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¿Qué tiene que ver esto con los sacramentos? Mucho. Dios, al darse a conocer, lo
hace desde lo que el hombre es. Dios, al revelarse, no lo hace con "ideas" o
"conceptos". La Iglesia dice que los hace con "gestos y palabras". Los
sacramentos son, entonces, la mano, el abrazo o el beso, el mate o el café, la
palabra, la risa o el llanto de Dios hacia los hombres.
Si esto pasa con los hombres, ¡Cuánto más con Dios ! En los sacramentos, Dios
no sólo nos dice que nos ama: también nos hace entrar en su amor.
El sacramento de Dios
Dios dirigió su palabra a los hombres desde siempre. Lo hizo al crear el mundo:
la creación nos habla de Dios si la sabemos escuchar. Lo hizo, de una manera
especial, al elegirse un pueblo: "Dios dirigió su palabra a Abraham" (Gen 12,1).
Pero lo hizo de una manera definitiva al darnos a su Hijo: "Y la Palabra se hizo
carne y acampó entre nosotros" (Jn 1,14).
Cristo es quien nos "cuenta" a Dios: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo
único, que esta en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn 1,18). Y no sólo nos
"cuenta" a Dios, sino que también nos da su gracia: "Porque la Ley fue dada por
Moisés; pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo" (Jn 1,17).
EL Sacramento de Cristo
Nos dice San Pablo: "El es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia" (Col
1,18). Y es que en la Iglesia Dios muestra su gracia en la historia. Toda gracia
que llega a los hombres es gracia de Cristo y es gracia en la Iglesia.
¿Cómo hace la Iglesia para hacer presente en nuestra historia la gracia de Jesús?
Lo hace acompañando nuestra vida:
* Cuando llegan los días de la madurez y la decisión, el Espíritu nos asiste con su
poder en la Confirmación.
Todo esto nos ayuda a comprender los sacramentos. La iniciativa es de Dios. San
Juan nos dice, en su primera carta, que "Dios nos amó primero" (1 Jn 4,19), y
porque nos amó "nos envió a su Hijo" (1 Jn 4,10). A la iniciativa de Dios, que es
su amor, siguió una propuesta: Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros.
Esta propuesta se nos hace presente en cada sacramento. Pero Dios nos quiere
libres: espera nuestra respuesta para que el encuentro se produzca.
Los sacramentos de la fe
Nos dice el Concilio Vaticano II: "(los sacramentos) ... no sólo suponen la fe, sino
que a la vez la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y
gestos; por eso se llaman sacramentos de la fe" (SC 59).
Los sacramentos expresan la fe. Cuando nos reunimos para un bautismo, una
confirmación o un matrimonio, nos reunimos en comunidad, en Iglesia. Y todos
juntos expresamos y celebramos nuestra fe en el Dios que interviene en nuestra
historia con su salvación y su amor. Por eso el sacramento, al ser testimonio de
la fe de la Iglesia, es anuncio de la Buena Nueva a los hombres.
Los sacramentos van más allá de los ritos sacramentales. Son momentos fuertes
en los que Dios nos dice que toda nuestra vida ha de ser sacramental, es decir,
signo eficaz y vivo del amor de Dios que salva a los hombres.
Pero en los dos casos, podríamos decir que el agua está en referencia a la vida.
Su exceso o su carencia niegan la vida. Pero hay una medida en que el agua es
sinónimo de vida. Es más, sin agua es imposible vivir. Los médicos dicen que
hasta nuestro cuerpo es, en gran medida, agua, simplemente agua.
Así, agua y vida vienen a ser dos palabras que caminan siempre juntas. Aunque
su exceso o su carencia traigan muerte, el agua nos está diciendo algo de la
vida.
Nosotros y el agua
Dios y el agua
¿Cómo Dios podía ignorar el profundo misterio que el agua constituye para el
hombre? Cuando abrimos las páginas de la Biblia encontramos constantemente
al agua. Está desde el principio de la propia creación; casi, casi, antes que todo
(Gen 1,2).
El agua es el elemento que Dios usa para castigar al hombre cuando éste se
aparta de él. ¿Se acuerdan del diluvio (Gen 6,17)? El agua.
El agua del Mar Rojo es abierta por Dios para que el Pueblo de Israel pase en su
marcha liberadora (Ex 14,21ss). El agua.
El agua que Dios hace brotar de la roca en el desierto para que el Pueblo calme
su sed (Ex l7,56).
El agua del Jordán, que también se abre para dar paso al Pueblo de Dios (Jos
3,16).
Jesús y el agua
El evangelio de Juan nos cuenta que del costado abierto de Jesús, en la cruz,
brotó sangre y agua, símbolos de la vida nueva que Dios entregaba a los
hombres (Jn 19,34).
Y nos encontramos, hacia el final del evangelio, con que Jesús envía a sus
discípulos con un solo mandato: el de bautizar a todos los hombres en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu (Mt 28,19).
Dios da su gracia a través de estos signos de salvación que son sus sacramentos.
Y el agua nos dice ¡y mucho! de lo que Dios quiere hacer con nosotros en el
bautismo: saciar nuestra sed de vida, pero de una vida nueva; limpiarnos, pero
no de las manchas que pasan, las de todos los días, sino limpiarnos del pecado
que "ensucia" y hace opaca nuestra vida; el agua limpia y purifica; el bautismo
nos lava y nos regenera, es decir, nos hace nacer de nuevo.
Pablo dice que en el bautismo somos sepultados con Cristo y resucitados con él
(Rm 6,4) a una vida nueva. Así, entonces, el bautismo asume todo lo que de
vida y de muerte tiene el agua. Un ahogar al hombre viejo para dar posibilidad al
nacimiento del hombre nuevo. Esto ocurre en el bautismo.
¿Qué es el bautismo?
Comer y beber también nos habla del encuentro con los otros. aunque nuestra
vida actual muchas veces no lo permita, generalmente para comer y beber nos
sentamos con otros. Es triste comer solo. Y es triste, también, beber solo. Como
dice María Elena Walsh, "¡salvaje quien mata el hambre de pie!". No puede
pensarse en el comer y en el beber sin pensar a la vez en los otros que con uno
comen y beben.
Pero hay algo más. El pan no aparece sobre una mesa por arte de magia. El
hombre gana el pan, como nos lo dice el libro del Génesis, con el sudor de su
frente. Porque desde siempre Dios quiso que el pan fuera fruto del trabajo del
hombre. Pensemos cuántas manos intervienen en el pan y en el vino que día a
día están en nuestra mesa. La naturaleza nos da el trigo y la vid. Pero entre el
trigo y la vid y el pan y el vino hay una distancia: la distancia del trabajo del
hombre. Y el trabajo no es otra cosa que transformar el mundo para la vida del
hombre.
Jesús nos dijo: "Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre.
El que cree en mí nunca tendrá sed. Mi carne es verdadera comida y mi sangre
verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo
en él" (Jn 6,35.5556).
Este es el texto con el que el evangelio de Juan nos habla de la Eucaristía, aquel
sacramento por el cual recordamos, hacemos presente de nuevo, de una
manera real, el único sacrificio por el cual los hombres somos salvados. Sí. Jesús
quiso quedarse, bajo las formas del pan y del vino, y quiso darnos en ellos su
cuerpo y su sangre.
Podríamos decir que la Eucaristía es, por excelencia, el sacramento del mundo
transformado.
Domingo a domingo
Pero no es una presencia más, sino que es la presencia que junto a los hombres
va construyendo la historia, transformando esta historia de muerte en una
historia de vida. Transforma esta historia de egoísmo y soledad en una historia
de amor y de amistad; transforma esta historia de cansancio y sudor en una
historia plena de paz, alegría, encuentro y fiesta definitiva.
Que cada Eucaristía que celebremos, que cada comunión que hagamos, sea un
compromiso con la vida, el amor y el futuro.
A veces los hombres pedimos perdón. Ser capaces de pedir perdón es propio de
nuestro ser hombres. ¿Qué pedimos cuando pedimos perdón? ¿Pedimos
comprensión? ¿Presentamos excusas? ¿O simplemente pedimos que el otro nos
acepte en nuestro error?
Quien pide perdón tiene algunas cosas en claro: primero, que es responsable de
sus actos: nadie pide perdón de algo de lo que no es responsable. Quien pide
perdón tiene también en claro que hizo algo que no debía hacer. ¿Por qué no
debía hacerlo? ¿Por un mandamiento o un precepto? ¿O porque hacer lo que no
debía hacer lo hace menos hombre, menos persona? ¿No es esto último lo que
otorga sentido al mandamiento o al precepto?
Quien pide perdón, además, está mostrando que quiere revertir su situación, que
quiere reemprender el camino que había errado. Y quien va a pedir perdón lo
hace con la esperanza y la confianza de que el corazón del otro lo sabrá recibir.
Pocas cosas son tan dolorosas como el no ser perdonados.
¿Pedimos perdón en nuestra vida? ¿Nos consideramos seres que debemos pedir
perdón? Quizás hoy pedir perdón sea algo difícil. Porque implica reconocer una
culpa. Y el reconocimiento de las culpa hoy en día escasea. No hay culpas. No
hay culpas en la vida cotidiana: en la familia, en el trabajo, en el estudio, en la
diversión. No hay culpas en nuestra vida social: en la economía, en la política, en
el comercio, en las finanzas. No hay culpas. A lo sumo hay "errores"
involuntarios, "falta de comprensión", o "coerción irresistible", o "inadaptaciones
al medio", o "condicionamientos psicológicos". Hay de todo menos culpa...
El hombre y su pecado
Desde las primeras páginas de la Sagrada Escritura vemos que la realidad del
hombre es una realidad de pecado. Pecado: el término que utiliza la Biblia para
hablar del hombre que rechaza a Dios y se vuelve sobre sí mismo. Y el pecado,
como decíamos, está desde el principio: Adán y Eva, Caín, la torre de Babel,
Sodoma y Gomorra, etcétera. Ser hombre es ser pecador: esto es lo que nos
dice la Escritura.
Pero hay en David un hermoso ejemplo de alguien que reconoce su culpa. Fue
grande su pecado. Pero fue mayor su grandeza en el humillarse, en el pedir
perdón (II Sam 1112,23).
Hasta allí llegó el amor de Dios: a entregarse por nosotros. Sólo en el dolor del
Hijo, del Siervo sufriente, en su profundo dolor, podemos comprender la
profundidad de nuestra culpa, el abismo en el cual nos arroja el pecado: la
lejanía absoluta de Dios, la soledad absoluta de los otros, la esclavitud ante las
cosas.
Cristo vino a darnos el perdón del Padre, a devolvernos la amistad con el Padre
que como hijos pródigos nos sale a esperar en el camino con la esperanza
absoluta de que algún día retornemos. Y nos espera para una fiesta (Lc
15,1132).
Algunos se preguntan: ¿por qué confesar mis pecados a un hombre? Pero nos
equivocamos si pensamos que este sacramento es simplemente contarle las
cosas a "un hombre". Jesús les dio a sus discípulos el poder los pecados (Jn
20,2223). Y esta gracia Dios nos la otorga en su Iglesia., El sacerdote, en este
sacramento, no nos da su perdón, sino el perdón del Padre, por Cristo, en el
Espíritu Santo. Pero además está representando a la comunidad cristiana que
nos vuelve a recibir en su seno.
A través del ministerio sacerdotal, la Iglesia nos da la gracia del retorno a la casa
del Padre, la gracia de una nueva fortaleza en la vida, la gracia de proponernos
no volver a emprender el camino que nos aleja de Dios y de los hombres.
Al principio decíamos que no era fácil reconocer que necesitamos el perdón. Esto
implica humildad. ¿Pero no será que tenemos de Dios una imagen errada,
equivocada? ¿Creemos que Dios nos acecha para caernos encima cuando nos
equivocamos? ¿Nos cuesta verlo como al Padre de la parábola que salió a esperar
a su hijo pecador ¡para darle una fiesta!? Cuando decimos que Cristo es nuestro
Juez, ¿lo decimos con temor, en lugar de decirlo con la confianza que da el saber
que tenemos por juez a alguien que dio la vida por nosotros demostrándonos así
su eterna amistad?