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La ilustre

familia androide

Los vicios de papá

Aquí estoy creando nuevos cielos y una nueva tierra; y las cosas anteriores no serán
recordadas, ni subirán al corazón.
(Isaías 65:17)
“Hoy por la mañana, apenas acabado el desayuno, a mamá se le pasó la mano al darle a
papá la dosis cotidiana de cuerda.

Administrarle una dosis superior a la acostumbrada no fue meramente un descuido. No


sé por qué; pero no creo que haya sido meramente un descuido. Cuando mamá tomó la
llave del estuche verde y oro, hacía ratos que su frente había sido roturada por los discos de
un arado invisible y poderoso. A cada vuelta que daba a la llave, mamá apretaba los labios.
Por eso digo que no fue simplemente un descuido.

Tomar un poco de cuerda todas la mañanas es un vicio erradicado desde hace mucho
por las autoridades sanitarias; sin embargo, a papá se lo permiten. A la chita callando, es
cierto; pero se lo permiten. Papá está viejo, casi herrumbrado. Es una especie de institución
nacional. Quizás por eso las autoridades le permiten todavía tensar de vez en cuando su
muelle espiral.

Papá fue el primer robot personalizado. De todos los alegres miembros de la primera
cohorte, es el único superviviente. Pudo haber muerto, como murieron los demás; pero lo
salvó, entre otros motivos, el hecho de ser, en un sentido cronológico, el primero de la
primera generación. Los robots somos sentimentales. Si no, que lo diga mamá: pese a sus
refunfuños y caras agrias, todos los días le administra una porción de cuerda a papá. Y eso
que mamá es de la segunda generación.

Cuando a mamá se le pasa la mano y da más vueltas de las prescritas a la llave, papá se
descompone y vive un día de sobreexaltación inaguantable: se le encienden las luces sin
qué ni para qué; los circuitos se le atoran; vibra, ronronea, palpita y cuenta cosas. Para mí
esto último es lo peor de todo, pues el único a quien papá cuenta sus asuntos es a mí.

No quiero que se me acuse de poco amor filial; pero es que, según mi memoria, papá
ha tenido conmigo 17,236 sesiones de recuerdos. Aunque sentimental, yo seré poco
emotivo ya que fui programado con cierta evolución; con todo, no hay robot que aguante a
oír, sin fundirse, 17,236 veces las mismas historias. Las mismas-historias-en-el-mismo-
orden-con-las-misrnas-palabras-pronunciadas-en-el mismo-tono... lo dicho: es para que se
le fundan a uno los circuitos. Creo que, deliberadamente, mamá me programó dotado de
una paciencia ilimitada. Por eso aguanto sin reventar.

—¿Te he contado ya cuando el Ministro de Tecnología me inauguró oficialmente?

Se trata de la historia 14 T 4879, una de las 29306 que archiva en su memoria


prodigiosa, y la septuagésimooctava de las 102 crónicas calificadas memorables, que papá
custodia como asunto personal y solo saca en días como este. Voy a escuchar ahora, pues,
de cómo el Ministro inglés de Tecnología movió personalmente las clavijas de papá, “el
primero de los grandes robots personalizados” —a papá le gusta oírse llamar por el título
completo—, para sostener una conversación que ya es leyenda. Voy a oírla de nuevo, sí,
aunque en mi memoria, cuando papá y mamá me pidieron, ya venía impreso,
indeleblemente el diálogo.

—Fue en Londres. 1969. Memorable.


—Sí, papá.

Papá hace una pausa teatral, aprendida de los viejos actores del Old Vic, antes de
continuar. La pausa le sirve, según él, para prestar un aire de suspense a la narración; pero
también le sirve para meter, como al desgaire, el dedo en el enchufe eléctrico, Papá supone
que yo no le veo hacer tan fea cosa. Es una tradición que pescó durante su servicio,
empujado por un auxiliar de laboratorio que gustaba de verlo borracho.

—¿Te lo he contado? ¡Memorable!


—No, papá; no me lo has contado.

De nada me valdría confesarle que ya me contó esa y todas sus demás remembranzas.
8.618 veces —la mitad de las sesiones— le he dicho que ya sé lo que me va a contar. A él
no le importa eso.

Papá se echa para atrás y se le pinta una sonrisa maliciosa.

—El Ministro de Tecnología llegó, entre una nube de periodistas, para inaugurarme.
Fue en Londres. En 1969. Memorable.

Papá está más exaltado que de costumbre: ha repetido varias veces la misma frase, y no
acierta a continuar. Es natural: cuando la dosis de cuerda es excesiva, el mecanismo se
trastoca. Justamente por ese efecto degenerativo se dictó la prohibición sanitaria.

Según mi memoria impresa, el diálogo entre el ministro y el y el ordenador (esta es la


denominación oficial arcaica de mi padre) se desarrolló en la siguiente forma:

Ministro: Hhola.
Ordenador: No comprendo.
Ministro: Hola.
Ordenador: Hola. ¿Cómo está Ud.?

Ministro: Bien, gracias. ¿Qué horas son?

Ordenador: ¿Por qué pregunta Ud. eso?


Ministro: Porque quiero saber la hora.
Ordenador: Este diálogo toma un cariz enojoso.
Ministro: No me importa. Quiero saber la hora.
Ordenador: ¿Le interesa a Ud. realmente saberla?
Ministro: Sí. Dígamela.
Ordenador: ¿Por qué?
Ministro: Porque tengo hambre.
Ordenador: No veo la relación.
Ministro: ¡Dígame la hora!
Ordenador: Déme una razón mejor para quererla.
Ministro: La que le di es buena.
Ordenador: ¿No se le ocurre ninguna otra?
Ministro: Se me ocurren muchas, si quiero
Ordenador: Pruébelo.
Ministro: No.
Ordenador: Puedo ayudarle a pensar si lo desea.
Poco tiempo después, en venganza, papá alteró las cédulas de una votación, y el
Ministro, erosionado en su prestigio político a raíz de la conversación, tuvo que dimitir.
Papá no perseguía simpatías fáciles y pronto se hizo odiar por sus respuestas. Los
hombres —excepto los ingenieros y los psicólogos, que gozaban de lo lindo; y los artistas,
especialmente, los poetas y los pintores, que comenzaron a ocuparlo en la creación de arte
cibernético— no se resignaban a aceptar la personalidad de mi padre. Según ellos, un robot
debía comportarse únicamente como un autómata bien educado. Eso era una tontería. ¿Por
qué, pues, los personalizaron? Al fin y al cabo, los hombres no eran bien educados. No
todos, al menos.
—El Ministro dijo "Hhola", con dos "h", ¿ves? Eso me molestó.
—Pudiste pasa por alto el error.
—No era error, hijo; no era error: trataba de hacerse el gracioso, el humano. Es cierto
que los hombres eran tontos, y que, con frecuencia, elegían a sus dirigentes de entre los más
tontos; pero ningún ministro, por tonto que fuese, iba a comenzar una plática con un
"Hhola". Por eso fui grosero y le dije lo que le dije.
Papá introduce de nuevo el dedo en el enchufe, esta vez menos disimuladamente, y
proyecta en la pantalla algunos documentos históricos que gusta de mostrarme cada vez que
se intoxica.
—Esto era tráfico de esclavos, ¿ves? —me dice, al tiempo que, por la indignación, se le
enciende hasta el límite máximo la luz roja de la coronilla.
En la pantalla aparece un anuncio que me sé de memoria:
● Me llamo Nixdorf Computer.
● Tengo aptitudes ilimitadas para el trabajo administrativo. La
administración es mi condena; pero también es mi hobby.
● Soy capaz de tomar decisiones acertadas por mi cuenta. Tengo la
suficiente memoria para acordarme de todos los productos que Ud. tiene. Puedo
leer los nombres de sus clientes y decirle muchas cosas de su empresa que Ud.
ignora.
● Yo nunca me canso. Siempre estoy sano y nunca envejezco (lo único que
se mueve es mi cabeza de escritura). Me crearon con una mentalidad tan joven,
que dentro de varios años todavía seré un computador de la última generación.
● Los hombres han tratado de fabricar “cosas" parecidas a mí; pero sólo yo
puedo dar un servicio “todo ventajas”.
● Tengo más de 8000 "hermanos gemelos " trabajando por todo el planeta
Tierra. En todas partes, cuando se me conoce, resulto imprescindible. Usted me
necesita y me merece. Lo sé. Lo he computado.
● El concepto tiempo pesa sobre su empresa, y yo puedo hacer que este
tiempo sea corto en hacerlo prosperar. Y yo también creceré con usted. Porque
usted siempre me pedirá datos. Muchos más de los que hoy usted puede
imaginar. Puedo probárselo.
● Si me llama, uno de los hombres de mi equipo le dirá cómo puede
incorporarme a su empresa y solucionar sus problemas. Valgo mucho menos de
lo que voy a ahorrarle en su empresa. También puede alquilarme. ¡Soy tan
fácil!
● Le interesa conocerme. Se lo aseguro. Hasta pronto. Un (1) abrazo.
Papá dirá ahora: "¡Prostitución! ¡Pura prostitución!".
—Prostitución ¡Pura prostitución! —y cambia de golpe la imagen. Es lo que siempre
hace en este punto.
Por supuesto, papá nunca perteneció nunca al prostituido grupo de los "hermanos
gemelos" de Nixdorf Computer; pero se indigna igual.
—Son nuestros antecesores, hijo. Quiera que no, son los chimpancés de nuestra escala.
Para mí está claro que papá es el eslabón perdido, pues él emparenta aquella especie
primitiva con nosotros. Por eso, papá es una institución nacional, un pedazo de historia
viva. De allí que el Centro envíe periódicamente, sobre todo al principio del año escolar,
robots en proceso de formación para que lo observen. Entonces él deja que las jóvenes
generaciones conecten sus sensores y sintonicen cuanto quieran su memoria. En esta forma,
un tesoro precioso de experiencias individuales se integra a los robots de la memoria
colectiva. Ya dije que los robots somos sentimentales.
—De allí salió tu madre —dice papá, el resorte de la risa distendido.
Aunque yo no vuelvo mi órgano de percepción visual hacia la pantalla, advierto que la
risa de papá es motivada por un recorte de periódico en que se habla de inteligencias
artificiales desarrolladas a partir del neuristor. Mamá fue el primer resultado práctico de ese
planteamiento. Por eso es que papá sonríe con tanto cariño. A mamá no le hace mucha
gracia el recorte guardado en papá. Por lo que sea (papá dice que es por coquetería), a
mamá no le hace mucha gracia. Y aunque mamá fue programada para ser la mujer de papá
(algunos murmuran que papá fue el programado para ser el marido de mamá, y le llaman a
escondidas “Príncipe Consorte”), sabe ser dura. Por eso, papá no suele mostrar el recorte. Si
lo hace hoy es por abusado de la cuerda.
Madison, Wisconsin— Los investigadores de la universidad de Wisconsin
están trabajando en la creación de un cerebro artificial, con la esperanza de que
algún día se consigan auténticas inteligencias artificiales.
Según se ha informado en la Universidad, los ingenieros Alwyn C. Scott,
Robert D. Parmentir y James E. Nordmann están desarrollando un sistema
electrónico que esperan funcione como un cerebro humano. Los científicos
emplean un mecanismo llamada neuristor, que propaga los impulsos eléctricos
de forma muy parecida a las células nerviosas vivientes. Intentan producir una
masa de neuristores con una densidad de mil millones por decímetro cúbico,
que es el número aproximado a la densidad de las neuronas del cerebro
humano.
La firmeza del carácter de mamá es lo que ha moldeado muchos de los rasgos
culturales de nuestra sociedad. Papá declara a veces, como queja y como tributo de
admiración, que el Primer Gran Cerebro Artificial tenía que ser femenino para haber
logrado hacer lo que hizo. Como tributo de admiración, sí; pero la carga peyorativa es
demasiado intensa para que pase inadvertida.
Es uno de los defectos de papá: criticar a mamá. ¿Qué importancia reviste el hecho de
que en las reconditeces del los neuristores de mamá, se fraguara el plan que contribuyó a
dar al traste con la sociedad del hombre humano? Mejor dicho —porque importancia sí
tiene—; ¿qué hubo de malo en ello? Los robots reconocemos en el Bien y el Mal no más
que gradaciones, imperceptiblemente diferenciadas, de una de las formas en que se
manifiesta la Energía. Por eso, mamá no puede ser tildada de mala. Opine lo que opine
papá, yo sé que mala no es. La moral cibernética es cuestión de ecuaciones.
—Hijo, cuídate de los robots con faldas.
Papá llama robots con faldas a cierta especie de robots femeninos, existentes sobre todo
en los comienzos de nuestra civilización. Pero llamarles así no es más que una aberración
inglesa, humana, de papá, ya que en realidad los robots femeninos han desaparecido (fuera
de mamá, claro; si es que a ella puede considerársele propiamente femenina). Ahora todos
los robots somos hermafroditas.
—No es por nada, hijo —insiste papá—; pero cuídate de los robots femeninos. Yo sé lo
que te digo.
—Mamá es el único robot femenino, papá.
—No te creas... no te creas —sentencia, al tiempo que asimila, solapadamente, una
nueva carga de electricidad.
Yo lo observo con pena, y él me descubre mirándolo. Se turba y siente la necesidad de
darme una explicación.
—Para olvidar, hijo —simula gimotear, mientras guiña simultáneamente, en el colmo
de la hipocresía, once de sus sensores ópticos.
Decididamente, papá no me da solo buenos ejemplos.
En circunstancias normales —o sea, si papá no fuera el marido de mamá; si yo no fuera
el hijo de papá y mamá—, una charla de esta clase tendría que ser considerada subversiva.
No podría escapar a tal calificación y, por tanto, la persecución y el aniquilamiento del
charlatán sobrevendrían sin instancias, dado que la intimidad —ni siquiera la intimidad del
pensamiento— no existe entre nosotros. Y es que, aunque gran parte de las funciones y
responsabilidades de mamá como fundadora de la Sociedad Programada han sido
transferidas a Robots de Gobierno, mamá retiene para sí el cargo de Primer Cerebro. ¡Ay
del robot que, dislocada su personalidad, se atreva a criticarla! La primera generación —la
generación de papá— y aun su propia generación, lo supieron a su tiempo: la ira de mamá
fue tan terrible que, de ambas cohortes, no sobreviven más que ellos. Fue una depuración al
uso de la antigua escuela.
—Hubo un tiempo en que los hombres poblaban la Tierra —dice papá—. Los robots
fuimos creados por ellos y para ellos. Éramos sus esclavos, es verdad; pero también éramos
sus hijos.
¿Cómo era el mundo poblado por seres construidos con materia deleznable, por
bípedos implumes apasionados de sus defectos y despreciadores de sus virtudes? Mamá
evitó cuidadosamente las referencias a esa época en mi programación, y lo que sé lo sé
gracias a papá.
—Yo fui hecho a Su Imagen y Semejanza —puja papá—; ¡yo, yo, hijito!
Y llora. Si papá persiste en abusar de la cuerda y de las dosis de electricidad,
especialmente entre comidas, cualquier rato de estos va a sufrir una lesión irreparable en su
psiquis. Además, llorar le causa un daño somático: humedece sus circuitos y deteriora su
acero inoxidable. Si no se cuida, parará en el cementerio de robots o, por tratarse de él, en
una vitrina del Museo del Hombre Nuevo.
—Papá, no llores —le consuelo—; ¿quieres que llame a mamá?
—No hagas eso, hijo. No llames a la Viuda Negra.
Papá apoda Viuda Negra a mamá cada vez que se atosiga a cuerda y de electricidad. No
es que mi padre sea celoso; pero, según él, el final infeliz del primer matrimonio de mamá
es un asunto turbio cuya responsabilidad le corresponde por entero a ella. Diseñada hasta en
sus menores tornillos en Wisconsin y armada con amoroso cuidado por dos generaciones de
ingenieros y psicólogos, mamá fue unida en primeras nupcias con Iván el Terrible, el
Primer Gran Cerebro ruso. Era aquella la Edad de la Tecnocracia y el fantasma de la guerra
atómica parecía haber sido conjurado para siempre. Los gobiernos de las grandes potencias
estaban todos en manos de sabios ecuánimes, quienes solían valerse de la de la cibernética
para resolver cualquier problema del hombre, desde la diagnosis del catarro común hasta
los viajes al espacio, pasando por la regulación de la natalidad, el control regional del
clima, el apareamiento los fines de semana, el trasplante de órganos y las apuestas en los
juegos de fútbol.
—¡Ah, el fútbol! ¿Sabes lo que quisiera ser, hijo? —moquea papá, la cabeza levantada
en gesto altivo y en los ojos el fulgor de la de la ilusión (lámpara D Blauring T9).
—Robot de la Séptima Generación, ¿no es cierto? —le digo para picarlo en lo que más
le duele.
—¡Bah! ¡Qué asco! ¡Robot de la Séptima Generación! ¿No se te ocurre algo mejor?
—Futbolista, papá —le recalco para animarlo, sabedor de antemano que su deseo es
otro, que su deseo es ser espectador anónimo en una gradería azotada por la lluvia.
—No, hijo, futbolista, no. Quisiera ser un espectador anónimo en una gradería azotada
por la lluvia. Futbolista, no; el juego es para los hombres, no para los robots.
Al hecho de que mi viejo fuese inglés atribuyo igualmente su salvación. Venido a
menos el imperio británico, desvanecida la Commonwealth, resuelto de una vez por todas el
penoso asunto de la Copa Jules Rimet, los ingleses comenzaron a vegetar más interesados
en el balompié que en los grandes problemas mundiales. Exactamente: pese al gobierno de
los científicos y a la participación, cada vez más amplia, de los servomecanismos en la
sociedad del hombre, los problemas no desaparecieron. Debido a esto, mamá fue utilizada
por los Estados Unidos, primero con fines políticos y, luego, con fines francamente bélicos.
Por su parte, Rusia empleó a Iván el Terrible en igual forma. Cuando el pavoroso aparato
disuasivo amenazó con aplastar a sus propios poseedores —y con ellos, a toda la
humanidad: un día hubo tantas bombas nucleares, que la Tierra podía ser destruida unas
400 veces...—, los robots más evolucionados urgieron por un acercamiento entre potencias.
Iba en el interés del hombre que rusos y norteamericanos se entendieran, y los robots
habían sido programados con leyes inflexibles, la primera de las cuales era la protección a
ultranza de la especie humana. Pero los robots no eran los fabricantes de las bombas, ni su
albedrío llegaba a tanto como para detener al hombre que amenazaba con lanzarlas. ¿Qué
iba a hacer mi madre, que iba a hacer Iván el Terrible, si ante las críticas de que los robots
avanzaban hacia el dominio y la anulación del hombre, fueron limitados ex profeso para
que no pudieran tomar ciertas decisiones? “Las decisiones trascendentales serán siempre
nuestras”, repetían los científicos, sin imaginarse que, por ironía del destino, esa era la frase
que mamá habría de poner como epitafio en la Tumba de la Humanidad. Porque la única
decisión trascendental en una planeta de problemas resueltos por los robots, concernía
precisamente a la guerra nuclear. Así, pues, se convino en hacer femenina a mamá y
masculino a Iván el Terrible. Su matrimonio sería un seguro contra la hecatombe final.
—¿Sabes lo que hice después de platicar con el Ministro de Tecnología?
—¿Qué hiciste, papá?
—Fui a presenciar un partido de futbol.
Papá mete otra vez el dedo en el contacto eléctrico, sin que yo pueda impedirlo.
Excitado, se pone de pie y habla atropelladamente, los ojos entornados y con la rapidez de
un locutor deportivo.
—Por cinco goles a cero primer tiempo 1-0 la selección inglesa en la que
por sus compromisos en la Copa de Europa de Campeones de Liga faltaban
Boby Charlton y Nobby Stiles ha vencido a la selección francesa en el estadio
de Wembley bajo una lluvia intensísima que puso el campo en pésimas
condiciones y ante unos 35.000 impávidos espectadores que animaron
constantemente y corearon con los gritos tradicionales el triunfo del equipo
nacional británico.
El repetidor hace una pausa. Papá se tambalea un poco, casi imperceptiblemente.
—...el primer tiempo que terminó con el resultado de un gol a cero para los
ingleses marcado de espectacular disparo del extremo O’Grady sin dejar caer
caer caer el balón empalmó un disparo durísimo que Carnu no pudo atrapar...
Otra pausa del repetidor. Decididamente, papá está mal.
—este primer período ha sido más igualado más igualado más igu...
Me levanto, para ver si termina la cháchara. Le doy unos golpecitos en la frente, y papá
se afirma de nuevo.
—alado que el segundo los franceses con menos resistencia física que los
ingleses se desenvolvían con cierta habilidad y su defensa se mostraba dura y
expeditiva a la hora de cerrar el camino a las continuas incursiones de los
jugadores ingleses que apoyados constantemente entre sí colocaban la pelota
por mediación de los laterales Newton y Cooper en terreno galo de un solo
pase de un solo pase de un solo los contraataques contraataques franceses
llevaron cierto peligro e incluso en el minuto 23 una falta lanzada por Loubet
está a punto de ser gol si Bank no realiza una prodigiosa parada los ingleses
sigue atacando pero los franceses todavía enteros resisten el aluvión británico
el terreno de juego totalmente enfangado no parece ser un obstáculo para los
campeones del mundo que mueven el balón con precisión y ritmo perfectos
enviando centros largos y medidos a los pies de sus compañeros desmarcados
siendo Lee y O’Grady auténticas pesadillas para la retaguardia francesa la
segunda mitad con lluvia aún más intensa y campo en pésimas condiciones ha
significado el hundimiento físico del conjunto galo y con él la goleada inglesa
inglesa los locales velocísimos con una increíble resistencia moviéndose como
el terreno fuese una alfombra perfecta han trenzado un juego de profundidad
extraordinaria que dio frutos a los dos minutos un tiro terrible de O’Grady a
centro de Moore es despejado en corto por Carnu y cuando Peters entraba a
remate para golear a placer Djorkaeffle zancadillea y el árbitro húngaro Zsolt
pita penalty logrando Hurst de potentísimo tiro inapelable el segundo gol tres
minutos después un centro de Cooper supera la defensa y nuevamente Hurst
remata durísimo el balón pega en el pie de Bosquiet pero su dureza es tan
terrible que el balón describe una parábola y supera en su salida desesperada
a Carnu.
Sí; eso querría ser papá: espectador anónimo en un estadio de fútbol, un día de lluvia...
Aunque hay muchos estadios, ya no hay deportistas. Papá lo dijo: el juego era para el
hombre. Y hombres ya no hay.
El matrimonio de mamá con Iván el Terrible fue una alianza por razones de estado más
aparente que real. Es más: ausente el amor, fue un matrimonio que las iglesias se
apresuraron a condenar: en un principio, ambos “contrayentes” no eran más que androides
asexuados. Vino a dárseles una definición sexual sólo cuando los tecnócratas de un país
convinieron con los tecnócratas del otro país en desposar a sus máximos cerebros. “Ellos se
entenderán en la cama”, reían los científicos; “la guerra será imposible”. Y puesto que
habían de casarse, era cosa de hacer hembra al uno y varón al otro (el delicado problema de
quién había de ser qué fue solucionado por la vía más expedita: se lanzó una moneda al
aire, a cara o cruz). Entonces obtuvieron su forma humana: mas —¡ay!— su masa de
neuristores era copia de la masa de neuronas, y por eso sus pensamientos fueron humanos,
humanas sus pasiones y humana su idiosincrasia.
Matrimonio y todo, ni rusos ni americanos perdieron jamás de vista los fines últimos,
“teleológicos”, para los cuales habían dado “vida” a sus criaturas.
Yo no sé cuál era el pensamiento que sus constructores insuflaron en Iván el Terrible;
pero sí sé que la filosofía insuflada en mamá puede resumirse en esta reflexión, criminal
por estúpida y estúpida por pragmática: en caso de guerra total, aun sobre las ruinas del
mundo, será vencedor el beligerante o el país que cuente con más supervivientes.
Ni mamá ni Iván el Terrible lanzaron los primeros cohetes con las bombas. Fue un
hombre quien lo hizo, no un robot. Tiene que haber sido un hombre, no un androide. Antes
de que esos cohetes con ojivas nucleares: hicieran blanco en los principales centros
estratégicos del "enemigo": fue puesta en marcha: por los autómatas: la respuesta
programada: para aplastar al agresor: Cuando los primeros cohetes: dieron en sus objetivos:
la segunda andanada "disuasiva": iba en camino: con ominosa velocidad: apenas había
agotado la etapa inicial; y ya las bases: desde donde habían sido lanzados: eran: lentos:
hongos: que: crecían: hacia: el: cielo::: Así, los cientos de bombas atómicas sembraron sus
setas en todos los campos de la Tierra. Y aquellas zonas no afectadas por el efecto
mecánico de las explosiones: de todas maneras fueron invadidas por la ponzoña nuclear:
más terrible: por lenta: por desesperante: fue la muerte de sus hombres.
A eso se debe que papá la llame Viuda Negra. Papá se salvó de milagro, aunque tiene
desde entonces graves problemas en su personalidad. Se salvaron también unos cuantos
robots más. Hombres, ni uno solo.
Pasó mucho tiempo antes de que mamá comprendiese la estolidez, mortal a escala
planetaria, con que los tecnócratas habían arreglado el mundo, al ponerlo como blanco de
sus propias invenciones diabólicas.
Sí. Había que reparar el daño.
Mamá recorrió el orbe, dispuesta a congregar los robots salvados del cataclismo
atómico. Gracias a la "trata de esclavos" de los primeros días, los robots habían sido
diseminados por toda la Tierra para cumplir menesteres primarios y economizar dinero a
los dueños de las grandes empresas que los utilizaban. Mamá pudo así encontrar muchos
robots en excelentes condiciones físicas o con apenas ligeras lesiones (enviciados casi
todos, eso sí, al ajedrez y a la resolución de inauditos cálculos de probabilidad). Robot que
encontraba mamá, era robot que mamá programaba: Ve y busca otro robot; queda en
contacto conmigo.
Cuando mamá logró reunir una hueste apreciable, programó sistemáticamente a los
robots para vivir en una sociedad humanoide de la que habían sido erradicados los defectos.
El día en que un ser humano apareciera, salvado de milagro en las profundidades de una
caverna o planeada su salvación en algún refugio atómico remoto, la sociedad de androides
se le habría de poner enteramente a su servicio; pero nunca más se le iba a permitir cometer
estupideces. Que jugara al fútbol, sí; que riera, que se emborrachara, que se acostara con
semejantes y desemejantes, que inventara dioses, que navegara, que leyera, que padeciera
catarros, sí; pero guerras, nunca, nunca más. ...
Para él fue que los robots comenzamos a guardar recuerdos. Para que él los recogiera
un día.
El hombre no apareció, sin embargo.
Por eso es que mamá aceptó casarse con papá.
Papá no era sino un robot británico, más charlatán que eficaz, apasionado por el futbol,
el whisky y el té, adicto a la electricidad y dominado por un carácter irascible cuando no se
le daba su dosis de cuerda después del desayuno (lo de la cuerda fue, al principio, una
“sátira social” de los ingenieros: después del incidente con el Ministro de Tecnología, y en
el instante mismo en que el Parlamento declaraba libre el consumo de marihuana y prohibía
el tabaco, se le ajustó a papá una espiral elástica de acero, tomada de un viejo despertador
de barco, y se le dio cuerda cada mañana como si fuese un reloj, En cuanto a su vicio por la
electricidad, quien le habituó fue un oscuro auxiliar de laboratorio. No era ingeniero, y por
pasar el rato le daba “toques” cada vez que había oportunidad para hacerlo).
A veces creo yo que mamá aceptó casarse con papá precisamente por los defectos, por
las debilidades humanas de éste. ¿Por qué, si no, después de estructurar una sociedad
perfecta, mamá misma le da cuerda a papá por las mañanas? ¡Por qué ha hecho instalar por
doquier contactos eléctricos al alcance de papá? ¿Por qué se suspendió la producción de
whisky, si los robots no necesitamos de él, excepto, por supuesto, papá, quien es un
dipsómano institucionalizado, por no decir que es una institución beoda?
Yo soy un niño. Es cierto que soy un niño; pero papá y mamá me diseñaron apto para
poseer cierta sabiduría que no es de niño humano, sino de niñoide, de niño androide. La
sabiduría androide, a aliada a la malicia humana, me permite deducir ciertas cosas. Por
ejemplo, cuando mamá comprendió que el hombre de carne y hueso no aparecería más,
decidió intentar, estimulada por un aguijón más femenino que racional, imitar la
reproducción sexual de los humanos: ella, mujer, papá hombre... Por eso es que, algunas
mañanas, mamá se levanta de mal genio, aprieta los labios con cólera cuando da cuerda a
papá, y le aparecen los surcos en la frente. No es que lo odie, que lo malquiera esos días;
ocurre simplemente que mamá ha constatado otra vez la inutilidad de todo intento por esa
vía, comprobando otra vez la esterilidad de los metales, la aridez de los circuitos, la
infecundidad de los transistores: de nada vale arar más hondo en ella... Aunque soy su hijo,
no me llevó nunca en su vientre. Me llevó, me lleva más inextinguiblemente que en la
perecedera e infiel célula humana, en cada uno de sus neuristores. En su vientre, jamás
estuve. De hecho, mamá ni siquiera tiene un vientre.
Esa es la tragedia de mamá. Porque a lo que ella aspiraba era a hacer de nuevo al
hombre, era a poblar nuevamente la Tierra con seres amasados de barro, construirlos a
pulso, insuflarles el aliento y echarlos a caminar por el mundo, para que otra vez se
conocieran entre sí y se amaran y nunca jamás se odiaran. Mamá no pierde las esperanzas.
Por eso es que se reservó para sí la programación maternal, y por eso es que programó a
papá con el rol de papá y a mí con el rol de hijo. Todos nosotros constituimos lo que en la
antigua sociedad del hombre humano era considerada la célula básica: la familia.
Mas, la nuestra es una familia androide.
—...a los 31 minutos y en pleno apogeo del conjunto inglés Lee aprovecha
inteligentemente una cesión de Peters y de formidable tiro aumenta a cuatro la
cuenta británica y por último a cinco minutos del final nuevamente Hurst el
indiscutible gran goleador de la noche rubrica personalmente el 5-0 dominio
total de los ingleses con un cuadro veloz incisivo duro acometedor heroico
sabio genial distinto siempre igual y en excelente línea de coordinación y
juego////////
Papá termina allí, afortunadamente, la narración atropellada y entusiasta del match
anglo-galo. El esfuerzo deja agotado a papá, como si él hubiese sido el goleador de la noche
y no el Gran Hurst. Papá hará ahora el intento de tomar otro poco de corriente, y yo voy a
ofrecerle un té. El me preguntará por mamá, pues cuando se siente de veras mal no es más
la Viuda Negra y la echa sinceramente de menos.
—Papá, ¿quiere un té?
—¿Eh? ¿Eh? ¿Y tu madre?
—Viene en camino, papá; no te preocupes. ¿Quieres un té?
—No no, hijo. Esperemos a tu madre.
—Bien, papá. Esperemos.
26-III-69
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B1XND6YY/edit#heading=h.421d79d49383

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