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SERIE

HISTORIA DE LA FILOSOFIA

46
WITTGENSTEIN

JOSE LUIS PRADES CELM A


C atedrático de I. B .

VICENTE SANFELIX VIDARTE


Profesor de Filo so fía en la Universidad de V alencia
© 2002 EDICIONES PEDAGÓGICAS, S. L.
Galileo, 26
28015. MADRID
Teléf./Fax: 91 448 06 16
ISBN: 84-411-0079-9
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Im presión: e f c a , s . a .
Parque Industrial «Las M onjas», Jo rre jó n de Ardoz - 28850 Madrid
Printed in Spain
A nuestros p a d re s
Indice

1. C u a d ro c ro n o ló g ic o ....................................................... 14

2. I n tro d u c c ió n . L a fid e lid a d a u n p ro y e c to filo só ­


fico ........................................................................................... 18

2.1. La polémica de los dos Wittgenstein ................. 18


2.2. El Tractatus y las Investigaciones o los límites
del lenguaje.............................................................. 20
2.3. El sentido ético del pensam iento wittgenstei-
niano ........................................................................ 23
2.4. La unidad y continuidad del pensam iento de
Wittgenstein ............................................................ 27

3. El T r a c t a t u s L o g i c o - P h i l o s o p h i c u s : los lím ites ex ter­


nos del lenguaje .............................................................. 29

3 .1. Génesis y estructura del Tractatus logicophilo-


sophicus .................................................................. 29
3.1.1. Los escritos anteriores al Tractatus.......... 29
3-1.2. El Tractatus Logico-Philosophicus ............ 31
3.2. La filosofía de la Lógica ........................................ 33
3.2.1. La revuelta anti-psicologista ...................... 33
3.2.2. La revuelta contra el platonismo .............. 36
3-2.3. El m étodo de las tablas de v e r d a d ........... 38
3.2.4. El ataque a los objetos lógicos: las cons­
tantes lógicas ................................................ 42
3.2.5. El ataque a los objetos lógicos: los tipos
ló g ic o s............................................................ 47
3-2.6. La lógica debe dar cuenta de sí misma...... 52
3-3- La teoría del significado ........................................ 55
3.3.1. La forma general de la proposición ......... 55
3-3.2. La tesis de la extensionalidad................... 59
3-3-3. El problem a de los contextos intensiona-
l e s ................................................................... 62
3-3.4. ¿A la búsqueda de un lenguaje lógica­
mente perfecto? ........................................... 65
3-3.5. El principio de la determinación del sen­
tido ................................................................. 67
3-3-6. Las exigencias de una teoría del signifi­
cado ............................................................... 69
3-3.7. La génesis de la teoría pictórica del signi­
ficado ............................................................. 71
3-3-8. La teoría pictórica del significado: forma
pictórica, forma lógica y la multiplicidad
lógico-matemática ....................................... 72
3.3.9. La teoría pictórica del significado: el pen­
samiento ..........'............................................. 76
3.4. Ontología y Metafísica .......................................... 85
3-4.1. El concepto de v e rd a d ............................... 85
3.4.2. El m undo ...................................................... 90
3.4.3- El sujeto ........................................................ 99
3 5. El ámbito del valor ................................................. 108
3-5.1 El problema de la vida .............................. 108
3 5.2. El ascenso hacia lo m ístic o ........................ 111
3.5.3. La Justificación del sin sen tid o .................. 115
4. L a te o ría del le n g u a je de las In v e s tig a c io n e s F ilo ­
s ó fic a s ................................................................................ 119

4.1. Ruptura y continuidad: la obra de transición .... 119


4.1.1. La determ inación del sentido y la nota­
ción perspicua .............................................. 120
4.1.2. La aplicación de la pintura y las actitudes
proposicionales............................................. 125
4.2. Los juegos de lenguaje .......................................... 128
4.2.1. Acción humana y relaciones internas ..... 128
4.2.2. Fuerza y sentido. Semántica y pragmática 132
4.3- “Seguir una regla” ................................................... 134
4.3.1- La determinación del sentido y la idea de
“regla” ............................................................ 134
4.3.2. Platonismo y mentalismo: “La cadena de
justificaciones tiene un fin” ........................ 137
4.4. La naturaleza social del lenguaje ....................... 145
4.4.1. La concordancia comunitaria ................... 145
4.4.2. El concepto de “com unicación” ............... 150
4.5. Formas de vida. La autonomía de la gramática .... 153
4.5.1. Lo d a d o .......................................................... 153
4.5.2. La concordancia en juicios......................... 155

5. E p iste m o lo g ía y F ilo so fía de la m e n te en las In ­


v e s tig a c io n e s F ilo s ó fic a s ............................................ 164

5.1. La concepción cartesiana de la mente ............... 164


5.2. El Ojo geométrico .................................................. 170
5.2.1. El sujeto-tras-el-mundo y la doctrina del
ojo interior .................................................... 170
5.2.2. La incoherencia del d u alism o .................... 173
5.3. “En el principio era la acción”............................... 178
5.3.1. 1-a subjetividad y las actitudes proposicio-
nales ............................................................... 178
5.3.2. La primera persona, la intencionalidad y
la acción ....................................................... 183
Jt*k El lenguaje |>t¡\ ,ul( > ................................................ 186

6. W ittg e n stein y la filosofía c o n te m p o rá n e a ............. Itl

(i. I . L e n g u a j e o r d i n a r i o \ i i l o .s o h a ....................................... i9 i

Iv2. La cuestión del relativismo ....Jí)C)


6.3. Holismo y relativism o......................... ........... . 204
6.4, La autonom ía del m undo hum ano ....... 211

APÉNDICES

7. T extos C o m e n ta d o s ........................................................... 224

8. G lo sa rio ................................................................................ 228

9. B ib lio g r a f ía ........................... :............................................. 231


N O TA D E L O S A U T O R E S .

No es fácil resumir en doscientas páginas las opiniones de


un autor como Wittgenstein. Si nos hubiéram os inclinado por
la alternativa de proporcionar una información exhaustiva de
sus puntos de vista en todas las áreas en las que se ocupó,
habría sido imposible mostrar con detalle las líneas funda­
mentales de su pensamiento. Hemos decidido, pues, escoger
algunos problem as com o centrales, y hem os tratado de desa­
rrollar y evaluar sus argumentos con algún detenimiento. El
lector percibirá inm ediatam ente que, en nuestra opinión,
Wittgenstein fue más un filósofo del lenguaje que un episte-
mólogo o un filósofo de la mente.
Muchos de los problemas de los que tratamos los hemos dis­
cutido en numerosas ocasiones en los últimos años. Aunque
ni la interpretación que da V. S. del Tractatus ni la que da J.
L. P. de las Investigaciones sean exactam ente la que hubiera
dado el otro, existe la suficiente coincidencia entre nuestros
puntos de vista como para creer que la coherencia global de
la exposición no se ha visto afectada en absoluto.

Valencia, septiembre de 1988.


1889. Nace en Viena en el seno de una dea fa­ 1904. Se suicida en Viena otro hermano. Rudolf.
m ilia d e a sc e n d e n c ia judía. U ltim o de 1906. El suicidio de Boltzmann le impide estu­
ocho hermanos, es bautizado en la Iglesia diar con él en Viena. Se decide por la in­
Católica a la que pertenecía su madre. geniería e ingresa en la Technische Hochs-
1893■ Comienza su educación con tutores priva­ chule de B erlin-Charlottenburg. Un año
dos en el propio hogar paterno, centro de antes Russell había publicado su trabajo
u n a gran actividad cultural, so b re to d o On Denoting.
musical. Frege publica el primer volumen 1908. Se traslada a Inglaterra y formaliza su ins­
de los G rundgesetze d er A rithm etik. Un cripción en la Universidad de Manchester,
año antes había publicado “Veüber Sinn donde prosigue sus estudios de ingeniería
und Bedeutung”. interesándose por la aeronáutica.
1902. Se suicida en América su herm ano mayor,
Hans.
1903- Ingresa en una escuela de Linz, donde es­
tudia durante tres años. Frege publica el
segundo volum en de los G rundgesetze
der Arithmetik; Russell, The Principies o f
Mathematics, y Moore, Principia Ethica y
“The Refutation o f Idealism

1912. D espués de una entrevista con Frege, en 1914. Recibe en Noruega la visita de Moore, a
Jen a, p o r consejo de éste se traslad a a quien le dicta una serie de reflexiones so­
Cambridge para estudiar lógica y filosofía bre lógica. Al estallar la guerra se alista vo­
de las m atem áticas bajo la dirección de luntario en el ejército del imperio Austro-
Russell. húngaro. Inicia su Diario Filosófico. Lee a
1913■Muere su padre y hereda una inmensa for­ Tolstoi, quien le impresiona profundam en­
tuna, a la que renunciará en favor de sus te. Estudia los evangelios. Russell publica
hermanos convencido del poder corruptor Nuestro conocimiento del m undo externo.
del dinero. Visita N oruega con su amigo
David Pinsent, instalándose, finalmente, en
Skjolden. Redacta sus Notas sobre lógica.
CUADRO CRONOLOGICO
1918. Acaba la redacción del Tractatus. Muere su 1922. El Tractatus es traducido al inglés por C.
amigo D. Pinsent, a cuya memoria dedica K. Ogden y F. P. Ramsey. Sigue ejerciendo
el libro. Es hecho prisionero e internado de maestro, prim ero en Hassbach y des­
en un campo de concentración en Monte- pués en Puchberg. Discute el Tractatus
cassino. Se suicida otro de sus hermanos. con Ramsey. Aparece la obra de Dewey:
Russell da unas conferencias a las que titu­ H um an Nature a n d Conduct.
la “La filosofía del atomismo lógico” y en 1924. Es trasladado a Otterthal. Entra en contacto
las que reconoce su deuda con Wittgens­ con Schlick.
tein. 1925. Visita Inglaterra. Sufre una crisis y decide
1919. Es liberado en agosto. De vuelta a Viena se ab andonar el trabajo de m aestro. Muere
matricula en la escuela de Magisterio. Se Frege. M oore publica “Una defensa del
entrevista con Russell en La Haya. sentido com ún”.
1920. Trabaja como jardinero en el convento de 1926. Vuelve a ejercer de jardinero, esta vez en
Klosterneuburg. Habiendo obtenido la titu­ el convento de Hütterdorf. Muere su m a­
lación de maestro de escuela primaria, em­ dre. Comienza a trabajar en la construcción
pieza a ejercer en Trattenbach. de una casa para su herm ana en Viena. Se
1921. Se publica el Tractatus en el último núm e­ imprime su Wórterbuch f ü r Volksschulen,
ro de la revista A nnalen der Naturphilo- vocabulario confeccionado por W ittgens­
so p h ie. R ussell p u b lic a su A n á lis is o f tein en Puchberg para facilitar a los niños
Mind. el aprendizaje de la lengua.

1927. Inicia sus reuniones con miembros del cír­ 1931- Empieza a trabajar en la Philosophische
culo de Viena, algunas de las cuales serán Grammatik.
recogidas por F. Waissman bajo el título de
1933■ Dicta a sus alumnos El Cuaderno azul.
Wittgenstein y el Círculo de Viena. Heideg-
ger publica Ser y Tiempo. 1934. Dicta a F. Skinner y A. Ambrose El Cua­
derno Marrón. Comienza a estudiar ruso.
1928. Acude a las conferencias de Brower sobre
los fundam entos de la matemática. Decide 1935. Visita la Unión Soviética, país por el que
reem prender su labor filosófica. sentía una fuerte atracción.
Carnap publica Der logische A u fb a u der 1936. Pasa parte del año en Noruega. Empieza a
Welt trabajar en las P hilosophische Untersu-
chungen. Ayer publica su Lenguaje, ver­
1929. Se traslada a Cambridge a principios de
año. Se le acepta el Tractatus como tesis d a d y lógica.
doctoral. Publica “Some Remarks on Logi- 1937. De regreso a Cambridge, empieza a traba­
cal Form” y, posiblemente, pronuncia ante jar en sus Bem erkungen über die Grund-
los miembros de la Sociedad de los Here­ lagen der Mathematik.
jes su conferencia sobre ética. Se nacionaliza británico. Da unas confe­
1930. Es nom brado Fellow del Trinity College. rencias sobre estética y religión. Traba
Muere Ramsey. Se distancia definitivamen­ amistad con N. Malcolm. Ryle publica su
te del Círculo de Viena. Trabaja intensa­ trabajo sobre las categorías.
m ente en las Philosophische B em erku n ­
gen. Waissmann publica sus tesis sobre el
Tractatus.
CUADRO CRONOLOGICO (continuación)
1939. Sucede a M oore en la cátedra de Cam­ y Cambridge. Vuelve a Irlanda y se instala
bridge. Visita nuevam ente la Unión Sovié­ en un hotel de Dublin. Russell publica El
tica. Moore publica su Prueba del m undo conocimiento hum ano.
externo. Estalla la segunda guerra mundial. 1949- Trabaja en la segunda parte de las Philo-
/ 942. Trabaja como voluntario en el Guy's Hos­ sophische Untersuchungen y en Zettel. Pasa
pital de Londres, m anteniendo secreta su el verano en los Estados Unidos invitado
identidad y sin abandonar sus clases en por Malcom. A finales del año le diagnosti­
Cambridge. can cáncer de próstata. C arnap publica
1943- Trabaja en el laboratorio del hospital de M eaning a n d Necessity; y Ryle, El concep­
Newcastle. to de lo mental.
1944. Regresa a Cambridge. 1950. Viaja a Noruega. Vive unos meses en Ox­
1945. Final de la guerra. Popper publica La So­ ford en casa de su discípula E. Anscombe.
ciedad abierta y sus enemigos; y Steven- 1951. Muere en Cambridge el 29 de abril, en ca­
son, Etica y lenguaje. sa de su médico el Dr. Bevan, quien le ha­
1947. Renuncia a su cátedra de Cambridge. Se bía acogido para cumplir su deseo de no
traslada a Irlanda. morir en un hospital. Sus últimas palabras
fueron: “Dígales que he tenido una vida
1948. Vive en una soledad absoluta en la costa maravillosa”.
oeste de Irlanda. Visita brevem ente Viena
Eljoven Wittgenstein
La Fidelidad
a un Proyecto Filosófico

2 .1 . L a p o lé m ic a d e lo s d o s W ittg e n s te in .

En una conferencia sobre ética, que Wittgenstein pronunció


en Cambridge en una fecha entre 1929 y 1930, advirtió a sus
oyentes de una dificultad que ineludiblem ente tendrían que
afrontar; la de llegar a ver a la vez el camino que les proponía
em prender y el fin al que el mismo conducía.
En realidad, ésta se nos antoja como una de las más agudas
d ific u lta d e s c o n la q u e c u a lq u ie r le c to r d e la o b ra de
Wittgenstein se encontrará; la de entender no sólo las asevera­
ciones que en sus escritos encuentre, sino tam bién algo tan
poco explicitado en ellos com o es su propósito. Y la compleji­
dad de esta tarea se ve incrementada todavía más por el hecho
de que, com o es bien sabido, no parece haber —filosófica­
mente hablando— un único Wittgenstein, sino, cuando m e­
nos, dos: el que precipitó sus tesis en el famoso Tractatus Lo-
gico-Philosophicus, y el que tenía proyectado hacer públicas
sus nuevas opiniones en las Investigaciones Filosóficas; una de
las obras postumas e inacabadas más influyentes de la historia
de la filosofía.
La complejidad de esta tarea resulta incrementada desde el
m om ento mismo en que se tiene conciencia de este hecho
porque las posibilidades de su resolución se duplican: ¿es el
pensam iento filosófico de Wittgenstein la propuesta de dos ca­
minos diferentes conducentes, no obstante, a uno y el mismo
sitio, o nos propone no sólo un cambio de itinerario sino tam­
bién de meta? Planteada la cuestión en otros términos, ¿perma­
neció Wittgenstein siempre fiel a un objetivo filosófico y sólo
cambió sus convicciones acerca de la manera más adecuada
de llevarlo a cabo, o alteró no sólo los m edios sino el proyec­
to mismo? En definitiva, no tenem os aquí sino la reformula­
ción de una polémica ya casi tradicional, aquella que muchos
comentaristas han desarrollado a propósito de la relación entre
el primer y el segundo Wittgenstein y a la que él mismo dio
ocasión con la siguiente observación del Prólogo de las Inves­
tigaciones:

“Hace cuatro años tuve ocasión de volver a leer m i


prim er libro (el Tractatus Logico-Philosophicus), y de ex­
plicar sus pensamientos. De repente, me pareció enton­
ces que debiet'a publicar aquellos antiguos pensamientos
ju n to con los nuevos, que éstos sólo podrían quedar co­
rrectam ente ilum inados p o r oposición a — y contra el
trasfondo de— m i fo rm a de pensar m ás antigua.
Porque desde que hace diecisiete años empecé, otra
vez, a ocuparm e de filosofía, tuve que reconocer errores
graves en aquello que había escrito en aquel primer libro. ”

Por nuestra parte, creemos que están en lo cierto quienes


defienden la unidad esencial del proyecto w ittgensteiniano
(Winch, 1971, p. IX), y se oponen a la consideración de las úl­
timas tesis como una pura y simple negación de las primeras.
Contra esta última interpretación hay varias consideraciones
que la desaconsejan. En primer lugar, el propio testimonio de
Wittgenstein en el sentido de que no debía tomarse el Tracta­
tus como un m ontón de chatarra aparentando ser un reloj, si­
no antes bien com o un genuino reloj que no daba la hora
exacta (Anscombe, 1977, p. 84). En segundo, y sobre todo,
que las Investigaciones y el Tractatus se ocupan de temas en
gran m edida diferentes, con lo que difícilmente podría venir la
última obra a constituir la antítesis de la primera.
En efecto, mientras que en las Investigaciones la filosofía
del lenguaje aparece indisociablemente ligada a cuestiones de
carácter epistemológico o relativas a la filosofía de la mente,
este tipo de problem as apenas sí están esbozados en el Trac­
tatus. Tal disparidad temática entre las dos obras fundam enta­
les de Wittgenstein no es, por lo demás, accidental. Ya en el
Prólogo del Tractatus había escrito que era consciente de no
haber profundizado todo lo posible; si bien consideraba que,
en lo esencial, había resuelto los problemas filosóficos que se
había planteado. Pues bien, la vuelta de Wittgenstein a la filo­
sofía en 1929, después de que la hubiera abandonado tras la
publicación del Tractatus, fue precisamente, al menos en un
primer m om ento, para “remachar ese clavo“ que, según enten­
día él, su primera obra había puesto en la historia de la filoso­
fía (Tractatus, Prólogo). Se trataba de detallar la solución a
una serie de problem as tales com o el de las relaciones entre la
lógica y su aplicación, el pensam iento y el significado o la for­
mulación de una operación y su desarrollo, sobre los que su
primera obra había pasado como sobre ascuas. Y fue precisa­
mente la paulatina elaboración de estos temas lo que le llevó
a desengañarse de su primera convicción acerca de la verdad
intocable y definitiva de sus primeros pensamientos (Trac-
tactus, Prólogo).
La alternativa que se planteó más arriba creemos, pues, que
es justo resolverla q u e d á n d o se con la prim era opción; el
Tractatus y las Investigaciones conducen, cierto que por dife­
rentes caminos, al mismo sitio. El objetivo al que una y otra
obra apuntan es idéntico. Pero exactamente ¿cuál es?

2 .2 . E l T r a c t a t u s y la s I n v e s t i g a c i o n e s ,
o lo s lím ite s d e l L e n g u a je

Varios son los autores que cuando tratan de precisar aque­


llo q u e da continuidad al p ensam iento de W ittgenstein se
vuelven hacia su concepción de la naturaleza de los proble­
m as filosóficos y de la m an era a d e c u a d a d e reso lv erlo s
(Kenny, 1974, p. 28; Fann, 1975, p. 17). Se señala entonces
que siempre pensó que los mismos surgían de una mala com­
prensión del funcionamiento del lenguaje, y que su solución
consistía, no en formular alguna teoría (pues la filosofía no
debía ser, según él, nada semejante a la ciencia), sino en mos­
trar, m ediante el análisis, que carecían de sentido. F,1 objetivo
que daría unidad al pensam iento wittgensteiniano sería de ca­
rácter terapéutico: alcanzar la claridad acerca de los enigmas
filosóficos mediante su disolución.
No vamos a negar que hay algo de verdad en esta opinión.
Basta consultar aquellas observaciones del Tractatus y de las
Investigaciones que se refieren a la naturaleza de la filosofía,
para convencerse de que en este punto hay una aparente con­
tinuidad entre una obra y otra. Sin embargo, no creemos que
ésta pueda ser toda la verdad. Y si lo fuera, habría de con­
venirse que a un w ittgensteiniano le resultaría harto difícil
justificar la práctica misma de la actividad filosófica, ya que,
sin negar que la claridad conceptual sea un valor por sí mis­
ma, el hom bre com ún aún podría preguntar legítimamente
qué aportaría la filosofía, si ya no al campo más restringido
del conocimiento sí, por lo menos, al más amplio de la cultu­
ra. Pues si el filosofar conduce en la mayor parte de los casos
al extravío, y sólo en el mejor de ellos a la curación del extra­
vío que él mismo provoca, ¿por qué em peñarse en continuar
filosofando? Disolver los pseudo-problem as que él mismo en­
gendra no parece ser un viaje que requiera tales alforjas.
Quizá tendríamos que concluir que éste sería el destino de
aquellas mentes compulsivas que, como la de Wittgenstein, no
pudieran evitar obsesionarse por tales pseudo-problem as. Pero
para quienes no padecieran de tal peculiaridad caracterioló-
gica, o sea, para la inmensa mayoría de la hum anidad, la con­
secuencia de esta concepción de la naturaleza de la filosofía
difícilmente podría entenderse que fuera otra sino una reco­
mendación de abstenerse de ella. El propio Wittgenstein pare­
ce que fue consciente de esta consecuencia de la concepción
estrictamente terapéutica del análisis filosófico. En el Prólogo
del Tractatus, después de afirmar que la formulación de los
problemas de la filosofía descansa en la falta de com prensión
de la lógica de nuestro lenguaje, y que los mismos han sido
resueltos por él en lo esencial, añade:
“Y si no estoy equivocado en esto, el valor de este tra­
bajo consiste, en segundo lugar, en que muestra cuán
poco se ha hecho cuando se h an resuelto estos proble­
m a s”.

Y sabem os tam bién que hacia el final de su vida rechazó


enérgicam ente la catalogación de “positivism o térapeútico”
que algunos proponían para su segunda manera de pensar.
Enfrentados a esta tesitura algunos com entadores no han
dudado en afirmar que la reflexión filosófica wittgensteiniana
cumple otras tareas aparte de. la del exorcismo de viejos pseu-
do-problem as (por ejemplo, Pitcher, 1964; P- 324). Estamos de
acuerdo por com pletó con esta opinión; y pensam os que, en
contra de lo usualmente supuesto, esta concepción tan restric­
tiva de la actividad filosófica, cuyas consecuencias acabamos
de analizar, no constituye el factor unificante del pensam iento
wittgensteiniano.
A nuestro entender es cierto que la concepción de la filo­
sofía que se apunta en el Tractatus es formalmente eoinci-
dente con la q u e se apunta en las: Investigaciones. Pero es du­
doso que no lo sea sólo formalmente. Así, en una y otra obra
se nos sugiere la práctica de la filosofía como crítica del len­
guaje, pero mientras en el Tractatus esta crítica sé Concreta en
la tarea de fijar un límite a la totalidad del lenguaje, lo que nós
proponen las Investigaciones es el análisis particularizado de
diferentes áreas del lenguaje. De ahí que el carácter sistemáti­
co de su primera obra contrasté tan nítidamente con el a-siste-
mático de la segunda, que a los ojos del propio Wittgenstein
no pasaba de constituir un mero “álbum” de reflexiones. Tam­
bién podríam os decir que mientras el Tractatus pretende fijar
el límite absoluto o externo del lenguaje, las Investigaciones
sólo tienen la pretensión de delinear límites internos a éste. La
coincidencia formal a propósito de la tarea filosófica —la fija­
ción de los límites del lenguaje— esconde, pues, una discre­
pancia material —la fijación del límite externo, en un caso, la
de los internos, en el otro— . Y ahora podem os preguntarnos:
si la concepción de la tarea filosófica materialmente determi­
nada no es el factor unificante del pensam iento de Wittgens­
tein, ¿qué puede serlo? Nuestra respuesta es: el propósito con
que tal taréa fue desarrollada, ya que si en cada etapa Witt­
genstein prentendió fijar u n tipo diferente de límites al lengua­
je, siempre esta tarea de determinación de límites tuvo la mis­
ma finalidad.

2 .3 . E l s e n tid o é tic o
d e l p e n s a m i e n to w ittg e n s te in ia n o .

En el Tractatus, W ittgenstein Supuso que había un limité


absoluto de lo decible que valía la pena elucidar, y a ello de­
dicó sus esfuerzos. En una bien conocida carta dirigida a Lud-
wig von Ficker hace, sin embargo, esta enigmática presenta­
ción de su primera obra:

“El p u n to Cen,tral del libro es ético. En cierta ocasión


quise in cluir en el Prefacio una frase que de hecho no se
encu en tra en él, pero que la transcribiré p a ra usted
aquí, porque acaso encuentre usted en ella u na clave de
la obra. Lo que quise escribir, pues, era esto: Mi trabajó
consta de dos partes: la expuesta en él mas todo lo que no
he escrito. Y es precisam ente esta segunda parte la impor­
tante. Mi libro traza límites a la esfera de lo ético cómo si
fu era desde el interior, y estoy convencido de que ésta es
la, tínica manera rigurosa de trazar esos límites.
En breve, creo que allí donde m uchos otros no están
hoy en día haciendo más que asfixiar con gas, he acer­
tado en m i libro a ponerlo todo en su sitio de u n a m a­
nera firm e, guardando silencio sobre ello. Y p o r esta ra­
zón , a no ser que m e equivoque mucho, el libro dirá
u n a gran cantidad de cosas que usted tam bién quiere
decir. Lo único que ocurre es que usted no verá acaso lo
que está dicho en el libro. P or el m om ento le recom en­
daría leer el prefacio y la conclusión, y a que contienen
la expresión más directa del p u n to central del libro”.

A la luz de esta confesión parece que es posible afirmar


que la intención de Wittgenstein al trazar el límite de lo deci­
ble es antes práctica que teórica, más bien ética que epistem o­
lógica. Pero como él mismo advierte, en una primera aproxi­
mación a su libro resulta difícil entender cóm o éste podría
cumplir semejante propósito, pues es el caso que en él apenas
si encontram os algunas pocas observaciones acerca de la éti­
ca, y las que encontram os distan, desde luego, de tener un
significado transparente.
Quizá sea iluminador a este respecto recordar que en el
'1'raclatus Wittgenstein identifica las proposiciones verdaderas
con sentido, con la totalidad de la ciencia natural (Tractatus,
4.11-4, 113-4, 115), y sitúa la ética, junto con la estética y lo
relativo a la religión, en el ámbito de lo inefable (Tractatus,
6,421-6,432); ámbito al que designa con el rótulo general de
“das Mystische", lo místico, y de cuya realidad no por ser inex­
presable debem os dudar (Tractatus, 6,522). Trazando un lími­
te a lo que puede ser dicho, lo que Wittgenstein pretende es.
por consiguiente, señalar que hay una dimensión de la reali­
dad, precisam ente la más vital, la más valiosa, la que más nos
debe concernir, a la que sólo nos es posible acceder por m e­
dio de una actitud no-científica, por medio de la experiencia
moral, artística o religiosa (Tractatus, 6.52). En este sentido, el
Tractatus no es sino el intento de dar un mayor alcance y una
sólida fundam entación filosófica a un estado de opinión con
el que Wittgenstein se familiarizó en la Viena de su juventud;
un estado de opinión que quizá tenía sus máximos portavoces
en el crítico literario Karl Kraus y en el arquitecto Aldof Loos,
y según el cual nunca debieran confundirse ni entremezclarse
las esferas de lo fáctico —el discurso descriptivo o los artefac­
tos creados con miras a tener alguna utilidad— de lo valioso
—el discurso emotivo o los objetos artísticos (Janik & Toulmi.n,
1974, p. 223 y ss; H u d s o n , 1975, p. 89-90).
Es aquí, más que en ningún otro respecto, donde se puede
ver la tan señalada (Stenius, 1964, p. 214: Pears, 1973, p. 48)
ascendencia kantiana de la primera obra de Wittgenstein. Re­
cuérdese que, no en vano, había dicho el autor de la Crítica
de la razón p u ra en el prólogo a su segunda edición, que tu­
vo que “abrogar el conocimiento para reservarle un sitio a la
fe” (Kr. V. B., XXX), iniciando con ello una línea de pensa­
miento filosófico cuya pretensión era separar claramente aquel
ámbito de la realidad, susceptible de un tratamiento científico,
de aquel otro que es el de los valores; una línea que retomarí­
an Schopenhauer y Kierkegaard —dos de los pocos filósofos
con los que Wittgenstein reconoció una deuda— y que pro­
longarían la crítica externa del lenguaje que el Tractatus Logi-
co-Phüosophiciis pretendía llevar a cabo y, a nuestro entender,
también la crítica interna del mismo que supone el enfoque de
las Investigaciones Filosóficas. Pero es preciso que busquemos
más fundam entos a esta opinión, pues si ya en el Tractatus,
donde se habla poco de la ética, no resulta fácil captar la fina­
lidad general de salvaguardar la autonom ía del ámbito de lo
valioso, ¿qué diremos de las Investigaciones, donde las obser­
vaciones referidas a este tema brillan por su ausencia?
De hecho, hay indicios de que no vamos del todo descami­
nados al atribuir al segundo Wittgenstein un objetivo distinto
al m eram ente teórico de disolver enigmas conceptuales. Uno
de ellos lo podem os encontrar en algunas observaciones, un
tanto crípticas, del Prólogo de las Investigaciones. Dice allí:

“'Hago públicas estas observaciones lleno de dudas. Es


posible que pudiera cargarse en el haber de este trabajo,
a u n con su precariedad y en la oscuridad de su época,
el arrojar lu z en algún que otro cerebro. Pero, cierta­
mente, no es probable. ”

Y el tipo de luz que sus observaciones podrían hacer en la


oscuridad de su —y aún nuestra— época quizá quede más
claro en otras reflexiones recopiladas por G.H. von Wright en
las Vermischte Bem erkungen (Observaciones; p. 21-25) que,
como las que comunicó a von Ficker respecto al Tractatus,
también había pensado incluir en el Prólogo, en este caso de
las Investigaciones. Lo que en ellas nos hace saber Wittgens­
tein es, en resumidas cuentas, que su libro no participa del es­
píritu de la civilización europea y americana contem poránea,
u n espíritu que se caracterizaría por el creciente predom inio
de la perspectiva científica del m undo sobre la perspectiva ar­
tística. En cierta manera, pues, podem os decir que el objetivo
de su primera y de su segunda obra es el mismo: criticar el
rasgo cientifista cada vez más acusado de nuestra cultura. Ya
hemos visto cómo tal em presa se intentó llevar a cabo en el
Tractatus. ¿Qué decir respecto a las Investigaciones?
En esta obra, W ittgenstein ha dejado ya definitivamente,
por decirlo con su propia metáfora, de concebir el lenguaje
como una jaula (Ludwig Wittgenstein y el Círculo de Viena.
Observación del 17 de diciembre de 1930, p.104). No hay, por
consiguiente, reconocim iento de la existencia de un límite ex­
terno del lenguaje, ni de una dimensión de la realidad que se
sitúa más allá de éste. Sobre lo que antes se consideraba como
la región de lo inefable, piensa ahora Wittgenstein que existen
una serie de discursos totalmente legítimos. Se reconoce una
ampliación del ámbito del discurso significativo:

“Reconocemos—nos dice ahora Wittgenstein, marcan­


do distancias con su pensam iento en el Tractatus—
que lo que llamamos “proposición”y “lenguaje” no es la
u n id a d fo rm a l que yo m e imaginé, sino u n a fa m ilia de
form aciones m ás o menos inteirelacionadas. ”
('Investigaciones -108)

Lo que ahora se entiende por lenguaje es un conjunto múl­


tiple de diferentes prácticas lingüísticas, de diferentes “juegos
de lenguaje”, jugados o practicados contra el transfondo de
distintas formas de vida. Y es posible mantener esta concep­
ción porque se han flexibilizado también los rígidos criterios
de significatividad que el Tractatus asumía (véase Investiga­
ciones 1-22); a la, como veremos, antigua interpretación esen-
cialista y reductiva del lenguaje en el Tractatus , opondrá el
segundo Wittgenstein el reconocimiento de su diversidad. No
hay un único uso legítimo del mismo, el uso descriptivo con­
cebido adem ás restrictivamente como un cálculo veritativo-
funcional, sino muchos. Hay muchos tipos de reglas diferentes
que pueden seguirse al utilizar las palabras; diferentes gramáti­
cas. Y las reglas que respetam os en un determ inado juego lin­
güístico, su gramática, nos m uestran el tipo de realidad con el
que ese concreto juego nos pone en relación:

“La gram ática nos dice qué clase de objeto es algo (la
teología como gram ática). ”
(Investigaciones, -373)

Si la estrategia defensiva de lo valioso había pasado antes


por situarlo fuera del lenguaje con significado, ahora consiste
en señalar la manera peculiar en que sus manifestaciones lin­
güísticas resultan significativas. Pretender aplicar a tales mani­
festaciones los criterios que rigen en otras áreas del lenguaje
y, muy particularmente, los del discurso científico, ya sea con
afán de criticarlas o de justificarlas, supone confundir por
com pleto la naturaleza de la realidad que expresan; con lo
que la pretendida crítica o justificación pierde por com pleto su
eficacia.
Ciertamente que en las Investigaciones no se lleva a cabo
de manera explícita esta defensa, pero tam poco esto ocurría
en el Tractatus. Como en su primera obra, Wittgenstein se li­
mita a pon er los fundam entos, la justificación lógica de su
nueva concepción del lenguaje, que perm itan realizarla. Qui­
zá también a propósito de esta segunda obra pudiera haber
repetido que su parte más importante era la no escrita.

2 .4 . L a u n i d a d y c o n t in u id a d
d e l p e n s a m i e n to d e W itg e n s te in

Podemos ahora concluir esta Introducción resum iendo un


poco las tesis que en ella hem os expuesto. No querem os n e­
gar que se pueda hablar de dos Wittgenstein. Hay la suficiente
divergencia entre muchas de sus tesis filosóficas centrales de
un período de su pensam iento y de otro como para que tal
m odo de expresarse resulte com pletamente legítimo. Lo que
afirmamos es que entre una etapa y otra no hay una ruptura
brusca sino continuidad. Porque W ittgenstein llegó a su se­
gunda filosofía desarrollando la problemática que la primera
había dejado pendiente. Y afirmamos tam bién que además de
continuidad se puede apreciar en el pensam iento wittgenstei-
niano una clara unidad de propósito; en contra de lo que su­
puso Russell (Russell, 1976, p. 227-8), éste siempre fue el de
entender la realidad y mostrar que hay dimensiones de la mis­
ma a las que un acceso cientifista resultaría inadecuado. Es la
manera concreta como intentó cumplir esta tarea la que varió,
pues aunque siempre fue m ediante el análisis y la crítica del
lenguaje, primero buscó determinar el límite externo del mis­
mo; después sus límites internos. Volviendo a la metáfora witt-
gensteiniana con que iniciábamos esta Introducción, podem os
decir que, ahora que vamos a intentar reandar los caminos de
su pensam iento, bueno será que tengam os presente el punto
al que los mismos siempre quisieron conducirnos.
5 Tl»0t a p an I n f i n i t e nuraber o f o tb e re ehould
foll ow 'lamely Ai/vp ,wvw-vp, e t c . , l s lndeed h n rd ly ta be be ll ev ed
*«d l t l e not le ee n o n d e r f o l . t h a t the I n f i n i t e nimbe r o f r r o p o e l -
tloQg o f lo g l c í o f raatbenwtics) ehculd follow froaa h a l f a dDzen
V ^ J ' p r í n l t l r e propoe l t l o n e * .

V W Ujd, o f , U lU I ^
¿ r tu - \ r ~ * -& * * * * • ¿
I d lo g l o tó e r e oanDOt be¿a^more g e n e ra l and a^nore e p e c l a l .
•h y

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p r o p e r t y whioh le c a l l a d " I d e n t l c a l " . rué p r o p o a l t i o n l e ce cée ­

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les» becauae we bave not made eoae a r b l t r a r y d e t e r c l n a t l o n , not
beoauee tb e syaüol l e l o l t s t l f u o p e n o l e e lo l a . )
lo a o e r t a l n at-nee we oannot malte a l e t a k e e i a ^ o g l o .

IMJé ^
5.528 Tbat wolcb le p e o u l l p r t o t b e j g e n e r a l l t ? |anb ollar» 1«
f l r a t l y , t h e t l t r e f e r a t o a l o g l c a l p r o to t y p a , and eac^ondly,
t h a t l t nwiea c o n s t a n t e pro mln eot. f.-fA ^

W HUM4 • 'y ^ M
vTu*ot ,«
>.528 Tbe g e n e r a l l t y Bjtnbol occure as aa r.rgument.

\f lo. i ^ U 'L n
> .J - lt* «**
5 .62 6 One oan d e s c r i b e tb e world ooTspletcly by ooiaplctely
g e n e ra ll a e d p r o p o e l tl o n B , l . e . w ltb ou t f ro n t h e f l r a t c o - o r d l n a t -
ln¿ ony rame w ltb a d e f l n l t e o b j e c t

w h t¿ \ '

Correcciones de Wittgenstein
a la primera traducción inglesa del Tractatus
El Tractatus Logico-Philosophicus:
Los límites externos del Lenguaje

3 .1 . G é n e s is y e s t r u c t u r a
del T r a c ta tu s L o g ic o - P h ilo s o p h ic u s

3.1.1. L os escrito s a n te rio re s al T r a c ta tu s

En 1912, Wittgenstein decidió abandonar sus estudios de in­


geniería aeronáutica para dedicarse a la investigación filosófi­
ca, para lo cual se trasladó a Cambridge. En la Universidad en­
tonces de Russell y de Moore —los precursores de lo que se
ha llamado luego “la filosofía analítica”— realizó cinco estan­
cias; primero en calidad de estudiante y luego como gradua­
do. Y, para ser un principiante en la nueva disciplina a la que
había decidido dedicarse, parece que hacía rápidos progresos,
ya que en septiem bre de 1913 había acabado de redactar sus
Notas sobre lógica, el primero de sus escritos pre-tractarianos
que ha llegado hasta nosotros. Como su propio nom bre indi­
ca, se trata de una serie de reflexiones sobre problem as de fi­
losofía de la lógica tales com o el de la naturaleza de la pro­
posición y de loá elementos de qué ésta éónsta -^ o de lo#
así llamados indefinibles-** o el del status de la 'perdád lógica.
Además, Wittgenstein critica posiciones mantenidas Pol: R ege
y RüsSfeli —la teoría de líSS tipos de éste ultimo, por ejempló,
Sin embargo:, al terminar so quinta estancia en Cambridge,
Wittgenstein decidió abandonar el ambiente universitario y vi­
vir en com pleto aislam iento en una cabaña que él mismo
construyó en Noruega. Y hasta allí viajó Sloore, impresionado
por su talento, para tomarle notas al dictado en la primavera
de 1914. Es a este gesto de humildad que debem os la. existen­
cia de otro de los puntos de referencia, que pueden Orientar­
nos a la hora de com prender el proceso de gestación del
Tractatus. En realidad, las Notas dictadas á ®, E, Móore en
Noruega no van m ucho más allá de las Mitas sobre lógica, pe­
ro se pueden sacar de ellas dos. conclusiones claras: la prime­
ra, que Wittgenstein em pezaba a concederle una importancia
creciente a una dicotom ía que luego resultaría clave en su
pensam iento, la dicotomía entre decir (sagen). y mostrar (zei-
gen); la Segunda, que el problem a de cómo pudiera relacio­
narse la lógica con el m undo estaba ocupando cada vez más
el centro de sus intereses filosóficos.
Estallada la primera guerra mundial, Wittgenstein se alista
voluntario, en el ejército de su país y Cómbate» sfegún. parece,,
con gran heroísmo, en diversos frentes, todo lo cual no le im­
pide — otra muestra más de la excepcionalidad de su carác­
ter— llevar un denso Diario filosófico que se extiende a lo lar­
go de eási dos años y medio; desde el día B de agosto de
1914 —fecha de la primera observación— hasta el 10 d e en e­
ro de 1917. En este Diario ya se encuentran presentes: easi to­
dos los temas del Tractatus, y varios de. ellos son tratados más
explícitamente de lo que lo hará su primera gran obra. Witt­
genstein empieza, otra vez, haciendo observaciones que p o ­
dríamos encuadrar en el cam po más estricto de la filosofía de
la lógica, pero pronto introduce reflexiones sóbre la teoría del
significado para deslizarse, después, al campo d e la antología
y, por último, al de lo que? podem os denom inar ya e] de ‘
metafísica trascendental y dé la eiica.
Por lo que hem os dicho, a propósito de eslías obras pretrac-
tariánas,, parece claro que la evolución del pensaniienlo del
primer Wittgensteiñ se produje* por una soeesfsa ampliación de
Sis. interese# filogó&ffiSfc la lógKSi le llevó a íá filósofía del len-
fuafs., Ssta: a la metafísica y desde ella desembocó, en la ética,

3.1.2. E l T r a c ta tu s L o g ic o -P h ilo s o p h ic u s

En agosto sfe B Plf| nitentras disfrutaba en Viena de. un per-


miso, y sáfe tres meses antes d e que cayera prisionero en. el
Fíente M S siendo internado en un cam po de prisioneros de las
proximidades, de Sfcntecassino (Italia), Wittgenstein concluyó
un lib ia al que tituló Logisch-phítospphiSché A b h a n d h m g y
que habría de; hacerse famoso por la versión latina de ese títu­
lo que1propuso G. E. Moore; Tm ctatus Logico-Philosophicus.
El libró fue publicado é n el último numen > de la revista An
ncilén der Nütwphilosophie en 1921, y un año después apare­
cía publicado en: b! Reino Unido el texto original acom pañado
dé úna traducción inglesa debida a C. K. Ogden y F. R Rain
Séy, 'Uña versión anterior del Tractatus qué contiene pOCas al
téíaciones significativas con respecto a la que sería definitiva,
fue. publicada en 1:971 bajo el título de Prototractatm.
Cíftóo impresión d e conjunto podem os decir que sé trata de
un libró brewe pero difícil hasta rayar en lo enigmático. Uno
bien puede leerlo tranquilamente en una tarde, pero tampoco
|g éxfráftará, d esp u la de hacerlo, al saber q u e hay quien ha
dedicado más de Veinte años a la tarea de descifrarlo f ila s e
Mouncé, 1983, p. l i li Escrito con un estilo austero y elegante,
no puede discutirse por nadie q u e conozca, aunque sólo sea
sucintamente, la tradición filosófica: Occidental qúé Sé trata de
una obra clásica, pues en él encontram os un trem endo esfuer­
zo por llevar adelante esa difícil síntesis entre rigor conceptual
y profundidad especulativa; típica de aquélla, Y también qui­
siéramos añadir que, incluso cuando se comprende; qúe mu­
chos des sus presupuestos básicos resultan insostenibles, es
con todo difícil sustraerse al sentimiento de q u e en él se ex­
presa una cisión valiosa del m undo y dé la vida Capaz de so­
brevivir a todo naufragio teórico.
El libro, consta -de un conjunto de observación©! algunas
tan laCónjCgf bien merecen el rótulo, ele auténticos aforis-
líioSj Ordeñadas Según úna notación decimal. El objetivó de tal
notación no jSMCEs ser otro que el de indicar al lector la ma­
nera, em q u e 'd e b e : reía:donar las.diferentes tesis del libro. Así,
el que determ inadas observaciones tengan el núm ero 1.1 o 1.2
indica que deben leerse en relación con la que lleva el núm e­
ro 1; com o desarrollando lo que ésta dice. El que otras lleven
los núm eros 1.11, 1.12 y 1.13 muestra que están relacionadas
con la observación 1.1. Este sistema de ordenación ha engen­
drado una manera ya canónica de referirse a las afirmaciones
del Tractactus por su numeración. Las tesis centrales del li­
bro, en consecuencia, son aquellas cuyo núm ero no contiene
decimal alguno; siete en total. Son las siguientes:
1. El m undo es todo lo que acaece.
2. Lo que acaece, el hecho, es la existencia de los estados
de cosas.
3- La figura lógica de los hechos es el pensamiento.
4. El pensam iento es la proposición con sentido.
5. La proposición es una función de verdad de la proposi­
ción elemental.
(La proposición elemental es una función de verdad de
sí misma).
6. La forma general de una función de verdad es: [(~p X,
N(X)].
Esta es la forma general de la proposición.
7. Sobre lo que no puede hablarse, se debe callar.
Todas ellas van precedidas o seguidas por otras observacio­
nes que las explicitan o justifican, excepto, claro está, la pri­
mera — a la que este tipo de observaciones sólo le suceden'—
y la última —-a la que sólo le preceden. En concreto pueden
verse com o observaciones que preparan la conclusión que se
expresa en 7 las que em piezan con 6,4— . En el Tractatus,
pues, se nos presentan, en primer lugar, las teorías ontológi-
cas, luego las relativas a la filosofía del lenguaje y a la lógica
y, por último, las pertenecientes al ámbito de la metafísica y
de la ética. Un orden expositivo que, por lo que ya sabemos,
no coincide en absoluto con el orden en que W ittgenstein
afrontó y resolvió los problem as de que el libro trata.
Tal desajuste no tendría por sí mismo nada de grave de no
ser porque podem os decir, parafraseando al propio Wittgens­
tein, que el orden elegido para expresar sus pensamientos dis­
fraza el significado de los mismos. Así, por ejemplo, el hecho
de que las tesis ontológicas precedan en el libro a las tesis ló­
gicas facilita la tentación de interpretar que, para Wittgenstein,
era la naturaleza del m undo la que determ inaba la naturaleza
de la lógica. Y, sin embargo, pocas interpretaciones del Tracta­
tus pueden haber más erróneas que ésta realista, por otra parte
tan difundida. Pues el caso es justamente el inverso. La lógica
tiene, para el primer Wittgenstein, un status trascendental y,
por esta razón, si bien no depende de ella el que el m undo
exista, sí que lo hace el cóm o el m undo pueda ser, la forma
que pueda presentar (véase Tractatus , 5.552 y 6.13).
En consecuencia, creem os que la primera condición que
debe cumplir una buena exposición del Tractatus es la de no
respetar el orden en que en el mismo se nos presentan los di­
ferentes temas que lo constituyen. En su lugar creemos que
hay que em pezar por presentar sus puntos de vista lógicos pa­
ra, utilizando com o puente su teoría pictórica del significado,
clarificar sus posiciones ontológicas para desembocar, por últi­
mo, en su metafísica trascendental y en la ética. Y ello no só­
lo porque de esta manera se hace justicia al orden en que se
generaron todas estas tesis sino, sobre todo, porque se hace
justicia a las relaciones internas que existen entre ellas.
Una vez concluido el Tractatus, Wittgenstein abandonaría la
actividad filosófica y no volvería a reem prenderla hasta finales
de los años 20. De esta época datan dos conferencias, una so­
bre ética y otra sobre el concepto de forma lógica, que, junto
con sus conversaciones con algunos destacados miembros del
círculo de Viena, transcritas por su entonces amigo y discípulo
F. Waissman, podem os considerar com o las últimas obras de
su primer período, si bien en ellas ya em piezan a vislumbrarse
importantes rectificaciones de algunas de las tesis centrales del
Tractatus.

3 .2 . L a F ilo s o f ía d e la L ó g ic a .

3.2.1. L a re v u e lta an ti-p sico lo g ista.

En los mismos “Preliminares" de las Notas sobre lógica a los


que ya hemos hecho alguna referencia dice Wittgenstein:

“la filosofía consta de lógica y metafísica, la primera es


su base. La epistemología es la filosofía de la psicología. ”
Esta observación plantea una serie de problemas interpreta­
tivos —¿Qué hay que entender por lógica?; ¿qué por metafísi­
ca?; ¿cómo puede aquélla ser la base de ésta?; ¿por qué se
equipara la teoría del conocimiento con la filosofía de la psi­
cología?— , cuya respuesta entendem os que puede suministrar
un buen punto de partida para la clarificación de la filosofía
del prim er Wittgenstein.
¿Qué entendía Wittgenstein por metafísica? Realmente resul­
ta difícil responder esta pregunta dado que en los escritos de
su primera época pocas veces vemos mención ninguna a esta
vieja disciplina filosófica. Y cuando tal mención ocurre, Witt­
genstein, más que a clarificar su naturaleza se dedica a valo­
rarla negativamente según todas las apariencias, dado que po­
demos deducir de varias de sus observaciones que no consi­
deraría que las proposiciones metafísicas fueran otra cosa sino
insensateces (Unsinnig). Con todo, no estamos totalmente des­
provistos de recursos para afrontar esta cuestión. Una pista
nos la suministra B. Russell con lo que dijo en sus conferen­
cias sobre “la filosofía del atomismo lógico”; conferencias que
el propio Russell reconoce fuertemente inspiradas en las ideas
de su “amigo Ludwig W ittgenstein” (véase Russell, 1966, p.
249). Leemos en ellas:

“Pienso que la tarea de la metafísica es describir el


m undo. ”
(Russell, 1966, p. 302)

Por una serie de anotaciones recogidas en su Diario Filosó­


fico en las que Wittgenstein se declara em peñado en la tarea
de presentar cierto orden del m undo, la naturaleza de éste y
de los seres que lo pueblan (véanse las anotaciones del 22 del
1 de 1915; del 1 de junio del mismo año y del 2 de agosto de
1916) podem os colegir que, al menos, una de las cosas que
entendía por metafísica no distaba m ucho de lo que Russell
entendía por tal: aquella parte de la filosofía encargada de dar
una descripción, de alguna manera básica y general, del m un­
do. Y si estamos en lo cierto sobre esto, el carácter polémico
del conjunto de la observación de los “Preliminares” aparece
claro. Cierto que los filósofos han estado siempre comprometi­
dos en tareas metafísicas, pero lo que Wittgenstein quiere de­
cirnOs ahora es que las han llevado adelante erróneam ente,
basándose en la epistemología.
Tal acusación parece especialmente pertinente por lo que ha­
ce a la filosofía moderna, pues no en vano a partir de Descartes
los filósofos han pretendido determinar la naturaleza del m un­
do aclarando el grado de validez objetiva de nuestras ideas
acerca de él o, dicho de otra manera más sencilla, determinan­
do qué es lo que podem os conocer de él. Lo que habría de
erróneo a los ojos de Wittgenstein en tal estrategia no sería el
idealismo de su punto de partida, sino el psicologismo en el
que más temprano que tarde desemboca; un psicologismo que
tiene sus síntomas más evidentes en doctrinas tales como la de
la identificación de la tarea del análisis Conceptual, que ha Sido
propia de la filosofía cuanto menos desde tiempos de Platón,
con la del análisis genética de la adquisición de conceptos; o
en el intento de explicar el conocimiento en términos de una
percepción interna del acuerdo o desacuerdo entre entidades
mentales y la consiguiente consagración de la introspección co­
mo método filosófico por excelencia; o, sobre todo, en la su­
bordinación de la lógica a la psicología (Hacker: 1972. p.34).
Es precisam ente esta última tesis definitoria del psicologis­
mo la que eligieron como caballo de batalla los autores que a
finales del siglo pasado reaccionaron contra el mismo: HuSSerí
y Fregé m uy especialmente. ¿Cómo podría la psicología, una
ciencia que al fin y a la postre no descubre sino conexiones
fácticas y contingentes, fundar la lógica; cuyos principios son
necesarios y normativos? Es más, ¿cómo podríam os, sin incu­
rrir en un craso abuso de circularidad, pretender fundar la ló­
gica en la psicología? ¿Es que acaso en esta última disciplina
científica no debem os razonar lógicamente? Y si es así, como
obviamente lo es, ¿no estamos dando por sentado de antema­
no aquello que con nuestra investigación psicológica querría­
mos precisamente probar: la validez de los principios lógicos?
Que Wittgenstein participa de ésta revuelta anti-psicologista
lo deja m uy claro Tractatus, 4.1121, en donde nos advierte
que por considerar el estudio de los procesos del pensam iento
como esenciales para la filosofía de la lógica, los filósofos se
enfrascaron en inesenciales investigaciones psicológicas. Y su
receta contra tal amenaza está en principio clara: desterrar a la
epistemología a una región más periférica del reino filosófico.
En lugar de considerarla, tal y com o se hacía en la tradición
m oderna, com o una disciplina fundamental, base de la metafí­
sica, había que pasar a considerarla como una disciplina subsi­
diaria: encargada de llevar a cabo el análisis de las proposicio­
nes en las que intervienen predicados psicológicos. Lo que ur­
gía para Wittgenstein era sustituir a la epistemología por la ló­
gica en aquella función fundamentante.

3.2.2. L a re v u e lta c o n tra el P lato n ism o .

En la década posterior a la publicación del Tractatus, R.


Carnap escribió las siguientes palabras que parecen condenar
de principio el proyecto filosófico del primer Wittgenstein.:

“Puesto que todas las proposiciones lógicas son tauto­


lógicas y vacías de contenido, no podem os inferir de
ellas lo que sea necesario o imposible en la realidad. Así
pues, el intento de basar la metafísica en la lógica... re­
sulta injustificado. ”
(“La antigua y la nueva lógica” en Ayer: 1965, p. 149)

Lo curioso del caso es que la conclusión de Carnap está sa­


cada desde prem isas — una filosofía de la lógica— estricta­
mente wittgensteinianas, pues fue Wittgenstein, y no otro, el
primero que insistió en el carácter tautológico de las proposi­
ciones de la lógica ( Tractatus, 6,1) y en su vacuidad ( Tracta­
tus, 6,11). Como la proposición “Llueve o no llueve”, las pro­
posiciones de la lógica son ciertas y no sólo posiblemente ver­
daderas ( Tractatus, 4.464); nada que acaeciese en el mundo
podría refutarlas ( Tractatus, 6,1222), pero ello sólo es así por­
que en realidad nada nos dicen acerca del m undo, del mismo
m odo en que aquella nada nos dice acerca del tiempo atmos­
férico ( Tractatus, 4.461).
En consecuencia, Wittgenstein concibió la lógica como un
cálculo mecánico y absolutamente a-priori, en el que no cabrí­
an las sorpresas, útil únicam ente para detectar el carácter tauto­
lógico de ciertas combinaciones de símbolos, sin que tengamos
que atender, para ello, al significado de los mismos ( Tractatus,
5.551; 6.1251; 6.1261; 6.1262) sino sólo a las reglas sintácticas
que rigen sus combinaciones ( Tractatus, 6.124). De hecho, fue
precisamente esta concepción de la lógica lo que le llevó a cri­
ticar los sistemas de Frege y de Russell-Whitehead.
Estos autores, siguiendo el m odelo de la geometría, habían
expuesto el cálculo lógico en un sistema axiomático. A tal
efecto, escogían determ inadas costantes lógicas (ja implicación
y la negación en el caso de Frege; la negación y la disyunción
en el de Whithead-Russell) y en base a ellas construían cier­
tos axiomas a partir de los cuales, y utilizando una regla de in­
ferencia previamente fijada, resultaba posible deducir, a guisa
de teoremas del sistema, todas las restantes verdades lógicas.
El inconveniente de este procedim iento, a los ojos de Witt­
genstein, no era otro sino el de que, aparte de dejar ciertos
problem as pendientes, invitaba a adoptar una filosofía de la
lógica de corte platónico radicalmente errónea.
Admitamos que su deducibilidad de los axiomas justifica la
validez de los teoremas, la cuestión es: ¿qué justifica la validez
de los axiomas y aún de la misma regla de deducción? La ex­
posición axiomática de la lógica plantea inm ediatam ente el
problema de la validez de sus principios, la amenaza del re­
greso de premisas. Y tal regreso sólo podría cortarse si en de­
terminado m om ento —cuando lo que se nos pide es que justi­
fiquem os los axiomas y las reglas de deducción mismas—
apelamos a la evidencia. Pero ¿no es acaso éste un concepto
psicológico? Además ¿qué garantía tendríamos de que lo que
parece más evidente vaya a coincidir en todos los casos (de
hecho los axiomas de que partían W hithead y Russell eran di­
ferentes de los que había propuesto Frege)? Después de todo,
el proceder axiomático no parece ser la m anera más adecuada
de eliminar todo rastro de psicologismo y arbitrariedad en ló­
gica. En Tractatus, 5.4731 reprocha Wittgenstein a Russell su
constante apelación a la evidencia; y lo mismo hace con Frege
en 6.1271. Por otra parte el proceder axiomático carece de la
conclusividad que sería de desear. Si no hemos podido dedu­
cir una proposición del conjunto de axiomas del que partimos,
aún no podem os decidir si es que dicha proposición no es un
teorema posible del sistema o si sólo ocurre que carecemos de
la pericia suficiente para demostrarla. Y en este sentido, pien­
sa Wittgenstein, este proceder defrauda nuestras expectativas
de simplicidad referentes a la lógica (véase Tractatus, 5.4541).
Con todo, quizá no sean éstos que acabamos de exponer los
peores inconvenientes que el proceder axiomático presenta.
Quizá lo peor del mismo es que no resulta exclusivo de la ló­
gica sino también resulta aplicable a las teorías empíricas. De
esta manera, al utilizarlo se oculta el carácter absolutamente di­
ferente del resultado de la prueba en lógica y en las teorías
científicas, y se sugiere, por contra, que tal diferencia no existe
(véase “Notas dictadas a Moore”, Diario Filosófico, p. 189).
Al dem ostrar una proposición empírica a partir de otras
proposiciones empíricas y verdaderas lo que establecemos es
una nueva verdad acerca del mundo, una nueva verdad que
lo será en virtud de las propiedades del mundo. Así, cuando a
partir de las proposiciones: “En todos los primates el sentido
de la vista es el predom inante” y “los hombres somos prim a­
tes”, concluimos que “en los hom bres la vista es el sentido
predom inante”, estamos estableciendo una tesis que es verda­
dera en virtud de ciertas propiedades, en este caso biológicas
y anatómicas, que tienen algunos de los seres que pueblan el
mundo. Pues bien, dado que el mismo proceder deductivo es
em pleado para demostrar las proposiciones de la lógica ¿qué
podría ser más natural que el considerarlas también a ellas co­
mo verdaderas? Y una vez que damos este paso, inmediata­
m ente debem os preguntarnos ¿qué es lo que las hace tales? Y
puesto que no vamos a encontrar ninguna experiencia que las
confirme o que las refute, lo primero que acudirá a nuestra
m ente es que su verdad depende de las características de cier­
tos objetos no-empíricos, de ciertos objetos lógicos.
Así el proceder axiomático, a no ser que se sea trem enda­
mente cauteloso, induce al platonismo, esto es: a considerar
que junto al m undo empírico poblado por entidades concretas
situadas en el espacio y el tiempo, que, directa o indirecta­
m ente, p u e d e n ser percibidas p o r los sentidos, existe otro
m undo poblado de entidades abstractas que no están ni en el
espacio ni en el tiempo y que sólo pueden ser percibidas por
el entendim iento. Es contra esta filosofía de la lógica, de la
cual Frege y Russell habían aceptado distintas variantes, contra
la que va a reaccionar Wittgenstein.

3.2.3. E l m é to d o d e las la b ia s de la v erd a d .

F,1 ataque de W ittgenstein contra el platonism o para ser


efectivo, debía desarrollarse en dos cam pos aparentem ente di­
ferentes pero, corno veremos, esencialmente conectados: el de
la filosofía de la lógica y el de su cálculo. Tenía que demostrar
que no existe un m undo de entidades abstractas y, además,
demostrar que se podría prescindir de la clasificación de las
proposiciones lógicas en primitivas y derivadas y, correspon­
dientemente, de las reglas de inferencia habilitadas para con­
ducir desde las unas a las otras; pues sólo atacando la presen­
tación axiomática del cálculo podem os estar seguros de estar
atacando la raíz del platonismo. Em pezarem os por exponer
éste último punto, sin duda el más sencillo.
Como alternativa a los sistemas axiomáticos Wittgenstein in­
ventó lo que suele ser conocido con el nom bre de m étodo de
las tablas de verdad, aunque él mismo lo denom inó de otra
forma: como método cero ( Tractatus, 6.121). Según este m éto­
do, para saber si una proposición pertenece a la lógica o no,
ya no debem os preguntarnos si es auto-evidente o cleducible
de proposiones auto-evidentes; basta con que presentem os su
tabla de verdad. Un ejemplo, en este com o en otros casos, val­
drá más que mil palabras.
Imaginemos que alguien quiere saber si la proposición “Si
llueve, entonces llueve” es una proposición perteneciente a la
lógica. O para ser más exactos (pues cuando nos interesamos
en la lógica no nos interesan proposiciones concretas, sino las
relaciones entre formas de proposiciones) supongam os que
quiere saber si pertenece o no a la lógica cualquier proposi­
ción de su misma forma (“Si nieva, entonces nieva”; “Si Juan
viene, entonces Juan viene”, etc.) que pueda, por tanto, ser
simbolizada por la proposición com pletam ente generalizada
“p ►- p ” (en la que “p ” es un signo para representar no impor­
ta qué proposición —una variable proposicional— y “-►? es el
signo para representar la relación “si... entonces” entre dos
proposiones cualesquiera —la implicación material).
Lo primero que debemos hacer es considerar las combinacio­
nes que pueden darse entre los posible valores de verdad de
las proposiciones que intervienen en aquella otra cuya naturale­
za lógica pretendem os poner en claro. Puesto que sólo cabe
que una proposición sea o verdadera o falsa, esos posibles va­
lores son sólo dos, y el número total de sus posibles combina­
ciones equivaldrá a 2n, donde n es el número total de proposi­
ciones combinadas. En este caso, puesto que interviene dos ve­
ces una única proposición: “p ”, el núm ero de combinaciones
posibles es 21, o sea 2, lo que podem os representar así:
p -► p
V V

f f
estando “v” y “f” por “es verdadera” y “es falsa”, respectiva­
mente. Ahora bien, una implicación material sólo es falsa en
el caso de que los valores de verdad de las proposiciones que
relaciona sean el primero verdadero y el segundo falso; esto
es: cuando la condición de su valor veritativo sea la combina­
ción v-f. Puesto que ninguna tal combinación aparece en la ta­
bla de verdad de la proposición “p p ”, esta proposición es
siempre verdadera, o sea tautológica, lo que podem os repre­
sentar así:
P P
v V v
f V f
y por consiguiente, podem os concluir que es una proposición
lógicamente verdadera.
Este m étodo no sólo nos permite decidir si una proposición
pertenece a la lógica. Independientem ente de que éste sea o
no el caso, tam bién nos permite decidir si una proposición es
o no deducible a partir de otra. Basta para ello con construir
sus respectivas tablas de verdad y com probar que los funda­
m entos de verdad de una —o sea: aquellas posibles combina­
ciones que la hacen verdadera— están contenidos en los de la
otra ( Tractatus, 5.11; 5.12; 5.121 y 5.122). Tal es el caso, por
ejemplo, de las proposiciones “César llegó y venció” y “César
llegó o venció”, cuyas formas com pletam ente generalizadas
pueden representarse por “p.q ” y “pvq”, o sea: la conjunción y
la disyunción de cualesquiera dos proposiciones. Si construi­
mos sus tablas de verdad, que presentarán cuatro posibilida­
des por ser dos el núm ero de proposiciones combinadas en
cada una de ellas, obtendrem os el siguiente resultado:
p q p V q
V V V V V V

V F f V V f
f F V f V V

f F f f F f
y por él apreciamos inmediatamente que el único fundamento
de verdad de la primera proposición, la única com binación
que la hace verdadera, es también un fundam ento de verdad
de la segunda, pero no a la inversa. Luego vemos que sería
posible deducir “pvq” de “p.q”, mientras que la deducción in­
versa no lo sería, porque en todos los casos en los que “p.q"
sea verdadera lo será tam bién “pvq”, pero no al revés.
La relación inferencial entre dos proposiciones resulta ser,
así, una “conexión interna” (Tractatus, 5.131). Al estar en fun­
ción de sus respectivos fundamentos de verdad esa relación
no podría dejar de darse sin que se alterasen éstos, pero ello
significaría tanto como decidir cambiar las condiciones en que
consideraríamos verdaderas a esas proposiciones, o sea: cam­
biar su sentido. Que de dos proposiciones la una pueda dedu­
cirse lógicamente de la otra es algo, pues, que depende de sus
sentidos, de su ser precisamente las proposiciones que son; si
tal relación dejara de darse ello probaría que habíamos altera­
do el sentido de alguna de ellas y que, por lo tanto, ya no es­
tábamos considerando las mismas proposiciones.
Si esta relación interna de deducibilidad no se aprecia de
manera inmediata ello es debido, simplemente, al sistema de
notación que empleamos. Si nos acostumbráramos a escribir no
sólo el signo proposicional sino junto a él sus condiciones de
verdad, a escribir, por ejemplo, no “p.q” o “pvq” sino (WFF)
(p.q) o (W VF) (pvq), decidir si una proposición resulta deduci-
ble de otra sería algo que podría hacerse de manera mecánica,
bastaría con cerciorarse de que los fundamentos de verdad de
la una son omnicomprensivos de los de la otra, o sea: de que
todas las V que aparecen en el primer paréntesis de la una lo
hacen también en el correspondiente lugar del de la otra.
Con todo esto queda claro que en lógica podem os pasarnos
sin la clasificación de las proposiciones en axiomas y teoremas
(Tractatus, 6.127), y que tam poco necesitamos de leyes de in­
ferencia ( Tractatus, 5.132), pues podem os presentar toda pro­
posición lógica, incluidas las que form ulaban esas presuntas
leyes, como su propia prueba — mediante la construcción de
su tabla de verdad— ( Tractatus, 6.1265). La prueba lógica
puede construirse de un m odo totalmente mecánico, y de esta
manera Wittgenstein ha m inado no sólo el psicologismo, pues
el recurso a la evidencia se hace innecesario, sino tam bién
una de las bases del platonismo, pues ya no tenem os porqué
suponer que cuando inferimos estamos descubriendo propie­
dades o relaciones entre entidades abstractas existentes en un
m undo supraempírico.
Vale la pena, por otra parte, subrayar la estrategia wittgens-
teiniana en Lodo este asunto. La misma ha consistido en hacer­
nos ver que lo que el partidario de la axiomatización de la ló­
gica pretende aseverar, que una proposición pertenece a la ló­
gica o que es inferible a partir de otra, es algo que un adecua­
do simbolismo nos puede mostrar de manera inmediata. Witt­
genstein la volverá a aplicar cuando critique directamente la
tesis ontológica del platonismo.

3.2.4. E l a ta q u e a los o b je to s lógicos:


las c o n s ta n te s lógicas.

Tal tesis consistía, como ya notamos, en defender que las


proposiciones lógicas aseveran la existencia de ciertas relacio­
nes entre objetos abstractos. Pero ¿cuáles eran estos objetos y
en qué consistían esas relaciones? También habíamos dicho de
pasada que la lógica no está interesada en proposiciones con­
cretas aun cuando éstas sean, como es el caso de “Todos los
hum anos son primates” o de “Todos los electrones tienen car­
ga negativa”, proposiciones generales, sino que, por contra, su
interés se centra en proposiciones completamente generaliza­
das tales como “Para toda cosa x, si x tiene la propiedad P en­
tonces tiene tam bién la propiedad Q ”; esto es, en proposicio­
nes que expresan la forma com ún a una multiplicidad de pro­
posiciones concretas — en este caso, a las dos proposiciones
generales que acabamos de mencionar.
Pues bien, es esta última observación la que puede suminis­
trarnos una clave para responder la pregunta que hem os deja­
do pendiente. ¿No tratan acaso las ciencias particulares de las
relaciones entre las entidades a que refieren sus vocabularios
particulares? ¿No trata la zoología de descubrir, por ejemplo,
las relaciones entre los seres a los que se refiere con palabras
tales com o “hum anos” y “primates”, de manera análoga a co­
mo la física atómica trata de descubrir las relaciones entre
aquellas partículas a las que nos referimos cuando hablamos
de “electrones” y de “protones”? ¿Por qué ha liria de ser dife­
rente la lógica? Esta se ocuparía de descubrir las relaciones
existentes entre los hechos a los que daría lugar la combina­
ción de las entidades a las que refieren sus peculiares símbo­
los, entidades tales como cosas, propiedades, etc.; unas rela­
ciones que, precisamente, son las que se expresarían con las
constantes lógicas—palabras tales como “n o ”, “o ”, “si... enton­
ces”, etc.— . De esta manera, la diferencia entre la lógica y el
resto de ciencias sería una mera cuestión de generalidad; no
cualitativa sino de grado.
Es a esta concepción de la lógica a la que Wittgenstein se va
a oponer con rotundidad desde los inicios mismos de su refle­
xión filosófica (véase la carta a Russell del 22 de junio de
1912). La lógica es peculiar porque, a diferencia del resto de
ciencias, no es ninguna teoría, ningún cuerpo de doctrina so­
bre una realidad más general, sino sólo un mero cálculo que
obedece a reglas estrictamente sintácticas, mostrando las rela­
ciones que se dan entre símbolos considerados totalmente al
margen de su significado. Para hacer ver lo correcto de esta
concepción de la lógica Wittgenstein tenía que refutar la tesis
ontológica del platonismo: hacer ver que los símbolos lógicos
no refieren a ningún tipo de objeto ni las constantes a ninguna
relación existente entre ellos. Empezaremos por esto último.
D espués de cuanto llevamos dicho suponem os que no ex­
trañará el que Wittgenstein afirme en Tractatus, 4.0312 que
uno de sus pensam ientos fundamentales es que “las constan­
tes lógicas no representan”. Sin embargo, de entrada esta con­
clusión wittgensteiniana dista de ser obvia.
Consideremos la proposición, que según las reglas de sim­
bolización que hasta el m om ento hemos estado utilizando po­
dríamos representar por “p ”, “César conquistó las Galias”. En
la misma se pueden distinguir tres expresiones cuyo ensam ­
blaje, por así decir, caracteriza su sentido ( Tractatus, 3-31), a
saber; “César”, que podríam os simbolizar por “a”; “conquistó”,
que podríam os simbolizar por “R”, y “las Galias” que podría­
mos representar com o “b ”.
Frege, aplicando una terminología propia de la matemática,
denom inó a cada uno de los tipos que estas expresiones ejem­
plifican argum ento y función respectivamete, pues de manera
análoga a como la función aritmética 2xn obtiene un valor de­
terminado cuando se la satura con un núm ero concreto (por
ejemplo 6 cuando se sustituye n por 3), la expresión (funcio­
nal) “x conquistó y”, según se la sature con unas expresiones
(arguméntales) o con otras adquiere el valor verdadero (como
cuando se sustituye “x ” por “César” e “y” por “las Calías”) o
falso (si, por ejemplo, aun manteniendo para “y ” la misma in­
terpretación que en nuestro ajemplo, sustituimos “x” por “Na­
poleón”).
Tenemos, pues, que nuestra proposición, com o cualquier
otra, puede ser entendida como una función de verdad de sus
expresiones com ponentes ( Tractatus, 3-318), lo que podría­
mos hacer evidente si en lugar de simbolizarla por “p ” la re­
presentáram os por “aRb”, presentando de manera perspicua
su naturaleza articulada y compleja. Pero ¿qué ocurre ahora si
negam os nuestra proposición, si en vez de decir “César con­
quistó las Calías” decimos “César no conquistó las Galias”, lo
que podría simbolizarse por “~p” o, siguiendo nuestra nueva
notación, por “~aRb”?. Obviamente, que nuestra proposición
habría dejado de ser verdadera y se habría convertido en falsa.
Exactamente lo mismo que ocurría si sustituíamos “César” por
“N apoleón”.
Parece, por consiguiente, que la negación es también una
función, como lo es “x conquistó y”, sólo que, a diferencia de
esta última, no es saturable por expresiones nominales sino
proposicionales, no por nombres sino por proposiciones ente­
ras. Y según cóm o se la sature tendrá también ella un valor de
verdad. El signo por ser el signo de una función, referirá,
en consecuencia, a algo real; com o real es la acción de con­
quistar a la que refiere en nuestro ejemplo el signo “R". Con
leves matices diferenciales, ésta era la tesis sostenida por Fre-
ge y Russell (véase Anscombe, 1977, p. 133 y ss.). ¿Qué podía
objetar Wittgenstein a la misma?
Varias cosas. La primera es que las constantes lógicas pue­
den ínterdefinirse. Consideremos el caso de “Lloverá y no sal­
drá el sol” y de “No es el caso que si llueve entonces sadrá el
sol”, que podríam os formalizar com o “q.~r”, la primera, y co­
mo “~(q-> -r)”, la segunda. Si Frege y Russell tuvieran razón
debiéram os tener aquí diferentes proposiciones, pues aunque
las proposiciones elementales que se com binan en ambas son
idénticas, a saber: “q ” (“Llueve”) y “r” (“saldrá el sol”), las
constantes lógicas que toman a estas proposiciones como ar­
gumentos son en cada caso diferentes: la conjunción y la ne­
gación, por un lado, la negación y la implicación, por el otro.
Sin embargo, si construimos sus respectivas tablas de verdad
veremos que una y otra proposición tienen exactam ente las
mismas condiciones de verdad, am bas son verdaderas cuando
“p ” y “q ” lo son, y resultan falsas para cualquier otra combina­
ción posible de los valores veritativos de estas proposiciones.
Por consiguiente, y en contra de las apariencias “(q.~r)” y
“~(q->-r)” dicen exactamente lo mismo, no son dos sino una
única proposición. Adecuadamente combinadas, la conjunción
y la negación son equivalentes a la negación y la implicación.
Podría replicarse que no hay aquí una diferencia sustancial
con el resto de las expresiones que constituyen la proposi­
ción. También algunas de ellas pueden tener expresiones si­
nónimas. Tal es el caso, por ejemplo, con “las Galias” y “el pa­
ís de los galos”. ¿Por qué no decir entonces que ciertas combi­
naciones de algunas con stan tes lógicas son sinónim as de
otras? Por la sencilla razón, respondería Wittgenstein, de que
no son ciertas constantes las que resultan definibles en térmi­
nos de otras, sino todas ellas las que resultan interdefinibles
entre sí. Pues como en 1913 había dem ostrado el lógico norte­
americano H. M. Sheffer, todas las conectivas veritativo-funcio-
nales o constantes lógicas, como les venimos llam ando aquí,
pueden definirse en términos de una única: la negación con­
junta, tam bién llamada, en h onor de su inventor, funtor de
Sheffer, que suele reperesentarse por el signo “I” y que debe
leerse com o “n i.... ni...”.
Por aquí em pezam os a ver que la identificación de estas co­
nectivas o constantes con funciones, expresiones auténtica­
m ente integrantes de las proposiones, no resulta adecuada
( Tractatus, 5, 25). Estaríamos dispuestos a admitir que una ex­
presión, en virtud de su sinonimia con otras, resultara sustitui-
ble por éstas. Pero de una expresión que fuera sustituible por
cualquier otra de su mismo tipo sospecharíamos simplemente
que no juega ningún papel en la deterninación del sentido de
las proposiciones en las que apareciese. Y precisamente, por
lo que acabamos de ver, éste es el caso de las constantes lógi­
cas. Luego no deben identificarse con auténticas expresiones
ni, por ende, con funciones (Tractatus, 5.25).
No obstante, aún hay más diferencias entre las constantes
lógicas y las auténticas funciones. Aquéllas pueden invertir o
anular unas el efecto de las otras ( Tractatus, 5.253). mientras
que éstas no. Ello quiere decir que mientras ninguna otra fun­
ción que fuera aplicable a los argumentos “César” y las “Ga-
lias” anularía o invertiría el valor de verdad que tiene la fun­
ción “x conquistó y” cuando es saturada por éstos, en cambio,
los fundam entos de verdad de, por ejemplo, la proposición
“p .q ” —VFFE— pueden ser invertidos, y esta inversión anula­
da, simplemente aplicando nuevas constantes que siguen to­
m ando a “p ” y a “q ” como sus argumentos. Por ejemplo, me­
d ia n te la im p lic a c ió n y la n e g a c ió n d e “q ” [p,q]->- ~q
— FVW —) y, de nuevo, mediante la implicación de la conjun­
ción de “p ” y “q ” ( d p .q h ^ - q ) (►) [p.q]) —VFFF—).
Además, y por si esto no fuera poco, una constante lógica
puede tomar el resultado de su propia aplicación como argu­
mento, pero una auténtica función no ( Tractatus, 5.251). Nada
impide, por ejemplo, que apliquemos la negación a la nega­
ción anteriorm ente realizada por nosotros de una proposición,
pero no podem os aplicar la función “x conquistó y” a la pro­
posición resultante de su previa saturación. Mientras ~(~p) es
legítima, “(César conquistó las Galias) conquistó las Galias” no
tiene sentido alguno. Todas estas observaciones refuerzan las
conclusiones negativas de Wittgenstein: que las constantes ló­
gicas no son funciones. Pero ¿cuáles son sus tesis positivas?
¿Qué son a sus ojos tales constantes? Su respuesta es que se
trata de operaciones que tienen a las proposiciones por base.
La diferencia puede parecer sutil pero lógica y ontológicamen-
te es trem endam ente importante.
Lógicamente, porque las operaciones no son expresiones
q ue d e te rm in e n el se n tid o de la p ro p o sic ió n ( T ractatus,
5.2341). Más bien es justo lo contrario: la operación sólo pue­
de aplicarse si la proposición ya tiene un sentido determinado;
no es, por ejemplo, la negación la que da sentido a una pro­
posición, sino que el que la proposición tenga u n sentido es
lo que perm ite negarla ( Tractatus, 4.0621; 4.0641; 5.44). O t o ­
lógicam ente, porque si las operaciones no son expresiones
tam poco tienen referencia, no hay, por tanto, relaciones que
formen parte de la situación que una proposición describe y
que sean referidas p o r los signos de las operaciones ( Tracta­
tus, 5-4, 5,42).
La operación sólo sirve para señalizar la m anera en que de-
hemos entender que una proposición representa (Diario Filo­
sófico, 31 -10-1914), la m anera en que debem os entender su
sentido. Así la negación de una proposición nos indica que
debemos entender que la situación que ésta describe no es el
caso; su disyunción con otras, el que tal situación u otras aca­
ecen, etc. Es esta forma de considerar su sentido lo que la
aplicación de una operación a una proposición transforma.
Por eso, todas las operaciones lógicas están ya contenidas en
la proposición elemental ( Tractatus, 5.47), en la proposición
que aún no ha sido sometida a ninguna de ellas; porque está
ya implícito en el sentido de ésta la posibilidad de ser consi­
derado de diversas formas.
Una vez que su aplicación nos ha mostrado el carácter au­
téntico de las constantes lógicas podem os ahorrarnos los sig­
nos sustantivos para su representación, escribiendo, en su lu­
gar, el signo de las proposiciones a las que se aplican y el sig­
no de las condiciones de verdad que determ inan para tales
proposiciones; en lugar de escribir “p-> -q ”, podríam os escribir
“(W FV ) (p.q)” ( Tractatus, 4.442). Tal notación haría claro que
los signos para las constantes lógicas deben hom ologarse más
con los signos de puntuación de nuestro lenguaje — los pun­
tos, las comas, etc.— que con los sustantivos o los verbos que,
desde un punto de vista lógico, serían ejemplos de auténticas
expresiones ( Tractatus, 5.4611).
Vemos de nuevo que la forma en que Wittgenstein combate
una teoría lógica errónea —en este caso acerca de la naturale­
za de las constantes— consiste, en primer lugar, en hacemos
ver que la misma no ha considerado la manera efectiva en que
funciona nuestro simbolismo; y, en segundo, en proponernos,
no una teoría alternativa, sino la adopción de una nueva nota­
ción que muestre, de manera inmediata, lo que aquella debiera
decirnos; una estrategia que Wittgenstein también utilizó para
asaltar la última trinchera del platonismo lógico que nos queda
por considerar: la teoría de los tipos lógicos.

3.2.5. E l a ta q u e a los o b je to s lógicos:


los tip o s lógicos.

De hecho, hay evidencia conclusiva de que fue precisamen­


te al hilo de su crítica a la teoría russelliana de los tipos como
Wittgenstein llegó a barruntar la distinción, a la que ya hemos
visto funcionando en su crítica de los sistemas axiomáticos y
de la concepción reiacional de las constantes lógicas, entre lo
que puede ser dicho y lo que puede ser mostrado (véase Grif-
fin, 1964, pp. 19 y ss); una distinción cuya aplicación iba Witt­
genstein a extender después a campos muy diferentes del de
la lógica, hasta convertirla en una de las piedras angulares del
Tractatus (véase la carta a Russell del 19 de agosto de 1919).
Si la teoría de los tipos fuera posible, entonces sería posible
determ inar las reglas que deben respetar los signos fijando la
referencia de los mismos. Así, podríamos en lógica decir si,
por ejemplo, un signo debe aplicarse como un argumento, co­
mo una fución o com o una proposición especificando si su
significado es una cosa, una propiedad o un complejo. Tal te­
oría no sólo daría contenido al platonismo —pues las cosas,
las propiedades, los complejos, etc., serían precisamente el gé­
nero de entidades sobre las que versaría la lógica— sino que
además cuestionaría el papel predom inante que Wittgenstein
quería otorgar a la sintaxis en la misma, ya que nos estaría di­
ciendo que las reglas de ésta (las reglas que rigen las relacio­
nes de los signos entre sí) dependen de reglas semánticas (las
reglas que rigen la relación de los signos con el mundo) (véa­
se Tractatus, 3.33 y 3-331). En resumen, que una teoría de los
tipos sería una de las cosas más opuestas a la concepción witt-
gensteiniana de la lógica de cuantas pudiéram os imaginar.
Quizá es por eso por lo que ya le vemos arremeter contra ella
en sus primerísimos escritos: en las Notas sobre lógica y, de
nuevo, en las Notas dictadas a Moore en Noruega en las que,
por primera vez, utiliza su arma predilecta contra la misma, la
contraposición entre el mostrar y el decir.
De lo que dice Wittgenstein en esta última obra creemos
que puede deducirse, para empezar, que en su opinión sí hay
diferentes tipos de símbolos; y que, además, el tenerlo presen­
te es necesario para “'prevenir malentendidos’'. Hasta aquí ha­
bría acuerdo, pues, con Russell, ya que éste había elaborado
su teoría de los tipos para no otra cosa que evitar los 'malen­
tendidos”, las paradojas, a las que daban lugar los desarrollos
de los sistemas lógicos. Las diferencias con él estriban en que,
en opinión de Wittgenstein, el tipo al que pertenece un sím­
bolo no es algo que se pueda decir, sino algo que el mismo
uso del signo debe mostrar; de manera que es imposible una
teoría de los tipos (véase Diario Filosófico, p. 190). Veamos si
podem os justificar esta tesis.
¿Cómo podríamos decir el tipo de símbolo al que pertenece
determ inado signo, por ejemplo: el signo “el Miguelete”? La
respuesta que inmediatamente acude a la mente del platónico
es la de especificar el género de entidad lógica al que refiere,
en este caso, una cosa. Y puesto que cosas son lo que refieren
los argumentos de las funciones que son predicables de parti­
culares, o funciones de primer orden — sigue m aquinando el
platónico— podem os concluir que “el Miguelete” es un nom ­
bre, un signo que debe funcionar com o argum ento de funcio­
nes de primer orden. Luego, he aquí su conclusión, decir que
“el Miguelete es una cosa” es una buena manera de especificar
el tipo de símbolo que es (la función lógica que cumple) la
palabra o signo “el Miguelete”.
Lo que Wittgenstein objetaría a tal argumentación, en apa­
riencia convincente, sería que, en primer lugar, al decir “el Mi­
guelete es una cosa", en contra de lo que cree el platónico, no
estamos diciendo algo sobre el tipo de realidad que es el refe­
rente de la palabra “el Miguelete”, sino algo acerca del tipo de
símbolo que es el signo “el Miguelete” (véase Diario Filosófi­
co, p. 190).
Esto, que en principio parece inverosímil, se ve claro si
contrastamos la respuesta platónica (“el Miguelete es una co­
sa”) con cualquiera de las respuestas ordinarias que daríamos
a quien nos preguntara qué es el Miguelete; por ejemplo, con
la respuesta “el Miguelete es un m onum ento”. Si a esta última
respuesta nuestro interlocutor nos replicara con esta otra nue­
va pregunta: “¿y qué es un monumento?”, nos esforzaríamos
en buscar una respuesta en la que intervinieran palabras cuyo
significado conociera y que, adem ás, refirieran a entidades
con características semejantes a las que tienen las entidades a
las que, de hecho, refiere la palabra “m onum ento”. Podríamos
intentarlo, pues, con “edificio histórico”, “construcción de va­
lor artístico”, etc. Pero ¿qué ocurriría si le hubiéram os dado la
respuesta que el platónico aconseja y su nueva pregunta fuera
“Qué es una cosa”? Aquí nos bastaría sim plem ente con buscar
una palabra cuyo funcionam iento en el lenguaje pudiéramos
sospechar que conoce, independientem ente de cualesquiera
características que tenga su referente, pues para ejemplificar lo
que entendem os con la palabra “cosa" lo mismo sirve apelar a
una maceta, que a un elefante, que... ¡a cualquier cosa!
Lo que esto pone de relieve es que “cosa” no es, en contra
de lo que el platónico piensa, el nom bre de un tipo de enti­
dad al que los referentes de nuestras expresiones puedan per­
tenecer en virtud de sus características; de manera análoga a
como los m onum entos pueden, en virtud de sus característi­
cas, pertenecer al género de los edificios. Lo único que tienen
en com ún todas las entidades de las que pudiérm os decir que
son cosas es que a ellas nos referimos de la misma manera,
mediante expresiones nominales. Podemos decir, pues, que lo
que hace que un signo signifique una cosa no son las propie­
dades ontológicas de su referente; más bien lo que hace que
el referente de una expresión pueda ser tenido por una cosa
son las propiedades lógicas del signo que lo simboliza. Esta
conclusión la expresará Wittgenstein en el Tractatus con su teo-
oría de los conceptos formales ( Tractatus, 4.126 y ss). Según
la misma, cuando creemos estar hablando de los tipos más ge­
nerales de las entidades que pueblan el mundo, sólo estamos
hablando de los tipos de símbolos que utilizamos para hablar
del mundo.
Lo que tenem os ahora, y ésta es la primera objeción witt-
gensteiniana a la teoría de los tipos, es que las proposiciones
de la misma, en contra de lo que piensa el filósofo de la lógi­
ca platónico, no hablan de los tipos de entidades a los que re­
fieren los signos, sino de los tipos de símbolo que son esos
mismos signos. Lo hemos visto con la proposición “El Migue-
lete es una cosa”. Lo que decimos con ella (o, si se prefiere,
con esta otra: «“El Miguelete” es el signo de una cosa») no es
algo acerca de las propiedades del referente del signo, sino al­
go acerca de la manera como éste último funciona. Algo no
acerca de los tipos de entidades sino acerca de los tipos de
símbolos.
D ebem os fijarnos, no obstante, en que esta conclusión nos
prohibiría interpretar ontológicam ente la teoría de los tipos,
pero no eliminaría ésta. Quizá bastara para frustrar las preten­
siones del platónico, en tanto que nos llevaría a reconocer
que en las proposiciones en que atribuimos un tipo a un signo
no estam os realm ente hablando sobre ninguna entidad abs­
tracta, pero n o condenaría tales proposiciones al limbo del
sinsentido, pues aún reconoceríamos un tema del que las mis­
mas tratarían: los propios símbolos. En cualquier caso, Wiu-
genstein no se va a quedar aquí (y ello nos enseña que su fi­
losofía de la lógica es algo más que anti-platonísmo) pues nos
va a decir que incluso cuando interpretam os esas proposicio­
nes com o indicándonos el tipo de símbolo que un signo es,
resultan ilegítimas. Intentemos ver por qué.
Supongamos, para seguir el ejem plo del mismo Wittgens­
tein, que querem os especificar el tipo al que pertenece el sig­
no “R" que aparece en la proposición “aRb”, para lo cual deci­
mos que “R es un símbolo relacional”, o que “R pertenece al
tipo de los símbolos relaciónales”. Las razones por las que es­
tas proposiciones resultan sinsentido son las mismas por las
que resultaba serlo la proposición “el Miguelete es una cosa”
(véase Diario Filosófico, p. 190).
Si nuestro interlocutor entiende lo que significa “sím bolo re­
lacional” no habrá ningún problema y podrá, a causa de nues­
tra información, hacerse una idea del tipo de símbolo que es
“R”. Pero ¿y qué ocurriría si tal no fuera el caso?; ¿qué ocurriría
si nos preguntara qué es un símbolo relacional? De nada servi­
ría que le enumerásem os todos los signos que en nuestra no­
tación son símbolos relaciónales diciéndole, de cada uno de
ellos, que es relacional, pues con ésta m aniobra lo más que
conseguiríamos sería que supiera que el signo “R” es del mis­
mo tipo que... ¡el resto de signos de su mismos tipo!, pero no
habríamos conseguido decirle qué es lo que diferencia a los
símbolos pertenecientes a, precisamente, este tipo, de los sím­
bolos pertenecientes a otros. Vemos ahora que las proposicio­
nes de una teoría de tipos — ya sea en su interpretación onto-
lógica, como especificando reglas semánticas, ya en su inter­
pretación lingüística, como especificando reglas sintácticas—
son realmente supérfluas acercándose m ucho al status de las
meras tautologías (véase Diario Filosófico, p.190). Si “M es una
cosa” no decía nada más que el signo “M” simboliza de la mis­
ma manera que el resto de símbolos que simbolizan com o él,
“R es un símbolo relacional”, y todas las proposiciones de su
misma forma, no dicen otra cosa sino que “R” es un símbolo
del mismo tipo que los símbolos de su mismo tipo.
Si no podemos dar a conocer los tipos de símbolos que hay
diciendo a qué tipo pertenece cada signo, ¿cómo podemos, en­
tonces, hacer que alguien reconozca que, de hecho, hay diferen­
tes tipos y, aún, que reconozca a cuál de esos diferentes tipos
pertenece “R”? Exactamente de la misma manera en que noso­
tros mismos llegamos a conseguirlo: dirigiendo su mirada a la
manera como en nuestro lenguaje es usado el signo "R'\ pues

“Lo que no m e expresa (Ausdruck) el signo lo mues­


tra ízeigt) su utilización (Anwendung). La utilización
declara lo que el signo esconde. ”
(Tractatus, 3.262)

Nuestro único recurso para explicitar cuál es el tipo de


ciertas expresiones no puede ser otro que el de mostrar la
aplicación que hacemos de ellas. Lejos de ser la adscripción
de una expresión a un tipo la que regula su uso, es el uso de
la expresión la que permite reconocerla como perteneciendo a
determ inado tipo. No cabe, por consiguiente, ninguna teoría
que describa en qué consisten los tipos a los que las expresio­
nes constituyentes de las proposiciones de la lógica pertene­
cen. Esto es algo que sólo el funcionamiento de esas mismas
expresiones en el contexto de la proposición puede mostrar­
nos, no algo que pueda ser dicho ( Tractatus, 4.1212).
De conformidad con todo esto, para evitar las confusiones
de tipo o los errores categoriales de los que está llena la filo­
sofía, la receta que Wittgenstein propone es, una vez más, no
la formulación de una teoría (en este caso de los tipos a los
que pertenecen los símbolos representados por nuestros sig­
nos), sino el perfeccionamiento de nuestra notación, de m ane­
ra que no em pleem os el mismo tipo de signo para representar
dos sím bolos de tipos diferentes ( Tractatus, 3.323, 3-324,
3.325). Esta es, al entender de Wittgenstein, la manera correcta
de lidiar con las paradojas que se presentan en los sistemas ló­
gicos ( Tractatus, 3.333)-

3.2.6. L a lógica d eb e d a r c u e n ta de sí m ism a.

En Tractatus, 5.473 dice Wittgenstein que la lógica debe dar


cuenta de sí misma. Esta observación, que tam bién se encuen­
tra en el inicio mismo de su Diario Filosófico, resume en cierta
manera toda su filosofía de la lógica. Pero no es fácil de inter­
pretar. Dado m ucho de lo que hem os dicho previamente, po­
dría pensarse que lo que Wittgenstein quería decir con ella era
que las proposiciones de la lógica, y en consecuencia la lógica
misma, no dicen nada ni tratan de la realidad, ya sea ésta con­
siderada com o em pírica o supra-em pírica; que no hay que
buscar, por consiguiente, ningún rasgo de la realidad que sea
responsable de su “verdad” ( pues no está muy claro que que­
pa decir que las tautologías son verdaderas) a la manera como
buscamos en la realidad la justificación de la verdad de las
proposiciones de las ciencias.
“La lógica debe dar cuenta de sí misma” sería entonces una
fórmula que W ittgenstein habría em pleado para resum ir su
oposición tanto a cualquier interpretación empirista de la lógi­
ca que pretendiera justificar ésta en los rasgos más generales
de la realidad sensible, como a cualquier interpretación plató­
nica que pretendiera encontrar esa justificación en una reali­
dad inteligible. La lógica sería un mero cálculo de las relacio­
nes existentes entre símbolos a los que se considera desde
una perspectiva puram ente sintáctica, haciendo completa abs­
tracción de su particular significado, cálculo cuyas reglas resul­
tan injustificables externam ente, siendo un dato último: la ma­
nera en que de hecho pensam os y punto (véase Tractatus,
5.4731 y tam bién 3.031),
Sin embargo, creemos que hay algo más en esta afirmación
relacionado con la dicotomía entre el decir y el mostrar. Con
la misma Wittgenstein está negando la necesidad y aún la po­
sibilidad misma de una filosofía de la lógica, de una teoría que
describa —no digamos ya que justifique— la lógica.
Despachadas las posiciones empiristas y platónicas que pre­
tenden encontrar una justificación ontológica del cálculo, y
convencidos ya de que éste obedece a reglas puram ente sin­
tácticas. podríamos caer en la tentación de creer que aún que­
da una tarea para la filosofía de la lógica, a saber: formular
claramente un conjunto de reglas de este tipo que determine
lo que sea el uso correcto del simbolismo; reglas que nos di­
gan, por ejemplo, cuando una proposición está bien formada.
Lo erróneo de esta posición estriba no en que no se pueda
hacer tal cosa, sino en que nos hace presum ir que es posible
ilar una descripción de las relaciones internas que están a la
liase del cálculo sin presuponer éste, de m anera semejante a
o ni ni JH nos puede dar la descripción de un hJ¡¡SH Sfi «el que
nunca hayamos estado previamente. Pe® es;£laro ¡que no pu
dríamos entender a qué aluden tajes:; descripciones si no hu­
biéram os captado ya esas Télaéioñfes internas én el edículo
mismo; si éste no nos las hubiera mostrado. Jfó podríamos,
por ejemplo, entender lo que significa para un símbolo 8KK un
nom bre sí. no supiéram os ya nombrar, \ lo mismo para láS
operaciones y la relación inferéncial: no entenderíamos lo que
significa para una proposición el ser negada si no supiéramos
negar, del mismo m odo en que no enténderíamóg lo que srg-*
nificá para una proposición él ser inferida de otra á no; suplen
ramos inferir (véase, sobre este mismo punto, Mounogj. 1983.
p. 28). I.<> que tales fórmulas pretenden decir no e.s sólo algo
que el uso de los símbolos ya nos müéstra, resultando por ¿fio
mismo innecesarias ( Tractatus, 3.334),: sino, sobre.; todo;,, algo
que sólo resulta inteligible: merced a es# mismo o;§o. Sin pre­
suponer éste, resultarían absolutam ente incomprensibles; de
ahí que Wittgenstein considere qué en sí mismas tales fórmu­
las no dicen nada.
Es un error, por consiguiente^ creer que se puedan describir
las leyes de la lógica sin presuponer el funcionamiento de fista.
Las leyes que seguimos al razonar lógicamente no obedecen a
ninguna ley que se haya podido formular previamente iTmcici-
lits. 6.12$)■. Es el uso del simbolismo el que no® permite enten­
der las leyes que sobre el mismo podamos formula^ y no: a la
inversa. La única tarea que queda para el filósofo no es, pues,
la d e regimentar el uso de los signos, cosa. imposible porque si
un signó: tiene un uso entonces ya es correcto ( Tractatus, 5 -+73,
5i4733), sino, la de estudiar ese uso' p* proponer una notación
que no dé lugar a malentendidos sobre el mismo.
E n resumen, que no cabe ni uña justificación óntológíéa dé
la lógica, ni tam poco la formulación de una serie de leyes que
de: manera previa a su funcionamiento determ inen en q u é h a ­
ya de consistir éste. Con su afirmación de quB la lógica debe
dar cuenta de sí misma lo que ésta señalando Wittgenstein es
su absoluta autonomía^ ía. autonomía cíe la gramática, entendi­
da én él Tractatlis como sinónima de la .sintMiS tífeaSe, por
ejemplo, 3.325). l’ero dada: esta, concepción autónoma dé la,
lógica que Wittgenstein tiene., la dificultad d e eote.nde.r su pro­
yecto. de fundar én ella la metafísica se agrava, ¿C6r.no podría­
mos. partiendo de un cálculo ¡ uvas proposfcióBBs no tratan
delm undo , ni se justifica en ningún rasgo de éste, llegar a dar
una descripción de los rasgos más generales de la realidad-'

3 .3 . L a t e o r í a d e l s ig n ific a d o .

3.3.1. L a fo rm a g e n e ra l de la p ro p o sició n .

Incluso, siendo más radicales, podríamos preguntar qué im­


porta la Ilógica si al fin f¡ al cabo sé «rata de Un mero calculo
de re la jo n e s entre signos; que, ni está justificado en ningún
rasgo de la realidad, ni nada dice sobre ésta.
De una lárgá relesión que su Diario Filosófico recoge con
fecha del día 21 de junio de 1915: extraemos la siguiente ob­
servación d e Wittgenstein:

“Pero la lógica, tal y como está en, p o r ejemplo, los


Principia mathematica se p u ed e aplicar perfectam ente
bien a núestrcts proposiciones ordinarias, p o r ejemplo,
de “todos los hombres son m ortales” y “Sócrates es un
hom bre'’ sigue, de acuerdo con esta lógica, que “Só­
crates es mortal ”, lo cual es obviamente correcto. ”
(Diario Filosófico, p. 117)

El ejem plo que Wittgenstein ha puesto está sacado del len­


guaje érdm aitos se trata de un conjunto de proposiciones que
expresan una verdad histórica y biológica que forma parte; del
acervo cultural del hom bre m edio occidental. Péro lo que
Wittgenstein entiende por “proposiciones ordinarias” no es só­
lo la expresión lingüística de este tipo de verdades, sino cual­
quier proposición que, por contraposición a las; de la lógica,
pueda ser verificada © refutada por algún acontecimiento del
mundo, lo que incluye el ámbito más técnico de las ciencias
em píriíSs jaréis® el mismo D iario Filosófico, p. 113 donde
Wittgenstein identifica las p r o p o s ic io n e s de la física io n un ti­
po de proposiciones ordinarias). Tenemos, por consiguiente,
qtw e l su opinión la lógica es aplicable a cualquier sistema de
proposiciones B-Jpt sea que éstas formen parte de, fe q u e sg
llama el lenguaje grdiriífrio ijr d 0 a tu $ , %.5563)< ya. Séí* q u é lo r-
men parta de una teoría científica— que pretenda describir la
realidad; y tal aplicabilidad es una condición sine qua non de
que concedam os algún crédito al mismo, pues bastaría qué
sospecháram os de un sistema semejante que resulta ilógico, o
sea, contradictorio, para que dejáramos de tenerlo en cuenta
como un candidato adecuado á dar una descripción de la rea­
lidad. En esto radica, pues, la importancia de la lógica; en que
si bien ella misma no describe la realidad, es condición sine
qua non de cualquier descripción de ésta. Pero si esta conclu­
sión resulta innegable, no por ello resulta menos sorprendente
¿Cómo es posible que la lógica resulte ser tal condición? Dicho
de otra forma: ¿cómo puede la lógica resultar aplicable a todo
lenguaje?
La primera respuesta que acude a nuestra m ente es verda­
dera pero confundente, pues estamos tentados a decir que lo
com ún a la lógica y al resto de sistemas lingüísticos son las re*-
glas de inferencia, lo que, siendo verdad, podría inducimos a
pensar q u e las proposiciones de la lógica y las proposiciones:
ordinarias (las del lenguaje cotidiano y las de las ciencias) son
de naturaleza diferente y sólo sus relaciones inferenciales Serí­
an comunes; una tesis*, esta segunda, falsa por completo, por­
que según hemos visto más arriba, las relaciones inferenciales
son relaciones internas, no externas, de manera qúe si rigen
por igual en dos conjuntos de proposiciones, ello no puede
deberse sino a que unas y otras son de la misma naturaleza.
Esta afirm ación p u e d e p arecer com pletam ente absurda;
¿acaso no hemos insistido una y otra vez en que la lógica es
una disciplina peculiar precisamente porque sus proposiciones
no dicen nada acerca del mundo? ¿Cómo podemos, entonces,
decir ahora que las proposiciones de la lógica y las proposi­
ciones ordinarias —que hem os definido precisam ente como
aquéllas que dicen algo sobre el m undo— son de la misma
naturaleza?
Esta pregunta se responde fácilmente, sin embargo, si recor­
dam os que las operaciones que podem os realizar sobre las
proposiciones están ya preinscritas, p o r así decirlo, en la natu­
raleza de las mismas, pues entonces yernos que las proposi­
ciones de la lógica no son sino un subconjunto del conjunto
total de: los resultados que se obtienen al aplicar a las proposi­
ciones que forman la base de un sistema lingüístico toda posi­
ble operación; precisamente: el subconjunto de los resultados
tautológicos. Pondrem os u n ejemplo, el más sencillo de los
posibles, para clarificar esto (el m ism o que utiliza Kenny,
1974, p. 85).
Supongamos que tenemos un sistema lingüístico en el que
las proposiciones base de toda operación son sólo dos; un sis­
tema, por consiguiente, en el que el número de proposiciones
básicas o elementales es dos. El número de posibles combina­
ciones de los valores veritativos de estas proposiciones será, se­
gún dijimos antes, 2n , o sea: 4. Pues bien, el número de posi­
bles resultados al tomar estas proposiciones como base de las
operaciones veritativas será 2n n , en este caso 16. Podemos de­
tallar tales posibles resultados en la siguiente tabla de verdad:

p q 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16

V V V F V V V F F F V V V F F F V F
V f V V F V V F V V F F V F F V F F
f V V V V F V V F V F V F F V F F F
f f V .V V V F V V F V F F V F F F F

De todos estos posibles resultados los com prendidos entre


el 2 y el 15, ambos inclusive, expresarían combinaciones entre
“p ” y “q ” que dirían algo sobre el mundo, pues tales combina­
ciones sólo resultarían ser verdaderas dependiendo de que las
situaciones descritas por “p ” y por “q ” resultaran o no ser el
caso; o, lo que es lo mismo, dependiendo de que “p ” y “q ”
fueran o no verdaderas. También podríamos decir que todos
estos resultados expresan proposiciones que tienen su valor
de verdad en función del valor de verdad de las proposiciones
básicas o elem entales; proposiciones que son funciones de
verdad de las proposiciones básicas o elementales. Pero ¿qué
decir de los casos primero y último, de 1 y 16? Estas expresan
las combinaciones de “p ” y de “q ” que pertenecen a la lógica
y que la lógica excluye respectivamente, las combinaciones de
“p ” y de “q ” que o bien resultan tautológicas, o bien contradic­
torias. Tales combinaciones, a diferencia de las anteriores, no
dirían nada sobre el m undo —y por ello Wittgenstein caracte­
rizaría a las proposiciones que las expresaran como carentes
de sentido, “Sinnlos” ( Tractatus, 4.461)— pues nada que acae­
ciese en éste alteraría su verdad o su falsedad. Independiente-
{líente (Je que las situaciones descritas puf V y por ”q!’ fueran
0 n o el caso, la proposM én expresada por el primer resultado
de com binar “p ” 'y “q" S r é i siempre viSrdSíIera., riliBÉtri i. <■
la proposición expresada por el último resultado de tal conihi
nacióti sería .siempre^ falsa.
Podría pensarse, en virtud de ¡ó que de decir,
que tales combinaciones tautológicas y ®ntradictSSiSt% de “p ”
y de “q ” no son funciones de verdad de ¡‘p ’! y d e “q”, puesto
qúe el concretó valor veritativó de estas com binaciones no ele-
pende de p y q. Sin embargo,, esta conclusión 'sería errónea
porque lo que no es. de ninguna manera irrelevante e s q u é "p”
® “q” tengan algún valor de verdad. Si g.sie no fuera el caso,, ai.
“p" o “q ” no describieran ninguna posible situación del inundo
y careciesen, p o r tanto, d e valor de verdad (fueran lo qu6¡
Wittgenstein denom inaba insensateces, “Uíisinníg"’) todos los
posibles resultados de su combinación, sé df|vai^eej-ían Sien­
do. ellos también sin sentido, lo que e n el supue-st.fr contrario-
no ocurre ni tan siquiera co n las proposiciones; que expresan
1 y 16 (véase Tractatus, 4,4611). ;Es por eílo por lo que1Witt­
genstein afirma en Tractatus, 6.1,24, que la lógica presupone
que las proposiciones elem entales tienen sentido.
Tenemos, pues, que las proposiciones: de la lógica, a pesar
de no decir nada sobre el mundo, son, como las proposiciones
ordinarias que dicen algo sobre él, posibles resúltadósi d e com­
binar las proposiciones básicas; funciones de verdad de estas
proposiciones. Podría, objetarse a ésto que Jas tautologías- ! j las
contradicciones} solo son de la misma náturálel-á que parte de
las proposiciones ordinarias, a saber: de aquellas, q ü e pueden
denominarse complejas o moleculares, que resultan de operar
sobre las proposiciones báSiCáff o elementáies, Péró que siendo
estas últimas tam bién proposiciones informativas-: SEiSS. deí
mundo, la anterior conclusión de la identidad de naturaleza, ¿fe
las proposiciones que pertenecen a la lógica, o que ésta exclu­
ye, y las proposiciones informativas sólo ¡is válida parcialmen­
te. Sin embargo, podem os proclamar nuestra conclusión sin
restricción alguna, pues las proposiciones <3w m ent|tel4iotó& i
son funciones de verdad, salo que de sí niisimfe
Si nos lijamos en la tabla de verdad que; presenta los resul­
tados de todas las posibles combinaciones de "p15- y ®"q” vere­
mos que dos de eso s resultados, los qué se eh€&ádran precisa­
m ente bajft- las eolumnas 10 y 11. u a coincidenies ro n las
condiciones d e verdad de “p" y de: “q" tomadas por separado.
Xb que gil o significa es que lanío “p ” éome* “q ”, qué Son las
pfOpóMcióhes básicas, se pueden obtener com o funciones de
Seidad. de su mutua combinación, por ejem plo, <o n j a n i a n d o
cada una, d e ellas co n una taiitpkjgíá .construida a partir de la
otra f.“p. t£(v~qj=p'' y “q. [pv~pl=q”). Por consiguiente, las pro
posiciones logiCSS participan de la misma naturaleza o forma
general que las proposiciones ordinarias, son, cóm o ellas, fun­
ciones d e verdad d e proposiciones básicas, proposiciones que
té obtienen aplicando a las proposiciones básicas determina­
das operaciones;,, © una única operación, pues, ivcuerdfNC, ya
Sheffer había dem ostrado la reducibilidad de todas las cons­
tantes u opeiacíones lógicas a la negación conjunta ( Tracta-
tus, 5,(3 y 6,00.1).

3.3.2. L a tesis de la ex ten sio n alid a d .

Ü la lógica resulta importante es, en consecuencia, porque


resulta aplicable ;á cualquier sistema lingüístico que pretenda
describir la realidad; y ello significa no sólo que en estos siste­
mas podemos: utilizar las mismas reglas d e inferencia qué fip
el cálculo lógico sin©:f sobré todo, (pues ésta es la razón por la
qué podem os utilizar esas mismas reglas)’;, q u e estructuralm en­
te aquéllos son análogos a éste. Como el cálculo, todo sistema
lingüístico constará de un conjunto de proposiciones, funcio­
nes, d e yeldad de ciertas propósieionés básicas, y será la pecu­
liaridad dé éstas la que determinará la peculiaridad d r los dis-,
tintos .Sistemas.
Esta tesis; es genocida com o la tesis dé la extensionalidad y,
sin duclaj esm ó ha, señalado Fávrholdt <I9<>'. p. 15 y 19), pue­
de S e r ,considerada- com o la colum na vertebral del Tractatus.
Más adelante serem os algunos de. Ja s detalles; por ah< mi nós
basta con la caracterización general de la misma que; acaba­
mos de apuntar, pues aún con ésta caracterización general,
püecfe cuestionáíse ya su valide?;. Veamos.
Según la tesis d e Ja extensionalidad, tal y com o hasta aquí
la liemos presentado, todo .sistema lingüístico constará sólo d e
pr:oposicionii; básica,! ¡f dé proposiciones moleculares cons­
truidas, CoinO funciones de verdad a partir de aquéllas, petó,
en tocto caso, tanto unas corno oirás serán susceptibles de SSr
verdaderas o falsas. Pues, bien, ambas prem isas pueden cnes-
tionaísé, Ni está claro que todas las proposiciones |
tuyen un sistema lingüístico hayan de tener un vítioí de ver­
dad, ni está claro que las que lo tengan, si son complejas, m »
yan á teíierlo en función del de las proposiciones elementales
que intervienen en ellas.
Consideremos él lenguaje ordinario. ¿Bq encontramos en él
proposiciones dotadas de. perfecto sentido y de las que no ca­
be que digamos q u e sóñ verdaderas o íalsas? ¿Nto és éste el ca­
so, por ejemplo, de las órdenes, o de las preguntas,: 0 de los
ruegos, eíe.? En realidad, nuestro lenguaje nos suministra la
posibilidad de presentar nuestras expresiones en diferentes
modalidades, y Wittgenstein parece haber ignorado este punto
al asumir la tesis de la extensionalidad. Es como si se hubiera
fijado sólo en el m odo indicativo ignorando todos ]Os demás,
lo que le habría llevado a identificar proposición y proposi­
ción aseverativa, pues de haber considerado la existencia de
las proposiciones imperativas, de las interrogativas, de las de-
siderativas, etc., difícilmente podría haber dada el carácter t e ­
ntativo como forma general de la proposición. Esta reducción
ilegítima de la proposición a la proposición aseverativa es es­
pecialm ente notoria en algún parágrafo dél Tractatus (por
ejemplo, en 4.022);: y sin embargo, no sería del todo correcto
decir que Wittgenstein ignoró por completo este problema, En
las “Notas sobre Lógica” encontram os una importante observa­
ción relacionada con él. Leemos allí:

“l a aserción es meramente psicológica. Solo hay pro­


posiciones no aseveradas. El Juíéíóií la orden J? la pfe*
g un ta están todos al mismo nivel; pero todos ellos tienen
en com ún la fo rm a propos icional y ello es lo único que
nos interesa. Lo que interesa eti lógica son séló las p ro ­
posiciones no aseveradas. *’
(Notas sobre lógica, p. Í7;f:

Éste texto parece dejar élafo dos cosas: <|Ue Wittgenstein


era bien consciente d e la existencia de distintos modos, ¡f que
no tenía la m enor pretensión de dar prioridad a uno de ellos,
—el indicativo o asen i\o— sóbre cualquiera de lo§ otros. Má§.
bien, lo que quería decir es que todos los modos tienen algo
en común, y que es ese elemento común a todos los modos
— la forma proposicional a la que es consustancial la posibili­
dad de tener un valor veritativó— lo que constituye el objeto
propio de la lógica. Esto se puede entender más claramente
con un ejemplo y con una distinción terminológica. A partir
de ahora denom inarem os oración a la proposición que venga
expresada en un m odo particular. Consideremos, pues, las si­
guientes oraciones:
— ¡Que Juan venga a casa!
-—¿Vendrá Juan a casa?
—Juan viene a casa.
La primera expresa una orden, la segunda una pregunta y la
tercera una aseveración. En este sentido, cada una de ellas sig­
nifica algo distinto. Sin embargo, hay un elemento com ún a to­
das, ya que la orden, la pregunta y la aseveración versan en
este caso sobre lo mismo: sobre Juan y su venir a casa. Y es
este elemento común, al que Wittgenstein llama en este texto
“forma proposicional” y nosotros, siguiendo su terminología
más usual, hemos denominado “proposición”, el que concierne
a la lógica, Esta no se preocupa de oraciones, ni aún si éstas
vienen dadas en el modo aseverativo, sino de proposiciones.
Podríamos adoptar un simbolismo que hiciera todo esto cla­
ro representando esa proposición que constituye el contenido
del deseo, de la pregunta y de la aseveración mediante un sig­
no, “p" por ejemplo, y el elem ento modal por otro, ¡! para la
orden, ¿? para la interrogación, y a para la aseveración, de
manera que cuando viéramos escrito “¡p!”, “¿p?” y “p ” sabría­
mos que se trata de oraciones diferentes que, no obstante, ex­
presan un deseo, una pregunta o una aseveración referentes a
la misma proposición. Lo más importante, no obstante, es és­
to: que no todas las oraciones son verdaderas o falsas, pero es
consustancial a las proposiciones, aquello sobre lo que versan
o que constituye su contenido, el ser, con respecto al valor ve-
ritativo, bi-polares, esto es: el que quepa la posibilidad de
considerarlas tanto verdaderas com o falsas (véase “Notas so­
bre lógica”, p. 10 y tam bién Diario Filosófico, p. 34).
Si éste no fuera el caso la proposición o carecería de senti­
do o sería un sinsentido (recuérdese la distinción entre “Sinnlos”
y “Unsinn”) y lo mismo ocurriría con las respectivas oraciones
en que interviniera. Carece de sentido preguntar, desear o ase­
verar una tautología (que llueve o no llueve, por ejemplo), e
igualmente es absurdo preguntar, desear o aseverar algo sin­
sentido (por ejemplo, que la luna es idéntica).
Wittgenstein, por consiguiente, al afirmar que la lógica re­
sulta aplicable a cualquier sistema lingüístico no está afirman­
do que todo sistema lingüístico contenga únicamente oracio­
nes en el m odo aseverativo o susceptibles de ser verdadera o
falsas. Lo que está diciendo, más bien, es que independiente­
mente de la modalidad de las oraciones que puedan darse en
tal sistema, el contenido de las mismas deberá ser proposicio­
nes susceptibles de recibir valores veritativos. De hecho, las
diferentes modalidades de las oraciones deben ser analizadas
como diferentes actitudes psicológicas del sujeto que las emite
con respecto al valor de verdad de la proposición que consti­
tuye su contenido. Así, una oración aseverativa expresa la cre­
encia de quien la emite en la verdad de la proposición que
contiene; una interrogativa, su duda respecto a su valor de
verdad; una imperativa, su deseo de que sea verdadera y su
creencia de que tal deseo puede satisfacerse de cierta manera
(form ulando la orden), etc. Todo esto nos hace desem bocar
en la segunda objeción que planteábam os a la tesis de la ex-
tensionalidad: la existencia de proposiciones complejas cuyo
valor de verdad no está en función del de las proposiciones
elementales que contienen.

3.3.3. E l p ro b le m a de los con tex to s inten sio n ales.

En efecto, acabamos de hablar de adscribir a un sujeto una


actitud psicológica relativa a una proposición. Pues bien, las
proposiciones que reflejan tal adscripción parecen constituir
una excepción a la tesis de la extensionaliclad, porque siendo
proposiciones complejas no tienen su valor de verdad en fun­
ción del de las proposiciones que intervienen en su seno; és­
tas últimas, por consiguiente, aparecen en contextos intensio­
nales. Lo que querem os decir esperam os que se aclare de
nuevo con un ejemplo.
Consideremos la proposición “Emilia piensa que Juan ven­
drá”, o mejor consideremos la proposición com pletamente ge­
neralizada que muestra la forma com ún a todas las proposicio­
nes del m ism o tipo que la que acabam os de enunciar: “A
piensa que p." Q ue aquí nos las tenem os que ver con una
proposición y no con una oración en el sentido técnico defini­
do por nosotros en el apartado anterior está muy claro desde
el momento en que nos percatamos de que podem os pregun­
tar, desear, ordenar, o simplemente aseverar que Emilia piensa
que Juan vendrá o, más generalmente, que A piensa que p.
Tal proposición, por otra parte, participa de la bi-polaridad ve-
ritativa que es para Wittgenstein el rasgo esencial de toda pro­
posición, porque que A piense que p puede ser tanto verdad
como no serlo. Hasta aquí todo va bien. El problem a estriba
en que esa proposición alude a otra proposición, la que he­
mos representado por “p ”. Y sin embargo, la verdad o la false­
dad de la proposición “A piensa que p ” no está en función de
la verdad de “p ”, pues tanto si p es el caso como si no, A aún
puede pensar que p. Tenemos, por consiguiente, que en con­
tra de lo que defiende la tesis de la extensionalidad existen
proposiciones que, a pesar de ser complejas, no son funciones
de verdad de las proposiciones que intervienen en su seno.
También Wittgenstein tuvo presente esta posible objeción.
Lo vemos afrontarla, sobre todo, en los parágrafos 5 541 y
5.542 del Tractatus. Dice allí:

“A prim era vista parece que u n a proposición podría


entrar en otra de modo diferente (que com o base de
operaciones veritativas).
Especialmente en ciertas fo rm a s proposicionales de la
psicología, tales como “A cree que p es el caso”, o “A
piensa q u e p ”, etc.
Bajo u n a consideración superficial pued e p arecer
que la proposición p está en cierta clase de relación con
un objeto A.
(Y en la m oderna teoría del conocimiento —Russell,
Moore, etc.— se han concebido estas proposiciones de
este modo) 5-541.
Pero es claro que “A cree quep", “A piensa q u e p ", “A
dice que p ” son de la fo rm a ”p ' dice que p"; y a q u í no
se trata de la coordinación de u n hecho y u n objeto, si­
no de la coordinación de hechos m ediante la coordina­
ción de sus objetos”5.542.
Tales observaciones son de gran importancia no sólo por­
que en ellas afronta Wittgenstein una posible objeción a su
concepción extensional del lenguaje, sino porque las mismas
son decisivas para entender otras partes de su reflexión filosó­
fica: su teoría del pensamiento y su filosofía de la mente, su
teoría del significado y su posición ante el solipsismo, etc. Pe­
ro tanto como importantes suponem os que el lector se habrá
dado cuenta de que resultan difíciles de interpretar. Por nues­
tra parte, nos limitaremos a intentar aclarar qué es lo que Witt­
genstein está diciendo aquí y cómo ello puede ser una res­
puesta a quienes aludan a los contextos intensionales genera­
dos por las proposiciones psicológicas para objetar la tesis de
la extensionalidad. Dejaremos para mejor ocasión sacar las
consecuencias que lo que aquí dice Wittgenstein pueda tener
para los otros importantes temas que hemos mencionado.
Wittgenstein ha dicho que las proposiciones “A cree que p ”,
“A piensa que p ”, “A dice que p ” son de la forma “'p ' dice
que p ”. El problema que debe resolverse es a qué se refiere
con la primera “p ”, la entrecomillada, y a qué con la segunda.
Se han hecho múltiples propuestas al respecto; la nuestra es
que debe leerse com o refiriendo a un concreto signo proposi­
cional, esto es: a un hecho particular que es utilizado para ex­
presar una proposición; y que la segunda sin comillas, debe
leerse como refiriendo precisamente a la proposición expresa­
da por aquel signo proposicional. Por consiguiente, a nuestro
entender lo que Wittgenstein está diciendo cuando afirma que
“A cree que p ”, “A piensa que p ”, etc., son de la forma “'p ' di­
ce que p ”, es que todas estas proposiciones expresan una rela­
ción, en cada caso diferente (según se trate de una actitud psi­
cológica u otra), entre un concreto signo proposicional 'p' y
una proposición p. O para ser más exactos, una relación entre
el signo proposicional y los polos veritativos de la proposición
(véase Notas sobre lógica, pp. 17-19). Pero, ¿cómo se supone
que un tal análisis de este tipo de proposicones salva la tesis
de la extensionalidad?
Está claro, por una parte, que Wittgenstein admite que en
las proposiciones psicológicas del tipo “A cree que p ”, “A pien­
sa que p ”, etc., hay una proposición que entra en otra, a saber:
p. Está claro, además, que el valor de verdad de estas proposi­
ciones no depende del concreto valor de verdad de p, ya que
ellas pueden ser verdaderas independientem ente de que ésta
lo sea o no. Pero lo que no es indiferente para que las propo­
siciones psicológicas tengan un valor de verdad es que p tenga
algún valor de verdad. De no ser así, de carecer p de la bi-po-
laridad veritativa, no sería una auténtica proposición, con lo
que sería imposible que constituyera el objeto de ninguna de
nuestras actitudes proposicionales. Tenem os, pues, que las
proposiciones psicológicas no dependen del concreto valor de
verdad de las proposiciones que las integran, pero dependen
de que tales proposiciones tengan algún valor de verdad.
Hay otras proposiciones que también plantean problemas a
la tesis de la extensionalidad, tales como las proposiciones ge­
nerales y las modales. No está claro, a primera vista, cómo
prodríamos entender una proposición general del tipo “Todos
los x son P” como una función de verdad de proposiciones
elementales que dijeran de cada x que es P. Sobre todo si el
alcance de ese cuantificador universal es un conjunto de rango
infinito. Y tam poco está nada claro cómo podríamos analizar
como una función veritativa la proposición “es posible que p ”,
pues aquí el problem a es el mismo que con las proposiciones
psicológicas, a saber: que en ellas interviene una proposición,
p, cuyo concreto valor de verdad es indiferente para el de la
proposición en la que interviene (“es posible que p ” puede
ser verdadera tanto si p llega a ser el caso com o si no). Witt­
genstein también afrontó el reto que estas proposiciones supo­
nen a la tesis de la extensionalidad y sus soluciones cabe con­
siderarlas, sobre todo por lo que hace al problem a de las pro­
posiciones generales, como sum am ente sugerentes. No obs­
tante, no disponem os en este trabajo de espacio suficiente co­
mo para clarificar en qué consistieron las mismas. Si nos he­
mos detenido brevem ente en su respuesta al problem a que
planteaban las proposiciones psicológicas, ha sido porque esta
solución, com o ya hem os dejado dicho, es importante para
ver algo más que la réplica wittgensteiniana a una objeción
contra su tesis de la naturaleza extensional de todos los siste­
mas lingüísticos.

3.3.4. ¿A la b ú sq u e d a de u n le n g u a je ló g ic am en te p e rfe c to ?

En cualquier caso, independientem ente de cúales sean los


escollos que puedan salir al paso de la tesis de la extensionali-
dad, y de cuál fuera la pericia de Wittgenstein para soslayarlos,
la asunción por su parte de tal tesis nos permite entender mejor
su pretensión de fundar la metafísica en la lógica. En efecto, si
la lógica resulta ser el esqueleto de todo posible sistema des­
criptivo del mundo, reflexionar sobre la estructura de su cálculo
y sobre sus condiciones de posibilidad, viene a ser lo mismo
que reflexionar sobre la estructura y las condiciones de posibili­
dad de toda posible descripción del mundo. En este sentido,
bien cabe decir de ella que aunque sus proposiciones nada di­
cen del mundo, y que por consiguiente no debe clasificársela
como una doctrina o una teoría, resulta ser, con todo, un reflejo
del mundo, pues es lo que posibilita, la condición trascenden­
tal, que haya descripciones del mundo ( Tractatus, 6.13).
No es la intención de Wittgenstein negar la posibilidad de
tener distintas concepciones y dar distintas descripciones del
m undo (véase Tractatus, 6.341. y 6.342). Pero nos hará la ob­
servación de que, no obstante las diferencias, todas las con­
cepciones y descripciones del mismo com parten esto: el pre­
suponer que el mismo es lógico. Por consiguiente, una refle­
xión sobre los fundamentos de la lógica nos permitirá desen­
trañar cuáles son los rasgos más generales de la realidad que
toda descripción más concreta de la misma debe asumir. Nos
permitirá desentrañar precisamente aquello que la metafísica,
en tanto que ontología, ha pretendido siempre sacar a la luz.
Cuanto acabamos de decir nos permite apreciar cuán erró­
nea resulta la lectura global que Russell nos invita a hacer del
Tractatus en la “Introducción” del mismo, cuando nos presen­
ta a W ittgenstein enfrentado al problem a de establecer “las
condiciones que se requieren para conseguir un lenguaje lógi­
camente perfecto” ( Tractatus, “Introducción”, p. 12). Pero una
lectura sin prejuicios del Tractatus no nos permitirá encontrar
ni rastro ele esta tesis. Cierto que en 3.323 Wittgenstein denun­
cia las am bigüedades del lenguaje corriente, pero no es menos
cierto que su propuesta para evitar incurrir en los errores a los
que tales ambigüedades nos empujan no es su sustitución o su
reducción a otro lenguaje (Sprache), sino sólo la adopción de
una notación (Zeichensprache) que obedezca a las leyes de la
sintaxis lógica ( Tractatus, 3-325). De ahí quizá que en 5-5563
termine por reconocer, lo que debió sorprender m ucho a Rus­
sell, que
“Todas las proposiciones de nuestro lenguaje corrien­
te están efectivamente, tal y como son, ordenadas de un
modo completamente lógico. ”
(Véase tam bién Diario Filosófico, p. 106)

Será m uy conveniente retener todo ésto en m ente para


cuando volvamos sobre la ontología del Tractatus. Por el mo­
mento, podem os seguir precisando las diferencias entre Rus­
sell y W ittgenstein estudiando las consecuencias que uno y
otro sacan de un principio que ambos tom an de Frege: el de
la determinación del sentido.

3.3.5. E l p rin c ip io de la d e te rm in a c ió n del sentido.

Hemos hablado más arriba de los presupuestos de la lógica


y hemos dicho que son tam bién los de cualquier descripción
posible del m undo, pero hablando más concretamente, ¿cuáles
son estos presupuestos? En Tractatus, 6.24. Wittgenstein nos
remite a dos presupuestos de la lógica que la hacen “conectar”
con el mundo: el que los nom bres tengan referencia y el que
las proposiciones elementales tengan sentido. De los dos, nos
interesa ahora comentar el último.
En realidad, el presupuesto de la lógica no es sólo que las
proposiciones elementales tengan sentido sino que tengan un
sentido “determinado". Ahora bien, ¿qué significa esto? Sería
erróneo suponer que lo que este principio exige es que las
proposiciones describan con toda exactitud una posible situa­
ción. La exigencia, más modesta, es sencillamente que la pro­
posición sea tal que quepa decidir o que ella, o que su nega­
ción, es verdadera. De hecho, si nos fijamos en cóm o hemos
construido las tablas de verdad, nos darem os cuenta de que
hemos estado trabajando constantemente con este presupues­
to, pues hemos partido de adscribir a las proposiciones ele­
mentales sólo dos valores veritativos: la verdad o la falsedad, y
hemos supuesto que, sea cual fuere el que les correspondiese,
su negación tendría justamente el valor inverso. No obstante,
podría preguntarse si, dada esta interpretación m odesta del.
principio de determinación del sentido, no ocurrirá que todas
las proposiciones 1(3 cumplen. La respuesta es que, al menos
en apariencia, éste no era el caso.
En efecto, desde ya m ucho antes de la publicación del
Tractatus, 11. Russell había llamado la atención sobre proposicio­
nes tales como “El actual rey de Francia es calvo”, en las que
intervienen expresiones a las que denom inó descripciones de­
finidas. Considerémoslas siquiera sea brevemente. ¿Qué ocurre,
en concreto, con el ejemplo de proposición que acabamos de
citar? Obviamente no es verdadera, pero ¿lo resulta su nega­
ción, “El actual rey de Francia no es calvo”? Ciertamente, tam­
poco. Tenemos, pues, o parece que tenemos, un ejemplo de
proposición que no tiene un sentido determinado, una propo­
sición tal que ni ella ni su negación son verdaderas.
Para enfrentarse a este tipo de situaciones, Russell elaboró
su célebre teoría sobre las descripciones definidas. Lo que la
misma venía a decirnos en esencia era que no debem os dejar­
nos llevar por la forma aparente de las proposiciones. En con­
creto, aquellas que involucran descripciones definidas apa­
rentan ser proposiciones elementales cuando, en realidad, son
proposiciones complejas. Asi, el ejemplo que hem os puesto
debiera ser analizado correctam ente en los siguientes térmi­
nos: “Existe un único individuo tal que es el actual rey de
Francia, y éste es calvo”. Y una vez analizado de esta manera
se hace patente que su contradictoria, su auténtica negación,
no es la proposición que habíamos supuesto sino esta otra:
“No existe un único individuo tal que sea el actual rey de
Francia y sea calvo.” A partir de aquí, Russell, com plementan­
do sus intuiciones lógicas con tesis epistemológicas de carác­
ter fenomenista, concluía que sólo aquellas proposiciones cu­
yas expresiones refieran a entidades cuya existencia resulte
absolutamente indubitable tenían un sentido determinado. El
conjunto de estas proposiciones constituiría el ya aludido len­
guaje lógicamente perfecto al que se trataría de reducir el res­
to de lenguajes.
Wittgenstein, por su parte, aceptaba el aspecto estrictamente
formal de la solución russelliana (véase Tractatus, 4.003), pero
fiel a su decisión de no entrar en irrelevantes cuestiones episte­
mológicas, lo que deducía de ella era que toda proposición tie­
ne ya un sentido determinado tal y como está, si bien ese sen­
tido no se hace explícito hasta que se haya llevado a cabo su
análisis completo; esto es: hasta que se haya presentado su
verdadera forma lógica, hasta que se haya hecho explícito el
conjunto de proposiciones elementales del que, caso de no
serlo ella misma, resulta una función de verdad. La exigencia
de la determinación del sentido, o lo que ahora vemos es lo
mismo, la exigencia de la existencia de proposiciones elemen­
tales en términos de las cuales puedan ser analizadas las pro­
posiciones moleculares, deviene así una exigencia puramente
lógica, a-priori (véase Tractatus, 2.0211, 2.0212, 3.23 y 5.5562).
Si tal requisito no se cumpliera, dependería el que una pro­
posición tuviera sentido (aquella que se analiza precisamente
por no presentar un sentido determ inado de forma inmediata)
de que otra u otras proposiciones fueran verdaderas (aquéllas
en términos de las cuales se analiza), pero entonces cualquier
descripción del mundo, ya fuera verdadera o falsa, resultaría
imposible, porque ¿cómo Íbamos a saber si esas proposiciones
de las que depende el sentido de las otras son o no verdade­
ras si, por hipótesis, también ellas carecerían de un sentido
determinado? Para poder com prender lo que nos dicen y así
decidir acerca de su valor de verdad, también ellas debieran
ser previamente analizadas en términos de otras proposicio­
nes, con lo que el regreso al infinito está servido. La conclu­
sión wittgensteiniana es, por consiguiente, que como de he­
cho tenemos distintos sistemas que nos perm iten describir el
mundo, cada cual dispondrá de sus proposiciones elementa­
les, y ello con toda seguridad, independientem ente de que se­
pamos o ignoremos cuáles son éstas.

3.3.6. L a s exigencias de u n a te o ría del significado.

La proposición elemental, de cuya existencia hem os visto


convencido a Wittgenstein por razones puram ente a-priori, re­
sulta ser, pues, el eslabón que conecta no sólo a la lógica sino
a todo posible sistema descriptivo con el mundo. Sin ella el
principio de determinación del sentido no estaría garantizado,
y sin tal garantía cualquier descripción del m undo verdadera o
falsa resultaría imposible. La pregunta clave es por consiguien­
te ¿cómo es posible que las proposiciones elementales tengan
sentido? Resuelta esta pregunta habrem os resuelto el problema
de cómo es posible que las proposiciones, en general, tengan
sentido. Pues según la tesis de la extensionalidad asumida por
Wittgenstein, aquellas proposiciones que no sean elementales
deberán ser funciones de verdad de las proposiciones elem en­
tales y el sentido de una proposición cuya verdad esté en fun­
ción de la verdad de otras está él mismo en función del senti­
do de estas proposiciones (Tractatus, 5.2341),
Esta misma tesis de la extensionalidad im pone, p o r otra
parte, una serie de requisitos para cualquier teoría del signifi­
cado de las proposiciones que aspire a ser correcta; el primero
de ellos, y el más importante en cuanto que, como veremos,
el resto se sigue de él, es que el sentido de las proposiciones
elementales no puede ser explicado por otra proposición, sino
que debe mostrarse por sí mismo. La asunción de este presu­
puesto se hace explícita ya en la manera de construir las ta­
blas de verdad, en las que otorgamos los valores veritativos a
las proposiciones básicas de manera completamente indepen­
diente. Pero la justificación de tal requisito estriba en la misma
esencia de la tesis de la extensionalidad.
En nuestra opinión, Wittgenstein no negaría la evidencia de
que podem os dar una explicación verbal satisfactoria del sen­
tido de una proposición, pero nos haría ver que esto sólo es
posible si ya com prendem os el sentido de las proposiciones
en términos de las cuales efectuamos la descripción. En deter­
minado punto, pues, el sentido de las proposiciones deberá
ser captado de manera inmediata en el uso de la proposición,
y sin ninguna explicación ulterior del mismo. Y ese determ ina­
do punto coincidirá, en última instancia, con el acceso a las
proposiciones elementales pues son éstas, según vimos en el
apartado anterior, las únicas capaces de desem peñar la fun­
ción de determ inar el sentido del resto de proposiciones.
Sabemos ahora el primer requisito que una correcta teoría
del significado debiera cumplir: explicar cómo es posible que
una proposición muestre por si misma el sentido ( Tractatus,
4.022), de manera que nosotros podamos captarlo sin necesi­
dad de que nos sea explicado (Tractatus, 4.02-4.021). Y de él
se deducen estos dos más: explicar cómo es posible que po­
dam os entender proposiciones que nunca antes hemos oído
( Tractatus, 4.027, 4.030), y explicar cómo es posible que po­
damos captar el sentido que una proposición tiene aún antes
de conocer el valor de verdad que le corresponde (Diario Fi­
losófico, p. 20). Pues obviamente, si la proposición muestra
por sí misma su sentido, sin necesidad de explicación ulterior,
ese sentido podrá ser captado aunque la proposición se escu­
che por vez primera, y aunque no se tenga noción alguna de
si el hecho que la misma describe es o deja de ser el caso. Po­
dríamos resumir todos estos requisitos, que una correcta teoría
del significado de las proposiciones debiera cumplir, en sólo
uno: explicar la autonomía del sentido de las proposiciones
elementales, autonomía con respecto al resto de proposicio­
nes, y autonomía con respecto a los hechos del mundo.

3.3.7. L a génesis de la te o ría p ic tó ric a del significado.

La respuesta wittgensteiniana a todas estas exigencias fue la


elaboración de su famosa teoría pictórica del significado. Tal
elaboración se produjo lentamente, al hilo de la crítica a las
posiciones al respecto de Frege. Este había sostenido que las
proposiciones mismas eran nombres cuyo significado quedaba
articulado en dos dimensiones: la del sentido y la de la refe­
rencia, estribando la primera de ellas en el pensamiento, pecu­
liarmente entendido no como una actividad subjetiva sino co­
mo un contenido objetivo apto para ser captado por múltiples
individuos, y la segunda en el concreto valor veritativó de la
proposición en cuestión (véase Frege, 1971, p. 57 y ss).
La objeción de W ittgenstein a esta teoría del significado,
aparte de que conduce al platonismo (pues obliga a postular
la existencia de objetos lógicos que constituyen la referencia
de las proposiciones lógicas), radica en que, dado que de un
nom bre cuya referencia desconozcam os podem os decir que
desconocemos también su significado, si la proposición fuera
un nom bre el com prenderla exigiría conocer su referencia, o
sea su particular valor de verdad. Lo que hem os visto que
contravendría una de las exigencias que la tesis de la exten­
sionalidad imponía a cualquier teoría que aspirase a ser co­
rrecta, amén de contradecir, com o es obvio, nuestra práctica
lingüística (véase “Notas sobre lógica" p. 10),
Frente a Frege, por tanto, Wittgenstein va a subrayar que
nom bre y proposición son expresiones que pertenecen a ti­
pos diferentes, que el nom brar y la relación significativa invo­
lucrada en la proposición son distintos; el nom brar es simple­
mente el referir, la relación de estar por un objeto existente
(en el sentido intemporal de la lógica en el que resulta perfec­
tam ente legítimo decir, por ejemplo, que Julio César existe
aunque esté muerto. Véase Tractatus, 3.202, 03.203 y 3.22), en
tanto q u e la relación significativa de la proposición con el
mundo estriba en su describir una posible situación (Sachlage) y
no, necesariamente, un hecho efectivo (positive Tatsache) (véa­
se Tractatus, 4.023 y, sobre todo, Diario Filosófico, p. 69). Por
ello mismo su posición final frente a Frege será que los nom ­
bres tienen sólo referencia en tanto que las proposiciones sólo
sentido. W ittgenstein resum e to d o esto con una m etáfora
cuando dice:

“Las situaciones se p u eden describir pero no nom ­


brar.
(Los nom bres son como puntos; las proposiciones,
como flechas: tienen sentido)
Tractatus, 3.144.

Por otra parte, y al ser la función de los nombres estar por


o sustituir a los objetos, ello significa que son símbolos esen­
cialmente simples ( Tractatus, 3-3411), lo que no quiere decir
que sean signos carentes de toda composición, sino que cual­
quier composición en ellos es irrelevante. Por su lado, y dado
que toda descripción lo es de determinada configuración de
elementos que constituyen un posible hecho, la proposición
sólo puede cumplir su tarea descriptiva siendo ella misma un
hecho, algo ya no sólo esencialmente complejo, sino lo que es
más importante, articulado ( Tractatus, 3.14, 3.141, 3-142, 3.251
y 4.032).
Esta última intuición, que Wittgenstein ya expresa en sus
“Notas sobre lógica”, contiene el germ en de la teoría pictórica
del significado. Sin embargo, ésta no se le ocurriría sino ya ini­
ciada la guerra, cuando Wittgenstein pasó a defender que toda
proposición, perteneciera al sistema de descripción que perte­
neciera, es una pintura (Bild) de la realidad ( Tractatus, 4.01)
en virtud de poseer algo en común con ésta (véase Diario Fi­
losófico, p. 32).

3.3.8. L a T eo ría p ic tó ric a del significado: F o rm a p ic tó rica ,


fo rm a lógica y m u ltip lic id a d lógico m a tem ática.

En el Tractatus esta teoría pictórica del significado dista de


estar claramente expuesta, Wittgenstein multiplica el uso de tér­
minos técnicos y, sin embargo, a veces resulta difícil sustraerse
a la impresión de que no se atiene a una utilización consistente
de los mismos. Habíamos dicho que, según esta teoría, la pro­
posición era una pintura de la realidad, o, para ser más exactos,
de la posible situación que constituye su sentido, en virtud de
poseer algo en común con la misma; nuestra pregunta más in­
mediata es la siguiente: ¿en qué consiste este algo común?
En distintos lugares Wittgenstein parece sugerir respuestas
diferentes a esta pregunta. Así, a veces, parece que lo que
proposición y situación deben compartir es la forma pictórica
( Tractatus, 2.17), otras la forma lógica ( Tractatus 2.2), y otras,
por último, la multiplicidad lógica o matemática ( Tractatus,
4.04). Tales respuestas no son, no obstante, incompatibles,
pues si una proposición y una situación tienen en com ún la
forma pictórica, tendrán en com ún tam bién la forma lógica, y
si tienen en común la forma lógica, tendrán la misma multipli­
cidad lógico-matemática. Pero para entender todo esto hay
que tener presente una distinción a la que ya hemos aludido:
la distinción entre proposición y signo proposicional.
Consideremos la escena central de la famosa pintura de Ra­
fael La escuela de Atenas. Las figuras centrales de la misma re­
presentan a Platón y Aristóteles en actitud dialogante. Consi­
derem os ahora la oración “Platón conversa con Aristóteles".
Obviamente, desde una perspectiva ya no estética sino física,
la pintura de Rafael y nuestra oración son muy diferentes.
Mientras aquélla consta de imágenes ésta está com puesta por
palabras. Sin embargo, una y otra podrían utilizarse para re­
presentar una misma situación posible. En este sentido, expre­
san o representan la misma proposición. Podemos decir, pues,
que la pintura de Rafael y nuestra oración son diferentes sig­
nos proposicionales (diferentes hechos físicos) que represen­
tan la misma proposición (puesto que cum plen la misma fun­
ción simbólica). Y podem os preguntarnos ahora cóm o es posi­
ble que tal sea el caso. Cómo es posible que la pintura y la
oración expresen el mismo sentido.
La m anera en que la pintura y la oración representan la
misma posible situación es diferente. Rafael ha conseguido
concitarnos la idea de diálogo entre los dos filósofos pintán­
dolos en una de las actitudes típicas de los hum anos cuando
conversan: con los brazos gesticulando, las miradas entrecru­
zadas, etc. Por contra, la oración consigue transmitirnos ese
mismo sentido m ediante una disposición ordenada conforme a
las reglas convencionales de gramática castellana de una serie
de palabras que, también merced a reglas convencionales, de­
signan a dos personas, Platón y Aristóteles, y una acción, la de
conversar. Cada uno de estos signos proposicionales tiene
pues unos recursos específicos para cumplir su función simbó­
lica, y es el conjunto de estos recursos lo que Wittgenstein
mienta cuando habla de la forma pictórica ( Tractatus, 2.171).
Sin embargo, si tan diferentes signos proposicionales como los
que estamos tratando pueden cumplir la misma función sim­
bólica y, por consiguiente, expresar la misma proposición, ello
se debe a que a pesar de su diferente forma pictórica compar­
ten una misma forma lógica.
En efecto, aunque mediante diferentes recursos, el caso es
que tanto la pintura como la oración se las ingenian para re­
presentar los mismos personajes y la misma relación entre
ellos; y precisamente éste es el requisito que cualquier signo
proposicional con el que quisiéramos expresar la proposición
que la pintura y nuestra oración expresan debiera tener en co­
m ún con ellas: su capacidad de simbolizar dos individuos y
una relación entre ellos o, dicho en otros términos, su capaci­
dad de simbolizar una relación diádica ( Tractatus, 2.18). Aisla­
mos la forma lógica, por consiguiente, cuando haciendo abs­
tracción de la peculiar manera en que un signo proposicional
consigue representar una posible situación, prestam os aten­
ción al núm ero y tipo lógico de elementos que intervienen en
ella; en este caso tres: dos individuos y una relación.
Ahora bien, de aquí se sigue, y a esto es a lo que apunta
Wittgenstein en Tractatus, 4.04, que para que un signo propo­
sicional pueda representar un posible estado de cosas deberá
ser posible distinguir en él el mismo número de elementos que
cabe distinguir en éste, esto es: deberá cumplir el requisito de
tener la misma multiplicidad lógico-matemática que la situación
que describe. No obstante, tal requisito no parece cumplirse en
ninguno de los dos casos que estamos considerando. En la
oración hay un elemento más que en la situación por ella re­
presentada, pues, mientras según acabamos de decir, en ésta
hay sólo tres elementos, la oración consta de cuatro palabras.
Por su parte, en la pintura de Rafael hay sólo dos.
li clave para resólver esta aparente paradoja n g la da
Tractatus. Leemos fgjjj

"Lü proposici&íi póseé aspectos éstíítéiales. y a itu to u


láles.
s&BaMenlt&es son aquellos; aspectos que se deben a /
¡mr.liciilar mnd¡j ele p r o d u c ir el sigtm p rú p o siciónal.
Éséütciaies son sólo aquéllos qite perm iten a la proposi­
ción expresar su sentido".

Lo que Wittgenstein quiere decirnos con esta observación


es que,: en virtud de su peculiar forma pictórica, hay elem en­
tos en el signo preposicional que carecen d e una función sig­
nificativa esencial: f que por tanto no deben contabilizarse a
la hora d e determ inar su multiplicidad lógico matemática: es el
caso de la preposición “con-' en nuestra oración, o de las túni­
cas que vistfn Platón: y Aristóteles en la pintura de Rafael. Pe­
ro además, si se relaciona este parágrafo con otros del Trac­
tatus (¡con 3.1.432, sobre todo) cabe hacer aún otra lectura del
mismo, p i p n está: Otra lectura lo que Wittgenstein nos estaría
diciendo también éS que en virtud de su forma pictórica cada
signo preposicional tiene una manera sui generis de presentar
sus elementos esenciales. Por ejemplo, la relación de conver­
sar éS un elem ento esencial tanto de la pintura com o de la
oración; sin embargo pintura y oración la representan diferen­
temente::. la primera, relacionando; de cierto m odo las figuras
que representan a Platón y Aristóteles; la segunda, utilizando
explícitamente un signo —una palabra— que refiere a ella.
Cada uno de estos recursos tiene sus peculiares ventajas: e
incónvénífentes. :Asl: lá manera en q u e ja pintura representa la
relación tiene la ventaja de hacernos: ver, de m anera inmedia­
ta, que ésta no es §1 mismo tipo, de entidad que un objeto, y
piéCtsaménté en ocultar ésto estriba el inconveniente d e la for­
ma pictórica de la oración, pues en ésta: la palabra que desig­
na la relación tan- Sustantiva <<>nio la palabra que designa a
ta l personas, Por contra, la forma pictórica dé la oración tiene
a su favor el que ¡OS! nos extravía a< en .1 del número, de éle*
niéiítaf: 8dtí*ualé§.qué .ÍHterviS88íi e á ella, al juzgar, pc>r tanto,
su multiplicidad légto-m atem atica; cosa que sí hace la pintura
al 110 utilizar ningún signo explícito que represénte la íflación.
Ló ideal, p o r consiguiente, Seria: disponer J n Una. notación cu
ya forma pictórica no nos engañase ni acerca de la multiplici­
dad, ni acerca de los tipos a los que pertenecen los elementos
que integran el signo proporcional. La notación lógica “aRb”
de nuestra proposición podría cumplir esta función perfecta­
mente, pues los tres signos de que consta el signo proposicio­
nal hacen patente que el mismo representa una situación la
m ultiplicidad lógico-matemática de cuyos elem entos es tres,
de los cuales uno pertenece a un tipo diferente del resto.
Para terminar sólo hacer notar que ni su multiplicidad ni su
forma lógica son algo que la proposición diga, y que lo mismo
cabe afirmar de la forma pictórica ( Tractatus, 2.172, 4.12 y
4.121). No podía ser de otro m odo por lo que respecta a las
primeras dado que tanto una como otra están en función de
los tipos de símbolos que intervienen en la proposición, y ya
vimos que para Wittgenstein no es posible aseverar nada acer­
ca de los mismos. Y por lo que hace a la segunda es no m e­
nos obvio que no puede ser aseverada. Ninguna pintura, ni de
Rafael ni de ningún otro pintor, dibuja su estilo o los recursos
de que se sirve para representar una situación (ninguna pintu­
ra, por ejemplo, pinta el cubismo). Esto es más bien algo que
la pintura muestra (su cubismo es algo que la pintura muestra
en la forma como está pintada), de la misma manera en que
es el uso de los signos el que nos muestra el tipo de símbolos
que representan y, por consiguiente, la multiplicidad y la for­
ma lógica de la proposición que integran. Una vez más, aque­
llo que posibilita que el lenguaje tenga sentido, en este caso
las formas pictórica y lógica y la multiplicidad lógico-matemá-
tica, es algo que lenguaje muestra pero no dice.

3.3.9. L a te o ría p ic tó ric a : el p en sam ien to .

Sabemos ahora en qué consiste el isomorfismo de la propo­


sición con el posible estado de cosas que representa: tanto en
una como en el otro deben ser reconocibles el mismo número
y tipo de elementos. O dicho más brevemente: deben compar­
tir la misma forma lógica. Sin embargo, este isomorfismo lógico
entre proposición y estado de cosas, con ser condición necesa­
ria para que la primera represente al segundo, dista de ser con­
dición suficiente. La oración “Tetis implora a Júpiter”, el cuadro
de Ingres del mismo nom bre o, incluso, el que nuestro orclena-
dor esté sobre la mesa, son todos ellos hechos que tienen la
misma multiplicidad y forma lógica que la oración “Platón con­
versa con Aristóteles” o que la pintura de Rafael considerada
de la manera reductiva que hemos propuesto; también en ellos
hay tres elementos: dos cosas y una relación diádica. Son, por
consiguiente, candidatos adecuados para constituir signos pro­
posicionales que expresen la misma posible situación, el mis­
mo sentido, la misma proposición, que expresan nuestros
ejemplos anteriores. Y, sin embargo, no lo hacen. Nuestra pre­
gunta es ¿por qué?, ¿qué es lo que hay que añadir a un hecho
que comparte la forma lógica con un posible estado de cosas
para que represente a éste? La respuesta a estas preguntas nos
hace desembocar, como vamos a ver, en la consideración de la
otra condición de posibilidad de la lógica: el que los nombres
tengan referencia (recuérdese Tractatus, 6.124)
Wittgenstein las contestaría con un nuevo término técnico: la
relación pictórica (die abbildende Beziehung). Es la relación
pictórica la que convierte a un hecho en un signo proposicio­
nal que expresa una proposición ( Tractatus, 2.1513). Esta rela­
ción pictórica consiste en la coordinación de los elementos del
signo proposicional —los nom bres— con los elem entos del
posible estado de cosas — los objetos— para expresar el cual
vamos a utilizarlo ( Tractatus, 2.1514). Así, si la oración “Platón
conversa con Aristóteles” expresa la proposición que expresa,
ello se debe a que sus elementos, los signos simples o nom­
bres que la integran, “Platón”, “Aristóteles” y “conversa con”,
están correlacionados con los objetos o elementos simples que
integran la posible situación que la proposición describe: Pla­
tón, Aristóteles y la relación de conversar. Y es esta correlación
la que, al no darse en los nuevos ejemplos que hemos puesto,
hace que éstos, a pesar de ser hechos con la forma lógica re­
querida, no describan precisamente esa posible situación.
Para clarificar esta relación pictórica Wittgenstein utiliza la
noción de proyección. Cuando relacionam os pictóricamente
un hecho —un signo proposicional— con un posible estado
de cosas, lo que hacemos es proyectar aquél en éste ( Tracta-
lus. 3.11). De manera análoga, podríamos decir, a como m e­
diante la luz que emite el proyector cinematográfico proyecta­
mos el fotograma en la pantalla. Pero si aceptam os esta analo­
gía inm ediatam ente se nos plantea una cuestión. Podem os
comparar la imagen proyectada en la pantalla con el posible
estado de cosas que constituye el sentido de la proposición y
el fotograma que se proyecta con el signo proposicional, pero
¿a qué le corresponde jugar el papel que juega la luz en la
proyección cinematográfica? ¿Qué es el elem ento que proyec­
ta, el m étodo de proyección?
En Tractatus, 3-13 responde Wittgenstein: el pensam iento
(das Denkeri). Parece, pues, que lodo lo que se requiere para
obtener una proposición con sentido son un hecho físico para
desem peñar el papel de signo proposicional (unas imágenes
dibujadas sobre un lienzo o sobre la pared, unas palabras es­
critas sobre un papel, etc.), un posible estado de cosas en el
que sea distinguible el mismo núm ero y tipo de elementos
que en aquél, y una actividad: el pensar, que correlaciona biu-
nívocamente los elementos del primero con los del segundo.
En suma, dos hechos, uno efectivo y el otro posible, y una ac­
tividad que los relaciona. Sin embargo, por desgracia, las co­
sas no están tan claras y la polémica entre los comentadores
se ha desatado en este punto. El problema estriba en que la
noción wittgensteiniana del “pensam iento” parece ser mucho
más compleja de lo que hasta aquí hemos señalado y, conse­
cuentem ente, también parecen serlo los requisitos de la pro­
posición con sentido.
En efecto, Tractatus, 3 define el pensam iento (Gedanke)
com o la pintura lógica (das logische Bild) de los hechos (Tat-
sachen), y dado que en 2.141 se nos ha dicho que toda pintu­
ra es tam bién un hecho, de aquí parece que debem os concluir
que el pensam iento, más que una relación entre hechos, es él
mismo otro hecho; un hecho, por así decirlo, interno o secreto
que se hace explícito en el signo proposicional perceptible
sensorialmente ( Tractatus, 3-1 y 3-12). Tal interpretación está
avalada, adem ás, por una carta que W ittgenstein escribió a
Russell el 18 de agosto de 1919 en la que le confirma su opi­
nión de que el pensam iento (Gedanke) es un hecho (Tatsa-
che), y puntualiza que está constituido por elementos psíqui­
cos (véase Cartas a Russell, Keynes y Moore p. 69). Para obte­
ner una proposición parece ahora que debem os disponer de
tres hechos, y no de dos como dijimos antes: uno psíquico
—el Gedanke—, otro físico —el signo proposicional— , y uno
posible —el estado de cosas que constituye el sentido de la
proposición— . Este análisis parece hacer justicia a ciertos fe­
nóm enos psicológicos com o el de que a veces podem os pen­
sar cosas y callárnoslas, fenóm eno que no resultaba fácil de
explicar si por pensam iento hubiéramos entendido sólo la ac­
tividad que relaciona un signo proposicional con un estado de
cosas posibles; pues siendo un signo proposicional algo pú­
blicamente perceptible, parecería deducirse que siempre de­
biéramos pensar, p o r así decirlo, en voz alta. Pero lo que ga­
namos por un lado parecem os perderlo por otro, porque si el
pensam iento es él mismo un hecho, entonces lo que no está
nada claro es cómo puede, a la vez, jugar el papel de método
de proyección, cómo puede ser el elem ento que relaciona al
signo proposicional y al posible estado de cosas que es el sen­
tido de la proposición. Si el pensam iento es un tipo de foto­
grama, ¿cómo puede ser, a la vez, el responsable de que otro
fotograma aparezca proyectado en la pantalla?.
Muchos comentadores del Tractatus (Favrholdt, 1967; Bou-
veresse, 1976; Malcolm.1986) han pensado que la posición de
Wittgenstein era que el pensam iento puede desem peñar esa
función proyectiva en virtud, precisam ente, de la naturaleza
de los elementos que lo integran. Si el signo proposicional de
una oración necesita ser proyectado para adquirir un sentido,
ello se debe a la naturaleza física de sus integrantes: (las pala­
bras), ya que entre un elem ento físico y un objeto del m undo
no puede haber sino una relación externa, contingente, con­
vencional en suma. La palabra “Platón” sería el mismo signo
aunque lo utilizáramos para designar a otra persona diferente
al famoso filósofo griego, del mismo m odo que la imagen que
en la pintura de Rafael lo representa no cambiaría porque de­
cidiéramos interpretarla com o representando a Leonardo da
Vinci, dado que fue a él a quien tomó Rafael como modelo
para dibujarla. Pero el caso es com pletam ente distinto con el
pensam iento y, por ende, con sus constituyentes, pues él no
necesita, a diferencia del signo proposicional, ser proyectado
para adquirir un sentido; su relación con el posible estado de
cosas que constituye éste es interna o esencial. Lo que esto
quiere decir es que un pensam iento es siempre un pensam ien­
to de algo, y que si ese algo de lo que es cambia — si cambia
su contenido intencional— entonces el pensam iento ya no es
el mismo pensam iento sino otro nuevo. Tenemos, pues, que
mientras la relación proyectiva resulta extrínseca al signo pro­
posicional, es intrínseca y consustacial al pensamiento.
Tal interpretación es, qué duda cabe, sugerente. Sin em bar­
go, se encuentra con otra serie de escollos que conviene tener
en cuenta. Paradójicamente, los que más inmediatamente lla­
man la atención son los que se derivan del mismo texto de la
carta ya aludida que Wittgenstein dirigió a Russell y en la que
le confirma su sospecha de que el Gedanke es él mismo una
Tatsache. Dice allí:

“ No sé cuáles son las partes constitutivas de u n pensa­


miento, pero sé que debe tener tales partes constituyentes
que correspondan a las palabras del lenguaje. Asimismo,
el tipo de relación de las partes constituyentes del pensa­
miento y del hecho representado carece de importancia.
Determinarla sería un problema de psicología ”.

Para em pezar es sum am ente sorprendente que Wittgenstein


afirme que la relación entre los elementos del pensamiento y
los objetos que configuran el posible estado de cosas que
constituye el sentido de la proposición carece de importancia,
pues si la interpretación que acabamos de esbozar es correcta,
tal relación era nada m enos que la que dotaba de significado a
las palabras. Pero es que, además, Wittgenstein afirma que de­
terminar tal relación sería un problema de psicología. De don­
de se siguen dos consecuencias fatales para esa interpretación.
La primera, que entonces a la psicología le competería expli­
car cómo es posible que se cumpla uno de los presupuestos
sobre los que descansa el mismo cálculo lógico, a saber, que
las palabras tengan referencia, lo que chocaría con el exacer­
bado anti-psicologismo que ya vimos asumía Wittgenstein. La
segunda, más decisiva si cabe, que entonces esa relación entre
los elem entos del Gedanke y los de la posible Tatsache no po­
dría ser, en contra de lo interpretado, interna, pues si su
estudio es competencia de la psicología no cabe que sea sino
contingente, ya que la psicología, como el resto de ciencias
empíricas, no investiga sino relaciones contingentes o externas
entre los hechos ( Tractatus, 6.3. Véase también Mounce, 1983,
capítulo 7). La misma carta a la que estamos aludiendo confir­
ma, por otra parte, que esta relación debe ser interpretada co­
mo una relación externa, pues un poco más abajo del texto ci­
tado comenta Wittgenstein:
Consiste u n Gedanke en palabras? ¡No! Consiste en
constituyentes psíquicos que tienen e l mismo tipo de re­
lación con la realidad que las palabras. Cuáles son los
constituyentes, no lo sé. ”

y si esos constituyentes psíquicos tienen con los objetos reales


la misma relación que las palabras, nadie discute que ésta últi­
ma es una relación puram ente contingente o externa. Necesi­
tamos urgentem ente una interpretación alternativa. Lo que a
continuación vamos a decir debe tomarse com o un esbozo de
sus líneas maestras.
Resulta indiscutible que el pensam iento (G edanke) es un
hecho, la naturaleza de cuyos constituyentes no le da ningún
privilegio con respecto a los signos proposicionales físicos. Es­
to cuadra perfectamente con el análisis de Tractatus, 5.541 y
5-542 que ofrecimos antes, pues, según el mismo, lo que Witt­
genstein estaba diciéndonos allí era que la relación entre un
pensamiento y su contenido era análoga a la relación existente
entre un signo proposicional y una proposición. Es a la psico­
logía a la que com pete investigar la naturaleza de esos ele­
mentos psíquicos, pero a nosotros nada nos importa si descu­
bre que los mismos son imágenes mentales, esquemas neuro-
nales acaeciendo en nuestro cerebro, o cualquier otra cosa,
pues sean lo que sean no explicarán cóm o es que las palabras
tienen significado. Este hecho psíquico que es el pensamiento
(Gedanke) está contingente o externam ente relacionado con
esos otros dos hechos, efectivo el uno, posible el otro, que
son el signo proposicional por una parte, y el posible estado
de cosas que constituye el sentido de la proposición, por la
otra. Los problem as em piezan a partir de aquí. Si el pensa­
miento como hecho psíquico no garantiza la relación pictóri­
ca, ¿qué otra cosa puede garantizar tal relación? Además, ¿no
dice acaso Wittgenstein que la relación pictórica pertenece a la
pintura ( Tractatus, 2.1513)? ¿Cómo podríamos reconciliar esta
observación con la conclusión anterior según la cual la rela­
ción entre el pensam iento com o hecho psíquico (com o pintu­
ra lógica) y el posible hecho por él pintado resultaría ser ex­
terna? Veamos si podem os resolverlo.
Por lo que respecta al factor garante de la relación pictórica,
que coordina directa o indirectamente, a través o no de las pa­
labras, los elementos psíquicos de esa especie de signo propo­
sicional que es el pensam iento (Gedanke) con los objetos que
configuran los posibles estados de cosas que constituyen su
sentido, Wittgenstein no deja duda alguna; se trata, otra vez,
del pensamiento. De él nos dice en Tractatus, 3-11 que es el
m étodo de proyección. Pero es obvio que después de cuanto
hem os dicho ya no podem os indentiñcar este pensam iento ga­
rante de la relación pictórica con ese otro que es un relato de
la misma. Quizás ésta es la razón por la que Wittgenstein no
utilice en este parágrafo la denominación "der G edanke" para
el mismo y se refiera a él con el título de “das D enken”, que,
después de todo, quizás fuera más conveniente traducir por
“el pensar” antes que por “el pensamiento". Creemos, pues,
que la interpretación de aquellos que insiten en la necesidad
de diferenciar entre el "Gedanke” y el “D en ken ”, o el pensa­
miento y el pensar, en el Tractatus es la correcta (véase Vicen­
te Arregui, 1984, Cap. III)
Por contraposición al pensamiento, el pensar no debe ser
concebido como un hecho en absoluto, sino como una activi­
dad; una actividad por la que quedan correlacionados los ele­
mentos de los distintos hechos involucrados en el fenómeno
de la expresión de una proposición, de manera tal que unos
representan a los otros. Ahora bien, ¿de qué naturaleza es esa
actividad y quién la ejecuta? Si contestáramos que se trata de
una actividad psicológica, sería el sujeto que estudia la psico­
logía, el yo psicológico o empírico, quien la llevaría a cabo.
Pero tal interpretación, aparte de tener el inconveniente de
que seguiría colocando a Wittgenstein en una posición no de
su agrado, bajo la sombra del psicologismo (pues de nuevo
sería la psicología la que debiera dar cuenta de cómo es que
las palabras tienen referencia, uno de los presupuestos de la
lógica), resulta muy poco verosímil, porque de esa actividad,
por ser precisam ente condición de posibilidad de toda des­
cripción, no podríamos hablar.
En efecto, ¿cómo podríam os describir el pensar, la actividad
de correlacionar los signos (psíquicos o verbales) con los ob­
jetos del m undo, sin ya presuponerlo? Para suministrar tal des­
cripción debiéram os utilizar palabras, pero para que éstas
cum plieran su com etido debieran, a su vez, ser pensadas, co­
rrelacionadas con su referencia, con lo que este pensar o acti­
vidad correlacionadora que las dota de significado quedaría
ella misma impensada. Necesariamente, por consiguiente, el
pensar que dota de referencia a los signos que usamos queda
siempre sin describir. Ocurre aquí com o con los tipos a los
que pertenecen las expresiones que utilizamos, o como con su
forma pictórica y su forma y multiplicidad lógica; el m odo co­
mo pensamos, la concreta correlación que establecemos entre
los elementos de nuestras pinturas (psíquicas o no) y los obje­
tos del mundo, es algo que sólo puede mostrarse en el senti­
do que las proposiciones que mediante ellas expresamos tie­
nen, pero no es algo que pueda decirse.
Es obvio, por consiguiente, que el pensar no es una activi­
dad que pueda describirse. Pero entonces resulta no menos
obvio que tam poco es un proceso cuya investigación competa
a la psicología ni a ninguna otra ciencia. Pues éstas, al no te­
ner por objeto sino el suministrarnos una descripción verdade­
ra del m undo ( Tractatus, 4.11), no pueden ocuparse de lo in­
descriptible. Y si el pensar no es una actividad psíquica, el su­
jeto que piensa no puede ser un sujeto del que la psicología
pueda hablar, un sujeto psicológico, sino que será un sujeto
del que deba tratar la filosofía, un sujeto trascendental, en tan­
to que es condición de posibilidad del lenguaje, y, como vere­
mos después, metafísico, en tanto que está fuera del mundo
(véase Kenny en Block, 1981, p. 146-7).
Según lo que acabamos de ver, bien puede decirse no sólo
que (la actividad de) el pensar es algo distinto (del hecho) del
pensamiento, sino tam bién externam ente añadido a él. Sin es­
ta adición, el pensam iento carecería de su dimensión intencio­
nal, de su referencialidad a algo distinto de sí mismo. Esto
suena extraño porque, com o ya reconocim os antes, de un
pensamiento que no lo fuera de algo nos sentiríamos remisos
a decir que es un pensamiento, y además parece en contradic­
ción con Tractatus, 2.1513, pues en esta observación se nos
advierte que la relación pictórica (que sería la que fija el pen­
sar) pertenece a la figura, de donde podem os deducir, puesto
que el pensam iento es él mismo una figura, que la relación
entre pensam iento y pensar debe ser esencial o interna, y no
accidental. Todo se resuelve satisfactoriamente, no obstante, si
suponem os que el pensamiento, el Gedanke, puede ser enten­
dido en dos sentidos bien diferentes. Consideremos, de hecho,
Tractatus-, 2.1513. Leemos allí:
“Según esta interpretación pertenece también a la p in ­
tura la relación pictórica que hace de ella una pintura. ”

Wittgenstein no está aquí hablando específicamente de esa


pintura lógica que es el pensam iento, sino de toda pintura
(también, por consiguiente, de las oraciones, de los dibujos, y,
en general, de cualquier cosa que podem os utilizar para repre­
sentar otra), y nos está diciendo que lo que hace de ellas una
pintura es, precisamente, la relación pictórica. Esta observa­
ción nos invita a preguntar: y ¿qué serían las pinturas sin esta
relación?
Imaginemos, para responder esta pregunta, que involunta­
riamente alguien derrama un tintero sobre una hoja en blanco
y que, milagrosamente, la tinta desparram ada se dispone de
una forma idéntica a como lo hace cuando con una estilográfi­
ca escribim os la oración “Platón conversa con Aristóteles”.
Quien ignore las circunstancias en que tal efecto se ha produ­
cido y lo contem ple podría pensar que, de hecho, está viendo
una oración escrita por alguien con la intención de describir
una posible situación. Pero en realidad, esta viendo una sim­
ple mancha sin significado alguno: u n hecho del m undo tan
objetivo y carente de significación como cualquier otro. Ni tan
siquiera sería exacto decir que esa mancha constituye un sig­
no proposicional, pues aunque este es un hecho objetivo, sólo
es un signo proposicional si es usado para expresar una pro­
posición. Y lo que vale para las oraciones escritas, vale para
los hechos psíquicos. Si dispusiéram os de una técnica para
suscitar imágenes mentales, y suscitáramos en un hombre que
no sabe qué es un árbol una imagen idéntica a la que tene­
mos cuando contemplamos uno, no por ello podríamos decir
que él está pensando en un árbol (no puede referir la imagen
a los árboles porque no sabe qué son éstos, ni tan siquiera
que existan).
Tenemos entonces que las oraciones, los dibujos, los pensa­
mientos, en definitiva cualquier tipo de pintura, si hacemos
abstracción de su relación pictórica con el mundo, son un he­
cho objetivo del que no podem os decir estrictamente hablan­
do que sea una oración, ni un dibujo, ni un pensam iento ni
ningún otro tipo de pintura. Como tal hecho objetivo la rela­
ción pictórica le es absolutam ente externa (las oraciones po­
drían haberse escrito según otras reglas gráficas, los dibujos
podrían haber utilizado otras leyes de perspectiva, y nuestra
peculiar facultad imaginativa podría haber sido diferente por
razones biológicas). Pero si lo consideramos como una pintu­
ra, entonces la relación pictórica le pertenece, porque sin ella
no sería una pintura sino un simple hecho. Como hecho obje­
tivo que accidentalmente tiene una significación será objeto de
investigación científica (la psicología, por ejemplo, estudiará
los elementos eidéticos de que somos conscientes, o los even­
tos que acaecen en nuestro cerebro mientras pensamos). Co­
m o hecho que necesariamente debe reunir una serie de requi­
sitos para expresar un sentido (tener cierta forma lógica, estar
en una relación proyectiva con el m undo, etc.) será objeto de
reflexión filosófica.

3 .4 . O n to lo g ía y M e ta f ís ic a

3.4.1. E l co ncepto de v e rd a d .

Vemos ahora cóm o la teoría pictórica del significado cum­


ple los requisitos que la tesis de la extensionalidad imponía:
la autonomía del significado de las proposiciones elementales.
Pues para entender el sentido de éstas todo lo que se requiere
es saber qué objetos designan los nombres que la integran.
Conocida su referencia, la misma configuración de los nom ­
bres en la proposición nos muestra cuál es la posible configu­
ración de las cosas en el m undo que representa. Por consi­
guiente no es necesaria ninguna otra proposición que nos ex­
plique su sentido y éste, por otra parte, se com prende antes, e
independientem ente por tanto, de que sepam os si la proposi­
ción es verdadera o no. Para decidir el valor de verdad de las
proposiciones elementales lo que deberem os hacer es, preci­
samente, compararlas con la realidad ( Tractatus, 2.223), deter­
minar si el estado de cosas que pintan acaece efectivamente
en el m undo. La pregunta es ¿cómo se puede llevar a cabo tal
comparación?
En el Tractatus no puede encontrarse una respuesta elabo­
rada a esta pregunta. La razón quizás no sea otra sino que
Wittgenstein estimó que la tarea de explicar las condiciones
bajo las que consideramos verificada a una oración es de na­
turaleza epistemológica y, por consiguiente, perteneciente al
campo, para él irrelevante, de la filosofía de la psicología. Pe­
ro aún si es cierto que el problema de la verdad tiene un as­
pecto epistemológico, no lo es m enos que, por estar involu­
crado en él la cuestión de la relación de nuestro pensam iento
y de nuestro lenguaje con el m undo, tiene tam bién una di­
mensión lógica ineludible. No podem os creer que toda teoría
de la verdad sea lógicamente neutral. Por ejemplo, es fácil lle­
gar a ver que una teoría de la verdad como correspondencia,
interpretada desde un punto de vista externalista, pondría en
peligro la autonomía del sentido de nuestras proposiciones, la
autonomía de la lógica y de la gramática, de manera que ven­
dría a entrar en conflicto con las enseñanzas del Tractatus so­
bre este punto.
Lo que es la perspectiva externalista ha quedado claramente
caracterizado por H. Putnam:

“Según esta perspectiva, el m undo consta de alguna


to talidad fija de objetos independientes de la mente.
H ay exactam ente u n a descripción verdadera y comple­
ta del “modo como es el mundo". La verdad supone un a
especie de relación de correspondencia entre palabras o
signos mentales y cosas o conjuntos de cosas externas”
(P utnam ,1988, p . 59).

Si adoptam os esta perspectiva, es claro que para saber si


una proposición es verdadera tendrem os que comparar la si­
tuación que describe con los hechos que constituyen efectiva­
mente el mundo, pero, y ésto es lo más importante, también
tendrem os que hacer lo mismo para dictaminar su significativi-
dad, pues recuérdese que ésta dependía de que los objetos a
los que refieren los nom bres de la proposición puedan combi­
narse de la misma forma en que se combinan en aquélla los
signos que los designan, y ahora se nos está diciendo que es­
tos objetos tienen una naturaleza ya determ inada con anterio­
ridad a cualquier cosa que podam os pensar o decir de los
mismos, de manera que no podrem os decidir lo que resulta o
no posible para ellos hasta que no conozcamos esa naturale­
za. No podríamos, por consiguiente, saber si nuestras proposi­
ciones tienen sentido sin conocer antes lo que es el caso acer­
ca de los objetos que pueblan el mundo.
Obviamente, este razonamiento 110 es;, ni pretende ser, una
refutación de la perspectiva externalista. Tan sólo muestra que
ésta resulta incoherente con la teoría del significado que el
Tractatus defiende. Sin embargo, pueden encontrarse en la pri­
mera obra de Wittgenstein las bases dé algún argumentó anti-
externalista, de la misma manera en que pueden encontrarse
en ella indicios de la adopción de una posición internalista.
La presuposición que alienta al externalismo es la de que
podemos indentificar separadam ente la forma lógica del len­
guaje y la forma lógica del m undo. Ahora bien, ¿cómo podría­
mos llevar a cabo esta identificación independiente de una y
otra? ¿Cómo podríam os identificar independientem ente la for­
ma lógica de las proposiciones cuya totalidad es él lenguaje
iTractatus, 4.001), y la de los hechos cuyo conjunto constituye
el m undo ( Tractatus, 1.1)? Lo q u e hem os visto de la teoría
pictórica del significado y de la filosofía de la lógica qué Witt-
gertstein defendió debiera permitirnos ver que tal tarea era,
por lo que concierne a las proposiciones, absolutamente: im­
posible de realizar. Pues la forma lógica de éstas es algo que
no puede describirse, sino sólo mostrarse en el uso q ue hace­
mos; de las mismas para referirnos a los hechos del m undo
(TractutuS, 1.12). Y por lo qué respecta a la forma lógica del
mundo,, es obvio que para poder identificaría debiéramos ha­
cernos alguna representación de la misma, pero toda repre­
sentación n o es sino la proyección de algún pensam iento
nuestro, de m anera que cuando estuviéram os pretendiendo
identificar la forma lógica del m undo no estaríamos dejando
de identificar la forma lógica del m undo tal y como lo pensa­
mos (Wittgenstein alude a está imposibilidad de zafarnos del
ámbito del pensam iento tanto en el Prefacio, p. 3, como en
Tractatus, 5.61).
Por todo ello, no cabe considerar a la proposición como un
modelo de la realidad tout court, sino como un modelo de la
realidad tal como la pensamos. Y por ello mismo, cabe hablar
ciertamente de comparar la proposición con la realidad ( Trac-
tatiis, 2,223), pero no menos cabe hablar de comparar la reali­
dad con la proposición (Tractatus, 4.05), pues la proposición
é,S como una escala métrica que se aplica a ésta (Diario hilo
sófico, pp. 56-7 y Tractatus 2.1512). Del mismo modo en que
nada nos prohíbe utilizar sistemas de medición alternativos, na­
da nos impide utilizar diferentes sistemas de representación de
la realidad. Y los resultados que obtengamos, no serán inde­
pendientes, obviamente, del sistema de representación elegido.
En las anotaciones del día 31 de octubre de 1914 recogidas
en su Diario Filosófico explícita Wittgenstein esta idea:

“El m odo de representar (Die Darstellungweise) no


pinta; sólo la proposición es u n a pintura.
El m odo de representar determ ina cómo ha de ser
comparada la realidad con la pintura. ”

y vuelve sobre ella en sus observaciones del día siguiente:

“El método pictórico (die Abbildungsm ethode) debe


estar com pletam ente determ inado antes de que p o d a ­
mos com parar la realidad con la proposición en abso­
luto, para ver si es verdadera o falsa. El método de com­
paración debe serme dado antes de que p u ed a realizar
la comparación. ”
(Diario Filosófico, p. 42 y 44).

Lo que todo esto significa es que cuando Wittgenstein habla


de com parar la proposición con la realidad, y parece adoptar
una teoría de la verdad como correspondencia, lo hace desde
una perspectiva internalista completamente alejada de todo re­
alismo metafísico dogmático. No podem os hablar de la des­
cripción verdadera del m undo en términos absolutos, sino de
una descripción verdadera del m undo relativa a determinado
sistema de descripción del mismo. Cada sistema de represen­
tación tiene su propio criterio interno de verdad. Al represen­
tarnos el m undo, nosotros podem os proyectar sobre él hechos
cuyas formas lógicas sean muy diferentes, y serán precisamen­
te estas form as las q u e reconocerem os en los hechos que
constituyen el mundo, pero de esta manera también estaremos
determ inando los tipos de objetos que vamos a reconocer en
él, pues el objeto queda determ inado por los hechos en los
que puede entrar (Tractatus, 2.011 y ss).
Ahora bián, ¿jió equivale tódó esto a un puro y simple felá-
tivisimo? .¿Site estam os diciendo que 6s vi-rdul stóplem étite lo
que decidimos que lo set? ¿Realmente, qué papel le queda ib*
servado a la realidad. 0|i U u-riíicat ¡<>n de nuestras prójaésicio*
lies? Chitando SxplicamSs la teoría pictórica del significado pu­
simos el ejemplo: de la proyección cinematográfica. Y ahora
pareecj qug estam os diciendo que de la misma manera en que
lo que vetaos: en la pantalla depende del fotograma, lo que
vemos en el m undo depende del pensamiento que proyecte­
mos hacia él. Si leemos i.<Kr> — un ejemplo que Wittgenstein
pone para ilustrar el concepto de verdad— juntam ente con
f ájpÉ t —donde reflexiona sobre la relación entre la ló­
gica y ese peculiar sistema de descripción del mmido que es
la mecánica— podém os vislumbrar las correcciones que de­
biéramos introducir en nuestra metáfora para hacer justicia a
la posición de Wittgenstein.
Estas cofreiSciones son básicamente dos, Efi primer lugar, no
debiéram os pensar la pantalla sobre la que proyectamos nues­
tros fotogramas: como una pantalla usual, una pantalla blanca,
inmaculada, sino que debem os imaginárnosla como llena de
manchas negras irregulares esparcidas por su superficie; en se­
gundo lugar, tampoco los fotogramas debemos, concebirlos, a.
la manera usual, com o constituidos por imágenes coloreadas.
Más: bien hay que verlos com o láminas transparentes: en las
que dibujamos el contorno de distintas figuras regulares. Así,
cuando proyectemos esas láminas en nuestra peculiar pantalla
en ella aparecerán esas figuras sobre un fondo blanco, o. ne­
gro, o parcialmente blanco y parcialmente negro. Todo depen­
derá d i la forma y de la dimensión de las figuras regulares
que dibujemos en nuestras láminas, pero, también de la dispo­
sición y de :1a. forma irregular de las manchas en la pantalla. Y
eá ésta congruencia entre las figuras de la lámina y las m an­
chas de: la pantalla, la que determ ina la verdad de las proposi­
ciones, Acertaremos con ella si atribuimos a la figura qué pro
yectaífios e l blanco el negro, o la com binación de uno y
otro, que cobr®A s i aparecer proyectada en la pantalla. Nos
engañaremos: en caso contrario. Xa verdad dé nuestras descríp-
<fioftes está pues e ñ función de dos elementos; la forma de las
figuras que decidamos proyectar y el contenido del que dota a,
esas: fjgurag. el m undo mismo (yéaSé “Somé Remárks orí l.ogi
cal Form"1):. MüesttíS pensamiento, y por consiguiente las reglas
que lo rigen, la. lógfctt, determina póm a vay^rags a/«fv el inun­
dó,pero n o qué váyaniós a ver én él (Tfactéttiis, Así la
arbitrariedad dé las ferinas d e las proposiciones ’ierdaderas n a
quiéte decir que- todo en ellas sea., arbitrarió:. del misirió modo
en qué la arbitrariedad riel patrón d e medida —por Wi&vm a la
comparación ele la proposición con una escala métrica--- no
quiere decir qué no baya nada én las cosas extensas qüé justi­
fique la atribución a las mism as de determ inada longitud
(Diario Filosófico,, p. 6Í3Í
Por otra parte-, gs obvio qué según cuáles, sean los tipo# y
magnitud de las figuras que proyectemos sobre la pantalla se»
rá más S menos fácil describir y predecir lo q u é vamos: a vel­
en ésta, (habrá más o m enos figuras; completamente; blancas ó
com pletam ente negras). Ello da pie a qué pensem os en un
concepto idealizado dé verdad, precisamente el de. las propo­
siciones que pertenecieran al sistema de descripción del m un­
do más simple q u é pudiéram os pensar. VémOs, pues:, que póí
hablar Wittgenstein de com parar la proposición con la reali­
dad para determ inar su verdad, no está com prom etido con
ningún tipo de realismo externalista dogmático:,, ni tam póéó
con ningún tipo de relativismo escéptico.,

3.4.2. E l m u n d o .

Si cuanto hemos dicho en el apartado anterior ©a correcto,


las tesis ontológicas de. Wittgenstein no debieran §ei ajena!. |
cierto, relativismo, La pregunta "¿qué hay én él, mundo?" sé
contestaría con un “depende de la teoría. O: d el sistema lingüís­
tico que: escojas para describirlo". Tal conclusión pargeft a©
obstante, quedar desmentida por la rotundidad de f e observa­
ciones con las que se abre el Tractatus, Wittgenstein semeja
estar presentándonos, no una concepción del m undo sino la
única posible. Y ciertamente; es así. Sin embargo, ello nó e<gp-
tradicé él relativismo ontológico al que asábam os de aludir,
pues éste; sé sitúa a un nivel diferente de aquél en el que: ü
instalan los primeros, parágrafos; del libro;
l.a perspectiva del relativismo, ©ntológicS ps uná per8f»8fiva
general, pero no com pletám énte ¿géñferal. Postulamos la relati­
vidad ontológica considerando la multiplicidad ele iw sistemas;
partícula tes ele descripción que podem os em plear para, hablar
del mundo; pelfe, dado que, según vimos antes, lodos esos sis-
temas poseerán en común la estructura de la lógica, la pers-
pescíim: d*i ésta es ¡p perspectiva más e.stru lamente filosófica.
Es Ja lógica la qué hace posible todo particular sistema de des­
cripción del mundo. ! n consecuencia, ella y no ninguno de
esas: sistemas particulares ni el conjunto de, todos ellos. ®s la
que dfe&é sum inistíarnpS la explicación de la esencia del
mundo. Ahora bien, ¿qué status tendrá tal explicación?
Obviamente, si la lógica no se preocupaba sino de proposi­
ciones; completamente; generalizadas, no cabe esperar ahora
8§|p que su explicst#il|fi dél m undo sea tam bién com pletam en­
te general. Esta es, pues, la perspectiva del Tractatus. Bus pri­
meros. parágrafos nos presentan no los compromisos <>ntit <>s
de n i n g ú n lenguaje particular, sino tos presupuestos ontológi-
cos qué cualquier lenguaje, por ser lógfco:, debe asumir. Pero
lo im portante m que tengam os cu cuenta que estos presu­
puestos son com pletam ente formales y admiten las materiali­
zaciones más diversas. De la misma manera en que la lógica
no nos dice qué proposiciones efectivas hay, ni cuáles son los
elem entos que configuran éstas en cada lenguaje particular, si­
no qüé nos dice simplemente qué sí algo es un lenguaje cons­
tará de proposiciones j éstas, a su vez, de nom bres articula­
dos, no debem os esperar de: ella que nos. diga qué, hay en
concreto 'rüctülus, Jj 6J), fciflo sólo que nos diga cóm o ha de
ser cúalquier cosa que según cada lenguaje haya, para que
podam os describirla :con éste.
Esta última observación nos permite; entender que la*, tesis
ontológigás dél Tmctatus,: a pesar de inaugurar este, siguen,
ya no sólo histórica Sino también lógicamente, a las tesis acer­
ca dé'l lenguaje. Pue¡S la ontología del Tractatus, que se en­
cuentra sucintamente Expuesta, entré los parágrafos I y 2.063,
nos informa de cómo concebimos lo existente desde el m o­
mento e n qué hablamos sobre ello. Las conclusiones ontológi-
cas s e nos muestran así como el correlato exacto de las tesis
acerca dél lenguaje ítom párese, por ejemplo. 4.001 con 2,06;.
1.22 con 2,01 221 Bon 2.03; 4.23 con 2 0121'; 3-202 con 2.02,
etc.'), y s i en la .naturaleza de este donde debem os encontrar
Ja justificación d® las peculiaridades de ¡aquélla. Prueba de ello
§s que. los e&iíeepíos de ésa ontología, conceptos com o los de
caía, objetó, í 'M.iíí. i de cosas. situación, hecho, etc,, son todos
conceptos formales; conceptos tales que para captar su aplica­
ción y significado no necesitamos atender a ninguna caracte­
rística de la realidad, sino al funcionamiento de nuestro sim­
bolismo (véase Tractatus, 4.126 y 4.1272).
Estas tesis ontológicas pueden resumirse brevem ente en los
siguientes términos: el mundo, o la realidad total (2.063), es el
conjunto de hechos (Tatsachen) que acaecen en el espacio ló­
gico (1.13), ó, lo que es lo mismo, el conjunto de los hechos
efectivos, o hechos positivos, más el resto de hechos que po­
drían haber acontecido pero que no lo hicieron, los hechos
negativos (2.06). Los hechos, efectivos o no, hay que enten­
derlos com o el acaecimiento o no acaecimiento de un particu­
lar estado de cosas (Sachverhalt) (2; 2.06) que resulta comple­
tamente independiente de cualquier otro (1.21; 2.061; 2.062). y,
a su vez, tal estado de cosas es una combinación de objetos
(2.01); Tales objetos, que son simples (2.02) y por ser el ele­
m ento com ún a todo m undo q u e podam os pensar (2.022)
constituyen la sustancia de éste (2,021), no pueden presentar­
se sino en el contexto de algún estado de cosas (2.011; 2.021;
2.0122), dependiendo en cuáles puedan hacerlo y en cuáles
no de su naturaleza o forma (2.0123, 2.0141); y son las propie­
dades internas que tal forma o naturaleza determ inan las que
debem os conocer para conocer el objeto, n o sus propiedades
externas o accidentales (2.01231).
Así presentadas tales tesis resultarán, en el mejor de los ca­
sos, bastante oscuras. Consideremos, para empezar, por que
dice Wittgenstein que el m undo es la totalidad de hechos y no
de cosas (1.1). Muchos autores han encontrado sorprendente
esta observación (véase Black, 1964 p. 28); sin embargo, hay
buenas razones para justificar la posición de Wittgenstein. Una
de ellas (esgrimida, entre otros, por Pitcher, 1964, p. 19 y Mo-
rrinson, 1968, p. 28) es la siguiente. Supongamos que quere­
mos dar una efectiva descripción del mundo; ¿acaso bastaría
con una lista en la que enum erásemos los objetos que lo pue­
blan? Ciertamente no, pues los objetos aún podrían hallarse
relacionados de muy diferentes maneras, y esas posibles dife­
rentes relaciones de los objetos determinarían importantes di­
ferencias én el m undo (un m undo en el que Emilia piense en
Juan, sería diferente de un m undo en el que Juan pensara en
Emilia, por más que uno y otro constaran de los mismos obje­
tos: Juan, Emilia y la relación de pensar). Por consiguiente, si
queremos dar una descripción precisa del m undo tendrem os
que utilizar proposiciones que describan las configuraciones
efectivas de los objetos que lo pueblan; no bastará con una
mera enumeración de los nombres de los mismos.
Despejada esta duda acerca del nivel ontológico más gene­
ral, el del mundóv podem os pasar a intentar explicar las pecu­
liaridades de lo que Wittgenstein dice sobre el nivel inmedia­
tam ente inferior: el de los hechos. Lo más sorprendente de
ello estriba, a nuestro entender, en la tesis atomista que atribu­
y e una absoluta independencia a su acaecimiento. Tal inde­
pendencia no hay que entenderla, no obstante, en un sentido
empírico, sino en uno estrictamente lógico. Lo que Wittgens­
tein quiere no es negar que én él m undo haya relaciones cau­
sales entre ciertos hechos, lo que quiere es defender la tesis
humearía de que tales relaciones son contingentes desde una
perspectiva estrictamente lógica, esto es: que podem os identi­
ficar el acaecimiento de los hechos así relacionados indepen­
dientem ente ( Tractatus, 6,363 Y siguientes), Pero entendida en
su sentido estrictamente lógico, la tesis atomista de la absoluta
independencia de los hechos ya no debiera sorprendernos,
pues es la conclusión obligada de la asunción de la tesis de la
extensionalidad.
En efecto, si partimos de la base de que todo posible len­
guaje tiene la estructura de un cálculo lógico, de manera que
toda proposición del mismo debe ser interpretada, én última
instancia, como una función de Verdad de proposiciones ele­
m entales cuyo sentido es com pletam ente: autónom o del de
cualquier otra, tenem os que asumir tam bién que, en última
instancia, todo lenguaje describirá al m undo com o constando
de estados de cosas cuyo acaecimiento es lógicamente inde­
pendiente, pues tales posibles estados de Cosas Constituirán,
precisamente, el sentido de aquellas proposiciones.
Por otra parte, y volviendo a la caracterización que Witt­
genstein hace del m undo, la tesis del atom ism o lógico nos
permite entender por qué, cuando caracteriza éste como la to­
talidad de los hechos, tiene que situar éstos en el espacio lógi­
co, y aún com pletar esa descripción apelando a los hechos
negativos. Dado que no hay conexión ninguna entre el acaeci­
miento de los distintos estados de cosas, de nuestro conoci­
miento de los que efectivamente son el caso no se sigue nada
acerca del resto, a no ser que sepam os que ellos son, de todos
los posibles, los únicos que acaecen, y que el resto no lo ha­
ce. Tener un conocimiento adecuado del m undo exigirá, por
consiguiente, no sólo conocer lo hechos positivos que acae­
cen en él, sino teniendo presente el espacio lógico de todos
los posibles estados de cosas, conocer el resto de hechos ne­
gativos que no llegan a ser el caso.
Podem os pasar ahora a la consideración de lo que se nos
dice acerca del nivel ontológico más elemental: el de los obje­
tos. Posiblemente las observaciones a este respecto quepa cla­
sificarlas como entre las más difíciles del Tractatus. Desde lue­
go, son de las que más interpretaciones alternativas han gene­
rado. Lo primero que quisiéramos explicar es por qué Witt­
genstein señala la esencial dependencia de los objetos con
respecto a los estados de cosas. En 2.0122, y confirmándose­
nos lo que dijimos antes en el sentido de que las peculiares
tesis ontológicas del Tractatus siempre encuentran su justifica­
ción en las tesis que en el mismo se postulan acerca de la na­
turaleza del lenguaje, leémos como una explicación de esa de­
pendencia:

“Es imposible que las palabras se presenten de dos


modos distintos, solas y en la proposición”
(Véase también Tractatus, 3,3).

Este principio revolucionario, que marca el desplazamiento


en semántica de la unidad básica del significado de los térmi­
nos a la proposición, es casi seguro que Wittgenstein lo tomó
de Frege (Frege, 1972, pp. 85-6) y, en principio, parece anti­
intuitivo, pues ¿acaso no podem os com prender el significado
de un nom bre cuando lo oímos al margen de cualquier propo­
sición? Es más, se ha pensado usualmente que la manera en
q u e d e b e m o s a p re n d e r el sig n ificad o de u n n o m b re es
utilizándolo precisamente al margen de cualquier proposición,
definiéndolo ostensivamente m ediante una confrontación con
su referencia. Sin embargo, y a pesar de que no falta quienes
basándose en una consideración muy superficial del Tracta­
tus (sobre todo, a partir de una lectura descontextualizada de
3.203) han atribuido a Wittgenstein una tesis semejante, éste
siempre se opuso a toda concepción burdam ente referencialis-
ta del funcionamieento del lenguaje, y siempre pensó que la
definición ostensiva no bastaba para explicar cómo es posible
enseñar y aprender el significado de los nombres. De hecho,
en 3.263 se nos dice que el significado de los signos primiti­
vos, es decir, de los nombres, sólo puede explicarse mediante
elucidaciones, o sea, m ediante proposiciones que contienen
esos mismos signos y que, por consiguiente, sólo pueden ser
com prendidas si los significados de éstos lo son. Esta afirma­
ción parece absurda pero no lo es, sobre todo si consideramos
los defectos de los que adolece la que sería la explicación al­
ternativa del aprendizaje del significado de los nom bres m e­
diante la definición ostensiva de los mismos. Wittgenstein nos
los presenta en muchos textos, pero quizás éste de las Philo­
sophische Bemerkungen sea de los más rotundos:

“Supongamos que he dicho a alguien A está enfer­


m o ’, pero él desconoce a q u ien m e refiero con 'A', y
ahora le señalo a u n hombre diciendo 'Este es A'. A q u í
la expresión es u n a definición, pero ésta sólo puede ser
com prendida si él y a ha captado de qué clase de objeto
se trata a través de su comprensión de la gram ática de
la proposición A está enfermo'. Esto significa que cual­
quier clase de explicación de u n lenguaje presupone y a
u n lenguaje”(Ph. B. I, 6).

En contra de las apariencias, la definición ostensiva sólo es


útil si ya conocem os al menos algo de cóm o funciona el len­
guaje. “Este es Juan” o “Esto es rojo” sólo resultarán informati­
vos si aquel a quien se lo decimos ya sabe que “Juan” es un
nom bre de personas, y “rojo” el de un color; y una y otra cosa
sólo puede com prenderlas atendiendo a cóm o funcionan una
y otra palabra en otras proposiciones distintas a aquélla que
expresa su definición ostensiva. No hay, pues, manera de defi­
nir el significado de los nom bres que no presuponga un pre­
vio conocimiento de los mismos. La única forma de rom per
este círculo, y a ello alude Wittgenstein en 3.263 cuando nos
habla de las elucidaciones como explicitando, y a la vez pre­
suponiendo, el significado de los signos simples, es admitien­
do que la com prensión del significado de los nom bres y del
sentido de las proposiciones no son procesos independientes
sino interrelacionados (véase, al respecto, Ishiguro en Winch,
1971, p. 10 y Kenny en Vesey, 1974, pp. 4-6).
En el fondo, todo esto recuerda una vez más a la crítica
wittgensteiniana de la teoría russelliana de los tipos, y como
entonces se ve involucrada de nuevo la distinción entre mos­
trar y decir. Si allí Wittgenstein defendía que ninguna defini­
ción estipulativa del tipo al que pertenece un signo podría
permitir la determinación del uso que vayamos a hacer de és­
te, sino que más bien es su efectivo uso el que nos muestra el
tipo al que el signo pertenece, ahora nos está diciendo que la
com prensión de cualquier definición ostensiva que pretenda­
mos dar del significado de un nom bre ya presupone por nues­
tra parte la comprensión de las reglas que rigen su uso. Pero
tales reglas sólo se nos pueden mostrar en la utilización efecti­
va que hacemos de ese nom bre en el contexto de las proposi­
ciones con sentido; una vez más, el uso nos muestra lo que la
definición pretende decir.
Siendo un objeto aquello a lo que nos referimos con un
nombre, y no pudiendo el significado de éste ser captado más
que en el contexto de la proposición, está pues claro que aquél
no puede presentársenos sino en el ámbito del posible estado
de cosas que constituye el sentido de ésta. Si conocer el signifi­
cado de un nombre es conocer el conjunto de proposiciones
con sentido en que el mismo puede figurar, conocer la natura­
leza o la forma lógica de un objeto será conocer el conjunto de
posibles estados de cosas en los que puede intervenir: conocer
lo que Wittgenstein denomina sus propiedades internas.
Con todas estas observaciones se nos puede reprochar que,
no obstante, estamos soslayando el problema fundamental, y
que no es otro que el de determ inar qué entiende Wittgens­
tein por un objeto. Responder tal cuestión no es, por otra par­
te, tarea fácil, y prueba de ello es que hay prácticamente un
desacuerdo absoluto entre los com entadores sobre la manera
correcta de hacerlo (véase Maslow, 1961, p 9). Tal confusión
puede encontrar un motivo en el hecho de que Wittgenstein
no pusiera en el Tractatus ningún ejemplo de lo que entendía
por tal. Muchos años después de haber escrito y publicado su
primera gran obra, le explicó a Malcolm las razones de este
proceder:
“Pregunté a Wittgenstein si a l escribir el Tractatus se
la había ocurrido algo que él considerase era u n ejem­
plo de u n 'objeto simple'. Respondió que p o r aquel tiem­
p o él creía de s í mismo que era u n lógico, y que no le to­
caba a él, p o r ser u n lógico, el m irar de determ inar si
ésta o esa cosa era u n a cosa simple o compleja, y a que
se trataba de u n asunto puram ente em pírico”
(M a lc o lm e n Varios, 1966 p . 85 ).

Tal respuesta sugiere que Wittgenstein llegó a convencerse


de la existencia de objetos simples por razones com pletam en­
te a prioñ e independientem ente de considerar ningún ejem­
plo de los mismos. Y, en efecto, en su Diario Filosófico encon­
tramos una confirmación de tal punto de vista:

“Parece que la idea de lo SIMPLE debe encontrarse


contenida y a en la idea de análisis, y en u n tal modo
que llegamos a esta idea con completa independencia
de cualesquiera ejemplos de objetos simples, o de propo­
siciones que los mencionen, y percibimos la existencia
de los objetos simples como u n a necesidad lógica — a
priori— ”
(Diario Filosófico, p. 103).

En realidad, es el mismo principio de la determ inación del


sentido que nos obligaba antes a concluir la existencia de pro­
posiciones elementales, el que nos obliga ahora a concluir la
existencia de objetos sim ples ( Tractatus 2.0211 y 2.0212 y
Diario Filosófico , p. 109). En algún punto del análisis debere­
m os encontrar proposiciones configuradas p o r signos cuyo
significado ya no deba ser analizado, pues de lo contrario nos
enfrentaríamos a un regreso infinito que haría imposible toda
descripción verdadera o falsa del mundo. Cuando tal punto se
alcance, los referentes de esos signos serán objetos simples.
Sin embargo, aunque Wittgenstein haya llegado a conven­
cerse de la existencia de tales entidades por razones puram en­
te lógicas y al m argen de p ensar en cualquier ejem plo de
ellas, el problema estriba en que el mismo Tractatus parece
disponer una serie de condiciones para los objetos, que res­
tringen seriamente el núm ero de candidatos posibles a m ere­
cer tal título. Estas condiciones son, aparte de su simplicidad
absoluta (2.02), su inalterabilidad (2.027) y su constituir el ele­
m ento com ún a todo posible m undo (2.022; 2.023). Ante tales
restricciones, no es de extrañar que haya quien ha concluido
que los objetos de los que habla el Tractatus son un tipo de
entidades metafísicas postuladas ad-hoc para satisfacer las
exigencias de una peculiar teoría semántica (Klemke, 1971, p.
44 e Ishiguro en Winch, 1971 p. 27), ya que, ciertamente, los
que podrían aparecer com o los candidatos más adecuados
para desem peñar el papel, los m ínim a sensibilia o las partícu­
las físicas elementales, no reúnen las condiciones estipuladas.
A nuestro entender, no obstante, hay un extravío en la ma­
nera usual de los com entadores de plantear esta cuestión, Es­
tos han pensado que el problem a estriba en lo siguiente; dada
una serie de propiedades, descubrir qué tipo de entidad po­
dría satisfacerlas. Del mismo m odo en que nos podem os pre­
guntar que tipo de entidad reúne las propiedades de ser bípe­
do e implume, podríamos preguntarnos qué tipo de entidad
tiene la propiedad de ser absolutam ente simple. El propio
Wittgenstein, a decir verdad, em pezó planteándose la cuestión
de este m odo en su Diario Filosófico, y cuando así lo hizo su
respuesta fue de corte fenomenista. Sin embargo, su manera
de enfocar el asunto da un giro de 180 grados después de que
en la observación del día 30 de mayo de 1915 se pregunte si
el de nom bre no será un concepto lógico (Diario Filosófico, p.
91). En las observaciones del mes siguiente en las que alude
al problem a de los objetos simples, como ejemplo de éstos va
a poner cosas tan familiares com o libros, relojes, mesas y, ¡có­
mo no!, a Sócrates. Entidades todas ellas que ni son simples,
ni son inalterables, ni tenem os porqué suponer que existieran
en todos los m undos posibles.
Tal cambio de actitud por parte de Wittgenstein puede ver­
se com o coherente desde el m om ento en que reflexionamos
sobre su afirmación en el Tractatus de que el de “objeto” no
es un concepto propio, sino un pseudoconcepto o un concep­
to formal (4.126 y 4.1272). Ello significa que no podem os de­
cir “existen objetos” com o diríamos que existen seres hum a­
nos, ni, consecuentem ente, podem os decir “estas entidades
son simples, inalterables y comunes a todos los m undos posi­
bles (objetos)" com o diríamos “estas entidades son bípedos
implumes (humanos)". Si algo es un objeto no lo es por las
propiedades que podam os predicar de él, sino que se muestra
en que podem os referirlo por un nombre. Las observaciones
de 2.02, 2.022, 2.023, 2.027, no nos describen las propiedades
de los objetos, sino la manera en que consideramos una enti­
dad desde el m om ento en que la nombramos.
Así, si yo nom bro a Sócrates cuando digo, por ejemplo, “Só­
crates es sabio", estoy considerándolo com o un ente simple,
dado que aún sin negar que se trata de una entidad que pue­
de ser vista como compleja —como, por ejemplo, un ser vivo
compuesto de distintos tejidos celulares— , ésta, y cualquier
otra complejidad suya, me resulta en este contexto totalmente
irrelevante. También lo estoy considerando com o inalterable
en el sentido de independiente en su identidad de lo que aca­
ezca, porque aunque yo identifique al referente del nom bre
“Sócrates" por ciertas situaciones en las que se vio involucrado
—su intervenir en disputas filosóficas, su ser objeto de un jui­
cio, su morir envenenado, etc.— , tal identificación no depen­
de de su participar en ninguna de esas situaciones en particu­
lar (pensaría, por ejemplo, que me estoy refiriendo al mismo
hombre aunque descubriera que no murió por beber la cicuta,
sino de una pulm onía en el exilio). Por último, tam bién lo
considero como un elem ento com ún a todos los m undos posi­
bles, no porque debiera suponer que existiría en todos ellos,
sino porque en la descripción que diera de cualquiera de los
mismos siempre sería pertinente que especificase cuál sería su
suerte; lo que significa que Sócrates, com o el referente de
cualquier otro nom bre de los que efectivamente uso, siempre
será un elem ento a tener en cuenta en la descripción de un
mundo alternativo.
Podemos concluir, por consiguiente, que no hay que buscar
ningún extraño tipo de entidad para que juegue el papel reser­
vado a los objetos en el Tractatus. Para el primer Wittgenstein
un objeto era, simplemente, cualquier entidad que pudiera, en
cualquier sistema de descripción, funcionar como el referente
de un nombre en el contexto de una proposición elemental.

3.4.3. El sujeto .

Al ser sus reglas respetadas por todo posible lenguaje que


utilicemos para describir el m undo, la reflexión sobre la es-
iruciura del cálculo lógico nos ha permitido establecer los ras­
gos más generales que la realidad deberá tener en tanto que
descriptible. De esta manera la lógica se constituyó en la base
de la ontología. Pero la reflexión sobre la misma, en este caso
sobre las condiciones que hacen posible que sus presupuestos
se cumplan, permite a Wittgenstein adentrarse, además, en las
aguas más profundas de la metafísica trascendental. Y si dos
eran aquéllos presupuestos, el que las proposiciones tuvieran
sentido y los nombres referencia, dos parecen ser también las
condiciones para que estos presupuestos se satisfagan: la exis­
tencia del mundo, por un lado, y la existencia de un sujeto,
por el otro. Si la primera no se diera, no habría nada a lo que
nuestras palabras pudieran referir, ni nada que pudiera ser
descrito por nuestras proposiciones; si, por el contrario, fuera
el sujeto quien resultara no existir, el problema sería, más sen­
cillamente, que no existirían palabras ni proposiciones. Lo que
vamos a intentar elucidar en este apartado es. precisamente, la
naturaleza de este sujeto.
Para em pezar hay que tener en cuenta que, como ya adver­
timos cuando hablamos de la manera en que Wittgenstein en­
tiende el concepto de pensam iento y lo distingue de la activi­
dad del pensar, hay para él un sentido estrictamente filosófico
en el que cabe hablar del yo. Este yo filosófico no es, se nos
dice en 5.641, el hombre, ni el cuerpo humano, ni tampoco el
alma de la cual trata la psicología. Debemos distinguir, pues,
entre el yo filosófico y lo que podríamos denom inar el yo em­
pírico, que, a tenor de lo que parece sugerir este parágrafo,
hay que entender como una unidad psico-física, una entidad
com puesta a la que cabe atribuir tanto propiedades físicas co­
mo psicológicas.
Precisamente la forma errónea en que la psicología trataba
la dim ensión psíquica de ese sujeto empírico, era algo que
Wittgenstein pensaba que su análisis de las proposiciones psi­
cológicas ponía al descubierto ( Tractatus, 5.542). Según éste,
recordémoslo, las proposiciones en que atribuimos una actitud
psicológica a un sujeto, proposiciones como “A cree que p ”,
“A piensa que p ” etc, debían ser analizadas en términos de
proposiciones análogas a “'p' dice que p ”, en las que asevera­
mos la existencia de cierta relación contingente entre un he­
cho, en este caso un signo proposicional, y una proposición.
Así pues, en las proposiciones psicológicas, una vez analiza­
das, desaparecería el nom bre para el sujeto, y con ello el mo­
tivo para pensar que éste es una entidad simple referida por
aquél, y en su lugar figuraría la descripción de ciertos hechos;
por ib que podem os colegir que la pretensión de Wittgenstein
era que su análisis de tales proposiciones viniera a apoyar una
concepción hum eana de la mente, una concepción según la
cual no cabría concebir a ésta com o una sustancia anímica,
como algo que la tradición siempre ha entendido simple, sino
que deberíamos entenderla como un conjunto de hechos psí­
quicos la naturaleza de cuyos elementos sería, precisamente,
lo que com petería investigar a la ciencia psicológica (Véase
Hacker, 1971, p. 164-5).
Tenemos pues, de momento, que el yo filosófico no debe
ser indentificado con el yo empírico, y que éste queda consti­
tuido por un conjunto de hechos psico-físicos, dado que iden­
tificamos a las personas de las que tenem os experiencia por el
hecho de que poseen ciertas características físicas y mentales.
Las preguntas que nos quedan pendientes son qué es, por
contraposición, el yo filosófico, y cóm o debem os entender
que está relacionado con este yo empírico.
Aún en el mismo parágrafo 5.641 podem os leer:

“Elyo entra en filosofía porque 'el mundo es mi mundo"'.

La afirm ación aquí entrecom illada p o r W ittgenstein, “el


m undo es mi mundo" CWelt m eine ivelt ist), cabe entenderla
como un resum en de la posición conocida com o solipsismo. Y
aunque la misma ha adoptado a lo largo de la historia de la fi­
losofía distintas modalidades (véase Bouveresse, 1976, pp. 79
y ss), podem os decir, intentando com prom eternos por el mo­
mento lo menos posible, que para el autor del Tractatus con­
sistía en atribuir al yo una posición de privilegio con respecto
al mundo (véase Diario Filosófico p. 144). Algunos com enta­
ristas han pensado que Wittgenstein no tenía la m enor preten­
sión de defender ninguna versión de semejante tesis, pero en
5.62 puede leerse:

‘7.0 que el solipsismo realmente significa, es completa­


mente correcto, sólo que no se puede decir sino mostrar".
razón por la que opinam os que la actitud del Tractatus con
respecto al solipsismo es, com o mínimo, ambivalente. Por una
parte, se asum e que lo que el solipsista pretende decir no
puede ser dicho con sentido —quizás de ahí las comillas de
5.641—; pero por la otra se defiende que en el solipsismo hay
algo de correcto (véase Pears, 1987, p. 164). Cabe, entonces,
que preguntemos: ¿cuál es, según Wittgenstein, la posición pri­
vilegiada que viene a ocupar el yo con respecto al mundo?
Mientras que 5.61 se cierra con la siguiente afirmación:

"Lo que no podem os pensar, no podemos pensarlo; y


tampoco podem os decir lo que no podem os p en sa r”

5.62 se abre diciéndonos que:

“Esta observación d a la clave para decidir la cues­


tión de en qué m edida el solipsismo es verdad".

Es importante hacer notar que Wittgenstein había escrito al­


go similar en su Diario Filosófico, y precisamente en un con­
texto en el que se estaba preguntando por las condiciones del
nom brar (véase Diario Filosófico, pp. 86 y ss.). Teniendo ésto
en cuenta, y, sobre todo, teniendo en cuenta lo que ya sabe­
mos acerca del papel que la actividad del pensar juega en la
teoría del significado del Tractatus, creem os que podem os
conjeturar que lo que Wittgenstein quería defender, en línea
con las tesis del solipsismo, era que el yo ocupa una posición
privilegiada con respecto al m undo porque todo lo que pueda
decirse inteligiblemente que existe o puede existir en éste, ha­
brá de ser, siempre y necesariamente, algo pensado por mi. Y
éste sería el sentido de la tan discutida (véase García Suárez,
1976, p. 38 y ss.) observación que cierra 5.62:

“Que el m undo es m i m undo se muestra en que los lí­


mites del lenguaje (el lenguaje el cual sólo yo entiendo)
significan los límites de m i mundo".

En efecto, cualquier estado de cosas que pueda ocurrir en el


mundo —que quepa en los límites de éste— deberá ser, por
ello mismo, susceptible de ser descrito —inscribirse en los lími­
tes del lenguaje— , pero para que tal descripción sea inteligible,
como ya vimos, la referencia de sus términos deberá haber si­
do pensada por mí. De esta manera el único lenguaje que re­
sultará comprensible será siempre mi lenguaje, pues si un he­
cho adquiere una significación ello no puede deberse sino a
mi proyectarlo hacia el mundo; y el m undo devendrá siempre
mi mundo, ya que cualquier estado de cosas que pueda formar
parte de él, deberá estar constituido por objetos que constitu­
yan el polo de referencia de mi actividad proyectora.
Todas estas consideraciones nos permiten avanzar en la de­
terminación de la función y de la naturaleza del yo filosófico.
Por lo que hace a la primera, podríamos decir, parafraseando a
Kant, que el yo pienso debe poder acompañar a todos nuestros
signos si es que estos van a tener un valor representativo. Por
consiguiente, sin el yo, sin su actividad, ni los signos cobrarían
significado, ni podría reconocerse un estado de cosas como po­
sible, por lo que bien podemos decir que este yo adquiere una
función trascendental tanto con respecto al lenguaje, como con
respecto al mundo. En cuanto a su naturaleza, parece que po­
dem os decir que se trata de la de un sujeto pensante.
El solipsismo lleva razón, pues, en ésto: en que el yo filosó­
fico, el sujeto pensante, ocupa un lugar de privilegio, ya que,
dada su función trascendental, es un presupuesto tanto del
lenguaje com o del m undo. Sin embargo, ya habíamos adverti­
do que aunque la posición wittgensteiniana ante las tesis so-
lipsistas es, al m enos en parte, simpatética, no resulta menos
cierto que tam bién es crítica. Y es esta dimensión la que em­
pieza a perfilarse en 5.631 donde leemos:

“El sujeto pensante, representante, no existe".

¿Cómo interpretar esta observación? Quizás, lo que Witt­


genstein pretendía con ella era sugerir que el sujeto trascen­
dental está más justamente caracterizado si no se le entiende
com o un sujeto pensante o representante, sino, alternativa­
mente, com o un sujeto de la voluntad. De esta manera, lo que
estaría haciendo Wittgenstein sería solidarizarse con Schopen-
hauer en su denuncia del signo m arcadam ente intelectualista
de la tradición filosófica, y en su reinvindicación del carácter
volitivo del sujeto.
Esta interpretación parece cuadrar perfectamente con algu­
nas observaciones recogidas en el Diario Filosófico, en las
que afirma que el sujeto es el sujeto de la voluntad o, aún más
rotundam ente, que si bien el sujeto pensante es mera ilusión,
sí que existe el sujeto volitivo (véase Diario Filosófico pp. 136
y 146). La clave de esta concepción del sujeto trascendental
podría encontrarse en esta anotaciónb del referido Diario:

“Las cosas adquieren “significado” (Bedeutung) sólo


a través de su relación con m i voluntad”
(Diario Filosófico, p. 142. Véase también p. 132)

ya que con esta observación, que le permite a Wittgenstein se­


ñalar a la voluntad com o la raíz com ún tanto de la lógica co­
mo de la ética (véase Hacker, 1972, p. 47), lo que se nos quie­
re recordar, al m enos en parte, es que esa actividad de pensar
por la que los signos adquieren referencia no consiste, en últi­
ma instancia, sino en un acto volitivo por el que se hace que
éstos estén por los objetos del mundo,
Pero aún cuando entendido el sujeto trascendental ya no
superficialmente com o un sujeto pensante, sino más adecua­
dam ente como un sujeto de la voluntad, sigue habiendo un
sentido en que puede decirse del mismo que no existe, un
sentido que a lo que apunta es al carácter metafísco, extra-
mundano, de ese yo, de manera que si el mismo ocupa una
posición privilegiada, esa posición no es una que pudiera ocu­
par cualquier objeto, no es un lugar dentro del m undo sino
fuera de él. Wittgenstein alude a ésto cuando dice que si hu­
biera de escribir un libro en el que describiera cóm o encontra­
mos el m undo, hablaría en él de todo menos, precisamente,
del sujeto ( Tractatus, 6.631), pues éste no puede observarse
en ninguna parte del m undo ( Tractatus, 5.633).
Wittgenstein está recurriendo de nuevo a una tesis cuyo ori­
gen se remonta a Hume. Este, criticando a los filósofos que es­
timan que en todo m om ento somos conscientes de nuestro
propio ego, había señalado en su 'tratado de la Naturaleza
H um a n a la inobservabilidad del yo, y es a esta inobservabili-
dad a la que Wittgenstein parece estar aludiendo. Sólo que si
leemos algunas de las anotaciones del Diario Filosófico pode­
mos sacar la conclusión de que tal inobservabilidad no era,
para Wittgenstein. meramente contingente, sino que estaba en
función de la estructura misma de la conciencia:

"El yo no es u n objeto.
Yo estoy enfrentado objetivamente a cada objeto. Pe­
ro no al Yo”.
{Diario Filosófico, p. 136)

Lo que luego Ryle denominará “la sistemática elusividad del


yo”, obedece a que la actividad del mismo se encuentra siem­
pre en un orden superior al de los objetos sobre los que se
aplica; si pienso sobre un problem a matemático, por ejemplo,
entonces no pienso sobre mi pensar. Y si m ediante un acto de
reflexión me vuelvo sobre la actividad de pensar el problema,
será el pensar sobre el pensar el problem a lo que quedará im­
pensado. Para caracterizar esta relación del yo con el mundo,
Wittgenstein acude a una de las com paraciones schopenhaue-
rianas: el yo transcendental es como el ojo, permite ver pero
no se ve a sí mismo ( Tractatus, 5.633).
Por otra parte, si la actividad del yo trascendental o filosófi­
co es siempre impensable, entonces, y dado que sólo lo pen-
sable es decible, esa actividad, y el yo que la ejecuta, son, co­
mo ya advertimos cuando analizamos el concepto wittgenstei-
niano de '‘D en ken ”, inefables. Y si son inefables, no podem os
reconocerlos como form ando parte de ninguno de los posi­
bles estados de cosas que configuran el mundo, dado que és­
tos son, por propia naturaleza, lo que puede describirse inteli­
giblemente. Así, ese yo deviene un sujeto metafísico que se si­
túa fuera del m undo y, a la vez, constituye, en tanto que con­
dición del reconocimiento de la posibilidad de los hechos que
lo integran, su límite. ( Tractatus, 5.631 y 5.641).
Está justificada ahora la reserva de Wittgenstein ante las te­
sis solipsistas. Aún siendo cierto que el yo ocupa un lugar pri­
vilegiado con respecto al m undo, como lo m uestran las condi­
ciones de significatividad de nuestro lenguaje, ese lugar no
puede describirse p o r no estar en el espacio lógico delimitado
por los posibles estados de cosas. Aún si lo que el solipsista
significa es correcto, sus tesis no pueden formularse con senti­
do en el lenguaje láctico. Pero si nos quedáram os aquí, obvia­
ríamos la parte más interesante de la crítica wittgensteiniana al
solipsismo, la parte cuyo desarrollo será uno de los puentes
que le servirá para transitar a las posiciones de su segunda fi­
losofía.
F,n efecto, Wittgenstein no se limita a aseverar la imposibili­
dad de form ular sensatam ente las tesis solipsistas, sino que
adem ás va a afirmar que estas tesis, si estrictamente considera­
das, en nada se diferencian de las aparentem ente antagónicas
tesis del realismo, según las cuales lo que existe es el mundo
y los seres hum anos, las personas, dentro de él ( Tractatus,
5.64). Esta auténtica reducción al absurdo de las tesis solipsis­
tas, Wittgenstein la lleva a cabo mostrando el carácter comple­
tamente vacuo e impersonal del yo trascendental.
Si nos m ovemos en el nivel empírico, es obvio que cada
persona tiene sus peculiaridades que la distinguen de todas las
demás, y que cuando una de ellas utiliza la palabra “yo” lo ha­
ce para referirse a sí misma p o r contraposición a todas las
otras. La pregunta clave es ¿de qué criterios de identidad dis­
ponem os que podam os aplicar a ese sujeto metafísico y tras­
cendental del que el solipsista nos quiere hablar? Puesto que
todo acceso directo a él nos está, como hemos visto, vedado,
la única posibilidad que nos resta sería intentar identificarlo
tom ando por base los objetos sobre los que su actividad se
proyecta; buscar en el m undo el hilo conductor que nos per­
mitiera identificar al sujeto que resulta ser su condición de po­
sibilidad. W ittgenstein parece consciente de esta posibilidad
cuando en su Diario Filosófico se pregunta:

“¿Qué clase de razón hay p a ra suponer la existencia


de un sujeto volitivo?
¿No es suficiente acaso m i m undo para la individua­
lización?"

Lo que particularizaría al yo filosófico sería entonces el mun­


do cuya existencia posibilita, su m undo ( Tractatus, 5.63), o, lo
que es lo mismo, el mundo que viviera, su vida (véase Tracta­
tus 5.621), entendida ésta no en el sentido biológico ni en el
psicológico, sino como la totalidad de hechos y posibilidades
con los que tenemos relación a lo largo de nuestra existencia
(véase Diario Filosófico p. 132). Yo sería mi vida. Su particula­
ridad es la cjue constituiría mi particularidad. Se trataría de una
estrategia para dotar de identidad al sujeto similar a la que po­
dríamos seguir, dado que no podem os verlo, para localizar el
lugar del ojo, a saber; precisar su situación relativamente a la
que ocupan aquellos objetos que se dan en el espacio visual
basándonos en que, como el propio Wittgenstein reconoce.

“No se trata simplemente de que yo note m i presencia


en cualquier parte donde veo algo, sino que siempre me
encuentro a m i m ism o en u n p u n to concreto de m i
campo visual, que m i espacio visual tiene tam bién cua­
si u n a fo r m a ”
(Diario Filosófico p. 144-5).

Sin embargo, W ittgenstein va a negar que esta estrategia


pueda servir para cumplir el objetivo para el que fue diseñada.
En Tractatus 5.634 expresa las razones de esta conclusión;

“Esto está en conexión con el hecho de que n in guna


parte de nuestra experiencia es a priori.
Todo lo que nosotros vemos podría ser de otro modo.
Todo lo que nosotros podem os describir podría tam ­
bién ser de otro modo.
No hay n ingún orden a priori de las cosas”.

Es absurdo pretender determ inar el lugar específico que


ocupa mi ojo en base de su relación con los objetos que ocu­
pan el espacio visual porque este espacio puede estar ocupa­
do por los objetos más variados o, incluso, por los mismos ob­
jetos en las relaciones más diversas, de manera que ese lugar
propio de mi ojo sería cualquiera o, lo que es lo mismo, nin­
guno. Del mismo modo, no puede indentificarse mi yo con su
vida porque sería posible imaginar que todas las circunstan­
cias de ésta hubieran variado sin que la indentidad de aquél
se alterase. Y cuando hablamos de las circunstancias de la vi­
da, hay que entender no sólo las objetivas sino también las
subjetivas, aquéllas que constituyen mi yo empírico, pues no
parece contradictorio pensar ya no sólo que yo hubiera vivido
bajo circunstancias muy diferentes, sino incluso que mi cuerpo
y mis características psicológicas fueran diferentes de lo que
de hecho son.
Dado, por consiguiente, que la relación del yo trascendental
con todos los contenidos de la experiencia, incluso aquellos
que determ inan la identidad de nuestro yo empírico, es total­
mente contingente, ninguna vida podría particularizarlo. Cual­
quier vida podría ser su vida; cualquier mundo, su mundo. El
sujeto metafísico, al que el solipsista quiere otorgar en virtud
de su función transcendental, un lugar privilegiado respecto al
mundo, resulta carecer de todo criterio de identidad, de todo
contenido; como el mismo Wittgenstein dice, se reduce a un
punto inextenso con el que está coordinada toda la realidad
( Tractatus, 5.64). Q ue el mundo es mi mundo, algo que que­
da mostrado por las condiciones de significatividad de nuestro
lenguaje, dada la insustancialidad del yo a que ese “mi” refiere,
no dice nada realmente diferente a que el m undo es el mundo.

3 .5 . E l á m b ito d el v a lo r

3.5.1. E l P ro b le m a de la vida.

El sujeto que por un acto de voluntad proyecta hechos ha­


ciendo que los elem entos de éstos adquieran un carácter re-
presentacional es, ya lo hemos visto, una condición de la lógi­
ca, lo que equivale a decir una condición de cómo haya de
ser la realidad por ser susceptible de ser descrita o representa­
da. Pero esa proyección resultaría estéril si no existiera un
m undo contra el que realizarse, un m undo que posibilita que
los elem entos de los hechos pensados, proyectados, estén por
algo diferente de si mismos, y , de esta forma, que su combi­
nación en el signo proposicional pensado represente un esta­
do de cosas posible. Dicho de otra manera, el sujeto, sólo diri­
giendo su actividad proyectora contra el m undo puede hacer
que los nombres tengan referencia y las proposiciones senti­
do. No menos que él, la existencia de este m undo, su factici-
dad, es, por consiguiente, una condición de posibilidad de la
lógica ( Tractatus, 5.552).
Ahora bien, esta facticidad del m undo resulta doblemente
problemática para el sujeto. Problemática teóricamente, por­
que cabe preguntarse por las razones de la misma —¿porqué
son las cosas así?— ; pero problemática también prácticamente,
pues por ser independiente de nuestra voluntad ( Tractatus,
6.373), bien puede contradecirla. F.I m undo, nuestra experien­
cia de él, la vida, se convierte así en un problema, pero ¿cómo
afrontarlo?
La opción de la cultura m oderna ha sido, en este punto, la
de la ciencia. La ciencia, confiam os, podrá explicarnos los
acontecimientos del mundo, y su aplicación habrá de permitir­
nos, parafraseando esta vez a Descartes, convertirnos en due­
ños y señores del mismo. Wittgenstein, sin embargo, entiende
que éste es un camino radicalm ente extraviado, pues ni la
ciencia puede resolver la dim ensión teórica del problema de
la vida, ni puede resolver su dim ensión práctica.
Innegablemente, la ciencia nos permite explicar ciertos he­
chos, pero tal explicación no consiste, com o ya dem ostró Hu­
me, sino en la subsunción de los mismos bajo ciertas regulari­
dades a las que consideramos com o leyes de la naturaleza. El
problema estriba en que esas regularidades son, ellas mismas,
fácticas y, por consiguiente, no menos necesitadas de una ex­
plicación que los hechos de que dan cuenta. Y si afrontamos
la tarea de explicarlas, todo lo más que conseguiremos será
subsumirlas de nuevo bajo leyes más generales pero igual­
mente inexplicadas. Al final de cualquier regreso de premisas,
la ciencia terminará necesariamente, pues, en la constatación
de un hecho bruto.
Desde esta perspectiva, la apelación m oderna a las leyes
naturales no difiere en gran medida de la apelación antigua a
la voluntad divina o al destino; en uno y otro caso se trata de
decir: finalmente, así son las cosas. La única diferencia, si aca­
so, va en beneficio de los antiguos, ya que su proceder no de­
ja duda alguna acerca del límite de la explicación, mientras
que los m odernos, con sus construcciones científicas, quieren
aparentar que éste no existe, lo que por razones puramente
lógicas resulta, com o acabam os de ver, im posible (véase
Tractatus. 6.371 y 6.372).
En cuanto a la dim ensión práctica del problema, Wittgens­
tein considera no menos obvia la impotencia de la ciencia; im­
potencia que obedece no a una limitación contingente de ésta,
sino a la esencia misma de la relación entre nuestros deseos y
el mundo; una relación lógicamente contingente. Pero esta te­
sis exige una explicación.
Obviamente, si aquello que anhelam os fuera a cumplirse
sin ninguna intervención por nuestra parte, diríamos que se ha
tratado de un golpe de suerte, de una merced que el destino o
la fortuna nos conceden, pues es innegable que nuestro anhe­
lo de algo no puede contar como razón suficiente de su acae­
cimiento (véase Diario Filosófico, p. 132). Hasta aquí la tesis
de Wittgenstein está suficientemente clara como para no m ere­
cer mayor comentario. Ahora bien, ¿qué ocurre si la satisfac­
ción de nuestros deseos obedece a un curso de acciones em ­
prendido prem editadam ente por nosotros? ¿No cabe atribuir­
nos en este caso la responsabilidad de lo que acaezca? ¿No
podem os decir entonces que la aplicación de los conocimien­
tos que la ciencia nos suministra nos permite intervenir en el
m undo para acom odar éste a nuestra voluntad?
En un sentido superficial no podem os negar que ello es así,
como en un sentido superficial era cierto que la ciencia nos
suministraba explicaciones de por qué el m undo es como es.
Pero en última instancia y, pensándolo más a fondo, Wittgens­
tein considera que la respuesta a estas preguntas debe ser ne­
gativa debido a que, aún con ciertos titubeos (véase Diario
Filosófico, p.147) que probablem ente obedezcan a la influen­
cia schopenhaueriana (véase Gardiner, 1975, p. 420 n), estima
que la explicación correcta de la acción debe ser de corte cau­
sal. Lo cual significa que la relación entre nuestras decisiones
volitivas y cualquier cosa que acaezca en el m undo es pura­
m ente contingente.
Supongamos, por ejemplo, que decidimos levantar el brazo;
nada nos impide imaginar que a pesar de nuestra decisión el
brazo, por una serie de circunstancias, no se levante, y lo mis­
m o para cualquier movimiento de nuestro cuerpo que quisié­
ramos pensar relacionado con nuestra decisión (véase Diario
Filosófico, p. 145). Pero si el acto de voluntad puede concebir­
se al m argen de cualquier m ovim iento de nuestro cuerpo,
siendo en última instancia éste el medio a través del cual in­
tervenim os en el m undo, entonces la relación entre nuestra
voluntad y cualquiera de los acontecimientos que se produz­
can en él será una relación láctica. Es un hecho que se da, pe­
ro que también podría no darse.
Volvamos con todo esto en m ente a considerar nuestras
preguntas. Deseamos que algo acaezca, sabemos lo que debe
ocurrir para ello, y voluntariamente em prendem os un curso de
acciones para garantizar que tales condiciones se cumplan. En
última instancia, sigue siendo cierto que es el m undo el res­
ponsable. Pues la eficacia de nuestra voluntad, su capacidad
para producir ciertos acontecimientos, no es algo que depen­
da de ella misma, sino del m undo siendo com o es. La cone­
xión causal entre mi voluntad y mi cuerpo, no es algo que yo
elija, sino un dato último, un hecho bruto que me viene im­
puesto y que, aunque no puedo explicar, debo tener en cuen­
ta ineludiblemente en todas mis actuaciones, pues él fija el lí­
mite de aquello que puedo llevar a cabo. La responsabilidad
de mi voluntad respecto a los acontecimientos del m undo es,
podríam os decir, una responsabilidad condicionada siem pre
por la facticidad misma del mundo. Así pues, incluso aquello
que en el m undo acontezca de acuerdo con mi voluntad, será
una gracia del destino, pues es el destino, el m undo siendo
como es, el que permite que mi voluntad resulte efectiva. No
otras tesis son las que Tractatus 6.373 y 6.374 expresan.
Tenemos, en conclusión, que la ciencia no puede resolver
el problem a de la vida. Ni nos puede dar una explicación
completa de por qué el m undo es como es, pues sus explica­
ciones no consisten sino en una subsunción de hechos bajo
regularidades fácticas que en última instancia no pueden ser
sino constatadas pero ya no explicadas; ni nos puede poner
por com pleto a salvo de las contingencias de éste, pues cual­
quier intervención que nos permita hacer en el mismo, debe
contar con el presupuesto de un rasgo del mismo ajeno a
nuestra voluntad: la eficacia de ésta.

3.5.2. E l ascenso h a c ia lo m ístico.

La insatisfacción de nuestros anhelos por parte de la ciencia


origina el impulso hacia lo místico ( Diario Filosófico, p. 89).
Si, com o hace la ciencia, perm anecem os en el interior del
mundo, explicando los acontecimientos de ciertos hechos por
el acaecer de otros, poco adelantarem os en la com prensión
cabal del mismo; pues en última instancia todos los hechos
son igualmente opacos —de ahí que las proposiciones que los
describen tengan todas el mismo valor ( Tractatus, 6.4), o sea:
ninguno— . En cuanto reflexionem os radicalm ente sobre su
conjunto. dado que I d \ ü e S M >s como u ñ a S e r i e d é fice lío s
o b edecien d o a regularidades: infundadas, :se noss g f » r « ? e t 4
tam bién él pomo infundado o absurdo, s i n s e n t i d o , c a r e n t e
por ce miníele >dé toda, significación o v a lo r , Si és q U í í t l a efe ca­
ber vü£ el m undo y nuestra experiencia d e él, l a v i d a , l o n s o
algo valioso, habrá que. buscar una p e r s p e s te e é o i m ÍSP
bito de jos heclii)■•. al inundo misiin>. f í á b r á q u e m i r a r l o n o
desdé el ámbito de lo contingente t ImcuHas. f c ljj, s i n o d e s ­
de el de aquello que, por ser necesario, g s s u p r o p i o f u n c ia -
mento. él ámbito de lo a b s o l u t o o de l o rn eO n d iciO fia d © :.
Tal recom endación puede sonar com pletamente esotérica,
sin embargo Wittgénstein Considera que fitis lo es tanto; qüé
hay ciertas actitudes humanas que: ejemplifican ésta relación
con él m undo desde la óptica de lo absoluto. A su entender
tal es, el caso , por ejemplo, d e la éticá, ya qué; aunque riflestras
valoraciones morales hacéii referencia al m undo — valora­
ciones, precisamente, de cóm o debe ser éste— las, mismas no
aluden a ningún hecho; (véase En torno ci la !¡8M tlP< co­
mo lo prueba el que no puedan ser expresadas mediante pro­
posiciones con sentido ( Tractatus, I f i f (3.421).
Esta última í |S s parecerá extraña d a d o a i s estamos :áeQS“
tum brados a ,oir y a emitir juicios sobre la bondad o la perver­
sidad de nuestras acciones; pero para apreciar s u verosimilitud
consideremos lo que ocurre en un caso de disensión acerca
de la moralidad de cierta actuación. Supongamos, por ejem­
plo, que alguien nos pide una explicación d e cierto comporta­
miento nuestro. Si estimamos que nuestra acción fl * « 5ér
justificada será, obviamente,, porque no Consideramos q u é lo
esté en si misma. De esta m anera.intentaremos presentarla co­
mo, un medio para alcanzar un propósito;; propósito que p u e ­
de, a su vez, estar necesitado de legitimación, -Per©;,, e n ú lt i m a
instancia, éste regreso, de justificaciones deberá tener un fin­
que sé :alcanzará cuando presentem os la acción com o adecua­
da para satisfacer una finalidad que se ;nOs m u e s tr á , # m 0 v a ­
liosa por si misma. ¿Qué ocurre entonces si- nUestró1interlocu­
tor sigue exigiéndonos una justiilcaeiótfi O b v ia m e tiK ; ¡ q u e ya.
no podrem os dársela, y ,que todo, l o m á s q u - e podrem os hacer
e s ivallmtar la bondad d e n u e s t r o p t o p o w t u P e r o si é l p t l i
hubiera a p ia d o , nuestra aseveSCión cíe, la m i s m a statlft i n n e ­
cesaria, y si al formular nuestro p r e p ó s i t o ftl n o; ha v i s t o s u le­
gitimidad, nuestro insistir en su bondad no 1c ayudará a hacer­
lo. El calificativo “b u en o ” que añadimos a la descripción del
propósito está, pues, de más. Lo que sea realmente bueno —y
no sólo parcialmente, en su calidad de medio adecuado— ten­
drá las características que la tradición ha otorgado a lo místico;
será algo que no podrem os captar por lo que se nos diga, sino
sólo porque se nos muestra a sí mismo com o siéndolo de una
manera necesaria e incondicionacla ( Tractatus, 6.522). Por eso
afirma Wittgenstein que “lo ético no se puede enseñar” (En
torno a la ética, p. 33). Cuando, a diferencia de nuestro inter­
locutor, nosotros estimamos nuestro principio como bueno, no
se trata de que nosotros acertem os a ver en éste algo, una
propiedad objetiva, que a él le pasa inadvertida. Más bien, lo
correcto sería decir que él ve la totalidad del asunto de m ane­
ra diferente a como lo hacemos nosotros.
Esta dimensión radicalmente personal (véase En torno a la
ética, p.33) de los enjuiciamientos morales podría llevarnos a
pensar que . después de todo, los mismos sí que pueden ser
analizados en términos tácticos. Podríamos pensar que aunque
cuando decimos de algo que es bueno no estamos atribuyén­
dole ninguna propiedad objetiva, estamos reconociéndole una
propiedad subjetiva: la de provocarnos cierto estado psíquico.
Así, podríamos explicar la diferencia entre nuestro interlocutor
y nosotros mismos diciendo, por ejemplo, que la considera­
ción del fin nos causa una sensación agradable a nosotros pe­
ro no a él, o algo por el estilo. Sin embargo, Wittgenstein se
va a oponer radicalm ente a esta reducción psicologista del
ámbito ético alegando el carácter incondicionado de la obliga­
ción que engendra, Independientem ente de cuáles sean mis
deseos y aún el resto de mis estados psicológicos, indepen­
dientemente de que me agrade o desagrade, de que tenga o
no la intención de practicarlo, el bien moral me obliga de una
manera categórica y ya no condicionada o hipotética, pues tan
reprochable como no cumplir con mi deber es el no desear
hacerlo (véase En torno a la ética, p. 16).
Cuando contemplamos el m undo con una actitud ética, es­
tamos sintiendo, pues, que el mismo tiene un límite, y que
fuera de él se sitúa precisamente aquello que por ser inconcli-
cionadam ente bueno no puede en m odo alguno deducirse ni
quedar cuestionado por ninguno de los hechos contingentes
cuyo conjunto lo integran. Aquello que, por estar al resguardo
de cualquier contingencia, bien podríamos llamar eterno. Te­
nemos entonces que la consideración moral del m undo será
una manera de verlo sub specie aeterni (Tractatus, 6.45),
De esta forma, la ética resulta trascendente (Diario Filosófi­
co, p. 134), pues al situarnos en su plano estam os contem ­
plando el m undo desde fuera, desde el ámbito del valor que
lo trasciende. Y sin embargo, desde esta perspectiva el m undo
adquiere aquello que le estaba vedado en la perspectiva inter­
na propia de la ciencia: una significación, pues al evaluarlo
m oralm ente lo que estam os haciendo es considerarlo como
una posible expresión o manifestación de aquel valor que tie­
ne sentido en y por sí mismo.
Sin embargo, el partidario de la ideología cientifista podrá
protestar ahora. Concedamos que la ética permite lograr aque­
llo para lo que la ciencia resulta impotente: captar el mundo
com o dotado de sentido. Pero el problema de la vida no era
un problem a meramente teórico sino tam bién práctico. Y si la
ciencia fracasaba al encarar esta dimensión del mismo dado
que la facticidad del m undo se mostraba com o irreductible a
nuestra voluntad, ¿no habrá de ocurrir lo mismo cuando nos
situemos en el plano ético?
Si consideramos que la bondad o la perversidad no residen
en lo que se hace sino en el propósito con que se hace, o di­
cho de otra forma, si consideramos que todo auténtico juicio
moral no puede ser sino un juicio de intenciones, concluire­
mos que la respuesta a esta pregunta ha de ser negativa.
En efecto, una vez que tenem os esto en cuenta debem os
reconocer que un mismo comportamiento puede ser la expre­
sión tanto de la mejor de las voluntades com o de la peor, por
lo que ésta no puede, com o vimos que tam poco podría el
bien o el mal que constituye su objeto, identificarse a través
de los hechos, a través, por consiguiente, de nada que pueda
describirse ( Tractatus, 6.423). La voluntad moral, el sujeto de
la misma, queda así fuera del m undo (véase Diario Filosófico,
p. 135), teniendo en sí la garantía de su propio cumplimiento,
pues, a diferencia de lo que ocurre cuando lo que deseamos
es el acaecimiento de algún suceso en el mundo, para cumplir
nuestra intención de actuar moralmente basta nuestro propósi­
to sincero de así hacerlo, y éste propósito podría darse aún
cuando nuestra voluntad resultara com pletam ente ineficaz y
no pudiera intervenir en absoluto en el curso de los hechos
que constituyen el m undo (véase Diario Filosófico, p. 131-2).
Esta autonomía de la voluntad moral hace que ésta lleve
en sí misma su propia recom pensa ( Tractatus, 6.422), pues
quien sólo abriga buenos propósitos podrá, independiente­
mente de lo que acaezca, tener la conciencia tranquila y, de
esta m anera, vivir feliz reconciliado con el m undo (véase
Diario Filosófico, p. 129). Reconciliación que no obedece a
que se alteren los hechos que se producen en éste, sino al
tomar el sujeto una actitud diferente frente a ellos, ya que al
com prender que la tranquilidad de su conciencia no depen­
de sino de sí mismo, com prende tam bién que la significación
que las cosas que suceden tengan es exactam ente como la
de las palabras: aquella que quiera dárseles (recuérdese en
este punto el Diario Filosófico, p. 142). La ética deviene así
ya no sólo trascendente sino, com o la misma lógica, trascen­
dental ( Tractatus, 6.421), una condición de cóm o sea el
m undo (véase Diario Filosófico, p. 132), pues aún sin alterar
los hechos que lo integran, al cambiar al sujeto que constitu­
ye su límite modifica tam bién la forma en que éste lo consi­
dera, de manera que bien puede decirse que el m undo del
hom bre bueno es globalmente diferente del m undo del suje­
to inmoral ( Tractatus, 6.43).
El sujeto que adopta una actitud ética no tiene, pues, que
hacer dos cosas diferentes: contem plar el sentido de la vida,
y ponerlo en práctica. Más bien lo que ocurre es que por
adoptar tal actitud tiene ya una vida plena de sentido. Una
vida que ya no resulta para él problemática, pues el proble­
ma estribaba en la facticidad que se oponía a la voluntad
( Tractatus, 6.4321), pero la buena voluntad y la buena con­
ciencia resultan com pletam ente independientes de ésta. Po­
dría decirse que ha resuelto el problem a de la vida hacién­
dolo sim plem ente desaparecer ( Tractatus, 6.521). Cumplirá
el propósito de la vida viviéndola gozosa, felizmente.

3.5.3. L a ju stific a c ió n del sinsen tid o .

El Tractatus Lógico-Philosophicus se cierra con dos refle­


xiones ciertamente escandalosas:
“Mis proposiciones elucidan ele este modo; porque
quien m e comprende term ina p o r reconocerlas como
sinsentidos, cuando a través de ellas, encaram ándose
sobre ellas, queda fu e ra de ellas (Debe, p o r así decirlo,
a jro ja r la escalera u n a vez que se haya subido po r
ella).
Debe superar estas proposiciones; y entonces ve el
m undo correctamente” (6.54)
"Sobre lo que no puede hablarse, se debe callar” (7).

Las observaciones del Tractatus no son menos insensatas


que aquéllas que llenan las obras de metafísica anteriores a
él. Pero ¿acaso debiéramos extrañarnos por ello? Para em pe­
zar, si fueran verdaderas, como Wittgenstein pensaba que lo
eran, tendrían que serlo ineludiblemente, pues con ellas no
se pretendía sino hacernos ver los rasgos y los presupuestos
necesarios del lenguaje, y del m undo en tanto que suscepti­
ble de ser descrito por aquél. Pero, según la teoría tractaria-
na del significado, sólo las proposiciones contingentes, aque­
llas que describen lo que puede tanto ser el caso como no
serlo, tienen sentido.
Esta característica de las proposiciones del Tractatus po­
dría llevarnos a intentar equipararlas con las tautologías, p e­
ro tal pretensión la creemos esencialmente desencaminada.
Pues las tautologías, aunque también necesarias, no son in­
sensatas sino carentes de sentido, no son “unsinnig” sino
“sinnlos”. A diferencia de las tautologías, las observaciones
filosóficas del Tractatus no son funciones de verdad. Su in­
sensatez no obedece, com o en el caso de aquéllas, a que
producen una cancelación de sus condiciones de verdad;
más bien tiene su raíz en el intento de decir lo que sólo pue­
de ser mostrado.
Ellas pretendieron describirnos la naturaleza del cálculo
lógico cuando ésta no puede captarse si no es mostrándola
en la manera en que éste funciona. O pretendieron decirnos
cuál es la estructura y cúales las condiciones de posibilidad
del lenguaje del m undo en tanto que representado, cuando
una y otras sólo pueden entenderse si atendem os a lo que el
uso del lenguaje nos muestra. O pretendieron, por último,
decirnos en qué consiste el sentido de la vida, cuando sólo pode­
mos llegar a saberlo si se nos muestra a sí mismo.
No debe pues extrañarnos que Wittgenstein afirme de sus pro­
posiciones que son insensatas. Como tam poco debe extrañarnos
el que, a pesar de ello, las considere no sólo verdaderas sino ca­
paces de cumplir una importante función elucidatoria: nada me­
nos que la de mostrarnos la justa visión del m undo. Pues dado el
carácter técnico con el que Wittgenstein habla de sus proposicio­
nes como insensateces, es obvio que no quiere decir con ello
que las mismas sean simples galimatías. También, a sus ojos, de­
cir de algo que es bueno, o de la negación que no es un objeto,
sería un sinsentido, y sin embargo el así hacerlo puede ser la ma­
nera más directa de mostrar a nuestro interlocutor cuáles son los
valores que orientan nuestra conducta, o cuál es la peculiaridad
de las constantes lógicas.
Lo único que podría parecer sorprendente es la recom enda­
ción final de guardar silencio. Ya que si, aunque insensato, el dis­
curso filosófico no es en lo más mínimo estéril, ¿por qué debiéra­
mos abstenem os de practicarlo? Creemos que la respuesta a esta
pregunta está directamente relacionada con la consideración fun­
damentalmente ética que Wittgenstein tenía de su propia obra. Lo
que ésta mostraba era, a su entender, no algo teórico sino esen­
cialmente práctico: en qué podia consistir el sentido de la vida. Y
una vez com prendido éste, lo que tocaba ya no era seguir refle­
xionando sobre el mismo sino intentar llevarlo a cabo.
Coherente consigo mismo, coherente con su propio pensa­
miento, después de la publicación del Tractatus, W ittgenstein
abandonó la especulación teórica e intentó vivir conforme a lo
que su conciencia le dictaba. Las confesiones que podem os en­
contrar en la correspondencia que en aquellos años dirigió a sus
nmigos inducen a pensar que no encontró, no obstante, la felici­
dad que buscaba. Quizás por ello, y pensando que aún podía ha­
cer algo valioso reflexionando sobre los problemas que su prime­
ra obra había dejado pendientes, en 1929 decidió retomar la acti­
vidad filosófica. Si fue así, desde luego no se equivocó.
1 S I ¡ll
: B B ...1 ;

Wittgenstein en Cambridge. 1938


La Teoría del Lenguaje
de las Investigaciones Filosóficas

4 .1 . R u p t u r a y C o n t i n u i d a d
la o b r a d e t r a n s i c ió n .

Volvamos la: vista atrás, y recapitulemos algunas de las tesis-


ijiic Wittgenstein defendía en el Tractatus. H em os considera­
do que está obra fue, «ante: todo, una reflexión sobre las condi­
ciones ¡de posibilidad de la lógica y el sentido. Su objetivo bá­
sico; era el de elucidar cómo es posible la determ inación del
sentido, Como es posiblf que haya auténticas relaciones inter­
nas entre nuestras proposiciones: sólo porque las proposicio­
nes tienen un ¡sentido determinado pueden m antener relacio­
nes: 'lógicas éOn otráá própósiciohéS. líl qué nuestras proposi­
ciones tengan el sentido que tienen debe estar determ inado
independientem ente del hecho: de que sean o no. verdaderas.
La relación lógre* fefen» w <|u<S existe éntre una proposición
y sti negación'). Sólo Sá. inteligible JÉ admitimos que a m b a s de­
terminan un mismo hecho, corno el que decide su valor de
verdad, P or supuesto, U cclerm itm dou del sentido; n o garanti­
za qué una proposición. sea verdadera o sea falsa, péro si de­
be determinar, con anterioridad a todo hecho empírico, con
anterioridad a toda verdad o falsedad, qué hechos convertirían
en verdadera a una proposición.

4.1.1. L a d e te rm in a c ió n del sentido


y la notació n p e rsp ic u a .

Podemos decir que Wittgenstein siguió siempre interesado


en este tipo de problemas. Sin embargo, no es fácil caracteri­
zar en pocas palabras cuál es la relación entre las soluciones
que a ellos aportan sus escritos posteriores a 1929 y las que se
nos ofrecían en el Tractatus. Podríamos contraponer la teoría
pictórica ( y el corolario de que la sintaxis no puede ser des­
crita sino sólo mostrada) a la teoría del “significado como uso”
(y su corolario de que lo que debe mostrarse es la actividad
hum ana en la que el lenguaje es usado). Hay, sin embargo,
una línea de continuidad im portante: W ittgenstein siem pre
pensó que el lenguaje no podía describir relaciones lógicas.
En una obra tan tardía como sus escritos Sobre la Certeza se
nos insinúa que la “lógica no puede ser descrita”, 501. Hay un
evidente paralelism o entre esta sugerencia y las tesis del
Tractatus sobre la diferencia entre decir y mostrar, o la tajante
afirmación, ya comentada, de que “lá lógica debe dar cuenta
de sí misma”. De hecho, la mejor manera de percibir la conti­
nuidad y la ruptura entre el Tractatus y la filosofía del “segun­
do Wittgenstein" es reflexionar sobre lo que significaban estos
aforismos en sus primeros escritos y lo que sugería con ellos
en sus últimas obras.
La cuestión está relacionada con el problema de la determi­
nación del sentido. Podem os hacer afirmaciones falsas. Pode­
mos utilizar el lenguaje para describir ciertos estados de cosas
que de hecho no se dan. Para ello no necesitamos usar el len­
guaje con un sentido distinto al habitual; precisamente porque
al decir “Hoy está lloviendo en Valencia” utilizo las palabras
en su sentido habitual, resulta que mi afirmación es falsa. La
polaridad verdad-falsedad presupone que el sentido está de­
terminado. Ahora bien, lo que no es posible es utilizar el len­
guaje para describir los significados de todas nuestras pala­
bras. La razón es muy simple: cualquier descripción (verdade­
ra o falsa) presupone el sentido. En el Tractatus Wittgenstein
se comprometió con la tesis de que debían existir proposicio­
nes que no fueran función de verdad de ninguna otra; si ese
requisito no se cumplía, pensó que el sentido de toda propo­
sición dependería de que otras proposiciones fueran verdade­
ras. En su última obra, siguió aceptando que las relaciones ló­
gicas son relaciones entre proposiciones que se desprenden
meramente del hecho de que éstas tengan determ inado el sen­
tido. Es por ello por lo que no hay ninguna posibilidad de
describir la lógica, ni de aceptar que algunos rasgos del m un­
do pueden ser traídos a colación para justificar las convencio­
nes básicas de nuestro lenguaje:

“Si pudiera describir el objetivo de las convenciones


gramaticales diciendo (por ejemplo) que son ciertas pro­
piedades de los colores las que las hacen necesarias, en
este caso, esto haría de las convenciones algo superfino,
dado que podría decir exactam ente lo que las conven­
ciones me impiden. Por el contrario, si las convenciones
fu e ra n necesarias, esto es, si ciertas com binaciones de
palabras estuvieran excluidas como sinsentidos, p o r esa
misma razón, no podría citar ninguna propiedad de los
colores que hiciera de las convenciones algo necesario,
dado que entonces sería imaginable que los colores ca­
recieran de esa propiedad, lo que sólo podría expresar
violando las convenciones."
Philosophische Bemerkungen, 4.

Ahora bien, si ése es un argumento que muestra la línea de


continuidad entre las dos etapas básicas del pensam iento de
W ittgenstein, las diferencias no dejan de ser considerables.
¿Qué se entiende por “lógica” en el Tractatus y qué se entien­
de por “lógica” o “gramática” a partir de las Philosophische
Bem erkungen (1929-30)? Recordem os que la determ inación
del sentido es la determinación de las relaciones lógicas entre
proposiciones. A la lógica pertenece, pues, todo lo que esté
vinculado no a los hechos que hacen que nuestras oraciones
sean verdaderas o falsas, sino al mero signo proposicional en
su relación proyectiva con el m undo. (La relación proyectiva
determina no que la proposición es verdadera o falsa sino los
hechos que, si sucedieran, la harían verdadera o falsa). ¿En
qué consiste, en sus últimas obras, ese “signo preposicional en
su relación proyectiva con el m undo”?
Hay tres aspectos en los que las tesis del Tractatus sobre
las condiciones de posibilidad de que el signo preposicional
entre en relación proyectiva con el m undo se verán modifica­
dos sustancialmente. Ya sabem os que Wittgenstein creyó que
el signo preposicional debía ser pensado. En otras palabras, el
signo preposicional sólo adquiría sentido porque tras él opera­
ba la actividad trascendental del pensam iento que proyectaba
el hecho de que en el signo los elementos estuvieran combi­
nados de cierto m odo sobre posibles estados de cosas. En su
última filosofía, se va a rechazar este tipo de apelación al pen­
sam iento para explicar que nuestros signos adquieran vida.
Wittgenstein mostrará en sus últimas obras que cualquier ape­
lación al pensam iento para resolver el enigma de la determi­
nación del sentido es vacía. Sus críticas van dirigidas tanto a
las teorías semánticas que hacen de los procesos psíquicos la
llave del significado, com o a las que utilizan la noción de
“sentido” de un m odo más abstracto y general. Trata de resol­
ver la perplejidad producida por la idea de que la “vida” (el
sentido) que los signos adquieren en el lenguaje debe ser ex­
plicada por un proceso independiente de la mera aplicación
de esos signos en situaciones específicas de la vida humana.
Con ello, su crítica irá dirigida tanto al “Sinn” (“sentido") frege-
ano como a sus propias ideas del Tractatus.
El principio de la determinación del sentido había sido utili­
zado por Frege, y por el mismo Wittgenstein, para explicar
las conexiones que se establecen estre nuestras explicaciones
m undanas y nuestra m undana aplicación del lenguaje. Es un
hecho que somos capaces de entender el significado de seg­
m entos lingüísticos con los que nunca nos hemos enfrentado
y que todo lo que tenem os para justificar nuestra comprensión
son otros usos del lenguaje o ciertas explicaciones recibidas.
Sólo porque el sentido de una explicación está determinado, y
de algún m odo es com prendido por quien la recibe, puede
entenderse que la explicación sea efectiva. El segundo Witt­
genstein invertirá los términos del análisis: no es necesario
postular ninguna entidad intermedia ( en la mente, en la acti­
vidad de un sujeto trascendental, ni en un m undo platónico
de relaciones ideales) para justificar la comunicación. Es más
bien el hecho de que nos comuniquemos al hablar el que de­
termina el sentido de nuestras palabras.
Otra divergencia fundamental entre la primera y la segunda
filosofía de Wittgenstein podem os encontrarla en su rechazo
de la idea de la “sustancia del m undo”. La determ inación del
sentido exigía en el Tractatus que hubiera objetos, i.e. entida­
des cuya existencia estaba presupuesta en el mero hecho de
que nuestras palabras tuvieran significado. Eran los referentes
indescriptibles de los nom bres propios, por tanto indestructi­
bles y absolutam ente simples. En sus últimas obras, Wittgens­
tein se verá llevado a aceptar que los requisitos de la determi­
nación del sentido son de índole m uy distinta a los objetos
simples del Tractatus. El sentido está determ inado por la ac­
ción humana. En ese papel de determ inación del sentido, la
a c c ió n h u m a n a es (c o m o los o b je to s d e l T r a c ta tu s )
indescriptible. Por ejemplo, el sentido de nuestros términos de
color está determ inado por ciertas prácticas de discriminación
y comparación de los colores; esas prácticas no pueden des­
cribirse sin utilizar las expresiones de color mismas: no hay
manera de describir qué rasgo del m undo nos justifica en la
utilización del predicado “rojo”, sin utilizar expresiones refe­
rentes al color de las cosas rojas. Pero, evidentem ente, es ab­
surdo pretender que la acción hum ana es un rasgo necesario
del mundo. Entendemos (y podem os describir) m undos en los
que no se ha dado ninguna actuación de seres vivos.
Sin embargo, el desencadenante de la ruptura de Wittgens­
tein con el m odelo del Tractatus hay que situarlo en otro as­
pecto de sus teorías: los poderes del simbolismo. Había defen­
dido que el lenguaje debía poseer necesariam ente una estruc­
tura que mostrara ciertas relaciones internas entre las proposi­
ciones. El tipo de relación en que están las proposiciones
“Hoy llueve en Valencia” y “Hoy no llueve en Valencia” debe
poder mostrarse en la estructura del signo proposicional, dado
que se trata de una relación de función-de-verdad. Determinar
el sentido de las proposiciones elementales y sus relaciones
de-función-de-verdad con otras proposiciones era, en el Trac­
tatus, determ inar todo el sentido. La aceptación del principio
fregeano de que eran las proposiciones, y no las palabras ais­
ladas del contexto proposicional, las depositarías del sentido
suponía aceptar que toda relación interna del lenguaje debía
poder ser expresada como una relación interna entre proposi­
ciones. Y toda relación sem ejante d eb e ser tratable en el
Tractatus com o una m era función de verdad. Esta concepción
de las relaciones internas entra en crisis a partir de 1929. En lo
que había de ser su conferencia “O n Logical Form”, Wittgens­
tein se da cuenta de que el lenguaje que incorpora nociones
com o “grado” o “cualidad" no es tratable según el modelo an­
terior. Por ejemplo, las relaciones internas entre proposiciones
que versen sobre colores: si algo es azul no puede ser rojo.
Intentem os atrapar en un simbolismo la relación entre “x es
rojo” y “x es azul”. Deberíamos ser capaces de encontrar una
notación en la que se mostrara que ambas son incompatibles,
en el mismo sentido en que parece que no hay ninguna difi­
cultad en encontrar esa notación para proposiciones com o
“Hoy llueve en Valencia” y “Hoy no llueve en Valencia”. Ello
obligaría a que las propiedades cualitativas “ser azul” y “ser ro­
jo” fueran analizables ambas como función de otras propieda­
des más básicas. Ese fue de hecho el pensamiento de Wittgens­
tein en el Tractatus, 6.3751. Si esto es implausible, como pare­
ce que lo es, la única alternativa es la de considerar que hay
relaciones de incompatibilidad entre la proposición de que x
es rojo y la proposición de que x es azul que no son expresa-
bles en las relaciones de función-de-verdad de los símbolos
que utilicemos. Wittgenstein esboza la solución de considerar
que el error fundamental del Tractatus había sido el de aceptar
que las proposiciones elem entales p ueden ser consideradas
aisladamente. El sentido ya no es la propiedad de una proposi­
ción, aunque sea una proposición de la que ya no quepan aná­
lisis ulteriores. Las unidades últimas del significado ya no serán
las proposiciones aisladas, sino los sistemas de proposiciones.
Lo relevante de la noción de “sistemas de proposiciones” es
que con ella se abre la puerta a la existencia de relaciones in­
ternas que sólo pueden señalarse apelando a la práctica de
utilización del sistema de proposiciones. Es su posición entre
otras proposiciones de color la que determ ina el significado
de “x es rojo”. Pero esa posición no es determinable indepen­
dientem ente del uso de la misma (Ph., B. 15). La única manera
en que es posible la com prensión del sentido de una proposi­
ción es mediante la com prensión de ciertas relaciones internas
entre su uso y el uso de otras proposiciones.
4.1.2. L a ap licació n de la p in tu r a y las a c titu d e s
pro p o sicio n ales.

El problem a es importante porque, a partir de este momen­


to, Wittgenstein se va a preocupar de ciertas relaciones inter­
nas que en el Tractatus no habían recibido atención. Las rela­
ciones entre el sentido del lenguaje y ciertas actitudes que los
filósofos denom inan “acitudes proposicionales”: deseos, inten­
ciones, creencias, expectativas... Una actitud proposicional se
caracteriza porque tiene necesariamente un objeto: para creer
hay que creer algo, para desear se ha de desear algo... Y esos
“algo” que constituyen los objetos de esas actitudes pueden
ser especificados por medio de proposiciones. La intencionali­
dad fue considerada por B rentano com o una característica
esencial de los fenóm enos mentales. Un juicio es un juicio so­
bre algo, un deseo es un deseo de algo... Y, evidentem ente, ni
el juicio de que p, ni el deseo de que p, garantizan que p ocu­
rra o que la proposición p sea verdadera. El objeto de un acto
mental no necesita tener otra existencia distinta a su mera
existencia como objeto intencional.
El sentido de una representación pictórica es su contenido
objetivo, y la verdad de la representación no está garantizada
por la representación misma. La teoría pictórica en el Tracta­
tus es un buen ejemplo de cómo esa relación interna puede
salvarse. De hecho, es una consecuencia de la aceptción sin
restricciones por parte de Wittgenstein del principio fregeano
de la determinación del sentido: el principio de que el sentido
de nuestras expresiones debe estar determinado independien­
temente de su verdad. Lo que mis palabras significan no está
mediado por la verdad de ninguna proposición. En Wittgens­
tein el principio se transforma en el de que lo que una pintura
figura es independiente de la ocurrencia de cualquier hecho fi­
gurable. Puede ser un descubrimiento que lo que una pintura
pinta existe realmente. No lo es que pinte eso y no otra cosa.
La relación entre una pintura y su sentido es interna. La que
existe entre ella y la ocurrencia del hecho figurado es externa.
En las Pbilosophiscbe Bemerkungen Wittgenstein habla de
las actitudes proposicionales com o pinturas porque considera
que la relación que deseos, intenciones o expectativas mantie­
nen con su objeto intencional es del mismo tipo que la que
existe entre una pintura y lo que la pintura pinta: para que yo
desee algo, debe estar establecido qué es lo que deseo inde­
pendientem ente del hecho empírico de que yo consiga o no
satisfacer mi deseo. Por otra parte, hay tipos diversos de pin­
turas. Q ue yo desee algo es distinto a que tenga m iedo de que
ocurra, o a que esté expectante de si va a ocurrir, en el mismo
sentido en que una afirmación de que p es distinta a la orden
de que se haga p. Wittgenstein percibió inmediatamente que
esta vinculación del problema de la determinación del sentido
con el de las diversas formas de actitudes proposicionales era
dem oledora para la vieja teoría de la pintura. Ello explica, por
ejemplo, que las tesis sobre la intencionalidad que aparecen
en la segunda mitad de la primera paite de las Investigado-
nes Filosóficas sean tesis que en los escritos de Wittgenstein
pueden encontrarse antes de 1933; en ninguna otra área tem á­
tica en las Investigaciones la posición de Wittgenstein puede
retrotraerse a épocas tan tempranas.
En primer lugar, consideró que la relación entre una actitud
proposicional y su objeto intencional no podría ser empírica.
Dicho de otro modo, si deseo comerme una manzana, puede
ser un hecho a descubir en el futuro si conseguiré comérmela
o no, pero no es un hecho a descubrir que lo que deseo es
precisamente, comerme una manzana. Es posible que mi de­
seo de com er desaparezca si me pegan un puñetazo, pero ello
no quiere decir que lo que yo deseaba antes era que me p e­
garan el puñetazo (Ph. B., 22). Por otra parte, debe admitirse
que tam bién ha de estar determinado ahora que mi actitud ha­
cia una manzana es precisamente la de desear comérmela y
no, por ejemplo, la de creer que me la comeré, o tener miedo
a comérmela. En otras palabras, debe estar determinado ahora
tanto el tipo de actitud proposicional como su objeto intencio­
nal —por más que la satisfacción de esa actitud deba hacerse
efectiva en el futuro. El problema es, ¿cómo pueden las cone­
xiones intencionales en mi pensam iento llegar tan lejos? ¿Có­
mo puede estar determ inado ahora el m odo en que una pintu­
ra presente ha de habérselas con la realidad después? En el
caso de una proposición “pura”, de un pensam iento no aso­
ciado a ninguna actitud proposicional, estas dificultades no
habían sido tan obvias.
Miremos la cuestión desde el siguiente punto de vista: mi
pensam iento de que p, está sólo asociado con un hecho pre­
sente, mi pensam iento es o no verdadero según se dé o no p.
Pero mi deseo de que (m añana) yo haga p está asociado de
un m odo com pletamente distinto con el futuro. No se trata só­
lo de que mi pintura ahora debe mostrar la especial caracterís­
tica de que deberá habérselas con el m undo mañana. Es más
importante que percibamos que debem os incluir en la relación
pictórica misma (en lo que se desprende del mero hecho de
que el sentido esté determ inado) el tipo de pintura de que se
trata. El m étodo de proyección del Tractatus debería ser capaz
de establecer no sólo el contenido de la pintura, sino el m odo
específico en que ésta ha de ser com parada con la realidad. Y
más im portante aún es que el hecho de que mi pintura esté
ahora determinada está conectado con ciertas verdades sobre
el m undo de m añana. Por ejemplo, si deseo com erm e una
manzana, mi deseo tiene cierta conexión con el hecho de que,
si mañana tengo una manzana accesible y no he cam biado de
opinión, me comeré la manzana. Este es u n tipo de conexión
inexplicable para el m odelo del Tractatus-, ya hemos visto que
allí Wittgenstein tuvo que admitir que la relación entre dos fe­
nóm enos del m undo (y por tanto, la relación entre un pensa­
miento-hecho y la conducta futura de un cuerpo) era una rela­
ción externa. Sin embargo, ahora deberá enfrentarse con el si­
guiente problema: aunque mi deseo presente no entraña, por
supuesto, que mañana me coma la manzana, sí entraña que la
verdad de ciertos enunciados condicionales sobre el futuro no
es accidental. En el capítulo siguiente, veremos la importancia
de este tipo de conexión entre el presente y el futuro para la
filosofía de la mente.
La solución de Wittgenstein es la de considerar que no pue­
de haber dos tipos de relaciones internas independientes en el
caso de las actitudes proposicionales: tanto la relación entre
mi deseo y lo que deseo, como lo que determina que tenga
un deseo y no un temor, se establecen del mismo modo; del
m odo en que, por ejemplo, se expresa ahora el que yo desee.
Son circunstancias del mismo tipo las que determ inan que al­
guien busca y lo que está siendo buscado: “Dime cómo bus­
cas y te diré qué buscas” (Ph. B., 27). Lo que se busca es sólo
determinable a través de una manera de buscar. Lo que deter­
mina que yo espero algo específico del futuro es una manera
de esperar ahora. No es una cuestión empírica para mí si yo
espero o no ni si yo espero p o no p. Y la explicación de am­
bos fenóm enos es la misma (Ph. B., 35). La manera de aplicar
ciertas pinturas determina, a la vez, el tipo ele pintura y el ob­
jeto de la misma.
Wittgenstein estaba obsesionado por la relación entre el sig­
nificado y la intencionalidad (véase Ph. I?., 13, 20, 27, 30, 31,
43, 50 ). “Com prender una orden antes de obedecerla es un
caso afín al de querer hacer algo antes de ejecutar la acción”
(Ph. B., 13). Es tan inconcebible un lenguaje en el que en la
expresión del deseo de que p no se usara p, como un lengua­
je en el que se pudiera decir que no p sin usar “p ” (Ph. B.,
30). Q ue al hablar afirmemos algo, o exijamos algo, plantea
los mismos problem as de análisis que el hecho de que poda­
mos expresar un deseo de que algo ocurra, o la voluntad de
hacerlo. De hecho, no es accidental que manifestemos deseos
y expectativas con signos no m enos que pensamos con signos
(Ph. B., 30). La intencionalidad del lenguaje y la intencionali­
dad de la m ente son dos aspectos del mismo problem a. Y
cualquier explicación coherente de ese fenóm eno debe respe­
tar el hecho de que la intencionalidad que da vida a una pin­
tura ha de manifestarse en la manera en que ahora se aplica la
pintura (Ph. B., 65). La articulación necesaria que debe poseer
toda pintura para pintar algo no es expresable por la pintura
misma. Es la articulación de la complejidad de la aplicación
de la pintura. Las relaciones internas entre lo que decimos no
son independientes de las relaciones internas entre lo que ha­
cemos al decir lo que decimos. Sólo hay un tipo de relaciones
internas en la gramática y son relaciones internas que, en últi­
mo término, ningún simbolismo puede atrapar.

4.2. Los juegos de lenguaje.

4.2.1. A cción h u m a n a y relacio n es in te rn a s.

En el Tractatus Wittgenstein suponía que las proposiciones


del lenguaje podían com pararse con la realidad. Del mismo
antipsicologismo de esa obra se desprende que no pensaba
que fuera su misión la de descibir cómo era posible semejante
comparación. Evidentemente, nunca mantuvo que los aspectos
de la realidad que deciden la verdad de nuestras proposicio­
nes fueran descriptibles sin presuponer el mismo sentido de
esas proposiciones, pero sí pensaba que el resultado de la
comparación estaba determ inado por dos factores: la fijación
del sentido y las propiedades que de hecho el m undo posee.
La alteración radical que se produjo en la teoría de la pintura
a comienzos de los años treinta alteró tam bién estos supues­
tos. La determinación del sentido no puede utilizarse para ex­
plicar el resultado de la comparación del lenguaje con la reali­
dad, dado que el sentido sólo está determ inado por m edio de
la aplicación de la pintura.
Pensemos, una vez más, en el vocabulario de color. El mo­
delo del Tractatus supone que nuestro acuerdo a la hora de
decidir el color de un objeto se deriva de nuestra captación
del sentido; es esa captación la que impone unas pautas obje­
tivas y es el hecho de que nuestra actuación sea acorde con
esas pautas lo que determina la corrección de nuestra práctica.
La segunda filosofía de W ittgenstein va a considerar que la
práctica es autónoma: no hay ningún patrón objetivo respecto
al que la globalidad de la práctica pueda evaluarse. Por su­
puesto, en el seno de la práctica caben errores: pero es sólo el
resto de la práctica de indentificar colores el que determina
que una identificación es o no correcta.
Por decirlo de otro modo, no sólo la descripción de las pro­
piedades del m undo ha de efectuarse desde nuestra gramática.
Sucede también que la identificación efectiva de esas propie­
dades constituye la gramática. Y ello es así porque es nuestra
actuación la que determina los sentidos de nuestras expresio­
nes. Carece de contenido plantearse la cuestión de si la totali­
dad de nuestra práctica lingüística es o no acorde con los sen­
tidos de nuestras palabras. No se trata sólo de que la gramáti­
ca sea la condición de posibilidad de com paración del lengua­
je con la realidad. Nuestro lenguaje entra en contacto con la
realidad por nuestra coincidencia en hacer ciertas cosas al ha­
blar —y reconocer m utuam ente esa coincidencia. Y esa coin­
cidencia no se compara con nada. Es lo dado.
Ya sabemos lo que para Wittgenstein es una relación inter­
na: una relación que afecta a la identidad de los elementos re­
lacionados. La mejor manera de introducir la noción de “juego
de lenguaje” es decir que en toda práctica lingüística las rela­
ciones internas entre las expresiones, las relaciones que se de­
rivan de su “significado”, son parasitarias de las relaciones in­
ternas en la actividad hum ana en la que esas expresiones son
usadas. Un juego de lenguaje está consituido tanto por deter­
minadas expresiones com o por ia actividad hum ana con la
que esas expresiones se entrelazan. Por poner un ejemplo de
Wittgenstein: los juegos 44-49 del Cuaderno M arrón tratan
sobre diversos tipos de uso de la palabra “poder”. En un caso,
sólo se dice que alguien puede hacer tal y tal cosa si de hecho
la ha efectuado en el pasado. En otro, sólo se dice si alguien
tiene la apariencia física apropiada para la realización de un ti­
po de acción. En el primer caso, habría una relación interna
entre la afirmación “x subió ayer a la m ontaña” y la afirmación
“x puede subir a la m ontaña” distinta a la que existe en caste­
llano y diferente también a la que se da en el segundo caso...
Tales relaciones entre oraciones no explican la aplicación del
lenguaje, más bien están determinadas por lo que los hombres
hacen: por ejemplo, en el primer juego de lenguaje si alguien
pidiera hom bres que “pudieran” subir montañas no aceptaría
que se ofreciera alguien que nunca ha subido una montaña
por contundente que fuera su apariencia física. En el segundo,
sí. Es im portante que veam os las consecuencias de ello: el
sentido está determ inado porque hay ciertas relaciones no em ­
píricas entre nuestras oraciones (en eso hay una continuidad
con el Tractatus), pero para que esas relaciones sean posibles
d eb en existir relaciones internas entre las acciones de los
hombres. Es, por ejemplo, el hecho de que podam os conectar
la conducta de rechazo o de aceptación de los candidatos por
parte del jefe de la tribu con su utilización de la expresión
“Quiero hom bres que puedan escalar m ontañas” el que deter­
mina el significado de esa expresión, y, por tanto, sus relacio­
nes internas con otras expresiones del lenguaje. El único cami­
no para elucidar el significado lingüístico es la captación de
conexiones significativas en la acción.
Al com ienzo de las Investigaciones Filosóficas, Wittgenstein
criticará cierta concepción del lenguaje. La que permite supo­
ner que u n niño adquiere la competencia lingüística fijando su
atención en las circunstancias en las que sus mayores utilizan
las palabras pertinentes. La idea, que se va a repetir en num e­
rosas ocasiones en el libro, es la de que tal mecanismo es un
puro mito: no es el prestar atención, ni las definiciones recibi­
das, lo que pueda explicar la adquisición de la competencia
lingüística. Tales mecanismos sólo pueden ser explicativos si
ya se dom inan amplias áreas de un lenguaje. La idea de Witt­
genstein va a ser la de que sólo el entrenam iento (i. e. la par­
ticipación gradual en las prácticas en las que el lenguaje es
usado) puede explicar la com prensión del lenguaje. Esta no es
una tesis psicológica. Ya veremos que hunde sus raíces pro­
fundamente en las condiciones de posibilidad de lo que en­
tendem os por lenguaje.
Por otra parte, un juego de lenguaje es una práctica que
puede ser inteligible con relativa independencia del resto de
la actividad lingüística. Si concebim os prácticas lingüísticas
sectoriales, podem os considerar que en ellas se exhiben cier­
tas relaciones internas (relativamente) independientes de las
relaciones internas que se dan en otras zonas del lenguaje.
De hecho, se nos pide en las Investigaciones que considere­
mos un juego de lenguaje com o “un lenguaje primitivo com­
pleto” (Investigaciones..., 2). Sin embargo, no es ése el uso
más habitual del término. Normalmente, se refiere a sectores
de una práctica lingüística con algún tipo de peculiaridades
gramaticales que son relativamente inteligibles por sí mismas.
Juegos de lenguaje diferentes implican diferentes reglas gra­
maticales. Conocer la gramática es conocer las relaciones in­
ternas en una práctica lingüística, y esas relaciones internas
sólo p u e d e n ser cap tad as com o relaciones intern as entre
nuestras actuaciones. Por supuesto, hay tam bién relaciones
internas entre lo que decimos, pero con ello no nos estamos
refiriendo a otro tipo diferente de relaciones. Nos estamos re­
firiendo, de otra manera, a las mismas: sólo porque hay rela­
ciones internas entre lo que hacem os puede haber tal tipo de
relaciones entre nuestras expresiones. La idea básica que sub-
yace a la utilización de la noción de “juego de lenguaje” por
parte de W ittgenstein es su rechazo de la pretensión de bus­
car algún tipo de justificación externa a la gramática, a las re­
glas que rigen u n juego de lenguaje. Hay m uchas prácticas
lingüísticas y no podem os buscar lo que las justifica sino lo
que las constituye: el hecho de que los hom bres usen el len­
guaje de cierta manera en su vida ordinaria y, con ello, esta­
blezcan las relaciones internas que establecen entre sus ex­
presiones. Tales conexiones no p ueden utilizarse para justifi­
car o criticar la actividad hum ana en la que se expresan: tales
conexiones son el reflejo de esa actividad.
4.2.2. F u e rz a y S entido. S e m á n tic a y P ra g m á tic a .

Hay una distinción muy frecuente en la filosofía del lengua­


je que se ve afectada por estas consideraciones de Wittgens­
tein. La distinción entre fuerza y sentido. Se supone, que en
todo uso del lenguaje hay que distinguir entre el contenido
proposicional (que sería común a la orden “cierra la puerta” y
a la afirmación “ la puerta está cerrada") y la fuerza (que de­
termina el tipo de acto de habla que se realiza: un enunciado,
una orden, una pregunta...). Imaginemos, por ejemplo, el jue­
go del lenguaje (2) de las Investigaciones. Un juego de lengua­
je en el que un capataz le pide a un albañil ciertos materiales
de construcción. Es importante observar que cuando hablamos
de que le “pide” estamos utilizando una caracterización del ac­
to de habla que, en ese juego de lenguaje concebido como un
“lenguaje primitivo com pleto”, no es del todo justa. Si alguien
practicara sólo ese juego de lenguaje no podría contraponer la
existencia de la institución lingüística “pedir” a la existencia de
otras instituciones, por ejem plo“suplicar” o “preguntar”. Obvia­
mente, en ese contexto, la distinción entre fuerza y sentido no
cumple función alguna. Es ininteligible, por ejemplo que uno
de los participantes entendiera qué se le pide sin entender si
se le pide o no.
Como Rhees ha señalado (Rhees, 1959), es posiblemente in­
correcto pretender, com o parece que pretende Wittgenstein,
que u n juego de lenguaje com o éste p u d iera ser toda la
actividad lingüística de una comunidad. Pero con ello no ha­
cemos más que retrotraer el problema. En último término, na­
die podría captar el sentido sin captar la “fuerza” de algunos
actos de habla. Nuestras palabras no tendrían significado algu­
no si no fueran de hecho usadas haciendo ciertas cosas. No es
inteligible un estadio del análisis del significado en que pueda
abstraerse de tal hecho. El principio básico que subyace a esta
aceptación es el principio de que no es posible entender un
lenguaje sin entender la relevancia de ciertos actos de habla,
sin manifestar, ipso facto, cierta comprensión de qué es decir
o qué es ordenar.
Hay alguna intuición legítima en la distinción entre fuerza y
sentido. Por ejemplo, la de constatar que existe cierta comple­
jidad en nuestra práctica lingüística. Es esencial a la existencia
de instituciones tan diversas como órdenes, ruegos y pregun­
tas que pueda afirmarse lo mismo que sea posible preguntar.
Si una orden puede ordenar lo mismo que una pregunta pue­
de preguntar, el concepto de “verdad” es esencial en esa posi­
bilidad: debe haber alguna manera de reconocer la diferencia
entre que la orden haya sido cumplida o no, debe haber algu­
na diferencia entre que la contestación a una pregunta sea la
adecuada o no. Del mismo m odo que es fácil imaginar un len­
guaje en el que no existan insultos pero no lo es imaginar un
lenguaje en el que no existan enunciados susceptibles de ser
verdaderos o falsos. Es eso, posiblemente, lo que ha inducido
a m u c h o s filó s o fo s a p e n s a r q u e h ay a u n a c o n e x ió n
privilegiada entre la noción de “verdad” y la noción de “senti­
do": una conexión previa e independiente a la de “u so”. Pero
son problemas diferentes. Nada de ello nos permite suponer
que sea posible, como han creído los filósofos atraídos por el
modelo fregeano, el primer Wittgenstein incluido, un conoci­
miento del sentido que no incorpore conocimiento alguno so­
bre la fuerza. Ni tam poco que la distinción pueda atravesar to­
da nuestra práctica lingüística: ¿cuál sería esa distinción en el
caso, por ejemplo, de un insulto?
Un problem a parecido es el de la supuesta autonomía de la
semántica respecto a la pragmática. Se supone que los hablan­
tes de un lenguaje no sólo manifiestan su com petencia en la
manera de manifestar el contenido y la fuerza de sus actos de
habla. Conocen, además, la relevancia de hacer ciertas obser­
vaciones en ciertos momentos, o la conveniencia de no afir­
mar lo que todos están dando por supuesto o de no preguntar
por cosas que son bien sabidas. Si te digo que hace sol, se
supone que la crítica al contenido del enunciado sólo estaría
justificada si lo que yo digo es mentira. La crítica al hecho de
que lo afirme estaría justificada, por el contrario, si lo que digo
es una obviedad que no viene a cuento. Efectivamente, existe
una diferencia. Pero lo que la noción wittgensteiniana de “jue­
go de lenguaje” muestra es que nadie podría entender una crí­
tica del primer tipo sin entender ninguna del segundo. Nadie
podría tener el concepto de “verdad” sin saber que las cosas
asumidas com o obvias en u n contexto de comunicación no
deben decirse. El hecho de que lo que decimos sólo es verdad
en determ inadas circunstancias no es independiente del hecho
de que no debem os decir lo que sabem os que todo el mundo
sabe. La gran enseñanza de la noción de “juegos de lenguaje”
es la de que no es posible ninguna teoría semántica “pura”; el
contenido de nuestras expresiones lingüísticas no es indepen­
diente de cosas tales como la finalidad del uso del lenguaje en
nuestra vida contidiana.

4.3- “Seguir u n a re g la ”.

Wittgenstein ocupó más de veinte años de su vida en la ela­


boración sistemática de las ideas que com enzaron a tomar for­
ma en 1929. El libro en el que quiso expresar su nueva con­
cepción del lenguaje fue publicado postumamente, bajo el tí­
tulo de Philosophische Untersuchungen ( “Investigaciones Filo­
sóficas”), en 1953, dos años después de la muerte del autor.
Las Investigaciones no son un libro fácil. La primera parte es
un continuo de parágrafos num erados y relativamente cortos.
Los temas fundamentales (la nueva concepción del lenguaje,
la defensa de la autonomía de la gramática, la crítica a la filo­
sofía de la m ente filocartesiana) se entrecruzan con una agili­
dad e imaginación insólitas en lo que debe considerarse como
un clásico de la historia de la filosofía. En la segunda parte del
libro, dividida en capítulos que son un poco más largos, los
problem as dom inantes son de filosofía de la psicología. En
cualquier caso, no hay un argumento central, sino multitud de
ellos. Y el tipo de exposición que escoge W'ittgenstein es, po­
siblemente, el único que le podía permitir mostrar la sutileza y
complejidad de sus interconexiones. Si bien los temas centra­
les de las Investigaciones siguen siendo la lógica y el lengua­
je, las nuevas concepciones sobre el significado entran en
contacto con problemas típicos de la epistemología y la filoso­
fía de la m ente desde el siglo XVII. Hablaremos de ello en el
próxim o capítulo. En las páginas siguientes afrontaremos la ta­
rea, nada fácil, de escoger un argumento como el núcleo ex­
positor de la concepción del lenguaje en el libro.

4.3.1. L a d e te rm in a c ió n del sentido


y la idea de “ re g la ” .

El argumento va a ser el conjunto de reflexiones, desde el


parágrafo 143 al 242, sobre la noción de “regla”. En él están
vinculados tanto el principio de la autonomía de la gramática,
como la crítica de Wittgenstein a la tentación filosófica de in­
terponer terceras entidades en la mente que puedan dar cuenta
de la intencionalidad de nuestros sistemas públicos de repre­
sentación, de la “vida” de los signos, de su significado. Es el ar­
gumento en el que Wittgenstein ataca de un m odo más consis­
tente la idea del Tractatus de un método de proyección.
Hay que leer esos parágrafos desde el trasfondo de un pro­
blema que fue siempre importante para Wittgenstein: el pro­
blema de la determ inación del sentido. Es una condición cons­
titutiva de esa determinación (y, por tanto, de la misma exis­
tencia del lenguaje) que las palabras no puedan utilizarse ar­
bitrariamente. Si un niño utiliza las palabras de color de un
m odo absolutam ente aleatorio direm os de él que no ha enten­
dido el significado de esas palabras. Hay, por tanto, lo que he­
mos denom inado “relaciones internas” entre su significado y el
hecho de que en determ inadas circunstancias debam os utili­
zarlas de cierta manera. Wittgenstein, para referirse a esas rela­
ciones internas, nos habla de “reglas". Una conducta reglada
es una conducta en la que existe la polaridad normativa entre
lo “correcto” y lo “incorrecto”. Una conducta reglada es aque­
lla en la que no todo lo que se podría hacer de hecho sería
aceptado como correcto. Desde ese punto de vista, no hay du­
da de que el lenguaje es una conducta reglada.
La noción de “regla” esta íntim am ente vinculada a la de
“error”. Una regla sólo determina lo que se debe hacer porque
determina a la vez lo que no se debe hacer. ¿Cómo es posible
que una regla determine qué actuaciones están de acuerdo con
ella y cuáles no lo están? ¿Dónde está la fuente de las propie­
dades normativas? Uno de los objetos de ataque es la idea de
que el pensamiento pudiera explicar la relación interna que to­
da regla establece con algunas aplicaciones (las correctas). Su­
pongam os cualquier regla muy simple, por ejemplo, la que
consiste en escribir la serie de los números pares por orden, a
partir del “2”, y hasta un núm ero determinado. Esa es la regla
que se introduce en el parágrafo 185 de las Investigaciones.
Allí se nos plantea la posibilidad de un alum no que, tras haber
sido instruido con los primeros números, continuara la serie de
un m odo “erróneo” al llegar al 1000. Es decir, que escribiera
1000, 1004, 1008... liem os de ser cuidadosos a la hora de leer
este parágrafo. La cuestión que Wittgenstein se plantea no es la
de si el alumno continúa o no la serie correctamente. Es obvio
que no hizo lo que se le pedía que hiciera. La cuestión es la de
cóm o estuvo determ inado en las explicaicones pasadas cuál
era el m odo correcto de continuar la serie. ¿Cómo está inclui­
do en un número finito de explicaciones, constreñidas a unas
específicas circunstancias, lo que se debe hacer en cualquier
aplicación futura de esa regla? Una ventaja de la manera en
que Wittgenstein expone el caso (también en 143) es la de ha­
cer transparente la conexión conceptual entre la noción de “re­
gla” y la noción de “hacer lo mismo”. Si decimos que el alum­
no no sigue la regla correctamente estamos obligados a decir
que no hace lo mismo que había hecho hasta llegar al 1000.
Pero si él cree que la sigue correctamente, debe creer que sí
ha hecho lo mismo. La cuestión de qué sea “hacer lo mismo”
es una cuestión relativa a una regla. Sólo porque una regla está
determinada puede plantearse qué es lo que debe contar como
“hacer lo mismo” respecto a esa regla. Toda relación de seme­
janza es relativa a una regla. Con ello queda claro que no deci­
mos demasiado si insistimos en que lo que la regla le pedía era
que continuara la serie de la misma manera. Lo que debemos
cuestionarnos es, precisamente, como esa “misma manera” es­
taba contenida en las explicaciones recibidas anteriormente.
¿Cóm o p u e d e d e te rm in a r u n a serie d e e x p lic a c io n es
recibidas que ahora yo debo aplicar la regla asi? Supongamos
un proceso normal de enseñanza de una regla en el que diría­
mos que, de las explicaciones recibidas, se sigue que este ob­
jeto debe ser denom inado “rojo”. Supongamos que en las ex­
plicaciones recibidas nunca se llegó a describir este objeto.
¿Cómo es posible que estuviera contenido en un núm ero finito
de explicaciones el m odo en que la regla debe aplicarse en
una nueva circunstacia? Parece obvio que ningún proceso real
de enseñanza — si nos atenem os a lo que sucede en el ámbito
público— puede determ inar por sí mismo qué es lo que debe
contar como correcto o como incorrecto, como “hacer lo mis­
m o” o “hacer algo diferente”, en el futuro. Una posible res­
puesta que W ittgenstein está interesado en atacar es la res­
puesta mentalista: la idea de que la normatividad de la regla
pudiera estar salvaguardada por un proceso psíquico que fue­
ra capaz de ir “más allá” de lo que puedan ir los gestos o los
procesos físicos implicados en la enseñanza y el aprendizaje.
Esta concepción entraña que ninguna explicación de una re­
gla, ninguna explicación del significado, sería una explicación
completa. Parece que siempre debem os adivinar lo cjue en re­
alidad se nos quiere explicar. Dado que —por hipótesis— lo
que se nos quiere explicar está bien determ inado, debem os
buscar en algún lugar distinto al escenario público el ámbito
en que se da ese tipo de determinación. El candidato natural
es el pensamiento: sería el pensam iento el locus en el que se
produce la determinación del sentido.

4.3.2. P lato n ism o y M en talism o :


“ la c a d e n a de ju stifica cio n e s tie n e u n fin .”

Conviene distinguir dos estadios en la estructura del argu­


mento de Wittgenstein. En los parágrafos 143-184 se analiza el
aspecto “subjetivo” del proceso de seguir una regla. Una tesis
de Wittgenstein en ellos es la de que significar o entender no
son genuinos estados mentales. No tienen lo que en otro lugar
denomina “genuina duración” (Zettel, 46, 47, 82, 281). Cuando
yo quiero decir algo no hay nada que suceda en mi m ente du­
rante el tiem po en que yo lo quiero decir. La gramática de
"dar significado” o de ‘entender” es similar a la gramática de
un verbo de capacidad o de disposición. Cuando yo entiendo
de cierta manera una regla, lo único que sucede es que estoy
dispuesto a aplicarla de un m odo particular en el futuro. La in­
trospección no puede descubrir nada más que sea una carac­
terística esencial de haber interpretado así la regla. El requisito
de que debe haber un estado mental específico de “com pren­
der” es de hecho falso.
En los parágrafos 185-242, W ittgenstein intentará mostrar
que la mitología mentalista que ha sido criticada anteriormente
es la cristalización filosófica de una confusión m ucho más ge­
neral. En otras palabras, el mito del todo poderoso paradigma
mental —del específico acto de la mente que contiene en sí
todas las aplicaciones posibles de la regla— no sólo es una
descripción inexacta, sino que adem ás es contradictoria. En
cierto modo, podem os decir que el análisis de las condiciones
de posibilidad de la relación interna entre una regla y sus apli­
caciones perm ite diagnosticar el origen del atractivo filosófico
de una teoría de la m ente manifiestamente injusta con los he­
chos. La tendencia a pensar que el dar significado o el enten­
der deben ser procesos respaldados por específicos sucesos
en el m edio mental está relacionada con una ilusión sobre la
noción misma de “objetividad”.
Podem os describir esa relación entre los dos objetivos bási­
cos del ataque de Wittgenstein como la relación existente en ­
tre cierta forma de mentalismo y cierta forma de platonismo.
Debemos calificar de “platónica” a la concepción de la rela­
ción entre una regla y sus aplicaciones que afirme que las
aplicaciones de una regla no pueden estar determinadas por
sus formulaciones empíricas y mundanas. Deben estar deter­
minadas por la regla-en-sí. La regla-en-sí debería contraponer­
se, pues, a cualquier expresión sensible de ella. Por supuesto,
para que pudiera ser explicativa, la regla-en-sí debería poder
ser aprehendida por la mente finita e imperfecta de los hom ­
bre y debería poder ser seguida en la conducta pública cié los
seres humanos... Pero, en ese caso, cuando habláramos de la
regla que los hom bres están siguiendo no nos podríamos estar
refiriendo a ninguna de las expresiones sensibles. Una regla,
en tanto que entidad abstracta, determina de m odo objetivo lo
que de ella se sigue o no. Las aplicaciones que los hombres
hacen son correctas o incorrectas porque están o no de acuer­
do con lo que se sigue de la regla misma. “Seguir una regla”
es una noción normativa; lo que los hombres hacen de hecho
no puede determ inar qué sea seguir correctamente cada regla.
Este punto de vista “platónico” está vinculada a las nocio­
nes fregeanas de “Sinn" (“sentido") y “G edanke'’ (“pensam ien­
to"). El sentido y el pensam iento fregeanos no son los conteni­
dos subjetivos de las mentes individuales, sino contenidos ob­
jetivos que pueden ser aprehendidos por muchos hombres y
que determ inan por si mismos cóm o debem os aplicar el len­
guaje. Es difícil, sin embargo, no dejar de sentir cierta perpleji­
dad ante esta síntesis. Las imperfectas mentes hum anas han de
captar contenidos objetivos, independientem ente de sus parti­
cularidades psíquicas. El núcleo del problem a sigue siendo
que las imperfectas m entes hum anan han de captar tales con­
tenidos. Aunque no estamos comprometidos con ninguna tesis
psicológica, sí estamos comprometidos con una forma de re­
construcción lógica del proceso de comprensión. Podemos no
preocuparnos de la m ente com o receptáculo de sucesos psí­
quicos pero necesitamos dotar al proceso de comprensión de
ciertas propiedades intrínsecas. La conclusión general de las
reflexiones de Wittgenstein en 195-242 podem os describirla di­
ciendo que tales propiedades son contradictorias.
Desentendám onos, si querem os, de cóm o se realiza la cap­
tación de la regla en la mente hum ana. Todavía estamos com­
prom etidos con la tesis de que tal captación determ ina las
aplicaciones que debem os hacer de esa regla. Y las determina
independientem ente de que, de hecho, las hagamos. La regla
en la mente era atractiva precisamente porque tenía propieda­
des platónicas. El “Sinn” fregeano, como el m étodo de proyec­
ción en el Tractatus, explica q u e nos pod am o s p o n er de
acuerdo a la hora de decidir la verdad de nuestros enuncia­
dos. Ello quiere decir que tal acuerdo debe ser explicado. Y
que nada de lo que sucede en la esfera pública del lenguaje
basta para esa explicación. La regla transempírica es la única
regla que determina las aplicaciones. Sea lo que sea, la dota­
mos de propiedades platónicas para cumpir su cometido filo­
sófico. La transición entre la captación de la regla por las m en­
tes individuales y las actuaciones que tal captación determina
se convierte en una relación objetiva.
No es extraño que, a la hora de exponer su crítica a una
concepción mitológica de cómo una regla podría llegar a de­
term inar sus aplicaciones, W ittgenstein preste especial aten­
ción a la noción de “interpretación” (“D eutung”). Un filósofo
puede aceptar que la formulación de una regla no puede de­
terminar, por sí misma y con independencia de nuestra m ane­
ra de reacccionar ante ella, su aplicación: pero esto es enten­
dido sólo en el sentido trivial de que ninguna formulación de
una regla puede incluir todas las instrucciones para su uso.
Nosotros, sin que nada nos pueda forzar a ello, som os capa­
ces de interpretar la formulación de la regla en cierto m odo
específico. A unque nada nos fuerce a una interpretación,
nuestra interpretación sí nos fuerza a actuar de la manera en
que lo hacemos. Esto es puro platonismo, aunque sea coloca­
do en hechos contingentes de la naturaleza hum ana. Dado
que nada en las aplicaciones públicas de una regla determina
cuáles deben ser esas aplicacions en el futuro, es tentador
pensar que tal determinación debe buscarse en procesos de
comprensión que siempre están — por utilizar una terminolo­
gía de Q uine— “infradeterm inados” por sus manifestaciones
públicas. Nada determina cómo debem os interpretar las for-
ululaciones y aplicaciones empíricas de una regla —dado que
cualquier conjunto de aplicaciones siempre es compatible con
m ultitud de interpretaciones— pero suponem os que, dado
que de hecho nos entendem os, debe haber una suerte de m e­
canism o mental, la interpretación última, que sí determ ina
unas aplicaciones y no otras...
Wittgenstein considera que la relación interna entre la ex­
presión de una regla y sus aplicaciones no puede ser salva­
guardada por ninguna “regla en la m ente”. Para com prender el
carácter superfluo de la introducción de terceras entidades en
el medio mental, volvamos la vista a algunas de sus afirmacio­
nes al comienzo de las Investigaciones. En el parágrafo 86 des­
cribe un juego de lenguaje que sería similar a otro introducido
en el parágrafo 2:

“Podría practicarse u n juego de lenguaje semejante a


(2) con ayuda de u n a tabla. En este caso, los signos que
A le proporciona a B son signos escritos. B dispone de la
tabla; en la prim era colum na aparecen los signos escri­
tos que h an de usarse en el juego, en la segunda dibujos
de materiales de construcción. A muestra a B uno de
esos signos escritos; B consulta la tabla, mira el dibujo
que le corresponde etc. De esta m anera, la tabla es una
regla de acuerdo con la cual él actúa al ejecutar las ór­
denes. — Se aprende a buscar el dibujo p o r medio de
cierto adiestram iento y p a rte de ese adiestram iento
consiste en algo así como que el alum no aprenda a p a ­
sar el dedo sobre la tabla horizontalm ente de izquierda
a derecha; a sí aprende a trazar, p o r decirlo de algún
modo, u n a serie de líneas horizontales.
Im agínate que se introducen diferentes fo rm a s de
leer la tabla; a l prin cip io , com o se h a cía antes, de
acuerdo con el esquema.

luego de acuerdo con el esquema:


o cualquier otro. Un esquema de este tipo acom pañaría
a la tabla como regla p a ra su uso. ¿No podem os imagi­
n a r otras reglas que sirvieran para explicar ésta? Y, po r
otro lado, ¿queda incompleta la prim era tabla sin el es­
quem a de las flechas? ¿Acaso lo están las dem ás sin su
esquema?”

Si el problema a explicar es el de cómo derivar las aplica­


ciones de una regla a partir de sus explicaciones mundanas,
ese problema no puede ser resuelto introduciendo nuevas re­
glas adicionales. Porque entonces nos enfrentamos de nuevo
con él. Una solución es la de decir que no se trata de reglas
normales. Se trata de reglas especiales; la interpretación-en-la-
mente tiene la propiedad extraordinaria de determ inar su pro­
pia aplicación. Pero el misterio es: ¿Cómo puede una regla de­
terminar su propia aplicación? Si debem os acabar el análisis
postulando misteriosas propiedades en entidades misteriosas,
¿por qué llevarlo tan lejos? ¿Por qué no decir que la flecha físi­
ca y tangible, o la expresión física y tangible de la regla, deter­
mina su aplicación?
Conviene distinguir dos usos diferentes de la palabra “inter­
pretación” en estos contextos. En primer lugar, podem os decir
que mi interpretación de una regla es distinta de la de otro
porque la aplico de forma diferente. En este contexto, éste se­
ría en uso vacío de "interpretación”: para explicar las diferen­
tes aplicaciones hablamos de “interpretaciones” diferentes. Pe­
ro el criterio de que haya diferentes interpretaciones es la exis­
tencia de diferentes aplicaciones. Es por ello por lo que en el
parágrafo 201 de las Investigaciones, W ittgenstein nos dice
que “debem os restringir el término 'interpretación' a la sustitu­
ción de la expresión de una regla por otra”. Es decir, a aque­
llos casos en los que la interpretación de una regla puede ex­
presarse com o una formulación adicional de la regla en cues­
tión. Y en los que hablar de “diferentes interpretaciones” es
IkiIiI.ir gfcform ulaciones adicionales de ja .le fia s g p son (per­
cibidas cóm o) m utuamente incompatibles. Él problema abofa
es que, si una formulación de la regla no determina por sí
misma sus aplicaciones, ¿cómo podrían deteoiiinarla las inter­
pretaciones que són |é lo regkte adicionales? Ü decimos qi«s
cualquier fOrintiladón cí® una regla puede ser interpretada de
modos: díferentesy deberemos decir también que cualquier in­
terpretación puede ser interpretada de maneras m ú f distintas;:

“...cualquier interpretación quetfa a ú n suspendida


en el aire ju n to con lo que interpreta y >ua p u ede pro ­
porcionarle n ingún soporte. Las inteipt&tacioiies p o r sí
mismas no determ inan el significado. "
InvestigaciaimSr.... 198-

Una manera habitual de resumir este tipo de reflexiones es. la


de decir que, para Wittgenstein, cualquier formulación de una
regla puede ser mal interpretada o cualquier explicación: de una:
regla es insuficiente. Es un modo de evaluar el alcance de sus
reflexiones contra el que él mismo nos previene. Es una mane^
ra de describir su posición desde el platonismo de las reglas.
Evidentemente, toda regla puede ser mal interpretada pero ésta
no es una tesis filosófica sino una trivialidad. Lo que Wittgens­
tein nos dice es que la noción de “interpretación"' no puede uti­
lizarse para explicar nuestra coincidencia á la hora de aplicar
una regla efectivamente. Esa Coincidencia es injustificable;

“Seguir u n a rggla es análogo a obedecer u n a orden.


Hemos sido adiestrados p a ra ello.y reaccionamos de un
m odo particular. Pero, ¿qué slic&dería si tina persona
reaccionara de u n a m anera y otra de de otra &. la or­
den y el acliestraiíiiénió? ¿Cuál estaría én lo etírw cfW "
InwstiguCüXnes..., 2Ú6

Obviamente, la respuesta, es la de que nadie pueda tener


derecho .1 maccMncir dé un m odo u Otro. En Otras palabras,,
nuestra capacidad di- seguir reglas ikhvmi.i ,de ñútístta capaci­
dad de reaccionar de un m o d o ¡njustiíi. ;*b¡c an fe ciertos estí­
mulos. Esta no es Uña tesis psicológica sObro las ptffúliarida-
des de los seres húmanos; es una tesis lógica; cualquier actúa-
ción reglada posible depende de ciertas ivatvii >nes que no
püBdé'ri, Síir Catalogadas,éon® VoiTeeias" © ”incorrectíj¡n|¡Si un
niño; no. reacciona a tas m u e s ts s d ic o lo r amarillo de un m o­
do distinto a como Jo hace respecto a las muestras d e color
rojo, aun no pOdemgf deéir que está equivocado, Símplemen-
te n o Conipíüte nuestra m aneta d é réáccáoaar y, por tanto, es
incapaz de; seguir noestía regla de indentiñescion de colores:
Q , JXSf poner otro ejemplo, Si él alumno del parágrafo 185 no
es capaz de realizar ciertas expansiones muy elementales de la
serie: que le hem os definido, no hay ninguna posibilidad de
que. éntiend» cóm o debe continuar la serie a partir del 1000.
tín iCasó similar a aquél en q u e Un niño no rearen niara cómo
la mayoría ante gestos muy simples de señalamiento (195),
A primera, vista, es difícil entender dónde está el punto m e­
dio entré dos opcioñés coñtra: ¡as que Wittgenstein se debatirá
a partir de 185. Por una parte, la opción dé: la ion era entidad.
La opción de q u e la esfera de la normatividad aparece gracias
á la interpretación en la m ente q u e nos dota de una super re
gla que determina por si misma cualquier aplicación. Por otra
parte, la opción, pura y simple, de negar la inteligibilidad de
la nocióíi miSmá de “regla”. Su sustitución por una noción no
normativa como pudiera ser la de “regularidad”. Parece que si
no aceptamos que algo-en-la-mente pueda determ inar lo que
debem os haeer, “lo que debem os decir” debería significar “lo
que decimeíS", I la y m uchos comentaristas que creen qué, de
hecho, ésa es la opción de Wittgenstein (v. gr. Kripke, 1982).
Pero no puede ser, ésa la interpretación correcta, En ese caso,
estaríam os afirm ando que W ittgenstein niega Jo q u e es una
premisa esencial en su argumento: el hecho mismo clél len­
guaje presupone la determ inación del sentido. Si aceptam os
ésa o.píió'n, estamos aceptando que el rechazo de la interpre-
tación-en-la-mente com o factor d e determinación nos obliga a
aceptar que él sentido no está determinado.
Esta tensión es aparente. Nos vemos llevados a ella si esta­
mos, Sometidos a: U ní profunda ilusión sobre el m odo en que;
están relacionados una regla y sus aplicaciones, En último tér­
m ino, no/bay nacía que justifique la práctica dé aplicar una re­
gí# tofc t i mafíéja qué lá «aplicamos. Pero eso no: quiere desir
que, páíii. nosotros, la distinción éntre lo c< >rnx r<> y lo inco­
rrecto no esté determ inada. No hay justifica,Clon de nuestra
coincidencia en q p e estg; objeto debe ser denom inado “rojo”.
Pero ello no impide que acépteteos que Sí sentido de nuestras,
palabras determina que .este ¡objeto deba, gg* descrito como ro­
jo. LO qué m uede és que esa- d#térmifiáKÍ©n no & indepen­
diente de nuestra coincidencia en denominarló- así; m . Coinci:»
dencia. es un hecho contingente e injustificable (del. que podrí-
;ari quizá darse cau ris biológicas y ÍMolégicáSi’), pí|Só ella hafte
q u e aceptem os que el, siSíitido de nuestras palabras impone;
una aplicación.
“Entonces, ¿no están los pasos determinados: p o r la fórmula
algebraica?”. En su d ia lo g o con u n interlocutor imaginario,
Wittgenstein contesta que “la cuestión contiene un error" (In­
vestigaciones, .189). ¿Cual e .s el error? La. pregunta, que jfe su­
pone expresión de la perplejidad que causa la idea d a que,: en
último término, no podem os justificar el m odo en que: segui­
mos. cualquier regla, incorpora un sentido ilegítimo. de la ¡s¡*=
presión “d eterm inar”. En el mism o parág rafo , W ittgenstein
procede a exponer dos sentidos legítimos: en lías que podría
decirse que una regla determ ina ciertas ¡aplicacionesv El pri­
mero: cuando decimos que la regla determina gfl aplicación lo
que querem os decir es que es, de hecho, una regla. Is decir,
que es usada por las personas para proceder de cierta ¡manera,,
para obtener ciertos resultados y eSós ¡resultados Io n normal­
mente percibidos como los correctos :p©r la comunidad a la
que pertenecen. Cuando decimos que una fórmula determina
ciertos resultados, en ese sentido, lo i::ik • >que querem os de­
cir es qué funciona cómo fórmula. Pero en ese Sentido la regla
no determina sus aplicaciones con independencia, de lo que
los hom bres hagan, porque la manera de decidir que exfeie tal
regla és considerar lo que los hombres hacen.
Hay otro sentido en que podem os discutir Si una fórmula
determ ina q no sus ¡resultados. Por ejemplo, el caso de: una
función com o “y m x * en cuanto1cóntrapüesta S f^S h x". Peró
éste sentido dé “determ inar” no es el que estaba implícito en
la pregunta inicial. Se supone, que la inecuación también tiene
un uso determinado. La. orden “trae cualquier flor que. no 838:
roja" y la orden “trae una flor ro ja” determinan ambas qué’ e s
lo que lia de contar, en: cada caso, como su cumplimiento' ¡co­
rrecto. Es; importante, esta reflexión porque: apunta a tina de
íáá fuentég últimas d é -perplejidad filosófica en éJ>te tipo de
problemas. Tendemos: a: confundir u n í pregunta. Kxtérrtá con.
una: cuestión inferna: respecto a nuestra p ífc tís i lingüística. Si
decimos que una regla determ ina ciertas aplicaciones, y no
otras, estamos describiendo la relación interna que existe entre
la regla y la práctica de aplicarla. La cuestión de si una regla
determina o no las aplicaciones que en nuestra práctica son
aplicaciones de la misma es una cuestión ininteligible. Preten­
dem os justificar la práctica, o un movimiento de la práctica,
desde un punto de vista externo. Los hom bres aplican reglas y
consideran que ciertas actuaciones son acordes con la regla y
ciertas actuaciones no lo son. Cuando justifican la corrección
de sus actuaciones comparan ciertas aplicaciones con otras. Lo
que no podem os cuestionar es la corrección o incorrección de
ese proceso: la cuestión sobre si algo es realm ente rojo no
puede dar sentido a la cuestión de si la práctica de determinar
lo “rojo” está o no justificada. La práctica no puede tener nin­
guna justificación.

4.4. La naturaleza social del lenguaje.

4.4.1. L a c o n c o rd a n c ia c o m u n ita ria .

No es fácil descubrir el papel que en las reflexiones de


Wittgenstein sobre “seguir una regla” juega la apelación a la
práctica comunitaria. Ya hemos visto que en las Investigacio­
nes Filosóficas se introduce explícitamente la necesidad de la
coincidencia entre los hombres a la hora de aplicar ciertas re­
glas para que nuestro lenguaje sea posible. Para que el len­
guaje sea un m edio de com unicación es im prescindible la
coincidencia no sólo en nuestras definiciones, sino también en
las aplicaciones del lenguaje (242). Es esencial a las matemáti­
cas que los hombres coincidan en aceptar cuándo la regla ha
sido o no obedecida (240). En principio, la ruta hacia este tipo
de consideraciones parece clara. La aplicación de una regla en
una determ inada circunstancia es, en último término, injustifi­
cable. Pero evidentem ente nos entendem os en la medida en
que coincidimos en nuestras (injustificables) aplicaciones. Ima­
ginemos que alguien, instruido convenientem ente en el uso
del vocabulario de colores, a partir de cierto m om ento dejara
de aplicar los términos de color com o nosotros los aplicamos.
Hemos visto que nuestra discrepancia con él no sería una dis­
crepancia respecto a nuestros derechos. Tan justificado podría
estar él a actuar así, com o nosotros a actuar como lo hacernos.
Sin embargo, si eso sucediera habitualmente, no existiría un
lenguaje comunitario. Una condición de posibilidad de que nos
entendam os al hablar es que tales desacuerdos no se produz­
can con frecuencia. Si lo hicieran, no habría ningún mecanismo
interno a nuestra práctica lingüística que pudiera resolverlo.
Hay que advertir que el anterior argumento sólo demuestra
la necesidad de una coincidencia colectiva para que el lengua­
je colectivo sea posible. No que tal coincidencia sea necesaria
para que cualquier lenguaje sea posible. La cuestión que nos
gustaría afrontar es la de si hay en la obra de Wittgenstein un
argum ento más poderoso: i. e. un argumento que demostrara
que no es posible la práctica lingüística más que siendo miem­
bro de una com unidad de hablantes. El argum ento que de­
mostrara que no es posible seguir una regla más que siendo
miembro de una com unidad que sigue reglas. Desde la publi­
cación de las Investigaciones, muchos comentaristas están de
acuerd o en que W ittgenstein p reten d e dem ostrar tal cosa
(Ayer, 1954, Rhees, 1954, Wright, 1980, Kripke, 1982). Sin em ­
bargo, la discrepancia es mayor a la hora de identificar el ar­
gum ento específico. La interpretación más habitual es la de su­
poner que tal argumento no es sino un corolario de las consi­
deraciones sobre “seguir una regla”, y podríamos reconstruirlo
del siguiente modo: (1) Debe haber una diferencia entre se­
guir una regla correctamente y seguir una regla incorrectamen­
te, una diferencia entre creer que se sigue una regla correcta­
mente y que de hecho se siga así la regla. (2) Un individuo
aislado no puede establecer esa diferencia ya que, al ser la
práctica de aplicar una regla injustificable, el individuo en
cuestión estaría en una situación tal que su único criterio de
actuación correcta sería que, de hecho, le pareciera que actúa
correctamente. (3) Sin embargo, eso no sucede en los contex­
tos sociales porque los demás —lo que los demás hacen y di­
cen— introducen un criterio de corrección independiente de
lo que les parece correcto a cada uno de los individuos consi­
derados aisladamente. Ese se supone que es el sentido de In ­
vestigaciones. .., 202:

"Por lo tanto, 'seguir u n a u n a regla' es u na práctica.


V creer que se sigue la regla no es seguirla. De a q u í que
no sea posible seguir u n a regla privadamente'; de otro
modo, creer que uno la está siguiendo sería la misma
cosa que seguirla

Ya hemos visto en la sección precedente c|ue Wittgenstein


explota una característica esencial de lo q u e denom inam os
"actuar de acuerdo con una regla”; cuando alguien actúa de
acuerdo con una regla, o prentende actuar así, debe saber que
no todo lo que hiciera estaría de acuerdo con la regla en cues­
tión; debe entender qué es com eter un error al seguir la regla.
Es eso lo que se supone que el seguidor de la regla privada
no puede hacer. Pero, si aceptam os el argumento que antes
hemos considerado, nos vemos obligados a dar una descrip­
ción contradictoria de los objetivos de su estrategia. Se supone
que es un contexto social el que suministra criterios para la
corrección o incorrección de nuestras actuaciones. Pero ¿có­
mo? A costa de introducir el asentimiento de los demás como
una tercera entidad que rom pe las relaciones internas entre
una regla y sus aplicaciones. Se supone que es el control so­
cial el que introduce la distinción entre lo correcto y lo que
parece correcto; pero eso implicaría que nadie puede tener un
conocimiento del contenido de sus enunciados distinto al me­
ro conocimiento empírico que pueda tener de lo que los de­
más van a hacer tras ellos. La afirmación de que alguien en
cierto contexto (el haber vivido siempre aislado del contacto
con los demás) no podría distinguir entre lo correcto y lo in­
correcto no puede introducirse para solventar la dificultad de
que seguir una regla es actuar ciegamente. Si suponem os que
sólo eliminando, por medio del control social, el carácter cie­
go de las actuacions regladas podem os conseguir que el signi­
ficado esté realmente determinado, entonces sería mera apa­
riencia la relación de control que el medio pudiera ejercer so­
bre las actuaciones del individuo. Si sólo lo que hacen los de­
más puede establecer, para mí, la diferencia entre lo correcto
y lo que me parece correcto, hay que responder a la cuestión
de cómo es posible establecer la diferencia entre lo que me
parece que los demás hacen y lo que realmente hacen. En úl­
timo térm ino tendré que decidir, tam bién ciegam ente, que
coincido con los demás.
La introducción de la concordancia con los demás como la
tercera entidad que nos justifica a cada uno de nosotros en las
aplicaciones de una regla es una maniobra contradictoria. Par­
te sustancial de ella es la consideración de que tal concordan­
cia no es justificable. Pero ello quiere decir que no puede ha­
ber ninguna diferencia entre esa coincidencia y nuestra coinci­
dencia en reconocerla com o presente. En otras palabras, la
coincidencia hum ana a la hora de aplicar el lenguaje es el sue­
lo rocoso. En él no puede funcionar la contraposición entre
apariencia y realidad. No hay ninguna diferencia entre una co­
m unidad cuyos miembros creen que coinciden al aplicar el
lenguaje y otra cuyos miembros, además de creerlo, coinciden
realmente. Nuestra coincidencia a la hora de aplicar el lengua­
je no puede ser justificada: por tanto no puede ser descrita.
Ese es el núcleo último de las reflexiones de Wittgenstein so­
bre “seguir una regla”. Para describir nuestra coincidencia en
el m odo en que aplicamos una regla, tendríamos que poder
identificar una relación de similitud independiente de ese mo­
do de aplicar la regla. Tendríamos que ser capaces de descri­
bir qué es hacer lo mismo sin referirnos a la regla en cuya
aplicación se supone que coincidimos. Algo que, ya hemos
visto, es imposible:

“¿Tiene sentido decir que los hombres coinciden en lí­


neas generales en sus juicios de color? ¿A qué equival­
dría que no lo hicieran?— Alquien diría que era roja ¡a
flo r que otro llam aría azul, etc.— Pero ¿qué derecho
tendríamos en ese caso, a decir que las palabras 'a zu l'y
'rojo' de estas gentes eran nuestros 'términos de color'”.
Investigaciones..., p. 227, v. cast. p. 517.

“Describo el juego de lenguaje 'trae algo rojo1a aquel


que y a es capaz de jugarlo. A los que no lo son sólo p o ­
dría enseñárselo”.
Zettel, 432

El argumento que hem os expuesto en las páginas anteriores


y que se supone deducible de las consideraciones de Witt­
genstein sobre “seguir una regla”, necesitaría que nuestra coin­
cidencia pudiera ser descrita. Es esa coincidencia, o requisitos
del mismo nivel com o la conducta de asentimiento por parte
de los demás, la que se supone que explica nuestra capacidad
de entender qué pueda significar actuar de acuerdo o no con
ciertas prácticas pasadas o ciertas instrucciones. Pero ¿cómo
identificar esa coincidencia sin identificar aquello repecto a lo
que es coincidencia? Si yo reconozco que toda la comunidad
coincide en aplicar la palabra “rojo” a un cierto tipo de objetos
ya conozco el significado de '“rojo”, ya soy capaz de aplicar el
término del mismo m odo que los demás. No es posible descri­
bir tal coincidencia sin ningún presupuesto acerca de lo que
es correcto o lo que es incorrecto. Un niño no puede percibir
que la gente coincide, por ejemplo, en aplicar la palabra “rojo”
a cierto tipo de situaciones con independencia de tener una
idea respecto si en una situación debe o no aplicarse la pala­
bra. La trivialidad a la que la interpretación que comentamos
no hace justicia es la trivialidad de que decir que algo es rojo
no es decir que algo sería denom inado “rojo” por la comuni­
dad, o la trivialidad de que mi conocimiento de que algo es lo
que exige de mí una orden no es mi conocimiento de lo que
daría satisfacción a su em isor (Zettel, 429). Es cierto que la
práctica comunitaria es injustificable. Pero ello no quiere decir
que carece por completo de sentido pensar que los demás se
equivocan o son infieles al significado de sus propias palabras.
Si alguien entiende un lenguaje, está com prometido a tomar
ciertas decisiones contra posibles usos del mismo por parte de
los demás. Precisamente porque es cierto que seguir una regla
es, en último término, actuar sin justificación, la coincidencia
colectiva no puede ser la razón por la que yo creo que una re­
gla debe ser aplicada en cierto modo:

“Los términos de color se aprenden de este modo: po r


ejemplo, 'esto es rojo'. Nuestro juego de lenguaje se esta­
blece. p o r supuesto, sólo cu a n d o existe cierta concor­
dancia, pero el concepto de concordancia no entra en
el juego de lenguaje...
"¿Es la concordancia entre los hombres la que decide
que algo es rojo? ¿Se decide apelando a la mayoría? ¿Se
nos enseñó a determ inar así el color?"
4.4.2. E l co n cep to de “ co m u n ica ció n "

liem os visto hasta ahora, cuál no es el argumento de Witt­


genstein, y ello nos ha servido para percibir algunas conse­
cuencias de sus reflexiones sobre reglas que podían pasar de­
sapercibidas. Pero conviene que volvamos la vista a otro tipo
de argumentos de muy diferente índole; argumentos que tra­
tan de m ostrar que es necesariam ente incorrecto eliminar a
priori la posibilidad de una conducta reglada en completo
aislamiento de la comunidad. De hecho, muchos filósofos han
pensado que la implausibilidad de la filosofía de Wittgenstein
puede mostrarse dem ostrando la posibilidad de un seguidor
de reglas que nunca ha gozado del contacto con los demás.
Una de las objeciones más frecuentes es la de decir que negar
esa posibilidad es establecer una tesis conceptual sobre un
asunto estrictamente empírico. Como Blackburn ha señalado
(Blackburn, 1984), parece que la cuestión de si podem os en­
contrar que alguien que ha vivido siempre en una isla solitaria
es o no capaz de hacer ciertas cosas que contarían como pro­
cesos de “seguir una regla” es una cuestión absolutamente em­
pírica: supongam os que un individuo com o el descrito en ­
cuentra un día un cubo de Rubick y lo resuelve. Supongamos
que después lo deshace e invierte algún tiem po tratando de
resolverlo hasta que lo logra, al cabo del tiempo lo vuelve a
deshacer... Posiblemente, tenderíamos a decir que el individuo
en cuestión está siguiendo una regla.
Sin embargo, no es justo plantear el problema de esta ma­
nera, com o si la cuestión fuera la de si podem os descubrir si
alguien sigue reglas o no antes de saber si ha vivido o no en
una comunidad. Podem os imaginar que un día un individuo
hace lo que Blackburn nos describe, pero quizás debiéramos
concluir que, después de todo, en tal caso debe tener alguna
idea de qué es comunicarse con otros seres. De hecho, no es­
tamos obligados a pensar que la imaginabilidad es un criterio
de posibilidad. ¿Puedo imaginarme que un niño sale del útero
m aterno gritando "¡ya estoy aquí!"? o ¿puedo imaginarme que
un león rom pe a hablar? Concedamos que un individuo aisla­
do en una isla durante toda su vida nos deja un diario que al­
gún experto consigue traducir... Lo que hay que mostrar es
que no tendríamos que conceder tam bién que ha sucedido al­
go del mismo tipo que el hecho de que un niño saludara efu­
sivamente a sus padres al m inuto de haber nacido. Incluso,
podríamos argumentar que la posibilidad — si es que es una
posibilidad— de tal tipo de situaciones no refutaría la tesis de
que sin el concepto de “comunicación” con los dem ás es im­
posible seguir regla alguna. Si el milagro permite que tales co­
sas sucedan, podem os admitir que el m ilagro ha perm itido
que alguien adquiera el concepto de “comunicación” sin haber
tenido nunca contacto con nadie.
Cuando se pregunta cóm o un individuo que no ha vivido
en sociedad podría corregir sus errores, la respuesta que se
nos ofrece es la de que lo podría hacer igual que nosotros:
podría mirar los objetos atentam ente o podría repasar un cál­
culo (Baker y Hacker, 1985). Pero ese tipo de respuesta olvida
algo sustancial: hay una diferencia infranqueable entre nuestro
m undo y el suyo. En nuestro m undo hay muestras, en el suyo
sólo hay objetos físicos. La noción de “m uestra” aparece con
prof usión en las primeras versiones de las consideraciones so­
bre seguir una regla y del argum ento contra la posibilidad de
un lenguaje privado. Está íntimamente vinculada a un aspecto
esencial de las opiniones de Wittgenstein sobre las relaciones
entre “regla” y “aplicación”: toda práctica reglada presupone la
existencia de instancias paradigmáticas de corrección de apli­
cación de la regla. Ello es así porque, en último término, no
existe regla alguna si no se aceptan ciertas aplicaciones como
aplicaciones correctas de la regla. La necesidad conceptual de
las muestras es una constante del pensam iento de Wittgens­
tein.

“Las reglas no son suficientes p a ra establecer u n a


práctica; tam bién necesitamos ejemplos. Nuestras reglas
dejan alternativas abiertas y la práctica debe hablar
p o r sí m ism a ”.
Sobre la Certeza, 139

La diferencia entre un niño y el hipotético hablante que


nunca hubiera tenido contacto con la com unidad radica en
que el primero vive en una sociedad en la que se usan mues­
tras. Nuestro especial Robinson (diferente del de D efoe en
que éste sí había participado en prácticas regladas antes de
llegar al aislamiento) tendría que inventar la práctica de usar
muestras. Tendría que inventar el concepto de “muestra”. El
concepto de “m uestra” es uno de los conceptos que Wittgens­
tein denom ina “lógicos”, lo que un filósofo tradicional deno­
minaría una “categoría”. Una de sus características es la de que
están vinculados a la gramática profunda del juego de lengua­
je. Son conceptos que no pueden ser descritos: como “mis­
m o”, “regla” o “correcto”. Podemos enseñarle a un niño que
las reglas se denom inan “regla” pero no podem os explicarle
el concepto de regla. Si ya sigue reglas, ya tiene el concepto.
Si no sigue regla alguna, la explicación es inútil. El problema
no es psicológico, sino lógico: ¿sería posible manifestar que se
com prende que es una muestra, sin manifestar ipso fa d o que
se posee el concepto de “comunicación"?
Por supuesto la adquisición del concepto de “m uestra” (o
de “regla”, o de “lo mismo”) es injustificable.. Pero lo esencial
es que no tenem os que imaginar que un niño en sociedad ne­
cesita conceptualizar regularidades antes de entrar en un inter­
cambio significativo con los mayores. Si aceptamos, como una
consecuencia de los argumentos de Wittgenstein sobre “seguir
una regla”, que ninguna regularidad es independiente de las
prácticas de aplicar reglas — o de usar muestras— la diferencia
entre un niño en el medio social y nuestro Robinson es cru­
cial. Aunque es injustificable, es inteligible que un niño entre
en intercambio significativo con sus mayores y, a la vez, pue­
da gradualmente manifestar su conceptualización de regulari­
dades. Robinson tendría que descubrir y conceptualizar alguna
regularidad sin haber visto nunca usar una muestra.
Sólo alguien que entienda qué es comunicarse con los de­
más puede entender algunas distinciones fundamentales: por
ejemplo, la distinción entre la regla que de hecho se sigue y la
regla que se intenta seguir. Sólo porque hay muestras (institu­
ciones prácticas) pre-existentes a la actividad de un individuo
puede éste manifestar su comprensión de esa diferencia. El in­
dividuo que nunca hubiera participado en la vida comunitaria
no podría tener una idea equivocada acerca de la regla que
pretende seguir —sólo lo que de hecho hiciera determinaría
qué regla querría seguir: lo que es una reducción al absurdo.
Imaginemos que tal individuo exhibe una conducta todo lo
sofisticada que queramos. Imaginemos que escribe series nu­
méricas y que “corrige” sus errrores, que, por ejemplo, ha es­
crito “correctamente” la serie de pares y al llegar al 1000 pasa
a escribir “1004, 1008, 1012...”. Después mira atentam ente lo
escrito y con evidente irritación lo borra y lo sustituye por
“1002, 1004, 1006...”. Aunque supongam os que hace eso, no
hem os introducido en la descripción la posibilidad de que él
esté manifestando su com prensión de lo que es “com eter un
error” (por supuesto, de ello se sigue que sólo un extraordina­
rio milagro permitiría que nuestro personaje hiciera ese tipo
de cosas): todavía habría una diferencia sustancial con el caso
de un niño en sociedad. En el caso de nuestro particular Ro-
binson, no podem os introducir en la descripción la noción de
“error” porque “la regla que sigue” no es distinta a la “regla
que quiere seguir”. La regla a la que supone que estaría vincu­
lada su conducta es sólo la que estaría determ inada por lo que
de hecho hiciera. Cuando un niño hiciera las mismas “correc­
ciones” a sus inscripciones habría un patrón independiente de
esos movimientos. El niño podría manifestar su intención de
ser fiel a la práctica en la que ayer fué instruido. Entiende qué
es ser corregido porque es, de hecho, corregido. Y entiende
que cuando se le pide que rectifique no se le pide sólo que
sustituya lo que antes escribió por lo que ahora estaría dis­
puesto a escribir... Robinson no habría tenido nunca una ex­
periencia semejante. Las primeras reglas que un ser hum ano
sigue han de ser independientes de su decisión.

4 .5 . F o r m a s d e V id a :
L a A u to n o m ía d e la G r a m á t i c a .

4.5.1. L o D ado.

No hay posibilidad de descubrir semejanzas en la experien­


cia más que a través de la aplicación de una regla (RFM, IV,
2). Dicho de otro modo, “el uso de la palabra 'regla' y el uso
de la palabra 'mismo' están entrelazados” (Investigaciones,
225). Estas consideraciones son relevantes para algunas de las
grandes cuestiones de la epistemología tradicional. La manera
en que aplicamos nuestras reglas no está justificada por las
propiedades de la experiencia. Por ejemplo, no es cierta sirni
litud entre los diversos objetos a los que aplicamos la palabra
“rojo" la que justifica nuestra aplicación del mismo predicado.
l a supuesta similitud éntre esos objetos.l io ,6:8 destóriptitíte Bli#
que diciendo que todos son rojos, que respecto a todos ellos
sería ci m eció utilizar la. expresión rojS. Por Supues®, no io ­
dos miéstros predicados son del mismo sttitus que los predica­
dos de color. Uta diccionario puede definir las condicioos® de
aplica.bilidíid de la expresión 'etetaníc de un m ód# distinto a
cómo do!ine las tundiciones de aplicabilidad d# “rojo”. Pero,
en último término, esa definición es posible porque ya sabe­
mos aplicar algunos predicados respecto a log que no sería
posible tal tipo de explicación.
La vieja idea empirista de: qüé el cemento; del universo son
propiedades cualitativas que la mente humana, capta per expe­
riencia directa debe c o n s id e ra rs e domo un éaáo especial d é
platonismo sobre reglas. Ifilo hay relaciones d é semejaSizt da­
das a la experiencia q u e puedan fundamentar la estructura de.
nuestros conceptos,. Sólo nuestros conceptos generán relació*
nes dei Semejanza. No es semejanza entre las condiciones de
aplicación correcta de una regla la que las hace tales condicio­
nes, es, el hecho de qué sean condiciónes de ap liead én co­
rrecta de la misma regla lo que las hace semejantes. És perfec­
tam ente posible una com unidad en que, por ejemplo, lo que
nosotros consideraríamos como instancias de un mismo color
fueran consideradas como instancias de eótarés muy diferen­
tes. Y la única manera d é describir esa diferencia sería descri­
bir cómo ciertas muestras son utilizadas para generar ciertas
prácticas, de aplicación de un predicado.
Una de las características formales de la “dado" en la tradi­
ción epistemológica es la de constituir él ámbito de? los ele­
m entos respecto a jos qué no és. posible la dicotom ía entré
“ser” f “parecer", Én éie: sentido, “lo dado" para Wittgensteirs
es nuestra práctica social de aplicar ciertas reglas,, de estar d e
acuerdo en cuáles son sus aplicaciones conectas,;. de utilizar
ciertas muestras dé derla manera, de reprender cierto tipo de
actuaciones |z no ©tras... Son esas las nociones respecto a las
que la diferencia ser-parecer" no puede funcionar, son: esas
activ id a d e s las que generan la posibilidad d<f"ésa d ifeíM dáí LS
coincidenéiá hum ana en c:icrtá m anéis de: aplicar reglas rio ad­
mite un análisis como “apariencia” de la eoinektejícia. No lo
admite porque semejanu cofttífklencia. :1© hemos; visto, gslgfe
como tal sólo en la rnedida en qué es rétoríddda.= -No hay nin­
guna diferencia, entie una com unidad Cuyos m iem tacs coinci­
den al hacer ciertas cosas y otra cuyos miembros sólo creen
que coinciden al hacerlas. Esta concordancia es el último e
irreversible dato si es que nociones com o “regla”, “correcto”, o
“significado” han de ser posibles en absoluto:

“Podría decirse que lo que ha de ser aceptado, lo d a ­


do, son las fo rm a s de vida (Lebensformen)"
Investigaciones, p. 226, v. cast. p. 5 1 7.

Wittgenstein apuntó repetidam ente la idea de que nuestro


sistema de conceptos no está justificado por la experiencia; y
una manera de subrayar eso fue insistir en que estaba vincula­
do a ciertos hechos de nuestra naturaleza que subyacían a
nuestra concordancia al aplicar ciertas reglas. Si no coincidié­
ramos a la hora de identificar colores, nuestro concepto de
“color” no existiría. Im aginem os q u e ciertos h echos sobre
nuestra naturaleza fueran distintos a com o son: imaginemos
que, por ciertos mecanismos evolutivos, nuestra capacidad de
coincidir en la identificación de colores fuera m ucho más re­
ducida de lo que, de hecho, es. Si alguien piensa que nuestros
conceptos de “color” están justificados por la experiencia, el
hecho de que en ciertas situaciones, en las que no fuera posi­
ble el acuerdo respecto al color de las cosas, no pudieran
existir tales conceptos sirve para sacarle de su error. Wittgens­
tein, cuando hace este tipo de reflexiones, no está interesado
en establecer hipótesis empíricas sobre la dependencia causal
de nuestros conceptos respecto a ciertos hechos de nuestra
naturaleza: está interesado en subrayar que no tiene sentido
pensar que un sistema de conceptos está justificado, o es el
sistema correcto (Investigaciones, p. 230, v. cast. p. 523, B. U.
PH., I, 46).

4.5.2. L a c o n c o rd a n c ia en los ju ic io s.

El carácter injustificable de nuestra coincidencia a la hora


de aplicar el lenguaje es la base de las polémicas afirmaciones
de Wittgenstein:

“¿De modo que afirm as que la concordancia entré


los hombres decide lo que es verdadero y lo que es falso?
Lo que es verdadero y falso es lo que los hombres dicen,
y ellos concuerdan en el lenguaje que usan. No es una
concordancia en opiniones sino en fo rm a de vid a ”.
“La com unicación p or medio del lenguaje requiere
de la concordancia no sólo en las definiciones, sino
(por extraño que p a re zc a ) en los juicios. Esto parece
abolir la lógica, pero no lo hace..."
Investigaciones..., 241 y 242

Nuestra coincidencia a la hora de aplicar el lenguaje no está


justificada por nada. Es el último dato al que hay que recurrir
para describir nuestra práctica lingüística. La relación interna
entre una regla y sus aplicaciones está determ inada por las
aplicaciones mismas. No es nuestra concordancia en ciertas
definiciones la que explica nuestra concordancia en ciertos jui­
cios. Es nuestra coincidencia en ciertos juicios la que da conte­
nido a nuestras definiciones. Es importante, no obstante, que
seamos cuidadosos en este tipo de cuestiones. La coincidencia
en juicios a la que Wittgenstein alude no es una coincidencia
en opiniones, y no es fácil ver cómo una concordancia del pri­
m er tipo puede no ser una del segundo tipo.
Wittgenstein no está diciendo que hablar del principio de
no contradicción sea decir simplemente que los hom bres coin­
ciden en aceptar que una proposición no pueda ser verdadera
y falsa a la vez. Los hombres no podrían aceptar que algo es
verdadero y falso a la vez, del mismo m odo que no podrían
aceptar que una mancha es verde y roja a la vez. Si alguien di­
jera que algo es verdadero y falso deduciríamos que por “ver­
dadero” o “falso” quiere decir algo diferente a la que nosotros
querem os decir. Decir que algo no puede ser verdadero y fal­
so es describir una propiedad interna de los conceptos de
“verdad” o “falsedad”, del mismo m odo que decir que algo no
puede ser rojo y verde a la vez es describir una propiedad in­
terna de los conceptos de color. No es decir que los hombres
coinciden en tales afirmaciones. Pero sin nuestra coincidencia
al aplicar el lenguaje no habría lenguaje y, por tanto, no ha­
bría lógica. Y una condición del lenguaje es que coincidamos
también a la hora de aceptar la verdad de ciertos enunciados.
Puede ser útil en este punto volver la vista a alguna de las
consideraciones que en Ueber Gewissheit (Sobre la Certeza) sir­
ven de base a la crítica de Wittgenstein al escepticismo filo-
cartesiano. En cierto modo, podría decirse que esta posición
se origina por una percepción inadecuada del hecho de la au­
tonomía de la gramática. El hecho de que en último término
nuestra práctica lingüística no esté justificada es convertido en
un motivo de duda sobre la adecuación de m uchas de nues­
tras creencias ordinarias. Parte de la estrategia de Wittgenstein
en esta obra puede utilizarse para aclarar la contraposición en­
tre “juicios” y “opiniones” que se hace en los parágrafos 241-
242 de las Investigaciones. El ataque al escepticismo filosófico
en Sobre la Certeza se articula en torno a la elucidación de las
relaciones que guardan distintos tipos de enunciados con las
reglas de nuestra práctica lingüística. Consideremos, por ejem­
plo, las afirmaciones siguientes:

(1) Acaba de p a sa r Ju a n p o r la calle. (Me he asom a­


do a la ventana y lo he visto)
(2) Tengo dos manos
(3) H ay objetos físicos.

Existe cierto paralelism o interesante en la forma en que,


tanto la semántica clásica com o la teoría del conocimiento filo-
cartesiana, considerarían estas proposiciones. La estrategia car­
tesiana incorporaría el supuesto de que es perfectamente posi­
ble discutir, en el mismo sentido en cada caso, sobre la verdad
o falsedad de estas afirmaciones. Además, supondría que nin­
gún enunciado de los tipos (1) ó (2) estaría com pletamente
justificado a menos que lo estuvieran ciertos enunciados del ti­
po (3). La semántica clásica afirmaría que la única diferencia
relevante entre estos tres tipos de enunciados la incorporaría
su análisis desde el punto de vista de la pragmática: podría ser
superfluo afirmar un enunciado com o (3) y, en la mayoría de
las circunstancias, uno como (2); pero nada de ello impediría
considerar a los tres como verdaderos, si es que Juan paseaba
por la calle, en el mismo sentido de “verdaderos”.
De acuerdo con Wittgenstein la situación es más complica­
da. Lo que caracteriza a un enunciado com o (2) es que, en los
contextos ordinarios, no parece tener ninguna finalidad com u­
nicativa. Es el tipo de ejemplo que utilizó Moore para demos­
trar la existencia de un m undo externo (Véase su “Proof of an
External World”, 1939, y su “A Del'ence of Common Sense”,
1929, en Moore, 1959)- No tiene ninguna finalidad comunicati­
va en contextos normales porque, en ellos, su verdad está
más allá de toda duda. Para Moore, eso lo convertía en para­
digma de proposiciones verdaderas. Pensaba, de acuerdo con
su adversario cartesiano, que si alguna proposición del tipo
(2) era verdadera, entonces ciertas proposiciones del tipo (3)
debían ser verdaderas. La diferencia con el cartesianismo con­
sistía, obviamente, en que Moore pensaba que sí era posible
fundam entar la verdad de (3) en base a la supuestamente in­
controvertible verdad de (2).
¿Qué juicios son aquellos que W ittgenstein m enciona en
Investigaciones, 242? ¿Cuáles son los juicios en que debemos
coincidir para que nuestro lenguaje sea posible? Algunos de
ellos son los juicios del tipo (2). Sin la coincidencia respecto a
esos juicios sería imposible medir la corrección o incorrección
de nuestras opiniones. Una coincidencia respecto a tal tipo de
juicios es sólo una coincidencia respecto a cómo determinar,
en cada m om ento, la verdad o falsedad de los juicios ordina­
rios del tipo (1). Por supuesto, Moore estaba equivocado al
describir la relación entre los juicios del tipo (1) y los del tipo
(2). Nuestra certeza respecto a estos últimos es una condición
de la existencia de la misma práctica lingüística. Imaginemos
una genu in a d iscrepancia en opiniones. Im aginem os, por
ejemplo, que yo crea que Juan está en su habitación y tú creas
que no lo está. La posibilidad misma de esa discrepancia está
conectada con la posibilidad misma del lenguaje. Y no sería
posible esa discrepancia sin ciertas coincidencias fundamenta­
les; en este caso, la aceptación por parte de los que discrepan
de que, en ciertas circunstancias, algunas evidencias decidirían
si es verdad o no que Juan está en su habitación. Pero ello só­
lo es posible si aceptamos algunos juicios del tipo (2) como
incontrovertiblemente verdaderos.
Es im portante observar que no hay posibilidad de estable­
cer un límite preciso entre los juicios del tipo (2) y los juicios
del tipo (1). Es más, cualquier juicio del tipo (1) puede con­
vertirse en un juicio del tipo (2) en determ inados contextos. Si
yo tengo evidencias de que Juan está en la habitación de al la­
do y tú no lo sabes, mi enunciado de que Juan está allí es un
enunciado del tipo (1). Si tú y yo acabamos de dejar a Juan en
su habitación después de una discusión con él, mi enunciado
respecto a que está en su habitación cuando acabamos de ce­
rrar su puerta sería un enunciado del tipo (2). Esto implica
que el lenguaje es posible porque coincidimos en considerar
que ciertas situaciones convierten a nuestros enunciados ordi­
narios en verdaderos. Si no coincidiéramos en la verdad de
muchos de nuestros enunciados no habría lenguaje en absolu­
to porqu e no habría conceptos. Si nunca estuviéram os de
acuerdo en el color de las cosas no habría conceptos de color.
Y por tanto no habría relaciones lógicas entre nuestros con­
ceptos de color. Sin coincidir en la verdad de ciertos enuncia­
dos no habría lógica en absoluto.
Pero la lógica sí es anterior a las opiniones. ¿Puede ser un
asunto de opinión que yo ahora tengo dos manos o que el co­
lor del mar es azul? En un importante sentido Wittgenstein di­
ría que no. Podem os extraer la moraleja de m uchos de sus
ejemplos: si al niño se le enseñara que quizá el m ar es azul.
¿Qué motivo tendríamos para decir que el “quizá” expresa la
posibilidad de que no sea (realmente) azul? ¿Cómo podría en­
tender nuestro “quizá"? (Véase Sobre la Certeza, 450). No es
concebible que alguien aprenda el significado de alguna pala­
bra sin estar seguro de ningún hecho. La aceptación de algu­
nos juicios, en algunas circunstancias, no es asunto de opinión.
Es asunto de mera competencia lingüística. Hay un límite al
desacuerdo que los hablantes pueden manifestar entre sí. Hay
desacuerdos entre los miembros de una com unidad que están
producidos por los diferentes niveles de infomación que pose­
en. Pero la posibilidad de esos desacuerdos radica en que en
ciertas circunstancias la falta de coincidencia no se produzca.
La apelación de Wittgenstein a las formas de vida es una
consecuencia del hecho de que nuestra aceptación de ciertos
juicios como verdaderos en ciertas circunstancias no es justifi­
cable. Es parte constitutiva de nuestra práctica lingüistica de
tal modo que. si cambiara, se alteraría el significado de nues­
tras palabras. Y está más allá de lo “correcto” y lo “incorrecto”.
La “forma de vida” determina los aspectos más profundos de
nuestra gramática. Podríamos llamar “mesas” a las manos, pero
no podríamos, viviendo como vivimos, dejar de reconocer en
ciertas circunstancias ciertos hechos. El hecho de que acepte­
mos como suprema corte de apelación en ciertas circunstancias
que aquí hay una mesa, o que ésta es la misma mesa que ha­
bía ayer, está vinculado a nuestra manera de actuar. Las coinci
ciencias en nuestra práctica lingüistica están determinadas por
nuestras acciones cotidianas. Sin alterar éstas es imposible alte­
rar la gramática profunda de nuestro lenguaje. (Véase, Sobre
la Certeza, 148, 196, 204, 232, 395). Por ejemplo, recordemos
Investigaciones, 185, la posibilidad de hacer com prender al ni­
ño dependería de ciertas reacciones naturales en él; reacciones
del tipo de la de mirar en la dirección que marca la punta de!
dedo. O la relación entre ciertas reacciones instintivas y la po­
sibilidad del razonamiento inductivo: un niño y un animal no
vuelven a acercarse al fuego cuando se han quemado. “La cre­
encia de que el fuego me volverá a quemar es del mismo tipo
que el miedo a que me quem e” (Investigaciones, 473).
Es su ansia por una justificación de ciertos aspectos profun­
dos de la gramática la que convierte al escepticismo en una
m aniobra contradictoria. Nuestra “creencia” en la existencia
del m u n d o in d ep en d ien tem en te de nuestra conciencia, o
nuestra “creencia” en el curso regular de la naturaleza no son
opiniones sobre el mundo. Son simplemente nuestra manera
de vivir. No hay razones para creer que el fuego nos va a que­
m ar o que los objetos n o desaparecen cuando nadie los ve.
Pero ¿qué quiere decir que tenemos esas creencias? ¿Podría­
mos creer lo contrario y vivir como vivimos? El escepticismo
es bien consciente de que su posición no puede ser llevada a
la vida ordinaria. En esto la actitud de Hume es paradigmática.
Pero las consideraciones de Wittgenstein sobre las relaciones
entre “regla” y “aplicación” le permiten diagnosticar la dicoto­
mía entre creencia filosófica y creencia ordinaria, que es esen­
cial para que la actitud escéptica sea inteligible, como una di­
cotomía que no puede sostenerse. Un filósofo clásico puede
m antener que las razones que serían válidas para defender fi­
losóficamente una creencia no pueden exigirse a las creencias
que, com o ciudadano del mundo, debe aceptar todos los días.
Pero lo que no puede m antener es que el significado de sus
palabras cuando expresa sus opiniones filosóficas no guarde
relación con los significados de las mismas palabras en la vida
ordinaria. Una cosa es que las necesidades de la vida le obli­
guen a Hume a aceptar la creencia no fundamentable filosófi­
camente de que hay un m undo externo; y otra muy distinta es
que en la proposición filosófica “No podem os estar seguros de­
que estas manos tengan algún tipo de realidad independiente­
m ente de ser percibidas” y en la proposición ordinaria “Puse
mis manos sobre la mesa”, la palabra “m anos” tengan dos sig­
nificados bien distintos. F.1 filósofo escéptico necesita aceptar
que no los tiene. Sólo así puede considerar que la misma cre­
encia que es aceptable en la vida ordinaria es injustificable fi­
losóficamente. Si Wittgenstein tiene razón, el significado de
“manos” está determinado por nuestra concordancia cotidiana
a la hora de utilizar la expresión. No hay nada que pudiera
determinar ese significado sino nuestra coincidencia en reco­
nocer que en ciertas circunstancias estamos incontrovertible­
mente autorizados a utilizarla. En ese caso, la duda filosófica
es una actitud contradictoria: equivale a pretender preservar
el significado de nuestras palabras y cuestionar los mecanis­
mos cotidianos que determinan ese significado.
Antes de seguir, conviene hacer una puntualización. Es
cierto que la teoría del significado de las Investigaciones pue­
de utilizarse para fundamentar esta estrategia general contra
el escepticismo. Ello está relacionado, por ejemplo, con el
abuso que en la filosofía analítica post-wittgensteniana se hizo
del llamado “argumento del caso paradigmático”. El argumen­
to supone que es parte del significado de un término el que
ciertos enunciados en que el término es usado en circunstan­
cias paradigmáticas — “Aquí hay una m esa”, en las circunstan­
cias en que cualquier hablante estaría de acuerdo— sean ver­
daderos. Pero debemos ser muy cuidadosos con la utilización
de este tipo de estrategias. Es cierto que si Wittgenstein tiene
razón son correctas. Pero ello no quiere decir que sean con­
vincentes. El problema es que el escéptico tenderá a conside­
rarlas como una reducción al absurdo sobre la teoría del sig­
nificado que las genera. Si un filósofo siente el tipo especial
de perplejidad asociado a los grandes problemas de nuestra
tradición epistemológica, no es probable que acepte ninguna
teoría del significado que origine este tipo de argumentos. De
hecho, como veremos en el capítulo siguiente, la manera en
que Wittgenstein afrontó en las Investigaciones las más gran­
des cuestiones epistemológicas están relacionadas en formas
mucho más sutiles con su teoría del lenguaje.
Wittgenstein distingue enunciados del tipo (2) (“Tengo dos
manos") de enunciados del tipo (3) (“Hay objetos físicos”).
I,a diferencia relevante entre ellos es que mientras los prime­
ros pueden, en algunos contextos ordinarios, convertirse en
enunciados del tipo (1), los segundo no. Hay contextos, no
el tic- una charla tic (¡loscifia. en kxs q u e se ría relevante cígtíir-
le a alguien que tengo un par de manéis. ÍSo h a f contestos
en los que pudiera ser relevante decirle & alguien quc‘ hay
ejbjetos físicos* Tanto el filósofo escéptico coino quien piensa
que la verdad del hecho de q u e te n g a dos Manos puede uti­
lizarse: para justificar nuestra creencia en la existencia inde­
pendiente del. m undo, coinciden en suponer que la relación
entre un juicio del tipo (2) y un juicio del tipo (3) es un caso:
de la relación particular-general. La misma relación, por
ejemplo, que existe entre el juicio “Hay canguros en Austra­
lia” y el juicio “Hay animales en Australia”. Péíó el status ló­
gico de ambos es muy diferente. Las proposiciones tipo (23
pueden ser tratadas com o lo que esta más allá de* toda duda
en la mayoría de los contextos, pero pueden ser c u e s ti o n a ­
das en algunos otros, la s proposiciones del tipo (|.) no. p u e ­
den ser cuestionadas en ningún contexto ordinario. Eso está
vinculado con una característica esencial de ellas: es inconce­
bible q u e los primeros enunciados que un niño aprendiera
de su lengua materna fueran proposiciones d el tipo (3í. Y es,
por tanto, inconcebible que alguien tuviera .sólo competencia
lingüística en tal tipo de proposiciones.
Las proposiciones del tipo (3), pertenecen a nuestro "mé­
todo de representación”. Son el reflejo de ciertas característi­
cas profundas de nuestra práctica lingüistica1. ü n niño apren­
de primero a identificar mesas y sillas,.. Luego quizá se le. en­
señe el uso de la palabra “objeto". Pero, sin una práctica lin­
güística previa, el concepto lógico de “objeto físico” es ininte­
ligible.. “Todo lo que describe el juego de lenguaje es parte
de la lógica" (Sobre la Certeza, Slpi En estei sentido, los enun­
ciados del tipo (2) y los enunciados del tipo (3) pertenecen,
unos en algunos contextos y otros en cualquiera, a la lógica.
Su fu n d ó n es la de describir algunas facetas de nuestro Uso
del lenguaje, Su justificación es la misma que la de nuestra
práctica lingüística: es decir, ninguna. PérO Sin alterar la gra­
mática profunda de nuestro lenguaje no pueden ser altera­
dos. Y para cambiar aquella seria preciso que áiftibiara nues­
tra forma d e vivir.
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Borrador de las Investigaciones Filosóficas


Epistemología y Filosofía
de la mente
en las Investigaciones
Filosóficas

5 .1 L a c o n c e p c ió n c a r t e s i a n a d e la m e n te .

Las Investigaciones Filosóficas no son sólo un ataque a


ciertas concepciones del significado que hundían sus raíces en
la pretensión fregeana de una teoría del lenguaje cristalina y
aislada de la contaminación de la psicología. Lo que hace del
libro uno de los mom entos cruciales de la filosofía de este si­
glo es el m odo en que Wittgenstein vincula su crítica a ciertas
concepciones incoherentes del lenguaje con su a! a que a mu­
chos de los planteamientos que habían sido terreno habitual
de los filósofos desde el siglo XVII.
Es bien conocido el Jugar crucial que ocupa Descartes en el
desarrollo de nuestra tradición filosófica. Lo que, en sentido
am plio, pod em o s d enom inar "concepción cartesiana de la
m ente” es un conjunto de doctrinas, no siempre compatibles
entre sí, pero que comparten un supuesto que fue sin duda
elaborado por el gran pensador francés: la primacía epistem o­
lógica del ojo interior de la mente. Como es sabido, el progra­
ma cartesiano consistía en la búsqueda de alguna verdad que
estuviera más allá de toda duda posible; Descartes pensaba
que este papel no podía ser atribuido a los juicios ordinarios
sobre el mundo: según él, nadie podría estar seguro de la ver­
dad de un enunciado como

Enfrente de m í h a y u n a mesa,

a menos que estuviera seguro de la verdad de otros enuncia­


dos para los que prim a fa c ie no es posible encontrar eviden­
cias concluyentes; enunciados como

Cuando me parece que hay u n a mesa, y las eviden­


cias que tengo a fa v o r de m i creencia son de u n tipo de­
terminado, entonces es verdad que hay u n a mesa.

Descartes percició que no es fácil encontrar una demostra­


ción de los dos enunciados anteriores. Lo que había de correcto
en su intuición es el hecho de que cualquier demostración de
ellos debería depender de premisas que, como mínimo, serían
lan inseguras como los enunciados a demostrar. Si pretendo
justificar mi creencia en que mis sentidos no me engañan aho­
ra, tendré que basarme en mi creencia en que la información
que me están transmitiendo es coherente con lo que yo sé so­
bre el mundo. Pero, ¿cómo lo sé? Porque confío en la informa­
ción que me transmiten en la mayoría de las ocasiones... Evi-
clentemente, nada de eso puede ser una prueba de que los sen-
lidos, en la mayoría de las ocasiones, no me engañan...
El filósofo francés encontró la solución a este impasse en
los enunciados en primera persona sobre la propia mente.
Oui/.á no sea indudable que enfrente de mí hay una mesa, pe
lo ninguna de las razones que podríamos dar para considerar
que no lo es nos permite dudar de una multitud de enuncia­
dos que tratan de los estados de mi mente. Por ejemplo,
Me parece que enfrente de m í hay u na mesa.
Tengo u n a sensación visual como de u n a mesa e n ­
fre n te de mí.
Creo que enfrente de m í hay u n a mesa.
Descartes pensaba que ninguno de los enunciados anterio­
res [Hiede ser precedido por una expresión de duda. No es fá­
cil entender lo que alguien podría querer decir si afirmara que
no está seguro de creer que delante de él hay una mesa. Por
supuesto, también creyó que esto se podría generalizar a to­
dos los enunciados psicológicos en primera persona: tampoco
es inteligible que alguien dude de si tiene o no un dolor, o de
si está dudando...
En cierto sentido Wittgenstein aceptó siempre que había al­
go de verdad en esa intuición cartesiana. Por ejemplo, en las
Investigaciones, (p. 222, v. cast. p. 507) se nos dice que en la
asimetría gramatical entre la primera y la tercera persona de
los enunciados psicológicos (no puedo dudar de si yo pienso,
no tiene sentido que afirme que sé lo que pienso) está con­
densaría “toda una nube de filosofía en una gota de gramáti­
ca”. Ahora bien, la última filosofía de Wittgenstein es un ata­
que continuado a la manera en que los filósofos post-cartesia-
nos han extraído consecuencias filosóficas sobre la mente y el
conocimiento hum ano a partir de esa gota de gramática. Witt­
genstein criticará lo que podem os denom inar la teoría del "ojo
interior”: la teoría que sostiene que el secreto de la incorregi-
bilidad de los enunciados psicológicos en primera persona ha­
ya que buscarlo en el hecho de que la mente es un receptácu­
lo oculto a los demás, y cuyos objetos son percibidos de un
m odo tan directo que sobre ellos no cabe el error. Esta doctri­
na equipara la forma lógica de un enunciado como “Tengo
dolor” a la de otro como “Veo un libro”. La diferencia funda­
mental entre el percibir un dolor y percibir un libro viene da­
da por el tipo de objetos sobre el que se efectúa la operación:
los estados m entales son objetos privados en el sentido de
que, a diferencia de los libros y las mesas, son los únicos que
pueden percibirse directamente y además sólo son percepti­
bles por su poseedor.
Si utilizamos la doctrina del “ojo interior” como caracteriza-
dora de la concepción cartesiana de la mente, es obvio que
puede decirse que tal concepción incluye m uchos filósofos
que, en principio, se encuentran bastante alejados del raciona­
lismo cartesianismo. Por ejemplo, los filósofos empiristas. Los
empiristas británicos de los siglos XVII y XVIII aceptaron el
principio cartesiano de que el punto de partida epistemológi­
co —lo que mejor conocem os— es siempre la propia mente.
Las ideas de Locke o las percepciones de Hum e son, en ese
sentido, equivalentes a lo que Descartes había denom inado
“pensam ientos”.
Esta teoría del “ojo interior” está a la base de m uchos de los
problemas que han obsesionado a los filósofos desde el siglo
XVII. Si se supone que yo puedo identificar y com parar direc­
tamente mis propios contenidos de conciencia, por m edio del
mecanismo interior de la introspección, es inevitable pensar
que hay especiales problem as a la hora de aceptar la posibili­
dad de indentificar contenidos de conciencia que no sean los
míos, o a la hora de analizar el status de la creencia ordinaria
en la existencia de un m undo externo independiente de la
conciencia. De ahí surgen las cuestiones tradicionales de:
a) Las otras mentes. ¿Qué criterios fiables puedo utilizar pa­
ra estar seguro de que hay, en otras conciencias, un contenido
fenomenológico similar al mío? De hecho, la única evidencia
que yo tengo sobre los contenidos de conciencia en las otras
mentes es la conducta de los otros seres vivos. Ahora bien, en
mi propio caso yo sé que ciertas formas de conducta están sis­
temáticamente relacionadas con ciertos contenidos en mi m en­
te; por ejemplo, sé que cuando sinceram ente digo que veo
“rojo" se produce en mi mente una sensación de determinadas
cualidades. El problema es, ¿cómo puedo llegar a saber que
tales correlaciones sistemáticas son las mismas en mi propio
i-aso y en el caso de los demás seres humanos? Recordemos
que el supuesto de partida es el de que nadie puede percibir
las cualidades de las sensaciones de los demás.
b) La reducción fenomenalista de la realidad. Si yo tengo
acceso directo a mis estados perceptivos, ¿cuál es el status de
nuestra creencia ordinaria en la existencia de un m undo exter­
no y, por lo tanto, distinto a la conciencia? Dado el supuesto
inicial de que percibo directamente las propiedades de mis es­
tados de conciencia, ¿cómo construir la noción de una propie­
dad del m undo que no sea función de mis estados percepti­
vos? (Si una de las cosas que percibo son ítems perceptuales
en el escenario de la mente,, parece difícil admitir que además
pueda percibir las cosas del m undo).
c) El solipsismo. ¿Qué sentido tiene la atribución de esta­
dos de conciencia a otra conciencia distinta a la “mía”? El pro­
blema no es ya el conocer las cualidades de las mentes de mis
vecinos, sino el de dotar de sentido a la idea de otra concien­
cia. Es un hecho del m undo, para cada uno de nosotros, que
cada uno tiene conciencia. Pero toda la evidencia que yo p u ­
diera recoger sobre la conciencia de los demás sería compati­
ble con que, de hecho, los otros seres hum anos fueran meros
autóm atas desprovistos de los colores, sabores, sufrimientos
que, en mi propio caso, sé que coexisten con el movimiento
de mi cuerpo. Y si no puede haber evidencia que diferencie
las hipótesis de que los demás tienen conciencia y de que son
meros autómatas — es decir, si ninguna evidencia posible es
capaz de hacer más plausible una hipótesis que otra— ¿qué
sentido puede tener afirmar que la hipótesis de que los demás
tienen una conciencia similar a la que yo experimento en mi
propio caso es una hipótesis con un genuino contenido?
d) El problema m ente-cuerpo. Descartes afirmó que la ma­
teria y la m ente eran dos sustancias distintas. De hecho, no
hace falta una profunda reflexión filosófica para percibir algu­
nas de las diferencias: los estados mentales no tienen las pro­
piedades que son esenciales a la materia (no tiene sentido ha­
blar de la longitud de un dolor, o del peso de un deseo). Pero
existe una relación entre la mente y la materia: por ejemplo,
cuando alguien pincha mi brazo... siento dolor. Y cuando de­
seo levantar el brazo... mi brazo se levanta. La teoría del ojo
interior nos obliga a pensar que la mente y la materia tienen
lo que podríam os denom inar “existencias lógicamente inde­
pendientes”. Es decir, si es un hecho que mis sensaciones de
dolor son captadas por el ojo interior, son captadas indepen­
dientem ente de la agitación de mi cuerpo. Lo que quiere decir
que es perfectam ente imaginable que en mi conciencia se die­
ra un dolor de igual intensidad y, sin embargo, en ninguna
parte del m undo se diera la tendencia a la agitación. Una solu­
ción podría ser la de decir que las relaciones entre la mente y
la materia son meramente causales. Pero es difícil ver en qué
puede consistir la relación causal entre dos tipos de realidades
tan distintas com o la mente y el cuerpo. Supongamos un caso
muy simple: alguien pincha la piel de mi brazo, se produce
una alteración en la periferia del sistema nervioso que de al­
gún m odo se transmite a la m édula o, en otros caso, al mismo
cerebro. Como resultado de esa alteración se produce una re­
acción en el sistema muscular y mi cuerpo se agita... Bueno...
aquí sí tenemos una cadena causal clara, ¿qué lugar ocupa en
esa cadena la sensación de dolor, tal y como es captada por el
ojo interior? No parece que pueda ocupar ninguno. (De hecho,
si se nos dijera que ocupa un lugar, nos sería difícil entender
en qué eslabón de la cadena había que colocarla). Lo que que­
remos decir es que el papel causal de la m ente parece nulo: lo
que ella explica... parece que podría ser explicado sin ella.
Antes de proseguir, conviene hacer algunas matizaciones.
No existe un coipus de doctrina sistemática que pueda ser de­
nom inado la “concepción cartesiana de la m ente.” De hecho,
aceptar como inteligibles algunas de las cuestiones que hemos
m encionado en las páginas anteriores nos com prom ete con
negar la inteligibilidad de otras (ningún fenomenalista en sen­
tido estricto se siente atraído por el problem a m ente-cuerpo).
Lo que sí tienen en com ún es que, en todas ellas, una condi­
ción de inteligibilidad es la aceptación de la doctrina del “ojo
interior’'. Por otra parte, tam poco debem os pensar que la doc­
trina se agotó con Descartes y los empiristas. Recordemos por
ejemplo, el sistema kantiano: la caracterización del mismo co­
mo realismo empírico e idealismo trascendental pretende re­
solver algunas formas de escepticismo que se habían origina­
do en las teorías empiristas de la mente. Pero es difícil creer
que la propia solución kantiana escapa a la doctrina del ojo
interior. El realismo em pírico de Kant es tam bién idealismo
transcendental porque acepta que el m undo objetivo no pue­
de ser definido com o un m undo noum énico. El m undo de ob­
jetos es un m undo de fenóm enos (bien que som etido a ciertas
estructuras que son lógicamente anteriores a la experiencia). Y
lodo fenóm eno es para Kant una representación: incluso las
representaciones, externas son, en tanto que representaciones,
internas. Es decir, el m undo objetivo extrae sus materiales de
las representaciones de la mente. Tampoco parece posible du­
dar de la supervivencia de la doctrina del ojo interior en dos
de las grandes corrientes filosóficas del siglo XX: la fenom eno­
logía y el neo-positivismo. El lema de los fenom enólogos, el
de describir el m undo dado, supone que el punto de partida
es cartesiano: el m undo dado es el m undo dado a la concien­
cia. El problem a de la fenom enología es el de descubrir en la
conciencia el hilo conductor que perm ita introducir en lo da­
do las estructuras objetivas q u e hagan precisa y posible la
apelación al m undo intersubjetivo. En cuanto al neo-positivis­
mo, las doctrinas de Schlick y Cam ap com enzaron siendo una
variante sofisticada de puro y simple fenomenalismo.

5 .2 . E l O jo G e o m é tr ic o .

5.2.1. E l s u je to -tra s-e l-m u n d o y la d o c trin a del ojo in te rio r.

La crítica de Wittgenstein a la concepción cartesiana de la


mente es incomprensible sin tener en cuenta la propia evolu­
ción de su pensam iento sobre el sujeto de experiencias. En el
Tractatus y en los escritos de 1929-30, se aferró a la idea de
un sujeto-tras-el-mundo que sólo estaba vinculado de un m o­
do contingente a un ser vivo particular. Esta concepción se vio
alterada radicalmente cuando tuvo que aceptar que la determ i­
nación de regularidades en la experiencia sólo podía ser expli­
cada por la acción. En la próxima sección, insistiremos en las
razones que tuvo para este cambio de opinión y en sus cone­
xiones con la filosofía del lenguaje. En ésta, describiremos un
argum ento contra las cuestiones tradicionales de filosofía de la
m ente que fue usado de maneras distintas a lo largo de los es­
critos de todas las etapas de su pensamiento.
Cuando Wittgenstein aceptó la teoría del ojo interior aceptó
también que la conexión de la m ente con un ser vivo particu­
lar debería ser empírica, y pensó que tal conexión convertía a
las cuestiones m encionadas en las páginas precedentes en in­
ternam ente incoherentes. Cuando rechazó la teoría del ojo in­
terior, siguió pensando que esas cuestiones necesitaban, como
una condición de inteligibilidad, la idea del ojo interno, y por
tanto, siguió aceptando que eran ininteligibles. Lo que Witt­
genstein siempre rechazó fué la idea de la mente y la materia
como dos m undos independientes y con relaciones autóno­
mas. La imagen de lo “interno” y lo “externo” que subyace en
la filosofía de la mente post-cartesiana.
Vayamos poco a poco. Consideremos en primer lugar algu­
nas características de nuestro concepto ordinario de estado
mental. Fijémonos en que los criterios de identidad de los es­
tados m entales funcionan de un m odo com pletamente distinto
a los criterios de identidad de los objetos físicos. Debemos di­
ferenciar la identidad numérica y la identidad cualitativa. Es
distinto afirmar que el objeto x es numéricamente el mismo
que el objeto y (por ejemplo, que el libro que com pré ayer y
que ha leído Lolita son en realidad el mismo ejemplar) a afir­
mar que x e y son cualitativamente idénticos (dos ejemplares
del mismo libro). Lo importante de esa distinción en el caso
de los objetos físicos es que la identidad numérica de un obje­
to no viene determ inada por el hecho de ser poseído por una
persona determ inada (yo pude poseer un coche, y luego, el
—numéricamente— mismo coche puede haber sido tuyo). No
sucede lo mismo con los estados mentales; cuando decimos
que tú tienes el mismo dolor que yo, sólo podem os estar refi­
riéndonos a la identidad cualitativa de los dolores; queremos
decir que el dolor que tú tienes es de la misma intensidad o
de características fenomenológicas semejantes al mío.
Hasta com ienzos de los años treinta, la concepción que
Wittgenstein tenía del sujeto metafísico y de su relación con el
m undo le obligaba a rechazar, en el caso de la primera perso­
na, esta dependencia de la identidad de los fenóm enos menta­
les respecto a la identidad de su sujeto en el m undo. Y lo que
aceptó siempre (desde el Tractatus hasta las Investigaciones)
es que lo que acabam os de caracterizar com o un rasgo de
nuestro concepto de estado mental era incompatible con la te­
oría del ojo interior. Si esta teoría es correcta, entonces la
identidad numérica de los estados mentales atribuidos en pri­
mera persona es independiente de sus conexiones con un ser
vivo particular. No es difícil com prender las razones de Witt­
genstein: supongam os la teoría del ojo interior; es decir, su­
pongamos que la verdad de un enunciado com o “Yo tengo
una sensación visual de rojo” se decide por una com paración
introspectiva de las experiencias que acaecen en el medio de
la mente, por una comparación que es independiente de cual­
quier suceso en el m undo físico. Si el funcionam iento del ojo
de la mente tiene esa autonomía, entonces, ha de descubrir en
la experiencia la relación que hay entre el fenóm eno mental
clasificado de un m odo autónom o y los movimientos de un
cuerpo particular; en otras palabras, el (num éricam ente) mis­
mo fenóm eno de dolor, podría haber sido seguido p or movi­
mientos en un cuerpo distinto al mío. Lo que quiere decir que
la identidad de mis dolores no está fijada por su relación con
el cuerpo con el que mi ojo interior está, de hecho, vinculado.
Por expresar la misma intuición de otro modo: para cada
uno de nosotros es un hecho de experiencia que ve el mundo
a través de un cueqito particular, que, por ejemplo, las expe­
riencias visuales cesan cuando se cierran unos ojos, la expe­
riencia dolorosa surge cuando se golpea a un cuerpo... Si la te­
oría del ojo interior es verdad, esta relación no es necesaria; es
decir, cada uno de nosotros podría habitar un cuerpo distinto
al que de hecho habita. Recordemos los parágrafos del Trac-
tatus en los que se nos habla de la manera en que el sujeto
trascendental puede descubir cuál es el cuerpo con el que está
unido (5.631)- Allí Wittgenstein consideraba que el ojo interior
no podía ser identificado con ningún com ponenete empírico
de la realidad. El ojo-tras-el-mundo estaba unido a un cuerpo
particular, pero era un m ero hecho empírico que no estuviera
unido con otro cuerpo cualquiera. Es un hecho empírico que
el “Yo” transcendental ve el m undo a través de los ojos de una
persona particular, podría verlo a través de los ojos de otra.
Ya hem os visto que el Tractatus no fue una obra de episte­
mología o de filosofía de la mente. Los mínimos compromisos
sobre la m ente humana que Wittgenstein suscribió en ella eran
resultado de su teoría de la proposición. En el primer gran
manuscrito que nos queda tras el retorno de "Wittgenstein a la
filosofía, las Philosophische Bermerkungen, escrito a comien­
zos de los años treinta, se defiende sin ambages lo que hemos
denom inado la teoría del ojo interior. Allí se nos habla de “ex­
presiones inmediatas". Tales experiencias son las que convier­
ten en verdaderos a enunciados como “Tengo dolor” o “Veo
rojo” (Ph. B. 57). Tales enunciados se com paran directamente
con la realidad (Ph. B. 62). Las proposiciones del lenguaje “fí­
sico” son concebidas com o hipótesis cuyo contenido depende
de las proposiciones “fenomenológicas” —de experiencia in­
mediata— a las que están vinculadas (Ph. B. 228-10). Se supo­
ne que la experiencia inmediata mantiene relaciones de simili­
tud determinables introspectivamente y de un m odo autóno­
mo. De hecho, en base a esas relaciones de semejanza se de­
terminan las relaciones de semejanza entre hechos u objetos
de los que no tenem os esa experiencia inmediata.
Ahora bien, Wittgenstein considera que problemas como el
de las otras m entes o el de la relación m ente-cuerpo están ba­
sadas en una específica confusión. Lina característica de las
proposiciones de experiencia primaria es la de que en ellas el
pronom bre personal de primera persona no cum ple función
alguna. Se refieren al “campo com pleto de la experiencia” en
un m om ento determinado. El significado de ‘veo rojo” se re­
fiere a una propiedad de la experiencia; es verdad cuando es
verdad que la experiencia es roja. No hay ninguna paite de la
experiencia que pueda ser quien ve el rojo de la experiencia.
Podem os decir, por utilizar la terminología que luego usará
Wittgenstein, que quien ve rojo, cuando “Veo rojo” es verda­
dero, no es el ojo físico sino el geométrico. No es ninguna
parte del m undo porque la relación entre el rojo de la expe­
riencia y cualquier parte del m undo, por ejemplo mi cuerpo,
es una relación contingente. Podría ver rojo, por ejemplo, ya
no con mis ojos, sino cuando me estimularan eléctricamente el
cerebro, o cuando los ojos de “tu ” cuerpo miraran cierto obje­
to. Nada de eso convertiría a la proposición “Yo veo rojo” en
falsa. En otras palabras, el “Yo” del anterior enunciado no
puede establecerse em píricam ente, m ientras que sí es una
cuestión empírica cuál sea mi cuerpo.
El supuesto básico de esta posición es el de que las propo­
siciones de experiencia prim era se com paran directam ente
con la realidad. Si “Veo rojo” se compara directamente con la
realidad, esa comparación es lógicamente independiente de lo
que suceda a un determ inado cuerpo. De ahí se debe concluir
(i) que el m undo es una función de (posibles) experiencias
primarias y (ii) que el sujeto necesario de tales experiencias
primarias no puede ser considerado como una parte del m un­
do —cualquier parte del m undo sólo está contingentemente
vinculada a las experiencias primarias— . Una consecuencia de
todo ello es la de que el significado de los predicados menta­
les debe ser asimétrico. “Yo tengo dolor” es reemplazable por
“Hay dolor” o “la experiencia es dolorosa". “El tiene dolor” ob­
viamente no. Ni siquiera sería posible utilizar, para la sustitu­
ción, la oración “Hay dolor en su cuerpo”, porque el sentido
de ésta sería el mismo que el de “Se experim enta dolor en su
cuerpo”, lo que, siendo “yo” el sujeto de todas las experien­
cias vividas, equivale a “Yo tengo dolor en su cuerpo".

5.2.2. L a in c o h eren c ia del d u alism o

¿Qué queda ahora del problema de las otras mentes? Nada


en absoluto. No tiene sentido decir que “yo” —com o opuesto
a alguien más— tengo una experiencia privada (Ph. B., 61).
Cuando yo me pregunto sobre si él tiene o no dolor, el signifi­
cado de “dolor” ha de ser distinto al de “dolor” en “Yo tengo
dolor". Su dolor ha de ser, por ejemplo, lo que su cuerpo hace
o lo que él dice:

“El fen ó m en o de sentir dolor de muelas con el que es­


toy fam ilia riza d o es representado en las fo rm a s de ex­
presión ordinarias p o r 'Yo tengo dolor en tal diente'...
La totalidad del campo de la experiencia es descrita en
este lenguaje p o r expresiones de la fo rm a 'Yo tengo...'
Proposiciones de la fo rm a TV tiene dolor' se reservan
p a ra un campo totalmente diferente. De modo que no
debemos sorprendernos cuando, respecto a las proposi­
ciones de la fo rm a TVtiene dolor”, no queda nada que
las vincule a la experiencia del mismo modo que se vin­
culan a ella las proposiciones del prim er tipo".
Philosophische Bemerkungen, 66.

La expresión “dolor” no puede significar lo mismo en pri­


mera y en tercera persona (Ph. B., 61). Cuando digo que ten­
go dolor estoy refiriéndome a una propiedad de la experiencia
de tipo diferente de la propiedad a la que me refiero cuando
digo que él tiene dolor. En el prim er caso, la experiencia es
dolorosa, en el seg u n d o no. No es posible dar sentido al
enunciado “x tiene dolor” por analogía a partir de mi propio
caso (Ph. B., 62): la relación entre el dolor y la primera perso­
na es de un tipo lógico distinto a la relación entre el dolor y la
tercera persona. No hay ninguna diferencia entre que él se
comporte de cierta m anera, teniendo además dolor, o que se
com porte así sin dolor alguno (Ph. B., 64). No es posible dotar
de contenido a la pretendida diferencia, porque no es posible
vincular todo el cam po de la experiencia (el contenido feno-
menológico de la sensación dolorosa) en una parte del mundo
(un sujeto empiríro) (Ph. B., 66). El error categorial de asumir
que “yo” en “Yo tengo dolor” es una instancia de la función
general “Para algún x, x tiene dolor“ (Véase Ph. B., 63-4) es el
error que está a la base del problema filosófico de las otras
mentes: ninguna parte del m undo puede ser el receptáculo
necesario del mismo. También aquí, com o en el Traclatus,
puede parecer atrayente definir la posición de Wittgenstein co­
mo de “solipsismo". Pero, también aquí, conviene ir con mu­
cho cuidado: si digo que sólo “m i” experiencia es real no con­
sigo referirme a la experiencia de ningún sujeto empírico. De
hecho el “yo” del solipsismo está fuera de lugar, porque, al
igual cjue el sujeto trascendental en el Tractatus, no puede ser
identificado con ningún com ponente empírico de la realidad.
Es importante tener esto presente porque el solipsismo será
criticado del mismo m odo años después cuando Wittgenstein
ya haya abandonado definitivamente el m odelo de la mente
que se nos ofrece en las Bermerkungen:

"¿Dice tam bién el solipsista que sólo juega él al aje­


drez?"
NFL, p. 283-

Si el solipsista afirma que sólo su experiencia es real, está


comprom etido, como quien afirme que sólo el juega al aje­
drez, con el absurdo de dotar a un sujeto empírico de las pro­
piedades que sólo puede poseer un sujeto-tras-el-mundo. El
sujeto que juega al ajedrez tiene vecinos. Decir de él que es el
único habitante del universo es una contradicción.
Estas doctrinas de W ittgenstein tuvieron una enorm e in­
fluencia en el positivismo lógico. Schlick y Carnap aceptaron
el principio wittgensteiniano de que los datos inmediatos no
podían tener poseedor, es decir, que su relación con la con­
ducta de u n determ inado ser vivo no podía determ inar su
identidad. Strawson se refirió en su célebre Individuáis a esta
teoría como la teoría de la “no posesión” (Strawson, 1959). Es
difícil discutir si la doctrina sobre la com paración directa de
los contenidos de la mente implica la teoría de la “no pose­
sión”. Pero es difícil precisamente porque no puede haber tal
comparación en la pura experiencia; y no es fácil discutir si
una teoría particular es la consecuencia inevitable de un su­
puesto incoherente. Hay muchos argumentos contra la tesis de
la “no posesión” pero es injusto no reconocer que, si admiti­
mos la posibilidad de relaciones de semejanza entre nuestras
experiencias, captadas autónom am ente m ediante la introspec­
ción, entonces, no hay ningún argum ento que pueda dem os­
trar que la tesis es falsa.
Wittgenstein, por supuesto, en su última obra rechazó la te­
oría de la “no posesión”, pero es importante entender que si­
guió pensando que esa teoría era la consecuencia ineludible
de la teoría del ojo interior. Hay un célebre párrafo en las In­
vestigaciones en el que se hace referencia explícita a esa co­
nexión:

“'Pero cuando im agino algo, o incluso cuando veo


realmente objetos tengo algo que m i vecino no tiene'. Te
comprendo. Quieres m irar a tu alrededor y decir: 'Sólo
yo tengo ESO'. ¿De qué sim en esas palabras? No valen
p a ra nada. ¿No se p u ed e añadir: 'No es u na cuestión
de ver— y p o r tanto no es u n a de tener— n i de u n su­
jeto, ni, p o r consiguiente, de u n Yo? ¿Nopodría pregun­
társete: en qué sentido tienes eso de lo que hablas cu a n ­
do dices que sólo tú lo tienes? ¿Lo posees? Ni siquiera lo
ves. ¿No deberías decir, en realidad, que nadie lo tiene?
También es algo obvio que si excluyes lógicamente que
otro tenga algo, pierde sentido decir que tú lo tienes.
Pero, ¿de qué estás hablando?... Creo que podría de­
cirse que hablas (por ejemplo, si estás sentado en una
habitación) de la 'habitación visual'. La 'habitación vi­
sual' es aquella que no tiene dueño. Puedo poseerla tan
poco como puedo pasear p o r ella, o mirarla o señalarla.
En la medida en que no p u ed e ser de nadie más tampo­
co es mía. En otras palabras, no me pertenece porque
deseo usar p a ra ella la m ism a fa m a de expresión que
aplico a la habitación m aterial en que me siento. La
descripción de esta últim a no necesita tener poseedor.
Pero, entonces, la habitación visual no pued e tener n in ­
guno. 'Ya que —podría decirse— no tiene dueño ni fu e ­
ra n i dentro'”
Investigaciones, 398.

Si m e p re g u n to , com o lo h ace el escép tico , sobre las


cualidades fenomenológicas de la mente de mi vecino, estoy
suponiendo que hay relaciones de semejanza autónom as en el
ámbito de lo mental. (Si no las hubiera, debería aceptar que
las cualidades de la m ente en mi vecino están determinadas
por lo que él hace o dice sinceramente). Pero, entonces, estoy
lógicamente com prometido con una tesis sobre el poseedor de
“mis” contenidos de conciencia y otra tesis respecto a la es­
tructura de la realidad que convierten en ininteligibles las
cuestiones filosóficas m encionadas. La única conexión entre
un dato mental concebido com o una entidad autónom a y mi
cuerpo es empírica. ¿Qué quiere decir, ahora, hablar de la ha­
bitación visual de mi vecino? Si nos referimos a la misma habi­
tación visual, la que se ve cuando se abre mi ojo, es sólo un
hecho de experiencia que la habitación visual sólo se ve cuan­
do se abre este ojo (el mío), y en ese sentido com pruebo que
no aparece cuando, con los ojos cerrados, tengo evidencias de
que se abre el ojo de mi vecino. Pero tam poco podem os refe­
rirnos a otra habitación. Porque el hecho de que esté asociada
con mi cuerpo es irrelevante para la identidad de la habitación
visual —la m isma habitación podría verse cuando se abriera
su ojo. Por tanto, el que fuera captada con sus ojos no la con­
vertiría aún en una distinta a “mi” habitación.
De hecho, éste no es un argum ento original. Subyace en
buena parte de la literatura filosófica sobre el “Yo” que se ha
producido desde el siglo XVII. Recordemos las dificultades de
Hume para encontrar un sujeto de experiencia dentro de sus
propias percepciones. Aunque Wittgenstein fue más lejos que
Hume al extraer una moraleja de esas dificultades. Si se acepta
que el m undo es lo que puede ser experim entado por el ojo
interior, no puede aceptarse que ninguna parte del m undo es
el sujeto necesario de la experiencia. En otras palabras, si hay
habitaciones visuales, éstas no pueden estar ocultas dentro de
las cabezas (visibles). Las cabezas visibles son también parte
de la habitación visual. No puede haber un m undo interno
hecho de “datos sensoriales” y, además, un m undo externo
hecho de partículas físicas. Las cosas y los “datos sensoriales”
no pueden ser los dos materiales básicos de los que el m undo
está hecho porque, si hay “datos sensoriales”, entidades m en­
tales autónom as respecto a la actividad de un particular ser vi­
vo, debe haber tam bién datos relacionados lógicamente con la
decisión de que una cosa tiene determ inadas características
("hemos de usar la misma descripción” para la habitación vi­
sual y la habitación física). Podem os aceptar que se comparan
las cosas con las cosas, podríam os pensar que es posible com­
parar dos datos sensoriales, pero lo que es imposible es acep­
tar que un dato sensorial puede ser com parado con una cosa.
¿Qué ojo podría contem plar a la habitación visual y además a
la habitación física?. La idea básica del dualismo, la teoría de
los “dos m undos”, es un notorio absurdo conceptual.

5.3. “ E n el p rin c ip io e r a la a c c ió n ".

Volvamos la vista a las conclusiones que habíamos alcanza­


do en la sección precedente. Si la mente es un territorio en el
que se dan relaciones de semejanza a las que el sujeto accede
directamente, no puede haber un vínculo necesario entre tales
fenómenos mentales y un particular cuerpo. Por supuesto, es
verdad que el ojo-tras-el m undo podía descubrir en el Tracta-
tus qué cuerpo era movido por su voluntad. Del mismo modo
que el ojo que comparaba las proposiciones con la experiencia
inmediata en las B em erkungen podía descubrir la parte del
m undo que estaba unida empíricamente con sus sensaciones
dolorosas. Pero era esencial en el punto de vista de estas teorí­
as que el mismo fenóm eno (el mismo fenóm eno de voluntad o
el mismo dato doloroso) podía haber sido seguido por movi­
mientos en otros cuerpo. La identidad de tales fenómenos no
es afectada por sus conexiones empíricas con ciertos cuerpos.
Si el ojo de la mente puede observar el fenómeno de la volun­
tad o el del dolor, puede fijar la identidad de esos fenómenos.
Y cualquier conexión posterior de los mismos con un cuerpo
en movimiento carecería de relevancia para tal identidad.

5.3.1. L a su b je tiv id a d y las a c titu d e s pro p o sicio n ales.

Nuestro concepto de "estado m ental” incluye la “subjetivi­


dad ” com o una propiedad esencial. Por “subjetividad” sólo
querem os decir que no hay ningún criterio para la identidad
de los estados psicológicos independiente de la identidad de
su sujeto, que no podem os reconocer la existencia de un esta­
do mental sin atribuirlo a un sujeto. En el Tractatusy los pará­
grafos que hem os com entado en la sección anterior de las
Philosophische Bem erkungen este vínculo necesario sólo pue­
de ser m antenido para las atribuciones en tercera persona. Pe­
ro, en esas obras, la identidad de mis propios estados psicoló­
gicos no podría verse afectada por sus relaciones con la con­
ducta de un cuerpo particular. La fuente de esta conclusión
puede rastrearse en un hecho crucial: la identificación del su­
jeto no está requerida en las declaraciones psicológicas en pri­
mera persona. Una diferencia entre la primera persona y la
tercera es la de que en una declaración como “Tengo dolor..."
o “Tengo la intención de... no hay que identificar el sujeto del
dolor o la intención. No sucede lo mismo en la tercera perso­
na. Esta diferencia fue respetada siempre por Wittgenstein. Pe­
ro ya hemos visto que cuando aceptó también que la mente
es un conjunto de elementos que pueden ser clasificados por
el ojo interior, se vio obligado a concluir que hay conexiones
de diferentes tipos entre los sujetos de los estados mentales
ajenos y el sujeto de los propios.
En este contexto, la ruptura fundam ental con su anterior
m odo de pensar ocurrió cuando tuvo que aceptar un nuevo
vínculo entre la primera persona y el mundo: sólo la acción
puede realizar las conexiones intencionales. Pero la identidad
de las intenciones y deseos de u n sujeto que actúa no puede
ser independiente de la acción de un particular organismo vi­
vo, el organismo que las expresa.
Hay un ámbito de problemas en el que tanto la tesis sobre
las propiedades pictóricas de la m ente com o la tesis de que el
ojo interior p u ede captar regularidades encuentran similares
dificultades: las actitudes preposicionales. Russell había defen­
dido, en su Analysis o f M ind (Russell, 1921), una doctrina que
aceptaba los aspectos esenciales del tipo de monismo que iba
a dominar en los años treinta —aunque fue m ucho más inco­
herente que Wittgenstein o Schlick en relación al problema de
las otras mentes. En su libro, Russell defendió una teoría del
deseo que fue la obsesión de Wittgenstein por algún tiempo.
De acuerdo con ella, el objeto de un deseo debía identificarse
al identificar un hecho que causaba el fin de cierto ciclo de
conducta, por ejemplo, la conducta de búsqueda. El problema
que Wittgenstein vio inmediatamente en este tipo de explica­
ción es el de que transformaba la relación entre el deseo y su
objeto intencional en una relación externa. En el parágrafo 22
de las Bem erkungen se nos indica que esta teoría equivale a
decir que

“Si le doy a alquien u n a orden y lo que él hace me


proporciona felicidad, entonces él ha ejecutado m i or­
den.
(Si deseara com er u n a m a n za n a y alguien m e diera
u n golpe en el estómago, calm ándom e el apetito, sería
ese golpe lo que realmente deseaba'). ”

Pero la solución a esta dificultad requiere una transforma­


ción paralela de la vieja teoría de la pintura y de la también
vieja teoría del ojo-tras-el mundo. En otras palabras, si nos afe­
rramos a la teoría del Tractatus sobre los pensamientos, debe­
mos aceptar que la conexión entre, por ejemplo, mi deseo y el
hecho de que va a estar normalmente seguido por la conducta
de satisfacción del mismo es sólo una conexión contingente;
en el mejor de los casos, una regularidad empírica como el
propio Wittgenstein había aceptado. Con tales supuestos epis­
temológicos, es imposible aceptar que algo que está determi­
nado ahora (el objeto de mi deseo) pueda estar conectado in­
ternam ente con el futuro (con la conducta futura de mi cuer­
po). Por supuesto, lo que nos produce perplejidad en esta
conclusión es que tenem os la intuición de que debe haber
una conexión más fuerte que la mera regularidad contingente
entre ciertas actitudes proposicionales (intenciones, deseos...)
y la acción. Nos resistimos a aceptar que la conexión entre mi
intención de levantar la mano dentro de un momento y el he­
cho de que la mano se levante es meramente una regularidad
como la que hay entre el relámpago y el trueno. Y, sin embar­
go, esa es una posición que tendrían que aceptar todos aque­
llos que asumieran la tesis del ojo interior de la mente. Russell
advirtió la conexión entre desear y actuar, pero entonces tuvo
que dejar de lado la conexión entre el deseo y su objeto. Para
cualquier concepción de la mente como un conjunto de fenó­
menos autónomos, dos requisitos que una teoría de la inten­
cionalidad debe satisfacer son percibidos como contradictorios:
la única alternativa parece ser la de ignorar uno de ellos,

Wittgenstein aceptó en su última filosofía que las actitudes


proposicionales no podían estar determinadas por fenómenos
en la mente. La esencia del desear o del intentar algo no pue­
de buscarse en lo que suceda en la mente. De hecho, lo que
en ella suceda puede ser un acompañamiento de nuestra acti­
tud, pero siempre podem os imaginar la misma actitud despro­
vista de tal acom pañam iento mental. La estructura aparente de
estos argumentos, muy importantes en los escritos preparato­
rios a las Investigaciones y repetidos constantemente a lo lar­
go del libro, es descriptiva. Wittgenstein describe casos en los
que diriámos que alguien espera algo sin que nuestra atribu­
ción dependa en absoluto de lo que esté sucediendo en la
mente de la persona en cuestión.
No se trata sólo de que, de hecho, no adjudiquemos deseos
e intenciones en base a lo que suponem os que sucede en la
mente de los demás, ni en base a lo que sabemos que sucede
en nuestra propia mente. Esto es incontrovertible: suponga­
mos que alguien me pregunta si, cuando com encé a teclear en
mi máquina de escribir el folio en el que ahora estoy escri­
biendo, tenía la intención de acabar la página. Mi contestación
es afirmativa: hace un minuto, yo tenía la intención de acabar
la página que com enzaba a escribir. Y puedo asegurar que,
hace un minuto, yo no pensé en nada relacionado con el fin
de la página que comenzaba... Sin embargo, sé que, si enton­
ces alguien me hubiera preguntado si iba a terminar la página
que com enzaba yo hubiera contestado afirmativamente. ¿Có­
mo es posible que yo sepa tal cosa, que mi veredicto sobre
ella sea —normalmente— decisivo, sin suponer tam bién que
tal veredicto está basado en el recuerdo de algo que sucedió
en mi mente? La idea de que las actitudes proposicionales son
sucesos-en-la-mente está relacionada con el “acceso privilegia­
d o ” que cada uno de nosotros tiene hacia lo que intenta, de­
sea, espera, quiere decir... Lo más importante de la solución
de Wittgenstein es que mostrará que la única explicación plau­
sible de tal acceso debería explicar por qué las actitudes pro­
posicionales no pueden ser sucesos en la mente. En otras pa­
labras, no se trata sólo de que al examinar lo que sucede en
nuestra mente cuando tenem os una intención no encontramos
nada que sea la marca de la intención. Se trata de que es posi­
ble demostrar que nada de lo que sucediera en nuestra mente
podría ser tal marca. Lo único que puede determinar las actitu­
des proposicionales es la misma acción.
Las Investigaciones Filosóficas son un libro más preocupado
con la teoría del lenguaje que con la filosofía de la mente. Y
ya hem os visto cómo Wittgenstein relacionó las actitudes pro­
posicionales con la teoría de la pintura. No transformó la teo­
ría de la pintura a causa de las dificultades que causaba para
la teoría de la mente. Alcanzó la conclusión de que ningún
proceso mental puede explicar la conexión m una regla y
sus aplicad* uu-s ajustando diferentes EBKtgg'■de intencionaliclad
en la teoría de la pintura, nó ajustando la íeoi® de la piritúía
en los requisitos que pudieran desprenderse de una t€©ría ge-
neja! -8 independiente sobre la intencionalidad, Su argumento
vino de la premisa de que cualquier caso de íijtencionalidad
es un ejemplo del “rigor de la necesidad lógica"' (IniXlStigacio-
nes, 347).
“Dime cóm o buscas y le diré qué; estás buscando” (Ph. B.,
27). Sólo la manera de buscar ahora puede determinar lo que
se busca y además estar internamente vinculada con SU propio
desarrollo como conducta; determinar lo que busco es deter­
minar que me hará cesar en mi Conducta de búsqueda cuando
lo encuentre. Sólo la acción puede jugar el papel de lo. que «Se
denom inaba “m étodo de proyeccción® e n el T m ctntm ¡ sólo
ella puede tener vínculos internos con el objeto; pintado y con
las futuras aplicaciones efectivas. Esta transforrtiación de la
oría de la pintura perm ite disolver el problem a del doble vín­
culo de las actitudes preposicionales (él vínculo n© empírico
tanto con sus objetos intencionales como; con la acción): las
conexiones pictóricas necesitan conexiones internas entre dis­
tintos aspectos de un ciclo de conducta. El objeto del deseo
puede estar determ inado porque hay una conexión interna
entre las distintas fases de la conducta de desear. El fenóm eno
básico de la intencionalidad no es ningún mecanismo de la
mente sino lo que podríam os denom inar la “conducta expresi­
va": la conducta que pinta su objeto intencional al pintar tam­
bién su propio desarrollo futuro. La atribución dé actitudes
preposicionales es posible p orque:hay ciertos casos básicos en
los que su conexión con. la acción es manifiesta. En estos ca­
sos básicos, la actitud preposicional se expresa en la acción.
Un niño cruza la habitación para com er el alimento que hay
en el otro, extremo: diríamos que el niño cruzó porque desea­
ba comer. Una condición de la atribución de la actitud propo
sicional, en este tipo de casos, es la de que percibamos que
hay una conexión entre la conducta del niño al cruzar la habi­
tación y él cjpfi se ccimiéra él alimentó, Y esté; tipo tie g i n f r
xión en tre diversos fragmentos de üoftducta está también pre­
sente; en la adscripción de actitudes preposicionales más -sofis­
ticada?,. Guando yo digo que deseo ir al sine, el lenguaje :oeu-
pá él mismo papel qué la c< inducía expresiva: determ ina el
objeto de mi deseo y está internam ente vinculado a mi con­
ducta futura.

5.3.2. L a p r im e ra p e rso n a , la in te n c io n a lid a d y la acción.

Ello implica el rechazo de la manera en que la asimetría


entre la primera y la tercera persona había sido elaborada en
las primeras obras de Wittgenstein. Las auto-atribuciones de
las actitudes preposicionales son sólo una manera de expre­
sarlas, no son un informe de los procesos que suceden en la
m ente del sujeto. Mis intenciones están relacionadas con el
particular ser hum ano que yo soy exactam ente com o sus in­
tenciones están relacionadas con el particular ser hum ano que
él es. Y esto está vinculado con algo que W ittgenstein no pu­
do explicar en sus obras anteriores: el status de mi conoci­
miento sobre la conducta futura de mi cuerpo. Conviene traer
a colación aquí los textos com prendidos entre los parágrafos
627 y 637 de las Investigaciones-, la ausencia de sorpresa que
acom paña a la acción voluntaria es una característica interna
de la misma (627 y 628). Hay una diferencia fundam ental en­
tre decir que me voy a tom ar dos píldoras y decir que al poco
tiem po estaré m areado (631). Mi intención de tom arm e las
píldoras está vinculada con el futuro (con que me las tome)
de un m odo com pletam ente distinto a com o lo está mi hipó­
tesis de que me marearán.
Para com prender esa diferencia hay que retrotraerse al aná­
lisis de las auto-atribuciones de actitudes proposicionales. No
están basadas en la introspección: cuando digo “Voy a levantar
mi m ano” mi emisión lingüística es una manifestación (Áusse-
rttng). El lenguaje me permite utilizar expresiones como “De­
seo comerm e esa m anzana” o “Voy a levantar la m ano” para
manifestar mi deseo o mi intención. Tales expresiones están
relacionadas con el futuro com o lo están las conductas más
primitivas de las que son una sustitución. Cuando un perro
cruza la habitación y decimos que va a com erse un plato de
alimento que está en el otro extremo, som os capaces de ver
una conexión interna entre dos fragmentos de conducta. La
misma que hay entre mi emisión-manifestación “Voy a levantar
la m ano” y el hecho de que esa m ano se levante. Es por ello
por lo que no hay ningún misterio en el hecho de que yo “se­
p a” íjp t la m anó se va, a fcvatífSt Mi ct)íio¿ámient©: ele cual es
mi propio t j w p o no eMá basado en haber constatado multi­
tud ele regularidades empíricas entre hipotéticos eventos m en­
tales y los movimientos en una paité cM m ündo determinada.
En contra de lo que había pensado Wittgenstein en, el Tnicta-
tus, e;s absurdo creer que los m ism os deseos e inte^efenes que
mueven mi cuerpo pudieran haber movido un eütínpo distintc5,.:
El problem a fundamental con el que se enfrentó: Wittgens-
tein —y que explica la vertiginosa aparición en un manuscrito
acabado a á&miénzos dé los treinta, la Philosophische S m m -
matik, d e lo q u e serían las ideas básicas de las Inigesügacio­
nes— es que el viejo edificio no podía ser demolido, pieza a
pieza. Si Se acepta que la relación entré mis actitudes proposi-
eionalés y la conducta de mi cuerpo no es una mera regulari­
dad q u e podría no darse en absoluto, m tieiíe que rechazar la
idea de que el m undo séa réductible a una e^péríéheia- orde­
nada que exhibe en sí misma ciertas regularídadet captables
p o r el ojo de la mente. Y esto implica algo, m uy importante: la
noción dé “semejanza éntre los contenidos de la m ente3 debe
cam biar por com pleto. Si no es ella la que puede explicar
nuestra capacidad de determ inar semejanzas en el mundo, pu­
blico, debemos, aceptar que las semejanzas en la mente: no
pueden ser determinables autónom am ente. Ya habíamos vist®
que la teoría del ojo interior implicaba la idea de una mente-
receptáculo sin vínculos necesarios con ninguna parte del
mundo. Pero si esta noción del sujeto 1$ incoherenté*, hem os
de tener en cuénta q u e los pobladores de la m ente no pueden
ser del mismo tipo que los incorporados en el viejo modeta.
En él, el flujo de la experiencia no teníá parte alguna Cónip su
poseedor. Lo que es- im posible és Seducir el tam año de la
m ente-receptáculo y pensar que: continúa habitada por los vie­
jos; moradores. Una suelte de m undo e n la cabgzg; de cada
uno. Habitaciones 'Visuales: dentro de las habitaciones físicas.
Pero, con ello, entramos ya en el argumento contra el lenguaje
privado, d el que trataremos en las páginas siguientes.
Debemos ¡§s# conscientes de Jp complejidad de :{<?>$■‘y ínéula#
entie: lllosofía cfcl lenguaje'y filosofía ate: la méate. Por u H :p í -
icj» las relaciones entre deseos e intenciones son un -caso espe­
cial de conexiones pictóricas (íntem'ionáfes). Por •eftn»s la pro­
pia teoría dé la pintura es:: capaz de enfrentarse a álg<3 cjae ál
7/v/i hilas se había viste forzado. a ig p a iK ®MJ>rendíjf: ®S una

J|+
actitud preposicional como cualquier otra. La teoría de la re­
presentación pictórica en el Traclatus no estaba sólo com pro­
metida con una descripción incoherente de la conexión inten­
cional. estaba también obligada a ignorar algo para lo que la
teoría había sido diseñada: si suponemos, por ejemplo, que “lo
que quise decir..." o “lo que entendí..." determ inaban lo que
hubiera dicho realmente si alguien me hubiese preguntado...,
todo el atractivo de la teoría depende de su capacidad de ex­
plicar la conexión interna entre mi com prensión o el significa­
do que di a mis palabras y lo que hubiera sucedido en el mun­
do si... (lo que yo hubiera contestado si me hubieran pregunta­
do). Pero eso es exactamanente lo que la teoría del significado
en el Tractatus no puede explicar, porque, para esa obra, se
trataría de una relación entre dos fenómenos distintos y sólo
vinculados contingentemente. Todo esto permite entender me­
jor las doctrinas sobre “seguir una regla” analizadas en el capí­
tulo anterior. Wittgenstein ataca una descripción incoherente
de la “necesidad pictórica (lógica)", de la conexión entre una
regla y las aplicaciones que la regla determina. Pero también
está considerando el “com prender” o el “dar significado” como
actitudes preposicionales: sólo la acción puede fijar cómo se
comprende o qué se quiere decir, el significado y la com pren­
sión deben estar completamente determinados por la acción.
Las críticas de Wittgenstein al paradigma mental que deter­
mina por sí mismo la corrección de sus propias aplicaciones
tienen la misma estructura que sus críticas a las descripciones
de nuestras actitudes preposicionales com o si fueran “terceras
entidades” en la mente, añadidas a las marcas conductuales
que m uestran la intencionalidad (direccionalidad) de tales acti­
tudes hacia sus objetos. En la Philosophische G ram m atik , se
nos dice que ninguna interpretación en la m ente puede llenar
el vacío que hay entre una orden y su ejecución (9). Todas las
consideraciones sobre reglas en las Investigaciones se siguen
de esa observación . Pero también se nos dice en la Gram­
m atik que, aunque mi lápiz no haga justicia al m odelo que es­
toy copiando, mi intención sí le hace justicia (58). Esto signifi­
ca de nuevo que el vínculo entre la intención y el objeto es
interno, pictórico. Pero es sólo la (descripción de la) conducta
de intentar la que establece el vínculo con el objeto de la in­
tención. Es la misma expresión de la intención la que permite
la conexión intencional. Y el m odo más básico de expresar el
objeto de la intención es, exactamente, el de tratar de alcan­
zarlo.

5.4. E l L e n g u a je P riv a d o .

En la segunda sección del presente capítulo, hem os discuti­


do un argum ento de Wittgenstein contra la imagen de la m en­
te como algo esencialmente oculto tras las manifestaciones pú­
blicas. La imagen que transforma el hecho de que la identidad
numérica de los estados de conciencia depende de su sujeto
("Yo no puedo tener tus dolores") en una teoría epistemológi­
ca sobre la inaccesibidad a los estados de conciencia de otra
persona ("Yo no puedo saber cómo son tus dolores"). Eviden­
temente, sin la doctrina del ojo interior no es posible el tránsi­
to de “Yo no puedo tener tus dolores” a “Yo no puedo saber
cómo son tus dolores"; pero, con ella, no podem os aceptar
que la identidad numérica de los estados mentales dependa
de la de su sujeto, con lo que no podem os aceptar el punto
de partida que haría inteligible tal tránsito. Por supuesto, en
las Investigaciones Filosóficas Wittgenstein ya no creía en la te­
oría del ojo interior, por lo que el argumento anterior sólo es
introducido en esta obra como una reducción al absurdo: la
imagen de la m ente y el m undo físico como dos territorios in­
dependientes necesita de una premisa, la teoría del ojo inte­
rior, que, si fuera cierta, convertiría a esa imagen en algo con­
tradictorio. La estrategia fundam ental de las Investigaciones
contra la concepción cartesiana es otra: el argumento contra el
lenguaje privado. Sin embargo, en las páginas que siguen ve­
remos que este argumento se vincula con las doctrinas ante­
riores de Wittgenstein.
¿Qué es un lenguaje privado? Recordemos cóm o habíamos
caracterizado a la doctrina del ojo interior: la doctrina que ad­
mitía que la verdad de un “enunciado” psicológico en primera
persona era establecida por la introspección de un m odo autó­
nomo, de un m odo independiente de cualquier cosa que pu­
diera suceder en el m undo físico. Si tal teoría es correcta, el
lenguaje de sensaciones sólo podría ser lo que Wittgenstein
denomina un “lenguaje privado": un lenguaje (i) cuyos signifi­
cados sólo pudieran ser entendidos por un único hablante da­
do que (ii.) trataría de entidades que son epistém icam ente ac­
cesibles sólo a un sujeto, al ser sólo captables por la función
autónom a de la introspección. La imposibilidad de tal tipo de
lenguaje es explícitam ente abordada en algunos parágrafos
bien conocidos de las Investigaciones:

“Im aginem os el siguiente caso. Deseo llevar u n diario


sobre la aparición recurrente de cierta sensación. Con
este fin , la asocio con el signo ’S ' y escribo este signo en
u n calendario cada día que tengo la sensación — Ob­
servaré, en prim er lugar, que la definición del signo no
pued e ser fo rm u la d a — ¡Pero todavía puedo darm e cier­
to tipo de definición ostensiva! — ¿Cómo? ¿Puedo seña­
lar la sensación?— No en el sentido ordinario. Pero ha­
blo, o anoto el signo, y a l mismo tiempo concentro m i
atención sobre la sensación —y , así, p o r decirlo de al­
gú n modo, la señalo interiormente— . Pero ¿de qué sirve
este ceremonial?. ¡Eso es todo lo que parece ser! Segura­
mente una definición sirve p a ra establecer el significa­
do de u n signo. — Bueno, eso se hace p recisam ente
concentrando mi atención; es así como imprimo en m í
la conexión entre el signo y la sensación.— Pero 'impri­
mo en m í' pued e querer decir tan sólo que este proceso
provoca que yo recuerde la conexión correcta en el f u ­
turo. Pero en este caso no tengo criterio alguno de co­
rrección. Se podría decir: todo lo que m e vaya a parecer
correcto es correcto. Lo único que esto quiere decir es
que no podem os hablar de 'correcto'”
Investigaciones..., 258.

En el parágrafo 256, Wittgenstein establece que nuestro len­


guaje, el lenguaje en el que nos referimos a nuestras sensacio­
nes, no es un lenguaje privado. No lo es porque las palabras de
sensación están vinculadas a sus manifestaciones naturales y
públicas. En el 257 se plantea la cuestión de si los seres huma­
nos podrían tener un lenguaje para sus sensaciones, aun cuan­
do carecieran de las expresiones naturales de tales sensaciones.
La respuesta es la de que cuando hablamos de “dar nombre a
una sensación” estam os olvidando que “si el m ero acto de
nombrar ha de tener sentido debe presuponerse una enorme
cantidad de escenografía en el lenguaje”, que para dar nombre
a una sensación debe presuponerse su gramática, que “muestra
el lugar en el que el nuevo nombre ha de ser emplazado".
El primer problem a que se le plantea al hipotético hablante
privado de 258 es el de definirse a sí mismo qué ha ele contar
com o la “misma” sensación. Evidentemente, no puede descri­
bir con el lenguaje público qué ha de contar como “lo mismo”
en ese caso. Debe confiar, pues, en la pura definición ostensi­
va. Es cierto que en nuestra vida ordinaria utilizamos defini­
ciones ostensivas que son eficaces para determ inar el significa­
do de una expresión. Pero lo que las reflexiones sobre “seguir
una regla” han dem ostrado es la incoherencia de cierta des­
cripción mitológica de la posibilidad de la conexión entre una
regla y sus aplicaciones. Es esa consideración la que subyace
a los pasajes del Cuaderno A z u l y de las Investigaciones en
los que se nos habla de la definición ostensiva: el señalamien­
to a un x, por sí mismo, no genera las relaciones de similitud
que perm iten incluir a ciertos elementos del m undo en la cla­
se de los “similares a x". Lo esencial es, por supuesto, el “por
sí mismo". ¿Qué sucede en el caso de la definición ostensiva
en el m undo público que sí genera ciertas relaciones de se­
mejanza? Sucede que está inmersa en una práctica que deter­
mina, por ejemplo, que estamos dando nombre al color y no a
la forma de un objeto. Cuando el hablante privado se procux_a
a sí mismo una definición ostensiva, estamos imaginando que
puede señalar a algo así como “lo que ocupa su conciencia
ahora". El problema es que el concentrar su atención y “lo que
ocupa su conciencia ahora” siguen sin determinar ninguna re­
lación de similitud. En el caso de la definición ostensiva ordi­
naria, esta relación está determinada por la práctica —anterior
y posterior— en la que la definición ostensiva está inmersa. Lo
q u e alguien q u iere decir co n una definición ostensiva se
muestra por su práctica, por lo que ha hecho y por lo que ha­
rá al rechazar o aceptar ciertos objetos en relación con otras
utilizaciones del nombre. Lo que hace posible la ostensión es
cierto trasfondo de aplicaciones que, en el caso de la hipotéti­
ca definición ostensiva con el ojo de la mente, Wittgenstein
cree imposible.
Vayamos por partes. Es u n hecho incontrovertible que un ti­
po de actuación sólo es reglado si hay una diferencia entre
sus instancias correctas c incorrectas. El argum ento supone
que el hecho de que debe existir la polaridad “correcto - inco­
rrecto” implica que no es posible seguir una práctica reglada
en el escenario de la mente. En la mente no hay diferencia en­
tre el ser y el parecer: cómo e.s mi sensación está determinado
por cóm o me parece que es. Ninguna definición en el medio
m ental podría determ inar qué debe contar com o “hacer lo
mismo", qué debe contar como algo similar a “lo que ocupa
mi conciencia ahora”, porque la definición de un término o la
descripción de una regla sólo fijan lo correcto y lo incorrecto a
través de la práctica de aplicar la regla y, en el caso de la
mente, tampoco la hipotética práctica de aplicar la regla pue­
de fijar la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto porque,
en el medio mental, no hay diferencia entre una práctica y la
apariencia de ella.
Esta lectura está suponiendo que hay una diferencia rele­
vante entre una práctica-en-la-mente y una práctica pública:
está suponiendo que la mente se caracteriza porque en ella no
puede introducirse la diferencia “ser"-"parecer". Pero, ¿con qué
derecho se introduce ese supuesto? Podemos decir, si quere­
mos, que es cierto que en la m ente no tenem os un mecanis­
mo independiente para controlar la corrección de una supues­
ta identificación — en ese sentido todos entendem os lo que
Wittgenstein quiere decir cuando afirma que no habría dife­
rencia entre lo que es correcto y lo que parece correcto. Pero,
como varios autores han puesto de relieve (Ayer, 1954, 1985,
Fogelin, 1976), no es aceptable el requisito de que debem os
tener siempre un m edio independiente de control. Este requi­
sito vaciaría de contenido a la noción misma de “corrección".
No hay ninguna práctica im aginable en la que el requisito
pueda cumplirse; de hecho, la práctica misma de clasificar ob­
jetos físicos sería imposible si supusiéram os que toda identifi­
cación ha de ser respaldada por evidencias independientes co­
mo la corte más alta de apelación. Cualquier identificación de­
be depender, en último término, de lo que Ayer ha denom ina­
do un acto de “reconocim iento primario” que no puede ser
justificado. Cuando yo reconozco que dos objetos tienen el
mismo color, ¿cómo se controla la corrección de mi reconoci­
miento? Un defensor de las tesis de Wittgenstein parece que
debe ser el primero en aceptar que “la cadena de justificacio­
nes tiene un fin". En último término, no tengo ningún fundá­
mentó para decidir que este objeto es del mismo color que
aquél.
La diferencia relevante entre las prácticas públicas y las hi­
potéticas prácticas-en-la-m ente sólo p u ed e introducirse d e­
mostrando que son importantes a este respecto algunas de las
propiedades internas de los objetos físicos; el que —a diferen­
cia de lo que puedo hacer con mis sensaciones— yo pueda
acercarme a ellos, el que pueda conservarlos o el que pueda
mirarlos bajo una luz apropiada... Pero la mera constatación
de que hay esas diferencias no es bastante. Por ejem plo,
adoptem os un punto de vista fenomenalista. Según él, yo pue­
do conocer por m edio de la introspección relaciones de seme­
janza objetiva entre los elem entos de mi experiencia sensorial.
Un defensor del fenom enalism o diría que esa capacidad es
una condición de posibilidad de la capacidad de reconocer
cualquier tipo de relaciones de similitud entre los objetos del
mundo físico. Podem os concluir que las diferencias formales
entre los objetos públicos y las sensaciones no pueden ser uti­
lizadas en favor del argumento de Wittgenstein porque se su­
pone que lo que éste debiera demostrar es exactamente la re­
levancia de esas diferencias.
En este momento, puede ser útil volver la vista de nuevo a
las reflexiones sobre las relaciones entre regla y aplicación.
Porque, aunque no tengam os claro si el argumento del pará­
grafo 258 de las Investigaciones funciona o no, quizás ya pue­
da demostrarse que la conclusión de Wittgenstein sí se sigue
de sus argumentos sobre “seguir una regla” — en otras pala­
bras, cualquier duda sobre la validez del argumento contra el
lenguaje privado es ipso fa cto una duda sobre el análisis de las
relaciones entre “regla” y “aplicación". No sabem os todavía
por qué no puede haber correlatos en la mente de las prácti­
cas públicas, pero sí podem os demostrar que, si hubiera tales
correlatos, cualquier introducción de la noción de práctica se­
ría vacía. Considerem os por ejemplo, la práctica pública de
identificar colores. Supongamos además que fuera posible el
lenguaje privado de sensaciones: en tal caso, mi decisión de­
que dos objetos son del mismo color estaría fundamentada en
mi com paración de las propiedades de mis propios estados
perceptuales. En otras palabras, las relaciones de semejanza
entre mis estados perceptuales fundamentarían las relaciones
de semejanza en la práctica de identificar los colores. Lo que
quiere decir, que después de todo, no hem os adelantado nada
al hablar de “práctica"... Hay unas en tid ad es privilegiadas
—mis percepciones— que, por sí mismas, generarían relacio­
nes de semejanza. Lo que contradice el requisito de la prácti­
ca, que no es otro que el de que ningún elemento, por sí mis­
mo, pueda generar relaciones de semejanza.
Podemos aceptar, por tanto, que la relevancia de la diferen­
cia entre los objetos físicos y las sensaciones estaba incluida en
el mismo núcleo de las reflexiones sobre reglas en los parágra­
fos anteriores de las Investigaciones. Pero, si hemos descubier­
to un aspecto nuevo en esas reflexiones, deberemos evaluarlas
otra vez a la luz de esa nueva dimensión. Y la mejor manera
de ver por qué no es posible que los estados mentales sean
elementos privilegiados que por-sí-mismos determinen relacio­
nes de semejanza en el medio de la mente es recordar algunas
consideraciones que hicimos en la sección anterior sobre el ti­
po de sujeto que debe poder determ inar semejanzas. Había­
mos alcanzado la conclusión de que considerar a las intencio­
nes, los deseos o los actos de com prensión como “fenómenos
mentales" es introducir terceras entidades. Ello no quiere decir
que no haya genuinos fenóm enos mentales: a diferencia de
una intención o un deseo, un dolor o una sensación visual tie­
nen lo que W ittgenstein denom inó “genuina duración"; hay
ciertos aspectos fenom enológicos en la conciencia presentes
cuando tengo dolor y ausentes cuando no lo tengo (ya vimos
que ese no era el caso con las actitudes proposicionales...).
Ahora bien, si las actitudes proposicionales no son genuinos
fenómenos-en-la-mente, es necesario abandonar la idea de que
es posible comparar cualquier fenóm eno mental (dolores, im­
presiones visuales etc. ) por medio del ojo interior. Hay una re­
ducción al absurdo bastante clara: si el ojo de la m ente pudie­
ra comparar, entonces estaríamos obligados a aceptar la ima­
gen del ojo-tras-el-mundo con vínculos contingentes con su
propio cuerpo. Pero ya hemos visto por qué esa imagen es in­
sostenible: mi conocimiento de cuál es mi propio cuerpo no
está basado en el descubrimiento de regularidades empíricas
que hubieran podido ser completamente diferentes, mis inten­
ciones y mis deseos no podrían haber “m ovido” un cuerpo dis­
tinto al mío. Mis vínculos con mi cuerpo no son contingentes.
Cualquier análisis sobre la forma gramatical de las declara-
eionés de actitudes próposiéionales. (en primera persona) es
tam bién un análisis sobre Ja estructura gramatical de las decla­
raciones sobre sensaciones en prim éis persona. Sí acgptaíwos
qu®. una nulo atribución de deseos o in tej^iones ¡®§ Jo qi®
W ittgenstein denom ina “Áussefung", una m anifoSaclSa que
ocupa el lugar di- la conducta expresiva, debemos: aceptar que
la conducta del particular ser vivo qtte y o so y puede apuntar
al objeto de mi deseo, un objeto que fB puedo intentar alcan­
zar y, a veces, percibir. Y obviamente, si lo; que percibo es: el
objeto de mi deseo no puedo percibir, independientem ente,
mis percepciones de él. Si comparamos objetíís, rio podéfpas
comparar, en el mismo sentido, contenidos mentales. Si el ojo
f ísico Compara, el ojo geométrico no puede com parar tras 11.
Si aceptam os que hay relaciones ele semejanza ifi 1°$ objétos
públicos, no podem os aceptar otras relaciones independientes
y del mismo tipo en los habitantes de la mente?, Serían exacta­
mente terceras entidades- convertirían a la eónexion entre se­
mejanzas perceptivas y semejanzas físicas en una. conexión
contingente. Si pudiéram os comparar las impresiones visuales
independientem ente de la comparación pública, pería un h e­
cho m eram ente accidental que las im presiones Msüalés del
mismo color están vinculadas a la creencia d e que dos objetos
tienen el mismo color! Es obvio que esa relación no puede ser
m eram ente accidental, y ya vimos que el fioriteriído de nues­
tras creencias sólo puede estar determ inado por la acción en
el m undo público. En otras palabras, el argumento, contra el
lenguaje privado hunde sus raíces en la necesidad de propor­
cionar un análisis coherente de dos aspectos esenciales de la
mente; fenomenología e intencionalidad.
Ahora podem os ver que las refléxiónes sobre reglas no tie­
nen com o una mera consecuencia particular el aígunieñío
contra el lenguaje privado. Ambos argumentos parten del mis­
mo supuesto y se encuentran situados al mismo nivel. El su­
puesto es el de que sólo la acción determina los contenidos
intencionales. Si lo aceptamos, debem os aceptar que hay com­
paraciones públicas. Y si hay comparaciones públicas no pue­
de haber, independientem ente. com paraciones eri él m edio
mental. í n el mismo sentido en que una intérprétacíórt<‘tvla-
nienie no puede explicar la relación entre una regla y sus apli­
caciones, la comparación de las impresione-- yisualeg es super-
flua (y contradictoria'): si querem os .explicar la relación entre
nuestras percepciones del m undo físico y nuestra actuación en
él. En el lenguaje privado no habría la fricción necesaria entre
el lenguaje y el m undo, porque no podría estar internamente
vinculado a ninguna acción. El verdadero requisito es el de la
fricción entre el sujeto y el mundorsólo la acción puede dotar
de sentido a la idea de un sujeto de experiencias dentro del
mundo; y si el lenguaje privado fuera posible, la acción no se­
ría más que pura experiencia de un ojo-tras-el-munclo.
Volvamos al parágrafo 258 en las Investigaciones. Si lo di­
cho hasta aquí es cierto, debem os ser precavidos a la hora de
describir su alcance. Una actitud com ún es la de decir que
Wittgenstein no puede negar el hecho obvio de que los seres
hum anos, que poseen com petencia en un lenguaje público,
son capaces de identificar la aparición recurrente de sensacio­
nes sin necesidad de vincularlas a manifestaciones públicas.
Por ejemplo, aunque para aprender el lenguaje de sensaciones
como los dolores, necesitamos manifestaciones públicas, pare­
ce que, una vez tenem os tal lenguaje, podem os arreglárnoslas
para identificar sensaciones en el m edio de la mente respecto
a las que no hay ninguna manifestación: “cosquilieos en el es­
tóm ago” “sensación de irrealidad..."
Conviene ser cuidadosos en este extremo. Nuestro lenguaje
de sensaciones tiene la gramática de la apariencia. Cuando al­
guien nos dice cómo le parece el m undo no hay ningún re­
quisito para la verdad de su enunciado distinto al mero cono­
cimiento del significado de las palabras que utiliza. Es por ello
por lo que describir ciertas sensaciones como “cosquilieos en
el estóm ago” o “sensación de irrealidad” es perfectam ente le­
gítimo. Decir tales cosas es una manera de manifestar la sensa­
ción. Pero, como cuando hablamos de dolores o de cualquier
otro tipo de sensación, ello no quiere decir que comparemos
lo que decimos con lo que sentimos. En estos casos, el enun­
ciado sincero determ ina al contenido de la sensación. No hay
fricción entre apariencia y realidad —com o no la hay en la
tendencia a escribir “S” del hablante privado, en el grito de un
niño o en una expresión natural de terror. Pero hay otras dife­
rencias sustanciales. En el caso de predicados com o “dolor” el
contenido está determ inado por expresiones pre-lingüísticas
que fijan el significado del predicado mismo. Y cuando no hay
manifestaciones pre-lingüísticas, el contenido de la manifesta­
ción ha de estar determ inado por el significado independiente
de las palabras que se usan. No es casual que hablemos de
“cosquilieos” y no de “terrem otos” en el estómago. (Un perro
no puede tener cosquilieos en el estómago ni sensaciones de
irrealidad, porque no puede expresar tales contenidos). Pero
la “S” que utiliza el hablante privado de 258 no determina
contenido alguno. Su problem a básico es el de que no consi­
gue transformar el acto de escribir “S” en ninguna manifesta­
ción de nada más que del acto de escribir “S".
La filosofía de la m ente es, probablem ente, el territorio
más difícil de transitar en las Investigaciones Filosóficas. No
es sencillo dejar de creer que el ataque de W ittgenstein a
ciertos modos tradicionales de pensar le com promete con la
negación de algo obvio: la existencia misma de contenidos
mentales distintos de sus manifestaciones conductuales. Witt­
genstein se opone en las Investigaciones a los supuestos fun­
damentales de lo que había sido la tradición epistemológica
dom inante en nuestra cultura filosófica desde el siglo XVII: la
primacía de la primera persona, el supuesto de que la mente
es un escenario habitado por elementos que m antienen entre
sí relaciones de semejanza a las que el sujeto accede directa­
mente. Pero, a la vez, se opone también al conductismo: re­
chaza que un estado mental sea idéntico a una manifestación
conductual, o que los predicados “mentales” puedan reducir­
se a predicados “físicos". No es fácil entender dónde puede
estar la tercera vía entre estas dos alternativas.
No es fácil entenderlo, porque pensamos que, si m antene­
mos que los contenidos de la mente no son sólo manifesta­
ciones conductuales, entonces estam os abocados al dualis­
mo, a la teoría de los dos m undos autónomos y sólo contin­
gentem ente vinculados. Esa es una falsa ilusión. Los conteni­
dos de la m ente no son sólo manifestaciones conductuales
(¿qué puede querer decir el afirmar que no sufrimos sino só­
lo nos quejamos?). Pero la idea de que la mente y el m undo
“público" son dos territorios independientes es una idea in­
coherente: los contenidos de la m ente están determ inados
por las (posibles) manifestaciones públicas. La semejanza en­
tre los contenidos de la m ente está determ inada por la sem e­
janza en las manifestaciones públicas.
-i"

Wittgenstein y G. II. von Wrigbt. 1950


Wittgenstein y la filosofía
contemporánea.
6.1. Lenguaje Ordinario y Filosofía.

En las páginas siguientes, vamos a tratar de reflexionar set


bre él pensam iento del segundo Wittgenstein, contrastándolo
con algunos de los debates filosóficos posteriores a su muerte
y con los que sus opiniones están íntimamente vinculadas. En
primer lugar, hay que decir que la influencia del Tractcülm ha
sido bien distinta a la de las Investigaciones, M Tmcfciius es
un trabajo filosófico admirado universalmente como una obra
clásica, por más que no se pretenda que hubiera acertado con
la solución correcta a los problemas a los que se enfrentó;, En
ese sentido, no es. frecuente encontrarse con filósofos "witt-
gensteinianos" que se alerten a las E lu c io n e s del primer Witt­
genstein. Sucede lo contrario con las Investígaci&ties. Sí hay
muchos filósofos que piensan que las doctrinas de este libre;
deben considerarse com o fundam entalm ente correctas;: Aun­
que, por otra parle, bastantes de las eofrienfés predom inantes
en la filosofía; del mundo; anglosajón:, en Js que la influencia
de W ittgenstein ha sido m ás evidente, son profundam ente
Contrarias a la letra y al espíritu de su última óbrá mgestra.
I n buén puntó de partida pued e Ser el de considerar la gfN
lación de las Investigaciones con la llamada "filosofía del len­
guaje ordinario". Con este rótulo, nos referimos a la concep­
ción de la filosofía que se adueñó del m undo académico en
Gran Bretaña, y en m enor medida en los Estados Unidos, tras
la segunda guerra mundial, y que rechazaba los supuestos bá­
sicos del análisis clásico, del análisis que veía en la obra de
Russell (básicamente en su teoría de las descripciones) y en el
mismo Tractatus, el m étodo general para solucionar cualquier
problem a filosófico. Muchos filósofos habían creído que las
obras de Russell y el primer Wittgenstein justificaban la pre­
tensión de que la búsqueda de las definiciones reales de nues­
tros términos, el descubrimiento de la lógica que subyacía al
lenguaje ordinario, permitiría mostrar que los problemas filo­
sóficos tradicionales, o tenían una solución transparente cuan­
do los expresábam os en una notación adecuada, o eran inex­
presables en ella, con lo que debían ser rechazados com o
pseudo-problem as. En general, la "filosofía del lenguaje ordi­
nario" rechazó los supuestos sobre el lenguaje que subyacían
a este programa del análisis clásico-. Se rechazó la idea de una
notación perfecta a la que el lenguaje ordinario con toda su
multiplicidad de usos pudiera reducirse. Se rechazaron tam ­
bién los supuestos epistemológicos que habían acom pañado
en el caso de Russell, no en el caso de Wittgenstein, a tal idea:
por ejemplo, el supuesto de que era posible un análisis reduc-
tivo de los enunciados ordinarios sobre el m undo físico a
enunciados sobre los llamados "datos sensoriales".
En contra del análisis clásico, autores com o Ryle, Wisdom y
Austin consideraron que un examen del m odo efectivo en que
los hablantes usan el lenguaje podía ser relevante para la diso­
lución de los problemas filosóficos. Estos surgirían en el olvi­
do, por parte de los filósofos, del auténtico significado de
nuestras expresiones, significado al que el uso efectivo en si­
tuaciones ordinarias debía ser la principal puerta de acceso. No
hubo, sin embargo, una actitud uniforme respecto a la relación
entre lenguaje ordinario y filosofía. Wisdom, el más explícita­
mente wittgensteiniano, concibió la filosofía como mera tera­
pia, una suerte de psicoanálisis conceptual. Austin fue el pala­
dín de la necesidad de exámenes muy minuciosos de! lenguaje
cotidiano, pero siempre pensó que éste no podía tener la últi­
ma palabra. Podemos decir que esta rehabilitación del lenguaje
ordinario no introdujo una manera uniforme de entender la fi­
losofía; más bien, lo que tenían en común los filósofos que
participaron de ella fue el rechazo de la concepción filosófica
del lenguaje que subyacía tanto al atomismo lógico de Russell
y al Tractalus, como a ciertas teorías empiristas que se habían
supuesto vinculadas a tal concepción, y que habían sido ex­
puestas en forma sistemática por autores como Carnap y Sch-
lick entre las dos guerras mundiales.
La "filosofía del lenguaje ordinario" ha sido tradicionalmente
vinculada a la última obra de Wittgenstein. Pero conviene que
hagamos algunas matizaciones. Wittgenstein ya había aceptado
en el Tractatus que el lenguaje ordinario está perfectamente en
orden. Por supuesto, en las Investigaciones este orden hay que
buscarlo por caminos muy distintos a los del Tractatus. Allí se
había mantenido que la foma lógica del lenguaje podía hacerse
transparente por medio de una notación adecuada. Un simbolis­
mo adecuado sería aquél que hiciera perspiscuas todas las rela­
ciones internas. Eso, evidentemente, no quería decir que el len­
guaje ordinario debiera ser modificado, pero sí implicaba que el
sinsentido de ciertas cuestiones podía hacerse inmediatamente
evidente si operábamos con la notación ideal. En las Investiga­
ciones, se abandona esta confianza en los poderes del simbolis­
mo. Ya hemos visto que una de las tesis básicas de esta obra es
la de que el origen de las relaciones internas hay que buscarlo
en los contextos efectivos de habla, en la vinculación del len­
guaje con la vida efectiva de los seres humanos.
El dicturn "no busques el significado, sino el uso", con el que
muchas veces se resume la concepción del lenguaje del último
Wittgenstein, no debe malentenderse. Las Investigaciones son
una obra de filosofía del lenguaje más que una obra de episte­
mología o de meta-filosofía. Wittgenstein intentó mostrar que la
multiplicidad del significado lingüístico sólo podía ser descrita
atendiendo a las diversas formas en que los hombres se sirven
del lenguaje en los contextos ordinarios de comunicación. Pero
no podemos extraer de ahí una receta universal para la meta-fi­
losofía: Wittgenstein no supone que la mera constatación del
uso sea el instrumento decisivo para la solución de los proble­
mas filosóficos más importantes de nuestra tradición. Por su­
puesto que su teoría del lenguaje entró en contacto con grandes
cuestiones epistemológicas y de filosofía de la mente. Pero su
manera de afrontar éstas no fue nunca el limitarse a recordarnos
que esas cuestiones filosóficas no surgen en los contextos ordi­
narios de comunicación. Buscó la raíz de las perplejidades filo­
sóficas en la manera particular en que cada una de ellas involu­
craba una confusión específica. Y no hay una receta simple
que pueda dar cuenta de este procedimiento.
Lo que querem os decir es que la tesis de que m uchos pro­
blemas filosóficos surgen de confusiones conceptuales, confu­
siones respecto a la "geografía lógica" de nuestros conceptos,
no debe confundirse con un principio meta-filosófico ingenuo
respecto a los poderes de las apelaciones a lo que dirían los
hablantes ordinarios. Es innegable que el filósofo debe utilizar
en algún m om ento los conceptos ordinarios —aunque sólo
sea para comunicar a los demás sus teorías. Pero no es menos
cierto que ello no dem uestra que sea imposible utilizarlos para
elaborar cuestiones o describir posibilidades que en la vida or­
dinaria no se tienen en cuenta. La cuestión crucial es la de si,
en cada caso particular, tal proyección es o no legítima.
Y esa es la cuestión a la q u e W ittgenstein se enfrenta
constantem ente en las Investigaciones. Por ejemplo, en cier­
to m om ento trata de m ostrar la analogía entre m uchas difi­
cultades clásicas en filosofía de la m ente y ciertas confusio­
nes conceptuales m uy evidentes (Investigaciones, 350-1). Ya
hem os dedicado un capítulo a la posición de W ittgenstein
en filosofía de la m ente, ignorarem os ahora el particular va­
lor de la analogía en esta área específica. W ittgenstein utiliza
como ejem plos de confusión conceptual la de alquien que
se em peñara en afirmar q u e d eb e h ab er u n "arriba" y un
"abajo" en el planeta Tierra, o la de alguien que se em peña­
ra en afirmar que en el Sol tam bién d eb e estar determ inado
cuándo son las cinco en pun to de la tarde. No es difícil en ­
tender que u n niño, p o r ejem plo, incurriera en esas confu­
siones. Pero es obvio que son confusiones. Son utilizaciones
ilegítimas de nuestros conceptos. Y lo que las hace ilegítimas
no es el m ero hecho estadístico de que los hablantes ordina­
rios no las realicen. Lo q u e las convierte en ilegítimas es el
hecho de que violan precisam ente las condiciones d e inteli­
gibilidad de la utilización de ciertos conceptos. E vidente­
m ente, sería una reducción al absu rd o de cualquier teoría
filosófica el que violara tales condiciones d e un m odo simi­
lar a com o lo haría quien pretendiera averiguar cuándo son
las cinco cíe la tardé: en el Sol. Pero 'Id ífuenjaiisss y (‘difícil >
es el m ostrar que así ocurre, el dem ostrar q u e una: tporíá 01»
íosófica hace ese tipo de violencia a las condiHOnes d é inte-:
ligibilicíad de los ( o n i epln.s ctt IjuiSSa éxpl'éSil. Y a W k W S S en
é l capítulo 'anU rior la com plejidad de io s i:t"ginnentos. ele;
W ittgenstein para intentar m ostrar q u e esg es el caso ccjn
m uchas de laí# eÜfi$tionéS propias dé la epistem ología y II fi­
losofía dé la m ente.

6.2. La cuestión del Relativismo.

La idea de Wittgenstein d e que; e l significado, está determi­


nado p o r s i uso efectivo, del lenguaje ha sido también asocia­
da a la que podríamos denom inar "relativismo conceptual" o
"relativismo del esquem a conceptual", ye con. ello, s e fc ha pre­
sentado corno el precursor de las apelaciones S. la irrae|pnali-
dad qué han dom inado muchas reflexiones teóricas sobré los
fenóm enos sociales en los últimos años:. Evidentemente, una
conclusión de las Investigaciones, ya lo hemog vista, es la de
que, en último término, no hay (ño puede haber) rabones pa­
ra la captación del sentido:, ni para la coincidencia en una for­
ma de vida. El problema es: el de precisar a qué nivel de abs­
tracción debem os situar este "en último término".
Desde luego, de acuerdo con las Iiiv0sfigacmms, debem qs
aceptar que entender las creencias qué se ex p re sln én un
juego de lenguaje és entender su vinculación Con láS activida­
des exítalingüísticas q u e son constitutiva® ele ése juego de
lenguaje; en ese caso, p á re se que nq padem qs pensar que la
mayoría de las Creencias ríe un juego de lenguaje Son falsas.
Lo que entienden los hablantes por su "verdad", ¿no se m ues­
tra en el papel de esas creencias en una práctica? Es cierto,
que podem os rechazar el juego de lenguaje. Péfo.ientoiiceS,
lq único que estamos haciendo es negarnos a Compartir una
determ inada p?-axiSi no p odem os ya p reten d er que ciertos
movimientos en su seno son incorrectos.
Respecto a. estas cuestiones, el caso; de P, Winch (Winch,
1950) eS' sum am ente importante, pqrqtMí: es un autor qt® ha,
ivflc\¡oiuid< > sobre los fundam entes CpistemológífiBS de Sit
propia posición. Se basa explícitam ente en los análisis de Witt-
genstein sobre las relaciones entre "regla" y ^ ifc fg ic ® '’ en, log
parágrafos 143-242 de las investigaciones. De acuerdo con
Winch, para identificar un fenóm eno social com o un fenóm e­
no de un determ inado tipo (por ejemplo, una plegaria, una
votación, una petición, una emisión lingüística con determina­
do significado) hem os de determ inar las reglas que lo rigen.
Pero ya hemos indicado que, de acuerdo Wittgenstein, es la
práctica de seguir la regla de determ inada manera la que fija
su contenido: no es inteligible la pretensión de que hem os
identificado co rrectam ente una regla p ero no estam os de
acuerdo respecto a la manera en que, de hecho, tal regla es
seguida en el seno de una comunidad. En otras palabras, cier­
ta coincidencia en las prácticas institucionales de una comuni­
dad debe ser inaccesible a una crítica racional porque es esa
coincidencia la que determ ina el contenido de las prácticas
mismas. El problema es el de elucidar correctamente a qué ni­
vel debe situarse esa concordancia básica. Si, por ejemplo, po­
dem os o no criticar racionalm ente las creencias expresadas
por la magia o las religiones de otras culturas.
Podemos resumir las conclusiones de Winch del siguiente
modo: sólo podem os com prender una cultura distinta a la
nuestra si ampliamos los límites de nuestra forma de vida. Ello
es obviam ente posible: podem os extender nuestra com pren­
sión del m undo social percibiendo nuevas relaciones —nue­
vas formas del actividad significativa— desde el transfondo de
las formas de acción reglada con las que ya estamos familiari­
zados. Hay un aspecto de esta solución que nos parece inob­
jetable: no podem os tener otra base más que la propia com­
prensión del significado social en nuestro propio medio. Sería
absurdo pretender que pudiéram os comprender, desde nues­
tra propia cultura, formas culturales distintas sin ver la cone­
xión entre algunos de los nuevos significados percibidos y
aquellos con los que ya estamos familiarizados.
Ahora bien, todavía hay varios problem as sobre los que
Winch no ha sido tan explícito: considerem os, por ejemplo,
sistemas de creencias que, según nuestro propio marco con­
ceptual, son erróneas-. ¿Podemos descubrir que hay sociedades
regidas por tales sistemas de creencias? En principio, algunas
de las reflexiones del propio Winch no parecen permitir esa
posibilidad. Si, por ejemplo, nos encontráram os con una situa­
ción en la que parecería suceder que una com unidad se halla
equivocada respecto a la mayoría de sus creencias fundam en­
tales, deberíam os recordar que es su acuerdo en tales creen­
cias el que fija el contenido de los conceptos que en ellas in­
tervienen. Parece entonces que no es una cuestión empírica la
de si es o no posible descubrir una sociedad que crea, por
ejemplo, que "la lluvia en verano es un regalo de los dioses".
Si estamos tentados a traducir así sus palabras cuando hablan
de la lluvia, lo que sucede es que no podem os dar por senta­
do que la traducción es impecable. Dado que para nosotros,
la lluvia no es un regalo de los dioses, parece difícil encontrar
las bases desde las que pudiera afirmarse que ellos hablan de
lo mismo cuando se refieren a lo que traduciríamos como "re­
galo de los dioses".-
Es inobjetable que las creencias y enunciados de una comu­
nidad están determ inados por sus "teorías", por su "sistema
conceptual" o por su "forma de vida". Pero la cuestión es la de
si dos comunidades humanas pueden tener teorías, esquemas
conceptuales, o formas de vida tan distintos que imposibiliten
un puente de diálogo crítico entre ellas. Por sacar a colación la
filosofía de la ciencia que aboga por la inconmensurabilidad de
los paradigmas (Kuhn, 1962), es un hecho bruto que científicos
de diversas épocas han considerado que sus propias activida­
des eran incom patibles, que no se "entendían": cuando un
científico que actúa dentro de determ inado paradigma conside­
ra que de ciertas observaciones debe seguirse una conclusión,
otro científico, en el seno de otro paradigma, puede considerar
que debe seguirse otra conclusión. Aceptemos que la historia
de la ciencia está plagada de situaciones semejantes. Pero aho­
ra debem os resolver la cuestión: ¿se entienden o no al percibir
que hay conflicto? En términos de relativismo cultural, pode­
mos plantear un problema similar: supongamos que los miem­
bros de una tribu cuando tratan de curar la enfermedad reali­
zan ciertos ritos que, según los cánones de la medicina occi­
dental, son completamente ineficaces. Si nos entendem os con
ellos al percibir que realizan esos ritos al tratar de curar la en­
fermedad, podem os decir que están equivocados: no es efecti­
vo tratar de curar la enferm edad apelando a la influencia mági­
ca de determinados ritos. Pero si no tratan de curar la enferme­
dad, ¿qué problema hay? Ya no podemos decir que la ciencia y
la magia son dos maneras alternativas e inconmensurables de
procurar la curación. En el primer caso, hablar de "formas de
vida" distintas no deja de ser una arbitrariedad terminológica:
entendemos el problema que tratan de solucionar y sabemos
que la solución que adoptan es menos eficaz que la nuestra.
Quizás pudiéramos hablar con más propiedad de dos "formas
de vida" distintas en el caso en que, por ejemplo, no entendié­
ramos qué tratan de hacer cuando utilizan la magia con un en­
fermo. Sin embargo, es obvio que este tipo de situación no es
generalizable: no podem os imaginar que respecto a todas sus
actitudes e intenciones nos encontráramos con la misma inco­
municación. Si no entendem os para qué utilizan la magia, es
porque sí entendem os muchas de las otras cosas que hacen.
Todo esto tiene sólo una conclusión: si, cuando se nos dice
que para comunicarnos con otros paradigmas o con otras cul­
turas necesitamos confiar en un proceso de "conversión", sólo
se nos quiere decir que la comunicación es, en último térmi­
no, injustificable, entonces no se nos ha dado ningún funda­
mento para el relativismo. También es injustificable, en último
término, la com prensión y el diálogo intra-paradigmático e in-
tra-cultural. Como Wittgentein repitió constantemente: "la ca­
dena de justificaciones tiene un fin". Pero aunque no haya
ningún fundam ento racional para nuestra coincidencia a la ho­
ra de entender el sentido de ciertas acciones o emisiones lin­
güísticas, es un hecho que nos comunicamos.
El relativismo es el resultado de una posición ambivalente
respecto al problema de la comprensión y el significado. Por
una parte, abraza correctamente el principio de que compren­
sión y significado sólo pueden estar fijados si están internamen­
te relacionados con multitud de aspectos de la vida y la expe­
riencia. Pero, por otra parte, no advierte cuáles son realmente
las consecuencias que se siguen de esa aceptación. Debemos
aceptar también que hay un punto de partida, un lecho rocoso,
en la vida ordinaria sobre el que toda comprensión y todo sig­
nificado deben fundarse. Percibir que hay sentido en absoluto
requiere com prender ciertas conexiones internas en la vida de
los seres humanos. Si no comprendiéramos éstas, no podríamos
percibir conflicto alguno con otras teorías u otras formas de vi­
da. Y a esas conexiones internas básicas (creencias, deseos, in­
tenciones elementales) debe retrotraerse todo el significado. Es
decir, el único nivel de abstracción en que las consideraciones
de Wittgenstein sobre el significado pueden introducirse cohe­
rentemente no favorece ninguna forma de relativismo antropo­
lógico. Si vemos a los miembros de otras culturas como seres
humanos, somos capaces de percibir cierto significado en sus
acciones básicas (intenciones, deseos, temores, creencias). Eso
es todo lo que necesitamos para aceptar que, en principio, el
diálogo racional con ellos no es imposible. Los seres que viven
en otras culturas pueden estar equivocados respecto a muchas
de sus creencias (respecto á la mayoría de sus creencias en al­
gunas instituciones de orden más sofisticado como la religión o
la magia), del mismo m odo que es inteligible aceptar que un
subgrupo de seres hum anos de nuestra propia cultura está
equivocado respecto a muchas de sus creencias.

6.3. Holismo y Relativismo.

El holismo és, sin duda, el rasgo formal más importante de


las reflexiones contem poráneas sobre el significado. Debemos
entender q u e es "holista" cualquier teoría del significado que
suponga que ningún fragmento lingüístico puede sér dotado
de sentido de un m odo aislado. Sólo a partir de la relación
con la totalidad de las actuaciones lingüísticas de los hablan­
tes, puede determinarse el sentido de una oración determina­
da. Un punto d e referencia ineludible para rastrear la génesis
del holismo en la semántica contem poránea es él "Two Dog­
mas of Empiricism" de Quine. En este artículo, se describía la
conexión entre la epistem ología del empirism o clásico y el
atomismo semántico. Quine defendió que era imposible dotar
de un sentido determ inado a cada oración aislada de un len­
guaje en término de sus relaciones con la experiencia sensi­
ble. Cualquier teoría que defienda esa posibilidad, está com­
prom etida con una distinción mitológica entre las oraciones
cuyo contenido depende del material empírico que las verifi­
caría y las oraciones que son meramente analíticas, es decir,
las oraciones que se limitan a describir relaciones de sinoni­
mia pre-existentes en un lenguaje.
En su Word a n d Object fl Quine dio un paso más. Intentó
iluminar el problema del significado por medio de un artificio
teórico que ya se ha hecho famoso: la teoría de la traducción
radical. Por "traducción radical" debe entenderse la determina­
ción de los. significados de un lenguaje en el estadio en que no
conocem os ninguno de ellos. El examen de las condiciones de
posibilidad de la traducción radical es relevante precisamente
porque nos lleva al problema de la naturaleza de las relaciones
más básicas entre experiencia y lenguaje, en la medida en que
el traductor radical no está en situación de confiar en ninguna
de las pistas que le son accesibles cuando se trata de traducir
entre dos lenguas próximas. En una situación semejante, el tra­
ductor sólo tiene acceso a un tipo de datos: cuando suceden
ciertos cambios en el medio, puede emitir algunas oraciones e
intentar descubrir cuáles son las reacciones de los hablantes
del lenguaje a interpretar. Quine acepta, como punto de parti­
da, la posibilidad de entender las gesticulaciones afirmativas o
negativas de los hablantes del lenguaje objeto de la traducción
radical. Con esta base, pudo definir el "significado estimulati-
vo": la clase de estímulos que producían una respuesta "positi­
va" ("significado estimulativo positivo") o "negativa" ("significa­
do estimulativo negativo"). El significado de cualquier término
viene dado por todos sus significados de estimulativos.
No nos vamos a detener en una exposición exhaustiva de
las tesis de Quine, pero sí es importante tener en cuenta que,
de acuerdo con ellas, la traducción radical depende por com­
pleto de las correlaciones de los gestos de asentimiento y di­
sentimiento con los estímulos de la experiencia. Tales correla­
ciones son la única base epistemológica para la determinación
del significado. El problema es, por supuesto, que, dada esa
base solam ente, es imposible aislar la inform ación colateral
que está siendo utilizada por un hablante a la hora de mostrar
su asentimiento ante una oración. La única solución es la de
intentar ajustar zonas enteras de la práctica lingüística de la
propia com unidad de la que proceda el traductor. Por ello
Quine acepta que cualquier intento de traducción radical de­
penderá necesariam ente de una hipótesis provisional sobre el
ajuste de zonas del lenguaje a interpretar con zonas del len­
guaje del traductor. Pero una hipótesis semejante está necesa­
riamente infradeterm inada por los significados estimulativos,
lo que crea una indeterminación radical en la traducción de
todas las oraciones, con excepción de una clase mínima de
oraciones de observación. Por pon er un ejem plo de Quine,
supongam os que los hablantes asienten a la emisión de "Ga-
vagai" si ésta se realiza en presencia de u n conejo: nos encon­
tramos con las traducciones alternativas de "conejo", "segmen­
to temporal de conejo", "instancia de la propiedad de 'ser co­
nejo"'.El significado estimulativo no nos da, por sí mismo, nin­
guna garantía para escoger una de esas opciones más bien
que cualquiera de las otras... Siempre es posible que dos es­
quem as de traducción bien diferentes nos perm itan igualar
una oración del lenguaje a interpretar con oraciones incompa­
tibles del lenguaje que sirve de base para la traducción.
Es im portante reseñar que Q uine necesita una distinción
crucial: la diferencia entre oraciones que no se ven afectadas
por la información colateral y las oraciones que sí se ven afec­
tadas. Piensa que hay oraciones de observación que pueden
estar determ inadas en la práctica por pura ostensión. Las ca­
racterizaciones del color de las cosas, por ejemplo. Por el con­
trario, una oración com o "esto es un conejo" sí se vería afecta­
da por la indeterminación de la traducción. En otras palabras,
Quien elabora una serie de distinciones en los tipos de oracio­
nes y los tipos de términos de un lenguaje, tratando de encon­
trar el punto de partida del que debe depender la elaboración
de hipótesis de traducción.
No está claro que, si aceptam os las teorías de Wittgenstein
sobre el significado, la relevancia de esas diferencias para su
programa sea algo que el propio Quine pudiera justificar. Si
no hay ningún mecanismo que impida que "Gavagai" se refie­
re a una instancia de la propiedad "conejo" más bien que al
conejo mismo, ¿porqué pretender que sí hay un mecanismo
que determ ina multitud de rasgos del uso de un nombre de
color? Podem os recordar de nuevo las observaciones de Witt­
genstein sobre la definición ostensiva: ningún gesto de señala­
miento, por sí mismo, puede determinar que estoy refiriéndo­
me al color y no a la forma de ese objeto... Sólo la práctica,
anterior y posterior al uso de la definición, puede permitir que
esté determinada tal cosa. Pero si permitimos que la práctica
muestre tal cosa, ¿por qué no permitir que lo muestre también
en el caso de otros términos? El problema puede retrotraerse
al verdadero punto de partida: a la noción misma de "signifi­
cado estimulativo". Para dar contenido a su teoría, Quine ne­
cesita suponer que no hay ninguna dificultad en el acceso al
significado estimulativo. Pero , ¿por qué suponer que no es
problem ático el acceso al asentim iento y al disentim iento?
Quine sólo podría decir que sin ningún punto de partida la
misma noción de "traducción" sería ininteligible. Pero, enton­
ces, ¿por qué escoger ese punto de partida tan precario? La
clave es, quizás, que una condición de posibilidad del signifi­
cado y la com prensión es que haya una relación más estrecha
entre el significado y la acción de los hom bres que la que in­
troduce la noción de "significado cstimulativo".
IJn desarrollo de la posición de Quine podem os encontrar­
lo, sin duda, en las teorías de D. Davidson (Davidson, 1984).
Este filósofo ha defendido que no es posible la determinación
del significado de los términos de un lenguaje sin determinar,
ipso facto, los contenidos de algunas de las intenciones y cre­
encias de los hablantes del mismo. Parte crucial de su estrate­
gia es el "Principio de Caridad": el principio de que la traduc­
ción radical debe tratar de maximizar la racionalidad de la
conducta de los hablantes (entendiendo por ello, el que debe­
mos suponer que cualquier hablante ha de compartir con no­
sotros multitud de creencias, deseos, intenciones...). Sólo un
trasfondo masivo de razón y verdad en las actitudes y creen­
cias de los demás permite percibir que hay sentido en absolu­
to en lo que hacen o dicen. El principio no es sólo m etodoló­
gico puesto que Davidson cree que la misma idea de "sistemas
conceptuales" completamente distintos al nuestro es una idea
ininteligible (Véase su "On the Very idea of a Concepual Sche-
me" en Davidson, 1984).
Davidson ha dado un paso significativo respecto al holismo
de Quine, en la medida en que acepta que la conexión entre
semántica y pragmática es más estrecha de lo que éste ha podi­
do aceptar. Pero, sin embargo, nos encontramos todavía con
una dificultad: ¿qué se nos quiere decir, exactamente, cuando se
nos asegura que interpretar un lenguaje es maximizar la racio­
nalidad de la conducta de los que lo hablan? Evidentemente,
Davidson no se está refiriendo necesariamente a un proceso de­
liberado y consciente de elaboración de hipótesis explicativas
de la conducta de los hablantes: en ese caso, no podría aplicar­
se tal requisito al aprendizaje de la propia lengua materna, algo
que sí es esencial en su estrategia. Se refiere, más bien, a que
dotar de significado a cierto segmento de lenguaje es imposible
si con ello no se hubiera atribuido o descubierto cierto modelo
de racionalidad en la conducta de los que hablan. Si decimos
que un niño entiende el significado de una descripción o una
orden elemental, no podem os m antener que el niño no ha en­
tendido nunca la estructura interna de ciertos actos de habla y
cómo esos actos están relacionados (maximizan la racionalidad)
con las intenciones o las creencias de los adultos. Nada de esto
es suponer, por supuesto, que el niño haya llegado a determi­
nar esa relación por un proceso de deliberación consciente.
El principio de Caridad de Davidson está conectado con lo
que podríam os denom inar el principio wittgensteiniano de la
"comprensión interna": com prender es participar (o ser capaz
de participar) en el sentido comunitario. No puede accederse
al significado sin com prender ciertas conexiones básicas con
la vida de aquellos a los que ese significado está afectando. El
lenguaje natural (el ámbito más básico del sentido) sólo es in­
teligible a partir de sus relaciones con ciertas actitudes básicas
(creencias, intenciones, deseos...) que están obviamente incor­
poradas en cualquier institución social. Y es importante adver­
tir que Davidson sí consigue eludir, aparentemente, uno de los
problem as que parecían derivarse de la tesis -que él tiene que
aceptar- de que no es posible una identificación independien­
te del esquem a de conceptos y de las creencias sobre el m un­
do que rigen en una comunidad. Acepta, evidentemente, que
no es inteligible pretender que los miembros de una cultura
sostienen creencias sobre los hechos más cotidianos que son
incorrectas en la mayoría de las ocasiones: si nos encontrára­
mos en una situación semejante, deberíamos concluir que he­
mos traducido mal. Sin embargo, está en condiciones de acep­
tar tam bién que podem os adoptar una actitud crítica respecto
a zonas enteras de otras culturas. El nivel más profundo en
que su reflexión se mueve le permite adoptar una perspectiva
más consistente sobre las consecuencias que se siguen de la
relación estrecha entre un sistema de conceptos y la experien­
cia del mundo.
Defiende (véase "On the Very Idea of a Conceptual Sche-
me" en Davidson, 1984) que el mismo m étodo holista de inter­
pretación es incompatible con la idea del relativismo de los
esquem as conceptuales, de las formas de vida o de los para­
digmas. Una consecuencia última del principio de Caridad es
la de que no podem os descubrir que otros tengan un equima-
m iento conceptual m uy diferente al nuestro. Las diferencias
con las creencias de otro grupo hum ano sólo son descriptibles
com o diferencias sobre el trasfondo de la p ercepción del
acuerdo en las zonas más profundas del lenguaje y la acción
significativa. Es cierto que los conceptos sólo están fijados por
las creencias, y que, por tanto, no podem os dotar de sentido a
la idea de que las creencias más básicas de un grupo hum ano
estén equivocadas. Pero ahora estam os en condiciones de
identificar el nivel profundo en que este requisito opera. Las
"creencias básicas" son el punto de partida de toda traducción,
son las que debem os percibir en otros seres para poder pensar
que captan y trasmiten significados. Es arbitrario c injustificado
pensar que tales creencias deben ser identificadas con las que
se expresan en actividades e instituciones más sofisticadas.
En otras palabras, la relación entre esquem a conceptual y
contenido es tan estrecha que impide dotar de sentido a la
misma idea de otros esquem as conceptuales alternativos. Con
ello, Davidson ha dado un paso crucial respecto a Quine: para
éste, la base de la traducción radical debería ser, lo hem os vis­
to, la capacidad de percibir ciertas respuestas de asentimiento
en los miembros de otra comunidad. Para Davidson, esa base
es m ucho más ancha: sólo si algunas (muchas) de las actitudes
básicas de los hablantes de otro lenguaje son como las nues­
tras, tiene sentido hablar de otro lenguaje en absoluto. Con
ello, puede afrontar el problema de la inconm ensurabilidad en
relación a dos lenguas, dos teorías o dos culturas diferentes: la
misma percepción de que son diferentes requiere que sean lo
suficientem ente sem ejantes a las nuestras com o para poder
dialogar con ellas. Pero el precio que tiene que pagar no es
pequeño: podem os decir que la teoría permite tina explica­
ción de las condiciones de percepción del desacuerdo interpa­
radigmático a costa de convertir en algo inexplicable la posi­
bilidad del acuerdo intraparadigmático, porque su estrategia es
la de reducir el caso de la comunicación interparadigmática a
la mera comunicación en el seno de un paradigma, una cultu­
ra o un lenguaje. Pero ¿cómo es esa comunicación posible? La
única solución que Davidson puede ofrecer es, lo hem os vis­
to, la del principio de Caridad: com prender el propio lenguaje
es maximizar la racionalidad de las actuaciones de sus hablan­
tes. Aunque no pensem os que tal proceso es un proceso deli­
berado y consciente, subyace el problem a de que tal maximi-
zación es sólo posible en la medida en que rom pam os el cír­
culo que va de lo particular al sistema y del sistema a lo parti­
cular. Si com prender es interpretar maximizando la racionali­
dad, ¿por dónde em pieza a rom perse el circuito? ¿Debemos
ver cierta racionalidad en la conducta global antes de entender
algunas conductas particulares, o debem os entender ciertas
acciones particulares antes de percibir racionalidad en la con­
ducta global? El problem a está obviamente vinculado a las
conclusiones de Davidson sobre la “indeterminación de la in­
terpretación”. Siempre es posible encontrarnos con diversas
interpretaciones respecto al significado de acciones y oracio­
nes particulares que maxim izan igualm ente la racionalidad
global de la interpretación propuesta. Ante este problema, la
única solución que puede ofrecernos Davidson es la de suge­
rir que “la indeterminación del significado y de la traducción
no representa un fracaso a la hora de capturar diferencias im­
portantes” (Davidson, 1984, pp. 153-4). Pero, en este punto, el
argum ento sí se vuelve circular. En principio, no se nos ofrece
ninguna razón por la que las diferencias no p u ed a n ser im ­
portantes. Y decir que, sean cuales sean esas diferencias, no
pueden ser importantes dado que no podem os descubrirlas,
es inaceptable sin la asunción de obvios supuestos verificacio-
nistas que no han sido demostrados.
Podem os com parar ahora estas discusiones con las conclu­
siones que se pueden extraer de la teoría del significado de
Wittgenstein. El holismo está de acuerdo con el espíritu de las
Investigaciones en la m edida en que acepta que no es posible
determ inar aisladam ente el significado de las em isiones lin­
güísticas de una comunidad. En el caso de Davidson, el acuer­
do es todavía mayor en la medida en que se vincula de un
m odo sistemático el problem a de la determ inación del signifi­
cado lingüístico con el de la determinación de los contenidos
de las actitudes proposicionales (deseos, intenciones, creen­
cias...). La diferencia fundamental estriba en que Wittgenstein
nos permite creer que hay una manera en que el círculo en
que cualquier teoría holista del lenguaje parece condenada a
moverse sí puede tener una escapatoria. Nuestra captación del
sentido no depende conceptualm ente de hipótesis generales
que racionalicen la coherencia de la conducta de otros hablan­
tes. Tales hipótesis siempre estarán infradeterminadas; otras hi­
pótesis podrán dar cuenta perfectamente de los mismos he­
chos. El punto de partida para Wittgenstein debe ser el de la
captación de significado en la acción.
Hay acciones básicas en los seres hum anos en las que sus
actitudes proposicionales nos son transparentes. Cuando al­
guien hace ciertos movimientos somos capaces de ver en ellos
su deseo de com er y su creencia de que al otro lado de la m e­
sa hay alimento. Esto es lo que Wittgenstein denom inó “proto-
fenóm enos” (Investigaciones, 654). El que fijemos de ese mo­
do el deseo y la creencia de alguien no depende de nuestra
capacidad de elaborar ninguna hipótesis que m uestre que la
atribución del deseo racionaliza la de la creencia y viceversa.
Captamos inmediatamente que alguien manifiesta ese deseo y
esa creencia. Y es ese tipo de captación el que hace posible el
ámbito del significado lingüístico. En otras palabras, una con­
dición de posibilidad de cualquier relación interna es que ha­
ya relaciones internas en la acción. El significado es posible
porque está enraizado en ciertas conexiones que percibimos
en la conducta más básica de nuestros semejantes.
Por supuesto, no hay ninguna justificación racional para
nuestra capacidad de captar esas conexiones: todo lo más, po­
demos dar explicaciones causales (evolutivas) de nuestra coin­
cidencia. Pero de ellas depende todo el ámbito del sentido.
Con ello, también tenemos la clave de la explicación de lo que
había de incorrecto en el relativismo. Si percibimos alguna for­
ma de sentido en la conducta lingüística, ya estamos instalados
sobre la base que hace posible la emergencia del significado:
la conducta com ún de la humanidad (Investigaciones, 206).

6.4. La autonomía del mundo humano.

Ya hemos indicado en la introducción que una de las cons­


tantes del pensam iento de Wittgenstein fue su oposición a la
extensión ilegítima de los poderes de la ciencia. Recordemos,
por ejemplo, que en el Tractatus se le impedía a ésta cual­
quier intromisión en el cam po de lo místico o lo valioso. En
este sentido, las Investigaciones com parten el punto de vista
del Tractatus. La diferencia estriba, obviamente, en la manera
en que Wittgenstein pudo justificar su actitud en una y otra
obra. En su última filosofía, esta actitud general la ciencia estu­
vo basada en la manera en que elucidó las condiciones de po­
sibilidad de las relaciones internas. Una explicación científica
está siempre fundada en el descubrim iento de relaciones ex­
lernas entre fenómenos, sin em bargo las conexiones que hay
entre nuestras actitudes, nuestros valores, nuestras institucio­
nes y ciertos m odos de comportam iento son internas.
Recordemos un caso básico: la conexión que existe entre
ciertas actitudes proposicionales y la conducta que constituye
la marca de esas actitudes. Ya hem os dicho que las atribucio­
nes de actitudes proposicionales tienen la forma de atribucio­
nes de capacidad o de disposición. No son fenóm enos con
“genuina duración” (B .U .P h .P II, 45, Zettel, 46, 47, 82, 281,
Investigaciones, 583-7). Mi creencia de que p está determinada
por el conjunto de cosas que yo estoy dispuesto a hacer, in­
cluyendo mis declaraciones lingüísticas, si me viera en ciertas
situaciones. No debem os pensar que la creencia es la “causa”,
en sentido hum eano, de esas formas de actuación. Son ellas
las que determ inan que hay creencia en absoluto. Una “cau­
sa”, en el sentido en que la ciencia nos habla de “causas”, tie­
ne que poder ser identificada independientem ente de los fe­
nóm enos que explica.
El anterior no es el punto de vista subyacente en muchas
teorías filosóficas y psicológicas. Parece fácil argumentar que
hay muchas capacidades y disposiciones a las que sí podem os
incluir en la explicación científica (causal) de los fenómenos
por los que se manifiestan (véase Quine, 1975, pp. 92-94). Por
ejemplo, la fragilidad de un vaso es un estado disposicional,
No obstante, es perfectam ente legítimo creer que es posible
reducir el predicado disposicional “ser frágil” a un estado mi-
crofísico del vaso. Un estado que no tenemos ningún proble­
ma en considerar “causa” de la facilidad con la que el vaso se
rompe. En ese sentido, podem os esperar que la ciencia nos
proporcione un análisis causal, reductivo, de por qué el vaso
se rom pe con facilidad. ¿Cuál podría ser la razón para afirmar
que el caso de la acción hum ana debe ser distinto? ¿Por qué
no es posible creer que cualquiera de nuestras acciones po­
dría ser explicada causalmente si tuviéramos un conocimiento
exhaustivo de, por ejemplo, los estados de nuestro cerebro?
Por la sencilla razón de que ninguna descripción de los movi­
mientos de nuestros cuerpos, en tanto que fenómenos físicos,
equivale a una descripción de la acción humana. Los movi­
mientos físicos por los que alguien manifiesta una actitud pro-
posicional podrían ser, en otro contexto, expresión de una acti­
tud proposicional completamente distinta.
En otras palabras, es conceptualm ente contradictorio supo­
ner que una clasificación de los estados fisiológicos de nuestro
cerebro (en tipos de acuerdo con sus relaciones causales con
los movimientos de nuestro cuerpo) pudiera dar cuenta de las
diferencias: que hay entre distinfetS: actitudes proposicionales.
Cuando décimos que jfec> és Soluble y que esta propiedad de
Ix1 ser el resultado d s “ 43 idéntica t r “ un determ inado tipo
<k • propiedades de su composición química. estam os movién­
donos. dentro de un supuesto que hace posible íg actividad
científica al íéspéao:: e l supuesto dé q u e debem os reducir
comportamientos macroscópicos similares de los cuerpos a se
niejanzas ¡en lgs' gstadog microfísicos correspondientes. Dos-
propiedades m acroscópicamente similares se corresponden a
cita estados microfísicos similares. Y en este caso podemos:
describir estas sim ilitudes con independencia de saber que
existe tal correspondencia, de qtro m odo nunca podríam os
descubrir ésta. Síuestra pretensión de que hay una base micro
lísica de :1a, solubilidad, es nuestra pretensión de que :gs posible
una descripción de propiedades nticrofískas que clasifique a
los. objetos de: tal m odo que todos los que tengan esas propie­
dades tengan tam bién la propiedad de ser solubles. Es una po­
sibilidad de e s | tipó la que defendem os cuando hablamos de
reducir lás disposiciones “mentales" a estados fisiológicos. Pe­
ro esa reducción es un ideal contradictorio. Sucede que dispo­
siciones éfm o % com prende la regla z” y “x no com prende la
regla z” — o- “k d i s t a que m uera í ” y “x desea que z tenga
éxito”— pueden tener en m om entos distintos las mismas m a­
nifestaciones físicas..-, Y que la misma actitud preposicional
puede manifestarse por formas dé acción muy diferentes. Si
hubiera un estado de mi cerebro que estuviera causalmente
correlacionado con, por ejemplo, el deseo de que Juan viniera
pronto, tendría qué pertenecer a un tipo de estados todos cu­
yos miembros deberían ser similares entre sí; pero, además,
cada una de las m uy diferentes, disposiciones conductuales
que, en contextos distintos? determ inaran mi deseo de que
Juan véftga pronto debería estar asociada a uno de los miem­
bros de ese tipo. Eso es, contradictorio con el supuesto de que
las similitudes en las disposiciones conductuales descritas en
términos Ssi<ffl deben poderse asociar a similitudes en los Sis­
temas fiém osos correspondientes. Dicho de otra manera-, un
predicado incorpora un criterio de similitud entre fenómenos;
pues bien, los prédícadqs inteneii m a l e s incorporan criterios de
similitud incompatibles con los que incorporan los predicados
por los que: clasificamos los movimientos corporales o los es­
tados nerviosos del cerebti >,
Imaginemos que dos personas distintas manifiestan actitu­
des proposicionales diferentes por medio de conductas simila­
res. Evidentemente, alguna diferencia relevante debe haber en
ellas. Esa diferencia puede estar, por ejemplo, en su historia
pasada —un soltero no puede esperar a su mujer cuando pa­
sea frenético por la habitación. Por supuesto, podríamos com ­
plicar la situación exigiendo que las dos personas, además de
estar en la misma situación, tuvieran la misma historia. Y que
eso estuviera codificado en su cerebro. No dejaría de ser cu­
rioso.- por este camino acabaríamos exigiendo que el orden
del cosmos pudiera leerse en el cerebro; no es accidental que
cuando hablamos de la reducibilidad de la solubilidad a pro­
piedades de las micropartículas no pretendam os introducir re­
quisitos semejantes.
Pero imaginemos ahora que el futuro de ambas situaciones
fuera diferente. El contenido intencional de las mismas con­
ductas físicas contem poráneas podría ser diferente. La descrip­
ción en términos físicos no podría serlo. Lo que pasara en el
futuro podría determ inar diferentes contenidos intencionales a
los mismos movimientos físicos. W ittgenstein se imagina un
caso extrem o de una posibilidad similar (RFM, VI, 34) cuando
concibe un país exactam ente igual a Inglaterra que existiera
sólo dos minutos. Los mismos movimientos físicos en las per­
sonas, los mismos sonidos de sus bocas... Su argumento es
que no podríamos decir que hablaran o que entendieran. El
motivo es obvio: hablar o entender no son el tipo de cosas
que, en la historia de una comunidad, se puedan hacer sólo
durante dos minutos. Emitir ciertos sonidos y realizar ciertos
movimientos, sí.
Por supuesto, el ámbito del significado no se reduce a ac­
ciones básicas ni a conductas regladas elementales. Metemos
goles, firmamos cheques, reñimos a nuestros hijos, reponde-
mos cuestiones, votam os en las elecciones... En ningún caso
es posible aceptar que la acción significativa de los hombres
pudiera ser descrita atendiendo al tipo de conducta que inte­
resaría a una descripción física del universo. Ello tam poco
quiere decir que las ciencias sociales sean imposibles. Lo que
sí quiere decir es que sus explicaciones son de un tipo com­
pletam ente distinto a las explicaciones que nos proporcionan
las ciencias de la naturaleza. Que el ideal de una ciencia unifi­
cada no es sólo una quimera imposible de llevar a la práctica,
sino un ideal estrictamente incoherente.
Por otra parte, Wittgenstein defendió, ya lo hem os visto, la
autonom ía de la gramática. El contenido de los enunciados
que se realizan en un juego de lenguaje viene determ inado
por las actividades de los hom bres que son parte constitutiva
de ese juego de lenguaje. Consideremos este problem a aten­
diendo a una práctica lingüística específica: por ejemplo, los
enunciados religiosos. Tradicionalmente, se había considerado
que era parte de la tarea de los filósofos, n o sólo explicar, sino
también justificar o criticar muchas de las creencias religiosas
de los hom bres ordinarios. Si Wittgenstein tiene razón, tal fun­
ción parece difícil de entender. Un enunciado religioso extrae­
ría su significado de la actividad hum ana en la que surge. La
“verdad" de los enunciados religiosos estaría determ inada por
su vinculación a ciertas prácticas de los seres hum anos, prácti­
cas por las que tratarían de expresar ciertos sentimientos bási­
cos hacia el m undo y los hechos fundamentales de la vida. Lo
c[Lie una persona genuinam ente religiosa afirma cuando emite
la oración “Dios existe” se muestra precisam ente en el papel
que ese enunciado tiene en su vida. El análisis de Wittgenstein
de los enunciados religiosos como irreductibles a enunciados
lácticos, coloca a la persona auténticam ente religiosa al mar­
gen de cualquier crítica racional. Entenderlos es participar de
las actitudes básicas que se expresan por ellos.
Conviene, no obstante, q u e seam os cuidadosos en este
extremo. Es posible que el creyente y el no creyente no se
entiendan. Pero ya hem os visto en las páginas anteriores que,
para percibir su conflicto, deben ser capaces de entenderse en
aspectos más básicos de sus vidas. En otras palabras, la di­
mensión religiosa de la vida de algunas personas no puede es-
lar desconectada de su participación en formas más básicas de
sentido. Una forma religiosa de vida es una forma de vida hu­
mana, que expresa una particular actitud ante hechos básicos
de nuestra existencia. Lo que hem os dicho sobre el relativis­
mo, p u e d e ser relevante e n este p u n to . Lo q u e d ebem os
aceptar es que la pura actitud religiosa es distinta a la actitud
del no creyente. Pero, en ese sentido, no estam os obligados a
creer que toda divergencia entre lo que llamaríamos ordinaria­
mente "creencias religiosas" es, a priori, inconm ensurable. Del
mismo m odo que dijimos que es posible pensar que ciertas
creencias en otras culturas son erróneas, en la medida en que
la persona religiosa y el agnóstico retrotraigan su posición a
creencias más básicas que ambos comparten, ya no estaríamos
ante un conflicto de puras actitudes.
Consideremos, por ejemplo, la teología. Si Wittgenstein tie­
ne razón, entonces algunos textos de teología están equivoca­
dos. Cualquier teoría dualista sobre el hombre, cualquier pre­
tensión, por ejemplo, de que la identidad personal puede tra­
zarse independientem ente de la identidad de nuestro cuerpo
es producto de una confusión conceptual. No tratemos ahora
la cuestión de si es posible una teología que incorpore una
antropología no dualista. La cuestión es la de si hay un claro
conflicto entre algunas creencias teológicas y algunas de las
creencias filosóficas del propio Wittgenstein. Ello es útil, por­
que nos permite abordar la cuestión ulterior de si hay alguna
relación lógica entre las creencias de la persona religiosa ordi­
naria y las de los teólogos. Si la hay, debe ser posible mostrar
que las creencias de las personas religiosas pueden entrar en
conflicto lógico con creencias de índole muy distinta. Lo que
quiere decir que el fenóm eno social de la religión no coincidi­
ría con lo que Wittgenstein consideraría una "pura” actitud re­
ligiosa.
Una persona considerada “religiosa” en nuestra sociedad se
siente obligada a confrontar otras posiciones teóricas sobre el
hecho religioso, es consciente de que la incompatibilidad entre
ambas posturas no se reduce a una incompatibilidad entre acti­
tudes básicas. D espués de todo, la mayoría de las personas
que consideramos religiosas comparten con los agnósticos su
confianza en que hay alguna posibilidad de mostrar la raciona­
lidad de sus creencias: bien justificándolas a partir de las creen­
cias más básicas que ambos comparten, o bien haciendo ver
que son compatibles con ellas. Lo importante no es si la mayo­
ría de las personas religiosas son de hecho teólogos o filóso­
fos, sino que, implícitamente, al admitir la posibilidad de hacer
verosímil su actitud a partir de conceptos y creencias que to­
dos comparten, admiten también que el discurso teológico y fi­
losófico son relevantes para justificar su actitud. Cuando eso
sucede podem os encontrar una genuina discrepancia en creen­
cias. Y ya hemos visto que no podemos pensar que las creen­
cias distintas son inconmensurables. La persona genuinamente
religiosa debería manifestar una discrepancia muy distinta con
el no creyente: una pura discrepancia de actitud.
El mismo tipo de discrepancia que, por ejemplo, habría en-
Ire ciertas actitudes morales. En último término, no puede ha­
ber ninguna justificación racional para ellas. Por supuesto, eso
no nos impide poder discutir los principios morales que rigen
la vida de distintas personas o de distintas comunidades. Pero
si esa discusión es posible, debe haber un acuerdo en las acti­
tudes morales básicas. Ese acuerdo existe, por ejemplo, cuan­
do las personas aceptan un diálogo racional sobre la bondad
moral de una acción particular. Por otra parte, la autonomía de
la pura actitud moral se transmite, al significado de nuestras
normas morales. Ellas son lógicam ente autónom as de cual­
quier explicación fáctica del mundo. Son incluso autónomas
respecto a las explicaciones causales de por qué somos mora­
les. Posiblemente fuera correcto explicar la aparición de actitu­
des morales atendiendo a la teoría de la evolución. El altruis­
mo moral está conectado con conductas más primitivas de so­
lidaridad animal y, a su vez, quizá sea posible explicar evoluti­
vamente la aparición de estas formas de conducta en base a
las exigencias de la selección natural — los sociobiólogos, por
ejemplo, apelan a la selección genética. Lo im portante es que
aceptemos que este tipo de cuestiones son moralmente neu­
tras. La explicación causal de la formación de nuestras actitu­
des morales no es una cuestión interna a la práctica de justifi­
car la moralidad de una acción particular. No deducimos nues-
Lros deberes morales de premisas que tengan en cuenta la su­
pervivencia futura de nuestros genes. No podríamos hacerlo
de ese modo. Ninguna explicación causal de por qué la natu­
raleza nos ha hecho altruistas me puede dar a mí una buena
justificación racional para actuar moralmente. Pero tam poco
podría mostrar que, en realidad, no tengo obligaciones mora­
les.
Apéndice
Comentario de textos

Texto 1

Kl método correcto de la filosofía.

El m étodo correcto de la filosofía sería propiam ente el si­


guiente: no decir sino lo que puede decirse, las proposiciones
de la ciencia natural —algo que no tiene nada que ver con la
filosofía— , y siempre que cualquiera quisiera decir algo meta-
físico, demostrarle que a determ inados signos de sus proposi­
ciones no les ha dado significado alguno. Este método les de­
jaría descontentos —pues no tendrían la sensación de que les
estábamos enseñando filosofía— pero sería el único estricta­
mente correcto. Tractatus Logico-Philosophicus, 6.53-

( 'o m en tario .

De todas las observaciones del Tractatus, quizás sea ésta la


que con más fundam ento podría esgrimirse para acercar las
posiciones de Wittgenstein a las de los positivistas lógicas. Así,
•ipenas diez años después de su publicación, Rudolf Carnap,
uno de los más destacados miembros del Círculo de Viena, es­
cribió un artículo, al que dió el significativo título de “La supe­
ración de la metafísica m ediante el análisis lógico del lengua­
je” (el lector puede encontrarlo en la com pilación de A. J.
Ayer, 1965, pp. 66-87), en el que condenaba toda posible m e­
tafísica no por ser una teoría falsa acerca de la naturaleza del
m undo, sino por constituir un discurso estrictamente sin senti­
do, y proponía como alternativa una práctica científica de la
filosofía que tendría por objetivo dar una fundam entación ló­
gica de las ciencias empíricas y de la matemática; lo que pare­
ce coincidir con lo que se nos está diciendo en el texto que
estamos analizando.
Sin embargo, es bien sabido que Wittgenstein siempre re­
chazó las propuestas que los miembros del Círculo de Viena le
hicieron para integrarse en éste, y que nunca le agradó el cali­
ficativo de positivismo referido a sus tesis filosóficas. ¿Cómo
explicar esta actitud? ¿No hay acaso acuerdo entre él y los po­
sitivistas acerca de cuál deba ser la naturaleza de la filosofía?
Una manera bastante usual de responder estas preguntas con­
siste en afirmar que, si bien Wittgenstein coincidía con los po­
sitivistas al identificar el ámbito de lo decible con sentido con
el alcance del discurso científico, quedando la metafísica fuera
de él, se diferenciaba de éstos porque su interés se centraba,
precisamente, en aquello sobre lo que debiéram os guardar si­
lencio, mientras que el interés de los positivistas se ceñía úni­
camente a lo que puede ser dicho. Las diferencias no serían,
pues, teóricas sino, por así decirlo, subjetivas; obedecerían a la
peculiar indiosincrasia de Wittgenstein.
Merece la pena señalar que esta explicación fue también la
que, en un principio, los propios positivistas dieron de sus di­
ferencias con él. En el artículo al que ya hemos hecho alusión,
Carnap, aunque niega a la metafísica todo contenido teórico,
le concede la función de expresar una actitud emotiva ante la
vida, una función análoga a la que cumpliría el arte. Las incli­
naciones metafísicas de Wittgenstein serían atribuibles, pues, a
su talante artístico. Sólo que, a diferencia de los metafísicos
clásicos, habría sido perfectamente consciente de la esterilidad
teórica de esta disciplina.
Quien no creemos que hubiera aceptado esta manera de re­
solver la cuestión sería el propio Wittgenstein. Como ya seña­
lamos en el apartado con el que cerramos nuestro estudio del
Tractatus, en su opinión el sinsentido metafísico estaba per­
fectam ente justificado y, desde luego, no era prescindible.
Aunque la metafísica fuera como una escalera de la que ha­
bía que desprenderse, la justa visión del m undo sólo podía
alcanzarse desde el lugar al que ella nos encaramaba.
Desde una perspectiva wittgensteiniana, podrían esgrimirse
al menos dos razones de esta ineliminabilidad de la metafísica.
La primera, que dado que ningún valor es analizable en térmi­
nos de, ni reductible a, ningún hecho, siendo éstos los que
constituyen el mundo, cualquier discurso sobre lo que pueda
dar sentido a la vida deberá ser sobre lo que está fuera de és­
te, un discurso metafísico. Y precisamente cierta orientación
sobre este sentido es algo de lo que se espera de la reflexión
filosófica. Por eso advierte Wittgenstein que difícilmente podrí­
amos calmar las inquietudes filosóficas de nadie si nos limitá­
semos a decir aquello que puede decirse con sentido.
La segunda razón, quizás teóricam ente m ás significativa,
sería que toda práctica censora necesita de un discurso deli­
mitador que la legitime, pero éste no podrá, obviamente, go­
zar del mismo status que lo por él delimitado. Si queremos
condenar la metafísica como discurso sinsentido, antes debe­
remos haber fijado el límite del ámbito de lo decible con sen­
tido, pero para así hacerlo, puesto que hem os tenido que
avistar este ámbito en su totalidad, tendrem os que habernos
situado fuera de él. La terapia de la metafísica presupone así
la práctica de la metafísica.
Los propios positivistas sufrieron en sus carnes las conse­
cuencias de esta paradójica situación. Ellos creyeron ver en el
famoso principio de verificación el criterio demarcatorio en­
tre el discurso legítimo y el ilegítimo. Según el mismo, toda
proposición que no fuera verificable carecía de sentido. Pero
la pregunta que los defensores de la metafísica les espetaron,
y que los miembros del Círculo no se pusieron de acuerdo
en cóm o contestar, fue si el mismo principio de verificación
resultaba o no verificable. El hecho era que con este princi­
pio los positivistas pretendían reducir el ámbito del discurso
legítimo al campo de las ciencias empíricas y de las ciencias
formales, pero él mismo no era una proposición ni de las
unas, ni de las otras.
En resum en, pues, au n q u e el m étodo filosófico que en
Tractatus 6.53 se nos presenta com o el único estrictamente
correcto, tiene claras similitudes con el que los positivistas ló­
gicos intentaron llevar a la práctica, sería incorrecto alinear a
Wittgenstein en las filas positivistas, y ello por algo más que
por razón de sus diferencias de intereses. En oposición a los
positivistas, Wittgenstein pensó que si la metafísica era insen­
sata, no por ello era m enos ineludible. Como escalera dese-
chable, sólo lo era después de que nos hubiéramos servido
de ella.

Texto 2.

El objeto privado.

Si digo de mi mismo que sólo sé lo que significa la pala­


bra “dolor” a partir de mi propio caso —¿no debo decir tam­
bién lo mismo de los demás? ¿Y cómo puedo generalizar ese
caso único tan irresponsablemente?
Ahora bien, ¡alguien me dice que él sabe lo que es dolor
sólo a partir de su propio caso! —Imaginemos que todos tie­
nen una caja con algo en ella: llamémosle “escarabajo”. Na­
die puede mirar en la caja de los demás, y cada uno dice que
sólo sabe lo que es un escarabajo mirando a su escarabajo— .
En esta situación, sería posible que cada cual tuviera algo
distinto en su caja. Incluso podríamos imaginar que tal cosa
cambiara constantemente. —¿Y si suponem os que la palabra
“escarabajo” tenía un uso en el lenguaje de esas personas?— .
Si así fuera no podría ser usado para designar una cosa. La
cosa de la caja no tiene ningún papel en absoluto en el juego
del lenguaje; ni siquiera com o un algo: ya que la caja podría
estar vacía. —No, podem os “pasar por alto” la cosa de la ca­
ja; sea lo que sea, queda anulada— .
O sea, si constaiim os la gramática de la expresión de sen­
sación según el m odelo de “objeto y designación”, el objeto
queda fuera de toda consideración com o irrelevante.
Investigaciones Filosóficas, 293.

Comentario.

El texto que vamos a comentar aparece en la primera parte


de las Investigaciones filosóficas, tras el argumento contra el
lenguaje privado y algunas consideraciones sobre el carácter
expresivo de las declaraciones psicológicas en primera persona
y sobre el sujeto de experiencias. Wittgenstein ya lia tratado de
mostrar que un lenguaje privado de sensaciones sería imposi­
ble, e inmediatamente describe algunas de las opiniones que
van unidas a la defensa de tal tipo de lenguaje, lia afirmado,
por ejemplo, que lo esencial de la idea de una experiencia pri­
vada es que implica la imposibilidad de conocer las propieda­
des de las experiencias de los demás (272). Asimismo, ha refle­
xionado sobre la vinculación que hay entre los fenómenos
mentales y la posibilidad de expresarlos, criticando la idea de
que es inteligible la existencia de conciencia en cualquier parte
del mundo (287-288'). Wittgenstein ha puesto restricciones a lo
que es un posible sujeto de conciencia: debe tener alguna si­
militud con un ser humano (283). A partir de 288, la discusión
entra en una nueva inflexión. Se tratará de demostrar que las
declaraciones psicológicas en primera persona tienen una gra­
mática muy diferente a la de las descripciones sobre el mundo
físico. No utilizamos criterios para “identificar” nuestras sensa­
ciones, si decimos que “describimos” lo que sucede en nuestra
mente, no podemos pensar que todas las “descripciones” tie­
nen una gramática uniforme (288-92).
En la primera sección de la 293, se relaciona la idea de
una identificación privada de las sensaciones con lo que se
ha venido en denom inar el “argumento por analogía”: si al­
guien cree que el significado de un término perteneciente al
vocabulario de sensaciones está determ inado por una identi­
ficación privada de la sensación (el tipo de identificación que
se ha criticado en 258), entonces parece condenado a un di­
lema del que no hay fácil salida. Debe renunciar a la idea na­
tural de que los demás se encuentran en su misma situación
o debe proyectar ilegítimamente sobre los dem ás lo que Witt­
genstein denom ina el “único caso” (“den einem Fall”).
El rechazo del argumento por analogía es una constante
del pensamiento de Wittgenstein. El argum ento pretende que
el hecho ele que yo tengo conciencia me proporciona un in­
dicio razonable para suponer que otros seres, cuya conducta
es semejante a la mía, tam bién la deben poseer. No es difícil
ver cuál es el problema con lo que Witlgenstein denom ina
una “generalización irresponsable”: la forma lógica de tal ge­
neralización es distinta a la de las que consideramos acepta­
bles. Una primera razón es evidente: la base de la generaliza­
ción está constreñida necesariamente a un sólo caso. Pero se­
ría equívoco afirmar que ese es todo el argumento de Witt­
genstein. La raíz del problema hay que buscarla en la asime­
tría de lo mental. En el parágrafo 302 se nos hablará de una
dificultad lógica peculiar de esa generalización: si se acepta
la premisa del argumento por analogía, entonces no es fácil
imaginar el dolor que no se siente según el modelo del que
sí se siente. La razón de esa actitud no depende específica­
mente de la filosofía de la mente de las Investigaciones. El ar­
gum ento se retrotrae a algo que Wittgenstein ya vio m ucho
antes de elaborar el argumento contra el lenguaje privado: el
carácter redundante de las marcas sintácticas de primera per­
sona en las auto-atribuciones de estados mentales. El “Yo” en
“Yo tengo dolor” no está justificado por la identificación de
que un particular ser hum ano está m anifestando dolor. Si
combinamos esto con la premisa que está dando por sentada
el oponente de Wittgenstein en el primer párrafo de 293, la
de que “Yo sólo sé lo que significa ‘dolor’ por mi propio ca­
so”, nos encontramos con la consecuencia de que “mi propio
caso” no puede tener alternativas, es realmente el único... No
está determ inado por el hecho de que sea mi boca la que se
queja, porque “mi propio caso” aún podría ser el mismo si se
quejara otra boca. El mismo dolor podría descubrirse empíri­
camente vinculado a la conducta de otro cuerpo. La premisa
inicial nos obliga a aceptar que la conexión entre el dolor y
el cuerpo que se queja es contingente. Por lo tanto, que la
hipótesis de que otro tiene dolor, si por “dolor" querem os
significar algo más que la “conducta de dolor”, no tiene más
contenido que la hipótesis de que ‘Yo tengo dolor en su
cuerp o ”. La crítica al argum ento por analogía no depende
pues de ningún tipo de premisa verificacionista. Este es un
argum ento que ya puede encontrarse desarrollado en los pa­
rágrafos 57-66 de las B em erkungen, escritas entre 1929 y
1930.
La segunda sección introduce una serie de reflexiones so­
bre el hecho de que el “objeto privado” (entendido como
aquel que puede ser identificado independientem ente de sus
conexiones con el m undo público, independientem ente de
las manifestaciones conductuales) no tendría ningún papel en
el lenguaje intersubjetivo. Podemos decir que la interpreta­
ción general de la filosofía de la m ente de las Investigaciones
depende de que apreciemos el verdadero sentido de la metá­
fora de Wittgenstein. Muchos comentaristas han creído que el
“escarabajo” era el contenido fenomenológico de la concien­
cia. Con lo que Wittgenstein estaría muy cerca del conductis-
mo Según esta interpretación, lo que se nos quiere decir es
que las cualidades de la conciencia son irrelevantes para el
significado. Así en las Investigaciones se nos estaría defen­
diendo una doctrina de la mente muy cercana a algunas de
las posiciones de Schlick y Carnap antes de la segunda guerra
mundial. Schlick, en sus conferencias “Form and Content”, ha­
bía m antenido que el contenido de nuestra conciencia es
inexpresable en el lenguaje intersubjetivo; el fisicalismo de
Carnap aceptaba que lo único que el lenguaje público puede
atrapar son las m anifestaciones conductuales. Se supone,
pues, que Wittgenstein estaría defendiendo que las cualidades
reales de la conciencia nunca podrían ser determinables en el
lenguaje público. Daría igual que cambiaran constantemente
o no, que fueran o no distintas en cada uno de nosotros...
Esta no es la interpretación correcta. Y es quizás uno de
los aspectos de las Investigaciones más difíciles de com pren­
der. El “escarabajo” no se refiere a los aspectos fenomenoló-
gicos de nuestras sensaciones sino a una determ inada inter­
pretación de los mismos. Precisamente, la interpretación que
se critica en la última sección del parágrafo 293: el modelo
de cosa y designación. El “escarabajo” no es la sensación, si­
no la sensación interpretada cartesianamente. Sólo si acepta­
mos que el ojo de la m ente puede identificar los aspectos fe-
nomenológicos de la conciencia según ese m odelo nos en­
contramos con la consecuencia de que lo así identificado es
irrelevante para el significado. Pero ése no es el caso. El ar­
gumento es, pues, una reducción al absurdo.
¿Por qué no es ése el caso? Porque las cualidades de la con­
ciencia están internamente vinculadas a la manera en que las
manifestamos. Es por ello por lo que la estructura gramatical
de las declaraciones psicológicas en primera persona no es si­
milar a las de las descripciones de objetos. Mi descripción o mi
identificación de un objeto no determinan sus propiedades. Mi
declaración “Tengo dolor” (si es sincera y yo tengo competen­
cia lingüística) sí determina las cualidades de mi conciencia.
Glosario

Actitudes p r o p o sic io n a le s. Actitudes psicológicas cuyo


contenido debe ser descrito mediante la introducción de una
cláusula proposicional. Son ejemplos de actitudes proposicio­
nales pensar que, creer que, desear que, etc.
A priori. Lo que puede ser conocido con independencia de
la experiencia sensible. Las proposiciones a priori serían aque­
llas cuya verdad no dependiera de la experiencia.
A rgum ento. Expresión que satura una función.
A rgum ento del caso paradigm ático. Argumentación filo­
sófica que parte del supuesto de que ciertas situaciones ordi­
narias, en las que los hablantes no dudan de ciertos enuncia­
dos, determinan el significado de los términos que en ellos apa­
recen.
A xiom as. Principios o enunciados primitivos de un sistema
deductivo.
Categoría. Cualquiera de los conceptos de orden más ge­
neral de nuestro sistema conceptual.
C onstantes lógicas. Partículas tales com o “n o”, “y”, “si...
entonces”, “todos”, “algunos”, etc., que permiten la composi­
ción de enunciados moleculares.
C ontenido inten cional. H objeto de las actitudes proposi-
gioháles,
C ontexto in ten sion al. Aquel c< nucxti i en el que una pro­
posición aparece era él seno de otra sin que su valor de \e r
dad sea determ inante ¿leí de* ésta. P o r ejcniplo, "<.'reo que
m a ñ a n a tloi'éfá %
E s c e p tic is m o . P o sició n q u é n ieg a la p o sib ilid a d del
conocimiento, la posibilidad de justificar la verdad de nuestras
creencias.
E xpresión. Cada una dé las partes de la proposición que
caracterizan el sentido de la misma.
F en o m e n a lism o . En sentido estricto, doctrina filosófica
que Afirma qué él ámbito de la realidad coincide con el de las
entidades m éntálés *percepci* mes. im presiones, sentim ien­
tos, J . Eh sentid©1amplio, la doctrina que afirma que sólo po­
demos conocer las entidades que constituyen la mente;.
Form a lógica. En el Tractatus, propiedades que un hecho
tiene en. virtud del núm ero y tipo lógico de los elem entos que
lo configuran. Toda figura debe tener la misma forma lógica
que el hecho figurado por ella.
Fuerza ilocucionaria. Aspecto de un acto de habla que fija
el tipo al que él acto pertenece, de acuerdo con las conven­
ciones dé un lenguaje. Por ejemplo, una orden y un enuncia­
do tienen distintas fuerzas ilocucionarias.
Función. Expresión que al ser saturada adquiere un valor
dé verdad.
Función de verdad. Relación funcional entre los. valores de
verdad de úna proposición Compleja (molecular) y los valores
de verdad de: tes proposiciones simples que én ella intervienen.
ilo tis m o . En filosofía dél lenguaje, doctrina que sostiene
que rao és posible determinar el significado de expresiones y
oraciones aisladamente.
Lógica. Estudio de, las reglas correctas de inferencia.
L ogicism o. Posición en filosofía d e las m atemáticas que
defiende: que éstas pueden deducirse d e s d e :t\ic una', puramen
té lógicos. Cuenta entré sus Máximos défénsorés S ík Erege y
a IV Russell.
Metafísica trascendental. En contra <fc lo usual, no hemos
ejflpléadp: éste término oara inferirnos a la manera de •éntendér
la metafísica de una particular escuela. Con él hemos aludido,
más bien, a aquella parte de la metafísica que trata de las con­
diciones últimas de los caracteres más generales de la realidad.
N om b re. En el Tractatus, expresiones cuya articulación
constituye la proposición elemental. Los nombres denotan ob­
jetos simples.
O ntología. Parte de la metafísica que trata de hacer explíci­
tos los caracteres más generales de la realidad.
P laton ism o. Posición de quienes defienden la existencia
de entidades abstractas no situadas ni en el espacio ni en el
tiempo.
Pragm ática. Estudio de la relación de los signos con los
usuarios de los mismos.
P rop osición . Conjunto de símbolos susceptibles de tener
un valor de verdad. Puede ser elemental, si en ella no figura
ninguna constante lógica, o molecular.
P sicologism o. Posición en filosofía de la lógica que defien­
de que los principios de ésta son m eram ente psicológicos:
m odos de funcionam iento de la mente.
Reglas de in feren cia. Principios que perm iten la deduc­
ción de los teoremas a partir de los axiomas.
R egreso de prem isas. Situación que origina el intento de
justificar deductivamente todos los enunciados que intervienen
en una prueba.
R elación interna. Aquella que no puede alterarse sin que
lo haga la naturaleza de los elementos por ella relacionados.
S em án tica. Estudio de la relación de los signos con el
mundo.
Signo. Cualquier expresión considerada en sus propiedades
físicas.
S ím b olo. Cualquier expresión considerada en tanto que
usada con un significado.
Sintaxis. Estudio de las relaciones que los signos mantie­
nen entre sí prescindiendo de cualquier consideración de su
significado.
Teorem as. Enunciados deducidos a partir de los axiomas.
T rascendente. Lo que queda fuera del mundo.
Bibliografía

Citas y Abreviaturas em pleadas. Normalmente, las ci­


tas breves que aparecen en el libro proceden de la traduc­
ción de los propios autores. No obstante, se ha procurado"
dar el núm ero de paginación en la versión castellana para fa­
cilitar la consulta de los lectores.
Los libros de Wittgenstein se citan por núm ero de pará­
grafo, cuando es posible, y p o r núm ero de paginación en
otros casos. Se ha intentado no abusar de abreviaturas, pero
ha sido inevitable usarlas algunas veces. Son éstas:
B. U. Ph. P. Bem erkungen ueber die Philosophie der Psy-
cbologie.
NFL. 'W ittgenstein's Notes for Lectures on 'Sense Data'
and 'Prívate Experience"'.
Ph. B. Pbilosophische Bemerkungen.
Ph. C. Pbilosophische Grammatik.
Ph. U. Pbilosophische Untersuchungen.
RFM. Remarks on the Foundations o f Mathemalics.
T. Tractatus Logico Philosophicus.
E d ic io n e s y tra d u c c io n e s de la s p rin c ip a le s o b r a s de
W ittg e n ste in , en o rd e n a p ro x im a d o de re d a c c ió n , no
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reeditada por Alianza Editorial, Madrid, 1973. Hay
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