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familia androide
Aquí estoy creando nuevos cielos y una nueva tierra; y las cosas anteriores no serán
recordadas, ni subirán al corazón.
(Isaías 65:17)
“Hoy por la mañana, apenas acabado el desayuno, a mamá se le pasó la mano al darle a
papá la dosis cotidiana de cuerda.
Tomar un poco de cuerda todas la mañanas es un vicio erradicado desde hace mucho
por las autoridades sanitarias; sin embargo, a papá se lo permiten. A la chita callando, es
cierto; pero se lo permiten. Papá está viejo, casi herrumbrado. Es una especie de institución
nacional. Quizás por eso las autoridades le permiten todavía tensar de vez en cuando su
muelle espiral.
Papá fue el primer robot personalizado. De todos los alegres miembros de la primera
cohorte, es el único superviviente. Pudo haber muerto, como murieron los demás; pero lo
salvó, entre otros motivos, el hecho de ser, en un sentido cronológico, el primero de la
primera generación. Los robots somos sentimentales. Si no, que lo diga mamá: pese a sus
refunfuños y caras agrias, todos los días le administra una porción de cuerda a papá. Y eso
que mamá es de la segunda generación.
Cuando a mamá se le pasa la mano y da más vueltas de las prescritas a la llave, papá se
descompone y vive un día de sobreexaltación inaguantable: se le encienden las luces sin
qué ni para qué; los circuitos se le atoran; vibra, ronronea, palpita y cuenta cosas. Para mí
esto último es lo peor de todo, pues el único a quien papá cuenta sus asuntos es a mí.
No quiero que se me acuse de poco amor filial; pero es que, según mi memoria, papá
ha tenido conmigo 17,236 sesiones de recuerdos. Aunque sentimental, yo seré poco
emotivo ya que fui programado con cierta evolución; con todo, no hay robot que aguante a
oír, sin fundirse, 17,236 veces las mismas historias. Las mismas-historias-en-el-mismo-
orden-con-las-misrnas-palabras-pronunciadas-en-el mismo-tono... lo dicho: es para que se
le fundan a uno los circuitos. Creo que, deliberadamente, mamá me programó dotado de
una paciencia ilimitada. Por eso aguanto sin reventar.
Papá hace una pausa teatral, aprendida de los viejos actores del Old Vic, antes de
continuar. La pausa le sirve, según él, para prestar un aire de suspense a la narración; pero
también le sirve para meter, como al desgaire, el dedo en el enchufe eléctrico, Papá supone
que yo no le veo hacer tan fea cosa. Es una tradición que pescó durante su servicio,
empujado por un auxiliar de laboratorio que gustaba de verlo borracho.
De nada me valdría confesarle que ya me contó esa y todas sus demás remembranzas.
8.618 veces —la mitad de las sesiones— le he dicho que ya sé lo que me va a contar. A él
no le importa eso.
—El Ministro de Tecnología llegó, entre una nube de periodistas, para inaugurarme.
Fue en Londres. En 1969. Memorable.
Papá está más exaltado que de costumbre: ha repetido varias veces la misma frase, y no
acierta a continuar. Es natural: cuando la dosis de cuerda es excesiva, el mecanismo se
trastoca. Justamente por ese efecto degenerativo se dictó la prohibición sanitaria.
Ministro: Hhola.
Ordenador: No comprendo.
Ministro: Hola.
Ordenador: Hola. ¿Cómo está Ud.?