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El arte de sentir la vida conscientemente

sin sucumbir a las emociones

Mi padre estaba solo en casa y de pronto le sorprendió un dolor


enorme en el abdomen. Pensó que algo le había caído mal y se
preparó una infusión de hierbas digestivas que no acabó porque
el dolor crecía y ya no le permitía relajarse. Después de unos
minutos supo que tenía que pedir ayuda, y lo hizo tímidamente,
antes de desplomarse en el suelo. Era un hombre grande por
dentro y por fuera y posiblemente comprendió que todo había
terminado. Tenía 74 años, de esto hace 19 años, y aún le siento a
mi lado impulsando mi alma.

Se trataba de un aneurisma de aorta, y entró en coma inmediatamente


después de pedir ayuda a su vecina que fue quien avisó a la familia. A
las tres de la madrugada cogí el coche y atravesé la ciudad como una
exhalación, y llegué a tiempo para ver al paramédico diciendo en voz
no lo suficientemente baja “no hay nada que hacer”.

En ese preciso instante puse en marcha lo que mi padre y maestro me


había enseñado tantas veces: “Exhala suavemente, y no permitas que
las emociones te abrumen. Las emociones hay que sentirlas, no
ponerlas al mando de nuestra existencia”.

Lo tenía tan incorporado que simplemente lo hice: tomé decisiones,


obligué a los paramédicos a actuar rápidamente, me negué a cualquier
inmovilidad.

Me puse al mando con una serenidad inaudita y una fuerza que he


tardado varios años en reconocer como mía: hice lo necesario. Y
aunque aún así mi padre murió a los pocos días, le garanticé todas las
posibilidades que estaban al alcance de mi mano. Esto no consiguió
sustraerme del dolor, pero con el tiempo fue un bálsamo para mi alma.

Con los años he tenido que estar muchas veces en situaciones difíciles
que requerían de movimientos de acción no intervenidos por
las emociones, y no siempre conseguí hacerlo.

Pero me he dado cuenta de que en situaciones extremas hay un


mecanismo de precisión, quizá un esquema, que se dispara en mí y me
convierte en una persona que sabe cómo postergar sus emociones
primarias, para transformarme en una persona con recursos
disponibles.
Sin duda alguna debo estar capacidad a la práctica temprana de
la meditación, pero lo pude relacionar hace muy poco tiempo leyendo
las palabras de Laurie Anderson, compañera de Lou Reed, en la revista
Rolling Stone, luego de la muerte de él por un cáncer de hígado.

Ambos eran meditadores, él era, además del músico arriesgado y


sensible que todos hemos escuchado, practicante y maestro de Tai Chi,
y se habían preparado para el momento de su muerte siguiendo las
enseñanzas budistas de Mingyur Rimpoche. Sus palabras fueron las
siguientes:

“Nunca he visto una expresión con tanta fascinación como la que tenía
Lou mientras moría. Sus manos estaban haciendo el movimiento 21 de
Tai Chi, el del “agua que fluye”. Tuve entre mis brazos a la persona que
más amaba en el mundo, y estuve hablando con él mientras moría. Su
corazón se detuvo. Él no tenía miedo. Pude caminar con él hasta el final
del mundo. Pude ver la vida -tan bella, dolorosa y deslumbrante- en su
máxima expresión. ¿Y la muerte? Creo que el propósito de la muerte es
la liberación del amor“.

Indudablemente es mucho más fácil, leyendo estas palabras, conectar


con el sentimentalismo y con el estado Niño. Sin embargo si eres capaz
de leerlo sin caer en ninguna de las dos cosas, podrás ver que esta
mujer estaba entrenada para sentir e incluso para rendirse, sin dejarse
avasallar por las emociones del momento, que han de haber sido
abrumadoras para los dos de diferente manera.

Sin duda hay algo en el meditador que le lleva a mirar las escenas de
la realidad, cuando es necesario, como un mero espectador. Y si el
entrenamiento es el adecuado y ha sido integrado en cada nivel de su
vida, a la vez que se retira de la escena, tenderá a conectar con la
compasión verdadera (la que preserva la dignidad y la individualidad del
otro, la que no espera nada a cambio) y con la Buena Ayuda.

No es casualidad que una maestra Budista hubiera preparado a esta


pareja para la muerte. El Budismo dedica mucho interés al arte de
aprender a morir. Ciertamente el Budismo, con su visión realista y
objetiva de la Vida y del Mundo, es con diferencia la filosofía que más
ha avanzado en el desarrollo de una verdadera consciencia de lo que
uno es, de lo que es el mundo, y del camino disponible hacia nuestro
destino.

Sin embargo no es necesario que seas budista para adoptar esta


mirada, aunque sí es muy posible que necesites revisar tu cuadro de
creencias. En el último grupo Shoden (Nivel I del Método Reiki) que
ofrecí, apareció el tema de la muerte. Como sabes,
el Método Reiki tiene profundas raíces budistas, y se sustenta sobre
algunos pilares filosóficos y prácticos fundamentales del Budismo. Uno
de ellos, muy importante, es la meditación.

Entonces surgió esto, y lo comenté con mis alumnas: “Ante la muerte


de alguien amado perdemos la perspectiva. ¿Quién es en realidad
quien pierde la vida? No eres tú que el que necesita apoyo: tu vida
continúa. Mientras sucumbes a la emoción, dejas de ser Buena Ayuda.
Entonces todos pierden: tú comienzas tu soledad antes de la muerte, y
tu persona amada es condenada a morir en soledad porque tú pierdes
contacto con la realidad. Y… ¿Cuál es la realidad? Tú aún tienes la
Vida: tú no eres quien se aproxima al caos. Luego tú no eres lo más
importante en ese momento”.

El Arte de vivir la vida y las Emociones sin sucumbir a ellas, no es algo


que podemos dejar para el último momento. Es una práctica que
requiere tiempo y un cierto valor para vivir conscientemente. Desde
luego si me preguntaras como abordarlo lo primero que te diría es
“medita“. Las emociones del meditador son emociones del presente, y
sólo por esto vale la pena integrar la meditación a tu vida.

Pero a partir de una vida consciente, en presencia absoluta, sin dejarse


abrumar por creencias y proyecciones, tomando consciencia de que
quien piensa no es tu mente, sino tú, el observador detrás de tu mente,
es más fácil poder elegir si se es actor o espectador de la obra de la
vida. En ese sentido la meditación es una herramienta que pocas
personas valoran en su justa medida.

Luego está lo de revisar tus creencias:


la mayoría de las creencias que rigen tu vida no han sido elegidas
por ti en absoluto. Pero tú puedes trabajar en distinguirlas y quedarte
en cada momento con las que te resulten más útiles. Como me pasó a
mí el día del velatorio de mi padre.

Fue así: la familia estaba en otra sala tomando café y conversando. A


veces se escuchaba alguna risa, cosa que me indignaba
profundamente. Y de pronto, ya de madrugada, en la penumbra de la
sala, me vino imaginarle allí de pie, a mi lado, mirándose a sí mismo
con toda la fuerza de su cinismo y de su humor ácido e irreverente.

Y entonces mi padre me dijo, me habría dicho sin duda, con


una sonrisa torcida y disparando justo al corazón de mis creencias
sobre lo correcto: “Sí claro. Ellos deberían estar llorando, hija. Eso es lo
que se hace cuando alguien se muere, justo un poco antes del más
absoluto e irremediable olvido”.

Y esa madrugada, aquella visión de mi padre me ayudó a comprender


lo que era importante. Y también me hizo sonreír.

Quizás quieras reflexionar sobre esto.


Que tengas un feliz presente.

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