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In Memorian:
A las víctimas de Armero
Después de las duras afirmaciones con las que había perturbado a los
pájaros, la golondrina puso en entredicho la bondad de los seres humanos: su
altruismo y las virtudes que, según predicaban las religiones y las ideologías,
diferenciaban a la humanidad de los seres irracionales. Criticó con acritud la
racionalidad contemporánea, la filosofía, la ciencia, la tecnología, la academia
y las artes. La crítica más despiadada y mordaz la hizo contra los políticos:
«¡Son unos bandidos! Roban, matan, prevarican, y los siguen eligiendo para
que gobiernen y hagan leyes en su propio beneficio. ¡Cómo son de tontos los
humanos!».
Según ella el hombre llevaba cinco milenios escribiendo sobre las mismas
boberías. Palabras más, palabras menos, siempre acerca de lo mismo: la
guerra, la paz, la economía, el comercio, el empleo, el hambre, la desigualdad,
la pobreza, la democracia, la educación, los derechos humanos, la política, los
políticos y la corrupción. «Después de tanto escribir nunca hemos estado peor.
Los hombres no han hablado sino mier…». «¡Noooo, no lo diga!», le gritó la
mayor de todas las golondrinas, un ejemplar de cabeza pelada, el pico romo y
las plumas del lomo encanecidas. Los pájaros seguían atentos. Se miraron en
silencio y agacharon la cabeza. Enseguida, una frase lapidaria, armada con el
poder y la contundencia de la verdad absoluta y que la volvió celebre desde
ese preciso instante, salió del pico de otro ilustre desconocido. Las golondrinas
la corearon de una en una, como si en lugar de palabras lanzaran piedras
contra el peor de los enemigos: «El hombre es un fracaso, el hombre es un
fracaso, el hombre es un fracaso…». La golondrina finalmente pudo medio
sonreír. “¡Con esto queda dicho todo! —exclamó llena de satisfacción—.
¿Alguna duda?”.
El perico australiano, la hermosura hecha loro según la madre, no sabía
qué hacer ni qué decir. Albergaba algunas dudas acerca de los delicados
juicios expresados por la golondrina, y creía tener pruebas irrefutables para
contradecirla. ¿Acaso la inteligencia, el altruismo, la honradez y la honestidad
de Armerito y su madre no eran testimonio de la bondad del hombre? Era
cierto que ellos eran sólo dos personas, pero tan humanas como el resto. ¿Qué
hacer entonces? Quiso intervenir y apuntar unas cuantas palabras pero pensó
que si el sólo hecho de sugerir iniciar la reunión para preguntar dónde estaba
el hombre había dado lugar a semejante perorata, ¿qué sucedería si intervenía
para controvertir a la pájara? ¿A dónde podría llegar una discusión con ella?
Con tantas disputas existentes en el mundo, como lo afirmaba con tanto
énfasis, y ante la necesidad de continuar el viaje, ¿valía la pena arriesgarse a
iniciar otro alegato? ¡No correría el riesgo! Se quedaría callado. Pero, faltaba
responder a la pregunta principal: ¿qué había pasado con la humanidad?
¿Dónde estaba? ¿Existía todavía? Y la hizo en tono firme, sin demostrar temor
ante el auditorio, pues era necesario que las golondrinas entendieran que
también entre ellos había ejemplares tan capaces de parlamentar como su líder.
La golondrina lo miró de arriba a abajo. No conforme con doblar el
pescuezo hacia donde estaba encaramado para observarle bien, tuvo el
atrevimiento de volar por encima y por debajo de él. ¡Qué impertinencia! No
se sabía qué buscaba, o si era una táctica para ablandarlo. Pero, ¿con qué
propósito pretendía asustar al periquillo? Era una pregunta difícil de
responder, dado que a la vista no existían razones para adoptar esa actitud tan
poco amistosa. «¿Qué dónde está el hombre?» —replicó—: «¿Eso es todo?”.
«¡Sí! Eso es todo», contestó entonado el valiente pajarillo.
Todas las aves se mostraron preocupadas por el desenlace del episodio.
«Los pájaros también cometemos locuras», dijo uno de ellos, en actitud de
disculpar el ave parlanchina. «Es cierto, no sólo los humanos se equivocan»,
agregó un pato de catadura agria, molesto por la actitud de la golondrina y del
periquillo pues, sin tener nada contra ellos, suponía que llevaban las cosas al
extremo, más allá de los límites de una conversación informal. Entonces,
acordaron entre varias decirle a su compañera que con lo dicho era suficiente.
Solo restaba explicarles a los expedicionarios dónde estaba el hombre y punto,
podía dar por concluida la charla.
Así lo hicieron. La mayor se le acercó aleteando por detrás, y le susurró al
oído lo convenido. La golondrina se sorprendió, abrió los ojos y el pico, y
dijo: «¡Qué pena! ¡Qué pena!». Expresó que ella sólo había querido
exponerles de manera exhaustiva el problema porque únicamente si lo
entendían bien, muy bien, podían decidir con mejor criterio si continuaban en
la búsqueda de los humanos. Y que si no les interesaba la charla no iba a
insistir, y en unos pocos minutos terminaría sus comentarios. Sólo pretendía
redondear algunas ideas para que todo quedara bien claro, y no hubiese
malentendidos. Y empezó así la parte final de su larga diatriba: «Presten
atención, por favor, que les voy a decir lo más importante». Explicó que luego
de tantas tragedias, los problemas del mundo se habían agrandado con la
revolución industrial, con la llegada de la era atómica, la revolución
tecnológico-científica, y sobre todo con la globalización: el reino sin fronteras
y sin leyes, del dinero, del egoísmo, del interés particular y de la
deshumanización. Que la tierra había llegado al punto límite de su capacidad
de aguante y ante el exceso de abusos, los daños se habían vuelto irreversibles.
Los hombres eran víctimas de fuerzas monstruosas desencadenadas por sus
acciones insensatas y perversas, y los responsables decían que lo sucedido era
un asunto propio de la evolución natural. «¡Es mentira! —dijo seria e irritada
—. Son invenciones de los gobiernos, de las industrias, de los bancos, los
comerciantes y de las compañías mineras para justificar la explotación de la
naturaleza». Manifestó enfadada que la Tierra llevaba miles de millones de
años en proceso de evolución, y que nunca ninguno de esos fenómenos había
amenazado con su destrucción. Eran las consecuencias del llamado progreso,
provocadas desde que la humanidad había convertido el planeta en un centro
diabólico de experimentos atómicos y químicos, en una alcantarilla sucia y
maloliente, y en la mina a cielo abierto más polvorienta y contaminante del
sistema solar.
¡Pobre Tierra! Estaba pagando con creces las consecuencias del
quebrantamiento de todas las leyes de la armonía ambiental. Y ahí a la vista
estaban las consecuencias: crisis, ruina, hambre, catástrofes y colapso. Los
humanos huían desapavoridos de los efectos del cambio climático, porque los
mares y los ríos regresaban a reclamar sus antiguos lechos, porque el aire se
había vuelto irrespirable, las corrientes marinas iban en reversa, las placas
tectónicas se subsumían, y el ambiente se recalentaba más y más. « ¿Sí, o
no?», les preguntó a sus compañeras que la oían aleladas, para que testificaran
si sus palabras eran ciertas o falsas. Y, entonces, al unísono, miles de trinos se
condensaron en un agudo «sí», que se elevó por los aires y se esparció en el
desierto, en dirección a los cuatro puntos cardinales.
Por enésima ocasión, la golondrina hizo una pausa, tosió, se rascó la punta
del pico con una de sus patas, y se sacudió el polvo que no cesaba de caer en
ese vasto mar de arena. Cambió de rama, buscó una más gruesa donde pudiera
sostenerse con mayor comodidad, se posó, miró alrededor, y dijo que, mientras
volaban rumbo al hemisferio austral, habían visto cómo los habitantes
abandonaban las islas y las ciudades costeras del Pacífico norte. Vancouver
había quedado cubierta por las aguas del mar, y la península de Baja
California se encontraba a punto de desaparecer. Millones de seres huían a pie,
pero los ríos desbordados y embravecidos no daban lugar para salir corriendo
en busca de refugio en las montañas. Y para completar su desgracia, cuando se
creían a salvo, los pocos que llegaban a las cimas eran aplastados por las
cordilleras, que se derretían como se deshacen los helados por efecto del calor.
Lo mismo sucedía en Europa, en Asia, en América del Sur, según narraban las
bandadas llegadas de por allá, donde miles de hombres y mujeres lloraban en
los techos de las casas, en las montañas y en las copas de los árboles, con los
hijos en alto, desesperados, sin que nadie pudiera hacer nada porque todos, por
igual, vivían la misma debacle. Todo lucía trastornado y enredado, como si
alguien hubiese puesto el mundo patas arriba.
A los pájaros se les pusieron las plumas de punta al enterarse de que en
diversos lugares, los pueblos estaban en guerra, matándose por las fuentes de
agua y de comida, y que en otros sitios se ahogaban en medio de huracanes,
tornados y tifones. «Vimos una ciudad de muchos rascacielos, magníficos
puentes y anchas avenidas, donde los adultos y sus hijos sacaban la cabeza por
las ventanas clamando auxilio, y esperando los helicópteros del gobierno para
que los rescataran. Parecían abejas aferradas al panal, resistiéndose a dejarlo.
Veían aterrorizadas como el agua del océano subía y subía hacia ellos. No
tenían escapatoria. Cada quien esperaba su turno de morir». El ave hizo un
gesto incómodo, dijo sentirse extenuada de relatar semejantes horrores. De
nuevo pidió excusas, y aclaró que su intención no era asustarlos ni parlotear
por parlotear. Ella solo había querido compartir con el grupo de los pájaros lo
que sabía sobre la humanidad que buscaban. «Tengan mucho, muchísimo
cuidado —advirtió—. Lo visto por la madre de Armerito hace quince años, no
es nada comparado con lo de ahora y con lo que viene». Y agregó: «Ustedes
decidirán si continúan buscando al hombre. Si es así, sigan recto y en menos
de una semana lo tendrán frente a sus picos, cuán grande y malo es.
¡Cuídense!», les dijo, guiñándoles el ojo. Y alzó el vuelo seguida de su
bandada que, durante varios minutos, tapó la luz del sol, mientras se alineaban
en formación para seguir hacia el sur. Después de haber volado unos cien
metros —como si hubiera olvidado decir algo importante— la golondrina dio
una voltereta en el aire, se devolvió y les trinó:
«Ustedes y nosotros somos los pájaros del fin del mundo. ¡Nunca lo
olviden!».
10
Los pájaros quedaron confundidos sin saber qué hacer. Se veían cabizbajos
y meditabundos, como condenados en el pabellón de la muerte en espera de su
ejecución. «¿Y ahora qué?», se preguntaban dejando en entredicho toda
respuesta, por lógica que pareciera. Sea cual fuere la decisión tomada debían
meditarla muy bien. Se jugaban el futuro. Una salida en falso y la vida de
ellos, de Armerito y de su madre peligraba. No buscar a la humanidad
significaba condenar a sus dos amigos. Cualquier esperanza de encontrarla
quedaba cancelada. ¿Cuándo volverían a organizar algo semejante a esta
expedición? ¡Jamás! Sería muy difícil repetirla. Sobre todo llegar tan lejos
como lo habían logrado. No eran unos súper héroes. Nada de eso. Sólo habían
tenido suerte. ¡La suerte del principiante! ¿Quién podía certificar que otra
expedición tuviera similar fortuna? Nadie estaba en condiciones de garantizar
un golpe de suerte, y ellos la estaban teniendo. Y había que aprovecharla. La
suerte no escoge a muchos. ¡No es tan generosa! Y menos aún con los débiles.
Generalmente favorece a los poderosos. Suerte y poder se atraen; cosas de la
historia, cosas del poder. ¡Cosas de la suerte!
Durante largo rato permanecieron absortos —petrificados como los
obeliscos del valle de las lanzas— recordando las macabras historias de la
golondrina. ¡Las daban por ciertas! Imposible que miles de aves se hubiesen
confabulado para embaucarlos. Las palabras de la madre los alentaban: «Las
aves no saben mentir». Argumento suficiente. Ya era tarde. El perico
australiano sugirió descansar. Al día siguiente resolverían qué hacer. «Un día
más, un día menos, no viene al caso. Lo importante es tomar la decisión
acertada», acotó sabiamente. Gozaba de buen prestigio entre sus compañeros.
«Buenas noches», dijo, y se encaramó en lo más alto de una palmera de
dátiles, con la vista fija en las estrellas titilantes, en busca de respuestas a sus
numerosos interrogantes. Permaneció un buen rato despierto, quería encontrar
la Cruz del Sur para que lo orientara. Pero ésta ya no estaba, había quedado
atrás. En su lugar, observó la cara gorda y sonriente de la luna llena, y esperó
un gesto de magnanimidad que le ayudara a tomar la decisión correcta. ¡No
podía equivocarse!
A pesar de estar en un oasis, pasaron la noche más larga de su vida. No
pudieron dormir. Soñaron con las historias de la golondrina. Después de oírlas
durante el día debieron padecerlas mientras dormitaban, con finales más
intensos y aterradores, pues en los sueños vivían los relatos como si de verdad
fueran reales. Soñaron con Armerito. Los llamaba con voz quejumbrosa y
escuchaban sus ayes de dolor pidiéndoles no arriesgar la vida. Les rogaba
volver. Lo veían al lado de su madre, con su carita de ángel, suplicándoles
olvidarse de los hombres. Les decía que sus vidas eran lo más importante en el
universo entero. Si algo les llegase a suceder, ¿qué sentido tenía seguir
viviendo en El Jardín, sin sus conciertos de trinos, sin sus aleteos y sus
competencias en dirección al cielo? ¿Quién recogería el agua? ¿Con quién
conversaría sobre tantas cosas que sucedían por encima de las nubes? El Jardín
perdería la gracia, se marchitaría, igual que su alma y la de la madre.
Como si hubieran puesto una alarma, a las tres de la madrugada la bandada
despertó sobresaltada. Todos habían tenido la misma pesadilla. Vieron a la
golondrina agrandada cien veces, picoteándole los ojos al periquillo
australiano. Lo agarraba por el pescuezo, le daba tres vueltas, lo tiraba hacia
arriba y cuando caía lo volvía a coger. Lo tiraba de nuevo y repetía la mortal
maniobra hasta que el pajarillo moría desnucado. Después se lo tragaba.
Vieron en sus sueños grupos numerosos de hombres, todos con aspecto de
carniceros, armados con piedras, redes y palos, persiguiéndolos para
capturarlos y enjaularlos.
Madrugaron para meterse al agua. No estaban para otra cosa sino para
tomar la decisión de su vida: seguir o regresar. No se quedarían tranquilos
hasta no resolver el dilema. Las garzas y los patos dejaron sentir sus graznidos
y, en ejercicio de su liderazgo como cabezas de la bandada, iniciaron la
deliberación. Empezaron narrando el sueño con plumas y señales, e
interpretaron el mensaje del subconsciente como una orden perentoria de
Armerito y una advertencia de la golondrina para retornar. Estaba claro para
ellos que debían volver. «No hay nada que discutir», dijo la garza de más
edad, mirando preocupada a ambos lados. Buscaba algo. No se sabía qué.
Estaba intranquila o asustada. Se paró sobre la pata derecha, dobló la izquierda
y al instante cambió de posición. El grupo parecía ser de pensamiento similar.
Ninguno opinó ni levantó el ala para pedir la palabra. Solo parpadeaban y
agitaban el buche como si algo interior las molestara. A la legua se les notaba
la ansiedad.
Cuando pensaban que en cualquier momento alzarían el vuelo de retorno,
el perico australiano manifestó su deseo de parlotear unas cuantas palabras.
«Quiero decir algo», indicó, posándose en una rama seca para que todos
pudieran observarlo. «El mensaje del sueño es claro», anotó con seriedad, sin
parpadeos ni nada de tartamudeces. «Sin embargo, los sueños, sueños son»,
expresó, rematando sus palabras con movimientos compulsivos de ambas alas,
como suelen hacerlo los humanos con las manos al hablar. Y aunque tales
señales eran sugestivas e interesantes —explicó— debían manejarse con
cautela, no eran confiables porque venían de las profundidades del
inconsciente. De otras lógicas, de otras leyes. ¡De otro mundo! En cambio, los
hechos de la realidad constituían las mejores indicaciones, las más evidentes.
Lo adecuado era seguirlos una vez se sopesaran. Manifestó compartir con la
bandada el deseo de regresar. Era lo más cómodo, lo mejor. «Pero considero
que no es lo correcto» expresó en tono inapelable y expuso sus razones: la
misión quedaría a medias. Pidió tener en cuenta que después de casi un mes de
vuelo, y estando a punto de cruzar el desierto, podían hacer un último esfuerzo
y comprobar con sus propios ojos la verdad de la civilización. Era mejor tener
elementos de juicio propios. No significaba desechar las palabras de las
golondrinas pero tampoco dar por cierto lo dicho por ellas.
«Necesitamos hechos objetivos para lograr un mejor juicio» — aclaró, y
les hizo una propuesta: — «Les propongo volar cinco días más, al cabo de los
cuales, veamos lo que veamos y suceda lo que suceda, regresaremos a El
Jardín. Por Armerito y la Madre no se preocupen, las golondrinas le llevarán
nuestro recado». La oferta sonó razonable. Las garzas y los patos, los más
entusiasmados con la idea del regreso, se quedaron pensativos, como si les
hubiera llamado la atención lo dicho por el periquillo. Hablaron los estorninos,
los colibríes, las mensajeras, las torcaces, los chorlitos y el pinzón.
Manifestaron estar de acuerdo con el australiano por las mismas razones que
exponía.
«Menos de una semana no separa de la verdad», gorjeó un colibrí.
«No habrá otra oportunidad», solfeó un canario, de aspecto chino, y
plumas amarillas.
«Debemos terminar la misión», canturreo una torcaz.
«Sigamos», dijo un azulejo.
«Estamos a punto», chilló una vocecilla sin identificar, que parecía la de
una tórtola.
La bandada fue del criterio de que estando próximos al teatro de los
acontecimientos, valía la pena ir hasta allá y «meter el palillo en la llaga»,
apuntó con humor, el Pinzón carpintero.
Más tranquila, la bandada sobrevoló el desierto como si lo conocieran de
tiempo atrás y fuesen viejos amigos. Sin embargo, el desierto es el desierto y
no le hace concesiones a nadie, porque su esencia es el peligro. Los viajeros se
pierden, naufragan, se ahogan, los asfixia el calor, si no es que los mata el
silencio y la soledad, o mueren alucinando en busca de una gota de agua, o
mordidos por una víbora, o congelados por el hielo polar de la noche.
Volaron atendiendo las premoniciones del sueño. Redoblaron la vigilancia.
En lugar de volar por parejas se ubicaron en líneas de tres en tres, para mirar a
la izquierda, al frente y a la derecha. Los colibríes salieron de la formación en
V, y se ubicaron cien metros por delante de las garzas y los patos, con el
propósito exclusivo de obtener mayor profundidad de campo. Los estrategas
no dejaron nada al azar. Hicieron las cosas cuanto mejor pudieron. Al tercer
día empezaron a ver paisajes diferentes, el desierto iba quedando en la lejanía.
Al sexto día avistaron montañas más altas, de color verde, envueltas en nubes
oscurecidas y coronadas por picachos de una sustancia blanca, semejante al
algodón silvestre de El Jardín, aunque más brillante y menos vaporosa. Era la
nieve. Nunca la habían visto. Tuvieron la tentación de ir a tocarla y a probarla.
El australiano no lo permitió. «Ahora no», dijo con voz de mando. «No
sabemos de qué se trata», advirtió. «Al regreso podremos conocerla».
Siguieron volando a lo largo de una cadena montañosa de cumbres
nevadas, bella e imponente. Se prolongaba más allá de donde alcanzaban a ver
sus ojos. Continuaron muchas horas, volaron cientos de kilómetros más.
Encontrar la civilización era cuestión de ir recto, había dicho la golondrina.
Cada metro que avanzaban conocían algo nuevo: valles, lagos, lagunas,
bosques y selvas. Vieron ríos inmensos en cuyas turbulencias distinguieron
peces mucho más grandes que los del oasis, cascadas por las que el agua, en
parte líquida y en parte evaporada, se precipitaba desde la cima de las
montañas hasta el suelo, provocando un estruendo grave y solemne.
Conocieron el arcoíris, el sol de los venados, las constelaciones del zodiaco, la
eterna primavera, la estrella Orión, el Trópico de Capricornio y el ombligo del
mundo. Lo que más gozaron fue la lluvia. Aunque la madre les había hablado
de ella, una cosa era oír su descripción y otra muy distinta estar en medio de
un aguacero, con las plumas empapadas, tiritando de frío, deseosos de seguir
chapaleando, subiendo hasta donde podían, mirando siempre arriba y abriendo
el pico para llenarlo de llovizna, y luego dejarse caer de bruces empujados por
la ventisca, o apostando al que bajara más veloz en medio del chubasco. «Con
razón nuestros amigos quieren abandonar el desierto», dijo en voz baja un
pato. «Esto por aquí es una ricura», replicó un azulejo, mientras picoteaba una
fruta desconocida, de riquísimo sabor azucarado, que parecía coincidir con la
descripción de la papaya.
Probaron de todo. La comida abundaba. No tenían que pensar en partir,
racionar ni en guardar un pedazo para el día de mañana, o para los periodos de
escasez. En medio de tantas maravillas, observaban con desconcierto la
ausencia de aves. Pocas veces advertían alguna volando, y mucho menos veían
una bandada o un grupo numeroso. «Esta soledad es demasiado sospechosa»
dijo un pato al que le gustaba poco hablar. «Debemos volar con cuidado»,
repitió el australiano.
¡Qué enormidad de verde! Qué bella era la tierra. ¿Por qué motivo la
golondrina les había dicho que el hombre la había destruido? ¡Les parecía lo
contrario! Todo se veía hermoso, digno de contemplar y de alabar. Bastaba
sólo con mirar a cualquier lado para encontrar preciosidades a granel,
coloridas, perfumadas, olorosas como flores del paraíso. No encontraban la
razón por la cual había hablado tan mal de los seres humanos. ¡Ojalá y se
hubiese equivocado! Era lo mejor para todos. ¡Qué frescura! Les llegaba hasta
lo más profundo del ser. La brisa era suave y acariciadora. Los aromas
adormecían con sus néctares el olfato, el gusto. ¡Qué fantasía! «¡La tierra es
una fruta gustosa, verde, exquisita, enorme!», dijo alguno de ellos. «¡Y
jugosa!», respondieron los demás en coro.
El periquillo no se cambiaba por nadie. Volaba feliz como si hubiese
llegado al paraíso. Miró con alegría a sus compañeros de bandada. Las aves le
guiñaban el ojo devolviéndole el gesto y en seguida levantaban la punta del ala
derecha en señal de triunfo. El éxito de la expedición se lo debían a él. Lo
reconocían. Si no hubieran acatado sus consejos, estarían de regreso,
aburridos, derrotados. Serían unos fracasados aunque estuvieran vivos. El
objetivo de la misión no se hubiera conseguido. No se imaginaban la vida en
El Jardín con ese cargo de conciencia, recordando la frustrada aventura por
falta de confianza, de compromiso y de visión. Sí. ¡Eso era! ¡Visión y
compromiso! El periquillo la tenía de sobra. Fue el héroe del día. ¡Pero solo
por unos pocos segundos!
Desde el suelo se oyeron varios disparos. «¡Los encontramos, son los
hombres! ¡Los hombres!», alcanzó a decir el periquillo, entusiasmado a pesar
de los estruendos. De pronto, a la vista de todos, se llevó las alas al pecho,
donde le brotaba sangre. Miró con ojos blancos y funestos a sus compañeros.
Trató de decir algo. Balbuceaba. No pudo articular palabra ni tampoco
sostenerse. Se precipitó a tierra. ¡Herido de muerte!
Fue el caos. ¡Oh Dios! Al instante pensaron en la madre. Otros habían
corrido la misma suerte. Por lo menos cinco, entre ellos un colibrí. De
inmediato, guiados por las garzas y los chorlitos buscaron refugio. Se elevaron
para colocarse fuera de la línea de fuego. Subieron todo lo que pudieron,
buscando alejarse del lugar. Los cazadores seguían disparando. Los pajarillos
veían los fogonazos de los tiros y sentían el silbido de las balas, sintiendo
cómo los proyectiles les quemaban las plumas. Después de un rato de
persecución, se pusieron a salvo.
Se posaron en la copa de un árbol que tocaba el cielo. Sentían dolor y
rabia. Lloraban a moco tendido como unos pichones apenas emplumando,
como si hubieran perdido a su madre. No pararon de gemir. Se olvidaron de la
vigilancia. Era absurdo hacerlo. Reaccionaron. Estaban furiosos con el
hombre. La golondrina tenía razón. Si le hubieran hecho caso estarían vivos,
de vuelta en El Jardín. Lo mejor era volver. No había caso en seguir buscando
al hombre. «¿Para qué? Bastó un segundo, sólo un segundo, para conocer su
malvado corazón y su vieja maña de matar» dijo una garza, colorada de la
rabia y espelucada del susto. Se quedaron callados. El silencio resolvió de
momento la impotencia. ¿Qué más podían hacer sino llorar los muertos y
lamentarse de no haber regresado?
«Debemos saber por qué están matando a las aves». dijo el Pinzón
carpintero. «Es importante averiguarlo», agregó.
«Estoy de acuerdo», exclamó una torcaz con la voz ronca de gimotear. En
medio del dolor resultaba razonable averiguar la causa del ataque. Algo grave
sucedía.
Las golondrinas habían hablado de la mentalidad mercantilista del hombre,
de la cacería y de otros hechos lamentables, pero no habían dado detalles. De
saberlo, con seguridad lo habrían advertido. Y no lo habían hecho. «Pudieron
olvidarse», apuntó un estornino, que todavía temblaba del susto. Acordaron
enviar dos de ellos a indagar al lugar de los disparos, con la mayor cautela
posible y sin arriesgar la vida. «Necesitamos dos voluntarios entre los más
pequeños y veloces», observó la garza. Los colibríes, los dos restantes pericos
australianos, varios chorlitos, el Pinzón carpintero y los estorninos se
ofrecieron. «Que vaya un colibrí y un estornino», propuso una mensajera.
«Aceptamos», respondieron dos ejemplares poniéndose a su disposición.
Recibieron instrucciones. Era preciso volar bajo, entre los árboles, sin hacer
ruido ni exponerse. Los cazadores tenían armas, oído, vista y pulso agudo.
Una vez que hubiesen llegado al sitio desde donde habían disparado, debían
espiar lo que hacían los malvados. Tan pronto vieran o escucharan algo
significativo regresarían de inmediato. Al instante volaron, raudos.
Los vieron partir, asustados.
En El Jardín la señora y el jovencito les habían hablado maravillas de los
seres humanos. ¡De su inteligencia! Eran los únicos seres racionales. Nadie
más tenía esa facultad en el universo. Sólo ellos. ¡Y miren con las que salían!
¿Eso era ser inteligente? Habían resaltado otras virtudes: eran bondadosos,
amables, cariñosos, sabían amar, respetaban a los demás, cuidaban de los
animales, de las mascotas, las defendían de quienes las maltrataban.
Pronto se escuchó un susurro: «Volvieron, volvieron, volvieron». Los dos
pajarillos llegaron llorando, venían más afectados de lo que estaban cuando
habían salido. Volaban con dificultad y no eran capaces de hablar. Así
permanecieron durante un largo rato. Chillaban como críos. «¿Qué pudo
haberles ocurrido?», se preguntó para sus adentros el Pinzón carpintero. «Algo
grave debieron haber visto». Les miró las caras. Las plumas estaban tan
alborotadas que parecían púas de puerco espín. Los ojos amarillos. El pico
pálido. «Han visto algo terrible», volvió a susurrar el Pinzón. Después de una
angustiosa espera soltaron la lengua. Pesadamente, como si fuera de plomo.
En aquel lugar, los cinco cazadores estaban desesperados, cual fieras
enjauladas, tratando de encontrar los cuerpos de los pájaros. Maldecían y
revolcaban a patadas la maleza. Decían estar hambrientos y que llevaban ocho
días sin comer. Que iban a morir de hambre, pues según se les oyeron
quejarse, en la ciudad no había víveres, ni carne, ni nada. Buscaban
afanosamente como quien busca algo inestimable de lo que depende la vida.
Después de un rato largo de pesquisas los vieron, los agarraron por las patas,
los examinaron, repararon dónde les habían pegado el tiro, se rieron, se
ufanaron de su puntería, les quitaron las plumas y se los comieron crudos. Ahí
estaba la razón de la matanza. La civilización no tenía comida. ¡Aguantaba
hambre!
«¡Qué dolor!», «¡Qué dolor!», exclamaban conmocionados los pobres
pajarillos. «¡Los hombres son unos malvados!» chillaban. «Malos, malos,
malos» repetían con furia. «Salvajes», «Asesinos» —no se cansaban de clamar
—. «Malditos, malvados, asesinos». Producía el más profundo dolor verlos
gemir. «¡Volvamos!». «¡Qué civilización!». «¿Para qué la civilización?».
«Volvamos». «Esto es una cochinada», —se les oía decir.
Al ver los sentimientos reflejados en sus rostros, no cabía ninguna duda en
cuanto a la intención de la bandada. Pero en honor a la voluntad del periquillo
de cumplir la misión, no regresaron pese a la insistencia de las garzas y los
patos. No abrigaban nada contra el australiano, sólo temían por la seguridad.
El Pinzón carpintero —el héroe del cráter lunar— insistió en continuar la
expedición. En los últimos días había congeniado con el lorito y se había
identificado con los propósitos del viaje. Más allá de una muestra de amistad
con el amigo fallecido, la actitud asumida era un gesto de responsabilidad. Así
lo entendieron quienes apoyaron la opción de continuar. Explorarían la región
para ver cómo andaban las cosas, en qué condiciones se encontraba la
civilización y qué sucedía. Según las informaciones de la golondrina la
situación era caótica. Por precaución se dividieron en grupos, separados por no
más de cien metros de distancia. Volarían lo más alto que pudieran.
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Las aves se habían sacrificado mucho y no era justo. Había sido una mala
jugada del destino. Les cobraba el desafío y la temeridad de volar sobre tierras
extrañas, a miles de kilómetros de El Jardín, en busca del autor del holocausto.
No intentaban desafiar a nadie. En absoluto. No participaron en ningún
crimen. No encontraban la razón del escarmiento. Todo lo contrario. Su
respeto por Natura no tenía parangón entre las criaturas cuidadosas del orden y
la conservación. Iban en misión de paz. Buscaban a los hermanos de Armerito
y de su madre. De haber imaginado semejante tragedia hubieran desistido de
la expedición. Estaban cumpliéndole a su mejor amigo y se imponía
terminarla. Con mayor razón en calidad de testigos de excepción que
presenciaban un hecho sin precedentes: el desenlace del destino de la
humanidad. La consumación de la vida en la Tierra. No podían ser inferiores
al momento histórico. ¡Tenían que estar allí! No figuraba en sus planes huir,
así la muerte los persiguiera, los alcanzara y acabara con ellos.
En escasos días la misión se transformó en algo más trascendental. De una
simple búsqueda se encontraban a punto de presenciar la mayor catástrofe de
la vida en el Planeta. Éste era el verdadero fin de la historia. No hacía falta
reiterar el porqué de este final. Solo había un culpable: el hombre. Había
causado la debacle, jamás reconoció su culpa, y aún menos intentó impedir el
colapso, arrepentirse, remediar el mal o dolerse del crimen. Mitigar, mitigar y
mitigar había sido la consigna. Lo demás costaba demasiado. Ni el tiempo ni
el oro debían invertirse en cuestiones no rentables. Lo ambiental, lo cultural y
lo social lo eran. Es la moderna regla de oro de las transacciones globales. De
la nueva economía. Los pájaros lo sabían. La golondrina lo expuso claramente.
¿No era acaso ella más inteligente que los humanos? Si había tenido la
capacidad de explicar, de criticar y vislumbrar lo que iba a suceder, por obvias
razones era más sesuda. ¡Por supuesto!
¡Pero era un pájaro! ¡Un pobre pájaro!
Nadie le creía.
La muerte del periquillo les seguía doliendo. Lo que se perdió de ver el
australiano. ¡Cuánto no hubiera sufrido en medio de tan trágico final! Poseía la
inigualable capacidad de entender rápido, de captar, de llegar a la esencia de lo
simple y lo complejo, de saber hacia dónde y por dónde iban los hechos. Era
tan inteligente como las golondrinas, incluso más. Y más que los humanos, por
supuesto. ¡Pero era otro pájaro! No había llegado a El Jardín extraviado. No lo
había traído una tormenta. Había llegado volando por cuenta propia, junto a
dos más. No estaban perdidos. Buscaban la libertad.
«Aquí somos libres – había canturreado—. No hay jaulas».
Se amañaron y se habían quedado a vivir. La Madre lo adoraba. Era uno de
sus preferidos. ¡Qué perdida tan lamentable había sufrido la bandada!
Quedaba el carpintero para remplazarlo. Aunque no tenía la misma capacidad
de parlar, era excelente. Tenía una cabeza bien puesta, pequeñita pero
sorprendente. La bandada confiaba en él. Hasta los grandotes de los patos y las
garzas, enseñados a mandar y a imponerse por la fuerza, le tenían confianza, y
aceptaban sin discusión sus consejos y opiniones. Además, en el momento de
parlotear se ponía serio. ¡Era genial! Desde el día de su descubrimiento en el
cráter lunar, todos habían aprendido a respetarlo y a valorarlo.
Se encontraban lejos de su hogar, separados por miles de kilómetros, por
montañas, ríos, cañones profundos, selvas y desiertos, y tenían que continuar.
El Jardín estaba en El Fin del Mundo. Lejos de la civilización y del desastre.
El aislamiento los protegería por un tiempo, aunque hasta allá llegarían los
coletazos. Al fin y al cabo la Tierra era una sola, y la tragedia la envolvía cual
mortaja tejida por los mismos humanos. No había tiempo. No existía un lugar
seguro. Volaban y volaban, y trataban de volar más alto pendientes del instante
en el que el sol, las estrellas y la luna se vinieran abajo, o el planeta explotara
en mil pedazos. ¡Qué más podía esperarse! Era uno de los pocos eventos que
faltaba para redondear la tragedia. Volaban y veían horizontes de fuego, aguas
turbias y cargadas de inmundicias, inmensas moles de hielo venidas del norte
empujadas por vientos, fríos unos, y calientes otros, que al colisionar
provocaban tormentas mil veces más fuertes y monstruosas que las del valle
lunar. Arrancaban de cuajo las montañas y absorbían el océano hasta secarlo, y
luego lo escupían en diluvios torrenciales, a cientos de kilómetros, tierra
adentro, sobre la pobre humanidad que no cesaba de implorar clemencia al
cielo.
Llevaban lustros sufriendo según se desprendía de sus lamentos. Año tras
año la hecatombe había ido creciendo; día tras día aparecían nuevos peligros y
desastres premonitorios del colapso final. Aun así, los reyes, presidentes,
primeros ministros, dictadores, senadores, industriales y banqueros, se habían
hecho los locos. «La situación está controlada ¡Tranquilos! ¡No teman!»,
mentían, y entre tanto construían suntuosos palacios y refugios antisísmicos
contra huracanes y contra incendios para proteger las instituciones. ¡Se
equivocaron! De nada habían valido las murallas, los sistemas de alarma, los
guardias o las cámaras de seguridad. ¡Eran ciegos y torpes! Ni las instituciones
ni la vida se protegen con muros ni ladrillos. Además, prevenir el riesgo no es
negocio, las ganancias las deja la reconstrucción. El alcalde, el gobernador y
los contratistas lo sabían.
Los pájaros visitaron los centros culturales, financieros, industriales y
políticos del Planeta. Todo estaba anegado, cubierto por el agua de los
océanos: La Torre Eiffel, la Estatua de la Libertad, el Burj Khalifa, la
Shanghái Tower, las torres Abraj Al Bait, el Cristo de Corcovados, el Señor de
Monserrate, y cientos más de construcciones majestuosas, estaban
desparramadas por la faz de la Tierra, a lo largo de sus cinco continentes. La
marejada había llegado sin aviso previo, arrasando como llega el azar. Había
entrado por las puertas de las casas como quien llega a cobrar una factura.
Habían pagado con sus vidas. No se veía nadie vivo, solo cadáveres, billetes,
valores y cheques en blanco arrastrados por el vaivén de las aguas. ¡Natura le
cobraba las deudas de cien mil años de patanería!
Las aves se hallaban débiles y hastiadas. Habían perdido la cuenta de los
días que llevaban volando. «Es hora de ir saliendo», indicó el pinzón.
Escogieron para descansar una colina rodeada de abismos, a bastantes
kilómetros de la ciudad, a donde no llegara el hombre, si es que ya no estaba
allí cazando. Encontraron alimentos y agua. No vieron rastros humanos ni de
animales salvajes y agradecieron la soledad. «Es mejor así —dijo un estornino
—. Los humanos no son buena compañía». No entendían la causa de su
maldad. Armerito y su mamá eran sólo bondad, sólo amor.
«¿Por qué la humanidad por acá es lo contrario?», preguntó un azulejo.
«El dinero y el poder corrompieron su corazón», masculló un pato.
«La vida y las personas se volvieron cosas de comprar y vender», agregó la
garza.
Se ubicaron en la copa de un álamo, a kilómetros de las ruinas de una
ciudad incendiada. Todavía se sentía el hedor a carne humana chamuscada. La
noche no era como en el desierto, fresca y agradable. Era oscura y acalorada.
¡Daban ganas de llorar! Pero no lo harían. Había sido suficiente el llanto del
día de la muerte del periquillo. Aún con su luz deslucida, la luna era un telón
inigualable. Sobre su esfera las nubes adoptaban formas macabras. Antes de
dormir un pato preguntó:
«¿Hasta cuándo seguiremos volando?».
«Tomemos una decisión», pidieron varios chorlitos.
«Es cierto —dijeron los demás—. Decidamos».
«¿Qué más esperamos?», indagó otro perico australiano. «Ya lo vimos
todo. No hay nada más que ver. ¡Debemos regresar!».
«Nos iremos mañana», señaló, cabeceando de sueño y de fatiga, el Pinzón
carpintero.
A las dos de la madrugada, en medio del bochorno del calor, cundió el
alboroto. Los pajarillos se despertaron asfixiados. Sintieron un ahogo que les
empezaba en los bronquios, les recorría la tráquea y les estallaba en el pico
cual bola de arena. Desesperados, estiraban y contorsionaban el pescuezo en
busca de aire. ¡No podían por más que lo intentaban! El Pinzón carpintero
advirtió en el aire la presencia de un polvillo minúsculo que los asfixiaba. Vio
estremecido cómo varios pájaros caían muertos. De inmediato dio la orden de
salir y buscó por donde escabullirse. Alcanzó a distinguir en la negrura de la
noche un pequeño claro, y a la voz de «¡Por aquí!» todos lo siguieron. Volaron
rápido, conteniendo la respiración para no aspirar aire envenenado. Parecían
centellas en medio de la oscuridad A medida que volaban, morían más. En
medio de la tragedia ocurrió algo milagroso: en cuanto avanzaban se abría un
túnel de unos cincuenta centímetros de diámetro, que atravesaba la lluvia de
ceniza permitiéndoles volar y respirar. «Sigamos el pasadizo», gritó el Pinzón.
No podían salirse de él. Fuera la tormenta de polvo cobraba intensidad.
No fueron conscientes del tiempo que volaron. Al llegar al final del
prodigioso ducto aparecieron las ruinas de una construcción inmensa bajo la
cual se resguardaron. Se hallaban de nuevo en la ciudad. Llegaron exhaustos.
Con la lengua, el pico y los ojos morados. El sitio era un coliseo derruido, sin
puertas ni ventanas, con travesaños, andamios y graderías donde posarse. En
un tablero negro aún se distinguían, en letras y números amarillos, los
nombres de varios equipos y los marcadores de los últimos juegos.
«Descansemos», dijo el Pinzón, con la voz apagada por el polvo y el dolor.
«¿Cuántas aves faltan?». Hicieron la cuenta. «Treinta», precisó un pato. ¡Qué
dolor! Exclamaron.
Gimieron hasta el amanecer. El desconsuelo les causó fuertes problemas de
salud. Empezaron a sentir un extraño temblor dentro del cuerpo, como si
estuvieran poseídos por un espíritu maligno, que en pocos minutos los
convirtió en piltrafas. Perdieron el ánimo, se debilitaron, sufrieron escalofríos,
calambres, y por último los atacó el deseo de morir. ¡Fue una noche de perros!
¡De nunca recordar! Las mensajeras, las torcaces y las garzas sacaron coraje
de lo más hondo del alma y trataron de consolar al resto. ¡Nada valía! No
paraban de gimotear. El Pinzón carpintero no lloraba. Estaba consternado y
recapacitaba sobre si tenía algo de responsabilidad, pensamiento suficiente
para quebrarle los arrestos. No se amilanó ante el cruel acontecimiento.
Amaneció. No pudieron emprender el viaje de regreso. El ripio siguió
cayendo. Lo examinaron. Era un polvillo negro y microscópico, semejante al
grafito, que en lugar de deshacerse al contacto con el agua, se apelmazaba
tapando las vías respiratorias hasta producir la muerte por asfixia. A pesar de
ser un material de granos minúsculos era denso y no se esparcía en el aire
mientras no hubiera ventisca. Por esa razón no alcanzaba a llegar hasta ellos.
Debían permanecer cubiertos para no tener problemas.
La tragedia los volvía a golpear. ¡Y de qué manera! ¿Iban a morir de uno
en uno? ¿Estaban condenados? No lo sabían. Aunque tomaran las mayores
precauciones, el peligro los acechaba y los golpeaba donde más les dolía. Se
encontraban metidos en la boca del lobo. Pero, ¿a dónde ir? No existía sitio
seguro. Sólo les quedaba esperar y que la buena suerte continuara
acompañándolos. ¡Qué ironía! Justo en el momento de volver a casa la muerte
aparecía disfrazada de polvillo. No era ceniza volcánica ni tampoco material
orgánico, parecía más bien lluvia acida. Se encontraban en una región de urbes
industriales, y aunque ese hollín no causaba la muerte al instante, era probable
que se hubiera combinado con alguna sustancia tóxica o radioactiva, y de ahí
las fatales consecuencias. Lo que fuera había matado treinta pajarillos. A los
más pequeños.
De cualquier manera, tenían que regresar a El Jardín. ¡A cualquier precio!
El Pinzón les parloteó tratando de animarlos. Les pidió el favor de comer. Tan
pronto cesara de caer arenilla emprenderían el vuelo de regreso. Si no ingerían
alimentos con mayor razón se iban a debilitar y con seguridad a morir. No
debían facilitarle la tarea a la fatalidad. «Eso no está bien», advirtió con
resolución. «No podemos atentar contra nuestra propia vida. ¡Debemos seguir
adelante!». Pensó que la muerte de las avecillas era lamentable; no merecían
esa suerte, después de haber realizado tantos sacrificios para cumplir una
misión casi terminada. «Pero así es la vida», sentenció. «Aquí, o en cualquier
otro lugar, la muerte se aparece en el momento menos pensado». Les pidió
hacer el último esfuerzo en honor a sus compañeros caídos. «Es el mejor
homenaje que podemos ofrecerles».
«¡Cuidado!». «¡Cuidado!». «¡Cuidado!», graznó un pato desde atrás. No
había terminado de gritar cuando, al girarse, vieron a sus espaldas, un grupo de
ancianos andrajosos corriendo hacia ellos en ademán de atacarlos con garrotes.
Gracias al cielo no portaban armas de fuego ni tenían aliento para lanzar los
palos. Eran más de veinte octogenarios. Los pájaros remontaron vuelo dentro
del anfiteatro, traspasaron el campo y se situaron al otro lado. ¡El susto fue
grande! Los viejos se lamentaban de no haber podido matar los animales para
calmar el hambre. Las avecillas no habían pensado en que, para cruzar de un
extremo al otro, tendrían que exponerse a la intemperie. Pero notaron
felizmente que no caía ceniza. La lluvia acida había cesado. Alejadas del
hambre y de las frustraciones de los viejos, volaron y se posaron en el domo
del estadio.
Lo que vieron fue terrible. La ciudad tenía el aspecto de un desierto de
arena negra: las dunas habían sido sustituidas por montañas de escombros,
cadáveres y charcos de porquerías en lugar del oasis; calles y carreteras en
reemplazo de las huellas digitales del viento, y olor a mortecina en cambio de
fragancia a sequedad. La vista de la urbe los paralizó. El miedo les inhibió el
cuerpo. Los ancianos no se daban por vencidos. Intentaban correr pero no
podían, trastabillaban. Venían a mitad de camino apoyados en bastones, con
piedras en las manos y palabrotas en la boca. Maldecían la ancianidad, los
achaques, la mala suerte y el hambre. El Pinzón parloteó con las garzas y los
patos, los menos afectados por el terror. Trazó una estratagema con su ayuda
para enfrentar el trance. Provocaron un gran ruido con los escasos alientos que
tenían: chillaron, aletearon, graznaron y patalearon. Lo hicieron muchas
veces… dos, cinco, diez, quince… hasta que los ancianos reaccionaron.
Entonces, sin darles tiempo, el Pinzón aleteó y chilló asustado: «Vámonos,
vámonos, vámonos a casa». Y emprendieron el viaje de regreso. Así, sin más
ni más.
Era mediodía. Volaron veloces como el avión a chorro perdido en el
desierto. No miraron ni abajo, ni atrás para que nada los asustara. ¡Iban a mil!
Sólo al cabo de diez horas de vuelo se detuvieron en un bosque de árboles
gigantescos, a comer y a descansar. Comieron insectos, bayas y bebieron agua
limpia. Por momentos se sintieron en El Jardín sorbiendo el líquido que bajaba
por la nervadura de las hojas, para llevarla en la punta del pico a la vasija. Se
sintieron mejor. Y todavía más, una vez que las mensajeras y torcaces les
repitieron a las pequeñas sus tonificantes y acreditados masajes. Sirvieron para
curar otros males y otros dolores del cuerpo y del alma. Como ya era de
noche, decidieron quedarse.
El agotamiento los venció. Durmieron tan profundamente que no hubieran
sentido un terremoto, de haberse producido. ¡Cayeron como piedras! A la
mañana siguiente, tras doce horas de sueño, continuaron. Creían que cuanto
más se alejaran de la civilización menos peligro correrían.
Para no tener que ver de nuevo las dantescas escenas usaron una ruta
paralela. Volaron por encima de las nubes. Las selvas, los grandes ríos, las
cascadas, las montañas, los volcanes, permanecían igual de majestuosos. La
debacle aún no los alcanzaba. Se detuvieron a conocer la nieve. La miraron
bien, la palparon, la olieron, la probaron y jugaron con ella, sin importarles el
frio del páramo. Inventaron una competencia: tiraban bolas grandes cuesta
abajo y rodaban con ellas agarrándose con las patas hasta que la pelota llegaba
al borde de un gran precipicio y se desbarrancaba. Quien más bajara por la
ladera adherido a la esfera de hielo ganaba el juego. Gozaron. Les gustó tanto
el agua congelada que querían llevar trozos para refrescarse en el paso del
desierto. El Pinzón les explicó en detalle la inutilidad de hacerlo. Este y el día
que conocieron la lluvia serían inolvidables. Los recordarían por el resto de
sus vidas. ¡Si salían del trance! Trataron de no recordar hechos dolorosos para
no acongojarse. Querían un regreso sin tristezas. Y así fue durante la mayoría
de las jornadas. Optaron por no conversar mientras no fuese necesario, para no
malgastar las escasas energías. A veces la monotonía los obligaba a distraerse,
y lo hacían comentado algún hecho agradable, de los pocos que contaban en su
repertorio.
Antes de entrar en el desierto descansaron por un día, junto al último rio.
De ahí en adelante seguía el reino de la aridez. El paisaje, aunque atractivo
lucía tenebroso. Era un bosque de árboles altísimos, de más cien metros, de los
que colgaban lianas en forma de columpios, que se prolongaban a lo largo del
cauce y formaban puentes colgantes movidos por brisas suaves bajadas de la
montaña. Más abajo de los gigantes y de las avenidas crecían arbustos
exuberantes, cargados de flores y frutas, de muchos colores y sabores. Y
también corría el rio, de aguas mansas, cristalinas y poco profundas. Los peces
sacaban la cabeza para ver a los recién llegados. Éstos notaron su curiosidad.
Interpretaron el asombro como evidencia de que los pececillos llevaban días,
meses —o años, quizás— sin ver pájaros. Aprovecharon la luz del día para
aprovisionarse de lo necesario, incluido el buen ánimo y el optimismo. ¡Les
costó trabajo! Antes de llegar la penumbra, los responsables de la seguridad
seleccionaron el punto más estratégico para pasar la noche: el árbol más alto y
frondoso. Provenientes de la lejanía se oían bombazos y se advertían
relumbrones. Pero no era tiempo de conmoverse. Era el momento de dormir
para enfrentar en mejores condiciones el último tramo del destino.
En la madrugada los despertó un ensordecedor estallido acompañado de un
relámpago de luz negra. Los árboles cimbraron, las hojas se desparramaron,
los frutos volaron lejos, y en el río los peces saltaron fuera del agua. Los
pájaros fueron aventados por la onda explosiva y, con suerte, detenidos por el
espeso follaje. Quedaron turulatos. No comprendieron qué ocurría. ¡Era la
hora del alba! Miraron a los lados. El cielo lucía renegrido. No se veía nada.
Parecía tapado por un velo grueso que no dejaba pasar la claridad. Detrás del
manto se percibía algo semejante a una luz, pero no alumbraba, sólo emitía
una débil lumbre sin fuerzas. Era una luz muerta.
«¡Oh, no!», exclamaron.
«Se acabó la luz», dijo llorando un azulejo. Se quedaron perplejos. No
alcanzaban a verse las caras.
«Con mayor razón debemos irnos», dijo una garza.
«Vamos», ordenó el Pinzón carpintero. Y batió con fuerza sus pequeñas
alas dispuesto a adentrarse en el renegrido espacio, decidido a enfrentar la
incertidumbre y a seguir batallando por la vida, como lo habían hecho hasta
ahora.
Volaron a ciegas. No veían a dos metros de distancia. Tanteaban la ruta al
sur orientados por las facultades extrasensoriales de las mensajeras, los
chorlitos y los colibríes, que habían sustituido a las garzas en la cabeza de la
bandada, mientras éstas habían optado por cargar sobre su espinazo a los
pajarillos pequeños, que no aguantaban el frio emanado de la oscuridad. No
sabían cuánto aguantarían. Imitaron a las golondrinas: comieron plancton
aéreo y bebieron agua de la atmosfera, abundante por efecto de las tinieblas. A
los dos días sintieron una vital oleada de calor que los recargó de fuerzas y les
devolvió el alma al cuerpo.
«Estamos entrando en el desierto», señaló animado un chorlito.
No pararon de volar. Lo hicieron sin descanso. Aprovecharon al máximo
las escasas ondas calurosas para montarse en ellas, vencer el entumecimiento y
llegar lo más lejos que pudieran. Calcularon bastante bien la ubicación del
oasis y descendieron con exactitud. Desde allí, El Jardín quedaba a sólo doce
días. ¡Doce días nada más y llegarían a casa!
Durmieron y volvieron a soñar como la primera vez, aunque la visión fue
diferente, pues no supieron con certeza si soñaban o sufrían la dura realidad:
se veían yertos y para reanimarse se traspasaban energía de los más grandes a
los más pequeños. No lograron recobrar el movimiento ni la sensibilidad. Se
creyeron congelados, muertos de frío. Rodaban ladera abajo sin poder
despegarse de las bolas y al llegar al fondo del abismo se estrellaban, y la
nieve de sus cuerpos explotaba en átomos. Iban a morir. La misión quedaba
inconclusa. Morirían convencidos de haber hecho lo imposible por cumplirles
el deseo a sus dos amigos. De verdad lo sentían. Su tumba quedaría cerca de
El Jardín.
Coincidieron en que la estadía en El Jardín, al lado de esos dos
maravillosos seres humanos, había sido lo mejor. A ellos les debían la
existencia. De no haber sido por sus cuidados, por su amor, por su dedicación
durante la peste de calor, y por la “receta de hierbas y minerales contra la
desnutrición, los males del cuerpo y del espíritu”, conforme había llamado la
Madre a su fantástico descubrimiento, no seguirían vivos ni mucho menos
hubieran podido realizar semejante hazaña. Porque lo era. ¡No había duda! ¡Lo
era! ¡Una hazaña! ¡Dos meses volando! ¡Dos meses sufriendo! Dos meses
durante los cuales le conocieron la cara al horror, a la tragedia y a la muerte.
Así era la vida. ¡Nacer, vivir, sufrir y morir! La de los humanos y la de los
pájaros. Ni siquiera en eso existían notorias diferencias. ¿Eran iguales? ¡No!
Eran superiores, según la golondrina. Lo habían demostrado.
La garza de más edad recordó otras vivencias: «Éramos polluelos cuando
ellos arribaron a El Jardín. Todavía no tenía ese nombre. Llegaron a
medianoche en medio de un haz de luz blanca, de un estruendoso batir de alas
y de una fuerte brisa. Quedamos encandilados. Por ese entonces sólo éramos
unos cuantos pájaros. Dormíamos repartidos entre el tamarindo y la grosella.
La poderosa luz nos encegueció. Volamos asustados sin saber qué sucedía,
sacudidos por la brisa. Dentro de lo poco que alcanzamos a ver distinguimos
dos seres diferentes y un cajón. Nunca habíamos visto al hombre. Nos
infundió respeto desde el primer momento. Volamos en círculos cada vez más
estrechos hasta quedar bien cerca. Los creímos muertos. Aun así velamos su
descanso. Nadie volvió a pegar el ojo. Al amanecer la madre despertó cubierta
de barro, lloraba inconsolablemente y el chico dormía. La luz del día y el
tiempo les mostraron donde estaban, y qué debían hacer para sobrevivir».
Otros pájaros contaron más detalles: sobre los primeros días, sobre la
búsqueda de agua y comida, la construcción de la primera ramada, los
primeros tratos con ellos, los lloriqueos de Armerito, sus intentos por
comunicarse con ellos, el aprendizaje del idioma y el resto de circunstancias.
«La vida cambió desde que llegaron», agregó un pato entrado en años.
«Cambió para bien», aclaró.
«Estoy de acuerdo», anotó una mensajera. Cada vez que decían algo el
habla se les dificultaba y lo hacían más lento, en tono grave, y sus voces
arrastraban un eco como si las palabras provinieran de ultratumba.
«Tengo miedo», chilló la más joven de las torcaces.
«¿Vamos a morir?», preguntó.
«Si, moriremos», respondió el Pinzón carpintero. «Pero estaremos bien».
«No quiero morir — dijo la torcaz. — Tengo miedo de la muerte. Quiero
llegar a El Jardín. Explíquenme cuanto sepan de la muerte, quiero saberlo
todo. No sean malos. ¿A dónde va uno al morir? ¿Regresa algún día? ¿Es
divertido estar allá? ¿Hay nieve, ríos y lluvia? ¿Nos veremos con la madre y
Armerito?».
Reinó el silencio absoluto. El silencio de la muerte es diferente al silencio
de la vida. Es frío, paraliza los músculos, el alma, el pensamiento, y es eterno.
Los pájaros no sabían con certeza si la vida había concluido.
Probablemente sí, porque si la luz no llegaba al Planeta éste moriría, y también
todas sus formas de vida. Era un epilogo lánguido e inhumano. El poderoso
hombre, gestor de mil guerras y diez mil batallas, héroe de la conquista del
espacio sideral, creador de la ciencia, la política, la democracia, y de la vida y
de la muerte, el único ser pensante de la naturaleza, moría huyendo cual
descamisado miserable, sin dar la batalla final. Asesinado por sus propios
engendros. Sin haber podido recobrar la dignidad, porque la ferió en el
mercado al postor que primero apareció.
Era infame que la Tierra y los demás seres vivos murieran de esa forma.
Que debieran pagar el costo de una humanidad timorata para intervenir en
favor del planeta y de la vida, como lo habían visto los pájaros con sus propios
ojos. Les tocaba el turno a ellos. Estaban ahí, en el oasis, gélidos e inermes, en
un sarcófago en forma de rosa, a la espera de la muerte.
¡Pobres pájaros!
¡Pobre humanidad!
¡Pobre Tierra!
Pero el desierto seguía protegiéndolos. No quería cargar sobre su espinazo
de dunas la culpa de su muerte. Los pájaros formaban parte del paisaje, del
viento, de la escasez, del peligro, de lo bello, de la topografía infernal.
En lugar de tumba sirvió de marco para salvarlos.
«¡El desierto es el desierto!» había dicho Armerito.
Un arcángel de alas verdes y capa color purpura les dio luz y calor. Los
revivió y voló con ellos por los aires y los llevó hasta El Fin del Mundo.
—¡Allá vienen madre! Vienen cantando la Canción del Hombre Perdido.
—¿Se la saben?
—¡Sí, madre!
—¡Gracias Señor por traerlos a salvo! —dijo ella, santiguándose.
—¡Gracias, Dios! —exclamó el jovencito, saltando de júbilo.
FIN