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La Defensa de la Competencia en Argentina.

El legado de J.W. Cooke


Por José Sbattella
“él (Roosevelt) sostiene que si el pueblo tolera el desarrollo
del poder privado al punto de formarse imperialismos de
carácter industrial y económico, se cae en un sistema totalitario
de un carácter fascista, que consiste en la apropiación del
gobierno y la dirección del país por un grupo reducido de hombres
que controlan el poder financiero. Pero yo afirmaría que esto
es peor que el fascismo, porque para imponer un sistema político es
necesario librar una batalla de cualquier orden y para imponer
un poder financiero basta con tener el capital”
John William Cooke, septiembre de 19461

El lugar de Cooke en la lucha antimonopólica

¿Cuánto hay de nuevo y cuánto hay de viejo en los argumentos respecto de qué
hacer con la lucha antitrust y de defensa de la competencia?. Repasemos, antes
de introducirnos en esta discusión, los antecedentes de la legislación antitrust en
Argentina.

La legislación argentina de Defensa de la Competencia es mucho más antigua de


lo que muchos suponen. Los primeros antecedentes datan de 1909 cuando se
presentó ante el Parlamento argentino el primer proyecto casi veinte años después
de la aprobación de la primera legislación antitrust de América: la ley Shermann de
Estados Unidos de 1890. El proyecto argentino fue presentado por el Doctor
Carlos Carlés.

Otros legisladores en 1915 (Estanislao Zeballos) y en 1917 (Escobar, Carlos


Rodriguez, Beiró y hasta el mismísimo Repetto) enriquecieron a través de distintos
proyectos la ley original e incluso pasó a formar parte de enriquecedores debates
del parlamento durante el año 1921. Con anterioridad a ello, en ocasión de
discutirse un proyecto de ley sobre el impuesto a las exportaciones, surgió una
comisión parlamentaria investigadora de determinados monopolios presidida por
Juan B. Justo de cuyos frutos surgió la base principal del primer antecedente legal
de la lucha antitrust de la Argentina.

Este antecedente se produjo en 1923 mediante la sanción de la Ley 11.210 con


ciertos defectos legislativos que impidieron su correcta aplicación. La Ley imponía
multas ya hasta prisión a los que cometieran los delitos de “(art 1º) todo convenio,
pacto, combinación, amalgama o fusión de capitales tendientes a establecer o
sostener el monopolio y lucrar con él, en uno o más ramos de la producción, del
tráfico terrestre, fluvial o marítimo, o del comercio interior o exterior, en una
localidad o en varias, o en todo el territorio nacional”...”(art 2º) Considéranse actos

1
Discurso de John William Cooke en la discusión parlamentaria de la Ley 12.906 del 26 de septiembre de
1946. Cámara de Diputados de la Nación. Reunión 37ª.

1
de monopolio o tendientes a él y punibles por la ley, los que sin importar un
progreso técnico ni un progreso económico aumenten arbitrariamente las
ganancias de quien o quienes los ejecuten, sin proporción con el capital
efectivamente empleado y los que dificulten o propongan dificultar a otras
personas vivientes o jurídicas la libre concurrencia en la producción y en el
comercio interno o en el comercio exterior”2.

La ley 11.210 no tuvo una aplicación muy difundida: sólo uno de los dieciséis
procesos iniciados concluyó con condena mientras que el resto prescribió.

En 1946 nace una nueva discusión parlamentaria de una ley que reemplace la ley
11.210 con sus defectos. Es así que en febrero de 1947 se promulga la Ley
12.906 con un carácter también de tipo penal. Ambas leyes tenían el inicio de las
actuaciones en las dependencias del Estado, aunque para la aplicación de
sanciones era necesaria la intervención de la justicia.

Durante la dictadura iniciada en 1976, se decreta el Decreto-Ley 22.262 en 1980


que tiene como novedad la creación de un organismo administrativo específico
que es la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia que hace las veces
de organismo asesor del Secretario quien es el que resuelve en última instancia
en materia de conductas anticompetitivas. Este binomio (Comisión y Secretario)
constituye la autoridad de aplicación de la Ley.

Finalmente en el año 1999 se aprueba la Ley 25.156 que reemplaza a la 22.262 y


tiene como novedad dos cuestiones. En primer lugar, se crea el Tribunal de
Defensa de la Competencia como autoridad de aplicación de la Ley como
organismo administrativo autárquico con funciones jurisdiccionales, y en segundo
lugar, amoldándose a la legislación internacional, se genera un control previo de
las concentraciones y amalgamas de empresas (el llamado control ex ante) donde
el Tribunal puede prohibir, condicionar o aprobar dichas fusiones.

Los antecedentes legislativos y la incorporación de nuevos instrumentos legales


para la lucha antitrust, contrasta sin embargo con la estructura productiva y
empresaria en Argentina altamente concentrada y oligopolizada, sobre todo en los
mercados productivos de bienes salario o de consumo masivo. ¿Cómo puede
explicarse este contraste?. ¿Es la legislación actual junto con los criterios de
análisis lo suficientemente fuertes para que desde el Estado exista un verdadero
contralor del proceso de concentración?

Muchas de las respuestas a estas y otras preguntas, fueron dadas hace más de
60 años. La reseña anterior quiso mostrar cómo evolucionó la legislación antitrust
en la Argentina, con el sólo objetivo de contextualizar un detalle que no debe
pasar inadvertido: el proyecto de ley de 1946 tiene la virtud que fue defendida por
uno de los pensadores más lúcidos del siglo XX que tan sólo con 26 años defendió
y presentó al parlamento la ley denominada “Represión a los monopolios y trust”

2
Artículos 1º y 2º de la Ley 11.210

2
que a la postre resultó ser la Ley 12.906. Se trata de John William Cooke que
fuera electo legislador durante el primer mandato peronista en 1946.

El discurso de Cooke defendiendo los argumentos del proyecto de Ley representa


un verdadero manual y guía de la lucha antitrust con un enfoque compatible con el
actual modelo económico donde el Estado se vuelve a consolidar lentamente
como un actor determinante de la economía. En tal sentido, el espíritu de Cooke
es el que hay que elegir para definir el rumbo del actual perfil político institucional
de las políticas de competencia.

En adelante, intentaremos encontrar las respuestas de Cooke a problemáticas


vinculadas a la defensa de la competencia y la lucha antitrust. Las citas de Cooke
que en adelante se transcriben, corresponden a la discusión parlamentaria en
ocasión de la discusión de la Ley 12.906 que se reprodujo en el Diario de
Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, correspondiente a la Reunión
37° del 26 de septiembre de 1946.

¿La Defensa de qué?

Los criterios sobre los cuales se condenaba al monopolio en los comienzos de la


legislación (básicamente a partir de la Ley Shermann de 1890), estaban
orientados al criterio absoluto: el monopolio se castigaba per sé, es decir, la mera
existencia de monopolio era condenable.

Sin embargo, con el tiempo la legislación que castigaba per sé (prácticas


anticompetitivas absolutas) fue mutando a otro en el cual las prácticas se
condenaban bajo un criterio denominado rule of reason o regla de la razón
asumiendo un criterio relativo (prácticas anticompetitivas absolutas). Este nuevo
criterio, en teoría “moderno”, está inducido por la idea que la provisión de ciertos
bienes y/o servicios dados por estructuras monopólicas son más eficientes que
brindados en competencia.

Ya Cooke había advertido este hecho al observar la evolución de la jurisprudencia


norteamericana:

“…()...va interpretando la jurisprudencia de los Estados Unidos e indica una


orientación en el criterio de la regla de la “razonabilidad”, aceptada en ese país por
la Corte Suprema y que nadie define con precisión aunque ya ha llegado a
adquirir, merced a su reiteración jurisprudencial, categoría legislativa”

El ablandamiento de la legislación parece haber sido más como consecuencia de


que el fenómeno de la concentración tiene una dimensión que excede a la defensa
de la competencia. En nuestra legislación, por ejemplo, así como en la mayoría de
ellas, el castigo al monopolista no es por su posición de dominio en el mercado
sino por el uso abusivo que potencialmente pueda hacer de él.

Los seguidores de la ortodoxia económica ha tomado el segundo criterio (criterio


relativo) de forma tan exacerbada, que más que defensa de la competencia

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parecen defender los intereses del otro lado del mostrador del Estado. John
William Cooke nos puede brindar una explicación de por qué las legislaciones se
pueden torcer a favor de los procesos de concentración:

“Existe también un problema que afecta ya a la soberanía del Estado, porque al


lado de las autoridades constituidas de acuerdo con las cartas constitucionales se
forma el gobierno de los consorcios financieros, de los hombres de la banca, del
comercio y de la industria, que por medio de ésta vinculación realizada a espaldas
de los intereses populares, llegan a posesionarse del gobierno por los resortes
que ponen en juego cuando se trata de la defensa de sus intereses”.

Ahora bien, ¿cuáles son los argumentos de los defensores del “ablandamiento” de
la legislación en el sentido de ser permisivos con la existencia de estructuras
monopólicas?. Cooke destaca ya en 1946 la existencia de algunos argumentos:

“Por supuesto no le faltan defensores a los sistemas monopolistas. Se sostiene


que la represión al monopolio implica una restricción a la libertad de comercio; que
la producción en masa abarata el producto y llega al consumidor a precios más
reducidos; que los salarios son superiores; que la represión del monopolio
restringe el desarrollo económico. Todos esos argumentos son fácilmente
rebatibles”.

El principal argumento habla de las ganancias de eficiencia que genera en el


proceso de producción. Es lo que Cooke identifica como mejoras en los procesos
tecnológicos. Este tipo de argumentos suponen que en la producción de ciertos
bienes y servicios, la provisión realizada por un solo productor reduce, los costos
medios a largo plazo y eso se traduce en menores precios para el consumidor. Al
respecto Cooke sostiene:

“Evidentemente es falso el argumento de que los precios se abaratan, porque no


se ha demostrado que la mayor ganancia del monopolio provenga de una mayor
producción en masa. Podrán tal vez bajar los costos de producción, pero también,
mucha veces, los monopolistas bajan la misma producción, pues obtienen mayor
ganancia de la venta de menor número de unidades a mayor precio, que de la
venta de un mayor número de unidades a menor precio”

También Cooke se ocupa de desmitificar a aquellos argumentos que sostienen


que los monopolios son los que mayores incentivos tienen para la generación de
adelantos tecnológicos:

“En cuanto al proceso tecnológico, otro de los viejos caballos de batalla de los
monopolios, el sostener que el monopolio implica un mejoramiento de los equipos
técnicos, facilitando la producción, es una falsedad que no resiste el menor
análisis. El monopolio no renueva nunca sus equipos técnicos, sino cuando ya no
le sirven para nada y no puede hacer ningún uso de ellos. ¿Para qué los habría de
renovar?.

Además, a nadie escapa que precisamente cuando hay monopolio, quien crea un
invento, quien concibe nuevas formas de producción, debe ir necesariamente a
ofrecerlo en venta al monopolio, que lo paga a vil precio y desgraciadamente lo
paga a veces para evitar su uso, sin ofrecer al público consumidor la ventaja que
el progreso técnico y económico podrían procurar con la rebaja de precios o
mejoramiento del producto”

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Lo que plantea Cooke en realidad, no es la negación de estos argumentos sino
que si dichas características se manifiestan, el sector privado no genera los
incentivos suficientes para que los beneficios sean absorbidos por la mayoría de la
sociedad.

En la literatura ortodoxa, incluso, se suele decir que existen dos tipos de


regulaciones. Por un lado, la regulación pública de carácter directo, que es la que
ejerce el Estado para todas aquellas empresas que requieran intervención
específica como en precios, cantidad, calidad, etc., típicamente encontrados en las
regulaciones de los monopolios naturales y/o servicios públicos. Por otro lado, la
regulación de carácter indirecto en donde se ubica a la defensa de la competencia.

En el contexto histórico en el cual se discutía la ley de “represión al monopolio y


truts”, Cooke fue claro respecto a este punto:

“La conciencia pública de que debe existir una economía nacional, se va abriendo
camino; y cuando se nos hace el argumento de que alguna forma de producción o
la explotación de algunos servicios requiere el monopolio como medio de
prestarse en condiciones normales, entonces es la hora de contestar que esos
servicios deben ser nacionalizados”

Para Cooke, si es monopolio o si tiene que haber monopolio, lo debe explotar el


Estado. Independientemente de esta solución, es incluso dable incorporar la
clasificación ortodoxa de regulación directa e indirecta: cuando la competencia
deja de existir, independientemente de si el mercado es de servicios o de
productos, debe existir regulación directa donde el Estado intervenga en las
variables específicas como precio, cantidad y calidad.

La concentración y la macroeconomía

El interés económico general es el bien jurídico protegido por la Ley de Defensa


de la Competencia. En términos de la jurisprudencia, el concepto ha sido asociado
pura y exclusivamente al llamado “excedente” de los consumidores y de los
productores, conceptos éstos que devienen de la teoría microeconómica de la
competencia pura.

En realidad, un debate de fondo implicaría discutir la verosimilitud del concepto de


“competencia pura”. La doctrina de defensa de la competencia está inserta en un
contexto hipotético de pleno empleo de recursos, recursos no renovables
ilimitados, etc. El interés económico general, si bien es el bien tutelado por la Ley
de Defensa de la Competencia, no es patrimonio exclusivo de ésta sino que
intervienen un variopinto de variables que el concepto “puro” de competencia los
supone resueltos.

Por consiguiente, la asociación entre interés económico general y el análisis de los


excedentes de los consumidores y/o productores, tal cual se encuentra la literatura
vinculada a la defensa de la competencia, adolece de ésta y de muchas otras
cuestiones muy importantes. Por ejemplo, el análisis de los excedentes deja

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afuera a los integrantes de la demanda no solvente, con lo cuál dejaría de ser un
interés “general” para transformarse en un interés “sectorial”.

La bibliografía tradicional argumenta que los aspectos de orden macroeconómico


(como el empleo o el impacto sobre el sector externo) deben ser derivados hacia
las oficinas o Secretarías respectivas (por ejemplo, el Ministerio de Trabajo u otras
dependencias del Ministerio de Economía). Dicha conceptualización responde al
llamado “enfoque de objetivos e instrumentos” de Timbergen, pero desconoce el
hecho de que el sistema económico no puede dividirse en fragmentos manejables,
tal como un automóvil se divide en partes. Tal como es concebida hoy, la política
de competencia es antagónica a la política industrial y la política de empleo tal
cual afirma Benjamín Coriat3.

Cooke visualizó esta vinculación entre el análisis de competencia y los aspectos


macroeconómicos:
“Esta ley –ya he dicho y quiero remarcarlo– no resuelve el problema económico,
aunque sí uno de los aspectos. Hay que ejercer una severa vigilancia de nuestra
balanza comercial y de pagos a fin de sofrenar los movimientos demasiado
bruscos que puedan perturbar nuestro desarrollo industrial. Debe asegurarse la
defensa de la industria contra las maniobras internas y externas. Deben adoptarse
medidas diversas: regulación aduanera, reordenación del régimen impositivo,
nacionalización de empresas de servicios públicos, confección de estadísticas que
nos den una noción exacta y al día de nuestra realidad económica y que al mismo
tiempo nos informen del grado de desarrollo que tiene la tendencia de la
concentración monopolista en cada industria”

En definitiva, los elementos vinculados al empleo que genera o destruye una


fusión, el impacto sobre el medio ambiente, el impacto sobre las finanzas públicas
y sobre la balanza de divisas, son variables que necesitan ser incorporadas a la
instrucción de las concentraciones económicas porque deben ser elementos a
tener en cuenta por parte del Poder Ejecutivo, que es el que tiene la legitimación
máxima para representar el “interés general”, para determinar si una
concentración es buena o mala en un sentido amplio. Por consiguiente, al ser la
oficina de competencia la única instancia de evaluación integral de las conductas
anticompetitivas y fusiones y amalgamas de empresas, es correcto realizar un
análisis que trascienda los elementos microeconómicos y se empiece a analizar
desde un concepto más integral.

A modo de epígrafe

El aporte de Cooke a la discusión actual tiene una vigencia extraordinaria. Sobre


todo en esta etapa histórica de la Argentina donde se empieza a recuperar el
Poder de policía del Estado. El estado del desarrollo de la estructura productiva
nos aleja demasiado del modelo de competencia perfecta de los manuales de

3
“La Politique économique a l’heure de l’euro. Politique de la concurrente et politique industrielle, un
rééquilibrage est-il possible?. Euro et Gouvernance économique. Cahiers Français Nº319. 2003.

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texto y nos obliga a fortalecer aún más al Estado en la intervención de las
decisiones privadas para preservar los intereses del conjunto de la sociedad. La
competencia, como dijo Cooke, ya no es libre ni tampoco es un juego.

“Cuando hablamos de libre concurrencia no lo hacemos –nadie lo hace– ya con el


viejo concepto de liberalismo sin restricciones; lo hacemos con el nuevo concepto
social de que se impregnan todos los problemas de carácter económico del ‘bien
social’ como fin de la economía del Estado. Por eso no hay contradicción entre
esta defensa, por una ley, de la libre concurrencia y las palabras de la crítica que
han pronunciado algunos señores diputados, entre ellos el que habla, contra el
llamado libre juego de la oferta y la demanda, que yo he afirmado en este recinto
que no es libre ni es juego”

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