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Los

Pájaros del Fin del Mundo


Por

Eddie Polanía Rodríguez




In Memorian:
A las víctimas de Armero

Armerito y su madre agradecieron al cielo la gracia del nuevo amanecer.


Ofrendaron los más selectos frutos del Jardín, en olorosos y purificadores
sahumerios de frutas y hierbas, elevaron oraciones llenas de fervor,
prometieron amar a todas las criaturas, y renovaron, como todos los días, el
juramento de cuidar y respetar a la Madre Natura. Lo hacían con absoluta
convicción; como sólo cabía en la mente de dos seres desprevenidos,
practicantes de una religiosidad casi natural, alejados de las doctrinas y de las
noticias de la civilización.
— ¡Linda mañana! –exclamó el chico desde la ventana, con la mirada fija
en los resplandores del horizonte, en cuya caprichosa disposición los colores
dorado, azul, violeta y rojo se entreveraban en un bello y curioso entramado de
nubes blancas, en el que como en toda urdimbre resultaba imposible distinguir
el principio y el fin.
— ¡Lástima grande! Sólo valoramos las cosas cuando se pierden, o están a
punto de perderse —respondió la madre, con singulares gestos de resignación.
— Cierto, madre —respondió el hijo, frotándose los ojos.
— Los amaneceres de hoy no brillan igual que los de antes –dijo ella.
— Sin embargo, siguen siendo hermosos –anotó el muchacho.
— Tienes razón hijo. No debemos ser del todo desagradecidos.
El jovencito abandonó la habitación, traspasó el umbral de la vivienda y se
detuvo en una franja de hierbas en la que se juntaban profusos matices menos
el verde. Un paso más allá de este festón mustio estaba el gran desierto:
imponente, abrasador, ondulado y sugestivo bajo la perspectiva del ojo
humano, pero agitado y mortal en la realidad grisácea de su infernal
topografía. Se ubicó de frente y aguzó la vista, tratando de alcanzar mayor
profundidad en lontananza, pues ansiaba ver algo distinto. Enseguida giró su
rostro hacia el oriente por donde despuntaba el sol lanzando tormentas de
fuego en dirección al espacio sideral. Por poco se podían distinguir las crestas
serpenteantes de las llamas en la circunferencia enrojecida. A continuación
irguió la cara y, con suavidad, arqueó la nuca atrás. Fijó la vista en el cenit y
divisó en los confines del cielo una gradación arquitectónica de inmaculadas
nubes que semejaban una escalera infinita en dirección a la azul inmensidad.
Después viró la cabeza al occidente. Por este punto cardinal llegaban los
vientos que, al primer contacto con la piel, delataban la calamitosa ausencia de
humedad. Su madre, una mujer de medio siglo, ojos brillantes, rostro
nostálgico y cuerpo macerado por el sol, seguía con religiosa ansiedad, con las
manos juntas puestas sobre el pecho, los movimientos de su hijo. De pronto, el
joven abrió con desmesura sus grandes ojos negros. Ella captó el gesto, y
preguntó:
— ¿Ya hijo?
— ¡Ya madre!
La mujer entró veloz en el refugio, tomó un calabazo grande, marrón y de
boca ancha, y lo entregó al joven. A continuación, Armerito ejecutó —una tras
otra— las insólitas maniobras que todos los días realizaba, con el fin de
atesorar las preciosas lágrimas de rocío instiladas por la noche, única forma de
vencer la letal intimidación de la sed en el desértico paraje. Tuvo lugar
entonces un espectáculo sin parangón en el universo, propicio para pensar que
la naturaleza, a pesar del implacable acoso humano por hurgar sus secretos,
guardaba todavía en su violentada intimidad fantasías asombrosas e inéditas
que entregaba al hombre de manera generosa para su goce espiritual y
material. A un fuerte silbido del chico producido por la propulsión de sus
pulmones y difundido por los aires a gran velocidad, se dejó escuchar el
sonido creciente de un aleteo provocado por cientos de hermosos pájaros, de
plumajes de mil colores, que en medio de canoros trinos y gorjeos, invadieron
la pequeña vivienda y se posaron a su alrededor. Miraban a Armerito con la
perspicaz curiosidad del animal montuno, con ojos saltones y movimientos
nerviosos, sin desconfianza, como si lo conocieran de viejos tiempos. Pese a la
diversidad, las avecillas se entendían sin mayor dificultad. No bien un turpial
se acercaba a un canario —a un perico australiano, a un colibrí, o a un azulejo
— y le comunicaba un mensaje en lenguaje musical, quién sabe sobre qué
clase de asuntos, y de inmediato, en alegre demostración de haberlo
comprendido, el cantor respondía con otra melodía no menos sonora y
colmada de significados. El original parloteo se convertía en el primer
concierto de la mañana, a quién sabe cuántas leguas de la civilización.
Nadie que no hubiera visto la escena tendría por qué creerlo.
Pero era real.
¡Por supuesto que lo era!
Tan pronto el joven les señaló la vasija repasándoles algunas instrucciones
mediante contraseñas de una compleja lengua de signos y sonidos, los
pajarillos volaron presurosos en todas direcciones. Minutos después
aparecieron en pequeñas oleadas, con una gota de agua en la punta del pico,
tomada de las hojas de cuantas plantas había en el contorno, y la soltaban con
perfecta precisión desde dos, tres y hasta cinco metros de altura, según el
ángulo de descenso, sobre el pequeño punto rojo de la boca del calabazo. Iban
y venían a velocidad meteórica haciendo gala de una sincronización perfecta.
Evitaban cualquier encontrón para no perder la codiciada perla líquida.
Cuando esto sucedía daban una voltereta, se lanzaban veloces en picada, y
antes de que la preciosa carga cayera al suelo lograban rescatarla.
Una gota en el desierto valía más que una piedrecilla de oro de similar
tamaño. Significaba la diferencia entre la vida y la muerte.
¡El agua era el mayor de los tesoros!
Al cabo de incontables vuelos la tarea estaba concluida: había tres vasijas
rebosantes de un elemento líquido, fresco y traslúcido. Gracias al trabajo
mancomunado, la vital sustancia quedaba depositada en los recipientes, lista
para ser trasvasada a otros más pequeños, ubicados en lugares visibles y de
fácil acceso para las avecillas que, desde las alturas, descendían sedientas y
acaloradas urgidas del agua para refrescarse, zambullirse y ascender de nuevo
a continuar su envidiable vida aérea…(…según el decir de quienes vivían un
poco más abajo, apegados al terruño, sin poder volar ni disfrutar de los
placeres de estar allá arriba, desde donde el mundo se veía tan pequeñito e
indefenso pero tan hermoso).
Con el fin de anticiparse a las secuelas mortíferas de la escasez, el
consumo de agua requería controles estrictos, conforme a minuciosos cálculos
elaborados por el muchacho; quien, sin conocer los principios de la ciencia de
la ornitología, tenía un conocimiento riguroso de la conducta animal, producto
de la observación y del trato directo con las avecillas durante quince años. A
su juicio, un perico, un turpial, un canario, un gorrión, una tórtola y otros
pájaros de similar envergadura, podían bastarse con diez tragos diarios de
cinco gotas cada uno, en distintos momentos del día. Consumir más de la
cuenta, sin necesidad, ponía en peligro la existencia de los demás. Por ello, la
responsabilidad colectiva era una condición imprescindible para sobrevivir en
este medio inhóspito, y por fortuna todos tenían enraizado este principio en su
conciencia. Esta regla se aplicaba para calcular el gasto de los animales
restantes, sin perder de vista el elemental principio de, a mayor consumo a
mayor tamaño y mayor capacidad de resistencia. Había casos especiales como
el del colibrí que, no obstante ser uno de los pájaros más pequeños, consumía
diez veces su peso en agua, debido a su pasmosa y permanente velocidad y a
la elevada temperatura del cuerpo, necesaria en estado de homeostasis. Así
mismo, había que reservar agua para cocinar los alimentos, para el aseo
personal, para algunas faenas domésticas, y para ciertas eventualidades como
la llegada de un ocasional viajero, una pócima medicinal, o para aumentar el
riego de las plantas cuando las sequias se volvían intensas en extremo, pues el
clima tendía a ponerse cada día más inclemente. Sólo existía la estación del
verano, y las temperaturas oscilaban entre los fuegos abrasadores y los calores
mortíferos que, al llegar a sus máximos topes, hacían rechinar el esqueleto,
recalentar la piel y tostar los pelos, las plumas o las hojas del ser que por
desgracia se expusiera de manera directa a los terribles rayos del astro rey.
Al primer problema del día, resuelto gracias al trabajo de los habitantes del
paraje, seguía la gratificación de la comida. Aunque frugal, constituía la
primera ración de energía para prolongar la vida e imprimir a las faenas un
gustoso impulso. Consistía en jugo de naranja, frutas picadas recién
desgajadas, almendras y hierbas verdes colmadas de la saludable clorofila,
amargas al sentido del gusto, pero apetecibles para el cuerpo y la mente.
Durante la época de primavera la miel de las abejas dulcificaba la rudeza de la
vida. No siempre se disfrutaba de estos ricos alimentos. Todo dependía del
mayor o menor rigor del clima, y de cómo transcurría el ciclo reproductivo de
las plantas, resultado directo de la cantidad de agua disponible. Esta vez, a
pesar de las inclemencias, la bondad de la naturaleza se apreciaba de manera
evidente en la mesa, cual resplandeciente cuadro impresionista, en los vivos
colores de los alimentos, en la originalidad de sus formas artísticas, en la
exquisitez de los olores y en la sensual invitación a consumirlos.
El agua había abundado. Entre los sucesos curiosos de este pequeño y
árido universo vale contar que cuanto más caluroso fuera el día, más
condensación se daba en las noches. Y mucho más si no había nubes, pues su
ausencia le permitía al calor de la tierra escapar de la atmósfera, acción que
enfriaba el aire y favorecía la formación de las gotas de rocío.
Listo el desayuno, madre e hijo se sentaron en sendos troncos, junto a la
cocina, en los extremos de la primitiva barbacoa. Bendijeron los alimentos
antes de tomarlos, y oraron con palabras ininteligibles pronunciadas con fe,
según se desprendía de sus gestos graves cargados de solemnidad. Cerraban
los ojos, fruncían el entrecejo y hablaban para sí mismos sin pronunciar sonido
alguno, y entraban en un estado de íntima concentración. Buscaban en lo más
recóndito de su mente lo que en el mundo exterior no podían encontrar, porque
sus sueños se habían vuelto inalcanzables.
Terminada la meditación, ella tomaba pequeños bocados pinchándolos con
palillos, los llevaba a la boca y los masticaba sin mover los músculos, como si
la comida no le provocara mayor emoción. A diferencia del muchacho que la
tascaba fuerte, y la devoraba en un abrir y cerrar de ojos, ella trataba de causar
el menor ruido. Se había acostumbrado al silencio. Encontró en él el poder de
aplacar sus penas y atenuar sus gravosos recuerdos. Armerito la miraba con
una mezcla de pesar y admiración, siempre en actitud respetuosa de su
elocuente mudez. Entre ellos no existían misterios ni secretos. Todo lo
compartían. Además de ser una admirable muestra de confianza, constituía
una costumbre vital para sobrevivir, en aquel medio donde existir sólo y
aislado era, por igual, un desafío a la muerte o a la locura.
—Come madre, no te mortifiques –dijo el chico—. No pienses más en el
pasado.
—Pocas cosas me preocupan del pasado –respondió ella, mientras mordía
un jugoso fruto. —¡Está casi olvidado!
—Entonces, ¿por qué estás triste?
—Por el futuro, hijo.
—¡Si no sabemos nada de él!
—¡Por eso mismo! ¡Porque no sabemos qué irá a ser de nosotros!
—Yo me siento bien y te veo bien –respondió el chico.
—¡Yo no! Sobre todo, viéndote crecer marginado del mundo –expresó ella,
sin poder ocultar en sus palabras una inflexión de tristeza, advertida al instante
por el pequeño.
—¿Y qué podemos hacer? Este es nuestro mundo.
—¡Ya veremos!
—¿Debemos esperar?
—Sí. No hay más remedio.
—¿Cuánto tiempo?
— ¡Quizás toda la vida! –dijo ella y agachó la cabeza.
Los pájaros revoloteaban sobre el fondo azul del cielo salpicado de nubes
ribeteadas con fractales, que delineaban dragones, quimeras, unicornios y
sirenas. A la vista, el fantasmagórico paisaje parecía tallado con humo y
algodón, coloreado con brillantísimas pinturas inventadas por un mago
conocido —probablemente— como “el genio de los mil colores”. En medio de
los bucles formados por la nubosidad se divisaban mares fantásticos, y en ellos
navegaban flotillas de barcos movidos por el viento. En cubierta, grupos de
niños tomados de la mano bailaban —en redondel— entonando una vieja
cancioncilla llamada la Ronda del Pirata, que decía:
Soy pirata y navego en los mares
donde todos respetan mi voz
soy feliz entre tantos pesares
y no tengo más leyes que Dios.
Cuando niño a jugar me ponían
y mi madre empezaba a cantar
era tanta mi dulce alegría
que no hallaba más dicha que el mar.
Viva la mar.
La brisa difundía las notas infantiles de los cantos y, al son de éstas, los
pajarillos se animaban a jugar tratando de imitar a los chiquillos. Volaban en
círculos que se agrandaban en cuanto ascendían veloces por las líneas de una
espiral imaginaria hacia el cielo; otras veces, en un inquietante desafío por
demostrar su potencia y sus habilidades, subían y bajaban raudos intentando
superar la velocidad del viento, o planeaban con campante placidez, dejándose
llevar por las corrientes de aire, con la única preocupación de no perder de
vista el Jardín. Al final del juego, repetido hasta quedar exhaustos, se posaban
en las copas de los árboles, cerca de sus nidos, y pasaban largos ratos en
actitud de espera y vigilancia. Mientras aguardaban el turno de bajar a los
bebederos, cazaban insectos para llevar a sus polluelos, y con su vista
traspasaban la barrera de los destellos de la hirviente arena, con el fin de otear
cualquier rareza incrustada en la distancia. Todo signo devenido sospechoso
—por pequeño que fuera— causaba alboroto, y en un santiamén Armerito oía
y se unía a ellos para averiguar qué sucedía. El sistema era infalible. De día o
de noche nada extraño sucedía sin ser detectado por los finos sentidos de los
habitantes de este solitario paraje. Años atrás tuvieron un gran susto, poco
después del medio día divisaron en lo alto del cielo un enorme pajarraco
plateado y brillante, con una larga cola negra, que volaba en línea recta al sur y
emitía un rugido estrepitoso, jamás escuchado y que por poco los mata, pues
de haberse prolongado la vibración les habría vuelto añicos el cerebro. Por
fortuna, el ave siguió de largo sin causar ningún daño.
—Es un avión –le reveló la madre a su hijo, quien apenas era un niño–.
¡Debe andar perdido!
Vivian en una frágil y pintoresca choza, como sacada de un pesebre
navideño, construida con barro y madera, al lado del único promontorio del
lugar: un peñón de un extraño color, entre gris, blanco y negruzco, semejante
al matiz de la tristeza, puesto por la naturaleza para paliar la apabullante
soledad. La cubierta era un techo trenzado con arte y paciencia con hojas de
palma y platanillo, colocadas sobre frágiles travesaños de bambú, aseguradas
con lianas y numerosas piedras —redondas y aplanadas— amarradas entre sí,
conformando un rosario de guijarros para impedir la acción vandálica del
viento. El rancho se componía de un salón más o menos amplio, dividido en
dos partes: en la primera, a la entrada, dormía Armerito en una cuja, nombre
dado por la madre al camastro de madera y paja. Al fondo, en el costado
occidental, separada del recinto principal por una cortina fabricada en hojas de
variados colores, quedaba el cuarto de su progenitora. Por el frente y por los
lados, menos por detrás, por donde el barranco cumplía la función de muro
protector, la vivienda tenía pequeñas ventanas de tablas corredizas, y estaba
circundada por un agradable y amplio corredor, separado del imponente
desierto por una franja de hierbas de no más de tres metros de ancho. Sobre el
rústico piso de madera y piedra había varios troncos gruesos en avanzado
proceso de petrificación, utilizados como asientos. El viento mecía las
florecientes matas colgadas de las vigas, sembradas en macetas en forma de
mastaba invertida, elaboradas con ramas cortas y amarradas en los ángulos con
bejucos. Al otro lado, fuera de la vivienda, con entrada por el exterior, se
hallaba la cocina, y junto a ella el mesón del comedor sin ninguna protección
por los costados. El Jardín, como bautizaron la parte verde del lugar, nombre
extendido con posterioridad a todo el paraje, era un oasis sui generis, sin
fuentes de agua, no mayor de una cuadra, con vegetación abundante, que
resistía los embates del clima y la geografía negándose a morir para
salvaguardar la vida de sus moradores. Desde el corredor se divisaban varias
palmas de coco y otras de dátiles, distribuidas en perfecta simetría alrededor
de la pequeñísima ínsula, en cuyo centro había una extraña y bella formación
geológica de piedras azules, que despedían haces de luz, bien fuera de día o de
noche. El particular filón formaba un círculo perfecto de cinco metros de
diámetro. Le confería al pedazo de tierra la caprichosa forma de un atolón, en
medio de un inmenso océano de arena. Asimismo, se apreciaban numerosos
cactus de nopal y pitahaya, tres chaparros, unas cuantas matas de platanillo,
algunas de algodón silvestre y un pequeño matorral de bambú. También varios
tamarindos, naranjos, grosellas y guayabos, esparcían su olorosa fragancia en
época de cosecha. Sobresalía un árbol raquítico, encorvado, de color albino,
con figura de anciano, del que pendían melenas encanecidas y ramilletes de
pequeñas bayas blancas llamadas gomas, que servían de pegante.
Curiosamente siempre hubo un solo almendro, un marañón y un limonero. Por
más semillas que Armerito y su mamá sembraban, la tierra permitía sólo uno;
si alguno de ellos se secaba, aparecía otro y empezaba a producir. ¡Cosas de la
Madre Natura para controlar y garantizar la supervivencia de los seres! Igual,
crecían arbustos de ají, de mortiño, una higuera que daba brevas e higos, y
numerosas herbáceas medicinales, entre ellas el San Juan, el jengibre, la
manzanilla, la yerbabuena y la salvia, inmejorable para la memoria.
Abundaban por parejo el melón, la sandía y las calabazas.
Milagrosamente, sin saber cómo, Armerito y su madre encontraron en este
solitario paraíso lo necesario para sobrevivir durante quince años.
La principal amenaza del refugio eran los vientos. Soplaban casi siempre
desde las cuatro de la tarde, y se volvían más intensos desde mediados de año
hasta octubre, cuando se transformaban en tormentas de arena. Arrasaban con
cuanto no estuviera bien aferrado a la tierra. Entonces, no quedaba piedra
sobre piedra. Todo se venía abajo cual castillo de naipes y volaba por los aires
como pululantes mariposas. La primera vez que sufrieron los efectos
devastadores del simún fue a los seis meses de llegados. Ella apenas levantaba
la enramada. Armerito era sólo un niño. La madre lo recordaba como si
hubiera sido ayer:
«Iban a ser las cuatro de la tarde. El sol brillaba con más intensidad que
cualquier otro día, deseoso de expresar su realeza. En un determinado
momento, cayó el rayo más espectacular que hubiera visto el ojo humano
seguido de un trueno ensordecedor. El viento era una tromba. Vomitaba
bocanadas de arena y fuego. La tarde oscureció. Pareció cubrirse con un ropón
negro, como un monje montaras. Del medio de la nada surgieron numerosos
remolinos que al juntarse crearon una borrasca diabólica de la que salía un
silbido espeluznante. ¡Quedamos en tinieblas! ¡Se vería más por los ojos de un
ciego! El terror se apoderó de mí. En medio de una seguidilla ensordecedora
de rayos y centellas la tormenta se enroscó en una espiral que se elevaba de la
tierra al cielo. ¡Crecía y bufaba como un monstruo bíblico y comenzó a
zigzaguear en el aire! Parecía una víbora rabiosa. Blandía sus afilados
colmillos y lanzaba mordiscos a diestra y siniestra. Arrojaba por los aires
cuanto encontraba a su paso. ¡Aplastó la casa con topetazos de su cabeza y
violentos coletazos! ¡La volvió añicos! Agarré a mi niño y corrí con él en
brazos a esconderme en la primera hondonada, al lado del peñón. Aunque me
salvé de ser levantada por los aires estuve a punto de morir cubierta por la
arena. ¡Fue horrible! Creí que se iba a acabar el mundo».
**
Terminado el desayuno se levantaron de la barbacoa y se ocuparon en sus
respectivas faenas. El joven fue al Jardín dispuesto a trabajar. Cortaba la
maleza, la volvía picadillo y la reconvertía en abono; observaba el crecimiento
de los frutales, calculaba la humedad de la exigua tierra negra, recogía los
frutos, ensayaba injertos, y trataba de intuir qué podía hacer de más para
mejorar la vida de todos. Concluida la tarea, se dedicaba a la más agradable
entretención: conversar con los pájaros. Desde antes de tener uso de razón
entabló con ellos una relación fraterna. Las avecillas lo cuidaron los primeros
años mientras su madre hacía los oficios. Por las mañanas, después de asearlo
y perfumarlo con flores de jazmín o de azahar, ella lo sentaba en el corredor
rodeado de cientos de cantores. Si algo extraño se veía, se sentía o se movía,
de inmediato escuchaba la alharaca de los guardianes y volaba a ver qué
sucedía. De esta forma el niño se salvó de alacranes, víboras, arañas venenosas
y otros bichos que, no por pequeños, dejaban de ser una amenaza mortal. Del
diario contacto con los pajarillos surgió la imperiosa necesidad de la
comunicación. Al comienzo, él movía los ojos, la cabeza, los brazos, las
manos y los dedos, y al mismo tiempo balbuceaba, aullaba, silbaba y gritaba
angustiado y fuerte en lenguaje humano, para que los pájaros lo entendieran,
pero sólo conseguía espantarlos. La tensión comenzó a romperse al moderar el
habla, mediante palabras y guiños de tono suave y significado cariñoso, que
ellos respondían con trinos sumisos y medrosos. Tan pronto entraron en
confianza, el chiquillo empezó a asimilar los sonidos y las complejas
estructuras musicales del canto hasta dominar el lenguaje. Entonces pasaban
horas y horas en animadas, fluidas y musicales conversaciones. La mamá se
moría de las ganas de saber qué cosas parloteaban.
Esa mañana ella aseaba con esmero, centímetro a centímetro, las dos
habitaciones. Movió, revolvió y revisó cuanto tenía en el baúl: varias cartas sin
fecha, dirección ni destinatario. esquelas viejas de color ambarino y
fotografías borrosas, varios tomos de El Libro de la Juventud, almanaques
descoloridos, un pequeño Santo Cristo de lata, una biblia y otros libros de
enseñar, entre los cuales sobresalía una cartilla de letras grandes manuscritas,
titulada La Alegría de Aprender. Al tiempo que sacudía bártulos y agitaba el
aire, removía la carcoma acumulada con los años, una vez las cosas y los
hechos empezaban a desmoronarse en tránsito a la dimensión del olvido. Al
cabo de varias horas, tres montones de arena constituían el mejor testimonio
del esmero con el que había aseado su precioso rancho. Enseguida pasó a la
cocina. Consistía en un fogón humeante de cuatro tulpas alimentado con ramas
y hojas secas. Encima se colocaban los recipientes de barro para cocinar los
alimentos, y para cocer algunas vasijas elaboradas por ella en arcilla de no
muy buena textura, lo cual no importaba, pues en ese mundo de escaseces lo
importante no era producir cosas preciosas sino resolver problemas para
prologar la vida. De una larga vara atravesada en el techo colgaban dos
canastos que recibían de forma uniforme y permanente el aire, el calor y el
humo, para acelerar la trasformación de algunos alimentos en frutos secos,
como sucedía con las ciruelas, las grosellas, los dátiles y las pepas de mortiño.
A menudo, ella resaltaba el valor medicinal y nutritivo de esta pequeña baya
ácida, de color morado intenso, que al masticarla dejaba un astringente y
agradable sabor en el paladar. Era uno de sus frutos preferidos. Completaban
la pequeña y calurosa estancia, un escaparate rústico de bambú y un zarzo que
cubría la mitad del espacio superior. En su conjunto, el andamiaje contribuía a
resguardar los alimentos de los animales del desierto, hambrientos de sobras
cuando escaseaba la comida.
Una vez limpió y pulió los trastos y utensilios, dio por terminada su labor
en la cocina, y se ocupó de los recipientes donde se acopiaba el agua. Armerito
los tenía ubicados en el costado norte, en un punto equidistante entre el oriente
y el occidente, para evitar que recibieran de manera directa los rayos del sol en
las mañanas y en las tardes. El agua era el más preciado de los bienes en aquel
mundo minúsculo donde la riqueza no reposaba en cofres, como en otras
sociedades, sino en tres humildes tinajas de barro que conservaban la frescura
del líquido. Con el paso de los años, mediante diversos tratamientos, ella las
había curado contra el infernal calor. Se hallaban puestas encima de una sólida
barbacoa, acuñadas con lascas de piedra azul, bien afinadas, sin ninguna
posibilidad de voltearse, cubiertas con una fina malla de estropajo que
absorbía los soplos de las brisas y retenía las partículas de polvo. Con la
delicadeza y precaución con que se deben manejar los elementos
determinantes de la vida, la madre destapó el primer cántaro. Fijó su mirada en
el fondo para detectar la presencia de sedimentos, y antes de percibir cualquier
rescoldo vio su rostro —el de ahora y el de quince años atrás— reflejado en el
agua. Sus facciones se distorsionaban en trazos que se encogían y se alargaban
—apareciendo y desapareciendo— gracias a la magia de una síntesis que
juntaba las piezas de su cara y rehacía lo que el movimiento ondulatorio
desordenaba. A pesar de tratarse de un líquido en reposo, en ningún momento
las aparentes oscilaciones se detenían. Iban y venían al compás de un ritmo
parsimonioso y relajante, que ella seguía con profunda concentración. Un
efecto letárgico empezó a trastornarla. Casi nunca sudaba. Ni el más intenso
de los calores le hacía derramar una gota de humedad, pero esta vez la
intranquilidad la hizo transpirar copiosamente, y fue entrando en un estado de
inconciencia, propenso a la hipnosis, que le impedía controlar sus
pensamientos. Su cerebro comenzó a retrotraer evocaciones y escenas
olvidadas que se fueron reacomodando en su mente. Llenaban espacios vacíos,
desde hacía quince años, muchos de los cuales habían perdido la capacidad de
almacenar recuerdos. Miró de nuevo el fondo, y se vio sola batallando en
medio de un océano de fango, con Armerito en su regazo. Luchaba contra
montañas de barro que la levantaban cual cáscara de nuez y la sumían en
profundidades cavernosas y aterradoras, en medio de miles de cadáveres.
Llamaba a su esposo y a sus hijos, pero su voz no alcanzaba la potencia
suficiente para salir de su garganta. «¡No deseo recordar!» —gritó limpiándose
los ojos, como si de verdad saliera del barro.
Nadie advirtió sus gritos: ni el chico que se encontraba cerca concentrado
en sus labores, ni las aves que desprevenidamente cruzaban el firmamento
hechizadas por el azul del cielo y por las divertidas notas de la ronda del
pirata. Tampoco el viento que, impasible y sin dejarse perturbar por lamentos
impropios del lugar, abanicaba el ambiente. Y aún menos el desierto, ocupado
en incubar borrascas, simunes y remolinos para aplacar sus propios ardores.
La madre se llenó del valor que sólo las progenitoras en momentos cruciales
de la vida pueden alcanzar. Levantó la tapa de la segunda olla y vio una escena
macabra: sus hijos, su familia y las demás gentes del pueblo bajaban en una
pila de cadáveres, arrastrados por una corriente apestosa de fango y azufre,
hasta una playa de arenas finas y doradas, donde se arremolinaron alrededor
de una cruz blanca de muchos metros de altura. Los ahogados mantenían los
ojos abiertos, limpios de barro. Quizás esperaban una respuesta que les
explicara el porqué de su desgracia. Entre tanto, otras gentes protegidas del
peligro observaban desde la orilla opuesta el apocalíptico suceso. Se hallaban
encaramadas en lo más alto de los edificios gubernamentales y en los balcones
de las mansiones y de los palacios circundantes, consoladas por el más pueril
principio de la filosofía manicrucista: ¡No hay nada qué hacer! Esperaban el
final de la catástrofe para recoger a los muertos, enterrarlos y llevarles flores al
cementerio. ¡Cómo deben hacerlo los buenos cristianos!
“¡Que dolor!”, exclamó la madre abatida, intentando asimilar la
enloquecedora verdad. De nuevo recobró alientos para destapar la última
tinaja pues, a pesar de tener el espíritu deshecho, debía terminar la tarea.
Observó el fondo, y se vio por los aires cargada con su niño por un arcángel de
cara divina, cabellos largos y alas verdes, arropados cuidadosamente con su
túnica púrpura. La visión apocalíptica terminó en el momento en que los dos
fueron lanzados por el ser sobrenatural en un oasis, semejante al Jardín, en
medio de la noche. Hasta ese instante nunca había entendido cómo llegó a
aquel sitio.
—Solo un milagro como el que se me acaba de revelar nos pudo salvar.
¡Oh Dios! ¡La avalancha se llevó a mis seres queridos y en compensación nos
devolvió la vida a Armerito y a mí! –balbuceó, mientras con su cuerpo en un
solo temblor, y con el corazón latiendo a mil se santiguaba, y miraba por todos
los lados en busca de su adorado pequeñín.—¡Armerito! ¡Armerito! –gritó.

Después de aquel deslumbramiento fantasmagórico que por poco la mata


del susto, (pero que también la reconfortó pues le devolvió la memoria, los
recuerdos, los ánimos de vivir y le permitió comprender tan amargos sucesos),
la madre salió de la cocina y se sentó jadeante en el primer tronco que
encontró. El color y el aspecto de su cara se tornaron imprecisos. Cambiaban
entre el pálido de los moribundos y un matiz blanquecino, típico de los vivos
cuando caen víctimas de pánicos terribles, que decoloran la sangre y despintan
las emociones. Sus manos, sus piernas y su cuerpo eran un solo temblor. No
quería ser vista por Armerito en tan deplorable estado. Trató de controlarse.
Volvió a la cocina, sopló los carbones, prendió fuego y preparó un brebaje de
mejorana y otras hierbas. Sirvió el agua en una jarra de barro y la bebió con
ansia hasta quemarse la garganta. Quería ahogar sus temores en el bálsamo
natural. Al cabo de un ligero reposo, y mientras miles de escenas e ideas
cruzaron de nuevo por su mente, tuvo la calma suficiente para llamar al
muchacho.
—¡Armerito, hijo! ¡Armerito ven!
—¿Qué ocurre, madre? Me asusta tu aspecto. Estás blanca como las nubes
y tiemblas como las hojas cuando las sacude el viento. Algo grave ha ocurrido,
¿verdad?
—¡Algo extraordinario! ¡Lo he recordado todo!
—¿Estás bien madre? ¿No tienes fiebre? ¿No deliras?
—No hijo, sólo estoy un poco asustada. Ya casi estoy bien.
—¿Seguro?
—Claro que sí. Créeme y no te preocupes.
—¡Cómo no voy a preocuparme! ¿Qué sucedió?
—Jamás pensé que esto fuera a ocurrir.
—Tranquilízate mamá. ¿Quieres que te traiga agua, o te preparo una
bebida caliente para que recuperes la calma?
—Por ahora no es necesario hijo, acabo de tomar una.
—Avísame si deseas más.
—Gracias chiquillo.
—De nada, mamá.
La madre frunció el entrecejo y parpadeó varias veces. Luego empuñó y
besó la imagen descolorida del escapulario colgado de su cuello, levantó la
cara al cielo, se santiguó y ceremoniosamente hizo la señal de la Santa Cruz,
como si al palparse la frente, el pecho y los hombros, con los dedos centrales
de la mano derecha, alentara la fe y reanimara la vida. Respiró profundo,
alargó la mano izquierda y arrancó del matero una pequeña flor violeta de
cuatro pétalos, que al llevarla a su boca contrastó en el acto con el blanco
apagado de sus labios. Consciente de la disparidad reveladora de su estado de
ánimo tomó la florecilla y la depositó suavemente en la maceta. A pesar de
estar más calmada no estaba tranquila. Contempló la cara de preocupación de
su hijo y se sintió apenada. Creyó que le causaba daño.
—Ahora sí cuéntamelo todo — le dijo él.
—Siéntate en el tronco y escucha con atención –respondió ella, con voz
apacible.
—¡Sí madre! Lo haré.
El chico obedeció. Giró su cuerpo hasta quedar frente a ella. A su
izquierda, el desierto relumbraba, y ese efecto hacía ver figuras borrosas
aunque brillantes, despedidas fugazmente por los aires en movimientos
azarosos. Era una ilusión óptica. No corría brisa. El calor asfixiaba. La quietud
era total. Parecía que el propio tiempo se hubiera detenido y estuviera
reposando. El chico sudaba. Ella respiraba fuerte. Sin transpirar. Así era su
fisiología.
—Recuéstate contra la pared, hijo. No te canses. No importa si no quedas
frente a mí. Sólo préstame atención –le dijo con voz suave.
—Como quieras madre. Pero, por favor, cálmate. No quiero que te ocurra
nada malo.
—Nada me sucederá. Te repito que estoy bien.
—Luces alterada, lo veo en tus ojos.
—No es para menos.
—Aún tiritas de escalofrío. ¿Tan horrible fue lo sucedido?
— ¡Fue maravilloso!
—¿Por qué estas asustada?
—Hay cosas grandiosas que asustan. Algunas verdades asustan.
—¡Es verdad! El desierto es una de ellas. ¿Hay muchas verdades?
— Tantas como seres humanos.
—¿Cada hombre tiene una verdad?
—¡Creo que sí! Cada ser humano es un mundo aparte.
—¿Tan separados vivimos? ¡Por qué madre! No veo razón.
—¡La humanidad ha sido siempre así!
—No me gusta eso.
—¡Lo sé hijo! A mí tampoco.
La madre pensaba en cómo contarle a su hijo el misterioso episodio, oculto
por mecanismos de la psiquis en los recovecos del cerebro durante quince
años. La naturaleza fue sabia y benévola. Olvidar por un buen tiempo había
sido lo mejor para mantenerlos protegidos contra las secuelas del dolor y la
nostalgia. Luego de darle vueltas al asunto, la progenitora concluyó que debía
contarle a su hijo la verdad, con absoluta franqueza, sin ocultarle nada, para
que conociera la realidad de los hechos y así evitar cargos de conciencia. El
chico la miraba con nerviosismo y ansiedad, a la espera de sus primeras
revelaciones.
—Puedes empezar, madre –dijo el joven.
—Gracias hijo.
—Te ves mejor.
—Sí. Ya no estoy tan asustada.
—No estás pálida y no tiemblas.
—¡Siquiera!
—Hazlo madre, comienza.
Ella cerró los ojos y respiró profundamente. Trataba de recuperar el aire y
el aliento. Tenía que recobrar la calma. Posó la mirada en la lejanía, suspiró,
dejó caer levemente la cabeza, y colocó las manos entrelazadas sobre sus
piernas en signo de extenuación.
—¿Te pasa algo, mamá?
—¡Estoy bien!
—No pareces.
—Ahora sí escúchame —dijo ella, y se acomodó para contarle al chiquillo
la sorprendente visión —: antes de que tú nacieras, aguijoneado por el ansia de
riqueza, el hombre comenzó a maltratar a la Madre Natura. Buscaba en sus
entrañas las cosas más impensadas para sacarles provecho económico. No
sabía qué buscaba, pero quería encontrar algo, sin importar cuánto daño
causara. Parecían manadas de tejones enloquecidos por llegar al otro lado de la
tierra. Cavaban con sus propias uñas y con las garras metálicas de inmensas
máquinas amarillas, tan grandes como el Caballo de Troya. Le esculcaron
hasta el alma. Encontraron oro, petróleo, gas, coltán, carbón, plata, platino, y
muchas cosas más. Cada elemento encontrado, útil o no, lo convertían en
mercadería. Y de manera cruel –igual que el asesino busca con su afilado
yatagán las vísceras de la víctima para descuartizarlas– revolcaron los más
recónditos lugares sin compasión alguna. Hasta las tumbas de los antepasados,
recientes y prehistóricos, fueron profanadas y saqueadas. Muchos de los
enigmas cuya función era mantener el equilibrio y la armonía de nuestro frágil
microcosmos fueron desentrañados, y hoy pagamos en carne propia las
nefastas consecuencias de esa intrusión desvergonzada. Como sucede siempre
que se violenta lo prohibido, siempre que se devela un secreto o se profana lo
sagrado. El enigma de la vida quedó al descubierto. Pero ¡válgame Dios! ¡No
quedó en la mente de los sabios sino en manos de bandidos! Ni un centímetro
de océano, de selva, de suelo y de espacio, quedó sin revolcar. Nada se salvó.
Los vándalos saquearon a su paso desde las cumbres nevadas de las altas
cordilleras hasta las más profundas fosas de mares y océanos. El propósito de
los saqueadores es llevarse la última gota de petróleo, la última esmeralda, la
última piedrecilla de oro, el último trozo de madera, él último pez, la última
piel, el último papagayo. ¡Acabar! ¡Arrasar! ¡No dejar nada! Igual pasó en
todo el planeta. ¡Ay de ti Asia! ¡Oh África negra! ¡Dios te perdone Europa!
¡Pobre la lejana Australia, la cálida Oceanía, el Polo Norte! ¡Hasta la blanca y
bella Antártida llegaron los explotadores! ¡Pobre de ti planeta mío! ¡La Luna y
Marte están en peligro! Serán las próximas víctimas de la depredación. ¡No
quedará piedra sobre piedra!
—¿Nadie los detuvo? –preguntó Armerito afligido, con la cabeza entre sus
manos, pendiente de la Madre.
—No hubo poder humano, niño querido. Con la complicidad de
gobernantes y políticos se hicieron dueños de los recursos naturales, a las
buenas y a las malas. Los comercializaron y el mundo empezó a depender de
los bancos, de las transnacionales, de los gremios financistas y de los
intermediarios. Se volvieron ricos y poderosos. Montaron grandes industrias y
le crearon a la gente necesidades superfluas, para que consumieran cosas
innecesarias. Pusieron a la humanidad a comer basura.
—¿Y qué sucedió entonces, madre?
—Ten paciencia.
—Perdona mamá. Me emociono demasiado.
—Es normal.
—¡Continúa cuando quieras!
—Sí, hijo. El planeta comenzó a perder el equilibrio. A andar sin rumbo
como si de repente se le hubiera embolatado el sentido de la orientación. Se
habló en esos días de la inversión de los polos magnéticos y de sus
catastróficas consecuencias. ¡Mentira! ¡Lo que se invirtió fueron los valores y
la ética! Las cosas cambiaron para mal. Natura enfureció y tomó venganza de
cuánto daño le habían causado.
—¿Y contra quién se vengó?
—Contra todos. Pagamos justos por pecadores. Sin ánimo de disculpa,
hubo quienes no participamos en la devastación ni guardamos silencio.
Tampoco nos cruzamos de brazos.
—¿Qué hiciste tú, mamá?
—Siempre les inculqué a mis alumnos de la escuela los mejores hábitos de
respeto y convivencia con la naturaleza. Muchos no los practicaron, otros sí,
por supuesto. Sin embargo, ello no me salva. Debí haber hecho más.
—¡Recibiste un castigo!
—¡Y qué castigo!
—¡Terrible!
—Perdí a mi pueblo, a mis hijos, a mi esposo, a mi familia. ¡Todo! Por
fortuna quedaste tú para hacerme compañía y ayudarme a soportar este
inmenso dolor.
—Ahora cuéntame qué sucedió el día de la Avalancha.
—No seré capaz.
—Podemos esperar.
—Debo hacerlo. Tienes derecho.
—¡Gracias mamá!
—Lo haré.
Había prometido no llorar pero le resultó imposible. Gruesas lágrimas
rodaron por sus mejillas estropeadas por la acción imperdonable del tiempo, el
sol y la arena. Miró a su hijo con tristeza. Consciente del estado de ánimo de
su progenitora, el joven le tomó las manos entre las suyas, para calentarlas.
Luego le pasó ambas manos por la cabeza y le sobó la frente.
—Descansa madre. ¡Por favor!
— Presta atención –respondió ella, mientras se limpiaba los pómulos con
su mano derecha.
— Sí, madre. ¿Te traigo agua?
—No hijo, estoy mejor.
Armerito la miró. La mamá se confundió ante los interrogantes de los
inmensos ojos del chico. Se mostró apenada porque en verdad, ni física ni
emocionalmente, se encontraba bien. Hacía grandes esfuerzos para que su hijo
lo supiera todo. Él entendió el trance por el cual ella pasaba y, mediante
arrumacos típicos de los pájaros que improvisó con los ojos, los hombros y los
brazos, trató de infundirle ánimo.
—¡Gracias hijo por comprenderme! Trataré de seguir.
—Hazlo, madre.
— Óyeme bien: por aquel entonces la gente andaba aterrorizada por los
sucesos macabros que ocurrían. Vivíamos espantados con las noticias que
circulaban por la radio y la televisión. Supieron mezclar ficción y realidad, en
un coctel de emociones para vender sus productos. La convicción era que el
fin del mundo se acercaba. Las profecías del Apocalipsis, de los Mayas, de
Nostradamus, de Encarnación Cometa, del Libro de los muertos, de este y de
aquel profeta, chamán o de cualquier charlatán, se cumplirían en determinadas
fechas. Sólo el profesor Gallego había dicho la verdad, y no faltaron quienes
lo tildaron de loco. Según los agoreros, el final empezaría con tres días de
oscuridad. ¡Corrimos a comprar velas y cuanto alumbrara! Afanosamente
íbamos a la iglesia a hacerlas bendecir. El cura cobraba cinco pesos por cada
una, diez veces más de lo que costaba. El pánico se apoderó del pueblo. El
susto nos brotaba por los ojos, cual llamaradas que enrojecían los globos
oculares, como si fueran a explotar. La risa dejó de ser la expresión de la
alegría, y producto del terror se convirtió en una mueca ampulosa que
disimulaba el susto y encubría la consternación. Aparecieron enfermedades
raras en la piel, en el cerebro y en la mente. El cáncer y la locura fueron las
más comunes. El castañeo de los dientes se volvió permanente. Por más
esfuerzos que hacíamos para evitarlo la dentadura nos traqueteaba día y noche.
Se convirtió en el sonido peculiar del miedo. Por otro lado los desastres
acrecentaban el horror: los aviones se perdían o caían de las alturas sin razón
alguna, los transatlánticos naufragaban, los trenes descarrilaban, las centrales
atómicas estallaban, los bosques ardían. Llovía a torrentes durante largos
meses, luego llegaban las sequias y los calores infernales seguidos de intensos
fríos glaciales; las aves morían en pleno vuelo y caían del cielo por millares;
los peces, delfines y ballenas nadaban hacia las playas en lugar de buscar
protección en las profundidades. Con frecuencia el cielo cambiaba de color y
venteaban olores nauseabundos que tardaban días y semanas en desvanecerse.
En medio de la diafanidad de la mañana o de la luz de la tarde, el día oscurecía
y soplaban vientos tempestuosos y atronadores, como si llevaran por dentro
los mil demonios y las mil brujas del infierno. Otros días la bóveda celeste se
ponía roja, y el calor quemaba las carnes de quienes se exponían a sus rayos.
Según algunos científicos, eran efectos de los desechos atómicos de los
Álamos, de las islas Bikini, de Mururoa, de Nueva Zemba, de Hiroshima y
Nagasaki, y por supuesto de Fukushima. Explicaban que esos residuos
suspendidos por años en la atmósfera, se habían recargado por acción de los
calores y de las radiaciones electromagnéticas del sol.
—¡Qué nombres tan raros y difíciles, mamá! ¿Conociste alguno de esos
sitios?
—¡Ni en sueños hijos!
—¿Quedaban lejos de tu pueblo?
—¡Por fortuna!
—¡Sigue!
—Los brujos y hechiceros leían en las caprichosas figuras del firmamento,
en los sedimentos del chocolate y en los posos del café, las desgracias
venideras. La gente enloqueció. No sabía a quién creerle. Ciertos o no los
vaticinios, las desgracias ocurrían. ¡Jamás la humanidad las había imaginado!
Ni siquiera los científicos ni los escritores de ciencia ficción habían pensado
en ello.
—¡Qué horror madre!
—No exagero un ápice.
—¡Te creo!
—Es la verdad.
— Sigue mamá –pidió Armerito, quien a pesar del espanto perfilado en su
cara de niño, miraba a su progenitora, ansioso por seguir el hilo de la historia.
—Los polos empezaron a derretirse. Los montes nevados y los glaciares
trocaron el blanco por el gris oscuro de la contaminación, y en lugar de manar
agua pura y cristalina descendía lodo revuelto con ceniza. Los océanos se
revolcaban como dragones heridos, que agitaban las aguas con sus patas y sus
colas como si estuvieran agonizando. Lanzaban lengüetadas de fuego que se
convertían en explosiones de volcanes subterráneos. Los terremotos y los
sunamis iban a darle la puntada final a la historia. ¡Eran monstruosos! ¡Salidos
de toda proporción! Los geólogos decían que ni siquiera en los comienzos de
la formación de la Tierra habían alcanzado semejante magnitud. Las ciudades
caían desplomadas por la furia implacable de las fuerzas tectónicas: San
Francisco, Los Ángeles, Tokio… Ninguna de las urbes situadas cerca de las
grandes fallas geológicas se salvó. El Gran Terremoto llegó. ¡Bien fuese
aplastada, o de pavor, la gente moría en plena calle! La opulencia, las luces,
los rascacielos, los trenes de alta velocidad, las torres de energía, y las estatuas
que adornaban los parques caían en segundos o volaban por los aires. ¡Todo
estaba en vías de extinguirse! Paradójicamente con el agua al cuello faltó el
líquido puro para beber. Por las tuberías de los acueductos solo corría fango.
Lo vital se volvió escaso. El aire para respirar faltó. Hubo quienes
pretendieron valerse del pánico y el dolor para hacer lucrativos negocios. Los
depredadores vendían el oxígeno mezclado con otros gases, en la calle, en
bolsas pequeñas, al precio del oro. No se paraban en mientes para atentar
contra la humanidad. Fueron los verdaderos culpables del desastre y posaron
ante la sociedad por señores honorables. ¡Qué injusticia! La hipocresía y el
silencio solapado de la prensa, y en particular de algunos periodistas
inescrupulosos, los exoneraron de toda culpa.
—¡Qué historia tan aterradora! —dijo Armerito, a punto de llorar. —¡Qué
tristeza!
—¡Era una tragedia anunciada! —puntualizó la madre.
—¿Se hubiera podido evitar, mamá? —preguntó el chico.
—Todas las tragedias se pueden evitar si los gobiernos y los hombres
actúan con prisa y con responsabilidad.
—¿No lo hicieron?
—¡No!
—¿Por qué madre?
—Porque convirtieron a la Madre Natura en la materia prima de sus
negocios con el único propósito de acrecentar sus riquezas.
—¡Qué tristeza vender las cosas bellas de tierra!
—¡Así fue! ¡Y no contentos con ese crimen hubo quienes empezaron a
vender lotes en la luna!
—¡No madre! ¡Por Dios! Ni que Natura hubiera cometido el peor de los
crímenes para merecer ese castigo.
—Castigo que se volvió contra la humanidad.
—¡Así fue!
—¡Y así será!
—¿Qué ocurrió el día de la Avalancha?
—Tú eras pequeño, hijito querido. Gateabas detrás de mí, y me seguías por
la casa como los pollitos siguen a la mamá gallina. No habías cumplido un
año, y no sabías que la muerte rondaba todos los rincones. Tu padre trabajaba
en el campo, igual que lo haces tú ahora. Tus hermanos disfrutaban de las
vacaciones escolares, jugaban a la pelota en el patio de la casa. Era un
miércoles 13 de noviembre. El sol resplandecía presagiando un día hermoso.
Soplaba una brisa refrescante que aplacaba los ardores, como pocas veces
ocurría por esos parajes. Pero ni aun así la gente respiraba tranquila. A los
terremotos se sumaban los estragos del océano. La gente huía a las partes
altas. Cundía el terror. A eso de las diez de la mañana el sol ensombreció. Una
nube negra y espesa similar a un cuajo de sangre lo ocultó por completo.
Nadie había visto en el cielo algo tan insólito. La bautizaron la Nube
Sangrienta. Parecían las alas de un gigantesco demonio: goteaba fango y hedía
a azufre. Las aves se asustaron. No obstante, se elevaron para mirar la extraña
aparición. El fenómeno las empapó de un limo viscoso y caliente que las
precipitó al suelo. La mayoría murieron achicharradas, las demás no pudieron
alzar vuelo. No lograron desprender de sus alas la sustancia pegajosa. Luego,
en medio de un estrépito infernal empezaron a caer cenizas y piedras
candentes. A las cuatro de la tarde la tierra comenzó a temblar. Rugía. No
paraba de zarandearse. Parecía un potro cerrero fustigado con un látigo de
púas candentes. Brincaba más y más fuerte, a medida que transcurrían los
interminables minutos. Los alaridos de la gente asustaban al apocalíptico
animal poseso.
— ¿Era el fin del mundo, madre? —preguntó Armerito, tembloroso y
pálido del susto.
—Eso quisiera saber.
—¿No lo sabes?
—No.
—¿Por qué madre?
— Desde ese día no volvimos a tener noticias. No fue el final. Tú y yo
seguimos vivos. Y la tierra sigue hermosa.
—¡Sí, muy bella!
—Lástima no haberla cuidado.
—Qué pesar.
—Mucho pesar.
—¿Que siguió después del terremoto?
—Los efectos del poderoso cataclismo no concluyeron de inmediato. El
suelo se partía y formaba zanjas profundas que se tragaban las calles, los
edificios y los carros. La gente corría enloquecida, en estampidas, pero
muchos terminaban yéndose a las profundidades. La tierra no paraba de
estremecerse, quería sacudirse a los hombres, devorarlos y quitárselos de
encima. A todos, sin excepción. Sin distinción de color, de sexo, edad y
jerarquía. Otros salieron despedidos por los aires, para un lado y para el otro,
como moscas con las alas recortadas. De pronto, en medio del caos se oyó una
explosión atronadora, y una montaña de fuego y de lodo ardiente se nos vino
encima. Nos envolvió, nos lanzó en volteretas y nos sumergió en lo profundo.
—¡Oh madre! ¡Por Dios! —sollozó el joven—. ¿Qué fue de mi padre y
mis hermanos?
—¡No pude hacer nada! Se hundieron.
—Y entonces…
—Me sentí impotente.
—Pobre de ellos.
—De todos.
—¡Oh! …
— Los perdí de vista. Solo pude agarrarte a ti. Te tomé entre mis brazos y
nos hundimos. Mientras descendía a lo profundo en medio de un vértigo
desorientador, mi cabeza se atiborró con imágenes desordenadas de mi vida,
de un extraño color entre morado y negro. «Moriremos», dije para mis
adentros. ¡Pero no! Las visiones pasaban raudas, como pasan las escenas en
una película descontrolada. El umbral entre ésta y la otra vida estaba cerca. Lo
veía con mis ojos. Enseguida, un ángel de alas verdes y capa de color púrpura
nos alzó sobre miles de cadáveres que flotaban y voló con nosotros por los
aires. En ese instante perdí la consciencia. No sé cuánto tiempo después,
desperté. Estabas dormido a mi lado. ¡Te creí muerto! Pensé haber tenido una
horrible pesadilla. Me froté los ojos. Quería olvidarme del sueño y volver a la
realidad. No pude abrirlos. Los tenía cubiertos de un fango amarillo todavía
caliente. Solo después de un rato pude ver. Miré para todos los lados en busca
de tus hermanos y tu padre. Era de noche. Sólo vi sombras y el brillo de unos
ojos pequeñitos que nos miraban aterrados. ¡Eran pájaros! Ya por la mañana vi
únicamente arena, unos pocos árboles y un baúl. ¡Qué raro, un baúl! Lloré
enloquecida, no recuerdo cuánto. Lo demás, hijo, ya lo sabes.
—¡Si madre! ¡Terrible!
Por largo rato, ella y el chico permanecieron abrazados en silencio,
abstraídos de cuanto los rodeaba. Lloraron amargamente sin derramar una sola
lágrima. Era un llanto seco y ardoroso, que no pasaba por la fuente acuosa de
los ojos. Salía estéril y cortante, directo del alma.
—De ahí en adelante ya sabemos qué ha sucedido –dijo la madre.
—Sí, porque todo ha ocurrido aquí —anotó el joven—. De afuera no
sabemos nada. Llevamos quince años viviendo aislados. La única prueba de
que la vida no se ha acabado somos nosotros y este pequeño oasis con el resto
de sus habitantes.
—Te falta otro testimonio —señaló la madre—. A ver si recuerdas.
—No.
—Piénsalo bien, hijo.
— ¡Ah claro, el avión! Pero no hemos vuelto a ver ninguno. Y eso no es
una buena señal.
— A lo mejor estaba perdido —dijo ella—. Jamás pasan por aquí. Fue el
primero y el último. A veces me siento como si viviera en la cola del fin del
mundo.
—De todas formas —respondió Armerito, rascándose la cabeza— el avión
era la prueba de que aún vivía gente.
—Tienes razón hijo. Debemos tratar de averiguar qué hay más allá del
desierto.
—¿Tienes idea de cómo hacerlo?
— Lo pensaré.
—¿De verdad, madre?
—Algo se me ocurrirá.
—Te conozco muy bien. Sé que lo harás.
—Ojalá y pueda.
Aunque la señora era más bien introvertida, sin ser aburrida, el muchacho
no ponía en duda su sapiencia. Su experimentada inteligencia, su agudeza para
captar situaciones más allá del sentido común, además de su constante
preocupación por el porvenir, la convertían en una mujer sabia. Por eso, el
rostro del hijo se iluminó de satisfacción al escucharle aquella estimulante
frase: «Algo se me ocurrirá». Siempre que pensaba en grande un proyecto
maravilloso surgía en su mente.
— Las aves que viven en este lugar —expuso la mamá—, han desarrollado
sus sentidos más allá de lo normal debido a las circunstancias tan extremas del
ambiente. Cuando llegamos eran solo unas pocas, desnutridas y raquíticas del
hambre, casi moribundas. Ahora son cientos, sanas y alegres. Si bien con
nuestra ayuda pudieron sobrevivir y reproducirse, se han vuelto recursivas y
más fuertes.
—Aprenden cuanto les enseñamos —aclaró el jovencito entusiasmado.
—Les enseñaremos a ir más allá del desierto.
—¡Qué gran idea madre! ¿Y a qué irán?
—¡A buscar la humanidad, hijo querido!
—¿Lo crees posible, mamá?
—¡Por supuesto! ¿Crees que pueden aprender? —preguntó ella, con la
entonación y el convencimiento de una decisión tomada.
—Las aves son tan inteligentes como nosotros. Aprenden todo. Con mayor
razón si la vida está de por medio —respondió el muchacho con aire de
sapiencia.
—Pues hijo, manos a la obra —sugirió la madre—. No se diga más. Tú te
comunicas con ellas, las conoces bien y sabes de sus capacidades y
debilidades. Os entendéis. Ideemos un plan para entrenarlas.
—¿Un plan…?
—Sí, un plan
—Trato de entender –expresó el joven.
—Recuerda… yo fui maestra de escuela.
—Claro, madre. Es una ventaja que conozcas el arte de enseñar. ¡Lo
lograremos! ¡Estoy seguro!
—¡Ojalá, hijo! Aunque he vivido contenta en este paraje, después de
recordar lo sucedido creo que nuestro lugar está en la civilización. ¿No piensas
igual?
—Si mamá. Tenemos que volver a vivir en sociedad.
—Amén –dijo la madre.
—Amén –repitió el hijo.

Repuestos del estremecimiento causado por los dolorosos hechos de tres


lustros atrás, madre e hijo retomaron el hilo de la normalidad inspirados en
propósitos distintos a los de prolongar la rutina de la supervivencia. Se
dedicaron en cuerpo, alma y espíritu, las veinticuatro horas del día, al nuevo
proyecto: entrenar las aves para ir más allá del desierto e indagar por la suerte
de la especie humana. Tarea nada fácil porque en medio de tantos problemas y
temores, les resultó muy difícil decidir por dónde empezar a desarrollar una
idea tan compleja.
—Si especulamos demasiado jamás podremos hacerlo —puntualizó la
mamá con cara de preocupación—. Debemos tratar al máximo de ser prácticos
—agregó.
—¡Estoy de acuerdo! —asintió el muchacho—. Tú mandas, madre —
añadió, apoyando la barbilla entre el pulgar y el índice de la mano derecha.
—¿Qué te parece si primero decidimos lo que queremos y a continuación
definimos las tareas para lograrlo?
—Me parece perfecto, mamá.
Sentados en los troncos en proceso de petrificación, frente al ardoroso
desierto, cual par de sabios encargados de decidir la suerte de la especie
humana, madre e hijo hablaron durante tres días sin parar. Los pájaros,
acostumbrados a verlos diariamente en faenas diferentes, revelaban su
extrañeza revoloteándoles indiscretamente, sintiéndose molestos porque ellos
estaban olvidándose de hablarles, de juguetear, de acariciarlos o de aplaudirles
sus piruetas en el aire. Armerito y su madre no se dieron por aludidos. Nada
los iba a desconcentrar del importante asunto.
El primer tema de reflexión fue si el proyecto valía la pena: si tenía pies y
cabeza semejante empresa, si era lógica y humana la aspiración de saber de
sus congéneres; si era sensata la idea de volver a vivir en sociedad después de
tantos años de haber estado aislados; si tendría sentido irse de El Jardín, y
abandonar a los pájaros a su suerte, e incluso renunciar al desierto para buscar
mundos extraños. Meditaron sobre si dicha empresa no sería más bien una
señal de que la soledad los estaba trastornando, o que el tedio los obligaba a
buscar horizontes más entretenidos. Se imaginaron la misión en marcha,
pensaron en la despedida y en la espera; se figuraron los miles de peligros a
los cuales se enfrentarían los pajaritos en la travesía, cavilaron sobre la llegada
a la civilización, sobre lo que iban a ver, sobre los buenos y los malos hábitos
que iban a aprender y, por supuesto, especularon sobre el regreso triunfal
colmados de buenas noticias, de mayores experiencias, y por qué no, de
presentes sumamente interesantes. ¡En qué no meditaron! Además, con sus
fórmulas empíricas Armerito midió en cifras numéricas las posibilidades de
éxito y fracaso, y obtuvo un guarismo del cincuenta por ciento para cada
eventualidad. Después de ese intenso trabajo intelectual, y luego de que la
madre definiera los propósitos más esenciales y formulara no se sabe cuántas
observaciones, llegaron a una importante conclusión: ¡sí valía la pena! ¡Se
justificaba plenamente emprender la odisea! Cómo no iba a ser importante
buscar a la humanidad, después de tantos años de haber perdido contacto con
ella. ¡Por supuesto! Si no la buscaban, y peor aún, si no la encontraban, ¿qué
iba a ser de ellos? ¿Seguir viviendo como lo había dicho la mamá, en la cola
del mundo? ¿Convertirse en unos salvajes e incivilizados? ¿Qué sería de
Armerito si su madre moría? Y, ¿qué sería de la Madre si él llegase a faltar?
—El hombre apartado de la gente es un hombre a medias –sentenció la
madre. Su lugar natural es la sociedad.
—No opino acerca de ese tema. Tengo pocos argumentos. ¡No he vivido
nunca en sociedad! —anotó el joven, con la idea de la sociedad metida en la
cabeza.
—Pero vives con tu madre.
—Es cierto, pero… tú y yo somos una sociedad incompleta…—no supo
qué más decir, y prefirió silbar una tonada.
—¿Qué melodía es ésa?
—La Canción del Hombre Perdido. La compuse ayer. La cantaremos el día
de la partida.
—¡Qué bello suena!
—Hablábamos de la sociedad.
—No la conoces.
—La conoceré y volveremos a vivir en ella.
—Estoy segura.
—Ojalá.
—¿Te gustaría?
—¡Claro!
—¡Es el ambiente natural del hombre!
—Que rico conocer más niños.
—¡Y niñas!
—¡Por supuesto!
Aclarado lo esencial, lo segundo era relativamente más sencillo: adoptar un
buen método con los pájaros para enseñarles el propósito de la misión, y para
que lo asimilaran de buen agrado y sin mayores dificultades. Mejor dicho, un
procedimiento persuasivo para hacerles entender que iban a buscar, nada más
ni nada menos, al más grande e ilustre desconocido: ¡al hombre! En este punto
fueron claros en advertir que con el fin de facilitar el trabajo la lúdica sería
más efectiva que la disciplina rigorista. Si las tareas, las enseñanzas, los
ejercicios, y todo cuanto hicieran no era atractivo y agradable para los
animalitos, lo más probable sería el fracaso.
Lo tercero era lograr que ellos adquirieran la fortaleza física, la potencia y
la destreza suficiente para volar cientos y hasta miles de kilómetros, sin agua,
sin comida y sin referentes precisos de orientación, enfrentados a trances y
peligros desconocidos. ¡Nada fácil! Lo cuarto, conseguir que los pájaros
actuaran con suficiente inteligencia para resolver por el camino, y en cualquier
momento, toda suerte de contingencias relacionadas con la búsqueda de agua y
de alimentos, la identificación de enemigos y situaciones peligrosas, encontrar
rutas, escoger sitios seguros para pernoctar, entrar en comunicación con la
gente tan pronto la encontraran, hacerse entender, seleccionar las evidencias
apropiadas, y recoger las pruebas necesarias acerca de qué estaba ocurriendo:
cuáles eran los problemas, cuál era el estado de la civilización, cuál la suerte
futura de los humanos y qué estaba pasando con el planeta. Y quinto, regresar
sanos y salvos. ¡Ah!, y algo más: suspender la misión en caso extremo. Todo
claro. Decidieron fijar mínimo un año de plazo para preparar la expedición.
No querían hacer las cosas a las carreras, menos improvisar y, peor aún,
hacerlas mal.
—Si esperamos lo más, ¿por qué no esperar lo menos? —dijo la madre.
—Tienes toda la razón, madre —respondió el hijo—. Será un acto de
paciencia.
—Y de perseverancia —asintió ella, dibujando una leve sonrisa en sus
labios.
—¡Por supuesto! –ratificó el chico.
—También de imaginación.
—¡Muchísima imaginación!
—Y de toda la inteligencia necesaria para resolver los problemas más
complejos de un viaje inverosímil.
—¡Me gusta eso, mamá!
—¡Porque será un viaje fantástico!
—¡Lleno de peligros! —advirtió el muchacho.
—Suena mejor: lleno de aventuras —rectificó la Madre.
—¡Así será! —concluyó el jovencito.
Mejor no pudieron haber hecho la tarea. Sin embargo, había un gran
problema que ninguno de los dos advirtió. Nadie dudaba de la inteligencia de
los animalitos. ¡Era un hecho indiscutible! En todo momento y en cada uno de
sus actos lo demostraban. Pensaban, tenían lenguaje y se hacían entender. Con
eso era suficiente. ¿Pero cómo ponerlos ahora a hacer cosas tan
diametralmente diferentes a su condición animal? ¿Y cómo meterles en la
cabeza semejante cantidad de ideas, imágenes y nuevos comportamientos que
de seguro alterarían su percepción de pájaros pero sin las cuales,
desafortunadamente, la misión no podría salir avante? En suma, ¿cómo
cambiarles la racionalidad sin cambiarles su personalidad? Porque era
evidente que habría que cambiarles su forma de pensar, y ponerlos a actuar
bajo la lógica y la racionalidad humana. ¡Los pájaros en busca del hombre!
¡Qué tal! ¡Interesante tema para elucubrar! ¡Y bonita causa para educar! Si en
El Jardín todo era un problema, empezando por las fuentes de agua, éste aún
era mayor. La madre tenía la palabra. Había sido educadora. Y muchas veces
había oído hablar de las varias inteligencias de los hombres. Seguro que los
pájaros tendrían más de una. A menudo hablaba de ellas.
—No se alterarán sus comportamientos esenciales —dijo sin titubeos.
—¿Seguro, madre?
—Sí. Aprovecharemos al máximo el entrenamiento para desarrollar sus
fortalezas y sus debilidades, de tal manera que puedan hacer las tareas más
difíciles, sin que tengan que cambiar su forma de pensar.
—¡Explícame!
—La idea es que mediante la inteligencia lo resuelvan todo.
—¡Genial, mamá!
— Ten en cuenta hijo, que los transformaremos en pájaros con un mayor
cociente de inteligencia y con mayor capacidad de raciocinio —explicó la
madre—. Es como si tomásemos un niño y al desarrollar al máximo sus
niveles intelectuales lo ponemos a pensar, frente a determinados problemas,
como un adulto, sin que por ello pierda su mentalidad infantil. ¿Me entiendes?
—Trato de entenderte —dijo el chico con un semblante agridulce en su
cara, producto de la confusión que tenía en la cabeza.
—No te preocupes. Ya verás que seguirán siendo los mismos pájaros de
siempre, solo que más inteligentes que antes.
De entrada establecieron una novedosa serie de normas y principios para
garantizar que contarían con los mejores ejemplares en la misión. Habría una
rigurosa selección conforme a los más elevados cocientes de inteligencia
visual, espacial, corporal, cinética e interpersonal; trabajarían con los animales
más fuertes de todas las familias no menores de seis meses de edad, siempre
que hubiesen aprendido y desarrollado las destrezas del arte de volar;
conformarían equipos de acuerdo a las necesidades identificadas; habría
sesiones diarias de integración para fomentar la comunicación, la solidaridad y
la amistad; los líderes —porque era necesario que los hubiera, pues no se
trataba de una misión convencional sino de una expedición excepcional—
serían seleccionados con el más extremo cuidado mediante un test de
inteligencia lingüística, intrapersonal, anticipativa y de capacidad para trabajar
en grupo.
—¿Satisfecho con el trabajo, hijo? –preguntó la madre.
—¡Para empezar si, mamá!
—Estoy de acuerdo.
—¡Tenemos un año por delante!
—Probablemente surgirán otras necesidades.
—¡Es natural!
—Cuantas más sean, mejor. Más nos prepararemos.
—Lo importante es identificarlas y saberlas resolver.
—La vida en El Jardín nos ha enseñado a ser precavidos.
—Eres experta en resolver problemas, madre.
—Cuando Dios me ilumina, hijo.
—Y cuando no, también.
—¿Crees que los pajarillos aceptarán?
—¡Sin duda alguna!
—¿Les has adelantado algo?
—No mucho.
—¿Qué les has dicho?
—Ayer le dije al australiano que tendríamos que volar largo.
—¿Qué contestó?
—Que cuándo salíamos. Ni siquiera preguntó a dónde iríamos.
—¡Es hermoso! ¿No te parece?
—¡Todos lo son!
—Sí, es cierto. ¿Has comentado con otros?
—Con un pato.
—¿Y qué dijo?
—Se quedó pensativo.
—¿No respondió?
—¡No! Voló lejos, en círculos, durante media hora. Al rato lo vi en lo más
alto de la palma. Miraba al norte. Parecía evocar alguno de sus tantos viajes.
—Los que no quieran que no vayan.
—Todos querrán volar.
—Soy del mismo parecer.
—La vida de las aves es volar.
—Cuanto más alto y más lejos, mejor.
—¡Así es, madre!
—Vamos a comer algo, hijo. Es medianoche.
—No tengo hambre, no estoy cansado ni tengo sueño, mamá.
—Yo tampoco.
—¡Qué bella luna!
—¡Se ve hermosa! — coincidió ella.
—Apropiada para volar sobre el desierto de noche y evitar el calor del día.
—¿Se podría intentar?
—Lo he pensado, pero sería perturbar demasiado las costumbres de los
pájaros.
—Tienes razón.
—Me da miedo que algo salga mal. Puede que al comienzo funcione, más
no se sabe con los días qué podría ocurrir.
—Es peligroso.
—¿Qué pasa si después de varios días pierden el sentido de la orientación?
—No quiero ni pensarlo.
—Es mejor no intentarlo. Dejémosle esa faena a las aves nocturnas. Para
ellas no es un problema.
—Estoy de acuerdo, no debemos abusar de la bondad de nuestras avecillas.
—Atravesar el monstruo gris no es nada fácil.
—Nunca habías llamado así al desierto.
—De pronto se me ocurrió.
—¿De verdad es un monstruo?
—¡El desierto es el desierto!
—¿Le temes?
—Lo amo y lo respeto como a todas las criaturas.
—¿Le temes a algo?
—A las iras del monstruo.
—Bueno…creo que es mejor ir a dormir. Se hace tarde y debemos
madrugar.
—Vamos, madre.
—Si, hijo.

Como al comienzo de toda gran expedición no faltaron las casualidades.


Un mal desconocido empezó a diezmar los pájaros. Los que se salvaban
quedaban maltrechos, medio muertos y con un menoscabo cerebral que no les
permitía concentrarse en ninguna tarea, ni siquiera en comer, beber ni mucho
menos volar. Armerito advirtió la gravedad del mal y al instante entró en
comunicación con ellos. Luego de varias horas de preguntas y de cuidadosos
exámenes logró entender en medio del tono dolorido de sus gorjeos la
naturaleza del problema: era el mal del calor que los estaba matando. Al
consultar con su madre la respuesta fue concluyente:
—Si lo dicen es porque así es. ¡Los pájaros no saben mentir!
—¿Y los humanos, madre?
—Somos la mata de la mentira.
—¿Por qué mienten?
—Porque a veces la verdad es dura y duele. También para encubrir el mal.
—¡Ah!
La Madre lo intuía. Más temprano que tarde los ardores de la Tierra
terminarían por afectar a estos pequeños seres, que si bien habían vivido desde
siempre en el desierto, con excepción de dos o tres casos, carecían de la
resiliencia propia de los humanos para soportar y asimilar los drásticos
cambios climáticos. Alarmada por la situación pensó que si el mal progresaba,
aparejados con estos trastornos sobrevendrían otras complicaciones no menos
delicadas, relacionadas con la alimentación, el metabolismo, la desnutrición y
el estado de ánimo. Y esto sí era peligroso. Inevitablemente sobrevendía la
muerte, como estaba ocurriendo con los ejemplares más jóvenes y débiles.
—¿Qué hacemos? —preguntó Armerito.
—Todo lo que podamos —respondió la madre.
—¡Que sea ya mismo! —dijo el joven.
—De inmediato, hijo.
—No podemos perder un segundo.
—No lo perderemos.
—Por ningún motivo.
—Así será.
De la actividad, el bullicio, la agitación y la alegría habitual de El Jardín,
se pasó a un sensible estado de tristeza que se percibió, de inmediato, en el
comportamiento de la madre y del hijo: en la manera en que caminaban, en
cómo hablaban, pensaban, reían, comían o lloraban. Entre los pájaros, la
mortífera epidemia se plasmó en el cambio de los trinos por lánguidos sonidos
que parecían aullidos de animales abandonados por sus amos; en la forma
lenta y torpe de volar, sin ganas, sin arte, maestría y sin júbilo, como si fueran
a derrumbarse; en los escasos alimentos que apetecían; en los ojos vidriosos,
en la cola caída, en las plumas sucias y espelucadas, en el cuerpo desgarbado y
en la cabeza gacha. Era una situación de vida o muerte ante la cual había que
actuar rápido. El mal no pararía un instante en propagar sus letales efectos. Se
veía a diario. ¡Avecilla contagiada, avecilla muerta! No daba tregua. Así son
los males. Y así era el mal del calor.
—Se mueren madre —lloró Armerito.
—Tengamos fe en Dios.
—Mientras tanto se mueren.
—¡Blasfemas, hijo!
—Perdona.
—Actuemos contra el calor.
—Se me ocurre algo —exclamó ansioso el chiquillo.
—Hagámoslo ya mismo —respondió la madre refregándose las manos, en
medio de un ir y venir desesperante, producto de la angustia que la consumía.
Pusieron en juego todo cuanto estuvo al alcance de su imaginación para
tratar de aliviar el sofoco y la debilidad de los animalitos: convirtieron los
corredores en refugios contra el calor e idearon un ingenioso sistema de
columpios, poleas y tarabitas, con las cuales consiguieron producir energía
cinética para mantener en movimiento el aparejo. Lograron así que las aves se
mecieran y se refrescaran durante los momentos más ardientes del día, sin
tener que realizar ningún esfuerzo. Orientado por la observación rigurosa de su
ojo clínico, e inducido por sus criterios de naturalista empírico, Armerito
decidía lo concerniente a los remedios y a la dieta alimenticia: qué clase de
hierbas sedativas debían ingerir, cuántas gotas y cuántas dosis al día; qué clase
de alimentos —semillas, vegetales o insectos— podían consumir; quiénes
requerían doble ración y durante cuántos días.
Fue así como las reservas de alimentos salieron del zarzo donde estaban
celosamente guardadas y empezaron a ser ingeridas por los debilitados
pacientes. No se disponía de cantidades significativas, pero dos o tres nueces,
un grillo adicional, o cuatro granos más al día, significaba arrancarlos de las
garras de la muerte. En aras de reforzar y acelerar el tratamiento se
suspendieron los quehaceres no prioritarios en consumo de agua, con el fin de
permitirles a las avecillas beber sin límites, retozar y empaparse a sus anchas,
y recuperar la alegría del espíritu, el brillo del plumaje y la refulgencia de los
ojos. En virtud de este propósito el baño humano se pospuso para cada tres
días, y la limpieza de los corredores, pisos, trastos y demás objetos se aplazó
mientras se superaba el trance. Todas las plantas, desde las más grandes hasta
las más pequeñas debieron aportar su cuota de sacrificio. Se les redujo la
porción y la asiduidad del riego mientras no estuvieran en inminente peligro
de marchitarse, teniendo cuidado de medir sus reacciones, minuto a minuto, en
cuanto se les mermaba el agua.
—No veo que más podamos hacer —dijo el muchacho desalentado—. La
peste no da tregua. ¡No paran de enfermarse y de morir!
—Trato de recordar algo —anotó la madre con la vista refundida en la
distancia.
— ¡Piensa madre, por favor!
—Es algo relacionado con el mal.
—Recuérdalo…recuérdalo…por favor —rogó el chico.
—¡Dios, ayúdame! –clamó ella.
—Concéntrate mamá.
—Ocurrió hace muchos años.
—¿En tu pueblo?
—Sí.
—¿Con tus alumnos? ¿Eran pobres y desnutridos?
—Sí.
—¿Algunos murieron?
—Sí.
—¿Salvaste otros?
—Sí. ¡Lo tengo! —dijo con alegría la señora.
—¿De qué milagro se trata madre? —exclamó saltando del tronco donde
estaba sentado.
—De una receta de hierbas y minerales contra la desnutrición, los males
del cuerpo y del espíritu.
—¿La recuerdas?
—¡Trato de hacerlo!
—Hazlo madre. ¡Te lo imploro! ¡Es urgente! No podemos dejarlos morir.
No era la primera vez que la madre alternaba con esos conocidos y
mortales enemigos de la humanidad. Los enfrentó en la escuela de su pueblo y
le urgía derrotarlos de nuevo en la comunidad de sus animalitos. Ella no había
sufrido la pobreza ni le había faltado el alimento, pero la mayor parte de sus
alumnos vivían hambrientos, en la más absoluta miseria y desesperación. Para
despistar el desasosiego producido por el frustrado deseo de ingerir algo sólido
y agradable, los muchachos idearon una treta mortal: se hicieron los
desentendidos y evitaron buscar alimentos para no acrecentar su angustia ni
gastar en balde sus precarias energías. Llegaban a estudiar sin haber probado
bocado alguno, sólo con las exiguas calorías aportadas por los tragos bebidos
en la Pila de agua de la plaza. Debido a ello, el bostezo se convirtió en el más
elocuente símbolo de su condición social. «¡Es una treta de los pobres! Lo
hacen para que les regalen comida», informó el despistado orientador escolar a
las autoridades educativas, al indagar la muerte de varios estudiantes que —de
un momento a otro— cayeron desmayados en plena clase. Además, el hambre
impedía asimilar una sola sílaba de lo que la profe intentaba enseñarles. No
tanto porque no les interesara. Sucedía porque el cerebro, como cualquier otra
máquina, necesitaba de energía para funcionar, y ellos llevaban días sin
echarle al organismo una migaja de pan. Muchos niños habían muerto en esa
cruel pantomima inventada para burlarse de su suerte perra.
Ahora, para salvar a las avecillas ella debía recordar la fórmula con la que
había curado de la desnutrición a sus muchachos. Era cuestión de ponerle un
poco de lógica y de sentido común. Las ganas le sobraban. Lo logró más
pronto de lo imaginado. Se trataba de una receta casera, a base de minerales de
la tierra: hierro, magnesio, manganeso, potasio, calcio y cobre. Los buscó con
lupa y los encontró desperdigados entre las arenas y pedruscos del desierto,
acumulados durante miles de años. Los identificó más con las pulsaciones del
corazón que con sus ojos, y los husmeó más con la conciencia que con los
cilios del olfato. De inmediato los pulverizó, los redujo a tamaños casi del
grosor de los átomos, y para no atragantar a los delicados comensales les
metió muñeca, como llamaban en el pueblo a la pura fuerza de las manos;
finalmente los coló y los mezcló con selectas hierbas y frutos de El Jardín.
El resultado de este esfuerzo fue un prodigioso complemento alimenticio,
tan nutritivo como el alimento de los dioses y tan energético y explosivo como
la misma dinamita. ¿Quién se iba a imaginar la cantidad de sustancias
milagrosas presentes en los minerales y en tantas frutas, que servían para
renovar la energía, disipar el cansancio y fortalecer el corazón? ¿Y cuántas
bondades no encontró en la hierba de San Juan para evitar los dolores
musculares y los calambres? ¿Y en el agraz, para tonificar los músculos,
impedir el agotamiento y combatir las infecciones producidas por la
desnutrición? ¿Y, en el jengibre, el marañón y la guayaba? Sólo Dios y el
desierto lo sabían.
—¡A comer y a volar! —dijo la madre al advertir la inminencia de la cura.
—Sí —coreó el muchacho—. ¡A comer y a volar!
Como por arte de magia, la sentencia produjo de inmediato en la bandada
un renovador alivio. La mamá y Armerito recuperaron la tranquilidad, y
continuaron la ejecución del plan retrasado por el infortunio de la enfermedad.
La actividad se multiplicó por cien. Al mismo tiempo que hacían el
tratamiento, empezaron a entrenar. Realizaban los ejercicios en el desierto, en
El Jardín y en las instalaciones de la casa, pues muchos de los casos por
conocer, repasar, simular y resolver así lo demandaban. Madrugaban más que
las gallinas. (Era sólo un decir de la madre, porque no las había). A las tres de
la mañana los pájaros despabilaban y se ponían en pie para el rudo trabajo: una
vez recogían las gotas de agua, ayudaban a la Madre a preparar los tónicos.
Para hacerlo, despedazaban con sus picos las duras rocas donde se
encontraban las sustancias milagrosas, e iban desechando con el soplo de las
alas y el rápido hurgar de las patas, la escoria de los minerales; después hacían
fila para someterse a un minucioso examen, bajo los juicios del jovencito.
Cumplida la rutina, empezaba el arduo entrenamiento que entre la mamá y el
chico dividieron en cinco asignaturas: el arte de volar en condiciones críticas,
defensa y combate en el aire, cómo orientarse y encontrar rutas, logística y
aprovisionamiento, comunicación con la civilización, y regreso exitoso.
—¿Faltará algo? —preguntó el joven, preocupado.
—No creo —dijo ella, con la concisión del pedagogo veterano, y con
palabras lentas salidas de sus labios resecos.
Fueron doce largos meses de arduo pero productivo trabajo, durante los
cuales los pájaros recuperaron el físico perdido y acumularon la mayor
cantidad de grasa en las partes apropiadas del cuerpo, como reserva para el
viaje. Asimismo, aumentaron la potencia de las alas, la agudeza de la vista, el
poder penetrante del olfato, la intuición y la habilidad para ubicar las
corrientes de aire caliente; además, repasaron los secretos y las técnicas del
arte de volar, desde la delicada y minuciosa aceitada del plumaje, hasta la
constatación de que cada una de las plumas externas, cada una de las
timoneras y también la de las alas, se hallaban en tan inmejorables condiciones
que garantizaban, cien por ciento, una figura corporal de alta perfección
aerodinámica para romper la resistencia del viento.
De la misma forma, inventaron estrategias para sortear las dificultades que
con seguridad iban a encontrar en el camino: vientos huracanados, tormentas
de arena, desorientación, calor infernal, falta de agua y de comida, ataques de
las aves rapaces, cansancio, desasosiego, desfallecimiento e incluso la muerte,
de manos de los muchos enemigos que tenían los pájaros, incluido el hombre.
Ensayaron maneras de vuelo diferentes a las convencionales, para ahorrar
energía y aumentar la velocidad. Experimentaron varios tipos de formación: en
M, en W, en semi arco, al estilo flecha, y de mil maneras más. Al final,
concluyeron que la forma en V era la mejor de todas, la más sencilla, la más
práctica y la más en sintonía con su naturaleza de especie voladora.
¡Qué no hicieron! Todos los días volaban en círculo cientos de kilómetros
—durante ocho horas y a veces más— para no alejarse de El Jardín; planeaban
encima de una ciudad construida a escala, con hojas, ramas, piedras y bambú,
tratando de identificar sus partes principales; revoloteaban suavemente sobre
la cabeza, los hombros y las piernas de un muñeco semejante al hombre,
elaborado con hojas y cortezas de cocotero, calabazos y bejucos, hasta
aprender a ganarse su confianza; conocieron mediante dibujos hechos en la
arena, objetos propios de la civilización: armas, aviones, periódicos, radios,
automóviles libros, televisores, teléfonos, bicicletas, balones, ropa, gafas,
billetes… y cientos de cosas grandes y pequeñas; estudiaron numerosas
señales, imágenes y símbolos típicos de las ciudades, deteniéndose en aquellos
avisos que advertían algún peligro: agua contaminada, zona militar, zona de
tiro, caza y pesca, desechos atómicos, descargas eléctricas de alto voltaje,
basurero público, prohibido transitar, etcétera. No se desalentaron frente a
tantos asuntos desconocidos y peligrosos que iban a encontrar. Por el
contrario, ante cada simulacro, maqueta, observación y lección, comprendían
con mayor juicio y lucidez al hombre, a la humanidad y a la civilización, y la
trascendental importancia de la misión.
Cumplido el año de entrenamiento, cuando el calor del sol arreciaba con la
potencia de un millón de fogatas y estaban convencidos de que si continuaban
entrenando un minuto más se iban a fundir, sintieron una oleada refrescante.
Pero lo percibieron a la inversa de cómo enfrían las corrientes de aire, de
adentro hacia fuera. No era la piel ni el cuerpo lo que entraba en estado de
frescura y placidez. Era el espíritu de cada uno, una sensación de serenidad y
de calma profunda proveniente de lo más íntimo de la conciencia colectiva,
que en virtud del deber cumplido les decía: «¡Listo muchachos, paren ahí!». Y
entonces, impulsados por ese mandato, obedecieron y pararon en el mismo
sitio y en el mismo momento para empezar a celebrar. Brincaron, saltaron,
revolotearon y bailaron bajo los compases de las más hermosas melodías que
jamás pájaro alguno cantó y danzó, y que ningún oído humano había
escuchado. Era una sana y merecida celebración del histórico triunfo de los
pajarillos que, además de permitirles demostrar su inteligencia, los había
llevado a derrotar a la muerte y a vislumbrar la posibilidad de encontrar al ser
humano más allá de los confines del desierto, para que la madre y Armerito se
reencontraran con sus seres queridos.
A pesar de haber sido una fiesta donde abundaron el dulce de los dátiles, la
acidez de las naranjas, el agrás y el marañón, así como mosquitos, lombrices y
ancas de saltamontes, cucarrones y moscardones, acompañados de agua en
cantidades inusuales, ninguno se embriagó de triunfalismos vanos ni
empalagosos. No hicieron sino reconocer la rudeza, el rigor y la seriedad del
plan, pues de otra forma no podrían enfrentar la inmensidad y los peligros del
desierto. Se veían guapos, fortalecidos y musculosos; la cresta puesta en alto y
bien tonificada lucía de un soberbio rojo carmesí; los ojos, los picos y las
plumas relumbraban.
—Se ven preciosos —dijo la madre—. Lucen como si fueran a participar
en un concurso de belleza.
—Ni más ni menos —acotó el chico.
¿Cuándo partimos? Fue la pregunta exteriorizada con emoción a través de
los ojos de los pájaros, y reforzada con graciosas tesituras de su lenguaje
corporal. Mientras esperaban la respuesta, arrugaron el ceño, entornaron los
ojos, brincaron y movieron con rapidez las patas; sus cabezas erguidas
sugiriendo siempre la palabra cuándo, cuándo, cuándo a la espera de que
Armerito anunciara la hora cero. Él, por su parte, hacía cálculos y forzaba la
memoria más allá de lo humanamente posible, intentando recordar los
registros atmosféricos más significativos de los últimos cinco años, para
escoger el momento indicado.
—¡Listo madre! Partiremos dentro de tres días, a la madrugada.
—¿Estás seguro hijo?
—Totalmente.
—¿Hay peligros a la vista? —indagó la madre con preocupación.
—Muchísimos.
—¿Qué podemos hacer?
—¡Confiar en Dios!
—¡Más que suficiente!
—Y también en la buena suerte, madre.
—Proviene de Dios.
—Entonces no tendremos problemas.
—¿Cómo está el clima?
—Impredecible como siempre, aunque atravesamos un periodo de buen
tiempo.
—Menos mal.
—Aun así, existen riesgos. Debemos correrlos en cualquier momento.
—Qué más se va a hacer —dijo la madre con resignación.
—Todo saldrá bien —respondió el muchacho.
—Amén —asintió ella.
Conforme lo tenían previsto, al tercer día, en medio de la total oscuridad,
las aves despertaron listas para emprender la empresa. La luna no se veía.
Estaba adormilada, tras un tendido de nubes oscuras. Eran las tres de la
mañana y hacía un frío polar. Las viajeras aleteaban, calentándose para
remontar. Se iban… No sin antes escuchar las últimas instrucciones de
Armerito ni sufrir un fuerte golpe de emoción por las copiosas lágrimas de la
madre. Ésta se despidió de cada avecilla con un beso tierno, y ellas le
manifestaron su amor exhalando trinos lastimeros de adiós. ¡Quizá para
siempre!
—¡No llores madre! ¡Debemos darles ejemplo de fortaleza! No deben irse
tristes.
—Tienes razón hijo. ¡Perdóname! La tristeza no es sólo mía, también es de
ellas.
—Es de todos.
—Es inevitable.
—¡Es hora de partir! Lo recomendable es que empiecen a volar dos horas
antes de la salida del sol —sugirió el chico.
—Dios las bendiga –expresó la madre mientras hacía la señal de la cruz.
—¡Buena suerte!
—Adiós mis pequeñas.
—¡Ojo con los halcones!
—Cuiden bien las provisiones.
—No olviden regresar si es necesario.
—¡Adiós periquito!
— Adelante, garzas, patos y todos los demás.
—Dios las bendiga.
—¡Buen viaje!
—¡Hijo, la canción!
—No hay tiempo madre. ¡La cantaremos al regreso! Así podré corregir la
letra y algunos acordes que no me suenan bien.

Partieron tres centenares. Armerito los dividió en diez grupos de treinta


individuos cada uno, formando en V. Al frente, en el vértice, las garzas y los
patos le ponían el pecho a la brisa y les facilitaban el vuelo a los menos
fuertes. A estos portentos de los aires les seguían los de cuerpo mediano, entre
los que sobresalían las palomas. Había varias entrenadas como mensajeras en
El Jardín. La madre les había colocado sendas cargas embaladas con
minuciosidad en vainas y envolturas vegetales impermeables, y pegadas con
goma. A continuación, iban las avecillas más pequeñas, en parejas para darle
más cohesión al sistema de vuelo, y para que la una estuviese pendiente de la
otra, por si algo llegaba a suceder. Los subgrupos eran heterogéneos en cuanto
a su composición, por especie, por familia y por equipos. Significaba ir
revueltos mas no desordenados. Así lo había decidido el joven estratega.
En pleno vuelo algunos ejemplares entraban y salían de la formación. No
eran indisciplinados ni insubordinados, ni mucho menos. Eran individuos bien
dotados por la naturaleza, que cumplían funciones especiales de vigilancia,
observación y orientación. Entre éstos destacaban varios chorlitos que iban y
venían, subían y bajaban, sin mostrar señales de cansancio. Eran aves
migratorias con fama de expertas voladoras, resistentes, avezadas,
conocedoras de todas las rutas, y consideradas en el mundo de los pájaros
como las mejores gracias a su sentido de orientación. En su historial genético
gozaban de la fama de poseer una inigualable capacidad de coordinación;
volaban en grupos de miles de ejemplares, en movimientos sincronizados, y en
el momento menos pensado cambiaban de dirección sin perturbar el orden
perfecto. Se movían tan rápido como las exhalaciones de la luz cuando se
transforman en relámpagos.
No menos fuertes, diligentes y versátiles resultaron los tímidos y pequeños
colibríes. Volaban a ochenta kilómetros por hora, y sus plumas tornasoladas
relumbraban y emitían fulgores multicolores bajo luz del sol. Se ponían por
encima de la bandada y se detenían en el aire durante largos ratos, vigilando
los cuatro puntos cardinales por si alguna ave cazadora los seguía. Lograban
semejante desafío a la ley de la gravedad gracias al maravilloso movimiento
de sus alas, capaces de vibrar dos mil veces en treinta segundos, y a su
diminuto pero potente corazón, que bombeaba sangre a los músculos
quinientas veces por minuto.
Detectados los problemas y observado cada detalle, cada dificultad y cada
maniobra, chorlitos, colibríes y estorninos parloteaban entre sí, en una especie
de charla técnica, cuyos pormenores los comunicaban a las garzas y a los
patos. Finalmente recorrían la formación e instruían a todas a y cada una de las
avecillas sobre las decisiones tomadas, para mantener el orden y la disciplina.
Iba también un joven perico australiano, “¡la hermosura en envoltura de loro!”
había exclamado la madre de Armerito al verlo por primera vez. Era alegre y
parlanchín, de colores vivos y cuerpo pequeño, bien proporcionado. Daba la
sensación de ser frágil y delicado, aunque en el fondo era todo un guerrero. Se
destacaba por su inteligencia verbal y por su habilidad para organizar y dirigir.
Su talla no sobrepasaba los quince centímetros. Los demás pájaros lo llamaban
cariñosamente, El Australiano.
El primer incidente se presentó el mismo día de la partida, en una zona de
riscos en pleno desierto. Fue como si el destino hubiera querido someterlos al
primer examen para saber qué tan bien preparados se encontraban. El lugar
bautizado por los pájaros como El Valle de las Lanzas, era de una geología
extraña pero de indefinible belleza. Desde arriba, desparramados en un área de
kilómetros y kilómetros semejante a un desfile de guerreros de terracota, se
apreciaban hileras interminables de imponentes y esbeltos monolitos,
distanciados unos de otros más o menos por cien metros. Daban la impresión
de querer aguijonear el cielo con sus afiladas puntas. La enorme extensión del
territorio permitía apreciar la redondez de la tierra. La ilusión óptica ponía a
los pájaros tan cerca de la línea de la circunferencia terrestre, que los más
imaginativos creyeron posible pararse en el borde del Trópico de Capricornio,
saltar hacia el norte y ahorrarse la penosa travesía. No lo hicieron porque justo
en ese momento el graznido de las garzas interrumpió su fantasía, y les obligó
a mirar enseguida al flanco derecho, el más vulnerable por su poca visibilidad,
ya que era donde se encontraba el sol.
¡Era un ataque por el costado oriental! Como si viniesen cabalgando sobre
los rayos del sol aparecieron tres halcones peregrinos, las aves más veloces del
planeta. No eran de los más grandes pero sí de los más peligrosos, según se
desprendía de sus ojos, de su pico, de sus garras y de su aspecto en general.
Volaban en dirección al grupo aprovechando el amparo de la luz. En segundos,
con la velocidad de una centella, no menos de veinte garzas y palomas
entraron en formación de testudo y se interpusieron entre los suyos y los
depredadores. Se trataba de una poderosa coraza utilizada por los legionarios
del Imperio Romano, guarecida por lanzas y escudos, por encima, por debajo
y por los cuatro costados, que esta vez eran sustituidos por los picos y las
garras de los valientes pájaros. Los halcones intentaron atemorizarlas con sus
apabullantes chillidos de caza. Sin embargo, las zancudas lograron neutralizar
el efecto del grito de guerra, golpeando con intermitencia sus alas contra el
viento. Las hacían tronar tan fuerte que de inmediato provocaron espanto y
desconcierto entre los atacantes, los cuales no contaban con tan inusual
reacción. Acto seguido, varias palomas se ubicaron por debajo y por encima
del escudo. El paso a seguir radicaba en tomar aire e hinchar el cuerpo y erizar
las plumas hasta transformarse en una masa de púas, que se lanzaba al estilo
kamikaze, con las garras de sus patas por delante. directo a las cabezas de sus
atacantes.
Mientras tanto, sin perder la calma, el orden, ni la ruta, el resto del grupo
se alejaba cuanto podía de la zona de combate, guiado por los patos. Los
palmípedos torcían el pescuezo y miraban atrás para ver qué sucedía. Las aves
de presa perdieron el primer asalto, pero no se dieron por vencidas. Se
lanzaron en picada hacia abajo simulando huir. Ni las garzas ni las palomas
cayeron en la trampa. ¡No eran tontas! No fueron tras ellos ni bajaron la
guardia. La estrategia de los halcones consistía en volver a la mayor velocidad
y agarrarlas por sorpresa, confiadas, desprotegidas y cansadas.
Inteligentemente las avecillas mantuvieron la alerta, y cuando los agresores
volvieron a elevarse en persecución de la bandada les salieron al paso y
pusieron en práctica de nuevo la antiquísima táctica romana. Los halcones
comprendieron que, si bien sus oponentes no eran aves de rapiña, conocían a
las mil maravillas el arte de la defensa. Desistieron. Se alejaron presurosos por
la misma dirección por donde habían aparecido. Después, cada uno tomó un
rumbo diferente. Según había explicado Armerito durante la instrucción, estos
animales no cazaban en grupo. Habían coincidido en el momento del ataque.
Después del asalto completaron ocho horas de vuelo a través del árido
paisaje. En dirección al horizonte no se veía nada diferente a una planicie
yerma y cenicienta. El panorama era exterminador. Más allá de invitar a
dejarse caer y morir, no poseía ningún otro atractivo. Era mediodía.
Calcularon la hora porque el sol les pegaba directo en la cabeza con la
contundencia de un mazo caliente. Las avecillas no se acobardaron, no iban a
parar hasta no cumplir la jornada. No lo harían por ningún motivo.
Era una lucha desigual contra la Madre Natura. Ganarla dependía de saber
combinar fuerza e inteligencia. Armerito los había adiestrado con cuanta
información y cuanto secreto conocía respecto al arte de volar. Bien porque lo
hubiera leído, observado, investigado, o escuchado directamente del pico de
sus tantos amigos. Él sabía, y les había dicho que cuanto más alto volaran,
menos turbulencias y menos resistencia iban a encontrar; que debían tener
cuidado con los torbellinos, las ráfagas, los vientos de cola y otras
perturbaciones atmosféricas; y que, entre más batieran las alas más energía
consumirían, razón por la cual, en cuanto fuera posible, se debían montar en
los lomos de las corrientes termales.
En vista de que algunos empezaban a cansarse, los líderes de la formación
disminuyeron la velocidad e hicieron guiños a los responsables del
alojamiento, quienes buscaron un paraje adecuado para la primera parada.
Muchos iban con la lengua de fuera. ¡No daban más! ¡Estaban medio muertos!
Después de una jornada de once horas, se detuvieron en un cráter de
apariencia lunar, de paredes de granito y rocas imponentes, por lo menos de
veinte metros de diámetro, y de color azul con vetas escarlatas. La
circunferencia del cráter extinguido alcanzaba dos kilómetros de diámetro. Era
impresionante. En el centro se levantaba un bosque de troncos petrificados,
muertos en pie, como dicen los poetas que mueren los árboles. Desde lejos, las
ramas semejaban largos brazos curvados hacia abajo. Parecían fantasmas
haciendo fila para levantar vuelo al infinito. El aspecto del paraje era tétrico
¡Asustaba!
Llegaron completos, no faltaba uno solo. Se posaron donde podían
protegerse del bochorno de la tarde. Otros, a pesar de éste, planearon en
redondo en vuelo de reconocimiento. Cincuenta de ellos, entre azulejos,
canarios y mirlos, se encontraban en condiciones deplorables. Con seguridad
no tendrían fuerzas para arrancar al día siguiente y serían abandonados. El
plumaje era un desastre, tenían los ojos extenuados y sudaban un líquido
espeso similar al lodo. Temblaban de forma descontrolada y carecían de
fuerzas para sostenerse. Sin embargo, ocurrió algo milagroso: de debajo de sus
alas, las palomas torcaces sacaron diminutas envolturas rellenas con sales
minerales y se las dieron a tragar a las aves alicaídas, junto con vainas llenas
de agua para que se hidrataran. Enseguida, las mensajeras las cobijaron bajo
sus alas con el fin de masajearlas y devolverles el calor perdido. Después de
una espera angustiosa de varias horas, las viajeras empezaron a asomar sus
cabezas poco a poco. ¡Se hallaban en perfecto estado! Como si nada hubiese
sucedido.
¡Las recetas de la Madre eran prodigiosas!

En las últimas horas, el rostro del chico había adquirido un semblante


mucho más recio que en sus quince años de existencia. Su comportamiento era
diferente al del jovencito de antes de la partida de sus amigos. La risa y el
buen humor habían cedido ante la circunspección. Tampoco había probado
bocado alguno, salvo unos tragos de agua. Ésta abundaba y alcanzaba para
repetir, pues desde ese día, y quién sabe por cuántos más, tres centenares de
comensales no comerían ni beberían en El Jardín.
Mañana y tarde las pasó nervioso. Entraba y salía del cuarto al corredor y
viceversa oteando el cielo en dirección al norte, por donde iba la bandada.
Llegó a conjeturar sobre haberse equivocado al decidir el viaje. No era así. Se
consoló al recordar que durante tres días, él y su madre habían examinado con
estricta minuciosidad los pros y los contras de buscar a la humanidad. De
nuevo creyó lógico y necesario hacerlo. No albergaba dudas. Tanto que si
debiera enfrentarse a la misma decisión la volvería a tomar. «No es hora de
arrepentimientos», murmuró.
Pero al recordar que trescientas vidas se habían lanzado a la aventura, la
placidez del sueño empezaba a convertirse en cosa del pasado.
—No te mortifiques, hijo —dijo la madre, que había llegado por sorpresa
al sitio donde él estaba, debajo de un tamarindo pequeño y frondoso, y le
ofreció un plato agridulce de grosellas, higos y guayabas. —No pienses tanto.
¡Los pajararillos van bien! Mejor, acuéstate y duerme un rato. ¡Te hará bien!
—¡Ni pensarlo, mamá! Tú sabes que no duermo de día. No puedo evitar
preocuparme. Ellos forman parte importante de nuestras vidas. Vienen siendo
la familia que perdimos en la Avalancha —respondió con cara melancólica.
— Estoy de acuerdo. Aunque todo lo organizaste tan bien que resulta
difícil pensar en alguna desgracia.
—No te fíes, madre. En el desierto, en cualquier momento, puede surgir lo
impensado.
—De acuerdo –dijo ella—. ¡No quiero verte sufrir!
—No sufro. Pienso en las duras pruebas que deben estar afrontando. Ojalá
y logren sortearlas.
—Llevaban agua y comida para dos semanas –anotó su mamá, con aire de
tranquilidad.
—No quiero ser aguafiestas –expresó el chico—. Sin saber dónde estamos,
y para dónde van los pájaros, es imposible calcular si las provisiones alcanzan.
Lo más probable es que no.
—Está bien hijo, acepto tus razones. Ven vamos a orar –dijo la madre.
—Buena idea. Me hace falta meditar –contestó el niño con la angustia
reflejada en su rostro pálido.
En justicia, todos se comportaron durante el día como verdaderos titanes,
sin desatender la sugerencia de Armerito de ser humildes. «Nada de
protagonismos», no se había cansado de repetirles durante los entrenamientos.
«Debemos trabajar por igual, aportando la experiencia, los conocimientos y lo
mejor de cada quien». Pero, a pesar de la advertencia y por más que quisieron
cumplirla, en una misión de esta naturaleza los protagonistas podían aparecer
en algún momento. Espontáneamente, sin necesidad de buscar la celebridad ni
el estrellato. ¡Todos eran dignos de congratulación por su valentía, disciplina,
espíritu de sacrificio y humildad! Los resultados se hallaban a la vista: tres
centenares de vidas salvaguardadas gracias al esfuerzo conjunto constituían un
buen testimonio. Pero el día terminaba y el protagonista iba a aparecer, pese a
los convencimientos de los expedicionarios. Y saldría del grupo de los
convidados a última hora a las jornadas decisivas de la historia. Un pequeño
pajarillo hizo ciertas las palabras atribuidas a Jesús: los últimos serán los
primeros. Al hurgar en los agujeros de los árboles, con una astilla sujetada con
el pico, descubrió la más exquisita veta de comida de su vida de escasez,
raciones y privaciones. No lo creía. Miraba y volvía a mirar. Parecía dudar del
hallazgo. Creía estar alucinando. El pajarillo actuó con prudencia: en lugar de
empezar a devorar las chizas o gusanos mojojoy, como suelen llamarse esas
larvas henchidas de manteca, emitió un fuerte chillido en solicitud de apoyo.
Llamó a sus amigos en cumplimiento de las estrictas normas establecidas por
Armerito. Los mayores debían examinar el tesoro descubierto y determinar si
el manjar era comestible. El concepto no se hizo esperar. Lo emitió la más
adulta de las garzas: con los ojos que ya se le salían, con la atención
concentrada en los bichos, y excitada por el voraz instinto de comer cuando
fuese necesario, hundió su largo y puntiagudo pico en uno de los troncos y
sacó varios gusanos. Los miró con apetencia, los olió y los devoró con avidez.
Y de manera directa y sin ambages autorizó dar inicio a la comilona.
¡Qué festín! A diferencia de los humanos los pájaros no conocían la gula.
Sin embargo, ese día los venció la tentación y, por diversas razones,
cometieron su primer pecado: comieron porque se podía, por los difíciles días
que vendrían, por la necesidad de acumular grasa y por lo gustoso del manjar.
¡Nada los detuvo! A este feliz descubrimiento siguió otro no menos importante
del mismo e inquieto pajarillo: ¡agua! En los troncos donde no había chizas
halló una buena cantidad del precioso líquido, proveniente del rocío o de las
lluvias casuales. De sobra para acompañar el alimento y poder acicalarse.
Al final de la jornada la expedición no solo disponía de líquido y comida
en abundancia. Tenía también su propio héroe: un Pinzón carpintero.
Las cosas no iban mal. Además de la exhaustiva preparación y el fuerte
entrenamiento, una dosis de buena suerte acompañaba a los expedicionarios.
Era evidente y se lo merecían. La causa por la que hacían este sacrificio de
navegar, no se sabe a dónde —a los confines del mundo si fuera necesario en
busca de vida humana— no podía estar exenta de una buena estrella que les
alumbrara el camino. De hecho, todas las expediciones gestoras de los grandes
descubrimientos geográficos, espaciales y científicos, pudieron conquistar el
éxito gracias a una dosis de buena suerte. Si el azar no hubiera ayudado con un
buen empujón, Colón no hubiera descubierto América, los astronautas no
habrían puesto los pies en la luna, las sondas nunca hubieran tocado el suelo
marciano, y Fleming no hubiera descubierto la penicilina. ¡Hoy la suerte se
lucía con los pájaros! El saldo era bastante positivo: dos batallas ganadas el
mismo día: una a los halcones, y la otra a la sed y al hambre. Solo quedaba
seguir. ¡Ojalá y la buena estrella los siguiera acompañando!
En la madrugada, a la hora de partir, el buen sino pareció retractarse. El
cielo fue desgarrado por una sucesión de relámpagos y truenos aterradores,
premonitorios de un simún. El fenómeno llegó cual tromba destructora.
Conmovió los nervios y los cimientos de los seres y elementos presentes en el
ambiente. Los vientos agitaban de lado a lado los milenarios árboles, como si
siguieran los compases de una partitura enloquecida. Aun así, las aves
continuaban disfrutando de la suerte: encontraron en el interior de los troncos
un excelente refugio, gracias a la resistencia de los cascarones. Las avecillas
veían con ojos de espanto cómo las grandes rocas volaban y silbaban por los
aires, por fortuna sin lastimarlas. Chocaban entre sí produciendo estallidos de
los que salían destellos, que iluminaban el pavoroso amanecer. No tenían
opción. Debían permanecer hasta que borrasca apaciguara.
En El Jardín Armerito sufría la tempestad. La vivía en carne propia. En
este punto fue realista. Si algo abundaba en el desierto después del calor, las
arenas y las víboras, eran las tormentas. Por esa razón, con el mayor de los
cuidados, él y los pájaros habían repasado varias maneras de protegerse.
Desde las más elementales, como buscar refugio entre las grietas elevadas de
las rocas, detrás de un tronco, o en una cueva, hasta agruparse por orden de
estatura, de mayor a menor, en conjuntos de cincuenta, de espaldas al viento.
No era lo más seguro, pero a falta de abrigo algunas vidas podían salvarse.
A las cinco de la madrugada el simún no daba muestras de extinguirse.
Arreciaba con más brío decidido a transformar la geografía del enigmático
lugar. La situación se volvió amenazante. La bandada percibió que con el paso
del fenómeno la arena se iba acumulando y alcanzaba más altura. Si la
tempestad se prolongaba indefinidamente en cualquier momento debían
abandonar los refugios para no ser cubiertas por las montañas de arenisca.
Pero ocurrió otro milagro digno de la suerte de los héroes: en medio del
espectro negruzco de sílice y bruma en que se convirtió el cráter, empezaron a
formarse no menos de veinte tornados. Semejaban gigantescos gusanos, de
miles de anillos, en espiral. ¡Tenían vida! Se ensanchaban al ascender y se
contorsionaban haciendo caprichosos giros. Devoraban las piedras y la arena
que encontraban a su paso, y una vez engullido y triturado el alimento lo
escupían a kilómetros. Su vida era corta. De la misma forma en que surgían se
disolvían en medio de la nada. Y emergían otros y otros.
Veinticuatro horas después los pájaros seguían inmovilizados. Sin poder
asomar siquiera el pico, porque si llegaban a intentarlo con seguridad la
tormenta los arrastraría. Permanecían más tranquilos pues, aunque la amenaza
era grande y mortal, las mismas fuerzas de la naturaleza disponían de
mecanismos para evitar que el desenfreno causara la destrucción total. En
lugar de continuar de espectadores del furor de Natura, optaron por continuar
alimentándose sin importar la hora, para estar plenos de vigor llegado el
momento de reiniciar el viaje.
—Armerito, hijo, ¿qué te pasa? —dijo la madre en medio de la oscuridad
de la noche—. ¿Tienes pesadillas?
—Si mamá. Tuve un sueño muy malo.
—¿Qué soñaste?
—No recuerdo bien, creo que los halcones perseguían a los pajarillos para
devorarlos y ellos no podían volar.
—Es solo un sueño. Trata de dormir.
—No puedo. Tengo miedo.
—¿Quieres pasarte para acá y dormir conmigo?
—Si madre, ya mismo.
—Hazlo con cuidado, no vayas y tropieces con algo.
—¿Qué horas serán?
—Sobre las dos de la madrugada.
—Ojalá y amanezca pronto.
—Ven y te duermes.
—Ojalá y pueda, mamá.
—¡Podrás hijo!

Solo al cabo de tres días los pájaros pudieron salir de su escondrijo, y


despegaron más entusiasmados que al comienzo. En escasas setenta y dos
horas habían superado las más duras pruebas de la vida. Iban llenos de
optimismo, dispuestos a continuar en la misión y a enfrentarse a lo que fuera,
si es que por desgracia había algo peor que los halcones y las tormentas de
arena. La agresión de las rapaces merecía todos los análisis posibles. Valía la
pena preguntarse: ¿por qué una vez huyeron derrotados los cernícalos, las
garzas y las palomas no los persiguieron para darles su merecido? ¿Iba contra
los principios de la estrategia? ¿No hubiera sido fenomenal demostrarles a las
aves de presa, que los pájaros, aunque no fueran belicosos, tenían derecho a
atacar en defensa propia? ¿Qué iba a suceder si ocurría algo parecido? A pesar
de lo interesante del asunto no podían quedarse de manera indefinida en esta
reflexión. Les tocaba a los pensantes del grupo echarle cabeza al tema y sacar
sus propias conclusiones. El viaje debía continuar.
Así lo hicieron. ¡Precioso amanecer! Después de la tempestad viene la
calma ¡No hay dicho más cierto!
Volaron doce días sin ver nada diferente. Desde el cielo la espectacular
composición de arena, dunas y declives, se veía como el espinazo desnudo de
un cuerpo grisáceo e infinito, sin pies ni cabeza, refrescado por eventuales
brisas y poderosas tormentas. Pero por más que la palabra desierto significara
vacío, ¿no era en extremo exagerado el cuadro de soledad de esta parte del
planeta? ¿Pasaba algo con la vida? ¿Se estaba agotando? ¿Era normal? En
tantas jornadas de vuelo ni siquiera las aves de rapiña habían vuelto a aparecer.
No las extrañaban, por supuesto, pero a veces la soledad pega tan duro que en
semejantes circunstancias cualquiera prefiere incluso verle la cara al enemigo.
Al sexto día, como para acallar la supuesta imprecación, vieron en el horizonte
una figura confusa. Desaceleraron la marcha. ¡Precaución! ¡Aprender a
reconocer el peligro en la distancia! Otro consejo del joven. Un águila volaba
a gran altura con una serpiente de buen tamaño entre las garras de sus patas.
Se divertía con ella. Jugaba. Subía, la soltaba y la dejaba caer en el vacío,
bajaba rauda y de nuevo la agarraba en el aire por la cola. Repitió la cruel
maniobra varias veces. Al final del juego la soltó sobre unos peñascos para
que se estrellara. La serpiente cayó y se reventó. El grupo aprovechó que el
águila se lanzó en picada tras las vísceras del reptil, y cruzó veloz la zona de
riesgo.
Setenta y dos horas después, la diversión cambió de plano. Ya no era arriba
sino abajo en la arena. Cuatro grandes hienas jugaban con un cervatillo. Lo
dejaban ir por varios metros para luego perseguirlo. Lo agarraban con sus
poderosas mandíbulas por cualquier parte del cuerpo y lo lanzaban al centro
del redondel, donde las bestias corrían a esperarlo. Las despiadadas fieras
parecían gozar, estrechaban más y más el cerco y repetían el juego. El pobre
no tenía escapatoria. Iba a morir y de qué forma. Las hienas no matan a sus
víctimas por asfixia, igual que los leones, los leopardos y los tigres. Ellas las
despedazan, se las tragan vivas, a dentelladas. Los pajarillos dieron tres
vueltas. El espectáculo era cruel. Sin mucho pensar se imaginaron el final.
Continuaron la ruta sur–norte. Las macabras escenas fueron la única
diversión, si es que así podían llamarse, a lo largo de jornadas de diez horas.
El resto fue sol, arena, dunas, sol, arena, una gran roca, arena…de nuevo otra
roca…y más arena y más sol. Al cabo de quince días, agobiadas por la infernal
canícula vieron a ras del polvoriento terraplén unas líneas semejantes a las
huellas digitales de los hombres, trazadas con perfecta maestría. Eran las
huellas del viento. En el punto central donde los surcos se curvaban, se veían
matorrales de setos enanos y escuálidos, con hojas ralas y descoloridas. Había
cientos de ellos desparramados e infinidad de líneas alrededor de cada matojo.
Los viajeros guardaban la esperanza de haber encontrado un buen refugio,
aunque después de dos vueltas se desencantaron y siguieron. Las zarzas no
lucían atractivas. Tanta maraña podía ser refugio de víboras, ratas,
escorpiones, arañas gigantes y otros animales peligrosos. ¡Además no se veían
rastros de agua!
Más tarde, todavía bajo la inclemencia de un sol canicular, se sintieron
incapaces de volar. Si continuaban planeando se precipitarían al suelo. Tenían
las alas tostadas, no sabían qué hacer. Entonces, en un trance del azar, tuvieron
una visión salvadora: en medio de la estridencia del atardecer alcanzaron a
percibir la figura borrosa de un oasis. Si no era un espejismo lo que veían, si
los efectos del calor no les distorsionaban la visión, estaban salvados. Abrían y
cerraban los ojos convencidos de que si aceleraban el parpadeo sabrían la
verdad antes de caer. Como último recurso aletearon fuerte y golpearon su
cuerpo para despertar del sopor. Y sucedió algo increíble: al unísono las garzas
graznaron, los patos parparon, las palomas zurearon, la tórtola gimió, los
periquillos gritaron y los ruiseñores, estorninos, sinsontes, chorlitos canarios,
mirlos y pinzones gorjearon con potencia, sacando fuerzas de donde no las
tenían, para que este cantar no fuera el último. Reaccionaron y empezaron a
descender en círculo, lentamente, en actitud de observación. Dieron una, dos,
varias vueltas.
Era cierto: abajo se veía un oasis.
El vergel estaba enclavado en la cima de una pintoresca meseta,
incrustado, como la masa de un caracol, en una amplia hondonada. En el
fondo, cual espejo reluciente, brillaba un lago. Era el centro de una espiral
delineada en forma de rosa perfecta. Las cristalinas aguas corrían por el cauce,
a medida que las curvas de la flor desenvolvían su belleza. Por un extraño
fenómeno natural, propio de estos lugares, las aguas se enterraban, y unos
metros adelante, por el lado opuesto, volvían a salir para desembocar al lago.
La vegetación se situaba en el lomo de las líneas circulares. El sitio tenía cinco
veces la extensión de El Jardín. El verde tupido estaba salpicado de flores de
colores. Desde la parte media de la depresión las palmas de dátiles cargadas de
frutos le daban la vuelta al lago. A un lado, árboles frondosos esparcían una
frescura de paraíso. El providencial lugar estaba puesto en medio de ese horno
crematorio para devolverles el alma a los viajeros. La suerte seguía
protegiendo la bandada.
Con la debida precaución iniciaron la inspección del lugar. Mientras
chorlitos, estorninos y colibríes revoloteaban en actitud vigilante, los demás,
guiados por las garzas y el periquillo australiano husmearon el paisaje con
sagacidad montaraz. Todo parecía en orden, no había nada que temer. Sólo en
ese momento decidieron probar el agua, picotear los frutos y engullir peces e
insectos. Podían darse un merecido descanso. Por primera vez veían agua en
tanta cantidad y conocían un río de verdad. El agua abundaba para lavarse,
zambullirse y retozar. Los peces se veían muy diferentes de los que habían
visto en los dibujos de los libros de Armerito. Las garzas fueron las más
afortunadas. Se dieron un festín. Ante su presencia la memoria genética
empezó a contorsionarse de las ganas, los peces constituían su platillo
preferido. ¡A comer! ¡Qué ricura! ¡Otro banquete en menos de quince días!
¿Quién dijo que en el desierto no hay comida? Quien lo dijo mintió.
Lástima la pronta llegada de la noche. Las horas habían pasado volando.
¡A dormir! Otra orden de su fisiología. Y cuando empezaron a acomodarse en
las ramas de los árboles dispuestas a descansar, tras trece, catorce o quince
días de viaje —ya ni se acordaban cuántos— advirtieron que, a pesar de los
encantos del paradisiaco lugar, no se veía una sola ave. La inquietud volvió a
angustiarlas. Algo grave sucedía. Buscaron razones. Lo intentaron. No
lograron hilar un argumento más o menos lógico o medio aceptable, acerca del
alarmante caso. ¡No comprendían! ¿Por qué no se veían pájaros? Debieron
quedarse atragantados con la punzante duda a punto de lacerarles el pescuezo.
Resolvieron olvidarla de momento y dedicarse al pasatiempo. ¡Ya volverían
sobre el asunto!
Pernoctaron tres días. Tres maravillosos e inolvidables días.
Al cuarto día bien de mañana la bandada partió dejando el primoroso edén.
Iban con la nostalgia colgada de un hilacho de sus corazones. No hubo uno
solo de ellos que no se condoliera y emitiera un sonido lastimero. Se hubieran
quedado más tiempo de no ser por la misión. ¡Cuánto habían cambiado las
cosas desde el día de la partida! Poco a poco se fueron olvidando de sus
miedos, complejos y prejuicios. El vuelo devino placentero, distinto de la
soporífera rutina. ¿La razón? Empezaron a disfrutar del paisaje. El desierto les
parecía increíble, soberbio y bello. Dejó de ser el dilatado arenero inhóspito,
plagado de tormentas, reptiles y animales ponzoñosos. Su manera de pensar
cambió. Les pareció un anchuroso ventanal sin manchas ni suciedades que
empañaran la vista. Se convirtió en el primer mirador en dirección al norte por
el que podían empezar a conocer la hermosa Tierra. Escaso en vida, eso se
decía, mas abundante en luz, en calor, en energía, en colores y en paisajes
nunca vistos. Como en todo sitio ignoto debía andarse con cuidado, con mayor
razón si el viajero no era experto. Pero valía la pena conocerlo.
Los experimentados chorlitos y los estorninos pintos, conocedores de todas
las rutas y poseedores en el mundo de los pájaros de una capacidad intuitiva de
extraordinaria exactitud, calcularon que máximo en siete jornadas debían
terminar de cruzar desierto. No se atrevían a conjeturar a dónde iban a llegar
ni qué clase de topografía, clima o vegetación encontrarían. De repente, la
genética volvió a hacerse presente: los ciclos circadianos, una calculadora con
alarma incrustada dentro de los seres vivos empezaba a sonar. El mensaje se
irradió como una corriente por los millones y millones de células de sus
pequeños cuerpos. Desde la punta del pico hasta la última pluma de la cola
sintieron intuitivamente la existencia de algo adverso y aciago, más allá del
bien y de la cristalina transparencia del desierto reflejada en sus ojos.

Todo transcurría tranquilo bajo el ardiente sol, cuando en la lejanía del


horizonte vislumbraron una inmensa sombra de pequeñísimos puntos. La
mácula tenía movimiento. Si fuera de noche podría confundirse con una
constelación. Y de verdad era una constelación. ¡Pero no de estrellas sino de
pájaros! Volaban en sentido contrario, se dirigían al sur. La aguda visión del
colibrí pudo identificarlos. «Son golondrinas», exclamó. Venían de lejos. Su
aspecto físico revelaba condiciones deplorables. A pesar de ser pacíficos, de
alimentarse de plancton aéreo y de insectos, era prudente tener cuidado. No se
sabía cómo iban a reaccionar en el momento de verse frente a ellos. Eran
miles; qué cuentos eran millones. Si por cualquier circunstancia los atacaban
estaban perdidos. El perico australiano hizo señas a los cabecillas para que se
apartaran. Garzas y patos entendieron al instante el gesto. Se desviaron al
flanco izquierdo para que las migrantes siguieran de largo. No fue así. En
lugar de seguir recto, se aproximaron a la bandada. Rodearon a los
expedicionarios, los saludaron con gesto amistoso y los miraron con extrema
curiosidad, extrañados de ver un grupo tan heterogéneo conformado por
especies y familias tan distintas «Qué raro —parecían decir—. ¿Qué es esta
revoltura?». En su lenguaje, los guías preguntaron dónde podían encontrar
agua y comida. Se hallaban a punto de desfallecer. Se les notaba el hambre en
el color cenizo de las plumas y en el pico descolorido. Los chorlitos les
explicaron de muy buenas maneras cómo llegar al oasis. Quedaba cerca,
bastaba con seguir en línea recta. No había manera de extraviarse. Si
continuaban más al sur —les advirtieron— en doce días no encontrarían un
sitio donde hubiera qué comer ni qué beber, salvo en el cráter de la luna. Les
revelaron los detalles respecto a cómo encontrar las apetitosas chizas.
Quedaban millares. Suficientes para ellos y aún sobrarían para comer al
regreso. Por un rato mantuvieron en secreto la existencia de El Jardín, mas
como habían escuchado de labios de la madre que «las aves no saben mentir»,
les hablaron con franqueza del lugar. Eso sí, los pusieron al tanto de las
limitaciones de espacio, líquido y alimentos, por si decidían ir allá. Si veían a
Armerito y a la madre debían comunicarles que la expedición andaba bien,
que iban completos y en perfecto estado de salud pero aún no habían
encontrado el primer rastro de los seres humanos. «¿Hombres?», preguntó
arqueando los ojos y exhalando un dejo de desencanto la que parecía ser la
más entendida de las golondrinas. «Sí, buscamos al hombre— respondió
erguida y serena, con la tranquilidad que dan los años, la más veterana de las
garzas». «Ajá —aseveró la interlocutora— ¡Así que buscan al hombre!».
El espectáculo era de no creer: en el aire, sobre las candentes arenas de un
desierto desconocido, una bandada de golondrinas —con rumbo al sur—
parloteaba con un singular grupo de pájaros que iba al norte, en busca de la
especie humana. Sin duda alguna era una conversación de alto nivel. Los guías
de unos y otros, unos cincuenta por grupo, quedaron en el centro de las dos
bandadas. El resto revoloteaba alrededor de sus respectivos cabecillas. En su
revoloteo las migrantes opacaban la luz solar. Semejaban un enjambre
alborotado en busca de alimento. Daban vueltas y más vueltas acosadas por el
hambre y la sed. Las garzas y palomas tomaron la iniciativa. En su peculiar
lenguaje explicaron a las migrantes cuál al era el motivo de su viaje. Las
recién llegadas escuchaban perplejas la historia, con el pico abierto. Tan
pronto la paloma terminó de contar la historia, la golondrina detuvo el vuelo.
Erizó las plumas de la cabeza y abrió los ojos cuanto más pudo. Con dificultad
se sostuvo en el aire. «Es imposible vivir en semejante lejanía», —dijo
mientras aleteaba con fuerza, para no caer al suelo por efecto de la debilidad
—. «Dos personas solas no pueden soportar las inclemencias ni los peligros
del desierto en semejante lejanía». Opinó que la historia podía ser cierta, pero
a ella le resultaba imposible creerla. « ¿Cómo llegaron allá?». ¡Era increíble!
Ese camino por donde iban —explicó— no era conocido ni siquiera por las
aves migrantes. No figuraba en los registros ni en ningún mapa porque era la
Ruta del Fin Mundo. La tierra sin regreso.
El periquillo escuchaba boquiabierto y empezó a imaginar cosas. Movió
nervioso la cabeza, de un lado a otro y de arriba abajo. La observó intrigado
por unos instantes y preguntó: «¿Es por eso que no se ven aves por aquí?». «Y
por otras razones más aterradoras», contestó mordazmente, la pequeña
pajarilla, de origen francés. Acto seguido les propuso a garzas y palomas que,
en vista de la cercanía del oasis, y ante la necesidad urgente que tenían de
comer y beber, se volvieran con ellas hasta allá para seguir cotorreando y
contarles cuanto sabían de la raza humana, para que no continuaran tan
confiadas buscando al hombre. «Tengo para contarles una historia bien
interesante» dijo en tono cáustico. Las aves expedicionarias se miraron.
Hicieron señales en clave con movimientos de ojos y patas, y al final
aceptaron la propuesta. Dieron la vuelta con desgana, pues pensaban que
cuando se marcha con entusiasmo y convicción por una causa, volver atrás
significaba desandar el camino recorrido. Llegaron extenuadas, en menos de
dos horas. Las golondrinas eran más veloces que la mayoría de los pájaros, y
ante la ansiedad de llegar a un sitio donde comer y descansar, literalmente
devoraron los kilómetros.
Una vez llegado al oasis, el grupo se mostraba ansioso por parlotear. No
obstante, debieron esperar a que las golondrinas saciaran el hambre y la sed y
tomaran su buen descanso. Según contaron durante el vuelo llevaban dos
meses extraviadas. Los polos magnéticos habían cambiado de posición, y a
causa de ello su sistema de orientación estaba trastocado. Constantemente se
desviaban de la ruta, y si no hubiera sido por la Cruz del Sur se hubieran
perdido para siempre. Se mostraban maravilladas con el paraje, y no se
cansaban de ensalzarlo, sobre todo por el lago en forma de rosa. A pesar de
haber viajado tanto por la tierra cientos de veces no conocían un lugar tan
hermoso y acogedor. «Ojalá el hombre no se aparezca por acá» —dijo una de
ellas, incorporada a la bandada en Venecia—. Acabó con los humedales y
contaminó ríos, mares, océanos y lagunas, en el mundo entero».
Pasaron cerca de dos horas retozando en el agua hasta que decidieron
divertirse a costa de los peces. Una vez los divisaban desde el aire, se venían
en picada tras ellos, los atrapaban con su corto pico, o con las pequeñas garras
de sus patas, se elevaban, los soltaban bien arriba, se lanzaban hacia abajo, a
mil por segundo, y antes de que cayeran al agua los atrapaban. Repetían la
acrobacia hasta que los peces morían asfixiados, reventados de los golpes o
zaheridos por las zarpas. Los pájaros sorprendidos se miraron. «Las
golondrinas también juegan con sus víctimas», comentaron. No comían peces,
pero la intención era la misma de las águilas y las hienas: divertirse con un
pobre animal agarrado por sorpresa. «Peor —dijo el periquillo—. Matan por
placer». Cansados de esperar optaron por meterse a chapucear.
Las migrantes no se daban por aludidas. Se mostraban encantadas. No se
cambiaban por nadie. ¡Qué afán! Iban al sur en busca de comida, brisa fresca y
aquí lo tenían todo en cantidades abundantes. Hasta podían quedarse a
empollar en lugar de continuar. «Se puede considerar la idea. ¡Es interesante!»
—insinuó una de ellas, que venía de Norteamérica—. Sólo me preocupa el
intenso calor». Los pájaros salieron del agua decididos a hacerse notar, para
ver si al fin los atendían. Debido a su temperamento impulsivo Armerito les
había inculcado el hábito de la paciencia. A veces actuaban con arrebato y
cometían imprudencias. Pero el parloteo con las recién llegadas justificaba
este pequeño sacrificio. Dos horas comparadas con el tiempo que llevaban
volando y con los propósitos tan loables de la misión no representaban nada.
Se justificaba esperar. Armerito era su maestro. ¡No era de buen gusto hacerlo
quedar mal!
Las golondrinas salieron del rio encantadas. Llevaban semanas sin bañarse.
Se posaron en las ramas de una frondosa acacia a sacudirse, a espulgarse y a
recibir el sol. Advirtieron la cara larga de los pájaros, que caminaban de lado a
lado, y recordaron la conversación pendiente. Les hicieron señas. En un
santiamén ellos se aproximaron. Se situaron en otra rama, a la misma altura y
quedaron frente a frente. Lo hicieron a propósito para sentirse iguales. La
espera los tenía vueltos un manojo de nervios. Se comportaban como si fueran
a tomar la decisión más importante de la vida: se paraban en una pata, luego
en la otra, se rascaban el pico, la cabeza, alzaban la cola y batían las alas en
ademán de levantar vuelo… Unas y otros se miraban. Las golondrinas no
dejaban de mostrarse extrañadas por el comportamiento y por la composición
del grupo de pájaros.
El periquillo rompió el hielo. Tomó aire, sacudió la diminuta cabeza, y
dijo: «Es hora de empezar». Les pidió a unos y a otros hablar con franqueza y
dejar de lado cualquier temor. Ellos serían todo oídos. Se habían vuelto para
escucharlas, no para meterse al agua ni divertirse, pues ya lo habían hecho. No
entendían el motivo de la demora; o empezaban rápido o tendrían que seguir.
La respuesta llegó pronto: «Qué tristeza», canturreó una de ellas. «¿Ustedes
han viajado miles de kilómetros para saber de la humanidad y de la suerte del
planeta?». Lo dijo en tono suspicaz, con la mirada fija en sus congéneres, y
con el signo de interrogación repintado en sus pequeños ojos. «Tengo que
decirles que las noticias no son las mejores» agregó, con una entonación que
para nada cayó bien entre los pájaros. Dicho esto, la pequeña avecilla meneó
la singular cola en forma de tijera, irguió el pescuezo, parpadeó, abrió el pico y
se soltó a hablar como una cotorra, apoderándose de la atención de la multitud.
Contó cuánto sabía, y hasta más de la cuenta, sin la intención de ahorrar ni un
segundo ni una palabra. Describió con plumas y señales los escenarios donde
sucedían los hechos que iba narrando, bien fuera en el espacio, en la tierra, en
el aire o en el fondo del mar; lo mismo que el físico y el carácter de los
personajes que intervenían, los pormenores del clima… ¡Lo dijo todo! ¡No
dejó títere con cabeza! Enseguida levantó la cara y colocó el pico en dirección
al cielo, sacudió despacio las alas y con solemnidad papal apuntó: «Los
humanos acabaron con la Tierra. ¡Estamos viviendo los días del fin del
mundo!». Lo expresó con rabia. Se le notaba en la mirada rencorosa y en el
vibrato de su gorgoreo. Y aclaró que nunca se había visto sobre la faz del
planeta, en sus cinco mil millones de años de historia, una especie tan dañina,
destructiva, depredadora, egoísta y tan desagradecida como los humanos:
«Desagradecida con la Tierra y con ellos mismos. Sólo a él se le ocurrió
inventar los clorofluorocarbonos para acabar la capa de ozono, la bomba
atómica, el gas napalm, la silla eléctrica y las minas quiebra patas, para
asesinar a sus hermanos; los plaguicidas para matar a los insectos, las redes y
trasmallos para atrapar a los peces, las trampas para cazar a los tigres, leones y
demás animales de la selva; y las escopetas de regadera para matar las aves».
La francesa hizo un recuento de los primeros cien mil años de Prehistoria:
en ese lapso interminable, durante el cual el hombre tenía más de animal que
de humano, no le causó ningún perjuicio a la Madre Natura. Convivía con ella
armoniosamente, incluso le rendía culto en retribución a sus beneficios. Y le
tenía respeto. Además, sólo tomaba lo necesario del medio sin contaminar,
destruir ni hacer desperdicio. «Mejor dicho, se comportaba como un ser
inteligente, amable, maravilloso y lleno de bondad. Creímos haber encontrado
a nuestro hermano mayor. Pero la dicha no duró mucho». Narró que, entrados
en la a civilización, hace unos cinco mil años, menos de un segundo
comparado con el tiempo geológico de la tierra, los seres vivos diferentes al
hombre y el planeta, comenzaron a sufrir verdaderos horrores porque el Homo
Sapiens empezó a conducirse como el peor de los salvajes. «¡Qué paradoja!
Cuando de verdad era un bruto, se comportó igual que un caballero, y entrado
en la civilización se volvió un patán, soberbio, ciego y testarudo». Hizo una
pausa, sorbió agua de una hoja ancha y continuó: «Se va acabar el mundo y no
terminamos de entender los enredos de la comedia humana…como dijo… un
escritor francés… del que no recuerdo el nombre». Miró las bandadas, la suya
y la de los pájaros y ratificó sus palabras con movimientos asertivos de su
cabeza. Relató que después de la domesticación, por allá por los remotos
periodos que los antropólogos llaman de la piedra pulida, las aves y los pájaros
empezaron a ser cazados, encerrados, engordados, sacrificados y vendidos
como si fueran alimañas. «La carnicería sigue a pesar de las protestas de los
ambientalistas, a lo largo y ancho del planeta. La cacería de ballenas, la
matanza de tigres de bengala, y de rinocerontes y elefantes para quitarles el
marfil, la de focas para arrancarles la piel, la de tortugas para guisarlas y
fabricar peinetas, la de iguanas para sacarles los huevos, la de los cucarrones
para disecarlos. Y, por si fuera poco, el negocio de aves para venderlas en
sancocho, en alitas picantes, en perniles o en pechugas rellenas —en Navidad,
en Semana Santa y el Día de Acción de Gracias—. Mejor dicho, todo el año.
Y peor, para exhibirlas enjauladas, y ponerlas a cantar y a pelear en concursos
y en combates estúpidos, como los que hacen los hombres».
La golondrina se mostraba excitada. No se sabía si tenía rabia o estaba
entusiasmada con su propio discurso. Sudaba a chorros. Su transpiración
goteaba e iba directa al caudal del Río de la Rosa, como habían empezado a
llamarlo. Miró a la izquierda, a la derecha, arriba, abajo y comprobó que el
auditorio, en su totalidad, estaba con el pico abierto poniéndole cuidado.
Entonces alargó el pescuezo y dijo: «El hombre nos trató como a unos pobres
animales. ¡Qué tristeza! En lo que terminó nuestro amigo. ¡No hay derecho!».

Después de las duras afirmaciones con las que había perturbado a los
pájaros, la golondrina puso en entredicho la bondad de los seres humanos: su
altruismo y las virtudes que, según predicaban las religiones y las ideologías,
diferenciaban a la humanidad de los seres irracionales. Criticó con acritud la
racionalidad contemporánea, la filosofía, la ciencia, la tecnología, la academia
y las artes. La crítica más despiadada y mordaz la hizo contra los políticos:
«¡Son unos bandidos! Roban, matan, prevarican, y los siguen eligiendo para
que gobiernen y hagan leyes en su propio beneficio. ¡Cómo son de tontos los
humanos!».
Según ella el hombre llevaba cinco milenios escribiendo sobre las mismas
boberías. Palabras más, palabras menos, siempre acerca de lo mismo: la
guerra, la paz, la economía, el comercio, el empleo, el hambre, la desigualdad,
la pobreza, la democracia, la educación, los derechos humanos, la política, los
políticos y la corrupción. «Después de tanto escribir nunca hemos estado peor.
Los hombres no han hablado sino mier…». «¡Noooo, no lo diga!», le gritó la
mayor de todas las golondrinas, un ejemplar de cabeza pelada, el pico romo y
las plumas del lomo encanecidas. Los pájaros seguían atentos. Se miraron en
silencio y agacharon la cabeza. Enseguida, una frase lapidaria, armada con el
poder y la contundencia de la verdad absoluta y que la volvió celebre desde
ese preciso instante, salió del pico de otro ilustre desconocido. Las golondrinas
la corearon de una en una, como si en lugar de palabras lanzaran piedras
contra el peor de los enemigos: «El hombre es un fracaso, el hombre es un
fracaso, el hombre es un fracaso…». La golondrina finalmente pudo medio
sonreír. “¡Con esto queda dicho todo! —exclamó llena de satisfacción—.
¿Alguna duda?”.
El perico australiano, la hermosura hecha loro según la madre, no sabía
qué hacer ni qué decir. Albergaba algunas dudas acerca de los delicados
juicios expresados por la golondrina, y creía tener pruebas irrefutables para
contradecirla. ¿Acaso la inteligencia, el altruismo, la honradez y la honestidad
de Armerito y su madre no eran testimonio de la bondad del hombre? Era
cierto que ellos eran sólo dos personas, pero tan humanas como el resto. ¿Qué
hacer entonces? Quiso intervenir y apuntar unas cuantas palabras pero pensó
que si el sólo hecho de sugerir iniciar la reunión para preguntar dónde estaba
el hombre había dado lugar a semejante perorata, ¿qué sucedería si intervenía
para controvertir a la pájara? ¿A dónde podría llegar una discusión con ella?
Con tantas disputas existentes en el mundo, como lo afirmaba con tanto
énfasis, y ante la necesidad de continuar el viaje, ¿valía la pena arriesgarse a
iniciar otro alegato? ¡No correría el riesgo! Se quedaría callado. Pero, faltaba
responder a la pregunta principal: ¿qué había pasado con la humanidad?
¿Dónde estaba? ¿Existía todavía? Y la hizo en tono firme, sin demostrar temor
ante el auditorio, pues era necesario que las golondrinas entendieran que
también entre ellos había ejemplares tan capaces de parlamentar como su líder.
La golondrina lo miró de arriba a abajo. No conforme con doblar el
pescuezo hacia donde estaba encaramado para observarle bien, tuvo el
atrevimiento de volar por encima y por debajo de él. ¡Qué impertinencia! No
se sabía qué buscaba, o si era una táctica para ablandarlo. Pero, ¿con qué
propósito pretendía asustar al periquillo? Era una pregunta difícil de
responder, dado que a la vista no existían razones para adoptar esa actitud tan
poco amistosa. «¿Qué dónde está el hombre?» —replicó—: «¿Eso es todo?”.
«¡Sí! Eso es todo», contestó entonado el valiente pajarillo.
Todas las aves se mostraron preocupadas por el desenlace del episodio.
«Los pájaros también cometemos locuras», dijo uno de ellos, en actitud de
disculpar el ave parlanchina. «Es cierto, no sólo los humanos se equivocan»,
agregó un pato de catadura agria, molesto por la actitud de la golondrina y del
periquillo pues, sin tener nada contra ellos, suponía que llevaban las cosas al
extremo, más allá de los límites de una conversación informal. Entonces,
acordaron entre varias decirle a su compañera que con lo dicho era suficiente.
Solo restaba explicarles a los expedicionarios dónde estaba el hombre y punto,
podía dar por concluida la charla.
Así lo hicieron. La mayor se le acercó aleteando por detrás, y le susurró al
oído lo convenido. La golondrina se sorprendió, abrió los ojos y el pico, y
dijo: «¡Qué pena! ¡Qué pena!». Expresó que ella sólo había querido
exponerles de manera exhaustiva el problema porque únicamente si lo
entendían bien, muy bien, podían decidir con mejor criterio si continuaban en
la búsqueda de los humanos. Y que si no les interesaba la charla no iba a
insistir, y en unos pocos minutos terminaría sus comentarios. Sólo pretendía
redondear algunas ideas para que todo quedara bien claro, y no hubiese
malentendidos. Y empezó así la parte final de su larga diatriba: «Presten
atención, por favor, que les voy a decir lo más importante». Explicó que luego
de tantas tragedias, los problemas del mundo se habían agrandado con la
revolución industrial, con la llegada de la era atómica, la revolución
tecnológico-científica, y sobre todo con la globalización: el reino sin fronteras
y sin leyes, del dinero, del egoísmo, del interés particular y de la
deshumanización. Que la tierra había llegado al punto límite de su capacidad
de aguante y ante el exceso de abusos, los daños se habían vuelto irreversibles.
Los hombres eran víctimas de fuerzas monstruosas desencadenadas por sus
acciones insensatas y perversas, y los responsables decían que lo sucedido era
un asunto propio de la evolución natural. «¡Es mentira! —dijo seria e irritada
—. Son invenciones de los gobiernos, de las industrias, de los bancos, los
comerciantes y de las compañías mineras para justificar la explotación de la
naturaleza». Manifestó enfadada que la Tierra llevaba miles de millones de
años en proceso de evolución, y que nunca ninguno de esos fenómenos había
amenazado con su destrucción. Eran las consecuencias del llamado progreso,
provocadas desde que la humanidad había convertido el planeta en un centro
diabólico de experimentos atómicos y químicos, en una alcantarilla sucia y
maloliente, y en la mina a cielo abierto más polvorienta y contaminante del
sistema solar.
¡Pobre Tierra! Estaba pagando con creces las consecuencias del
quebrantamiento de todas las leyes de la armonía ambiental. Y ahí a la vista
estaban las consecuencias: crisis, ruina, hambre, catástrofes y colapso. Los
humanos huían desapavoridos de los efectos del cambio climático, porque los
mares y los ríos regresaban a reclamar sus antiguos lechos, porque el aire se
había vuelto irrespirable, las corrientes marinas iban en reversa, las placas
tectónicas se subsumían, y el ambiente se recalentaba más y más. « ¿Sí, o
no?», les preguntó a sus compañeras que la oían aleladas, para que testificaran
si sus palabras eran ciertas o falsas. Y, entonces, al unísono, miles de trinos se
condensaron en un agudo «sí», que se elevó por los aires y se esparció en el
desierto, en dirección a los cuatro puntos cardinales.
Por enésima ocasión, la golondrina hizo una pausa, tosió, se rascó la punta
del pico con una de sus patas, y se sacudió el polvo que no cesaba de caer en
ese vasto mar de arena. Cambió de rama, buscó una más gruesa donde pudiera
sostenerse con mayor comodidad, se posó, miró alrededor, y dijo que, mientras
volaban rumbo al hemisferio austral, habían visto cómo los habitantes
abandonaban las islas y las ciudades costeras del Pacífico norte. Vancouver
había quedado cubierta por las aguas del mar, y la península de Baja
California se encontraba a punto de desaparecer. Millones de seres huían a pie,
pero los ríos desbordados y embravecidos no daban lugar para salir corriendo
en busca de refugio en las montañas. Y para completar su desgracia, cuando se
creían a salvo, los pocos que llegaban a las cimas eran aplastados por las
cordilleras, que se derretían como se deshacen los helados por efecto del calor.
Lo mismo sucedía en Europa, en Asia, en América del Sur, según narraban las
bandadas llegadas de por allá, donde miles de hombres y mujeres lloraban en
los techos de las casas, en las montañas y en las copas de los árboles, con los
hijos en alto, desesperados, sin que nadie pudiera hacer nada porque todos, por
igual, vivían la misma debacle. Todo lucía trastornado y enredado, como si
alguien hubiese puesto el mundo patas arriba.
A los pájaros se les pusieron las plumas de punta al enterarse de que en
diversos lugares, los pueblos estaban en guerra, matándose por las fuentes de
agua y de comida, y que en otros sitios se ahogaban en medio de huracanes,
tornados y tifones. «Vimos una ciudad de muchos rascacielos, magníficos
puentes y anchas avenidas, donde los adultos y sus hijos sacaban la cabeza por
las ventanas clamando auxilio, y esperando los helicópteros del gobierno para
que los rescataran. Parecían abejas aferradas al panal, resistiéndose a dejarlo.
Veían aterrorizadas como el agua del océano subía y subía hacia ellos. No
tenían escapatoria. Cada quien esperaba su turno de morir». El ave hizo un
gesto incómodo, dijo sentirse extenuada de relatar semejantes horrores. De
nuevo pidió excusas, y aclaró que su intención no era asustarlos ni parlotear
por parlotear. Ella solo había querido compartir con el grupo de los pájaros lo
que sabía sobre la humanidad que buscaban. «Tengan mucho, muchísimo
cuidado —advirtió—. Lo visto por la madre de Armerito hace quince años, no
es nada comparado con lo de ahora y con lo que viene». Y agregó: «Ustedes
decidirán si continúan buscando al hombre. Si es así, sigan recto y en menos
de una semana lo tendrán frente a sus picos, cuán grande y malo es.
¡Cuídense!», les dijo, guiñándoles el ojo. Y alzó el vuelo seguida de su
bandada que, durante varios minutos, tapó la luz del sol, mientras se alineaban
en formación para seguir hacia el sur. Después de haber volado unos cien
metros —como si hubiera olvidado decir algo importante— la golondrina dio
una voltereta en el aire, se devolvió y les trinó:
«Ustedes y nosotros somos los pájaros del fin del mundo. ¡Nunca lo
olviden!».

10

Los pájaros quedaron confundidos sin saber qué hacer. Se veían cabizbajos
y meditabundos, como condenados en el pabellón de la muerte en espera de su
ejecución. «¿Y ahora qué?», se preguntaban dejando en entredicho toda
respuesta, por lógica que pareciera. Sea cual fuere la decisión tomada debían
meditarla muy bien. Se jugaban el futuro. Una salida en falso y la vida de
ellos, de Armerito y de su madre peligraba. No buscar a la humanidad
significaba condenar a sus dos amigos. Cualquier esperanza de encontrarla
quedaba cancelada. ¿Cuándo volverían a organizar algo semejante a esta
expedición? ¡Jamás! Sería muy difícil repetirla. Sobre todo llegar tan lejos
como lo habían logrado. No eran unos súper héroes. Nada de eso. Sólo habían
tenido suerte. ¡La suerte del principiante! ¿Quién podía certificar que otra
expedición tuviera similar fortuna? Nadie estaba en condiciones de garantizar
un golpe de suerte, y ellos la estaban teniendo. Y había que aprovecharla. La
suerte no escoge a muchos. ¡No es tan generosa! Y menos aún con los débiles.
Generalmente favorece a los poderosos. Suerte y poder se atraen; cosas de la
historia, cosas del poder. ¡Cosas de la suerte!
Durante largo rato permanecieron absortos —petrificados como los
obeliscos del valle de las lanzas— recordando las macabras historias de la
golondrina. ¡Las daban por ciertas! Imposible que miles de aves se hubiesen
confabulado para embaucarlos. Las palabras de la madre los alentaban: «Las
aves no saben mentir». Argumento suficiente. Ya era tarde. El perico
australiano sugirió descansar. Al día siguiente resolverían qué hacer. «Un día
más, un día menos, no viene al caso. Lo importante es tomar la decisión
acertada», acotó sabiamente. Gozaba de buen prestigio entre sus compañeros.
«Buenas noches», dijo, y se encaramó en lo más alto de una palmera de
dátiles, con la vista fija en las estrellas titilantes, en busca de respuestas a sus
numerosos interrogantes. Permaneció un buen rato despierto, quería encontrar
la Cruz del Sur para que lo orientara. Pero ésta ya no estaba, había quedado
atrás. En su lugar, observó la cara gorda y sonriente de la luna llena, y esperó
un gesto de magnanimidad que le ayudara a tomar la decisión correcta. ¡No
podía equivocarse!
A pesar de estar en un oasis, pasaron la noche más larga de su vida. No
pudieron dormir. Soñaron con las historias de la golondrina. Después de oírlas
durante el día debieron padecerlas mientras dormitaban, con finales más
intensos y aterradores, pues en los sueños vivían los relatos como si de verdad
fueran reales. Soñaron con Armerito. Los llamaba con voz quejumbrosa y
escuchaban sus ayes de dolor pidiéndoles no arriesgar la vida. Les rogaba
volver. Lo veían al lado de su madre, con su carita de ángel, suplicándoles
olvidarse de los hombres. Les decía que sus vidas eran lo más importante en el
universo entero. Si algo les llegase a suceder, ¿qué sentido tenía seguir
viviendo en El Jardín, sin sus conciertos de trinos, sin sus aleteos y sus
competencias en dirección al cielo? ¿Quién recogería el agua? ¿Con quién
conversaría sobre tantas cosas que sucedían por encima de las nubes? El Jardín
perdería la gracia, se marchitaría, igual que su alma y la de la madre.
Como si hubieran puesto una alarma, a las tres de la madrugada la bandada
despertó sobresaltada. Todos habían tenido la misma pesadilla. Vieron a la
golondrina agrandada cien veces, picoteándole los ojos al periquillo
australiano. Lo agarraba por el pescuezo, le daba tres vueltas, lo tiraba hacia
arriba y cuando caía lo volvía a coger. Lo tiraba de nuevo y repetía la mortal
maniobra hasta que el pajarillo moría desnucado. Después se lo tragaba.
Vieron en sus sueños grupos numerosos de hombres, todos con aspecto de
carniceros, armados con piedras, redes y palos, persiguiéndolos para
capturarlos y enjaularlos.
Madrugaron para meterse al agua. No estaban para otra cosa sino para
tomar la decisión de su vida: seguir o regresar. No se quedarían tranquilos
hasta no resolver el dilema. Las garzas y los patos dejaron sentir sus graznidos
y, en ejercicio de su liderazgo como cabezas de la bandada, iniciaron la
deliberación. Empezaron narrando el sueño con plumas y señales, e
interpretaron el mensaje del subconsciente como una orden perentoria de
Armerito y una advertencia de la golondrina para retornar. Estaba claro para
ellos que debían volver. «No hay nada que discutir», dijo la garza de más
edad, mirando preocupada a ambos lados. Buscaba algo. No se sabía qué.
Estaba intranquila o asustada. Se paró sobre la pata derecha, dobló la izquierda
y al instante cambió de posición. El grupo parecía ser de pensamiento similar.
Ninguno opinó ni levantó el ala para pedir la palabra. Solo parpadeaban y
agitaban el buche como si algo interior las molestara. A la legua se les notaba
la ansiedad.
Cuando pensaban que en cualquier momento alzarían el vuelo de retorno,
el perico australiano manifestó su deseo de parlotear unas cuantas palabras.
«Quiero decir algo», indicó, posándose en una rama seca para que todos
pudieran observarlo. «El mensaje del sueño es claro», anotó con seriedad, sin
parpadeos ni nada de tartamudeces. «Sin embargo, los sueños, sueños son»,
expresó, rematando sus palabras con movimientos compulsivos de ambas alas,
como suelen hacerlo los humanos con las manos al hablar. Y aunque tales
señales eran sugestivas e interesantes —explicó— debían manejarse con
cautela, no eran confiables porque venían de las profundidades del
inconsciente. De otras lógicas, de otras leyes. ¡De otro mundo! En cambio, los
hechos de la realidad constituían las mejores indicaciones, las más evidentes.
Lo adecuado era seguirlos una vez se sopesaran. Manifestó compartir con la
bandada el deseo de regresar. Era lo más cómodo, lo mejor. «Pero considero
que no es lo correcto» expresó en tono inapelable y expuso sus razones: la
misión quedaría a medias. Pidió tener en cuenta que después de casi un mes de
vuelo, y estando a punto de cruzar el desierto, podían hacer un último esfuerzo
y comprobar con sus propios ojos la verdad de la civilización. Era mejor tener
elementos de juicio propios. No significaba desechar las palabras de las
golondrinas pero tampoco dar por cierto lo dicho por ellas.
«Necesitamos hechos objetivos para lograr un mejor juicio» — aclaró, y
les hizo una propuesta: — «Les propongo volar cinco días más, al cabo de los
cuales, veamos lo que veamos y suceda lo que suceda, regresaremos a El
Jardín. Por Armerito y la Madre no se preocupen, las golondrinas le llevarán
nuestro recado». La oferta sonó razonable. Las garzas y los patos, los más
entusiasmados con la idea del regreso, se quedaron pensativos, como si les
hubiera llamado la atención lo dicho por el periquillo. Hablaron los estorninos,
los colibríes, las mensajeras, las torcaces, los chorlitos y el pinzón.
Manifestaron estar de acuerdo con el australiano por las mismas razones que
exponía.
«Menos de una semana no separa de la verdad», gorjeó un colibrí.
«No habrá otra oportunidad», solfeó un canario, de aspecto chino, y
plumas amarillas.
«Debemos terminar la misión», canturreo una torcaz.
«Sigamos», dijo un azulejo.
«Estamos a punto», chilló una vocecilla sin identificar, que parecía la de
una tórtola.
La bandada fue del criterio de que estando próximos al teatro de los
acontecimientos, valía la pena ir hasta allá y «meter el palillo en la llaga»,
apuntó con humor, el Pinzón carpintero.
Más tranquila, la bandada sobrevoló el desierto como si lo conocieran de
tiempo atrás y fuesen viejos amigos. Sin embargo, el desierto es el desierto y
no le hace concesiones a nadie, porque su esencia es el peligro. Los viajeros se
pierden, naufragan, se ahogan, los asfixia el calor, si no es que los mata el
silencio y la soledad, o mueren alucinando en busca de una gota de agua, o
mordidos por una víbora, o congelados por el hielo polar de la noche.
Volaron atendiendo las premoniciones del sueño. Redoblaron la vigilancia.
En lugar de volar por parejas se ubicaron en líneas de tres en tres, para mirar a
la izquierda, al frente y a la derecha. Los colibríes salieron de la formación en
V, y se ubicaron cien metros por delante de las garzas y los patos, con el
propósito exclusivo de obtener mayor profundidad de campo. Los estrategas
no dejaron nada al azar. Hicieron las cosas cuanto mejor pudieron. Al tercer
día empezaron a ver paisajes diferentes, el desierto iba quedando en la lejanía.
Al sexto día avistaron montañas más altas, de color verde, envueltas en nubes
oscurecidas y coronadas por picachos de una sustancia blanca, semejante al
algodón silvestre de El Jardín, aunque más brillante y menos vaporosa. Era la
nieve. Nunca la habían visto. Tuvieron la tentación de ir a tocarla y a probarla.
El australiano no lo permitió. «Ahora no», dijo con voz de mando. «No
sabemos de qué se trata», advirtió. «Al regreso podremos conocerla».
Siguieron volando a lo largo de una cadena montañosa de cumbres
nevadas, bella e imponente. Se prolongaba más allá de donde alcanzaban a ver
sus ojos. Continuaron muchas horas, volaron cientos de kilómetros más.
Encontrar la civilización era cuestión de ir recto, había dicho la golondrina.
Cada metro que avanzaban conocían algo nuevo: valles, lagos, lagunas,
bosques y selvas. Vieron ríos inmensos en cuyas turbulencias distinguieron
peces mucho más grandes que los del oasis, cascadas por las que el agua, en
parte líquida y en parte evaporada, se precipitaba desde la cima de las
montañas hasta el suelo, provocando un estruendo grave y solemne.
Conocieron el arcoíris, el sol de los venados, las constelaciones del zodiaco, la
eterna primavera, la estrella Orión, el Trópico de Capricornio y el ombligo del
mundo. Lo que más gozaron fue la lluvia. Aunque la madre les había hablado
de ella, una cosa era oír su descripción y otra muy distinta estar en medio de
un aguacero, con las plumas empapadas, tiritando de frío, deseosos de seguir
chapaleando, subiendo hasta donde podían, mirando siempre arriba y abriendo
el pico para llenarlo de llovizna, y luego dejarse caer de bruces empujados por
la ventisca, o apostando al que bajara más veloz en medio del chubasco. «Con
razón nuestros amigos quieren abandonar el desierto», dijo en voz baja un
pato. «Esto por aquí es una ricura», replicó un azulejo, mientras picoteaba una
fruta desconocida, de riquísimo sabor azucarado, que parecía coincidir con la
descripción de la papaya.
Probaron de todo. La comida abundaba. No tenían que pensar en partir,
racionar ni en guardar un pedazo para el día de mañana, o para los periodos de
escasez. En medio de tantas maravillas, observaban con desconcierto la
ausencia de aves. Pocas veces advertían alguna volando, y mucho menos veían
una bandada o un grupo numeroso. «Esta soledad es demasiado sospechosa»
dijo un pato al que le gustaba poco hablar. «Debemos volar con cuidado»,
repitió el australiano.
¡Qué enormidad de verde! Qué bella era la tierra. ¿Por qué motivo la
golondrina les había dicho que el hombre la había destruido? ¡Les parecía lo
contrario! Todo se veía hermoso, digno de contemplar y de alabar. Bastaba
sólo con mirar a cualquier lado para encontrar preciosidades a granel,
coloridas, perfumadas, olorosas como flores del paraíso. No encontraban la
razón por la cual había hablado tan mal de los seres humanos. ¡Ojalá y se
hubiese equivocado! Era lo mejor para todos. ¡Qué frescura! Les llegaba hasta
lo más profundo del ser. La brisa era suave y acariciadora. Los aromas
adormecían con sus néctares el olfato, el gusto. ¡Qué fantasía! «¡La tierra es
una fruta gustosa, verde, exquisita, enorme!», dijo alguno de ellos. «¡Y
jugosa!», respondieron los demás en coro.
El periquillo no se cambiaba por nadie. Volaba feliz como si hubiese
llegado al paraíso. Miró con alegría a sus compañeros de bandada. Las aves le
guiñaban el ojo devolviéndole el gesto y en seguida levantaban la punta del ala
derecha en señal de triunfo. El éxito de la expedición se lo debían a él. Lo
reconocían. Si no hubieran acatado sus consejos, estarían de regreso,
aburridos, derrotados. Serían unos fracasados aunque estuvieran vivos. El
objetivo de la misión no se hubiera conseguido. No se imaginaban la vida en
El Jardín con ese cargo de conciencia, recordando la frustrada aventura por
falta de confianza, de compromiso y de visión. Sí. ¡Eso era! ¡Visión y
compromiso! El periquillo la tenía de sobra. Fue el héroe del día. ¡Pero solo
por unos pocos segundos!
Desde el suelo se oyeron varios disparos. «¡Los encontramos, son los
hombres! ¡Los hombres!», alcanzó a decir el periquillo, entusiasmado a pesar
de los estruendos. De pronto, a la vista de todos, se llevó las alas al pecho,
donde le brotaba sangre. Miró con ojos blancos y funestos a sus compañeros.
Trató de decir algo. Balbuceaba. No pudo articular palabra ni tampoco
sostenerse. Se precipitó a tierra. ¡Herido de muerte!
Fue el caos. ¡Oh Dios! Al instante pensaron en la madre. Otros habían
corrido la misma suerte. Por lo menos cinco, entre ellos un colibrí. De
inmediato, guiados por las garzas y los chorlitos buscaron refugio. Se elevaron
para colocarse fuera de la línea de fuego. Subieron todo lo que pudieron,
buscando alejarse del lugar. Los cazadores seguían disparando. Los pajarillos
veían los fogonazos de los tiros y sentían el silbido de las balas, sintiendo
cómo los proyectiles les quemaban las plumas. Después de un rato de
persecución, se pusieron a salvo.
Se posaron en la copa de un árbol que tocaba el cielo. Sentían dolor y
rabia. Lloraban a moco tendido como unos pichones apenas emplumando,
como si hubieran perdido a su madre. No pararon de gemir. Se olvidaron de la
vigilancia. Era absurdo hacerlo. Reaccionaron. Estaban furiosos con el
hombre. La golondrina tenía razón. Si le hubieran hecho caso estarían vivos,
de vuelta en El Jardín. Lo mejor era volver. No había caso en seguir buscando
al hombre. «¿Para qué? Bastó un segundo, sólo un segundo, para conocer su
malvado corazón y su vieja maña de matar» dijo una garza, colorada de la
rabia y espelucada del susto. Se quedaron callados. El silencio resolvió de
momento la impotencia. ¿Qué más podían hacer sino llorar los muertos y
lamentarse de no haber regresado?
«Debemos saber por qué están matando a las aves». dijo el Pinzón
carpintero. «Es importante averiguarlo», agregó.
«Estoy de acuerdo», exclamó una torcaz con la voz ronca de gimotear. En
medio del dolor resultaba razonable averiguar la causa del ataque. Algo grave
sucedía.
Las golondrinas habían hablado de la mentalidad mercantilista del hombre,
de la cacería y de otros hechos lamentables, pero no habían dado detalles. De
saberlo, con seguridad lo habrían advertido. Y no lo habían hecho. «Pudieron
olvidarse», apuntó un estornino, que todavía temblaba del susto. Acordaron
enviar dos de ellos a indagar al lugar de los disparos, con la mayor cautela
posible y sin arriesgar la vida. «Necesitamos dos voluntarios entre los más
pequeños y veloces», observó la garza. Los colibríes, los dos restantes pericos
australianos, varios chorlitos, el Pinzón carpintero y los estorninos se
ofrecieron. «Que vaya un colibrí y un estornino», propuso una mensajera.
«Aceptamos», respondieron dos ejemplares poniéndose a su disposición.
Recibieron instrucciones. Era preciso volar bajo, entre los árboles, sin hacer
ruido ni exponerse. Los cazadores tenían armas, oído, vista y pulso agudo.
Una vez que hubiesen llegado al sitio desde donde habían disparado, debían
espiar lo que hacían los malvados. Tan pronto vieran o escucharan algo
significativo regresarían de inmediato. Al instante volaron, raudos.
Los vieron partir, asustados.
En El Jardín la señora y el jovencito les habían hablado maravillas de los
seres humanos. ¡De su inteligencia! Eran los únicos seres racionales. Nadie
más tenía esa facultad en el universo. Sólo ellos. ¡Y miren con las que salían!
¿Eso era ser inteligente? Habían resaltado otras virtudes: eran bondadosos,
amables, cariñosos, sabían amar, respetaban a los demás, cuidaban de los
animales, de las mascotas, las defendían de quienes las maltrataban.
Pronto se escuchó un susurro: «Volvieron, volvieron, volvieron». Los dos
pajarillos llegaron llorando, venían más afectados de lo que estaban cuando
habían salido. Volaban con dificultad y no eran capaces de hablar. Así
permanecieron durante un largo rato. Chillaban como críos. «¿Qué pudo
haberles ocurrido?», se preguntó para sus adentros el Pinzón carpintero. «Algo
grave debieron haber visto». Les miró las caras. Las plumas estaban tan
alborotadas que parecían púas de puerco espín. Los ojos amarillos. El pico
pálido. «Han visto algo terrible», volvió a susurrar el Pinzón. Después de una
angustiosa espera soltaron la lengua. Pesadamente, como si fuera de plomo.
En aquel lugar, los cinco cazadores estaban desesperados, cual fieras
enjauladas, tratando de encontrar los cuerpos de los pájaros. Maldecían y
revolcaban a patadas la maleza. Decían estar hambrientos y que llevaban ocho
días sin comer. Que iban a morir de hambre, pues según se les oyeron
quejarse, en la ciudad no había víveres, ni carne, ni nada. Buscaban
afanosamente como quien busca algo inestimable de lo que depende la vida.
Después de un rato largo de pesquisas los vieron, los agarraron por las patas,
los examinaron, repararon dónde les habían pegado el tiro, se rieron, se
ufanaron de su puntería, les quitaron las plumas y se los comieron crudos. Ahí
estaba la razón de la matanza. La civilización no tenía comida. ¡Aguantaba
hambre!
«¡Qué dolor!», «¡Qué dolor!», exclamaban conmocionados los pobres
pajarillos. «¡Los hombres son unos malvados!» chillaban. «Malos, malos,
malos» repetían con furia. «Salvajes», «Asesinos» —no se cansaban de clamar
—. «Malditos, malvados, asesinos». Producía el más profundo dolor verlos
gemir. «¡Volvamos!». «¡Qué civilización!». «¿Para qué la civilización?».
«Volvamos». «Esto es una cochinada», —se les oía decir.
Al ver los sentimientos reflejados en sus rostros, no cabía ninguna duda en
cuanto a la intención de la bandada. Pero en honor a la voluntad del periquillo
de cumplir la misión, no regresaron pese a la insistencia de las garzas y los
patos. No abrigaban nada contra el australiano, sólo temían por la seguridad.
El Pinzón carpintero —el héroe del cráter lunar— insistió en continuar la
expedición. En los últimos días había congeniado con el lorito y se había
identificado con los propósitos del viaje. Más allá de una muestra de amistad
con el amigo fallecido, la actitud asumida era un gesto de responsabilidad. Así
lo entendieron quienes apoyaron la opción de continuar. Explorarían la región
para ver cómo andaban las cosas, en qué condiciones se encontraba la
civilización y qué sucedía. Según las informaciones de la golondrina la
situación era caótica. Por precaución se dividieron en grupos, separados por no
más de cien metros de distancia. Volarían lo más alto que pudieran.

11

Si el primer encuentro con el hombre fue traumático y funesto, el segundo


resultó tétrico y doloroso. Impactaba observar el maremágnum. ¡El mundo
estaba destruido! Desde arriba se veía como una masa contrahecha y fea:
fango, autos, hierros retorcidos, cadáveres de hombres, animales, edificios
derruidos y millares de íconos de la civilización reducidos a escombros. Lo
dicho por la golondrina era cierto. Se había quedado corta en la descripción de
los acontecimientos, y lo mismo sucedía con la versión de la madre. Una cosa
era oír el cuento, y algo muy distinto ver la realidad con los propios ojos. La
historia estaba dando un quiebre imprevisto. Entraba en la recta final del
colapso, precipitada por la insensatez del principal actor de la tragedia: el
hombre. Todo parecía indicarlo. Era como si hubiera lanzado una gran roca
hacia arriba y le hubiese caído directa en la cabeza.
Aún no se podía decir cuánto iba a durar el final. De cualquier forma, era
inminente. La inevitable pregunta sobre el autor intelectual y material de la
debacle volvió a la cabeza de las avecillas: ¿Qué pasó con la inteligencia del
hombre? ¿Se le agotó? ¿Era otro engaño? Los pájaros no sabían qué decir. A
propósito, ¿qué era la inteligencia? ¿En que se diferenciaba la de ellos, los
pajarillos, a la de los humanos?
Había algo que parecía ser parte de la respuesta, y era lo siguiente: si desde
tiempos inmemoriales la vida del ser humano era tan caótica y violenta, lo de
ahora bien podría ser continuidad de lo de siempre ¿o no? ¿Lo que estaba
sucediendo no era acaso semejante o parecido a las guerras mundiales, a la
explosión de la bomba atómica, al desastre social causado por las mafias y por
los políticos, o a los tantos otros sucesos terribles contados por la golondrina?
Nada de esto resultaba descabellado pensarlo. Dicho en otras palabras, ¿no era
más de lo mismo? Si esta reflexión era válida, la historia del hombre ¿no era
entonces una repetición de una repetición?
Cabizbajos y meditabundos, los pájaros volvieron a preguntarse: ¿Qué ha
sucedido con la inteligencia del hombre? ¿Habían exagerado Armerito y la
madre?
Sonaba triste aceptarlo: ciudades destrozadas, en ruinas e incendiadas.
Vueltas polvo, cenizas. Gente desesperada, semidesnuda, en fuga, corriendo
como loca, sin saber a dónde ir. ¡Qué horror! Las madres iban adelante, en
busca de sus hijos, con el rostro desquiciado, a punto de perder la cordura.
Trataban de protegerlos de las desgracias porque les faltaba vivir el futuro,
decían. Caminaban de prisa, preguntando: «Mis hijos, ¿dónde están mis
hijos?». Lloraban de manera inconsolable, escarbando entre las ruinas. «Mis
hijos, ¿dónde están mis hijos?» clamaban en medio del rio humano que
avanzaba y embestía sin contemplaciones, como cuando el tsunami derrumbó
el muro protector de Fukushima, arrasando cuanto se ponía a su paso. Perder
un hijo es la peor tragedia. Lo saben las Madres de la Plaza de Mayo, las de la
Candelaria, las de la Plaza de la Libertad, las Madres de Soacha y las Madres
de Blanco. Una señora joven, parada en medio de la calle gritó: «¿Han visto a
mi hijo? Vestía yines, zapato tenis, camiseta azul y gorra blanca». «Por ahí
debe ir, acabo de ver su mascota», dijo alguien. Otro respondió: «No lo he
visto, pregúntele al policía de la esquina. Él debe saber, para eso le pagan, para
encontrar a los perdidos». Las madres proseguían presurosas, camino a la
montaña, coreando el mismo interrogante: «¿Han visto a mis hijos? ¿Han visto
a mis hijos? ¿Han visto a mis hijos?».
Cerca de este grupo marchaban varios comerciantes. Iba cada uno por su
lado, con una bolsa amarillenta y vieja, bien apretujada bajo el brazo. A lo
mejor contenía dinero. Acostumbran a llevarlo así o envuelto en papel
periódico; tampoco eran amigos de confiárselo a los bancos, preferían
guardarlo en sus casas, bajo los colchones. «Es mejor la seguridad que la
policía» se habituaron a decir. Iban afanados, insultando a la gente porque no
les daban paso. Maldecían al gobierno por su incapacidad para salvarlos a
ellos y a sus cuantiosas mercancías. Estaban almacenadas, a punto de ser
vendidas a buen precio. La demanda de alimentos y de medicinas subía, igual
que subían las aguas hacia la cima de la cordillera. Y ahora se iban a perder.
«No piensan sino en ellos», gritó una señora, con la cara enlodada, que seguía
la escena. «Comerciantes al fin y al cabo» señaló una encopetada dama, que
con esfuerzo subía la pendiente en unos afilados tacones de quince
centímetros.
«Dónde está la autoridad que me ayude con estas valijas», pedía
angustiado un banquero. El hombre manoteaba y dejaba ver su reloj de oro y
sus anillos. Al instante los vándalos lo despojaron de las joyas. Llevaban en
carretas sus recién adquiridas propiedades. «¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme!» —
pedía a gritos el financista. — «Pagaré a quien los capture». La gente lo
miraba con repudio. Nadie lo ayudó. Nadie ayudaba a nadie, todavía menos a
un banquero. Si alguien era culpable de la tragedia eran ellos. Financiaron la
debacle. Convirtieron a Natura y a la vida de la gente en objeto de usura. En el
mejor de los negocios.
La marcha humana no se detenía, su andar era tan lento como el de un
caracol entumecido. Los pájaros hacían fuerza para que la gente se pusiera a
salvo. Poco podían hacer por quienes a conciencia habían escogido esta
singular forma de morir. Los problemas habían sido debatidos en foros
académicos, económicos, sociales y ambientales. Según se decía había una
comisión mundial de alto nivel discutiendo qué hacer. Por desgracia, el
irresoluto mundo se había entretenido durante años en una reflexión bizantina,
en la que trataban de aclarar si lo acaecido era cierto, si la tragedia era grave,
si el futuro de la especie humana se hallaba en riesgo, si el de la tierra, si el de
las especies; si esto, si lo otro, si lo demás, si lo pasado, si lo presente y si lo
futuro. Durante años no habían llegado a ninguna conclusión. Así funcionan la
academia y el gobierno. Y quien no toma decisiones se somete al zarandeo de
las contingencias, sin derecho a reclamar ni hacer nada; solo a correr, sufrir y
morir como la dama de tacones y miles más, como veían desde las alturas los
amigos de la madre y de Armerito. ¡Ah!, la pobre humanidad condenada a un
castigo natural anunciado cientos de veces. Y había llegado. La naturaleza no
olvida, ni perdona ni da tregua; arremete y ataca sin contemplaciones. ¡Abajo
pagaban en carne viva las culpas!
«¿Ésa es la humanidad?, preguntó el pato de más edad.
«¡Sí! Ésa es», respondieron en coro las demás avecillas.
«Pobrecita la humanidad», apuntó una paloma blanca, agotada de chillar,
con su traje de plumas empolvado y deshilachado, y las patas rojas, quemadas.
Iban también los científicos, malhumorados y con el fracaso pintado en el
rostro. Vestidos con delantal blanco, con sus maletines de cuero fino,
atiborrados de fórmulas, hipótesis, teorías, cálculos, proyecciones,
diagnósticos, pronósticos y medallas. Querían explicar lo inexplicable.
«Queremos revelar la verdad», decían. No habían tenido la ocasión propicia de
salir de sus laboratorios. «Escuchen por favor» —clamaban—. «Escuchen,
escuchen, escuchen». Nadie quería oírlos. ¡Ya para qué, idiotas! No había
tiempo. Su cuarto de hora había pasado. Nunca habían hablado claramente.
Siempre enredados, siempre con el manido cuento de la ciencia pura en sus
cabezas. Solo se mostraban, se exhibían, no hicieron valer la ciencia, sus
conocimientos, ni tuvieron compromiso con el pueblo. Contemporizaron con
el poder y con las transnacionales. Cerca de ellos, muy cerca, caminaban los
académicos sin perder su compostura, su elegancia y su porte. ¡Mondos y
lirondos! Iban quejándose por tener que andar a pie. Discutían si lo que
sucedía era el final, los prolegómenos, o la crisis misma. No lograron ponerse
de acuerdo. Siguieron discutiendo. Cada uno tomó su propio atajo, como lo
hacían en la Universidad. Más atrás iban los médicos. Escalaban penosamente,
sin alientos, sin energías. No eran como los de antes, elegantes, ricachones,
presuntuosos. Lucían cansados y resignados a la suerte de la proletarización.
No muy lejos andaban los políticos: arengaban, saludaban, repartían
saludos, besos, abrazos, sonrisas y billetes falsos. Prometían que si votaban
por ellos lo sucedido no volvería a repetirse, porque iban a detener a los
culpables de la debacle y a investigarlos hasta las últimas consecuencias. «Yo
les prometo…bla, bla, bla…», alcanzó a decir uno de ellos y de inmediato le
cayó una lluvia de piedras y de fango. Un poco más atrás iban el Senador, el
Gobernador y el Alcalde. Hablaban de la reconstrucción. Todo estaba previsto
y bien planificado para preservar el interés público. Los intelectuales se
distinguían por su boina vasca raída y motosa, por su barba desaliñada y por
su habla refinada y retórica. Llevaban varios libros bajo el brazo, entre ellos
La Náusea de Sartre, Veinte poemas de amor de Neruda y La Decadencia de
Occidente de Spengler. Conversaban en un tonillo displicente, como si la cosa
no fuera con ellos. Hacían planes para dictar conferencias, escribir novelas,
poesías, poemas, columnas de prensa y ensayos, con el fin de explicar los
desgraciados acontecimientos. Proponían crear una Comisión de la Verdad.
Los pájaros seguían volando. Daban vueltas alrededor de las ciudades.
Percibían los malos olores, divisaban a la multitud indefensa, e incluso desde
tan alto, oían sus palabrotas y sus maldiciones. Los hombres renegaban de
todo, corrían gritando y aplastaban a su paso, niños, ancianos, mujeres
embarazadas e indigentes tirados en las calles.
«Pobres los hombres», dijo un pato, lloriqueando.
«¿Dónde estarán los hermanos de Armerito?», indagó una paloma blanca
con ojos llorosos
Una garza preguntó si conforme a lo que había ordenado Armerito debían
conversar con los hombres para saber qué opinaban de lo que ocurría. «Ni se
les ocurra. ¡Nos comerán vivos!», le advirtió el Pinzón. «Sería como si
nosotros mismos colocásemos nuestras cabezas en bandeja de plata». Tenía
suficientes condiciones para reemplazar al australiano. No era de carácter
afable, ni hermoso, ni conversador como el difunto, pero era igual de
inteligente y mesurado. Vivía pendiente de cuanto sucedía, vigilante y atento.
Era creativo, imaginativo y reflexivo. Solo tenían que recordar su hallazgo de
los gusanos mojojois y del agua en el cráter lunar. Sin embargo, no tenía
aspiraciones de liderazgo, entre otras razones por su tamaño. Después del
colibrí era el más pequeño, solo medía quince centímetros de envergadura.
Pasaron por varias ciudades y en todas el panorama era igual de
apocalíptico. En los pueblos y en el campo la confusión no era menor. Abajo,
a unos quinientos metros divisaron un niño, estaba solo y parecía perdido.
«Ya vuelvo, voy a ayudarlo» dijo un pato, antes de clavar el pico y
lanzarse.
«Espere, no baje», le gritó el Pinzón. Pero el desgarbado pato no escuchó.
Llegó a tierra, se acercó al niño, y éste, sin mediar palabra alguna, le lanzó una
piedra que le arrancó varias plumas de la cola. Por fortuna pudo levantar vuelo
y llegar a la bandada que miraba con horror lo sucedido. Otros hombres
salieron con piedras y palos en su persecución.
«Vámonos ya mismo», dijo el Pinzón carpintero. Volaron sobre otra ciudad
en ruinas. Les llamó la atención el nombre: Madre Mía City, según advirtieron
en un aviso de letras grandes amarillas, las antiguas señales de bienvenida a
los turistas. Estaba deshabitada. La decadencia era total. Se veía cubierta por
una maraña de cafetos, plátanos y cítricos frondosos. Podía deducirse que
llevaba tiempo abandonada. En una de sus varias plazas, al lado de un lago
artificial, se hallaba el esqueleto de un edificio circular, a medio construir, por
lo menos de cincuenta pisos. Las hiedras que salían por las ventanas rodeaban
la gigantesca mole pareciendo estrangularla. Desde la distancia semejaba la
figura anquilosada de un patriarca, caído en desgracia con el tiempo. Las aves
pasaron de largo. Nada incitaba una parada. «¡Pobre de ti, Madre Mía City! »,
suspiró el Pinzón, en el preciso momento en que dejaba atrás otro aviso,
semejante al anterior, corroído por el óxido.
El anuncio de más terremotos, deshielos y avalanchas aumentó la
confusión. No se veía fuerza pública ayudando. Los soldados, policías,
marines, capitanes, coroneles y generales de uno, dos y tres soles huían, a
pesar de la supuesta orden de no abandonar sus puestos y de proteger la
población. Iban armados y disparaban como si estuvieran en guerra contra el
pueblo. El Estado entró en conmoción. No resistió la avalancha. Había
aguantado durante siglos los embates de la sociedad, y en cambio la naturaleza
lo derribó en un parpadeo. El caos fue total, nada quedó en pie. Las
instituciones se derrumbaron. Pocos entendían qué era el cuento de lo
institucional. «Para qué explicarlo ya», dijo un sociólogo, desencantado de la
sociedad y de la sociología. «Tiempo perdido», recalcó.
Los incendios proliferaban, ardían los hospitales, las iglesias, los colegios,
las estaciones de gasolina, las plantas de gas, las torres de energía, las de
comunicación, las fábricas, las bibliotecas, los edificios del gobierno y hasta el
Congreso Nacional.
El mundo era una antorcha. ¡El fin se veía cerca!
«¡La tierra! ¡La tierra! Pobrecita la madre tierra», gimoteaban los pájaros
conmovidos por la suerte diabla del planeta azul. Pero era demasiado tarde
para condolerse.
A esas alturas, y por más que trataba de evitarlo, Armerito había perdido la
perspectiva intuitiva, único instrumento racional que le permitiría imaginar la
situación y ubicación de sus amigos. Mientras sobrevolaban el desierto, él
conjeturaba acerca de lo que hacían y lo que seguía a continuación. Conocía el
medio árido. Sabía cómo eran las cosas y hasta señalaba lapsos que coincidían
con los hechos reales. Llegó a suponer con cierta exactitud la inminente
llegada al oasis y el final de la travesía. Calculaba que el cruzar el desierto no
podía durar más de un mes. Había leído ciertas cifras sobre las medidas de la
tierra, y con estos datos, más sus conocimientos acerca de las velocidades que
podían alcanzar los pájaros, conjeturaba distancias y tiempos. De ahí en
adelante perdió los referentes. Una cosa era inferir sobre los acontecimientos
naturales de ese inmenso territorio y otra muy distinta imaginar el curso de los
hechos en el ámbito de la desconocida civilización.
Sus ideas acerca de los humanos provenían por un lado de su madre, y por
el otro, del famoso texto: El Libro de la Juventud. El chico conocía de oído la
parte buena de las personas, pero ignoraba que en la sociedad de carne y hueso
cientos de millones no vivían ni actuaban como ellos. Él vivía en un ambiente
lleno de bondades y virtudes, habitado sólo por dos seres humanos, pero en el
mundo sublimado existían individuos que no pensaban sino en el poder, la
fama, el dinero, el sexo, las drogas o la guerra. No faltaban quienes pensaban
simultáneamente en todo, y se quebraban la cabeza buscando inventar algo
más para aumentar la riqueza y sus dominios. Eran los políticos y habían
hecho de la corrupción el mejor instrumento para sus propósitos. No
constituían la mayoría —decían— pero con los que había bastaba para causar
daños irreparables. La sociedad aguantaba con los brazos cruzados, en
silencio, esperando que del cielo llegase la salvación. No hacía mucho el
hombre había recordado que dentro de la conciencia existía un preciado bien
llamado dignidad. Algunos trataban de desenterrarla despacio y sin afanes. En
esa búsqueda, a veces a tientas, algunos pueblos habían encontrado estados de
placidez que les recordaban que el hombre, por el simple hecho de ser hombre.
tenía derecho a ser feliz. Se trataba de los llamados Estados Primaverales y
entre los más famosos la humanidad recordaba con nostalgia y con orgullo la
Primavera de Praga, la Primavera parisina de mayo, la Primavera de
Tian’Anmen y la Primavera Árabe. En Latinoamérica los campesinos llevaban
años esperando la Primavera del Café, ya que, igual que otros pueblos, se
sentían prisioneros y deseaban liberarse de todas las dictaduras.
Armerito creía que, en cuanto los pájaros encontraran al hombre, estarían a
salvo. Lo tendrían todo: comida, abrigo, agua en abundancia, buen trato,
cariño, de sobra, y lo necesario para regresar. Incluso llegó a pensar que en
medio de la abundancia podrían decidir quedarse. ¡Estaba equivocado! Ya no
existían ríos de miel ni de leche. Los pájaros sufrían las amenazas de la
civilización. Las veían a diario y las padecían en carne propia. Armerito no
estaba tranquilo, pero confiaba en la sempiterna bondad de sus hermanos los
hombres, a quienes esperaba ver pronto. Tenía previsto organizar una nueva
travesía tan pronto los pájaros regresaran y trajeran información sobre rutas,
agua, comida, peligros, etcétera. Estaba decidido a encontrarse con sus
semejantes. Ya tenía algunos planes en mente. La principal innovación
consistía en viajar de noche. Estudiaba el caso con máximo cuidado.
Sin ser tan intuitiva, inteligente ni tan racional, como su hijo, la madre
estaba enterada de cuanto le sucedía a sus avecillas. Sabía por los pálpitos de
su corazón, de sus éxitos, fracasos y tragedias. Presentía que algo le había
ocurrido a su hermoso periquillo. Qué precioso era. No había otro igual sobre
la tierra.

12

A falta de tragedias y conflictos, a más de mil metros de profundidad en las


entrañas del planeta, se libraba otra batalla entre humanos. Era un lugar ignoto
por el que los pájaros pasaron sin advertirlo. Un refugio protegido contra todo
donde se celebraba otra reunión sobre la suerte de la Tierra. No tenía el
espíritu que habían tenido las cumbres, de prevenir, mitigar, firmar acuerdos ni
reducir la producción de CO2. Era una escaramuza o pataleo entre muchas
corrientes ideológicas convocadas a última hora para proseguir los
circunloquios de siempre. Ya en la reunión, como habitualmente sucedía, cada
quien quería imponer sus puntos de vista y echarle la culpa al otro, no tanto
para resolver el problema que se vivía arriba en la superficie, sino para intentar
salvar su derruida imagen frente a la sociedad y ante la historia.
Las personas convocadas a esta cita habían sido invitadas por una
organización internacional, poco conocida, bajo el pretexto de continuar
preparando líderes para hacer frente a la crisis ambiental. Las exigencias para
poder asistir eran múltiples y excluyentes. Más que estimular a la
participación, se trataba de poner obstáculos para disuadir a quienes tenían
verdadero interés en el evento. Aun así, en el grupo había de todo: activistas,
universitarios, religiosos, militares, politólogos, guerrilleros, humanistas,
inversionistas, contratistas, académicos, industriales, comerciantes, científicos,
mineros, agentes de los gobiernos y representantes de las grandes
multinacionales. Los escogidos fueron citados en un reconocido aeropuerto
internacional, un domingo 31 de diciembre, a la una de la madrugada. Debían
entrar por la sala O7 de la terminal A, con la advertencia de que a la 1.30
A.M., las puertas se cerrarían automáticamente.
Una vez que llegaron al lugar, y verificada su identidad y la autenticidad de
su invitación, un guarda de color negro, vestido de blanco y con guantes de
igual color, los indujo a firmar un extenso documento en letra menuda, en
idioma inglés, que nadie leyó. Luego, procedió a destruir la invitación, y
entregó a cada uno de ellos una hoja de instrucciones y una cadena acerada,
para colocarse en el cuello, semejante a la que llevan los militares en las
guerras. En ella aparecía grabado un número de diez dígitos con el que era
obligatorio identificarse en cualquier momento y lugar. Después de surtidos
estos trámites, y antes de ser embarcados, los viajeros fueron conducidos por
una médica francesa, joven y hermosa de ojos vivos y azules, a una sala
apartada, en el tercer piso. Allí les explicó que, sin excepción, todos debían
someterse a un riguroso proceso de desinfección de cualquier clase de
gérmenes patógenos que llevaran adheridos al cuerpo o a sus ropas, pues el
lugar de destino era totalmente esterilizado, y el software de ingreso rechazaría
a los portadores de virus y bacterias. Nadie protestó. Se miraron la cara,
hicieron gestos de sorpresa, y se dejaron conducir por seis paramédicos. Ya en
la zona húmeda, en duchas climatizadas, los líderes recibieron un buen baño
con elementos antisépticos que los dejó impolutos. Sus ropas también fueron
pasadas por agentes gaseosos esterilizadores.
Salieron de madrugada, en un avión negro en el que, al arrullo de una
música de cadencia celestial, cayeron en un sueño profundo, como bebés
acunados por la madre. Al cabo de seis horas de travesía, y mientras
atravesaban las cumbres nevadas de una cordillera, la nave enfiló contra la
pared de una montaña, que, cual monstruo inmemorial, abrió sus fauces para
recibirla en sus entrañas. Tan pronto traspasó la entrada, el aparato descendió
de manera vertical en un inmenso hangar, similar al de un cosmódromo ruso.
Los pasajeros salieron de la nave por un túnel metálico con apariencia de
tráquea, transportados en una banda móvil. Al paso de ésta recibían otra dosis
desinfectante, no menos olorosa que la precedente. A los cinco minutos
desembocaron en un pasillo iluminado, donde se leían en placas refulgentes
pegadas a la pared prohibiciones en inglés, francés, ruso, alemán y español. La
mayoría decía: “Silencio, prohibido hablar”. Cada treinta metros se veían
cámaras giroscópicas de seguridad apuntándoles. Debajo de cada una, a dos
metros del piso, había monitores de televisión en la pared, en cuyas pantallas
los visitantes podían ver sus gestos y movimientos. Al final del pasadizo, en el
sentido indicado por las flechas, entraron en una escalera eléctrica en forma de
caracol que descendió suave, muy suave, durante veinte minutos. Algunos
calcularon, conforme al tiempo y a la velocidad, haber bajado más o menos
dos mil metros. Dos kilómetros hacia el fondo de la tierra. Nadie sabía dónde
estaban. Nunca lo sabrían.
La escalera los dejó en el centro de una sala inmensa con profusa luz,
numerosas sillas y mesas de estilo moderno, y grandes ventanales por los que
se veían jardines con hermosas flores, aves en pleno vuelo y paisajes de
montaña. Por la última ventana se veía un radiante sol de verano. Las
imágenes lucían como si fueran vistas del exterior. Empero, al observarlas
detalladamente, se advertía que no eran reales sino videos que reproducían
escenas de la naturaleza. En la gran sala eran los únicos presentes. Nadie había
salido a recibirles. Habían podido llegar a ese punto guiados por flechas,
avisos y luces de neón. Y aunque eran cerca de doscientas personas, la
inmensidad del lugar lo hacía ver desocupado. Los visitantes empezaron a
sentir los efectos de la claustrofobia.
Hasta donde podía observarse la construcción era imponente: por su
tamaño, su concepción artística y su diseño futurista, por su equipamiento con
artefactos y materiales de última generación, por el despliegue de tecnología,
su limpieza y pulcritud. Daba la impresión de que el propósito de quienes la
construyeron era reproducir la enormidad de la Tierra, bajo ella misma,
mediante una estética arquitectónica visualmente apabullante. Pero por la
temperatura gélida, el aire que se respiraba impregnado de angustia y el
ambiente de incertidumbre, el sitio no resultaba bello ni acogedor. Era un
monumento a la soledad y a la falta de calidez. Era un sarcófago
resplandeciente, una tumba a la que pronto llegaría su soberana y reina: la
muerte.
Al cabo de una hora se abrió una de las muchas puertas blindadas. Por ella
apareció una mujer joven, de veinticinco a treinta años, rubia y bonita, de ojos
expresivos y sonrisa maliciosa pero bella. Vestía uniforme militar verde oliva,
con insignias de oficial en los hombros, y una boina negra. Se acercó a ellos y
procedió a darles la bienvenida en español, portugués y varios idiomas
africanos y asiáticos. No mencionó en nombre de quién los recibía y les pidió
que la acompañasen. El recinto al que los llevó era un auditorio pequeño. Por
uno de sus costados bajaba otra escalera eléctrica, a la que les indicó que se
subieran. Bajaron unos cincuenta metros y llegaron a una sala igual a la
recepción de un hotel de lujo, pero ausencia total de criados y botones para
atenderlos.
— Sigan por ese pasillo —dijo sonriendo la oficial—. Al final encontrarán
habitaciones que podrán identificar por los números de su placa. Ubíquense y
póngase cómodos. ¡De nuevo, bienvenidos!
—Quiero tomarme un café – pidió uno de los visitantes en lengua
portuguesa.
—Lo encontrará en su habitación –respondió ella, con soltura y
amabilidad.
—Yo quiero bañarme –dijo alguien más, en idioma español.
—En la habitación hay baño –respondió.
—¿Hay televisión? –preguntó un árabe de dos metros de altura.
—No tenemos, desafortunadamente.
—¿Hay prensa? Quisiera leer el New York Times –inquirió un americano.
—Tampoco –contestó algo molesta, y se alejó mascullando — ¡Bye! ¡Bye!
A través de los balcones de los cuartos se divisaba mejor el armazón de la
estructura: de inmensas columnas, muros blancos e inmensos ventanales por
los que ningún rostro se asomaba. La iluminación artificial era abundante e
indirecta. No se observaban lámparas, cuerdas de luz, cables ni reflectores.
Tampoco se percibía el más mínimo sonido, ni movimiento de nada ni de
nadie. No se advertían trazas de actividad. Dominaba lo blanco, lo imponente,
la limpieza y el aislamiento. Era un mundo colosal y aséptico.
A las ocho de la mañana del siguiente día los asistentes, divididos en
cuatro filas como ordenaban los avisos, buscaban la manera de auto-servirse
ante el brillante mostrador del comedor. El menú no era muy variado: solo
café, jugo de naranja, panqueques y pollo en conserva.
—¿Qué vamos a desayunar? ¡Si no hay nada! –dijo en voz alta un hombre
de rostro moreno, con gafas, pelo largo y que se apoyaba para caminar en un
bastón metálico—.No hay carne, huevos ni sopa.
De inmediato los presentes lo miraron, y el individuo sintió sobre sí mismo
el peso de los ojos de la multitud. Tantas miradas lo apocaron. Se quedó
rígido, frio y apabullado. Con los ojos y la boca abiertos, los brazos
levantados, los dedos crispados, sin trazas de movimiento. Parecía un trozo de
hielo. Hasta él llegó una mujer de apariencia nórdica, uniformada de blanco,
de talante antipático y cuerpo exagerado y aparatoso. Parecía un tanque de
guerra, caminaba con los hombros echados hacia delante y arrastraba los pies.
—¿Decía algo señor? –preguntó la mujer
—En absoluto —respondió el sujeto, con cara de espanto.
—Continúe su desayuno –ordenó ella, en tono mandón.
—Gracias — respondió el extranjero.
A las ocho y treinta, los doscientos individuos estaban sentados en
cómodas sillas, en un fastuoso salón de conferencias estilo hemiciclo. Abajo
en el semi círculo, en una mesa redonda de vidrio diamantino, se encontraban
los delegados de las más altas autoridades del mundo en el orden político,
ambiental, industrial, financiero, militar, científico, académico, religioso,
artístico y civil, según decían los pequeños cartones colocados delante de
ellos. Eran diez en total, pero dos de ellos carecían de identificación y no se
sabía a quién representaban. Cada uno tenía a su espalda un segundo.
Uno de ellos, el que ocupaba el lugar central, caucásico de unos cuarenta y
cinco años, sonreía con amabilidad y distinción. En su placa se leía: Consejero
Mundial para la Preservación del Medioambiente. Se levantó de su silla con
desenvoltura, observó su reloj, se desabrochó el fino abrigo de cachemira, y
dijo en tono solemne:
—Lamento que no haya nada por hacer. Comsummatum est!
Comsummatum est!
De ahí en adelante, se repitió la historia de nunca acabar. Cada cual
empeñado en defender a ultranza sus propuestas, su protagonismo, sus
intereses, su ideología, su bolsillo, a través de discursos ortodoxos, reiterativos
y dogmáticos.
¡Qué baraúnda! Gritaban todos al unísono. Hablaban echándose culpas,
criticándose, ofendiéndose y a punto de irse a las manos.
Un académico oficialista, sabiondo, conocido por sus discursos
kilométricos, tomó la palabra y dijo:
«Entiendan, por favor, señoras y señores, que el problema no es saber
quién fue el primero, el segundo, el tercero ni quien será el último, porque
cuando se resuelva el acertijo ya estaremos muertos. El tiempo se agotó, los
plazos se acabaron, la cosa es conceptual, de compromiso, de posiciones y de
hechos. Déjenme, yo explicaré el problema».
No bien pronunció estas palabras, le cayó un zapato en la cabeza y luego
otro y otro más. Y se armó la pelea.
Hasta que alguien gritó:
«¿Por qué se mueve este asiento? ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Está temblando!
¡Un terremoto! ¡Un terremoto! ¿Este refugio no era antisísmicooooooo? »

13

Las aves se habían sacrificado mucho y no era justo. Había sido una mala
jugada del destino. Les cobraba el desafío y la temeridad de volar sobre tierras
extrañas, a miles de kilómetros de El Jardín, en busca del autor del holocausto.
No intentaban desafiar a nadie. En absoluto. No participaron en ningún
crimen. No encontraban la razón del escarmiento. Todo lo contrario. Su
respeto por Natura no tenía parangón entre las criaturas cuidadosas del orden y
la conservación. Iban en misión de paz. Buscaban a los hermanos de Armerito
y de su madre. De haber imaginado semejante tragedia hubieran desistido de
la expedición. Estaban cumpliéndole a su mejor amigo y se imponía
terminarla. Con mayor razón en calidad de testigos de excepción que
presenciaban un hecho sin precedentes: el desenlace del destino de la
humanidad. La consumación de la vida en la Tierra. No podían ser inferiores
al momento histórico. ¡Tenían que estar allí! No figuraba en sus planes huir,
así la muerte los persiguiera, los alcanzara y acabara con ellos.
En escasos días la misión se transformó en algo más trascendental. De una
simple búsqueda se encontraban a punto de presenciar la mayor catástrofe de
la vida en el Planeta. Éste era el verdadero fin de la historia. No hacía falta
reiterar el porqué de este final. Solo había un culpable: el hombre. Había
causado la debacle, jamás reconoció su culpa, y aún menos intentó impedir el
colapso, arrepentirse, remediar el mal o dolerse del crimen. Mitigar, mitigar y
mitigar había sido la consigna. Lo demás costaba demasiado. Ni el tiempo ni
el oro debían invertirse en cuestiones no rentables. Lo ambiental, lo cultural y
lo social lo eran. Es la moderna regla de oro de las transacciones globales. De
la nueva economía. Los pájaros lo sabían. La golondrina lo expuso claramente.
¿No era acaso ella más inteligente que los humanos? Si había tenido la
capacidad de explicar, de criticar y vislumbrar lo que iba a suceder, por obvias
razones era más sesuda. ¡Por supuesto!
¡Pero era un pájaro! ¡Un pobre pájaro!
Nadie le creía.
La muerte del periquillo les seguía doliendo. Lo que se perdió de ver el
australiano. ¡Cuánto no hubiera sufrido en medio de tan trágico final! Poseía la
inigualable capacidad de entender rápido, de captar, de llegar a la esencia de lo
simple y lo complejo, de saber hacia dónde y por dónde iban los hechos. Era
tan inteligente como las golondrinas, incluso más. Y más que los humanos, por
supuesto. ¡Pero era otro pájaro! No había llegado a El Jardín extraviado. No lo
había traído una tormenta. Había llegado volando por cuenta propia, junto a
dos más. No estaban perdidos. Buscaban la libertad.
«Aquí somos libres – había canturreado—. No hay jaulas».
Se amañaron y se habían quedado a vivir. La Madre lo adoraba. Era uno de
sus preferidos. ¡Qué perdida tan lamentable había sufrido la bandada!
Quedaba el carpintero para remplazarlo. Aunque no tenía la misma capacidad
de parlar, era excelente. Tenía una cabeza bien puesta, pequeñita pero
sorprendente. La bandada confiaba en él. Hasta los grandotes de los patos y las
garzas, enseñados a mandar y a imponerse por la fuerza, le tenían confianza, y
aceptaban sin discusión sus consejos y opiniones. Además, en el momento de
parlotear se ponía serio. ¡Era genial! Desde el día de su descubrimiento en el
cráter lunar, todos habían aprendido a respetarlo y a valorarlo.
Se encontraban lejos de su hogar, separados por miles de kilómetros, por
montañas, ríos, cañones profundos, selvas y desiertos, y tenían que continuar.
El Jardín estaba en El Fin del Mundo. Lejos de la civilización y del desastre.
El aislamiento los protegería por un tiempo, aunque hasta allá llegarían los
coletazos. Al fin y al cabo la Tierra era una sola, y la tragedia la envolvía cual
mortaja tejida por los mismos humanos. No había tiempo. No existía un lugar
seguro. Volaban y volaban, y trataban de volar más alto pendientes del instante
en el que el sol, las estrellas y la luna se vinieran abajo, o el planeta explotara
en mil pedazos. ¡Qué más podía esperarse! Era uno de los pocos eventos que
faltaba para redondear la tragedia. Volaban y veían horizontes de fuego, aguas
turbias y cargadas de inmundicias, inmensas moles de hielo venidas del norte
empujadas por vientos, fríos unos, y calientes otros, que al colisionar
provocaban tormentas mil veces más fuertes y monstruosas que las del valle
lunar. Arrancaban de cuajo las montañas y absorbían el océano hasta secarlo, y
luego lo escupían en diluvios torrenciales, a cientos de kilómetros, tierra
adentro, sobre la pobre humanidad que no cesaba de implorar clemencia al
cielo.
Llevaban lustros sufriendo según se desprendía de sus lamentos. Año tras
año la hecatombe había ido creciendo; día tras día aparecían nuevos peligros y
desastres premonitorios del colapso final. Aun así, los reyes, presidentes,
primeros ministros, dictadores, senadores, industriales y banqueros, se habían
hecho los locos. «La situación está controlada ¡Tranquilos! ¡No teman!»,
mentían, y entre tanto construían suntuosos palacios y refugios antisísmicos
contra huracanes y contra incendios para proteger las instituciones. ¡Se
equivocaron! De nada habían valido las murallas, los sistemas de alarma, los
guardias o las cámaras de seguridad. ¡Eran ciegos y torpes! Ni las instituciones
ni la vida se protegen con muros ni ladrillos. Además, prevenir el riesgo no es
negocio, las ganancias las deja la reconstrucción. El alcalde, el gobernador y
los contratistas lo sabían.
Los pájaros visitaron los centros culturales, financieros, industriales y
políticos del Planeta. Todo estaba anegado, cubierto por el agua de los
océanos: La Torre Eiffel, la Estatua de la Libertad, el Burj Khalifa, la
Shanghái Tower, las torres Abraj Al Bait, el Cristo de Corcovados, el Señor de
Monserrate, y cientos más de construcciones majestuosas, estaban
desparramadas por la faz de la Tierra, a lo largo de sus cinco continentes. La
marejada había llegado sin aviso previo, arrasando como llega el azar. Había
entrado por las puertas de las casas como quien llega a cobrar una factura.
Habían pagado con sus vidas. No se veía nadie vivo, solo cadáveres, billetes,
valores y cheques en blanco arrastrados por el vaivén de las aguas. ¡Natura le
cobraba las deudas de cien mil años de patanería!
Las aves se hallaban débiles y hastiadas. Habían perdido la cuenta de los
días que llevaban volando. «Es hora de ir saliendo», indicó el pinzón.
Escogieron para descansar una colina rodeada de abismos, a bastantes
kilómetros de la ciudad, a donde no llegara el hombre, si es que ya no estaba
allí cazando. Encontraron alimentos y agua. No vieron rastros humanos ni de
animales salvajes y agradecieron la soledad. «Es mejor así —dijo un estornino
—. Los humanos no son buena compañía». No entendían la causa de su
maldad. Armerito y su mamá eran sólo bondad, sólo amor.
«¿Por qué la humanidad por acá es lo contrario?», preguntó un azulejo.
«El dinero y el poder corrompieron su corazón», masculló un pato.
«La vida y las personas se volvieron cosas de comprar y vender», agregó la
garza.
Se ubicaron en la copa de un álamo, a kilómetros de las ruinas de una
ciudad incendiada. Todavía se sentía el hedor a carne humana chamuscada. La
noche no era como en el desierto, fresca y agradable. Era oscura y acalorada.
¡Daban ganas de llorar! Pero no lo harían. Había sido suficiente el llanto del
día de la muerte del periquillo. Aún con su luz deslucida, la luna era un telón
inigualable. Sobre su esfera las nubes adoptaban formas macabras. Antes de
dormir un pato preguntó:
«¿Hasta cuándo seguiremos volando?».
«Tomemos una decisión», pidieron varios chorlitos.
«Es cierto —dijeron los demás—. Decidamos».
«¿Qué más esperamos?», indagó otro perico australiano. «Ya lo vimos
todo. No hay nada más que ver. ¡Debemos regresar!».
«Nos iremos mañana», señaló, cabeceando de sueño y de fatiga, el Pinzón
carpintero.
A las dos de la madrugada, en medio del bochorno del calor, cundió el
alboroto. Los pajarillos se despertaron asfixiados. Sintieron un ahogo que les
empezaba en los bronquios, les recorría la tráquea y les estallaba en el pico
cual bola de arena. Desesperados, estiraban y contorsionaban el pescuezo en
busca de aire. ¡No podían por más que lo intentaban! El Pinzón carpintero
advirtió en el aire la presencia de un polvillo minúsculo que los asfixiaba. Vio
estremecido cómo varios pájaros caían muertos. De inmediato dio la orden de
salir y buscó por donde escabullirse. Alcanzó a distinguir en la negrura de la
noche un pequeño claro, y a la voz de «¡Por aquí!» todos lo siguieron. Volaron
rápido, conteniendo la respiración para no aspirar aire envenenado. Parecían
centellas en medio de la oscuridad A medida que volaban, morían más. En
medio de la tragedia ocurrió algo milagroso: en cuanto avanzaban se abría un
túnel de unos cincuenta centímetros de diámetro, que atravesaba la lluvia de
ceniza permitiéndoles volar y respirar. «Sigamos el pasadizo», gritó el Pinzón.
No podían salirse de él. Fuera la tormenta de polvo cobraba intensidad.
No fueron conscientes del tiempo que volaron. Al llegar al final del
prodigioso ducto aparecieron las ruinas de una construcción inmensa bajo la
cual se resguardaron. Se hallaban de nuevo en la ciudad. Llegaron exhaustos.
Con la lengua, el pico y los ojos morados. El sitio era un coliseo derruido, sin
puertas ni ventanas, con travesaños, andamios y graderías donde posarse. En
un tablero negro aún se distinguían, en letras y números amarillos, los
nombres de varios equipos y los marcadores de los últimos juegos.
«Descansemos», dijo el Pinzón, con la voz apagada por el polvo y el dolor.
«¿Cuántas aves faltan?». Hicieron la cuenta. «Treinta», precisó un pato. ¡Qué
dolor! Exclamaron.
Gimieron hasta el amanecer. El desconsuelo les causó fuertes problemas de
salud. Empezaron a sentir un extraño temblor dentro del cuerpo, como si
estuvieran poseídos por un espíritu maligno, que en pocos minutos los
convirtió en piltrafas. Perdieron el ánimo, se debilitaron, sufrieron escalofríos,
calambres, y por último los atacó el deseo de morir. ¡Fue una noche de perros!
¡De nunca recordar! Las mensajeras, las torcaces y las garzas sacaron coraje
de lo más hondo del alma y trataron de consolar al resto. ¡Nada valía! No
paraban de gimotear. El Pinzón carpintero no lloraba. Estaba consternado y
recapacitaba sobre si tenía algo de responsabilidad, pensamiento suficiente
para quebrarle los arrestos. No se amilanó ante el cruel acontecimiento.
Amaneció. No pudieron emprender el viaje de regreso. El ripio siguió
cayendo. Lo examinaron. Era un polvillo negro y microscópico, semejante al
grafito, que en lugar de deshacerse al contacto con el agua, se apelmazaba
tapando las vías respiratorias hasta producir la muerte por asfixia. A pesar de
ser un material de granos minúsculos era denso y no se esparcía en el aire
mientras no hubiera ventisca. Por esa razón no alcanzaba a llegar hasta ellos.
Debían permanecer cubiertos para no tener problemas.
La tragedia los volvía a golpear. ¡Y de qué manera! ¿Iban a morir de uno
en uno? ¿Estaban condenados? No lo sabían. Aunque tomaran las mayores
precauciones, el peligro los acechaba y los golpeaba donde más les dolía. Se
encontraban metidos en la boca del lobo. Pero, ¿a dónde ir? No existía sitio
seguro. Sólo les quedaba esperar y que la buena suerte continuara
acompañándolos. ¡Qué ironía! Justo en el momento de volver a casa la muerte
aparecía disfrazada de polvillo. No era ceniza volcánica ni tampoco material
orgánico, parecía más bien lluvia acida. Se encontraban en una región de urbes
industriales, y aunque ese hollín no causaba la muerte al instante, era probable
que se hubiera combinado con alguna sustancia tóxica o radioactiva, y de ahí
las fatales consecuencias. Lo que fuera había matado treinta pajarillos. A los
más pequeños.
De cualquier manera, tenían que regresar a El Jardín. ¡A cualquier precio!
El Pinzón les parloteó tratando de animarlos. Les pidió el favor de comer. Tan
pronto cesara de caer arenilla emprenderían el vuelo de regreso. Si no ingerían
alimentos con mayor razón se iban a debilitar y con seguridad a morir. No
debían facilitarle la tarea a la fatalidad. «Eso no está bien», advirtió con
resolución. «No podemos atentar contra nuestra propia vida. ¡Debemos seguir
adelante!». Pensó que la muerte de las avecillas era lamentable; no merecían
esa suerte, después de haber realizado tantos sacrificios para cumplir una
misión casi terminada. «Pero así es la vida», sentenció. «Aquí, o en cualquier
otro lugar, la muerte se aparece en el momento menos pensado». Les pidió
hacer el último esfuerzo en honor a sus compañeros caídos. «Es el mejor
homenaje que podemos ofrecerles».
«¡Cuidado!». «¡Cuidado!». «¡Cuidado!», graznó un pato desde atrás. No
había terminado de gritar cuando, al girarse, vieron a sus espaldas, un grupo de
ancianos andrajosos corriendo hacia ellos en ademán de atacarlos con garrotes.
Gracias al cielo no portaban armas de fuego ni tenían aliento para lanzar los
palos. Eran más de veinte octogenarios. Los pájaros remontaron vuelo dentro
del anfiteatro, traspasaron el campo y se situaron al otro lado. ¡El susto fue
grande! Los viejos se lamentaban de no haber podido matar los animales para
calmar el hambre. Las avecillas no habían pensado en que, para cruzar de un
extremo al otro, tendrían que exponerse a la intemperie. Pero notaron
felizmente que no caía ceniza. La lluvia acida había cesado. Alejadas del
hambre y de las frustraciones de los viejos, volaron y se posaron en el domo
del estadio.
Lo que vieron fue terrible. La ciudad tenía el aspecto de un desierto de
arena negra: las dunas habían sido sustituidas por montañas de escombros,
cadáveres y charcos de porquerías en lugar del oasis; calles y carreteras en
reemplazo de las huellas digitales del viento, y olor a mortecina en cambio de
fragancia a sequedad. La vista de la urbe los paralizó. El miedo les inhibió el
cuerpo. Los ancianos no se daban por vencidos. Intentaban correr pero no
podían, trastabillaban. Venían a mitad de camino apoyados en bastones, con
piedras en las manos y palabrotas en la boca. Maldecían la ancianidad, los
achaques, la mala suerte y el hambre. El Pinzón parloteó con las garzas y los
patos, los menos afectados por el terror. Trazó una estratagema con su ayuda
para enfrentar el trance. Provocaron un gran ruido con los escasos alientos que
tenían: chillaron, aletearon, graznaron y patalearon. Lo hicieron muchas
veces… dos, cinco, diez, quince… hasta que los ancianos reaccionaron.
Entonces, sin darles tiempo, el Pinzón aleteó y chilló asustado: «Vámonos,
vámonos, vámonos a casa». Y emprendieron el viaje de regreso. Así, sin más
ni más.
Era mediodía. Volaron veloces como el avión a chorro perdido en el
desierto. No miraron ni abajo, ni atrás para que nada los asustara. ¡Iban a mil!
Sólo al cabo de diez horas de vuelo se detuvieron en un bosque de árboles
gigantescos, a comer y a descansar. Comieron insectos, bayas y bebieron agua
limpia. Por momentos se sintieron en El Jardín sorbiendo el líquido que bajaba
por la nervadura de las hojas, para llevarla en la punta del pico a la vasija. Se
sintieron mejor. Y todavía más, una vez que las mensajeras y torcaces les
repitieron a las pequeñas sus tonificantes y acreditados masajes. Sirvieron para
curar otros males y otros dolores del cuerpo y del alma. Como ya era de
noche, decidieron quedarse.
El agotamiento los venció. Durmieron tan profundamente que no hubieran
sentido un terremoto, de haberse producido. ¡Cayeron como piedras! A la
mañana siguiente, tras doce horas de sueño, continuaron. Creían que cuanto
más se alejaran de la civilización menos peligro correrían.
Para no tener que ver de nuevo las dantescas escenas usaron una ruta
paralela. Volaron por encima de las nubes. Las selvas, los grandes ríos, las
cascadas, las montañas, los volcanes, permanecían igual de majestuosos. La
debacle aún no los alcanzaba. Se detuvieron a conocer la nieve. La miraron
bien, la palparon, la olieron, la probaron y jugaron con ella, sin importarles el
frio del páramo. Inventaron una competencia: tiraban bolas grandes cuesta
abajo y rodaban con ellas agarrándose con las patas hasta que la pelota llegaba
al borde de un gran precipicio y se desbarrancaba. Quien más bajara por la
ladera adherido a la esfera de hielo ganaba el juego. Gozaron. Les gustó tanto
el agua congelada que querían llevar trozos para refrescarse en el paso del
desierto. El Pinzón les explicó en detalle la inutilidad de hacerlo. Este y el día
que conocieron la lluvia serían inolvidables. Los recordarían por el resto de
sus vidas. ¡Si salían del trance! Trataron de no recordar hechos dolorosos para
no acongojarse. Querían un regreso sin tristezas. Y así fue durante la mayoría
de las jornadas. Optaron por no conversar mientras no fuese necesario, para no
malgastar las escasas energías. A veces la monotonía los obligaba a distraerse,
y lo hacían comentado algún hecho agradable, de los pocos que contaban en su
repertorio.
Antes de entrar en el desierto descansaron por un día, junto al último rio.
De ahí en adelante seguía el reino de la aridez. El paisaje, aunque atractivo
lucía tenebroso. Era un bosque de árboles altísimos, de más cien metros, de los
que colgaban lianas en forma de columpios, que se prolongaban a lo largo del
cauce y formaban puentes colgantes movidos por brisas suaves bajadas de la
montaña. Más abajo de los gigantes y de las avenidas crecían arbustos
exuberantes, cargados de flores y frutas, de muchos colores y sabores. Y
también corría el rio, de aguas mansas, cristalinas y poco profundas. Los peces
sacaban la cabeza para ver a los recién llegados. Éstos notaron su curiosidad.
Interpretaron el asombro como evidencia de que los pececillos llevaban días,
meses —o años, quizás— sin ver pájaros. Aprovecharon la luz del día para
aprovisionarse de lo necesario, incluido el buen ánimo y el optimismo. ¡Les
costó trabajo! Antes de llegar la penumbra, los responsables de la seguridad
seleccionaron el punto más estratégico para pasar la noche: el árbol más alto y
frondoso. Provenientes de la lejanía se oían bombazos y se advertían
relumbrones. Pero no era tiempo de conmoverse. Era el momento de dormir
para enfrentar en mejores condiciones el último tramo del destino.
En la madrugada los despertó un ensordecedor estallido acompañado de un
relámpago de luz negra. Los árboles cimbraron, las hojas se desparramaron,
los frutos volaron lejos, y en el río los peces saltaron fuera del agua. Los
pájaros fueron aventados por la onda explosiva y, con suerte, detenidos por el
espeso follaje. Quedaron turulatos. No comprendieron qué ocurría. ¡Era la
hora del alba! Miraron a los lados. El cielo lucía renegrido. No se veía nada.
Parecía tapado por un velo grueso que no dejaba pasar la claridad. Detrás del
manto se percibía algo semejante a una luz, pero no alumbraba, sólo emitía
una débil lumbre sin fuerzas. Era una luz muerta.
«¡Oh, no!», exclamaron.
«Se acabó la luz», dijo llorando un azulejo. Se quedaron perplejos. No
alcanzaban a verse las caras.
«Con mayor razón debemos irnos», dijo una garza.
«Vamos», ordenó el Pinzón carpintero. Y batió con fuerza sus pequeñas
alas dispuesto a adentrarse en el renegrido espacio, decidido a enfrentar la
incertidumbre y a seguir batallando por la vida, como lo habían hecho hasta
ahora.
Volaron a ciegas. No veían a dos metros de distancia. Tanteaban la ruta al
sur orientados por las facultades extrasensoriales de las mensajeras, los
chorlitos y los colibríes, que habían sustituido a las garzas en la cabeza de la
bandada, mientras éstas habían optado por cargar sobre su espinazo a los
pajarillos pequeños, que no aguantaban el frio emanado de la oscuridad. No
sabían cuánto aguantarían. Imitaron a las golondrinas: comieron plancton
aéreo y bebieron agua de la atmosfera, abundante por efecto de las tinieblas. A
los dos días sintieron una vital oleada de calor que los recargó de fuerzas y les
devolvió el alma al cuerpo.
«Estamos entrando en el desierto», señaló animado un chorlito.
No pararon de volar. Lo hicieron sin descanso. Aprovecharon al máximo
las escasas ondas calurosas para montarse en ellas, vencer el entumecimiento y
llegar lo más lejos que pudieran. Calcularon bastante bien la ubicación del
oasis y descendieron con exactitud. Desde allí, El Jardín quedaba a sólo doce
días. ¡Doce días nada más y llegarían a casa!
Durmieron y volvieron a soñar como la primera vez, aunque la visión fue
diferente, pues no supieron con certeza si soñaban o sufrían la dura realidad:
se veían yertos y para reanimarse se traspasaban energía de los más grandes a
los más pequeños. No lograron recobrar el movimiento ni la sensibilidad. Se
creyeron congelados, muertos de frío. Rodaban ladera abajo sin poder
despegarse de las bolas y al llegar al fondo del abismo se estrellaban, y la
nieve de sus cuerpos explotaba en átomos. Iban a morir. La misión quedaba
inconclusa. Morirían convencidos de haber hecho lo imposible por cumplirles
el deseo a sus dos amigos. De verdad lo sentían. Su tumba quedaría cerca de
El Jardín.
Coincidieron en que la estadía en El Jardín, al lado de esos dos
maravillosos seres humanos, había sido lo mejor. A ellos les debían la
existencia. De no haber sido por sus cuidados, por su amor, por su dedicación
durante la peste de calor, y por la “receta de hierbas y minerales contra la
desnutrición, los males del cuerpo y del espíritu”, conforme había llamado la
Madre a su fantástico descubrimiento, no seguirían vivos ni mucho menos
hubieran podido realizar semejante hazaña. Porque lo era. ¡No había duda! ¡Lo
era! ¡Una hazaña! ¡Dos meses volando! ¡Dos meses sufriendo! Dos meses
durante los cuales le conocieron la cara al horror, a la tragedia y a la muerte.
Así era la vida. ¡Nacer, vivir, sufrir y morir! La de los humanos y la de los
pájaros. Ni siquiera en eso existían notorias diferencias. ¿Eran iguales? ¡No!
Eran superiores, según la golondrina. Lo habían demostrado.
La garza de más edad recordó otras vivencias: «Éramos polluelos cuando
ellos arribaron a El Jardín. Todavía no tenía ese nombre. Llegaron a
medianoche en medio de un haz de luz blanca, de un estruendoso batir de alas
y de una fuerte brisa. Quedamos encandilados. Por ese entonces sólo éramos
unos cuantos pájaros. Dormíamos repartidos entre el tamarindo y la grosella.
La poderosa luz nos encegueció. Volamos asustados sin saber qué sucedía,
sacudidos por la brisa. Dentro de lo poco que alcanzamos a ver distinguimos
dos seres diferentes y un cajón. Nunca habíamos visto al hombre. Nos
infundió respeto desde el primer momento. Volamos en círculos cada vez más
estrechos hasta quedar bien cerca. Los creímos muertos. Aun así velamos su
descanso. Nadie volvió a pegar el ojo. Al amanecer la madre despertó cubierta
de barro, lloraba inconsolablemente y el chico dormía. La luz del día y el
tiempo les mostraron donde estaban, y qué debían hacer para sobrevivir».
Otros pájaros contaron más detalles: sobre los primeros días, sobre la
búsqueda de agua y comida, la construcción de la primera ramada, los
primeros tratos con ellos, los lloriqueos de Armerito, sus intentos por
comunicarse con ellos, el aprendizaje del idioma y el resto de circunstancias.
«La vida cambió desde que llegaron», agregó un pato entrado en años.
«Cambió para bien», aclaró.
«Estoy de acuerdo», anotó una mensajera. Cada vez que decían algo el
habla se les dificultaba y lo hacían más lento, en tono grave, y sus voces
arrastraban un eco como si las palabras provinieran de ultratumba.
«Tengo miedo», chilló la más joven de las torcaces.
«¿Vamos a morir?», preguntó.
«Si, moriremos», respondió el Pinzón carpintero. «Pero estaremos bien».
«No quiero morir — dijo la torcaz. — Tengo miedo de la muerte. Quiero
llegar a El Jardín. Explíquenme cuanto sepan de la muerte, quiero saberlo
todo. No sean malos. ¿A dónde va uno al morir? ¿Regresa algún día? ¿Es
divertido estar allá? ¿Hay nieve, ríos y lluvia? ¿Nos veremos con la madre y
Armerito?».
Reinó el silencio absoluto. El silencio de la muerte es diferente al silencio
de la vida. Es frío, paraliza los músculos, el alma, el pensamiento, y es eterno.
Los pájaros no sabían con certeza si la vida había concluido.
Probablemente sí, porque si la luz no llegaba al Planeta éste moriría, y también
todas sus formas de vida. Era un epilogo lánguido e inhumano. El poderoso
hombre, gestor de mil guerras y diez mil batallas, héroe de la conquista del
espacio sideral, creador de la ciencia, la política, la democracia, y de la vida y
de la muerte, el único ser pensante de la naturaleza, moría huyendo cual
descamisado miserable, sin dar la batalla final. Asesinado por sus propios
engendros. Sin haber podido recobrar la dignidad, porque la ferió en el
mercado al postor que primero apareció.
Era infame que la Tierra y los demás seres vivos murieran de esa forma.
Que debieran pagar el costo de una humanidad timorata para intervenir en
favor del planeta y de la vida, como lo habían visto los pájaros con sus propios
ojos. Les tocaba el turno a ellos. Estaban ahí, en el oasis, gélidos e inermes, en
un sarcófago en forma de rosa, a la espera de la muerte.
¡Pobres pájaros!
¡Pobre humanidad!
¡Pobre Tierra!
Pero el desierto seguía protegiéndolos. No quería cargar sobre su espinazo
de dunas la culpa de su muerte. Los pájaros formaban parte del paisaje, del
viento, de la escasez, del peligro, de lo bello, de la topografía infernal.
En lugar de tumba sirvió de marco para salvarlos.
«¡El desierto es el desierto!» había dicho Armerito.
Un arcángel de alas verdes y capa color purpura les dio luz y calor. Los
revivió y voló con ellos por los aires y los llevó hasta El Fin del Mundo.
—¡Allá vienen madre! Vienen cantando la Canción del Hombre Perdido.
—¿Se la saben?
—¡Sí, madre!
—¡Gracias Señor por traerlos a salvo! —dijo ella, santiguándose.
—¡Gracias, Dios! —exclamó el jovencito, saltando de júbilo.

FIN

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