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De: Emilio Gentile, La vía italiana al totalitarismo.

Partido y Estado en el régimen fascista


(2001).

“El concepto de totalitarismo es resultado de la experiencia del fascismo, y a partir de la


experiencia del fascismo se tomaron originariamente los elementos esenciales para definir lo
novedoso y la índole de ese fenómeno: el partido antidemocrático, organizado militarmente, las
prácticas violentas y terroristas contra los adversarios, la imposición de los mitos fascistas como
una religión política integralista e intolerante, la instauración del culto al Duce, la subordinación
de las instituciones estatales y de la vida pública a las directivas del Partido Fascista, la
organización y movilización de las masas bajo la égida exclusiva del fascismo, la creación de un
estado-partido, otra expresión acuñada por los antifascistas simultáneamente al término
totalitario para definir la situación de la política italiana desde los primeros meses que siguieron
al arribo de Mussolini al poder.”

“La exclusión del fascismo del fenómeno del totalitarismo comenzó en 1951 con la publicación
de la obra de Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo. La estudiosa alemana no
consideraba totalitario el fascismo porque no había tenido las características que, según su
teoría, constituían la esencia del totalitarismo, esto es, el predominio del partido por sobre el
estado y el terror de masas.”

“Por totalitarismo se entiende: Un experimento de dominación política, puesto en práctica por


un movimiento revolucionario, organizado en un partido rígidamente disciplinado, con una
concepción integralista de la política, que aspira al monopolio del poder y que, después de
conquistarlo, por vías legales o extralegales, destruye y transforma el régimen preexistente y
construye un estado nuevo, fundado sobre el régimen de partido único, con el objetivo principal
de efectuar la conquista de la sociedad, esto es, subordinar, integrar y homogeneizar a sus
gobernados, conforme al principio de politicidad integral de la existencia, tanto individual como
colectiva, interpretada según las categorías, los mitos y los valores de una ideología sacralizada
en la forma de una religión política, con el propósito de modelar al individuo y a las masas
merced a una revolución antropológica para regenerar al ser humano y crear un hombre nuevo,
consagrado en cuerpo y alma a realizar los proyectos revolucionarios e imperialistas del partido
revolucionario, en procura de crear una nueva civilización de carácter supranacional.”

Bobbio -> totalitarismo

Una característica específica del totalitarismo es la movilización total del cuerpo social, con la
destrucción de todas las líneas entre el aparato político y la sociedad […] la acción totalitarista
penetra en la sociedad hasta sus células más escondidas, la envuelve totalmente. Los elementos
constitutivos del totalitarismo son la ideología, el partido único, el dictador, el terror. La
ideología totalitaria es la crítica radical a la situación existente y una guía para su transformación
también radical y orientan su acción hacia un objetivo sustancial: la supremacía de la raza elegida
o la sociedad comunista […]. El partido único, animado por la ideología, se opone y se sobrepone
a la organización del Estado, trastornando la autoridad y el comportamiento regular, politiza a
todos los grupos y a las diversas actividades sociales.

El dictador totalitario ejerce un poder absoluto sobre la organización del régimen, haciendo
fluctuar a su gusto la jerarquía, sobre la ideología, de cuya interpretación y aplicación el dictador
es el depositario exclusivo. El terror totalitario inhibe toda oposición y aun las críticas más
débiles y genera coercitivamente la adhesión y el apoyo activo de las masas al régimen y al jefe
personal. Los factores que hicieron posible el totalitarismo son la formación de la sociedad
industrial de masas, la persistencia de un ámbito mundial dividido y el desarrollo de la tecnología
moderna. […] Un ámbito internacional inseguro y amenazador permite y favorece la penetración
y movilización total del cuerpo social. Por otro lado, está el impacto del desarrollo tecnológico
sobre los instrumentos de violencia, los medios de comunicación, las técnicas organizativas y las
de supervisión permiten un grado máximo de control, sin precedentes en la historia. […]

En síntesis, el concepto totalitarismo designa a un modo extremo de hacer política más que a
cierta organización institucional. Este modo extremo de hacer política que penetra y moviliza a
toda la sociedad, destruyendo su autonomía, se encarnó en dos regímenes políticos únicos,
temporalmente circunscritos… sin duda esta forma de hacer política dejó una huella indeleble
en la historia y la conciencia de los hombres del siglo XX

Casanova, Julián, Europa contra Europa, 1914-1945. Barcelona, Crítica, 2011, Cap. V “Una
guerra internacional en suelo español”

La guerra civil española (1936-1939) fue un conflicto militar iniciado a partir de la sublevación
militar de 1936 contra el gobierno del Frente popular pero también una guerra entre diferentes
concepciones del orden social, entre el catolicismo y el anticlericalismo y una guerra de ideas
que estaban en pugna en el escenario internacional. En la guerra civil española cristalizaron
batallas universales entre propietarios y trabajadores, Iglesia y Estado, oscurantismo y
modernización, dirimidas en un marco internacional desequilibrado por la crisis de las
democracias y la irrupción del comunismo y del fascismo. Si bien el autor da cuenta de la
complejidad de una guerra civil que debe ser estudiada teniendo en cuenta las características
específicas de España y no puede, por tanto, ser reducida a un mero conflicto entre comunismo
o fascismo o entre fascismo y democracia, también entiende que es necesario comprender el
marco internacional sobre el que tuvo un fuerte impacto.

Con el advenimiento de la Segunda República (1931-1939) las tensiones germinadas durante las
dos décadas previas con la industrialización, el crecimiento urbano y los conflictos de clase se
situaron en primer plano. España, que había evadido la crisis de la pos primera guerra mundial,
no pudo evitar los conflictos generados a partir de la implementación de la legislación
republicana. En un país de frecuentes pronunciamientos militares durante el siglo XIX, la
República encontró serias dificultades para consolidarse debido al acoso de las fuerzas de
derecha aglutinadas tras el catolicismo político y de las fuerzas de izquierda que preferían la
revolución como alternativa al gobierno parlamentario. A pesar de ello la guerra civil fue el
resultado inmediato de una sublevación militar que arrebató al Estado republicano el
monopolio de los mecanismos de coerción e impuso una situación de soberanía múltiple: el
bando republicano (compuesto por liberales, republicanos, anarquistas, socialistas,
comunistas), defensor de un gobierno legítimamente constituido y el bando nacionalista
(compuesto por los carlistas, la falange y encabezado por los militares insurrectos) golpista.

A partir de los ‘Acuerdos de no intervención’ suscritos por los países europeos deseosos de
apaciguar a los fascismos y evitar una nueva conflagración mundial, el bando republicano no
recibió la ayuda de países como Inglaterra y Francia; no sucedió lo mismo con el bando
nacionalista que recibió el apoyo total de Italia y Alemania inclinando la balanza de la contienda
a su favor.

Es posible ver en esa composición de fuerzas una demostración nacional de un enfrentamiento


mayor a escala continental (antifascismo versus fascismo) pero también un triunfo con Franco
de Hitler y Mussolini y una derrota, con la Segunda República, de las democracias europeas.

Fritzsche, Peter, De alemanes a nazis 1914-1933, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006.

¿Por qué millones de alemanes se transformaron en nazis? ¿Qué motivó a una parte muy
importante de los ciudadanos de la República de Weimar a votar por el partido de Adolf Hitler,
transformarlo en el más grande y socialmente más diverso de Alemania, y facilitarle el derecho
a asumir el gobierno? Peter Fritzsche no considera a los nazis como un fenómeno conservador,
reaccionario o pequeño burgués, ni explica su atracción popular recurriendo al militarismo, al
nacionalismo o al autoritarismo alemán. Tampoco cree que el éxito nacionalsocialista pueda ser
explicado apelando al resentimiento popular contra los aliados o el tratado de Versalles, ni por
la extraordinaria catástrofe económica provocada por la Gran Depresión. Rechaza, además, la
idea de que los nazis simplemente pusieron en funcionamiento prejuicios culturales
compartidos por la mayoría de la población, como el antisemitismo, que aunque muy corriente
en la Alemania de Weimar, no alcanzaría a explicar por qué la gente apoyó a Hitler. Otra es la
clave que encuentra el autor para explicar las razones del inmenso poder de atracción del
fenómeno nazi y su llegada al poder: el activismo sin precedentes de tantos alemanes en las tres
primeras décadas del siglo. Fritzsche coloca a 1914 como el punto de partida adecuado para
entender por qué y cómo los nazis llegaron al gobierno, pues el inicio de la guerra habría
marcado un quiebre total en la cultura política alemana. La declaración de la guerra en agosto
de 1914 habría completado el inconcluso proceso de unificación nacional de 1871, forjando una
identidad marcadamente alemana. La movilización provocada por la contienda bélica fue
acompañada por una efusiva retórica de armonía social y una ola de entusiasmo público. A partir
de ese momento en las distintas ciudades alemanas surgió una actividad cívica sin precedentes
que transformó las relaciones entre el Estado y la sociedad y reveló al pueblo alemán como un
actor político. Desde entonces en la política alemana se puso en movimiento una dinámica
populista marcadamente democrática que legitimó diversas iniciativas “nacionalsociales” que
proponían una sociedad más inclusiva y solidaria.

El libro, pensado como una biografía colectiva, se divide en cuatro capítulos que reconstruyen
momentos de movilizaciones populares masivas: las celebraciones espontáneas que aclamaron
la guerra en julio y agosto de 1914; el levantamiento popular contra el Káiser de noviembre de
1918, la celebración de la toma del poder por Adolf Hitler en enero de 1933 y la fiesta del 1 de
mayo del mismo año.

Para Fritzsche la “revolución política de 1933” no fue impulsada por la nostalgia del pasado
imperial o el temor a una revolución socialista, sino que fue un movimiento mucho más
optimista orientado hacia el futuro que prosperó en tanto parecía constituir una alternativa
tanto a las prerrogativas de los grupos de interés de la república de Weimar como al tradicional
sistema jerárquico del Imperio. En su opinión, los nazis fueron unos “innovadores ideológicos”
que respondieron de manera mucho más exitosa que sus diferentes competidores a las
demandas de soberanía política y reconocimiento social. Colocando a la nación como el sujeto
fundamental de la historia respondieron tanto a los anhelos nacionalistas como a los impulsos
de reforma social que habían sido legitimados por las experiencias de la guerra. Su imagen de la
comunidad del pueblo, que habría brindado a los alemanes un sentido mancomunado y
abarcador de identidad colectiva, se correspondería con el “nacionalismo populista de clase
media” y con las “sensibilidades socialistas de los trabajadores”, dejando lugar tanto para los
deseos individuales de movilidad social como para los reclamos colectivos de igualdad social.

La enorme amplitud de ese programa de renovación habría hecho que los nazis se destacaran
del resto de los partidos políticos y los habría vuelto tan atractivos para los elementos
heterogéneos que constituyeron su electorado.

Hobsbawm, Eric J., Historia del siglo XX, Barcelona, Crítica, 1995, Cap. IV: “La caída del
liberalismo”.

En este capítulo el autor da cuenta de las características centrales de la etapa comprendida entre
el fin de la Primera Guerra Mundial y el inicio de la Segunda. El aspecto más sobresaliente del
período de Entreguerras fue la crisis de los valores e instituciones de la civilización liberal
decimonónica.

La Primera Guerra Mundial fue un acontecimiento catastrófico, un dramático punto de


inflexión en la historia mundial. Es el fin de la civilización occidental del siglo XIX y su carácter
capitalista, eurocéntrico, con sistemas jurídicos liberales, cuya corriente principal de
pensamiento confía en la razón y en el progreso material y moral de la humanidad, y se
vanagloria de sus avances científicos y educativos. La guerra masiva, con sus millones de
muertes, pone en crisis las viejas certezas: es la prueba más clara de que el progreso científico
no lleva necesariamente a la felicidad humana.

La guerra trae aparejadas la inquietud social y la revolución: motines en los ejércitos desde
1916, la revolución bolchevique en Rusia en 1917, la agitación obrera y las revoluciones
socialistas en Italia y en Europa del Este durante la temprana posguerra. La existencia de un
Estado no capitalista, la Unión Soviética, y la amenaza que supone para los demás países, marca
desde entonces el tono de la política internacional. El reordenamiento geopolítico de posguerra
diseñado en los diferentes tratados generó la semilla de la futura discordia.

Durante los veintiún años que transcurrieron entre las dos guerras mundiales (‘Era de la
catástrofes’ según Hobsbawm), Europa atravesó una época convulsiva producto de la
incapacidad e impotencia del liberalismo burgués para enfrentar- dentro de los viejos esquemas
y marcos políticos-ideológicos- las consecuencias de las transformaciones acaecidas durante el
último cuarto del siglo XIX. Tras los primeros años de posguerra, llenos de dificultades, los
europeos vivieron un corto período de esperanza que coincidió con una etapa de prosperidad
superficial (los ‘felices años ’20’); sin embargo, el crack bursátil de 1929 truncó aquella bonanza
económica y política y las ya existentes doctrinas antiilustradas (fascismo, nazismo) comenzaron
a afianzarse en suelo europeo.

La crisis de la ideología liberal-iluminista da lugar a toda una serie de actitudes muy diferentes.
El pacifismo es uno de los resultados de la experiencia de la guerra, pero también lo es la
ideología de aquellos (en su mayoría ex combatientes) que consideran a la guerra como una
experiencia purificadora, de regeneración nacional, y exaltan la camaradería de la trinchera y
los valores de la fuerza y el coraje, de la pasión nacional y la vitalidad juvenil. Actitudes de este
último tipo se encuentran detrás de movimientos nacionalistas como el fascismo italiano o el
nazismo alemán, que reemplazan los regímenes liberales por nuevos modelos jurídicos y
políticos de extrema derecha (aunque una derecha de nuevo cuño, que no plantea una vuelta a
un pasado remoto y feliz sino la construcción de una sociedad nueva y la movilización de las
masas).

Durante el período de Entreguerras convivieron diferentes escenarios políticos: la democracia


liberal subsiste en Francia e Inglaterra, Suiza, Holanda y Bélgica; el fascismo triunfa en Italia y el
nazismo en Alemania, la socialdemocracia en Escandinavia, el New Deal en EEUU, las dictaduras
en Europa del este y península ibérica y el comunismo en la Unión Soviética. Esa conflictiva
convivencia de diferentes familias ideológicas llegó a su punto álgido en 1933 con la llegada de
Hitler al poder en Alemania y la conversión del fascismo en un fenómeno de dimensión europea;
a partir de entonces se polarizó y radicalizó la lucha entre quienes se consideraban herederos
de la Ilustración (liberalismo y comunismo) y quienes se definían esencialmente como
antiiluministas (fascismos). En esta ‘guerra civil europea’ fueron los intelectuales europeos que
rechazaban el fascismo los primeros en alinearse dentro de un bando antifascista que encontró
en la guerra civil española la dimensión simbólica de esa causa supranacional que los convocaba
al combate ideológico y donde lo que estaba en juego era el porvenir de Europa.

La Segunda Guerra mundial enfrentó a las democracias liberales y el comunismo ‘contra un


enemigo común e ideológico’ que se revelaba difícil de apaciguar y con el que ya no era posible
acordar. Si en un primer momento el temor al ‘bolchevismo’ y el trauma de la guerra
alimentaron una voluntad negociadora por parte de Inglaterra y Francia en relación a las
exigencias de Hitler, el descubrimiento de una naturaleza inédita y temible en el nazismo los
obligó a reaccionar. Si el antifascismo fue posible para aquellos que no comulgaban con el
comunismo fue precisamente por el contexto de depresión económica internacional, de ascenso
del fascismo y de crisis profunda de las instituciones liberales.

Kershaw, Ian, Hitler 1889-1936, Barcelona, Península, 1999, Cap.11 “La fabricación del
dictador”.

En este capítulo el autor insiste sobre el carácter “accidental” de la llegada al poder de Hitler
que fue menos un “triunfo de la voluntad” que la consecuencia de un contexto histórico y social
particular que Hitler habría aprovechado brillantemente. El poder de Hitler creció hasta el punto
de hacer del dictador un objeto de culto.

Kershaw intenta reconstruir una historia donde Hitler es un factor importante pero no la clave
explicativa del fenómeno nazi. Hitler fue fruto de una sociedad (“La fabricación del dictador”)
pero a su vez esa sociedad es utilizada por un hombre convertido en dictador. El resultado es la
configuración de una forma de poder personalista, un Estado moderno personificado en esta
autoridad carismática. El culto al Fuhrer tuvo un efecto corrosivo que sirvió, por un lado, para
debilitar oposiciones y por el otro para “trabajar en la dirección del Fuhrer”. La ideología
exaltada de Hitler se encarnó, sin que él interviniese directamente, en objetivos realizables y
realizados. Esto es lo que explica la excepcionalidad del Estado nazi: la conformación de una
autoridad simbólica y carismática con una inestabilidad intrínseca en el corazón de un Estado
capitalista moderno en crisis (crisis de legitimidad de las élites, crisis económica, etc) y la
conformación de una “comunidad carismática” que delegó sus esperanzas en una autoridad
mesiánica y terminó conduciendo a la destrucción y autodestrucción.

Kershaw propone un estudio ecléctico que intenta combinar estructuras y actores. Para ello
recurre a la idea de cártel de poder hacia 1933 entre diferentes bloques (élites, partido nazi y
Ejército) con afinidad de intereses aunque no con identidad de objetivos (represión de la
izquierda y rearme, es decir, estabilización política y económica). La ampliación y consolidación
del poder de Hitler entre 1933 y 1934 fue más el resultado de las acciones de otros que del
propio Hitler. En el curso de un año se eliminaron todas las trabas legales a la concentración del
poder y se nazificaron, desde arriba o por decisión propia, diferentes sectores de la sociedad

Una vez en el poder las SS, como encarnación institucional de la autoridad carismática, fueron
no solo el cuarto integrante de ese cártel sino el actor principal que permitió, especialmente a
partir de 1938, la autonomía respecto de la élites y del aparato estatal.

Kershaw no descarta al momento de analizar las condiciones que hicieron posible al nazismo
determinadas corrientes de continuidad en la cultura política alemana, pero se centra
preferentemente en un período corto caracterizado por las crisis en varios niveles que sufrió la
República de Weimar. La crisis del orden liberal conservador facilitó a Hitler la legalidad del
acceso al poder bajo la creencia de que en un gobierno de coalición el mismo ejercería sólo un
poder transitorio. La Historia demostró lo erróneo de esta visión.

Kershaw Ian, La dictadura nazi. Problemas y perspectivas de interpretación, Argentina, Siglo


XXI, 2004, Cap. 3 “Política y economía en el estado nazi.”

Como a lo largo de todo el libro, en este capítulo de La dictadura nazi el autor se dedica a analizar
un tópico específico del proceso histórico del nacionalsocialismo alemán, resumiendo los
antecedentes bibliográficos, problematizando las diversas aristas del tema y presentando suss
propias conclusiones.

En este caso el objeto es la relación entre política y economía en el Estado Nazi, más
específicamente el intento de desentrañar hasta qué punto el ascenso del nazismo fue producto
del carácter específico del capitalismo alemán.

Kershaw impugna las dos respuestas extremas a esa cuestión, es decir por un lado que el
nazismo fue criado por el capitalismo alemán y por el otro, que no existieron lazos importantes
entre ambos. El autor señala que lejos de abrazarlo con entusiasmo, los capitalistas alemanes
aceptaron el ascenso del nazismo como última opción direccionada a deshacerse de la República
de Weimar, reemplazándola por una opción que restaure la rentabilidad.

En relación con esto el capítulo analiza la cuestión del mayor o menor grado de autonomía que
la política nazi tuvo con respecto a la economía. Cita aquí la controversia entre la mirada más
ortodoxamente marxista-leninista que caracterizaba al nazismo como una herramienta del
capital monopolista y las miradas que plantean una profunda primacía de la política en las
decisiones de Hitler y sus seguidores.

Kershaw afirma que la dicotomía simplifica excesivamente el análisis, que más bien debería dar
cuenta del Régimen Nazi como un pacto entre tres bloques de poder: el nazismo estrictamente
dicho, los grandes intereses económicos (especialmente los industriales) y el ejército. Este pacto
fue catalizado en gran medida por el proceso de rearme masivo de Alemania, y tuvo la
característica de ir girando hacia una posición en la que las exigencias políticas e ideológicas de
los nazis fueron cada vez más dominantes. Más allá de las tensiones que este giro generó con
respecto a la dirigencia industrial, Kershaw destaca que la misma, a diferencia del ejército y la
aristocracia alemana, se mantuvieron al margen de cualquier esbozo de resistencia al nazismo.

Malefakis, Edward (ed), La Guerra de España, 1936-1939, Madrid, Taurus, 1996, Cap.21
“Balance final”.

En este capítulo final del libro sobre la Guerra Civil Española, el autor se propone brindar una
serie de reflexiones a modo de balance.

En primer lugar, Malefakis resalta la abultada cantidad de literatura que generó la Guerra Civil,
mayor incluso que la dedicada a las revoluciones rusa y china, a pesar del menor impacto global
que generó. La profunda complejidad del conflicto, sus aristas políticas, religiosas, sociales e
ideológicas, más allá de su componente estrictamente bélico, explican ese gran abanico de
obras, pero también la falta de una historia plenamente convincente.

Malefakis afirma que recién a partir del siglo XIX, España devino en una sociedad con grandes
conflictos. Hasta el momento en que la guerra independentista contra la invasión napoleónica,
desató una serie de tensiones latentes, la española había sido una de las sociedades más
tranquilas de Europa. Las guerras carlistas y los conflictos catalán y vasco, aparecen como
ejemplo de este in crescendo de conflictividad. A pesar de todo esto, el autor está convencido
de que de ninguna manera esta situación hacía de la Guerra Civil, un destino inevitable.

El autor ubica entre las causas de la guerra, motivos de muy diferente orden. Caracteriza a la
Segunda República como un régimen sumamente ambicioso, liderado por una clase media
idealista (algunos de ellos miembros del ejército leal) y con una relación no exenta de conflictos
pero fraternal con el proletariado. Asimismo destaca la radicalización política de la clase obrera,
y el aumento de la actividad y la incidencia de Anarquistas y Socialistas. Todo esto la llevó a
resistir el pronunciamiento militar, que de otra forma hubiera sido uno más de la historia de
España.

La situación internacional, también tuvo una importancia especial en el desencadenamiento del


conflicto, pero según Malefakis, más por la influencia del “clima de época” que por lo que las
potencias extranjeras (especialmente se suele mencionar a Italia y Alemania) aportaron
efectivamente para la que la Guerra se iniciara. Más allá de estas consideraciones, el texto
afirma que sólo el ejército franquista era capaz de desencadenar una guerra como la que
sobrevino.

Por último Malefakis relativiza la singularidad de la división dentro del bando republicano. El
autor afirma que este tipo de tensiones internas, son habituales dentro de los bandos
contendientes en guerras civiles y remarca que lo llamativo en todo caso, sería la sólida unidad
del bando nacional.

Finalmente, en un texto que avanza mucho en hipótesis contrafactuales, Malefakis afirma que
sólo una participación más activa de Francia y Gran Bretaña a favor de los republicanos, podría
haber modificado el rumbo de la Guerra Civil.
Paxton, Robert, Anatomía del fascismo, Barcelona, Península, 2004, “Introducción”, Cap. 3 “La
llegada al poder”, Cap. 4 “El ejercicio del poder”.

Capítulo 3 “La llegada al poder”

En este capítulo el autor aborda la llegada del fascismo al poder poniendo en diálogo los casos
italiano y alemán, y el rol cumplido por los líderes de los movimientos: Mussolini, en 1922 y
Hitler, en 1933, respectivamente.

Para ésto, pone en discusión dos mitos interpretativos generalizados: el primero explica la
llegada al poder como una toma de éste por parte de los fascistas, mediante un golpe de Estado;
el segundo explica que el voto popular habría catapultado a los líderes de los movimientos
fascistas a la conducción de sus gobiernos.

Otra interpretación extendida que el autor discute es la del impulso que, por sí mismos, habrían
tenido los líderes fascistas en su camino al poder, cuestionando el “mito del Führer” o el “mito
del Duce”.

De esta manera, desarrolla su explicación a través de la alianza que -en contextos de crisis
generalizada- habrían establecido los grupos conservadores en el poder con los líderes fascistas,
que, a cambio de un lugar en el gobierno, aportarían el apoyo de las masas; rostros jóvenes y
nuevos al orden político envejecido y desgastado; compromiso y disciplina; y, principalmente,
un abigarrado socio contra la izquierda. Este último aspecto habría sido crucial para sellar la
alianza entre los conservadores y los fascistas, catapultando a estos últimos al poder.

El autor realiza, además, comparaciones con otros regímenes de derecha -como las dictaduras
tradicionales- y las alternativas que adoptaron los gobiernos de otros países que, también en
contextos de crisis, no necesitaron de los fascistas para mantener el poder.

Capítulo 4 “El ejercicio del poder”.

En esta oportunidad, una vez analizado el acceso al gobierno por parte de los líderes fascistas,
Paxton aborda la forma en que actuaron en el poder y las dificultades con que se encontraron
en las negociaciones con distintos grupos para mantener su predominio. En una primera lectura,
explica la conformación de los nuevos gobiernos fascistas (alemán e italiano) a partir del
concepto de “Estado dual” –tomado de Ernst Fraenkel- conformado por un “Estado normativo”,
compuesto por las instituciones y las autoridades legales, en confrontación y tensión con un
“Estado prerrogativo”, formado por las organizaciones del partido.

Sin embargo el autor considera que esta imagen del Estado por sí sola es incompleta: por un
lado porque no tiene en cuenta a la opinión pública; por otro lado porque no contempla la
diversidad de actores sociales que estuvieron en tensión -que Paxton incluye en su análisis- y
que habrían participado en la pugna por el poder. Elementos de la sociedad civil, “islas de
separación” les llama, que sobrevivieron y resistieron al proceso de totalización del Estado
dictatorial.

De esta manera, los actores que Paxton pone en diálogo son: el caudillo; el partido; el Estado; la
sociedad civil. El autor encuentra fundamental desarrollar este tipo de análisis ya que considera
que examinar las tensiones entre los diferentes actores es lo que explica el ejercicio fascista del
poder, por sobre la idea extendida de la lectura “intencionalista” del fascismo, que pone luz
solamente en la figura del líder carismático. A su vez, el peso de un actor con relación a otro es
lo que marca las diferencias más agudas entre la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler.

Hacia el final de este capítulo, Paxton reflexiona sobre los alcances limitados que tuvo la
“revolución” fascista, que no dio por tierra con el sistema económico capitalista ni derribó las
jerarquías sociales. Considera que el fascismo fue solamente revolucionario en sus concepciones
radicalmente nuevas de ciudadanía, intentando realizar una “revolución del alma”, que
subordinara el individuo a la comunidad.

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