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Efusión y Tormento, el Relato de los cuerpos.

Historia del Pueblo en el siglo


XVIII, Arlette Farge

Avecindarse y desplazarse, Habitar el espacio

Para los más humildes, habitar el tiempo y el espacio significa no tener otra
vivienda más que sí mismos, significa no tener otra cosa más que sus cuerpos
para colocar entre ellos y el entorno. Al desnudo, sólo con su fuerza física y
moral para comunicarse y trabajar, el habitante de la región parisina se desplaza,
entre su lugar de descanso (una habitación o amueblado sin intimidad) y su
lugar de trabajo.

Los vecinos pertenecen físicamente a un mismo espacio, pero a esa observación


hay que agregarle una dimensión levemente afectiva, pues entra en juego la idea
de la similitud y el parecido. Una obligación moral, difusa pero estricta, exige
que los vecinos reunidos en un mismo espacio, por casualidad o por elección
propia, logren que reine la paz y la tranquilidad pública, lo que podríamos
llamar una comunidad de entendimiento. Ser vecino, pertenecer al barrio
implica ciertas obligaciones y solidaridades, una preservación del orden, la
limpieza y el respeto por el otro.

En París en el siglo XVIII, existen 20 barrios y 48 comisarios ayudados por


inspectores a menudo especializados. No hay nada que pueda perturbar la
tranquilidad pública que no sea de la competencia del comisario, quien posee
además un poder de negociación con los habitantes, de consejo y de
conciliación.

Los vecinos nos constituyen una masa inmóvil. Van y vienen en el espacio
parisino y sus alrededores, viven sin tranquilidad ni estabilidad en busca de un
trabajo y conocen una promiscuidad tenaz que los hace vivir constantemente sin
intimidad, en el espacio público, bajo la mirada de todos. En esa vida
desordenada, violenta, abierta a todos los imprevistos, tiene poder otra
autoridad, esta vez eclesiástica. El cura de la parroquia es también aquel que
puede entregar certificados de buenas costumbres o buena vecindad.

Ser del barrio es una pertenencia valorada y apreciada por los vecinos. Este
espacio es el lugar de todos los tumultos, de todas las agitaciones y podemos
afirmar sin equivocarnos que nunca adopta un rostro calmo. Dentro de ese
espacio, las reputaciones de unos y otros se arman y se desarman a una
velocidad impresionante, y aunque estable en el plano espacial, está animado
por temporalidades muy diversas y discontinuas donde reina lo efímero.

La población precaria pasa de una ocupación a otra, guiada por las estaciones o
por las ocasiones. Forzada a la inestabilidad, la población vive de instante en
instante. La oralidad, las creencias múltiples y lo que se suele llamar
supersticiones, la adhesión a los espectáculos de las calles que mezclan
curiosidades, picardías y monstruosidades impregnan las sensibilidades.
Los cuerpos albergan o provocan en ellos las posibilidades de inventar algo
diferente de lo que les ofrecen las autoridades, ésta pasa por los cuerpos que se
agrupan y se expresan, con la intención de evitar la dominación que lo político
ejerce sobre ellos. Los cuerpos formulan para quien quiera oírlos lo que ellos
sienten frente a la presión y la inmanencia del poder.

Las historias de amor y de seducción también se prestan a discusión, una mirada


mal dirigida o un gesto ligero irrita a los vecinos, a los amantes, y a los amigos,
a los maridos y a las esposas, las faltas a las marcas de fidelidad parecen
intolerables. Avecindarse significa arriesgarse a los golpes y las peleas.

Pese al constante tumulto de la vecindad, cada uno se esfuerza por parecer


legítimo ante los demás, pues ser conocido en su barrio es una ventaja, sobre
todo porque los observadores de la policía están encargados de captar las
palabras divulgadas por el barrio. Uno de los primeros vínculos que favorece
una comunión de cuerpos está forjado por la información, la búsqueda de
novedades, el conocimiento de los delitos o los crímenes conocidos. No hay
barrio que no tenga un informante propio. Y los niños ocupan un lugar evidente
en ese papel de informantes.

Los cuerpos de los habitantes están familiarizados con la desdicha del otro y con
los infortunios sufridos. Avecindarse significa estar al corriente tanto de los
malestares como de las actitudes deshonestas o delictivas de aquellos que lo
rodean. Todo se expresa a cielo abierto.

Por más que el desorden sea evidente y que los desbordes se produzcan de
manera ordinaria, reina el deseo colectivo de vivir mejor y de impedir todo
aquello que podría perjudicar a la colectividad.

Sentir odio por alguien significa estar dispuesto a darle una golpiza soberana o a
injuriarlo como bien le plazca. Casi todas las conversaciones están atravesadas
por halos emocionales que ponen en juego a los cuerpos. Los cuerpos se chocan
o se injurian con facilidad ante la menor afrenta a su honor o a su modo de
sociabilidad.

Entre los habitantes, esta conciencia de vivir dominados y sometidos provoca


una fuerte dependencia que a veces cobra la forma de la solidaridad y las
alegrías colectivas compartidas y otras, la de los celos, el odio y las rivalidades.
En el miso instante en que se producen algunos incidentes, empujar el puesto de
un vendedor, una injuria contra una mujer, etc. La identidad social, afectiva y
económica de los cuerpos se ve perturbada.

Para ir a trabajar, a menudo hay que desplazarse fuera de París y por lo tanto
dejar los espacios más o menos protegidos de la capital para recorrer las rutas,
atravesar los bosques y ríos, bordear las planicies y llegar a los pueblos. El
éxodo rural y el paso de las estaciones arrojan a los caminos a muchos hombres
o mujeres, que han dejado tras de sí a sus familias en busca de una ocupación.
Para evitar pagarles a los barqueros muchos cruzan a nado los ríos asumiendo
todo tipo de riegos y en condiciones poco favorables, a veces sosteniendo en
alto sus pertenencias para mantenerlas secas. La itinerancia implica los
encuentros buenos o malos con el otro, las mordeduras de animales, la severidad
de los senderos apenas desbrozados carentes de circulación y de control. En los
caminos todo es imprevisible.

Cuando leemos las actas de recolección de cadáveres hallados en el sena o en


los caminos, descubrimos, conservados en los cuerpos, restos de papeles,
fragmentos de escritura, jirones de certificados lavados por el agua que los
náufragos o las víctimas de muerte súbita en la ruta llevaba consigo,
precavidamente. Sin o casi sin cultura escrita, conviven con el texto escrito. Ese
papel es un signo de pertenencia cosa que todos necesitan mucho. En esa
sociedad oral, las personas intuyen el peso de lo escrito como una prueba de
identidad y una manera de observarse actuar y vivir dentro del ordenamiento
regulado del mundo.

El bosque, lugar de vagabundeo, hace aflorar la irracionalidad, olvidar las


prohibiciones. El loco encuentra allí un espacio propicio para sus frenesís
corporales y sus esperanzas de unirse con el cosmos tan sagrado como
diabólico. Para otros, la larga soledad y el vagabundeo prolongado, la necesidad
de esconderse en cado de sentencia en rebeldía o de deserción dan lugar a
divagaciones y desórdenes mentales que provocan alucinaciones, confusiones y
actitudes rápidamente agresivas.

El errante “ordinario” que busca trabajo o se desplaza para su empleo conoce


muy bien los códigos y las costumbres de las largas marchas, es decir, las
formas de sociabilidad que hay que cultivar, sabe como atravesar los pueblos sin
provocar hostilidades. Pero una cosa es “saber” y otra cosa es practicar dichas
costumbres.

No hay ninguna palabra que carezca de importancia, ningún saludo que sea
insignificante, ningún gesto que no sea interpretado. Existe una “puesta en
escena ordinaria” de la vida de los cuerpos en los caminos y hay que someterse
a ella. Es importante por ejemplo quién debe dejar pasar primero al otro en un
vado, todo puede prestarse a discusión, pues se supone que cada gesto debe
enunciar marcas de respeto y preservar el honor. Si se produce una pelea y luego
golpes tan graves que provocan la muerte, aquel que ha golpeado teje su relato
muy codificado ante el comisario, destacando lo que él considera como faltas al
honor o a la honestidad. La muerte causada se recita no como un crimen, sino
como una respuesta cuasi heroica ante la ofensa.

Suele ocurrir que cuando regularmente se toman los mismos caminos, la gente
se encuentre con las mismas personas y que se pueda entablar una amistad, pero
la amistad de la ruta es un proceso efímero. Alguien puede entregar pronto su
confianza tras realizar una parte de su recorrido con un compañero para matar la
soledad, pero cualquier incidente puede hacer que se la retire.

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