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Taylor Smith
Serie 2° Maria Bolt
ARGUMENTO:
Mariah Bolt, analista de la CIA, había vivido siempre bajo la sombra de su padre, el
famoso novelista Ben Bolt. Tras la muerte de éste, Mariah se convirtió en depositaria de
su legado, sin saber que había heredado una bomba de relojería.
Pero, antes de descubrir la verdad, Mariah se vería traicionada por un antiguo amigo.
Otro sería asesinado, y la amante de su padre acabaría perdiendo la vida. La joven
empezaba a comprender que ella era el instrumento de un juego en el que se sacrificaba
a personas inocentes para conseguir el premio final.
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Prólogo
Nadaba para salvar la vida, herida y extenuada. Los pulmones le ardían.
Sus delgados miembros le dolían por el frío y el esfuerzo. Un grito silencioso se
formó en su garganta, motivado por el miedo, el dolor y la indignación: «¡No lo
conseguiré!»
De joven, se dijo Renata, quizá hubiera tenido una oportunidad. Por
entonces era fuerte y estaba en buena forma, aunque también algo consentida...
al ser como era hija única de uno de los hombres más ricos del mundo. Pero
tenía ya sesenta y un años, por amor de Dios. No poseía el vigor de antaño. Su
cerebro emitió una pronta respuesta: «¡Sigue nadando o morirás, estúpida!»
Miró nerviosamente por encima del hombro mientras, detrás de ella, en la
oscuridad, se oían unas voces profundas que intercambiaban órdenes furiosas.
¿Habrían divisado su diminuta figura en el agua iluminada por las estrellas?
¿La estaban siguiendo? Parecían hallarse muy cerca.
No, se dijo Renata, tratando de tranquilizarse. Era simplemente un efecto
acústico del claro aire nocturno. Se encontraban muy lejos, aunque el barrido de
la luz de la linterna le indicó que aún no habían dejado de buscarla.
¿Sólo a ella?
Notó una punzada de vergüenza al pensar en la joven a la que había
dejado en la cubierta. ¿Qué clase de mujer dejaba a una niña a merced de un
peligro mortal, para salvar su propio pescuezo? ¿Sería cierto lo que su marido
había dicho una vez de ella?, se preguntó Renata. ¿Había algo de antinatural en
una mujer carente de empatía?
El ritmo de sus brazadas disminuyó. Con cautela, sin alzar la cabeza, miró
hacia el barco, tratando de distinguir las siluetas que había en cubierta, pero su
vista tampoco era ya como antes. Si la chica seguía a bordo, Renata no
alcanzaba a divisarla.
Quizá Lindsay también había logrado escapar, aprovechando la confusión
provocada por su propia fuga. La chica parecía delicada, pero se decía que era
una excelente nadadora. De modo que, si había escapado, tenía tantas
posibilidades como la propia Renata de alcanzar la orilla. Quizá más. Después
de todo, tenía la juventud de su parte.
Renata notó otro escalofrío de culpa. ¿Y si Lindsay no había conseguido
escapar de los matones del barco? Era indudable la suerte que aguardaba a
aquella joven encantadora.
Razón de más para seguir nadando, se dijo Renata, dirigiéndose hacia la
orilla y braceando con renovados bríos.
Sus secuestradores habían cometido un error de cálculo. A lo largo de toda
la costa, desde Dana Point hasta Long Beach, el cielo aparecía iluminado por los
fuegos artificiales de la celebración del Cuatro de Julio. En el agua permanecían
ancladas docenas de pequeñas embarcaciones, contemplando el espectáculo.
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Aquellos brutos habían contado con que el ruido y la confusión cubriría su
huida, pero no habían previsto que sus víctimas saltarían del barco, ¿verdad? Y
la pirotecnia, lejos de delatarla, parecía camuflarla entre las sombras y los
estallidos de luz que iluminaban la superficie del agua, permitiéndole escapar
limpiamente.
Aunque no del todo. Al principio, con el estruendo de los fuegos
artificiales, Renata no fue consciente de que le habían disparado. A ciegas, sin
duda, pero una de las balas había alcanzado su objetivo.
Renata hizo una mueca al notar un repentino dolor en el hombro, pero se
obligó a pasarlo por alto. Si lograba alcanzar uno de los pequeños botes
anclados frente a la orilla, sería libre. Luego avisaría a las autoridades.
Siguió nadando, decidida a alejarse lo máximo posible del barco antes de
que terminaran los fuegos artificiales. Sin embargo, sus brazadas iban
perdiendo fuerza. No era solo por la fatiga y la pérdida de sangre. Su vestido
empapado se había convertido en un lastre. Tendría que quitárselo. Agitando
las piernas para mantenerse a flote, Renata se despojó de la prenda con una
mueca de dolor, y a continuación se quitó las medias y el sujetador, cuyo tirante
le oprimía la herida del hombro.
Después continuó nadando, impulsada por su legendaria e indomable
fuerza de voluntad. No obstante, la herida y el cansancio acabaron por
disminuir su avance a los pocos segundos. Embargada por un inevitable pánico,
Renata empezó a llorar. Le parecía llevar horas nadando hacia el barco más
cercano, y aún no había ninguno a la vista.
Respiró hondo, con los dientes apretados, pero sus débiles brazadas ya no
la impulsaban hacia la orilla. Renata se detuvo para recobrar el aliento y
descansar sus doloridos brazos.
«Solo un momento. Estoy tan cansada...»
Permaneció flotando boca arriba, con los brazos extendidos, cual un
diminuto crucifijo desnudo sobre la superficie del agua. Cerró los ojos, tratando
de no pensar en la sangre que había perdido, y se dejó mecer por el oleaje. Notó
que la invadía una sensación de profunda somnolencia, pero se obligó a
mantener los ojos abiertos.
En lo alto, el cielo se extendía como una inmensa bóveda moteada de luz.
Perezosamente, Renata señaló con un dedo las distintas constelaciones. Sonrió y
cerró los ojos para poder concentrarse, hipnotizada por la música de las
estrellas.
Estaba tan cansada... Necesitaba descansar. Y luego, cuando recuperase las
fuerzas, debía hacer algo. Pero, ¿qué era?
Siguió flotando boca arriba, parpadeando conforme buscaba la respuesta
entre las estrellas. Eran tan hermosas. Alzó una temblorosa mano hacia ellas.
Parecían tan cercanas que casi podía tocarlas...
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Capítulo 1
Renata Hunter Carr no estaba ni remotamente muerta cuando Mariah Bolt
la vio por primera vez. Su condición, naturalmente, no tardaría en cambiar, y
Mariah sería la agente de dicho cambio. Para quienes creían en el destino, la
rueda se había puesto en marcha tres días antes del desventurado chapuzón de
Renata.
Tres días antes y a casi cinco mil kilómetros de distancia.
Jack Geist, subdirector de operaciones, actuó como si no hubiera nada
inusual en llamar a Mariah a su despacho, situado en la séptima planta del
cuartel general de la CIA en Langley, Virginia.
Su secretaria hizo girar el pomo de la enorme puerta de madera y, con la
otra mano, indicó a Mariah que esperara.
—Aquí está la señorita Bolt, señor.
El agente alzó la cabeza con lentitud. Parecía distraído e irritado. Hizo un
gesto brusco de asentimiento y la secretaria se retiró, cerrando la puerta una vez
que hubo entrado Mariah.
La conducta de Geist pareció experimentar una transformación. Se levantó
y rodeó la enorme mesa, con la mano extendida y los labios estirados en una
ancha sonrisa.
—¡Mariah Bolt! Creo que aún no había tenido el placer. Soy Jack Geist.
Conforme le estrechaba la mano, Mariah vio que sus pálidos ojos verdes la
miraban con fijeza, lo cual le produjo cierta incomodidad. Su piel tenía una
textura correosa. Cuando por fin le soltó la mano, y señaló hacia el sofá situado
en un extremo de la habitación, Mariah captó un rancio olor a tabaco, levemente
enmascarado por un aroma mentolado. Buscó con la mirada los ceniceros que
sabía que debían estar ahí, a pesar de la prohibición de fumar en el edificio,
segura de que el agente habría desactivado los detectores de humo del
despacho.
—Gracias por haber venido —añadió Geist, siguiéndola.
—No hay de qué —respondió Mariah. Al fin y al cabo, se había limitado a
cumplir órdenes. Pasó junto al sofá y tomó asiento en uno de los sillones
colocados en ángulo recto frente a una mesita baja de caoba—. Mi secretaria
dijo que era urgente.
No todos los días una analista, aun tan especializada como Mariah, era
convocada por el departamento de operaciones secretas.
Geist acomodó su larguirucha figura en el extremo del sofá cercano. Su
cabello era de color pajizo, de esa tonalidad que se iba volviendo
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imperceptiblemente blanca con la edad. Con la corbata aflojada, la camisa
plagada de arrugas y las mangas enrolladas hasta el codo, parecía que hubiese
pasado la noche en aquel sofá, trabajando en alguna crisis internacional.
¿Tenían vida familiar los hombres como él?, se preguntó Mariah.
—Los Últimos Días de la Dinastía Romanov —dijo Geist yendo directamente
al grano—. ¿Ha oído hablar de ella?
—Sí, naturalmente —asintió Mariah—. Se trata de la mayor y más valiosa
colección de objetos de la realeza rusa jamás reunida, desde que el zar Nicolás II
y su familia fueron asesinados por los bolcheviques en 1917. Coorganizada por
el Museo del Hermitage de San Petersburgo y el Arlen Hunter de Los Ángeles.
Será exhibida durante dos años en Estados Unidos, a partir del verano.
—A partir de mañana, concretamente. La presentación tendrá lugar en el
Museo Arlen Hunter.
Mariah resistió la tentación de contestar: «¿Y qué?», temiendo ya los
derroteros de la conversación. ¿Acaso conocía Geist sus planes para el verano?
Y otra preocupación: ¿Estaba al tanto de su conexión con la familia Hunter? Por
espectacular que pudiera ser la exposición de los Romanov, el Museo Arlen
Hunter era el último lugar de la Tierra que Mariah pisaría voluntariamente.
—Hemos sabido, esta misma mañana, que el encargado de presidir la
inauguración será nada menos que Valery Zakharov —dijo Geist—. Llegará
dentro de veinticuatro horas.
Mariah se quedó atónita.
—¿El Ministro de Asuntos Exteriores en persona? Sé que la exposición
reportará ingresos considerables al gobierno de Rusia, pero me parece
exagerado, ¿no?
Geist se encogió de hombros.
—Yo también lo creo así. Pero, de todas formas, Zakharov debía viajar a
Los Ángeles esta misma semana para asistir a la Conferencia de Estados del
Pacífico. Habrá una gran recepción a bordo del Queen Mary la noche del día 4.
—Una fecha muy oportuna. Desde allí podrán ver los fuegos artificiales a
todo lo largo de la costa.
—De todos modos, hemos detectado a varias figuras conocidas de la
inteligencia rusa en la lista de nombres que los rusos han enviado para solicitar
visados diplomáticos.
—Es lógico, ¿no? Zakharov fue miembro de la KGB. Era de esperar que su
séquito incluyera a algunos espías.
—Sin duda. Por eso quiero enviar a alguien, para tener vigilada la
situación.
—¿No es cosa del FBI?
El subdirector hizo una mueca.
—Tiene gracia, eso mismo dijo nuestro estimado director. Entre usted y
yo, Mariah, ese hombre está tan obsesionado con los comités de supervisión,
que no es capaz de ir al aseo sin notificarlo antes al Capitolio.
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Mariah no dijo nada. Le parecía feo que criticase a su superior delante de
alguien a quien no conocía y que ni siquiera trabajaba para él. Dado que el
director había puesto a Geist en aquel cargo tan elevado, aquellas críticas eran
también una muestra de deslealtad. ¿Qué pretendía, pues? ¿Integrarla en su
círculo de personas de confianza?
Geist sólo llevaba unos meses en el cargo de subdirector, pero era
indudable que se trataba de un hombre ambicioso y despiadado.
—No tenemos competencia para operar en suelo nacional —dijo Mariah
señalando lo obvio.
—¿Quién ha hablado de «operar»? Estoy hablando de simple observación.
De velar por los intereses de la Agencia. Al FBI le preocupan el crimen
organizado y los topos rusos. Y es lógico, pero nosotros tenemos un pez más
gordo que freír. Zakharov está presionando mucho para acceder a la
presidencia. Probablemente será el próximo hombre que controle el arsenal
armamentístico ruso. No es que actualmente eso represente una amenaza
directa, pero los rusos tienen un gran potencial a la hora de crear dificultades.
Usted lo sabe mejor que nadie, Mariah. Sus envíos de armas a clientes
indeseables bastan para ponerle a uno el pelo de punta.
Mariah se sintió tentada de señalar que los rusos tendrían que cuadriplicar
sus actividades para aproximarse al nivel de la venta de armas de Norteamérica
al extranjero. Pero lo dejó pasar. Además, tenía curiosidad por saber dónde
desembocaría la conversación.
—Zakharov es un matón. Pero cuando mande en Rusia se convertirá en
nuestro matón. Me gustaría introducir a alguien de confianza en su círculo
íntimo. Para eso asistirá usted a la inauguración de la exposición Romanov.
Precisamente lo que Mariah había temido oír.
—Escuche, señor...
—Llámeme Jack.
—Esto no tiene ningún sentido. Si desea poner en marcha una operación
de espionaje, debería enviar a alguien con experiencia en ese campo.
—Tengo entendido que ya había hecho usted algunos trabajos para
nosotros.
—Ninguno de esa magnitud —contestó Mariah—. Ni siquiera sabría
identificar a un objetivo susceptible de serlo.
—¡Ah, bueno! Eso no supondrá ningún problema. El objetivo es alguien a
quien usted conoce. Yuri Belenko, ayudante ejecutivo de Zakharov.
—¿Belenko? ¿De veras? Sí, he coincidido con él —admitió ella.
—Dos veces durante el año pasado, si mi información es correcta. En la
sesión de la Asamblea General de la ONU y, posteriormente, en la Conferencia
de Seguridad europea celebrada en París.
Ella asintió.
—Fui trasladada temporalmente al Departamento de Estado para trabajar
con la delegación de desarme, pero...
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Geist se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas, y
volvió a fijar en Mariah su intensa mirada.
—Hábleme de Belenko, Mariah. ¿Cómo es?
—Es un hombre... agradable —aventuró ella, haciendo una mueca para
sus adentros—. Inteligente y culto. Cuarenta y tres años. Divorciado, al parecer.
Habla un inglés excelente, del que se impartía en los cursos de entrenamiento
de la KGB... donde, por lo visto, se inició su carrera.
—¿Algún rasgo de carácter peculiar?
—No estoy segura de conocer alguno... A menos que cuente el hecho de
que le apasionan los proverbios y el argot americano.
—Los proverbios, ¿eh? ¿No le apasiona nada más?
Mariah arrugó la frente.
—No entiendo qué... ¡Ah! Sí. Es algo mujeriego, supongo.
—¿Supone?
—Como le he dicho, puede ser encantador, y tiende a utilizar sus encantos
con las mujeres.
—Especialmente con usted.
—¿Cómo dice?
—Me siento inclinado a creer que nuestro hombre, Yuri, está algo
encaprichado de usted.
—¿Qué está sugiriendo?
—No estoy sugiriendo nada. Solo quiero oír lo que tenga usted que
informar.
—No hay nada que informar —respondió Mariah, irritada—. Oiga, no sé
qué le habrán contado sus informadores, pero entre Belenko y yo no hay nada.
Esa idea es ridícula. Perdí a mi marido hace año y medio, y estoy muy ocupada
trabajando y criando a mi hija adolescente. No tengo tiempo ni ganas de hacer
vida social con tipos como Yuri Belenko.
Geist se puso en pie, se acercó a su mesa y extrajo un archivo de una
carpeta. Luego se lo pasó a Mariah.
A ella le dio un vuelco el corazón. Era una fotocopia de un artículo del
Washington Post. La fotografía que acompañaba el texto no estaba bien
reproducida, pero Mariah identificó a las dos figuras que aparecían en ella.
—Para ser alguien que afirma no cultivar la vida social, llama bastante la
atención —dijo Geist. Recuperó el artículo y lo examinó—. La entrega de
premios del Club Nacional de Prensa. ¡Vaya, vaya! Y ahí está usted, claramente
reconocible, del brazo de uno de nuestros presentadores de televisión más
famosos.
—Paul Chaney es un viejo amigo de mi marido. Y mío —reconoció
Mariah, comprendiendo que sería estúpido fingir lo contrario—. Esa noche iban
a concederle un premio. Necesitaba una acompañante y yo le hice el favor.
—Este artículo no habla de Chaney, ¿verdad? Sino de usted. Y de su
padre. Se han publicado algunos más desde entonces.
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—Por desgracia —Mariah exhaló un fuerte suspiro—. Mire, todo eso fue
un accidente. Algún periodista averiguó que yo era hija de Ben Bolt y dio
pábulo al rumor de que se había encontrado una novela suya inédita —meneó
la cabeza seriamente—. No debí asistir a esa cena.
Por enésima vez, maldijo a Paul por haber filtrado información acerca de
su padre y sus documentos. Y, por enésima vez, se preguntó si aquel desliz
había sido accidental, como él había afirmado.
—Su fallecido padre está considerado como uno de los grandes escritores
de la literatura norteamericana —Geist frunció los labios y se encogió de
hombros—. No es de extrañar que la noticia armara tanto revuelo.
—Supongo, pero yo no deseaba ni pretendía verme en el centro de una
controversia.
—Pero, ¿existe esa novela?
Mariah se encogió de hombros.
—Existe un borrador manuscrito y algunos diarios que aparecieron en un
viejo armario. El agente de mi padre está intentado ordenar la obra y ver hasta
qué punto está completa. La semana que viene me reuniré con él para decidir
qué haremos con ella, si es que se puede hacer algo. En cualquier caso —añadió
Mariah—, eso no tiene nada que ver con la cuestión. Hablábamos de Yuri
Belenko y no quiero entretenerle más de lo necesario. Estoy segura de que se
encuentra usted muy ocupado. ¿Por qué piensa que Belenko es susceptible de
colaborar con nosotros?
—Bueno, al menos sí parece susceptible de «colaborar» con usted, Mariah.
—¿Por qué dice eso?
—Mi gente lo ha estado vigilando, y hemos interceptado un par de
conversaciones en las que la mencionaba a usted. ¿Sabía, además, que mientras
estaba en París, en marzo, la siguió hasta su hotel una noche? Creemos que
pensaba hacerle una visita de cortesía, pero supongo que su hija estaba allí con
usted...
—La conferencia solo duraba un día, y ella estaba de vacaciones, así que...
—Mariah sintió un escalofrío—. ¿Belenko me había seguido? ¿Y vio a mi hija?
Era la antigua pesadilla de siempre, que volvía para atormentarla... Que su
hija se viera en peligro por culpa de su trabajo.
Geist se inclinó hacia delante.
—Mis observadores dijeron que Belenko se mostró muy decepcionado.
Supongo que pensó que no conseguiría nada aquella noche. Pero decidimos
seguir vigilándolo, y por fin obtuvimos resultados. Anteayer mismo.
—¿Resultados?
—Estuvo cenando con su hermano en Moscú. El tipo es crítico literario del
diario Izvestia, ¿lo sabía? Belenko le dijo que había conocido a la hija de Ben
Bolt. Imagino que las novelas de su padre también son muy conocidas allí.
Mariah asintió.
—¿Su gente espió la conversación?
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—Sí. Belenko comentó que volvería a EE.UU. esta semana, y que esperaba
verla a usted de nuevo. Quizá solo quería impresionar a su hermano mayor,
pero, por el modo en que habló, no parecía que fuese la literatura lo que más le
interesaba. ¿Comprende?
Mariah se reclinó en el sillón, momentáneamente sorprendida por aquella
información. Luego meneó la cabeza.
—Creo que está usted malinterpretando la situación.
—¿Nunca notó que Belenko se sentía atraído por usted? Es usted una
mujer muy bella, Mariah.
Ella pasó por alto el halago.
—Ya he vivido esto antes. No soy yo el objeto de atracción, sino mi padre.
—Pensaba que había fallecido.
—Sí. Murió hace muchos años —Mariah suspiró—. Resulta difícil de
explicar. Alguna gente suele actuar así al saber que Ben Bolt era mi padre.
Gente que desea acercarse a sus héroes, aunque sea indirectamente. Visto el
modo en que los rusos encumbran a los poetas y los escritores, podría ser ese el
caso de Belenko.
—De cualquier manera —dijo Geist—, el anzuelo existe. Sigo creyendo
que sería recomendable que volviera usted a encontrarse con Belenko. Es más,
creo que debería conocerlo mejor.
Mariah retrocedió ligeramente, notando que las mejillas se le inflamaban.
—¿Insinúa que quiere que lo seduzca? Porque, si es así, me niego
terminantemente. Mi trabajo consiste en interpretar la información de los
satélites y en escribir informes deprimentes sobre la venta de armas en el
extranjero. No me contrataron para hacer de espía.
Geist hizo un gesto para tranquilizarla.
—No era mi intención ofenderla, Mariah. Ni le pediré que haga nada que
la incomode. Solo deseo que vuelva a entablar contacto con Belenko, para ver
cuáles son sus intereses a largo plazo —Geist sonrió.
—Sigue sin gustarme.
—Lo hará bien. Será solo un día o así.
—¿Un día o así? Creí que quería que cubriera la inauguración Romanov.
—Zakharov, el Ministro de Asuntos Exteriores, permanecerá en Los
Ángeles unos cuantos días, pero no estamos seguros de que Belenko se quede
tanto tiempo. En cualquier caso, será un par de días como máximo. Se lo
prometo. Sé que está a punto de tomarse unas vacaciones.
—¿Qué me dice del Departamento de Estado? Al secretario Kidd no le
gusta que haya agentes secretos en sus delegaciones.
—Lo sé, pero de eso se trata. Usted no es un agente secreto. Ya hemos
discutido el asunto con la oficina de Kidd. Dado que usted ha colaborado con
ellos anteriormente, no pondrá ninguna pega.
—Supongo que mi superior está de acuerdo —inquirió Mariah, sabiendo
que el director del departamento de analistas, bienintencionado pero ineficaz,
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no era rival para un agente decidido como Jack Geist.
—Naturalmente —Geist se recostó en el sofá y entrelazó los dedos sobre
su liso abdomen—. Solo le pido que nos ayude a aprovechar la oportunidad,
Mariah. Si Belenko accede a colaborar, mis agentes de Moscú tratarán con él.
Confío plenamente en que será usted capaz de cumplir la misión.
Era un flaco consuelo. Mariah, sin embargo, sabía sacar partido de cada
pequeña victoria. El año y medio transcurrido desde la muerte de David era un
borrón en su recuerdo, una desdibujada sucesión de días marcados por todos
los estadios del dolor, salvo el de la resignación. Dado que los designios del
destino eran irrevocables, Mariah no pudo sino permitirse una leve sensación
de triunfo al lograr levantarse cada mañana... Un acto de pura fuerza de
voluntad reforzado por cierta amnesia voluntaria, necesaria para olvidar las
pérdidas ensartadas, cual espinas, en el rosario de su vida.
Estaba decidida a seguir adelante por Lindsay. De serle posible, Mariah
habría protegido a su amada hija de cualquier golpe cruel de la vida. No
obstante, Lindsay se había visto privada del apoyo de un padre en el peor
momento posible, cuando bordeaba ya la adolescencia, esa edad difícil en la
que los jóvenes empezaban a sospechar que el refugio seguro de la infancia no
era más que un espejismo alimentado por los adultos. Mariah deseaba que su
hija siguiera creyendo en la posibilidad de ser feliz, en la constancia del amor y
en la idea de que la gente era, en su mayoría, buena.
A sus quince años, sin embargo, Lindsay parecía igualmente decidida a
rechazar la intromisión de su madre en cualquier aspecto de su vida, ya fuera
importante o trivial. Había días en los que nada de lo que Mariah se pusiera,
dijera o sugiriera obtenía la aprobación de su hija.
—¿El azul tampoco? —preguntó al tiempo que sacaba otra percha del
armario. Se hallaban en el dormitorio de la casa que Mariah había comprado en
McLean, Virginia, cuando resultó evidente que David jamás se recuperaría del
accidente de automóvil.
Lindsay recogió una revista de la mesita de noche y empezó a hojearla, sus
hermosos ojos negros evitando a su madre y el vestido.
—Da igual —dijo hoscamente.
Mariah reparó en que tenía las uñas pintadas de azul y negro. Con
aquellas uñas, y tres aretes en una de las orejas, su preciosa hija parecía
decidida a transformarse en una criatura concebida por Edgard Allan Poe. ¿Por
qué?
Se giró hacia el espejo, apretando los dientes. Aquella noche no
discutirían. No, no discutirían.
Por la ventana entreabierta penetraba el dulce aroma de las magnolias del
jardín. Pero Mariah percibía la carga estática de una tormenta formándose. Miró
a su hija a través del espejo. Sería un largo verano, y las tormentas no se
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producirían solo en el exterior.
Mariah retiró la mirada de Lindsay y se concentró en la tarea que tenía
entre manos. Se le estaba haciendo tarde. Maldita si iba a permanecer la mitad
de la noche intentado elegir la ropa adecuada para realizar una misión. Debió
haberse negado, y no solo por la misión en sí, pensó nerviosamente. También la
incomodaba el sitio de contacto. Arlen Hunter había muerto dos años atrás.
¿Seguiría su familia vinculada al museo que llevaba su nombre?
La familia Hunter. No era la familia lo que la preocupaba, se dijo con
tristeza, sino Renata. ¿Estaría allí? Y si estaba, ¿qué? ¿Por qué debía importarle?
Renata ya no podía hacerle daño ni tenía ningún poder sobre ella, salvo el que
Mariah quisiera darle.
Estudió una vez más el vestido que tenía en la mano. Era sin mangas y
abotonado por delante, con el cuello alto. La reluciente seda azul cobalto
contrastaba con el rubio suave de su cabello e iluminaba sus ojos. Parecía muy
adecuado, pero convivir con una adolescente bastaba para minar la seguridad
de cualquiera.
—¿Qué pega le ves? —inquirió.
Lindsay se encogió de hombros despreciativamente. Llevaba una camiseta
negra y vaqueros deshilachados. Unos centímetros más alta que Mariah, tenía la
tez clara y unas piernas imposiblemente largas.
—Demasiado elegante, ¿no crees? —respondió sin alzar la vista—. Creí
que se trataba de un asunto de trabajo. ¿Por qué no te pones uno de tus trajes de
chaqueta?
—Es una inauguración. No querrás que parezca un guarda jurado del
museo, ¿verdad?
Lindsay volvió a encogerse de hombros.
—Pues ponte lo que quieras —soltó la revista y se tumbó boca abajo en la
cama, su espesa melena cobriza derramándose sobre la suave longitud de su
espalda.
Renunciando a la esperanza de obtener su aprobación, Mariah dejó el
vestido de seda sobre la cama, junto a Lindsay. En el suelo había una maleta,
con todo lo necesario para las inminentes vacaciones. También la bolsa de viaje
de Lindsay estaba ya lista y colocada junto a la puerta de su dormitorio, en el
extremo opuesto del pasillo.
—Sigo sin entender por qué no puedo acompañarte —gruñó la joven—.
Me hubiera gustado ver el tesoro real de Rusia, ¿sabes?
—Te llevaré en otra ocasión. La exposición vendrá también a Washington.
La veremos en el Smithsoniano.
—Sí, claro. El año que viene. Podrías haberme llevado a la gran
inauguración.
—No se trata de una velada social, sino de trabajo.
—No te estorbaría, como no te estorbé en París.
—Eso era distinto.
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—Si me arreglo bien no desentonaré. Parezco lo bastante mayor. Puedo
aparentar veinticuatro años si me lo propongo.
—Solo me haría falta eso —contestó Mariah al tiempo que buscaba su
bolsa de maquillaje en la cómoda—. No quiero tener que preocuparme de que
algún tipo se propase con mi hija mientras alterno con los cerebros rusos.
Lindsay hizo un puchero burlón.
—¡Oh, pobre mamá! Doble Siete nunca tuvo que hacer de niñera mientras
espiaba al Doctor No, ¿verdad?
Mariah puso los ojos en blanco.
—Bueno, ¿crees que el vestido está bien?
Lindsay se puso boca arriba.
—Sí. Lo que no está bien es que no me dejes ir.
—En serio, Lins, no sé por qué le das tanta importancia. ¡Si solo serán
cuarenta y ocho horas!
—Porque aquí me aburriré como una ostra, ¿de acuerdo? —gritó
Lindsay—. Y porque mañana noche darán una fiesta y yo no podré asistir —
rodó sobre la cama y puso los pies en el suelo—. ¡No hay derecho! —salió
corriendo hacia su habitación, cerró la puerta con estruendo y puso el estéreo. A
todo volumen.
Mariah se masajeó las sienes, tratando de aliviar la opresión que
amenazaba con hundirle el cráneo. Respiró hondo y se esforzó por
tranquilizarse. Tendría que pedir a su hija que bajara la música, pero no
discutirían. Esa noche, no.
Tras cerrar la cremallera de la bolsa de maquillaje, la depositó encima de
la maleta abierta y salió al pasillo. Llamó suavemente a la puerta de Lindsay,
pero no hubo respuesta. Llamó con más fuerza.
—¿Qué quieres? —graznó Lindsay desde el otro lado.
Mariah abrió la boca para preguntar si podía pasar, pero, ¿y si le
respondía que no? Más le valía entrar sin invitación. Lindsay estaba estirada en
la cama deshecha, boca abajo, con los brazos colgando mientras rebuscaba en
un montón de carátulas de CD apiladas en el suelo.
—Debes bajar la música —dijo Mariah—. Las ventanas están abiertas y es
muy tarde.
—Bueno —respondió Lindsay sin moverse.
Mariah se acercó al estéreo y bajó el volumen. La decoración del cuarto
pasaba por un proceso de constante transformación. Los objetos se iban
acumulando conforme los intereses de Lindsay evolucionaban. Junto a los
posters de bandas de rock and roll y de animales había colgados otros nuevos,
principalmente de fenómenos astrológicos, además de varias sobrecubiertas de
libros. Las imágenes de la Vía Láctea y la Nebulosa del Caballo se mezclaban
con otras de escritores tan diversos como Jane Austen, George Orwell y Ken
Kesey. Mariah reparó en que una de las paredes estaba dedicada en exclusiva a
Ben Bolt, el abuelo al que Lindsay nunca había conocido.
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Tal vez no era casualidad que hubiese descubierto a su abuelo poco
después de la muerte de su padre, hasta el punto de leer todos los libros suyos
que caían en sus manos.
—¿No puedo quedarme en casa de Chap mientras estés trabajando? —
preguntó Lindsay malhumorada.
Chap Korman era el agente literario que se había encargado de la obra de
Ben desde el inicio de su carrera. Su residencia en Newport Beach, California,
estaba a solo un par de manzanas de la casa donde Lindsay y Mariah pasarían
las tres semanas de vacaciones.
—No hay tiempo de acordarlo con Chap ni de cambiar el billete. Para serte
sincera, Lins, había pensado en Carol —Carol Odell era hija del antiguo mentor
y jefe de Mariah en la CIA, Frank Tucker. Ambas familias habían estado
siempre muy unidas—. Carol y Frank estarán encantados de tenerte en su casa
un par de días. Igual que Alex. Ese pequeño te adora, Lindsay, y últimamente
no lo has visto mucho.
—No es culpa mía. He tenido exámenes y demás.
—Lo sé. Cuando me encomendaron esta misión, pensé inmediatamente en
Carol. Y te llamé para decírtelo —añadió Mariah—, pero la línea estuvo
ocupada toda la tarde.
—Es que estuve hablando con Br... con mis amigos sobre la fiesta que da
Stephanie mañana. No es justo que no pueda ir.
—Ya habrá otras fiestas, Lins.
—¡Pero no será lo mismo! Mucha gente se habrá ido.
—¿Gente como Brent?
Lindsay asintió con pesadumbre.
—Se marcha a Connecticut. Sus padres se han divorciado, y tiene que irse
a vivir con su padre. No volveré a verlo hasta que empiece otra vez el curso.
Mariah dio gracias a Dios en silencio. A sus dieciocho años, Brent era
demasiado mayor y experimentado para su hija. No obstante, esbozó una
expresión adecuadamente compadecida e hizo un esfuerzo por mostrarse de
acuerdo con Lindsay.
—Sé que es un asco —por fortuna, pensó Mariah, septiembre aún quedaba
muy lejos.
Lindsay exhaló un suspiro estremecedor, y Mariah se sentó a su lado para
acariciar su hermoso cabello cobrizo.
—Carol dice que Charlotte, la pequeña, ya sonríe —explicó. Lindsay
esbozó una leve sonrisa al oírlo. Mariah rodeó sus delgados hombros con el
brazo y se inclinó para besarle la frente—. Sé lo frustrada que estás, Lins. Yo
también lo estoy. Ya empiezo a hartarme de tanto trabajo. La verdad es que
necesitamos esas vacaciones, ¿eh? Ten paciencia. Cuando acabe esta misión,
tendremos tres semanas para tostarnos al sol.
—Bueno, está bien —convino Lindsay, renuente pero algo más accesible.
Mariah la abrazó de nuevo, demasiado abstraída como para prestar
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atención a las dudas que se agitaban en el fondo de su mente. Dudas que
debieran haberle dicho que era demasiada casualidad que aquella misión
tuviera lugar en el territorio de un antiguo enemigo. De haber estado menos
distraída, menos cansada y vencida, habría actuado con sensatez y rechazado la
petición de Geist. Pero no había sido así. Y no tardaría en sentir cómo una mano
invisible desgarraba el tapiz, ya raído, de su vida.
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Capítulo 2
Frank Tucker se despertó en la oscuridad, llorando. Se quedó petrificado,
en mitad de un sollozo, y contuvo el aliento, aguzando el oído. Pero sólo oyó el
sonido de una llovizna de verano que repiqueteaba en el tejado, como un
solidario eco de su propio dolor.
Desorientado, intentó recordar dónde se hallaba, y lo primero que acudió
a su mente fue la habitación 714 del Hotel Intourist, en Moscú. Con dispositivos
de vigilancia en cada pared.
Horrorizado por la posibilidad de que pudieran oírlo llorar, se preguntó si
lo habrían drogado para inducirle a aquella sensación de desolación absoluta. El
peso muerto de la desesperación parecía tirar de él, oprimiéndole el pecho.
Inhaló profundamente, tratando de combatirlo, y un suave aroma de enebro
húmedo le hizo cosquillas en las fosas nasales. No era el típico olor a gasolina,
moho y coles hervidas que predominaba en la urbe rusa. Aquel era el olor de su
propio jardín, que se filtraba por la ventana abierta.
Entonces recordó que había volado de vuelta aquella misma mañana. El
avión camuflado había despegado de Moscú antes del amanecer, con Tucker
como único pasajero y un cajón de madera como único cargamento.
Recuperando ocho horas en el viaje hacia el oeste, el avión había aterrizado en
la Base Andrews de las Fuerzas Aéreas a primera hora de la mañana.
El chofer encargado de recibirlo cargó la maleta de Tucker en el maletero
de un sedán oscuro, mientras observaba cómo el propio Tucker cargaba el cajón
de madera. Apenas intercambiaron una sola palabra mientras hacían el trayecto
desde Maryland hasta Langley, Virginia, seguidos de cerca por otro vehículo.
Finalmente, el convoy enfiló la carretera que atravesaba los bosques de Langley
y penetró en el complejo de la CIA por un pasadizo subterráneo.
Una vez allí, Tucker había llevado el cajón a su despacho del subsótano.
Tras abrirlo con una palanca, hojeó rápidamente los archivos del interior, antes
de depositarlos en la caja fuerte. A continuación, una vez que hubo notificado
su regreso, se dirigió a su casa a recuperar parte del sueño que había perdido
durante los dos días de ausencia.
Ahora, se hallaba en su enorme cama, completamente vestido, con la
salvedad de los zapatos que se había quitado antes de derrumbarse sobre la
colcha.
¿Hacía cuánto?
Las gruesas cortinas estaban corridas e impedían que entrara la luz del
día. Tucker echó una ojeada al reloj digital de la mesita de noche: las 11.33 a.m.
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Había dormido menos de dos horas, antes de despertarse con el ruido de su
propio llanto.
El somier se hundió cuando se sentó en el borde de la cama y plantó los
pies en el suelo enmoquetado. Exhaló un largo y trémulo suspiro al tiempo que
se enjugaba las lágrimas de las mejillas con sus grandes manos. No recordaba la
pesadilla que lo había dejado en semejante estado. Solo sabía que le había
producido una profunda sensación de pérdida, de añoranza.
Se levantó y caminó hasta la ventana para descorrer las cortinas. El cielo
encapotado proyectaba una tenue luz sobre el césped que se extendía hasta el
arroyuelo situado en la parte baja de la finca. La hierba, marchita y amarillenta
cuando él se marchó, cuarenta y ocho horas antes, ya había adquirido un tono
verde exuberante. En los límites del jardín, florecían hortensias azules, hibiscos
rojos y lirios blancos, ofreciendo un patriótico despliegue acorde con la
festividad del Cuatro de Julio. Las largas frondas del gran sauce situado junto al
arroyuelo se mecían bajo la llovizna de verano, en una danza lenta y sosegada.
No se oían bocinas de automóviles, ni voces estridentes, ni estruendosas
taladradoras. Después del ruido y el bullicio de Moscú, aquel silencio resultaba
ensordecedor.
Tucker se pasó una mano por la cabeza, palpando pelo incipiente en su
cráneo, normalmente rapado al cero. No podía seguir durmiendo. Sus sueños,
evidentemente, no eran fiables. Tras ducharse y afeitarse, volvería al trabajo y
repasaría aquellos viejos archivos de la KGB.
Pero, ¿con qué objeto? Nada ni nadie dependía de él. Ahora que había
conseguido sacar aquellos archivos de Moscú, cualquier otro podía encargarse
de diseccionarlos. Tucker ya había acariciado la idea de la jubilación, pero, en el
último momento, se había asustado del abismo de los años vacíos que se
extendían ante él. Tenía una salud de hierro y, teóricamente, aún le quedaba
mucha vida por delante. Lo que hiciera con esa vida solo le incumbía a él.
Su mujer llevaba muerta dieciséis largos años. Había perdido a su hijo
menor, Stephen, hacía tan solo año y medio. La poca familia que le quedaba
necesitaba poco de él. Su hija, Carol, y el marido de esta, Michael, eran una
pareja feliz y trabajadora, y buenos padres para sus dos hijos.
Hasta hacía poco, había habido en la vida de Tucker una mujer, pero la
relación acabó desmoronándose como todo lo demás. La relación
extracurricular con su secretaria había comenzado cierta noche de hacía varios
años, cuando Patty entró en su oficina y exigió que la llevara a cenar, después
de haberla tenido el día entero como una esclava. Luego ella lo había invitado a
su apartamento. Siempre guardaron una gran discreción y, cuando el hijo de
Tucker murió, Patty se trasladó a su casa para ayudarlo a sobrellevar el duro
trance.
Al final, comprensiblemente, ella se había cansado de ocupar un segundo
lugar en sus prioridades y en su corazón. Una noche del invierno anterior, le
anunció, resignada pero sin rencor, que dejaba la Agencia y se trasladaba a
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Florida.
—No es que haya dejado de quererte —había dicho Patty con tristeza
mientras acababa de hacer la maleta—. Siempre te querré, mira si soy tonta.
Tucker la observaba desde la puerta, con los brazos colgando
estúpidamente sobre los costados.
—Entonces, ¿por qué te vas?
Ella dobló un jersey con un par de movimientos rápidos y cerró la maleta.
Su peluquero le había teñido el cabello con mechas plateadas para ocultar sus
incipientes canas, y brillaban conforme se movía.
—No me voy porque esté enfadada, Frank. De veras. Solo que me he
cansado de dar sin recibir nada a cambio.
Él asintió.
—Nunca te he apoyado. Y has hecho tanto por mí...
—Lo hice gustosamente.
—No me explico por qué.
Patty se acercó a él y, con una triste sonrisa, le acarició el brazo.
—Yo sí.
A la piadosa luz de la lámpara, Frank no vio su rostro ya ajado, sino a la
atractiva muchacha que había sido antaño, llena de sueños y esperanzas que
habría alcanzado de ser la vida más justa. También su cuerpo había perdido la
firmeza de la juventud, pero había adquirido, en su lugar, la calidez y la
desinhibida generosidad de las mujeres de mediana edad.
—No he cuidado de ti.
—No se trata de eso. Has cuidado mucho de mí. Te acuerdas siempre de la
fecha de mi cumpleaños. Me preparas caldo de pollo cuando estoy enferma. No
podrías hacer por mí mucho más de lo que has hecho, Frank. Salvo aquello que
más deseo. No puedes enamorarte de mí.
Él hizo ademán de responder, pero ella le posó un dedo en los labios.
—No, no pasa nada. Supe a qué atenerme contigo desde el principio.
Supongo que tuve la esperanza de que todo cambiara —Patty meneó la
cabeza—. Pero tú no tienes la culpa.
Tucker sabía, en su fuero interno, que estaba en lo cierto. Patty necesitaba
mucho más de lo que él podía darle, aunque saberlo no facilitaba las cosas.
Ella lo besó entonces, y él la estrechó entre sus brazos. Casi sin darse
cuenta, estaban apartando la maleta de encima de la cama. Y pudo muy bien ser
la mejor sesión de amor que habían tenido jamás, pero no cambió el hecho de
que, después, Patty había salido por la puerta y se había alejado en su Toyota.
Respirando con pesadez, de nuevo en el presente, Tucker se quedó
mirando la enorme cama de roble. Sus gemelos habían sido concebidos allí.
Joanne los había criado en la mecedora próxima a la cama. Años más tarde,
Tucker se había sentado en esa misma mecedora, observando cómo a ella se le
escapaba la vida.
Se giró bruscamente y se dirigió hacia el cuarto de baño, decidido a
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sacudirse la pereza que lo envolvía como un manto pegajoso.
«Aséate, por el amor de Dios. Llama a Carol y dile que estás en casa».
Pero cuando marcó el número de su hija, poco después, no fueron ni Carol
ni Michael quienes contestaron. Fue Lindsay.
—¡Hola, tío Frank! ¿Estás en casa?
—Acabo de llegar hace un rato —sorprendido al oír la voz de Lindsay, él
guardó un incómodo silencio. Fue ella quien finalmente lo rompió. A sus
quince años, se dijo Tucker con tristeza, tenía más tacto que él.
—Carol está arriba, dando de comer al bebé. Le he leído un cuento a Alex
y está durmiendo la siesta. ¿Qué tal tu viaje?
Tucker vaciló. Ella ignoraba dónde había estado, desde luego. Pocas
personas lo sabían, en realidad. Un reducido grupo de la Agencia había
estudiado el críptico mensaje que motivó su viaje a Moscú. Ni siquiera el
director había sido informado, a fin de que si lo detenían en Rusia, pudiera
afirmar que era un agente corrupto operando por su cuenta, al margen de la
cadena de mando. Tucker simplemente le había dicho a Carol que estaría fuera
unos días, para que no se preocupara si no tenía noticias suyas.
—Bien —contestó—. Algo aburrido. ¿Va a salir Carol? ¿Cuidas de los
pequeños esta tarde?
—No, voy a quedarme aquí un par de días. Mi madre salió esta mañana
para Los Ángeles.
El pulso de Tucker se aceleró levemente. Había reclutado a su madre
personalmente. Mariah trabajó con él durante años en la antigua unidad de
analistas de asuntos soviéticos. Pero la colaboración entre ambos había
terminado cuando la carrera de Tucker se autodestruyó. Desde entonces,
Mariah había ascendido a puestos más importantes, mientras él se quedaba al
margen, fuera del campo de acción.
—Pensaba que os ibais de vacaciones juntas —le dijo a Lindsay.
—Yo me iré el jueves por la mañana. Ella tiene que cubrir la inauguración
de una exposición de arte en Los Ángeles. Asistirá el Ministro de Asuntos
Exteriores de Rusia.
—Ah, sí, el tesoro de los Romanov —dijo Tucker con una despreocupación
que no obedecía a la realidad. ¿Por qué le habrían asignado a Mariah la misión
de cubrir la visita de Zakharov? Le llegó otro pensamiento inquietante. ¿Era
casualidad que le hubieran encomendado aquella misión justo cuando él había
recibido una misteriosa llamada desde Moscú?
—Escucha —le dijo a Lindsay—, dile a Carol que he vuelto, ¿de acuerdo?
Hablaré con ella más tarde.
—Muy bien. ¿Te veremos pronto?
—Naturalmente que sí —respondió Tucker con firmeza.
Colgó el auricular y fue a buscar las llaves del coche. De repente, ya no le
parecía suficiente dejar que otros examinaran lo que había considerado rancios
archivos. Había sospechado, a raíz de los crípticos comentarios de su contacto
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ruso, que contenían algunos trapos sucios relacionados con el ministro
Zakharov. Ahora, Tucker se preguntó si habría algo más.
Debía descubrirlo antes de que otras personas vieran los archivos.
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Capítulo 3
Conforme el avión aterrizaba en el Aeropuerto Internacional de Los
Ángeles, Mariah se dijo que su único objetivo allí era realizar el trabajo que le
habían encomendado, y realizarlo deprisa. Establecer contacto con Yuri
Belenko, descubrir cuáles eran sus intereses y, finalmente, informar a su
contacto. Si Belenko se mostraba susceptible de colaborar, la Agencia le
asignaría un intermediario. O no. Allá ellos. Mariah, por su parte, quedaría libre
para recoger su coche alquilado y las llaves de la casa de la playa, reunirse con
Lindsay e iniciar aquellas vacaciones tan deseadas. Fin de la historia.
Eso se decía a sí misma. La verdad, sin embargo, era algo más complicada.
El tiempo, solía decirse, curaba las heridas, pero eso no era del todo cierto. Por
fuera, la recuperación podía parecer completa, pero determinados traumas
dejaban una debilidad residual que acechaba cual una falla subterránea, pronta
a entrar en erupción cuando menos se esperaba. Tal susceptibilidad existía en el
interior de Mariah, inadvertida incluso por ella misma... Un lugar profundo y
tenebroso donde el resentimiento hervía y burbujeaba como un magma
sulfuroso. De momento, no había estallado. Pero era propio de tales fallas
manifestarse sin previo aviso, y los resultados solían ser devastadores... incluso
para los testigos inocentes.
Mariah se registró en el Beverly Wilshire Hotel a mediodía, de modo que
disponía de una hora libre antes de tener que dirigirse al Museo Arlen Hunter.
La exposición Romanov se abría a las seis.
Mientras esperaba, decidió llamar a Chap Korman. Dio una propina al
botones encargado de llevar su equipaje a su suite y, seguidamente, se acomodó
en un mullido sillón de orejas y marcó de memoria el número de Chap.
—¡Mariah! No os esperaba hasta dentro de un par de días.
Ella sonrió al oír su voz, aunque sonaba más y más débil cada vez que
hablaban, pensó tristemente, anticipando el día en que su último y mejor nexo
con el pasado se extinguiría sin remedio. Era varios años mayor que Ben, su
padre, conque contaría unos setenta y algo. Había abandonado, hacía ya mucho
tiempo, el ajetreo de Nueva York para aliviar sus articulaciones artríticas en el
clima cálido del sur de California; pero seguía representando a una nutrida lista
de antiguos clientes, e incluso patrocinaba a algún nuevo valor con talento.
—Acabo de llegar. Me he hospedado en el Beverly Wilshire —explicó
Mariah—. Tuve que venir antes porque me han encomendado una misión.
—¡Ajá! Una misión secreta —dijo él encantado—. No puedes decirme de
qué se trata, ¿verdad? ¿O correría peligro de muerte?
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Ella puso los ojos en blanco.
—Lees demasiadas novelas de espías, Chap.
—Esto es emocionante. Tú eres la única espía que conozco. ¿Ha ido
Lindsay contigo?
—No, se ha quedado con unos amigos. Vendrá el jueves.
—¿Existe alguna posibilidad de que aceptes mi oferta? Sabes que aquí hay
mucho sitio.
Chap se había retirado a una preciosa casa, rodeada de buganvillas, nada
menos que en Newport Beach. Mariah llevaba unos veinte años sin visitar
aquella localidad, de manera que nunca había visto realmente la casa de Chap,
salvo en fotografías. Pero su esposa, de cincuenta años, había fallecido el año
anterior, y Mariah sabía que se sentía solo. Notó una punzada de culpa por no
aceptar su invitación.
—Te agradezco mucho el ofrecimiento. Pero la casa que hemos alquilado
está a la vuelta de la esquina. Seremos vecinos, prácticamente. Además, necesito
pasar algún tiempo a solas con Lindsay.
—Ya lo sospechaba —admitió Chap—. De lo contrario, me habría
enfadado mucho contigo. ¿Cómo anda mi preciosidad de cabello cobrizo?
—¡Ay, Dios! Ha cumplido los quince. ¿Necesito decir más?
—No, supongo que no —Chap sólo había criado hijos, no hijas, pero tenía
una buena imaginación—. ¿Y cómo está la madre?
—Voy tirando. ¿No es eso lo que suele decirse? —Mariah dudó antes de
hacer una confidencia—. ¿Recuerdas la misión de la que te he hablado? Es en el
Museo Arlen Hunter. He de hacer de niñera de la delegación rusa.
Chap emitió un fuerte silbido.
—Caramba. He visto anuncios de la exposición, y me acordé de ti al
instante. ¿Y bien? ¿Asistirá Renata?
—No estoy segura. Aunque imagino que es lo más probable, ¿no crees?
—Sí, probablemente. ¿Cómo te sientes?
Buena pregunta.
—Me resulta difícil decirlo —respondió Mariah con franqueza—. Me
presionaron mucho para que aceptara este encargo. En el fondo, ante la
posibilidad casi segura de toparme con Renata, pensé en rechazarlo. Pero,
¿sabes qué? Por lo que fuera, acepté. Reconozco que, por una parte, me asquea
la posibilidad de verla después de tantos años. Pero, por otra, estoy deseando
echarle un vistazo a esa vieja bruja.
—Para hacer frente a tus demonios, ¿eh?
—Quizá. O tal vez soy un poco masoquista.
Chap guardó silencio durante unos segundos.
—¿Recibiste el paquete que te envié? —inquirió por fin.
—¿Un paquete?
—Te lo mandé ayer por mensajero. Quería que lo vieras lo antes posible.
Debe de haber llegado hoy.
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—Cuando yo ya había salido, seguramente. ¿De qué se trata?
—El manuscrito de tu padre. ¿Sabes? —comentó el anciano
pensativamente—. Es una lástima que la prensa se enterara tan pronto de su
existencia.
—Lo sé. Y lo lamento mucho. Se le escapó a Paul Chaney, en una cena. Él
era la única persona que lo sabía, aparte de nosotros y Lindsay. La sala estaba
llena de periodistas, así que la noticia corrió como la pólvora.
—Ese Chaney... No lo conozco personalmente, pero parece un tipo muy
inteligente. Al menos, por televisión. Y yo creía que estabais muy unidos. Es
extraño que cometiera semejante indiscreción, ¿no te parece?
Mariah retorció el cordón del teléfono con los dedos de la mano libre.
—Tiene gracia que lo menciones. A veces, creo que lo hizo a propósito.
Debía de imaginar el revuelo que se armaría con la noticia, y que yo me vería
obligada a confirmar la existencia del manuscrito y los diarios.
—¿Por qué crees que lo haría?
—Creo que lo hizo para ayudarme, aunque te parezca extraño. Paul opina
que debería «esforzarme más en reconciliarme con la memoria de mi padre. Y
hasta cierto punto, Chap, lo he hecho, principalmente para satisfacer la
curiosidad de Lindsay. No en vano fuimos a visitar la tumba de Ben en París.
Nunca lo había hecho con anterioridad. Pero Paul cree que debo ir más allá... y
promocionar alguna obra suya, por ejemplo. He intentado explicarle que no me
siento preparada para pasar de ciertos límites, pero no parece entenderlo.
—A mí también me ha afectado el frenesí de los medios —dijo Chap.
—Sí, vi que citaban tu nombre en más de una ocasión. Pero, al parecer, te
las arreglas bastante bien para mantenerlos a raya.
—Creí conveniente no decir nada hasta que tú y yo tuviéramos ocasión de
hablar. Pero recibí una carta de un profesor de la Universidad de Los Ángeles.
Se llama Louis Urquhart. Está trabajando en una biografía de tu padre, que
teóricamente verá la luz el año que viene, con ocasión del sexagésimo
cumpleaños de Ben. Por cierto, ¿te he dicho lo que tiene pensado el editor para
sumarse a la celebración?
—¿Reeditar sus obras completas?
—Exacto. El tal Urquhart no es el único interesado en la obra de Ben
últimamente. Parece que vuelve a estar de moda para una nueva generación de
lectores.
—Lo sé —dijo Mariah—. Lindsay estudió Trueno frío en su clase de lengua
inglesa. ¿Y qué te dijo ese tal Urquhart?
—Es un poco complicado para explicarlo por teléfono, pero, por lo visto,
está vertiendo acusaciones muy serias. Por eso he creído conveniente que leas
su carta.
—Empiezo a sentirme algo intranquila, Chap.
—¿De veras no has repasado personalmente los papeles de Ben, Mariah?
—No. Hojeé un par de capítulos del manuscrito para comprobar si era
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algo inédito, o el borrador de alguna obra ya publicada. Como ya te dije, si abrí
la caja fue porque el almacén de alquiler donde tenía guardados los objetos
antiguos, después de vender la casa, se inundó con las lluvias de esta
primavera.
—Te agradezco la confianza que mostraste en mí al enviármelos, Mariah
—dijo Chap serenamente.
Mariah notó que se le saltaban las lágrimas, y se odió por ello.
—Sé que harás con ellos lo correcto. Cualquier decisión que tomes me
parecerá bien.
—Gracias, cielo. Pero me temo que no es tan sencillo. Puede que tengamos
un gran problema entre manos.
—¿Y eso?
—Mira, quizá sea aconsejable que nos reunamos con Louis Urquhart,
aprovechando tu estancia aquí.
—Oh, Chap, no. Se supone que Lindsay y yo disfrutaremos de unas
vacaciones. No quiero desperdiciar el tiempo relacionándome con el público
lector de Ben.
—Sé cómo te sientes, pero no podemos pasarlo por alto.
Mariah nunca había oído un tono tan grave en su voz.
—Ahora sí que estoy preocupada. ¿Qué puede tener tanta importancia...?
—Urquhart cree que el manuscrito de la novela le fue robado a una tercera
persona, Mariah. Y que Ben fue asesinado.
Mariah guardó un atónito silencio.
—No digo que me lo crea —se apresuró a añadir Chap—. Reconozco que
hay unas cuantas revelaciones sorprendentes en el diario de Ben, y que la
novela no se parece en nada al resto de su obra. Pero de ahí a lo que afirma
Urquhart media un abismo. Ahora bien, pudo jugar sucio haciendo públicas sus
afirmaciones, pero no lo hizo. Creo que es justo que le escuchemos. Y, a partir
de ahí, ya decidiremos qué acciones emprender.
—¡Todo esto es una locura, Chap! ¿Asesinado? Pero si sabemos cómo
murió. Al menos, yo siempre lo he creído así. ¿No le dijeron a mi madre que las
autoridades francesas le habían practicado la autopsia al encontrar su cadáver,
y que había muerto de hepatitis?
—Sí, eso le dijeron.
—¿Y cómo es posible pasar de la hepatitis al asesinato?
—No estoy seguro. Evidentemente, es una de las preguntas que
tendremos que plantearle a Urquhart. ¿Qué pruebas tiene para apoyar sus
afirmaciones?
Mariah se quedó mirando el papel amarillo de la pared.
—No sé. Todo esto me huele a maniobra publicitaria. Como si el tal
Urquhart fuese detrás de un bestseller.
—Si se tratara de otra persona, yo también lo creería así. Pero Louis
Urquhart es uno de los académicos literarios más respetados del país. Su
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biografía de Jack Kerouac ganó el Pulitzer. Dudo que haya elaborado esa teoría
del asesinato sin hechos que la respalden. Recuerda, además, que acudió
primero a mí, y no a la prensa.
Mariah exhaló un fuerte suspiro y consultó su reloj.
—Está bien. Si lo crees necesario, hablaré con él. Ahora tengo que irme al
museo. ¿Te parece bien que te llame cuando haya concluido mi trabajo? Con
suerte, a lo mejor tengo el día libre mañana. Quizá podamos dejarlo
solucionado antes de que llegue Lindsay.
—Me parece bien. Le diré a Urquhart que estamos dispuestos a reunirnos
con él. Ah, Mariah...
—¿Mmm?
—Con respecto a Renata... Bueno, sé que tu madre, tu hermana y tú
sufristeis un golpe muy duro cuando Ben se marchó a París con ella. Pero
Renata no le duró mucho, ¿verdad? Se cansó de ella enseguida. Sin embargo, se
dice que Renata nunca consiguió olvidarlo.
—Vaya, pues qué lástima.
—Yo tampoco me compadezco de ella. Tu madre siempre pensó que Ben
volvería con vosotros, pero murió antes de poder hacerlo. No obstante,
ocurriera lo que ocurriese, hay algo indudable: Renata perdió. Recuerda eso si
la ves, cariño.
—No —repuso Mariah con voz cansada—. Perdimos nosotros.
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Capítulo 4
Frank Tucker se hallaba sentado en su despacho sin ventanas, con los pies
apoyados en la mesa, leyendo unos archivos mohosos y amarilleados por el
tiempo. Llevaba en ello tres horas y los ojos le escocían. Su nariz se había
bloqueado en protesta contra la agresión de las esporas del moho, y la cabeza le
dolía por la falta de sueño y el esfuerzo de leer los rancios documentos rusos.
Soltó el archivo que tenía en la mano. Al estirarse, la gastada silla giratoria
chirrió en protesta hacia el súbito movimiento de su voluminoso cuerpo. Con
las manos entrelazadas en la nuca, Tucker clavó la mirada en los azulejos grises
del techo, preguntándose de nuevo por qué habría sido elegido para recibir
aquella relación, meticulosamente seleccionada, de crímenes y fechorías de la
KGB.
De todas las agencias secretas del mundo, ninguna escondía tantos
misterios como la KGB, entre los muros amarillentos de su viejo cuartel general
de Moscú. Precisamente tras las pesadas puertas de acero de la plaza Lubyanka
se había originado, a últimos de junio, el mensaje que motivó el viaje
clandestino de Tucker a la capital rusa.
La noche en que le fue entregado el mensaje, Tucker había detenido su
Ford Explorer en un cruce, a unos tres kilómetros de la Agencia. Mientras
esperaba que el semáforo se pusiera en verde, un sedán de color oscuro
apareció de repente y se detuvo a su lado. El conductor se apeó y llamó con los
nudillos a la ventanilla del lado del pasajero de Tucker.
Instantáneamente alerta, Tucker lo midió con un solo vistazo... Era un
individuo rubio de estatura mediana, fornido y joven... De treinta años, como
mucho.
Tucker pulsó un botón para bajar el cristal de la ventanilla. Mientras, con
la otra mano, buscó entre los asientos y encontró su sorpresa de nueve
milímetros.
Si el desconocido era un policía o un agente federal, Tucker le mostraría su
permiso de armas. Si se trataba de un atentado, el tipo sabría que no pensaba
rendirse sin luchar.
Los ojos azules asomados a la ventanilla se ensancharon.
—No pretendo hacerle ningún daño, señor Tucker —explicó el individuo
atropelladamente. Tenía un marcado acento eslavo.
—Conoces mi nombre —dijo Tucker—. Yo debería conocer el tuyo.
—Eso no importa.
—Es cuestión de opiniones.
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—Soy sólo un mensajero.
—¿Qué puedo hacer por ti?
—Le traigo un mensaje. Por favor —el individuo mostró el sobre marrón
que sostenía en su temblorosa mano.
—¿Un mensaje de quién?
—No puedo decírselo. Acéptelo, por favor —el individuo empezó a
introducir el sobre por la ventanilla, pero Tucker alzó la pistola y apuntó al
joven entre los ojos.
—Quieto ahí —ordenó—. No lo quiero.
Obviamente, no era la respuesta esperada.
—Pero... ¡es para usted! —balbuceó el mensajero.
—¿Tengo pinta de haber nacido ayer?
—No.
—Entonces, créeme si te digo que reconozco un chantaje cuando lo veo —
Tucker miró en torno. La carretera estaba a oscuras y silenciosa como una
tumba. Todo aquello apestaba. Si aceptaba el sobre, seguramente no tardaría en
recibir la visita de sus amigos, amenazando con denunciarlo como agente doble.
Se le ocurrió otra posibilidad inquietante. ¿Sería cosa de la propia CIA o del
FBI? ¿Pretenderían tenderle una trampa, por algún motivo?
—No hay ninguna cámara. Lo juro —farfulló el individuo frenéticamente.
—Aun así, no lo quiero.
—Es muy importante. Tengo instrucciones de entregárselo a usted
personalmente.
—¿Sabes dónde trabajo?
—Supongo que es usted empleado de la CIA, en Langley, Virginia —dijo
el mensajero marcando con precisión cada sílaba—. ¿Me equivoco?
—Pues entrégamelo allí.
—¿Está loco? ¡No puedo entrar en ese lugar!
Tucker evaluó la situación, y luego señaló el cruce con la barbilla.
—Más adelante hay un centro comercial. Sígueme y podrás dármelo
cuando estemos dentro —delante de testigos, se dijo, y de las cámaras de
seguridad.
El mensajero meneó la cabeza.
—Si lo hago, puedo darme por muerto.
—No voy a hacerte nada.
El individuo se puso rígido, como si tal amenaza supusiera una afrenta.
—No es usted quien me preocupa, señor Tucker, sino mi propia gente.
Tucker frunció el ceño.
—¿Tu propia gente? Ah, ya entiendo. Quieres desertar, ¿no? ¿O
simplemente estás en venta?
—¡Yo soy un patriota! —exclamó el mensajero indignado—. Por eso estoy
haciendo esto. Pero quizá mis colegas se hayan equivocado. Quizá usted no es
la persona que ellos creían. En cuyo caso, señor Tucker, le doy las buenas
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noches.
—Quieto ahí —Tucker lo estudió un momento, así como el fino sobre.
Luego se sacó del bolsillo una navaja, limpió el mango con su pañuelo y se la
entregó.
—Usa la hoja para abrirlo. Pero hazlo con mucho cuidado. Después
tendrás que volver a cerrarlo.
—Yo no debo abrirlo.
—¿Por qué? ¿Contiene algo peligroso?
—No, pero...
El joven titubeó unos instantes, y luego suspiró con pesadez. Tras abrir la
navaja, insertó la hoja bajo la solapa y fue separándola cautelosamente, dejando
la cola suficiente para que pudiera adherirse una segunda vez.
—Ahora separa los bordes y muéstrame lo que hay dentro —ordenó
Tucker.
El sobre contenía una única hoja de papel, llena de letra aparentemente
manuscrita.
Tucker asintió con la cabeza.
—Muy bien. Vuelve a cerrarlo.
El individuo lamió la solapa y cerró el sobre.
—¿Lo aceptará ahora?
—Antes devuélveme la navaja.
El mensajero se la pasó a través de la ventanilla. Tucker la tomó con el
pañuelo. A continuación, cuando el ruso hizo ademán de entregarle el sobre, le
agarró con fuerza la muñeca.
—¿Pero qué hace? —protestó el individuo.
Tucker le perforó levemente la yema del pulgar con la punta de la navaja.
Un simple pinchazo, suficiente para extraer sangre. Luego, tirando del
brazo, presionó el sanguinolento pulgar sobre la solapa, imprimiendo una
suerte de sello encima de los bordes recién cerrados. Después, lo soltó.
El ruso se metió el pulgar en la boca.
—¿Por qué diablos ha hecho eso? —gritó furioso.
Tucker cerró la navaja con cuidado y, tras envolverla en el pañuelo, la
soltó en la guantera. Sólo entonces tomó el sobre.
—Lo siento —dijo—. Un seguro personal. Ahora tengo tus huellas
dactilares en la navaja y tu ADN en el sobre.
—Si mi gente descubre que...
—Tu gente nunca lo sabrá, siempre y cuando no intentes jugarme una
mala pasada. Te doy mi palabra. Bueno, ¿qué más? ¿Volveremos a entrar en
contacto?
—No, yo ya he hecho mi parte. El próximo paso es cosa suya.
—¿Qué quieres decir?
—Lea la carta. Y sabrá lo que debe hacer. Buenas noches, señor Tucker.
Dicho esto, el ruso se dio media vuelta y, sin dejar de chuparse el dedo
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herido, se subió en su coche y enfiló a toda velocidad el cruce, saltándose el
semáforo. Tucker anotó la matrícula antes de que el vehículo se perdiera en la
noche.
Luego clavó los ojos en el sobre marrón. Le dio la vuelta, para no manchar
de sangre la tapicería, y lo soltó en el asiento del pasajero.
Cuando el semáforo del cruce se hubo puesto de nuevo en verde, Tucker
marcó un número en su teléfono celular e hizo un giro en IT para dirigirse de
vuelta a Langley.
Las huellas de la navaja le permitieron identificar al mensajero en el
registro de visados. Se llamaba Gennady Yefimov y acababa de llegar a la
embajada rusa, en Washington, para ocupar el puesto de secretario... Un
novato, aunque sospechoso de formar parte de la inteligencia de la embajada.
Su reunión con Tucker así lo confirmaba.
La fuente del mensaje constituía otro enigma. La nota estaba redactada en
ruso, pero en la firma figuraban dos palabras en inglés: «El Navegante»,
nombre clave de un espía maestro ruso conocido por su habilidad para
«navegar» en las traicioneras aguas políticas de Moscú. Aun después de la
caída del comunismo, el Navegante había seguido medrando, mientras muchos
de sus colegas habían visto truncada su carrera.
Tucker nunca había visto la cara del Navegante, salvo en una borrosa
fotografía tomada con una cámara de vigilancia, ni había oído su voz. Pero sí
conocía su verdadero nombre. Georgi Deriabin, alias el Navegante, había sido
desde siempre el objetivo más codiciado por todas las agencias de inteligencia
occidentales.
Como jefe de la KGB, había sido responsable de las actividades de la
inteligencia de Moscú en el extranjero, tanto antes como después de la caída de
la Unión Soviética.
Sin embargo, Deriabin ya contaba con más de setenta años, y habían
empezado a cundir los rumores acerca de su mala salud. Se decía, incluso, que
podía haber sido detenido o ejecutado. Pero si el Navegante era en realidad la
fuente del mensaje entregado a Tucker por el nervioso mensajero, había sido,
evidentemente, un error darlo por desaparecido tan pronto.
Según la nota, Deriabin deseaba reunirse con Tucker en Moscú. El
encuentro, afirmaba, compensaría todas las molestias. Y así, después de que un
pequeño comité aprobara el plan y decidiera que había poco que perder, Tucker
había volado a Moscú. Y había conseguido regresar sano y salvo, con un cajón
lleno de archivos cuyo contenido aún había que determinar. Al igual que el
motivo por el cual el Navegante había decidido entregárselos a él, en primer
lugar.
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Capítulo 5
Mariah tenía la llave de la habitación del hotel en una mano y el pomo de
la puerta en la otra, lista para marcharse.
Se había puesto un traje de chaqueta negro, a todas luces inadecuado para
una inauguración, porque pensaba acercarse rápidamente al Museo Arlen
Hunter para medir el terreno y conocer a los demás integrantes del contingente
de seguridad. Luego volvería al hotel, se pondría el vestido de seda de estilo
chino y regresaría a tiempo para la inauguración, que tendría lugar a las seis de
la tarde.
Sin embargo, titubeó en la puerta, acordándose de su conversación con
Chap Korman. La extraña afirmación de que su padre había sido asesinado era,
evidentemente, absurda. Pero, ¿y la acusación de que el manuscrito de Ben era
robado?
¿Robado a quién? ¿Y por qué iba Ben a robar la obra de otra persona? En
los nueve años anteriores a su muerte, su padre había escrito cinco novelas,
docenas de cuentos cortos e innumerables poemas, dejando aparte sus diarios
personales. No era probable que hubiese sufrido un bloqueo creativo en ningún
momento de su carrera.
Así pues, ¿por qué el profesor Urquhart afirmaba que el manuscrito que
ella había encontrado en el almacén de alquiler, y que su padre había titulado El
hombre del centro, era robado?
Era ridículo, se dijo Mariah. No disponía de tiempo para aquellas bobadas.
Tenía problemas más acuciantes en los que pensar. Una hija adolescente al
borde de la rebeldía. El incómodo papel que la habían obligado a desempeñar,
como seductora encargada de atraer a un potencial agente doble. La perspectiva
de encontrarse con la antigua amante de su padre.
Pese a todo, las afirmaciones de Urquhart la volverían loca mientras no
conociera la base que las sustentaba. Girando sobre sus talones, entró de nuevo
en la habitación y, tras dejar el bolso y las llaves en la cama, buscó en los cajones
hasta encontrar una guía de teléfonos de Los Ángeles. Luego, después de
efectuar una rápida llamada a Courier Express, sacó su libreta personal de
direcciones y marcó otro número. Tras unos cuantos intentos baldíos, se sintió
aliviada al oír la voz áspera de Tucker al otro lado de la línea.
—Tucker.
—¡Frank! ¡Estás ahí! Creí que tendría que enviar un pelotón de búsqueda
para localizarte.
—¿Mariah? ¿Dónde estás? Lindsay dijo que te habías ido a Los Ángeles.
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—Sí, estoy allí... Es decir, aquí. En Los Ángeles. ¿Has hablado con
Lindsay?
—Hace un rato. Llamé a Carol para decirle que había vuelto.
—¿Vuelto? ¿De dónde?
—He estado fuera un par de días.
Una respuesta esquiva, sin duda alguna. Hablar con Tucker era, a veces,
como sacarse una muela.
—Me han dicho que has vuelto a cambiar de oficina. ¿Qué sucede?
—Necesitaban mi despacho para un interno, de modo que me han dado
otro en el sótano.
—¿En el sótano? ¡Dios bendito! ¿Por qué lo has permitido? Con tu hoja de
servicios...
—No me quejo. Por mí está bien.
Mariah se dejó caer en una silla y apoyó los codos en la mesita de cristal
situada junto a la cama.
—Frank —dijo con voz cansada—, ya va siendo hora.
—¿De qué?
—De que salgas de ese agujero en el que te has estado ocultando.
Él no respondió nada durante unos segundos, y Mariah tuvo la sensación
de haber cruzado una línea invisible.
Estaban indudablemente unidos mediante lazos que iban más allá de la
profesión e incluso de la amistad.
Habían pasado juntos épocas buenas y momentos de tristeza. Mariah
había conocido a su esposa; Frank había conocido a su marido. En otros
tiempos, podía hablar con él prácticamente de cualquier asunto. Ahora, sin
embargo, los separaba aquella línea invisible...
Frank respondió por fin, pero cambiando de tema.
—¿Qué es eso de que vas a cubrir la visita de Zakharov? ¿Cómo te has
dejado arrastrar a una situación semejante?
—Ah, no, ni hablar —protestó ella—. Yo pregunté primero. ¿Dónde has
estado?
—Es largo de contar.
—Ya veo. ¿Me estás ocultando algo? No habrás ido a Florida por
casualidad, ¿verdad? —bromeó Mariah, tratando de vencer aquella actitud
defensiva en la que últimamente se había refugiado.
—No —respondió Tucker secamente.
Vaya. Había tocado un punto sensible, se dijo Mariah. Y no era de
extrañar. Patty Bonelli había estado al lado de Frank durante mucho tiempo, y
sin ella parecía completamente perdido.
—Lo siento —dijo—. No pretendía, ser indiscreta.
El silencio saturó la línea, pero, cuando Frank volvió a hablar, Mariah se
sintió aliviada al oír su tono amistoso de siempre.
—No pasa nada. Fue un viaje de negocios. Lo de Patty... no ha podido ser,
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simplemente.
—¿Has hablado con ella últimamente?
—Sí, hace un par de semanas. Llamó para saludarme.
—¿Cómo le va?
—Parece muy contenta. Le han regalado un cocker spaniel.
Pobre Frank, se dijo Mariah, reemplazado por un perro.
—Bueno, cuéntame —siguió diciendo él—, ¿qué haces ahí? Creí que
Lindsay y tú estabais de vacaciones.
—A partir de pasado mañana.
—Ya. ¿Y quieres explicarme por qué te seleccionaron para cubrir la visita
de Zakharov?
—Eso también es largo de contar, tú ya me entiendes.
—Está bien, no puedes decírmelo por teléfono —concedió Frank—. Dime,
al menos, de quién fue la idea.
—Miran... Bueno, ¿recuerdas al antiguo colega de Wanetta? —Wanetta
Walker había trabajado como secretaria en la sección de Frank, quien la rescató
de las garras de un tal Jack Geist, de Operaciones, que se dedicaba a amargarle
la vida.
—¿Él te envió? Hijo de puta —musitó Frank—. Tú no trabajas para él,
Mariah. Debiste haberte negado.
—Lo intenté, pero no me dejó opción. Además, no hay de qué
preocuparse. Se trata de una misión de veinticuatro horas. A propósito, Frank,
necesito que me hagas un favor. Tiene relación con un asunto totalmente
distinto.
—¿De qué se trata?
—Verás, la agencia de mensajería Courier Express intentó entregar un
paquete en mi casa esta misma mañana, pero yo ya había salido para el
aeropuerto. Al parecer, no lo dejaron porque tenía que firmar yo personalmente
el acuse de recibo. Acabo de llamarlos y me han dicho que puedo autorizar a
una tercera persona para que firme por mí. Tienen una oficina al final de la calle
de mi hotel, así que me pasaré para dejar solventado el papeleo. Había pensado
darles tu nombre, si no te importa.
—Faltaría más —respondió Frank—. ¿Qué paquete es ese?
—Es de Chap Korman, el antiguo agente de mi padre.
—Korman —repitió él, y Mariah tuvo la impresión de que estaba
anotando el nombre—. ¿Quieres que guarde el paquete hasta tu regreso, o te lo
envío?
—Iba a pedirte que me lo mandaras con Lindsay, pero, pensándolo bien,
prefiero que lo abras en cuanto te llegue. Quiero saber qué diablos contiene.
—¿Por qué? ¿Qué sucede?
Ella exhaló un fuerte, suspiro.
—Chap Korman me ha enviado la copia de una carta que recibió de un
profesor de la Universidad de Los Ángeles. El tipo está trabajando en una
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biografía de mi padre y, por lo visto, defiende la teoría de que el manuscrito
que yo encontré... —hizo una pausa—. Quizá no estés al tanto de la noticia.
Resulta que, hace un par de meses, encontré una novela inédita de mi padre,
además de algunos documentos personales.
—Sí, lo leí en el periódico.
—Bien, pues dicho profesor sostiene que mi padre robó el manuscrito. Y,
lo que es más extraño aún, sugiere que Ben murió asesinado.
—Muy bien, haré un par de comprobaciones —se limitó a responder
Frank.
—Sólo quiero saber de dónde ha salido antes de reunirme personalmente
con él. Siento causarte tantas molestias.
—No te preocupes. Me alegro de que hayas llamado.
La línea volvió a quedarse en silencio, pero esta vez se trató de un cómodo
silencio entre espíritus afines.
—Gracias —dijo por fin Mariah—. Sabía que podía contar contigo.
La respuesta de Frank fue casi inaudible.
—A tu disposición.
Chap Korman poseía un corazón de oro de veinticuatro quilates y una
mente robusta, aun a sus setenta y siete años. Sus rodillas, en cambio, parecían
de tiza, visto el modo en que chirriaban cuando se ponía en pie. Con una
mueca, se apoyó en el muro bajo de ladrillo visto del jardín y esperó a que
pasara el dolor.
Desde la llamada de Mariah, había estado muy ocupado plantando una
hilera de coloridas impatiens a lo largo del muro. Unas gruesas rodilleras de
velero, colocadas encima de sus pantalones caqui, contribuían a aliviar el dolor
que le causaba trabajar arrodillado, pero incorporarse era harina de otro costal.
No había modo de eludir el efecto de la gravedad, y sus viejas articulaciones ya
no sostenían el peso de su cuerpo con la efectividad de antaño.
Cuando, por fin, pudo moverse de nuevo, se sacudió la tierra de las manos
y contempló su obra con admiración. El dolor había merecido la pena. El jardín
de Emma volvía a tener un buen aspecto. Antes nunca había comprendido lo
mucho que costaba mantenerlo.
Diecisiete años antes, cuando se mudaron allí procedentes de Nueva York,
lo que verdaderamente les había atraído de la finca era su ubicación, con una
pristina vista al Pacífico. Chap y Emma habían remodelado el interior de la
casa, acondicionando dos de los cuatro dormitorios para convertirlos en un
espacioso despacho‐biblioteca.
Em, por su parte, había transformado el jardín en un exuberante oasis.
Había sido uno de sus mayores placeres, un trabajo ininterrumpido en la recta
final de su vida. Chap, que solía trabajar hasta la madrugada, se despertaba
siempre a media mañana con el suave zumbido del cortacésped debajo de la
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ventana, y sabía que Em llevaba trabajando desde el amanecer. Al final, había
sido el marchito jardín, y no los médicos, lo que le había hecho comprender
cuan enferma estaba en realidad.
Al principio, tras la muerte de su esposa, Chap dejó el jardín a su suerte.
Cuando los hierbajos amenazaron con asfixiar las amadas rosas de su esposa, y
la lombagina creció hasta el punto de desbordar la verja delantera, Chap
contrató a un jardinero para que cuidara y aseará el jardín. Sin embargo, el
mismo día en que llegó a casa y encontró las rosas de Emma cortadas, despidió
al jardinero, sacó las herramientas del garaje y se ocupó de la tarea
personalmente. Cada vez lo disfrutaba más, a pesar de sus articulaciones
artríticas. Incluso se había sorprendido a sí mismo silbando un tema de Sinatra
mientras trabajaba, tal y como solía hacer Em.
—¡Hola, Chap! Tienes buen aspecto —dijo una voz detrás de él.
Chap se giró y vio a su vecino, que salía de su jardín arrastrado por un
orondo basset. El perro, llamado Kermit, olisqueaba el césped con su inmenso
hocico, en pos de una posible presa.
Chap sonrió al tiempo que hacía un gesto de saludo.
—¡Qué hay, Doug! Veo que Kermit te lleva a dar tu paseo diario.
Doug Porter hizo una mueca.
—Y no es broma —hizo un alto para enjugarse el hilillo de sudor que ya se
le formaba en la calva cabeza—. Oye, Chap, celebro encontrarte ahí. Iba a
preguntarte si puedes recortar los rosales que han traspasado la verja.
Chap echó un vistazo a los rosales en cuestión. Efectivamente, empezaban
a invadir el jardín de su vecino.
—Lo siento. No me había dado cuenta —dijo echando mano a las tijeras de
podar que llevaba en el bolsillo trasero—. Los recortaré ahora mismo.
—Lamento causarte la molestia...
—Tranquilo, no es molestia ninguna.
—¿Han llegado ya tus amigas? —inquirió Doug casi sin resuello,
dejándose arrastrar por el impetuoso Kermit.
—Mariah sí. Está en Los Ángeles. Su hija llegará pronto. Deberían estar
aquí mañana mismo.
—Bueno, ¿qué opinas? ¿Querrán venir con nosotros a ver los fuegos
artificiales desde el barco?
Porter se había mudado a la casa de al lado hacía unos dos meses, y era la
tercera o cuarta vez que lo invitaba a visitar su balandra, anclada en el puerto.
De momento, Chap siempre había encontrado una excusa para declinar la
invitación. Aunque se sentía culpable por ello. Tenía la ligera sospecha de que
su vecino soltero era gay y, si bien era una persona de mentalidad liberal, le
producía cierta incomodidad la idea de encontrarse a solas en un barco con
aquel tipo. Pero, ¿en qué pensaba? ¿Acaso un anciano artrítico, con exceso de
peso, corría peligro de ser acosado sexualmente?
Porter parecía un buen tipo, un arquitecto sociable que frecuentaba toda
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clase de compañías interesantes, por lo que él había podido ver. Probablemente
la velada en el barco sería deliciosa, y Lindsay disfrutaría mucho contemplando
los fuegos desde aquel lugar privilegiado.
—Aún no he tenido ocasión de comentárselo —contestó—. Hablé con
Mariah hace un rato, pero olvidé mencionarlo. Lamento tenerte a la expectativa.
—No te preocupes. Confieso que me encantaría conocerlas. Soy un gran
fan de Ben Bolt.
Chap hizo una pausa, momentáneamente sorprendido por aquella noticia.
La obra de Ben Bolt era objeto de culto en el seno de la comunidad gay, a pesar
de su conocida reputación de mujeriego.
—Debo decirte que Mariah no lo es —comentó Chap—. Fan, quiero decir.
Tenía sólo siete años cuando Ben abandonó a la familia. No guarda un recuerdo
muy grato de su padre.
El perro se había girado hacia la verja y arañaba el suelo en su ansia por
salir.
—¡Kermit! ¡Siéntate, maldita sea! —ordenó Porter—. Es un perro
incorregible. Te agradezco la advertencia, Chap. Me hubiera pasado la tarde
entera hablando de mi ídolo, como un adolescente, si no llegas a avisarme. Aun
así, me encantaría teneros a los tres a bordo.
—Creo que lo pasarían muy bien —reconoció Chap—. Lo consultaré con
ellas y te diré algo, ¿de acuerdo?
—Por supuesto —Porter se dio finalmente por vencido y cedió ante el
impulso de Kermit—. ¡Hasta luego! —gritó por encima del hombro al tiempo
que emprendía un ligero trote.
Chap le dijo adiós con la mano, sonriendo, y luego se dispuso a recortar
los rosales que comenzaban a invadir el jardín de Porter. Gruñó conforme
estiraba sus cortos brazos hacia la parte superior de la verja. Si tuviera una
pizca de cerebro, la rodearía para facilitar la tarea, pero estaba cansado y
deseaba terminar cuanto antes.
—¡Ay! ¡Maldición! —gritó, a punto de perder el equilibrio y agarrándose,
con la mano desnuda, a un ramal lleno de espinas. Comprendió por qué Em
siempre usaba guantes. Siempre había pensado que era para conservar intacta
su manicura.
Finalmente, después de podar las últimas ramas, recogió el resto de las
herramientas y depositó los desechos en un cubo. Su cuerpo era una masa de
articulaciones y músculos doloridos. Le sentaría bien una siesta, pensó mientras
se dirigía hacia la casa. Luego tuvo otra idea... una bebida suave, un agradable
remojón en el Jacuzzi, para aliviar sus cansados huesos, y por último una siesta.
Colocó el cubo de desechos en el oscuro callejón situado entre su casa y la
de Porter, y a continuación entró en el garaje por la puerta lateral. Una brillante
luz le asaltó los ojos, reflejándose en el sendero de cemento y la alta pared de
estuco blanco de la casa de su vecino.
«Idiota. Te dejaste abierta la puerta del garaje».
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Maldijo su despiste. Luego salió y miró a ambos lados del sendero. Ni un
alma a la vista. Satisfecho, volvió a entrar y rodeó su viejo Jaguar plateado. Tras
quitarse las rodilleras, limpió las herramientas y seguidamente entró en la casa,
no sin antes accionar el mecanismo que cerraba la puerta del garaje.
Próximo punto del programa: dos o tres dedos de whisky.
Llevó una copa y la botella a la planta superior. Después de activar el
Jacuzzi, tomó tres sorbos de whisky, se quitó la ropa y se dio una ducha rápida
para limpiarse la tierra del jardín.
Mientras se colocaba una toalla en la cintura, oyó un ruido. ¿El pestillo de
una puerta?
Chap salió al dormitorio con cautela. Nada. Se dirigió al vestíbulo. Su
despacho estaba atestado de papeles, como siempre, y en él se hallaba el
manuscrito, aguardando a ser leído. Chap abrió la puerta del armario y dentro,
en la repisa inferior, vio la caja de cartón con los papeles de Ben Bolt que
Mariah le había enviado.
Otro ruido lo interrumpió. Chap volvió al vestíbulo y, desde la barandilla,
inspeccionó el piso de abajo. El señor Rochester, el viejo gato negro que Em había
adoptado, estaba tumbado al sol en la mecedora favorita de Emma.
—Deja de hacer ruido, ¿quieres? —gruñó Chap.
Rochester alzó la mirada, parpadeó con desdén y luego empezó a lamerse
la pata trasera.
—Gato tonto —musitó Chap mientras regresaba al dormitorio.
Parecía que las articulaciones se le estaban hinchando. Debería tomar una
pastilla, pero estaba demasiado cansado para ir a buscarlas al armarito del
cuarto de baño.
Se quitó la toalla y se introdujo desnudo en la hirviente bañera, situada en
una suerte de terraza construida encima del jardín. A renglón seguido, alargó la
mano hacia la copa y tomó un largo trago de whisky. Una sensación de confort
lo invadió al instante. Chap cerró los ojos mientras con una mano se acariciaba
perezosamente el vello del pecho. La calidez del whisky y del Jacuzzi lo
adormecieron, mitigando sus dolores. Solo le faltaba Em para que todo fuera
perfecto.
De pronto, sintió una vibración distintiva en la parte inferior de su cuerpo,
como la pisada de un pie cercano. Sus ojos se abrieron al radiante cielo azul, y
miró en torno. Los geranios rojos de Em se mecían movidos por la brisa.
Exceptuando el trino de los pájaros y el apagado murmullo del tráfico lejano, la
soleada tarde estaba sumida en un bendito silencio.
¿Había cerrado todas las puertas antes de subir? Se esforzó por desandar
mentalmente sus pasos. Sí, la del garaje la había cerrado con toda seguridad, y
aquel día no había llegado a abrir la puerta principal de la casa.
Tomó otro sorbo de whisky y se acomodó de nuevo en la burbujeante
agua. Ya echaría otro vistazo más tarde. Total, era neoyorquino. Y un antiguo
boxeador amateur con un récord de 17 victorias y 0 derrotas. Nunca había
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sentido miedo, y no iba a empezar ahora.
Las burbujeantes corrientes del Jacuzzi lo adormecieron. Era como estar en
un barco, se dijo, flotando a la deriva. El barco de Porter. Mariah. Y Lindsay...
¡quince años ya! Era increíble que Ben abandonara a su bella esposa, Andrea,
por una devoradora de hombres como Renata. Así era la naturaleza humana, se
dijo Chap.
Alargó la mano hacia whisky, sin calcular bien la distancia. Las yemas de
sus dedos rozaron la copa, la cual se volcó en el suelo de la terraza.
Chap notó que su trasero se hundía un poco más sobre el suave fondo de
la bañera. Estaba tan cansado... Recostó la cabeza, en el mullido respaldo. Luego
miró hacia el dormitorio. Entornó los ojos y frunció el ceño. ¿Había alguien
junto a la puerta?
—Eh, usted —llamó. O eso creía.
¿Había dicho algo, en realidad?
La figura de la puerta no se movió. Semioculto en las sombras, con una
torva sonrisa en el rostro, sus dientes resplandecían como los de un anuncio de
dentífrico.
«Bueno, que se quede ahí», pensó Chap malhumoradamente. Ya que el
tipo no hacía ningún esfuerzo por ser sociable, tampoco él se molestaría.
Se reclinó y cerró los ojos. Estaba tan cómodo...
Se deslizó hacia abajo un poco más. Abrió los ojos. El tipo de la puerta
seguía observándolo. ¿Por qué?, quiso preguntarle, pero se sentía algo mareado.
Como si le faltara el aire. Inhaló profundamente y siguió deslizándose hacia
abajo. El agua le cubría ya los hombros.
«Estaré ahí arriba en un momento, Emma».
Tenía tanto sueño. Emitió un hondo suspiro. Conforme resbalaba hacia el
fondo de la bañera, su cabeza se golpeó con el duro borde de plástico. Por fin,
Chap Korman se hundió bajo las agitadas burbujas.
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Capítulo 6
El silencio comenzaba a afectar a los nervios de Tucker, hasta el punto de
que le parecía captar la respiración del propio edificio.
Naturalmente, sabía que el profundo zumbido que se filtraba por las
paredes de su despacho era la reverberación de los enormes aparatos de aire
acondicionado. Su función principal era enfriar el vasto conjunto de
ordenadores, receptores y dispositivos de transmisión... Un delicado equipo
que funcionaba día y noche, procesando la información entrante y las órdenes
salientes.
Aun así, una vez consciente de aquel palpitante ritmo, Tucker no podía
evitar la sensación de haber sido tragado vivo por una enorme bestia de presa.
Consultó su reloj, preguntándose si tendría tiempo de recoger la carta de
Mariah de la agencia de Courier Express en Falls Church. El establecimiento
estaba abierto hasta las diez de la noche. Tenía tiempo de sobra. Lo que le
faltaba era paciencia. La secretaria de Geist le había telefoneado cuatro horas
antes, comunicándole que debía permanecer a la espera para presentar el
informe sobre su viaje a Moscú. Ahora, no veía la hora de marcharse.
Quizá hubiera sido precipitado decirle a Mariah que el tal Urquhart podía
no estar tan lejos de la verdad como ella pensaba.
Un archivo descansaba encima de la mesa, algo apartado de los demás.
Tucker lo había encontrado poco después de hablar con Mariah. Finalmente, las
piezas empezaban a encajar. El sobre que a última hora de la noche le había
entregado el mensajero. Su críptica conversación con el Navegante en Moscú. Y
el motivo por el cual él, en particular, había sido elegido para recibir aquel
valioso cargamento.
Tucker se había reunido con Georgi Deriabin a última hora de la noche, en
una modesta dacha situada en las afueras de Moscú. Aunque reconocer al
infame Navegante había requerido un auténtico ejercicio de imaginación por su
parte.
Deriabin era alto y estaba excesivamente delgado, con la ajada tez del
color de la mostaza. Su fino cabello blanco había quedado reducido a un tenue
rastro de pelusa, con lo cual su puntiagudo cráneo parecía tan liso como el del
propio Tucker. Al examinarlo de cerca, Tucker pudo ver los estragos de la
quimioterapia. Cuando el anciano alargó el brazo para estrecharle la mano,
Tucker tuvo miedo de quebrar sus delgados huesos.
—Celebro que haya venido, señor Tucker.
—No podía declinar una invitación tan enigmática.
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La marchita figura se limitó a sonreír y lo condujo al interior de la casa.
Buena parte de la planta baja parecía consistir en una pequeña sala de estar.
Había una mesa preparada para dos y, junto a ella, una botella de vodka
colocada en una cubitera.
Desde su llegada, aquella misma mañana, Tucker se había pasado el día
entero en su habitación del Hotel Intourist, aguardando instrucciones. El olor a
cebolla, salsa y otros ricos manjares constituía un doloroso recordatorio de las
horas que llevaba sin probar bocado.
—Tendrá la amabilidad de cenar conmigo, ¿verdad?—dijo Deriabin.
Tucker se planteó rechazar la invitación durante una milésima de
segundo, y luego asintió.
Tan pronto como se hubieron sentado, una corpulenta mujer, que debía de
ser el ama de llaves, empezó a servirles la comida, en generosas bandejas de
arenques, pan negro, chucrú y embutido, panqueque ruso y piroshki.
Tucker miró en torno. La casa era confortable pero modesta, con paredes
de estuco blanco, vigas de madera y sencillo mobiliario de estilo rústico. ¿Un
refugio de la KGB, quizá?, se preguntó. ¿O un síntoma de la mermada fortuna
del Navegante?
El anciano sirvió un vaso de vodka para cada uno. El brindis, que no sería
el único de aquella noche, fue más bien escueto, aunque irónico.
—Por que conserve usted su buena salud, señor Tucker.
Tucker pensó en desearle lo mismo, pero, en el caso de su acompañante,
aquel deseo parecía ya tardío y fuera de lugar. Alzó el vaso y asintió.
Finalmente pasaron a la comida, pero Deriabin comió poco, según pudo
advertir Tucker, y en un determinado momento soltó el tenedor y encendió un
cigarrillo.
—Tenga la bondad de excusarme. La comida es excelente, se lo aseguro. Y
perfectamente inocua —añadió, leyendo los pensamientos de Tucker—. Por
desgracia, ya no tengo el apetito de antaño. Cáncer de hígado, según los
médicos. Calculo que me quedan unas semanas de vida. Tres meses, a lo sumo.
Pero hay que vivir el momento, ¿verdad? —volvió a llenar los vasos, alzó el
suyo brevemente y luego lo apuró de un solo trago.
Conforme transcurrían las horas siguientes, Tucker observó cómo la
botella se iba vaciando. Deriabin parecía coherente, a despecho de su
enfermedad y del alcohol que había ingerido.
Una vez retirados los platos, permanecieron sentados a solas y sin
interrupciones. Un televisor sonó durante un rato en la habitación contigua,
donde el ama de llaves y el chofer veían, al parecer, una versión doblada de
Parque Jurásico. Muy apropiado, se dijo Tucker, escuchando mientras el
dinosaurio que tenía delante rememoraba los buenos viejos tiempos, cuando el
forcejeo entre los soviéticos y los norteamericanos había dominado el panorama
internacional.
La botella estaba prácticamente vacía cuando Deriabin emitió lo que, al
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principio, parecía simplemente la queja de un borracho.
—¡Mujeres! —gruñó—. ¿Por qué es tan difícil encontrar un buen cerebro y
un trasero bonito en el mismo cuerpo, eh? Dígamelo.
En realidad no esperaba ninguna respuesta. Tucker dejó que siguiera
despotricando.
—Siempre que he conocido a una mujer con un mínimo de cerebro, tenía
cara de patata y las piernas como tocones de árbol. ¿Y las de aspecto
presentable? La capacidad mental de una col de Bruselas. Aunque... —Deriabin
enarcó la ceja—, al menos eso se puede comer ¿eh?
Soltó una risita, que pronto degeneró en una tos ahogada. Su amarillenta
tez se tornó más oscura conforme tosía y se sacaba un pañuelo de la manga.
Llevaba puesto un grueso jersey, a pesar del calor del verano. Tucker retiró la
mirada mientras escupía en el pañuelo cubierto de flema reseca.
Cuando por fin se hubo repuesto, Deriabin lo miró con ojos entornados a
través de una nube de azulado humo.
—En cualquier caso, ese ha sido mi problema. Pero usted —dijo agitando
un dedo manchado de nicotina—, usted ha tenido mucha suerte, ¿eh, viejo
zorro? ¿Cómo lo ha logrado?
—¿Cómo he logrado qué?
—Mantener a esa mujer a su lado durante tantos años. ¿Cómo se llamaba?
Tucker arrugó la frente. ¿Patty? ¿Por qué diablos...?
—Ya sabe —insistió Deriabin—, la rubia. Pequeña, muy atractiva, a juzgar
por las fotografías que he visto. E inteligente, según tengo entendido —
chasqueó los dedos con impaciencia, intentando recordar el nombre—. La
hermosa viuda.
A Tucker se le heló la sangre en las venas, Mariah. Se obligó a seguir
mirando con calma al anciano.
—No sé a cuál puede referirse. Tengo a unas cuantas muy atractivas
pululando a mi alrededor —añadió a modo de broma al tiempo que inclinaba el
vaso.
Los decepcionados ojos del Navegante se entrecerraron. Luego se llevó su
propio vaso a los labios para apurarlo. Cómo podía un hombre con el hígado
enfermo beber tanto vodka desafiaba toda lógica.
—Eso demuestra que tengo razón —farfulló—. Usted disfruta de la
compañía de tantas mujeres bellas, que ni siquiera las recuerda. Mientras que
las que me envía a mí mi gente tienen todo el aspecto de haberse amamantado
con zumo de limón y no con leche materna.
A las dos de la madrugada, el chofer llamó a la puerta para avisarles que
había llegado la hora de partir hacia la pista de aterrizaje, situada en las afueras
de Moscú, donde el avión camuflado de la Agencia había tomado tierra para
recoger a Tucker, cuya marcha estaba prevista para antes del amanecer.
Deriabin se unió al viaje. En cuanto se detuvieron, el chofer se apeó
rápidamente, pero el Navegante siguió ocupando su lugar tras las ventanillas
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opacas del vehículo. Tucker notó cómo la parte trasera del coche se elevaba al
sacar el chofer algo del maletero. Por la ventanilla vio que ese «algo» era un
cajón de madera.
—Le hago entrega de unos cuantos archivos para que los custodie, amigo
mío —dijo el Navegante.
El chofer abrió la portezuela del lado de Tucker y retiró la tapa del cajón
para que inspeccionara su interior.
—¿Qué contienen? —inquirió Tucker.
—No contienen ninguna bomba, si es lo que está pensando. Al menos,
ninguna bomba en el sentido literal del término —añadió Deriabin al tiempo
que prendía un fósforo y ahuecaba las manos para encender otro cigarrillo.
Luego se enderezó, inhalando profundamente el humo, como si la brisa que
penetraba por la ventanilla fuese demasiado pura para su maltrecho
organismo—. Descubrirá que constituyen una lectura muy interesante —hizo
un gesta con la barbilla al chofer, que cerró la caja y la llevó al avión.
—¿Por qué nos entrega esos documentos? —preguntó Tucker.
—A «ustedes» no, señor Tucker. Se los entrego a usted.
—Muy bien. A mí. ¿Por qué?
—Porque usted tiene tiempo de dedicarles la atención que merecen.
—Pero sabrá que pueden quitármelos fácilmente de las manos en cuanto
regrese.
—Eso sería un gran error y una verdadera lástima. Acepte mi palabra
sobre ello amigo mío, aunque tienda a dudar de casi todo, crea que nadie tendrá
más intereses que usted en esos archivos. Ninguna otra persona garantizará que
su contenido se utilice adecuadamente —Deriabin extendió su esquelética
mano. De nuevo, Tucker temió aplastar sus frágiles huesos, pero el apretón del
anciano fue firme—. Para mí esto será el adiós. Pero recuerde una cosa, amigo
mío... Nadie desea tan apasionadamente como un ruso. Guárdese de aquel que
desea demasiado.
Durante el viaje de vuelta, Tucker se había sentido demasiado exhausto y
embriagado como para reflexionar sobre aquellas enigmáticas palabras. Sólo al
día siguiente, mientras repasaba los archivos, recordó el comentario del
Navegante. ¿Quién sería ese alguien que deseaba demasiado?, se preguntó.
El Ministro de Asuntos Exteriores, Zakharov, suponía ahora. Parecía
evidente, por el contenido de los archivos, que Deriabin estaba decidido a
frustrar sus ambiciones sirviéndose de cualquier medio necesario... incluida la
traición. La subida de Zakharov al poder había sido casi tan implacable como la
del propio Deriabin, pero Tucker no tenía ninguna prueba de que ambos
hombres hubiesen sido rivales anteriormente. ¿Qué había cambiado?
Se acordó entonces del comentario, en apariencia intrascendente, que el
anciano había hecho sobre las mujeres. Su insistente alusión a Mariah no había
sido casual, y Tucker lo sabía. Con dicha alusión había querido demostrar que
conocía sus puntos más vulnerables. Que, a pesar de su aspecto debilitado, no
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tendría reparos en aprovecharse de esos puntos vulnerables para sus propios
fines. Y que confiaba en que Tucker utilizaría la información contenida en los
archivos.
Bueno, quizá, se dijo Tucker sombríamente. Pero no necesariamente del
modo en que Deriabin esperaba. Porque el eje central de los planes del
Navegante, ahora lo sabía, lo constituía la muerte en París de cierto escritor
americano, ocurrida treinta años antes. Y, si de Tucker dependiera, ese episodio
podía seguir envuelto para siempre en la red de mentiras que lo rodeaba.
Pero no dependía de él.
Después de la llamada de Mariah, Tucker comprendió que la decisión
podía habérsele escapado ya de las manos. La fama que eludió a Ben Bolt en
vida había aumentado exponencialmente en los años transcurridos desde su
fallecimiento, garantizando que alguien diera, antes o después, con la verdad.
De no ser el tal Urquhart, hubiera sido cualquier otro.
Tucker reunió los mohosos archivos y se levantó. Si sus superiores no lo
llamaban para reclamarle el informe, podían irse al infierno. Iría a recoger la
carta de Mariah.
O tal vez no.
Se oyeron unos golpecitos en la puerta, y el subdirector de operaciones
entró en el despacho sin esperar una respuesta.
—Hola, Frank —saludó con jovialidad.
Tucker hizo un gesto de asentimiento.
—Jack.
—No te levantes por mí —Geist tomó asiento en el extremo opuesto de la
mesa, echando una despreciativa ojeada al despacho mientras extendía las
piernas ante sí—. Veo que has vuelto sano y salvo de tu viaje. Te habría llamado
antes, pero ha sido un día de mucho ajetreo.
—Eso supuse.
—¿Te has enterado del asunto de los kurdos?
Tucker asintió y volvió a sentarse. Los periódicos habían informado acerca
del súbito empeoramiento de la crisis turca, con los rebeldes kurdos
organizándose para un enfrentamiento inminente con las fuerzas del gobierno.
—Supongo que los rusos han enviado tropas a través de Armenia —dijo.
El subdirector hizo una mueca.
—Esos hijos de puta no pueden resistir la tentación de inmiscuirse.
—Dirán que desean proteger el extremo sur del país, en caso de que la
situación traspase las fronteras.
—Eso han dicho exactamente, sí. La situación se está convirtiendo en un
maldito circo. Rusia, Irán, Iraq, Grecia, Chipre... todos están nerviosos —Geist
entrelazó los dedos sobre su liso vientre y echó hacia atrás la silla—. Bueno,
cuéntame, ¿qué hay del asunto del Navegante? ¿Descubriste algo útil allí? —
clavó en Tucker aquella mirada penetrante que solía provocar, en operativos
más jóvenes y menos experimentados, auténticos ataques de tartamudez.
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Geist era un mandamás ambicioso hambriento de gloria. No era de
extrañar que se hubiera presentado solo, personalmente, para escuchar su
informe.
—Hay unas mil quinientas páginas que parecen auténticas —explicó
Tucker con cautela—. Originales, no fotocopias. Puedo hacer el primer examen
yo mismo. Más tarde necesitaré a un par de informáticos, con conocimientos del
idioma ruso, para introducir los archivos en el sistema y crear una base de datos
segura.
Geist arqueó una ceja.
—¿Eso es todo?
—Sí. Aunque me da la sensación de que no tenemos mucho tiempo. Por
algún motivo, el Navegante seleccionó esos archivos, de entre los millones
existentes en Moscú, para entregárnoslos. Cuanto antes sepamos qué contienen,
antes sabremos el porqué.
Haciendo equilibrio sobre las patas traseras de la silla, Geist recogió con
dos dedos una carpeta amarilla que Tucker había apartado de los demás
documentos. El subdirector apenas sabía leer una sola palabra en ruso, lo cual
era una suerte, se dijo Tucker, pues el nombre estampado en la carpeta, aunque
en caracteres fonéticos y cirílicos, era el de «Benjamin Bolt».
—¿Tienes alguna razón para pensar que aquí hay algo importante? —
inquirió Geist, pasando desdeñosamente las páginas.
Tucker resistió el impulso de arrancarle la carpeta de las manos, aunque
era improbable que Geist reconociera lo que estaba mirando.
—He hecho un repaso preliminar —dijo—. Es una relación variada de
antiguas operaciones de la KGB. En ella figuran los nombres de algunos agentes
externos y de ciertos disidentes internos que «desaparecieron» en el gulag.
—Parece historia antigua. La KGB está muerta.
—No. Ni siquiera está moribunda. Los regímenes vienen y van en Rusia,
pero los servicios de seguridad son eternos. El Navegante lo sabe mejor que
nadie. Por eso sobrevivió tanto tiempo.
—Sin duda. Pero creo que en la actualidad tenemos la situación bien
controlada, Frank. Se han producido muchos cambios desde que estuviste en el
antiguo departamento de asuntos soviéticos. Diablos, si hasta tenemos en
marcha programas bilaterales en cooperación con nuestros amigos rusos.
Al observar la presunción de Geist, Tucker recordó la imagen del
Navegante mientras proponía uno de sus brindis.
—Por la amistad entre las naciones —había dicho—. Naturalmente —
añadió—, no existen agencias de inteligencia amistosas, ¿verdad, amigo mío?
Después de todo, ¿dónde estaríamos sin nuestros enemigos?
Geist cerró la carpeta.
—¿Dices que se trata de antiguas operaciones?
—En su mayoría, sí. Aunque eso no significa que algunos de los
protagonistas no sigan en activo.
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—¿Insinúas que nos ha pasado información sobre «fuentes activas»? ¿Por
qué diablos iba a hacer algo así? —la voz del subdirector destilaba incredulidad
mientras dejaba a un lado la carpeta—. Ya me resulta difícil creer que no sea
una maniobra de desinformación para hacernos perder el tiempo. ¿Qué te
juegas a que el tal Navegante quiere despistarnos mientras su gente está
atareada con algún nuevo plan?
—No te lo discuto.
—¿Me das la razón? —inquirió Geist sorprendido.
—Sólo digo que es posible, aunque improbable.
—¿Por qué improbable?
—Por la fuente.
—La fuente. O sea, el maldito Georgi Deriabin. ¿No es así? ¿Llegaste a
reunirte con él? ¿No está muerto, como se pensaba?
—Estuve con él, cara a cara, durante cinco horas.
—Ese tipo tiene agallas, hay que reconocerlo —comentó Geist meneando
la cabeza—. Después de cuarenta años trabajando en nuestra contra, ¿he de
creer que ahora quiere brindarnos su amabilidad? ¡Por favor!
—Sólo puedo decirte lo que yo he percibido.
—¿Y qué has percibido? ¿Acaso quiere desertar? ¿O desea instalarse en
una mansión en Miami Beach, ahora que los gloriosos días de la Guerra Fría
han pasado?
—No.
—Entonces, ¿qué?
Tucker arrugó la frente, deseando que la respuesta fuese fácil.
—Para mí que quiere dejar un legado. No sé cuál, exactamente. Pero sí
puedo decirte que... se está muriendo.
—¿Te lo ha dicho él?
—Sí, aunque no hubiera hecho falta. Su piel tiene el color de esa carpeta.
Los ojos del subdirector se desviaron hacia la carpeta amarilla que había
encima de la mesa.
—Me tomas el pelo.
—Cáncer de hígado, según parece. Le han dado tres meses de vida, como
mucho.
Geist agitó la mano derecha en un gesto de impaciencia.
—¿Y...?
—Creo que pretende saldar una antigua cuenta antes de morir.
—¿Y quiere que nosotros le ayudemos?
—Supongo.
—Bueno, ¿y qué obtendremos nosotros a cambio?
Tucker vaciló. Aquella era la parte más espinosa. Estaba seguro de que
parte del plan del Navegante consistía en frustrar las ambiciones presidenciales
del ministro Zakharov. Pero, ¿quién salía ganando con ello? ¿Rusia? ¿América?
¿La paz y la estabilidad internacional? ¿Algún protegido desconocido a quien el
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anciano moribundo estaba preparando para que lo relevase en el poder?
Tucker lo ignoraba. Sólo sabía quién saldría perdiendo si aquel asunto no
se llevaba con el máximo cuidado. Pero, ¿cómo podía decirle al subdirector de
la CIA que estaba dispuesto a quemar aquellos archivos, antes que permitir que
saliera perjudicada la mujer cuyo apellido había constituido la clave para lograr
su cooperación, como había intuido el maldito Navegante?
—Dame algo más de tiempo, Jack. Te pasaré un informe completo.
—¿De cuánto tiempo estamos hablando?
—Veinticuatro horas.
—Concedido —respondió Geist levantándose.
Tucker observó cómo se dirigía hacia la puerta.
—Una cosa más —dijo sin poder evitarlo—. ¿Por qué se seleccionó a
Mariah Bolt para cubrir la visita de Zakharov?
Geist se detuvo junto a la puerta y frunció el ceño.
—Alguien tenía que ocuparse del trabajo, y Mariah era la persona más
adecuada —abrió la puerta bruscamente y añadió—: Necesitaré ese informe lo
antes posible. Te pondrás a ello enseguida, ¿verdad, grandullón? —haciendo un
guiño, desapareció antes de que Tucker tuviera ocasión de responderle con el
desprecio que la ocasión requería.
¿Qué había que hacer para atraer a un hombre, hasta el punto de
conseguir que traicionara a su país?, se preguntó Mariah. ¿Batir las pestañas?
¿Enseñar un poco de muslo? ¿Prometerle una cita amorosa?
Por Dios bendito. Aquel no era su campo de trabajo. Como femme fatale,
tenía tanto peligro como una bibliotecaria. Una vez más se maldijo por no haber
rechazado la propuesta de Geist.
Se paseó por uno de los patios superiores del Museo Arlen Hunter, en la
que era su segunda visita de la tarde. En la primera apenas había tenido tiempo
de mostrar su acreditación y echar un vistazo al «terreno», antes de regresar
nuevamente al hotel para cambiarse.
Ahora, después de la prisa que se había dado, los invitados se retrasaban.
La típica Ley de Murphy. Eran ya más de las seis, y el sol proyectaba un mágico
resplandor luminiscente sobre la multitud que aguardaba la llegada del
secretario de estado, Kidd, y su colega ruso. La cálida brisa mecía suavemente
las palmeras y los hibiscos rojos, en una atmósfera saturada del aroma de
perfumes caros y de los puros con que se regalaban un par de invitados
mientras esperaban para ver los tesoros de la Rusia imperial.
Al repasar la lista de personajes ilustres que asistirían a la inauguración,
Mariah notó que el corazón le daba un vuelco. El nombre de Renata Hunter
Carr figuraba en uno de los primeros lugares, tal como había temido.
En fin, no importaba. Aquella mujer pertenecía al pasado, y ella misma
distaba mucho de ser la niñita temerosa cuyo padre se había fugado con la hija
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de un rico.
Mariah alzó la mirada, sintiéndose pequeña bajo las enormes letras del
nombre de Arlen Hunter, labrado en las paredes de mármol gris del
monumento que Hunter se había erigido a sí mismo en el Bulevar de Santa
Mónica.
Varias figuras conocidas se congregaban en el patio. El alcalde de Los
Ángeles había llegado ya, así como los senadores de California y
personalidades del mundo de la política. La lista de invitados también incluía a
los representantes de gobiernos extranjeros con consulado en Los Ángeles, y a
empresarios que acudían diligentemente en busca de contactos que
favorecieran a sus negocios.
Mariah suspiró. Tampoco faltaban los burócratas. Un número
considerable de ellos, pertenecientes al Departamento de Estado, el FBI y el
Servicio Secreto, amén de una representante, como mínimo, de la CIA. Aunque,
por lo que ella sabía, Geist podía muy bien haber enviado a otros agentes.
Todos intentaban, con mayor o menor fortuna, pasar inadvertidos en el entorno
de la fiesta. Los agentes del Servicio Secreto lo tenían casi imposible, por sus
expresiones severas, sus trajes oscuros prácticamente idénticos y su tendencia a
susurrar, al estilo de Dick Tracy, contra las mangas de sus camisas.
Se oyó tras ella un batir de alas conforme dos palomas se posaban junto al
muro bajo del patio. Una tercera paloma se situó a cierta distancia de la pareja,
emitiendo un arrullo lastimero mientras efectuaba su solitaria vigilancia.
—¿Dónde está tu compañero, amiguita? —murmuró Mariah.
Los ojos, negros como perlas, de la paloma se volvieron hacia ella.
Recordó que las palomas eran monógamas y se emparejaban de por vida,
reacias a aceptar a un nuevo compañero tras la muerte de la pareja. El
compañero de aquella seguramente habría caído víctima de alguna catástrofe
urbana, condenándola a ella a seguir a otras parejas del grupo, estándole
permitido observar, pero no integrarse en su confortable círculo.
Mariah notaba la sensación de su propia pérdida como una arritmia
cardiaca, un insistente y doloroso recordatorio de la ausencia de David y de los
espacios que su muerte había dejado vacíos. Se sentía como atrapada en lo alto
de una noria rota, meciéndose y esperando, contemplando el mundo desde
lejos. Por una parte, ansiaba que la noria volviera a girar de nuevo. Por otra,
vivía temiendo la inminente e inevitable bajada.
El arrullo melancólico de las palomas constituía un contrapunto del
zumbido del tráfico que transitaba por el Bulevar de Santa Mónica. Mariah
consultó su reloj. Las siete menos diez. Las nueve menos diez en Virginia.
Lindsay aún permanecería un rato levantada. Solía acostarse muy tarde,
costumbre que se acentuaría ahora que estaba de vacaciones. Si regresaba al
hotel dentro del siguiente par de horas, calculó Mariah, aún podría llamarla sin
molestar a nadie en casa de Carol.
Entonces se acordó de Frank. Antes de aquella tarde, se había pasado
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semanas sin oír el sonido de su voz. La perspectiva de oírla nuevamente hizo
aflorar una sonrisa a sus labios.
Mariah se inclinó sobre la baranda del balcón para comprobar si los peces
gordos estaban ya a la vista. La solitaria paloma siguió su mirada hacia la
incesante afluencia de automóviles que se detenían a las puertas del museo para
dejar a sus poderosos ocupantes. Una pequeña multitud se había reunido a
ambos lados de la entrada. En Los Ángeles, por lo visto, tan solo se necesitaba
colocar un par de barreras y extender una alfombra roja para atraer al público.
De repente, las palomas se dispersaron con un ruidoso aleteo cuando una
fuerte mano oprimió el hombro de Mariah.
Ella se giró para encontrarse con un par de ojos azules que la miraban
sonrientes.
—¡Paul! ¿Qué estás haciendo aquí?
—Sabía que te sorprendería —respondió él—. Estás preciosa.
—Gracias. Y sí, estoy sorprendida, pero también confusa. ¿Cómo...?
—Recibí la invitación hace unas cuantas semanas. No pensaba asistir hasta
que ayer me dijiste que vendrías. Decidí darte las llaves en persona.
Mariah solamente lo había llamado para decirle que llegaría a un poco
antes a Los Ángeles porque la casa donde Lindsay y ella iban a pasar las
vacaciones pertenecía a un amigo de Paul. Él mismo había estado haciendo las
gestiones necesarias para entregarle las llaves aquella misma semana.
Su aparición siempre le provocaba emociones contrapuestas, pero esta vez
Mariah sólo sentía consternación.
—No has debido venir —dijo muy en seria.
—Lo sé, pero me apetecía. Pensé que esta noche lo tendrías un poco difícil,
estando presente Renata Hunter Carr. He venido a ofrecerte apoyo moral —
Paul miró en torno—. ¿Se ha retrasado el avión de Zakharov?
Mariah asintió.
Él se recostó en el muro bajo del balcón, con las largas piernas cruzadas a
la altura de los tobillos. Su traje gris marengo, de Armani, se ceñía a su atlético
cuerpo con una elegancia que la mayoría de los mortales sólo podía envidiar.
Era rubio, aunque tenía algunas canas incipientes en las sienes. Su rostro, de un
atractivo clásico, estaba levemente curtido, lo que le añadía cierta pátina de
madurez.
—¿Todavía no la has visto? —inquirió.
—No. Imagino que llegará junto a Kidd y Zakharov.
—¿Y cómo te sientes?
—Bien —mintió Mariah—. Has sido muy amable al venir, Paul, pero en
realidad no hay para tanto. He visto su foto en los periódico cientos de veces.
No voy a sufrir un colapso nervioso porque estemos en la misma habitación.
—¿Y si tuvieras que hablar con ella?
—No veo por qué. No me conoce, y es evidente que no voy a ir hasta ella
para presentarme.
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Chaney la observó un momento, y luego se giró hacia la multitud.
—Ahí está Nolan —dijo.
—¿Nolan?
—Nolan Carr, su hijo. Ese clon joven de Robert Redford que está junto al
alcalde Riordan y los senadores.
Mariah se fijó en el joven, atractivo y seguro de sí mismo, que charlaba con
los tres políticos.
—Se rumorea que la madre tiene ambiciones políticas para su hijo único.
Mariah estudió al aspirante a político.
—Apenas parece tener edad para haber salido de la universidad.
—Va camino de los treinta, me parece. En cuanto a los estudios, asistió
durante un tiempo a Princetown, la universidad de su fallecido padre. Aunque
no creo que llegara a graduarse en ningún centro. Como digo, lo de la política
parece idea de su madre.
—Su padre era Jacob Carr, el antiguo fiscal general del estado, ¿no?
—Ajá. Llegado el momento, seguro que a Nolan no le faltan los apoyos
necesarios.
Mariah miró a Paul con curiosidad.
—¿Cómo es que sabes todo eso?
—Entrevisté a Arlen Hunter poco antes de su muerte —explicó él—.
Conocí tanto a Renata como a Nolan, aunque por entonces no era más que un
niño. Y bastante revoltoso, debo decir. Desde entonces he coincidido con la
madre un par de veces.
—Nunca me lo habías dicho —comentó Mariah frunciendo el ceño.
Paul hizo una mueca.
—Bueno, sabía que era un asunto delicado. Y, francamente, nunca
consideré necesario mencionarlo.
El director del Museo Arlen Hunter se acercó a Nolan Carr y le susurró
algo al oído. Carr sonrió y asintió sin inmutarse. A continuación, tras
estrecharles la mano al alcalde y a los senadores, se dirigió hacia los ascensores.
Por el camino, se detuvo a estrechar otras cuantas manos, desempeñando el
papel de diligente anfitrión. Claramente, aquel chico tenía futuro.
—¿Cómo se gana la vida, exactamente? —preguntó Mariah a Paul—.
Aunque imagino que la comida no le falta.
—Es difícil decirlo con exactitud. Forma parte de la junta directiva de
varias empresas Hunter. Practica el esquí y la vela. Lo habitual.
Un cambio súbito en el murmullo que se oía en la calle hizo que los
invitados se acercaran rápidamente a la baranda del gran balcón. El rugido
inconfundible de potentes motocicletas anunciaba la llegada del desfile oficial a
las puertas del museo.
Chaney se asomó por encima de la baranda y luego se enderezó. Cuando
la tomó del brazo, Mariah notó cómo le rozaba con la yema de los dedos la zona
sensible del interior del codo.
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—Vamos allá —dijo Paul—. ¿Lista?
Ella miró en torno.
—Paul, no sé cómo decírtelo —murmuró—, pero... estoy trabajando.
Él le soltó el brazo de inmediato.
—Huy, lo siento —sabía a qué se dedicaba. Había sido amigo de David
primero, pero cuando decidió investigar el sospechoso accidente de automóvil
en el que había perecido David, los caminos profesionales de ambos, Paul y
Mariah, se cruzaron—. No te estorbaré —aseguró—. Pero aunque tengas
ocupada la noche, siempre queda un hueco entre el ocaso y el amanecer —
sacudió un puro imaginario al tiempo que hacía oscilar la ceja malévolamente,
como Groucho Marx.
Mariah sonrió a despecho de sí misma.
—¿Dónde te hospedas?
La expresión de Paul cambió. De repente parecía un niño al que hubieran
sorprendido robando galletas.
—¿Contigo? —sugirió.
—Oh, no sé qué decirte. No tengo ni idea de a qué hora acabaré, y...
—Tengo que confesarte una cosa. Mi maleta ya está en tu habitación.
—¿Qué? ¿Cómo has podido entrar en mi habitación?
—Conozco al director del Beverly Wilshire. Me he hospedado allí
centenares de veces. Sé que te pareceré presuntuoso, pero tenemos muy pocas
oportunidades de estar juntos. No quise dejar pasar esta. Le dije al director que
necesitamos una discreción absoluta. Créeme, no es la petición más extraña que
le han hecho. Será absolutamente discreto, te lo juro.
Mariah estudió su semblante, preguntándose cuántas veces habría
recurrido Paul a aquella «discreción» en el pasado. Preguntándose, asimismo,
qué diría Jack Geist si se enterara de que iban a compartir habitación.
Las puertas de los ascensores se abrieron, y varios agentes del Servicio
Secreto salieron, en primer lugar, para ocupar sus posiciones. Les siguieron sus
corpulentos homónimos rusos.
—Está bien —accedió Mariah—. Nos veremos luego. Pero ahora...
—Me marcho. Te dejaré para que espíes a gusto, Janey Bond.
Cuando Chaney se hubo alejado, Mariah se giró hacia los ascensores y
reconoció la cabeza plateada del Secretario de Estado. Junto a él había un tipo
bajo y fornido con un traje caro. Apenas le llegaba a Shelby Kidd por el hombro.
Los gemelos de Zakharov relucían conforme alzaba las manos para alisarse el
espeso cabello cano. Tenía un aspecto casi querúbico, se dijo Mariah, pero
Zakharov había sido coronel de la KGB, famoso por su implacabilidad, antes de
su transición a político. Mariah dudaba que aquel viejo leopardo hubiese
cambiado sus manchas tan tardíamente.
Mientras los dos políticos avanzaban, acompañados de los intérpretes,
Mariah divisó a Yuri Belenko, la mano derecha de Zakharov y el motivo
principal de que ella estuviera allí. Belenko se detuvo junto a la puerta del
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ascensor y ofreció el brazo a su última ocupante, oculta hasta entonces.
Casi contra su voluntad, Mariah estiró el cuello para ver mejor, pero solo
captó fugazmente la imagen de una melena rubia y el brillo de unos pendientes,
antes de que la figura menuda de una mujer se perdiera entre los voluminosos
cuerpos del contingente de seguridad.
De repente, un recuerdo horrible asaltó a Mariah: su madre llorando en el
sofá, con un brazo colocado protectoramente en torno a la curva de su vientre.
—¿Mamá? ¿Dónde está papá?
—Se ha ido.
—¿Adónde? ¿Cuándo volverá a casa?
—No lo sé, cielo. No lo sé.
Maldición, se dijo Mariah tragando saliva. Rodeó el muro y avanzó hacia
el flanco de la entrada, donde prácticamente nada le obstruía la visión.
Y ahí estaba.
Renata Hunter Carr parecía muy atareada presentando a los dos ministros
a su hijo y al director del museo. Obviamente, le encantaba ser el centro de
atención... y disfrutaba con su éxito. Tanto el Smithsoniano como el Museo de
Arte Metropolitano habían aspirado a acoger la exposición inaugural del tesoro
de la Rusia imperial, pero Renata, gracias a sus contactos, había logrado que
finalmente resultara elegido el centro fundado por su padre.
Arlen Hunter, el magnate del petróleo, había amasado la primera de
muchas fortunas a principios de los años veinte, comerciando con la hambrienta
Rusia de la época posterior a la revolución. Desde entonces, Arlen Hunter se
había autonombrado embajador cultural norteamericano de todos los líderes
soviéticos, desde Lenin a Gorvachov. Prueba del aprecio continuado de los
rusos hacia el fallecido magnate era el hecho de que Moscú hubiera adjudicado,
sin dudarlo, la inauguración de la exposición Romanov al museo que aún
llevaba su nombre.
Mariah trató de fijar su atención en Zakharov y Belenko, que aún no la
había visto, pero sus ojos no dejaban de desviarse hacia aquella otra presencia
inquietante. Había esperado ver a una arpía marchita y encorvada, a la mujer
descrita por Chap Korman... una mujer destrozada por la pena, que, a pesar de
los años, aún lloraba al hombre que le había robado a otra. Pero Mariah no vio
nada parecido.
Renata se veía animada y radiante, dotada de una elegancia que
impresionaba por su propia naturalidad. Llevaba el cabello, rubio claro,
impecablemente cortado a la altura del mentón. Un traje negro, engañosamente
sencillo, se ceñía a su esbelta figura como si fuera de armiño. Sus únicas joyas
eran unos discretos pendientes de diamantes y perlas, y un collar a juego.
Mariah sabía que las separaba toda una generación, pero Renata casi
podía pasar por una jovencita, con su complexión ligera y sus claros ojos azules.
Sólo las leves arrugas del cuello la delataban.
«Esa mujer fue la amante de mi padre. Nos abandonó por ella».
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Mientras el director del museo se acercaba al micrófono, Mariah se sintió
lejana, como si flotara. Apenas fue vagamente consciente de las palabras
pronunciadas por el Secretario de Estado y por el ministro Zakharov en sus
respectivos turnos. Sus voces parecían remotas, como si formaran parte de una
escena vista por un telescopio invertido.
Finalmente, cuando alguien le hubo entregado unas relucientes tijeras,
Renata se acercó a la cinta e hizo una pausa, girándose hacia el grupo de
periodistas situados junto a Mariah.
Fue en ese momento cuando las dos mujeres se miraron a los ojos.
Las pupilas de Renata se dilataron casi imperceptiblemente, y una
diminuta arruga se le dibujó en la comisura de la boca. Su reacción, que apenas
duró una fracción de segundo, fue tan fugaz que Mariah dudó que alguien más
la hubiera detectado. El momento pasó, y la mirada segura de la anciana volvió
a desviarse hacia la multitud.
Mariah estaba atónita. De algún modo, contra todo pronóstico, Renata la
había reconocido. Dado que Mariah sólo tenía siete años cuando ambas se
encontraron, y muy brevemente, su memoria debía de ser extraordinaria.
O tal vez, se dijo Mariah, era debido a la culpa que pesaba sobre su
conciencia.
Veinticuatro horas. Un día, calculó Tucker. O dos, si había suerte.
Geist estaría demasiado distraído con el asunto de los turcos y los kurdos
como para notar que el informe sobre los archivos del Navegante no había
aparecido en su mesa, como se le había prometido.
Sin embargo, tarde o temprano volvería a acordarse de los archivos del
sótano. Y Tucker sabía que, a partir de ese momento, empezarían a buscarlo.
Se hallaba incómodamente de pie junto a una puerta de doble hoja, en la
tercera planta del edificio principal de la Agencia, esperando a que el único
ocupante de la inmensa habitación que había al otro lado reparase en él.
La puerta estaba dividida horizontalmente en dos mitades, que se abrían y
se cerraban independientemente la una de la otra. Wanetta Walker estaba
trabajando a solas en la unidad de procesamiento de documentos. Cuando por
fin alzó la mirada, se sobresaltó, y en su amplio rostro se dibujó una ancha
sonrisa.
—¡Vaya, vaya, vaya! ¡Si es el desaparecido señor Tucker!
—Hola, Wanetta. ¿Qué haces trabajando a estas horas?
Ella se levantó y se acercó anadeando a la puerta.
—Intento adelantar un poco de faena. No me importaría tomarme libre el
puente del Cuatro de Julio, pero de momento lo veo difícil.
Era una mujer corpulenta, de una edad posiblemente cercana a la suya,
aunque Tucker siempre había sido demasiado caballeroso como para
preguntárselo. Wanetta, sin embargo, tenía un aspecto más juvenil que él.
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Aquel día llevaba el cabello recogido en diminutas trencitas, rematadas en
cuentas negras y ámbar que tintineaban suavemente cuando movía la cabeza.
Su piel, de un tono caoba oscuro, resaltaba sobre los motivos africanos del
blusón naranja que llevaba encima de los pantalones negros.
—¿Dónde has estado metido? —preguntó.
—Bueno, me han dado un rinconcito en el sótano.
—Tu lugar no está allí —repuso ella indignada—. ¿Cuándo piensas volver
a la vida activa, y dejar de flagelarte como un monje demente?
Él se encogió de hombros.
—No está tan mal, ¿sabes? Nada de reuniones con el comité. Ni fechas de
entrega. Ni peticiones estúpidas de ayudantes ejecutivos que salieron de la
guardería anteayer.
—Sí, claro. ¿Y dónde estarías si no fueras capaz de merendarte a uno de
esos ayudantes ejecutivos al día?
—Donde estoy, supongo. Escucha, Wanetta —dijo Tucker, alzando la
carpeta de documentos meticulosamente seleccionados—, me preguntaba si
podrías meter esto en un disquete para mí.
Ella volvió a ponerse las gafas y miró con recelo el montón de folios.
—¿Todo?
—Puedes hacerlo, ¿verdad?
—Y lo quieres para ahora mismo, claro —Wanetta arqueó una ceja y se
quedó mirándolo con escepticismo.
—Si no te importa... Tengo bastante prisa.
—Como todo el mundo —ella sacudió la cabeza, y las cuentas de sus
trenzas tintinearon levemente.
—Me gusta el peinado, Wanetta. Es muy bonito.
—Déjate de piropos, Frank Tucker —le reprendió Wanetta con su voz
profunda y melodiosa—. Dame eso. ¿Qué es, por cierto?
Tucker le entregó el archivo. Wanetta lo abrió y arrugó la nariz al percibir
el olor a moho de los amarillentos papeles. Luego frunció el ceño al ver los
caracteres cirílicos.
—¿De qué año son? Ni siquiera están en inglés.
—Son parte de un antiguo archivo ruso —explicó él—. En teoría, debo
elaborar una propuesta pormenorizada de los recursos que necesitaré para
analizar el conjunto. Una forma burocrática de decirme que me vaya al diablo.
Wanetta lo miró con severidad.
—¡Frank Tucker! Quieres que te dé preferencia sobre lo demás, y ni
siquiera tienes un número de autorización que entregarme, ¿verdad?
—No, señora, no lo tengo.
—¿Por qué no acudes a la persona que te ha encargado el proyecto y se lo
solicitas?
—Porque esa persona es Jack Geist.
Podía muy bien haber dicho que era Jack el Destripador, por el modo en
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que se desvaneció la expresión desenfadada de Wanetta. Hizo girar el pomo de
la puerta y entró en la habitación.
—Pasa, cielo —dijo en tono grave. Su amplio blusón se ahuecó conforme
se daba media vuelta, con el archivo en la mano, y se dirigía hacia un banco de
aparatos situado en la pared del fondo.
Tucker la siguió dubitativo, sintiéndose culpable. Podían despedir a
Wanetta si se descubría que le había prestado ayuda. No le importaba
arriesgarse él mismo, pero ella era una vieja amiga.
No obstante, pensó Tucker, era improbable que aquella pequeña
intervención de Wanetta saliera a la luz. Podía alegar haber copiado el archivo
en disquete personalmente. Solo Patty, que conocía el nivel de su pericia con los
ordenadores, detectaría la mentira, pero ella no estaba presente. Y, aunque lo
estuviera, jamás traicionaría a Wanetta.
Si Wanetta podía realizar el trabajo ahora, sin la presencia de algún
miembro del personal que pudiera verla, quedaría libre de toda sospecha.
Tucker esbozó una leve sonrisa al pensar en dicho personal.
Había pasado más de un cuarto de siglo en la CIA y, durante ese tiempo,
había visto un cambio revolucionario en el funcionamiento de la Agencia. En la
actualidad, cada agente trabajaba con una terminal de ordenador conectada a
todas las secciones de Langley y a las estaciones de la CIA por todo el mundo.
Antes, en los viejos tiempos, los únicos ordenadores de Langley habían
sido pesadas máquinas, del tamaño de una habitación, dedicadas
fundamentalmente a labores de criptología.
Wanetta se había situado junto al escáner, e introducía en él los
documentos que Tucker había seleccionado cuidadosamente de entre todos los
contenidos en el cajón del Navegante.
—He recibido una postal de Patty —dijo por encima del zumbido del
aparato. Luego alzó la mirada e hizo una mueca—. ¡Huy! Lo siento. ¿Me estaba
permitido decirlo?
—Claro, no pasa nada —respondió Tucker—. Hablé con ella hace un par
de semanas. ¿Te ha dicho que tiene un perro?
—No me digas. Qué bien. ¿Así que habéis...?
—Fue una despedida amistosa —le aseguró Tucker.
—Me alegro —Wanetta le sonrió, y a continuación volvió a concentrarse
en los documentos. Cuando hubo terminado, pasó a un ordenador, introdujo
un disquete nuevo y, tras acoplar el escáner, empezó a descargar los
documentos que acababa de almacenar digitalmente.
Tucker la observó mientras trabajaba, impresionado, como siempre, por su
asombrosa eficiencia. Solo había durado un año en su sección, antes de que las
ruedas del personal hubiesen vuelto a girar.
Y allí estaba Wanetta ahora, dirigiendo una de las unidades tecnológicas
más importantes. Se había casado por segunda vez hacía unos cuantos años y
ya era abuela, igual que Tucker.
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—¿Y Mariah? —preguntó ella de repente por encima del hombro.
Tucker alzó la mirada rápidamente. ¡Maldición! No se le escapaba nada.
—¿Qué pasa con Mariah?
—¿Sigue viéndose con el señor Secador de Pelo?
Él reprimió una sonrisa.
—No tiene gracia, Wanetta.
Tras descargar el último documento, ella extrajo el disquete e hizo girar su
silla para entregárselo.
—Ahí tienes.
Tucker observó la pantalla del ordenador.
—La información no se quedará en el sistema, ¿verdad?
—No. La he borrado. La única copia es la tuya —Wanetta se levantó y
volvió a guardar los documentos del Navegante en la carpeta—. Y aquí tienes
los originales. Debo asumir, supongo, que nunca has estado aquí, ¿verdad?
—No, señora, nunca he estado aquí.
—Muy bien. Pero, a partir de ahora, sé más sociable, ¿de acuerdo?
—No lo dudes. Te debo una.
—Hace bastante tiempo que no pruebo tu pollo al ajillo.
Tucker sonrió. Tenía fama, aunque un poco exagerada, de buen cocinero.
—Eso está hecho. Os llamare. Y gracias de nuevo.
—No hay de qué. Pero no te olvides de llamar. Ah, ¿Frank? —dijo
Wanetta al tiempo que le abría la puerta—. No la des aún por perdida. Es una
mujer muy lista. El señor Secador de Pelo no durará, ya lo verás.
Tucker zarandeó un dedo delante de ella.
—Eres una mujer perversa, Wanetta.
Ella esbozó una sonrisa burlona.
—Pero en el buen sentido. ¡Ahora, lárgate!
Tucker regresó a su despacho el tiempo suficiente para utilizar la
trituradora de papel. Folio a folio, los documentos del Navegante fueron
convirtiéndose en confeti.
Luego se sentó en la silla, se colocó el disquete de Wanetta en la
pantorrilla derecha y lo sujetó con dos gruesas tiras de adhesivo. Finalmente,
tras recoger su abrigo y el maletín, cerró con llave la puerta del despacho y se
encaminó hacia el ascensor.
En la puerta de salida del edificio, el guardia de seguridad echó una
ojeada al contenido de su maletín. Luego le hizo un gesto para indicarle que
podía salir.
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Capítulo 7
El frío destello de les ojos de Renata había aturdido a Mariah, dejándola
momentáneamente inmóvil y desencadenando en su mente una riada de
imágenes.
Una niñita, de siete años de edad, sola en la oscuridad. Petrificada. Algo la
había sacado de un inquieto sueño. Pero la casa volvía a estar en silencio. Un
silencio escalofriante. Entonces, volvió a oírlo. Un sonido penetrante, horrible.
Su madre lloraba en la habitación contigua. La niñita se acercó las rodillas al
pecho, adoptando una posición fetal. Deseaba poder desaparecer del modo en
que él había desaparecido.
La multitud del museo se agitaba a su alrededor como una brisa viviente.
Cuando Mariah alzó la vista, Renata y los ministros se habían adentrado ya en
la galería.
Se desprendió del recuerdo como si se tratara de un putrefacto sudario.
«No se marchó por tu culpa», recordó la adulta a la niña. «Los
sorprendiste juntos, y eso fue lo que precipitó el arrebato de Ben antes de que se
fuera para siempre. Pero no fue culpa tuya».
Sí. Pero, ¿por qué nunca había llegado a convencerse de ello?, se preguntó
Mariah sombríamente.
El interior del museo, con sus galerías sin ventanas y sus paredes de
mármol gris, semejaba una iglesia. Los tesoros, contenidos en urnas de cristal e
iluminados por focos estratégicamente colocados en el techo, constituían una
gama variopinta de preciosos objetos: reliquias religiosas de incalculable valor;
el uniforme de coronación del Zar, adornado con galones de oro y relucientes
medallas militares; diademas con incrustaciones de piedras preciosas,
gargantillas y vestidos utilizados por la Zarina y sus cuatro bellas hijas.
Y luego estaban los efectos personales: el coche donde había sido
transportado el joven hijo hemofílico de la familia; sus soldaditos de plomo; los
cuidadosos bordados de sus hermanas; y centenares de fotografías, cartas y
páginas de los diarios de los infortunados Nicolás y Alejandra.
Mariah observó cómo dos bellezas muy delgadas suspiraban con las cartas
de amor de la regia pareja, escritas en inglés para eludir los ojos indiscretos de
palacio. Una anciana derramó una obligada lágrima al contemplar las
fotografías de los niños asesinados.
Mariah inició la búsqueda de Yuri Belenko, decidida a establecer contacto
con él cuanto antes, pero la densidad de la multitud y su baja estatura jugaban
en su contra. A menos que se subiera en uno de los bancos de mármol, no
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conseguiría divisar nada por encima de la marea de hombros y cabezas que la
rodeaban. Fue de estancia en estancia, buscando a su objetivo. Y temiendo
toparse con Renata.
Entonces, tuvo un arrebato de inspiración. Había un atrio, en el centro del
edificio, donde tendría lugar la recepción posterior a la ceremonia de
inauguración. Si conseguía deslizarse por entre el gentío, podría situarse en una
posición estratégica que le permitiera localizar a Belenko... y, al mismo tiempo,
evitar a aquella otra persona.
Una vez en el atrio, distinguió fugazmente la cabeza plateada de Shelby
Kidd, que se hallaba inclinado sobre una urna de armas ceremoniales. A su lado
estaba el ministro Zakharov, enfrascado en una suerte de briosa explicación. El
intérprete intentaba frenéticamente seguir el anárquico discurso del ruso.
Mariah no había esperado un ataque por la retaguardia. Al oír una voz
tras ella, casi se le salió el corazón del sobresalto.
—¿No le gusta la exposición?
Mariah se giró y retrocedió al instante. Renata Hunter Carr estaba junto a
ella, con las cejas enarcadas inquisitivamente.
De cerca, constató Mariah, parecía más vieja. Su piel, de una tirantez
antinatural, se veía translúcida y surcada por las venas azuladas de la edad.
También sus ojos habían adquirido una densidad opaca con los años. La eterna
juventud, al parecer, era más inasequible de lo que la industria de los
cosméticos deseaba hacer creer.
—¿Disculpe? —dijo Mariah.
—Le preguntaba si la exposición no ha sido de su agrado.
—Me ha parecido impresionante.
—No ha pasado mucho tiempo en las galerías —dijo Renata con cierto
tono de reproche. Pero antes de que Mariah pudiera responder, añadió—: Es
usted Mariah, ¿verdad?
Ella asintió lentamente.
—Lo sabía. Me excusé con Shelby y el ministro Zakharov y fui en busca de
Paul Chaney, solo para asegurarme. Pero sabía que no me equivocaba.
—Ah, sí. Paul —comentó Mariah con el ceño fruncido—. No me había
dado cuenta de que se conocían.
—Hemos coincidido unas cuantas veces. Es un hombre adorable, ¿verdad?
Mariah pasó por alto su sonrisa de complicidad. Se apoyó en una de las
columnas y dejó que el silencio jugara en su favor, negándose a mostrar una
actitud defensiva.
—Pensaba que estaría usted un poco más interesada en los Romanov —
siguió diciendo Renata.
—Son fascinantes, sí. Eché una rápida ojeada a los objetos de la exposición
cuando llegué con el contingente de seguridad.
—¿De seguridad? ¿Acaso cree que tengo la costumbre de tenderles
trampas a mis invitados?
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—¿A qué se refiere?
—A su padre. Ambas lo amábamos —Renata frunció los labios, como si de
pronto hubiera captado algún olor desagradable—. Pero eso de desempolvar el
pasado, y sacar a la luz sus documentos privados y el borrador manuscrito...
será mejor que no lo haga.
Mariah notó un escalofrío conforme se separaba de la columna. Aquella
situación estaba dando un giro realmente extraño.
—Supone usted demasiado —contestó—. En primer lugar, no recuerdo a
mi padre con mucho cariño. En segundo lugar, aunque así fuera, usted sería la
última persona con quien desearía compartir recuerdos agradables de él.
—Aun así, compartimos su cariño.
—¡No lo compartimos! Usted nos lo robó. Nos lo arrebató, a mí y a mi
madre. Yo tenía siete años. Ella era su esposa, y encima estaba embarazada. ¿Lo
sabía usted? ¿Acaso le importó?
—Sucedió hace mucho, y...
—Para usted es historia antigua, sin duda. Pero le aseguro que yo aún lo
tengo dolorosamente fresco en la memoria. Nunca volvimos a verlo. En su corta
vida, mi hermana jamás llegó a conocer a su padre. Dígame, señora Carr, ¿qué
clase de «cariño» es ese?
—Comprendo que debieron de sentirse muy dolidas en aquel entonces.
—Muy perspicaz por su parte.
La anciana por fin tuvo la decencia de ruborizarse.
—Y en cuanto a los documentos —prosiguió Mariah—, no son asunto de
su incumbencia. Haré con ellos lo que considere oportuno —decidió que ya era
suficiente y miró en torno, buscando la salida más cercana.
Sin embargo, en ese momento, Nolan Carr se acercó a ellas.
—Disculpen que las interrumpa, señoras. Madre, venía a buscarte. El
ministro Zakharov se preguntaba dónde te habías metido.
Algo centelleó en sus claros ojos azules. ¿Impaciencia? Renata Hunter
Carr, imaginó Mariah, no estaba acostumbrada a que la «buscaran».
—Dile que iré enseguida —respondió Renata.
—Shelby desea oír más acerca del proyecto de Nova Krimsky. No
debemos desatender a nuestros invitados de honor, ¿no te parece? —dijo Nolan
razonablemente. Luego se giró hacia Mariah y extendió la mano—. Creo que no
nos conocemos. Soy Nolan Carr.
—Te presento a Mariah Tardiff —se apresuró a decir Renata—. Mariah, mi
hijo, Nolan Carr —sus ojos se clavaron en los de Mariah.
¿Se trataba de una advertencia? ¿De una súplica?, se preguntó Mariah,
extrañada de que Renata la hubiera presentado con su apellido de casada. ¿Qué
significaría el apellido Bolt para Nolan? ¿Conocía la aventura que su madre
había tenido con Ben? No era ningún secreto, puesto que se mencionaba en
prácticamente todas las biografías de Ben Bolt escritas hasta la fecha. Renata no
había sido la única aventura extramatrimonial de Ben, pero había tenido el
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honor de ser la última y la más fatídica.
Su último viaje a Europa con la impetuosa hija de Arlen Hunter era bien
conocido por sus biógrafos, así como el hecho de que ella lo abandonó allí. De
modo que, cuando cayó enfermo, quedó sentenciado a morir solo y sin un
centavo en un país extranjero. Al final de su vida, aparentemente, Ben había
encontrado por fin la horma femenina de su zapato.
Pero, ¿y Nolan? ¿Acaso el pasado de su madre lo avergonzaba? No
parecía ni remotamente avergonzado en aquel momento, se dijo Mariah. Había
tomado su mano entre las suyas y la miraba con una cálida sonrisa.
—¿Mariah? Es un nombre verdaderamente precioso. Me alegro de
conocerla.
—Lo mismo digo, Nolan —¿qué más podía decir? Él no tenía la culpa de
que su madre fuera una mujer tan horrible. Su padre, Jacob Carr, había sido un
hombre decente y muy respetado, como fiscal general de California, antes de
que un infarto truncara su carrera.
—Lamento mucho tener que llevarme a mi madre—se disculpó Nolan—,
pero ya sabe cómo son estas cosas. El deber llama.
Mariah asintió.
—Por mí no se entretengan. De todos modos, ya habíamos terminado. No
querrá hacer esperar al Ministro, ¿verdad? —añadió mirando a Renata.
—No, supongo que no. Ya seguiremos charlando en otra ocasión —para—
completo asombro de Mariah, Renata se inclinó hacia ella y le posó un beso en
la mejilla. Luego le susurró suavemente en el oído—: ¡Está cometiendo una
estupidez! —después de lo cual, se retiró, esbozando una sonrisa capaz de
conquistar a los mismísimos dioses—. Ha sido un placer volver a verla, querida.
Conforme se dirigía de vuelta hacia la galería, del brazo de su hijo, sus
tacones de aguja resonaron como disparos de pistola en el suelo de mármol
gris.
Mariah divisó a Paul, que se hallaba cerca de una escultura bicéfala, junto
al alcalde Riordan y otras personas a las que ella no reconocía. Obviamente,
Paul la había visto hablar con Renata, porque su ceño fruncido le telegrafiaba
una pregunta. Mariah intentó devolverle una sonrisa tranquilizadora, pero un
brazo se interpuso en su campo de visión, rescatando hábilmente un par de
copas de una bandeja.
Yuri Belenko le ofreció una.
—¡Mi querida Mariah! ¡Por fin nos vemos a solas! —le tomó la mano libre
y se la acercó a los labios.
—¡Yuri! Te estaba buscando.
—Ah, pensamos de forma muy parecida, ¿verdad? Te vi antes en la
terraza, y llevo buscándote desde entonces.
—¿Dónde te habías metido?
—Ya conoces el dicho... Si uno sobrevive, puede dar el día por bueno.
Mariah sonrió.
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—En fin, me alegra que estés teniendo un «buen día».
Él hizo entrechocar su copa con la de ella y esbozó una sonrisa
provocativa.
—Acaba de mejorar sobremanera.
—Yo también celebro verte —dijo Mariah. Asimismo, celebraba poder
tomar el trago que tanta falta le hacía. ¿Quién no se dejaba cautivar por un tipo
de modales tan galantes?
Belenko clavó en ella sus ojos castaños, sin dejar de sonreír. Divorciado, y
con cuarenta y tres años, su presencia física era imponente, por su gran estatura
y la anchura de su pecho. Sus labios eran carnosos y sensuales. Tenía la
costumbre de acariciarse el cabello, moreno y espeso, con una mano mientras
hablaba.
—El mundo es un pañuelo —dijo—. Esperaba verte aquí, pero no sabía si
tus amos del Departamento de Estado te permitirían disfrutar de la fiesta.
—Oh, me escapé de la jaula al oír que vendrías con el Ministro —bromeó
ella.
—¿Qué te ha parecido la exposición?
—Muy en la línea de Hollywood. Glamour, romance, misterio... Todos los
ingredientes de una película de éxito, ¿no crees?
—Un fragmento de nuestra historia. En parte glorioso, en parte
lamentable. ¿Acaso la historia de tu país no tiene episodios vergonzosos?
—¿La historia de quienes quemábamos a las brujas y practicábamos la
esclavitud? ¿De quienes asesinamos a unos cuantos de nuestros líderes y
seguimos disparándonos mutuamente día a día? —Mariah meneó la cabeza—.
No era mi intención ofenderte, Yuri.
—Tú jamás podrías ofenderme, querida Mariah. Y tienes razón con
respecto a la exposición. Resulta un poco macabro, en cierto sentido. La historia
como entretenimiento. Es inevitable, supongo. Sin duda, los conflictos de
nuestra generación serán el divertimento de la siguiente.
—Por hoy ya estoy harta de conflictos, Yuri. ¿Qué tal si privamos a la
siguiente generación de su «divertimento» y vivimos de forma gris y aburrida?
—¡A beber, a comer y a disfrutar, que son dos días! —exclamó Belenko
haciendo entrechocar las copas de nuevo—. Me parece estupendo.
—A propósito, ¿y si le echamos un vistazo a ese buffet? —sugirió
Mariah—. Huele increíblemente bien y me está entrando hambre.
Belenko miró hacia la mesa.
—La cola es larguísima. Creo que mi Ministro está retrasando las cosas.
Zakharov se hallaba junto a la mesa, llenando un plato sostenido por uno
de los guardaespaldas, pero se había detenido antes de acabar. Por lo visto,
estaba ofreciendo otra de sus prolijas explicaciones a Shelby Kidd. El Secretario,
alto y delgado, de aspecto patricio, asentía con interés, mientras Renata y su
hijo, Nolan, escuchaban atentamente.
—El ministro Zakharov parece muy animado.
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—Oh, sí, está en buena forma —convino Belenko—. Acaba de llegarnos de
Moscú la noticia de que el primer ministro Tolkachev ha dimitido.
Mariah se giró hacia él, sorprendida.
—¿Tolkachev ha dimitido? ¿Y se ha anunciado ya oficialmente?
—Se anunciará en breve.
—Vaya. No parece que vayas a aburrirte, después de todo.
Constantin Tolkachev era el tercer líder del gobierno que caía, en los
anteriores dieciocho meses, víctima del caos económico y político que reinaba
en Rusia. Su marcha allanaba el camino a una nueva tentativa de Zakharov y la
poderosa coalición de ex comunistas que encabezaba. El achacoso Presidente
ruso, antiguo rival de Zakharov, se estaba quedando sin medios para evitar
nombrarlo Primer Ministro, lo que lo acercaría a la meta que realmente
codiciaba... la presidencia misma.
Lo cual explicaba la tardía llegada de Zakharov a la exposición, se dijo
Mariah. Sin duda, el viejo oso había estado hablando con sus colegas de Moscú,
a fin de consolidar su posición.
Estudió una vez más al normalmente taciturno Ministro.
—¿Crees que abreviará la visita? Para mí que desearía estar en casa,
organizando sus recursos.
—Es difícil saber si querrá regresar antes a Moscú. Tenemos un
importante acuerdo económico que negociar en la Conferencia del Pacífico.
—Supongo que una reunión de alto nivel le beneficiará en estos
momentos, sobre todo si cierra ese acuerdo con éxito.
—Bueno —dijo Belenko, observando a su jefe—, el ministro Zakharov está
decidido a ser visto como la solución a los problemas de nuestro país.
«¿A ser visto como la solución?» Una extraña elección de palabras, se dijo
Mariah, sobre todo en un hombre que se enorgullecía de sus habilidades de
orador. ¿Acaso Belenko dudaba que el Ministro fuera realmente dicha solución?
¿Le sería leal a la hora de la verdad?
Se fijó nuevamente en el grupo. El joven Nolan había tomado la palabra.
Bien hecho, se dijo Mariah. Si era lo suficientemente enérgico como para hacer
que Zakharov se callara y escuchara, para variar, tenía por delante un brillante
futuro.
—¿Yuri? No sabía que el nieto de Arlen Hunter participara en el proyecto
de Nova Krimsky.
Los colegas de Mariah habían dado en llamar a Nova Krimsky «las Vegas
de Crimea». Aquella zona de descanso, próxima a Yalta, iba a ser reconvertida
en un inmenso centro de casinos y espectáculos que, en opinión de muchos,
rivalizaría con la propia Montecarlo.
Belenko agitó una mano.
—En realidad, fue el propio Arlen Hunter quien lo propuso, hace años.
Un proyecto muy ambicioso, pero adelantado en exceso a su época. Demasiada
decadencia capitalista para el antiguo régimen, ¿comprendes?
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—Y ahora que por fin va a despegar, ¿la hija y el nieto de Arlen están
involucrados?
—Entre otros. Un proyecto de ese calibre atraerá a muchos socios
internacionales. De todos modos —Belenko la tomó del brazo y empezó a tirar
de ella—, ya está bien de negocios y de política, querida Mariah. A comer, a
beber y a disfrutar... ¿No es esa la nueva regla de oro?
—Exacto —convino ella.
—Bien. Y, puesto que no parece que vaya a quedar comida para nosotros,
¿qué tal si te invito a cenar?
—¿Eh? ¿En otro lugar, quieres decir?
—¿Puedes separarte del secretario Kidd unas cuantas horas?
—Supongo que sí —respondió Mariah—. Pero, ¿no te necesitará a ti el
Ministro?
—No por mucho tiempo. Aún se rige por el horario de Moscú. Le gusta
retirarse temprano cuando viaja. Bueno, ¿qué contestas? ¿Te atreves a cenar en
compañía de un ruso grande y malvado? —los ojos castaños de Belenko
brillaron desafiantes. O quizá se tratara de un intento de seducción. Mariah no
lo sabía a ciencia cierta.
Entonces, se acordó de Paul. Paseó la mirada por la habitación,
buscándolo y recordando, de pronto, que tenía la maleta en su habitación del
Beverly Wilshire. ¡Dios santo, qué complicada era la vida!
¿Debía buscar la forma de hablar con él, antes de salir? Decidió que no.
Paul la había seguido hasta Los Ángeles por decisión propia. Sabía que tenía
una misión allí. No tenía por qué saber que dicha misión consistía en establecer
contacto con Yuri Belenko.
Además, se dijo, sólo se trataría de una cena.
—Está bien, Yuri —respondió al fin—. Acepto.
Era la una de la madrugada cuando Mariah dio la noche por terminada.
Las cuatro de la madrugada en Virginia, se dijo exhausta.
Yuri Belenko la había dejado en el hotel poco antes de la medianoche.
Cuando vio que su coche se hubo perdido de vista, Mariah sacó de nuevo y
llamó a un taxi. Si al portero le extrañaban sus continuas entradas y salidas,
sabía disimularlo muy bien. Paul Chaney tenía razón. El personal del Beverly
Wilshire era discreto.
Paul. Probablemente estaría en la habitación, esperándola. Aquel
pensamiento estuvo acompañado de una intensa mezcla de irritación,
impaciencia y culpa. No obstante, por mucho que Mariah lo lamentara, Paul
tendría que esperar.
Pidió al taxista que la llevara al edificio de la CIA, situado en el Wilshire
Boulevard. El agente de guardia pareció un poco perplejo al ver que una mujer,
con un traje de seda azul, le mostraba la placa de identificación de la CIA; pero
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Mariah estaba decidida a entregar su informe cuanto antes, o perdería los
nervios.
Belenko y ella se habían escabullido del Museo Arlen Hunter tan pronto
como se hubieron marchado sus respectivos ministros. El ministro ruso, tal
como había pronosticado Belenko, no veía la hora de retirarse a dormir.
Habían ido a cenar a una marisquería del centro. Al no haber hecho
reservas, tuvieron que esperar en la barra, cerca de una hora, hasta que una
mesa se quedó libre.
No obstante, se dijo Mariah, aquella misión había resultado ser una
gozada. Yuri Belenko tenía un excelente sentido del humor, y la había hecho
reír como pocas veces se había reído en su vida.
Entre las bromas constantes y los flirteos de Belenko, Mariah había
intentado tantear su lado serio, más que nada con el fin de tener algo de lo que
informar. En cuanto al ruso, si tenía algún plan propio, no lo había evidenciado.
Incluso su intento de seducción, después de la cena, había sido moderado y
desenfadado, como si supiera que tenía pocas posibilidades. Cuando Mariah se
resistió, él encajó la derrota con buen humor.
Y ella ya había elaborado mentalmente su informe, para bien o para mal.
Informe que pasó al contacto señalado, una vez que entró en el edificio de la
CIA:
«El sujeto es a la vez sofisticado y pragmático. Tiene una clara conciencia
de los puntos fuertes y débiles del ministro Zakharov. Reconoce la vinculación
del ministro con la facción comunista que pretende recuperar el control del
gobierno ruso a niveles nacionales y locales. Expresa dudas acerca de que esas
viejas soluciones puedan funcionar mejor ahora que en el pasado. También
expresa una gran consternación por la xenofobia, especialmente antiamericana
y antisemítica, de los socios nacionalistas del Ministro..., y del propio Ministro,
según confiesa el sujeto. Al mismo tiempo, el sujeto considera necesaria una
fuerte autoridad centralizada para contrarrestar el poder y la creciente
influencia de las mafias rusas. Afirma que las reformas económicas exigidas por
Washington, como condición para una posible ayuda económica, serán difíciles
de llevar a cabo en la actual situación de caos político interno que atraviesa
Rusia».
En definitiva, añadía Mariah, Yuri Belenko era un patriota, pero también
pragmático y ambicioso... Un hombre que gustaba de ocupar un puesto cercano
al poder y lograba conciliar sus ideales con sus intereses personales. Mariah
conocía a más de un americano dotado de esos mismos talentos.
El informe estaría en la mesa de Geist a primera hora de la mañana. Por lo
que a ella respectaba, su trabajo allí había terminado.
Cuando volvió a apearse del taxi, debajo de la brillante marquesina del
hotel Beverly Wilshire, el portero salió rápidamente para abrirle la portezuela.
El mismo portero.
—Buenas noches otra vez, señora —la saludó sonriendo.
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—Hola —respondió ella. Mientras se alisaba la falda del vestido, trató de
no pensar en las conclusiones que aquel hombre había sacado sobre sus idas y
venidas nocturnas.
El portero se apresuró a abrirle las enormes puertas de cristal, pero, al
llegar al umbral, Mariah se detuvo.
—¿No va a entrar? —inquirió el hombre.
—Sí —respondió ella distraídamente—. Es sólo que...
Notando un hormigueo en la espina dorsal, Mariah se giró hacia la calle.
En la esquina cercana, había estacionado un sedán de color oscuro. Tenía las
ventanillas ahumadas, pero, al amarillento resplandor de las farolas de la calle,
podía distinguirse la silueta de un hombre sentado tras el volante.
La estaba vigilando, sin duda. Pero, ¿quién lo había enviado? La matrícula
quedaba oculta en la oscuridad, pero el automóvil no parecía lo bastante oscuro
como para ser de la CIA. Aunque, ¿quién decía que los espías, de uno u otro
bando, no utilizaban coches camuflados?
Mariah sonrió débilmente al portero y entró en el vestíbulo, recordando el
informe de Geist acerca de cómo Belenko la había seguido hasta su hotel en
París, la primavera anterior. ¿La habría visto Yuri, o alguno de sus agentes, salir
nuevamente del hotel? En ese caso, sabría que había ido al edificio de la CIA, y
no le costaría trabajo deducir para qué.
Por otra parte, pensó mientras se dirigía hacia los ascensores, el ocupante
del vehículo podía ser un agente enviado por Geist. Mariah no recordaba haber
visto a nadie sospechoso en la marisquería, aunque el local estaba atestado de
gente. Cualquiera podía haber estado observándolos. Si habían logrado espiar
la cena de Yuri con su hermano en Moscú, ¿no les habría resultado mucho más
fácil hacer lo mismo en Los Ángeles?
Mientras buscaba la llave en el bolso, pegó el oído a la puerta de la
habitación para comprobar si se oía algún ruido dentro. Encontró la llave, pero
titubeó. De repente, se sentía como Greta Garbo. Deseaba estar sola.
La vida, no obstante, parecía empeñada en negarle esa soledad. Ahí
estaban el conocido Paul Chaney, Geist y sus turbios operativos, Belenko y los
suyos; el interés de los medios por los recién descubiertos documentos de su
padre.
Y también estaba Renata Hunter Carr, pensó sombríamente. Renata había
dicho que le había estado siguiendo la pista. ¿Cómo? ¿Con un detective
privado? ¿Cómo, si no, podía saber de David y de Lindsay? Más aún, ¿a qué se
debía su interés? ¿Qué era lo que pretendía?
Mariah introdujo la llave en la cerradura, decidida a combatir la ansiedad
que se estaba apoderando de ella. Al entrar en la suite, vio una lamparilla
encendida en el vestíbulo pero la luz del dormitorio estaba apagada. Sólo se
apreciaba un leve resplandor procedente del cuarto de baño. A través de la
puerta entreabierta, Mariah vio su bolsa de maquillaje colocada en el borde del
lavabo junto a una maquinilla de afeitar.
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Cerró los ojos brevemente y, girándose hacia el armario, abrió la puerta
con el mayor sigilo posible. Tras colocar el bolse en la repisa superior, se quitó
los tacones, sintiendo en los pies la bienvenida suavidad de la gruesa moqueta.
Conforme se retiraba para cerrar el armario, unos brazos la rodearon por
detrás. La voz de Paul susurró en su oído, produciéndole un estremecimiento.
—Creí que no llegarías nunca.
—Idiota —protestó ella—. Me has dado un susto de muerte. ¿Qué haces
merodeando en la oscuridad?
—Lo siento —Paul le besó el cuello—. ¡Dios, qué bien hueles! Me dieron
ganas de devorarte en el museo.
—Gracias a Dios por el servicio de seguridad —bromeó Mariah. En
realidad, sólo deseaba tomar un buen baño caliente e irse a dormir. Pero cuando
los labios de Paul rozaron el punto sensible situado detrás de su oreja, su
cuerpo empezó a traicionarla.
Suspiró y se apretó contra él.
—¿Qué tal fue el resto de la fiesta?
—Bien —murmuró Paul. Empezó a desabrocharle los botones del vestido
y descendió con la boca hasta la suave concavidad entre su cuello y su
hombro— . No pensaba en la fiesta.
—¿En qué pensabas?
Tras abrirle el vestido, Paul le abarcó con los senos con ambas manos.
—En una forma diplomática de advertirle a ese pez gordo ruso que no
tocara a mi chica. ¿Hay algo que debas contarme?
—¿Cómo qué? —inquirió Mariah, percibiendo el tono posesivo de sus
palabras. Deseó emitir una protesta, pero lo dejó pasar. ¿Qué sentido tenía
discutir por un comentario tonto, hecho sin pensar?
—¿Adónde fuisteis?
Ella frunció el ceño y se giró hacia él.
—Fuimos a cenar, Paul. Lo siento, pero ya te dije que esta noche tendría
trabajo.
—¿Escabullirte a solas con ese tipo empalagoso es trabajo?
—Sí, un trabajo sucio, pero alguien tenía que hacerlo —respondió Mariah
con desenfado—. Yuri es un buen tipo. Seguro que te caería bien. Vamos, no te
enfades. Sólo ha sido un trabajo.
Paul suspiró.
—No me enfado. La verdad es que hablé con él unos minutos, antes de
que desaparecierais. Ya verás cuando vuelva a verlo —añadió. Su irritación
había desaparecido tan súbitamente como había llegado—. Quizá tenga que
retarlo a un duelo.
—En tu lugar yo no lo haría. Perderías, probablemente.
—¿Sí? ¿Qué insinúas? ¿Que el tal Belenko es un matón de la KGB, como su
jefe?
—Ahora es el FSB. Y digamos que delante de Belenko no conviene decir
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nada que no desees que acabe en los archivos de la Plaza Dzerzhinsky.
—Comprendo. Así que fuisteis a cenar. Un par de antiguos espías
intercambiando secretos, ¿no es eso? Y yo, mientras, muriéndome de inquietud.
—¿Muriéndote de inquietud? ¿Tú? ¿Por qué será que me cuesta creerlo?
—¿Porque eres desconfiada por naturaleza? —repuso Paul.
La sombra de una sonrisa perfiló su boca perfecta. Las cortinas estaban
descorridas. En el exterior, Rodeo Drive y las colinas de Santa Mónica brillaban
como un trozo de firmamento que hubiese caído a la Tierra por accidente. A su
pálida luz, los ojos azules de Paul parecían luminiscentes.
—No —contestó Mariah—. Porque te conozco. ¿Cenaste algo mientras te
morías patéticamente de inquietud?
—No, solo lo que comí en la fiesta. Estoy hambriento, ahora que lo dices.
Mariah sonrió burlona.
—Oh, pobrecito —le rodeó la cintura con los brazos—. ¿Quieres que llame
al servicio de habitaciones y pida algo?
Las manos de él volvieron a introducirse en su vestido, rozando levemente
la piel desnuda mientras le retiraban la prenda de los hombros. La seda cayó
sobre la moqueta sin hacer ningún ruido.
—Más tarde —dijo Paul al tiempo que la llevaba al dormitorio y la
tumbaba en la cama—. Mucho más tarde.
Mariah yacía de lado, contemplando los atractivos rasgos de Paul
mientras este dormía. Su perfil aparecía iluminado por el resplandor difuso del
amanecer. Las farolas aún estaban encendidas, pero la neblina matinal
procedente del océano confería al paisaje un aspecto vaporoso y etéreo. Sobre
semejante fondo, no resultaba descabellado comparar a Paul con una deidad
menor en reposo, con su ancha frente y su perfecta nariz sajona. Su boca firme
y, al mismo tiempo, sensual. Su fuerte mentón, ligeramente partido.
Era hermoso, se dijo Mariah con melancolía. Pero, ¿cómo iba a poner fin a
aquello?
Las sábanas arrugadas se ceñían a sus cuerpos ahora que su pasión había
sido satisfecha. Paul la había abrazado cuando hubieron terminado de hacer el
amor, para tranquilizarla, supuso Mariah, y darle a entender que para él era
algo más que un polvo rápido. Durante meses, la incertidumbre de Mariah y su
dolor por la muerte de David habían mantenido a Paul a distancia. Una
distancia emocional, aunque no siempre física. Sin embargo, él había seguido
insistiendo. Eso debía de significar algo.
Mariah cerró los ojos y trató de volver a dormirse, pero sus inquietos
pensamientos se lo impidieron. Miró otra vez a Paul. Si se apretaba contra él, no
tardaría en despertarse y acabarían haciendo el amor de nuevo. Luego sí podría
dormir un poco más.
Pero Mariah no consiguió moverse. Se sentía completamente sola. Y
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aquello que le había parecido bueno, o tolerable, por la noche se le antojaba
ahora inadmisible.
¿Qué hacía allí, jugando a Mata Hari, pasando de cenar con un hombre a
acostarse con otro, en lugar de estar donde debía..., en casa, con la hija que
David y ella habían criado juntos?
Notó una gélida punzada de miedo al pensar en Lindsay. Nada de lo que
hiciera en la vida importaría lo más mínimo si fallaba en lo concerniente a su
hija.
«Y estoy fallando», pensó. Su hija se mostraba cada vez más airada, más
distante y apartada de su madre.
Mariah observó a Paul. Era un hombre encantador, pero no parecía prestar
atención a las cosas que a ella la preocupaban. Y aunque se sintiera preparada
para llevar la relación un paso más allá, como deseaba él, Lindsay nunca lo
aceptaría.
Aquella aversión de su hija hacia Paul... ¿cuándo había empezado?, se
preguntó. Quizá el mismo día en que había aparecido un artículo en el
Washington Post, con una fotografía de Paul y de ella en la entrega de premios
de la prensa. Al día siguiente, cuando se disponía a tirar los periódicos, Mariah
encontró la foto pintarrajeada... Lindsay le había dibujado a Paul una barba,
cuernos y orejas puntiagudas. Para ella, suponía Mariah, Paul nunca podría
ocupar el lugar del hombre al que habían amado y perdido.
Por otra parte, ¿qué ganaba Paul con aquella relación? Podía conquistar a
cualquier mujer en la que clavara sus ojos azules. ¿Por qué se molestaba?
¿Acaso no veía que aquello no tenía futuro? Por lo que a Mariah respectaba, si
tenía que elegir entre Paul y su hija, la cosa estaba muy clara. ¿Por qué,
entonces, se empeñaban en demorar lo inevitable?
Demasiado inquieta para seguir acostada, Mariah salió de la cama y se
dirigió al cuarto de baño. Decidió telefonear a la piscina del hotel para
comprobar si estaba ya abierta. Cuando todo lo demás fallaba, unos cuantos
largos en el agua siempre contribuían a aclarar su mente y a expulsar los
duendes de la ansiedad.
Para cuando terminase, quizá Paul ya se hubiera despertado y podrían
pedir el desayuno. Se sentía hambrienta, y eso que, a diferencia de Paul, ella sí
había cenado. Quizá pudieran también hablar.
Mariah vio que la chaqueta de Paul cubría el teléfono del cuarto de baño.
Descolgó el auricular y pulsó la tecla del contestador automático. Una voz
electrónica le anunció que tenía un mensaje, recibido a las seis y veinte de la
tarde anterior. Luego oyó la voz profunda de Frank Tucker.
—Mariah, tengo lo que querías. Debemos hablar.
El bueno y conciso de Frank, se dijo Mariah. Era muy propio de él dejar un
mensaje que no revelase absolutamente nada. A veces podía llegar a ser
irritante. Dios, cuánto lo echaba de menos.
Se volvió hacia el espejo. Vio el reflejo de una mujer de ojos somnolientos,
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cabello revuelto y labios hinchados.
«Bueno, Mariah, mírate», pensó sombríamente. «¿Qué eres? ¿Mata Hari?
¿Una madre incompetente? ¿Una mujer con suerte? ¿O una víctima del
destino?»
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Capítulo 8
El detective de homicidios Jim Scheiber recibió la llamada poco después
de las siete de la mañana. Estaba en casa, en la cama, con su nueva y flamante
esposa.
Gruñó contra la almohada.
—¡Maldición, ahora no!
No era justo. El cuerpo de Liz era suave como el terciopelo, rico y cálido.
Lo último que deseaba era una interrupción. Se sintió tentado de arrancar el
cordón del teléfono de la pared.
Demasiado tarde. Liz ya se había deslizado de debajo de su cuerpo y
echaba mano al infernal aparato. Descolgó el auricular mientras con la otra
mano recogía el camisón del suelo y se lo colaba por la cabeza con facilidad,
haciendo malabarismos con el teléfono. Un ejercicio gimnástico sorprendente a
una hora tan temprana, se dijo él admirado.
El motivo de sus prisas no tardó en anunciar su presencia en la habitación
contigua. Scheiber oyó un golpe sordo, seguido de ligeras pisadas que recorrían
el pasillo a toda velocidad. Para entonces, Liz ya había conseguido ponerse el
camisón. Cuando la puerta del dormitorio se abrió, se hallaba apoyada en la
cabecera de la cama, con el auricular encajado entre la cabeza y el hombro.
—¿Diga? —contestó, tan despejada como si ya llevara horas en planta.
Scheiber se quedó mirándola, maravillado. ¿Cómo conseguían las madres
anticiparse así a las reacciones de sus hijos?
Se cubrió con la sábana conforme el hijo de Liz, de seis años de edad, se
subía en la cama de un salto. Al aterrizar el pequeño, el somier rebotó con
fuerza y Scheiber se golpeó en el cráneo con la cabecera de la cama.
—¡Ay! ¡Joder!
Liz le lanzó una mirada de reproche y señaló con el dedo a Lucas, a modo
de advertencia.
Scheiber dirigió al pequeño una sonrisa grave la mejor que pudo esbozar
dadas las circunstancias.
—Hola, socio —murmuró al tiempo que se palpaba el dolorido cráneo—.
¿Te ha despertado el teléfono?
—Sí. ¿Qué hay para desayunar?
—¿Qué tal unos cereales? —propuso Scheiber—. Seguro que sabes
prepararlos tú solo, ¿a que sí? Creo que quedan algunos de chocolate. ¿Por qué
no vas a comprobarlo? Y, mientras desayunas, podrías ver los dibujos
animados.
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El niño meneó la cabeza con vehemencia.
—No. Quiero gofres. ¡Gofres! ¡Gofres!
Scheiber hizo una mueca al sentir el impacto de un pequeño pie en la
espinilla. El niño y él habían hecho auténticos avances en los últimos meses,
pero era inevitable que, tras la luna de miel, que habían pasado sin la presencia
del pequeño, este quisiera desquitarse.
—Ya basta, Lucas —le regañó su madre—. Adivina quién es —añadió al
tiempo que le pasaba el teléfono a Scheiber.
Él emitió un gruñido.
La voz que se oyó al otro lado de la línea parecía irritantemente animada.
—¡Buenos días, Romeo!
—Será mejor que tengas buenos motivos para llamar, Eckert.
—Eh, no querrás que creamos que podemos salir adelante sin ti, ¿verdad?
El día de ayer fue muy tranquilo... Considéralo como un regalo de bodas de la
buena gente de Newport. Pero ya es hora de que vuelvas al tajo, socio.
—Sí, claro —respondió Scheiber, frotándose la mandíbula con gesto
cansado—. Bueno, ¿qué sucede?
—Ha aparecido un anciano muerto en una bañera Jacuzzi. Probablemente
lleva allí hecho un ovillo desde ayer. El forense va a pasarlas canutas para
sacarlo y hacerle la autopsia. Como no se anden con cuidado y se les escape,
rodará por la calle como un neumático viejo.
—Muy gracioso, Dave. ¿Cuál es la dirección? —inquirió al tiempo que le
hacía a Liz un gesto de disculpa.
—Vamos, Lucas —susurró ella—. Te prepararé el desayuno.
El niño saltó de la cama.
—¡Gofres! ¡Gofres! —salió corriendo por el pasillo, armando el mismo
estruendo que una estampida de elefantes.
—¡Caray! ¿Qué ha sido eso? —preguntó Eckert.
—¿Ese ruido? Es algo nuevo —dijo Scheiber—. Tecnología revolucionaria.
Se llama control de natalidad sónico.
Liz le dio una palmada en el brazo, sonriendo. Scheiber alargó la mano y
la agarró por la cintura, atrayéndola hacia sí para acariciarle el cuello con la
nariz. Su piel olía a hierba y almizcle, y su cabello castaño aún olía a humo de la
barbacoa que habían hecho la noche anterior.
—Sí, pues puedes quedártelo para ti —respondió Eckert—. Creo que yo
seguiré utilizando los métodos tradicionales. En fin, la casa del fiambre está en
Edgewater, cerca de Medina. Verás allí los coches de policía.
—Muy bien. Estaré ahí dentro de una media hora —dijo Scheiber mientras
Liz se zafaba de su abrazo.
Se recostó en la cabecera de la cama, admirando la vista mientras ella se
tapaba con el camisón el mejor par de piernas de Orange Quinnty. Ex bailarina
profesional, había desperdiciado tres años de su vida llevando la casa del padre
de Lucas, un pez gordo de Hollywood que había prometido hacer de ella una
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mujer honrada, hasta que se casó con otra. Para mantenerse y mantener a su
hijo después de aquello, Liz se había dedicado a dar clases de jazz y ballet. Una
de sus alumnas había sido, precisamente, la hija que Scheiber tenía de su primer
matrimonio.
—Ese tipo no va a irse a ninguna parte —dijo Eckert—. Tómate tu tiempo.
—Vaya, gracias, Dave. Y ahora me lo dices. Bueno, te veré dentro de un
rato —Scheiber colgó el teléfono.
—Prepararé café mientras te duchas —sugirió Liz, sentada en el borde de
la cama—. ¿Quieres también unos gofres? ¿O huevos?
—¿Qué tal una ducha para dos, mejor?
Ella sonrió y le acarició el bigote. Luego le pasó la mano por la rasposa
mandíbula.
—Pareces un bandolero. Será mejor que te afeites si vas a asomar esa cara
en público. Pero no olvides la idea de la ducha. ¿Esta noche, quizá?
—¿Esta noche? —dijo él—. Vamos, me estoy muriendo —era un ruego
patético, y lo sabía. Pero, maldita fuera, el día había empezado tan bien...
—Pobrecito —canturreó Liz. Luego miró el teléfono—. ¿Dave te ha
llamado por algún asesinato?
—No tiene pinta de ser un asesinato. Un viejo se ha ahogado en su bañera,
simplemente. Créeme, cariño, puedo retrasarme unos minutos.
—Unos minutos, ¿eh? ¿Qué estás sugiriendo? No llevamos ni dos semanas
casados, ¿y ya propones eso de «aquí te pillo y aquí te mato»?
—Oh, desde luego que no. Sólo sugería...
Ella sonrió burlona y lo besó, revolviéndole el cabello. Scheiber volvió a
alisárselo, esperando que Liz no notase cuánto le escaseaba por encima. Aún le
sorprendía que hubiera aceptado casarse con un tipo ya maduro como él.
Aunque había llevado su tiempo, eso sí. Se habían conocido casualmente
después de su divorcio y de que su hija se hubiera ido a Portland, Oregón, a
vivir con la ex de Scheiber y con su nuevo marido.
—Me encantaría meterme en la ducha y enjabonarme contigo —aseguró
Liz—, pero tengo que darle de comer a ese hijo mío, o no nos dejará en paz. ¿Me
perdonas?
—Sí, supongo que sí —respondió él haciéndose el mártir—. Siento lo de
esa llamada, Liz. Intuía que el puente del Cuatro de Julio iba a ser problemático,
aunque no imaginaba que los problemas fuesen a empezar tan pronto.
El televisor empezó a oírse a todo volumen en la planta baja.
Liz hizo una mueca, pero permaneció en el cuarto.
—No tienes por qué disculparte.
—No será como antes, Liz. Te lo prometo.
—Me he casado con un policía —dijo ella.
—Con un policía que ha aprendido la lección. Dejé el departamento de
homicidios de Los Ángeles por ese motivo. Aquí las cosas serán más tranquilas,
Liz.
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—Lo sé, amor mío. Y sé que lo hiciste por mí... y por Lucas—una arruga
surcó la frente de ella mientras le acariciaba el brazo—. Pero, ¿seguro que no lo
echarás de menos? Ese trabajo era tu vida, y...
—Te amo a ti más que a mi trabajo. En serio.
Liz asintió.
—Está bien. Pero yo tampoco soy Allison. Me metí en esto con los ojos
muy abiertos. Así que haz lo que debas hacer y deja de preocuparte, ¿de
acuerdo?
Él hizo un gesto de asentimiento.
—De acuerdo. Te quiero.
Ella lo besó con dulzura.
—Yo también a ti. Mucho. Bueno, más vale que vaya a bajar el volumen
del televisor antes de que los vecinos nos denuncien —se coló las zapatillas y se
dirigió hacia la puerta.
—Había pensado en acercarme a la ferretería y comprar una cerradura
para la puerta del dormitorio —dijo Scheiber—. ¿Crees que Lucas se sentirá
muy ofendido si lo hago?
—No, creo que es una buena idea.
—Preferible a que entre sin avisar en el cuarto y sorprenda al malvado
padrastro devorando a su encantadora mamá, ¿eh?
—Tú no eres un padrastro malvado. Lucas está loco por ti. Y a mí... me
vuelve loca que me devoren. Por cierto, ¿te he dicho que Lucas irá esta tarde a
jugar a casa de Aaron, su nuevo amiguito?
—Vaya, eso sí que es un gran incentivo para volver temprano.
Ella le sonrió mientras salía por la puerta, y Scheiber se levantó y se dirigió
hacia la ducha, silbando. De repente, el día volvía a adivinarse prometedor.
Cuando Scheiber enfiló con el coche el callejón situado tras la casa cuyas
señas le había facilitado Eckert, se encontró con que la casa había sido
acordonada.
Aparcó detrás de una caótica hilera de coches de policía y tuvo que
entornar los ojos, a pesar de las gafas oscuras que llevaba. El sol estaba ya muy
alto en el cielo.
El aroma del agua salada y el perezoso calor le hicieron añorar su luna de
miel en la baja California. Al llegar al perímetro marcado con cinta amarilla,
inclinó la cabeza para saludar al agente de guardia. El policía le devolvió el
saludo, pero cuando Scheiber se agachó para pasar, le cerró el paso con su
fornido brazo.
—Disculpe, pero no puede entrar ahí.
Scheiber suspiró. No era de extrañar. Iba vestido de paisano.
—Scheiber —dijo al tiempo que mostraba su placa.
—Huy, lo siento mucho, detective —el joven policía alzó la cinta para
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franquearle la entrada.
—Tranquilo —Scheiber echó un vistazo a la placa que el joven llevaba
prendida en la camisa de manga corta—. ¿Cathcart?
—Ken Cathcart, sí.
—Es un placer conocerlo. ¿Fue usted el primero en llegar?
—No, fue el sargento Livermore. Está arriba.
—¿Quién dio parte?
—Creo que fue un vecino. Livermore podrá decírselo con seguridad.
—Muy bien. ¿Por dónde se accede a la casa?
—La puerta lateral del garaje está abierta. La bañera Jacuzzi está situada
en la terraza, junto al dormitorio principal.
—Entendido —Scheiber se quitó las gafas de sol al entrar en el oscuro
garaje, deteniéndose brevemente para admirar el Jaguar gris plateado aparcado
dentro. Era un modelo antiguo, anterior a la compra de la compañía por parte
de la Ford. Notoriamente inseguro, pero hermoso como un pura sangre árabe.
Los nuevos modelos eran más sólidos y estables, pero menos atractivos.
La puerta que conducía al interior de la casa estaba entreabierta. Scheiber
pasó por una cocina pequeña pero bien amueblada, con accesorios de acero
inoxidable y encimeras de granito pulimentado.
La casa parecía tener unos treinta años de antigüedad, de modo que había
sido remozada, decidió, y sin reparar en gastos. En uno de los taburetes de la
cocina había apilado un montón de periódicos. Entre ellos el New York Times. El
tipo no era oriundo de la zona. Aunque poca gente de los alrededores lo era.
Un policía apareció de pronto, procedente de la habitación contigua.
Scheiber conocía al tipo. Alan Livermore. Pelirrojo, con la cara cuajada de pecas,
era demasiado joven para los galones de sargento que lucía en la manga de la
camisa negra. Presuntuoso. Determinado a ejercer de detective, seguía resentido
por el hecho de que un forastero hubiese ocupado el único y codiciado puesto
de investigador de homicidios del departamento.
Un orondo gato negro seguía al sargento, pero al ver a Scheiber titubeó,
paseando la mirada entre ambos hombres. Finalmente corrió hacia Scheiber en
busca de consuelo, ronroneando y frotándose contra sus pantorrillas.
—Hola, minino. ¿Qué hay? —Scheiber se acuclilló para rascarle detrás de
las orejas, pero el gato retrocedió, poniéndose fuera de su alcance. Fuera lo que
fuese lo que buscaba, no era afecto.
—Tiene hambre —explicó Livermore—. Se queja a cualquiera que le haga
caso. Fue eso lo que alertó al vecino.
—¿El que dio parte?
—Ajá. Vive en la casa de al lado. Salió a pasear al perro a eso de las seis y
oyó maullar al gato. Cuando regresó, el gato seguía maullando. Le pareció raro,
así que se acercó a la puerta del jardín para echar un vistazo. Al parecer el gato
estaba dentro, como loco.
Scheiber había extraído una libreta de su bolsillo.
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—¿Y entró?
—Sí. Dice que vio a Korman ayer, trabajando en el jardín, y que no tenía
buen aspecto. Así que se preocupó al ver que tenía desatendido al gato.
—Korman. ¿Es el fallecido?
Livermore sacó su propia libreta y la consultó.
—Albert Jacob Korman. Setenta y siete años, según el carné de conducir
que encontré en su cartera.
—¿Y el vecino? —inquirió Scheiber.
—Porter. Douglas Porter —Livermore alzó el brazo y dobló la mano por la
muñeca—. Marica hasta la médula. Dice que estaba «terrible, terriblemente
preocupado por el pobre viejo».
Scheiber pasó por alto el tono paródico del sargento.
—¿Cómo entró Porter?
—Dice que tocó en la puerta del jardín y que llamó al timbre. Al ver que
nadie contestaba, rodeó la casa y encontró abierta la puerta del garaje.
El gato había empezado a maullar con fuerza y a insinuarse entre las
pantorrillas de ambos.
—Veamos qué le podemos dar de comer a nuestro amiguito —dijo
Scheiber. Sacó unos guantes de látex del bolsillo de su cazadora y efectuó una
rápida inspección de la cocina, seguido de cerca por el felino. Un armario
situado junto al frigorífico contenía varias latas de comida para gatos. Scheiber
le pasó una a Livermore e hizo un gesto hacia el plato vacío que descansaba
sobre una estera, al lado de un cuenco de agua—. Si es tan amable.
Livermore hizo una mueca al tomar la lata. Vació su contenido en el plato,
y el animal se lanzó en picado sobre él.
—¡Jesús! Ni que llevara meses sin comer.
—Se ve que no ha convivido usted con ningún gato —dijo Scheiber,
acordándose de los gatos gemelos de su hija, y de su escasa memoria en lo que a
la comida respectaba—. Nuestro amiguito puede llevar sin comer dos horas o
dos días.
Livermore plantó el pie en el pedal del cubo de la basura.
—Será mejor que deje la lata en la encimera, de momento —le advirtió
Scheiber—. Puede que tengamos que registrar el cubo.
—¿Registrar la basura? ¿Para qué? El tipo sufrió un infarto. No hay
señales de violencia.
—No debemos descartar ninguna posibilidad. Voy a echar un vistazo en la
planta de arriba. ¿Dónde está el vecino?
—Lo envié a su casa. Le dije que ya iría alguien a hablar con él. Pero
prefiero no ser yo, si no le importa. Ese tipo se acerca demasiado para mi gusto,
¿sabe?
Sus reparos eran exagerados. Scheiber estaba seguro de que los libros de
psicología de Allison tendrían algo que decir sobre las tendencias latentes bajo
esa homofobía tan virulenta.
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—También habrá que preguntar si alguien ha visto algo poco habitual
durante el último par de días.
La lata de comida para gatos tintineó sobre la encimera de granito
conforme el joven sargento salía disparado hacia el garaje.
—Me ocuparé de eso —dijo, obviamente ansioso de ocuparse de una tarea
más adecuada a sus habilidades.
Scheiber se dirigió hacia la parte frontal de la casa. El diseño interior era
sencillo y moderno. Paredes de color almendra, techos con vigas descubiertas, y
suelos de madera pulida decorados con alfombras persas de aspecto caro y
buen mobiliario.
Scheiber se acercó a las puertaventanas. El patio exterior de ladrillo estaba
lleno de flores, colocadas en tiestos y macetas. Más allá de la verja blanca, los
barcos anclados en el puerto de Newport se dejaban mecer por la ondulante
marea.
—¡Eh, colega! ¿Por qué tardas tanto hombre?
Scheiber se giró hacia la escalera de caracol situada en el centro de la casa.
La escalera ascendía hasta un desván, y Dave Eckert le sonreía burlón desde la
larga balaustrada superior.
—Vi llegar tu coche hace más de diez minutos. ¿Qué has estado haciendo?
—Eckert iba vestido con un polo negro y pantalones caqui. Llevaba una cámara
fotográfica en la mano.
Scheiber empezó a subir las sinuosas escaleras, acusando sus cuarenta y
cuatro años en cada peldaño.
—He intentado averiguar lo máximo posible acerca de la casa y de la
víctima. Y le he dado de comer al gato. El tipo vivía solo, ¿no?
—Sí. Por lo visto, estaba viudo.
Scheiber hizo una pausa al llegar al final de las escaleras.
—¿Te has quedado sin aliento, viejo amigo? —inquirió Eckert con un
rictus burlón—. La luna de miel te ha agotado, ¿eh?
Scheiber hizo una mueca.
—Ya te daré yo a ti «viejo amigo». Y haz el favor de ponerte derecha esa
condenada gorra. Pareces un gángster de pacotilla.
Eckert llevaba la gorra negra del departamento hacia atrás, como siempre.
Pocas veces se la quitaba. Miembro civil del cuerpo, Eckert había sido fotógrafo
profesional antes que investigador. Se sentía algo inseguro, sospechaba
Scheiber, por el hecho de no formar parte de la hermandad de la academia.
Aunque, ¿quién sabía? Quizá la gorra le servía, simplemente, para disimular la
incipiente calvicie que le hacía aparentar más de treinta años.
Eckert sonrió con cinismo.
—Muérete de envidia, vejestorio. Vamos. El cadáver está ahí.
Scheiber lo siguió por el pasillo, deteniéndose brevemente ante la puerta
de lo que parecía ser un despacho. Las paredes estaban alineadas de repisas de
libros, y en el centro de la habitación había una mesa cubierta de papeles y
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documentos.
—Dice Livermore que el tipo tenía setenta y siete años —comentó—. ¿A
esa edad no se ha retirado ya la mayoría de la gente?
—Yo pienso hacerlo, desde luego.
—¿Qué hacía Korman aquí?
—Me parece que el vecino dijo que era una especie de agente.
—Agente. ¿Como los de Hollywood? —se preguntó Scheiber al tiempo
que entraba en el despacho—. ¿Serán esos papeles guiones cinematográficos? —
con los dedos enfundados en látex dio la vuelta al primer folio de uno de los
montones—. Cada cosa a su tiempo —leyó—. Una novela de P.K. Lester.
—¿Agente literario? —aventuró Eckert.
—Sí, seguramente —Scheiber dejó el folio tal y como lo había encontrado.
La única pared de la estancia que no se hallaba cubierta de estanterías
contenía fotografías enmarcadas, de varios tamaños, y en casi todas ellas
aparecía el mismo individuo. Debía de ser Korman, decidió Scheiber, con
algunos de sus clientes más famosos. No es que reconociera a ninguno. Al
contrario que los actores de cine, los escritores parecían ser una gente casi
anónima y sin rostro.
Se volvió hacia Eckert.
—Muy bien, sigue adelante.
Cruzaron el pasillo, en dirección al dormitorio principal. La habitación
estaba exquisitamente decorada en tonos crema, azules y Amarillos, pero, al
igual que la planta de abajo, se hallaba algo desordenada y cubierta de polvo.
En una de las mesillas de noche, al lado de una jarra de cristal y un vaso,
Scheiber divisó un frasco de plástico marrón.
—En la etiqueta pone «Dalmane» —comentó Eckert siguiendo su
mirada—, ¿Tienes idea de qué es?
—Son pastillas para dormir, creo.
—¡Caray, caray! —Eckert se situó delante de la mesilla y tomó un par de
fotos del frasco—. Quizá nuestro hombre no sufriera un infarto, después de
todo. También había estado bebiendo.
Scheiber reparó en la botella de Glenlivet medio vacía que descansaba en
la otra mesilla. Observó más de cerca las pastillas.
—Es una buena teoría, pero, en este caso, lo dudo. El frasco parece muy
lleno. Los suicidas que mezclan somníferos y alcohol no suelen dejar nada al
azar. Engullen todas las pastillas —se dio media vuelta y caminó hacia la
terraza, seguido de cerca por Eckert. Entornando los ojos contra el brillante sol,
Scheiber asintió para saludar a los agentes que montaban guardia junto a la
bañera Jacuzzi y se sacó las gafas ahumadas del bolsillo.
—Los chorros del Jacuzzi aún estaban activados al llegar yo —explicó
Eckert—. Les tomé un par de fotos y luego los cerramos para poder ver bien el
cuerpo.
Scheiber se asomó por el borde de la bañera. El anciano yacía de lado,
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hecho un ovillo, tal como Eckert había descrito por teléfono. Tenía el brazo
inferior doblado y los ojos cerrados, como si simplemente se hubiera quedado
dormido sobre el fondo de plástico gris.
—¿Y dices que los chorros estaban activados? —inquirió a Eckert—. ¿No
tienen termostatos estos cacharros?
—Sí, precisamente ese botón que hay detrás. No sé, quizá esté averiado.
Scheiber arrugó la frente. Había una copa de cristal volcada junto a la
bañera.
—¿Has tomado una foto de esto? —al ver que Eckert asentía, alzó la copa
y la olisqueó—. Sí, huele a Glenlivet —introdujo la copa en una bolsita de
plástico, procurando incluir las escasas gotas que habían quedado de su
contenido, y la selló.
A continuación, Scheiber dio un par de vueltas por la terraza y se acercó
nuevamente a la bañera, buscando alguna señal de violencia.
Sin embargo, no parecía que se tratase de un robo, pues, a simple vista, no
faltaba nada de la casa. El tipo había decidido tomar una copa, poner en remojo
sus viejos huesos y dormir la siesta en el fondo de la bañera.
—Quiero echarle un vistazo más detenido al cuerpo —dijo Scheiber por
fin—. Avisemos al forense para poder sacarlo de ahí.
—¿Piensas que... ? —empezó a preguntar Eckert.
—Pienso que hace un día demasiado bonito como para pasar aquí más
tiempo del necesario —respondió Scheiber—. Y creo que me estoy perdiendo
algo.
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Capítulo 9
Acostarse con el hombre poco indicado no era tan difícil, se dijo Mariah.
La neblina de la noche solía enmascarar la duda, y el deseo acababa
imponiéndose a la voluntad. Pero despertarse junto al hombre poco indicado
era otra cuestión. El frío resplandor de la mañana era poco piadoso.
Estudió a Paul por encima del borde de la taza. Estaba reclinado de lado,
con el codo hundido en el somier. Cuando el camarero del servicio de
habitaciones llamó a la puerta, Paul se cubrió hasta la cintura con la sábana.
Esbelto y musculoso, no tenía ni un gramo de grasa en el cuerpo. El camarero lo
había mirado de soslayo varias veces mientras soltaba la bandeja del desayuno.
Mariah estaba segura de que había reconocido a Paul, aunque éste no parecía en
absoluto consciente.
Ahora, ella estaba tumbada frente a él, con la bandeja del desayuno entre
ambos. Una pareja de romanos en una orgía.
—¿Qué planes tienes para hoy? —preguntó Paul.
—Tengo que ir a la CIA a recoger mi correo —explicó Mariah vagamente,
esperando no recibir más instrucciones del subdirector—. Además, quiero hacer
unas cuantas llamadas. ¿Y tú?
—Estaré en la emisora, trabajando. Tu amigo Belenko dijo que quizá
tuvieran un hueco esta tarde. Si al final Zakharov accede a concedernos la
entrevista, tendremos que tenerlo todo preparado.
—Estoy impresionada. Trabajas muy rápido. Si lo consigues ahora, justo
cuando puede que nombren a Zakharov primer ministro, será un gran éxito.
—Un golpe de suerte, simplemente. Belenko quiso saber si la entrevista se
emitiría enseguida. Por lo visto, quiere que se vea también en su país, vía
satélite.
—Te está utilizando, ¿lo sabías?
—¡Oh, no, Mariah! ¿Tú crees? —Paul se llevó una mano al pecho y la otra
a la frente—. ¡Me siento tan sucio!
—Pedazo de bastardo —dijo ella irónicamente.
Él sonrió y se recostó en la almohada, entrelazando las manos encima de
su musculoso estómago.
—No será todo cariño y amor créeme. Zakharov tiene fama de haber
llevado a cabo algunas maniobras sucias para llegar a la cumbre. No pienso
ayudar a un gorila como ese a afianzar su posición en el poder. Para cuando
acabe con él, su gente querrá desactivar la señal del satélite.
—Parece que vas a tener el día muy ocupado.
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—Ajá. Pero aún tengo la intención de recoger las llaves de la casa de la
playa. ¿Qué te parece si quedamos para cenar?
—Esperemos a ver qué tal se da el día.
En la frente de Paul se dibujó una arruga. Era un entrevistador experto, y
sabía interpretar una negativa cuando la oía.
—Recibiste un mensaje de Frank Tucker.
—¿Lo escuchaste?
Él se encogió de hombros.
—La luz del contestador estaba parpadeando cuando llegué, anoche. Creí
que podía ser mi productor. Cuando me di cuenta de que el mensaje era para ti,
lo conservé —Paul empezó a reunir las migajas que quedaban en su plato
vacío—. ¿Qué quiere?
Mariah titubeó, detestando sacar a colación el asunto de Chap Korman y
las acusaciones del profesor de la Universidad de Los Ángeles.
—Era un asunto de trabajo.
—Creí que estaba fuera del mapa.
—¿Quién? ¿Frank? ¿Cómo que «fuera del mapa»?
—Creía que ya no trabajabais juntos.
—Y así es. Pero eso no significa que nuestros caminos no se crucen de vez
en cuando. Ayer estuvo investigando para mí.
—Comprendo —respondió Paul—. Bueno, ¿y cómo está el bueno de Frank
últimamente?
—Mejorando, aunque sigue preocupándome. Encajó muy mal la muerte
de su hijo, y no tiene a nadie con quien compartir su dolor. Excepto a Carol,
claro está, pero bastante trabajo tiene ella con sus hijos pequeños.
—¿Lo has visto muy a menudo?
—¿En el trabajo, quieres decir?
Paul se encogió de hombros.
—O en vuestro tiempo libre.
—Pues la verdad es que no muy a menudo.
—¿No muy a menudo? ¿O sea, que sí lo has visto?
—¿Qué significa esa pregunta?
—Bueno, es que yo últimamente tampoco te veo con demasiada
frecuencia, y... —Paul retiró la mirada un momento—. Mira, sé que no es culpa
de ninguno de los dos que nos veamos tan poco. Mi horario es una locura, y tú
estás muy liada, con tu trabajo y con Lindsay.
—Exacto. ¿Qué tiene que ver eso con Frank?
—Su pareja lo ha dejado, ¿verdad? Ahora está solo, ¿no?
—¿Y qué?
—¡Vamos, Mariah! Es evidente, ¿no? He visto cómo te mira Tucker
cuando cree que nadie lo está viendo. Y a veces no puedo evitar preguntarme si
tú le devuelves esas miradas.
—¿Cómo puedes decir algo semejante, Paul?
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—¿Por qué estás tan a la defensiva?
—¡No estoy a la defensiva!
—Sí, lo estás. Te has puesto de mal humor en cuanto mencioné su nombre.
—Porque es mi mejor y más antiguo amigo. Y tú lo sabes. Lo has sabido
desde siempre.
—Sí, supongo que sí —respondió él con calma. Luego emitió un fuerte
suspiro—. Oye, lo siento. No dudo de ti. Pero en lo que respecta a Frank...
Bueno, era distinto cuando estaba con Patty. Supongo que ella lo dejó porque
acabó dándose cuenta de la verdad, ¿no crees? Y si Frank ha empezado a
acercarse a ti otra vez, Mariah, es por una única razón.
—¡Eso es ridículo! Yo he acudido a él, no al contrario. Ya te he dicho que
está haciendo cierta investigación para mí. Necesitaba ayuda, y él era la persona
más indicada para ofrecérmela.
Paul hizo tamborilear sus largos dedos en el somier.
—Lo siento —respondió por fin.
—¿Por qué te comportas así?
—No sé. Por inseguridad, quizá.
—¡Ja! —Mariah dudaba que hubiera sentido un solo segundo de
inseguridad en toda su vida. Los rabillos de sus claros ojos azules se arrugaron
y una leve sonrisa, ¿de disculpa?, se dibujó en su rostro.
Tenía que hacer algo, se dijo ella. ¿Inclinarse y besarlo? ¿Disipar sus
preocupaciones? ¿Decirle que eran infundadas? ¿Qué nadie podría ocupar su
lugar?
En vez de eso, se apretó el cinturón de la bata.
—De todos modos, ya me ocuparé de lo de Frank más tarde. Lo primero
que quiero hacer esta mañana es telefonear a Lindsay —se bajó de la cama y se
dispuso a recoger la bandeja.
—Llamó ayer —dijo Paul.
—¿Qué? ¿Que Lindsay llamó? ¿Cuándo?
—Anoche, a eso de las nueve.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Acabo de acordarme ahora. De todas formas, llegaste muy tarde y no
hubieras podido devolverle la llamada.
Mariah soltó la bandeja en la mesa.
—Su mensaje ya no está grabado. ¿Qué dijo?
—No dejó ningún mensaje. La llamada se produjo en cuanto yo entré en la
habitación. Hablé con ella.
Mariah se quedó mirándolo, con una gélida sensación de miedo en la
espina dorsal. ¡Infiernos! Lindsay sabía que él estaba allí.
—¿Cómo reaccionó al oírte? —inquirió. Se trataba de una pregunta
estúpida. Podía imaginar perfectamente cómo habría reaccionado Lindsay,
después de la negativa de su madre a que la acompañara en aquel viaje.
—Pareció un poco sorprendida —contestó Paul.
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El eufemismo del año. Mariah se derrumbó en una silla.
—No me digas. ¡Maldición!
—Supongo que debimos avisarle de mi presencia aquí.
—Sí, tal vez, pero hubiera sido un poco difícil, puesto que ni yo misma
sabía nada. ¡Joder, Paul! Se habrá puesto hecha una furia. Quiso venir conmigo
y no la dejé. Ahora pensará que era porque deseaba estar a solas contigo.
—Vamos, Mariah, no sé por qué te pones así. A estas alturas,
seguramente, habrá supuesto que somos algo más que simples amigos. ¿O no?
¿Habéis hablado alguna vez de mí? ¿De lo nuestro?
—Paul, ni yo misma estoy segura de lo nuestro. Ya te dije que necesitaba
tomármelo con calma.
—¿Con más calma, todavía? Sólo te veo un par de veces al mes, pero, ¿me
he quejado alguna vez?
—No puedes culparme sólo a mí de eso. Tú mismo has dicho que tienes
un horario aún más apretado que el mío.
—Lo sé —reconoció Paul—. Pero, incluso cuando estamos juntos, nunca sé
con seguridad si no desearías estar en otro sitio. Como anoche, cuando aparecí
en el museo. La expresión que vi en tu cara no era de simple sorpresa, Mariah.
Estabas molesta. No me querías allí.
Ella infló las mejillas y exhaló el aire con fuerza.
—Eso no es exactamente cierto. Te agradezco que acudieras a darme
apoyo moral, pues sabías que seguramente me encontraría con Renata. Pero
estaba distraída. Nerviosa. Preocupada por mi misión.
—¿Tu misión con Yuri Belenko? ¿El tipo con el que saliste del museo?
—Salimos por separado —Mariah lo miró y frunció el ceño.
—Sí, pero vi desde el balcón cómo te subías con él en un coche.
—Un punto para el detective privado. Pero, ¿no me dirás que estás celoso,
verdad?
—No, lo pasaré por alto. Sé que era sólo un trabajo.
—Vaya, gracias. Como iba diciendo, anoche, en el museo... Bueno, estaba
preocupada y nerviosa. Y al verte llegar me sorprendí mucho —Mariah frunció
el ceño—. Pero el hecho de que Lindsay te encontrara aquí, Paul, supone un
gran problema.
—Para ser sincero, no pareció muy contenta al oírme —explicó Paul—. Y
no es la primera vez que lo noto. No lo comprendo. Creí que éramos buenos
amigos, pero últimamente no me ve con buenos ojos. ¿Qué he hecho mal?
Mariah suspiró y se sentó junto a él en la cama.
Cuando Paul alargó los brazos, ella titubeó, pero luego se dejó abrazar con
desgana.
—No tiene nada contra ti —dijo—. Simplemente intenta proteger el
recuerdo de David. Seguro que le guardaría rencor a cualquiera que intentase
ocupar el lugar de su padre.
Paul le acarició el cabello, pero ella intentó no dejarse seducir. Necesitaba
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socio en un proyecto para hacer de Crimea el Montecarlo de Rusia.
—¿De veras? Había oído hablar del proyecto de Nova Krimsky, pero no
sabía que Nolan estuviera implicado.
—Yuri dice que la idea partió del mismísimo Arlen Hunter.
Paul asintió con la cabeza.
—Parece una idea muy propia del viejo Arlen. Y los rusos siempre han
colaborado con los Hunter, así que no tiene nada de extraño que Nolan
participe en el proyecto, ahora que por fin se pondrá en marcha. Bueno, ¿de qué
hablaste con Renata?
Mariah se humedeció la yema del dedo con la lengua y atrapó una migaja
de croissant que quedaba en su plato.
—Creo que me ha seguido los pasos con un detective privado.
Paul pareció sorprendido.
—¿Y por qué iba a hacer semejante cosa?
—No tengo ni idea. Nolan apareció antes de que yo pudiera pedirle una
explicación. Aunque una cosa está muy clara. Le disgusta la posibilidad de que
los documentos de Ben se hagan públicos.
—Hay quien piensa que la obra inédita de un escritor debe morir con él.
Que publicarla después de su muerte constituye una falta de respeto.
—Pero tú no lo crees así, ¿verdad? ¿No me sugeriste que le enviara el
manuscrito y los documentos a Chap Korman?
—Por lo poco que me mostraste, pensé que tu padre hubiera estado
orgulloso de esa obra.
—Sospecho que lo que puede preocupar a Renata son los diarios
personales de mi padre —dijo Mariah al tiempo que soltaba la taza de café.
—Para ser justos, Mariah, todo eso sucedió hace mucho tiempo. Y los dos
eran muy jóvenes en aquel entonces.
—Tenían casi treinta años. O sea, que eran lo bastante mayores como para
darse cuenta del daño que su comportamiento egoísta podía hacerle a otras
personas —dijo ella con terquedad.
—¿No sientes ni un poco de curiosidad?
—¿Por qué?
—¿Por lo que Renata pueda decirte sobre tu padre? ¿Qué ocurrió aquel
último año? ¿Cómo murió?
—Ya sé cómo murió. De hepatitis, solo y sin nadie que lo cuidase. Vivía en
una mugrienta habitación en la última planta de un viejo edificio en Gentilly, en
las afueras de París. Vi el sitio.
—¿La casa?
—Ajá, cuando Lindsay y yo estuvimos en París, el pasado marzo. Hicimos
el «recorrido en memoria de Ben Bolt». Ella quería seguir sus pasos, ver los
lugares que había frecuentado. Ben nunca había significado tanto para Lindsay,
pero este año, entre que ha estudiado su obra en clase y...
—Y que ha perdido a su padre —concluyó Paul por ella.
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Mariah asintió.
—De todos modos, volviendo al asunto de Renata, no creo que pueda
contarme nada que yo no sepa acerca de los últimos días de mi padre. Ben era,
al parecer, el típico intelectual idiota. Brillante como escritor, pero un completo
estúpido en lo referido a las relaciones personales. Por el modo en que murió,
yo diría que no supo cuidar ni de sí mismo ni de las personas cercanas a él.
Seguro que Renata tendría razones justificadas para dejarlo en París.
—Un comentario sospechosamente comprensivo para Renata.
Mariah meneó la cabeza.
—No, no llego tan lejos. Después de fugarse juntos, Renata y Ben vivieron
en un apartamento situado cerca de los Campos Elíseos, propiedad del padre
de ella. Un bonito arreglo, hasta que Renata descubrió que Ben la engañaba,
como era su marca de fábrica —tomó la taza y sorbió el café frío, haciendo una
mueca—. De modo que lo abandonó, y él enfermó y murió. Fin de la historia.
La versión de su madre era algo diferente, recordó Mariah. En ella, Ben era
un mártir.
«No éramos lo bastante buenas para él, cariño. Nos necesitaba, pero
fallamos».
«Pues yo no, mamá. Yo no le fallé».
Mariah sintió una punzada de ira, como siempre que se acordaba de las
excusas que su madre utilizaba para disculpar la conducta lamentable de Ben.
Paul se había recostado en la almohada, extendiendo sus largas piernas
por toda la superficie de la cama.
—¿Visitasteis Lindsay y tú su tumba?
—Sí. Quería tomar fotografías para su clase de inglés.
Mariah recordó el día en que había encontrado a su madre llorando en el
sofá, tras enterarse de que Ben había muerto. De alguna manera, entre las
lágrimas, la pobre mujer había conseguido esbozar una sonrisa.
«Van a levantar un monumento en honor a tu padre, cariño. En París,
Francia. ¡Imagínate! De mármol, en un lugar bonito, quizá un parque. A él le
gustaría, ¿verdad? Algún día, las tres iremos a verlo».
Había tardado treinta años, pero Mariah por fin lo había visto. Aunque no
así su madre ni su hermana, Katie, que se había ahogado accidentalmente a los
doce años.
—Yo también visité la tumba una vez —dijo Paul—, hace años, cuando
estuve en París. ¿Qué pensó Lindsay?
—Estaba entusiasmada, naturalmente. Es como tener a una estrella del
rock en la familia. De hecho, contamos tantos tributos de admiradores en su
tumba como en la de Jim Morrison.
—¿No crees que merecería la pena que hablaras con Renata aprovechando
que estás aquí, Mariah? Puede que sea una arpía marimandona, pero
probablemente todo esto le resulte tan incómodo como a ti. Quizá el destino
haya querido que te asignaran una misión en el museo de su padre, para que
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podáis conoceros mejor y superar el pasado.
Ella le dirigió una mirada llena de escepticismo.
—¿El destino? Tiene gracia, no pareces un tipo supersticioso —estiró las
piernas y se bajó de la cama—. No, yo no lo creo así, amigo. Mi padre es mi
padre, y estoy tratando de reconciliarme con su recuerdo. Por Lindsay, más que
nada. Pero Renata es harina de otro costal. No puedo perdonar lo que nos hizo
a mi madre, a mi hermana y a mí. El simple hecho de hablarle me pareció un
acto de deslealtad hacia ellas, como si traicionara su memoria. Hasta la noche
de ayer, esa mujer era solo un recuerdo lejano. Lejano y podrido. Y debió haber
seguido siéndolo.
El don de juzgar a las personas, incluso a alguien a quien nunca había
conocido. En dicho don residía el verdadero genio del Navegante, decidió
Tucker. De todos los candidatos posibles en la alianza occidental, Deriabin lo
había escogido a él para entregarle el dudoso regalo de aquellos archivos
secretos. Era lógico. Un hombre que tuviese poco que perder y mucho que
proteger sería capaz de todo a la hora de la verdad.
Tucker dobló la esquina de la calle de su hija, en Alexandria, a unos tres
kilómetros de la suya. Había dedicado la mañana a pagar facturas, anular la
entrega a domicilio de los periódicos y solicitar la retención del correo.
Asimismo, había reservado un billete de avión y un coche de alquiler mediante
una tarjeta de crédito a nombre de Grant M. Lewis, alias que no utilizaba desde
sus tiempos en el departamento de operaciones.
A mediodía, el sol había desaparecido tras un negro manto de nubes. La
temperatura había iniciado un rápido descenso y el viento azotaba con fuerza
suficiente como para zarandear el Explorer mientras Tucker pasaba junto a los
aparcamientos de un pequeño centro comercial. El vello de su brazo, apoyado
en la ventanilla, se erizó con la electricidad estática que anunciaba la tormenta
inminente.
El Navegante había supuesto correctamente que Tucker reaccionaría ante
la información que se le había entregado. Pero eso no significaba que tuviera
que ceñirse al guión escrito por el anciano. Al destruir la mayor parte de los
archivos de Deriabin y robar el resto, ya había empezado a reescribirlo.
Naturalmente, también había cometido un par de infracciones graves en el
proceso. Y aún no había terminado.
Para cuando llegó al fondo del sendero de entrada de Carol, la lluvia ya
había empezado a arreciar. La casa era un chalet pequeño, de los construidos en
los tiempos de posguerra, con un garaje adosado. Tucker vio la camioneta roja
de Carol aparcada dentro.
—Maldición —musitó.
Había telefoneado un rato antes, y le había respondido el contestador
automático. Perfecto, se dijo. Si Carol y Lindsay habían salido con los críos,
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podría utilizar su llave para entrar en la casa, recoger lo que necesitaba y
marcharse sin dar explicaciones. Ni implicar a otras personas.
Conforme paraba el motor del Explorer, captó de soslayo un movimiento
en el jardín. Carol, vestida con una camisa larga y unos pantalones cortos,
trataba de recoger a toda prisa la colada del tendedero. Lindsay también estaba
fuera, cubriéndose la cabeza mientras intentaba ayudarla.
Tucker se apeó del coche y corrió hacia ellas.
—¡Hola! —lo saludó Carol en voz alta, para hacerse oír sobre el estruendo
de la lluvia y el aire—. ¡Llegas en buen momento!
—¿Cómo se te ocurre tender ropa cuando está a punto de estallar una
tormenta? —vociferó Tucker.
—No oí la previsión del tiempo. Da igual. Todo está seco. Agarra la cesta,
papá, y métela en la casa antes de que se moje. Yo recogeré las últimas toallas.
Colocándose la cesta de la ropa debajo del brazo, Tucker se dirigió hacia el
porche. La lluvia descargaba torrencialmente, pero, una vez en las escaleras, se
detuvo un momento y alzó la cabeza hacia el cielo. Se acordó de otro día, de
otra tormenta. Sucedió hacía mucho tiempo, antes de que hubieran nacido los
mellizos.
Su esposa y él estaban en la casa de campo de los padres de ella, en
Susquehanna, tomando el sol. De repente, el suelo de madera vibró debajo de
ellos con el hondo retumbar de un trueno. Al cabo de pocos minutos, el cielo se
oscureció y empezó a llover.
En lugar de correr a guarecerse, Joanne y él alzaron sus rostros hacia el
cielo y bebieron de la lluvia. Las diminutas gotas se aferraban como prismas a
las largas pestañas de ella. Era muy joven, y tenía una salud que pronto se
desvanecería, aunque cuando los niños nacieron la leucemia aún no había
aparecido. ¿Estaría operando la enfermedad ya por entonces, se preguntó
Tucker?
Joanne había separado los labios para paladear las gotas de lluvia, y él no
pudo resistir la tentación de besarla. Había sido una imprudencia permanecer a
la intemperie en una tormenta semejante. Pero también había sido muy
excitante poder quitarse los bañadores y hacer el amor en la sedosa agua
mientras la tormenta rugía y tronaba alrededor de ambos como una ópera
wagneriana.
Poco antes de morir Joanne, Tucker estaba sentado junto a su cama de
hospital una tarde, observando cómo su escuálido cuerpo luchaba por respirar.
Llevaba ya días semiconsciente, pero cuando, de repente, un trueno hizo
temblar las paredes, una súbita sonrisa se dibujó en sus labios resecos. Abrió los
ojos brevemente, y su mano llena de tubos se alargó para tocar la suya,
compartiendo el momento por última vez.
El recuerdo se cernió sobre la mente de Tucker, intenso y dulce, mientras
abría la pantalla mosquitera y entraba en la cocina de su hija. Lindsay estaba
acuclillada en el suelo, ordenando los juguetes del nieto de Tucker. Había
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dejado las sandalias junto a la puerta, pero tenía algunas hebras húmedas de
hierba pegadas en las plantas de los pies. Al fijarse en sus manos y sus
muñecas, Tucker se quedó atónito.
¿Tatuajes? Un resoplido de alivio escapó de sus labios. No, no eran
tatuajes, sino dibujos hechos con tinta deleble de varios colores. Pero, ¿para qué
diablos?
Ella giró la cabeza al oír sus pisadas en el suelo de linóleo y le dirigió una
tímida sonrisa. Sus ojos, de ordinario hermosos, grandes y oscuros, parecían
ahora desvaídos y ligeramente hundidos. Llevaba un maquillaje que no
necesitaba, y que la lluvia había deshecho. Sólo hacía un par de meses que la
había visto por última vez, se dijo Tucker, en la fiesta de cumpleaños de su
nieto. ¿Qué le había ocurrido a aquella hermosa joven?
«Calma, amigo, no te precipites», se dijo. Los jóvenes maduraban a
trompicones. Aquel aspecto «desajustado» no era más que una fase que estaba
atravesando. Ya pasaría. Se acordó de Steven a su edad, lleno de ira, de
hormonas descontroladas y rebeldía sin sentido. ¿Por qué no se había esforzado
más en comprender aquello por lo que estaba pasando el muchacho? Steven
había perdido a su madre, por el amor de Dios. Pero, ¿se había mostrado Frank
Tucker comprensivo con él? Oh, no. «¡Saca pecho, chico! ¡Deja de gimotear! ¡Sé
un hombre!»
Imbécil estúpido. Ahora su hijo ya no estaba, y era demasiado tarde para
decirle cuánto lo sentía. Aunque la muerte de Stephen había sido catalogada
oficialmente como un suicidio, Tucker se iría a la tumba sabiendo que su propia
insensibilidad hacia aquel muchacho confundido y trastornado había sido el
detonante final.
—Menuda tormenta, ¿eh? —comentó Lindsay.
—Muy fuerte, sí —convino él. Un diminuto hilillo de agua le corrió por la
frente, goteando sobre el hombro del polo negra que llevaba puesto. Soltó la
cesta en el suelo y utilizó una de las toallas para secarse—. ¿Cómo estás?
Ella se encogió de hombros y prosiguió ordenando los juguetes.
—Bien. Había salido a dar un paseo en bicicleta cuando empezó a
nublarse. Apenas conseguí regresar antes de que comenzara a llover.
Tucker retiró sus ojos de ella, concentrándose en los zapatos húmedos que
había dejado en el felpudo. A veces le resultaba muy difícil mirarla.
Inevitablemente, acababa acordándose de su madre y concibiendo
pensamientos indebidos. Anhelando cosas que jamás serían posibles.
—¿Adónde ha ido Carol? —preguntó echando un vistazo al jardín.
Entonces atisbo a su hija a través de la ventana del garaje, moviéndose en el
interior. Tucker cerró la pantalla mosquitera y se volvió hacia Lindsay—.
¿Dónde están los pequeños?
—Creo que aún duermen la siesta. Alex se despertó hoy muy temprano.
Está algo acatarrado.
—¿Se encuentra bien?
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—Carol dice que es solo un resfriado de verano. Aunque la medicina le da
sueño. Hoy le dimos de almorzar temprano, pero el pobre se quedó dormido en
su sillita alta.
Tucker notó de nuevo aquel dolor en el pecho. Lindsay tenía una sonrisa
fantástica. Físicamente no se parecía demasiado a su madre. Era bastante más
alta, para empezar. Luego estaban el fuego de su cabello rojizo, aquellos ojos
oscuros y la terca determinación que parecía acompañarlos.
En el accidente de automóvil en el que había muerto David, Lindsay había
sufrido daño en una pierna. Según Mariah, aún cojeaba un poco cuando estaba
cansada, pero nadaba en el equipo de natación del instituto y jugaba al hockey...
una pasión tardía heredada de David, que había sido jugador amateur. Era una
chica dura de pelar.
Los escalones del porche crujieron, y Tucker abrió la puerta. Carol entró
presurosa con las últimas toallas recogidas del tendedero.
—¡Uf, gracias! —dijo agradecida.
—¿Por qué has tardado tanto? Estás medio empapada.
—El triciclo de Alex estaba en el césped. Fui al garaje a guardarlo y me
encontré las pelotas de tenis desparramadas por el suelo.
—¡Huy! Culpa mía, lo siento —dijo Lindsay—. Esta mañana estuve
jugando con él.
Carol asintió con una sonrisa.
—Tranquila. De todos modos, decidí pararme a recogerlas. Michael podría
pisar una en la oscuridad al volver del trabajo —su marido era policía de
carretera y hacía turnos de doce horas. Carol se giró hacia su padre—. ¿Qué
haces aquí a estas horas? ¿Cómo es que no estás trabajando?
—Tenía cosas que hacer en casa. Me preguntaba si aún tienes el ordenador
portátil de tu hermano.
—¿El portátil? Sí, claro. ¿Lo necesitas?
—Me gustaría que me lo prestaras unos días.
—Está en el estudio, me parece. No lo hemos utilizado mucho. Quédatelo
el tiempo que quieras. ¿Le pasa algo a tu PC?
—No, nada. Pero me voy de viaje, y he pensado que podría utilizar el
portátil para quitarme de encima algún papeleo —Tucker notó una punzada de
culpa mientras soltaba aquella mentira.
—Supongo que no debo preguntarte a dónde vas, como de costumbre.
Él se encogió de hombros.
—Ya sabes cómo son estas cosas.
—Iré a buscarlo —dijo Carol meneando la cabeza—. ¿Quieres un café?
Está recién hecho.
Él titubeó, cambiándose de mano el cesto de la ropa.
—Bueno, tomaré una taza. ¿Dónde pongo la colada?
—Trae, me la llevaré. Necesito ponerme ropa seca.
—Mientras, yo iré por el ordenador —dijo Lindsay—. Está en la repisa del
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estudio, junto al sofá. Lo vi anoche.
—Yo lo traeré cuando vuelva —dijo Carol—. Vosotros seguid charlando,
chicos.
Cuando se hubo marchado, Lindsay se giró hacia Frank y lo sorprendió
mirándole los brazos. Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones
cortos. Él permaneció junto a la puerta, paseándose incómodo.
—Bueno —dijo por fin—, he oído que tu madre está en Los Ángeles,
asistiendo a la apertura de la exposición Romanov.
—Sí. Al menos, esa es la historia oficial.
Tucker percibió el sarcasmo de su tono, tan propio de una adolescente.
—¿No te lo crees?
—Es toda una casualidad que Paul Chaney esté también allí, ¿no te
parece?
Tucker notó una opresión en el estómago, pero mantuvo un tono neutral.
—Esa exposición es muy importante. El Ministro de Asuntos Exteriores
ruso asistió a la inauguración. Se trata del tipo de acontecimiento que Chaney
cubriría normalmente. A mí no me sorprende que estuviera allí.
—Tal vez. Pero yo sé qué es lo que está cubriendo en realidad.
—Escucha, Lindsay...
—Se creen que soy estúpida, ¿sabes? Me dejó ir con ella a París, pero esta
vez dijo que no, que estaría muy ocupada. Sí, claro. Muy ocupada
entreteniendo a Paul Chaney en la habitación de hotel.
La reacción de Tucker fue inmediata.
—Esa no es forma de hablar de tu madre —dijo con severidad.
—¡Pero es cierto! Anoche la llamé por teléfono al hotel, ¿y adivinas quién
contestó?
—No importa. Es tu madre, y no creo que tengas derecho a hablar así de
ella.
Tras unos segundos de silencio, Lindsay se disculpó entre dientes.
—Lo siento. Pero es que me sacan de quicio, ¿sabes?
—Creí que Paul te caía bien —comentó Tucker.
—¡Ja!
—Seguro que a tus amigos les parece genial que lo conozcas.
—Oh, y tan genial —respondió Lindsay con desdén—. Incluso hubo gente
que nunca había hablado conmigo y que empezó a mostrarse de lo más
simpática cuando se publicó esa foto en la que aparecían juntos.
Carol entró en la cocina, vestida con ropa seca y el cabello cepillado. Se
acercó al armario para sacar unas tazas, de puntillas, como si no quisiera
interrumpir la conversación.
—Paul ayudó mucho a tu madre tras la muerte de tu padre —recordó
Tucker a Lindsay.
—Bueno, sí. Era amigo de papá. Eso no significa que tenga que salir con su
mujer. ¿Y sabes qué? Creo que no estaría saliendo con ella si no fuera hija de
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Ben Bolt.
La chica era inteligente, de eso no había duda. Tucker siempre había
albergado esa sospecha con respecto a Chaney, aunque no pensaba decírselo a
Lindsay. No tenía derecho a entrometerse en la vida privada de Mariah.
—¿Qué os parece si sirvo el café? —propuso Carol.
Lindsay se sacó las manos de los bolsillos.
—Deja que te ayude con las tazas —con el movimiento brusco, la capucha
del jersey, que hasta entonces había llevado puesta, se deslizó hacia atrás,
dejando su cabeza al descubierto.
—¡Lindsay, tu pelo! —exclamó Carol petrificada.
Su lustrosa mata de cabello rojizo ya no existía.
—Te lo has cortado —dijo Tucker asombrado, señalando lo obvio.
Lindsay se acarició el cuero cabelludo.
—Llevaba tiempo pensando en cortármelo. Y hace un rato pasé junto a la
peluquería y no había nadie dentro, así que me dije: «¿Qué diablos?».
—Ay, Dios —gimió Carol.
—¿De veras estoy tan horrible? —preguntó Lindsay.
—No, no —se apresuró a contestar Carol—. De verdad que no. De hecho,
te sienta bien. Es que ha sido toda una sorpresa.
—¿Tío Frank? ¿A ti qué te parece?
—Está... bonito. Pero, ¿por qué lo has hecho?
—Porque me daba calor y me estorbaba cuando iba a nadar, y... —las
lágrimas empezaron a afluir a sus ojos—. Dios santo, no he debido hacerlo,
¿verdad? Estoy horrible. Me siento tan estúpida...
Carol apartó la cafetera y soltó las tazas.
—No tienes por qué sentirse estúpida —dijo abrazándola—. A mí me
encanta, Lins. De veras. Estamos acostumbrados a verte con el pelo largo desde
que eras pequeña, así que es lógico que nos haya chocado al principio. Pero
estás muy guapa. Muy sofisticada.
Lindsay se retiró un poco para mirarla a los ojos.
—¿De verdad? ¿Tú crees?
—Desde luego —Carol sonrió y le enjugó las lágrimas. Luego le pasó la
mano por el corto cabello—. ¡Qué suave! Ahora te resultará más fácil cuidártelo.
Y lo bueno del pelo es que siempre acaba creciendo otra vez.
Lindsay asintió.
—Eso es verdad. Y mis amigos no lo verán hasta que regrese de California.
Para entonces ya me habré acostumbrado.
—Exactamente —dijo Carol animándola.
Lindsay recogió las tazas y las colocó en la mesa.
—No creo que a mi madre le importe —aseguró—. Al menos, no
demasiado. Como dice Carol, es solo cabello. Acaba creciendo otra vez.
—Habla por ti —dijo Tucker pasándose una mano por la cabeza. Lindsay
dejó escapar una risita.
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—¿Por qué no te lo dejas crecer nunca? —inquirió.
Carol, que en ese momento pasaba junto a su padre, con la cafetera, le dio
una palmadita con la mano libre.
—Calvo como el pompis de un bebé.
Tucker se encogió de hombros.
—No lo sé. Costumbre, quizá.
—¿Siempre te lo has afeitado?
Él asintió.
—Desde que estuve en la marina.
Lindsay cerró un ojo y se quedó mirándolo.
—Estoy tratando de imaginarte con pelo —en ese preciso instante empezó
a sonar el teléfono y Lindsay, siguiendo una indicación de Carol, fue a
contestar—. ¿Diga? Hola, mamá.
Tucker la miró a los ojos y le hizo una seña.
—El tío Frank quiere hablar contigo —dijo Lindsay a su madre. Luego se
dejó caer en la silla—. ¿Yo? No mucho. Salvo que... bueno, me he cortado el pelo
—miró a Carol y puso los ojos en blanco—. Hace un rato, sí. Fui a dar un paseo
en bici y hacía mucho calor... Sí, bastante corto. A Carol le gusta. En fin, ¿te lo
estás pasando bien ahí? —inquirió, cambiando de tema bruscamente. Su boca se
tensó, formando una delgada línea—. Sí, me sorprendió mucho. Podías
haberme avisado, ¿sabes? Me sentí como una idiota... Bueno, da igual. No me
importa, ¿de acuerdo?
A juzgar por las lágrimas que empezaban a formarse en sus ojos, Tucker
sospechó que sí le importaba, y mucho. Miró a Carol, que acababa de levantarse
en ese momento.
—Se me olvidó el ordenador —dijo ella en tono bajo, señalando hacia la
puerta del estudio.
—Me da lo mismo —siguió diciendo Lindsay—. Mira, mamá, haz lo que
quieras. Tengo que dejarte. Te paso con tío Frank —después de entregarle el
auricular a Tucker, se levantó y se acercó a la ventana.
Tucker la observó un instante, y luego respiró hondo.
—Hola, Mariah.
—Supongo que esto significa que ya no opto al premio de Madre del Año,
¿eh?
—No me preguntes.
—¿Sabes por qué está enfadada?
Tucker se planteó la posibilidad de mentirle. Pero, ¿de qué serviría?
—Sí, nos lo ha dicho.
Mariah emitió un profundo suspiro.
—Yo no sabía que Paul iba a asistir a la exposición —aseguró.
Eso no explicaba qué hacía Chaney en su habitación, naturalmente,
aunque tales detalles apenas importaban.
—Ya —fue lo único que Tucker acertó a decir.
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—Lins dice que se ha cortado el pelo. ¿Qué tal está?
—Le sienta bien —respondió él, aliviado con el cambio de tema—, una vez
que se recupera uno de la sorpresa.
—¿De la sorpresa? ¿Es que se lo ha cortado mucho?
—Buena pregunta. Lindsay, ¿cómo se llamaba esa cantante irlandesa que
rompió una fotografía del Papa en la televisión?
Lindsay se giró hacia él con las cejas enarcadas.
—Sinead OʹConnor.
—Esa. Como Sinead OʹConnor —dijo Tucker al auricular.
—¡Me tomas el pelo! —exclamó Mariah—. ¡No habrá sido capaz!
—Sí, bueno. Tuvo que hacerlo, ¿sabes?
—¿Por qué?
—Para que se le viera bien el tatuaje.
—¿El tatuaje?
—Sí, el que lleva en el cuello.
Lindsay meneó la cabeza y sonrió burlona. Carol, que acababa de entrar
en la cocina con el ordenador portátil, había oído lo suficiente como para
acercarse a su padre y darle una palmada en el brazo.
—Ya basta —le regañó con una expresión risueña en los ojos.
Él sonrió y volvió a concentrarse en el teléfono.
—Fui a recoger la carta, como me pediste.
—Sí, oí tu mensaje. Gracias. Eres un sabiondo, pero te lo perdono. ¿Qué
dice la carta?
—Eh... no es un buen momento para hablar de ello.
Mariah guardó silencio unos segundos.
—¿Sabes qué? —dijo por fin—. No me importa que Lins y Carol lo oigan.
Estoy harta de secretos de familia.
—No. Por teléfono, no.
—¿No puedes darme al menos una pista? ¿De veras afirma Urquhart que
mi padre murió asesinado?
—Ajá —confirmó Tucker.
—¿Y? ¿Tú lo crees? ¿No piensas que pueda tratarse de una maniobra para
sacar provecho de la fama de Ben?
Tucker miró de soslayo a Carol y a Lindsay, quienes estaban pendientes
de la conversación. Exhaló un fuerte suspiro.
—Es posible —respondió—. Pero he conseguido una información de otra
fuente que indica que puede estar en lo cierto.
—¿De qué otra fuente?
—¿Te acuerdas del Navegante?
—Sí, claro.
—¿Y de mi viaje?
Se produjo un silencio de sorpresa al otro lado de la línea.
—¡Me tomas el pelo! —resolló por fin Mariah—. ¿Ahí es donde estuviste?
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—Sí. Por petición suya. No puedo explicártelo por teléfono, pero...
Ella lo interrumpió con voz urgente.
—Frank, el Navegante ha muerto.
Tucker se enderezó en la silla.
—¿Qué?
—Ahora mismo estoy en el centro de comunicaciones del edificio de la
CIA. La noticia llegó esta mañana procedente de Moscú. ¿No te enviaron una
copia?
Él se pasó una mano por la cabeza.
—Hoy no he ido a trabajar. De todos modos, es posible que no me la
hayan enviado. ¿Cuándo sucedió?
—Dicen que lo encontraron muerto en su dacha ayer. Estaba enfermo, pero
su muerte, ha sido muy repentina, hasta el punto de provocar sospechas. En los
periódicos de allí se comenta que la policía quiere interrogar a un extranjero
que lo visitó, supuestamente, hace un par de días. ¡Dios santo, Frank! ¿Cuándo
te viste con él?
—Anteayer.
La línea telefónica se quedó en silencio.
—¿Frank? —dijo Mariah por fin.
—¿Sí?
—¿Dices que el Navegante te dio información sobre mi padre?
—Más o menos. Mira, te mostraré lo que tengo cuanto antes. Pero,
entretanto, debes actuar con suma cautela. ¿Has quedado en algo concreto con
el agente literario?
—Íbamos a tratar de reunirnos con Urquhart antes de que llegase Lindsay.
Pero ahora creo que cometí un grave error al no traerla conmigo desde el
principio. Intentaré cambiar su billete de avión para que pueda salir esta noche
mismo.
—Muy bien, hazlo. Pero, de momento, aparca los demás asuntos. Tengo
algunas cosas que comprobar. Volveré a llamarte en cuanto pueda.
Cuando colgó el auricular, un momento después, Carol y Lindsay estaban
reclinadas en sus respectivas sillas, con los brazos cruzados en idénticas poses
de expectación.
—¿Qué? —preguntó Tucker.
—No creerás en serio que vas a irte de aquí sin decirnos lo que pasa,
¿verdad? —dijo Carol.
—¿Corre peligro mi madre? —quiso saber Lindsay.
—¿Por qué dices eso?
—Porque pareces preocupado —respondió la joven—. No me digas que
no. No soy una niña ni soy estúpida. ¿Qué sucede?
—A tu madre no le pasará nada, te lo prometo. De hecho, está intentando
cambiar tu billete para que salgas esta noche en lugar de mañana. Te echa
mucho de menos —Tucker retiró la silla de la mesa—. Tengo que irme —
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recogió el ordenador portátil y luego frunció el ceño, dubitativo.
—¿Qué? —inquirió Carol.
Él activó el móvil.
—Nada. Solo quiero comprobar si tengo algún mensaje.
No le sorprendió oír un irritado mensaje de Jack Geist en el buzón de voz.
—¡Frankie! Soy Jack. ¿Dónde te has metido? Acabamos de recibir un
mensaje inquietante acerca de nuestro amigo enfermo. En cuanto a los
archivos... Bueno, hemos abierto tu archivador, pero no hemos podido
encontrarlos. Y, cosa curiosa... la papelera de tu triturador de papel está llena a
rebosar. Siento curiosidad, por decirlo de forma suave. Quiero que acudas a mi
despacho en cuanto oigas este mensaje, grandullón. ¿Entendido?
Perfectamente, se dijo Tucker con una mueca mientras colgaba.
—¿Papá? —lo apremió Carol.
Él se inclinó sobre ella y le dio un beso en la frente.
—Gracias por el café, pequeña. Tengo que irme —luego se dio media
vuelta y se internó en la lluvia antes de que Carol o Lindsay pudieran protestar.
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Capítulo 10
Había que verlo para creerlo.
No era la primera vez que Scheiber veía cómo sacaban un cadáver de un
recipiente lleno de agua caliente, de modo que sabía ya qué esperar. Pero no
podía decirse lo mismo de Dave Eckert y la pareja de policías del departamento
de Newport Beach que deambulaba por la terraza del señor Korman.
Scheiber pudo haberles avisado, pero, ¿dónde hubiera estado entonces la
parte divertida?
Se apartó ligeramente para observar sus reacciones. La forense hizo una
señal y sacaron el cadáver, hecho un ovillo y casi rígido, de la bañera. Luego lo
colocaron en el suelo, de costado. Los presentes se quedaron estupefactos, como
mínimo.
—Hijo de puta —exclamó Eckert. Miró en torno y comprobó que no había
sido el único sorprendido. Uno de los agentes, estaba pálido como un fantasma.
—¿Se encuentra bien, Miller? —le preguntó Scheiber—. Quizá deba bajar y
sentarse durante un par de minutos.
—No, estoy bien —respondió Miller apurado—. Es sólo que no esperaba...
¡Dios bendito! ¿Qué le está pasando?
Todos se volvieron hacia el cadáver, que estaba experimentando una
transformación delante de sus propios ojos. Su anterior tono gris rosado había
ido dando paso a un blanco cerúleo. Al cabo de pocos minutos, parecía una
estatua de alabastro esculpida por Rodin.
—Según me lo explicaron —dijo Scheiber—, tiene que ver con el
crecimiento de los microbios después de la muerte. ¿A qué temperatura estaba
el agua, Dave?
Eckert alzó un termómetro adherido a una de las paredes de la bañera.
—A cuarenta grados centígrados. Ya he comprobado el calentador —
añadió—. Al haberse atascado el temporizador, habrá estado cociéndose
durante toda la noche. Supongo que los microbios se habrán multiplicado con
mayor rapidez debido al calor del agua.
—Exacto —dijo Scheiber asintiendo. Luego se giró hacia Miller, cuya tez
empegaba a recuperar su color normal—. Pero el suministro de oxígeno queda
restringido mientras el cuerpo se halle debajo del agua. Eso mantiene a las
bacterias a raya y les impide hacer su trabajo. Esto es, descomponer los tejidos
orgánicos. Pero en cuanto el cadáver es expuesto al aire, la descomposición
comienza instantáneamente, al doble de su ritmo normal.
—Parece una secuencia emitida a cámara rápida —observó Eckert, ya
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recuperado de la sorpresa inicial.
—Seguro que Iris podrá ofrecer una explicación más técnica.
Iris Klassen estaba acuclillada junto al cuerpo, extrayendo un par de
guantes de látex de su maletín. Estampado en la espalda de su polo blanco
figuraba el rótulo FORENSE, en grandes letras de molde.
—Se trata del efecto anaerobio enfrentado al efecto aerobio. Es decir, de la
ausencia y la presencia de oxígeno —explicó al tiempo que se ponía los
guantes—. En realidad, su explicación ha sido muy acertada.
Scheiber se inclinó sobre su hombro mientras ella ponía manos a la obra,
buscando señales de violencia o algo fuera de lo normal en el cadáver.
Eckert, entretanto, tomaba fotografías.
—¿Qué opinas, Iris? —inquirió—. ¿Crees que ha sido un infarto?
—Dame unos cuantos minutos. Soy buena, pero no una súper heroína —la
forense tomó la temperatura del cuerpo y la anotó en su cuadernillo—. De
todos modos, si ha sido un infarto, lo sabremos con seguridad después de la
autopsia.
—¿Qué temperatura tiene? —preguntó Scheiber.
—Treinta y siete grados y cuatro décimas, pero es por el calor de la
bañera. El rigor mortis indica que este tipo lleva muerto varias horas. Ya se
habría enfriado de no haberse pasado la noche entera cociéndose en su propia
salsa —la forense examinó el cuerpo centímetro a centímetro, por todas partes.
Scheiber y los demás policías ayudaron a darle la vuelta, lo cual no era tarea
fácil, dada la rigidez del cadáver—. Se dio un golpe en la sien —dijo Klassen—.
No se magulló mucho, pero sin duda sucedió antes de la muerte —exploró con
los dedos el resto del cuero cabelludo, separando el escaso pelo cano del
hombre. No había más señales de traumatismos.
—¿Se ahogó tras darse un golpe fuerte en la cabeza? —inquirió Eckert en
voz alta.
—No sé —respondió Scheiber—. Me parece muy raro, a menos que
estuviera totalmente estirado y tumbado boca arriba —estudió los bordes de
plástico de la bañera y luego el cuerpo. Señaló la pierna derecha—. Tiene
cardenales en las espinillas, pero parecen más antiguos. Quizá se golpeó con el
borde de la bañera al meterse en el agua.
Klassen examinó las espinillas y asintió.
—Esas magulladuras son más antiguas —se inclinó y olfateó el cadáver—.
Detecto cierto olor a alcohol. ¿Hay alguna prueba de que estuviera bebiendo?
—Tiene gracia que lo menciones —dijo Eckert—. Recogimos una copa que
había junto a la bañera. El contenido se había derramado, pero por el olor yo
diría que era Glenlivet puro. Hemos embolsado una muestra para el
laboratorio.
Ella enarcó una ceja.
—Caramba, eres bueno.
—No resultó difícil deducirlo —Eckert se encogió de hombros—, sobre
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todo porque vi la botella en la mesa del dormitorio.
Klassen sonrió y se apartó un poco.
—¿Quieres tomar unas fotos de las magulladuras, por si acaso?
—Gracias —contestó Eckert al tiempo que acercaba la cámara.
Scheiber los observaba con curiosidad. ¿Se habían mostrado tan solícitos y
charlatanes el uno con el otro en otros casos recientes?, se preguntó. ¿O había
sucedido algo mientras él estaba de luna de miel? Bueno, ¿y por qué no?
Klassen y Eckert estaban solteros, sanos y eran heterosexuales.
Y ahora que lo pensaba, se dijo Scheiber con sarcasmo, Iris se había
comportado inusualmente bien aquel día.
La forense había estado casada con un policía novato de Santa Ana, que
recibió un tiro en la cabeza a los seis meses de entrar en el servicio. Iris lo había
atendido durante dos largos años, hasta que, finalmente, una embolia acabó con
el pobre tipo.
La mujer de Dave Eckert, por su parte, lo había dejado por el cirujano
ortopédico que lo atendió cuando se partió la pierna en un accidente de esquí.
—Tiene las manos muy arañadas —dijo Klassen al tiempo que les daba la
vuelta para estudiar las palmas—. Fíjate, Jim —Scheiber se arrodilló a su lado—
. Resulta difícil verlo, porque han estado toda la noche sumergidas bajo el agua,
pero tiene muchos cortes y arañazos aquí.
—El vecino dice que estuvo trabajando en el jardín ayer —señaló Eckert—.
He visto algunos rosales.
—¿Y qué hizo? ¿Podarlos con las manos? —dijo Scheiber con
escepticismo—. Iris, ¿no puede tratarse de cortes defensivos? ¿Como si hubiera
intentado defenderse de alguien que le atacara con un cuchillo?
Ella negó con la cabeza.
—Lo dudo. Los cortes no parecen lo bastante profundos como para haber
sido hechos con la hoja de un cuchillo. Algunos son simples pinchazos. Creo
que Dave puede tener razón en lo de los rosales.
—Sí —convino Scheiber al tiempo que echaba un vistazo más de cerca.
—Tiene las uñas muy limpias, pero puede que se deba al largo remojón —
tras examinar el resto del cuerpo, Klassen hizo una señal a su ayudante, quien
lo cubrió con una sábana.
Las rodillas de Scheiber protestaron audiblemente conforme se
incorporaba.
—Estoy deseando ver el resultado del análisis de toxinas del laboratorio.
—¿Por qué? ¿Has visto algo que sugiera la posibilidad de un suicidio? —
inquirió Klassen, también poniéndose en pie.
—No estoy seguro. Hay somníferos en la mesita de noche. Dalmane,
rezaba en la etiqueta.
La forense lo anotó en la libreta.
—Y algo de Prozac en el botiquín del cuarto de baño —agregó Scheiber—.
He contado las píldoras para dormir, y solo faltan once de las sesenta que
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contenía el bote. Del Prozac falta la mitad, aunque la caja tiene casi un año de
antigüedad.
—¿No dijo alguien que su mujer murió el año pasado?
—Sí, nos lo comentó el vecino —explicó Scheiber—. Tengo que verificarlo.
Quizá el tipo estaba deprimido y por eso le recetaron el Prozac. Iré a la farmacia
a indagar.
—Muy bien. Eh, muchachos —dijo Klassen a los agentes— ¿nos ayudáis a
cargarlo en la camilla? Tendremos que prescindir de la bolsa de plástico.
Los ayudantes de la forense, Scheiber, Eckert y los otros dos agentes
rodearon el cadáver.
—Cuando cuente hasta tres —indicó Klassen—. ¡Uno, dos, tres!
Se oyó un quejido colectivo conforme alzaban la forma inmóvil hasta la
camilla. Las rodillas dobladas y el codo sobresalían por uno de los bordes.
Klassen abrió una bolsa de vinilo negra y la extendió sobre la figura para
camuflarla.
—No quiero que ningún niño tenga pesadillas —dijo. Luego hizo un par
de anotaciones más en su libreta—. ¿Habéis visto más medicinas en la casa? —
inquirió.
—Sí, un bote vacío de tetraciclina y otro de Tagamet —contestó Scheiber—
. Eso es todo. Para ser un anciano, parecía tener una salud extraordinaria.
Ella tomó nota.
—¿Vive alguien más en la casa?
—Parece que no.
—¿Se sabe cuáles son sus parientes más cercanos?
—Todavía no. Tendré que avisarte en cuanto lo averigüemos —dijo
Scheiber.
—Habrá que precintar la casa —anunció Klassen—. ¿Te encargas tú, o lo
hago yo?
—No, déjalo —respondió él—. Lo haré yo. Pienso seguir con la
investigación mientras no tengamos confirmación de la causa del fallecimiento.
Klassen asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Te llamaré en cuanto se concrete la fecha de la autopsia.
Seguramente no será hasta pasado mañana. El personal del depósito librará este
puente. Bueno —agregó mirando a Eckert—, necesitaremos ayuda para bajarlo
por la escalera de caracol.
—Cuenta con ello —respondió él, dejando apresuradamente las cámaras
fotográficas en un sillón cercano.
Scheiber se acercó a la barandilla de la terraza. La multitud congregada en
la calle había aumentado, aunque permanecía retirada de la casa gracias a la
cinta amarilla. Se giró hacia Eckert.
—Espera un momento, Dave. Trae tu Nikon.
Eckert volvió a recoger la cámara y acercó a él.
—¿Qué pasa?
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—Toma unas cuantas fotos de los alrededores, por favor.
—¿Crees que hay un asesino merodeando por ahí?
—No sería la primera vez, pero, ¿quieres que te diga la verdad? Me parece
que el anciano pasó demasiado tiempo en la bañera y sufrió un infarto. Aun así,
más vale asegurarse.
Eckert estaba supervisando el callejón con la lente de la cámara. De
pronto, emitió un resoplido y se acercó la cámara al pecho.
—¡Jesús! ¿Quieres echarle un vistazo a ese cabrón de Livermore?
Klassen acababa de colocarse junto a ellos.
—Ah, sí. El regalo caído del cielo para las mujeres.
Livermore se pavoneaba junto a la cinta amarilla, muy serio, deteniéndose
de vez en cuando para tomar alguna anotación. Inclinadas sobre la cinta había
un par de jovencitas vestidas con pantalones cortos y camisetas muy ceñidas.
Una de ellas le dijo algo a Livermore, y la otra dejó escapar una risita. El agente
echó a andar hacia ellas lentamente, ajustándose las gafas de sol mientras se
acercaba.
—Miradlo. Les va a examinar el escote —dijo Klassen.
—El fenómeno del hombre con uniforme —comentó Scheiber—. Siempre
da resultado.
—Sí, bueno, tal vez —respondió Klassen—. Pero a mí, personalmente,
Livermore me deja fría.
Eckert pareció aliviado.
En ese momento, un teléfono empezó a sonar en el interior de la casa.
Scheiber y Eckert se miraron.
—¿Contesto? —inquirió el segundo conforme entraban en el dormitorio.
—Espera. A lo mejor hay algún contestador conectado —al sonar el tercer
tono, Scheiber vio el contestador automático situado en la barra que separaba la
cocina de la sala de estar, y tomó mentalmente nota de examinarlo antes de
marcharse. El aparato se activó, y una voz grabada, masculina, se elevó hasta el
techo de vigas de roble.
—Ha llamado a la agencia literaria Korman. Deje su mensaje. Me gustaría
saber de usted.
Fuerte, contundente, conciso. No había la menor indicación de que el que
hablaba era un anciano, se dijo Scheiber. Neoyorquino, seguro. Solían ser gente
muy dura.
Después de la señal se oyó una voz femenina, cuyo acento resultaba difícil
de identificar. Aunque no era de Nueva York.
—Hola, Chap. Soy Mariah. Esperaba poder hablar contigo antes de que
concertaras la reunión con el profesor Urquhart. Creo que deberíamos aplazarla
hasta haberlo hablado un poco más. Cuanto más lo pienso, menos consistente
me parece la idea del plagio... independientemente de la teoría del asesinato.
Eckert y Scheiber intercambiaron miradas de perplejidad. ¿Asesinato?,
inquirió Eckert, formando la palabra con los labios.
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—Tú conocías a mi padre. Aunque le faltara sentido moral, Ben Bolt nunca
carecía de ideas a la hora de escribir, ¿verdad? ¿Por qué me da la sensación de
que el tal Urquhart pretende extorsionarnos? —un largo suspiro ocupó la
línea—. Ahora comprendo que debí haber leído con más detenimiento esos
documentos inéditos, tanto el manuscrito como el diario, antes de entregártelos.
Lo siento, Chap. Sin embargo, antes de ver a Louis Urquhart, quisiera leerlos.
Supongo que así es como pasaré las vacaciones, me guste o no. Luego
decidiremos qué hacer, si te parece bien. Esperaba estar libre hoy, pero los
poderes fácticos, malditos sean, aún no están dispuestos a dejarme tranquila.
Estaremos ahí mañana, probablemente. Si necesitaras hablar conmigo antes,
déjame un mensaje en el Beverly Wilshire, ¿de acuerdo?
Scheiber y Eckert permanecieron en silencio durante largos segundos.
—Muy bien —dijo Scheiber por fin—, ahora sí que estoy oficialmente
intrigado. Que nadie entre aquí sin mi permiso hasta que averigüemos de qué
va todo esto.
—¿Lo ha llamado «Chap»? —dijo Eckert—. ¿Crees que se trata de un
apodo?
—Seguramente.
Tras ellos se oyó el chirrido de unas ruedas.
—¿Qué sucede, muchachos? —Iris Klassen dirigía la camilla hacia el
vestíbulo. Sus ayudantes se afanaban en remeter los bordes de la bolsa de vinilo
para que la camilla pudiera pasar por la puerta del dormitorio. Se atascó un par
de veces, al topar las rodillas de la víctima con el marco de la puerta. Resultaba
muy poco digno estar muerto en presencia de desconocidos, se dijo Scheiber,
haciendo una mueca mientras contemplaba aquella agresión contra los huesos
del fallecido señor Korman.
Klassen debía de pensar lo mismo.
—¡Eh, muchachos! ¿Qué os parece si intentamos que llegue entero al
depósito, eh? —se giró hacia Scheiber y Eckert—. ¿Quién era esa mujer?
—Parece que se trata de la hija de Benjamín Bolt —contestó Eckert—. Ya
sabes, el escritor. Korman era agente literario, así que Bolt debió de ser uno de
sus clientes.
Scheiber frunció el ceño.
—Es muy famoso, ¿no?
—Y tan famoso, Jim —dijo Eckert—. Está más o menos a la altura del
mismísimo Ernest Hemingway.
—¿Y la mujer que ha llamado es su hija? —inquirió Klassen.
Scheiber asintió.
—Supuestamente debía reunirse con Korman. Debe de ser de otro estado.
Se hospeda en el Beverly Wilshire.
—Fíjate.
Scheiber frunció los labios y dio golpecitos con el bolígrafo en la libreta.
—De modo que si el señor Korman tenía en su poder documentos inéditos
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de Ben Bolt, estos debían de ser muy valiosos, ¿no?
—Imagino que sí —respondió Eckert.
—Mmm...
—¿Qué?
—Nada —musitó Scheiber—. Vosotros cargad el cadáver en el furgón,
chicos. Yo me quedaré para echar otro vistazo y hablar con el vecino.
Mientras los demás bajaban trabajosamente la camilla por la escalera de
caracol, Scheiber regresó al despacho atestado de libros. Tras sentarse en el
sillón de cuero situado detrás de la enorme mesa, empezó a examinar los
montones de documentos y manuscritos diseminados por la superficie. Cuando
hubo terminado, procedió a abrir los cajones e inspeccionar su contenido.
Al regresar Dave Eckert, encontró a Scheiber delante de un armario,
rebuscando entre las cajas y pasando las manos por las paredes.
—¿Qué estás buscando?
—Una caja fuerte. Parece que aquí había antes dos dormitorios pequeños,
sólo que echaron abajo un tabique para construir un despacho más espacioso.
Pensé que Korman habría puesto una caja fuerte en este armario, pero no la
encuentro. No habrás visto alguna en otras partes de la casa, ¿verdad?
—No, pero echaré otra ojeada. ¿Detrás de los cuadros, quizá? En el primer
piso los hay del tamaño adecuado para ocultar una caja fuerte.
—Sí, estoy de acuerdo. Echemos un vistazo.
Recorrieron todas las habitaciones de la casa, hasta acabar nuevamente en
el despacho.
—No hay caja —dijo Eckert.
—No, no hay caja.
—¿Y qué significa eso?
—Significa que, si hemos de creer a la mujer que llamó por teléfono, el
señor Korman tenía unos documentos muy valiosos guardados en algún lugar
de la casa. Pero no están. He mirado y remirado, sin encontrarlos.
—¿Hasta qué punto crees que son valiosos? —inquirió Eckert.
—Digámoslo de este modo... Si alguien tuviera una novela inédita de
Ernest Hemingway, o su diario personal, ¿cuánto valdría?
—Caramba. Una fortuna. ¿Y eso tenía Korman, según esa mujer?
—Sí. Un manuscrito de Ben Bolt y un diario —contestó Scheiber. Luego
estiró los brazos—. Pero no están aquí, ¿verdad?
—Oh, oh —exclamó Eckert ominosamente—. Un móvil.
Scheiber asintió.
—Un móvil —justo en ese momento, algo que antes había pasado por alto
atrajo su atención. Se dirigió hacia el armario abierto y, a continuación, se
acuclilló junto a la repisa del fondo—. Eh, Dave, toma una fotografía de esto,
¿quieres?
—¿De qué? ¿De una estantería vacía?
—Vacía —dijo Scheiber asintiendo—. ¿No te parece extraño? Las demás
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están abarrotadas. Y no siempre ha estado vacía. ¿Ves? En el polvo se aprecia el
contorno de un objeto grande y rectangular.
Eckert empezó a tomar fotos.
—¿Más libros? ¿O manuscritos?
—No. Demasiado grande. Yo diría que se trataba de una caja —Scheiber se
sentó sobre sus talones mientras se oía el «clic» de la cámara.
—Pero, ¿qué contenía esa caja?
—¿Y dónde está ahora? —añadió Scheiber—. Lo que es más, ¿quién se la
llevó, y cuándo?
Nada era sencillo en la vida, se dijo Mariah con un suspiro. La lacónica
respuesta del subdirector de operaciones a su informe resplandecía en la
pantalla del ordenador, frente a ella.
«Las perspectivas son prometedoras. Debe usted asistir al banquete de
gala. Busque la oportunidad de proponer al sujeto la posibilidad de una mutua
cooperación. Esperamos su informe».
Jack Geist quería que vigilara a Shelby Kidd y a Valery Zakharov mientras
almorzaban y que, de paso, le preguntara a Yuri Belenko si no le importaba
actuar como agente doble.
—Genial —musitó—. Es sencillamente genial.
Oyó el sonido de otros teclados de ordenador alrededor de la pequeña
cabina que ocupaba, en el centro de comunicaciones federal. Aquel sitio era una
colmena de terminales de ordenador, cada una de ellas conectada con las partes
más secretas de la red federal, donde las máquinas se hablaban entre sí en
códigos digitales encriptados.
Mariah miró en torno, pero las pocas caras que vio le resultaban
desconocidas.
Hizo una mueca de disgusto al releer el mensaje del subdirector. Los
demás podían estar haciendo sus planes para el puente del Cuatro de Julio,
pero era evidente que Jack Geist prefería otra clase de placeres. Según el
encabezado del mensaje electrónico, Geist lo había enviado desde Langley a las
5.37 a.m., sólo una hora después de que ella hubiera remitido su informe.
¿Acaso aquel hombre no tenía un hogar? ¿No dormía nunca?
Lo último que deseaba Mariah era asistir a un banquete de gala, pero no le
habían dejado opción. En fin. La misión le llevaría un par de días, en lugar de
solo uno. Asistiría al banquete. Y luego quedaría libre.
Mariah llamó a la agencia de alquiler de vehículos para indicar que se
pasaría aquella misma tarde a recoger el coche que tenía reservado. No
obstante, cambiar el billete de avión de Lindsay fue harina de otro costal.
Finalmente, lo mejor que pudo conseguir en víspera de día festivo fue un vuelo
que llegaba a Los Ángeles a medianoche. Solo ganaban unas cuantas horas,
pero era preferible a que Lindsay permaneciera un día más en Alexandria,
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mordiéndose las uñas.
Cuando llamó a casa de Carol para comunicárselo a Lindsay, esta no
pareció muy entusiasmada.
—No sé por qué te has molestado.
—Porque quiero que estemos juntas —dijo Mariah—. Y cuanto antes,
mejor.
—¿Y qué pasa con Paul?
—Le entregarán las llaves de la casa hoy mismo. Podríamos ir allí
directamente, pero llegarás tan tarde que resulta más lógico que pases la noche
en el hotel.
—¿Paul se hospedará en la casa de la playa, con nosotras?
—¿Paul? Claro que no —respondió Mariah tajantemente—. Pero recuerda
que ha sido él quien se ha desvivido por buscarnos esa casa. Me parece injusto
que lo trates como si fuera el enemigo público número uno.
—Sí, bueno. Te has acostado con él, mamá, así que imagino que ya ha
conseguido el agradecimiento que buscaba.
Mariah palideció. Contó mentalmente hasta diez antes de contestar. Y
cuando respondió, lo hizo en voz baja, uniforme, peligrosamente controlada.
—Lindsay, nunca te he pegado. Pero tienes suerte de que ahora mismo no
esté ahí, a tu lado. Escúchame con atención. Como vuelvas a decirme algo
semejante, o a utilizar de nuevo ese tono conmigo, las consecuencias serán
graves. ¿Comprendes?
La línea siguió en silencio.
—¿Lo comprendes?
La respuesta fue correcta, pero hostil.
—Sí, señora.
—Mira —dijo Mariah—, sé que anoche te llevaste una sorpresa. Y lo
lamento. De haber sabido que Paul vendría, te lo habría dicho. Pero su
presencia me sorprendió tanto como a ti. Sin embargo, por esta vez disculparé
tu conducta.
—¡Él era amigo de papá! ¡No tiene ningún derecho a intentar ocupar su
lugar!
Mariah se reclinó en la silla giratoria y cerró los ojos, llevándose una mano
a la frente.
—Paul nunca podría ocupar su lugar, Lindsay. Ni él ni nadie.
—Entonces, ¿por qué insiste?
—Intenta ser un buen amigo. No sé si te acordarás, pero tú lo considerabas
un tipo estupendo al principio, cuando yo solo deseaba librarme de él. Y
ahora... —Mariah retorció el cable del teléfono—. No sé cómo la situación ha
podido escapárseme de las manos, Lins. Lo creas o no, las madres no somos
omnisapientes ni infalibles, a pesar de que se diga lo contrario. Te mentiría si
dijera que sé qué voy a hacer con respecto a Paul... Pero de lo único que estoy
segura últimamente es de que tú eres la persona que más me importa en este
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mundo. Así que, ¿aceptas una tregua mientras duren las vacaciones?
Mariah presintió que Lindsay podía estar llorando, o al borde del llanto,
pero no se oyó nada al otro lado de la línea.
—Te veré esta noche —dijo por fin Lindsay bruscamente, antes de colgar.
El radiante resplandor del sol deslumbró a Mariah a la salida del centro de
comunicaciones federal. Se detuvo un momento en la puerta para permitir que
sus ojos se acostumbraran y buscó las gafas de sol en el bolso. Corría un aire
cálido y seco, típico del sur de California, según recordaba del tiempo que había
pasado allí en su infancia.
Tras ponerse las gafas de sol, se dispuso a cruzar la ancha explanada que
había hasta los aparcamientos. Había avisado por teléfono a un taxi para que la
llevase al restaurante donde Shelby Kidd presidía el banquete en honor del
Ministro de Asuntos Exteriores de Rusia.
Tras recibir las señas del restaurante, el taxista se incorporó al tráfico. Y
fue entonces cuando Mariah vio de nuevo el sedán oscuro. El mismo que había
estado ante la puerta del hotel la noche anterior. Circulaba muy pegado al taxi,
tan próximo que ella no acertaba a ver la matrícula. Cuando el taxi giró hacia el
Wilshire Boulevard, el sedán lo siguió de cerca.
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Capítulo 11
—¿Señor Lewis? ¿Le apetece un poco de champaña antes del almuerzo?
Frank Tucker retiró los ojos de las verdes laderas de los Apalaches, a más
de nueve mil metros por debajo del avión, y vio a la azafata rubia que
permanecía en pie junto a él, con una botella en la mano.
Frank asintió.
—¿Por qué no? —más le valía disfrutar de su vida ficticia, como el
ejecutivo Grant M. Lewis, mientras durase.
—¿Va usted a Los Ángeles por negocios o por placer? —inquirió ella
mientras el burbujeante líquido llenaba la copa.
—Por negocios, sobre todo.
La azafata le pasó la copa.
—Negocios, ¿eh? Déjeme adivinar. Se me suele dar muy bien —le echó un
vistazo de arriba abajo, con la frente arrugada. Tucker, casi intimidado por
aquel intenso escrutinio, se alegró de que la camisa negra que llevaba fuera
nueva—. ¿Pertenece al negocio del espectáculo? —aventuró ella—. ¿Es agente,
quizá? No, espere... No parece usted un hombre que se conforme con sentarse
tras una mesa. Tiene que ser algo más activo —se dio unos golpecitos con el
dedo en el mentón. De pronto, su rostro se iluminó—. ¡Ya sé! ¡Coordinador de
efectos especiales! Explosiones, persecuciones en coche, cosas así. ¿Voy muy
desencaminada?
Divertido, Frank se pensó la respuesta.
—Bueno, en la actualidad me dedico más bien a la caza de talentos.
—¡Ajá! Un cazador de talentos. En fin, tampoco me he equivocado mucho,
¿verdad?
Él asintió, permitiendo que la azafata siguiera sacando sus propias
conclusiones.
—Ya le he dicho que suele dárseme bastante bien —dijo la azafata en tono
alegre—. Llevo ya seis años volando. En ese tiempo se conoce a toda clase de
gente.
—Sí, es asombroso.
—¿Verdad que sí? Y dígame —prosiguió ella, inclinándose amistosamente
sobre él—, ¿colabora con alguno de los grandes estudios?
Sólo había otro par más de pasajeros en la sección de primera clase, y
ninguno parecía necesitar los servicios de la azafata, de momento. Ni desear sus
atenciones en exclusiva, se dijo Tucker divertido.
—Digamos que soy un agente independiente —contestó.
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—Debe de ser muy agradable, eso de tener un negocio propio. Mi novio
aspira a abrir su propia empresa. Es informático, y ahora mismo trabaja para
Microsoft. Le gusta a usted trabajar por su cuenta, ¿eh?
Tucker se encogió de hombros.
—Bueno, no se me da bien recibir órdenes.
Un suave zumbido se oyó en el techo del avión, y la azafata hizo una
mueca al tiempo que exhalaba un suspiro.
—El deber me llama —dijo—. ¿Desea algo más antes de que me vaya?
—No, gracias —Tucker señaló con la barbilla el maletín situado en el
asiento de al lado—. Tengo trabajo que hacer. ¿Hay algún problema en que
utilice el ordenador portátil?
—No, ningún problema —la sonrisa cálida de la joven lo envolvió una vez
más—. Le veré dentro de un rato, señor Lewis. Vamos a servir un almuerzo
ligero, pero, si necesita algo antes, sólo tiene que avisar, ¿de acuerdo?
—Sí, gracias.
La mano de ella se posó brevemente en su hombro, y por fin la azafata
desapareció por el pasillo del avión. Tucker cerró los ojos, bañándose en la
calidez residual de su contacto, apenas capaz de identificar la sensación de
deseo que se agitaba en su interior. No tenía tanto que ver con aquella chica en
particular como con la simple necesidad de sexo. Se sentía más vivo de lo que se
había sentido en muchos años.
Tucker tomó un trago de champaña y, tras soltar la copa, alargó la mano
hacia el maletín. Al abrirlo, el sobre de Courier Express de Mariah se deslizó
por la funda de plástico del ordenador portátil. Tucker titubeó y luego tomó el
sobre. Al darle la vuelta, tres folios de papel de cebolla, llenos de apretada letra
manuscrita, cayeron sobre su regazo. Una carta manuscrita era infrecuente en la
actualidad, se dijo, y desdobló los folios para releerlos.
En la esquina de la última hoja figuraba una posdata de Korman, el agente
literario:
Mariah:
Esta carta me llegó en respuesta a las noticias publicadas por la prensa sobre
los documentos de tu padre. Las afirmaciones que contiene me eran desconocidas
hasta este momento, pero tendremos que decidir qué hacer al respecto antes de
plantearnos la publicación de la novela. Lo hablaremos cuando llegues.
La carta adjunta estaba escrita y firmada por Louis B. Urquhart, profesor
de literatura norteamericana de la Universidad de California, en Los Ángeles.
Estimado señor Korman:
Lynn Barnard, directora de WorkmanBrown, la editorial que publica la obra
de Benjamin Bolt, ha tenido la amabilidad de facilitarme su dirección. Quizá ella
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le haya comentado que actualmente estoy elaborando un estudio exhaustivo acerca
de la vida y la obra de Bolt. Quizá sepa también que he ganado el Premio Pulitzer
con mi biografía de Jack Kerouac. Lo señalo, simplemente, para recalcar la seriedad
de mis credenciales.
He sabido, por medio de la señora Barnard, que suele estar usted en contacto
con la hija y única heredera de Bolt, Mariah. Me consta que ella se ha negado a
conceder entrevistas hasta el momento presente, pero espero que acceda usted a
servir de intermediario entre ambos. Evidentemente, deseo entrevistarla para
preguntarle acerca de su fallecido padre. Pero, al mismo tiempo, estoy convencido
de que a Mariah le gustaría conocer cierta información que he descubierto
recientemente, relacionada con los últimos días de su padre. Pueden tener la
seguridad de que no es mi intención crear un escándalo. Al contrario, es mi
admiración hacia Benjamin Bolt y su obra lo que me impide guardar silencio.
Como sabe, el inicio de la década de los sesenta, cuando Bolt escribió el
grueso de la obra por la que se le recuerda, fue un período de intenso activismo
político en el país y de tensiones en el extranjero: el idealismo de la administración
Kennedy, el movimiento por los Derechos Civiles, la Guerra Fría, la crisis de los
misiles en Cuba y el comienzo de la participación norteamericana en Vietnam. Es
indudable que estos acontecimientos influyeron tanto en el pensamiento de Bolt
como en su obra. Ninguno de sus biógrafos, sin embargo, menciona un hecho de
vital importancia acontecido poco antes de su muerte.
Ni siquiera estoy seguro de que usted, como agente suyo, estuviera al tanto
de su breve relación con una organización denominada Escritores por la Paz.
Dicha asociación internacional de poetas y autores fue considerada por muchos en
su época como una organización comunista financiada por Moscú. Aunque esto
no se ha llegado a probar nunca, mi investigación sugiere que las altas esferas
soviéticas sí tuvieron al EPP por un grupo abierto a la manipulación... Un «club
de inocentes», por utilizar un término de la propaganda soviética: intelectuales
liberales a través de los cuales se podía hacer llegar al Oeste una visión positiva de
la Unión Soviética.
En junio de 1964 se celebró en París una conferencia del EPP, a la que
asistieron unos sesenta escritores de diversos países. El presidente Kennedy había
sido asesinado unos meses antes. Con el país deslizándose hacia el desastre de
Vietnam, y el movimiento por los Derechos Civiles provocando altercados
violentos en el sur, la conferencia del EPP dio muestras de convertirse en un
acontecimiento de marcado carácter antiamericano.
Esperando sacar provecho de semejante estado de ánimo, y como un gesto de
su supuesta política aperturista, Moscú permitió que un conocido escritor ruso,
Anatoly Orlov, asistiera a la conferencia. Héroe de la II Guerra Mundial y tratado
oficialmente como una celebridad en la Unión Soviética, Orlov se había mantenido
en un plano discreto desde el fin de la guerra. Corrían rumores de que sus últimos
escritos habían ofendido a las altas esferas comunistas. Incluso se afirmaba que
vivía bajo arresto domiciliario. El hecho de que recibiera un visado de salida para
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asistir a la conferencia del EPP indica, probablemente, hasta qué punto Moscú se
consideraba capaz de controlar el programa. Quizá el Kremlin también suponía
que, a sus setenta y dos años, Orlov era ya demasiado viejo para causar problemas.
En la actualidad quedan vivos muy pocos de los conferenciantes, pero he
conseguido localizar una fuente que afirma que Anatoly Orlov y Benjamin Bolt
no sólo llegaron a conocerse, sino que hicieron amistad. Incluso empezó a circular
el rumor de que pensaban colaborar juntos. Pero, entonces, Orlov sufrió un
colapso y fue trasladado rápidamente a Moscú. Tres meses más tarde, su muerte se
anunció en el diario Pravda. Hasta el día de hoy, sin embargo, no se ha publicado
una sola obra de Orlov escrita después de 1945.
Bolt, mientras tanto, había desaparecido del mapa. Según la fuente que
entrevisté, Bolt comentó a algunos amigos suyos que estaba trabajando en una
nueva novela, pero fue parco en detalles, y poca gente volvió a verlo después de la
conferencia del EPP.
Benjamin Bolt murió en París, el 4 de septiembre de 1964... El mismo día en
que se anunció la muerte de Orlov en Moscú. No creo que se trate de una
coincidencia. Creo que Bolt fue asesinado... igual que Orlov, estoy seguro de ello.
Señor Korman, no es mi deseo angustiar innecesariamente a la hija del señor
Bolt. Por ese motivo no he dicho a nadie, ni siquiera a su editor, lo que en mi
opinión es la verdad del caso que nos ocupa: que el manuscrito que ella descubrió
entre los papeles que Bolt envió desde París, pocos días antes de su muerte, no fue
obra suya en absoluto, sino la traducción al inglés de una novela escrita por
Anatoly Orlov, sacada subrepticiamente de la URSS durante la conferencia del
EPP. Mi teoría es que Orlov se la confió a Bolt para su posterior entrega a un
editor occidental.
Es inevitable que la verdad salga a la luz, tarde o temprano, sobre todo con
la caída del comunismo en Rusia y la apertura paulatina de los archivos secretos
del antiguo régimen. Si permite usted que la novela se publique bajo el nombre de
Bolt, dicha circunstancia constituirá una inmerecida mancha en la excelente
reputación literaria del autor.
Creo que es imprescindible que nos reunamos cuanto antes para hablar del
asunto. Entretanto, le recomiendo encarecidamente que posponga la publicación
de la novela.
Atentamente,
Louis B. Urquhart.
Tucker dobló la carta lentamente y volvió a guardarla en el sobre.
Quizá Chap Korman no hubiera tenido noticia de la implicación de Ben
Bolt con Escritores por la Paz, pero la CIA sí. Como la mayoría de grupos
sospechosos de simpatizar con los comunistas, durante aquella época, el EPP
había sido investigado secretamente por la Agencia, cuyos espías habían
registrado los nombres de aquellos «inocentes» a los que el Kremlin esperaba
manipular. La conferencia de 1964 constituía un hecho menor en el panorama
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general de la Guerra Fría. Sin embargo, quince años más tarde, había vuelto a
salir a la superficie, precisamente al ser Mariah reclutada por la CIA. Fue
entonces cuando los flirteos de su padre con el EPP fueron revelados durante
una investigación de rutina.
Como persona encargada de apadrinarla en la Agencia, Frank Tucker se
había impuesto la tarea de investigar el asunto con mayor detenimiento. Al
hacerlo, había llegado a la misma conclusión que Louis Urquhart... Ben Bolt
podía muy bien haber sido asesinado por los agentes de la KGB enviados a
recuperar el manuscrito que Orlov, según se rumoreaba, había logrado sacar de
la URSS. Los soviéticos habían hecho un excelente trabajo a la hora de enterrar
las pruebas... literalmente hablando, al parecer, dado el número de testigos
fallecidos en los meses posteriores a la conferencia del EPP.
Urquhart tenía razón. Pocos testigos de la reunión Orlov‐Bolt vivían. Y no
hacía falta ser un genio para deducir que tantas muertes simultáneas no
obedecían a la simple casualidad.
Tucker, sin embargo, no había confiado a nadie sus sospechas. Porque,
mientras investigaba a Mariah Bolt como posible fichaje de la Agencia, había
llegado a sentir por ella un interés que rebasaba lo estrictamente profesional.
Cuanto más descubría acerca de Mariah y de su pasado, tanto más su bienestar
iba convirtiéndose en un asunto de interés personal para él. Su padre había
desaparecido cuando ella tenía siete años. Se había visto obligada a trabajar con
denuedo para superar las desventajas que conllevaba el haber crecido sola y en
la pobreza, sufriendo una tragedia familiar tras otra... Primero perdió a su
padre, luego a su hermana menor y, por fin, a su madre. Sin embargo, Mariah
había perseverado, adquiriendo una sólida formación que podía ser de utilidad
para la Agencia.
En definitiva: Mariah deseaba el puesto, y Frank Tucker deseaba que ella
trabajara con él. El único obstáculo eran los archivos de seguridad.
Dada la relación del padre de Mariah con el grupo financiado por los
soviéticos, su solicitud jamás hubiera llegado a buen puerto. Pero, ¿por qué los
actos de Ben Bolt debían ensombrecer eternamente la vida de su hija?, se había
dicho Tucker. Aquello pertenecía al pasado, y él se iba a ocupar de que así
fuera.
Los archivos del Navegante no eran la única propiedad de la CIA que
Frank Tucker había destruido en el transcurso de su carrera. Lejos de permitir
que las esperanzas de Mariah se vieran truncadas, Tucker eliminó
sistemáticamente de su expediente toda constancia de la breve relación de su
padre con Escritores por la Paz, antes de que alguna otra persona de la Agencia
lo averiguara.
Ahora, sin embargo, el pasado volvía para acosarlos. Antes de Urquhart,
nadie había conseguido juntar las piezas del rompecabezas. Pero la verdad
empezaba a filtrarse finalmente, y los resultados podían ser devastadores. A
Tucker le importaba poco tener que cargar con las consecuencias de algo que
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había hecho muchos años antes. Pero Mariah, y también Lindsay, eran otra
cuestión.
Los rosales del soleado jardín del señor Korman estaban en flor. Junto a
ellos había colocadas dos cómodas hamacas, similares a las de la terraza de la
planta superior. De haber sido aquella su casa, se dijo Scheiber, se habría
tumbado en una de aquellas hamacas durante el resto del día.
En vez de eso, se atusó el bigote y trató de reunir el entusiasmo suficiente
para interrogar al vecino de al lado.
En el cielo chilló una gaviota, atrayendo su atención. El ave se lanzó en
picado hacia el agua, rozando levemente la superficie, y seguidamente se posó
en una boya pintada a rayas. La boya se agitó suavemente bajo el súbito peso.
—¡Tío! Vaya una forma más piojosa de morir, ¿eh?
—¿Acaso hay alguna buena? —inquirió Eckert.
Scheiber miró de soslayo a su compañero, cuya mirada permanecía fija en
un yate que se alejaba mar adentro. En la cubierta, dos mujeres en biquini se
hallaban tumbadas en sendas hamacas, turnándose para darse bronceador en la
espalda. Una de ellas se había desatado los tirantes de la parte superior del
biquini, y se repartía la crema blanca por los senos con movimientos lentos y
circulares.
—Jesús —exclamó Eckert meneando la cabeza—. Lo que me estoy
perdiendo en esta vida.
—Sé a qué te refieres.
—Ja —dijo Eckert, apartando la mirada de la mujer a desgana—. Tú no
puedes quejarte, después de haber pasado una semana en la playa con la guapa
de Liz.
—Sí, fue estupendo —reconoció Scheiber—. Aunque hubieran podido ser
tres semanas, en vez de una, si el padre de Lucas no hubiera metido la pata en
el último momento.
—Por lo que cuentas, ese tipo parece un poco cretino. ¿No dijo que se
ocuparía del niño mientras vosotros estabais fuera?
—Sí, pero creo que es su mujer la que manda en su casa. Ese viaje sorpresa
a Italia no ha sido más que la última argucia de la lista. Esa mujer es una
experta a la hora de inventar excusas para no ocuparse de Lucas cada dos fines
de semana, como debería ser —Scheiber abrió la verja y salió.
—¿Y qué tal te está resultando la paternidad? —preguntó Eckert
siguiéndolo.
—Soy padre desde hace trece años. Ojala pudiera ver a Julie más a
menudo. En cuanto al pequeño Lucas... —Scheiber se encogió de hombros con
resignación—. En fin, la cosa llevará su tiempo. Por cierto, y al margen de mis
problemas domésticos, ¿qué hay entre tú y la encantadora señora Klassen? ¿No
te he dicho nunca que no se debe babear en el trabajo, Dave?
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—Muy gracioso.
—¿Te estás sonrojando?
—Vete al cuerno —respondió Eckert al tiempo que se ponía las gafas de
sol.
Scheiber sonrió burlón mientras entraban en el jardín del vecino de
Korman.
—Venga, amigo, sé sincero. Esa mujer no te ha quitado los ojos de encima
en todo el día. Entre tus jadeos y su batir de pestañas, creí que tendría que daros
a los dos una ducha fría.
Eckert se detuvo en el borde del jardín.
—Fuimos a oír un poco de jazz este fin de semana, eso es todo.
—Un poco de jazz, ¿eh?
—Sí. Resulta que a ella le gusta el jazz, en realidad.
—¿En serio? ¿Y la llevaste a tu casa para enseñarle tu colección de discos?
¿Le dejaste que tocara tu Bang & Olufsen? ¿Sí, Dave?
—Eres un pervertido, ¿lo sabías?
Scheiber esbozó una sonrisa socarrona. Había visitado el apartamento de
Eckert en Costa Mesa una vez. Su equipo estéreo europeo era una auténtica
maravilla, y tenía todos los discos, cintas y CDʹs colocados en estanterías por
orden alfabético.
—Iris es buena gente —dijo.
Mientras cruzaban el patio, una sombra se movió tras el vidrio opaco de la
ventana situada junto a la puerta. Scheiber pulsó el botón del timbre, y dentro
de la casa se oyó un «gong» que pareció sacado de un especial de «National
Geographic» sobre los monasterios del Tibet. Al mismo tiempo, la sombra de la
ventana se volvió loca. Se oyeron unos ladridos, hondos y frenéticos,
acompañados de arañazos de garras sobre metal. La puerta, pintada del color
de la sangre reseca, parecía de acero macizo.
Una voz amortiguada gritó detrás de la puerta:
—¡Échate, Kermit! ¡Échate! ¡Retírate de la puerta!
Al ver que los arañazos continuaban, Scheiber hizo una mueca,
imaginando el aspecto que tendría la pintura de la cara interior de la puerta.
—¡Un momento! —canturreó el hombre—. Tengo que atar al perro.
—Policía de Newport Beach —anunció Scheiber—. Esperaremos —puso
los ojos en blanco, y luego se sacó del bolsillo el bloc de notas para buscar el
nombre que Livermore le había dado—. Porter —le dijo a Eckert—. Douglas
Porter.
—¿Sabemos a qué se dedica el señor Porter?
Scheiber señaló con el pulgar el jardín espartano, decorado con
extravagantes bloques de piedra.
—¿Monje? —sugirió—. ¿Cantero? No, espera, ya lo tengo. Pedro
Picapiedra. Se cambió de nombre al cancelarse la serie y luego se retiró a
Newport Beach para escapar de los fans.
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—Genial. Wilma siempre me ha puesto cachondo.
—A mí me va más Betty, pero Livermore piensa que este Pedro Picapiedra
se lo monta con Pablo.
—¿De veras? Vaya, qué desilusión —bromeó Eckert—. Esos tipos de
Hollywood no son más que fachada.
La puerta se abrió por fin. Porter era alto y tenía la cabeza algo
puntiaguda, con entradas. Solo parecía levemente acalorado tras su pelea con el
perro, que seguía ladrando desde otra habitación.
—¡Hola! Les pido disculpas. Kermit es simpático, pero muy efusivo.
—No se preocupe —respondió Scheiber. Tras presentarse a sí mismo y a
su compañero, añadió—: Quisiéramos hacerle unas preguntas acerca de su
vecino, el señor Korman. Tengo entendido que usted encontró el cuerpo...
Porter se apoyó en la jamba de la puerta y adoptó una expresión
pertinentemente compungida. Vestido completamente de negro, parecía una
plañidera profesional.
—Sí, en efecto. Y puedo asegurarle que fue en extremo desagradable.
Como ya le dije al otro agente, yo había salido a pasear a Kermit, mi perro,
cuando noté que el gato de Korman maullaba como loco. Es un gato gordo y
viejo que casi nunca se mueve de su sillón, así que su comportamiento me
pareció raro.
—La casa que hay detrás de la del señor Korman no está ocupada,
¿verdad?
—Oh, no. Pertenece a unos iraníes que pasan la mayor parte del año en
París. Al menos, eso me dijo Chap.
—¿Cuánto tiempo lleva usted viviendo aquí?
—Desde el uno de abril.
—Pero llegó a conocer bastante bien al señor Korman, ¿verdad?
—Pues sí, bastante bien. Los dos trabajábamos en casa, para empezar. El
pobre Chap era agente literario, ¿sabe usted? —al ver que Scheiber asentía,
Porter prosiguió—: Yo soy arquitecto. Solíamos vernos prácticamente a diario.
Cuando uno trabaja en casa, ha de salir de vez en cuando, ¿sabe?, aunque solo
sea para dar una vuelta por el barrio. Hay quien piensa que debe de ser genial
no tener que ir a una oficina todos los días, y lo es, pero también aisla mucho.
Scheiber asintió.
—Sí, supongo que tiene sus inconvenientes. ¿Así que hablaba usted
regularmente con el señor Korman?
—Sí, casi todos los días, ya le digo. Al principio me pareció un viejo
gruñón, pero en realidad tenía un carácter muy dulce. Creo que se sentía muy
solo. Su mujer murió hace un año, y llevaban casados cincuenta. ¡Imagínese!
—¿Tenían hijos? Aún estamos tratando de averiguar si tenía algún
pariente cercano.
Porter asintió.
—Tiene dos hijos, que viven en Nueva York. Uno imparte clases en
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Columbia, y el otro es corredor de bolsa. Ahora mismo no recuerdo sus
nombres —dijo arrugando la frente—. Pero sé cómo pueden localizarlos. Chap
tenía sus números anotados en un cuadernillo de direcciones junto al teléfono.
Scheiber tomó nota.
—Nos será de gran ayuda, gracias —agitó el bolígrafo y miró a Porter—.
¿Tiene algún inconveniente en que pasemos, señor Porter? Nos gustaría hacerle
unas cuantas preguntas más, y no se me da bien escribir de pie.
—¡Oh, lo siento! —exclamó Porter azorado—. Sí, claro que pueden pasar
—se retiró de la puerta—. La casa está hecha un desastre, me temo. Estoy en
mitad de un gran proyecto, y ayer mismo recibí un cargamento de muestras de
material. Aún no he podido desempaquetarlo por completo.
Lo siguieron por el largo pasillo hasta una enorme habitación de paredes
grises, decorada con mobiliario ultramoderno. A pesar de las modestas
disculpas de Porter, la casa se le antojó a Scheiber pulcramente ordenada,
aunque había unos cuantos cajones de madera apilados contra una de las
paredes. Al entrar en la sala de estar, reparó en el plano arquitectónico de un
edificio claveteado a la pared junto a una mesa de dibujo situada en un rincón.
—Es el proyecto en el que estoy trabajando ahora mismo. Estuve
estudiando el plano anoche, antes de irme a dormir.
—¿Ha diseñado usted ese edificio? —inquirió Scheiber. El complejo, de
varias plantas, parecía sacado de Las Vegas. En el dibujo aparecían incluidos
jardines, fuentes e incluso un par de Roll Royces.
—No. Por desgracia, yo soy sólo un subcontratista —explicó Porter—. Me
encargo de algunas estructuras del interior, como el salón de baile principal o
las suites más grandes del hotel.
—¿Qué es? ¿Un casino de Las Vegas?
Porter negó con la cabeza.
—Un complejo de casinos, sí, pero no está en Las Vegas, sino en el
extranjero. Formo parte de un gran consorcio internacional que lleva a cabo
proyectos por todo el mundo. ¿Por qué no hacen el favor de sentarse? —añadió
al tiempo que despejaba una mesita baja, en forma de ameba—. ¿Les apetece
tomar algo? ¿Café? ¿Un té helado, quizá?
—No, gracias —respondió Scheiber. Eckert también negó con la cabeza
mientras tomaban asiento—. No queremos entretenerle más de lo preciso, señor
Porter. ¿Puede decirme qué sucedió esta mañana, después de que usted
volviera a la casa del señor Korman?
Porter se acomodó en un taburete situado junto a la mesa de dibujo y
agarró un lápiz. .
—El gato maullaba, como ya le he dicho. Me extrañó que Chap no hiciera
nada al respecto. No estaba loco por ese gato, pero tampoco lo desatendía. El
señor Rochester, que así se llama el animal, había pertenecido a Emma, la esposa
de Chap, así que este nunca lo hubiera dejado pasar hambre ni nada por el
estilo. Creí que Chap podía haber salido, pero eran sólo las seis y media, y mi
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vecino no era muy madrugador, créame. Dijo que hoy saldría a hacer unas
compras, puesto que mañana recibiría visita, pero a esa hora hay pocas tiendas
abiertas. Así pues, por un proceso de eliminación —añadió—, la única
posibilidad que se me ocurrió fue que se encontrara mal.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Ayer por la tarde, mientras trabajaba en el jardín. Yo había salido a
pasear a Kermit —Porter puso los ojos en blanco—. Pensarán ustedes que sólo
me dedico a pasear al perro y a espiar a mis vecinos.
—No, en absoluto —le aseguró Scheiber.
—En fin. Esta mañana llamé al timbre y luego toqué en la puerta con los
nudillos. Al no recibir respuesta, rodeé la casa y encontré abierta la puerta del
garaje, así que entré.
—¿Estaba entreabierta, o simplemente no tenía echada la llave?
Porter frunció el ceño y se lo pensó un momento mientras garabateaba en
un cuaderno de bosquejos con la mano izquierda.
—Bueno, al principio probé el pomo y no se giró, así que pensé que debía
de estar cerrada. Pero luego empujé y se abrió al momento. El coche estaba allí,
así que Chap debía de encontrarse en casa. No le gustaba mucho caminar. En
un par de ocasiones lo invité a pasear conmigo y con Kermit, pero respondió
que era alérgico al ejercicio físico. Creo que tenía algo de artritis en las rodillas,
la verdad sea dicha, pero, aun así... En fin, que no se debe descuidar el cuerpo
—Porter se estremeció—. ¿Qué sentido tiene envejecer antes de tiempo?
A sus setenta y siete años, se dijo Scheiber, Korman ya tenía bastante con
seguir trabajando, como era el caso. Pero nada se ganaba discrepando con un
testigo cooperativo.
—¿Así que entró usted...?
—Exacto. Llamé a Chap en voz alta, pero nadie contestó. El pobre no
podía, claro. Subí y lo encontré allí arriba.
—¿Ha dicho que esperaba una visita mañana? —preguntó Eckert.
—Sí, una antigua amiga y su hija. La mujer es hija de Ben Bolt... el escritor,
ya saben. Chap había sido el agente de Bolt. Yo los había invitado, a ellas y a
Chap, a ver los fuegos artificiales desde mi barco mañana por la noche —Porter
señaló con el mentón una foto en la que aparecía sin camisa, a bordo del barco.
—¿Conoce usted a la hija del escritor...? No recuerdo su nombre... —
preguntó Scheiber.
—Mariah Bolt —respondió Porter—. No, aún no la conozco, aunque lo
estoy deseando. Soy un gran fan de Ben Bolt. He leído todas sus obras y
prácticamente todo lo que se ha escrito sobre él. Era un hombre muy
interesante. Y me encantan sus libros, ¿a ustedes no?
—No he leído ninguno —confesó Scheiber—, aunque se supone que es
muy bueno. ¿Tenía pensado su hija hospedarse en casa del señor Korman?
—No. Chap me dijo que ella y su hija habían alquilado una casa en la
playa, no muy lejos. ¡Dios santo! Va a ser un auténtico palo para ella, ¿verdad?
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—¿Le habló el señor Korman de alguna nueva obra en la que estuviera
trabajando?
—No, aunque sé que aceptaba nuevos clientes de vez en cuando.
—No, no me refiero a nuevos clientes, sino a una nueva obra de Benjamín
Bolt.
—¿De Bolt? Pero si murió hace años —Porter atrapó el bolígrafo con los
dientes y frunció el ceño—. No, no me dijo nada de eso —echó un vistazo al
reloj—. Lo siento, caballeros. Con su permiso, debo terminar mi trabajo cuanto
antes. Además, tengo que hacer unas cuantas llamadas a Europa.
—Claro, lo entendemos. Solo una cosa más —dijo Scheiber—. Aparte de la
artritis, ¿le mencionó el señor Korman algún otro problema de salud?
Porter entrelazó las manos, cariacontecido.
—Tenía setenta y tantos años, detective. Y ayer lo vi algo desmejorado. Me
pregunté si tendría el corazón lo bastante sano como para trabajar con tanto
ahínco en el jardín. Entre nosotros, y eso que no soy médico, que conste... creo
que el pobre tipo se esforzó demasiado.
—Seguro que tiene usted razón —dijo Scheiber, pasando por alto el
presentimiento, y los dieciocho años de experiencia, que le sugerían lo
contrario.
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Capítulo 12
Mariah sabía que la estaban siguiendo. Se dio cuenta, por primera vez,
aquella noche ante la entrada del hotel, y supuso que debía de estar relacionado
con su misión de reclutar a Belenko. Aunque, después de haber descubierto que
Renata había estado haciendo averiguaciones sobre ella, ya no sabía qué pensar.
¿Acaso la seguían los agentes de Jack Geist, para cerciorarse de que estaba
cumpliendo las órdenes? ¿O eran los rusos? ¿Y qué facción? ¿Los partidarios
leales a las ambiciones del ministro Zakharov, o sus adversarios?
En realidad, Yuri Belenko tenía aspecto de haber puesto ya un pie en la
tumba cuando Mariah se reunió con él en Ziggurat, el restaurante situado en
Grand Avenue.
Lo encontró en la barra, junto a la sala privada reservada para el almuerzo
de los ministros, con una botella de soda delante.
—Yuri, ¿te encuentras bien? —le preguntó con preocupación sincera.
Tenía el cabello pegado a la frente por el sudor, la tez pálida y los labios
descoloridos.
Belenko se enderezó y se pasó las manos por la chaqueta del traje, en un
abúlico intento de recomponerse.
—¡Mariah, lo has conseguido! Me dijeron que vendrías —le tomó la mano
y se la acercó a los labios, pero el gesto careció de su habitual encanto.
—Tienes muy mal aspecto —dijo ella—. ¿Estás enfermo? —¿o tendría
resaca?, se preguntó. Ya estaba muy avanzado el día como para estar sufriendo
los efectos de una resaca. De todos modos, Belenko no había bebido mucho
durante las horas que pasó con ella la noche anterior, y su capacidad para
asimilar el alcohol era prodigiosa. Durante una cena en París, la primavera
anterior, Mariah lo había visto beberse dos botellas de vino y varios cócteles, sin
acusar sus efectos, ni entonces ni al día siguiente.
—Las últimas horas han sido un verdadero infierno —dijo Belenko en
tono desgraciado.
—¿Cuál es el problema? —inquirió Mariah, combatiendo el impulso de
alargar la mano y palparle la frente—. ¿Tienes la gripe?
—No —respondió él con voz cansada—. Parece que no tengo estómago
para... el mar.
—¿Para el mar? —repitió ella—. Pero si estamos en tierra firme, Yuri.
—Sí, pero mi estómago aún no se ha enterado. Por eso no me atrevo a
acercarme a los ministros.
Belenko señaló el lado opuesto de la sala, donde Zakharov y Kidd
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tomaban una copa antes del almuerzo.
—No lo comprendo —dijo Mariah, perpleja—. ¿Has navegado en barco
esta mañana?
Belenko exhaló un suspiro de angustia.
—Mi ministro insiste en permanecer a bordo del Aleksandr Pushkin a
todas horas, salvo en las ocasiones oficiales. Dormimos allí, si es que a eso se le
puede llamar «dormir». Te aseguro, querida, que nunca me había alegrado
tanto de asistir a un tedioso almuerzo. Oh, disculpa —se apresuró a decir—. No
pretendía ofender. Pero coincidirás conmigo en que estas ocasiones suelen ser
de lo más aburridas.
Mariah asintió.
—Aburridísimas. ¿Y por qué se empeña en permanecer a bordo del
Pushkin? —se trataba de un antiguo barco ruso de investigación oceanográfica,
anclado en el puerto de Los Ángeles—. Creí que vuestra delegación se
hospedaba en la residencia del cónsul ruso. ¿Nadie le ha dicho que es un sitio
precioso?
—Oh, si él ya lo sabe. Yo hubiera preferido hospedarme allí, y no creas
que no he tratado de convencerlo. Por desgracia, mi Ministro es un producto de
la Guerra Fría. No se fía de nadie —Belenko puso los ojos en blanco—. Teme
que introduzcan a una mujer... no, mejor a un hombre desnudo en su
dormitorio, y que este lo viole delante de las cámaras de los chantajistas de la
CIA.
—Ay, Yuri —protestó Mariah en tono bromista—, ¿crees que mis paisanos
serían capaces de hacer algo así?
Él se inclinó hacia ella, con una chispa de humor en sus exhaustos ojos.
—Francamente, querida, no me importaría si lo hicieran. Prefiero
compartir una cómoda y espaciosa cama en el consulado con un gigoló
desnudo, antes que dormir en un jergón metálico con quince soldados rusos
roncando a mi alrededor. ¡Y, para colmo, el barco no dejaba de balancearse!
¡Toda la noche igual! —gimió—. Durante los pocos minutos que logré
dormirme, soñé que los ejércitos mongoles habían invadido de nuevo mi país
—cerró los ojos y suspiró.
Mariah meneó la cabeza, sonriendo burlona.
—De modo que el personal del consulado no es de fiar, ¿y los marineros
del Pushkin sí? —como siempre, Belenko se estaba mostrando indiscreto,
aunque con moderación. No era ningún secreto de Estado el hecho de que
Valery Zakharov padecía una paranoia rayana en lo sicótico.
—Los marineros del Pushkin tienen prohibido abandonar el barco, salvo
de forma muy breve, en parejas, y siempre acompañados por un... colega muy
atento —explicó Belenko. Tomó un sorbo de gaseosa y le hizo una señal al
camarero—. Pero basta ya de hablar de mis problemas. ¿Qué te apetece beber?
—Lo mismo que tú —respondió ella—. ¿Es soda? —él asintió, y el
camarero le sirvió una copa con una rodaja de lima en el borde. El hielo tintineó
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conforme Mariah proponía un brindis—. Por que exista más confianza entre las
naciones y puedas dormir mejor en tu próxima visita.
—Brindo por eso.
Mariah se colocó junto a él, de espaldas a la barra y con un pie encajado en
el apoyo de metal, preguntándose si abordar la cuestión de lo que Jack Geist
había denominado «una relación mutuamente beneficiosa». No era la ocasión
ideal, visto el estado en que se encontraba, pero los demás miembros de sus
respectivas delegaciones se hallaban mariposeando alrededor de los ministros,
y Mariah ignoraba si volvería a tener oportunidad de hablar a solas con
Belenko.
Antes de que pudiera lanzarse, sin embargo, Shelby Kidd miró en su
dirección. Al verla, le hizo una señal.
—Mmm —musitó Mariah—. Parece que el deber me llama. ¿Me disculpas
un momento, Yuri?
—Claro, claro, adelante —respondió Belenko—. Pero no te olvides de mí,
¿eh, Mariah? Te estaré esperando aquí, en mi lecho de muerte, mientras redacto
mi testamento.
—Pobrecillo —dijo ella al tiempo que soltaba la copa.
Kidd le dirigió una afable sonrisa al ver que se aproximaba.
—¡Mariah, me alegro de que haya podido venir!
—Yo también me alegro —respondió ella. Como si hubiera tenido
alternativa. Pero, ¿por qué estaba Kidd tan contento? Era la primera vez que el
Secretario de Estado se había dirigido a ella llamándola por su nombre de pila.
La agarró del brazo y se giró hacia su colega moscovita.
—Ministro Zakharov, me han dicho que es usted un gran conocedor de la
obra literaria del escritor norteamericano Benjamín Bolt. Da la casualidad de
que su hija es miembro de mi delegación. Permítame que le presente a Mariah
Bolt, una de mis ayudantes más capaces.
Mientras escuchaba la traducción facilitada por el intérprete, Zakharov la
observó con recelo y le ofreció la mano. ¿Qué se creía?, se preguntó Mariah.
¿Qué Kidd se la estaba ofreciendo para su placer personal? Sin embargo,
cuando el intérprete acabó de traducir la parte concerniente a su parentesco con
Bolt, los ojos del Ministro centellearon.
—Es un placer, señorita Bolt —dijo asintiendo con solemnidad.
—El placer es mío —Mariah decidió hablar en ruso para evitarse las
incomodidades de la traducción simultánea—. No sabía qué estuviera usted
interesado en los escritores americanos del siglo XX —sentía la lengua
estropajosa, y se ruborizó ante el escrutinio, repentinamente curioso, de los
presentes. El problema de haber trabajado en un despacho durante tantos años
era que, si bien su dominio del idioma era fluido, había tenido muy pocas
oportunidades de practicar el ruso hablado.
Por el rabillo del ojo vio que Shelby Kidd la observaba con nuevo interés.
Por una vez en su vida, supo que no se debía a su parentesco con Ben Bolt. El
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nombre de su padre había surgido, de hecho, en su primer encuentro con Kidd,
en la última asamblea general de la ONU. Pero, por la forma en que el
Secretario había sacado el asunto a colación, para abordar luego otras
cuestiones, Mariah sospechó que lo habían informado sobre su vínculo familiar
con el autor, aunque él personalmente no fuera aficionado a la obra de Bolt. Lo
cual no era extraño, si se tenía en cuenta su edad.
La obra de Ben solía atraer a un público más joven y menos conservador.
El detalle, por otra parte, tampoco había molestado en absoluto a Mariah.
Nunca había tenido intenciones de presidir ningún club de fans de su padre.
Aun así, fueran cuales fuesen los gustos de Kidd en lo referente a literatura, el
Secretario no desdeñaba la posibilidad de aprovechar cualquier ventaja en
nombre de la diplomacia.
—La poesía de su padre es muy leída en mi país —dijo Zakharov. En un
tono neutro y poco comprometedor, según advirtió Mariah.
—Eso me han dicho —respondió ella—. Aunque, desde luego, la afición
de los rusos por la poesía es sobradamente conocida.
—Sí, es cierto —convino el Ministro, cuyo labio inferior parecía
descolgarse mientras asentía—. Nuestra huella cultural es muy honda. Usted
debe de saberlo bien, dado que se ha esforzado en aprender nuestro idioma. Se
necesita algo más que el relumbrón de Hollywood o el rock and roll para
estremecernos. Preferimos la rica complejidad de los clásicos... Tolstoy,
Turgenev —Zakharov entregó su copa a uno de sus omnipresentes
guardaespaldas, para poder cruzar los brazos sobre su ancho pecho—. Aunque,
naturalmente, mi país tiene más de mil años de antigüedad. América aún tiene
que demostrar si es capaz de producir algo de valor duradero. ¿Y usted,
señorita Bolt? ¿También escribe?
Mariah negó con la cabeza.
—Oh, no. Me temo que carezco de talento.
—Comprendo. ¿Y su padre? ¿Se encuentra bien?
Mariah titubeó, sorprendida.
—Pues... no, la verdad es que no —¿cómo, siendo un conocedor de la obra
de su padre, ignoraba que este llevaba treinta años muerto?—. Falleció hace
algún tiempo —dijo con tanto tacto como le fue posible.
Zakharov no parecía consciente de su metedura de pata.
—Lo lamento. Siempre resulta difícil perder a un padre.
—Yo era niña cuando murió. De hecho, guardo pocos recuerdos de él.
—Comprendo —el Ministro recuperó su copa— . ¡Vaya, vaya! La hija de
un escritor famoso —la estudió durante unos segundos más. Luego,
aparentemente sin más comentarios ingeniosos que hacer sobre el asunto volvió
su atención hacia Shelby Kidd.
Concluida la extraña audiencia, Mariah se zafó discretamente de los dos
ministros, aunque no llegó muy lejos, pues Belenko apareció de nuevo a su
lado.
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—¿Quieres que te llene la copa? —le preguntó. Parecía haberse
recuperado un poco. Sus mejillas habían recobrado el color, y se había
abotonado bien la camisa y ajustado la corbata.
—No, gracias, Yuri —respondió ella, mirando hacia atrás—. Me parece
que los ministros se disponen a almorzar.
—Tú y yo somos vecinos de mesa.
—¿De veras? ¿Y eso? Creí que me tocaría sentarme en uno de los
extremos.
—Tal vez, de no haber descubierto el secretario Kidd el interés de mi
Ministro por la celebridad que hay entre nosotros.
—De celebridad, nada —dijo Mariah—. Pero, por todos los santos, ¿quién
le ha dicho que tu Ministro era fan de Ben Bolt?
—Quizá haya sido un pajarito —Belenko sonrió con fingida timidez—.
¿Qué te ha dicho mi Ministro?
—No mucho. Si tú dices que ha leído la obra de mi padre, Yuri, aceptaré
tu palabra. Pero, francamente, me da la sensación de que no sabría distinguir a
Ben Bolt de Charles Dickens.
Belenko dejó escapar una risita.
—Eres muy astuta, Mariah —se inclinó sobre ella y su voz adquirió un
tono confidencial—. El Ministro es un poco bárbaro, la verdad, pero le gusta
creer que puede fingir un cierto je ne sais quoi cultural. Como si fuera el
comunista cosmopolita por antonomasia.
Las cejas de Mariah se arquearon en un gesto involuntario. En otra época,
Belenko hubiera dado con sus huesos en el gulag por ese comentario.
—No pareces muy entusiasmado con tu Ministro —observó.
Él se encogió de hombros.
—Soy realista.
—Eres muy sincero con respecto a ciertas cosas —Mariah miró en torno, y
vio que estaban solos en medio de la multitud—. ¿Sabes? —dijo en tono
quedo—, hay gente que se mostraría muy interesada en tus puntos de vista.
—¿Y tú no? —inquirió Belenko con voz lastimera.
—Aparte de mí, quiero decir —respondió ella, pasando por alto la
provocación.
La sonrisa no abandonó los labios de Belenko, pero un brillo calculador
iluminó sus ojos. Mariah notó que le acariciaba el codo mientras echaba
también un vistazo a su alrededor, para asegurarse de que nadie los oía.
—Querida Mariah —murmuró—, ¿acaso estás intentando ficharme?
—Tu actual situación te da una perspectiva única sobre ciertos asuntos de
interés, Yuri. Creo que eres lo bastante inteligente como para sacar provecho de
esa circunstancia.
—¿Provecho?
Ella se encogió de hombros.
—Los que ayudan a una buena causa se ayudan a sí mismos. Lo que es de
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provecho para los demás puede serlo también para ti.
—Y los demás... ¿qué me ofrecerían a cambio?
—Eso habría que negociarlo. Pero en mi país opinamos que un talento
superior debe ser bien recompensado. ¿Estás de acuerdo?
Un tintineo de metal contra cristal atrajo su atención hacia la mesa, donde
Shelby Kidd daba golpecitos en una copa con un tenedor para anunciar que ya
había llegado la hora de tomar asiento.
—¿Estás interesado en hablarlo, entonces? —inquirió Mariah en voz baja.
—¿Me concedes algo de tiempo para pensarlo? —repuso Belenko mirando
a los demás comensales—. Ahora mismo nuestra presencia es requerida.
—Muy bien —contestó ella. Mientras se dirigían hacia sus asientos,
situados cerca de la cabecera de la mesa, cambió de tema—. Dime, eso de
convencer al secretario Kidd de que tu Ministro era conocedor de la obra de mi
padre, ¿fue una diablura tuya?
—Sí, lo confieso. Pero dio resultado, ¿no? Ahora podremos estar juntos
durante el almuerzo.
—Eres un manipulador, Yuri Belenko.
—¿Y el secretario Kidd? ¿Es fan de Ben Bolt?
—No lo creo —contestó Mariah—. Para mí que prefiere a autores más
antiguos.
Las voces de los presentes aumentaron de volumen conforme los dos
ministros tomaban asiento. Mariah se sentó al lado de Belenko y directamente
frente a un tipo que tenía aspecto de guardaespaldas. Lermontov, como rezaba
su placa de identificación, era fuerte como una pared de ladrillos y tenía el
cabello rubio, a lo cepillo. Los botones de la chaqueta del traje se tensaban
peligrosamente sobre su abultado pecho. De no haber temido perder la mano,
Mariah hubiese alargado el brazo para desabrochárselos y aliviar así la tensión.
—Formó parte del equipo olímpico de lucha libre del 84 —le susurró
Belenko en el oído mientras Lermontov miraba desaprobadoramente en torno—
. Invicto hasta la fecha.
Mariah se giró hacia su omnipresente sonrisa.
—¿Por qué será que no me sorprende? —murmuró.
Mientras les servían el consomé, Mariah mantuvo una oreja
diligentemente puesta en la conversación oficial que tenía lugar en el centro de
la mesa. Sin embargo, notó que Belenko la observaba con fijeza.
—¿Qué pasa? ¿Tengo espinacas entre los dientes?
—No. Simplemente, me estaba preguntando...
—¿Qué?
—Bueno, espero que esa broma de la afición del Ministro por la obra de tu
padre no te haya molestado. Nunca te he oído hablar personalmente de Ben
Bolt.
—No, no me ha molestado. Mi padre se marchó cuando yo era muy joven,
eso es todo. Apenas me acuerdo de él.
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—¿Y qué me dices de sus libros? ¿Te gustan?
Ella se lo pensó un momento. Era una pregunta interesante. Nunca se la
habían hecho con anterioridad.
—Me resulta difícil leerlos con objetividad —respondió al fin—. Capto la
fuerza de su estilo, pero no puedo evitar pensar en lo que estaba ocurriendo en
su vida mientras escribía. Cuando habla de una mujer, por ejemplo, me
pregunto en qué mujer estaba pensando.
—¿En tu madre, quizá?
—Sí, en algunos casos. Pero no es ningún secreto que mi padre tuvo
muchas amantes. Cuando leo la descripción de una mujer que obviamente no es
mi madre, me pregunto quién sería. Y dado que mi madre siempre corregía sus
manuscritos, también pienso en lo mucho que eso debía de lastimarla.
—No es fácil vivir con un artista —convino Belenko—. Pero quizá estaba
más unido a tu madre de lo que tú piensas.
Mariah cortó un trozo de pan y observó cómo las migajas caían en el plato.
—Pienso que mi padre creía en el matrimonio y en la familia —dijo—,
pero de modo abstracto. No tuvo una verdadera familia de niño, así que nunca
asumió la idea de que la familia es una especie de contrato social. Un pacto de
futuro. Uno cede una pequeña parte de su libertad a cambio del bien total,
sobre todo de los hijos. Ben, sin embargo, no estaba preparado para sacrificar
sus propias necesidades.
—¿Quizá las exigencias de una vida familiar interferían en su arte?
Mariah se mostró dubitativa.
—Le fue posible escribir gracias a mi madre. Después de abandonarla,
escribió muy poco. Sus excesos acabaron matándolo.
—Destruyó a su familia por su arte —dijo Belenko—. Triste, pero
interesante. En mi país, durante mucho tiempo, se dio la situación inversa. Los
artistas reprimían su creatividad para que sus familias pudieran sobrevivir en
aquel clima de censura —miró ceñudo su plato. Parecía verdaderamente
consternado, y era la primera vez que Mariah lo veía así. Pero entonces, cual
una nube pasajera, el momento pasó. Belenko alzó los ojos y le dirigió una de
sus irresistibles sonrisas. Conforme se la devolvía, Mariah advirtió que eran los
únicos que no prestaban atención a cada palabra de los ministros.
Belenko levantó su copa.
—Por unos tiempos mejores, Mariah.
—Por unos tiempos mejores —repitió ella.
Al oír el entrechocar de las copas, Lermontov, el guardaespaldas, torció el
gesto ante aquella falta de atención.
A últimas horas de la tarde, el cuartel general de la policía de Newport
Beach estaba prácticamente desierto. Scheiber, sin embargo, no se tomó la tarde
libre, como había planeado. Liz lo había llamado para comunicarle que Lucas
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no había podido ir a casa de su amiguito, porque el hermano pequeño de este
había enfermado.
Adiós a una tarde placentera, se dijo Scheiber frustrado.
—De acuerdo —respondió, cobarde como era—. Me quedaré aquí un rato
para rellenar el papeleo relacionado con el tipo que encontramos muerto esta
mañana.
—¡Ja! Te da miedo venir —dijo Liz. En el fondo se oía el molesto chirrido
de la pistola láser que la madrastra de Lucas tan amablemente le había regalado
para su cumpleaños.
—No, no es eso —aseguró él, sintiéndose culpable.
—Tranquilo, sólo bromeaba —ella se echó a reír—. Aunque me das
envidia, créeme. Yo tampoco querría estar aquí. Pero podremos disfrutar de
una cena tranquila cuando Lucas se haya acostado.
—Para serte sincero —confesó Scheiber—, pensaba subir hasta Los
Ángeles, de todos modos.
—Por mi parte no hay ningún problema. ¿Para qué?
—Quiero interrogar a una mujer acerca del anciano que encontramos
muerto en la bañera. Se hospeda en el hotel Beverly Wilshire, pero sólo estará
allí un día más. Si no la localizo ahora, quizá no lo consiga nunca.
—¿Ese hombre sufrió un infarto, como tú pensabas?
—Probablemente, pero no lo sabremos hasta después de la autopsia. Sin
embargo, me preocupa que se haya producido un robo en la casa. Si se produjo,
y su muerte no se debió a causas naturales, la situación habrá dado un giro de
ciento ochenta grados.
—¿Y la mujer del Beverly Wilshire?
—Es hija de Benjamin Bolt, el escritor. Y el fallecido era el agente literario
de Bolt. Al parecer, poseía unos documentos muy valiosos, pero los he buscado
y no están en ningún lugar de la casa. Si la hija del escritor puede aclarar el
misterio, Dave y yo no perderemos el tiempo en una investigación inútil. A
propósito de Dave —añadió Scheiber alzando la mirada—, aquí viene.
—Salúdalo de mi parte —pidió Liz.
—Saludos de parte de Liz.
—¡Hola, Liz! —dijo Eckert en voz alta al tiempo que se sentaba junto a
Scheiber.
El palpitante chirrido de un láser de juguete interrumpió la respuesta de
ella.
—Ay, Dios. Tengo que dejarte, Jim —se disculpó—. Creo que está
intentando freír la pecera.
—¿Estarás bien?
—Claro que sí. Te lo juro —aseguró Liz—. Si se pone demasiado revoltoso,
lo llevaré a la piscina para que nade hasta caer rendido.
Él sonrió.
—Te llamaré más tarde.
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—Te quiero.
—Yo a ti también —Scheiber colgó y se giró hacia Eckert, que parecía
impaciente por hacerlo partícipe de alguna novedad—. ¿Qué sucede?
—¿Recuerdas que Porter dijo que le encantaba Ben Bolt, que había leído
todos sus libros, pero que no había oído hablar de esos documentos inéditos?
—Sí.
—Bueno, pues he buscado en Internet el nombre de Ben Bolt, ¿y sabes qué
he descubierto? Durante estos últimos meses se han publicado un sinfín de
artículos acerca de los diarios y la novela inédita que su hija encontró en una
caja llena de trastos viejos, guardada en un almacén desde hacía años. La hija es
esa tal Mariah que dejó un mensaje en el contestador de Korman. Resulta raro
que Porter no supiera nada de eso, ¿no te parece? Sobre todo, siendo vecino del
agente de Bolt...
—No sé. Yo tampoco sabía nada, y leo el periódico a diario.
—Ya, pero tú no eres fan de Ben Bolt.
—Quizá Porter lea solo libros y ensayos de arquitectura.
—Sí, es posible —reconoció Eckert—. Pero hay más cosas. También
introduje el nombre de Porter en el buscador de Internet, y encontré
información abundante y de interés. Resulta que fue uno de los subcontratistas
de la primera fase de construcción del nuevo Museo Getty, de Malibú, hace
unos cuantos años. Pero lo echaron del proyecto en circunstancias un tanto
turbias.
—¿Turbias? ¿Te refieres a problemas legales?
Eckert frunció los labios y se encogió de hombros.
—No está muy claro. La prensa relacionó a Porter y a otro par de
individuos con un posible desvío de fondos destinados al proyecto, aunque
parece que el asunto fue silenciado por el Grupo Getty. Al mismo tiempo, el
museo estaba teniendo problemas con algunas asociaciones ecologistas,
contrarias a que se excavaran las colinas de Malibú para que los Getty hicieran
brillar su nombre en la ciudad. Probablemente no deseaban más problemas de
los que ya tenían.
Scheiber colocó los pies encima de la mesa y entrelazó las manos encima
de su vientre.
—Si la reputación de Porter quedó manchada en un proyecto de tal
envergadura, eso explicaría por qué ahora trabaja en el extranjero. Muy bien —
dijo asintiendo—, introduzcamos su nombre en el ordenador, a ver qué
encontramos. Por cierto, ¿hay alguna posibilidad de que aproveches tus buenas
relaciones con la forense para que se acelere la autopsia?
Eckert se sonrojó, según pudo advertir Scheiber, pero no protestó.
—En realidad, ya he hablado con Iris.
—¡Ajá! ¿Habéis hecho planes para el fin de semana?
—No es que sea asunto tuyo, pero, sí, pensamos ver los fuegos artificiales
desde Dana Point.
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—Viejo zorro. ¿Le pasaste los nombres de los hijos de Korman? —a partir
de la información de Porter, habían vuelto a la casa del fallecido y encontrado
los nombres de Michael y Philip Korman en una libreta, junto al teléfono.
—Sí —respondió Eckert—. Dijo que te lo agradecía mucho, que le
habíamos facilitado en gran medida la tarea.
—¿Te ha dicho algo acerca de la autopsia?
—Quieren hacerla mañana por la mañana.
—Adiós a mi Cuatro de Julio —gruñó Scheiber—. ¿A qué hora,
exactamente?
—Iris ha quedado en llamar para decírmelo, pero probablemente será a
media mañana.
Scheiber agarró un lápiz y se dio golpecitos con él en la rodilla.
—En fin, veamos si Korman o Porter tienen antecedentes de alguna clase.
Luego iré a Los Ángeles e intentaré localizar a esa tal Mariah Bolt. ¿Quién sabe?
Quizá su testimonio pueda arrojar algo de luz sobre el asunto.
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Capítulo 13
Desear algo excesivamente era el modo más seguro de pagar un precio
demasiado alto por ello, se dijo Mariah mientras se hallaba sentada en la cama
del hotel, con las llaves de la casa de la playa en la mano. Las había encontrado
encima de la mesa al entrar en la habitación, junto a una nota en la que Paul
explicaba que estaría en los estudios de televisión toda la tarde, preparándose
para la entrevista con Zakharov.
Mariah hizo tintinear las llaves, sintiéndose culpable.
Solo había deseado pasar unos días tranquilos en compañía de su hija, que
era el centro de su enmarañado universo. Lindsay quería pasar las vacaciones
de verano en el sur de California, otra etapa en su intento de seguir las huellas
de su abuelo, al que había descubierto hacía poco. Paul, evidentemente, había
buscado algo a cambio del favor de conseguirles la casa. Constituía una prueba
de su decencia el hecho de que hubiera cumplido su parte del acuerdo incluso
después de que ella se negase a pagar el precio que él pedía: ser incluido en
dichas vacaciones.
En la nota, Paul había dejado también un número de teléfono.
Mariah se recostó en la cama y escuchó los tonos de la llamada. Cuando
finalmente respondió, Paul parecía distraído y apurado.
—No te entretendré mucho rato —aseguró ella—. Sólo quería decirte que
he vuelto al hotel y he visto las llaves. Te lo agradezco mucho. Lindsay se
entusiasmará.
—No tienes por qué darme las gracias. Sólo espero que la casa te guste —
en la voz de Paul subyacía un tono que, para una conciencia culpable como la
de Mariah, tenía mucho de resentimiento. Aunque quizá simplemente estaba
preocupado. Al fin y al cabo, tenía cosas más urgentes entre manos en aquellos
momentos.
—¿Seguro que no estás enfadado? —inquirió ella—. Me siento algo
incómoda al aprovecharme así de tus conocidos.
—No te estás aprovechando de nadie —repuso Paul—. Pero quiero que
comprendas una cosa. Cuando dije que me gustaría estar allí, con vosotras... —
lo interrumpió una voz amortiguada que se oyó en segundo plano, y Mariah
esperó mientras él se excusaba para hablar con alguien sobre el ángulo de la
cámara. Luego volvió a ponerse—. Lo siento —se disculpó—. Oye, esto está
lleno de gente. Quizá no sea el momento más indicado para hablar.
—Lo sé. Me gustaría que habláramos, Paul, pero ahora mismo tienes otras
cosas en la cabeza. ¿Sigue adelante lo de la entrevista con Zakharov?
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Por lo que a trabajo se refiere, soy libre —Mariah había regresado al edificio de
la CIA después del almuerzo, para comunicarle a Geist que la oferta había sido
hecha, y que Belenko no había reaccionado mal en absoluto. Aunque tampoco
había saltado ante la oportunidad de convertirse en un traidor pagado. Si
Belenko volvía a ponerse en contacto con ella, se lo haría saber a Geist. De otro
modo, la pelota estaba ahora en el campo del subdirector de operaciones.
—¿Puedo invitarte a cenar? —sugirió a Paul. Se lo debía, además de una
explicación sincera acerca de por qué lo había rechazado.
—Esperaba que tuvieras la noche libre —dijo él—. De hecho, ya he pedido
que nos hagan las reservas. Tengo reservada una mesa en Spago para las ocho.
¿Te va bien?
—Supongo que sí —Mariah hubiese preferido un sitio más tranquilo, pero
la hora le parecía perfecta. Tendría tiempo de charlar con él antes de irse al
aeropuerto a recoger a Lindsay—. Una mesa en Spago, reservada en el último
momento —añadió impresionada—. Imagino que esa es una de las ventajas de
ser un presentador de televisión famoso.
La broma cayó en saco roto. La respuesta de Paul fue, a todas luces,
cortante.
—A ti tampoco te falta nombre, Mariah. ¿No crees que ya va siendo hora
de que te reconcilies con la memoria de tu padre?
Ella arrugó la frente.
—Disculpa, ¿a qué ha venido eso?
—Olvídalo. Oye, tengo que dejarte. Hablaremos durante la cena, ¿de
acuerdo?
—Está bien —accedió Mariah. Seguidamente, en tono conciliador,
agregó—: Te agradezco mucho lo de la casa, Paul.
Él exhaló un intenso suspiro.
—Sólo estoy para ayudarte. Es lo que siempre he intentado hacer.
—Lo sé. Bueno, nos veremos a las ocho. Entretanto, empléate a fondo con
Zakharov, ¿eh?
Mariah colgó el auricular y volvió a colocar el teléfono en la mesilla de
noche. Luego se reclinó en la almohada, tratando de decidir qué haría durante
las horas que tenía libres. Aún debía recoger el coche, y...
—¡Oh, maldita sea! —exclamó de repente, dándose una palmada en el
muslo.
Había olvidado decirle a Paul que había cambiado el vuelo de Lindsay, y
que llegaría aquella noche, en lugar de al día siguiente. Sin embargo, pensó
sombríamente, quizá debiera comentárselo en el transcurso de la cena. Eso sí,
de ningún modo dejaría a Lindsay sola en la habitación de un hotel mientras
Paul y ella pasaban otra noche juntos. Comunicarle a Paul la noticia sería como
echarle sal en la herida. Lo mejor que podía hacer era llamar a recepción para
alquilar una habitación doble, donde podría quedarse con Lindsay, y dejarle
aquella a Paul. Luego, mientras el botones trasladaba el equipaje, calculó
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Mariah, podría acercarse a recoger el coche alquilado.
Salió de la cama y se dirigió hacia el baño, donde se dispuso a guardar sus
pinturas y el cepillo de dientes en la bolsa de aseo. Luego consultó de nuevo el
reloj. Disponía de tres horas y media hasta la cena. En fin, se dijo, cuando las
cosas se ponían feas, siempre quedaba el tradicional recurso de ir de compras. Y
eso fue lo que hizo. Después de recoger el coche alquilado, un Mustang rojo
descapotable, Mariah condujo hasta el Beverly Center y pasó hora y media
recorriendo tiendas de lujo y probándose ropa. En Saks se compró un bañador
nuevo, sandalias y un sombrero de paja.
«Cómete tu corazón, presentador de televisión», pensó mientras se miraba
en el espejo del probador, con un vestido de seda turquesa sin mangas. El color
veraniego de la prenda realzaba el tono dorado que ya había adquirido su piel
después de día y medio bajo el sol de California. Su cabello nunca había
parecido tan rubio.
En el mostrador, una obsequiosa dependienta le ofreció un chal de seda a
juego con el vestido.
—Bien. Perfecto para la típica mirada de desdén por encima del hombro
—dijo Mariah al tiempo que lo ponía junto a las demás compras. La
dependienta le dirigió una sonrisa de perplejidad.
Regresó al hotel con media hora de margen, dejó el Mustang aparcado
frente a la puerta principal, subió a la carrera, se duchó y, finalmente, se vistió,
recreándose en el maquillaje.
—Que espere —musitó.
El efecto debió de ser el esperado, pues tanto el portero del hotel como el
encargado de vigilar los coches se tropezaron en sus prisas por abrirle la
portezuela del Mustang, y le miraron las piernas conforme se sentaba tras el
volante. No estaba nada mal para tratarse de la madre de una adolescente, se
dijo Mariah, sonriendo mientras contemplaba sus caras en el espejo retrovisor y
se alejaba.
Jim Scheiber mostró su placa en el mostrador de recepción del hotel
Beverly Wilshire.
—Busco a una de sus huéspedes —explicó a la mujer que se había dirigido
a él con una sonrisa—. Sé que se hospeda aquí, pero no sé a ciencia cierta con
qué nombre se habrá registrado.
Eran las ocho y media pasadas. Scheiber había querido llegar a Los
Ángeles más temprano, pero, al pensar en el tráfico de fin semana, decidió
llegarse a su casa para cenar con Liz y con el chico, y esperar a que pasara la
hora punta. Craso error. Para cuando llegó a la autopista 405, el
embotellamiento se extendía desde San Diego a Malibú, agravado por una serie
de accidentes que preludiaba ya, el caos inminente del Cuatro de Julio.
El desvío por rutas alternativas había desembocado en una lenta y
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frustrante competición con varios miles de sabihondos que habían tenido la
misma idea. Toda la red de carreteras del sur se había convertido en un
inmenso mar rojo de luces de frenado.
La mujer del mostrador de recepción estudió brevemente su placa y luego
lo miró desconcertada.
—Busca a una huésped, ¿y no sabe cómo se llama?
—Conozco su apellido de soltera —explicó Scheiber—, pero no sé si es el
que utiliza.
—Bien, detective, ¿por qué no me da el nombre que conoce, y lo
intentamos? —propuso la recepcionista al tiempo que colocaba los dedos sobre
el teclado del ordenador—. ¿Cuál es?
—Mariah Bolt.
La mujer retiró las manos del teclado.
—Ah, bueno, ese es fácil. Decididamente se hospeda aquí, sí.
—¿Está usted segura?
—Sí. La he visto salir hace una media hora.
—Deben de tener ustedes muchos huéspedes. ¿Seguro que no se
confunde?
—No. Digamos que tengo motivos para conocerla.
—¿Y eso?
—Decirlo sería una indiscreción por mi parte, detective —la mujer se
encogió de hombros con aire misterioso.
—Déjeme adivinar —dijo Scheiber—. Se hospeda aquí con alguien.
—La vida privada de nuestros huéspedes no es de nuestra incumbencia.
—Pero, ¿está aquí con alguien? —inquirió él. La mujer asintió—. Muy
bien, escuche —añadió Scheiber con tono hastiado—. Eso me trae sin cuidado,
pero es muy importante que hable con ella.
—¿Se trata de un asunto oficial, dice? ¿No es usted un cazador de
celebridades?
Scheiber hizo una mueca.
—Estoy trabajando en un caso.
—Está bien. Entonces, supongo que puedo contarle lo que sé. Aunque no
crea que esto lo hago por cualquiera. Tenemos una reputación que mantener,
¿sabe? Al otro señor que vino preguntando por ella no le di ninguna
información.
—Se lo agradezco de veras —aseguró Scheiber.
—Se registró en el hotel ayer —empezó a decir la recepcionista—. Dijo que
solo pasaría aquí una noche o dos, a lo sumo, pero me parece que piensa
quedarse también esta noche. No ha pedido la cuenta todavía, a pesar de que su
compañero se marchó con su equipaje esta misma mañana.
—¿Él no se registró?
—No. Llegó solo y se marchó solo.
—Y, por simple curiosidad, ¿cómo sabe usted que paraba en la habitación
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de Mariah Bolt?
—Es una persona muy famosa. Lo reconoció el camarero que les llevó el
desayuno esta mañana —el rostro de la mujer se contrajo en una mueca de
culpa—. Resulta que el director lo dejó colarse en la habitación de la señorita
Bolt, cuando el susodicho caballero dijo que deseaba darle una sorpresa. Yo
jamás se lo hubiera permitido, que conste.
—Deduzco, pues, que el caballero en cuestión es una persona muy
influyente.
Ella se encogió de hombros.
—Sí, si se equipara la fama con la influencia. Cuando se corrió la voz de
que ese señor estaba en el hotel, casi todo el personal sintió curiosidad por su
amiga. Así que todos la conocemos de vista.
—¿Qué? —inquirió Scheiber al reparar en su sonrisa.
—Nuestro portero está convencido de que esa mujer es una especie de
prostituta de lujo. Parece que anoche salió con otro hombre. Y, cuando este la
dejó en el hotel, volvió a salir durante otro par de horas o tres. Arturo, el
portero, pensó que había acudido a una nueva cita. Pero eso fue antes de que yo
le dijera que es hija de Benjamin Bolt.
—Comprendo. Pero es una mujer muy activa, ¿verdad?
—No deja de entrar y salir —la recepcionista se encogió de hombros—.
Quizá sea asidua a las fiestas. Aquí suelen abundar mucho... ya sabe, niños de
papá ricos con más dinero que cerebro.
—¿A usted le da esa impresión?
—No he hablado con ella mucho, pero no, no lo parece. Para empezar,
debe de tener unos treinta y tantos años. Un poco mayor para moverse en ese
ambiente, ¿no le parece?
—Mmm —murmuró Scheiber—. ¿Así que ese hombre famoso se ha
marchado, y la señorita Bolt no está en su habitación en este momento?
—Ya le he dicho que la vi salir hace alrededor de media hora.
—¿Pero no ha pedido la cuenta?
—Iba vestida de punta en blanco y no llevaba ningún equipaje. Supongo
que sus cosas siguen en la habitación.
—¿Le importa que eche un vistazo? —preguntó Scheiber.
—¿Para qué?
—Para convencerme de que sigue en el hotel y de que volverá, tarde o
temprano. Si es así, le dejaré una nota para que se ponga en contacto conmigo.
Como le he dicho, es de vital importancia que hable con ella sobre el caso en el
que estoy trabajando.
La recepcionista paseó la mirada por el vestíbulo. Luego asintió.
—¿Le importa esperar un momento mientras pido una llave?
Mientras el ascensor los llevaba hasta la quinta planta, Scheiber inquirió:
—Dijo usted que había venido otro hombre preguntando por ella. ¿Se
identificó?
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—No. Pero apostaría a que era un policía de alguna clase.
—¿Cómo lo sabe?
—Llevo veintidós años en este trabajo, detective. Una aprende a identificar
a ciertas personas con un simple vistazo. A los policías, a la gente casada que
engaña a sus parejas, a las prostitutas... Ya sabe a qué me refiero. En su trabajo
debe de ser más o menos lo mismo. Por aquí —añadió la recepcionista cuando
las puertas del ascensor se abrieron.
—¿Cree que podía ser del FBI...?
La mujer se detuvo delante de una puerta situada al final del pasillo, llamó
un par de veces y luego introdujo la llave en la cerradura.
—Del FBI no, estoy segura —dijo mientras abría la puerta—. Parecía más
bien...
Dejó la frase en suspenso y emitió un jadeo ahogado. Scheiber miró hacia
el interior de la habitación por encima del hombro de ella, con el brazo
izquierdo preparado para quitarla de en medio si era preciso y la mano derecha
puesta instintivamente sobre la pistolera.
Pero Latham, que así se llamaba la recepcionista, se recuperó rápidamente
del susto, y lo miró con una mueca de desagrado.
—Yo diría que aquel individuo era idéntico a este que tenemos aquí.
Al seguirla al interior de la suite, Scheiber vio a un hombre fornido, calvo,
de mediana edad, situado frente a las puertas abiertas del armario. Iba vestido
de manera informal, sin corbata, con una chaqueta deportiva encima de un
jersey negro. Aun así, parecía uno de esos hombres acostumbrados a oír la frase
«sí, señor» a diario.
Cuando alzó la cabeza para mirarlos, sus ojos reflejaron una intensidad
que la mayoría de la gente hubiera considerado amedrentadora. La
recepcionista del hotel Beverly Wilshire, sin embargo, permaneció impertérrita.
—¿Se puede saber qué hace usted aquí? —preguntó con los brazos en
jarras—. ¿Y cómo ha podido entrar?
El hombre cerró el armario, con calma, y luego se giró para mirarlos de
frente. No parecía preocupado, ni avergonzado por el hecho de haber sido
sorprendido con las manos en la masa.
Finalmente, se dignó contestar.
—Estoy buscando a Mariah Bolt —su voz era profunda y grave.
—¿Y ha pensado que la encontraría dentro del armario? —inquirió
Latham con cinismo.
Scheiber decidió que aquella mujer le caía bien. Tenía agallas. Sin
embargo, la rodeó para situarse delante, pensando que había llegado el
momento de hacerse cargo de la situación.
—¿Quién es usted? —preguntó.
El intruso enarcó una de sus negras cejas.
—¿Que quién soy? ¿Y usted? ¿Quién es?
—Detective James Scheiber, del departamento de policía de Newport
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Beach, sección de homicidios.
—Homicidios, ¿eh? —el corpulento individuo miró en tomo—. Aquí no
hay ningún cadáver. ¿Y no está algo alejado de su jurisdicción?
—Un poco —convino Scheiber—. ¿Y usted es...?
El hombre titubeó... como si intentara decidir quién era aquel día. No era
una buena señal.
—Frank Tucker, de la Agencia Central de Inteligencia —respondió por fin.
La recepcionista se volvió hacia Scheiber.
—¿Lo ve usted? Justo lo que yo pensaba.
—Es usted buena —reconoció Scheiber—. ¿Tiene algo que lo identifique?
El hombre hizo una mueca y se sacó del bolsillo trasero una tarjeta de
identificación, con fotografía incluida.
—¿La suya? —pidió a continuación.
Scheiber sacó la cartera de cuero que contenía su placa. Observaron sus
credenciales respectivas mientras la recepcionista los miraba, con los brazos
cruzados sobre el pecho.
—Ahora que todos nos hemos presentado formalmente —dijo en tono
sardónico—, ¿les importaría explicarme qué diablos está pasando aquí? En
cuanto a usted —añadió dirigiéndose a Tucker—, aún quiero saber cómo ha
conseguido entrar. Pueden detenerlo por esto, ¿sabe?
—No será él quien lo haga —dijo Tucker señalando a Scheiber con el
pulgar—. Está lejos de su terreno.
—Y supongo que no se esperará usted mientras aviso a la policía de Los
Ángeles, ¿verdad? —inquirió ella.
—No, ya he terminado aquí.
—Ah, bien —respondió Latham sarcásticamente—. Celebro oírlo. ¿Qué tal
si se larga, en ese caso? —se volvió hacia Scheiber una vez más—. ¿Y usted,
detective? ¿Ha visto ya bastante?
Scheiber inspeccionó rápidamente la habitación. Además de los vestidos
que había visto en el armario, había una bolsa de aseo en el cuarto de baño y
una bolsa de Saks encima de una de las sillas. Decidió reprimir el impulso de
registrar los cajones. Aunque no se hallara fuera de su jurisdicción, como le
había recordado el tal Tucker, no podía registrar la habitación sin una orden
judicial.
Scheiber hizo un gesto afirmativo, y la recepcionista extendió un brazo
hacia la puerta.
—Si tienen la amabilidad, caballeros —luego, mientras esperaban el
ascensor, miró a uno y a otro—. ¿Puedo hacer algo más por ustedes?
Los dos hombres se miraron. A Scheiber se le ocurrió que debía dejar un
recado a Mariah Bolt, para que se pusiera en contacto con él en cuanto llegase al
hotel. Pero no quería que Tucker se le escapase sin responder antes a unas
cuantas preguntas. Podía dejar el recado más tarde. Tucker lo observaba,
obviamente haciendo sus propios cálculos mentales. Por fin, ambos se giraron
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hacia Latham y menearon la cabeza.
—Bien. Espero que a nadie se le ocurra colarse en otra de nuestras
habitaciones esta noche —añadió ella al tiempo que dirigía a Tucker una mirada
cargada de intención. Él asintió lacónicamente mientras se abrían las puertas
del ascensor—. La salida está por ahí, caballeros —con una mano en la cadera,
señaló hacia la puerta principal, montando guardia hasta que hubieron salido.
Una vez en la calle, debajo de uno de los toldos semicirculares del hotel,
Tucker se detuvo para esperar a Scheiber, y luego lo siguió hasta la avenida
cercana. La tarde era cálida y el aire estaba impregnado de un aroma de
jazmines en flor. De vez en cuando se oía el estruendo de algún que otro
petardo, señal de que el fin de semana festivo se iniciaba temprano.
—Conque de la CIA, ¿eh? —dijo Scheiber con calma, apoyándose en una
de las paredes de ladrillo visto del hotel. Un par de turistas alemanes, bastante
mayores, estaban parados en la esquina, tratando de explicarle a un transeúnte
cómo se utilizaba su cámara de vídeo.
—Así es —respondió Tucker. Luego se puso de espaldas a la videocámara,
según advirtió Scheiber, adentrándose en la sombra mientras la pareja posaba
bajo el rótulo de Rodeo Drive y sonreía al amable desconocido que había
accedido a ayudarles. Evidentemente, el instinto que lo impulsaba a camuflarse
estaba profundamente arraigado.
—¿Trabaja fuera de Langley? —le preguntó Scheiber.
—Exacto. ¿Y usted? ¿Qué hace aquí, tan alejado de su jurisdicción?
—No tanto como usted, pero estoy aquí por la misma razón. Busco a
Mariah Bolt.
—¿Para qué?
—Quiero hablar con ella acerca de un posible homicidio.
—¿Quién es la víctima?
Scheiber arrugó la frente.
—¿Qué es esto, un interrogatorio? Mire, Tucker, dejemos bien clara una
cosa. Esto no entra en sus competencias. De momento, estoy dispuesto a pasar
por alto el delito de allanamiento que acaba de cometer. Pero estoy de un
humor de perros, y la situación puede cambiar.
—Muy bien. ¿Quién es la víctima? —repitió Tucker.
Scheiber exhaló un suspiro.
—Se llama Albert Jacob Korman, apodado «Chap». ¿Ha oído hablar de él?
El semblante pétreo de Tucker mostró, al fin, un atisbo de reacción.
—¿Korman ha muerto? —dijo—. ¿Cómo?
—Lo encontraron esta mañana en el fondo de su Jacuzzi.
—Asesinado —dijo Tucker. No era una pregunta, sino una afirmación.
—Lo dice como si estuviera seguro de ello —observó Scheiber entornando
los ojos. ¿Qué tenía que ver la puñetera CIA con aquel asunto?
—¿No lo asesinaron? —inquirió Tucker. Por el escepticismo con el que
formuló la pregunta, había poca duda de que pensaba que Korman había
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muerto asesinado.
—No lo sabremos hasta que se conozcan los resultados de la autopsia.
¿Qué sabe usted de él?
Tucker se encogió de hombros.
—No lo conocía personalmente. Sólo sé que era agente literario.
—Exacto, y fue agente del padre de Mariah —al ver que el otro hombre
asentía, Scheiber preguntó—: ¿Y la CIA? ¿Por qué está tan interesada en este
asunto, hasta el punto de que ha allanado usted la habitación de Mariah?
—Yo no he dicho que la CIA esté interesada en ella. Dije que «yo» la
estaba buscando. Es amiga mía —se apresuró a añadir Tucker—. Hablé con ella
esta mañana.
—¿Una amiga muy cercana?
—Sí —las respuestas cortas de Tucker decían mucho más que las largas,
advirtió Scheiber.
—Por lo que he oído, parece que esa mujer tiene muchos amigos.
Tucker pareció ofendido.
—¿Se puede saber qué significa eso? —y, entonces, algo centelleó en su
expresión, pero desapareció antes de que Scheiber tuviera ocasión de
interpretarlo—. Paul Chaney —dijo—. Está con ella.
¡Ajá!, se dijo Scheiber. Conque aquel era el personaje famoso del que había
hablado la recepcionista del hotel.
—Tengo entendido que abandonó el hotel esta mañana —comentó—. La
señorita Bolt, mientras tanto, hizo frecuentes entradas y salidas del hotel
anoche. ¿Sabe usted algo al respecto?
—Dudo que sea importante. Mariah está trabajando.
Esa era también la teoría del portero, recordó Scheiber irónicamente, pero
no creía que Tucker se refiriera al mismo oficio.
—¿A qué se dedica? —inquirió. Al ver que su interlocutor daba la callada
por respuesta, emitió un gemido—. Dios, no me diga que también es una espía.
—No puedo hablarle de eso.
—Ya, claro. ¿Por qué no me sorprende en absoluto? En fin, enfoquémoslo
de otro modo. ¿Qué puede decirme acerca de los documentos inéditos de su
padre? Un diario y una novela, según parece.
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Dónde están? Tengo entendido que los custodiaba Korman, pero no he
podido encontrarlos en su casa.
Tucker frunció el ceño.
—¿No se los habrá devuelto a Mariah?
—Ella no llegó a verlo antes de su muerte —explicó Scheiber, refiriéndole
lo que sabía a raíz del mensaje dejado en el contestador y del testimonio del
vecino—. Ni siquiera sabe que ha fallecido. Por ese motivo, entre otros, la estoy
buscando. En el mensaje, Mariah mencionó a un tal Urquhart. Mi compañero
investigó el apellido y averiguó la existencia de un crítico literario, muy
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importante, llamado Louis Urquhart.
Tucker asintió.
—Está trabajando en una biografía del padre de Mariah.
—¿Es posible que Korman le pasara los documentos? ¿Para su estudio?
—No lo creo. Pero, por otra parte —añadió Tucker—, si han
desaparecido...
—Esos documentos deben de ser muy valiosos. ¿Lo bastante como para
haber provocado el asesinato de Korman?
Tucker cambió de postura, inquieto.
—Tengo cosas que hacer —respondió. Otra evasiva.
—¿Qué cosas? —al ver qué no respondía, Scheiber aventuró una
conjetura—: Piensa hacerle una visita al tal Urquhart, ¿verdad? Pues tendré que
acompañarle.
Tucker no dijo nada al principio. Por fin, empezó a emitir una tímida
protesta.
—Escuche, Scheiber...
—No, escuche usted. Aún no me ha explicado por qué piensa que ese tipo
de Newport Beach pudo ser asesinado. Desde mi punto de vista, eso lo
convierte en un testigo potencial. ¿Y qué hace usted aquí, a todo esto? ¿Se trata
de una operación encubierta de la Agencia? Debe saber que puedo comunicar lo
sucedido al departamento de policía de Los Ángeles —añadió al tiempo que se
sacaba del bolsillo el teléfono móvil.
Tucker lo observó atentamente, y Scheiber tuvo la sensación de que lo
estaba midiendo con la mirada.
—Los dos somos ya demasiado mayorcitos para discutir tontamente —
dijo Tucker por fin—. ¿Qué le parece si cooperamos? ¿Eh? No estoy, aquí en
ninguna misión oficial —confesó—. Lo cierto es que, deteniéndome, le haría un
favor a la Agencia. Pero le garantizo, Scheiber, que si me detiene jamás llegará a
saber qué le ocurrió en realidad a Korman. Ciertas personas se asegurarán de
ello. Y lo peor es que no creo que la cosa se detenga ahí.
—¿Y busca a Mariah Bolt contraviniendo las órdenes de sus superiores?
¿También ella está «ausente sin permiso»?
Tucker no contestó.
Scheiber alzó el teléfono una vez más y colocó el dedo sobre una de las
teclas.
—La última oportunidad —dijo.
—Se trata de un asunto personal —musitó Tucker. De nuevo, Scheiber
imaginó todo un mundo de detalles en la lacónica respuesta.
—Está bien, le propongo un trato —dijo—. Usted me cuenta lo que sabe. Si
considero que merece la pena, y me convence de que no ha tenido nada que ver
con la muerte de Korman, iremos a visitar al profesor Urquhart. Luego
regresaremos y esperaremos a que vuelva la señorita Bolt. Supongo que querrá
saber que el agente de su padre ha muerto, y yo deseo hacerle unas cuantas
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preguntas —al no recibir una respuesta inmediata por parte de Tucker, señaló
el teléfono móvil con el mentón—. La alternativa es dar con su trasero en la
comisaría —consultó su reloj—. Son las nueve y tres minutos de la víspera del
Cuatro de Julio. Tendrá que pasarse días encerrado en una celda antes de
obtener la libertad bajo fianza. Bueno, ¿qué contesta?
—Está bien —gruñó Tucker—. Lo haremos a su manera. Iremos a ver a
Urquhart.
Mirándolo bien, había sido uno de los peores acuerdos que había suscrito
en bastante tiempo, se dijo Tucker. Sin embargo, Scheiber no le había dejado
alternativa.
El policía de Newport Beach ya le había ahorrado bastante trabajo al
averiguar la dirección del domicilio particular de Urquhart. No obstante, el
campus de la universidad de Los Ángeles estaba más cerca, había dicho
Scheiber, de modo que decidieron probar suerte allí, en primer lugar.
Por el camino, Tucker le dio un informe extremadamente abreviado de su
relación con Mariah y de lo que sabía acerca de Korman y Urquhart. No tenía
intención de hablarle, desde luego, de su encuentro con el Navegante en Moscú,
ni de los antiguos archivos que apuntaban a otra serie de asesinatos que
probablemente habían querido silenciarse con la muerte de Korman. La
pregunta era, ¿sabía el asesino de Korman que otras personas habían
descubierto la verdad de la muerte de Benjamin Bolt?
Cuando llegaron al campus universitario, en Westwood, Scheiber parecía
más confuso que nunca. Mientras aminoraba la velocidad, un policía
uniformado se acercó a ellos, con la mano alzada para que se detuvieran.
Scheiber paró el aire acondicionado y, al bajar la ventanilla, penetró en el coche
una ráfaga de tórrido aire seco.
—Eh, Stern, viejo canalla —dijo Scheiber—. ¿Cómo te va?
El agente se agachó y se asomó por la ventanilla.
—¿Detective Scheiber? ¿Es usted? ¡Hombre, hola! ¿Qué le trae por estos
pagos? —inquirió al tiempo que alargaba la mano por la ventanilla abierta.
—Echaba de menos las luces de la gran ciudad —respondió Scheiber
mientras se estrechaban la mano—. Frank Tucker —añadió, señalando con el
pulgar a su compañero de viaje.
El joven policía asintió brevemente, y luego centró de nuevo su atención
en el detective.
—He oído decir que se ha casado.
—Sí, acabo de volver del viaje de novios. Fuimos a Rosarita.
—Así es la vida. ¿Qué tal Newport Beach?
—Hay más tranquilidad que aquí, eso seguro. ¿Qué sucede? —añadió
Scheiber, señalando las luces rojas giratorias.
—Un profesor estiró la pata en su despacho. Como muchos de los policías
del campus estaban de vacaciones, nos avisaron a nosotros.
Scheiber miró en torno, y Tucker comprendió que ambos tenían la
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sensación de haber llegado demasiado tarde.
—Ese profesor —dijo Scheiber—, ¿no se llamará Urquhart, por
casualidad?
—Pues sí. ¿Cómo lo sabía? —preguntó el policía sorprendido.
Scheiber dejó escapar un suspiro.
—Veníamos a hablar con él. ¿Lo han asesinado?
—Es posible. Un testigo piensa que ocurrió algo extraño...
Tucker vio cómo Scheiber cerraba los ojos un momento. El detective
meneó la cabeza.
—¿Cuándo sucedió?
—Hace un par de horas —contestó el agente.
—¿Quién lleva el caso?
—Ripley y un tipo llamado McEvoy, del departamento de policía de Los
Ángeles.
—¿Me dejas pasar? —pidió Scheiber—. Será mejor que hable con ellos.
Conocemos cierta información que podría resultarles útil.
—Claro, faltaría más. Aparque delante de mi vehículo.
—¿Dónde está el despacho del profesor?
—En el edificio Hertzberg, plaza Dickson. Tercera planta. Verán a los
muchachos al llegar. Ellos le indicarán.
—Muy bien, gracias. Encantado de haberte visto.
—Lo mismo digo, detective.
Scheiber estacionó el coche.
—Maldición, qué calor hace —se quejó al tiempo que se apeaba.
Tucker asintió.
—¿Te importa que deje mi chaqueta en el coche? —inquirió tuteándolo.
—No, tranquilo —respondió Scheiber gesticulando distraídamente.
Tucker se quitó la chaqueta y la dejó encima del asiento. Tras cerrar
Scheiber el vehículo, se dirigieron hacia un sendero flanqueado de árboles que
conducía a la plaza central del campus. Las farolas de vapor de sodio
proyectaban un resplandor amarillo sobre el pavimento.
—Supongo que esto refuerza tu teoría de que Korman fue asesinado —
dijo Scheiber.
—Yo no dije tal cosa —precisó Tucker mientras se acercaban a la enorme
escalinata frontal de un edificio de piedra parecido a un castillo.
Al llegar a la tercera planta, Scheiber volvió a explicar a los policías que
poseían información de utilidad para los detectives encargados del caso. Esta
vez, aunque el agente que montaba guardia en el exterior del escenario del
crimen se mostraba amistoso, miró a Tucker con recelo.
—¿Quién es? —preguntó.
—Se llama Frank Tucker.
—¿Trabaja con usted?
—No, es... un posible testigo —respondió Scheiber.
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El policía asintió lentamente.
—Muy bien, esperen un momento. Le diré al detective Ripley que están
ustedes aquí.
Transcurrieron varios minutos hasta que un detective vestido de paisano
salió de una oficina, situada al final del pasillo, y se aproximó a ellos. Will
Ripley saludó a Scheiber con efusividad, pero su sonrisa se desvaneció y asintió
bruscamente a Tucker mientras Scheiber hacía las presentaciones. Luego Ripley
se llevó aparte a su colega. Por fin, tras una breve discusión, los dos detectives
regresaron.
—De la CIA, ¿eh? —comentó Ripley observando a Tucker
detenidamente—. ¿Qué es lo que sabe? ¿Conocía personalmente al profesor
Urquhart?
—No, en absoluto. Ayer oí su nombre por primera vez —explicó Tucker,
preguntándose si acompañar a Scheiber habría sido una buena idea, después de
todo.
—¿Cómo oyó usted hablar del profesor? —quiso saber Ripley.
—Es largo de contar.
—Comprendo. En fin, quizá pueda contármelo más tarde —Ripley se giró
hacia Scheiber—. Entra y echa una ojeada. Usted también, Tucker —añadió por
encima del hombro.
Siguieron a Ripley hasta la puerta por la que había aparecido. Allí había
otro detective joven, llamado McEvoy, que enseguida fue presentado a Tucker.
Frente a la puerta, un hombre se hallaba sentado en una silla de cuero de
respaldo alto, con la cabeza recostada en la gran mesa de roble que había
delante. Louis Urquhart, supuso Tucker. Tenía un brazo extendido, próximo a
un libro abierto. Parecía que hubiera hecho un alto para dar una cabezadita en
mitad de la lectura. Su mano derecha, con un gran sello de oro en uno de los
dedos, estaba extendida, con la palma boca abajo.
Tenía el brazo izquierdo doblado detrás de la cabeza. Parecía tranquilo y
relajado, pero, a pesar de la ausencia de señales de violencia, Tucker sabía que
aquel hombre no estaba durmiendo.
—¿Tiene alguna herida? —inquirió.
Ripley hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Nada, aparte de un diminuto corte en la mano derecha. Tampoco
creemos que falte ninguno de sus objetos personales. El reloj de pulsera que
lleva es un Rolex. Y el anillo no le tocó precisamente en una tómbola. Quien
quiera que haya estado aquí, no vino a robar.
—¿Falta algún archivo? —preguntó Scheiber mirando hacia tres
archivadores con cajones metálicos.
Ripley enarcó una ceja.
—No lo sé. ¿Por qué lo preguntas?
El detective se encogió de hombros.
—Convendría que hablaras con su secretaria, para ver si tenía algún
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ayudante de investigación. Al parecer estaba trabajando en una biografía de
Benjamín Bolt, el escritor. ¿Te suena? —al ver que Ripley asentía vagamente,
añadió—: Si sabes de alguien familiarizado con su investigación, no estaría de
más preguntarle si falta algún material, sobre todo relacionado con Bolt.
McEvoy, el más joven de los dos detectives de Los Ángeles, se mostró
escéptico.
—Ni siquiera estamos seguros de que sea un homicidio, ¿y ya tiene usted
un motivo?
—No —repuso Scheiber—. Ni siquiera he dicho que se trate de un
asesinato. Sólo digo que merece la pena investigarlo —se volvió hacia Ripley—.
Hablé con Stern al llegar. Me dijo que un testigo vio algo sospechoso...
Ripley asintió.
—Una limpiadora. Había estado hablando con el profesor mientras
trabajaba. Dijo que parecía encontrarse bien. Luego, cuando la mujer pasó a la
oficina contigua, oyó una especie de grito, pero no estaba segura con el ruido de
la aspiradora. Por fin, al salir de la oficina, vio a un tipo que salía del despacho
del profesor Urquhart y se dirigía hacia las escaleras a toda pastilla.
—¿Y Urquhart? —preguntó Scheiber.
—Por desgracia —explicó Ripley—, a la mujer no se le ocurrió entrar a
verlo en aquel momento.
—¡Ya ven! —exclamó el joven McEvoy poniendo los ojos en blanco.
—Pensó que aquel tipo debía de ser un colega de Urquhart —agregó
Ripley—. Sólo después, cuando terminó de limpiar la última oficina y se
disponía a marcharse, entró aquí a echar una ojeada. Encontró a Urquhart tal
como está ahora. Trató de despertarlo y se dio cuenta de que estaba muerto. El
transportista dice que estaba histérica cuando llamó al 911.
—¿Llegó a ver realmente al asesino? —preguntó Tucker.
—¿Y el asesino no la vio a ella? —añadió Scheiber.
—Parece que no. Y por suerte, o de lo contrario no tendríamos
probablemente ningún testigo —respondió Ripley.
—Ese tipo trabajó muy deprisa —terció el joven McEvoy—. Sabemos que
Urquhart estaba vivo poco después de las seis, cuando la limpiadora salió de la
oficina, y muerto a las seis y cuarenta y tres minutos, cuando el transportista
recibió la llamada.
Tucker paseó la mirada por las paredes de la oficina, cubiertas de
fotografías y diplomas enmarcados. Varios estaban torcidos, como si un
terremoto hubiese hecho temblar recientemente el edificio. O quizá, se dijo,
alguien había estado mirando detrás de ellos, en busca de lugares ocultos. Era el
único vestigio de desorden que se apreciaba en el lugar del crimen. Había sido
un golpe muy profesional y rápido, como dijo McEvoy. Muy del estilo de la
KGB.
Tucker se fijó en las fotografías. Había varias docenas, en su mayoría del
fallecido, al parecer, en distintos lugares y con diferentes personas. Pero en una
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de las fotos aparecía un hombre solo... el padre de Mariah, constató Tucker con
un sobresalto. Se trataba de una de las fotografías más famosas de Bolt,
reproducida con asiduidad en la contraportada de sus libros. Mariah le había
contado en cierta ocasión que su madre había tomado aquella foto con una vieja
cámara Instamatic, cerca de la cala de Newport donde Mariah había crecido. Su
padre estaba de pie, en la arena de la playa, mientras las olas se estrellaban en la
orilla. Había sido un hombre rubio, muy atractivo. En la foto, llevaba una
sencilla camisa blanca de algodón, y tenía los pulgares encajados en las presillas
de los vaqueros descoloridos. Sus pies descalzos se hundían en la arena. En su
semblante, una expresión distraída, casi despistada. Un retrato del artista en su
juventud, se dijo Tucker. Pero también del padre, cuyos ojos grises había
heredado la niñita a la que abandonó hacía tanto tiempo.
Retiró los ojos de la foto, meneando la cabeza, y, después de echar un
último vistazo al cadáver, salió al vestíbulo, solo para verse sobresaltado por
unos estridentes chillidos. Se giró rápidamente y vio a Ripley, que se
encontraba dos puertas más allá, sujetando por el codo a una mujer hispana de
mediana edad que gritaba:
—¡Ese es el asesino! ¡Ese es el asesino!
El asesino al que señalaba histéricamente era el propio Tucker. Antes de
que este pudiera reaccionar, se encontró de cara a la pared, con las manos
sujetas en la espalda, rodeado de media docena de policías uniformados que
parecían haber surgido de la nada. Unas esposas le fueron dolorosamente
colocadas en las muñecas.
—¡Scheiber! —vociferó Tucker—. ¿Qué diablos está pasando aquí?
—Dice que tú eres el hombre al que vio en el vestíbulo —contestó
Scheiber—. Cuando el agente de las escaleras te vio, al subir, pensó que
encajabas perfectamente con la descripción ofrecida por la limpiadora.
—¡Yo no he matado a nadie! Estaba en el aeropuerto, bajándome de un
avión, cuando sucedió esto.
—La mujer parece convencida de que usted es el asesino —insistió Ripley.
—Esto es de locos. Consúltenlo con United Airlines. Ellos confirmarán que
yo iba en ese avión.
—¿Conservas la tarjeta de embarque? —le preguntó Scheiber.
Tucker se lo pensó un momento.
—No, creo que la tiré. Pero sí tengo el resguardo del billete. Está en mi
coche alquilado, en el Beverly Wilshire.
—Lo miraremos —dijo el detective Ripley.
—No, que lo mire él —replicó Tucker señalando con el mentón al
detective de Newport Beach—. Scheiber, las llaves están en mi chaqueta, en tu
coche. El coche es un Taurus azul oscuro. Puedes sacar el resguardo del
compartimiento de la guantera... Pero no toques nada más. En cuanto a ustedes
—añadió volviendo la cabeza hacia Ripley—, no tienen permiso para acercarse
a mis pertenencias personales. ¿Ha quedado claro? —estaba pensando en el
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ordenador portátil, y el disquete con la información del Navegante, guardados
en el maletero del coche.
—Perfectamente claro —respondió Ripley—. Pero, entretanto, tendrá
usted que venir con nosotros —hizo un gesto de asentimiento hacia uno de los
agentes uniformados, que enseguida registró a Tucker por si llevaba armas
encima.
—No llevo ninguna —dijo Tucker con voz cansada—. Acabo de bajarme
de un avión, por el amor de Dios —lo retiraron de la pared y lo obligaron a
darse media vuelta—. Scheiber, esto es absurdo. No puedes dejar que me
detengan. Sabes que yo no lo he hecho.
—No, no lo sé. Sólo sé que te encontré en una habitación de hotel, donde
te habías colado dos horas después de que asesinaran al profesor, tuviste
tiempo de sobra para llegar al hotel desde aquí.
—¿Y por qué diablos iba a acompañarte hasta aquí si fuera yo el asesino?
—Usted no sabía que la señora de la limpieza lo había visto —dijo el joven
McEvoy.
—¡Yo no soy el hombre al que vio, maldita sea! —Tucker se giró
nuevamente hacia Scheiber—. Si lo consultas con la compañía aérea... —hizo
una pausa.
—¿Qué? —apremió Scheiber.
Tucker cerró los ojos y meneó la cabeza, suspirando. Aquel no era el modo
más adecuado de ganarse amigos e influir en los demás, pero tenía que
confesar. No deseaba pasarse el fin de semana entero en la cárcel. Sabía que
Scheiber insistiría en consultar el asunto con la compañía aérea, pero no
encontraría ningún billete a nombre de Frank Tucker.
—He viajado con un nombre falso —confesó por fin—. Tengo buenas
razones para ello. Lo cierto es que utilicé otra identidad.
—Muy conveniente —dijo McEvoy con mordacidad.
Tucker pasó por alto el comentario.
—Estoy diciendo la verdad, Scheiber. Usé el nombre de Grant Lewis. El
carné de identidad falso también está en la chaqueta que dejé en tu coche —
señaló hacia uno de los investigadores de la escena del crimen—. Que ese tipo
me tome una fotografía instantánea. Luego muéstrenla al personal del vuelo
Washington‐Los Ángeles de United Airlines. Viajé en primera clase, y hablé con
una de las azafatas. No sé su nombre, pero tendría algo más de treinta años,
rubia, atractiva...
—Sí, claro —rezongó McEvoy—, será facilísimo dar con ella. Hay pocas
mujeres de esas características.
Tucker no le prestó atención.
—La compañía United Airlines, Scheiber. ¿Querrás comprobarlo?
Scheiber aún parecía dubitativo.
—Si trabajabas de incógnito, ¿por qué te presentaste a mí con el nombre de
Tucker? ¿Es ese tu verdadero nombre?
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—Sí, lo es. Pensé que te fiarías más de Frank Tucker, de la CIA, que de
Grant Lewis, un empresario anónimo. Obviamente, me equivoqué.
—Bueno, estoy seguro de que los detectives Ripley y McEvoy averiguarán
lo de la compañía aérea —dijo Scheiber.
—Claro. Mientras yo me cuezo en una celda durante todo el fin de
semana. ¡Vamos, Scheiber! —vociferó Tucker enojado—. ¿Qué tienes que
perder, aparte del caso Korman?
—¿Quién es Korman? —inquirió Ripley.
—Se trata de otro caso en el que estoy trabajando —explicó Scheiber
irritado—. Por eso vine a Los Ángeles. Tenía que hablar con una mujer
hospedada en el Beverly Wilshire, y allí me tropecé con este tipo —permaneció
un momento callado, alisándose el bigote—. Maldita sea, adiós a mi fin de
semana libre —gruñó. Luego señaló hacia el investigador que tenía la cámara
Polaroid y le preguntó a Ripley—: ¿Te importa, Will? Total, en el caso de que
este tipo diga la verdad, y los dos casos estén relacionados, tendremos que
coordinar nuestros esfuerzos.
—Mira, compañero —dijo Ripley al tiempo que indicaba al investigador
que se acercara con la cámara—, si quieres hacerme el trabajo, por mí no hay
problema. Aunque, personalmente, opino que la cosa está clarísima.
—Clarísima —coreó el joven McEvoy, asintiendo con entusiasmo.
Tucker se sintió tentado de cerrarle el pico de un puñetazo.
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Capítulo 14
Mariah llegó al Spago con veinte minutos de retraso. Tratando de aplacar
los nervios que se habían apoderado de su estómago, se acercó a una camarera
para decirle que había quedado allí con Paul Chaney. Al instante, el director del
restaurante se materializó a su lado y la condujo al área más reservada del
establecimiento.
—¡Naturalmente, señorita Bolt! —le dijo afablemente—. La están
esperando.
¿Por qué hablaba en plural?¿Quién había con Paul?
Mariah se ciñó el chal de seda y se tocó el cabello mientras el hombre la
dirigía hacia una sala decorada con figurillas de terracota y madera. En el
extremo de la sala, sentado a una mesa situada en un rincón, estaba Paul. Frente
a él había sentada una pareja, según advirtió Mariah, un hombre y una mujer.
El director les anunció jubilosamente su presencia.
—¡Aquí está, por fin!
—Hola, Mariah —la saludó Paul besándole la mejilla—. Estás bellísima —
se giró hacia el director—. Gracias, Chuck, yo me hago cargo desde ahora —
cuando el hombre se hubo marchado, Paul se giró de nuevo hacia ella—.
Mariah... —empezó a decir nerviosamente.
—No puedo creerlo —dijo ella—. ¿Cómo has podido hacerme esto?
—Él no tiene la culpa, Mariah —dijo Renata, dirigiéndole una sonrisa
presuntuosa y escalofriante—. Paul mencionó que habíais quedado para cenar
cuando me llamó esta tarde. Y me temo que decidí unirme a vosotros. ¿Te
acuerdas de Nolan, mi hijo? —preguntó tuteándola.
Nolan ya estaba en pie, ofreciéndole la mano. Mariah asintió brevemente
mientras se la estrechaba. Increíblemente guapo, era evidente que trataba de
deslumbrarla con su sonrisa. Pero ella se sentía demasiado aturdida como para
dejarse encandilar, al menos de momento. Su cerebro aún intentaba asimilar la
noticia de que Paul había telefoneado a Renata aquella tarde.
—Celebro mucho verla de nuevo —dijo Nolan muy animado—. Quise
volver a reunirme con usted en la exposición Romanov, pero había tanta gente...
—se encogió de hombros—. Soy un gran admirador de la obra de su padre.
Debe de estar usted muy orgullosa de él.
—Oh, infinitamente —contestó Mariah, deseando poder sentarse y pensar
con tranquilidad. ¿Por qué diablos había llamado Paul a Renata Hunter Carr a
sus espaldas? Si había alguna forma de traición, aquella era la más dolorosa.
Renata, entretanto, siguió parloteando como si nada.
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—Conozco a Chuck desde siempre —dijo señalando al director con una
mano repleta de anillos—. Y conseguí convencerlo para que me hiciera sitio —
Renata miró a su hijo y le dirigió una sonrisa indulgente—. Luego, casualmente,
también se presentó Nolan.
—Había quedado aquí con ciertas personas —explicó el joven—.
Acababan de telefonear comunicando que iban a retrasarse cuando vi a mi
madre y a Paul.
—Sí, a tu madre y a Paul —repitió Mariah—. Vaya una sorpresa.
—Si te incomoda mi presencia, Mariah, no me quedaré mucho tiempo —
dijo Renata—. Diré lo que he de decirte y luego podréis cenar los dos
tranquilamente. Cuando hayas reflexionado acerca de lo que voy a decirte,
podemos volver a reunirnos, si lo deseas, en Newport. ¿Recuerdas dónde estaba
la vieja casa de verano de mi padre? Tu padre te llevó una vez cuando eras
pequeña.
Mariah evocó la súbita imagen mental de una enorme casa situada junto
un acantilado, dominando el mar.
—En el lado de Corona del Mar, con vistas al puerto —añadió Renata—.
Puedes preguntar a cualquiera, seguro que sabrán orientarte. ¿Le has dado ya
las llaves, Paul?
—¿Las llaves? —Mariah notó la presión de la mano de Paul en su brazo,
pero se zafó de él—. ¿Qué llaves?
—¿Por qué no te sientas y te lo explico? —sugirió Paul.
—¿Qué llaves, maldita sea?
—Paul me comentó que estabas buscando una casa en la playa —dijo
Renata, decidida a tomar las riendas de la situación—. Yo poseo varias, y un par
de ellas se hallan desocupadas actualmente. Le dije a Paul que Lindsay y tú
podíais utilizar cualquiera de ellas durante el tiempo que quisierais.
—No me lo puedo creer —Mariah le dio la espalda y se dirigió al hombre
con quien había hecho el amor horas antes, como una pobre imbécil—. Sólo en
el último momento me di cuenta de que te habías llevado tus cosas de la
habitación —musitó.
—Temí que reaccionaras así —murmuró Paul—. No estaba seguro de que
quisieras seguir teniéndome allí.
—En eso tienes razón. ¡Por el amor de Dios, Paul! ¿Acudiste a Renata para
que me dejara la maldita casa? Yo no estaba tan desesperada.
—No. El tema surgió casualmente cuando Renata y yo charlamos hace dos
semanas...
—¿Hace dos semanas? —repitió Mariah—. No sabía que fuerais tan
amiguitos. Y qué raro que nunca me lo hayas comentado.
—Sólo trataba de ayudarte —aseguró Paul—. Renata se puso en contacto
conmigo hace poco, solicitando consejo acerca de cómo tratar contigo sobre el
asunto de los documentos de tu padre. Cuando descubrí el motivo, tuve que
ayudarla. Al fin y al cabo, por mi culpa se filtró la noticia del hallazgo de esos
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documentos. Quizá no debí haberme entrometido, es cierto. Pero lo hecho,
hecho está. ¿Por qué no escuchas lo que desea decirte? Luego podrás insultarme
cuanto quieras.
—¿Y por qué diablos voy a hacerte caso? —tronó Mariah—. ¿Cómo creíste
que podrías tramar todo esto a mis espaldas, y que yo lo aceptaría, sin más?
Sabías muy bien lo que siento por ella.
—Mariah, por favor —dijo Renata con el tono de una madre que intentara
calmar a su hijo pequeño en un sitio público—. Ya te dije anoche que debemos
hablar sin falta,
Mariah se volvió para mirarla de frente.
—Y yo respondí que no tenemos nada de que hablar, si mal no recuerdo.
Renata miró en torno. Su hijo seguía de pie, con una incómoda expresión
en el rostro. Renata se volvió y clavó sus ojos azules acero en Mariah.
—Estás llamando ridículamente la atención, querida. Deberías sentarte,
aunque fuera— durante unos minutos.
—¿Quieres sentarte a mi lado, Mariah? —sugirió Nolan, al parecer
pensando que sus encantos triunfarían donde Paul había fracasado.
—No voy a sentarme en ningún sitio.
—Por favor —pidió Renata en tono cansado—. Permíteme decirte por qué
considero de tu interés... y del interés de tu hija, por cierto...
—Deja a mi hija al margen.
—Lo haría. Pero, por desgracia, también ella está implicada, te guste o no.
Supongo que es consciente de ser nieta de Ben Bolt, de modo que esto también
le afectará. Por su bien, ya que no por el tuyo propio, siéntate unos minutos y
escucha lo que debo decirte. Luego, si así lo deseas, desapareceré y no volveré a
molestarte nunca más, pase lo que pase.
Mariah miró a su alrededor. Paul permanecía en pie, junto a ella, con un
aspecto sumamente angustiado. Detestaba aquel tipo de escenas en público.
Muy bien, se dijo Mariah, que sufriera.
Retiró una silla vacía y se sentó.
—Cinco minutos —dijo ciñéndose el chal, con los nudillos blancos a causa
de la fuerza con que tenía agarrado el pequeño bolso. Echó una ojeada a su reloj
de pulsera—. Empieza la cuenta.
Paul tomó asiento.
—Lo que tiene que decirte es muy serio, Mariah —dijo.
—Pues que empiece ya, porque los segundos corren —Mariah se reclinó
en la silla y aguardó.
No obstante, en lugar de una explicación, las primeras palabras emitidas
por Renata constituyeron un comentario que Mariah había oído a menudo
antes, aunque pocas veces acompañado de un suspiro tan melancólico.
—Te pareces muchísimo a tu padre —dijo la anciana.
—Eso tengo entendido —contestó Mariah—. Mi madre solía decírmelo.
Renata se quedó momentáneamente inmóvil, y luego asintió.
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—Exacto. Ben lo conoció en París. Orlov era ya muy viejo. Llevaba años
luchando contra la cúpula comunista, y sabía que aquella sería, probablemente,
la última vez que se le permitiría salir de la Unión Soviética. Así que sacó una
novela del país subrepticiamente y se la dio a Ben con la esperanza de que este
le buscara un editor occidental.
Mariah arrugó la frente.
—No lo creo. Lo poco que he leído del manuscrito está redactado en un
inglés americano perfecto. Ignoro si Orlov hablaba inglés, pero, aunque lo
hiciera, dudo que hubiera podido escribir con tanta fluidez en una lengua ajena
a la suya. Además, he leído su obra... tanto traducida como en su idioma
original. El manuscrito no tiene nada que ver. Orlov escribía sobre los heroicos
soldados rusos y los nobles campesinos. Por eso es allí un héroe nacional...
Bueno, por eso y por los estremecedores discursos que pronunció para arengar
a su pueblo durante el sitio nazi de la II Guerra Mundial. Por lo poco que he
leído del libro, El hombre del centro es una especie de alegoría futurista. No
contiene nada que sea específicamente ruso. La acción se desarrolla en un país
ficticio, e incluso los nombres de los personajes constituyen una amalgama de
distintas lenguas y culturas —Mariah meneó la cabeza—. He pensado mucho
en la teoría del plagio desde que llegó a mis oídos, pero no le veo razón de ser.
—No es una teoría, sino un hecho —insistió Renata—. Yo estaba presente
cuando Orlov le entregó a Ben el manuscrito.
—Por lo visto, se conocieron en una conferencia internacional de escritores
—añadió Paul. Mariah lo miró, irritada. Obviamente, Renata y él ya habían
hablado largo y tendido del asunto. Paul se inclinó hacia ella—. Ben pudo haber
pulido la traducción. Estoy seguro de que nunca pretendió que la novela pasara
por obra suya. Se trata de un enorme malentendido.
Mariah meneó la cabeza lentamente.
—No, no me lo trago. Tú viste unos cuantos folios del manuscrito, pero no
llegaste a ver la página de cubierta. «El hombre del centro, una novela de
Benjamín Bolt», eso decía. Mi padre envió el borrador a mi madre para que lo
custodiara. Y ella lo guardó como si de un talismán se tratase. Creo que por eso
siempre creyó que él acabaría volviendo a casa.
El camarero regresó con el whisky de Renata.
—Aquí tiene, señora Carr. Bien, ¿desean pedir ya la cena, o aguardamos
unos minutos más?
—Aguardaremos —le dijo Paul—. Enseguida te aviso.
—Muy bien, señor Chaney —el camarero retrocedió hasta perderse de
vista.
Renata, mientras tanto, tenía la mirada fija en la copa.
—Quería hacerlo.
—¿Perdón? —dijo Mariah.
La anciana tomó un trago de whisky y alzó los ojos.
—Ben quería volver con Andrea... con vosotras. Os echaba de menos. Yo
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hice lo que pude, ¿sabes? Intenté ser algo más que otra amante para él. Quería
ser su mecenas. Su musa. Ayudarlo a madurar como autor. Poseía talento,
Mariah, un talento inmenso. Pero necesitaba que lo estimularan, viajar y
conocer gente. Aquella fue una época decisiva. Se estaban produciendo
acontecimientos importantes por doquier, mientras Ben hacía surf, iba a fiestas
y trataba de encontrar ideas nuevas para sus novelas. Su confianza empezó a
menguar. Pensó que su vida era frívola, y que ello se reflejaba en su obra. El día
en que me comunicó que quería marcharse, había visto en el telediario una
noticia sobre un monje budista que se suicidó, autoinmolándose, para protestar
contra la guerra de Vietnam. Ante semejante tipo de compromiso, Ben se sintió
pequeño y frívolo, como si estuviera malgastando su vida en mi casita de
campo.
—¿En tu casita de...? ¿En Newport? —inquirió Mariah. Al ver que Renata
asentía, añadió—: ¿O sea, que la casa en la que vivíamos era tuya?
—De mi padre. Cuando Ben necesitó un sitio donde vivir, se la dejé. Aún
es de mi propiedad, de hecho —Renata abrió su bolso, extrajo unas llaves y las
depositó encima de la mesa—. Si prefieres hospedarte en ella...
Mariah retrocedió, negando con la cabeza.
—Ah, no. No quiero ninguna casa tuya —hizo una pausa y frunció el
ceño—. Mi madre vivió allí hasta el día de su muerte. Nunca me dijo que la casa
era tuya, simplemente que seguía allí porque el alquiler era barato y contenía el
recuerdo de mi padre.
Renata empezó a juguetear nerviosamente con sus impresionantes anillos.
—Ben hubiera deseado que le dejara la casa, y yo siempre le daba lo que él
quería. Por eso, cuando sintió deseos de escapar, lo llevé a Europa —tomó otro
sorbo de whisky—. Pero luego cambió de opinión. Decidió que necesitaba a su
familia, después de todo.
Mariah estudió las manos manchadas de la mujer, las líneas que partían
de las comisuras de sus labios. De cerca, aparentaba plenamente sus casi
sesenta años.
—Por eso lo abandonaste, ¿verdad? No porque se fuera con otra, sino
porque quería volver con su esposa.
Renata contempló su copa con expresión taciturna, obviamente incómoda
con el rumbo que estaba tomando la conversación. Asintió levemente.
—Pero él no tenía dinero, ¿verdad? —presionó Mariah—. No podía volver
a su país por sus propios medios. Por eso trabajó tanto aquellas últimas
semanas de su vida... Para terminar otra novela que le permitiera pagarse el
viaje de regreso.
—Sí, supongo que sí —dijo Renata. Luego miró a Mariah—. Verás, yo no
podía ayudarle. Seguro que crees que fue una venganza por mi parte, pero te
equivocas. No tuve elección.
—¡Claro que tuviste elección! ¿Tan difícil para ti hubiera sido prestarle el
dinero?
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—¡Sí! Por culpa de mi padre. Me prohibió terminantemente que volviera a
verlo. Nunca había aprobado mi relación con Ben. Es cierto —añadió Renata—
que nunca aprobaba ninguna de mis relaciones. Yo hacía lo que me daba la
gana y él, después de gruñir un poco, condescendía siempre. Pero cuando se
enteró de que Ben tenía en su poder una novela sacada clandestinamente de
Rusia, la cosa cambió por completo.
—Tiene usted que entenderlo, Mariah —terció Nolan—. Mi abuelo tenía
importantes tratos económicos con la Unión Soviética... Millones de dólares en
inversiones y monopolios financieros. No podía estar relacionado, aunque fuese
indirectamente, con nada que incomodara al Kremlin.
—Nunca vi a mi padre tan enfadado como cuando tuvo noticia del
manuscrito que Ben había aceptado de manos de Orlov. Me lanzó un
ultimátum. O dejaba a Ben Bolt, o me desheredaba.
—Así que arrojaste a Ben a los lobos —dijo Mariah con amargura.
—Él no estaba interesado en mi mecenazgo, de todos modos —comentó
Renata—. La elección se me antojó fácil.
—Debe usted recordar, Mariah, que mi madre era muy joven en aquel
entonces —dijo Nolan.
—Le dijiste a todo el mundo que Ben te había estado engañando con otras
mujeres —musitó Mariah, ignorándolo.
Renata arqueó una ceja perfectamente depilada.
—Bueno, una tiene que salvar la cara, ¿no? Aquella acusación apenas lo
perjudicaba, habida cuenta de su reputación —alzó la copa y tomó un sorbo—.
El caso es que, al parecer, Ben decidió aprovecharse del manuscrito de Orlov
para salir del aprieto económico en el que estaba metido. Al fin y al cabo, Orlov
había sido devuelto a Moscú por motivos de salud, aunque se rumoreaba que se
hallaba bajo arresto. Nadie conocía la existencia de la novela, y Orlov no estaba
en condiciones de hacerse oír y defender su copyright, ¿verdad?
—Pero no sabemos a ciencia cierta si la cosa ocurrió así —se apresuró a
añadir Paul—. Puede haber toda clase de motivos que impulsaran a Ben a
poner su nombre en la cubierta. Tal vez lo hizo para proteger la verdadera
identidad del autor, hasta que pudiera volver a Estados Unidos y entregar la
novela a editor. Creo que debemos ser optimistas —le dijo a Mariah—. Si el
editor es avisado a tiempo, solventar el malentendido será relativamente fácil.
Nadie tiene por qué sentirse avergonzado —colocó una tranquilizadora mano
sobre la de Mariah y frunció el ceño cuando ella la retiró.
—Esto no cambia el hecho de que tu padre sigue siendo uno de los
mejores novelistas norteamericanos del siglo XX, Mariah —aseguró Nolan—.
¿Qué más da que ese libro se publique o no? Benjamin Bolt no lo necesita para
ocupar un lugar destacado en la historia de la literatura.
—Sí, eso es cierto —terció Renata—, aunque la opinión pública suele ser
veleidosa. Si se extiende la idea de que Ben plagiaba, Mariah, su popularidad
caerá en picado. Y las ganancias que dan las ventas de sus libros en concepto de
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derechos de autor, querida, desaparecerán aún más deprisa que su reputación.
Tengo entendido que mantienes el grueso de esas ganancias en fideicomiso
para tu hija, ¿no es así?
—¿Eso también lo ha descubierto tu detective privado?
—Siempre contrato a los mejores —dijo Renata—. En cualquier caso, ya
ves por qué digo que esto afecta también a tu hija.
—Mi hija sobrevivirá —repuso Mariah con firmeza—. No obstante, ya sea
El hombre del centro una novela de Bolt o de Orlov, hay un aspecto de todo este
asunto que has pasado por alto.
—¿Qué aspecto?
—La afirmación de que mi padre fue asesinado.
—Oh, Dios —gimió Renata suavemente, apoyando la frente en sus
manos—. Louis Urquhart ya ha llegado hasta ti, ¿verdad?
—¿Así que lo conoces? —inquirió Mariah.
—¿Quién es Louis Urquhart? —preguntó Paul—. ¿De qué me suena ese
nombre?
—Es un profesor de la universidad de Los Ángeles —explicó Renata con
impaciencia—. Ganó el Pulitzer con una biografía de Jack Kerouac, y el muy
idiota se cree infalible. También habló conmigo del asunto. ¡Maldito sea! —
exclamó mirando de soslayo a su hijo—. ¡No puedo creer que siga insistiendo
en semejante tontería!
—No te alteres, madre. No merece la pena.
Renata se volvió hacia Mariah y Paul.
—Urquhart solo pretende llenarse los bolsillos con los beneficios que se
derivarían de un escándalo como este. Yo lo mandé a paseo cuando fue a verme
—añadió, agitando un brazo airadamente.
Mariah tuvo la sensación de que estaba algo bebida.
—Urquhart está trabajando en una biografía de mi padre —explicó a
Paul—. Le escribió a Chap Korman afirmando que había descubierto pruebas
no solo del «robo» del manuscrito, sino también de que Ben murió asesinado.
Frank lo está investigando por mí.
Paul se levantó rápidamente.
—¿Tucker? ¿Por qué ese tipo siempre te...? —su rostro adquirió una
expresión nada atractiva—. De modo que eso es lo que está investigando. Y de
eso trataba el mensaje que te dejó en el hotel. Acudiste a él en busca de ayuda.
¿Por qué? ¿Por qué no acudiste a mí?
—Chap envió una copia de la carta de Urquhart a mi casa, y pedí a Frank
que la recogiera por mí.
—Confías en él como jamás has confiado en mí, ¿verdad? —dijo Paul en
tono acusador.
Mariah pensó en negarlo, pero tras reflexionar sobre ello, comprendió que
era cierto.
—Sí, así es —respondió—. Y con razón, según parece.
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Paul se reclinó en la silla, con aspecto ofendido.
Mariah se giró hacia la otra mujer.
—¿No das crédito a la historia de Urquhart de que Ben fue asesinado?
—Desde luego que no —respondió Renata con impaciencia—. Yo misma
me encargué de organizar el funeral. Incluso hablé de ello con tu madre.
—¿De verdad llegaste a hablar con ella?
—Sí, le telefoneé desde París. Ella era su pariente más cercana, después de
todo. La hepatitis es una enfermedad contagiosa —añadió Renata—. Ni las
autoridades sanitarias francesas ni norteamericanas iban a permitir que el
cuerpo fuese trasladado. La cremación era la única alternativa posible. Tras
planteárselo a tu madre, ella estuvo de acuerdo en que sería preferible enterrar
sus cenizas en París. El caso es que, después de hallarse el cuerpo, se le practicó
la autopsia. Las autoridades francesas dejaron muy claro que murió de
hepatitis.
—Así que Louis Urquhart persigue una conspiración que jamás existió —
dijo Paul—. Creo que tienes razón, Renata. Ese tipo es un aprovechado —se
giró hacia Mariah—. Tratará de sacar tajada de todo este asunto.
—Es posible —replicó Mariah—, pero eso no significa que no esté
dispuesta a escuchar su opinión —recogió el bolso e hizo ademán de levantarse.
—¿Adónde va? —le preguntó Nolan.
—Se acabaron los cinco minutos. Ya he oído lo que necesitaba oír.
—Sé que es triste decirlo, Mariah —prosiguió Nolan—, pero esos
documentos que encontró usted solo le causarán dolor, y mancillarán la
reputación de su padre. En el proceso, también mi familia se verá salpicada.
Tiene usted que olvidarse del asunto.
Renata asintió.
—Si cometí errores, se debió a que era joven y estaba enamorada. Todo lo
hice por Ben. Él tuvo la culpa —añadió compadeciéndose a sí misma—. No
deseo ni merezco ser objeto de la especulación pública. ¡No hay derecho!
Siempre he actuado con las mejores intenciones.
—De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno —observó
Mariah.
—Eso no es justo —dijo Paul—. Tienes que...
—Tengo que irme —dijo Mariah retirando del todo la silla—. Y lo que no
es justo, Paul, es manipular a los demás para los fines particulares de uno. Y no
consentiré que manipuléis mi vida ni la de mi hija.
—Solo intento ayudarte —protestó Paul—. Los dos intentamos evitar que
hagas el ridículo públicamente.
—¿El ridículo públicamente? —Mariah emitió una risotada de desdén—.
¿Sabes, Paul? Esa es tu gran inquietud, no la mía. Por eso estás tan preocupado,
¿verdad? No soportas la idea de, que el gran Paul Chaney pueda verse
relacionado con un escándalo y acabe haciendo el ridículo. Supongo que esa es
la pega de vivir en un pedestal... Temes continuamente caerte, ¿no es así?
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Bueno, pues no es mi caso. Así que puedes guardarte tu ayuda, muchas gracias.
En cuanto a usted, señora Carr, quédese con su casa de la playa. Ya le devolveré
las llaves como sea. Por favor, no se levanten. Buscaré sola la salida.
Las zonas horarias no significaban nada para una adolescente. Dos días
después de su llegada a Los Ángeles, el reloj interno de Mariah aún seguía
yendo tres horas adelantado con respecto al horario del Pacífico. Pero los
biorritmos de Lindsay eran harina de otro costal. Mariah observó cómo las
mantas subían y bajaban lentamente en el otro lado de la enorme cama, donde
su hija yacía hecha un ovillo, acurrucada bajo la almohada.
Aquella mañana, Lindsay tenía todos los motivos del mundo para desear
que se le pegaran las sábanas. Su vuelo había llegado con cuarenta minutos de
retraso, y la tensión ya se mostraba en su cara cuanto salió por la puerta de la
terminal. Mariah observó con sorpresa el cambio físico de su hija. No obstante,
la abrazó y, entre risas nerviosas, le dijo:
—No es más que pelo. Ya volverá a crecer.
Mariah había pasado mala noche, y hacía una hora escasa que se había
despertado. Se dio la vuelta y, con un suspiro, echó una ojeada al reloj digital de
la mesita de noche. Las seis y treinta y dos minutos. Lindsay aún dormiría
durante horas, pero ella se volvería loca de ansiedad si no hacía algo para
combatirla.
Salió en silencio de la cama, se puso un vestido ligero sin mangas y, una
vez dentro del cuarto de baño, encendió la luz. Tras lavarse la cara y cepillarse
los dientes, se sentó en el filo de la bañera para escribir una nota:
He bajado a la piscina a nadar un poco. Luego desayunaré y leeré el
periódico. Si te despiertas antes de que regrese, ve a reunirte conmigo. O, si
prefieres pedir el desayuno al servicio de habitaciones, adelante. Ya decidiremos
qué haremos hoy. Te quiero mucho, mamá.
Salió de la habitación y colgó en la puerta el letrero de NO MOLESTAR.
Luego, al situarse delante de las puertas del ascensor, vio que estas se abrían
inesperadamente. Un hombre de mediana edad la miró y frunció el ceño.
—Disculpe —dijo—. ¿Es usted Mariah Bolt, por casualidad?
Mariah estudió al individuo antes de decidir qué responder. Tenía el pelo
gris muy corto, y un bigote pulcramente cuidado. Se hallaba en buen estado
físico para su edad, y debía de tener uno o dos años más que ella. Iba vestido
con una camisa blanca de algodón bien planchada, corbata de seda y pantalones
grises algo arrugados, como si llevara horas sentado en el asiento de un coche.
—Sí, soy Mariah Bolt —confirmó—. ¿Y usted es...?
Él le mostró una placa.
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—Detective James Scheiber. Venía a hablar con usted. Disculpe que la
moleste tan temprano, pero, ¿podría responder a unas cuantas preguntas?
—¿De qué se trata?
—Preferiría no hablar de ello en el pasillo.
—Tampoco podemos hablar en mi habitación —dijo Mariah en tono
tajante—. Iba a nadar un poco pero, si desea charlar conmigo, supongo que
podré desayunar antes —mientras las puertas del ascensor se cerraban,
añadió—: ¿Puedo ver otra vez esa placa, por favor? —él se la sacó del bolsillo
interior de la chaqueta y se la mostró—. ¿Newport Beach? ¿No está un poco
lejos de su jurisdicción?
El detective volvió a guardarse la placa.
—Tiene gracia. Eso fue exactamente lo que dijo Tucker. No sabía que
ustedes, los de la CIA, prestaran tanta atención a minucias como los límites
jurisdiccionales.
Mariah no salía de su asombro.
—¿Frank Tucker?
—¿Lo conoce usted?
—Por supuesto. Y muy bien —contestó Mariah—. ¿Cuándo ha hablado
con él?
—Se coló en la habitación de usted ayer por la tarde. Al menos —añadió
Scheiber cuando ella hizo ademán de protestar—, eso nos pareció a la
recepcionista y a mí. Él no trató de negarlo, quizá por pura terquedad. No es la
persona más comunicativa que he conocido, ¿sabe?
Mariah sonrió a despecho de sí misma.
—Cierto. Pero no se confunda. Es un buen hombre —la idea de que Frank
estaba cerca era la mejor noticia que había recibido en mucho tiempo.
—¿Le dio usted una llave de su habitación? —inquirió Scheiber.
—Ni siquiera sabía que estuviera en Los Ángeles. ¿De veras lo ha visto
usted aquí?
Scheiber asintió.
—Llevo intentando ponerme en contacto con usted desde anoche. Llegué
al hotel poco después de las ocho. Usted no estaba, pero él sí, y así fue como nos
conocimos.
—¿Y sabe, por un casual, dónde se encuentra ahora?
Las puertas del ascensor se abrieron al vestíbulo del hotel y, mientras
Mariah salía, el detective le dejó caer la noticia.
—Está en una comisaría de policía, no muy lejos de aquí. Detenido.
Ella se giró rápidamente, atónita.
—¿Por entrar en mi habitación? ¡No sea ridículo! Evidentemente, vino
buscándome, como amigo que es, y...
—Se le considera sospechoso de asesinato —la interrumpió Scheiber.
El silencio envolvió a Mariah como un grueso sudario. El único sonido que
percibió era el de su propia mente, que lanzaba gritos de protesta e
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incredulidad.
«Oh, Frank. ¿Qué te han hecho?»
Respiró hondo y miró a Scheiber.
—Eso es imposible—dijo furiosa—. Frank Tucker no sería capaz de matar
a nadie. Debe tratarse de un error.
—Bueno, es posible —reconoció él a desgana—. Puede que hasta sea un
caso de identificación errónea.
—Seguro que sí.
—Anoche se produjo un asesinato cerca de aquí —explicó Scheiber—, y
Tucker encajaba con la descripción del asesino. Sin embargo, acabo de estar en
el aeropuerto, interrogando a cierta azafata que lo atendió en su vuelo a Los
Ángeles. Según ella, Tucker iba a bordo de un avión que tomó tierra en el
preciso momento en que se estaba cometiendo el asesinato. Eso sí —agregó
Scheiber con el ceño fruncido—, la señorita pensaba que su nombre era Lewis y
que era un cazador de talentos. Menudo elemento, el amigo de usted.
—Era imposible que hubiese asesinado a alguien —dijo Mariah aliviada,
aun cuando no dejaba de preguntarse por qué viajaría Tucker con un nombre
falso—. ¿Cuándo lo pondrán en libertad?
—Me disponía a ir a la comisaría después de hablar con usted. ¿Quiere
acompañarme? Aún he de hacerle un par de preguntas.
Mariah titubeó.
—¿Dice que está cerca?
—A unos diez minutos de aquí —Scheiber se recostó en la pared y cruzó
los brazos—. Sé que tiene usted compañía, pero seguramente habremos vuelto
antes de que el señor Chaney se despierte.
Mariah hizo una mueca. Obviamente, la discreción del personal del hotel
tenía un límite.
—Parece usted tan orgulloso de sí mismo, detective, que casi lamento
decirle que su información está desfasada. La persona que duerme en mi
habitación es mi hija de quince años. Llegó ayer, a últimas horas de la noche.
—Comprendo. ¿De modo que el señor Chaney sí se fue del hotel?
—No es que sea asunto suyo, pero sí —confirmó Mariah. Y no sólo del
hotel, sino también de su vida. Permanentemente, por lo que a ella respectaba.
Scheiber se encogió de hombros.
—En fin, si desea acompañarme, mataremos dos pájaros de un tiro. No
obstante, si supone algún problema para usted, podemos dejar que el señor
Tucker siga donde está, de momento —volvió a encogerse de hombros, como si
le diera igual una alternativa que otra.
—Oh, Dios, no —gimió Mariah. Pobre Frank. Se planteó llamar a la
habitación para informar a Lindsay de dónde estaría, pero era aún demasiado
temprano. Frank y ella habrían vuelto antes de que su hija se despertara—. ¿Por
qué lo detuvieron? —preguntó mientras seguía a Scheiber hacia los
aparcamientos del hotel.
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—Una testigo afirmó haberlo visto en el escenario del crimen —explicó el
detective—. Pero resulta que el edificio donde se cometió el asesinato estaba
cerrado y tenía casi todas las luces apagadas. Es un edificio antiguo, los pasillos
no tienen ventanas y suelen estar muy oscuros, incluso de día. Para cuando la
brigada de homicidios llegó allí, todas las luces habían sido encendidas, de
modo que asumieron que la testigo había visto bien al agresor, cuando en
realidad no fue así. Tucker tuvo la mala suerte de aparecer cuando la brigada
andaba buscando un individuo corpulento vestido de negro.
—Dios mío —exclamó Mariah meneando gravemente la cabeza—. ¡Qué
metedura de pata! A propósito, ¿qué pinta usted en todo esto? ¿Cómo se ha
visto involucrado en el caso?
El detective le abrió la portezuela del coche.
—Se lo explicaré por el camino.
El teléfono celular de Scheiber sonó mientras sacaba el coche del Wilshire
Boulevard. El detective agradeció en silencio a Eckert la oportunidad de
posponer las explicaciones a Mariah Bolt un poco más.
—Ha llamado Iris —anunció Eckert—. Quería que supieras que la
autopsia de Korman será practicada a eso de las once de la mañana.
—Bien. Dile que estaré allí.
—Se oye ruido como de tráfico. ¿Dónde estás, a todo esto?
—Me dirijo a la comisaría de policía de Los Ángeles.
—¿Diste por fin con la Bolt?
—Sí, aquí la tengo.
—¿En el coche, contigo? ¿Por qué?
—Es largo de contar. Intenté llamarte anoche, pero seguramente estarías
enseñando tu Bang & Olufsen otra vez —Scheiber oyó cómo Eckert emitía un
gruñido de protesta—. En cualquier caso, es posible que tengamos entre manos
una cadena de asesinatos.
—¿Quieres decir que ha habido otro caso como el del Jacuzzi?
—No. Pero, a primera vista, parece igual de enigmático. Quizá ambos
estén relacionados. Oye, ahora no puedo entrar en detalles. ¿Por qué no te
reúnes conmigo en el despacho del forense y seguimos hablando allí? Y no te
preocupes, compañero —añadió Scheiber—. Acabaremos a tiempo para que Iris
y tú veáis los fuegos artificiales... e incluso creéis los vuestros.
—Eres todo corazón, amigo. Muy bien, te veré en Santa Ana a las once.
Scheiber cortó la comunicación y miró de soslayo a su acompañante. Bolt
había hecho un buen trabajo fingiendo que no escuchaba, pero ahora se giró
para mirarlo.
—Bueno, ¿quiere decirme de una vez qué es lo que quiere, y a qué venía
esa necesidad suya de establecer contacto conmigo? —frunció el ceño—. Y, ya
que estamos, ¿no habrá sido usted quien me ha hecho seguir, verdad?
—¿La han seguido? ¿Quién?
Mariah se encogió de hombros.
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—No sé. Un coche de aspecto oficial. No era este, desde luego. Aunque...
—hizo una pausa y arrugó la frente—. Ha dicho usted que es del departamento
de policía de Newport Beach, ¿no? Ay, Dios. Ayúdeme a recuperar la fe en las
instituciones públicas, detective. Dígame que no están ustedes dominados por
la familia Hunter, como todos los demás en esa ciudad. Porque si se trata de
eso, y le envía Renata, le juro que...
—¿Renata? —preguntó Scheiber, confuso—. ¿Se refiere a Renata Hunter
Carr? ¿Por qué cree usted eso? Es decir, tengo entendido que Nolan Carr y su
madre son miembros muy activos de la comunidad. Personalmente, puedo
asegurarle que llevo en este puesto unos pocos meses, pero no me consta que
disfruten de ningún servicio especial de la policía de Newport. ¿Por qué piensa
que...?
Ella hizo un ademán para restar importancia al asunto.
—Da igual.
Al guardar Mariah silencio, Scheiber recordó vagamente un detalle que
Eckert había descubierto en Internet durante la investigación del cliente de
Korman, Benjamín Bolt. ¿No había dejado Bolt a su mujer por Renata Hunter?
Ay. Eso explicaría, ciertamente, la reacción tan brusca de la hija.
—¿No va a decirme por qué me buscaba? —insistió Mariah.
—Sí, claro —respondió él mientras estacionaba el vehículo en los edificios
de la comisaría—. Pero será mejor que entremos. Tengo un colega al que
probablemente le gustará oír la conversación —se apeó del coche, pero ella no
se movió.
—Eh, un momento —dijo con desconfianza—. No me había dicho que la
policía de Los Ángeles quería hablar conmigo. ¿Qué es lo que pasa?
—Hemos venido a recoger a Tucker —prometió Scheiber—, y para hablar
de un par de casos en los que ha surgido el nombre de usted. No tardaremos
mucho, le doy mi palabra.
Cuando ya estaba a punto de perder la esperanza, Tucker fue conducido a
una sala donde encontró a Mariah, sentada delante de una larga mesa junto a
los detectives Scheiber y Ripley. A juzgar por su aspecto, sospechó que ya le
habían comunicado la noticia de las muertes de Chap Korman y Louis
Urquhart. Al verlo a él, sin embargo, Mariah esbozó una sonrisa y se levantó de
un salto.
—Oh, Frank, por fin estás aquí. ¿Te encuentras bien? —al notar su abrazo,
él deseó estrecharla fuertemente contra sí, pero se sentía sucio y sudoroso
después de la mala noche que había pasado. Se limitó a darle unas palmaditas
en la espalda, y luego la retiró de sí.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Tucker en tono hosco, mirando
con severidad a los dos detectives.
Ella le contó cómo Scheiber la había abordado en el hotel aquella misma
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mañana.
—Me contaron lo de Louis Urquhart y la equivocación de la testigo. Y...
Dios santo, Frank, Chap Korman ha muerto. ¿Te lo han dicho?
—Sí, niña. Lo siento. Sé que era un buen amigo tuyo.
Mariah asintió.
—Mío y de mi madre —dijo con voz trémula—. Siempre estuvo ahí,
apoyándonos. Mucho antes de que la obra de mi padre se hiciera tan famosa,
Chap nos llamaba continuamente para asegurarse de que no nos faltaba de
nada. De no haber sido por él... —las lágrimas empezaron a fluir por fin—. Mi
madre me dijo una vez que, sin su ayuda, no habríamos podido celebrar la
Navidad en un par de ocasiones. Era tan buena persona...
Tucker asintió y le tomó la mano, sosteniéndola entre las suyas.
—Lo sé —dijo en tono quedo. Luego alzó los ojos hacia los dos policías—.
¿Podemos irnos ya?
—Un momento. Tenemos unas cuantas preguntas que hacerles —
respondió Ripley.
—Es posible —dijo Tucker—, pera ahora no. La señorita Bolt acaba de
recibir una noticia muy dura. Tendrán que darle algo de tiempo. En cuanto a
mí, Ripley, ya les he cedido una parte considerable de mi tiempo. Me voy.
—¡Espera un momento, Tucker! —protestó Scheiber—. Esta mañana me
levanté a las cuatro y media para poder interrogar a la azafata del avión que te
trajo a Los Ángeles.
—Y yo he pasado la noche entera sin pegar ojo en una celda —repuso
Tucker malhumorado. Luego exhaló un suspiro—. Aunque, de todas maneras,
te lo agradezco.
Scheiber asintió.
—Forma parte de mi trabajo. Pero, ahora, necesito que me digas lo que
sepas acerca de esos dos casos.
Tucker se puso muy rígido.
—Yo no he...
—No estoy diciendo que hayas tenido algo que ver con las muertes de
Korman y Urquhart —aclaró Scheiber—. Pero es evidente que están
relacionadas. El común denominador ha de ser algo concerniente a Benjamin
Bolt.
—Dijo usted que los documentos de mi padre han desaparecido —terció
Mariah—. ¿Está absolutamente seguro de ello?
—No —respondió Scheiber—. No estoy seguro de nada. Los busqué
después de oír su mensaje, señorita Bolt, pero no sabía exactamente qué
buscaba. Probablemente volveré a casa de Korman mas tarde. No me
importaría que viniera usted. Al fin y al cabo, el asunto le incumbe. Esos
documentos son suyos, ¿no?
Ella asintió lentamente.
—Estoy dispuesta a acompañarle, detective. Pero hoy, no. Me es
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imposible. Mi hija acaba de llegar y se disgustará mucho cuando sepa lo de
Chap.
—¿Mañana, entonces? —insistió Scheiber.
—Tal vez. ¿Puedo llamarle?
Scheiber sacó una tarjeta de uno de sus bolsillos y la depositó en la mesa,
frente a ella.
—Ahí figuran los números de mi oficina y de mi teléfono celular.
Llámeme a cualquier hora, ya sea de día o de noche. Por favor.
Mariah recogió la tarjeta y la estudió, antes de guardarla en el bolsillo de
su vestido.
Tucker la tomó del brazo.
—Venga, vámonos.
—¡Tucker! ¡Un momento, maldita sea! —vociferó Scheiber al tiempo que
se ponía de pie y se dirigía hacia la puerta—. Sé que sospechas algo acerca de
cómo murieron. Dímelo, por todos los santos.
Tucker había puesto ya la mano en el pomo de la puerta, pero se detuvo, y
a continuación se giró a desgana hacia el detective. Se lo debía, pensó.
—No lo sé con seguridad.
—No necesito «seguridad», necesito una idea. Dime lo que piensas —
suplicó Scheiber—. Oriéntame.
—Toxinas transcutáneas —dijo Tucker.
—Toxinas... ¿qué?
—Toxinas transcutáneas —repitió Tucker—. Venenos que se aplican a
través de la piel. Cuando practiquen la autopsia, que busquen rastros de
productos químicos aplicados mediante una inyección intramuscular o
mediante absorción cutánea.
—Supongo que no estamos hablando de productos farmacéuticos de uso
corriente, ¿verdad? Encontramos somníferos y antidepresivos en casa de
Korman, y había estado bebiendo.
Tucker descartó la posibilidad con un gesto.
—No, olvídate de eso. Tendrán que buscar más a fondo. Puede tratarse de
una de varias posibilidades. Curare, veneno de cobra...
—¿Veneno de cobra? —exclamó Scheiber—. ¡Hombre, por favor! ¿Cómo
diablos iba a llegar una cobra hasta...?
—No se necesita la serpiente —contestó Tucker—, sólo el veneno, o un
derivado sintético que actúa sobre el cuerpo de un modo similar —se encogió
de hombros—. Si el forense no encuentra una causa convencional que explique
lo que les ocurrió a esos dos tipos, merecerá la pena investigarlo, créeme.
Mariah observaba la conversación con los ojos abiertos como platos, y
Tucker comprendió que sabía a qué se refería.
—¿El Borgia de Dzerzhinsky? —susurró incrédula, de espalda a los dos
detectives.
Se trataba del apodo que la inteligencia de occidente había puesto a Valery
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Zakharov, ex coronel de la KGB y actual Ministro de Asuntos Exteriores de
Rusia. Como los Borgia de la Italia del siglo XV, Zakharov había ascendido al
poder, según se rumoreaba, gracias a los productos químicos nocivos que había
tenido almacenados en sus oficinas de la KGB, en la plaza Dzerzhinsky.
Tucker miró de soslayo a los dos detectives, pero era evidente que no
habían oído el comentario de Mariah. Se giró de nuevo hacia su pálido
semblante y asintió.
—Espere un momento —dijo Ripley—. Quiero que esto quede claro. Dice
que alguien anda por ahí inyectando veneno a la gente. Pero en ninguno de los
dos casos se apreciaron señales de lucha. ¿Cómo consigue uno sacar una
jeringuilla y clavársela a un tipo, sin que este se resista?
—El asesino, o asesinos, no necesita utilizar jeringuillas. ¿Recuerda el caso
de aquel tipo de Londres que fue apuñalado con la punta envenenada de un
paraguas? Cualquier objeto afilado sirve. En el caso de Urquhart, por ejemplo,
su visita pudo estrecharle la mano y llevar un anillo equipado con una púa
afilada.
Ripley hizo una mueca de desagrado.
—Rosas —dijo Scheiber. Al ver que Ripley lo miraba con extrañeza,
añadió—: El señor Korman tenía algunos cortes leves en las manos. Según su
vecino, había estado podando unos rosales. ¿Pudieron envenenarlo así?
—Si alguien puso veneno en las espinas, desde luego —contestó Tucker.
Luego asintió mirando a Mariah—. Vámonos.
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Capítulo 15
El día, que había empezado mal, no hizo sino empeorar. Antes de que
concluyera, los peores temores de Mariah se verían hechos realidad. De
momento, la situación ya parecía bastante grave, con la noticia de que Chap
Korman había muerto poco después de hablar con ella, y de que los
amarillentos papeles de su padre podían haber desencadenado una campaña de
asesinatos que había salpicado, también, a Louis Urquhart.
Su asombro ante aquellos acontecimientos casi resultaba empañado por su
sorpresa ante las revelaciones del que había sido mentor, colega y amigo suyo
durante casi dos décadas.
—¿Y los destruiste? —inquirió, incrédula, cuando Frank Tucker le informó
de su rápido viaje a Moscú, para visitar al Navegante, y de los documentos que
se había llevado consigo al volver—. ¿Las pruebas de las actividades homicidas
de Zakharov durante su escalada al poder? ¿Por qué lo hiciste?
Frank clavó la mirada en su taza de café, como si en ella estuviera
contenida la respuesta. Habían tomado un taxi para regresar al hotel y se
habían detenido brevemente en la cafetería, para tomar un desayuno rápido e
informarse mutuamente de lo que sabían.
Removiendo abstraídamente las migajas de un cruasán, Mariah aguardó a
que Frank se explicara. Siempre había sido taciturno y obstinado, pero jamás
había dado muestras de una conducta irracional. Al menos, hasta entonces.
—Zakharov cuenta con inmunidad diplomática —dijo por fin—. No
pueden detenerlo aquí, y en su país jamás lo acusarán. A menos que la
oposición democrática rusa se una para echarlo a él y a los suyos de una vez
para siempre. A no ser que lo asesine yo mismo, que quizá fuese lo que
Deriabin tenía en mente, no hay manera de tocarlo.
—Pero Deriabin no podía esperar, que tú, personalmente, libraras al
mundo del Borgia de Dzerzhinsky. Es decir, Zakharov ha llegado a donde está
destruyendo a cuantos se interponían en su camino, y la posibilidad de que
controle uno de los mayores arsenales nucleares del mundo resulta aterradora.
Pero si le ocurriera algo mientras está en este país, Moscú lo vería prácticamente
como una declaración de guerra.
—Lo sé. Aun así, no me parece un accidente que el Navegante decidiera
entregar esos archivos precisamente durante la estancia oficial de Zakharov en
los Estados Unidos —Frank meneó la cabeza con tristeza—. ¿Quién sabe qué
rondaría en la mente maquiavélica de ese viejo bastardo?
Se recostó en la silla y se pasó las manos por la cara en un gesto de
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cansancio. Ambos habían dormido muy poco, pero la cama de Mariah, al
menos, era cómoda. El sol matinal que se filtraba por los altos ventanales
resaltaba las ojeras de Frank y su barba de varios días. Volvía a parecerse más a
su amigo de siempre, se dijo ella, aunque cualquiera que lo hubiera vigilado
durante aquellos últimos meses se habría dado cuenta de lo mucho que le había
afectado la muerte de su hijo. Un manipulador como el Navegante podía
haberlo considerado capaz de cometer alguna temeridad, proporcionándole la
motivación adecuada. Mientras meditaba sobre ello, Mariah notó un nudo en el
pecho al pensar en la vulnerabilidad que el Navegante podía haber percibido en
Frank. La clave para despertar al gigante dormido. El hecho de que Frank lo
hubiera dejado todo para acudir a su lado constituía prueba suficiente. Si
pensaba que ella corría peligro, haría lo necesario para ayudarla, y al diablo con
las consecuencias.
Era algo que Mariah había percibido desde hacía mucho tiempo, aunque
jamás se atreviera a reflexionar sobre ello ni a ponerle nombre. La ignorancia
consciente había sido, al fin y al cabo, la regla definitoria de su relación desde
que se habían conocido. Cuando se conocieron, Frank estaba casado con una
mujer moribunda a la que amaba profundamente. Y cuando Joanne falleció,
Mariah ya tenía una vida hecha con David y Lindsay. Más tarde, al morir
David, Patty y Frank habían entablado una relación de pareja. Y Paul Chaney
ya había hecho acto de presencia.
Merced a cierto acuerdo tácito y mutuo, Frank y ella se habían pasado casi
dos décadas sofocando la chispa que ambos sabían que podían generar juntos.
La química personal era, al fin y a la postre, algo muy volátil.
¿Había estado el Navegante observando todo aquello, aguardando el
momento idóneo para hacer que esa chispa pusiera en marcha sus planes?
Mariah alargó la mano hacia él.
—Tú nunca habrías hecho semejante cosa, ¿verdad?
—¿Qué? ¿Asesinar al Ministro de Asuntos Exteriores de Rusia? —Tucker
hizo una mueca—. ¿Por qué iba a querer convertirlo en un mártir nacional? —
titubeó un momento, y luego retiró la mano de las de Mariah. Ella volvió a
llenar de café las tazas de ambos, aliviada al comprobar que Frank conservaba
la sensatez de antaño. Él dobló la servilleta y, de pronto, preguntó—: ¿Ha
vuelto Paul a su casa?
—No lo sé —respondió Mariah al tiempo que añadía leche al café—. He
terminado con él —añadió con serenidad.
Frank era demasiado discreto como para preguntarle el motivo, pero ella
le contó lo sucedido en Spago, además de lo que había dicho Renata sobre su
padre y el manuscrito.
—Quizá Chaney sólo intentaba ayudarte —dijo Frank, concediendo a Paul
más crédito del que Mariah hubiese esperado. Entre ambos hombres había
existido, desde el principio, un antagonismo evidente que ella siempre había
achacado al carácter masculino.
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—¿Intentaba ayudarme o ayudarse a sí mismo, intrigando de esa manera a
mis espaldas? —se preguntó Mariah en voz alta—. ¿Y por qué no me avisó con
respecto a Renata? ¿Cómo pudo portarse así? —meneó la cabeza, disgustada.
—Lo siento —dijo Frank en tono sincero.
Ella hizo un gesto para restar importancia al asunto.
—Da igual. Fue la gota que colmó el vaso. De todos modos, ya había
decidido que nuestra relación no tenía ningún futuro. Yo no lo amo, así de
sencillo. No creo haberlo amado nunca. Jamás he podido ser yo misma cuando
Paul está delante. Para ser sincera, me alivia que todo haya terminado.
Frank asintió.
—Eso está bien. De todas maneras, lamento que éste asunto de tu padre te
haya estallado en la cara.
Mariah lo miró con el ceño fruncido.
—No sé, Frank. Di que estoy loca, pero, teniendo en cuenta todos los
pecados que cometió Ben por acción y por omisión, ¿qué más da que asistiera a
una conferencia de escritores hace treinta años? ¿Qué importancia tiene?
—No es sólo eso —repuso Frank—. También está Anatoly Orlov, el
escritor ruso al que traicionó.
Ella arrugó la frente.
—Renata dijo que robó la novela de Orlov y que intentó hacerla pasar por
una obra suya. También el profesor Urquhart sospechaba que el manuscrito que
yo encontré era de Orlov, pero no parece que acusara a Ben de nada ilícito. Sólo
pensaba que se había producido un error.
—Urquhart estaba siendo generoso, Mariah. Creo que Renata se acerca
más a la verdad. Según los archivos del Navegante, Orlov fue traicionado por
un norteamericano... y entregado a Zakharov, quien por entonces era el agente
de la KGB destinado en Francia. Ese «traidor» tuvo que ser tu padre. Acompañó
constantemente a Orlov y era el único norteamericano que asistió a la
conferencia. El colapso de Orlov se debió, sin duda, a la farmacología de
Zakharov, y fue este quien lo llevó de vuelta a Moscú. Luego, cuando Orlov
murió, Zakharov regresó a París para eliminar al único testigo de lo que había
sucedido.
—Mi padre —dijo Mariah con un escalofrío—. ¿Estás seguro?
Frank hizo un gesto de asentimiento.
—Todo está contenido en el único archivo que conservé. Probablemente,
las autoridades francesas creyeron que Ben había muerto de hepatitis. Existen,
como mínimo, seis toxinas que dañan el hígado. Zakharov las conoce todas.
—Y hubieran sido muy difíciles de detectar hace treinta años —observó
Mariah en un tono analítico que apenas obedecía a la realidad de su estado de
ánimo. ¿Por qué se le empezaba a formar un nudo en la garganta? ¿Por qué
debía llorar a un hombre que había hecho tanto daño en su breve y egoísta
vida?—. Dudo que los franceses lo examinaran a fondo —añadió—. ¿Qué les
importaba un mísero norteamericano hallado muerto en una buhardilla
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infestada de pulgas?
Frank empezó a tamborilear nerviosamente los dedos sobre el mantel
blanco de lino.
—Siempre creí que este asunto debía seguir muerto y enterrado. Debí
imaginar que saldría a la luz, más pronto o más tarde.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué insinúas, Frank? ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?
—El hecho de que tu padre había coqueteado con la maquinaria
propagandística soviética surgió ya una vez, cuando se investigó tu historial de
cara a tu ingreso en la Agencia —explicó él—. La parte concerniente a Orlov la
descubrí en los archivos del Navegante.
—¿Y cómo es que me contrataron? Las normas de la Agencia debieron
haber impedido mi ingreso.
—«Debieron», sí —convino Frank—. Pero el grupo de Escritores por la Paz
era ya historia antigua. Incluso el agente encubierto que descubrió el nombre de
tu padre en la lista de asistentes, llevaba bastante tiempo fallecido. A aquellas
alturas, no era más que una Línea de un viejo archivo.
—Aun así, debió de haber provocado cierta alarma.
—Sí, pero en aquel entonces yo formaba parte del comité de
reclutamiento, ¿recuerdas? Y borré esa información.
—¡¿Que la borraste...?! —vociferó Mariah. Un par de clientes de la
cafetería alzaron la cabeza para mirarlos, pero enseguida volvieron a sus
propios asuntos. Mariah se inclinó hacia Frank y añadió, susurrando—:
¿Quieres decir que siempre has estado tan loco como para destruir archivos
clasificados?
—Tu padre había desaparecido de tu vida muchos años atrás. Era
evidente que él ya no podía influir en tus ideas políticas o en tu lealtad —dijo
Frank tozudamente—. ¿Por qué debía su comportamiento irresponsable
apartarte de la carrera a la que deseabas dedicarte? En ocasiones, el sentido
común exige que se violen ciertas reglas burocráticas, ¿sabes?
—No creo que nadie de la Agencia esté de acuerdo contigo.
—Eso ya lo sé —respondió Frank sombríamente—. Existen algunos
imbéciles sin cerebro que empezarán a dudar de ti a partir de ahora. Parece que,
al final, sí he arruinado tu carrera.
—¿Mi carrera, Frank? ¿Qué importa eso? ¿Y qué hay de la justicia?
—¿La justicia? —rezongó él—. He ahí un bien escaso. De todos modos, a
partir de ahora tendrás que vigilarte la espalda.
—Parece que has hecho un buen trabajo velando por mí —respondió
Mariah con voz queda.
Él encogió sus grandes hombros.
—Quizá no pueda seguir haciéndolo por mucho tiempo. Geist viene por
mí. Sabe que destruí los archivos del Navegante. Quizá incluso crea que yo
maté al tipo.
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—¿Por qué los destruiste?
—Ya te lo he dicho. No quiero solucionar por Deriabin todos los entuertos
que dejó tras de sí. El Borgia de Dzerzhinsky fue su criatura. Se sirvió de las
habilidades de Zakharov durante años. No sólo contra objetivos externos de la
KGB, sino también contra oponentes internos de Deriabin, que misteriosamente
enfermaron y murieron, uno tras otro, en el transcurso de los años. El
Navegante creía que Zakharov era su perro de presa adiestrado. Sospecho que,
al final, el perro se volvió contra el amo.
—¿Crees que Zakharov mató a Deriabin?
Tucker se encogió de hombros.
—Cuanto más lo pienso, más lógico me parece. Zakharov es lo
suficientemente poderoso por sí solo. Ya no necesitaba al viejo. ¿Quién dice que
los médicos que diagnosticaron el cáncer de hígado de Deriabin no eran
secuaces de Zakharov? Cuando vi a Deriabin, comprendí que estaba moribundo
y, por el modo en que habló de sus médicos, creo que dudaba de ellos.
Filtrarnos esa información fue su forma de vengarse. Claro que, si creyó que se
la entregaríamos a los oponentes de Zakharov, se equivocó por completo. Los
archivos de Deriabin constituían una poderosa herramienta para controlar al
que puede ser el próximo presidente de Rusia. Una oportunidad que alguien
como Jack Geist jamás dejaría pasar. ¿Y crees que renunciaría a ese control para
permitir que otro que no fuera Zakharov se hiciera con el poder?
—Desde luego que no —convino Mariah.
—¿Y qué posibilidades crees que hay de que se dé una verdadera reforma
democrática en Rusia, si tanto los antiguos agentes de la KGB como la CIA
apoyan a un dictador como Zakharov?
—Ninguna —contestó Mariah—. ¿Por eso destruiste esa «herramienta de
control»?
Tucker asintió.
—Todos los archivos salvo el que más importaba. La prueba de que
Zakharov asesinó a Anatoly Orlov. La traición de Ben puso en marcha los
acontecimientos, Mariah, pero todo fue obra de Zakharov. Por eso tiene ahora
tanto miedo.
Y por eso Chap Korman y Louis Urquhart habían tenido que morir, se dijo
Mariah con furia. Una operación de limpieza. Anatoly Orlov había sido el hijo
más querido que Rusia había engendrado en el siglo XX, un héroe literario que
había inspirado a su pueblo a resistir y vencer la invasión de los nazis. La idea
de que su asesino aspirara a la presidencia sería, para el país en general, tan
ridícula como si Lee Harvey Oswald hubiese aspirado a la Casa Blanca en
Estados Unidos.
Así pues, la reaparición del manuscrito de Orlov suponía un problema.
Pero Zakharov pensó, probablemente, que podría solventarlo eliminando a los
testigos y haciendo desaparecer los documentos. Las muertes de Korman y
Urquhart podrían haber pasado por fallecimientos naturales si la limpiadora de
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la oficina del segundo no hubiera visto huir al asesino. El guardaespaldas
corpulento de Zakharov, se dijo Mariah de repente. ¿El ex luchador olímpico,
según Yuri Belenko?
—Renata tenía razón, después de todo —dijo—. La reputación de Ben Bolt
puede irse al garete. La verdad tiene que salir a flote, Frank. Ha de hacerse
justicia... no sólo por Anatoly Orlov, sino también por Chap y Urquhart. Incluso
por Ben. Tomó muchas decisiones lamentables en su vida, pero no se merecía
que lo asesinaran. Ya que Zakharov no puede ser procesado aquí, por su
inmunidad diplomática, ataquémosle allí donde más puede dolerle. El archivo
que has conservado no debe caer en manos de Geist o de la Agencia. Al
contrario. Tenemos que mandar copias a todos los medios de comunicación,
nacionales e internacionales, con los que podamos ponernos en contacto.
Tucker asintió.
—Pero no disponemos de mucho tiempo. Geist no tardará en dar conmigo
—su expresión se ensombreció—. Y tú te verás inmersa en un auténtico
vendaval informativo, ¿sabes?
—Sí, lo sé —contestó Mariah con pesadumbre—, pero no hay más remedio
que hacerlo —retiró la silla de la mesa—. Será mejor que subamos a despertar a
Lindsay. Debe estar al tanto de lo que sucede. Y si vas a hablar con la gente de
la prensa —añadió pasándole la yema de los dedos por la rasposa mejilla—,
más vale que te duches y te afeites, amigo. Tienes aspecto de haber salido de
una celda de castigo de Alcatraz.
—Ese será, probablemente, mi próximo destino —musitó Frank pensativo.
Mientras Frank recogía sus cosas del coche, Mariah se dirigió hacia la
habitación para despertar a Lindsay. Al entrar, no obstante, se encontró la cama
hecha y la habitación recién ordenada, pero su hija había desaparecido.
Mariah salió de nuevo al pasillo y vio a una limpiadora del hotel, junto a
un carrito lleno de sábanas y toallas limpias, situado en la puerta de al lado.
—¿Disculpe? Veo que ha limpiado usted mi habitación.
—Sí, señora. ¿Hay algún problema?
—No, ninguno. Pero dejé a mi hija durmiendo, con el letrero de NO
MOLESTAR en la puerta. Anoche llegó muy tarde, y...
—No vi ningún letrero en la puerta.
—¿Está segura?
—Desde luego. En caso contrario, no hubiera entrado —la mujer tenía el
cabello cano y estaba más bien seca bajo su uniforme almidonado color
melocotón. Sus modos, un tanto cortantes, sugerían que no le hacía ninguna
gracia que cuestionaran su profesionalidad.
—No, seguro que no —respondió Mariah—. Pero, ¿llegó usted a verla, por
casualidad? Es una adolescente, alta, pelirroja... Acaba de cortarse el pelo.
—No he visto a nadie, señora.
—Oh. En fin, supongo que se despertaría antes de lo que yo esperaba.
El timbre del ascensor sonó al final del pasillo.
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—¿Necesita usted algo más? —le preguntó la limpiadora.
—Pues sí. ¿Podría darme un par de toallas extra? —pidió Mariah,
observando cómo Frank salía del ascensor con un maletín y una bolsa de viaje
pequeña. La limpiadora siguió su mirada, y luego se volvió hacia el carrito para
pasarle a Mariah un montón de esponjosas toallas. Su expresión era neutra,
salvo por la ligera elevación de una ceja, que parecía expresar desaprobación. Se
alejó por el pasillo mientras Mariah esperaba.
—¿Qué ocurre? —inquirió Frank.
—Lindsay no está en la habitación —explicó Mariah—. Seguramente
habrá bajado a la piscina. ¿Por qué no entras y utilizas la ducha mientras yo voy
a hablar con ella?
—¿Te encuentras bien? —preguntó él encajándose el maletín debajo del
brazo para poder sujetar las toallas.
Mariah emitió un suspiro.
—Sí, estoy bien. Lindsay y yo debemos hablar largo y tendido. Aunque
temo decirle lo de Chap. Le tenía mucho cariño.
—Esa pobre chica ha pasado mucho para lo joven que es.
—Sí, y detesto tener que darle otra mala noticia —Mariah se alisó la falda
del vestido de lino. Era solo media mañana, pero le parecía que hacía días que
había dejado a Lindsay durmiendo para ir a la piscina y desayunar algo.
Al no encontrar a su hija ni en la piscina ni en la cafetería, Mariah se
acercó al mostrador de recepción a preguntar. Efectivamente. Lindsay había
dejado un mensaje para su madre. Al ver que tardaba, y no localizarla en el
hotel, había decidido ir a casa de Chap Korman.
Mariah notó que el corazón le daba un vuelco. Sin pérdida de tiempo,
llamó a Jim Scheiber para comunicarle lo sucedido y seguidamente, tras avisar a
Frank, se metió en el coche y salió para Newport Beach.
Las carreteras, sin embargo, estaban atestadas por la proximidad de la
fiesta del Cuatro de Julio, y su avance fue dolorosamente lento. Se hallaba a
unos treinta kilómetros de Newport Beach, cuando sonó su teléfono celular.
—Su hija acaba de llamar —dijo Barbara Latham, recepcionista del hotel—
. Dice que encontró cerrada la casa de su amigo. Y que un policía que encontró
allí le dijo que «Chap» había muerto.
—Oh, Dios mío —murmuró Mariah para sí—. Pobre Lindsay. ¿Le ha
dicho usted que me dirijo hacia allí?
—Sí, desde luego —respondió Latham—. También traté de darle el
número de su teléfono celular, pero su hija no tenía dónde anotarlo.
—¿Le ha dicho dónde estaría?
—En casa de un vecino. Le sugerí que esperase allí.
—¿Qué vecino?
—No estoy segura, pero dijo que estaría en el exterior de la casa,
esperándola.
—Estupendo. Muchas gracias. ¿Y Frank Tucker? ¿Sigue en el hotel?
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—Sí, le ha pedido a mi secretaria que escriba algunas direcciones en unos
cuantos sobres —explicó Latham—. Debo advertirle que ese servicio irá
incluido en el total de la factura...
—Sí, adelante, póngalo en mi cuenta —dijo Mariah—. Le agradecemos
mucho su ayuda, señorita Latham.
—Mmm —musitó la otra mujer.
—¿Quiere decirle al señor Tucker que Lindsay ha llamado? ¿Y que le
telefonearé en cuanto me reúna con ella?
—Descuide.
Mariah encontró por fin la salida de Newport, pero el tráfico no hizo sino
empeorar. El Balboa Boulevard seguía siendo tal como ella lo recordaba: dos
angostos carriles, que se extendían en ambas direcciones, estrechados por las
filas de coches aparcados a lo largo de los arcenes y la mediana. Las aceras:
aparecían atestadas de turistas con neveras, toallas y sillas plegables. Al volver
Mariah la vista hacia las calles cercanas a la playa, distinguió una sólida masa
de sombrillas a rayas y cuerpos bronceados. Lindsay no podía haber escogido
un día peor para perderse en Newport Beach.
Era la primera vez en dos décadas que Mariah volvía a pisar aquel suelo.
Al llegar a la altura de Medina Street, se desvió de la playa y se dirigió
hacia el área del puerto, donde se hallaban ubicadas las casas de verano más
caras de la ciudad. En lugar de contemplarse la barriga bronceada, cerveza en
mano, en una tumbona del porche, los residentes de aquella zona preferían
contemplar sus barcos de vela, anclados en el puerto.
Mariah apenas se había adentrado unos cuantos metros en la calle, cuando
se topó con la barrera amarilla que la policía había colocado para impedir el
paso de vehículos y peatones. Un agente uniformado alzó la mano y le hizo un
gesto para que retrocediera. Ella, sin embargo, negó con la cabeza y se situó a su
altura.
—La calle está cerrada —dijo el agente—. No puede aparcar aquí.
—Busco al detective Scheiber. ¿Está ahí?
—¿Scheiber? Sí, está. ¿Cómo se llama usted?
Después de decirle su nombre, Mariah esperó mientras él efectuaba una
llamada por radio.
—Muy bien, dice que puede usted entrar —anunció al cabo de unos
segundos—. La esperará en la esquina de Edgewater y Medina, en el paseo
marítimo. Tendrá que dejar el vehículo aquí. Estaciónelo en el callejón y no
estorbe al personal especializado.
Mariah asintió, tentada de preguntarle a qué personal se refería, aunque
supuso que ya se lo aclararía Scheiber. Aparcó detrás de un vehículo blanco y
negro. Al apearse del coche, vio a un par de personas vestidas como
astronautas, con equipos protectores dotados de sistemas de ventilación
autónomos. Solo se les veía la cara a través de las máscaras de plexiglás.
Estaban descargando dos bidones metálicos de un camión blanco y naranja
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situado en el jardín trasero de una casa idéntica a la que había visto Mariah en
las fotos enviadas por Chap. Al pensar en él se le saltaron las lágrimas.
Scheiber la esperaba en la esquina. El aire olía a bronceador, gasolina y
agua de mar. Aunque las calles habían sido despejadas, las cubiertas de varios
barcos en el puerto estaban abarrotadas de espectadores que disfrutaban del
espectáculo tostándose al sol.
—Rosas —dijo en tono grave. Señaló hacia el jardín de Chap, situado a
varios metros de donde se encontraban—. Parece que fueron cortadas a la
altura de la verja. Seguramente empezaban a invadir el jardín del vecino. Tu
amigo Tucker tenía razón con respecto a las toxinas transcutáneas —añadió
Scheiber, contándole cómo había visto morir a un pájaro que entró en contacto
con las ramas cortadas.
—Si hubiera usted tocado ese rosal —dijo Mariah sombríamente—, podría
haber sido la siguiente víctima.
Scheiber asintió.
—Están retirando toda la vegetación del jardín delantero, e incluso la capa
superior de tierra. ¿Quién sabe hasta qué punto está extendido el veneno?
Dependiendo de lo que encuentren en el laboratorio, analizarán la tierra más a
fondo.
Mariah meneó la cabeza.
—No creo que encuentren mucho. Sospecho, además, que la toxina debe
de tener una duración efímera. Si no llegan a encontrarla hoy, no la hubieran
encontrado nunca. El rastro se desintegra muy deprisa.
—¿Por qué ni usted ni el tal Tucker parecen sorprenderse con nada de lo
ocurrido? —inquirió Scheiber arrugando la frente—. Se lo pregunté a él, y ahora
se lo pregunto a usted... ¿Se trata de alguna operación secreta de la Agencia? Y
no intente mentirme, nena, porque esto no tiene nada de divertido.
—Mire, detective —dijo Mariah en un tono igualmente airado—, conocía a
Chap Korman desde que era una niña de ocho años de edad. Era lo más cercano
a un padrino que he tenido nunca, y lo quería mucho. Créame, a nadie le ha
disgustado lo ocurrido más que a mí.
Scheiber asintió.
—Está bien —dijo—. Pero, aun así, parece usted saber mucho acerca de
todo este asunto. ¿Por qué?
—Se produjo un caso similar en Bretaña hace unos quince años —explicó
Mariah—. Un desertor político ruso fue hallado muerto en su jardín de las
afueras de Londres. Resultó que sus rosales habían sido espolvoreados con una
versión sintética del veneno de cobra.
—¿Veneno de cobra? —repitió Scheiber incrédulo.
—Sí. Ejerce los mismos efectos paralizantes, pero es el doble de letal y el
triple de rápido que el veneno auténtico.
—Jesús —el detective palideció—. Muy bien. Creo que ha llegado la hora
de que usted, su amigo Tucker y yo hablemos largo y tendido. ¿Dónde está
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Tucker, a todo esto?
—Tenía ciertas gestiones que hacer mientras yo venía a recoger a mi hija
—Mariah miró en torno—. Por cierto, ¿dónde está?
—No la he visto.
—¿Cómo que no la ha visto? —inquirió Mariah, con el corazón
acelerándose en el pecho—. Mientras venía recibí una llamada, comunicándome
que Lindsay había telefoneado al hotel hacía alrededor de una hora. Por lo
visto, había encontrado la casa de Chap cerrada y había hablado con un policía.
Quedó en esperarme en la calle.
—Conmigo no habló —confirmó Scheiber al tiempo que echaba un vistazo
al reloj—, pero apenas llevo aquí unos cuarenta y cinco minutos. Vamos.
Buscaremos al agente que estaba de guardia. Quizá sepa algo.
Se aproximaron a un pequeño grupo de agentes de policía uniformados y
de paisano, situados a un par de casas de la de Chap. Uno de ellos se presentó
como el compañero de Scheiber; y otro, de uniforme, como el agente Johnson.
Este frunció el ceño.
—Mucha gente se ha acercado a preguntar qué pasa —explicó—. Esto no
es Los Ángeles. La gente no ve casas precintadas por homicidio todos los días.
Mariah sacó la cartera de su bolso y le mostró la foto escolar de Lindsay.
—Esta es mi hija, sólo que ahora lleva el pelo corto. Pelirroja. Delgada, un
poco más alta que yo.
—Ah, sí —exclamó Johnson, asintiendo mientras examinaba la
fotografía—. Hablé con ella, desde luego. Pensé que era una vecina.
Mariah chasqueó los dedos.
—¡Un vecino! Eso es. Lindsay dijo que estaba llamando desde la casa de
un vecino. E iba a esperarme en la calle.
Eckert, el compañero de Scheiber, meneó la cabeza.
—Fuimos de puerta en puerta para evacuar las casas de los alrededores
cuando llegó el equipo especializado —explicó—. Es el procedimiento habitual.
No había nadie en las casas contiguas a las del señor Korman. Tampoco vi a la
chica en las casas que evacuamos al otro lado de la calle.
—Sin embargo, ahora que lo pienso —dijo Johnson—, yo sí la vi algo
después. Quizá fue antes de que llegarais vosotros, chicos. Estaba acariciando a
un perro.
—¿Era un basset? —preguntó Scheiber.
Eckert y él intercambiaron una mirada.
—Sí, un basset. Un tipo lo estaba paseando y se paró a hablar con ella.
—¿Un tipo medio calvo? ¿Vestido de negro? —inquirió Scheiber.
Johnson hizo un gesto afirmativo.
—El arquitecto —dijo Eckert.
—¿Qué arquitecto? —preguntó Mariah.
—Douglas Porten. Vive en la casa contigua a la del señor Korman —
respondió Scheiber—. Pero, como ha dicho David, no estaba en casa cuando
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llamamos a su puerta. Parece que se había hecho muy amigo del señor Korman.
Comentó que tenía muchas ganas de conocerlas a usted y a su hija.
—Por lo visto es un gran admirador de la obra de su padre —explicó
Eckert.
—Seguro que Lindsay llamó desde su casa —insistió Mariah—. Quizá
cuando ustedes llamaron a su puerta estaban en la calle, con el perro.
Scheiber asintió.
—Es posible, aunque me sorprende que regresaran sin que los viéramos.
Hagamos una nueva comprobación —dijo al tiempo que se encaminaba hacia la
casa próxima a la de Chap—. Procure no pisar el jardín de al lado —añadió
señalando con la barbilla el jardín en cuestión, que empezaba a parecer una
zona de guerra.
El otro no tenía una pinta mucho mejor, se dijo Mariah. Atravesaron un
patio de aspecto desolado y llamaron al timbre de una casa austera y angular, a
todas luces diseñada para resultar interesante desde el punto de vista
intelectual, pero poco acogedora. Entre la apariencia extraterrestre de la casa y
los trajes «espaciales» de los técnicos especializados, Mariah tuvo la sensación
de haberse colado en una película de ciencia ficción de bajo presupuesto. El
timbre sonó en forma de «gong», pero no hubo respuesta. Scheiber llamó a la
puerta, pintada de rojo sangre, con los nudillos, pero solo le contestó el silencio.
—Tampoco está el perro —observó—. Ayer, cuando llamamos a la puerta,
se puso como loco.
—¿Le importa? —preguntó Mariah señalando el gran ventanal situado a la
derecha de la puerta. Al asentir el detective, ella se acercó a la ventana y,
haciendo pantalla con ambas manos, se asomó al interior. Parecía una sala de
estar con despacho, pero casi tan austera e incómoda como el patio delantero.
Había pocos muebles y un par de estatuas, pero las paredes estaban cubiertas
de lo que parecían planos y fotografías aéreas de un inmenso solar en obras.
Mariah las contempló, pensativa.
—Es una especie de centro turístico en el que está trabajando —comentó
Scheiber, asomándose también—. En algún lugar de la Europa mediterránea,
me parece.
Mariah siguió mirando unos segundos más, y luego se retiró.
—No me gusta que mi hija haya podido alejarse con ese tipo —dijo. A
pesar de sus intentos de conservar la calma, y de convencerse de que Lindsay se
hallaba perfectamente, empezaba a preocuparse. En su mente empezó a cobrar
forma una rápida sucesión de proxenetas, violadores y asesinos en serie, como
si se tratara de una película proyectada a cámara rápida.
—Si le sirve de consuelo —dijo Scheiber—, creemos que el tipo es gay.
Mariah retrocedió y frunció el ceño.
—¿Tiene usted alguna hija, detective?
—Pues sí, tengo una.
—Entonces, sabrá que es poco consuelo.
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—Lo sé —dijo Scheiber con disgusto—. ¿Quiere pasarme esa fotografía de
su hija? Estoy seguro de que aparecerá de un momento a otro. Pero, por si
acaso, pediré a mi compañero que la escanee y haga algunas copias.
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Capítulo 16
Mariah esperó, pero Lindsay aún no había dado señales de vida cuando
Eckert regresó, una hora más tarde. El agente se reunió con ellos en un
restaurante cercano, adonde Mariah y Scheiber habían ido a tomar algún
bocado, aunque la comida era lo último que ella tenía en la cabeza. Una vez allí,
Mariah lo puso al corriente de los motivos que, según Frank y ella opinaban,
habían llevado a las muertes de Chap Korman y Louis Urquhart.
Conforme tomaba asiento al lado de Scheiber, Eckert extendió sobre la
mesa varias fotos de Lindsay, retocadas digitalmente, de modo que su antigua
melena pelirroja había sido sustituida por una gorra.
—Dios santo, sí, es increíble —dijo Mariah agradecida, a pesar de su
creciente pánico.
—Es mi trabajo —contestó Eckert algo sonrojado—. Todos los policías de
Newport Beach han recibido una copia. También se ha enviado al
departamento del sheriff.
—Aunque harán poca cosa con ella, he de advertírselo —terció Scheiber—,
salvo añadirla al montón de fotografías de adolescentes fugados de casa.
—Lindsay no se ha fugado, detective —insistió Mariah—. ¿Acaso no llamó
al hotel para decirme dónde se encontraba?
—Pero me comentó usted que últimamente estaba algo disgustada. Que
habían discutido de vez en cuando.
—Sí, pero no era algo que no pudiéramos resolver —Mariah apartó de sí el
sándwich que apenas había mordisqueado—. Y yo jamás la habría dejado sola
en el hotel si usted y sus colegas no hubiesen cometido la estupidez de detener
a Frank Tucker.
—¿Dónde está Tucker, ahora que lo menciona?
—No lo sé —contestó Mariah. Aquello también la angustiaba.
Había intentado ponerse en contacto con Frank durante la hora previa,
pero su teléfono celular funcionaba mal o estaba desconectado, porque Mariah
obtenía continuamente un mensaje grabado indicando que el cliente al que
llamaba no estaba disponible. Finalmente, había telefoneado al Beverly
Wilshire, y la señorita Latham le informó que Frank había salido del hotel un
par de horas antes, después de pedirle que le buscase una agencia de
mensajería que permaneciese abierta durante la jornada festiva del Cuatro de
Julio.
Así pues, se dijo Mariah, si Frank estaba haciendo copias del archivo del
Navegante, para enviarlas a los medios de comunicación, ¿por qué no
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contestaba al teléfono? Era posible que, debido a su notoria tecnofobia, se
hubiera olvidado de activar el maldito trasto, simplemente.
—Mire, no puedo seguir esperando de brazos cruzados —dijo Mariah al
tiempo que tomaba una de las fotos de Lindsay—. Daré una vuelta por la playa,
por si la veo a ella y al maldito vecino del perro.
—No se permite la entrada de los perros en la playa —precisó Eckert.
—Bueno. Pues tomaré el coche y miraré en sitios donde pueda haber
perros. Lo cierto es que algo he de hacer. No obstante, dejaré activado mi
teléfono celular. Tienen ustedes el número, de modo que llámenme enseguida si
aparece, ¿de acuerdo?
Scheiber emitió un suspiro.
—En fin, será mejor que volvamos a casa de Korman, a ver qué hacen allí.
Pero, señorita Bolt... Dicho a la manera tradicional, no salga de la ciudad, ¿de
acuerdo? Aún tengo muchas preguntas que hacerle.
Con los pies descalzos sobre la arena, Mariah observó, junto a una nutrida
multitud de espectadores, cómo media docena de surfistas temerarios
desafiaban las violentas olas de The Wedge. Situada en el confín de la playa de
Newport Beach, The Wedge tenía las olas más famosas y peligrosas de toda
California, generadas por la fuerte corriente cruzada de la marea entrante y la
resaca del malecón. La propia Mariah había hecho surf sobre aquellas olas
cuando era una jovencita, aunque las señales advertían que sólo los nadadores
más fuertes debían arriesgarse a intentarlo. Para aquellos que lo conseguían, la
emoción compensaba el riesgo. No obstante, a aquellas alturas, se dijo Mariah,
ella ya había conocido suficientes situaciones de peligro para toda una vida.
«Por favor, Dios mío, que aparezca».
Pero Lindsay no estaba entre la multitud de The Wedge. Descorazonada,
Mariah se volvió hacia el coche. Y, entonces, se quedó petrificada. En el extremo
opuesto de la ensenada, en Corona del Mar, dominando el puerto y todo
Newport desde el borde de un alto acantilado, se alzaba la enorme casa de
verano del fallecido Arlen Hunter. Y mientras Mariah la contemplaba,
dejándose embargar por los recuerdos, una antigua canción infantil acudió a su
mente. Una canción que siempre había asociado con la mujer que se llevó a su
padre:
Quién es esa mujer, no lo sé.
Solo quiere oro y plata,
Solo quiere a un joven apuesto.
Le parecía más adecuada que nunca, se dijo sombríamente, al recordar el
acto de equilibrismo de Renata entre su fortuna y el joven al que había tentado
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con el anzuelo de su dinero.
Una vez que hubo regresado al coche, Mariah se sacudió la arena de los
pies y se sobresaltó al oír el súbito zumbido de su teléfono celular.
—¡Frank! —exclamó al descubrir quién era el autor de la llamada—.
¿Dónde estás? Llevo una eternidad intentando dar contigo.
—Me dirijo hacia allá. Desactivé el teléfono un rato. Estaba haciendo un
poco de vigilancia y necesitaba silencio. ¿Encontraste a Lindsay?
—No, y estoy empezando a preocuparme de veras. Estuvo en casa de
Chap, y luego la vieron con un vecino, pero ha desaparecido.
Él maldijo entre dientes.
—No es la única —musitó.
—¿Qué quieres decir?
—Zakharov y la mayor parte de su delegación se marcharon anoche.
—Creía que pensaba quedarse para asistir a la Conferencia del Pacífico.
Empieza esta noche, con una fiesta en el Queen Mary.
—Por lo visto, Zakharov decidió que debía volver a Moscú.
—Has dicho «la mayor parte» de la delegación. ¿Quién se ha quedado?
—Tu amigo Belenko, entre otros. Sospecho que para ocuparse del asunto
de la Conferencia. Y eso no es todo —añadió Frank—. Acabo de salir del puerto
y resulta que el Pushkin, el barco donde se hospedaba Zakharov, está
preparándose para zarpar.
—Es por los asesinatos —dijo Mariah con los puños crispados—.
Zakharov tiene en su poder los documentos de mi padre y la investigación de
Urquhart, y ahora quiere largarse y dejar atrás el desastre. Ya no necesita su
base de operaciones.
—Eso sospecho —convino Frank.
—¿Y el archivo del Navegante?
—Mañana a primera hora será enviada una copia a todos los medios de
comunicación norteamericanos y extranjeros que he podido encontrar...
incluidos los diarios Pravda e Izvestia, así como media docena de agencias de
prensa autónomas de Rusia.
—Bien. Seguro que algunas se hacen eco. Zakharov va a llevarse una
desagradable sorpresa cuando abra el periódico dentro de un día o dos —dijo
Mariah—. Me alegraría más si pudiera ser juzgado por lo que él y su gente les
han hecho a Chap y Urquhart, pero, al menos...
—Ese es el problema —la interrumpió Frank.
—¿Qué quieres decir?
—He hablado con un amigo mío de la contrainteligencia del FBI.
Estuvimos en la marina juntos. Ha formado parte del equipo encargado de
vigilar a Zakharov y su gente esta semana. Dice que es imposible que ninguno
de ellos haya matado a Korman ni, probablemente, tampoco a Urquhart.
—¿Qué? ¿Cómo es posible? Ambos asesinatos tenían la marca del Borgia
de Dzerzhinsky. Además, escucha esto... Scheiber encontró una toxina en los
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rosales de Chap. El modus operandi parece idéntico al de aquel caso de Londres,
de hace años, en el que el desertor ruso fue envenenado en su jardín. Aquello
fue obra de Zakharov, sin duda alguna.
—Es posible —dijo Frank—, pero mi amigo del FBI tiene constancia de
todas las idas y venidas de los rusos durante la semana. Con la única excepción
de Belenko, eso sí. Les dio esquinazo un par de veces, aunque por periodos de
tiempo muy breves.
Mariah oyó pasos tras ella, y giró la cabeza para ver cómo se aproximaba
el guarda de los aparcamientos.
—Espera, Frank. Tengo que irme de aquí o me pondrán una multa de
doscientos dólares por aparcar de forma indebida —dejó el teléfono en el
asiento del pasajero y arrancó con un chirrido de neumáticos justo cuando el
guarda se sacaba del bolsillo el bloc de notas. Por el espejo retrovisor, Mariah
vio cómo el hombre torcía el gesto.
Enfilando de nuevo hacia el Balboa Boulevard, volvió a recoger el
teléfono.
—¿Sigues ahí? —inquirió.
—Sí, sigo aquí —respondió Frank—. Dime dónde estás —ella le pasó la
dirección de Chap Korman, indicándole que diera el nombre de Scheiber para
que le dejaran entrar en la zona acordonada—. Estaré allí antes de una hora —
aseguró él.
La idea le llegó de repente, con la fuerza brutal de un tsunami.
Después de hablar con Frank, Mariah había seguido conduciendo al sol de
la tarde y buscando a Lindsay, con el creciente temor de haber pasado por alto
alguna pista decisiva. Al mismo tiempo, no dejaba de pensar en la sorprendente
revelación de Frank de que ni Zakharov ni ningún integrante de su delegación
podían haber asesinado a Korman y Urquhart.
Y entonces se acordó de algo que uno de sus profesores de historia había
dicho acerca de los tiranos célebres de todos los tiempos. El tirano
verdaderamente consumado, había sugerido el profesor, era aquel que
inspiraba a sus discípulos a hacer el trabajo sucio por él. Solos, Ghengis Khan,
Stalin o Hitler no eran nada. Pero se convertían en algo terrible al contar con
una legión de seguidores devotos y fanáticos. A dicho principio añadió Mariah
una máxima típicamente norteamericana: «Sigue al dinero».
Y así, de repente, en uno de esos momentos cegadores de certidumbre que
los mortales solo experimentaban una o dos veces en la vida, comprendió lo
que había ocurrido hacía treinta años y en las últimas cuarenta y ocho horas.
En lugar de recorrer nuevamente la zona de la playa, Mariah enfiló la
autopista del Pacífico hacia Corona del Mar, pensando en su padre. Amar a
aquel hombre había sido una empresa arriesgada. Confiar en él, peligroso.
Después de todo el daño que había causado a quienes lo querían, no dejaba de
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haber cierta justicia poética en el hecho de que muriese solo y arruinado. Pero,
¿había sido un ladrón y, por lo tanto, culpable de haber traicionado a un amigo
y a un colega escritor? ¿Habría sido capaz de robar la obra de Anatoly Orlov?
Mariah no lo creía así.
En lo único que su padre había creído con firmeza era en el poder de la
palabra escrita. Jamás había tenido dudas acerca de su propio talento, y fue un
escritor muy prolífico. ¿Por qué iba a robar la obra de otra persona? ¿Por el
dinero que necesitaba para volver a su país? En ese caso, ¿por qué había
mandado el manuscrito a su esposa, pidiéndole que lo guardara, en lugar de a
su agente o a su editor? No tenía sentido.
Una vez que hubo cruzado la ensenada de Newport, Mariah giró hacia la
derecha, localizando enseguida el lugar que buscaba. Aunque el muro de
piedra que rodeaba la enorme finca no hubiera delatado su ubicación, las
iniciales de Arlen Hunter, grabadas en las puertas de hierro forjado de la
entrada, habrían sido pista suficiente.
Deteniéndose ante ellas, Mariah llamó al interfono y se sorprendió al oír
cómo la propia Renata respondía al cabo de unos segundos. Al momento sonó
un zumbido y las pesadas puertas se abrieron hacia adentro, separándose la A y
la H a modo de bienvenida.
Mientras avanzaba por el sendero de ladrillo rojo, Mariah vio que la
puerta principal de la casa se abría. Renata salió y bajó las escaleras para ir a su
encuentro.
—Así que, al final, has venido —dijo la anciana mientras Mariah se apeaba
del coche.
—Sabías que acabaría viniendo —respondió ella—. Quiero a mi hija.
—¿A tu hija? No sé de qué estás hablando.
—Creo que sí lo sabes.
Renata frunció el entrecejo.
—Ignoro qué te hace pensarlo, pero, ¿por qué no entras y hablamos?
Celebro que hayas venido. Me sorprende, pero lo celebro —añadió, observando
a Mariah mientras subían las escaleras—. Esperaba poder invitarte para que nos
conociéramos mejor, pero la noche de ayer no salió como yo había deseado.
¿Has comido? No soy una gran cocinera, pero seguro que podemos preparar
algo.
—No, gracias —contestó Mariah.
Pese a su calma superficial, Renata parecía sentir la necesidad de llenar el
silencio con comentarios acerca de la casa.
—Mi padre la hizo construir en los años 40, después de la Guerra —
explicó—. William Boyd fue el arquitecto encargado, aunque mi padre añadió
numerosas especificaciones de cosecha propia. Creo que volvió loco a Boyd,
pero mi padre era un fanático del control, como se dice ahora. Pasábamos los
veranos aquí, cuando no salíamos al extranjero. Después de que mi padre
falleciera, en el 88, decidí quedarme a vivir en ella todo el año.
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Renata llevaba puesto un vestido sin mangas, aretes y una gargantilla de
filigrana de oro. Alzó la mano para invitarla a entrar, y Mariah pudo distinguir
la carne floja y envejecida de la cara inferior de su brazo.
—Estamos solas —aseguró—. He dado el día libre a la servidumbre.
Desearía que mi hijo estuviera aquí, pero, por desgracia, ha salido con sus
amigos.
—¿Nolan es tu único hijo?
—Sí.
—Tengo entendido que participa en la dirección de varias empresas de tu
padre —dijo Mariah.
—Sí, parece tener un talento natural para ello —contestó Renata—. Me
temo que, en eso, no se parece a mí. Los negocios siempre me han resultado
aburridos. Mi marido se ocupó brevemente de todo tras la muerte de mi padre,
pero luego también él murió. Tuve que dirigir las empresas y las corporaciones
Hunter sin ayuda de nadie durante diez años. Me complace que Nolan se
muestre tan ansioso por tomar el relevo. ¿Te apetece una copa, Mariah? Acabo
de llenar la cubitera.
—No, pero sírvete si lo deseas —contestó Mariah.
La anciana atravesó el vestíbulo de losas blancas y negras, que Mariah
recordaba de su infancia, y señaló la sinuosa escalera de caracol al tiempo que
proseguía su descripción de la casa.
—Es de caoba sudamericana. La balaustrada fue tallada a mano en Francia
y, posteriormente, enviada por vía marítima a...
—¿Renata? —la interrumpió Mariah.
—¿Sí?
—La verdad es que no me importa.
La anciana la miró de soslayo, y luego asintió.
—No, claro que no. Por aquí —condujo a Mariah por una puerta situada
en el hueco de la escalera, a través de un pasillo que desembocaba en una sala
de estar y, finalmente, en una inmensa cocina—. Siéntate mientras busco la
cubitera —dijo abriendo los armarios, uno detrás de otro—. Sé que está por
aquí, en alguna parte. ¿De verdad que no quieres una copa?
—No, pero sírvetela tú.
—Creo que me la serviré, sí —dijo Renata. Tardó un poco en encontrar
una copa y luego, desistiendo al parecer de la búsqueda de la cubitera, intentó
sacar unos cuantos cubitos de hielo del compartimiento de la nevera. Mariah
sospechó que la mujer rara vez entraba en su propia cocina—. ¿Sabes? —dijo
Renata mientras un par de cubitos caían por fin dentro de la copa—, a tu padre
tampoco le importó nunca.
—¿Qué no le importó?
—Nada de esto —Renata agitó una mano en el aire—. Creo que fue el
único hombre que conocí al que le traía sin cuidado el dinero de mi padre. El
único al que no se podía comprar. Al principio me resultó un poco
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desconcertante. Sin embargo, al final, fue lo que más me acabó gustando de él.
—Creo que lo sobreestimas —repuso Mariah—. Al fin y al cabo, lo
compraste por el importe de un billete de avión a Europa.
Renata negó con la cabeza.
—No creas que eso me permitió controlarlo. Hizo siempre lo que quiso. Al
principio me complació porque le convenía, pero nunca se dejó dominar. No
quería ser de nadie.
—Debiste de sentirte utilizada.
—No. Bueno, al principio, quizá —corrigió Renata. Desapareció unos
segundos para reaparecer con una botella de whisky en la mano—. Supongo
que, al final, lo amé aún más por su espíritu independiente. Era algo nuevo, un
soplo de aire fresco. Con los demás hombres siempre me preguntaba lo mismo:
¿estaban interesados en mí... o en mi padre y su dinero? —Renata estaba
llenando la copa, pero hizo un alto y alzó la mirada—. Seguro que te habrá
pasado algo parecido, siendo hija de alguien tan famoso como Ben.
Mariah se encogió de hombros.
—He tenido suerte. Conocí a mi marido en la universidad. Era un físico
brillante. La fama de mi padre le traía sin cuidado. Se había criado en el seno de
una familia grande y bien avenida. Cuando David y yo nos casamos, me
acogieron como a una de los suyos.
—Pues sí, has tenido suerte. Debes de añorar a tu esposo.
Mariah asintió.
—Mucho.
—Yo nunca he disfrutado de una experiencia similar. Con la salvedad de
ese breve periodo con Ben, nunca se me permitió olvidar que era hija y heredera
de Arlen Hunter. Todo el mundo sentía fascinación por mi padre —dijo Renata
con amargura. Tapó la botella y levantó la copa—. Salud. ¿Y Paul Chaney? —
preguntó después de tomar un trago.
—¿Qué pasa con él?
—Bueno, seguro que no necesita tu dinero.
Mariah se encogió de hombros.
—En realidad, ya no importa. Hemos terminado.
—Oh, vaya. Espero que no haya sido por mi culpa.
—Eso fue sólo la gota que colmó el vaso. No creo que Paul hubiese durado
mucho conmigo, de todos modos.
—Esa clase de hombres rara vez duran —Renata tomó otro trago—.
¿Seguro que no quieres acompañarme?
—No, gracias.
—Ya veo —contestó Renata, arqueando una de sus perfectas cejas—. Has
venido de visita, pero no te apetece alternar con la mujer sin entrañas aficionada
a destrozar familias, ¿eh?
Mariah exhaló un intenso suspiro.
—Estoy demasiado cansada para pelearme contigo, Renata.
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—¿Y a qué has venido, entonces?
—Ya te lo he dicho, estoy buscando a mi hija. Chap Korman y Urquhart
han muerto, y...
—¿Urquhart ha muerto? —inquirió Renata con ansiedad—. ¿Cómo?
—Envenenado, sospecho. ¿Te suena eso de algo?
La anciana pasó una mano nerviosamente por la superficie de la encimera,
mientras con la otra hacía ademán de llevarse la copa a los labios.
—¿Renata? —apremió Mariah—. Tú sabes quién lo hizo, ¿verdad?
—¡No! ¿Por qué voy a saberlo?
—Porque tú sabes la verdad sobre la muerte de mi padre. Y sobre la de
Anatoly Orlov —añadió Mariah—. Orlov fue asesinado por la KGB... Por
Zakharov. De eso ya no hay duda. Las pruebas pronto saldrán a la luz y,
cuando salgan, Zakharov estará acabado. Al principio, creí que mi padre
traicionó a Orlov para robarle el manuscrito. Pero ahora estoy convencida de
que no ocurrió así. Ben era demasiado orgulloso como para firmar con su
nombre la obra de otro. Además, si hubiera comunicado que tenía en su poder
un manuscrito critico de Orlov, Zakharov habría exigido la entrega inmediata
del libro y habría asesinado a mi padre en el acto. No lo hubiera dejado con
vida tres meses más. De modo que si no fue Ben quien puso a Zakharov al
corriente, debió de ser otro americano. ¿Tú, quizá?
—¿Yo? ¡No! —contestó Renata indignada.
—Tendría sentido. Estabas a punto de perder a Ben. Y debías de conocer a
gente de la embajada soviética por mediación de tu padre. Cuando Orlov le
entregó a Ben el manuscrito, pudiste informar de ello en un ataque de rabia,
sabiendo que los soviéticos se llevarían a Orlov a Moscú. Solo que también
asesinaron a Ben.
—¡No! Ben murió de muerte natural. ¡Él me lo dijo!
—¿«Él»? ¿A quién te refieres?
—Quería decir que ellos me lo dijeron —farfulló Renata—. La policía
francesa.
—No, Renata, has dicho «él» —Mariah asintió, viendo confirmadas sus
sospechas—. Tu padre. Él te dijo que Ben había muerto de hepatitis, y que su
cuerpo tuvo que ser incinerado. Y fue tu padre quien traicionó a Orlov, después
de que tú le hablaras del manuscrito.
—Él jamás hubiera hecho algo semejante.
—¡No seas ridícula! ¡Pues claro que lo hubiera hecho! Tu padre había
invertido miles de millones en proyectos conjuntos con los soviéticos. No podía
correr el riesgo de enemistarse con el Kremlin. Y también deseaba que Ben
desapareciera de tu vida... sobre todo después del asunto del manuscrito. De
modo que tu padre traicionó tanto a Orlov como a mi padre, delatándolos a
Zakharov.
—¡A Ben, no! —gritó Renata—. ¡Me aseguró que no había dicho nada de la
participación de Ben!
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—¡Vamos, Renata!
—Además, Ben murió mucho después de que Orlov fuese llevado de
vuelta a Moscú.
—Orlov fue enviado a uno de esos centros psiquiátricos en los que,
normalmente, ingresaban a quienes padecían lo que ellos denominaban
«reformismo de naturaleza paranoica»? esos sanatorios no sobrevivía nadie,
Renata, ni existían los secretos. Puedes estar segura de que Orlov se rindió y les
dijo dónde estaba el manuscrito. Luego fue ejecutado. Y, mientras el Kremlin
organizaba un gran funeral público para el «héroe del pueblo», Zakharov fue en
busca del manuscrito.
—No...
—¡Sí! Mi padre murió en París el mismo día en que Orlov recibía
sepultura en Moscú. No pudo ser una coincidencia.
—¡Mi padre me dijo que murió de hepatitis! —sollozó Renata—. ¡Me lo
juró! Estaba preocupado por Ben. Dijo que había ido a visitarlo, que incluso le
había llevado antibióticos...
Mariah se dejó caer en un banquillo frente a la anciana, atónita.
—¿Él lo hizo personalmente? Oh, Dios mío —exclamó—. Tu padre le
inyectó a Ben la toxina personalmente —Renata había prorrumpido en
lágrimas, y la propia Mariah temblaba como una hoja. Se obligó a respirar
hondo—. ¿Qué me dices de Louis Urquhart?
—¿Qué pasa con él?
—¿Sospechaba lo que tu padre había hecho? ¿Por eso acudió a ti en primer
lugar, Renata? ¿Para intentar chantajearte? ¿Por eso tuvo que morir? ¿Para que
el nombre de tu padre no resultara manchado?
—¿El nombre de mi padre? —repitió la anciana con una risotada
amarga—. Mi padre era un canalla sin escrúpulos. Todo el mundo lo sabía. ¿No
has visto las biografías que se han publicado desde su muerte? Amasó una
fortuna tratando con dictadores y apoyando al régimen soviético. No creo que
las muertes de Ben y de Orlov fueran las únicas que pesaban sobre él. Yo nunca
habría asesinado a un don nadie como Louis Urquhart para proteger el nombre
de Arlen Hunter.
—Pero alguien asesinó a Urquhart. Y me parece que tú puedes tener cierta
idea de quién lo hizo. ¿Quién sufriría las peores consecuencias si Zakharov caía
en desgracia? ¿A quién le dijiste que Urquhart había venido a verte?
—¡A mi hijo! —vociferó Renata—. Pero tuve que hacerlo.
—¿Por qué?
—Querían que me pusiera en contacto contigo para que no sacaras esa
novela al mercado. Yo no me explicaba cómo podía haber aparecido, después
de tantos años. Intenté convencer a Nolan de que todo iría bien, de que nadie
averiguaría que no era obra de Ben. Al fin y al cabo, hasta su propio agente
literario pensaba que era suya. Pero, según Nolan, Zakharov insistió en que el
peligro era demasiado grande. Siempre existía el riesgo de que la madeja se
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desenredara y la verdad saliera a la luz.
—Y cuando eso sucediera, ¿quién quedaría en evidencia ante los ojos del
mundo? —comentó Mariah amargamente—. El ex coronel de la KGB,
Zakharov, responsable de innumerables muertes, incluidas las de Ben Bolt y
Anatoly Orlov, el héroe nacional de Rusia. Un historial no precisamente
favorable para acceder a la presidencia, sospecho —Mariah exhaló un suspiro—
. Y si Zakharov cae, también caerá tu hijo, ¿no es así? Nolan y su colega, Porter.
El arquitecto se mudó a la casa contigua a la de Chap poco después de que la
prensa hablara de los documentos que yo encontré. Se le encomendó la tarea de
vigilar la situación. La policía creía que Porter estaba trabajando en un centro
turístico en el Mediterráneo, pero yo vi las fotografías y los planos del solar en
su casa. Unas fotografías que, según recordé más tarde, ya había visto con
anterioridad.
»Nuestros satélites han estado siguiendo el proyecto de Nova Krimsky
desde sus inicios. La mafia rusa pretende montar la mayor operación de juego y
blanqueo de dinero conocida hasta el momento. Zakharov proporcionará
cobertura gubernamental al proyecto a cambio de un porcentaje de las
ganancias, y eligió a tu hijo, Nolan, el nieto más inteligente de Arlen Hunter,
para que dirigiera el consorcio de promotores —meneó la cabeza con
amargura—. Como Zakharov sea descubierto, Porter y Nolan perderán una
fortuna.
—Todos la perderemos.
—¿Cómo dices?
—Todo el imperio Hunter. Como ya te he dicho, yo era un desastre para
los negocios.
—¿Insinúas que dilapidaste la fortuna de Arlen Hunter en la década que
estuviste al frente de sus asuntos?
—Gasté una parte —dijo Renata en tono petulante—. Una parte
considerable, en realidad —reconoció al tiempo que se dirigía hacia el teléfono.
—¿A quién vas a llamar?
—A mi hijo —respondió Renata—. Tengo miedo.
—Renata, escúchame —pidió Mariah con urgencia, deteniéndola—. Porter
tiene a mi hija. Creo que él y Nolan pensaron que podrían coaccionarme para
que me olvidara del asunto. Y quizá lo habría hecho, pero ya es demasiado
tarde. Las pruebas de lo que hizo Zakharov ya obran en poder de los medios de
comunicación. La bomba estallará de aquí a veinticuatro horas. Ni tú ni yo
podemos hacer nada para impedirlo. Pero sí puedes ayudarme a recuperar a mi
hija.
—No, no puedo.
—¡Maldita sea, Renata! —gritó Mariah—. ¡Me robaste a mi padre! ¿Vas a
quitarme también a mi hija?
—¡Yo amaba a Ben!
—¡Y tu padre lo asesinó! ¿Vas a dejar que tu hijo lastime a su nieta? ¿Así
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sois todos en vuestra familia?
—¿No lo comprendes? ¡Zakharov matará a Nolan!
—Zakharov ha salido del país, Renata. En cualquier caso, tiene los días
contados. Si acudes a la policía y al FBI enseguida, podrás solicitar protección
para ti y para tu hijo antes de que estalle el escándalo. Pero debes actuar
deprisa. Tienes que convencer a Nolan de que todo ha terminado, para que
tanto él como Porter se rindan y suelten a Lindsay.
—¿Crees de veras que Zakharov está acabado? —inquirió Renata
temerosa.
—Sí, lo creo de veras.
—Entonces mi hijo estará a salvo de él. Oh, ¿no sería magnífico? Nos ha
tenido en sus garras durante tanto tiempo... —Renata exhaló un largo y trémulo
suspiro—. Está bien. Lo haré. Pero, ¿querrás venir conmigo, Mariah?
Mariah asintió.
—Yo te llevaré.
Tras apurar la copa, Renata se levantó lentamente.
—Concédeme unos minutos para que me maquille un poco —salió de la
cocina y se dirigió hacia el vestíbulo principal.
Mariah estaba colocando la copa en el fregadero cuando en el vestíbulo se
oyó un fuerte golpe sordo.
—¿Renata? —llamó en voz alta—. ¿Te encuentras bien? —no debió
haberla dejado beber tanto, se dijo Mariah con cierta sensación de culpa,
aunque aparentemente había sido el único modo de romper sus arrogantes
defensas.
Salió presurosa de la cocina, pensando que quizá se hubiera caído por las
escaleras.
No obstante, al llegar al vestíbulo, se detuvo en seco. Renata tenía los ojos
desorbitadamente abiertos y una mano inmensa le cubría la boca. Era la mano
de Lermontov, el guardaespaldas de Zakharov. Por lo visto, era uno de los que
se habían quedado en el país, se dijo Mariah. ¿Y Yuri Belenko? ¿Dónde estaría?
Oyó un sonido tras ella, pero, antes de que pudiera volverse, un fuerte
golpe la tiró al suelo. Luchó por ponerse de rodillas, pero un segundo golpe la
sometió por completo. Su cara chocó con las frías y duras baldosas. Y perdió el
conocimiento.
Cuando volvió en sí, horas más tarde, se hallaba a bordo de un barco,
tumbada en un camastro, dentro de un oscuro camarote. Arriba se oyó un grito
de mujer. ¿O sería una gaviota?, se preguntó Mariah mientras una sinfonía de
colores y sonidos estallaba en el exterior, iluminando las portillas del camarote.
Acudió a su mente un breve recuerdo de sí misma, cuando era niña, con sus
padres, de pie en la playa, contemplando los fuegos artificiales del Cuatro de
Julio.
Luego la oscuridad volvió a reclamarla.
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Capítulo 17
El teléfono de la mesita de noche de Scheiber sonó a las dos de la
madrugada. El detective había ido a la playa con Liz y Lucas a ver los fuegos
artificiales, aunque a los pocos minutos tuvo que despedirse de ellos para
reanudar la búsqueda de Mariah Bolt y de su hija. Las dos se habían
desvanecido misteriosamente delante de sus propias narices.
Finalmente, Scheiber y Eckert lo habían dejado alrededor de la
medianoche, con la intención de proseguir la búsqueda al día siguiente.
—Hola, detective —lo saludó el jefe de la unidad de vigilancia nocturna—.
Creí que le gustaría saberlo. El viejo Buddy Higman ha encontrado novia —
Buddy Higman era el borracho oficial de Newport Beach. Tenía cuarenta años,
aunque aparentaba sesenta, y le faltaban la mitad de los dientes—. Sólo hay un
problema, y es que está muerta.
—Sí, bueno, ese pobre hombre siempre llega tarde. ¿Dónde?
—En la playa, entre los muelles.
—¿Se trata de Mariah Bolt o de su hija?
—Aún peor. Será mejor que venga enseguida.
Santo Dios, ¿qué pasaba ahora?
—Voy para allá —contestó Scheiber.
—¿La reconoces? —preguntó David Eckert a Scheiber mientras
permanecían en pie junto al cadáver de una mujer anciana.
La noche era oscura, sin luna, y neblinosa. Un silencio casi sobrenatural se
había adueñado de la playa una vez desaparecida la multitud de gente de horas
antes. Sólo las blancas y espumosas olas rompían la monotonía grisácea del
océano.
—No puedo decir que la conozca —respondió Scheiber, alisándose el
bigote mientras los ciegos ojos azules de la mujer lo miraban fijos desde la
arena.
—Renata Carr —dijo Eckert, y luego añadió—: La dama más famosa de la
alta sociedad de Newport.
Y antigua amante de Ben Bolt, se dijo Scheiber sombríamente, recordando
los resentidos comentarios de Mariah Bolt acerca de la señora Carr.
Iris Klassen se unió a ellos en ese momento.
—¿Buddy Higman la encontró así? —inquirió Scheiber.
—Eso dice él —contestó Eckert.
—Parece haber recibido un disparo en el hombro —observó Scheiber—.
No parece una herida mortal de necesidad, a menos que la bala alcanzara una
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arteria. Obviamente, tampoco se trata de un suicidio.
—¿Te has fijado en el pie? —preguntó Klassen.
—¿En el pie?
La mirada de Scheiber recorrió el torso desnudo hasta llegar a las piernas.
La derecha estaba extendida, y la segunda doblada por la rodilla. Se agachó
para examinar de cerca el pie, que, en la semioscuridad, parecía medio
enterrado en la arena. Scheiber retrocedió al darse cuenta de que no estaba
enterrado en absoluto.
—¡Jesús! ¡Le faltan los dedos!
—Un tiburón —comentó una sonora voz por encima de su cabeza—.
Recuerden mis palabras, ha sido un tiburón.
Scheiber alzó la mirada y vio a Buddy Higman, que en ese momento
meneaba su desgreñada cabeza.
—Ya sabéis lo que dicen de los borrachos y los niños —terció Klassen—.
Creo que el bueno de Buddy podría tener razón.
—Sí, pero, ¿qué haría desnuda en el agua? ¿Y con todas esas joyas
puestas? —inquirió Scheiber.
—He ahí el acertijo del día —dijo Eckert.
La respuesta llegó antes de lo que Scheiber había esperado, y de una
fuente imprevista. Su teléfono celular sonó mientras esperaba a que Klassen
llevara a cabo un examen más exhaustivo del cadáver. Era Tucker, pidiéndole, u
ordenándole más bien, que se uniera con él en la casa de la mujer fallecida, en
Corona del Mar.
—¿Dónde demonios te habías metido? —le preguntó Scheiber.
—¿Tú dónde crees? —repuso Tucker—. He estado buscando a Mariah y a
su hija.
—¿Y qué haces en la casa de Hunter Carr?
—He recibido un soplo telefónico —respondió Tucker misteriosamente.
Scheiber ya estaba harto de jugar al juego de las preguntas y las respuestas
con aquel tipo. Pero, de todos modos, debía entrevistarse con Nolan Carr para
preguntarle lo que supiera sobre las misteriosas actividades de su madre la
noche anterior.
—Muy bien. Me reuniré contigo en el exterior de la casa dentro de diez o
quince minutos —le dijo a Tucker, haciéndole a Eckert una seña para que se
acercara al coche.
—No estoy en el exterior de la casa —respondió Tucker—. Estoy dentro.
—¿Con el hijo de la mujer?
—No, aquí no hay nadie. La casa está desierta.
Scheiber hizo una mueca.
—Entonces, ¿qué demonios haces ahí dentro, Tucker? No tienes derecho
a...
—¿La policía no se arroga el derecho de irrumpir en una propiedad
privada si piensa que dentro se está cometiendo un delito?
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—Sí, pero tú no eres policía —señaló Scheiber.
—Bueno, pues debes darme las gracias, detective, porque acabo de darte
motivos para entrar en esta casa sin una orden judicial —dijo Tucker antes de
colgar.
Scheiber apretó los dientes.
—Detesto a ese tipo —le dijo a Eckert.
Tucker se paseaba por el vestíbulo principal como un oso enjaulado,
esperando a que llegara el detective de Newport. Había cerrado la verja
principal para no llamar la atención de las fuerzas de seguridad privadas que
patrullaban por el vecindario, pero ya había localizado la terminal interna del
sistema de seguridad de las puertas de entrada. En cuanto vio el coche de
Scheiber en el televisor de circuito cerrado, Tucker le abrió la verja, y luego
esperó al detective y a su compañero.
—Tucker, maldita sea —exclamó Scheiber mientras se acercaba—, dame
un buen motivo para que no te arreste aquí y ahora. Porque, esta vez, sí estás en
mi jurisdicción.
—De aquí desapareció Mariah. Encontré su coche alquilado en el garaje,
tapado con una lona —añadió Tucker, señalando hacia la caseta que se alzaba al
final del sendero de entrada.
Eckert se asomó por la ventana y estiró el cuello para echar un vistazo.
—Sí, está ahí.
—Probablemente pensaban desguazarlo y deshacerse de él en cuanto
volvieran —dijo Tucker.
—¿En cuanto volvieran? ¿Quiénes? —inquirió Scheiber con impaciencia.
—Nolan Carr y Douglas Porter. Quizá con un par de socios del proyecto
de los casinos rusos. No sé cuánta gente hay implicada, pero Carr lo está, sin
duda alguna.
—Mariah creía que los asesinatos de Korman y Urquhart estaban
relacionados con el Ministro de Asuntos Exteriores ruso —dijo Scheiber—, y
con cierta información que podía impedir que fuera elegido presidente.
—Es más que eso. Zakharov tiene asociados en este país, que trabajan en
la construcción de un enorme complejo de casinos de juego en Crimea,
destinado a blanquear dinero de la mafia rusa. Se supone que Zakharov es
ahora un hombre de estado, de modo que prefiere mantener las manos limpias
y dejar que otros le hagan el trabajo sucio. En el caso de los asesinatos de
Korman y Urquhart, esos «otros» fueron Nolan Carr y Porter, el vecino de
Korman, que asimismo secuestró a la hija de Mariah.
—¿Y Mariah? —preguntó Scheiber.
—Creo que vino aquí anoche para advertir a la madre de Nolan de que se
había descubierto el pastel, y para negociar la liberación de Lindsay. Sólo que
también se la llevaron a ella. Y creo saber a dónde.
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—¿Por qué eso no me sorprende? —ironizó Scheiber.
—Hay un barco ruso, el Aleksandr Pushkin, que se trasladó recientemente
desde Los Ángeles al puerto de Long Beach —explicó Tucker—. Zakharov se
fue, pero el barco aún aloja al resto de la delegación rusa, en espera de cierta
conferencia que se inicia hoy mismo. Creo que Carr y Porter llevaron a Mariah
y a su hija allí, al amparo de la noche, y las entregaron a la tripulación del
Pushkin. Serán retenidas allí hasta que acabe la conferencia. Luego, cuando el
Pushkin esté en alta mar, las liquidarán y las tirarán por la borda. A menos que
lleguemos allí antes.
Tucker observó cómo Scheiber palidecía mientras intercambiaba una
mirada con Eckert.
—No sé cómo decirte esto —musitó el detective—, pero puede que ya sea
demasiado tarde.
—¿Que quieres decir?
—El cadáver de Renata Carr apareció en la playa anoche. Si se la llevaron
junto con Mariah...
Tucker sintió que su mundo empezaba a implosionar, pero meneó la
cabeza airadamente.
—No. Lindsay y ella aún viven. Y voy a buscarlas. Quiero que aviséis a la
guardia costera. Que busquen el Pushkin y el barco de Porter. Es un yate...
—Sí, nos mostró una fotografía —dijo Eckert—. Daremos la descripción.
—¿Cómo piensas ir a buscarlas? —inquirió Scheiber.
—Acompañadme —dijo Tucker Ios condujo a una biblioteca situada en un
extremo del vestíbulo principal, una enorme habitación circular con vistas al
puerto de Newport. En las paredes se alineaban estanterías de madera
abarrotadas de libros, y en uno de los rincones interiores había una gran
chimenea con paneles de caoba.
Tucker se situó junto a una estantería cercana a la chimenea.
—¿Habéis leído algún buen libro últimamente? —inquirió—. ¿Guerra y
paz, por ejemplo? —tocó el lomo del libro y, de repente, el panel de uno de los
costados de la chimenea se abrió. Scheiber se aproximó a él, abrió del todo la
puerta oculta y se asomó. Por el pasadizo abierto les llegó el aroma del mar.
—¿Queréis bajar a echar un vistazo? —preguntó Tucker.
Scheiber lo siguió por el estrecho pasadizo hasta que llegaron a una
escalerilla circular de hierro. Una vez que hubieron bajado, seguidos de cerca
por Eckert, encontraron una puerta abierta que llevaba a una dársena oculta.
—Arlen Hunter la hizo construir antes incluso que la casa —explicó
Tucker—, para sus operaciones clandestinas.
Eckert se sacó una linterna del pasillo y alumbró las paredes del pasadizo.
—Aquí hay enganchando un cabello rubio —comunicó.
—Renata Hunter Carr era rubia —dijo Scheiber.
—Y también Mariah —comentó Tucker en tono grave.
—Está bien, me has convencido —dijo Scheiber—. Avisaremos a la
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guardia costera, pero... —frunció el ceño y se giró hacia Tucker—. Salgamos de
este lugar.
—Creo que aquí puede haber un par de gotas de sangre —les anunció
Eckert, acuclillado en el suelo del pasadizo.
—¿Sangre? ¿Dónde? —Scheiber se giró rápidamente.
Mientras tanto, Tucker desató la amarra de la lancha motora atracada en la
dársena oculta.
—Aquí, junto al marco de la puerta —dijo Eckert—. Es...
Ambos dieron un salto cuando el poderoso motor de la lancha cobró
rugiente vida. Tucker se alejaba antes de que pudieran alcanzarlo.
—¿Qué estás haciendo? —le gritó Scheiber.
—¡Avisad a la guardia costera! —respondió Tucker—. Me reuniré con
vosotros allí. Recordad, el barco ruso es el Aleksandr Pushkin.
—¡Bien! ¡Pero vayamos juntos! —vociferó Scheiber mientras corría por el
muelle, siguiéndolo—. ¡No te hagas el valiente, Tucker!
—¡Reuníos conmigo allí! —se limitó a responder Tucker, gritando para
hacerse oír por encima del rugido del motor.
Tras divisar el Pushkin, Tucker esperó, deteniendo el motor mientras
buscaba en la lancha las herramientas necesarias para efectuar un abordaje: una
llave inglesa, un cortaalambres, un trozo de cadena y cinta aislante. Después de
guardarlo todo en un macuto de nylon, Tucker se lo ciñó a la cintura, utilizando
su cinturón, y se zambulló silenciosamente en las oscuras aguas. Había divisado
un fueraborda atado al otro costado del barco.
Agarrándose al casco del Pushkin, Tucker se aproximó al fueraborda
lentamente. No estaba ocupado. Sacó la llave inglesa, la cadena y el
cortaalambres del macuto y puso manos a la obra, sumergiéndose varias veces
para alcanzar su objetivo. Cuando hubo terminado, se dirigió de vuelta hacia la
lancha, sin resuello.
Tras descansar unos segundos, Tucker saltó nuevamente de la lancha y
empezó a subir por la cadena del ancla del Pushkin. Apenas tardó unos
minutos en encontrarse en la cubierta del barco.
Mariah se despertó al oír un golpe sordo en la puerta. Había perdido la
noción del tiempo desde que la subieron a bordo de aquel barco más grande,
aunque había tratado de permanecer despierta, por el bien de su hija. El
inmenso alivio de Lindsay a bordo del barco de Porter había degenerado
rápidamente en ansiedad, y Mariah cada vez se resentía más del golpe recibido
en casa de Renata.
Oyeron cómo la puerta se abría. Lindsay se incorporó de un salto, y
Mariah se sentó en el camastro, decidida a no aparentar vulnerabilidad ante sus
guardianes.
Pero, entonces, vio el par de piernas que se deslizaban inertes por el suelo,
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y comprendió que el individuo que acababa de entrar arrastraba a un hombre
inconsciente.
—¡Tío Frank! —gritó Lindsay.
Él se giró y le dirigió una sonrisa, aunque se llevó un dedo a los labios.
Estaba empapado e iba descalzo, con la camisa pegada al cuerpo, pero era lo
más maravilloso que Mariah había visto jamás. Abrió la boca para emitir un
grito de alivio, pero él se lo impidió.
—¡Chist! No alcéis la voz —dijo—. Lins, sitúate junto a la puerta —añadió
mientras tiraba del hombre postrado hacia el interior del camarote.
—¿Está muerto? —susurró Mariah con los ojos abiertos como platos.
—No, pero le dolerá bastante la cabeza.
—Conozco la sensación —dijo Mariah—. Nos atacaron a Renata y a mí en
su casa —explicó—. Y el vecino de Chap raptó a Lindsay.
—Lo sé —respondió Tucker—. ¿Y trajeron a Renata contigo?
Mariah asintió.
—Renata había accedido a ir a la policía para contar la verdad. Pero
Lermontov, el guardaespaldas de Zakharov, la atrapó, mientras otra persona
me dejaba a mí sin conocimiento —meneó la cabeza—. Creo que pudo ser Yuri
Belenko.
—Ya te hablaré de Belenko luego.
—Lindsay dice que Renata saltó del barco de Porter. Yo estaba encerrada
en la bodega.
—Sí —confirmó Lindsay—. Esa señora se puso a gritarles a su hijo y a los
demás. Luego, estallaron los ruegos artificiales y ella desapareció de la vista.
Porter sacó una pistola y disparó. Pero me parece que la mujer consiguió
escapar.
Tucker titubeó.
—Debemos ponernos en marcha —dijo.
Mariah le tocó el brazo.
—¿Frank? ¿Sabes si Renata lo consiguió?
Él meneó la cabeza.
—No, no lo consiguió.
—Oh, Dios mío...
—Venga, salgamos de aquí —ordenó Frank al tiempo que se asomaba por
la puerta. Luego tomó la mano de Lindsay y salió, seguido de cerca por Mariah.
Cuando hubieron recorrido la mitad de la cubierta, se giró y dijo—: Dirigíos
hacia la popa. Hay un bote en el lado de estribor. Tiene puesta la llave de
contacto. No me esperéis. Si no lográis subir a bordo del bote, tiraos al agua y
nadad deprisa hacia la orilla. ¿Entendido?
—Seguiremos juntos —dijo Mariah con firmeza mientras llegaban a la
cubierta superior.
—Sí —convino Lindsay mientras empezaban a oírse voces y ruido de
pisadas en la escalera situada tras ellos.
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—¡Le dispararon! —respondió Mariah—. ¡Cayó al agua!
Las olas parecían más agitadas que nunca, debido al viento levantado por
el helicóptero y a los motores de las lanchas de la policía, que iban llegando una
tras otra.
—¡Mamá! ¡Mira! —chilló Lindsay, señalando con la mano hacia el costado
del barco.
Mariah divisó a Frank. La superficie calva de su cabeza relucía como
pequeño un faro sobre el agua. Mariah saltó de la lancha y llegó hasta él con
unas cuantas brazadas. Lo puso boca arriba y vio que tenía los ojos cerrados.
Acercando su boca a la de él, exhaló con fuerza. Luego lo agarró, pasándole un
brazo sobre el pecho, y empezó a nadar trabajosamente hacia la lancha.
—¡No te atrevas a morirte, Frank Tucker! ¡No te atrevas!
Scheiber y Lindsay la ayudaron a subirlo a bordo. Sin pérdida de tiempo,
Mariah le hizo la respiración boca a boca.
—¡Vamos, Frank! —lo urgió entre aliento y aliento—. ¡Respira, maldita
sea!
Pareció costar una eternidad, pero por fin Frank comenzó a respirar
ahogadamente, tosió un par de veces y luego se recostó, resollando.
Mariah le acarició la cabeza.
—No hables, ¿de acuerdo? —le dijo con una cálida sonrisa. Él cerró los
ojos y ella miró a Scheiber, musitando con preocupación—: Está sangrando —
tenía la camisa pegada al pecho, empapada de sangre.
Scheiber señaló hacia el cielo.
—Una ambulancia aérea viene de camino.
Los guardacostas habían abordado el Pushkin, según advirtió Mariah, y la
situación parecía hallarse bajo control.
—Será mejor que os echen un vistazo a vosotras también —añadió
Scheiber—. Tienes sangre en la cabeza, Mariah.
Ella alzó la mano para palparse la nuca. Cuando la retiró, la tenía
embadurnada de sangre.
—No es nada serio —dijo. Pero se dejó conducir hasta el helicóptero
médico, para poder estar con Frank.
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Epílogo
Mariah se quitó la bata y la tiró en una de las tumbonas situadas junto a la
piscina del Hotel Beverly Wilshire, con la intención de nadar un poco.
Lindsay seguía durmiendo arriba, junto al señor Rochester. Había
heredado el gato de Emma Korman. Los hijos de Chap habían resultado ser
alérgicos al pelo de los felinos, de modo que el señor Rochester tendría que
acostumbrarse a vivir en Virginia.
No era el único animal huérfano que había encontrado un nuevo hogar
aquella semana. El detective Scheiber había decidido adoptar a un basset
tricolor llamado Kermit, que fue encontrado a bordo de un barco que flotaba a la
deriva, y sin tripulación, a un kilómetro y medio de la costa. El pescador que lo
encontró no solo halló al perro, aullando lastimeramente en la cubierta, sino
también el cadáver de su dueño, Douglas Porter. Un caso de suicidio, según
confirmó el equipo forense tras examinar la pistola, propiedad del propio
Porter, que apareció junto a su cuerpo. A Scheiber, no obstante, le inquietaba el
hecho de que, siendo zurdo, se hubiese dado el tiro en la sien derecha.
Pero había quedado otro misterio sin resolver. El socio de Porter en el
proyecto de Nova Krimsky, Nolan Carr, se había desvanecido desde el
incidente a bordo del Aleksandr Pushkin. La policía de Newport Beach había
mantenido la casa de los Hunter bajo vigilancia desde entonces, pero Nolan
seguía sin aparecer.
Mariah se acercó al agua moteada por los rayos del sol. La cabeza aún le
dolía un poco. Pero podría haber sido peor, se dijo. Nolan podía haberla
matado al golpearla por la espalda. Quizá se había contenido porque la
estatuilla de madera que utilizó era irremplazable y había pertenecido a
Catalina la Grande. O quizá no había querido mancharse las manos hasta ese
punto. Aquello era, al fin y al cabo, el trabajo de Lermontov. Nolan había
solicitado temporalmente los servicios del corpulento guardaespaldas ruso y lo
había llevado a su casa para convencer a Renata de que mantuviera la boca
cerrada. Sólo que, cuando llegaron, ya era demasiado tarde.
El ataque de Nolan a Mariah y la decisión espontánea de Porter de
secuestrar a Lindsay habían sido torpes reacciones por parte de hombres
débiles que se sentían desbordados. Tras haber mantenido relaciones fructíferas
con Arlen Hunter durante décadas, Zakharov había descubierto demasiado
tarde que su nieto no estaba cortado con la misma tijera. Había sido su segundo
gran error. El primero fue asesinar a Anatoly Orlov.
Yuri Belenko había visitado a Mariah y a Lindsay para pedirles disculpas
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por lo ocurrido. Según explicó, Zakharov había visto cómo sus partidarios lo
abandonaban en masa poco después de su regreso a Moscú. Y sospechaba que,
a partir de entonces, el político debería vigilarse bien las espaldas, porque la
mafia rusa había visto frustradas las esperanzas depositadas en él y en el
proyecto de Nova Krimsky.
Belenko también le había hecho a Mariah un regalo... Los documentos de
su padre, incluido el manuscrito de El hombre del centro, que Porter le había
robado a Chap tras asesinarlo, para posteriormente entregarlos a sus aliados
rusos.
—Y esta sí es obra de Ben —aseguró Belenko a Mariah al tiempo que le
entregaba otro manuscrito amarilleado por el tiempo. Se titulaba El hombre al
límite, y estaba firmada por Anatoly Orlov. La KGB la había archivado, en lugar
de destruirla. Ambas novelas constituían el proyecto conjunto de dos escritores
brillantes, concebido durante aquel remoto encuentro en París, y que debía
publicarse como ellos habían deseado... Como una obra en común que ofrecía
visiones paralelas de un futuro utópico.
Mariah, indescriptiblemente conmovida al conocer la verdad por fin,
había prometido entregar ambos manuscritos al editor de su padre.
Las lágrimas empaparon sus mejillas conforme se zambullía en la piscina.
Ben no traicionó a Orlov. Y había deseado regresar a su hogar.
Frank, por su parte, sería dado de alta en pocos días. La bala le había
fracturado una costilla y se había alojado a pocos centímetros de la espina
dorsal. Pero la recuperación había sido rápida y completa. Mariah y Lindsay
iban al Memorial Hospital de Long Beach a pasar las tardes con él. Incluso la
señorita Latham, que había estado dispuesta a denunciarlo a la policía pocos
días antes, preguntaba por él a diario.
Frank pensaba que, tras la recuperación, lo encarcelarían sin remedio,
aunque parecía improbable. Jack Geist lo visitó el domingo. Aunque no había
visto con buenos ojos la decisión de Frank de destruir casi todos los archivos del
Navegante, parecía dispuesto a mostrarse condescendiente, apoyando la
hipótesis de que dichos archivos eran dudosos y podían constituir, incluso, un
caso posible de desinformación.
Cuando Geist salió de la habitación, Mariah lo arrinconó en el vestíbulo
del hospital, preguntándole por sus planes para Frank. Al fin y al cabo, un
agente de su valía no podía ser relegado al agujero donde se encontraba antes
de que sucediera todo aquello. Geist dijo haber meditado sobre el asunto. Y sí,
reconoció que el talento de Frank estaba siendo desaprovechado. Quizá dicha
situación debía rectificarse. Pero, antes, Frank debía decidir si realmente quería
seguir en la Agencia.
Mariah emprendió el último largo en la piscina. Frank debía decidir sobre
su futuro. Igual que ella. Aunque, fueran cuales fueran las decisiones que
tomaran, las tomarían juntos, sospechaba.
Mariah sonrió al pensarlo. Casi resultaba inevitable, como si hubiera
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estado predestinado de ese modo desde el principio.
Lindsay ya estaba tratando de convencerlos para que volvieran a casa.
Todos ellos... Frank, su madre, el señor Rochester y ella misma. Podría colaborar
en la conducción, aseguró con insistencia. Quizá pudieran hacer una parada en
Las Vegas.
«Esta hija mía», se dijo Mariah con una sonrisa. «Qué lista me ha salido».
Salió de la piscina relajada y llena de energía. Lista para empezar el día.
* * *
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Título original: The innocents club
Editor original: Mira Books, 06/2000
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