado civil no es la del alma. Pienso que, cuando se nace, el alma
ya ha alcanzado una cierta edad que no cambia en lo sucesivo. Se puede nacer con un
alma de doce años. Pero se puede nacer también con un alma de mil años, hay
muchachitos de doce años en los se siente un alma así. Creo que el alma es la parte más
inconsciente del hombre, sobre todo en Occidente; pienso que un oriental «vive» su
propia alma mucho más. El occidental no sabe en verdad qué hacer y se avergüenza de
ella como de una cosa indecente. El alma es otra cosa distinta de lo que llamamos
«temperamento». Hay personas que tienen mucha «personalidad», pero poca alma.
Por la noche. Así, pues, hay instantes en que la vida nos parece de una dureza
desesperante. En esos momentos, me siento violenta, agitada y cansada a la vez. Esta
tarde he tenido momentos de intensa emoción creadora, después de lo cual he quedado
agotada como si hubiera estado esparciendo mi semilla.
No puedo hacer otra cosa que quedarme inmóvil bajo mis cobijas y esperar
pacientemente que este abatimiento, esta «pequeña muerte», se me pasen. Antes,
cuando me sentía así, hacía disparates: me dedicaba a beber con mis amigos o pensaba
en el suicidio o me pasaba noches enteras leyendo centenares de libros a la vez.
Es preciso saber aceptar aquellos momentos en los que la creatividad te
abandona; cuanto más sincera es esta aceptación, más rápido se pasan tales momentos.
Hay que tener el valor de parar, de estar a veces vacíos y desanimados. Buenas noches,
querido espino amarillo.
Al día siguiente, temprano. Agito un lápiz como si fuese una hoz, pero no logro
cortar la tupida vegetación de mi espíritu.
Hay personas que llevo dentro de mí como capullos de flor y dejo que se abran
en mí. Hay otras que llevo como úlceras, hasta que supuran y revientan (Frans
Bierenbach).
Vorwegnehmen [anticipar]: no conozco una buena traducción holandesa de esta
palabra. Desde anoche, tendida en mi cama, asimilo un poco del sufrimiento infinito
que, diseminado por el mundo entero, aguarda almas que lo asuman. Acumulo un poco
de este sufrimiento en previsión del invierno. No se puede hacerlo en un día. La jornada
de hoy va a ser muy pesada. Me quedaré en cama, y probaré un «anticipo» de las duras
jornadas que me esperan todavía.
Cuando sufro por los débiles, ¿no sufro tal vez por la debilidad que siento en
mí?
He partido mi cuerpo como pan y lo he repartido entre los hombres. ¿Y por qué
no? Estaban hambrientos y habían sufrido largas privaciones.
No puedo dejar de citar a Rilke para todo. ¿No es curioso? Rilke era un hombre
frágil, que escribió la mayor parte de su obra entre los muros de los castillos que lo
hospedaron; si hubiese vivido en las condiciones en que nos hallamos, probablemente
no habría podido resistir. ¿Pero no es justamente un signo de buena economía el hecho
de que en épocas pacíficas y circunstancias favorables, artistas de gran sensibilidad
puedan buscar con toda tranquilidad la forma más bella y más propia para expresar sus
intuiciones profundas, de modo que todos aquellos que vengan después y les toque vivir
épocas más turbulentas y devastadoras puedan reconfortarse con esas creaciones y
encontrar en ellas un refugio siempre disponible para las angustias y cuestionamientos,
que ellos mismos no sabrán expresar ni resolver, dado que su energía estará empeñada
en las necesidades cotidianas? En tiempos difíciles, se tiende a despreciar la adquisición
espiritual de los artistas que han vivido en épocas, por así decir, más fáciles (pero ser
artista ¿no es ya de por sí difícil?), y se suele decir: ¿para que nos puede servir todo
eso?
Reacción comprensible, pero miope. E infinitamente empobrecedora.
FIN
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