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¿Qué es un sacramento?

¡Cuántas veces nos hemos preguntado qué es un sacramento! Ante un bautismo,


una confirmación, una primera comunión, un matrimonio. Intuíamos que era algo
que había que hacer. Pero, ¿por qué? ¿Quizás por costumbre social?: "todo el
mundo lo hace". ¿Quizás por temor?: "a ver si al chico le pasa algo". ¿Quizás por
fe?: "quiero estar en gracia de Dios". ¿Quizás por las tres cosas?

Desde estas páginas intentaremos ir respondiendo a estas preguntas y a otras


más. Estas respuestas serán una búsqueda en la fe, un intento de comprender
creyendo.

El sacramento: signo de algo que no se ve

Un amigo llega a casa. Le ofrecemos la mano, lo abrazamos, lo besamos. Quizás


le cebemos un mate o le sirvamos un café. Charlaremos, reiremos y lloraremos
juntos. Al despedirnos sentiremos que algo se nos va con él...

La mano, el abrazo o el beso, el mate o el café, la palabra, la risa o el llanto


habrán tratado de expresar algo invisible, pero no por eso irreal; algo profundo,
pero no por eso incomunicable.

Los hombres necesitamos de los gestos para expresarnos. No somos ángeles.


Somos seres en cuerpo y alma. Así, los gestos vienen a decir lo que el corazón
siente.

¿Qué tiene que ver esto con los sacramentos? Mucho. Dios, al darse a conocer, lo
hace desde lo que el hombre es. Dios, al revelarse, no lo hace con "ideas" o
"conceptos". La Iglesia dice que los hace con "gestos y palabras". Los
sacramentos son, entonces, la mano, el abrazo o el beso, el mate o el café, la
palabra, la risa o el llanto de Dios hacia los hombres.

El sacramento: ¿solo un signo?

Le habíamos tendido la mano al amigo. Y habíamos dicho que la mano


expresaba, significaba, el amor por el amigo. Pero, ¿solamente eso? Al tender
la mano al ser que amamos, no sólo estamos "expresando" nuestro amor:
también lo estamos "construyendo".

Si esto pasa con los hombres, ¡Cuánto más con Dios ! En los sacramentos, Dios
no sólo nos dice que nos ama: también nos hace entrar en su amor.

La Iglesia dice: "los sacramentos son «signos eficaces», «eficientes», de la gracia


de Dios". Es decir, no sólo "significan" algo que no se ve, el amor (gracia) de
Dios, sino que también lo "hacen presente" en nuestras vidas.

El sacramento de Dios
Dios dirigió su palabra a los hombres desde siempre. Lo hizo al crear el mundo:
la creación nos habla de Dios si la sabemos escuchar. Lo hizo, de una manera
especial, al elegirse un pueblo: "Dios dirigió su palabra a Abraham" (Gen 12,1).
Pero lo hizo de una manera definitiva al darnos a su Hijo: "Y la Palabra se hizo
carne y acampó entre nosotros" (Jn 1,14).

Cristo es el sacramento de Dios. "De él todos hemos recibido gracia sobre


gracia" (Jn 1,16). "El es imagen de Dios invisible" (Col 1,15).

Cristo es quien nos "cuenta" a Dios: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo
único, que esta en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn 1,18). Y no sólo nos
"cuenta" a Dios, sino que también nos da su gracia: "Porque la Ley fue dada por
Moisés; pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo" (Jn 1,17).

La Iglesia dice: "Cristo es el autor de los sacramentos". Porque es de él, Palabra


de Dios hecha carne, entregado por amor a los hombres y resucitado para
nuestra salvación, es de él de quien recibimos la gracia.

EL Sacramento de Cristo

Nos dice San Pablo: "El es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia" (Col
1,18). Y es que en la Iglesia Dios muestra su gracia en la historia. Toda gracia
que llega a los hombres es gracia de Cristo y es gracia en la Iglesia.

"La Iglesia nos dice el Concilio Vaticano II es sacramento universal de


salvación" (LG 48): ella misma es signo de la gracia y el amor de Dios en la
historia.

La Iglesia, a través de su misión, de su palabra y de su obra, nos "significa" la


voluntad de Dios: "que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de
la verdad" (1 Tm 2,4).

Los sacramentos de la Iglesia

¿Cómo hace la Iglesia para hacer presente en nuestra historia la gracia de Jesús?
Lo hace acompañando nuestra vida:

* Al nacimiento corresponde el Bautismo, por el que nacemos a la vida de la


Iglesia y del amor de Dios.

* Cuando llegan los días de la madurez y la decisión, el Espíritu nos asiste con su
poder en la Confirmación.

* No podemos vivir sin alimentarnos. En la Eucaristía comemos y bebemos el


Cuerpo y la Sangre de Jesús, construyendo un mundo de amor con nuestros
hermanos.
* Dios bendice el amor que los esposos se prometen en el Matrimonio, amor
que ahora es invitado a darse generosamente al mundo y a la vida "significando"
el amor con que Cristo se dio a los hombres.

* En el Orden Sagrado (sacerdocio) Dios se hace presente como "otro Cristo"


que construye la reconciliación y la unidad entre los hombres.

* ¿A veces no ofendemos al hermano y al mismo Dios? Pero Dios nos ofrece su


perdón en el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación. ¡No
podríamos vivir sin perdón!

* Y en el momento de la enfermedad, Dios nos da su consuelo y su salud en


la Unción de los enfermos.

Dios, entonces, hace presente la gracia de Cristo a través de los sacramentos de


la Iglesia. Y si bien Dios da su gracia a quien quiere y como quiere,
habitualmente lo hace a través de los siete sacramentos en su Iglesia.

¿Qué nos queda por decir acerca de los sacramentos? La búsqueda


de comprender creyendo no acaba nunca. ¿Cómo abarcar en unas páginas y
en todas las páginas del mundo la maravilla de la presencia de Dios entre
nosotros? ¿Cómo abarcar su amor?

A los antiguos les gustaba hablar de misterio. Pero "misterio" no es sólo lo


oculto, lo desconocido. Es, más bien, la acción salvadora de Dios que se nos dio
a conocer en Jesucristo: "revelación de un misterio mantenido en secreto
durante siglos eternos, pero manifestado al presente ... y dado a conocer a todos
... para la obediencia de la fe" (Rm 16,2526). De este misterio hablamos porque
en él creemos.

¿Cómo accedemos a los sacramentos?

Un encuentro no se improvisa. Cuando dos amigos se encuentran suponemos


que antes hubo una invitación por parte de alguno de ellos. Quizás a través de
una carta o de un llamado. Pero, en cualquier caso, fue a través de la palabra.
Alguno de los dos, decimos, tuvo la iniciativa, porque sintió en su corazón
el deseo de encontrarse, y así, a través de una propuesta, manifestó su
voluntad.

El otro amigo se habrá sentido movido, interiormente, a ese encuentro. A la


propuesta del amigo siguió su respuesta: "Sí, yo también quiero verte". El
encuentro se produjo porque hubo una iniciativa, una propuesta y una
respuesta.

Todo esto nos ayuda a comprender los sacramentos. La iniciativa es de Dios. San
Juan nos dice, en su primera carta, que "Dios nos amó primero" (1 Jn 4,19), y
porque nos amó "nos envió a su Hijo" (1 Jn 4,10). A la iniciativa de Dios, que es
su amor, siguió una propuesta: Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros.
Esta propuesta se nos hace presente en cada sacramento. Pero Dios nos quiere
libres: espera nuestra respuesta para que el encuentro se produzca.

Momentos especiales, "fuertes", de encuentro entre Dios y el hombre, entre los


hombres en Dios: esto son los sacramentos. Palabra que aguarda nuestra
palabra. Llamada que aguarda contestación. No son un monólogo de Dios: son
un diálogo entre Dios y los hombres.

Los sacramentos de la fe

Nos dice el Concilio Vaticano II: "(los sacramentos) ... no sólo suponen la fe, sino
que a la vez la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y
gestos; por eso se llaman sacramentos de la fe" (SC 59).

Los sacramentos suponen la fe. Nadie se acercaría sin fe en la gracia de Dios


presente en él. Todo sacramento se realiza en el ámbito de una comunidad de fe,
la Iglesia. Y esta fe eclesial es condición para que el sacramento sea eficaz.
¿Podemos pensar que Cristo nos dé su salvación si no estamos abiertos en la fe a
recibirlo? Porque Dios respeta al hombre en su totalidad es que ofrece su
salvación (su propuesta) apelando a la libertad y a la fe (a la respuesta) del
hombre.

Los sacramentos expresan la fe. Cuando nos reunimos para un bautismo, una
confirmación o un matrimonio, nos reunimos en comunidad, en Iglesia. Y todos
juntos expresamos y celebramos nuestra fe en el Dios que interviene en nuestra
historia con su salvación y su amor. Por eso el sacramento, al ser testimonio de
la fe de la Iglesia, es anuncio de la Buena Nueva a los hombres.

Los sacramentos robustecen y alimentan la fe. Nos hacen crecer en la salvación


hasta la estatura de Cristo. Como decíamos más arriba, los sacramentos
acompañan nuestra vida para que, como Jesús, crezcamos "en sabiduría, en
estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2,52).

¿Cómo nos acercamos a los sacramentos?

En lo que los sacramentos tiene de humano, ¿podemos desvirtuarlos? Si son una


propuesta a nuestra libertad, ¿podemos responder mal? Sí. Y de muchas
maneras.

Podemos pensar que la vida se reduce a la práctica sacramental, y caer así


en sacramentalismo. Entonces, la salvación de Cristo que se nos da en los
sacramentos no significa nada en nuestra vida concreta. "Soy cristiano" significa:
"comulgo, confieso mis pecados, bautizo a mis chicos, les hago tomar la primera
comunión", y nada más.

También podemos pensar, en esta sociedad de consumo, que con los


sacramentos pasa algo similar a todos los objetos que nos rodean. Se nos dice:
"para «ser alguien» hay que tener tal o cual cosa; hay que consumir tal o cual
otra". Trasladado a los sacramentos, la conclusión sería que hay que acumular
y consumir gracia, como si fueran acciones o dólares con los cuales pasamos a
"ser alguien" para Dios.

Y también, finalmente, podemos acercarnos al sacramento con una mentalidad


mágica: "Dios hará lo que yo quiera". Así, por un lado, intentamos manejar lo
sagrado, y, por otro lado, olvidamos que la eficacia del sacramento pasa también
por nuestra disposición y apertura al encuentro con Dios. Y Dios no se deja
manipular ni manejar por nadie.

Los sacramentos: acción de Dios y acción del hombre

El Padre, en el Espíritu, obró la salvación en el Misterio Pascual de su Hijo. "De su


costado brotó sangre y agua" (Jn 19,34), simbolizando los sacramentos de la
Iglesia. En ellos Dios y los hombres manifiestan el deseo de la salvación y la
hacen presente en la historia.

Los sacramentos van más allá de los ritos sacramentales. Son momentos fuertes
en los que Dios nos dice que toda nuestra vida ha de ser sacramental, es decir,
signo eficaz y vivo del amor de Dios que salva a los hombres.

2. Agua de Dios para los hombres

A través de la radio, los diarios, la televisión, nos enteramos , a veces, de las


terribles sequías que se producen en el Nordeste de Brasil o en Africa. La falta de
agua produce migraciones, desarraigo, desastres en la flora y en la fauna,
enfermedades. En definitiva, muerte.

Otras veces, en cambio, nos enteramos de las inundaciones que se producen en


el noreste de nuestro país o en los campos de la pampa húmeda. Y esas
inundaciones también producen desarraigo, migraciones, desastres en la flora y
en la fauna, en las cosechas, en la economía del país. Tanta agua también
produce muerte.

Pero en los dos casos, podríamos decir que el agua está en referencia a la vida.
Su exceso o su carencia niegan la vida. Pero hay una medida en que el agua es
sinónimo de vida. Es más, sin agua es imposible vivir. Los médicos dicen que
hasta nuestro cuerpo es, en gran medida, agua, simplemente agua.

Así, agua y vida vienen a ser dos palabras que caminan siempre juntas. Aunque
su exceso o su carencia traigan muerte, el agua nos está diciendo algo de la
vida.

Nosotros y el agua

¡Qué acostumbrados estamos al agua! Por lo menos, muchos de nosotros.


Tenemos el agua asegurada con sólo abrir una canilla. Nos aparece que es lo
más natural del mundo que el agua esté ahí, al alcance de nuestra mano. En la
ciudad hemos perdido esa profunda experiencia humana de conseguirnos el
agua, de buscar y de pelear por el agua. El agua está ahí, cerca. Si un día falta,
¡y bueno! Diremos algo de la municipalidad, de obras sanitarias o del gobierno. Y
quizás digamos todas estas cosas para evitar el darnos cuenta de lo terrible que
sería que no tengamos el agua al alcance de la mano. Sin agua, nuestros días
están contados. El agua que bebemos nos mantiene en la vida y aleja la muerte.

También el agua, aparte de darnos vida, se constituye en el elemento esencial de


toda limpieza: la de nuestro propio cuerpo, la de nuestra casa, la de nuestra
ropa; la de tantas y tantas cosas

Dios y el agua

¿Cómo Dios podía ignorar el profundo misterio que el agua constituye para el
hombre? Cuando abrimos las páginas de la Biblia encontramos constantemente
al agua. Está desde el principio de la propia creación; casi, casi, antes que todo
(Gen 1,2).

El agua es el elemento que Dios usa para castigar al hombre cuando éste se
aparta de él. ¿Se acuerdan del diluvio (Gen 6,17)? El agua.

El agua del Mar Rojo es abierta por Dios para que el Pueblo de Israel pase en su
marcha liberadora (Ex 14,21ss). El agua.

El agua que Dios hace brotar de la roca en el desierto para que el Pueblo calme
su sed (Ex l7,56).

El agua del Jordán, que también se abre para dar paso al Pueblo de Dios (Jos
3,16).

El agua está siempre presente en la historia de la salvación, prefigurando el agua


de la vida que habría de venir.

Jesús y el agua

Cuando Jesús aparece predicando en Galilea, su precursor, Juan Bautista, no


había hecho otra cosa que bautizar. Bautizar con agua. Una bautismo como le
llamaban de conversión, preparando el camino del que habría de venir. Jesús
mismo se acercó al bautismo de Juan. La Tradición de la Iglesia siempre dijo que
no es el bautismo el que purificó a Jesús, pues no lo necesitaba, sino que es
Jesús quien al sumergirse en las aguas las santificó y las purificó (Mt 1,911).

El evangelio de Juan nos cuenta que del costado abierto de Jesús, en la cruz,
brotó sangre y agua, símbolos de la vida nueva que Dios entregaba a los
hombres (Jn 19,34).

Y nos encontramos, hacia el final del evangelio, con que Jesús envía a sus
discípulos con un solo mandato: el de bautizar a todos los hombres en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu (Mt 28,19).

El bautismo: agua de Dios para los hombres


¿Cómo Dios iba a permanecer indiferente a todo lo que el agua significa para el
hombre? Hoy, cuando nace un chico, enseguida pensamos en bautizarlo. ¿Qué
será eso del bautismo? ¿Sólo un "rito social"?

Dios da su gracia a través de estos signos de salvación que son sus sacramentos.
Y el agua nos dice ¡y mucho! de lo que Dios quiere hacer con nosotros en el
bautismo: saciar nuestra sed de vida, pero de una vida nueva; limpiarnos, pero
no de las manchas que pasan, las de todos los días, sino limpiarnos del pecado
que "ensucia" y hace opaca nuestra vida; el agua limpia y purifica; el bautismo
nos lava y nos regenera, es decir, nos hace nacer de nuevo.

Pablo dice que en el bautismo somos sepultados con Cristo y resucitados con él
(Rm 6,4) a una vida nueva. Así, entonces, el bautismo asume todo lo que de
vida y de muerte tiene el agua. Un ahogar al hombre viejo para dar posibilidad al
nacimiento del hombre nuevo. Esto ocurre en el bautismo.

Y sucede por la eficacia de los sacramentos de la Iglesia, es decir, por la fe de los


padres y los padrinos; por la fe y en la fe de la propia Iglesia. Por eso el
bautismo no es, simplemente, un rito social, una costumbre, algo para salir del
paso o una excusa para reunirnos. Todas estas cosas lo son en un segundo
momento. Es verdad, el bautismo es reunión. Pero no la simple reunión en la que
festejamos el nacimiento de un chico, sino la reunión de los que creemos en
Jesús y que en esa fe somos testigos y partícipes de que hay un nuevo miembro
en este Pueblo de Dios que es la Iglesia.

Por eso, en el bautismo también estamos expresando el ideal de una comunidad


humana que esté unida por la palabra y la salvación que Jesús nos viene a traer.
Decimos que en el bautismo somos hechos hijos de Dios en Jesucristo. Somos
hechos hijos en el Hijo. Hijos de un mismo Padre y, por lo tanto, hermanos entre
nosotros. La gracia de Dios no nos asocia al Misterio Pascual muerte y
resurrección de una manera individual, sino que nos une como Pueblo y como
Cuerpo.

¿Qué es el bautismo?

Entonces, ¿qué es el Bautismo? Es vida, es purificación, es filiación, es


fraternidad, es fiesta; es, en definitiva, el inicio de la vida de la gracia para todos
aquellos que creemos que Dios no permaneció indiferente ante el deseo del
hombre de ser salvado por él.

Así, entonces, por el Bautismo nacemos de nuevo, como dice el evangelio de


Juan, y nacemos de nuevo en el Espíritu (Jn 3,5) del cual ahora somos templo (1
Co 6,19). Espíritu que no obró sólo un día el del Bautismo sino que por el
Bautismo obra constantemente en nuestra vida dándonos la capacidad la gracia
para acercarnos de nuevo a Dios cuando nos alejamos de él, y para reunirnos de
nuevo como Pueblo cuando quisimos "cortarnos solos".

El Bautismo, vida nueva en el Espíritu, para un mundo que necesita morir y


nacer constantemente hasta que Dios "sea todo en todos" (1 Co 15,28).
4. Presencia de vida, amor y futuro

El pan y el vino aparecen como resumen de toda comida y bebida humana.


Comer y beber. Eso que hacemos cotidianamente sin preguntarnos muchas
veces el por qué. Sentimos hambre, tenemos sed: comemos y bebemos. Y
quizás no percibamos que en ese acto de comer y beber lo que estamos haciendo
es prolongar nuestra vida, o dicho al revés, alejar nuestra muerte.

Al pensarlo de esta manera ese hecho cotidiano se transforma en


un acontecimiento de vida; y si falta, acontecimiento de muerte.

El pan, el vino y los otros

Comer y beber también nos habla del encuentro con los otros. aunque nuestra
vida actual muchas veces no lo permita, generalmente para comer y beber nos
sentamos con otros. Es triste comer solo. Y es triste, también, beber solo. Como
dice María Elena Walsh, "¡salvaje quien mata el hambre de pie!". No puede
pensarse en el comer y en el beber sin pensar a la vez en los otros que con uno
comen y beben.

Por eso también el pan y el vino, símbolos de la comida y la bebida, traen


consigo algo más: el compartir la vida con los otros. Aquel acontecimiento por el
cual alejamos la muerte es un acontecimiento comunitario: junto a los otros
prolongamos nuestra vida. Porque creemos que la vida tiene sentido en la
medida en que hay otros con quien compartirla. Una vida cerrada en sí misma,
una vida que no se abre a los demás, que no se abre a otras vidas, ya tiene
mucho de muerte.

El pan, el vino y el trabajo del hombre

Pero hay algo más. El pan no aparece sobre una mesa por arte de magia. El
hombre gana el pan, como nos lo dice el libro del Génesis, con el sudor de su
frente. Porque desde siempre Dios quiso que el pan fuera fruto del trabajo del
hombre. Pensemos cuántas manos intervienen en el pan y en el vino que día a
día están en nuestra mesa. La naturaleza nos da el trigo y la vid. Pero entre el
trigo y la vid y el pan y el vino hay una distancia: la distancia del trabajo del
hombre. Y el trabajo no es otra cosa que transformar el mundo para la vida del
hombre.

Jesús, pan de vida

Jesús nos dijo: "Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre.
El que cree en mí nunca tendrá sed. Mi carne es verdadera comida y mi sangre
verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo
en él" (Jn 6,35.5556).

Este es el texto con el que el evangelio de Juan nos habla de la Eucaristía, aquel
sacramento por el cual recordamos, hacemos presente de nuevo, de una
manera real, el único sacrificio por el cual los hombres somos salvados. Sí. Jesús
quiso quedarse, bajo las formas del pan y del vino, y quiso darnos en ellos su
cuerpo y su sangre.

Podríamos preguntarnos cuál es el significado profundo de este sacramento que


construye la más nuevas de todas las realidades.

Decíamos que con la comida y la bebida alejábamos la muerte. Acontecimiento


cotidiano, constantemente necesitamos del pan y del vino para alejar la muerte.
Jesús, en el pan y en el vino, nos dejó su cuerpo y su sangre y en ellos nos dio
la vida eterna, la vida verdadera, que no conoce fin, la vida en la que ya no
será necesario comer y beber para alejar la muerte, porque la muerte no existirá
más, porque la muerte habrá sido definitivamente vencida.

Jesús, pan de amor

A la Eucaristía también la llamamos Comunión. Y siempre fue el sacramento de


la unidad de la Iglesia. Así, como el comer y el beber no eran acontecimientos
solitarios sino comunitarios, la Eucaristía construye la comunidad, y es símbolo,
en esta vida, de la comunión de los hombres entre sí y con Dios. Unión que se da
en el Cuerpo de Cristo.

Jesús, pan de futuro

También decíamos que el pan y el vino, la comida y la bebida, eran fruto de la


transformación que el hombre hacía del mundo, de la naturaleza, del universo, a
través de su trabajo. Esta transformación alcanza su culmen en la Eucaristía,
donde el pan y el vino, que en apariencia lo siguen siendo, se han transformado
en el cuerpo y la sangre de Cristo, un cuerpo y una sangre de un Cristo salvador,
glorioso, que ya venció al mundo.

Entonces, la Eucaristía se convierte en símbolo y en prenda del mundo que Dios


no abandonó, sino que salvó en Cristo; y de un mundo que permanecerá,
transformado en la gloria, junto al hombre.

Podríamos decir que la Eucaristía es, por excelencia, el sacramento del mundo
transformado.

Domingo a domingo

¿Todo esto es la Eucaristía, ese sacramento que revivimos en el sencillo rito de la


misa? Sí, es todo esto y mucho más. Es la presencia real de Cristo muerto y
resucitado entre nosotros. una presencia real que va transformando este mundo
y nos va transformando a cada uno de nosotros a su imagen.

Pero no es una presencia más, sino que es la presencia que junto a los hombres
va construyendo la historia, transformando esta historia de muerte en una
historia de vida. Transforma esta historia de egoísmo y soledad en una historia
de amor y de amistad; transforma esta historia de cansancio y sudor en una
historia plena de paz, alegría, encuentro y fiesta definitiva.
Que cada Eucaristía que celebremos, que cada comunión que hagamos, sea un
compromiso con la vida, el amor y el futuro.

5. El retorno a la casa del Padre

A veces los hombres pedimos perdón. Ser capaces de pedir perdón es propio de
nuestro ser hombres. ¿Qué pedimos cuando pedimos perdón? ¿Pedimos
comprensión? ¿Presentamos excusas? ¿O simplemente pedimos que el otro nos
acepte en nuestro error?

Quien pide perdón tiene algunas cosas en claro: primero, que es responsable de
sus actos: nadie pide perdón de algo de lo que no es responsable. Quien pide
perdón tiene también en claro que hizo algo que no debía hacer. ¿Por qué no
debía hacerlo? ¿Por un mandamiento o un precepto? ¿O porque hacer lo que no
debía hacer lo hace menos hombre, menos persona? ¿No es esto último lo que
otorga sentido al mandamiento o al precepto?

Quien pide perdón, además, está mostrando que quiere revertir su situación, que
quiere reemprender el camino que había errado. Y quien va a pedir perdón lo
hace con la esperanza y la confianza de que el corazón del otro lo sabrá recibir.
Pocas cosas son tan dolorosas como el no ser perdonados.

¿Pedimos perdón en nuestra vida? ¿Nos consideramos seres que debemos pedir
perdón? Quizás hoy pedir perdón sea algo difícil. Porque implica reconocer una
culpa. Y el reconocimiento de las culpa hoy en día escasea. No hay culpas. No
hay culpas en la vida cotidiana: en la familia, en el trabajo, en el estudio, en la
diversión. No hay culpas en nuestra vida social: en la economía, en la política, en
el comercio, en las finanzas. No hay culpas. A lo sumo hay "errores"
involuntarios, "falta de comprensión", o "coerción irresistible", o "inadaptaciones
al medio", o "condicionamientos psicológicos". Hay de todo menos culpa...

Y es que reconocer la culpa implica aceptar que uno no es perfecto y que


necesitamos algo de los otros: precisamente el perdón.

El hombre y su pecado

Desde las primeras páginas de la Sagrada Escritura vemos que la realidad del
hombre es una realidad de pecado. Pecado: el término que utiliza la Biblia para
hablar del hombre que rechaza a Dios y se vuelve sobre sí mismo. Y el pecado,
como decíamos, está desde el principio: Adán y Eva, Caín, la torre de Babel,
Sodoma y Gomorra, etcétera. Ser hombre es ser pecador: esto es lo que nos
dice la Escritura.

Pero hay en David un hermoso ejemplo de alguien que reconoce su culpa. Fue
grande su pecado. Pero fue mayor su grandeza en el humillarse, en el pedir
perdón (II Sam 1112,23).

Quizás comprendamos la profundidad de nuestro pecado cuando miramos hacia


la cruz de Cristo, "El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el
ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo
haciendo semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se
humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz" (Fil 2,68).

Hasta allí llegó el amor de Dios: a entregarse por nosotros. Sólo en el dolor del
Hijo, del Siervo sufriente, en su profundo dolor, podemos comprender la
profundidad de nuestra culpa, el abismo en el cual nos arroja el pecado: la
lejanía absoluta de Dios, la soledad absoluta de los otros, la esclavitud ante las
cosas.

Cristo vino a darnos el perdón del Padre, a devolvernos la amistad con el Padre
que como hijos pródigos nos sale a esperar en el camino con la esperanza
absoluta de que algún día retornemos. Y nos espera para una fiesta (Lc
15,1132).

Cristo es el mensaje del perdón del Padre. El derramó el Espíritu para el


perdón de los pecados (Jn 20,2223). Y este perdón es universal: abarca todos los
tiempos y todos los lugares.

El sacramento del perdón

Y así como Jesús se hace presente en su Iglesia a través de la Eucaristía,


dándonos su cuerpo y su sangre, también se hace presente en otro sacramento
para darnos su perdón: la "Confesión", como decíamos antes, la "Penitencia", la
"Reconciliación", como lo llamamos ahora. Por este sacramento pasamos otra
vez de la muerte a la vida.

Algunos se preguntan: ¿por qué confesar mis pecados a un hombre? Pero nos
equivocamos si pensamos que este sacramento es simplemente contarle las
cosas a "un hombre". Jesús les dio a sus discípulos el poder los pecados (Jn
20,2223). Y esta gracia Dios nos la otorga en su Iglesia., El sacerdote, en este
sacramento, no nos da su perdón, sino el perdón del Padre, por Cristo, en el
Espíritu Santo. Pero además está representando a la comunidad cristiana que
nos vuelve a recibir en su seno.

A través del ministerio sacerdotal, la Iglesia nos da la gracia del retorno a la casa
del Padre, la gracia de una nueva fortaleza en la vida, la gracia de proponernos
no volver a emprender el camino que nos aleja de Dios y de los hombres.

En el Antiguo Testamento se utiliza para definir al pecado un concepto que


literalmente viene a significar la flecha que erra el blanco. Pecar, entonces, es
errar el blanco: haber tomado como bien absoluto algo que apenas es un bien
parcial. ¡Cuántas veces no elegimos lo mejor para nuestra vida, que es lo que
Dios quiere! ¡Cuántas veces erramos el blanco! Pero ahí está Dios,
esperándonos, desclavando nuestra flecha errada y diciéndonos que podemos
volver a intentarlo.

el pecado del mundo


En los últimos años la Iglesia nos habla del pecado que no es sólo personal, sino
que también es social, estructural. Es decir, que no sólo está el pecado aislado
que cada uno de nosotros comete, sino que en nuestro mundo hay estructuras
de pecado.

El cristiano es aquel que se compromete a encaminarse hacia Dios y vive en una


conversión permanente. El cristiano es aquel que lucha contra su pecado y
contra el pecado del mundo y sus estructuras que producen odio, división,
injusticia, pérdida de la libertad, anulación de las personas, consumismo ...

Por eso, el sacramento de la Reconciliación viene a decirnos que la gracia de Dios


no sólo está para sanar nuestro pecado sino también para salvar al mundo de
todas sus estructuras de pecado. Y el cristiano tiene que comprometerse con
esta salvación. ¡Qué urgente es en América latina que veamos dónde está el
pecado, que se opone al plan de Dios, para que tratemos de convertirnos y
convertir todas las estructuras de injusticia y de muerte en estructuras en las
que triunfe la justicia de Dios, en estructuras de vida!

Al principio decíamos que no era fácil reconocer que necesitamos el perdón. Esto
implica humildad. ¿Pero no será que tenemos de Dios una imagen errada,
equivocada? ¿Creemos que Dios nos acecha para caernos encima cuando nos
equivocamos? ¿Nos cuesta verlo como al Padre de la parábola que salió a esperar
a su hijo pecador ¡para darle una fiesta!? Cuando decimos que Cristo es nuestro
Juez, ¿lo decimos con temor, en lugar de decirlo con la confianza que da el saber
que tenemos por juez a alguien que dio la vida por nosotros demostrándonos así
su eterna amistad?

Tener sentido del pecado, de la culpa, de la necesidad del perdón, es también


tener sentido de quién es Dios, el verdadero Dios: aquel que no dejó al mundo
en el pecado, sino que envió a su Hijo para que el mundo se salve por él (Jn
3,17).
Los Sacramentos de la Iglesia
Jesucristo, en su amor infinito a los hombres, instituyó los siete sacramentos,
por medio de los cuales llegan hasta nosotros los bienes de la redención.

Los Sacramentos son eficaces en sí mismos, porque en ellos actúa


directamente Cristo. En cuanto signos externos también tiene una finalidad
pedagógica: alimenta, fortalecen y expresan la fe.

Cuanto mejor es la disposición de la persona que recibe los sacramentos, mas


abundantes son los frutos de la gracia.

¿Qué son los sacramentos?

Son signos eficaces de la gracia, instituidos por Jesucristo y confiados a la


Iglesia, por los cuales no es dispensada la vida divina.

¿Cuántos y cuáles son los sacramentos?

Los sacramentos son siete, a saber: Bautismo, Confirmación, Eucaristía,


Penitencia, Unción de los enfermos, Orden sacerdotal, y Matrimonio.

¿Qué es el carácter sacramental?

El carácter sacramental es un sello espiritual que configura con Cristo al que lo


recibe. Por ello, se trata de un sello indeleble, es decir, permanente y, por
tanto, el cristiano los recibe una sola vez en la vida.

¿Cuáles son los sacramentos que imprimen carácter?

Son: Bautismo, Confirmación y orden Sacerdotal.

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